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En este breve y lúcido ensayo Pieper reflexiona sobre la complementariedad y no contraposición entre trabajo y fiesta, subrayando la necesidad de conocer y aceptar la realidad, y recrearse en ella.
Josef Pieper
Josef Pieper (1904-1997) was a distinguished twentieth-century Thomist philosopher. Schooled in the Greek classics and in the writings of St. Thomas Aquinas, he studied philosophy, law, and sociology, and taught for many years at the University of Münster, Germany.
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Una teoría de la fiesta - Josef Pieper
JOSEF PIEPER
UNA TEORÍA
DE LA FIESTA
Tercera edición
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes
© 1963 by Josef Pieper Kösel-Verlag. Munich.
© 2023 de la versión española, realizada por Juan José Gil Cremades,
para todos los países de habla castellana,
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid
www.rialp.com
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-6536-8
ISBN (versión digital): 978-84-321-6537-5
ISBN (versión bajo demanda): 978-84-321-6538-2
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ÍNDICE
I.
II.
III.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
IX.
Ubi caritas gaudet
ibi est festivitas.
San Juan Crisóstomo
I.
Hay cosas que no pueden tratarse suficientemente si no se habla al mismo tiempo de la totalidad del mundo y la existencia humana. Quien no estuviera dispuesto a ello habría renunciado de antemano a decir algo importante. «Muerte» y «amor» son temas de ese porte. Pero también el tema «fiesta» es uno de ellos. Ya el simple intento de ir más allá de una descripción de los hechos lo delata.
Quien, por ejemplo, al partir de lo más obvio, considere la diferencia con el día de trabajo, descubrirá que el modo habitual de hablar que contrapone el trabajo a la fiesta alude a una antinomia muy distinta a la que, diríamos, se da entre izquierda y derecha o el día y la noche. Pues no solo se alude a que el día de trabajo excluye al día de fiesta, sino también a que el trabajo es lo cotidiano, mientras que la fiesta, algo no de diario, especial, no común, una interrupción del paso gris del tiempo. «Todos los días, fiesta» o tan solo «una fiesta cada dos días» parecen ser imaginaciones irrealizables, que quizá no llegan a contradecir el concepto de fiesta1, pero que son con toda seguridad inefectivas en el vivir aquí y ahora del hombre histórico. Lo festivo del día de fiesta solo es posible en cuanto excepcional. No hay fiesta, salvo la natalicia, que presente la estructura habitual de un día de trabajo.
Una capa social ociosa y dada al lujo no es capaz, ni bien ni mal, de divertirse y, mucho menos, de celebrar una fiesta; la «buena vida» es algo desesperantemente poco festivo. Todo da a entender que esto puede decirse incluso de las fiestas palaciegas del Barroco, que algún historiógrafo ignorante ha descrito como acontecimientos específicamente festivos. Más verosímil resulta que su origen no fuera la alegría de vivir, sino el horror vacui, la angustia, ya que el verdadero presupuesto de la fiesta permanecía alejado de estos palacios: en ellos no había «ni cotidianeidad ni trabajo, y solo tiempo vacío y ratos dilatados»2.
Por lo demás, no solo hay seudofiestas, sino también seudotrabajo. No todo hacer, no todo consumo de energías y ganancia de dinero merece el nombre, que solo corresponde a la procura, activa y las más de las veces esforzada, de aquello útil en verdad para la vida. Y es de suponer que solo un trabajo lleno de sentido puede ser suelo sobre el que prospere la fiesta. Quizá ambas cosas, trabajar y celebrar una fiesta, viven de la misma raíz, de manera que si una se apaga, la otra se seca.
«Trabajo lleno de sentido» significa, naturalmente, algo más que el hecho desnudo del esfuerzo y el hacer diarios. Se alude con ello a que el hombre entiende y «asume» el trabajo como es en realidad: como «el cultivo del campo», que es a la vez felicidad y fatiga, satisfacción y sudor de la frente, alegría y consumo de energía vital. Si se omite una de estas cosas y se falsea así la realidad del trabajo, se hace imposible al mismo tiempo la fiesta.
Aquí, sin embargo, se exige concretar. El que en un Estado totalitario de trabajadores no pueda haber fiesta y se haga románticamente propaganda del alza de las cifras de producción, como si el trabajo fuera la fiesta misma, ambas cosas se condicionan. Mas profundamente se destruye la posibilidad de la fiesta mediante otra falsificación afirmadora de que la existencia cotidiana del hombre no es sino castigo, ajetreo absurdo, tormento letal; en una palabra, un absurdo que el intrépido, que no quiere despreciar su dignidad y su claridad de visión, no acepta con roma pasividad, sino que lo acepta expresamente y lo «elige» precisamente por ser un absurdo. «Debemos imaginarnos a Sísifo dichoso», dice Albert Camus3. Esa forzada felicidad, que celebra la «victoria del absurdo», no parece menos digna de crédito que el famoso tractorista «radiante de alegría» por cumplir el plan quinquenal. Ni bajo el signo de «Stajanov» ni bajo el de Sísifo puede abrirse paso la libre corriente de la existencia, sin la que es imposible la culminación festiva de la vida. Para ello es necesario, como se ha dicho, aceptar plenamente la realidad y sobre todo que las cosas «sepan cómo son en realidad»4: lo amargo como amargo y lo dulce como dulce.
Pero que en lo amargo pueda hallarse el remedio y en lo malo precisamente lo bueno —bonum in malo5—, ese extraño modo de pensar solo se encuentra realizado, al parecer, en un solo hecho. No me atrevo a llamarlo por su nombre, porque con ello se despertará inevitablemente un cúmulo de equívocos, si no es algo peor. Aludo al hecho del justo castigo: quien ha sido castigado justamente nada puede hacer más lógico, más sano y más curativo que «aceptar» la pena como lo que le corresponde, sin falsearla como si fuese algo agradable ni tampoco «elegirla», en la esperanza de que al tomar lo amargo, el malum, pueda rehacer su propia existencia en el «bien» y lograr su justedad, que de otro modo sería imposible de alcanzar. Los libros sagrados del cristianismo designan de hecho, como todo el mundo sabe, al trabajo, e igualmente a la muerte, como castigo. Este es un tema en el que, por supuesto, no vamos ahora a detenernos. Sin embargo, habría que responder a la pregunta: ¿por qué y por quién se impone el castigo? Con lo que se estaría de lleno en la Teología. No obstante, es bueno recordar que tal tipo de preguntas puede formularse razonablemente y que también hay una respuesta para ellas. Y a nadie puede perjudicar inquietarse alguna que otra vez con el pensamiento de que cabría darse una posibilidad, hace tiempo abierta y situada más allá de lo planificable y arbitrario, de superar y diluir la convulsión patética de un modo de proceder en el trabajo, igualmente inhumano en lo positivo y en lo negativo.
Lo peculiar de la fiesta no se pone naturalmente de manifiesto, sin embargo, por la mera contraposición al día de trabajo. Una