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Confesiones de un hereje
Confesiones de un hereje
Confesiones de un hereje
Libro electrónico209 páginas3 horasPensamiento Actual

Confesiones de un hereje

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Confesiones de un hereje es una colección de ensayos provocativos, donde cada "confesión" revela aspectos del pensamiento del autor que sus críticos probablemente le habrían aconsejado silenciar.
En esta selección, que abarca desde el arte y la arquitectura hasta la política y la conservación de la naturaleza, Scruton desafía la opinión popular sobre aspectos clave de nuestra cultura: ¿Qué podemos hacer para proteger los valores occidentales contra el extremismo islamista? ¿Cómo podemos fomentar una verdadera amistad a través de las redes sociales? ¿Por qué vale la pena preservar el Estado-nación? ¿Cómo debemos lograr una muerte oportuna frente a los avances de la medicina moderna?
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Rialp, S.A.
Fecha de lanzamiento3 mar 2025
ISBN9788432169076
Confesiones de un hereje
Autor

Roger Scruton

Sir Roger Scruton is widely seen as one of the greatest conservative thinkers of the twentieth and twenty-first centuries and a polymath who wrote a wide array of fiction, non-fiction and reviews. He was the author of over fifty books. A graduate of Jesus College, Cambridge, Scruton was Professor of Aesthetics at Birkbeck College, London; University Professor at Boston University, and a visiting professor at Oxford University. He was one of the founders of the Salisbury Review, contributed regularly to The Spectator, The Times and the Daily Telegraph and was for many years wine critic for the New Statesman. Sir Roger Scruton died in January 2020.

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    Confesiones de un hereje - Roger Scruton

    1. Fingir

    «Sé sincero contigo mismo» —dice Polonio en Hamlet— «y de ahí se seguirá, como la noche sigue al día, que no puedas ser insincero con nadie». «Vivir en la verdad» fue lo que propuso Václav Havel. «Que la mentira venga al mundo», escribió Solzhenitsyn, «pero no a través de mí». ¿Hasta qué punto debemos tomarnos en serio estas declaraciones y cómo debemos obedecerlas?

    Hay dos tipos de falsedad: mentir y fingir. La persona que miente dice lo que no cree. La persona que finge dice lo que cree, aunque solo por el momento y para el fin que persigue1.

    Cualquiera puede mentir. Basta con decir algo con la intención de engañar. Fingir, sin embargo, es un logro. Para fingir hay que engañar a la gente, incluido a uno mismo. El mentiroso puede fingir que se escandaliza cuando se descubren sus mentiras: pero su fingimiento forma parte de la mentira. Quien finge se escandaliza de verdad cuando queda al descubierto, ya que había creado a su alrededor una comunidad de confianza, de la que él mismo era miembro.

    En todas las épocas la gente ha mentido para escapar a las consecuencias de sus actos, y el primer paso en la educación moral es enseñar a los niños a no decir mentiras. Pero el fingimiento es un fenómeno cultural, que cobra más relieve en unas épocas que en otras. En la sociedad descrita por Homero, por ejemplo, o en la descrita por Chaucer, se finge muy poco. En la época de Shakespeare, sin embargo, poetas y dramaturgos empiezan a interesarse mucho por este nuevo tipo humano.

    En Rey Lear de Shakespeare, las malvadas hermanas Goneril y Regan pertenecen a un mundo de falsas emociones; se convencen a sí mismas y a su padre de que sienten el amor más profundo, cuando en realidad carecen por completo de corazón. Pero lo cierto es que no saben que no tienen corazón: si lo supieran, no podrían comportarse tan descaradamente. La tragedia del Rey Lear comienza cuando las personas de veras —Kent, Cordelia, Edgar, Gloucester— son expulsadas por las que fingen.

    Quien finge es una persona que se ha reconstruido a sí misma, con vistas a ocupar otra posición social distinta de la que le sería natural. Eso es lo que hace el Tartufo de Molière, el impostor religioso que se apodera de una casa mediante un alarde de piedad intrigante, y que dio nombre a un vicio que su creador fue quizá el primero en señalar con total exactitud. Al igual que Shakespeare, Molière percibió que fingir afecta al corazón mismo de la persona que lo hace. Tartufo no es simplemente un hipócrita, alguien que finge ideales en los que no cree: es una persona fabricada, alguien que cree en sus propios ideales puesto que es tan ilusorio como ellos.

    El fingimiento de Tartufo era una cuestión de beatería. Con la decadencia de la religión durante el siglo xix surgió un nuevo tipo de fingimiento; los poetas y pintores románticos dieron la espalda a la religión y buscaron la salvación a través del arte. Creían en el genio del artista, dotado de una capacidad especial para trascender la condición humana de forma creativa, rompiendo todas las reglas para alcanzar un nuevo orden de experiencia. El arte se convirtió en una vía hacia lo trascendental, la puerta de entrada a un tipo superior de conocimiento.

    La originalidad se convirtió así en la prueba que distingue el arte verdadero del falso. Es difícil decir en términos generales en qué consiste la originalidad, pero tenemos ejemplos suficientes: Tiziano, Beethoven, Goethe, Baudelaire. Pero esos ejemplos nos enseñan que la originalidad es difícil: no se alcanza fácilmente, aunque existan prodigios naturales como Rimbaud y Mozart que parezcan hacerlo. La originalidad requiere aprendizaje, trabajo duro, el dominio de un medio y —sobre todo— la sensibilidad refinada y la apertura a la experiencia, disposiciones que suelen exigir como contrapartida la soledad y el sufrimiento.

    De ahí que no sea fácil alcanzar la categoría de artista original. No obstante, en una sociedad donde el arte se venera como el mayor logro cultural las recompensas son enormes. Por eso hay motivos para fingir. Artistas y críticos se reúnen para hacerse pasar por ellos mismos, los artistas haciéndose pasar por creadores que aportan asombrosos avances, los críticos haciéndose pasar por penetrantes jueces de la verdadera vanguardia.

    Fue así como el famoso urinario de Duchamp se convirtió en una especie de paradigma para los artistas modernos. Esto es lo que hay que hacer, dijeron los críticos: coger una idea, exponerla, llamarla arte y echarle cara al asunto. El truco se repitió con las cajas de Brillo de Andy Warhol, y más tarde con los tiburones y vacas en formol de Damien Hirst. En cada uno de estos casos, los críticos se han reunido como gallinas cacareando en torno al nuevo e inescrutable huevo, y el fingimiento se ha expuesto al público con todo el aparato necesario para ser aceptado como algo real. Tan poderoso es el ímpetu hacia este fingimiento colectivo que ahora es raro ser finalista del Premio Turner sin producir algún objeto o acontecimiento que se muestre como arte sencillamente porque nadie podría concebir que lo fuera hasta que los críticos hayan dicho que lo es.

    Los gestos originales, como los introducidos por Duchamp, no pueden repetirse, ya que, como los chistes, solo pueden contarse una vez. De ahí que el culto a la originalidad desemboque rápidamente en la repetición. El hábito del fingimiento está tan arraigado que no hay ningún juicio seguro, excepto el de que lo que tenemos ante nosotros es «auténtico» y no una falsificación, que a su vez es un juicio falso. Al final, lo único que sabemos es que cualquier cosa es arte, porque nada lo es.

    Merece la pena preguntarse por qué el culto a la originalidad fingida atrae tanto a nuestras instituciones culturales, hasta el punto de que ningún museo o galería de arte, ni ninguna sala de conciertos financiada con fondos públicos, puede permitirse realmente no tomárselo en serio. Los primeros modernistas —Stravinski y Schönberg en música, Eliot y Pound en poesía, Matisse en pintura y Loos en arquitectura— coincidían en creer que el gusto popular se había corrompido, que el sentimentalismo, la banalidad y el kitsch habían invadido las diversas esferas del arte y eclipsado sus mensajes. Las armonías tonales habían sido corrompidas por la música popular, la pintura figurativa había sido superada por la fotografía; la rima y la métrica se habían convertido en el material de las tarjetas navideñas, y las historias ya se habían contado demasiadas veces. En el mundo de la gente ingenua e irreflexiva, todo era kitsch.

    El modernismo fue el intento de rescatar lo sincero, lo veraz, lo arduamente logrado, de la plaga de la emoción fingida. Nadie puede dudar de que los primeros modernistas tuvieron éxito en esta empresa, dotándonos de obras de arte que mantienen vivo el espíritu humano en las nuevas circunstancias de la modernidad, y que establecen una continuidad con las grandes tradiciones de nuestra cultura. Pero el modernismo dio paso a rutinas de fingimiento: la ardua tarea de mantener la tradición resultó menos atractiva que las formas baratas de rechazarla. En lugar del estudio de toda la vida de Picasso, para presentar el rostro de la mujer moderna en un lenguaje moderno, se podía simplemente hacer lo que hizo Duchamp y pintarle un bigote a la Mona Lisa.

    Lo interesante, sin embargo, es que la costumbre de fingir ha surgido del miedo a las falsificaciones. El arte modernista fue una reacción contra la emoción fingida y los clichés reconfortantes de la cultura popular. La intención era barrer el pseudoarte que nos hipnotiza con mentiras sentimentales y poner en su lugar la realidad, la realidad de la vida moderna, con la que solo el arte real puede llegar a un acuerdo. De ahí que desde hace mucho tiempo se dé por sentado que no puede haber creación auténtica en la esfera del arte elevado que no sea de algún modo un «desafío» a las complacencias de nuestra cultura pública. El arte debe ofender, ser un soplo del futuro que arremeta contra el gusto burgués por el conformismo y la comodidad, que no son sino otros nombres del kitsch y el cliché. Pero el resultado es que la ofensa misma se convierte en un cliché. Si el público se ha vuelto tan inmune a la conmoción que solo un tiburón muerto en formol despertará un breve espasmo de indignación, entonces el artista debe producir un tiburón muerto en formol: este es, al menos, un gesto auténtico.

    Así pues, en torno a los modernistas creció una clase de críticos y empresarios que se ofrecieron a explicar por qué no es una pérdida de tiempo mirar fijamente una pila de ladrillos, sentarse en silencio durante diez minutos de ruido insoportable o estudiar un crucifijo macerado en orina. Los expertos empezaron a promover lo incomprensible y lo escandaloso como algo natural, no vaya el público a considerar que sus servicios son superfluos. Para convencerse de que son verdaderos progresistas que cabalgan en la vanguardia de la historia, los nuevos empresarios se rodean de otros de su calaña, los promueven a todos los comités que son relevantes para su estatus y esperan ser promovidos a su vez por ellos. Así surgió el establishment modernista, el círculo cerrado de críticos que forman la espina dorsal de nuestras instituciones culturales oficiales y semioficiales y que comercian con la «originalidad», la «transgresión» y la «apertura de nuevos caminos». Esos son los términos rutinarios que emplean los burócratas del Arts Council y el establishment museístico cada vez que quieren gastar dinero público en algo que jamás se les ocurriría tener en el salón de su casa. Pero estos términos son clichés, al igual que las cosas que se utilizan para elogiar. De ahí que la huida del cliché acabe en cliché, y el intento de ser genuino acabe en puro fingimiento.

    En los ataques a las viejas formas de hacer las cosas, una palabra en particular se puso de moda. Esa palabra era «kitsch». Una vez introducida, la palabra se quedó. Hagas lo que hagas, no debe ser kitsch. Esto se convirtió en el primer precepto del artista modernista en todos los medios. En un famoso ensayo publicado en 1939, el crítico estadounidense Clement Greenberg decía a sus lectores que ahora el artista solo tiene dos posibilidades: o pertenecer a la vanguardia, desafiando las viejas costumbres de la pintura figurativa; o producir kitsch. Y el miedo al kitsch es una de las razones de la ofensividad obligatoria de gran parte del arte que se produce en nuestros días. No importa que tu obra sea obscena, chocante o perturbadora, siempre que no sea kitsch.

    Nadie sabe muy bien de dónde procede la palabra «kitsch», aunque estaba de moda en Alemania y Austria a finales del siglo xix. Tampoco se sabe muy bien cómo definirla. Pero todos reconocemos lo kitsch cuando lo tenemos delante: la muñeca Barbie; Bambi, de Walt Disney; Papá Noel en el supermercado; Bing Crosby cantando White Christmas; fotos de caniches con cintas en el pelo. En Navidad estamos rodeados de kitsch: clichés gastados, que han perdido su inocencia sin alcanzar la sabiduría. Los niños que creen en Papá Noel invierten emociones reales en una ficción. Nosotros, que hemos dejado de creer, solo tenemos emociones falsas que ofrecer. Pero el fingimiento es agradable; sienta bien fingir, y cuando todos lo hacemos al unísono es casi como si no fingiéramos en absoluto.

    El novelista checo Milan Kundera hizo una famosa observación. «El kitsch», escribió, «produce dos lágrimas que se suceden rápidamente. La primera lágrima dice: ¡Qué bonito es ver a los niños corriendo por la hierba! La segunda lágrima dice: ¡Qué bonito es emocionarse, junto con toda la humanidad, al ver a niños corriendo por la hierba!». Dicho de otro modo, el kitsch no trata de la cosa observada, sino del observador. No te invita a conmoverte por la muñeca que vistes con tanta ternura, sino por ti mismo vistiendo a la muñeca. Así es el sentimentalismo: desvía la emoción del objeto al sujeto, para crear una fantasía de emoción sin el coste real de sentirla. El objeto kitsch te anima a pensar «mírame mientras sientes esto; qué simpático soy y qué adorable». Por eso Oscar Wilde, refiriéndose a una de las escenas de muerte más empalagosas de Dickens, dijo que «un hombre debe tener el corazón de piedra para no reírse de la muerte de la pequeña Nell».

    Y es por eso, en definitiva, que los modernistas tenían tanto horror al kitsch. Creían que, a lo largo del siglo xix, el arte había perdido la capacidad de distinguir la emoción precisa y real de su sustituto vago y autocomplaciente. En la pintura figurativa, en la música tonal y en los poemas llenos de clichés sobre el amor heroico y la gloria mítica nos encontramos con la misma enfermedad: el artista no explora el corazón humano, sino que crea un sucedáneo que hincha para después poner a la venta.

    Por supuesto, se pueden utilizar los estilos antiguos; pero no se puede hablar en serio de ellos. Y si, a pesar de todo, se utilizan, el resultado será kitsch: productos estandarizados, baratos, producidos sin esfuerzo y consumidos sin pensar. La pintura figurativa se convierte en el material de las tarjetas navideñas, la música se vuelve débil y sentimental, y la literatura se hunde en el cliché. El kitsch es arte falso, porque expresa emociones fingidas cuyo propósito es engañar al consumidor haciéndole creer que siente algo profundo y serio, cuando en realidad no siente nada en absoluto.

    Sin embargo, evitar el kitsch no es tan fácil como parece. Podrías intentar ser escandalosamente vanguardista, hacer algo que a nadie se le hubiera ocurrido hacer y llamarlo arte, hasta pisotear algún ideal o sentimiento religioso preciado. Pero este camino también conduce al fingimiento: la originalidad resulta falsa, falso el sentido, y brota un nuevo tipo de cliché, como vemos en gran parte del arte joven británico. Puedes hacerte pasar por modernista, pero eso no te llevará necesariamente a conseguir lo que consiguieron Eliot, Schönberg o Matisse, que es tocar el corazón moderno en sus regiones más profundas. El modernismo es difícil; requiere competencia en una tradición artística y el arte de apartarse de la tradición para decir algo nuevo.

    Esta es una de las razones de la aparición de un empeño artístico totalmente nuevo, que yo llamo «kitsch preventivo». La severidad modernista es a la vez difícil e impopular, por lo que los artistas empezaron no a rehuir el kitsch, sino a abrazarlo, a la manera de Andy Warhol, Allen Jones y Jeff Koons. Lo peor es ser culpable involuntario de producir kitsch; mucho mejor es producir kitsch deliberadamente, porque entonces no es kitsch en absoluto, sino una especie de parodia sofisticada. El kitsch preventivo entrecomilla el kitsch real y espera así salvar sus credenciales artísticas. Tomemos una estatua de porcelana de Michael Jackson abrazando a su chimpancé Bubbles, añadámosle colores cursis y una capa de barniz; coloquemos las figuras en

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