Una mente perversa: Un thriller policíaco del detective Robert Hunter
Por Chris Carter y Jorge de Buen Unna
4.5/5
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Disfruta de la serie superventas del detective Robert Hunter de la Sección Especial de Homicidio, escrita por el autor superventas Chris Carter. Ahora en una nueva edición revisada en español.
Si está pensando en ti…, ya estás muerto.
Tras un extraño accidente en una zona rural de Wyoming, el sheriff de la localidad detiene a un hombre sospechoso de haber asesinado a dos mujeres. Pero las investigaciones conducen a descubrimientos mucho más aterradores: un asesino en serie ha estado secuestrando, torturando y mutilando a personas por todo el país durante al menos veinticinco años.
El sospechoso afirma que no es más que un peón en un gigantesco laberinto de mentiras y artificios, pero ¿pueden confiar en sus palabras?
El caso es transferido de inmediato al FBI, que en esta ocasión se ve obligado a pedir ayuda a Robert Hunter, psicólogo especialista en comportamiento criminal y detective de la Unidad de Crímenes Ultraviolentos de la Policía de Los Ángeles, para interrogar al detenido, que se niega a hablar si no es con él.
Mientras Hunter interroga al sospechoso, que resulta ser alguien de su pasado, salen a la luz secretos escalofriantes, incluida la verdadera identidad del asesino. Un asesino tan astuto que ni siquiera el FBI tenía la menor idea de su existencia. Hasta ahora…
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«Con personajes brillantemente desarrollados, una historia impredecible y giros argumentales alucinantes, esta novela cargada de suspense avanza a un ritmo vertiginoso hacia un desenlace dramático y lleno de acción que mantendrá a los lectores especulando sobre el final hasta la última página. Un procedimiento policial absolutamente impresionante».
Book Reviews & More by Kathy ⭐⭐⭐⭐⭐
«Esta novela te atrapa. No es apta para aprensivos».
Heat ⭐⭐⭐⭐⭐
«Un asesino en serie especialmente sádico que, en esta lectura irresistible, se mofa de los agentes federales. Es una verdadera batalla entre el bien y el mal».
Kirkus Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐
«Esta es una de las novelas policíacas más escalofriantes que he leído».
Fresh Fiction ⭐⭐⭐⭐⭐
«Los giros, las sorpresas y los momentos de tensión abundan en este relato de ritmo trepidante».
Booklist ⭐⭐⭐⭐⭐
«Si te gustan las series de televisión como True Detective, es muy probable que no puedas soltar este libro».
The Real Book Spy ⭐⭐⭐⭐⭐
Chris Carter
Chris Carter was educated at Oxford and is the author of three highly acclaimed books: Science and the Near-Death Experience, Science and Psychic Phenomena, and Science and the Afterlife Experience. He also wrote several published articles dealing with controversial issues at the intersection of science and philosophy. After working in the field of finance, Carter currently devotes his time to writing, playing racquet sports, and teaching physics.
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Comentarios para Una mente perversa
2 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Aug 7, 2023
Es muy entretenida y se lee deprisa y con interés.
Vista previa del libro
Una mente perversa - Chris Carter
Una mente perversa
Una mente perversa
Título original: An Evil Mind
© 2014 Chris Carter. Reservados todos los derechos.
© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción Aldo Giacometti,
© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1438-3
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Published by agreement with Darley Anderson Literary, TV and Film Agency
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Primera parte
El hombre que no era
Uno
—Buenos días, sheriff. Buenos días, Bobby —dijo desde detrás del mostrador la camarera morena y regordeta con un pequeño tatuaje de corazón en la muñeca izquierda. No necesitó consultar el reloj que colgaba a su derecha; sabía que apenas pasaban de las seis de la mañana.
Cada miércoles, sin faltar, el sheriff Walton y su ayudante, Bobby Dale, entraban en Nora’s Diner, el restaurante de carretera que estaba justo a la salida de Wheatland, en el sureste de Wyoming, a recibir su dosis de tarta. Se rumoreaba que allí se horneaban las mejores tartas de todo Wyoming, una receta diferente cada día de la semana. Los miércoles tocaba tarta de manzana con canela, la tarta favorita del sheriff Walton. Él sabía perfectamente que la primera tanda siempre salía del horno a las seis en punto, y el sabor de una tarta recién horneada era insuperable.
—Buenos días, Beth —respondió Bobby mientras se sacudía el agua de lluvia del abrigo y los pantalones—. Que sepas que afuera se acaban de abrir las puertas del infierno —añadió, y sacudió una pierna como si se hubiera hecho pis encima.
En el sureste de Wyoming los chaparrones de verano eran habituales, pero la tormenta de aquella mañana era la más fuerte que habían visto en toda la temporada.
—Buenos días, Beth —saludó también el sheriff Walton, que se quitó el sombrero para secarse la cara y la frente con el pañuelo mientras echaba un rápido vistazo por todo el restaurante. A esas horas de la mañana, y con la lluvia torrencial que caía fuera, el lugar estaba mucho menos concurrido de lo habitual. Solo tres de las quince mesas estaban ocupadas.
Un hombre y una mujer de veintitantos años estaban sentados al lado de la puerta, desayunando tortitas. El sheriff supuso que eran los dueños del destartalado Volkswagen Golf color plata que había aparcado fuera.
La siguiente mesa la ocupaba un hombre corpulento, sudoroso y con la cabeza rapada que debía pesar al menos ciento sesenta kilos. La cantidad de comida que tenía delante habría sido más que suficiente para alimentar a dos personas muy hambrientas, tal vez incluso a tres.
En la última mesa, junto a la ventana, había un hombre alto y canoso, de nariz torcida y tupido bigote. Tenía los antebrazos cubiertos de tatuajes descoloridos. Había terminado de desayunar y estaba apoyado en el respaldo de la silla, jugueteando con un paquete de cigarrillos y con aire pensativo, como quien tiene que tomar una decisión muy difícil.
El sheriff Walton no tenía ninguna duda de que los dos grandes camiones aparcados fuera pertenecían a esos dos individuos.
Sentado al final de la barra, con un café negro y un dónut cubierto de chocolate, había un hombre bien vestido que parecía tener unos cuarenta y tantos años. Llevaba el pelo corto y bien cuidado, y la barba, elegante y meticulosamente recortada. Hojeaba el periódico de día. El sheriff Walton concluyó que el Ford Taurus azul oscuro aparcado a un lado del restaurante debía ser suyo.
—Llega justo a tiempo —dijo Beth, guiñándole un ojo al sheriff—. Acaban de salir del horno. Como si no lo supiera —añadió con un leve encogimiento de hombros.
El dulce aroma de la tarta de manzana con toques de canela recién horneada ya había invadido todo el lugar.
El sheriff Walton sonrió.
—Tomaremos lo de siempre, Beth —dijo, y se sentó a la barra.
—Enseguida —respondió Beth antes de desaparecer por la puerta de la cocina. Unos segundos más tarde, volvió con dos porciones extragrandes y humeantes de tarta, bañadas con nata y miel. Sobre el plato eran la imagen misma de la perfección.
—Vaya… —dijo el hombre que estaba sentado al final de la barra, y levantó tímidamente un dedo, como un niño pidiendo permiso a su profesor para hablar—. ¿Queda algo de esa tarta?
—Desde luego —respondió Beth, sonriéndole.
—En ese caso, ¿puede ponerme una porción, por favor?
—Sí, y también a mí —gritó desde su mesa el conductor del camión, con la mano levantada. Ya se estaba relamiendo.
—Y a mí —dijo el hombre del bigote mientras se guardaba el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta—. Esa tarta huele que alimenta.
—Y también sabe muy bien —añadió Beth.
—Lo de bien ni siquiera se acerca —dijo el sheriff Walton, girándose hacia las otras mesas—. Están a punto de ser transportados al paraíso de las tartas. —De pronto, sus ojos se abrieron de par en par—. Cielo santo —dijo mientras saltaba de su asiento.
Esa reacción hizo que Bobby Dale girase el cuerpo con rapidez y siguiera la mirada del sheriff. A través de la gran ventana, justo más allá de donde estaba sentada la pareja de los veintitantos años, vio los faros delanteros de una camioneta que se dirigía directamente hacia ellos. El vehículo parecía fuera de control.
—Pero ¿qué demonios…? —dijo Bobby, poniéndose de pie.
Todos en el restaurante se giraron hacia la ventana, y todos tenían la misma mirada de asombro. El vehículo se dirigía hacia ellos como un misil teledirigido y no mostraba signos de desviarse ni reducir la velocidad. Tenían dos o, tal vez, tres segundos antes del impacto.
—¡Todos a cubierto! —gritó el sheriff Walton, aunque no hacía falta. Por instinto, todos los clientes ya se habían puesto de pie tratando de apartarse. A esa velocidad, la camioneta atravesaría el frente del local y probablemente no se detendría hasta llegar a la cocina, en la parte trasera, destruyendo todo a su paso y matando a todo el que estuviera en medio.
Una caótica oleada de gritos y movimientos desesperados se apoderó del restaurante. Todos sabían que no tendrían tiempo suficiente para apartarse.
¡Buuuum!
El estruendo del impacto sonó como una explosión e hizo que el suelo temblara bajo los pies de todos.
El primero en levantar la mirada fue el sheriff Walton. Tardó unos cuantos segundos en darse cuenta de que, de alguna manera, el coche no se había estrellado contra la fachada del edificio.
Su ceño fruncido dio paso a la confusión.
—¿Están todos bien? —gritó, mirando frenético a su alrededor.
De todos los rincones del local llegaron confirmaciones atenuadas.
El sheriff y su ayudante se pusieron de pie enseguida y salieron corriendo. Los demás los siguieron un instante después. La lluvia había arreciado en los últimos minutos, y ahora caía en gruesas cortinas que reducían considerablemente la visibilidad.
Por pura suerte, la camioneta había caído en un profundo bache a pocos metros del restaurante y se había desviado con brusquedad hacia la izquierda, pasando a poco más de medio metro del local. Al desviarse, había golpeado la parte trasera del Ford Taurus aparcado fuera, para después estrellarse de frente contra un edificio que albergaba un par de baños y un almacén, destruyéndolo por completo. La suerte quiso que no hubiera nadie dentro de los aseos ni en el almacén.
—¡Mierda! —exhaló el sheriff Walton, con la sensación de que el corazón se le salía del pecho. La colisión había convertido la camioneta en un amasijo de hierros y el edificio en las ruinas de una demolición.
Saltando sobre los escombros, el sheriff fue el primero en llegar al vehículo. No había más ocupantes que el conductor, un hombre de cabello gris que parecía tener cerca de sesenta años, aunque era difícil de precisar. El sheriff Walton no pudo reconocerlo, pero tenía la certeza de que nunca había visto esa camioneta en las inmediaciones de Wheatland. Era una vieja y oxidada Chevy 1500 de principios de los noventa sin airbags, y aunque el conductor llevaba puesto el cinturón de seguridad, el impacto había sido demasiado violento. El frente de la camioneta, junto con el motor, estaba incrustado en la cabina. El salpicadero y el volante aplastaban contra el asiento el pecho del conductor. El hombre tenía la cara cubierta de sangre, desgarrada por los fragmentos de cristal del parabrisas. Uno de estos fragmentos le había cercenado el cuello.
—¡Maldita sea! —gruñó el sheriff Walton entre dientes, de pie junto a la puerta del conductor. No necesitó buscar el pulso del hombre para saber que no había sobrevivido.
—¡Dios mío! —oyó exclamar a Beth con voz temblorosa, pocos pasos por detrás. De inmediato se volvió a ella y levantó las manos para que se detuviera.
—Beth, no te acerques —le ordenó con voz firme—. Vuelve dentro y quédate allí. —Dirigió la mirada al resto de los clientes, que avanzaban con rapidez hacia la camioneta—. Vuelvan todos al restaurante. Es una orden. A partir de este momento, esta área está fuera de sus límites, ¿me han oído?
Dejaron de moverse, pero no regresaron al interior.
El sheriff buscó con la mirada a su ayudante y lo encontró por detrás de la gente, junto al Ford Taurus. Su rostro era una mezcla de conmoción y miedo.
—Bobby —gritó el sheriff Walton—, pide una ambulancia y llama a los bomberos. Ya. —Bobby no se movió—. Bobby, espabila, maldita sea. ¿Me has oído? Necesito que cojas la radio y pidas una ambulancia y llames a los bomberos.
Bobby seguía inmóvil. Parecía que estaba a punto de vomitar. Fue entonces cuando el sheriff se dio cuenta de que su ayudante no estaba mirándolo a él ni a la camioneta destrozada. Tenía la mirada clavada en el Ford Taurus. Antes de estrellarse contra el edificio, la camioneta había golpeado la parte trasera izquierda del Taurus con tanta fuerza que había abierto el portón del maletero.
De repente, Bobby salió del trance y sacó la pistola.
—Que nadie se mueva —vociferó. Su mano temblorosa saltaba de una persona a otra—. Sheriff —gritó con voz vacilante—, será mejor que venga a echar un vistazo.
Dos
Cinco días después
Huntington Park. Los Ángeles, California
La cajera, una chica pequeña y morena, pasó el último artículo por el escáner y miró al joven que estaba frente a su caja.
—Son 34,62 dólares, por favor —le dijo con naturalidad.
El chico terminó de meter su compra en bolsas de plástico antes de entregarle la tarjeta de crédito. No podía tener más de veintiún años.
La cajera deslizó la tarjeta por la máquina, esperó unos segundos, se mordió el labio inferior y, con mirada vacilante, miró al joven.
—Lo siento, señor, pero ha sido rechazada —dijo, y se la devolvió.
El chico la miró como si le hubiera hablado en otro idioma.
—¿Qué? —Miró la tarjeta un instante y se dirigió otra vez a la cajera—. Debe haber algún error. Estoy seguro de que me queda crédito en esta cuenta. ¿Puede volver a intentarlo, por favor?
La cajera se encogió de hombros y pasó la tarjeta por la máquina una vez más.
Transcurrieron dos largos y tensos segundos.
—Lo siento, señor, pero me la han vuelto a rechazar —dijo ella, devolviéndole la tarjeta—. ¿Quiere probar con otra?
Avergonzado, él cogió la tarjeta y negó con la cabeza.
—No tengo otra —dijo tímidamente.
—¿Cupones de comida? —preguntó ella.
Otro triste movimiento de cabeza.
La chica esperó mientras el joven hurgaba en sus bolsillos en busca de cualquier dinero que pudiera aparecer. Sacó un par de billetes de un dólar y unas cuantas monedas de veinticinco y diez centavos. Después de contar rápidamente todo el cambio, se detuvo y miró a la cajera como disculpándose.
—Lo siento. Me faltan como veintiséis dólares. Tendré que dejar algunas cosas.
La mayoría de sus artículos eran cosas para bebés: pañales, un par de tarros de comida infantil, una lata de leche en polvo, una bolsa de toallitas y un tubito de pomada para la irritación causada por los pañales. El resto eran productos básicos: pan, leche, huevos, algunas verduras, unas piezas de fruta y una lata de sopa, todo de la marca más económica. El chico no tocó nada de las cosas del bebé, pero devolvió todo lo demás.
—¿Puede calcular a cuánto asciende esto ahora, por favor? —pidió a la cajera.
—Vale, vale —dijo el hombre que estaba detrás de él en la caja. Era alto, de constitución atlética y mirada amable, y su rostro era de rasgos marcados y atractivos. Le dio a la chica dos billetes de veinte dólares. Ella lo miró y frunció el ceño—. Yo me hago cargo —dijo él, haciendo hacia a la cajera una señal de asentimiento antes de dirigirse al joven—. Puedes volver a meter tu compra en las bolsas. Yo invito. —El chico lo miró confundido, sin saber qué decir—. Está bien —repitió el hombre, y le dedicó una sonrisa tranquilizadora—. No te preocupes.
Aún atónito, el joven miró primero a la cajera y después al hombre alto.
—Muchas gracias, señor —dijo finalmente, y le ofreció la mano. Tenía la voz entrecortada y los ojos un poco vidriosos.
El hombre le estrechó la mano y le regaló un tranquilizador gesto de asentimiento.
—Ha sido el mayor gesto de generosidad que he visto aquí —dijo la cajera después de que el joven cogiera sus bolsas y se marchara. También ella tenía los ojos anegados de lágrimas. El hombre le sonrió—. Se lo digo en serio —insistió ella—. Llevo casi tres años trabajando de cajera en este supermercado. He visto a muchas personas quedarse cortas de dinero y tener que devolver cosas, pero nunca he visto a nadie hacer lo que usted ha hecho.
—Todos necesitamos un poco de ayuda de vez en cuando —respondió él—. No hay nada de qué avergonzarse. Hoy yo he ayudado a este chico; quizá mañana a él le toque ayudar a alguien más.
La chica sonrió mientras sus ojos volvían a llenarse de lágrimas.
—Es cierto que todos necesitamos un poco de apoyo alguna vez, pero el problema es que no hay mucha gente que esté dispuesta a ayudar. Sobre todo cuando esa ayuda consiste en meterse las manos en los bolsillos. —El hombre asintió en silencio—. Lo he visto por aquí antes —dijo, mientras pasaba por el escáner los pocos artículos que llevaba el hombre. El total fue de 9,49 dólares.
—Vivo en el barrio —dijo mientras le entregaba un billete de diez dólares.
Ella hizo una breve pausa y lo miró a los ojos.
—Soy Linda —dijo, señalando con la placa con su nombre, y extendió la mano.
—Robert —contestó él, estrechándosela—. Encantado.
—Mire —dijo ella, devolviéndole el cambio—, me pregunto si… Mi turno termina hoy a las seis. Ya que usted vive en el barrio, ¿quizá podríamos ir por ahí a tomar un café?
Él dudó un instante.
—Estaría muy bien —dijo por fin—. Pero, por desgracia, esta noche saldré de viaje. Serán mis primeras vacaciones en… —Hizo una pausa y entrecerró los ojos, perdido en sus pensamientos—. No recuerdo cuándo fue la última vez que tuve vacaciones.
—Conozco ese sentimiento —dijo ella, y su voz reflejaba cierta decepción.
El hombre recogió su compra y miró de nuevo a la cajera.
—¿Qué tal si te llamo cuando regrese, dentro de unos diez días? Tal vez podríamos salir a tomar un café.
Ella le devolvió la mirada y sus labios se curvaron en una fina sonrisa.
—Me encantaría —respondió, y escribió rápidamente su número de teléfono.
En cuanto el hombre puso un pie fuera del supermercado, su móvil comenzó a sonar dentro de su chaqueta.
—Detective Robert Hunter, Sección Especial de Homicidios —contestó.
—Robert, ¿todavía estás en Los Ángeles?
Era Barbara Blake, capitana de la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles. Un par de días antes, ella misma había dado órdenes a Hunter y a su compañero, el detective Carlos Garcia, de tomarse un par de semanas de descanso tras una exigente y agotadora investigación relacionada con un asesino en serie.
—Ahora mismo, sí —respondió Hunter, escéptico—. Mi vuelo sale esta noche, capitana, ¿por qué?
—De verdad que me fastidia hacerte esto, Rober —dijo la capitana, y sonaba apenada—, pero necesito que vengas a mi despacho.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
Tres
A la hora del almuerzo, el trayecto de doce kilómetros desde Huntington Park hasta la sede de la policía en el centro de Los Ángeles le llevó a Hunter algo más de cuarenta y cinco minutos.
La División de Robos y Homicidios, localizada en la quinta planta del famoso edificio de la sede de la Policía en Los Ángeles, era un espacio amplio, abierto y sencillo repleto de escritorios de detectives y sin tabiques endebles ni estúpidas líneas en el suelo que separaran o delimitaran los espacios. El lugar tenía el aspecto y los sonidos de un mercado callejero una mañana de domingo cualquiera, y estaba lleno de movimiento, murmullos y gritos que surgían de cada rincón.
El despacho de la capitana Blake se encontraba en un extremo de la zona principal de detectives. La puerta estaba cerrada, lo cual no era inusual debido al ruido, pero también lo estaban las persianas de la enorme ventana interior que daba al piso, y eso sin duda era una mala señal.
Despacio, Hunter avanzó zigzagueando entre personas y escritorios.
—Oye, ¿qué diablos haces aquí, Robert? —preguntó el detective Perez, que levantó la mirada de la pantalla de su ordenador cuando Hunter se escurría entre su escritorio y el de Henderson—. ¿No se suponía que estabas de vacaciones?
Hunter asintió.
—Lo estoy. Mi vuelo sale esta noche. Solo vengo a hablar un momento con la capitana.
—¿Vuelo? —Perez lo miró sorprendido—. Eso suena bien. ¿A dónde vas?
—A Hawái. Es la primera vez.
Perez sonrió.
—Qué bien. A mí también me vendría estupendamente irme a Hawái ahora mismo.
—¿Quieres que te traiga un collar de flores o una camiseta hawaiana?
Perez hizo una mueca.
—No, pero, si pudieras arreglártelas para meter una o dos de esas bailarinas hawaianas en tu maleta, me las quedaría. Podrían bailar el hula en mi cama todas las malditas noches, ¿me entiendes? —Y asintió como si hubiera dicho en serio cada palabra.
—Soñar es gratis —contestó Hunter, divertido con la forma tan vigorosa en que Perez asentía.
—Pásatelo bien, tío.
—Seguro que sí —dijo Hunter antes de seguir su camino.
Se detuvo un momento frente a la puerta de la capitana y, guiado por la curiosidad y el instinto, inclinó la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Nada. No podía ver nada a través de las persianas. Llamó dos veces.
—Adelante —escuchó decir a la capitana Blake desde el otro lado, con voz firme, como de costumbre.
Hunter empujó la puerta y entró.
El despacho de Barbara Blake era un lugar amplio, bien iluminado e impecablemente ordenado. La pared sur estaba cubierta de estanterías repletas de libros, organizados y ordenados por colores. La pared norte estaba cubierta de fotografías enmarcadas, condecoraciones y premios, todo colocado simétricamente. La pared este era una ventana panorámica, de suelo al techo, con vistas a South Main Street. Justo delante del escritorio con cajoneras a ambos lados de la capitana había dos sillas tapizadas de cuero.
La capitana Blake estaba de pie junto a la ventana. Llevaba el largo pelo azabache elegantemente recogido en un moño, sujeto con un par de palillos de madera. Vestía una blusa blanca de seda, metida en una exquisita falda lápiz azul marino. Junto a ella, con una taza de café humeante en la mano y vestida con un discreto traje negro, estaba una mujer delgada y muy atractiva a quien Hunter nunca había visto. Tendría un poco más de treinta años. De ojos de un azul profundo y larga cabellera rubia y lisa, parecía alguien que normalmente se sentiría tranquila en cualquier situación, pero había algo en la forma en que inclinaba la cabeza que denotaba cierta inquietud.
Cuando Hunter entró en el despacho y cerró la puerta, un hombre delgado y alto, que estaba sentado en una de las sillas, también vestido con un sobrio traje negro, se volvió hacia él.
Tendría unos cincuenta y tantos años, pero las pronunciadas ojeras y las mejillas carnosas y flácidas —que le daban cierto aire de sabueso— lo hacían parecer diez años más viejo. El fino mechón de pelo gris que le quedaba en la cabeza estaba pulcramente peinado hacia atrás, por encima de las orejas.
Sorprendido, Hunter se detuvo y entrecerró los ojos.
—Hola, Robert —dijo el hombre, poniéndose de pie. Su voz, naturalmente ronca y agravada por años de fumar, sonaba sorprendentemente firme en una persona que daba la impresión de no haber dormido en días.
Hunter se lo quedó mirando un par de segundos. Luego se volvió hacia la rubia y, finalmente, hacia la capitana Blake.
—Lo siento, Robert —dijo ella con una ligera inclinación de la cabeza, antes de endurecer su mirada mientras se centraba en el hombre que estaba frente a Hunter—. Se han presentado sin previo aviso hace aproximadamente una hora. Ni siquiera una maldita llamada de cortesía —explicó.
—Me disculpo otra vez —dijo el hombre en un tono tranquilo pero autoritario. Sin duda, era alguien acostumbrado a dar órdenes y a ser obedecido—. Tienes buen aspecto —dijo, dirigiéndose a Hunter—. Pero tú siempre tienes buen aspecto, Robert.
—Tú también, Adrian —respondió Hunter, poco convencido, mientras se acercaba al hombre para estrecharle la mano.
Adrian Kennedy era el director del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos del FBI, así como de su Unidad de Análisis del Comportamiento. Se trataba de un departamento especializado en ayudar a los organismos policiales nacional e internacionales implicados en la investigación de crímenes violentos, fueran asesinatos en serie o inusuales.
Hunter era muy consciente de que, a menos que fuera absolutamente necesario, Adrian Kennedy nunca viajaba. Coordinaba la mayoría de las operaciones desde su enorme despacho en Washington, pero no era un burócrata de carrera. Había comenzado muy joven su trayectoria en el FBI y enseguida demostró una gran aptitud de liderazgo. También tenía una habilidad innata para motivar a las personas. Eso no pasó desapercibido y, apenas al comienzo de su carrera, fue asignado al prestigioso equipo de protección del presidente de los Estados Unidos. Dos años después, tras frustrar un atentado contra la vida del presidente al lanzarse frente a una bala que estaba destinada al hombre más poderoso del planeta, recibió una alta condecoración y una carta de agradecimiento del propio presidente. Unos años después, en junio de 1984, se fundó el Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos. Necesitaban un director, un líder natural. El nombre de Adrian Kennedy encabezaba la lista.
—Esta es la agente especial Courtney Taylor —dijo Kennedy, haciendo un gesto con la cabeza hacia la rubia.
Ella se acercó y estrechó la mano de Hunter.
—Encantada de conocerlo, detective Hunter. He oído hablar mucho de usted.
La voz de Taylor sonaba increíblemente seductora, con una mezcla de tono suave y juvenil, combinado con un grado de seguridad en sí misma que desarmaba a cualquiera. A pesar de sus manos delicadas, su apretón era firme y significativo, como el de una mujer de negocios que acabara de cerrar un trato importante.
—El placer es mío —respondió Hunter con cortesía—. Espero que no todo lo que haya oído sea malo.
La agente Taylor le dedicó una sonrisa tímida pero sincera.
—Nada de lo que he oído era malo.
Hunter se giró de nuevo hacia Kennedy.
—Me alegro de que hayamos podido alcanzarte antes de que te fueras de vacaciones, Robert —dijo Kennedy. Hunter no replicó nada—. ¿Te vas a algún sitio interesante?
Hunter sostuvo la mirada de Kennedy.
—Esto tiene que ser muy malo —dijo finalmente—, porque sé que no eres de los que se andan con gentilezas. También sé que nada podría importarte menos que el lugar donde voy a pasar mis vacaciones. Así que, ¿qué tal si nos dejamos de tonterías? ¿De qué se trata todo esto, Adrian?
Kennedy se tomó un momento, como si sopesara la respuesta antes de decir:
—De ti, Robert. Esto se trata de ti.
Cuatro
Por un breve instante, Hunter desvió su atención hacia la capitana Blake. Cuando sus miradas se cruzaron, ella se encogió de hombros, como disculpándose.
—No me han contado casi nada, Robert, pero, por lo poco que sé, parece algo que querrás escuchar. —Volvió a su escritorio—. Será mejor que ellos te lo expliquen.
Hunter miró a Kennedy y esperó.
—¿Por qué no te sientas, Robert? —preguntó Kennedy, señalando una de las sillas.
Hunter no se movió.
—Estoy bien de pie, gracias.
—¿Café? —preguntó Kennedy señalando el rincón, donde estaba la máquina de café expreso de la capitana Blake.
La mirada de Hunter se endureció.
—Vale, muy bien. —Kennedy levantó ambas manos en un gesto de rendición mientras, al mismo tiempo, le hacía a la agente especial Taylor una seña casi imperceptible—. Vayamos al grano —dijo, volviendo a su asiento.
Taylor dejó su taza de café y dio un paso al frente. Se detuvo justo a un lado de la silla de Kennedy.
—Bien —comenzó—. Hace cinco días, alrededor de las seis de la mañana, mientras conducía hacia el sur por la Ruta 87, un hombre llamado John Garner sufrió un ataque al corazón. Se encontraba justo a las afueras de una pequeña población llamada Wheatland, en el sureste de Wyoming. Como era de esperar, perdió el control de su camioneta.
—Esa mañana llovía con intensidad y en el vehículo no iba más que el señor Garner —añadió Kennedy, antes de hacer una señal a Taylor para que continuase.
—Es probable que ya sepa esto —prosiguió Taylor—, pero la Ruta 87 va desde Montana hasta el sur de Texas. Como la mayoría de las autopistas, a menos que el tramo en cuestión atraviese lo que se considera una zona mínimamente poblada o de alto riesgo de accidentes, no hay quitamiedos, muros, bordillos altos, islas centrales elevadas… Nada que evite que un vehículo se salga de la autopista y se aventure en una multitud de direcciones.
—El tramo del que estamos hablando no cae en la categoría de zona mínimamente poblada ni de alto riesgo de accidentes —comentó Kennedy.
—Por suerte —continuó Taylor—, o por falta de suerte, como quiera verlo, el señor Garner sufrió el ataque justo cuando pasaba frente a un pequeño restaurante de carretera llamado Nora’s Diner. Con el tipo inconsciente al volante, el vehículo se salió de la carretera y atravesó una franja de hierba baja, directo hacia la cafetería. Según los testigos, la camioneta del señor Garner iba a chocar de frente con el restaurante.
»A esas horas de la mañana, y debido a la lluvia torrencial que estaba cayendo, solo había diez personas dentro del restaurante: siete clientes y tres empleados. El sheriff local y uno de sus ayudantes eran dos de esos clientes. —Hizo una pausa para aclararse la garganta—. Algo tuvo que suceder en el último segundo, porque la camioneta del señor Garner cambió de rumbo drásticamente y no se estrelló contra el local por apenas unos metros. Los técnicos forenses especializados en accidentes suponen que el coche pasó por un bache grande y profundo a pocos metros del restaurante, lo que provocó que la dirección girara bruscamente hacia la izquierda.
—La camioneta se estrelló en el edificio adyacente, el de los aseos —dijo Kennedy—. Aunque el ataque no hubiera matado al señor Garner, habría muerto por la colisión.
—Ahora —dijo Taylor, levantando el índice derecho—, he aquí el primer giro. Al desviarse de su trayecto hacia la cafetería y dirigirse al edificio de los aseos, la camioneta golpeó la parte trasera de un Ford Taurus que estaba aparcado justo afuera. El coche pertenecía a uno de los clientes.
Taylor hizo una pausa y cogió su maletín, que estaba junto al escritorio de la capitana Blake.
—La camioneta del señor Garner golpeó el Taurus con tanta fuerza que le abrió el maletero —dijo Kennedy.
—El sheriff no se dio cuenta —Taylor volvió a tomar la palabra— porque, en su salida precipitada, su principal preocupación eran el conductor y los pasajeros, en caso de haberlos. —Abrió el maletín y sacó una fotografía a color tamaño folio—. Pero el caso del ayudante fue distinto —anunció—. Al salir, algo que estaba dentro del Taurus llamó su atención.
Hunter esperaba.
Taylor dio un paso adelante y le entregó la fotografía.
—Esto es lo que encontró dentro del maletero.
Cinco
Academia Nacional de Adiestramiento del FBI. Quantico, Virginia
A 4236 km de distancia
El agente especial Edwin Newman llevaba los últimos diez minutos de pie en la sala de control de las celdas de detención, en el sótano de uno de los edificios que constituían el centro neurálgico de la Academia del FBI. A pesar de los numerosos monitores de circuito cerrado montados en la pared este, toda su atención estaba centrada en uno concreto.
Newman no era uno de los cadetes de la academia. De hecho, era un agente consumado y muy experimentado de la Unidad de Análisis del Comportamiento, alguien que había completado su adiestramiento hacía más de veinte años. Estaba destinado en Washington y, cuatro días antes, había viajado a Virginia para interrogar al nuevo prisionero.
—¿Ha hecho algún movimiento en la última hora? —preguntó Newman al operador de la sala, que estaba sentado ante una gran consola de control frente a la pared de los monitores.
El operador negó con la cabeza.
—No, y no se moverá hasta que apaguemos las luces. Ya te lo he dicho: este tipo es como una máquina. Nunca he visto nada igual. Desde que lo trajeron hace cuatro noches, no ha roto su rutina. Duerme bocarriba, mirando al techo, con las manos entrelazadas sobre el estómago. Como un cadáver en un ataúd. Una vez que cierra los ojos, no se mueve. No se sacude, no se gira, no parece inquieto, no se rasca, no ronca, no se levanta a medianoche para ir a mear, nada de nada. Por supuesto, a veces parece asustado, como si no tuviera ni puta idea de por qué está aquí, pero la mayor parte del tiempo duerme como alguien que no tuviera la menor preocupación, alguien que estuviera tumbado en la cama más cómoda del mundo. Y le diré algo —señaló la pantalla—: esa cama no lo es. Es un maldito e incómodo trozo de madera que tiene encima un colchón delgado como un papel.
Newman se rascó la nariz torcida, pero no dijo nada.
El operador siguió hablando:
—El reloj interno de este tipo está ajustado con precisión suiza. No es coña, puede poner en hora su reloj con él.
—¿A qué se refiere? —preguntó Newman.
El operador soltó una risita nasal.
—Cada mañana, exactamente a las seis menos cuarto, abre los ojos. Sin alarmas, sin ruidos, sin que le enciendan las luces, sin que lo llamemos y sin que ningún agente irrumpa en su celda para despertarlo. Él solo. Justo a las seis menos cuarto, está despierto.
Newman sabía que al prisionero le habían confiscado todas sus pertenencias personales. No tenía reloj ni ninguna clase de aparato para medir el tiempo.
—Al abrir los ojos —continuó el operador—, se queda mirando el techo durante noventa y cinco segundos, exactamente. Ni uno más ni uno menos. Si quiere, puedes revisar las grabaciones de los últimos tres días y cronometrarlas. —Newman no reaccionó—. Después de esos noventa y cinco segundos —siguió hablando el operador—, se levanta de la cama y va a la letrina. Después se pone a hacer flexiones en el suelo, seguidas de abdominales. Diez repeticiones de cada cosa. Si no se lo interrumpe, hace cincuenta series con descansos mínimos entre ellas. No gruñe, no se queja ni hace gestos; es pura determinación. Le traen el desayuno en algún momento entre las seis y media y las siete. Si no ha terminado con sus series, continúa hasta completarlas. Solo entonces se sienta y desayuna tranquilamente. Y se lo come todo, sin la menor queja. No importa qué mierda insípida le pongamos en la bandeja. Después de eso, se lo llevan para interrogarlo. —Se giró para mirar a Newman.— Supongo que es usted quien lo interroga.
Newman no contestó, no asintió ni tampoco movió la cabeza. Tan solo siguió mirando el monitor.
El operador se encogió de hombros y continuó con su relato.
—Cuando lo traen de vuelta a la celda, no importa la hora, comienza con una segunda tanda de ejercicios: otras cincuenta series de flexiones y abdominales. —Soltó una risa—. Por si ha perdido la cuenta, son mil diarias. Cuando ha terminado, si no se lo llevan para más interrogatorios, hace exactamente lo que ve en la pantalla en este momento. Se sienta en la cama, cruza las piernas, mira la pared blanca que tiene enfrente y supongo que medita, reza o lo que sea. Pero nunca cierra los ojos. Y déjeme decirle algo: la forma en que mira la pared es inquietante.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Newman.
—Eso depende —contestó el operador—. Tiene permiso de ir a las duchas una vez al día, pero el horario de aseo de los prisioneros cambia a diario. Ya sabe cómo funciona. Si vamos a buscarlo mientras está mirando la pared, simplemente sale de su trance, se levanta de la cama, le ponemos las esposas y se va a las duchas. No se queja, no se resiste, no pelea.