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Información de este libro electrónico
La madre de todas las preguntas es un libro importante y alentador desde la perspectiva decididamente feminista de la autora de Los hombres me explican cosas, sobre y para todos los que cuestionan las identidades de género y abogan por un mundo más libre. Sus escritos, cargados de inteligencia y fuerza, hablan del derecho a no responder lo que no queremos, del silencio impuesto a las mujeres durante siglos, de las mujeres que se niegan a ser silenciadas, de las violaciones y la violencia misógina, o incluso de los referentes masculinos en el canon literario occidental, desde una perspectiva de género.
Rebecca Solnit
Rebecca Solnit is the author of more than 25 books, including Orwell’s Roses, Hope in the Dark, Men Explain Things to Me, A Paradise Built in Hell: The Extraordinary Communities That Arise in Disaster, and A Field Guide to Getting Lost. A longtime climate and human rights activist, she serves on the boards of Oil Change International and Third Act.
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La madre de todas las preguntas - Rebecca Solnit
Introducción
El ensayo más largo y reciente de este libro trata sobre el silencio, y lo empecé pensando que estaba escribiendo sobre las muchas formas en que se silencia a las mujeres. Pronto caí en la cuenta de que las formas en que se silencia a los hombres eran una parte inseparable de mi tema, y de que cada uno de nosotros existe en un compuesto de muchos tipos de silencio, donde están incluidos los silencios recíprocos que llamamos roles de género. Este es un libro feminista, pero no es un libro que trate únicamente de las experiencias de las mujeres, sino de las de todos los hombres, mujeres, niños y personas que desafían el binarismo y los límites de género.
Este libro trata de los hombres que son ardientes feministas y también de los que son violadores en serie, y está escrito desde el reconocimiento de que todas las categorías son permeables y debemos utilizarlas con carácter provisional. Aborda los rápidos cambios sociales del revitalizado movimiento feminista en Norteamérica y en todo el mundo, que no se limita simplemente a cambiar las leyes, sino que está cambiando nuestra comprensión de qué es el consentimiento, el poder, los derechos, el género, la voz y la representación. Es un movimiento maravilloso y transformador que sobre todo lidera la gente joven en los recintos universitarios, en las redes sociales, en las calles…, y mi admiración por esta nueva generación intrépida, y que no se disculpa por serlo, de feministas y activistas de los derechos humanos es enorme. Igual que lo es mi miedo a las reacciones en contra, que en sí mismas evidencian la amenaza que el feminismo, como parte de un proyecto de liberación más amplio, representa para el patriarcado y el statu quo.
Este libro es un recorrido a través de la masacre, una celebración de la liberación y la solidaridad, la percepción y la empatía, y una investigación de los términos y herramientas con los que podemos explorar todas estas cosas.
La madre de todas
las preguntas
(2015)
Hace unos años di una conferencia sobre Virginia Woolf. Durante el turno de preguntas que siguió a mi intervención, el tema que más parecía interesar a un buen número de personas era el de si Woolf debió haber tenido hijos. Respondí a la pregunta con gran diligencia, señalando que Woolf al parecer habría considerado la posibilidad de tener hijos al principio de su matrimonio, después de ver la alegría que sus sobrinos proporcionaban a su hermana, Vanessa Bell. Sin embargo, con el tiempo Woolf terminó juzgando la reproducción como algo insensato, tal vez debido a su propia inestabilidad psicológica. O quizás, sugerí, quería ser escritora y dedicar su vida al arte, algo que hizo con un éxito extraordinario. En la charla había citado, para satisfacción de los asistentes, su descripción de matar «al ángel de la casa», la voz interior que les dice a las mujeres que se conviertan en abnegadas siervas de la domesticidad y el ego masculino. Me sorprendió que haber abogado por estrangular el espíritu de la feminidad convencional condujera a esta conversación.
Lo que tendría que haber dicho a aquella audiencia era que nuestra indagatoria acerca del estado reproductivo de Woolf era una desviación sin sentido y soporífera de las magníficas cuestiones que su obra plantea. (Creo que en algún momento dije: «¡Al carajo toda esta mierda!», lo que acarreaba el mismo mensaje general, y di por zanjada esta discusión). Al fin y al cabo, muchas personas tienen bebés, pero solo una escribió Al faro y Tres guineas, y lo cierto es que estábamos hablando sobre Woolf por esto último.
Estaba lo bastante familiarizada con esta clase de preguntas. Hace una década, durante una conversación que se suponía que tenía que girar en torno a un libro que yo había escrito sobre política, el hombre británico que me entrevistaba parecía empeñado en que, en vez de hablar sobre los productos de mi mente, debíamos hablar sobre el fruto de mis entrañas, o la ausencia de frutos. En el escenario me agobiaba con preguntas sobre por qué no tenía hijos, pero daba la impresión de que ninguna de las respuestas que yo pudiera ofrecer le satisfacía. Su postura parecía ser la de que yo debía tener hijos, que era incomprensible que no los tuviera, de modo que tuvimos que hablar sobre por qué no los tenía en vez de sobre los libros que sí tenía en mi haber.
Al bajar del escenario, la publicista de mi editorial escocesa (una chica menuda, de veintitantos, con bailarinas de color rosa y un bonito anillo de compromiso) fruncía el ceño con furia. «A un hombre nunca le haría esas preguntas», escupió. Y tenía razón. (Ahora soy yo quien usa esta frase, formulada a modo de pregunta, para ponérselo difícil a algunos de los que me hacen preguntas: «¿Le preguntarías esto a un hombre?»). Tales preguntas parecen derivarse de la idea de que no hay mujeres, es decir, el 51 por ciento de la especie humana, tan diversas en sus necesidades y tan misteriosas en sus deseos como el otro 49 por ciento de la población, sino solo Mujer, que debe casarse, reproducirse y dejar que los hombres entren y los bebés salgan, como si fuese un montacargas de la especie. En el fondo, estas preguntas no son más que afirmaciones de que quienes nos imaginamos a nosotras mismas como personas individuales que trazan sus propios caminos estamos equivocadas. Los cerebros son un fenómeno individual que produce una gran variedad de productos; los úteros únicamente producen un tipo de creación.
Resulta que son muchas las razones por las que no tenemos hijos: el control de natalidad se me da muy bien; aunque me encantan los niños y adoro ser tía, también me encanta la soledad. Fui criada por personas antipáticas e infelices, y no he querido ni replicar cómo me criaron ni crear seres humanos que pudieran sentir por mí lo mismo que yo he sentido a veces por mis progenitores; el planeta es incapaz de sostener a más gente del primer mundo, y el futuro es harto incierto; y porque realmente quería escribir libros, y el modo en que lo he hecho responde a una vocación que ha consumido gran parte de mi tiempo. No soy dogmática con relación a la cuestión de no tener hijos. Si las circunstancias hubiesen sido otras, quizás hubiera tenido, y habría estado bien… igual que lo estoy ahora.
Algunas personas quieren tener hijos pero no los tienen por diversas razones privadas, médicas, emocionales, financieras, profesionales; otras no quieren tener hijos, y esta es una decisión que no incumbe a nadie más que a ellas. Solo porque sea posible responder a la pregunta no significa que nadie esté obligado a contestarla, o que se deba preguntar. La pregunta del entrevistador me resultó indecente porque asumía que las mujeres deben tener hijos, y que las actividades reproductoras de una mujer eran, naturalmente, un asunto público. Pero lo fundamental es que la pregunta daba por supuesto que las mujeres solo pueden vivir de una única forma correcta.
No obstante, incluso decir que solo se puede vivir de una única forma correcta podría significar que estamos planteando el caso con demasiado optimismo, dado que la actuación de las madres se considera constantemente deficiente. Se puede tachar a una madre de criminal por haber dejado a su hijo solo durante cinco minutos, incluso si el padre del niño lo ha dejado solo durante varios años. Hay madres que me han contado que tener hijos hizo que las trataran como ganado bovino carente de intelecto que no debía ser tenido en cuenta. Conozco a muchas mujeres a las que se les ha dicho que no se les puede tomar en serio profesionalmente porque en algún momento se marcharán para reproducirse. Y se presupone que muchas madres que sí han triunfado en la esfera profesional están descuidando a alguien. No hay una buena respuesta para la pregunta de cómo ser mujer; el arte quizá pueda residir en cómo rechazamos la pregunta.
Hablamos de preguntas abiertas, pero también hay preguntas cerradas, preguntas para las cuales solo existe una única respuesta correcta, por lo menos para quienes las hacen. Son preguntas que nos empujan dentro del rebaño, o que nos muerden por apartarnos de él, preguntas que contienen sus propias respuestas y cuya aspiración es la imposición y el castigo. Uno de mis objetivos en la vida es convertirme en una persona verdaderamente rabínica, ser capaz de responder a preguntas cerradas con preguntas abiertas, poseer la autoridad interna de actuar como una buena guardiana cuando se acerquen los intrusos y, como mínimo, acordarme de preguntar: «¿Por qué preguntas eso?». He descubierto que esta es siempre una buena respuesta para una pregunta poco amigable, y lo cierto es que las preguntas cerradas tienden a ser poco amigables. Pero el día que me interrogaron sobre por qué no tenía hijos, me tomaron por sorpresa (y con un gran desfase horario), y por eso me quedé pensando: ¿por qué nunca nos libramos de estas preguntas tan predecibles?
Quizás una parte del problema sea que hemos aprendido a preguntarnos las cosas equivocadas sobre nosotros mismos. Nuestra cultura está imbuida en una especie de psicología pop cuya pregunta obsesiva es: ¿eres feliz? Lo preguntamos de una forma tan instintiva que parece natural desear que una empresa farmacéutica con una máquina del tiempo a su disposición hubiera podido distribuir un suministro de por vida de antidepresivos a Bloomsbury para que cierta prosista feminista incomparable pudiera reorientar su vida hacia la producción de camadas de bebés Woolf.
Las preguntas sobre la felicidad por lo general asumen que sabemos cómo es una vida feliz. La felicidad a menudo se describe como el resultado de tenerlo todo en su sitio —cónyuge, descendencia, propiedad privada, experiencias eróticas—, a pesar de que un solo milisegundo de reflexión nos permite acordarnos de un sinfín de personas que tienen todas esas cosas y, aun así, siguen sintiéndose infelices.
Una y otra vez se nos dan fórmulas únicas para todos los casos, pero estas fórmulas fracasan a menudo y de manera estrepitosa, aunque eso no quita para que nos las vuelvan a dar. Una vez, y otra vez, y otra. Se convierten en cárceles y castigos; la cárcel de la imaginación atrapa a muchos en la cárcel de una vida que está correctamente alineada con las recetas y, sin embargo, es del todo miserable.
El problema puede ser literario: se nos ofrece una única historia sobre qué hace que una vida sea buena, a pesar de que muchos de los que siguen esa línea narrativa tienen malas vidas. Hablamos como si solo hubiera un buen argumento con un resultado feliz, mientras que la miríada de formas que una vida puede tomar florece —y se marchita— a nuestro alrededor.
Incluso es posible que aquellos que viven la mejor versión de la línea argumental familiar no encuentren la felicidad como recompensa. Esto no tiene que ser algo necesariamente malo. Conozco a una mujer que estuvo felizmente casada durante setenta años. Ha tenido una vida larga y plena que ella ha vivido de acuerdo con sus principios, y goza del amor y del respeto de sus descendientes. Sin embargo yo no diría que es feliz; su compasión por las personas vulnerables y su preocupación por el futuro le han dado una visión desesperanzada del mundo. En lugar de felicidad, lo que ella ha tenido precisa un mejor lenguaje para describirlo. Hay criterios completamente diferentes para establecer qué es una buena vida, y cada persona tendrá el suyo: amar y ser amados, sentirnos satisfechos, tener honor, sentido, profundidad, compromiso, esperanza.
Parte de mi empeño como escritora ha consistido en encontrar formas de evaluar qué es elusivo y qué se pasa por alto, de describir tonalidades y matices de significado, de celebrar la vida pública y la vida solitaria, y —en palabras de John Berger— de encontrar «otra forma de contar», que en parte da cuenta de por qué resulta descorazonador sentir los azotes de las mismas viejas formas de contar.
La conservadora «defensa del matrimonio», que en realidad no es más que la defensa de la antigua disposición jerárquica del matrimonio heterosexual antes de que las feministas comenzaran a reformarlo, por desgracia no es solo propiedad de los conservadores. En esta sociedad son muchos los que se atrincheran detrás de la devota creencia de que el hogar heterosexual con padre y madre tiene algo mágico y genial para los niños, y hace que muchas personas permanezcan en matrimonios desgraciados que son destructivos para todos los que están cerca. Conozco a gente que durante mucho tiempo dudó en poner punto y final a matrimonios horribles porque la vieja receta insiste en que, de alguna manera, una situación que es terrible para uno o dos padres será beneficiosa para los hijos. Incluso a menudo se insta a mujeres cuyos cónyuges son violentos y abusivos a permanecer en situaciones que se supone que son tan categóricamente maravillosas que los detalles son lo de menos. La forma vence al contenido. Y, sin embargo, he visto repetidas veces la alegría del divorcio y las múltiples formas que pueden adoptar las familias felices, desde un solo progenitor y un hijo a innumerables configuraciones de hogares múltiples y familias ampliadas.
Después de escribir un libro sobre mí y sobre mi madre, que se casó con un bruto de armas tomar y tuvo cuatro hijos y a menudo ardía de ira y miseria, fui presa de la emboscada de una entrevistadora que me preguntó si mi abusivo padre era la razón de mi fracaso a la hora de encontrar un compañero sentimental. Su pregunta estaba cargada de sorprendentes presunciones sobre lo que yo había pretendido hacer con mi vida y su derecho a inmiscuirse en esa vida. El libro, The Faraway Nearby (La lejana proximidad), trataba, o eso pensaba yo, de mi largo viaje hacia una vida realmente agradable, explicado de un modo tranquilo e indirecto, y sobre el intento de lidiar con la furia de mi madre (e incluía el origen de esa furia en su cautiverio en las expectativas y roles femeninos convencionales).
Con mi vida he hecho lo que me había propuesto hacer con ella, y lo que me había propuesto no era ni lo que mi madre ni la entrevistadora habían dado por sentado. Me había propuesto escribir libros, rodearme de personas brillantes y generosas y vivir grandes aventuras. Los hombres —romances, rollos y relaciones duraderas— han sido algunas de estas aventuras, igual que lo han sido desiertos, mares árticos, cimas, revueltas y desastres, así como la exploración de ideas, archivos, registros y vidas.
Da la impresión de que las recetas de la sociedad para sentirnos realizados causan mucha infelicidad tanto en aquellos que están estigmatizados por ser incapaces o renuentes a llevarlas a cabo como en aquellos que las obedecen pero no encuentran la felicidad. Sin duda hay personas con vidas totalmente estándar que son muy felices. Conozco a algunas, igual que conozco a monjes y curas célibes sin hijos, abadesas, homosexuales divorciados y todo lo intermedio. El verano pasado, mi amiga Emma llegó al altar del brazo de su padre, y justo detrás iba el marido de él agarrado del brazo de la madre de Emma; los cuatro, más el marido de Emma, forman una familia excepcionalmente cariñosa y unida que se dedica a la búsqueda de justicia a través de la política. Las dos bodas a las que he asistido este verano han tenido dos novios y ninguna novia; en la primera, uno de los novios lloraba porque durante la mayor parte de su vida había estado excluido del derecho a casarse, y jamás pensó que vería su propia boda.
Aun así, las mismas viejas preguntas nos asedian una y otra vez (aunque muchas veces más que preguntas parecen una especie de régimen de control). Desde la perspectiva del mundo tradicional, la felicidad es básicamente privada y egoísta. La gente razonable persigue sus propios intereses y, cuando lo hacen con éxito, se supone que han de estar felices. La definición misma de lo que significa ser humano es estrecha, y el altruismo, el idealismo y la vida pública (salvo en forma de fama, estatus o éxitos materiales) tienen poco espacio en la lista de la compra. Rara vez sale a relucir la idea de que la vida debería consistir en ir en busca de un sentido; no solo se asume que las actividades estándar son intrínsecamente significativas, sino que se las considera como las únicas opciones significativas.
Una de las razones por las que la gente se aferra a la maternidad como clave de la identidad femenina es la creencia de que los niños son la manera de satisfacer nuestra capacidad de amar. Sin embargo, además de a nuestra propia descendencia, podemos ofrecer nuestro amor a muchas otras cosas que lo necesitan; el amor tiene muchas más cosas que