El misterio de Mangiabarche (Serie del Caimán 2)
Por Massimo Carlotto
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Marco Buratti y Beniamino Rossini se encuentran en Córcega tras haber abandonado una Padua que, a raíz de los resultados de su última investigación, ya no es un lugar seguro para el investigador privado y su inseparable socio. En la isla francesa, no obstante, recibirán un encargo que, de nuevo, los llevará a adentrarse en una red mucho más oscura de lo que jamás habrían llegado a imaginar.
Tres abogados de la vecina Cerdeña reclaman los servicios del Caimán. Tiempo atrás, estos letrados fueron condenados a dos años de cárcel por el homicidio de su colega de profesión Giampaolo Siddi y por su implicación en una trama de tráfico de estupefacientes. Ahora, y a pesar de que el juez finalmente reconociera su inocencia, quieren ajustar cuentas con aquel a quien ellos creen responsable de su calvario: el presunto asesinado, el abogado Siddi, que, con toda probabilidad, sigue vivo y, diez años después, aún desaparecido bajo un manto de misterio e implicaciones insospechadas.
Crítica:
«Uno de los novelistas del género negro más famosos de Europa, y todo un símbolo en Italia.»
El Economista
Massimo Carlotto
Massimo Carlotto nació en Padua en 1956. Afiliado desde muy joven a la formación izquierdista y extraparlamentaria Lotta Continua, con poco menos de veinte años de edad fue acusado del asesinato de una joven estudiante. Por este delito fue condenado a dieciocho años de prisión, de los cuales fue absuelto por el presidente de la República Italiana Oscar Luigi Scalfaro tras su detención en el exilio mexicano gracias a la presión de la opinión pública. Sin embargo, por aquél entonces Carlotto ya había sufrido las torturas y el maltrato de un sistema judicial corrupto, al que, desde entonces, se ha dedicado a denunciar. Escritor, dramaturgo y guionista, es autor, entre otros muchos libros, de la serie de novela negra protagonizada por el investigador privado Marco Buratti, alias el Caimán. A través de su obra, basada en su propia experiencia, Carlotto pone el dedo en la llaga de la sociedad italiana.
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El misterio de Mangiabarche (Serie del Caimán 2) - Massimo Carlotto
El primer rayo de sol logró penetrar la densa enramada de pinos y encinas seculares e iluminó débilmente la silueta de un corzo cincelada con elegancia en la culata de un fusil. El hombre que lo empuñaba dio sobre ella unos golpecitos con la uña de su dedo índice para atraer mi atención.
—Así como el ciervo representa la majestuosidad y el jabalí la fuerza —susurró—, el corzo es el símbolo de la gracia y la delicadeza... La caza con arma de fuego por excelencia, la más difícil y la más emocionante, porque se trata del animal más desconfiado del bosque: el oído es su sentido más desarrollado; luego, el olfato; por último, la vista. Si el estruendo de un avión lo deja del todo indiferente, el crac de una rama aplastada lo pone alerta al momento. Los cazadores deben encontrarse en el lugar elegido para apostarse antes del amanecer y tener cuidado de situarse a sotavento. El corzo aparece de repente, como un fantasma en la incierta luz de la mañana, y hay que decidir en el lapso de un segundo si vale la pena abatirlo...
Me miró con fijeza a los ojos para comprobar el efecto de sus palabras. Asentí con la cabeza. Satisfecho, el hombre sacó de uno de los innumerables bolsillos de su mono una larga mira telescópica y la fijó en el arma con unos pocos y precisos movimientos. Miró luego a través de ella para regular la luminosidad. Apuntó al claro de bosque que había entre la casa y la pocilga, doscientos metros más abajo, ya del todo visible a la luz del nuevo día.
Quitó el seguro, pero, dado que no se había producido ningún cambio en el paisaje, se sentó en una piedra y se resignó a esperar. Su actitud en apariencia distendida contrastaba con la tensión de su rostro, reflejada en la mirada enmarcada por unas arrugas que traicionaba el deseo de apretar el gatillo, de saborear el ruido del disparo que habría de lacerar con violencia el silencio del bosque. Los otros cazadores, también inmóviles y silenciosos, formaban un semicírculo para cerrar cualquier intento de fuga.
Por la chimenea del caserío de piedra se elevó un hilo de humo. Pasaron unos diez minutos: un tipo bajo y rechoncho, vestido de pastor, salió de la casa. En la mano el cubo con la comida para los cerdos, en la boca un pitillo recién encendido.
El cazador se arrodilló y lo encuadró en el punto de mira. Seguro de mi atención, reanudó el discurso interrumpido poco antes:
—Para una caza tan noble —susurró—, la elección del arma es fundamental: el fusil debe ser deportivamente de una sola bala y de un calibre que no destruya el trofeo. Esta carabina es muy antigua, una Henry-Martini del ejército inglés. Se usó en 1880 para tomar la fortaleza de Kandahar en Afganistán. Un siglo después la utilizaron los francotiradores afganos para matar a más de un soldado soviético...
A continuación calló, apuntó y disparó. El cubo voló por los aires y el hombrecillo cayó a tierra con la rodilla derecha atravesada por la bala. El cazador tenía razón: podía decirse que el tiro era «limpio». Si no hubiera sido por la sangre que salía en abundancia por la herida, hubiera podido creerse que había fallado el blanco.
El bosque estaba de nuevo silencioso. A duras penas se oía la respiración cada vez más dificultosa del herido que se arrastraba tratando desesperadamente de volver a la casa.
—El corzo, una vez herido —continuó el hombre, mientras cargaba con calma otra bala en el fusil—, trata de alcanzar lo antes posible una charca de agua para aliviar el dolor y para que se pierda su rastro. Un tiro en la columna vertebral o en la pelvis lo abaten de golpe. Una pata rota, sin embargo, a pesar del dolor, no le impide intentar la fuga...
El dedo acarició el gatillo y, antes incluso de oír el disparo, vi deshacerse el codo derecho del pastor como un colín. Esta vez el herido permaneció inmóvil y empezó a sollozar con intensidad, con la cara oculta en la hierba húmeda.
Miré a mi alrededor. Los otros cazadores seguían apuntando hacia la casa con sus fusiles ametralladores. Como su jefe, llevaban la cara cubierta con pasamontañas azul marino y vestían monos del mismo color. Solo Beniamino —mi socio— y yo no íbamos enmascarados ni armados.
Se reanudó la lección de caza:
—El corzo es un animal gregario y curioso: si un macho se aleja de la manada, los otros van enseguida a buscarlo... Y esto es extremadamente peligroso...
Lo interrumpió un grito. Un segundo hombre, más joven y más alto que el primero, salió de la casa corriendo y armado con un fusil. Alcanzó a su amigo tendido en la hierba. Se interpuso entre él y el bosque, como si quisiera protegerlo, y empezó a disparar: a los pinos, a las encinas, al miedo. Los cazadores ni siquiera intentaron buscar refugio. El recién llegado apuntaba un calibre doce semiautomático, cargado con perdigones: a esa distancia solo era peligroso para las cortezas de los árboles.
Descargó los cinco disparos. Recargó otras dos veces. Tiró el fusil al suelo y extrajo un revólver del bolsillo. Gastó los seis proyectiles, luego lo lanzó contra los árboles y gritó aún más fuerte, hasta que el último aliento se le ahogó en la garganta. Acto seguido inclinó la cabeza y permaneció inmóvil, en silencio, mientras esperaba el proyectil.
Durante cinco interminables minutos no ocurrió nada. Al fin, el cazador apuntó de nuevo. Dos veces: el primer proyectil despedazó el fémur derecho del chico, el segundo le partió el izquierdo.
El joven gritó aún más fuerte.
—Los corzos tienen más dignidad —comentó el cazador, molesto, y disparó para acallarlo.
Esta vez el tiro resultó destructivo: entró por la mejilla derecha, se llevó por delante dientes y trozos de lengua y salió por el lado izquierdo de la cara, hasta hacerla estallar como una sandía caída desde un sexto piso.
—¡Hemos pillado a la peonada! —exclamó el hombre, dirigiéndose a mi socio y a mí—. Los que nos interesan han debido de marcharse hace horas...
—¿Nuestro acuerdo sigue en pie? —pregunté.
—Claro —respondió—. Cuando los encontremos, antes de ajusticiarlos, dejaremos que los interroguéis.
Beniamino abrió la boca por primera vez.
—¿A estos no les preguntáis nada? —dijo, señalando a los dos heridos.
—Los animales no hablan —respondió el otro con desprecio.
—En cualquier caso tienen derecho al tiro de gracia —intervine.
—No hay prisa —replicó con voz áspera. Se acercó y me miró fijamente a los ojos—. ¿Cuánto tiempo tardó en morir mi hermano? —preguntó.
—Demasiado —respondí con calma.
—¿Y a él le dieron un tiro de gracia?
—No —admití.
—Entonces que estos esperen también. Luego los sepultaremos. A mi hermano no le concedieron ni siquiera eso: lo echaron a los cerdos...
El hombre estaba trastornado, con la mente devastada por un dolor profundo, arrollador. La lección de caza a la que habíamos asistido era la prueba evidente de ello. Intenté hacerlo reaccionar.
—¡Qué terrible costumbre esta venganza vuestra! —exclamé en tono irreverente.
Me apuntó con el fusil a la altura del estómago. Beniamino se puso rígido: en su mirada leí una escasa consideración por mi salud mental y la contrariedad de no ir armado.
Nos mantuvimos frente a frente durante algunos segundos, luego bajó el arma y el cazador me reprendió mientras asentía.
—¿Qué quiere? ¡Cumplimos con nuestro deber! —Y añadió con cansancio una vez desahogada la rabia—: Docta cita, amigo italiano, pero Maupassant no comprendió nunca un carajo de nuestra tierra.
Mientras se alejaba, ordenó a algunos de los suyos que entraran en la casa. Tal y como se esperaba, no quedaba nadie. En el exterior, un grupito había empezado a cavar una fosa ancha y profunda. A pocos metros de distancia un hombre acabó con todos los cerdos de la pocilga de una sola ráfaga.
—Los sepultarán con los cerdos —comenté.
—Ellos se lo han buscado —sentenció Beniamino.
Un tipo nos llamó con un gesto:
—Vamos a quemar la casa, si antes quieren echar un vistazo...
Entramos en la casa, que se componía de una única habitación que olía a humo y queso de oveja. Cuatro camastros, una mesa larga, algunas sillas, un aparador, un armario y la chimenea. Los cazadores habían amontonado en la mesa todos los objetos dignos de interés. En una bolsita de plástico encontré una fotografía —el pastor más viejo de los dos en compañía de una mujer gorda y sonriente con tres niños pegados a la falda— y una cuartilla a cuadritos plegada en cuatro. La desplegué. Alguien, con la caligrafía incierta del adulto que no ha acabado la escuela primaria, había escrito en la parte de arriba una frase sin sentido aparente ni tampoco espacios entre las palabras: Mangiabarche.[1] Era la segunda vez que me tropezaba con una expresión tan extraña. Le pasé el papel a mi socio.
—No hay más que hablar: este Mangiabarche amenaza con convertirse en un auténtico tormento —fue su lacónico comentario.
Dos disparos anunciaron el fin del sufrimiento para los dos habitantes de la casa.
Una hora después, al volver a los coches, llegó el momento de separarse.
El jefe de los cazadores se acercó y, antes de estrecharme la mano, se quitó el pasamontañas. Aprecié el gesto. Aparentaba unos cincuenta años: una barba negra como la pez perfilaba la cara a la vista.
Nadie dijo nada. La venganza corsa es un viejo rito en el que solo la muerte y el silencioso dolor de los supervivientes tienen sentido.
Todo esto ocurría en la zona de Cartalavonu en Fôret de l’Ospedale, al sur de Córcega. Los encapuchados eran militantes el Frente de Liberación Nacional de Córcega, organización clandestina que había declarado la guerra a Francia. En aquella época estaban unidos; hoy todo ha cambiado: hermanos matan a hermanos y cada vez es más difícil para ellos reconocer al enemigo.
Mi socio y yo habíamos caído en aquella guerra por pura casualidad, siguiendo una pista que partía de Cerdeña.
1
—Vamos a bailar de lo lindo esta noche —comenzó el marinero.
Lo miré en silencio. Había elegido el largo y sobre todo desierto pasillo de popa con la esperanza de poder pasar la noche en paz. Pero debía de tener el aspecto de alguien que necesita compañía porque el recién llegado, en absoluto desanimado, se había sentado enseguida a mi lado.
Una vez más, las olas elevaron el barco y lo obligaron a permanecer suspendido unos instantes en el vacío antes de que la proa se sumergiera de nuevo.
—¿Lo ve? ¿Nota cómo cabecea? —continuó—. Hace diez años que trabajo en esta línea, me conozco el mar como la palma de mi mano y veo al vuelo cuando tiene intención de fastidiarnos la travesía. Llegaremos con dos horas de retraso como mínimo.
Asentí con la cabeza para darle a entender que me hacía cargo de la gravedad de la situación, pero que no me interesaba en absoluto tener más información al respecto. Tras unos instantes de silencio, se marchó visiblemente molesto.
Al poco llegó una mujer delgadísima, de nariz larga y aguileña, enfundada en un mono negro demasiado adherente en el que destacaba una bisutería barata.
—No consigo dormir... —se lamentó—. Con el mar así es imposible. Menos mal que no he cenado nada; si no, a estas horas...
La ignoré mientras fijaba con descaro la mirada en el anuncio del queso de oveja Brigante que colgaba en la pared de enfrente.
—Voy a ver a mi hermana —continuó—. Se ha casado con un financiero de Viterbo al que han trasladado a Cerdeña...
—Acaba de pasar un marinero —la interrumpí, mientras señalaba al fondo del pasillo— que también tenía muchas ganas de charlar. Aún puede alcanzarlo. Están hechos el uno para el otro.
—Prefiero a los hombres silenciosos. Dan la impresión de que te escuchan —susurró, buscando mi mirada.
—¡Lárgate, guapa! —estallé—. Si te dejo, en cinco minutos empezarás a hablarme de tu anorexia. No tengo ganas de fastidiarme la noche.
Enrojeció de forma violenta y durante unos instantes trató de encontrar algún argumento para rebatirme. Luego se recolocó un mechón de pelo y se alejó indignada, asiéndose con fuerza a la barandilla del pasillo para evitar caerse.
—¡Eh! —le grité—. No es nada personal. Es solo que estoy de mal humor.
Lo estaba de verdad.
Para evitar posibles nuevos encuentros, me tumbé en el alféizar de un ventanal y fingí que dormía. Cerré los ojos y me pregunté si en realidad había sido una buena idea embarcarme en ese transbordador. Seis meses antes, durante el curso de una investigación que me había obligado a abandonar Padua quizá de forma definitiva, había conocido a un músico de Cagliari que me había traído un disco bastante raro de blues —mi gran pasión— como regalo de parte de alguien que quería contratarme y de quien ni siquiera me habían dicho el nombre.
Solo sabía que se trataba de un encargo «delicado».
—En nuestra tierra todo es «delicado» —había subrayado aquel tipo.
Había pasado mucho tiempo y el cliente podía haberse cansado de esperarme, pero como en aquel momento no tenía nada mejor que hacer, decidí que podía arriesgarme a hacer un viaje en balde. Después de todo nunca había estado en Cerdeña.
Tras la fuga, mi socio y yo nos escondimos en Córcega, donde él conocía a un contrabandista que le debía un favor. En Padua destapamos una alcantarilla y estuvimos a punto de pagar cara nuestra curiosidad. Unos contactos del Véneto nos aseguraron que ni la policía ni los jueces mostraron ningún interés por nosotros. Pero no podía decirse lo mismo de la gente a la que habíamos causado problemas, y esos eran unos enemigos mucho más temibles que la justicia. Así que todavía no era cuestión de dejarse ver.
Con el tiempo, sin embargo, me había cansado de pasar los días bebiendo calvados en compañía de unos hospitalarios hampones corsos con la pistola metida en el calzón, en un bar del viejo puerto de Bastia con el nombre de un ave marina grabado en el rótulo que en el mundillo se conocía como Au Roi des Bandits. Volví a Italia vía Marsella. Luego tomé un tren directo a Civitavecchia y desde allí me embarqué para Cerdeña. Un rodeo decididamente tortuoso, pero no tenía intención de desvelar dónde estaba mi refugio.
Traté de imaginar quién podría necesitar mis servicios en un lugar que no conocía y un instante después me dormí.
La ciudad parecía una señora vieja y gorda, reclinada con suavidad en una colina, dedicada a gozar del tibio sol de una mañana de mediados de enero.
Estaba observándola desde hacía un buen rato, apoyado en una escalerita del puente de proa, mientras saboreaba el segundo café del día. En el golfo de Cagliari el mar se había calmado de repente y el barco se deslizaba sobre el agua ligeramente encrespada por la brisa procedente de tierra.
El atraque fue largo y laborioso y solo media hora después bajé por la escalerilla, donde un perro de la brigada antidroga me olfateó distraído.
Seguí a un grupo de senegaleses que, como había imaginado, me condujeron hasta una pensión de ínfima categoría donde no se preocupaban mucho por la documentación.
Compré una botella de calvados y me encerré en la habitación a esperar la noche.
Gracias a las indicaciones del hijo de la propietaria, un veinteañero lleno de acné que escuchaba heavy metal, llegué al barrio de Marina, frente al puerto. Llamé a la puerta de un local, Las Lunas de Urano.
Era pequeño, sin ventanas y con dos habitaciones con el techo en arco. Las mesas eran metálicas, colocadas en forma de raspa de pez; un lugar agradable que ofrecía la cantidad justa de humo, música y alcohol. Me senté en el único taburete libre de la barra y cuando el encargado, un rubio con coleta, dejó de hablar con un grupo de clientes, lo llamé y le pregunté si conocía a Alberto Cabiddu, el músico que había contactado conmigo.
—Claro. Estuvo aquí hace dos noches. Sé que va también por el Jazzito, el Charanga, el Cuba Libre y el Libarium...
—Esto es lo que se dice una indicación precisa.
—Aquí en Cagliari la gente se mueve todo el rato de un local a otro... —rebatió el chico, encogiéndose de hombros.
Lo encontré en el Charanga, donde estaba actuando con su grupo, los Superpartes, con «Volando voy», quizá la mejor canción de Camarón de la Isla.
Cuando lo conocí me dio la impresión de ser un buen músico. No me había equivocado. Poseía una voz de timbre cálido y destacaba sobre todo con las percusiones. A Camarón le habría gustado. Y también el grupo. Unos excelentes profesionales bien conjuntados: un guitarrista de aire gitano, un bajo implacable, una batería que evocaba atmósferas de jazz, un pianista clásico perfectamente ensamblado con el son cubano y, por último, otro percusionista, un timbalero dotado de verdad.
Apenas me vio, Cabiddu me guiñó un ojo y me señaló una mesa donde estaba sentada una guapa chica de largo cabello negro que bebía una cerveza.
—Annalisa —se presentó, tendiéndome la mano.
—Marco.
—¿Eres amigo de Alberto?
—Estuvimos bebiendo juntos una noche.
Cabiddu cogió el micrófono.
—Dedicada a un extranjero, cerramos la noche con una canción de los cubanos Los Compadres, «Mi son oriental«, que habla de caimanes.
Le dirigí una mirada interrogativa: habría preferido pasar desapercibido. Me respondió con una sonrisa y empezó a cantar.
—Eres el Caimán —constató la chica.
—Cierto.
—Alberto me ha hablado de ti. Me ha dicho que solo bebes calvados y que hace tiempo eras músico de blues...
—Cierto.
Cuando se acercó a nosotros, Cabiddu me estrechó la mano con entusiasmo.
—Me alegro mucho de verte. Espero que no te hayas ofendido por la dedicatoria.
—No, pero no me conviene demasiado la publicidad... He decidido visitar al cliente del que me hablaste. Siempre que, durante este tiempo, no haya contratado a otro.
—No. Me llama cada semana por si tengo noticias tuyas. Es un abogado. Se llama Genesio Columbu.
El despacho del letrado estaba en el tercer piso de un edificio de la calle Tuveri, a dos pasos del tribunal. Me abrió una señora mayor, con aspecto maternal y las piernas sin duda doloridas. Se presentó como la secretaria del abogado y me miró de arriba abajo de manera detenida cuando le dije mi nombre. Sabía quién era y por qué estaba allí. Al final se decidió a acompañarme hasta la puerta del despacho en el que me esperaba el abogado. La abrió y regresó a la penumbra del largo pasillo.
Detrás de un vetusto escritorio de cerezo se sentaba un viejo menudo con una hirsuta barba blanca, probablemente de un par de días. Tenía las manos entrelazadas sobre el estómago hundido y no dijo una palabra hasta que me senté.
—Se lo ha tomado con calma, señor Buratti.
—Mal empezamos, abogado. Entre nosotros no existía ningún acuerdo. Si tenía prisa, podía haberse dirigido a cualquiera de por aquí.
—Los investigadores de esta ciudad proceden todos de las fuerzas del orden y no saben moverse sin la ayuda de estas. Yo necesito a alguien como usted, con buenos contactos en ciertos «ambientes».
Cogió una carpeta que contenía un fax y empezó a leer:
—«Marco Buratti, llamado el Caimán, nacido y residente en Padua. Exmúsico y cantante de blues. Víctima de un error judicial, cumplió siete años por pertenencia a banda armada. Durante el encierro adoptó el papel de mediador y pacificador entre las distintas facciones del hampa organizada. Una vez en libertad, ha empezado a colaborar como investigador sin licencia con varios penalistas. Muy útil en investigaciones reservadas, en las que sea necesario establecer contacto con ambientes ilegales...»
»Necesitaba justamente a alguien como usted —afirmó satisfecho tras cerrar la cartera—. Aquí en la isla no había nadie adecuado. Así que, al final, me decidí a