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El Occidente escindido: Pequeños escritos políticos
El Occidente escindido: Pequeños escritos políticos
El Occidente escindido: Pequeños escritos políticos
Libro electrónico311 páginas3 horas

El Occidente escindido: Pequeños escritos políticos

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Occidente está escindido, aunque se pensaba unido. Sin embargo, no es el peligro del terrorismo internacional lo que ha causado este proceso, sino una política del gobierno de Estados Unidos que ignora el derecho internacional, margina a las Naciones Unidas y parece dispuesta a asumir el coste de una ruptura con Europa. Pero la escisión recorre también la propia Europa y los Estados Unidos. Así, el compuesto en el que se ha basado el occidentalismo de la República Federal de Alemania desde Adenauer se disgrega en sus dos elementos: la adaptación oportunista al poder hegemónico se separa de la orientación intelectual y moral en valores de la cultura occidental. ¿Es posible en el contexto de la política internacional actual una vinculación a principios de derecho que venza la lógica del poder?

La presente obra reúne los trabajos de Jürgen Habermas surgidos a raíz de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, entre ellos un inédito y extenso ensayo sobre el futuro del proyecto kantiano de un orden cosmopolita. Pues la propuesta de Kant sólo podrá proseguirse si Estados Unidos regresa al internacionalismo que defendió enérgicamente después de las dos guerras mundiales y asume de nuevo su función histórica pionera en el camino de la evolución del derecho internacional hacia una situación cosmopolita.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento31 may 2024
ISBN9788413642888
El Occidente escindido: Pequeños escritos políticos
Autor

Jürgen Habermas

Nacido en 1929, es considerado el representante más sobresaliente de la segunda generación de filósofos de la Escuela de Fráncfort. Profesor en las universidades de Fráncfort, Princeton y Berkeley, fue director del Instituto Max Planck de Starnberg. Ha sido distinguido con el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. En Editorial Trotta han sido publicadas sus obras: «Más allá del Estado nacional» (4.ª ed., 2008), «Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso» (6.ª ed., 2010), «Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad» (2.ª ed., 2011), «La constitución de Europa» (2012), «Mundo de la vida, política y religión» (2015), «En la espiral de la tecnocracia» (2016), «Conciencia moral y acción comunicativa» (2.ª ed., 2018), «Verdad y justificación» (4.ª ed., 2018), «¡Ay, Europa!» (2.ª ed., 2018), «Teoría de la acción comunicativa» (3.ª ed., 2018), «Aclaraciones a la ética del discurso» (2.ª ed., 2018), «Fragmentos filosófico-teológicos. De la impresión sensible a la expresión simbólica» (2.ª ed., 2020), «Tiempo de transiciones» (2.ª ed., 2020), «El Occidente escindido» (4.ª ed., 2024) y, con Hilary Putnam, «Normas y valores» (2.ª ed., 2017).

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    El Occidente escindido - Jürgen Habermas

    I

    TRAS EL 11 DE SEPTIEMBRE

    1

    FUNDAMENTALISMO Y TERROR

    1

    Pregunta: ¿También usted considera lo que hoy solemos llamar el 11 de septiembre un «acontecimiento sin igual», un acontecimiento que transforma radicalmente la comprensión de nosotros mismos?

    Jürgen Habermas: Permítame decir de entrada que respondo a sus preguntas cuando ya han transcurrido tres meses desde el acontecimiento. Quizás sea bueno mencionar el trasfondo de mis propias experiencias. Desde comienzos de octubre he pasado unos dos meses en Manhattan. Debo confesar que, de algún modo, esta vez me he sentido más extranjero que en todas mis estancias anteriores en la «capital del siglo XX», una ciudad que me fascina desde hace más de tres décadas. El ambiente había cambiado, y no sólo por el patriotismo de banderas agitadas y un tanto desafiante (United we stand, «Unidos resistiremos»), ni sólo por la inusitada exigencia de solidaridad y la correspondiente suspicacia hacia cualquier presunto «antiamericanismo». La impresionante generosidad americana hacia los extranjeros, el encanto del abrazo solícito, a veces también orgulloso, esta mentalidad grandiosamente abierta y cordial parecían haber dado paso a una leve desconfianza. ¿También nosotros, que al fin y al cabo no habíamos estado allí, nos pondríamos incondicionalmente de su parte? Incluso quienes, como yo mismo, disfrutan de un «historial» libre de toda sospecha entre sus amigos americanos, debían ser cuidadosos con las críticas. Desde la intervención en Afganistán, en las conversaciones políticas se notaba de pronto cuándo los que conversaban eran exclusivamente europeos (o israelíes).

    Por otra parte, experimenté in situ todo el peso del acontecimiento. El horror ante esta desgracia literalmente caída del cielo (y la vileza de espíritu que alentó este atentado alevoso) se sentía aquí de un modo muy diferente de como parecía desde Europa, y lo mismo sucedía con la depresión que se abatió sobre la ciudad. Todos los amigos y colegas recordaban exactamente dónde estaban aquella mañana poco después de las nueve. En una palabra, sobre el terreno he aprendido a comprender mejor la sensación de gravedad y trascendencia histórica que resuena todavía en la pregunta que usted me hace. También entre la gente de izquierdas se ha extendido mucho la conciencia de haber asistido a un cambio de época. No sé si el gobierno era algo paranoico o sólo temía a su propia responsabilidad. En cualquier caso, aún ardía el rescoldo de las repetidas y totalmente imprecisas advertencias de nuevos atentados terroristas y los llamamientos sin sentido (be alert, «permanezcan alerta»), un miedo difuso y un estado indeterminado de alerta; es decir, exactamente lo que se proponían los terroristas. En Nueva York la gente parecía estar preparada para lo peor. Como si se tratase de algo obvio hasta cierto punto, se atribuyeron los atentados con ántrax (o el accidente aéreo de Queens) a las maquinaciones diabólicas de Osama Bin Laden.

    Dado este trasfondo, podrá usted comprender cierto escepticismo. Para un diagnóstico a largo plazo, ¿es realmente tan importante lo que nosotros, los contemporáneos, experimentamos en el momento en que tienen lugar los acontecimientos? Si, como muchos creen, el ataque terrorista del 11 de septiembre constituyese una cesura en la «historia universal», debería resistir la comparación con otros acontecimientos de trascendencia universal. Para establecer esa comparación no sería adecuado recurrir a Pearl Harbour, sino sobre todo a los sucesos de agosto de 1914. Con el estallido de la primera guerra mundial llegó a su fin una época pacífica y que, retrospectivamente, nos parece hasta cierto punto ingenua. Los acontecimientos de 1914 inauguraron una época de guerra total y de opresión totalitaria, de barbarie mecanizada y de genocidio burocrático. Es verdad que en aquella época se había extendido algo así como un presentimiento. Pero sólo retrospectivamente podremos reconocer si el simbólico derrumbamiento de las fortalezas capitalistas del sur de Manhattan significa una cesura tan profunda, o si esta catástrofe sólo ha confirmado, con un dramatismo inhumano, la vulnerabilidad de nuestra compleja civilización, una vulnerabilidad de la que somos conscientes desde hace tiempo. Salvo en casos como la Revolución francesa (Kant habló en seguida de un «signo histórico» que señalaba una «tendencia moral del género humano»), es decir, cuando se trata de sucesos menos inequívocos, sólo la historia efectual decide acerca de la magnitud de un acontecimiento histórico.

    Más adelante quizás sea posible situar en el 11 de septiembre la causa de algunos procesos importantes. Pero no sabemos cuál de los muchos escenarios que hoy se dibujan alcanzará realmente el futuro. La frágil coalición contra el terrorismo que ha formado astutamente el gobierno de Estados Unidos podría, en el mejor de los casos, favorecer el tránsito del derecho internacional clásico a una situación de derecho cosmopolita. La conferencia sobre Afganistán en el Petersberg*, que señaló la dirección correcta bajo el patronato de las Naciones Unidas, fue al menos un signo esperanzador. Pero los gobiernos europeos han fallado completamente. Es evidente que son incapaces de ver más allá de sus narices nacionales para al menos respaldar como europeos a un Powell contra los partidarios de la línea dura. El gobierno Bush parece proseguir de forma más o menos imperturbable el curso autista de la política de una superpotencia agredida. Sigue oponiéndose a la constitución de un Tribunal Penal Internacional, y en su lugar confía en sus propios tribunales militares, que vulneran el derecho internacional. Se niega a firmar la convención contra las armas biológicas. Ha anulado unilateralmente el Tratado ABM y cree absurdamente que el 11 de septiembre ratifica su plan de erigir un escudo antimisiles. El mundo se ha vuelto demasiado complejo para este unilateralismo apenas disimulado. Aunque Europa no logre sacar fuerzas para desempeñar la función civilizadora que hoy recae sobre ella, la potencia ascendente que es China y la descendente que es Rusia no se plegarán sin más al modelo de la pax americana. En lugar de las acciones policiales en las que habíamos puesto nuestras esperanzas durante la guerra de Kosovo, hay guerras otra vez; guerras que se desarrollan en el más novedoso nivel técnico, pero al viejo estilo.

    La miseria del Afganistán destruido recuerda imágenes de la guerra de los Treinta Años. Naturalmente que había buenas razones, también buenas razones normativas, para derrocar por la fuerza el régimen talibán, que oprimía brutalmente al conjunto de la población, no sólo a las mujeres. Ese régimen se opuso a la exigencia legítima de entregar a Bin Laden. Pero sigue siendo una imagen moralmente obscena la asimetría entre la concentrada fuerza destructiva de los enjambres de misiles que surcaban el aire elegantemente dirigidos por control remoto, y en la tierra el salvajismo arcaico de las hordas de guerreros barbudos pertrechados con kalashnikovs. Y tanto más obscena parece esta imagen cuando se recuerda la violenta historia colonial de este país, los trazados geográficos arbitrarios, y su continua instrumentalización en el juego de las grandes potencias. Pero los talibanes ya son historia.

    —Sí, nuestro tema es el terrorismo, que el 11 de septiembre adquirió ciertamente una cualidad nueva...

    —Es nuevo el monstruoso hecho mismo. No me refiero sólo al procedimiento de los terroristas suicidas, que convirtieron en proyectiles vivos aquellos aviones con los tanques de combustible llenos y a sus rehenes; ni siquiera me refiero únicamente al inasimilable número de víctimas o a la dramática magnitud de la destrucción. Es nueva la fuerza simbólica de los objetivos alcanzados. Los terroristas no sólo derrumbaron las torres físicamente más altas de Manhattan, sino que destruyeron un icono del patrimonio de imágenes de la nación estadounidense. Sólo en el fervor patriótico posterior se pudo reconocer la posición central que había adquirido en la imaginación de todo un pueblo ese punto de la silueta de Manhattan que atraía inevitablemente la mirada, esa vigorosa encarnación de potencia económica y voluntad de futuro. Pero también es nueva la presencia de las cámaras y de los medios de comunicación, que convirtieron en tiempo real el acontecimiento local en un acontecimiento global (y al conjunto de la población mundial en un estupefacto testigo ocular). Quizás pueda decirse que el 11 de septiembre es el primer acontecimiento de la historia universal en sentido estricto: el impacto, la explosión, el lento desplome: todo eso, que increíblemente ya no era Hollywood, sino una cruel realidad, sucedió literalmente ante los ojos de la esfera pública mundial. Dios sabe que el colega y amigo que vio explotar el segundo avión en los pisos superiores desde la azotea de su casa en Duane Street, a pocos metros del World Trade Center, vivió desde luego algo diferente de lo que yo viví en Alemania ante la pantalla del televisor, pero no vio nada diferente.

    Por supuesto, la observación de un acontecimiento único no basta para explicar por qué decimos que el terrorismo ha adquirido una cualidad nueva. A este respecto, me parece relevante sobre todo una circunstancia: no se sabe realmente quién es el adversario. La persona de Osama Bin Laden cumple más bien una función sustitutoria. Así lo muestra la comparación con partisanos o terroristas comunes, digamos los que operan en Israel. También éstos operan a menudo de forma descentralizada, en unidades pequeñas y con autonomía para tomar decisiones. También en estos casos falta una concentración de fuerzas armadas o un centro organizativo, cosas ambas que ofrecerían objetivos fáciles para un ataque. Pero los partisanos luchan por la conquista del poder con fines políticos declarados y en un territorio conocido. Esto los diferencia de los terroristas dispersos globalmente, organizados en redes que siguen los principios de los servicios secretos y que a lo sumo permiten reconocer ciertos motivos fundamentalistas, pero que no siguen ningún programa que pretenda algo más que destruir y provocar inseguridad. El terrorismo que desde ese día asociamos al nombre de Al Qaeda hace imposible identificar al adversario y estimar el riesgo de forma realista. Esta inasibilidad le confiere una cualidad nueva.

    Es cierto que la indeterminación del riesgo pertenece a la esencia del terrorismo. Pero los escenarios de una guerra biológica o química que han dibujado hasta el mínimo detalle los medios de comunicación norteamericanos, o las especulaciones sobre las estrategias del terrorismo nuclear, sólo delatan la incapacidad del gobierno para determinar siquiera la magnitud del riesgo. No se sabe si hay algo de verdad en todo eso. En Israel uno sabe qué puede pasar cuando sube a un autobús, entra en unos grandes almacenes o permanece en una discoteca o un lugar público, y con cuánta frecuencia sucede. En Estados Unidos o en Europa no puede acotarse el riesgo; no existe ninguna estimación realista del modo, la magnitud o la probabilidad del riesgo, ni tampoco una delimitación de las regiones que podrían verse afectadas.

    Esto conduce a una nación amenazada, que sólo puede reaccionar a esos riesgos indefinidos con los medios del poder organizado del Estado, a la penosa situación de incurrir posiblemente en una reacción excesiva, sin poder saber que la reacción es excesiva, dada la insuficiencia de las informaciones de que disponen los servicios secretos. De esta forma, el Estado corre el riesgo de quedar en ridículo al exhibir la inadecuación de sus medios: tanto por una militarización de las medidas de seguridad en el interior que amenaza el Estado de derecho, como por la movilización hacia el exterior de un poder tecnológico y militar abrumador, a la vez desproporcionado e ineficaz. Por motivos perfectamente transparentes, el ministro de Defensa Rumsfeld advirtió una vez más de posibles atentados terroristas indeterminados a mediados de diciembre, en la conferencia de la OTAN en Bruselas:

    Cuando contemplamos la destrucción que han causado en Estados Unidos, podemos imaginar lo que podrían causar con armas nucleares, químicas o biológicas en Nueva York o Londres, París o Berlín (Süddeutsche Zeitung del 19 de diciembre de 2001).

    Otra cosa son las medidas necesarias, pero sólo eficaces a largo plazo, que el gobierno de Estados Unidos adoptó inmediatamente después del atentado: la formación de una coalición mundial de Estados contra el terrorismo, el control eficaz de los flujos financieros sospechosos y de las conexiones bancarias internacionales, la organización de redes para el intercambio de información entre los servicios secretos nacionales y la coordinación a nivel mundial de las investigaciones policiales correspondientes.

    —Si es cierto que el intelectual es una figura con rasgos específicos desde un punto de vista histórico, ¿cumple una función especial en el contexto al que nos estamos refiriendo?

    —Yo diría que no. También esta vez han reaccionado los escritores, filósofos, humanistas, científicos sociales y artistas que suelen pronunciarse en otras ocasiones. Ha habido el usual inventario de razones a favor y en contra, la misma maraña de voces con las consabidas diferencias nacionales en lo tocante al estilo y la resonancia pública; algo no muy distinto de lo que sucedió durante la guerra del Golfo o la de Kosovo. Quizás las voces estadounidenses se han hecho oír más rápido y más alto que en otras ocasiones, y al final han sido también algo más patrióticas y más conformistas con su gobierno. Incluso los liberales de izquierdas parecen estar, por el momento, de acuerdo con la política de Bush. Las decididas posiciones de Richard Rorty no son, si no me equivoco, completamente atípicas. Por otra parte, los críticos de la intervención en Afganistán partieron de pronósticos falsos en su estimación pragmática de las perspectivas de éxito. Pues esta vez hacían falta conocimientos especializados en cuestiones militares y geopolíticas, además de conocimientos históricos y antropológicos algo remotos. No es que yo haga mío el prejuicio antiintelectualista según el cual a los intelectuales les falta normalmente el imprescindible saber de los expertos. Cuando uno no es economista, también se abstiene de juzgar acerca de interrelaciones económicas complejas. Pero por lo que respecta a los asuntos militares, es evidente que los intelectuales no se comportan de manera distinta a la de los demás estrategas de tertulia.

    —En el discurso que pronunció en la iglesia de San Pablo* se refirió usted al fundamentalismo como a un fenómeno específicamente moderno. ¿Por qué?

    —Eso depende, naturalmente, de cómo se quiera emplear el término. El adjetivo «fundamentalista» tiene una resonancia peyorativa. Con él designamos una mentalidad que se empeña en imponer políticamente sus propias convicciones y razones, incluso cuando éstas son cualquier cosa salvo universalmente aceptables. Esto vale especialmente para los dogmas religiosos. Por supuesto, no debemos confundir la dogmática y la ortodoxia con el fundamentalismo. Toda doctrina religiosa se apoya en un núcleo dogmático de verdades de fe. Y a veces existe una autoridad, como el papa o la Congregación católica para la doctrina de la fe, que establece cuáles son las concepciones que se apartan de este dogma y, por tanto, de la ortodoxia. Una de esas ortodoxias sólo se vuelve fundamentalista cuando los defensores y representantes de la fe verdadera ignoran la situación epistémica de una sociedad pluralista en lo tocante a las cosmovisiones e insisten (incluso con violencia) en la imposición política y el carácter universalmente vinculante de su doctrina.

    Las doctrinas proféticas que surgieron en la época axial fueron hasta el comienzo de la Modernidad religiones universales, también en el sentido de que pudieron difundirse en los horizontes cognitivos de un imperio que desde dentro se percibía como difusamente omniabarcante. El «universalismo» de los imperios antiguos, desde cuyos centros parecían desvanecerse los límites periféricos, ofreció la perspectiva básica adecuada a la pretensión de validez exclusiva de las religiones universales. Pero en las condiciones del acelerado crecimiento de complejidad característico de la Modernidad, ya no se puede mantener ingenuamente tal pretensión de verdad. En Europa los antagonismos de las creencias confesionales y la secularización de la sociedad han obligado a la fe religiosa a reflexionar sobre su posición no exclusiva dentro de un universo discursivo limitado por el saber profano de las ciencias y compartido con otras religiones. Naturalmente, el trasfondo de una conciencia reflexiva que hace suya esta doble relativización de la propia posición no debería conllevar una relativización de las propias verdades de fe. El avance reflexivo de una religión que ha aprendido a mirarse con los ojos de las otras ha tenido importantes implicaciones políticas. Hoy los creyentes pueden comprender por qué deben renunciar a la fuerza, y muy especialmente a la fuerza estatalmente organizada, para imponer sus pretensiones de fe. Sólo este impulso cognitivo ha hecho posible la tolerancia religiosa y la separación entre la religión y un poder estatal que se mantiene neutral en relación con las cosmovisiones.

    Cuando un régimen contemporáneo como Irán se niega a llevar a cabo esta separación, o cuando ciertos movimientos de inspiración religiosa aspiran a reinstaurar una forma islámica de teocracia, consideramos esto como fundamentalismo. Yo explicaría esta mentalidad endurecida fanáticamente partiendo de la represión de disonancias cognitivas. Esta mentalidad se hace necesaria cuando se proclama el retorno a la exclusividad de posiciones de fe premodernas en las condiciones cognitivas de un saber cientificista del mundo y de un pluralismo de cosmovisiones; es decir, cuando ya hace tiempo que se ha perdido la inocencia de la situación epistémica de una perspectiva omniabarcante sobre el mundo. Esta posición provoca disonancias cognitivas porque las complejas condiciones de vida de las sociedades pluralistas ya sólo son compatibles con un estricto universalismo del respeto igual a todos, ya se trate de católicos o protestantes, musulmanes o judíos, hindúes o budistas, creyentes o no creyentes.

    —Entonces, ¿en qué se diferencia el fundamentalismo islámico que vemos hoy de otras corrientes y prácticas fundamentalistas muy anteriores, por ejemplo la caza de brujas en los albores de la Edad Moderna?

    —Probablemente hay un motivo que vincula los dos fenómenos que usted ha mencionado, y es la reacción de rechazo y temor que provoca el violento desarraigo de las formas de vida tradicionales. Es posible que ya entonces la incipiente modernización política y económica provocase esos temores en algunas regiones de Europa. Naturalmente, hoy nos encontramos en un estadio completamente diferente, con la globalización de las inversiones directas y de los mercados, especialmente de los mercados financieros. Las cosas también son distintas en la medida en que, desde entonces, la sociedad mundial se ha escindido en países ganadores, beneficiarios y perdedores. Para el mundo árabe, Estados Unidos es la fuerza impulsora de la modernización capitalista. Con su avanzado desarrollo, al que es imposible dar alcance, y su abrumadora superioridad tecnológica, económica y político-militar, la superpotencia es una humillación para la propia autoestima y al mismo tiempo un modelo secretamente admirado. El mundo occidental en su conjunto sirve como chivo expiatorio para las experiencias de pérdida, sumamente reales, que sufre una población arrancada de sus tradiciones culturales en el curso de procesos de modernización radicalmente acelerados. Lo que en Europa, en circunstancias más favorables, pudo experimentarse a pesar de todo como un proceso de destrucción creadora, no ofrece en otros países la perspectiva de una compensación perceptible, ni siquiera en las próximas generaciones, para el dolor que provoca la descomposición de las formas de vida tradicionales.

    Así pues, se puede comprender psicológicamente que la reacción de rechazo se alimente de fuentes espirituales que movilizan contra el poder secularizador que Occidente posee a escala mundial un potencial que, al parecer, en Occidente se ha perdido. El furioso recurso fundamentalista a una forma de fe a la que la Modernidad no ha arrancado todavía ningún proceso de autorreflexión, ninguna diferenciación de una interpretación del mundo separada de la política, obtiene su plausibilidad precisamente del hecho de alimentarse de una sustancia que parece faltarle a Occidente. Pues lo cierto es que Occidente sólo sale al encuentro de otras culturas, que deben su perfil a la impronta de alguna de las grandes religiones universales, con una cultura consumista caracterizada por un materialismo que lo

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