Todo lo peor
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Varios cadáveres de homosexuales aparecen brutalmente asesinados en el Berlín Este de finales de la Guerra Fría. Las autoridades no le prestan la atención que merece hasta que un alto cargo de la Stasi que maneja información muy sensible para el Estado aparece muerto en las mismas circunstancias.
Por su experiencia en el comportamiento de la mente criminal, encargan la investigación a Viktor Lavrov, que, junto al inspector apartado de la Kriminalpolizei, Otto Bauer, buscará la manera de sumergirse en un mundo prohibido tras los pasos de un despiadado asesino mesiánico.
César Pérez Gellida regresa para descolocarnos con un trepidante thriller negro magistralmente ambientado en una época no tan lejana pero sí muy distante en el ámbito de los derechos y las libertades. Otra nueva joya del que es para muchos el mejor escritor patrio de novela negra.
«Había invertido algo menos de media hora en conseguir que se le llenaran de sangre los cuerpos cavernosos y ocho segundos en dejarlo incosciente. Antes, eso sí, se había asegurado de salir por separado de aquel antro y de que nadie se cruzara con él entrando en su portal, lo cual, en los tiempos que corrían en la República Democrática Alemana -donde expresar con libertad la condición sexual de cada uno seguía siendo una quimera para los colectivos de gais y lesbianas-, más que una actitud comprensible era un comportamiento recomendable. Una vez dentro, habían ido directos al grano sin pasar por los incómodos y repugnantes preliminares, circunstancia que le agradecía de veras, aunque, a la vista de los hechos que acontecieron inmediatamente después, no podría decirse que lo hubiera tenido en consideración. Repitiendo la fórmula de las ocasiones precedentes, había tomado la iniciativa de manera inesperada, colocándose a su espalda con la excusa de desvestirlo. Sacando el máximo partido a esa ventajosa posición, le había rodeado el cuello con el antebrazo y aplicado presión a las arterias carótidas para obstruir el flujo sanguíneo que irriga el cerebro. Como esperaba, no tardó en perder la conciencia».
"CÉSAR PÉREZ GELLIDA ES, SIN NINGUNA DUDA, EL MEJOR AUTOR DE NOVELA NEGRA DE ESPAÑA". JUAN GÓMEZ-JURADO
César Pérez Gellida
César Pérez Gellida nació en Valladolid en 1974. Es licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Valladolid y máster en Dirección Comercial y Marketing por la Cámara de Comercio de Valladolid. Ha desarrollado su carrera profesional en distintos puestos de dirección comercial, marketing y comunicación, hasta que en 2011 decidió dejarlo todo para comenzar una carrera profesional en la escritura. Hasta ahora ha escrito 13 libros y ha recibido varios premios por su tarea literaria. Es uno de los escritores de novela negra más importantes de España.
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Todo lo peor - César Pérez Gellida
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Penguin Random HouseA Hugo, sol de mi sistema planetario
«Cuando la vida quiere ser cruel, no hay mayor crueldad que vivir».
ARMANDO LOPATEGUI, «Carapocha»
PERSONAJES PRINCIPALES
Viktor Lavrov. Psicólogo criminalista y agente del KGB destinado en Berlín.
Otto Bauer. Inspector jefe de la Kriminalpolizei.
Birgit Bauer. Sargento de la Kriminalpolizei.
Erika Eisemberg. Miembro de la Sección de Espionaje, Soporte y Actuación de la Stasi.
Erich Mielke. Director del Ministerio para la Seguridad del Estado (Stasi).
Markus Wolf. Jefe del Servicio de Inteligencia en el Extranjero (HVA).
Florian Klein. Inspector de la Unidad Especial de Investigación Criminal de la Stasi.
Nikolai Kokorin. Máximo responsable de las Oficinas S del KGB en la RDA, Checoslovaquia, Polonia y Hungría.
Boris Kliuka. Jefe del equipo operativo de la Oficina S del KGB en Berlín.
Simon Francis, «el Cuervo». Jefe del Grupo de Operaciones Encubiertas de la CIA en Berlín.
Uri Jamchi. Oficial responsable de una célula itinerante de Kidon perteneciente al Mossad.
Rebeca Allendorf. Esposa de Johannes Allendorf.
Peter Sutcliffe, «El destripador de Yorkshire». Asesino en serie británico condenado por trece asesinatos.
«Asa». Asesino en serie mesiánico.
OTROS PERSONAJES
«Pavel». Activo del operativo de la Oficina S del KGB en Berlín.
«Sasha». Activo del operativo de la Oficina S del KGB en Berlín.
Bernhard Weber. Responsable de la estación de comunicaciones del KGB en Berlín.
Agneta Weber. Esposa de Bernhard y técnico de comunicaciones del KGB.
Gustav Hebert. Cabo del Regimiento de Guardias Félix Dzerzhinsky.
Korbinian Zozulia. Miembro del Grupo de Operaciones Encubiertas de la CIA en Berlín.
Alec. Exagente del MI6.
Nelson McMahon. Alcaide del presidio de alta seguridad de Parkurst.
Johannes Allendorf. Miembro del Departamento Central para Comunicaciones Seguras y Protección Personal de la Stasi.
Franz Goellner. Padre de Rebeca Allendorf.
Urszula. Asistenta de los Allendorf.
Lars. Conserje de la finca de los Allendorf.
Ruslan Kemke. Profesor de Historia Medieval de la Universidad Técnica de Dresde.
Kristen Kemke. Esposa de Jonas Kemke.
Marco Zoecke. Compañero de colegio de Patrik Kemke.
Tobias Kaufmann. Propietario de una relojería de Dresde.
Uli Rohmer. Oficial de la Volkspolizei de Dresde.
Hansi Rodl. Agente de la Volkspolizei de Dresde.
Daniel Schell. Agente de la Volkspolizei de Dresde.
Peter Schöder. Agente de la Volkspolizei de Dresde.
Doctor Reister. Médico forense de la Kriminalpolizei.
Hans Jurgen Keifer. Teniente general de las Fuerzas Terrestres del Ejército Popular Nacional.
Thore Gysi. Alférez de las Fuerzas Terrestres del Ejército Popular Nacional.
Vollrath Repplinger. Entrenador de boxeo de Otto Bauer.
Jan. Operario del Instituto Anatómico Forense de Hellersdorf.
Bianka. Pluriempleada doméstica.
Rudy. Guardia forestal del Bosque de Dresde.
Heinrich. Pareja de Otto Bauer.
Mathias Buback. Víctima.
Bastian Hellsinger. Víctima.
Gunter Sülle. Víctima.
LA QUÍMICA SE IMPONE (PRELUDIO)
Residencia de Viktor Lavrov y Erika Eisemberg
Rosenstrasse, 2. Berlín Oriental (RDA)
4 de julio de 1981
Tres son los segundos que invierte Viktor Lavrov en llegar a una conclusión. El primero lo consume en interpretar los alarmados rasgos faciales de Erika y la crispada expresión del hombre que tiene apoyado el supresor de una pistola en su sien. Otro más en procesar la fatídica e irreversible tesitura en la que se encuentran, porque, con Boris Kliuka en la ecuación, el resultante solo puede ser uno. Y, por último, el que emplea su sistema cognitivo en admitirla: uno tiene que morir.
No se equivoca pero tampoco acierta.
Serán más los que mueran en esa cocina.
Algunos días antes
TODO LO PEOR ES LO MEJOR
Presidio de alta seguridad de Parkhurst
Isla de Wight (Inglaterra)
13 de junio de 1981
Todo lo peor es lo mejor cuando a uno deja de importarle de qué lado está —afirmó Viktor con aire agnóstico, como si el conocimiento del ser humano no alcanzara para probar o negar dicha sentencia.
—¿Cómo dice? —se interesó Nelson McMahon, alcaide de la institución desde hacía trece años. Se le notaba visiblemente contrariado. Motivos no le faltaban para tratar con aspereza a ese ruso insolente de ojos saltones y con la cara picada por la viruela que le sonreía de un modo vesicante. Le escocía sobremanera no comprender cómo había conseguido colarse en «su» centro penitenciario un maldito comunista por muy eminencia que fuera considerado en el estudio del comportamiento criminal. Así y todo, británica abnegación, se había ofrecido a acompañarlo hasta la sala de interrogatorios por tratarse de una situación tan anómala como delicada, y, cuando esos dos adjetivos se encontraban en una misma frase, McMahon prefería dejarse guiar por la prudencia que por la irritación.
—Otro día. Olvídelo —solventó el psicólogo.
La máxima de Viktor Lavrov se había fabricado en sus cuerdas vocales tras escuchar que su incómodo e incomodado anfitrión calificaba a los presos allí recluidos como «lo peor de la sociedad». ¿Cómo hacerle entender que aquellas personas eran producto de esa sociedad? Esa que llevaba décadas adormilada por el opio del consumismo; esa que estaba del todo carcomida por unos valores tan nocivos como atractivos solo en apariencia; esa que querían imponer como única y verdadera. Y que, verdaderamente, lo estaban consiguiendo. Porque era un hecho que, a esas alturas, la gélida contienda entre el símbolo del dólar y la hoz y el martillo se reducía a una mera cuestión de tiempo: el que tardaría el bloque soviético en desmoronarse, aunque nadie que habitara en un territorio al este del telón de acero se atreviera a admitirlo, ni siquiera en su fuero interno. A Viktor Lavrov le habría encantado intentar argumentarle que la existencia de depredadores como Sutcliffe era consecuencia de la purulenta y corrupta sociedad occidental; sin embargo, era consciente de que iba a ser como eyacular contra la pared: placentero pero estéril.
Conforme avanzaban escoltados por dos guardias a través de uno de los corredores que llevaban al módulo C, podía notar cómo el halo de animadversión que manaba de McMahon crecía en intensidad, pero, a pesar de ello, no podría decirse que se sintiera incómodo. Más bien lo contrario. Lo que sí le resultaba bastante molesto era esa mezcolanza de olores imposibles de calificar que conformaban esa viciada atmósfera.
—Doy por hecho que le han informado debidamente de las normas que se aplican en este área en cuanto crucemos esa puerta —retomó el alcaide.
—Tres veces, dos más de las que precisaba para comprenderlas, asimilarlas y cumplirlas. Por ese orden.
Nelson McMahon chasqueó la lengua.
—Son del todo necesarias.
—Nadie lo pone en duda.
—Aquí están los tipos más peligrosos del Reino Unido.
—¡He aquí la paradoja!
—¿Perdón?
—Que sean los tipos más peligrosos del Reino Unido y que estén aquí aislados del resto de presos comunes para evitar que los otros, los vulgares —aclaró con retintín—, hagan picadillo a los excepcionales.
El alcaide se mordió el labio inferior y meneó la cabeza, exasperado. A dos metros para llegar a la puerta metálica, McMahon hizo un gesto autoritario con la mano y el funcionario de la cabina de control accionó de inmediato el botón de apertura.
—Hasta los presos comunes tienen sentido de la justicia —alegó al tiempo que le invitaba a pasar, ahora mediante un caballeroso ademán.
—Por tanto, podría decirse que estos hombres son peligrosos dependiendo de las circunstancias que los rodeen, ¿no es así?
El otro caviló unos segundos, los suficientes para darse cuenta de que estaba a punto de caer en una tela de araña de la que le iba a resultar muy complicado escapar.
—No sé si usted es del todo consciente del tipo de persona a la que ha venido a evaluar, doctor.
Viktor Lavrov compuso un gesto serio, casi creíble, y se detuvo antes de volverse hacia él.
—Ese «del todo» implica demasiado para tratarse de una expresión del todo ambigua, señor McMahon. En esta cartera —le mostró— llevo decenas de folios sobre el caso de Peter Sutcliffe, más conocido como «El destripador de Yorkshire». A saber: informes forenses y psiquiátricos, las diligencias completas de la policía de West Yorkshire, así como las del personal especializado asignado por Scotland Yard, incluidas las conclusiones generales firmadas de puño y letra por George Alexander Oldfield, máximo exponente en el proceso de investigación. También cuento con la transcripción completa del juicio y la sentencia, por supuesto. Mi propósito no es otro que obtener posibles evidencias psicopatológicas a través de una entrevista psiquiátrica con el objeto de poder elaborar una memoria que, con claridad y dentro de la terminología de su sistema jurídico vigente, pueda ser de utilidad para esclarecer el caos que nos ocupa. De cualquier forma, hay una frase que yo sitúo en la categoría de verdades indubitables y universales que podría atomizar lo dicho con anterioridad: nunca se convence del todo a nadie de nada. Anótela, algún día podría ser el germen de un poema o una canción.
El ruso se esforzó al máximo por contener la carcajada que le provocó comprobar que sus palabras habían causado el efecto que esperaba: total y absoluto desconcierto.
—Dicho esto, alcaide McMahon, reconozco que siento una gran curiosidad por conocer su opinión personal sobre el caso —comentó para dar de comer a su ego.
—Un maldito asesino. Un maldito asesino despiadado y letal —aliñó—. Se llevó por delante a trece mujeres, pero podían haber sido más si la fortuna no se hubiera aliado con los policías que lo detuvieron. Un perturbado mental que creía estar cumpliendo un mandamiento divino. Un...
—Un segundo, un segundo, por favor —le interrumpió el ruso—. ¿Cree usted que es un enfermo?
—¿Un enfermo? —dudó rebuscando en su memoria a corto plazo para cerciorarse de que, efectivamente, esa palabra había salido de su boca—. En absoluto. Bueno, qué narices, tiene que ser un maldito loco para arrebatar la vida a martillazos a esas pobres mujeres. Incluso a una niña. ¡Dios Santo! ¡¿Qué mal puede hacer una niña de dieciséis años?!
—¿Y las otras doce? ¿O el hecho de ser en su mayoría prostitutas justifica en alguna medida que alguien pueda agredirlas o causarles la muerte?
—No, no, para nada. Yo solo digo que...
—Aún no me ha respondido —intervino de nuevo quitándole la palabra—. ¿Lo considera usted un enfermo mental o no?
El alcaide McMahon carraspeó antes de recoger los brazos tras la espalda y retomar la marcha haciendo gala de esa flema innata tan propia de su tierra.
—No lo sé. Ni me importa, la verdad. Lo único que quiero es que ese malnacido se pase el resto de sus días entre rejas, aunque, entre usted y yo —añadió bajando la voz para que los dos guardias no registraran su veredicto—, lo que de verdad se merecería ese perro chalado es que lo hubieran colgado del cuello hasta morir.
—Si es eso lo que quiere, le conviene y mucho no referirse nunca a Peter Sutcliffe como un perturbado, maldito loco, perro chalado o de cualquier forma que invite a pensar que se trata de un enfermo. Le recuerdo que ante el Tribunal Criminal Central de Londres se declaró culpable de homicidio con atenuante por deficiencia mental. Y es esa, justo esa: aparentar que no está en sus cabales, su única salida cuando se enfrente a la Corte Suprema. Y si consigue convencerlos, alcaide McMahon, cumplirá su condena en una apacible institución médica.
—Si el jurado de la sala uno de Old Bailey no se tragó esa milonga, la Corte Suprema tampoco lo hará.
—Depende.
—¿De qué?
—De la evaluación que hagamos personas como yo. ¿Y sabe por qué el fiscal encargado del caso, Michael Havers, ha recurrido a mí?
Su expresión corporal decía que no.
—Porque está convencido de que el equipo de psiquiatras dirigido por Hugo Milne va a concluir en su diagnóstico que Peter Sutcliffe está afectado por una esquizofrenia paranoide, ergo, que van a declararlo enfermo mental. ¿Estaba al corriente de que uno de ellos, un tal MacCulloch, ha tenido en consideración que Sutcliffe afirma estar capacitado para leer la mente de sus víctimas?
—¡¿Me lo está diciendo en serio?!
—Se lo juro por mis antepasados.
—¡Inconcebible!
—Puede, pero no imposible. Si alguien en sus circunstancias alegara eso en mi país...
—Continúe, continúe.
—Ya se habría convertido en un ratón de laboratorio para estudiar si posee o no poderes mentales. Ustedes, en cambio, no solo le prestan oídos a un despiadado asesino, además, hacen el esfuerzo de intentar creerle.
—No todos, doctor.
—Puede, pero los que van a decidir, sí. Según mi criterio, en el punto en el que estamos, nos encontramos más cerca de que la Corte Suprema acepte el alegato de la defensa y termine enviándolo al hospital Broadmoor, que es el que han solicitado sus abogados si mis notas no son erróneas.
—Eso sería una ofensa para las familias de las mujeres asesinadas y para toda nuestra sociedad, sobre todo para los que todavía creemos en la justicia.
El ruso iba a decir algo acerca de la justicia, pero el alumbramiento verbal fue abortado por el repentino ataque de curiosidad del alcaide McMahon.
—¿Debo entender, por tanto, que usted tiene una opinión distinta al respecto?
—Radicalmente opuesta. Peter Sutcliffe cometía los asesinatos con absoluta premeditación, eligiendo el momento propicio para asaltar a sus víctimas, por norma, en lugares apartados y con nocturnidad. Actuaba siempre de forma alevosa al seleccionar mujeres a las que solía golpear en la cabeza con un martillo para evitar que estas pudieran defenderse o alertar a alguien. Apuñalarlas decenas de veces con un destornillador, patearles la cabeza una vez muertas, eviscerarlas y eyacular sobre sus órganos eliminan cualquier duda en relación con el ensañamiento. Todo ello nos dibuja el modus operandi de un asesino organizado con un propósito concreto, lo cual nada tiene que ver con la forma de actuar de una persona afectada por cualquier tipo de esquizofrenia.
—Él alega que Dios le ordenó matar prostitutas.
—Y yo demostraré que lo único que le impulsaba a asesinar era una incontrolable y severa misoginia. Elegir prostitutas responde a cuestiones de practicidad, como hacen los depredadores cuando cazan: elegir al ejemplar más débil de la manada.
El alcaide se rascó la nariz con extrema fruición, como si la última frase del ruso le hubiera rozado la pituitaria.
—Hemos llegado. Adelante, por favor —le invitó empujando una pesada puerta de hierro.
El cuartucho no tendría más de diez metros cuadrados. Tras la cristalera, Viktor pudo distinguir la figura del detenido, sentado con la espalda recta, acodado sobre una mesa metálica sosteniendo una pose de aparente serenidad. Acto seguido desvió la mirada para centrarse en las otras dos personas que aguardaban dentro.
—Jim Carson, técnico especialista de la oficina del fiscal —le presentó el alcaide—. Se encargará de grabar todo lo que acontezca durante el tiempo que usted permanezca en la sala de interrogatorios. Y Madison Rawlinson, del bufete Rawlinson & Shultz, que representa al señor Sutcliffe y que, conforme a lo que la ley recoge, ha querido hacer valer su derecho de estar presente.
—Un placer —saludó él.
—Igualmente, doctor Lavrov —respondió ella, seca y cortante—. Lo primero que querría saber es la duración estimada de la sesión.
El colmillo derecho aprovechó para salir a escena cuando los labios del psicólogo se abrieron dibujando una ingrávida sonrisa.
—Estimo que se prolongará hasta que yo la dé por finalizada, letrada. Le aconsejo que se ponga cómoda.
La siguiente petición que el ruso tenía en la recámara le privó de disfrutar de la reacción de la abogada.
—Señor McMahon, sé que contraviene las normas que con tanto afán me han explicado, pero necesito que le quiten las esposas al señor Sutcliffe. Bajo mi responsabilidad —añadió.
El alcaide, satisfecho al comprobar que la abogada aún tenía cincelado el agravio en su configuración facial, asintió.
—¿Algún inconveniente? —le consultó a ella.
—Ninguno.
—¿Algo más? —lanzó al aire McMahon.
Este se despojó de su gabardina y se giró de nuevo hacia el cristal.
—Sí. Antes de comenzar quiero ver su celda.
Barrio de Prenzlauer Berg. Berlín Oriental (RDA)
Se había puesto ropa cómoda, pero, a unos veinte metros de la entrada del local se sentía muy lejos de notar algo que tuviera que ver con la confortabilidad.
Tras meses de concienzudo análisis, pocos como él conocían los hábitos e itinerarios de esos degenerados y, siendo sábado, había optado por entrar en el Der Bacchanal, el tugurio con ambiente gay más concurrido de la ciudad los fines de semana, pero, principalmente, el lugar donde lo vio por primera vez y donde más veces había coincidido con él.
—El Señor es mi roca, mi fortaleza y mi liberador. Mi Dios es mi peña; en Él me refugiaré. Él es mi escudo, el poder de mi liberación y mi baluarte —citó en voz queda.
Se detuvo un instante para comprobar que no llamaba la atención. Por suerte, tenía la fundada creencia de que en aquellos parajes había muchos que, igual que él, llevaban una doble vida, circunstancia que jugaba a favor del anonimato. O eso quería pensar. Sin embargo, ya había comprobado que su moldeada morfología atlética, manifiesta bajo su camiseta ajustada, y, sobre todo, sus duras pero proporcionadas facciones de corte oriental resultaban bastante atractivas para esa jauría de depravados. Agachó la cabeza y reanudó la marcha con paso más resuelto que firme. Ni siquiera le devolvió el saludo al portero, un tipo de formidables dimensiones que, de no estar embutido en cuero negro de los pies a la cabeza, podría pasar por un charcutero del mercado de Boxhagener Platz. Los altavoces, al límite de su capacidad acústica, escupían rabiosos los decibelios sobrantes de una canción que podría estar sonando en ese mismo momento en cualquier emplazamiento recóndito del infierno. Poca luz y mucho olor a macho cabrío. Demasiada testosterona y escasas curvas, solo esas ominosas que se perfilaban en los abultados vientres de los ejemplares más veteranos. Estos, curtidos en mil batallas, preferían apostarse en la barra, lugar ideal desde donde acechar a su presa, antes que desgastarse en persecuciones a campo abierto. Un taburete vacío marcó una línea recta en el trazado de su ruta desde la entrada. Caminaba despacio al ritmo de la música electrónica mientras trataba de dar con él sin que se notara demasiado que andaba buscando a alguien.
—¿Qué va a ser? —le preguntó el camarero en cuanto tomó asiento.
Al hombre que se hacía llamar Asa solo le hizo falta echar un vistazo a su alrededor para decidir que, aunque lo que le pedía el cuerpo era una Vita Cola con hielo y limón, lo que debía ordenar era una cerveza. No había tenido oportunidad de probarla cuando notó que alguien invadía su espacio vital.
—Yo siempre pido Schultheiss. Las de trigo me saben a agua sucia y las tostadas me terminan cansando. Aquí, si no especificas, te tiran una Bärenquell o una Radeberger y se quedan tan anchos —prosiguió.
La suya era una voz grave y su tono trataba de sonar, si no meloso, afable. Se giró para corroborar que, en efecto, se trataba de él. La vez anterior había sucedido exactamente lo mismo, apareciendo de la nada con su pujante sonrisa y su sobria actitud. Tan sutil era su táctica de aproximación que casi no parecía uno de ellos.
—Debería acordarme de tu nombre, ¿verdad? —reaccionó él con impostada naturalidad agarrándole por el hombro.
—En una semana se borran muchos recuerdos, Asa —enfatizó al pronunciar su nombre—. Sobre todo los prescindibles, pero no me voy a ofender por que mi nombre haya sido uno de esos. Stefan —le recordó ofreciéndole la mano.
—No volverá a suceder, te lo aseguro.
—¿Te importa si te hago compañía?
Encogerse de hombros fue suficiente para que el otro se acomodara a escasos diez centímetros de la mano con la que se aferraba a la jarra como si esta fuera el único anclaje posible contra la gravedad. Stefan se mojó los labios en la espuma y se pasó la lengua de forma sugerente antes de señalarle con el índice.
—Sigo pensando que tu cara me suena, pero no logro situarte en el espacio tiempo.
—Ya te comenté que es algo que me suele pasar.
—Permíteme que te diga lo que sé de ti. Sé que no eres un habitual del Der Bacchanal porque yo sí lo soy. Sé que tampoco estás habituado a frecuentar este tipo de lugares porque al entrar me he fijado en que no sabías adónde ir ni qué hacer; sin embargo, creo que tienes muy claro lo que buscas. Y como yo también soy consciente de que en menos de diez minutos te vas a convertir en el centro de las miradas de todos, te pido que me concedas ese tiempo para que nos podamos conocer más en profundidad. ¿Qué me dices?
—Que puedo llegar incluso hasta quince —contestó, ufano.
—Estupendo, Asa, estupendo. ¿Fumas? —le preguntó ofreciéndole el paquete de cigarrillos de una marca que debía de ser de importación.
—No, gracias. Es un vicio demasiado caro para mí. Demasiado caro para lo prescindible que es —precisó—. Tengo otros más importantes que satisfacer.
Stefan lo miró fijamente al tiempo que prendía uno y le daba varias caladas cortas pero intensas.
—Es una banda nueva —dijo señalando hacia el techo—. Se hacen llamar Einstürzende Neubauten y todo el mundo que sabe de esto dice que van a llegar muy lejos.
—Yo de música entiendo más bien poco, me temo. ¿Son de aquí?
—Más bien de allá. Del otro lado del Muro, pero por estos lares hay casi más gente del lado Occidental, sobre todo los fines de semana. Pero, dime, ¿me he equivocado mucho en mi diagnóstico acerca de ti?
—No. En realidad has acertado bastante.
En su rostro apareció una liviana mueca de satisfacción.
—Siendo así, mi siguiente pregunta es casi obligada: ¿qué estás buscando?
Este se tomó su tiempo antes de hacer girar el asiento del taburete para mirarle directamente a los ojos, en cuyo fondo creyó ver que tremolaba el fulgor de la impaciencia.
—Lo mismo que todos, vengan de donde vengan: a alguien que me dé lo que necesito.
Presidio de alta seguridad de Parkhurst. Inglaterra (Reino Unido)
Había algo gelatinoso en su muy trabajada y seductora actitud. Media cucharada de azúcar de más en el café, un grosero punto en un lienzo de Van Gogh, un trazo prolongado en uno de Seurat. Algo casi imperceptible, y, sin embargo, tras el concienzudo tamizado de Viktor Lavrov, evidente.
A punto de entrar en la segunda hora de sesión, el psicólogo criminalista se había limitado a escucharle y a lanzarle de vez en cuando algunas preguntas poco comprometedoras relacionadas con su infancia o su adolescencia. Peter Sutcliffe había contestado usando un tono aséptico, muy neutro, como si estuviera hablando del histórico vital de otra persona, un familiar lejano quizá, ese primo segundo por parte de madre con el que jugaba al escondite de pequeño. Su lenguaje corporal indicaba que se encontraba cómodo, seguro de sí mismo, controlando cada palabra que fabricaban sus cuerdas vocales y, sobre todo, cómo sonaban al salir de su boca. Se comportaba del mismo modo que lo haría una rana sabedora de que va a convertirse en príncipe de un momento a otro. Por iniciativa propia, Sutcliffe había hecho especial hincapié en la historia que contenía todos los ingredientes necesarios para que el tribunal médico se comiera aquel suculento guiso mesiánico; receta con la que confiaba ser trasladado a una institución hospitalaria. Aseguraba el detenido que, trabajando de enterrador en el cementerio de Bingley, la pequeña población británica que le vio nacer, oyó una voz que le llamó poderosamente la atención. Obnubilado, siguió aquel rumor hasta una antigua tumba en la que descansaba un polaco donde tuvo lugar su primer encuentro con Dios. Porque a ese respecto no existía resquicio alguno para la duda: se trataba de la voz del Creador. Al principio, dulce y sugerente, pero luego firme y amenazante al desvelarle la misión que tenía para él: limpiar de prostitutas la faz de la Tierra.
Se encontraba explicando cómo la voz se imponía a su propia voluntad cuando el ruso levantó la mano para interrumpirle.
—¿Ha oído usted hablar del caso de Kaspar Hauser?
Peter Sutcliffe no ocultó su sorpresa.
—No. ¿Debería?
—En realidad es muy poco conocido para el escándalo monumental que encierra. Escuche y lo comprobará usted mismo. En 1828, un joven con evidentes síntomas de desnutrición apareció de la nada en la ciudad de Núremberg. Su vestimenta era propia de la aristocracia de la época, aunque es verdad que esta se encontraba en pésimo estado. Cuando lo trasladaron ante las autoridades tan solo fue capaz de pronunciar su nombre: Kaspar Hauser, y su fecha de nacimiento: 30 de abril de 1812. Los médicos le diagnosticaron un desarrollo intelectual correspondiente a un niño de tres años, pero, cinco después, el bueno de Kaspar hablaba alemán a la perfección, dominaba los números y hasta aprendió a tocar el piano con bastante acierto, según cuentan. Fue entonces cuando desveló algunos de los recuerdos que pudo recuperar de su infancia, período que vivió encerrado en una habitación de pequeñas dimensiones dentro de un gran palacio, hechos que explicaban en cierta medida cómo había sido encontrado.
Impertérrito, Peter Sutcliffe se tapó la boca con la mano en el intento de ahogar el primer bostezo, señal que el psicólogo llevaba esperando con cachazudo anhelo. La poco pronunciada línea cóncava que se dibujaba entre sus labios fue el único signo de satisfacción que se le escapó antes de proseguir narrando.
—Espere, espere, que todavía no le he contado lo mejor. A los veintiún años apareció cosido a puñaladas con una misteriosa nota en el bolsillo que decía: «Yo soy de la orilla del río, mi nombre es Milo». Lo curioso es que estaba escrita de modo especular, es decir, que solo podía leerse frente a un espejo. Por desgracia, a los pocos días murió sin que pudiera resolver quién fue el responsable de su muerte. Trágico, ¿verdad? Años más tarde, un experto anatomista demostró que existían irrebatibles coincidencias fisionómicas entre Kaspar Hauser y Napoleón Bonaparte, teoría que, además, venía apoyada por la conocida relación sentimental que mantuvo el emperador francés con Stéphanie de Beauharnais, esposa de Carlos II de Baden, perteneciente a la cúspide de la aristocracia alemana. Un dato que debe tenerse en cuenta es que el destino no quiso que la pareja tuviera varón alguno entre su descendencia, por lo que, de haberle sonreído la fortuna, Kaspar Hauser se habría convertido en el legítimo heredero de uno de los mayores imperios conocidos.
Un silencio se acrecentó entre la sonrisa cáustica del ruso y la mueca estupefacta del recluso, que, segundos después, reaccionó.
—¿Y qué tiene que ver esa historia conmigo?
—Nada y todo. No puede probarse vinculación alguna entre el enigma de Kaspar Hauser y el caso de Peter Sutcliffe, de igual modo que no existe ninguna relación entre el enigma de la voz misteriosa y el caso de Peter Sutcliffe. Por lo tanto, o encontramos un hilo que conecte al maldito Kaspar Hauser con usted y que me convenza del todo, o le aseguro que, si me vuelve a mencionar algo relacionado con ese cuento para no dormir, daré por terminada esta sesión. Y si eso llegara a suceder, lo siguiente que haré será recomendar con vehemencia al tribunal médico que dictamine que el hombre al que he entrevistado durante tres horas y ocho minutos —precisó consultando su reloj— está completamente cuerdo, y, en consecuencia, era del todo consciente de sus actos en el momento de cometer los trece asesinatos.
Sutcliffe tragó saliva.
—¿Cómo puede estar tan seguro de ello? Es decir, ¿podría demostrar de un modo científico que no padezco ninguna enfermedad mental?
—¿Puede usted demostrar la existencia de Dios? No hace falta que responda. Yo tampoco puedo probar que usted está cuerdo, pero sí puedo reunir las evidencias suficientes que sustenten la teoría de que usted miente cuando dice que Dios le ordenó asesinar a esas mujeres. ¿No me cree?
Los primeros síntomas de incomodidad los localizó en el fruncir de sus labios, que componían ahora un rictus afeado, a mucha distancia de esa expresión hasta entonces más propia de un parlamentario de la Cámara de los Lores que de un presidiario que se estaba jugando el pescuezo. Porque, para un tipo como él, permanecer en cualquier penitenciario significaba morir a manos de otros reclusos más pronto que tarde, hecho que Sutcliffe tenía muy presente por mucho que se esforzara en ocultarlo.
—Hábleme del día que agredió por primera vez a una prostituta.
El interrogado se aplicó unas friegas en las sienes como si quisiera favorecer el rescate de aquellos recuerdos.
—Noviembre de 1973 en el prostíbulo de la carretera entre Bingley y Shipley. Amanda Carrington —acotó Viktor.
Sus ojos castaños se ensombrecieron.
—Esa vieja desgraciada se ganó todos y cada uno de los golpes que se llevó.
—¿Recuerda cuántos?
—No.
—¿Diría que fueron más de dos?
—¿Qué importa eso?
—A mí me importa. Conteste.
—Sí, diría que fueron más de dos.
—¿Más de cinco?
—Sí.
—Más de diez.
—Puede, no estoy seguro.
—¿Más de veinte?
—No, no creo.
—Diecisiete —precisó el ruso.
—¿Cómo?
—Que fueron un total de diecisiete, según se recoge en el parte médico del hospital al que la llevaron. Tres fracturas en las costillas y una en el hueso parietal, esta última estuvo a punto de causarle la muerte. Ella pudo haberse convertido en su primera víctima, pero, al parecer, Dios no lo quiso —mencionó intencionadamente.
—Dios no lo quiso —repitió él, oportuno.
—Ahora dígame si se acuerda del objeto con el que la agredió.
Peter Sutcliffe elevó la barbilla. Un gesto retador. La cosa iba bien.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Y bien?
—Una piedra.
—Una piedra dentro de un calcetín. De su calcetín —precisó, pérfido—. Cualquier perito explicaría que tal circunstancia invita a pensar que usted actuó de manera premeditada y con alevosía. No de forma impulsiva motivado por el bochorno de ser puesto en ridículo delante de los amigos que le acompañaban esa noche como usted alegó. Lo he comprobado, y al menos se tardan ocho segundos en descalzarse, quitarse el calcetín, introducir una piedra, poniéndonos en el caso de que la tuviera al alcance, y golpearla la primera vez. Del ensañamiento no cabe el menor resquicio de duda. Diecisiete veces —le recordó—. Para que un tribunal aceptara que usted se comportó de modo irracional, su reacción tendría que haberse producido en un plazo máximo de dos segundos, que es lo que tarda el cerebro en enviar una orden al sistema motriz y ejecutarla, nunca mejor dicho —añadió en un alarde de ingenio—. Resumiendo, que si la señora Carrington hubiera fallecido, usted habría sido condenado por asesinato, no por tentativa de homicidio, y jamás habría completado su obra. ¿Cree usted que Dios no lo quiso por ese motivo? ¿Para evitar que Peter Sutcliffe se pudriera en la cárcel y ello impidiera que en un futuro se convirtiera en su brazo ejecutor? ¿Por eso sus dos siguientes intentonas también resultaron fallidas?
—Podría ser..., no sé —contestó dubitativo.
—Esto ocurrió dos años antes de que asesinara a Wilma McCann. ¿Piensa, por tanto, que Dios tenía un plan para usted?
—Lo tenía, en efecto.
—¿Y no habría sido más sencillo que, igual que hizo con Abraham evitando que hundiera el cuchillo en el pecho de su hijo Ismael, Dios le hubiera detenido en el último momento?
—Yo no intervengo en los designios de Dios, solo soy su siervo.
—¿Se considera un buen cristiano?
—Soy el siervo de Dios —perseveró convencido.
—En su declaración asegura que lee la Biblia a diario.
—Es absolutamente cierto. Tengo que agradecer al alcaide McMahon que me haya permitido tener conmigo mi ejemplar de las Sagradas Escrituras —añadió con solemnidad para la galería.
—No es cierto.
—¿Cómo dice?
—Digo que no es cierto que el ejemplar de la Biblia que tiene en su celda sea o haya sido en otro tiempo de su propiedad. El ejemplar que tiene en su celda se adquirió nuevo y nuevo se conserva, como yo mismo he comprobado antes de empezar esta conversación. Diría que ni siquiera lo ha abierto, dado que el cordón marcapáginas sigue estando en el mismo sitio que estaba cuando salió de la imprenta: justo después de la tapa. También he preguntado a los guardias asignados a su sección del módulo C y ninguno recuerda haberle visto leyendo la Biblia, ni siquiera con el libro en la mano —precisó.
—Reconozco que desde que estoy aquí apenas he podido concentrarme como requiere la lectura de la palabra de Dios. Además, podría decirse que me la sé de memoria.
—Vuelve usted a mentir, señor Sutcliffe.
—Sorpréndame —le retó.
—Si fuera cierto que se la sabe de memoria me habría corregido de inmediato cuando he citado un pasaje tan conocido del Antiguo Testamento como es el sacrificio de Abraham y me he referido a su hijo como Ismael en vez de Isaac. Cualquier aspirante a monaguillo se habría reído de mí y usted ni se ha inmutado.
—No le habré entendido bien —alegó desviando la mirada hacia su izquierda y secándose el molesto sudor que había hecho acto de presencia en su frente.
—Claro. No le voy a hacer perder su tiempo y el mío examinando sus conocimientos bíblicos porque, además, ya no lo considero necesario. Solo respóndame a esta pregunta: ¿cree que Dios elegiría a un hombre que desconoce su libro sagrado, que por lo general no acude a la iglesia y que contraviene todos y cada uno de los diez mandamientos como su brazo ejecutor para limpiar el pecado carnal de los hombres?
A Peter Sutcliffe le titilaba el párpado derecho.
—Necesito un descanso.
Algún lugar en el barrio de Prenzlauer Berg
El hombre de duras pero proporcionadas facciones de corte oriental ladeó levemente la cabeza al tiempo que movía la cortina con el dedo índice para poder contemplar el movimiento de la calle. Sin quitarse los guantes abrió la ventana una cuarta con la esperanza de que se escabulleran las nauseabundas partículas odoríferas que se habían adueñado de la estancia. Esas calles conformaban el corazón del libertinaje berlinés donde la homosexualidad latía con tanta intensidad que parecía algo no solo consentido, sino fomentado por las instituciones de la República Democrática Alemana (RDA), lo cual no tenía nada que ver con la realidad. Era este un galardón que el barrio se había ido ganando desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y resultaba tan cierto como que Pappelallee cumplía con las funciones propias de ser una de sus arterias principales, bombeando almas que parecían moverse con un rumbo establecido en ese océano de indómita perversión.
Sin otra alternativa que esperar a que la naturaleza cumpliera con su cometido, el tipo que se hacía llamar Asa se entretuvo analizando el comportamiento de las personas que iban y venían a esas horas intempestivas, emulando el pasatiempo principal de su hija Adalia. Se fijó en un grupo de jóvenes que se habían detenido justo en la confluencia con la avenida Schönhauser, como si estuvieran parodiando a los protagonistas de la famosa película de Gerhard Klein. Se habían cumplido ya más de dos décadas desde que se estrenara Esquina Schönhauser y aún contaba con notable predicamento entre la juventud. En ella se relataba la vida de un grupo de adolescentes al borde de la exclusión social en la RDA, cuando todavía había quienes soñaban con vivir una realidad diferente; una posibilidad que quedaba fuera de su alcance, incluso dentro de sus sueños. Solo los que militaban el movimiento Juventud Libre Alemana creían, lavado de cerebro mediante, que vivían en el país de la libertad, la igualdad y las oportunidades que con tanta insistencia les vendía el SED. El resto, muy al contrario, solo tenía dos grandes metas en mente: buscar un futuro fuera de las fronteras de la RDA o encontrar opciones de diversión con las que colorear el tono acerado con el que se pintaba el día a día. A él también le había tocado ser pubescente en ese mismo escenario, conque, lejos de juzgarlos, sintió algo parecido a la condolencia y se dejó llevar por la siempre oportuna corriente de nostalgia socialista.
—Profesando ser sabios, se volvieron necios —musitó entre dientes.
La vivienda era pequeña, pero estaba bien distribuida, aunque su dueño, que ahora descansaba sobre la cama, no le había dado la oportunidad de conocerla. Conforme este cerró la puerta tras de sí, le condujo sin hacer paradas hasta el dormitorio principal atendiendo solo a las órdenes que le dictaba su miembro viril e impulsado por un único propósito: «Sentir su polla dentro», que eran exactamente las palabras que él había pronunciado cuando quiso saber qué era eso que necesitaba. Estar dispuesto a todo era un cebo que le había vuelto a funcionar de maravilla. Así, tan pronto detectó que se había tragado el anzuelo se encargó de ir recogiendo el sedal con sibilina sutileza para que no se rompiera. El objetivo era lograr que lo invitara al apartamento que él tenía a cuatro calles del Der Bacchanal y donde, había constatado, solía llevar a sus conquistas. Para ello, lo único que tuvo que hacer fue alimentar su perversión con frases obscenas, regalarse algún roce impúdico por aquí, alguna caricia indecente por allá.
Sencillo.
Había invertido algo menos de media hora en conseguir que se le llenaran de sangre los cuerpos cavernosos y ocho segundos en dejarlo inconsciente. Antes, eso sí, se había asegurado de salir por separado de aquel antro y de que nadie se cruzara con él entrando en su portal, lo cual, en los tiempos que corrían en la República Democrática Alemana —donde expresar con libertad la condición sexual de cada uno seguía siendo una quimera para los colectivos de gais y lesbianas—, más que una actitud comprensible era un comportamiento recomendable. Una vez dentro, habían ido directos al grano sin pasar por los incómodos y repugnantes preliminares, circunstancia que le agradecía de veras, aunque, a la vista de los hechos que acontecieron inmediatamente después, no podría decirse que lo hubiera tenido en consideración. Repitiendo la fórmula de las ocasiones precedentes, había tomado la iniciativa de manera inesperada, colocándose a su espalda con la excusa de desvestirlo. Sacando el máximo partido a esa ventajosa posición, le había rodeado el cuello con el antebrazo y aplicado presión a las arterias carótidas para obstruir el flujo sanguíneo que irriga el cerebro. Como esperaba, no tardó en perder la conciencia. La llave del sueño era una técnica que dominaba a la perfección gracias al empecinado denuedo de sus instructores durante el período de entrenamiento en el cuartel militar de Dresde, su ciudad natal. Disponía aproximadamente de un minuto para inmovilizarlo, tiempo más que suficiente si portaba el utillaje preciso como era el caso: esposas y cuerdas. Con un simple trapo de cocina metido hasta la garganta se aseguraba el silencio, no tanto por los previsibles gritos y protestas al volver en sí y encontrarse en tan comprometida tesitura como por ahogar sus alaridos cuando empezaran a desplegarse los pétalos en su cavidad anal.
Se percató entonces de que aún no había recuperado el artilugio, trabajo que representaba la parte más desagradable de su misión. Por una suma de mil seiscientos cuarenta marcos se lo había encargado fabricar a Tobias Kaufmann, un prestigioso relojero judío de Dresde, haciendo valer la acreditación como profesor titular de Historia Medieval de la Universidad Técnica. Luego le explicó que el rectorado le había cargado con la organización de una muestra de instrumentos de tortura que, en un futuro no muy lejano, recorrería las principales universidades del país. Y algo de cierto había, puesto que los planos de la Pera de la Angustia, como era conocido el prodigio, los había obtenido de la biblioteca de la universidad a la que decía representar. En realidad, no era más que un cuerpo de hierro forjado con apariencia de pera y conformado por cuatro pétalos fijos alrededor de un eje central rematado con una manivela que, al hacerla girar de forma manual, provocaba que estos se abrieran hasta triplicar su diámetro. El macabro utensilio ideado por las privilegiadas mentes de la Santa Inquisición se empleaba para conseguir confesiones, introduciéndose en la boca si al reo se le acusaba de herejía, en la vagina si se trataba de una sospechosa de brujería y en el ano en el caso de ser la sodomía el cargo que se le imputaba. En cualquiera de ellos los destrozos producidos eran de tal envergadura que el procesado rara vez sobrevivía para cumplir la pena impuesta por el Tribunal del Santo Oficio. Él, sin embargo, había ordenado incorporar una pequeña pero higiénica modificación: un automatismo de relojería mediante el cual, una vez activado, los pétalos se desplegaban de manera progresiva hasta alcanzar el tope en un proceso que duraba exactamente cuatro minutos. Doscientos cuarenta segundos de tormento, aunque no fueran percibidos de igual forma por el torturador que por el torturado. Algo que no había previsto, y que le sorprendió la primera vez que lo usó con aquel otro depravado que le sirvió de conejillo de Indias, fue que