Casos de pruebas circunstanciales: La mujer de Martin Guerre | El juicio de Sören Qvist | El fantasma de Monsieur Scarron
Por Janet Lewis
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La trilogía de Janet Lewis está basada en algunos de los errores judiciales que aparecen en el tratado sobre la Ley de la prueba que el jurista inglés Samuel March Philips escribió en el siglo XIX. Lewis escribió estas novelas a lo largo de dos décadas, fascinada por la forma en que las pruebas circunstanciales y los relatos de los testigos pueden sentenciar el destino de una persona, así como la forma en que la construcción del relato se impone con tal fuerza que amenaza con diluir la realidad o la búsqueda de la verdad.
A pesar de la variedad de escenarios y circunstancias, desde el célebre caso de la duplicidad de identidades en La mujer de Martin Guerre, la trágica historia del pastor protestante injustamente ajusticiado en El juicio de Sören Qvist y el trasfondo político en el marco de la gran hambruna de 1693-1694 durante el reinado de Luis XIV en El fantasma de Monsieur Scarron, Janet Lewis refleja con gran maestría la compleja encrucijada entre la ley y la justicia.
Crítica:
«No errarán demasiado quienes auguran que dentro de un siglo Janet Lewis gozará de un rango similar al de Stendhal y Hawthrone, incluso Flaubert y Melville, en la historia de la literatura.»
Javier Marías
Janet Lewis
La novelista, cuentista y poeta Janet Lewis (1899-1998) nació en Chicago, hija de un profesor de Inglés, que le enseñó a amar la poesía. Fue compañera de instituto de Ernest Hemingway. Estudió francés en la Universidad de Chicago, a cuyo prestigioso Círculo Poético perteneció, y donde conoció a autores de la talla de Glenway Wescott (1901-1987), Elizabeth Madox Roberts (1881-1941) o Yvor Winters (1901-1968), con quien se casaría. En 1920, nada más obtener la licenciatura, se marchó a París, donde permaneció casi un año, adelantándose a famosos integrantes de la «Generación Perdida», como Hemingway o Scott Fitzgerald, aunque no participó de la vida bohemia de esa comunidad de expatriados literarios. A su regreso, publicó su primer libro de poemas, The Indians in the Woods (1922), en el que se hacía patente su pasión por la cultura de los indios americanos, que la acompañó toda la vida, y enfermó gravemente de tuberculosis. Curada tras cuatro años en un sanatorio de Nuevo México, se casó con Winters y la pareja se instaló en California, de donde ya no se moverían. Janet Lewis dio prioridad a su matrimonio, dedicándose a cuidar de su marido y de los dos hijos que tuvieron, pero nunca dejó de escribir. Durante cerca de veinte años se dedicó preferentemente a la novela, y en ese intervalo nacieron La esposa de Martin Guerre (1941), El juicio de Sören Qvist (1949) y El fantasma de monsieur Scarron (1959), las tres novelas que integran la serie de «Casos de pruebas circunstanciales». Después volvió a la poesía, publicando varias colecciones más (la última, la antología The Dear Past and Other Poems, 1919-1994 en 1994), aunque también escribió seis libretos de ópera, dos de ellos basados en obras propias. Falleció en su casa de Los Altos, cerca de Stanford, California, en diciembre de 1998.
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Casos de pruebas circunstanciales - Janet Lewis
La mujer de Martin Guerre
Este vigésimo noveno volumen del Reino de Redonda
está dedicado a Laura Marías y Jorge Fernández,
que hubieron de pasar años separados,
deseando estar juntos, y que por fin lo están
EL EDITOR
Ride si sapis
Lema del Reino de Redonda
Prólogo de 1947
Encontré la historia de la mujer de Martin Guerre en una antología titulada Famous Cases of Circumstantial Evidence [Casos famosos de pruebas circunstanciales].[1] Además de un ensayo, «La teoría de las pruebas presuntivas», obra de Samuel March Phillips (1780-1862), quien con la publicación en 1814 de su Tratado sobre la Ley de la prueba sucedió a Jeffrey Gilbert, Primer Juez del Tribunal de Cuentas, como autoridad de referencia sobre la ley probatoria inglesa, ese volumen recogía muchos relatos históricos de errores judiciales inducidos por el exceso de confianza en las pruebas circunstanciales. Algunos de los casos incluidos tuvieron lugar después de la muerte de Phillips, y no hay forma de saber quién los registró, ni cuáles fueron sus fuentes. No obstante, el juicio de Martin Guerre fue descrito y comentado por el célebre jurista francés Étienne Pasquier (1529-1615) en su extraordinaria obra enciclopédica Les Recherches de la France. Pasquier afirma: «Maître Jean Coras, grand jurisconsulte, qui fût rapporteur du procès, nous en représente l’histoire par escrit, avec commentaires pour l’embellir de poincts de droit» [Maese Jean Coras, gran jurista, quien fue relator del proceso, nos ha dejado la historia por escrito, con comentarios para ilustrarla en cuestiones de derecho]. Resulta razonablemente seguro que quienquiera que redactase la historia para el volumen de Famous Cases recurrió a la obra de maese Coras. Se afirma que Coras llegó luego a ser un juez famoso, y que fue ahorcado vistiendo su toga escarlata después de la matanza de san Bartolomé, durante los disturbios que se extendieron desde París hasta las provincias, y que no se apaciguaron hasta octubre de aquel año 1572, casi a los doce años justos de la ejecución de Arnaud du Tilh. Me han referido asimismo que Michel de Montaigne menciona en uno de sus ensayos el curioso caso de Martin Guerre, contemporáneo suyo. Lamento no poder citar el número del ensayo.[2] Aun así, entre Pasquier, Montaigne y maese Jean Coras, podemos estar seguros de que el proceso en cuestión efectivamente tuvo lugar. Al volver a contar la historia de Bertrande de Rols he intentado ser tan fiel a los acontecimientos históricos como permite la lejanía en el tiempo y en el espacio. La reseña del caso por Pasquier es más sucinta que la recogida en Famous Cases, pero incluye unos cuantos detalles de interés que esta última obra no proporciona. Pasquier concluye su relato con las siguientes palabras: «Mais je demanderois volontiers si ce monsieur Martin Guerre qui s’aigrit si âprement contre sa femme, ne meritoit pas une punition aussi griefve qu’Arnaud Tillier, pour avoir par son absence été cause de ce mesfait?» [Pero yo les preguntaría de buena gana si este señor Martin Guerre que tanto rencor le mostró a su mujer no era acaso merecedor de un castigo igual de severo que el de Arnaud Tillier, por haber propiciado con su ausencia esta fechoría].
JANET LEWIS
1947
1. Artigue
Una mañana de enero de 1539, se celebró una boda en el pueblo de Artigue. Esa noche, los dos niños que se habían desposado yacían el uno al lado del otro en la cama, en casa del padre del novio. Se trataba de Bertrande de Rols, de once años, y de Martin Guerre, de la misma edad, descendientes ambos de pudientes familias campesinas tan antiguas, tan feudales y tan orgullosas como cualquiera de las grandes casas señoriales de la Gascuña. Hacía frío en la habitación. Fuera, una fina capa de nieve cubría el suelo rocoso, o apilada en largos bancos poco profundos en las esquinas de las casas, dejaba la tierra desnuda. Pero a mayor altitud se extendía hacia arriba formando grandes mantos y dunas, cubriendo las crestas y ahogando los valles boscosos hacia el pico de La Bacanère y el largo macizo de Burat, y hacia el sur, más allá del largo valle de Luchon, el pico granítico de la Maladeta se alzaba revestido de hielo y nieve. Los pasos hacia España estaban enterrados en la blancura. Los Pirineos se habían convertido en un muro infranqueable durante la estación invernal. Los españoles que se vieron sorprendidos en territorio francés por la primera nevada fuerte en septiembre, se quedaron allí, y los franceses, contrabandistas o soldados, o bien simples viajeros, que se hallaban del lado equivocado del puerto de Benasque, se vieron condenados a permanecer en España hasta la primavera. Con las ovejas en el redil, el ganado en la alquería, los haces de leña amontonados en altas pilas contra las paredes de la granja, los pueblos de montaña se sumían en la inactividad y el aislamiento forzosos. Era un tiempo de ocio, durante el cual bien podían celebrarse bodas.
Hasta esa misma mañana, Bertrande no había cruzado palabra en la vida con Martin, aunque lo había visto a menudo. De hecho, no se había enterado de que se había concertado el matrimonio hasta la víspera por la tarde. Esa mañana, se había arrodillado con Martin ante el padre de éste y luego, luciendo gallardamente una capa roja nueva, había caminado a su lado por la nieve, acompañada de numerosos amigos y parientes, y al compás de los violines, hasta la iglesia de Artigue, donde había tenido lugar la ceremonia. Le había parecido un asunto tan serio como la primera comunión.
Después, siempre con la música de los violines, que sonaba diáfana y penetrante en el aire frío, había vuelto a la casa de su marido, donde un enorme fuego de troncos de roble aderezados con sarmientos rugía en la gran chimenea, y donde se habían instalado en la cocina, principal habitación de la casa, improvisadas mesas con tablones largos sobre caballetes. Sobre el suelo de piedra se habían esparcido ramas recién cortadas de hoja perenne. Los lados y los fondos de las cacerolas de cobre despedían destellos rojizos con el reflejo de las llamas y el aire estaba impregnado del buen aroma de la carne asada y del vino recién escanciado. Bajo los pies, la nieve de los zuecos se derretía y se perdía entre las ramas pisoteadas. Un tufo a humanidad y a lana húmeda se entreveraba con los olores de la comida, y la conversación en la estancia resultaba increíblemente ruidosa.
Era un acontecimiento alegre, al igual que importante. Todo el mundo se mostraba intensamente jubiloso, pero nadie le hacía mucho caso a la pequeña novia. Después de los primeros abrazos y enhorabuenas, se sentó a la mesa larga al lado de su madre y se comió lo que ésta le sirvió de las grandes fuentes. Cada tanto, la mujer le pasaba afectuosamente el brazo por encima de los hombros y la estrechaba un momento contra su pecho, con orgullo y tranquilizadoramente. Pero conforme avanzaba la fiesta, la atención de su madre se fue centrando cada vez más en la conversación del cura, sentado enfrente de ella, y del padre del novio, sentado a su otro lado, y Bertrande, libre de observación en medio de toda aquella agitación, ostensiblemente en su honor, se dedicó a mirar a sus anchas por la habitación y a darle trozos de pan duro mojado en grasa al lanudo perro ovejero de los Pirineos de larga cola rizada, que, desde su sitio debajo de la mesa, le ponía la cabeza en el regazo. Al cabo de un rato, cuando los platos de sopa y asado ya habían dado paso a las castañas cocidas, al queso, la miel y los frutos secos, Bertrande se escabulló de su sitio y se puso tranquilamente a explorar la habitación.
Detrás de la mesa a la que había estado sentada, se alineaban una junto a otra, con las cortinillas de sarga amarilla echadas, las camas; cada una de ellas era un apartamento en sí misma. La niña se deslizó entre esas cortinas y las recias espaldas de los festejantes, dirigiéndose despacio hacia el rincón más cercano de la habitación, donde se detuvo, apoyando la espalda contra una alta alacena, y examinó la escena. Frente a ella, la chimenea ennegrecida ocupaba por lo menos una tercera parte del muro, y el resplandor de las llamas saltarinas sumía en una confusa semioscuridad los rincones a uno y otro lado del hogar. No obstante, distinguió una puerta en el centro de la pared a su derecha, y hacia ella se encaminó gradualmente. Resultó ser la entrada a un largo y gélido corredor al que daban puertas de despensas y cuartos para los pastores, iluminado únicamente por una pequeña ventana cuyos postigos de madera estaban cerrados. Otra persona había buscado refugio de los festejos en este pasillo, y estaba ocupada corriendo los pestillos de las contraventanas. Cuando se abrió por fin media hoja del postigo, se derramó en el corredor un raudal de brillante luz nevada, y a su claridad reconoció a Martin. Bertrande dio un paso adelante, insegura, y al oírla, Martin se dio la vuelta y avanzó hacia ella con las manos al frente y una expresión temible en el largo y juvenil rostro. Le había disgustado que lo casaran y, para expresar su desagrado del asunto, así como para manifestar el poder de su soberanía recién adquirida, le arreó a Bertrande unos buenos cachetes en las orejas, le arañó la cara y le tiró del pelo, todo ello sin pronunciar palabra. A sus gritos acudió a rescatarla la hermana de su madre, que reprendió al novio y acompañó a la novia de nuevo a la cocina, donde se quedó junto a su madre hasta la hora en que ésta y su suegra la condujeron hasta la alcoba, la estancia del lado opuesto de la cocina, donde se hallaba la cama del amo, ahora dedicada a las formalidades de la boda.
A Bertrande la desvistieron y le pusieron un camisón y un gorro de noche. Martin fue introducido en la habitación ataviado de la misma guisa, y acostaron a los dos niños delante de toda la concurrencia. Sin embargo, en deferencia a la extrema juventud de la pareja nupcial, las cortinas de sarga se quedaron sin cerrar, y se dejó prendida una antorcha, fija a la pared.
Los invitados se quedaron un rato en la alcoba, riéndose de chistes más que manidos, mientras los dos niños yacían muy quietos, sin mirarse. Los festejantes fueron pasando luego a la cocina hasta que, cerrando la marcha, el padre de Martin Guerre se detuvo en el umbral para desearles formalmente las buenas noches a sus hijos. Bertrande vio cómo los rasgos de su rostro, exagerados por el fulgor de la antorcha, cobraban una expresión de gran seriedad, y la pequeña cayó de repente en la cuenta, sintiéndose abrumada, de que de ahí en adelante su vida quedaba sujeta a la jurisdicción de monsieur Guerre. La puerta se cerró a su espalda. La ventana sin cristales también estaba cerrada, pero entre las hojas del postigo pasaba una corriente de aire que hacía estremecerse la llama de la antorcha. Por lo demás, todo estaba en calma, como muerto. En la habitación de suelo desnudo no había más muebles que una hilera de arcones labrados junto a la pared, y el gran lecho en el que yacían. Bertrande estaba cansada y asustada. No sabía qué se le podría pasar por la cabeza a Martin hacerle. Al poco, notó que éste rebullía.
—Estoy harto de toda esta historia —dijo, poniéndose de lado y hundiendo la cabeza en la almohada.
Pronto, su respiración se hizo más regular y, aunque no se atrevió a moverse, Bertrande se relajó. Su marido estaba dormido.
Apoyada en la alta almohada, la niña contempló la antorcha, cómo oscilaba la llama y pequeñas partículas de algodón incandescente se desprendían y caían, humeando, al suelo de piedra. Una tardó bastante en caer: quedó colgando, hilo encendido, haciendo que la llama de la antorcha se volviera irregular y humeante. Luego cayó también. La calidez del lecho de borra empezó a envolver su pequeño y delgado cuerpo en algo parecido a la seguridad, una sensación casi tan buena como la de volver a estar en casa. La luz de la antorcha pareció apagarse. Bertrande se adormiló.
Cosa de una hora más tarde, se abrió la puerta dando paso a una silueta ancha, ataviada con un holgado vestido de lana marrón y tocada con una cofia de lino blanco, que llevaba una bandeja en las manos y se acercó con paso tranquilo hasta la cabecera de la cama. Ya fuese meramente por la sensación de ser observada, porque resonara el suelo de piedra, o porque tintineara un poco la vajilla de plata en la bandeja, el caso es que Bertrande se despertó y, abriendo los ojos, se halló ante el rostro cuadrado y benévolo y los agradables ojos castaños de una mujer a la que reconoció vagamente como miembro de la casa Guerre. Pero no era el rostro de su suegra, sino el de la criada que aguardaba en la puerta cuando la comitiva nupcial regresó de la iglesia.
—Estás despierta: eso está bien —dijo la mujer, sonriendo—. Te aseguro que si el muchacho tuviera ocho años más, no estaría tan profundamente dormido a esta hora.
Dejó la bandeja en la cama y, alargando el brazo por encima del cuerpo de Bertrande, sacudió a Martin por el hombro.
—No puede ser de día ya —dijo la niña.
—No, querida, es el resopón. Os he traído vuestro pequeño convite de medianoche.
—Oh —dijo Bertrande—, se les olvidó hablarme de esto.
Se incorporó con expresión un tanto aturdida y preocupada. Sin instrucciones previas, bien podría no saber qué hacer, o hacerlo mal. Martin, ya despierto, se sentó asimismo y los dos miraron la bandeja.
—No es mala idea en absoluto —dijo él con voz pastosa de sueño y, curiosamente, tono del todo amistoso.
—Comed —dijo la mujer, sonriéndoles—. Ya que en este asunto habéis pasado por todo lo demás, mejor será que ahora disfrutéis de vuestra pequeña fiesta vosotros dos solos. La he preparado yo en persona.
Alentados de este modo, los niños se restregaron los ojos y se pusieron a comer, mientras la mujer esperaba, con las manos apoyadas en las bien arropadas caderas.
—Esto de casarse es toda una historia —dijo, mirando a los niños—. No vayáis a dejaros las natillas, son mi especialidad. Con el tiempo sabréis apreciar todo lo que vuestros padres han hecho por vosotros. Y, entre tanto, ¡cuánta paz y cuánta amistad reinan en el pueblo de Artigue! Sois una niña muy bonita, madame, un poco delgada, quizás, pero con los años los miembros van redondeándose. Con un poquito más de carne, seréis del todo encantadora. Y vuestras mejillas tienen un color magnífico. Miradla, Martin. Está mucho más bonita ahora que en la iglesia, cuando estaba tan pálida por la emoción.
Bertrande comía con semblante serio, lamiendo las natillas de la gran cuchara de plata. Aquél era más caso del que le habían hecho en todo el día y, además, se trataba de la clase de atención que podía entender. La mujer añadió, con su voz agradable y bien modulada:
—En cuanto a Martin, no será un hombre guapo, pero sí muy distinguido, como su padre. Hay una clase de fealdad que le sienta muy bien a un hombre. Por lo demás, estoy segura de que será capaz de hacer todo lo que se requiere de un hombre.
Les sonrió, sin intención de meterles prisa, y prosiguió:
—Además, Martin, mirad a vuestra mujer: tiene los ojos afortunados, los de dos colores, castaños y verdes; y la gente afortunada le trae suerte a aquellos que aman.
Terminaron todo lo que había en la bandeja, compartiendo amistosamente incluso el último trozo de pastel, y la sirvienta se despidió con unas últimas palabras elogiosas. Madame Martin Guerre, de soltera Bertrande de Rols, reconfortada por el pastel y las natillas en su estómago, y por el saludable desinterés de su marido, se sumió en un profundo sueño libre de inquietud. Por la mañana regresó a casa de sus padres, para esperar allí a cumplir una edad en la que estuviera más preparada para asumir sus responsabilidades de casada.
Así empezó para la mujer de Martin Guerre el estado que iba a depararle tanta dicha y también tan extraño e impredecible sufrimiento.
Por el momento, la vida siguió como de costumbre. Al convertirse en la mujer de Martin Guerre, Bertrande no había ganado importancia personal ni libertad; en realidad, no lo había esperado. Del matrimonio derivaban ventajas, ciertamente, pero por el momento eran todas para las dos familias, la de los Guerre y la de los Rols; más adelante, Martin y Bertrande sacarían provecho de la acrecentada prosperidad de ambas. La solemne ceremonia en la iglesia, el recuerdo de despertar en plena noche para verse servir regiamente exquisiteces en la vajilla de la familia de los Guerre, fueron difuminándose, eclipsadas por la multiplicidad de las tareas diarias que conformaban su educación.
La unión de las casas De Rols y Guerre había sido contemplada desde hacía mucho tiempo. A tres generaciones les había parecido algo casi inevitable, tantas eran las ventajas que las dos familias podían esperar de semejante alianza. Tres generaciones atrás, la cosa había quedado prácticamente decidida, hasta que un comentario del bisabuelo de Bertrande de Rols trastocó los planes del bisabuelo de Martin Guerre.
—Tengo una hermosa nietecita que estoy guardando para ti —dijo afablemente el antepasado de Martin al viejo De Rols, en conclusión de una conversación que había pasado revista en detalle a los mutuos beneficios que podrían resultar de la unión de ambas familias.
—Si quieres que se conserve bien —dijo jocosamente el bisabuelo de Bertrande—, si deseas que se conserve pero que muy bien, amigo mío, lo único que tienes que hacer es salarla.
El bisabuelo de Martin se quedó un rato mirando a De Rols sin hablar, pero su expresión ya no era afable.
—¿Quieres dar a entender entonces que me resultará fácil quedármela? ¿Pretendes insinuar que no serán muchos los pretendientes? ¡¿Lo que insinúas que es que puedo ponerla en salazón, cubrirla de aceite como a un pollo, y que se conservará, vaya, que se conservará de forma indefinida?!
—Amigo, no quiero decir nada de eso —explicó pacientemente el otro—. Lo único que pretendía era gastar una pequeña broma.
—Tu broma —replicó el bisabuelo de Martin Guerre—, tu broma es un insulto. —Y le escupió en la cara al antepasado de Bertrande de Rols.
Así, no sólo quedaron interrumpidas las negociaciones para un futuro matrimonio, sino que en el bisabuelo Guerre y toda su mesnada, es decir, sus hijos e hijas y sus familias, sus tíos y tías y sus familias, y todos los criados cuyas familias solían servir a la casa Guerre, nació y se desarrolló un odio intenso por la gente de la casa De Rols, que perduraría hasta el nacimiento de Bertrande. En ese momento, y puesto que la casa Guerre se había regocijado muy poco antes con el nacimiento de un hijo varón, a los descendientes de los dos bisabuelos, el bromista y el ofendido, se les ocurrió que la mejor forma, si no la única, de poner término a una enemistad tan antigua consistía en prometer a los bebés en sus mismas cunas. Se obró, pues, en consecuencia, y quedó restablecida la paz.
No debería juzgarse con demasiada severidad el orgullo del abuelo que se sintió insultado por chanza tan inocente. En tanto que cabeza de su familia, o cap d’hostal, cargaba con grandes responsabilidades. La seguridad y prosperidad de toda su casa dependían, en buena medida, de la estricta obediencia y respeto que estuviese en condiciones de exigir de sus hijos, esposa y sirvientes. De tan gran responsabilidad nacía un gran orgullo. De modo que nadie cuestionó su derecho a sentirse agraviado, así como nadie dudó en seguir su ejemplo y odiar al ofensor; ofensores, más bien habría que decir, pues la acción de un solo hombre se convertía de inmediato en la de todo su linaje. No obstante, acaso pueda resultar sorprendente que esta estructura feudal hubiese sido mantenida de forma tan estricta, y a tan amplia escala, por estos campesinos de Artigue, pero es que éstos se hallaban más cerca del seigneur campagnard que empezó a cobrar prominencia a finales del siglo XVI que del campesino corriente de las tierras bajas, cuyas familias procedían de los siervos emancipados del Medievo. Las montañas y valles de los Pirineos eran la causa de su prosperidad y de su orgullo.
Es cierto que las aguas termales del valle de Luchon se encuentran en una de las rutas directas de España a Francia, y se dice que los soldados de César se detuvieron ahí, en los fangosos manantiales sulfúreos, para aliviar sus miembros fatigados del combate. Pero la corte de Navarra descuidó Luchon. Margarita Angulema llevó su séquito a Cauterets, más cerca de Pau. Artigue tampoco se encontraba en el camino directo al valle del Garona, pasando por el valle de Luchon, sino que se alzaba junto a un pequeño afluente del Neste, en un pliegue más elevado de las montañas. No se hallaba en el camino a ningún otro pueblo; nadie iba a Artigue de no tener algo que hacer ahí. Así, generación tras generación, mientras los pueblos de las tierras bajas eran saqueados e incendiados, y sus campos asolados por las guerras de religión que barrieron el sur de Francia a lo largo del siglo XIII y siguieron hasta mediados del siglo XVI, Artigue disfrutó de su aislamiento y su falta de renombre, y la riqueza se acumuló en las arcas de sus familias más prósperas. El sentimiento feudal se mantuvo vigente asimismo, y con la misma fuerza que en los siglos anteriores, aun cuando Francisco I llevaba ya veintiún años en el trono de Francia y hacía casi trescientos años que el Languedoc pertenecía a la corona francesa.
Cuando cumplió los catorce años, tal vez algo antes de lo que habría ocurrido normalmente de no haberse producido la muerte de su madre, Bertrande de Rols se fue por fin a vivir con los Guerre. Una mañana engañosamente cálida de otoño, acompañada por la criada que había servido el resopón a la joven pareja nupcial, atravesó el patio descalza, vestida sencillamente con su acostumbrada ropa de diario, y se encontró en el umbral de la gran cocina. Su suegra la besó en las dos mejillas y la condujo hasta el hogar. Metieron en la casa los cofres de madera con sus efectos personales y la ropa blanca y la vajilla de plata de su dote y los colocaron contra la pared, y su suegra le enseñó la ancha cama de cortinillas de sarga amarilla que habría de ser de Martin y suya. Luego, sin demasiado apremio, la pusieron a moler harina en un gran mortero de piedra. Martin y su padre estaban en el campo. El padre de Bertrande se había ido a caballo a supervisar la vendimia. Ninguno de los trabajadores del campo volvería antes del anochecer. Mientras tanto, tenía tiempo de familiarizarse con la cocina, con las cuatro hermanas de Martin y los criados, con los perros y gatos y los residentes plumíferos del corral.
No había estado en la casa desde el día de su boda, pero todo estaba más o menos como lo recordaba. Había desaparecido la gran mesa hecha con caballetes y sólo quedaba una mesa cuadrada junto a la chimenea, la de la familia, y otra más larga al lado para los trabajadores. El suelo sólo estaba recubierto de hierba seca y las paredes ya no estaban adornadas con ramas de pino; de las vigas del techo pendían ristras de ajos y cebollas formadas por los tallos trenzados, junto con ramos de flores secas de tilo y saúco. También había manojos de romero, tomillo silvestre y perejil, y dentro de la campana de la chimenea, para aprovechar el humo resinoso, acababan de colgar piezas de carne y longanizas.
Pasaría mucho tiempo antes de que Bertrande volviera a disfrutar, como esa tarde, de tanta atención por parte de su suegra, pero la serena amabilidad e interés que madame Guerre le mostró a la joven esposa de su hijo proyectó una larga y cálida sombra que se extendió sobre muchos de los días venideros. Le enseñó en detalle la granja a Bertrande: los establos y el granero, edificios bajos de piedra techados con tejas, como la casa, que se alzaban a mano derecha e izquierda del patio delante de la vivienda; la estancia utilizada para elaborar los productos lácteos; las despensas con sus tarros de miel y cestos de fruta, canastos de castañas, vasijas de piedra llenas de gansos y pollos conservados en aceite, de huevos enterrados en salvado de trigo, quesos de leche de cabra y de leche vacuna, vino, aceite. En la alcoba, le mostró la lana y el lino para la rueca, y el telar en el que se tejerían las prendas de vestir de la familia. Le enseñó el huerto, que estaba siendo acondicionado para las primeras heladas, los panales con sus tejados de paja, el aprisco de barro y zarzos, y por último, de regreso a la alcoba en la que en su día se instaló el lecho nupcial, madame Guerre abrió unos cofres llenos de salvado y le enseñó a su nuera las cotas de malla de los antepasados, de tal guisa preservadas del orín. Todo eso lo hizo, como bien sabía Bertrande, para que la joven esposa pudiera entender el hogar que algún día se vería llamada a dirigir. En ninguna otra época del año podría haber resumido mejor todo aquello que las tareas de la primavera y del verano estaban encaminadas a producir.
Anocheció pronto, con un frío que presagiaba el invierno. Era ya noche cerrada antes de que los hombres empezaran a volver de los campos y pastizales. Se prepararon las mesas, se arrojaron a la lumbre nuevos haces de sarmientos. Primero trajeron el ganado para encerrarlo en el establo, como era necesario hacer todas las noches del año debido a las depredaciones de los osos. Luego llegaron las ovejas, sus balidos inundando el patio con un prolongado y ruidoso parloteo. Al entrar en la cocina, el pastor y el vaquero llevaron consigo el olor de las bestias. A continuación llegaron el porquero y los hombres que, por turnos, ejercían de carreteros, viñadores o cosechadores. En último lugar llegó el cabeza de la familia, el padre de Martin, con su hijo al lado. Su mujer salió a recibirlo a la puerta con una copa de vino caliente, que él se bebió antes de entrar en la casa. Se quitó la capa y se la tendió a una de sus hijas y se sentó a la cabecera de la mesa. Su hija mayor le llevó un cuenco de agua y una toalla. Se lavó y secó las manos y después, tras recorrer la habitación con la mirada, vio a la mujer de Martin y le indicó que se acercara.
—Siéntate aquí, hija mía —dijo, indicándole un sitio a su lado—. Esta noche te servirán. Mañana ya tendrás tu parte en las tareas de la casa.
No sonrió, pero tanto la intención como la voz eran bondadosas. Mirándole cautelosamente la cara cuando él tenía la atención puesta en otra parte, ya en la conversación del pastor, ya en el fuego de la chimenea, Bertrande recordó el severo semblante paterno tal como le había aparecido a la luz de la antorcha desde su alta almohada en el lecho nupcial, y pensó que la luz de la antorcha lo había alterado. Ahora, al resplandor más uniforme de la lumbre, el rostro de su nuevo padre no se le presentaba nada terrorífico. Arrugada, curtida por la exposición al rudo clima, la tez oscurecida recibía de lleno y de frente los reflejos dorados, revelando todas las huellas del tiempo. La barba corta, áspera y entrecana, estaba partida en dos, mostrando el hoyuelo del prolongado mentón. La boca, nada sonriente, pero sí afable, tenía un prominente labio inferior que podía expresar enfado. La nariz era corta y aplastada, los pómulos altos, la frente elevada y ancha, los ojos, ora grises, ora negros, al capricho de la cambiante luz, traslucían tranquilamente interés, se mostraban calmados en la certeza de su autoridad. Sentado a gusto en la silla de respaldo recto con asiento de enea, el justillo oscuro abrochado hasta el cuello, la mano derecha apoyada en el borde de la mesa, examinaba vigilante a su familia, como si fuese un rey homérico, como el gobernante de una comunidad isleña, capaz lo mismo de arar que de pelear, de hecho, la mano que descansaba en la mesa lucía cicatrices como de alguna antigua lucha defensiva en años ya remotos. Sin ostentar ningún signo externo de su poder, encarnaba en su propia persona tanto la autoridad como la seguridad. Gobernaba, como rezaban los textos de la época empleando el verbo que pertenece a la realeza, y la joven sentada a su lado, al notarlo, sintió también la gran paz que su autoridad proporcionaba a los suyos. Fue la primera de las muchas noches en que su presencia daría testimonio ante ella de que los animales estaban a salvo, el grano estaba al seguro, y ni los lobos, cuyos aullidos se oían durante las noches de invierno, ni las bandas de mercenarios saqueadores, de las que ocasionalmente hablaban los rumores procedentes de los valles más grandes, podrían hacer nada que dañara el hogar junto al que se sentaba aquel hombre. Gracias a él, la granja estaba a salvo, y por lo tanto, también Artigue, y por lo tanto, todo el Languedoc, y por consiguiente Francia; y por tanto el mundo entero estaba a salvo, y así era como debía ser.
A despecho de los temores de Bertrande, Martin se mostró razonablemente atento. La trataba con bastante más afecto que a sus hermanas, metiéndose con ella sólo de vez en cuando —cosa que nunca hacía con ellas—, y se desentendía de la joven la mayor parte del tiempo, dejándola ocuparse de lo suyo. De noche dormían juntos en su cama, dándose la espalda, hundiendo sus cansadas y jóvenes cabezas en las almohadas de pluma. Día tras día, Bertrande continuó así su largo aprendizaje para el puesto que estaba destinada a ocupar, el de ama de la granja.
Pasó un año, en el transcurso del cual Bertrande no fue consciente de otro sentimiento por su marido que no fuese una tibia gratitud por dejarla a su aire. Luego, a principios del otoño, Martin se fue a cazar osos. La parroquia había organizado una batida, según la costumbre, para poner coto en la medida de lo posible a la creciente osadía de esos animales, que no sólo destrozaban la cebada tierna en primavera, sino que también atacaban a vacas y ovejas. Era creencia común que había dos especies de oso en los Pirineos: los que eran estrictamente vegetarianos y los carnívoros. Estos últimos suponían una amenaza mucho mayor que los lobos, a los que no se veía en verano y sólo resultaban peligrosos en los meses invernales, cuando el ganado solía estar al seguro en el establo o el redil. Martin había oído hablar de la batida y, sin decirle nada a nadie, se había levantado temprano y se había marchado con los cazadores. No lo vieron en todo el día. Cuando anocheció, los trabajadores fueron volviendo a la granja: pastor, porquero, carretero, viñador... pero Martin no apareció. Monsieur Guerre preguntó por su hijo, pero nadie supo darle cuenta de él. Según la costumbre, los trabajadores de la granja y los criados de la casa se sentaron a la mesa con su amo, y madame Guerre y Bertrande los sirvieron. Tuvieron la conversación habitual acerca del trabajo del día, concluyó la cena, se despejaron las mesas y ya se acercaba el momento de la oración, cuando la puerta se abrió de golpe y entró Martin, tambaleándose bajo el peso de una pieza de carne de oso envuelta en la sanguinolenta piel de la fiera. Estaba exultante. Pero en cuanto vio la mirada expectante de su padre, su alegría se desvaneció y, tras depositar su botín a los pies de su progenitor, se disculpó por haberse ausentado de las labores de la granja y procedió a narrar, con mayor concisión de lo que había previsto, sus aventuras del día. Su padre lo observaba en silencio. Cuando el muchacho hubo concluido, el hombre dijo:
—¿Es todo cuanto tienes que decir?
—Sí, padre.
—Muy bien. Ponte de rodillas.
Martin se hincó de hinojos y su padre, inclinándose hacia delante, le golpeó de lleno con los nudillos de la mano derecha en el lado izquierdo de la mandíbula. Martin no dijo nada. Madame Guerre contuvo el aliento pero no protestó. Al cabo de un momento, Martin se puso de pie y se acercó a la chimenea, a escupir sangre en la lumbre.
—Es hora de rezar, hijos míos —dijo monsieur Guerre.
De rodillas, inclinando la cabeza, todos los presentes acompañaron las oraciones que pronunciaba el padre; acto seguido, dispersándose, se fueron a la cama. Esa noche, varias horas después, cuando la casa estaba toda en silencio y apenas un pequeño destello de la lumbre del hogar se insinuaba entre los pliegues de sarga que aislaban su lecho, Bertrande se dirigió a Martin:
—¿Estás despierto?
—Desde luego. Me duele la mandíbula. Me ha roto dos dientes.
—No ha sido justo —susurró ella con indignación.
—Por supuesto que ha sido justo. No le he pedido permiso para ir. Temía que no me dejara. Pero he hecho bien en matar un oso, ¿verdad?
—Oh, sí —respondió Bertrande fervientemente—. Martin, eres un valiente.
Él no dijo nada, aunque en su fuero interno estaba de acuerdo, pero cuando se durmió por fin, más tarde, su brazo descansaba en el hombro de Bertrande. Ella se había puesto de su parte contra la autoridad del padre, a despecho de lo justa que pudiera ser esa autoridad. Ellos dos eran como un bando en el seno de un bando. En cuanto a Bertrande, para su propia sorpresa, empezó a comprender que Martin le pertenecía y que su afecto por él era incluso mayor que el respeto y la admiración que sentía por su padre.
Por la mañana, al examinar el destrozo causado a los dientes de su hijo, madame Guerre lloró, pero no protestó por la severidad de su marido.
—Compréndelo, hijo, es necesario —le dijo—. Si no le muestras obediencia a tu padre, tu hijo no tendrá luego ninguna por ti, ¿y qué será entonces de la familia? La ruina, la desesperación.
—Sí, madre, lo comprendo —dijo Martin.
Nadie, salvo Bertrande, se había atrevido a insinuar que el castigo era arbitrario y severo, y nadie volvió a decir nada más acerca del asunto.
Pero poco a poco, el afecto de Bertrande por su marido fue convirtiéndose en una profunda y gozosa pasión, creciendo lenta y naturalmente, conforme se desarrollaba su cuerpo. Por doquier, a su alrededor la vida florecía y se multiplicaba: en el campo, en los rebaños, en los tallos tintos de rosa de los zarzales de la primavera, antes de abrirse la hoja verde, y en las hojas de parra del otoño que colgaban como llamas de las ramas nudosas. Bertrande sentía esa pasión en su interior: ligera, ácida, intensa, con una fragancia especial, como el vino que bebían en los primeros días de la primavera, y su deleite iluminaba su amor igual que el sol de mayo que se vertía en la copa de vino. Poco antes de cumplir los veinte años, dio a luz un hijo y su felicidad pareció tocar el cielo y verse bendecida más allá del más loco de sus sueños. Al niño lo llamaron Sanxi. Su abuelo, tomándolo en sus brazos a los pocos minutos de nacido, le frotó los labios con ajo y se los humedeció con unas gotas del acre vino de la tierra, dándole la bienvenida como verdadero gascón. El niño prosperó, y su madre con él, como si se prestaran bienestar el uno al otro.
Al ser madre de un heredero, Bertrande creció en la estima de sus suegros, lo que se manifestaba en pequeños favores. Esto la llenaba de orgullo y contribuía no poco al donaire del porte de su cabeza morena. Comprendía mejor que nunca su papel en la familia, como parte de una estructura que se remontaba en el tiempo hasta antepasados de cuyo renombre uno se enorgullecía, y se proyectaba hacia un futuro en el que Sanxi sería mozo, y los hijos de Sanxi crecerían y ayudarían a mantener, como ahora lo hacían Martin y ella, la prosperidad y el honor de la familia.
A Martin se le habían encomendado en exclusiva ciertas labores de la granja y estaba especialmente a cargo de determinados campos. Respondía ante su padre de todo cuanto hacía, pero la forma y los detalles de ejecución quedaban de su propia cuenta. Era parte de su progreso hacia la asunción de la plena autoridad sobre la granja, que no pasaría a sus manos hasta la muerte de su padre, pero para la que debía estar preparado desde temprana edad.
Su situación a este respecto era curiosa: mientras viviera su padre, Martin legalmente seguiría siendo menor de edad. Podría envejecer, y Sanxi casarse y tener hijos, pero en tanto Guerre el mayor siguiera alentando, éste seguiría siendo el cabeza de familia con carácter absoluto, y cuanta libertad pudiera disfrutar Martin, habría de ser bajo el gobierno de su progenitor. Esto se entendía tan bien, al igual que la necesidad de esa ley, que a Martin jamás se le pasó por la cabeza que pudiera ser de otra forma. Era sabido en todo el Languedoc que un padre gozaba del privilegio, si así lo decidía, de liberar a su hijo de la autoridad paterna, pero esto sólo podía llevarse a cabo mediante una ceremonia específica y formal. Aunque había habido padres que, ocasionalmente, habían emancipado así a sus hijos, si alguien le hubiese preguntado a Martin Guerre qué opinaba de ese procedimiento, casi seguro que habría respondido que le parecía mal. Martin Guerre deseaba conservar cuanta autoridad perteneciese al cap d’hostal, por mucho que él en persona pudiera padecer por el momento bajo la misma. Al cabo de los años, él mismo esperaba ser cap d’hostal, y cuando esa responsabilidad reposara sobre sus hombros, tendría necesidad de toda la autoridad acumulada desde la antigüedad, de la misma forma que su padre la precisaba en ese momento.
Martin se parecía mucho a su padre, en el físico tanto como en el carácter. Bertrande, que en ocasiones se daba cuenta de cómo reprimía su marido su resentimiento o su impaciencia ante su posición inferior, comprendía tanto la impaciencia como la actitud que mantenía ésta a raya, la aceptación de las cosas tal como eran, y se decía a sí misma: «En su día, será para su familia un protector tan parecido a su padre como puedan serlo dos gotas de agua, y doy gracias a Dios por eso».
Exteriormente, Martin tenía de su padre la piel morena, la frente alta, los ojos grises, la nariz corta y chata, los labios, el hoyuelo en la barbilla, así como algo de su constitución. Demasiado trabajo con el arado a temprana edad lo había dejado algo cargado de hombros. No obstante, era hábil espadachín y boxeador, ágil, alto y bien desarrollado para sus años. «Guapo, no, pero sí muy distinguido», como había dicho la criada. Su fealdad era ancestral, y eso estaba bien en sí.
Una gente tan razonable, tan devota, tan cariñosa y tan trabajadora debería haber quedado al resguardo de los caprichos del malicioso azar, piensa uno. No obstante, las mismas virtudes de su forma de vida propiciaron un pequeño incidente, y de ese incidente surgió toda la sucesión de desgracias que singularizaron a Bertrande de Rols, apartándola de la paz y la oscuridad de su tradición.
Era un día de otoño. La vendimia había concluido y estaban sembrando el trigo de invierno. Como no se esperaba que los hombres volvieran a la granja a mediodía, Bertrande le había llevado el almuerzo a Martin. Mientras él comía, se sentó a su lado en la tierra áspera y caldeada por el sol del borde del sembrado. Iba descalza y sin toca, con el corpiño del vestido entreabierto por el escote debido al calor del mediodía. La piel que asomaba era de un tono cremoso, que se iba oscureciendo más arriba, hasta alcanzar un cálido bronceado, más rico y luminoso en las redondeadas mejillas. En el nacimiento del cabello, a la sombra de los espesos rizos negros, volvía a aparecer el color cremoso, húmedo ahí por el sudor. Bertrande contemplaba a su marido con ojos tiernos y dichosos. Ante ellos, el campo cultivado descendía en pendiente hasta un bosquecillo de avellanos. Por encima de sus cabezas se oía el murmullo del arroyo, menguado respecto a su pleno caudal estival, desde donde corría bajo unos castaños, antes de rodear el campo y fluir a través del bosquecillo de avellanos a sus pies, para desde allí descender hacia el valle, que se iba estrechando. Del otro lado del valle, en las laderas superiores, los bosques de hayas y robles estaban tintados de oro y bermejo, y aún más arriba parecía estar espesándose una neblina azul, como volutas de humo. Las hojas, la tierra, el vino, exhalaban sus olores sustanciales a la suave luz del sol; el aire estaba impregnado de fragancia otoñal. Una vez hubo dado cuenta de su almuerzo, Martin envolvió los trozos de pan y queso sobrantes y los guardó en su morral. Le alcanzó a su mujer la jarra de barro del vino y dijo:
—Me voy a marchar una temporadita.
A Bertrande se le escapó una exclamación de sorpresa.
—Bien puedes asombrarte —respondió Martin—. He aquí lo que ocurre. Esta mañana he cogido del granero de mi padre simiente suficiente para sembrar trigo en la mitad de este campo.
—¿Sin pedírsela? —gritó Bertrande alarmada.
—Por supuesto que no. Me la habría negado, porque, en su opinión, yo debería apartar de mis propias cosechas el grano que vaya a necesitar. Pero este año me he encontrado con más tierras de cultivo de las que esperaba tener. ¿Debería dejarlas sin aprovechar? Él ya ha terminado la siembra y le quedaba grano sin usar. Así que lo he cogido, y lo he sembrado. ¿Acaso no he hecho bien?
—Has hecho bien —respondió su mujer—, pero temo por ti.
—Yo también temo por mí mismo —dijo él con una sonrisa—. Me despellejaría sin dudarlo. Así pues, me marcho. Cuando haya tenido tiempo de reflexionar, comprenderá que he hecho bien y me perdonará. Entonces podré volver. ¿Te acuerdas del oso?
Se frotó la mandíbula evocadoramente, mientras Bertrande esbozaba una ligera sonrisa.
—Tendrás que estar fuera por lo menos una semana —dijo ella—. Puede que más tiempo. Si pudiera avisarte...
—Con ocho días debería bastar —respondió Martin—. Lo hago por el bien de la familia; lo comprenderá. Y será mejor que no sepas dónde estoy, por si se da el caso de que te pregunta. Voy a ir a Toulouse, y luego seguiré adelante, de forma que podrás contestar con sinceridad que no sabes dónde estoy. Dale un abrazo a mi hijito en mi nombre y no te preocupes.
Bertrande lo besó en ambas mejillas sintiendo la calidez del sol en su piel, le acarició la corta barba lisa y entonces, con una fugaz premonición de desastre, se le colgó del brazo y no lo dejaba ir.
—No te atormentes —le repitió él con ternura—, estaré a salvo. Es más, me divertiré. Y en una semana estaré de vuelta.
Y se puso en camino. Se volvió una sola vez para saludar con un ademán franco y exultante, y luego las sombras de los árboles engulleron su figura. Bertrande regresó a la granja, haciendo oscilar la jarra vacía en el extremo del índice, mientras pensaba en el sendero que conducía valle abajo siguiendo el torrente que, entre brincos y corcovas, se dirigía al Neste. En una ocasión, se apartó para dejar paso a una piara de cerdos que subían al robledal a comer bellotas. Saludó distraídamente al porquero, pensando en el viaje de Martin, en cómo éste cruzaría un pueblo tras otro, vadearía los gélidos arroyos, seguiría los angostos pasos junto al Neste hasta emerger por último en el gran valle del Garona, donde vería los amplios campos, las ciudades amuralladas, los anchos caminos recorridos por grupos de mercaderes y hombres armados. Los bosques quedaron en silencio tras el paso de los cerdos: no había insectos y apenas pájaros. ¡Ojalá hubiese podido marcharse con Martin! Pero una vez en la granja vio a Sanxi y se alegró de no haberse ido.
La tarde pasó de la forma acostumbrada, pero a la hora de la cena, cuando monsieur Guerre le preguntó dónde estaba Martin y ella respondió, como habían acordado, que no lo sabía, lo hizo temblando bajo la fría mirada gris, tan penetrante y clara como un haz de luz reflejado en una pared de hielo.
Cuando se supo que algunos cestos de grano habían sido retirados del granero, la cólera de monsieur Guerre fue terrible, como Bertrande había supuesto que sería, y dio gracias de que los hombros de Martin no estuviesen al alcance del pesado látigo de su padre. Al cabo de una semana, la furia de monsieur Guerre no se había aplacado. Bertrande aguzaba el oído con aprensión en cuanto se acercaba cualquier viandante, se sobresaltaba y se quedaba helada cada vez que la puerta de la casa se abría crujiendo sobre sus gruesos goznes, y rogaba que Martin tuviese la fortuna de verse demorado. Una y otra vez, deseó que hubiesen podido disponer alguna forma de que ella se reuniera con él para prevenirlo.
Al ir sucediéndose las semanas, la inquietud por su prolongada ausencia empezó a mezclarse con el temor a su prematuro regreso. Al cabo de un mes, Bertrande estaba prácticamente segura de que algo malo le había pasado, y con gran miedo y agitación se presentó ante el cabeza de familia y le confesó todo lo que sabía de las intenciones de Martin.
Monsieur Guerre la escuchó en silencio, sin mover un dedo. Luego contestó con frialdad:
—Madame, que mi hijo se haya vuelto ladrón es la mayor vergüenza que he tenido que soportar nunca. Puesto que es mi hijo, mi único hijo, y que el bienestar de esta casa depende de la sucesión de un heredero, considero mi obligación perdonarlo. Cuando regrese y confiese su delito, y haya recibido su castigo, depondré mi cólera. Hasta que llegue ese día, no importa cuán remoto sea, no dudéis, madame, que mi enfado persistirá. Podéis regresar a vuestros quehaceres, madame.
A Bertrande le resultó terrible que se dirigiera a ella de esa manera un hombre al que tanto respetaba.
«Los padres y las madres son, para sus hijos, las verdaderas imágenes de Dios sobre la Tierra», escribió pocos años después el erudito Étienne Pasquier, y no era ésta una opinión que Pasquier impusiera a su época, sino una en la que él mismo había sido educado.
Bertrande reconoció la inflexible justicia del padre de Martin y se reprochó amargamente haberse hecho cómplice de los planes de su marido para evitar el castigo. ¡Cuánto mejor habría sido que se hubiese quedado y sometido! Ya habría sido perdonado y todo estaría bien. Se puso entonces a rezar por su regreso inmediato. Pero el invierno se fue recrudeciendo en torno al pueblo de Artigue, los caminos quedaron bloqueados por la nieve, y cuando hasta el torrente de montaña quedó aprisionado bajo el hielo, Bertrande renunció a toda esperanza de volver a ver a su marido ese invierno.
Se sintió muy sola sin él. Los días, acortados por la doble sombra del invierno y de las empinadas laderas de la montaña, ofrecían bien escaso solaz para la mujer de Martin Guerre, y las noches eran indeciblemente largas. Cuando llegó la primavera, se derritió la nieve y todo el valle era un puro murmullo, con el sonido del agua al correr. Pero Martin seguía difiriendo su retorno y Bertrande se dijo a sí misma: «Es demasiado pronto para esperarlo. Todos los ríos están crecidos, los vados son infranqueables. Ha habido hombres y caballos que se han ahogado tratando de cruzar el Neste en crecida».
Estas cosas se decía, pero aun así, su corazón, de forma nada razonable, exigía que él regresara, y más pronto que tarde. Con la llegada de los primeros días de buen tiempo, al empezar a despuntar el trigo joven y brotar manojos de arrugadas hojitas plateadas en las parras, con todo el valle, a medias cubierto de bosques y a medias cultivado, resonando con los cantos, ora distantes, ora próximos, de los pájaros, la juventud y la belleza de Bertrande se aceleraron; junto con la conciencia de ambas, su deseo por su marido se hizo más profundo. De alguna forma, con el invierno había desaparecido también el temor de que Martin estuviese herido o muerto. Bertrande era demasiado joven todavía para creer en la realidad de la muerte. La estación del renacimiento sólo podía albergar su amor y su impaciencia.
Pero pasó la primavera y Martin no volvió. Lo esperó en vano a lo largo del verano y sólo cuando las primeras fuertes nevadas volvieron a cerrar los puertos de montaña, se reconoció por fin a sí misma que su marido la había abandonado. Sabía que Martin había encontrado dulce el ejercicio de la libertad, que ser amo de sus propios actos resultaba más precioso para él que la compañía de su esposa, disfrutar de su hijo, o participar de la prosperidad de su casa. Ella creía que Martin estaba esperando hasta que llegara el momento de poder volver en tanto que cabeza de familia; que no podía soportar la idea de regresar, no sólo por el castigo, sino por la severidad continuada de la autoridad de su padre. No le comentó a nadie nada de esto, pero no era un pensamiento con el que resultase fácil vivir.
Martin la había abandonado en pleno florecimiento de su juventud, en la cumbre de su gran pasión por él, la había humillado y herido, y cuando regresara —si es que llegaba a volver después de muerto su padre—, su autoridad sería tan grande como lo era en ese momento la de su progenitor, y murmurar quejándose de cómo la había tratado resultaría de todo punto impropio.
La ausencia de Martin pesaba sobre toda la familia. Aunque su padre jamás mencionaba su nombre, resultaba evidente para cuantos lo conocían que había envejecido desde la marcha de su hijo. Al segundo año de la desaparición, madame Guerre murió. No era una mujer mayor, y es bien posible, como creían sus hijas, que la enfermedad que padeció durante su último año de vida se viera considerablemente agravada por la prolongada ausencia de Martin. Bertrande asumió sus obligaciones y lloró su muerte, pues cualesquiera que hubiesen sido sus diferencias de opinión —por otra parte nunca expresadas por Bertrande— en otros asuntos, la esposa abandonada siempre había sentido que su suegra no seguía enfadada con Martin. Con monsieur Guerre ya era otro cantar. Por muy exquisita que fuese la cortesía que le demostraba, en su presencia Bertrande siempre era consciente del disgusto, justo e inflexible, que le seguía causando su marido, y eso le recordaba asimismo que ella había sido cómplice de los planes de Martin. Con el paso del tiempo, a su afrenta original éste estaba añadiendo la ofensa aún mayor de descuidar su heredad.
El descontento de monsieur Guerre se había convertido en una parte tan sustancial e inevitable de su carácter como su columna vertebral lo era de su cuerpo. Cuando entraba en una estancia, ese descontento entraba con él. La casa, entre tanto, había cambiado, y ya no era alegre. Las hermanas mayores de Martin se habían casado y vivían fuera. La pequeña, al haber contraído matrimonio con un benjamín, o hijo menor, seguía viviendo en la casa y era su marido el que había ido a vivir con ella. Éste era un hombre apacible, que se plegaba de buen grado a la autoridad de Bertrande y de monsieur Guerre. Su presencia no animaba gran cosa la escena. Sanxi, que gozaba de excelente salud, no sabía cómo ser desdichado, y tanto si jugaba como si descansaba, dondequiera que se hallase resultaba ser, para su madre, el único alegre de toda la granja. Por lo demás, la familia entera aguardaba. Se seguía trabajando, pero la sensación de expectación siempre estaba presente.
El cuarto año después de la marcha de Martin, su padre, aun siendo un jinete experto, se vio descabalgado de su montura, se golpeó la cabeza contra una piedra al caer y murió al instante. Bertrande, que lo había visto alejarse de la casa, firme y recto en la silla, a duras penas podía creer a los sirvientes que le trajeron las nuevas una hora después. Con todo, algo apropiado hubo en la forma de su muerte, que fue abrupta, violenta y absoluta. El llamamiento perentorio y la pronta obediencia fueron como todo lo demás en su forma de vivir. Hubiera resultado difícil imaginarlo anciano, cediendo poco a poco, y a la fuerza, su autoridad; vacilando y menguando, y aun así, si Martin todavía no hubiese regresado, aferrándose a una vida completamente agotada con tal de no dejar la casa sin amo.
La conmoción de su muerte sumió a la familia en el desconcierto. Algo parecido al pánico pareció apoderarse de los criados y convertir a las cuatro hermanas de Martin en niñas indefensas. Sin embargo, al acabar el día y disponer por primera vez de un momento para ella, Bertrande se sorprendió al comprobar lo completamente asumida que había sido esa muerte, cuánto tiempo parecía que llevaba difunto quien aún no había sido enterrado, y cuya muerte resultaba esa misma mañana a primera hora algo tan remoto como el día del Juicio Final.
Pierre Guerre, el hermano de monsieur Guerre, había llegado por la tarde, anunciado su condición de cabeza de familia. Era menos hombre que su hermano, más bajo y más corpulento, con un aire de familia en el semblante, pero sin esa gran distinción que, de alguna forma, había sido propia del antiguo amo. No menos honesto, pero sí más sencillo, más fácil de trato, buen granjero y recio hombre de armas, nada más entrar en la cocina, el tío Pierre se había dirigido con sobria dignidad a la silla de su hermano junto al hogar. Había asignado tareas, considerado las cuestiones legales, mandado a buscar al cura y hecho pública la noticia del fallecimiento. El pánico amainó, los criados volvieron a dedicarse a sus tareas acostumbradas, las hermanas mayores regresaron a sus hogares y Bertrande se dijo a sí misma: «Ahora Martin podrá regresar con seguridad».
Pero no esperaba verlo aparecer como por ensalmo. Hizo su propia estimación del tiempo incierto que la noticia podría tardar en recorrer la región y llegar a sus oídos, y de cuánto podría tomarle a Martin el viaje de regreso a casa. Y su esperanza floreció, y lució ramajes mucho más verdes que en los interminables días pasados. Pero conforme fue transcurriendo y acercándose a su término el año que Bertrande había calculado, su esperanza volvió a desfallecer, y hasta hubo ocasiones en que la desesperación tomó su lugar por completo. Ya no tenía la intensa sensación de inmortalidad que había experimentado antes de la muerte de los padres de Martin. La muerte se había convertido ya en un hecho, más que en una posibilidad. La muerte era algo que no sólo podía ocurrir, sino que de hecho ocurría.
La asaltó un nuevo temor. Cuando pensaba que Martin quizás estuviese muerto, los rasgos que recordaba como suyos se disolvían de repente, y cuanto más se esforzaba en rememorar su apariencia, más impreciso se volvía el recuerdo. A veces, cuando no estaba intentando recordarlo, su rostro se le aparecía de repente, nítido en todos sus detalles de color y forma. Entonces se sobresaltaba y, temblando en su fuero interno, trataba de mantener la visión. Pero cuanto más lo intentaba, más borrosa se volvía la cara. Le había ocurrido lo mismo, ahora lo recordaba, después de morir su madre. La imagen adorada se había desvanecido. Habían persistido una sensación de calidez, de seguridad, los tonos de su voz, el tacto de su mano, pero ya no podía ver el rostro de su madre. Se lo había comentado a madame Guerre, quien le había respondido:
—Hay personas así. No recuerdan con sus ojos, sino con sus oídos, tal vez. En mi caso lo que me funciona es la vista, y podría decirte en cualquier momento en qué arca he guardado cualquier cosa que pudieras precisar. No recuerdo dónde está, lo veo. Recorro con la vista, por así decir, todo lo que he ordenado, y veo dónde he dejado el artículo que necesito.
Una vez Bertrande creyó que Martin había regresado. Iba andando por el sendero que conducía a los campos de abajo y se hallaba cerca del lugar donde se había despedido de su marido casi cinco años antes. Un hombre que avanzaba hacia ella a la sombra de los árboles tenía la misma forma de andar que Martin, y era tan parecido de constitución que Bertrande se quedó parada, la mano en el pecho y el corazón brincándole repentinamente con tanto regocijo que apenas podía respirar. Pero al acercarse más, la figura perdió su semejanza con el hombre amado. Bertrande vio al poco que era un extraño, y que sus rasgos en nada se parecían a los de Martin Guerre. El hombre ni siquiera se acercó lo suficiente para cruzarse con ella, sino que unos cuantos metros más adelante se desvió por los bosques en dirección de Sode. Sus miradas se habían cruzado, como las de dos desconocidos que se encuentran en un camino estrecho, y el forastero la había saludado, pero sin dar muestras de reconocerla.
Cuando hubo desaparecido, Bertrande se quedó allí parada, a punto de romper a llorar por la profunda decepción. El día era fresco, un día de finales del invierno, y ella llevaba una pesada capa de lana negra con capucha y calzaba los zuecos puntiagudos de sus montañas, pero tenía la sensación de estar descalza sobre el musgo, con la cabeza descubierta. Las manos de Martin estaban en las suyas: podía distinguir las cicatrices familiares, la uña arrancada; y la cabeza de él se inclinaba y rozaba la suya. No podía verle la cara, porque tenía la mejilla apoyada contra su frente. La presión de sus manos sobre las suyas hizo que la invadiera tal sensación de paz y dicha, que todos los bosques le parecieron cálidos, bañados en una luz otoñal. El momento se disipó, y se encontró de nuevo sola en el fino aire invernal. Entonces cayó en la cuenta de que ni siquiera había podido ver la cara de su figuración, y se preguntó si eso sería un buen o un mal presagio. Pero el contacto de sus manos había resultado muy vivo y su esperanza renació.
Si Bertrande se enteraba de que había extranjeros en el lugar, como muy a menudo ocurría —contrabandistas españoles, o desertores de algún ejército en trance de cambiar de bando, que usaban el puerto de Benasque para pasar de un reino a otro y se demoraban un tiempo en los ricos pueblos de la montaña—, mandaba a buscarlos y les ofrecía alojamiento para la noche, dándoles comida, vino y un sitio caliente donde dormir. Les preguntaba si tenían noticias de Martin. Mientras servían a las órdenes del duque de Saboya, o del anciano condestable Montmorency, o del joven duque de Guisa, ¿por casualidad habían oído hablar de un hombre llamado Martin Guerre? ¿Quizás