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El Culto del Hombre Libre (1903)*

By Jose Melgarejo | Created: August 09, 2023 | Last updated: December 18, 2024 | Read Time: 15 minutes

Por Bertrand Russell

Al Dr. Fausto, en su estudio, Mefistófeles le contó la historia de la Creación, diciendo:

Las interminables alabanzas de los coros de ángeles habían empezado a cansar; porque, después de todo, ¿no merecía él sus alabanzas? ¿No les había dado una alegría infinita? ¿No sería más divertido obtener alabanzas inmerecidas, ser adorado por seres a los que torturaba? Sonrió para sus adentros y resolvió que el gran drama debía representarse.

Durante incontables edades, la nebulosa caliente giró sin rumbo por el espacio. Por fin empezó a tomar forma, la masa central desprendió planetas, los planetas se enfriaron, los mares hirvientes y las montañas ardientes se agitaron y sacudieron, de las masas negras de nubes brotaron láminas de lluvia caliente que inundaron la corteza apenas sólida. Y ahora el primer germen de vida crecía en las profundidades del océano, y se desarrollaba rápidamente en el calor fructífero hasta convertirse en vastos árboles forestales, enormes helechos que brotaban del moho húmedo, monstruos marinos que se reproducían, luchaban, devoraban y desaparecían. Y de los monstruos, a medida que se desarrollaba la obra, nació el Hombre, con el poder del pensamiento, el conocimiento del bien y del mal y la cruel sed de adoración. Y el Hombre vio que todo es pasajero en este mundo loco y monstruoso, que todo lucha por arrebatar, a cualquier precio, unos breves instantes de vida antes del inexorable decreto de la Muerte. Y el Hombre dijo: "Hay un propósito oculto, si pudiéramos desentrañarlo, y el propósito es bueno; porque debemos reverenciar algo, y en el mundo visible no hay nada digno de reverencia". Y el Hombre se mantuvo al margen de la lucha, resolviendo que Dios pretendía que la armonía surgiera del caos mediante el esfuerzo humano. Y cuando siguió los instintos que Dios le había transmitido desde su ascendencia de bestias de presa, lo llamó Pecado, y pidió a Dios que lo perdonara. Pero dudaba que pudiera ser justamente perdonado, hasta que inventó un Plan divino por el cual la ira de Dios debía haber sido aplacada. Y viendo que el presente era malo, lo empeoró aún más, para que así el futuro fuera mejor. Y dio gracias a Dios por la fuerza que le permitió renunciar incluso a las alegrías que eran posibles. Y Dios sonrió; y cuando vio que el Hombre se había perfeccionado en la renuncia y la adoración, envió otro sol a través del cielo, que se estrelló contra el sol del Hombre; y todo volvió de nuevo a la nebulosa.

"Sí", murmuró, "ha sido una buena obra; la haré representar de nuevo".

Así, en líneas generales, pero aún más sin propósito, más vacío de significado, es el mundo que la Ciencia presenta para nuestra creencia. En un mundo así, si es que lo hay, nuestros ideales deben encontrar en adelante un hogar. Que el hombre es el producto de causas que no previeron el fin que perseguían; que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y sus temores, sus amores y sus creencias, no son más que el resultado de combinaciones accidentales de átomos; que ningún fuego, ningún heroísmo, ninguna intensidad de pensamiento y de sentimiento, pueden preservar una vida individual más allá de la tumba; que todos los trabajos de las edades, toda la devoción, toda la inspiración, todo el brillo del mediodía del genio humano, están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar, y que todo el templo de los logros del hombre debe ser inevitablemente enterrado bajo los escombros de un universo en ruinas - todas estas cosas, si no están fuera de toda duda, son tan casi ciertas, que ninguna filosofía que las rechace puede esperar mantenerse. Sólo dentro del andamiaje de estas verdades, sólo sobre los firmes cimientos de una desesperación inquebrantable, puede construirse en adelante con seguridad la morada del alma.

¿Cómo, en un mundo tan ajeno e inhumano, puede una criatura tan impotente como el hombre conservar incólumes sus aspiraciones? Extraño misterio es que la Naturaleza, omnipotente pero ciega, en las revoluciones de sus seculares correrías por los abismos del espacio, haya engendrado al fin un niño, sometido aún a su poder, pero dotado de vista, de conocimiento del bien y del mal, de capacidad para juzgar todas las obras de su irreflexiva Madre. A pesar de la Muerte, marca y sello del control paterno, el Hombre es todavía libre, durante sus breves años, de examinar, de criticar, de conocer y, en la imaginación, de crear. Sólo a él, en el mundo que conoce, pertenece esta libertad; y en esto reside su superioridad sobre las fuerzas resistentes que controlan su vida exterior.

El salvaje, como nosotros, siente la opresión de su impotencia ante los poderes de la Naturaleza; pero no teniendo en sí mismo nada que respete más que el Poder, está dispuesto a postrarse ante sus dioses, sin preguntar si son dignos de su adoración. Patética y muy terrible es la larga historia de crueldad y tortura, de degradación y sacrificios humanos, soportados con la esperanza de aplacar a los celosos dioses: seguramente, piensa el tembloroso creyente, cuando lo más precioso ha sido dado gratuitamente, su lujuria de sangre debe ser aplacada, y no se requerirá más. La religión de Moloch, como puede llamarse genéricamente a tales credos, es en esencia la sumisión temblorosa del esclavo, que no se atreve, ni siquiera en su corazón, a permitir el pensamiento de que su amo no merece adulación. Como todavía no se reconoce la independencia de los ideales, el Poder puede ser adorado libremente y recibir un respeto ilimitado, a pesar de que inflige dolor sin sentido.

Pero gradualmente, a medida que la moralidad se vuelve más audaz, la exigencia del mundo ideal comienza a sentirse; y la adoración, si no ha de cesar, debe darse a dioses de otro tipo que los creados por el salvaje. Algunos, aunque sientan las exigencias del ideal, seguirán rechazándolas conscientemente, insistiendo todavía en que el Poder desnudo es digno de adoración. Tal es la actitud inculcada en la respuesta de Dios a Job desde el torbellino: se exhiben el poder y el conocimiento divinos, pero no se alude a la bondad divina. Tal es también la actitud de quienes, en nuestros días, basan su moral en la lucha por la supervivencia, sosteniendo que los supervivientes son necesariamente los más aptos. Pero otros, no contentos con una respuesta tan repugnante al sentido moral, adoptarán la posición que nos hemos acostumbrado a considerar especialmente religiosa, sosteniendo que, de alguna manera oculta, el mundo de los hechos es realmente armonioso con el mundo de los ideales. Así, el hombre crea a Dios, todopoderoso y todo bueno, unidad mística de lo que es y de lo que debe ser.

Pero el mundo de los hechos, después de todo, no es bueno; y, al someter nuestro juicio a él, hay un elemento de servilismo del que nuestros pensamientos deben ser purgados. Porque en todas las cosas es bueno exaltar la dignidad del Hombre, liberándolo tanto como sea posible de la tiranía del Poder no humano. Cuando nos hemos dado cuenta de que el Poder es en gran parte malo, que el hombre, con su conocimiento del bien y del mal, no es más que un átomo indefenso en un mundo que no tiene tal conocimiento, se nos presenta de nuevo la elección: ¿Veneraremos a la Fuerza o a la Bondad? ¿Existirá nuestro Dios y será malo, o será reconocido como la creación de nuestra propia conciencia?

La respuesta a esta pregunta es muy trascendental y afecta profundamente a toda nuestra moralidad. El culto a la Fuerza, al que nos han acostumbrado Carlyle y Nietzsche y el credo del Militarismo, es el resultado de no haber sabido mantener nuestros propios ideales frente a un universo hostil: es en sí mismo una sumisión postrada al mal, un sacrificio de lo mejor de nosotros mismos a Moloch. Si hay que respetar la fuerza, respetemos más bien la fuerza de los que rechazan ese falso "reconocimiento de los hechos" que no reconoce que los hechos son a menudo malos. Admitamos que, en el mundo que conocemos, hay muchas cosas que serían mejor de otro modo, y que los ideales a los que nos adherimos y debemos adherirnos no se realizan en el reino de la materia. Conservemos nuestro respeto por la verdad, por la belleza, por el ideal de perfección que la vida no nos permite alcanzar, aunque ninguna de estas cosas cuente con la aprobación del universo inconsciente. Si el Poder es malo, como parece serlo, rechacémoslo de corazón. En esto reside la verdadera libertad del Hombre: en la determinación de no adorar más que al Dios creado por nuestro propio amor al bien, de no respetar más que el cielo que inspira la perspicacia de nuestros mejores momentos. En la acción, en el deseo, debemos someternos perpetuamente a la tiranía de las fuerzas exteriores; pero en el pensamiento, en la aspiración, somos libres, libres de nuestros semejantes, libres del insignificante planeta sobre el que nuestros cuerpos se arrastran impotentes, libres incluso, mientras vivimos, de la tiranía de la muerte. Aprendamos, pues, esa energía de fe que nos permite vivir constantemente en la visión del bien; y descendamos, en la acción, al mundo de los hechos, con esa visión siempre ante nosotros.

Cuando la oposición entre el hecho y el ideal se hace plenamente visible, un espíritu de ardiente rebelión, de odio feroz a los dioses, parece necesario para la afirmación de la libertad. Desafiar con constancia prometeica a un universo hostil, tener su mal siempre a la vista, odiarlo siempre activamente, no rechazar ningún dolor que la malicia del Poder pueda inventar, parece ser el deber de todo aquel que no se doblegue ante lo inevitable. Pero la indignación no deja de ser una esclavitud, pues obliga a nuestros pensamientos a ocuparse de un mundo malo; y en la ferocidad del deseo de la que brota la rebelión hay una especie de autoafirmación que es necesario que el sabio supere. La indignación es una sumisión de nuestros pensamientos, pero no de nuestros deseos; la libertad estoica en que consiste la sabiduría se encuentra en la sumisión de nuestros deseos, pero no de nuestros pensamientos. De la sumisión de nuestros deseos brota la virtud de la resignación; de la libertad de nuestros pensamientos brota todo el mundo del arte y de la filosofía, y la visión de la belleza por la que, al fin, reconquistamos a medias el mundo renuente. Pero la visión de la belleza sólo es posible para la contemplación sin trabas, para los pensamientos no lastrados por la carga de deseos ansiosos; y así la Libertad sólo llega a aquellos que ya no piden a la vida que les produzca ninguno de esos bienes personales que están sujetos a las mutaciones del Tiempo.

Aunque la necesidad de la renuncia es una prueba de la existencia del mal, el Cristianismo, al predicarla, ha demostrado una sabiduría que excede a la de la filosofía prometeica de la rebelión. Hay que admitir que, de las cosas que deseamos, algunas, aunque resulten imposibles, son sin embargo bienes reales; otras, en cambio, por ardientemente anheladas, no forman parte de un ideal plenamente purificado. La creencia de que lo que hay que renunciar es malo, aunque a veces falsa, lo es con mucha menos frecuencia de lo que supone la pasión desenfrenada; y el credo de la religión, al proporcionar una razón para demostrar que nunca es falso, ha sido el medio de purificar nuestras esperanzas mediante el descubrimiento de muchas verdades austeras.

Pero hay en la resignación otro buen elemento: incluso los bienes reales, cuando son inalcanzables, no deben ser deseados con fruición. A todo hombre le llega, tarde o temprano, la gran renuncia. Para los jóvenes, no hay nada inalcanzable; una cosa buena deseada con toda la fuerza de una voluntad apasionada, y sin embargo imposible, no es creíble para ellos. Sin embargo, por la muerte, por la enfermedad, por la pobreza o por la voz del deber, debemos aprender, cada uno de nosotros, que el mundo no está hecho para nosotros, y que, por muy bellas que sean las cosas que anhelamos, el Destino puede, no obstante, prohibirlas. Es parte del valor, cuando llega la desgracia, soportar sin lamentarse la ruina de nuestras esperanzas, apartar nuestros pensamientos de vanos lamentos. Este grado de sumisión al Poder no sólo es justo y correcto: es la puerta misma de la sabiduría.

Pero la renuncia pasiva no es toda la sabiduría, pues no sólo con la renuncia podemos construir un templo para el culto de nuestros propios ideales. En el reino de la imaginación, en la música, en la arquitectura, en el imperturbable reino de la razón y en la magia del dorado atardecer de las letras, donde la belleza brilla y resplandece, alejada del contacto del dolor, alejada del miedo al cambio, alejada de los fracasos y desencantos del mundo de los hechos, aparecen inquietantes presagios del templo. En la contemplación de estas cosas la visión del cielo se formará en nuestros corazones, dando a la vez una piedra de toque para juzgar el mundo que nos rodea, y una inspiración por la cual moldear a nuestras necesidades todo lo que no sea incapaz de servir como piedra en el templo sagrado.

Excepto para aquellos espíritus raros que nacen sin pecado, hay una caverna de oscuridad que atravesar antes de poder entrar en ese templo. La puerta de la caverna es la desesperación, y su suelo está pavimentado con las lápidas de las esperanzas abandonadas. Allí debe morir el Yo; allí debe morir el afán, la codicia del deseo indomable, pues sólo así puede el alma liberarse del imperio del Destino. Pero fuera de la caverna la Puerta de la Renuncia conduce de nuevo a la luz del día de la sabiduría, por cuyo resplandor una nueva visión, una nueva alegría, una nueva ternura, brillan para alegrar el corazón del peregrino.

Cuando, sin la amargura de la rebelión impotente, hemos aprendido tanto a resignarnos a las reglas exteriores del Destino como a reconocer que el mundo no humano es indigno de nuestra adoración, se hace posible al fin transformar y remodelar el universo inconsciente, transmutarlo en el crisol de la imaginación, de tal modo que una nueva imagen de oro brillante reemplaza al viejo ídolo de arcilla. En todos los hechos multiformes del mundo -en las formas visuales de los árboles y las montañas y las nubes, en los acontecimientos de la vida del hombre, incluso en la omnipotencia misma de la Muerte- la perspicacia del idealismo creador puede encontrar el reflejo de una belleza que sus propios pensamientos crearon primero. De este modo, la mente afirma su sutil dominio sobre las fuerzas irreflexivas de la Naturaleza. Cuanto más malvado es el material con el que trata, cuanto más frustrante es para el deseo no entrenado, mayor es su logro al inducir a la roca reacia a ceder sus tesoros ocultos, más orgullosa es su victoria al obligar a las fuerzas opuestas a engrosar el desfile de su triunfo. De todas las artes, la Tragedia es la más orgullosa, la más triunfante; porque construye su brillante ciudadela en el mismo centro del país enemigo, en la misma cumbre de su más alta montaña; desde sus inexpugnables atalayas, sus campamentos y arsenales, sus columnas y fuertes, son todos revelados; dentro de sus muros la vida libre continúa, mientras las legiones de la Muerte y el Dolor y la Desesperación, y todos los serviles capitanes del tirano Destino, ofrecen a los burgueses de esa intrépida ciudad nuevos espectáculos de belleza. Felices esas sagradas murallas, tres veces felices los moradores de esa eminencia que todo lo ve. Honor a esos valientes guerreros que, a través de incontables épocas de guerras, han preservado para nosotros la inestimable herencia de la libertad, y han mantenido incontaminado por sacrílegos invasores el hogar de los no sometidos.

Pero la belleza de la Tragedia no hace sino hacer visible una cualidad que, en formas más o menos evidentes, está presente siempre y en todas partes en la vida. En el espectáculo de la muerte, en el sufrimiento de un dolor intolerable, en la irrevocabilidad de un pasado desaparecido, hay una sacralidad, un sobrecogimiento, un sentimiento de la inmensidad, de la profundidad, del misterio inagotable de la existencia, en el que, como por un extraño matrimonio del dolor, el que sufre está unido al mundo por lazos de dolor. En estos momentos de perspicacia, perdemos todo afán de deseo temporal, toda lucha y esfuerzo por fines mezquinos, toda preocupación por las pequeñas cosas triviales que, a una vista superficial, componen la vida común del día a día; vemos, rodeando la estrecha balsa iluminada por la vacilante luz de la camaradería humana, el oscuro océano en cuyas ondulantes olas nos balanceamos durante una breve hora; Desde la gran noche exterior, una ráfaga helada irrumpe en nuestro refugio; toda la soledad de la humanidad en medio de fuerzas hostiles se concentra en el alma individual, que debe luchar sola, con lo que de valor puede reunir, contra todo el peso de un universo que nada se preocupa por sus esperanzas y temores. La victoria, en esta lucha con los poderes de las tinieblas, es el verdadero bautismo en la gloriosa compañía de los héroes, la verdadera iniciación en la sobrecogedora belleza de la existencia humana. De ese terrible encuentro del alma con el mundo exterior nacen la enunciación, la sabiduría y la caridad; y con su nacimiento comienza una nueva vida. Llevar al santuario más íntimo del alma las fuerzas irresistibles cuyas marionetas parecemos ser -la muerte y el cambio, lo irrevocable del pasado y la impotencia del hombre ante la ciega prisa del universo de vanidad en vanidad-, sentir estas cosas y conocerlas es conquistarlas.

Esta es la razón por la que el Pasado tiene tal poder mágico. La belleza de sus imágenes inmóviles y silenciosas es como la pureza encantada del final del otoño, cuando las hojas, aunque un soplo las haría caer, siguen brillando contra el cielo en una gloria dorada. El pasado no cambia ni se esfuerza; como Duncan, después de la agitada fiebre de la vida duerme bien; lo que era ansioso y codicioso, lo que era mezquino y transitorio, se ha desvanecido, las cosas que eran bellas y eternas brillan en él como estrellas en la noche. Su belleza, para un alma que no la merece, es insoportable; pero para un alma que ha vencido al Destino es la clave de la religión.

La vida del hombre, vista exteriormente, no es más que una pequeñez en comparación con las fuerzas de la Naturaleza. El esclavo está condenado a adorar al Tiempo, al Destino y a la Muerte, porque son más grandes que cualquier cosa que encuentre en sí mismo, y porque todos sus pensamientos se centran en las cosas que ellos devoran. Pero, por grandes que sean, pensar mucho en ellas, sentir su esplendor sin pasión, es aún más grande. Y tal pensamiento nos hace hombres libres; ya no nos inclinamos ante lo inevitable en sujeción oriental, sino que lo absorbemos y lo hacemos parte de nosotros mismos. Abandonar la lucha por la felicidad privada, expulsar todo afán de deseo temporal, arder de pasión por las cosas eternas... esto es la emancipación, y éste es el culto del hombre libre. Y esta liberación se efectúa mediante la contemplación del Destino; porque el Destino mismo es subyugado por la mente que no deja nada para ser purificado por el fuego purificador del Tiempo.

Unido a sus semejantes por el más fuerte de todos los lazos, el lazo de un destino común, el hombre libre encuentra que una nueva visión está siempre con él, derramando sobre cada tarea diaria la luz del amor. La vida del hombre es una larga marcha a través de la noche, rodeado de enemigos invisibles, torturado por el cansancio y el dolor, hacia una meta que pocos pueden esperar alcanzar, y donde nadie puede detenerse mucho tiempo. Uno a uno, mientras marchan, nuestros compañeros desaparecen de nuestra vista, apresados por las órdenes silenciosas de la omnipotente Muerte. Muy breve es el tiempo en que podemos ayudarles, en que se decide su felicidad o su miseria. Sea nuestro iluminar su camino con el sol, aliviar sus penas con el bálsamo de la simpatía, darles la alegría pura de un afecto que nunca se cansa, fortalecer el valor que flaquea, infundir fe en las horas de desesperación. No pesemos en balanzas rencorosas sus méritos y deméritos, sino pensemos sólo en su necesidad, en las penas, en las dificultades, tal vez en las cegueras, que hacen la miseria de sus vidas; recordemos que son compañeros de sufrimiento en la misma oscuridad, actores de la misma tragedia que nosotros. Y así, cuando su día haya terminado, cuando su bien y su mal se hayan hecho eternos por la inmortalidad del pasado, sintamos que, donde ellos sufrieron, donde fracasaron, ninguna acción nuestra fue la causa; pero dondequiera que una chispa del fuego divino se encendió en sus corazones, nosotros estuvimos listos con aliento, con simpatía, con palabras valientes en las que brilló un alto valor.

Breve e impotente es la vida del hombre; sobre él y sobre toda su raza cae la lenta y segura fatalidad, despiadada y oscura. Ciega al bien y al mal, temerosa de la destrucción, la omnipotente materia sigue su implacable camino; al hombre, condenado hoy a perder a sus seres más queridos, mañana a atravesar él mismo la puerta de las tinieblas, sólo le queda abrigar, antes de que caiga el golpe, los elevados pensamientos que ennoblecen su pequeño día; desdeñar los cobardes terrores del esclavo del Destino, para rendir culto en el santuario que sus propias manos han construido; imperturbable ante el imperio del azar, para preservar una mente libre de la tiranía gratuita que gobierna su vida exterior; orgullosamente desafiante de las fuerzas irresistibles que toleran, por un momento, su conocimiento y su condena, para sostener solo, un Atlas cansado pero inquebrantable, el mundo que sus propios ideales han modelado a pesar de la marcha pisoteadora del poder inconsciente.

* Bertrand Russell, "The Free Man's Worship", The Independent Review 1 (dic. 1903), 415-24 El título del ensayo cambió después de 1910 a "A Free Man's Worship" Repr. ML

Original article: users.drew.edu/~jlenz/br-fmw.html


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Jose Melgarejo is a seasoned writer with extensive experience in detailed analysis and narrative construction. He specializes in producing well-researched, clear, and informative content for various publications, effectively communicating complex topics to a broad audience.


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