Yo soy la naturaleza: Límites de la poesía y del arte
Por Mariano Peyrou
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Un ensayo iluminador sobre las múltiples y sutiles maneras en que la realidad se encarna en la poesía.
El poema toca la vida. Quizá porque, como en la vida, en cualquier obra de arte el sentido no es algo dado, sino algo que hay que encontrar, asignar o estar en disposición de recibir. En este ensayo, Mariano Peyrou investiga las maneras en que determinadas obras intentan suprimir la distancia entre el arte y la vida e integrar el ámbito de la obra y el de lo real. Para alcanzar una mayor espontaneidad, una mayor naturalidad, a veces se pone el foco, más que en el producto, en el proceso creativo; para generar un espacio más libre y dinámico, a veces la atención se centra en el impulso creador. Se trata de una aspiración antigua, que puede rastrearse desde los orígenes de nuestra cultura, pero que se manifiesta con gran intensidad y de un modo nuevo a partir del siglo pasado.
A través de un amplio recorrido por obras e ideas de poetas, artistas y músicos, el autor investiga cómo puede entrar la realidad en la pieza artística, cuáles son los mecanismos de continuidad de lo supuestamente discontinuo, y analiza diversas estrategias para superar los límites. «El estatus complejo, ambiguo e indecidible del poema se refleja también en esta otra de sus dimensiones: no es ficción, no es realidad.» En Yo soy la naturaleza hay una fuerza que nos desplaza hacia fuera, hacia esas formas artísticas que recogen y generan un deseo de movimiento, que son el resultado de una concepción del arte que también es una concepción de la vida, y que se parece mucho al deseo de vivir.
Mariano Peyrou
Mariano Peyrou nació en Buenos Aires en 1971 y vive en Madrid desde 1976. Es músico y licenciado en Antropología Social, y profesor de Historia del Jazz y Estética de la Música. Sus últimos libros son los poemarios Posibilidades en la sombra, Diciembres iniciales e Itinerarios de salida, las novelas Los nombres de las cosas y Lo de dentro fuera y los ensayos Tensión y sentido. Una introducción a la poesía contemporánea y Oídos que no ven. Contra la idea de música intelectual. En Anagrama ha publicado los ensayos Free jazz. La música más negra del mundo y Yo soy la naturaleza.
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Yo soy la naturaleza - Mariano Peyrou
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Portada
Yo soy la naturaleza
Notas
Créditos
«De manera un poco desafiante, me atrevo a decir que la fuerza de la poesía lírica reside en su tono», escribe Hans-Georg Gadamer. «Y digo tono
en el sentido de tónos, tensión, como la de una cuerda tensada.» Esta tensión, este tono, es lo que caracteriza a un auténtico poema, y puede adoptar distintas formas, pero básicamente procede de apartarse del uso cotidiano del lenguaje y hacer que las palabras no hagan lo que suelen hacer, emplearlas para que hagan otra cosa. La función cotidiana de las palabras consiste en la transmisión de un sentido. Pero el sentido no es algo material ni estático; más que a un objeto, se parece a una sensación. La poesía trabaja con algo parecido a sensaciones, y señala y explota el carácter inmaterial y dinámico del sentido; más que a transmitir un sentido, aspira a estimular la creación de sentidos.
Esta idea es muy antigua y está por todas partes. Aristóteles, en la Retórica, alaba la claridad en el lenguaje oral y afirma que en el discurso poético, en cambio, no sería adecuada. Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania que vivió entre los siglos XI y XII y es considerado el primer trovador, escribe: «Haré un poema que no hablará de nada»; y, cuando está a punto de terminarlo, constata: «Hecho está el poema, no sé de qué habla». Torquato Tasso escribe en 1587 que los términos poco habituales «son como extranjeros entre los ciudadanos: parecen extraños y producen maravilla». Recogiendo la idea de Aristóteles, Luis Carrillo y Sotomayor escribe en 1611 que la claridad, en un poeta, es «vicio no humilde y pequeño». En 1750, Alexander Baumgarten publica su Estética, obra en la que separa esta disciplina de las restantes ramas de la filosofía y define este término –acuñado por él– como la ciencia del conocimiento sensible, en oposición al conocimiento lógico. A finales del siglo XVIII, Friedrich Schiller afirma: «Cuando me siento a componer un poema, me ocurre con frecuencia que su musicalidad pesa sobre mi alma más que el concepto claro de su contenido, que en muchas ocasiones no comprendo». En esa misma época, Novalis habla de «poemas únicamente armoniosos para el oído [...], pero sin significado ni coherencia», y dice que la verdadera poesía puede «producir, como la música, un efecto indirecto», y Friedrich Schlegel escribe que «con frecuencia, las palabras se entienden mejor a sí mismas de lo que las entienden quienes las usan». John Keats desea volar «en las alas invisibles de la poesía, / aunque la sosa mente esté perpleja y estorbe», según dice en «Oda a un ruiseñor», un poema de 1819. Un par de años después, Percy Bysshe Shelley escribe que la poesía puede «traer la luz y el fuego de esas regiones eternas en las que la facultad de cálculo, con sus alas de lechuza, no se atreve a elevarse», antes de afirmar lo mismo de un modo más prosaico: «La poesía no es como el razonamiento». En 1831, J. W. Goethe dice que en la poesía hay algo «demoníaco», que «va más allá de la razón y el entendimiento». «Si leo un libro y el cuerpo se me enfría tanto que no hay fuego que pueda calentarlo, sé que es poesía», escribe Emily Dickinson en 1870, señalando que la poesía, más que decir, hace cosas, y que sus efectos principales no se producen en un nivel racional. Paul Verlaine, en 1874, propone en su «Arte poética» que «lo incierto se una a lo preciso» y declara en el primer verso: «La música ante todo». Unos años más tarde, Stéphane Mallarmé habla de un decir que es «ante todo, sueño y canto». Valle-Inclán, ya a comienzos del siglo XX, reitera que «el verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para mover las almas. Su esencia es el milagro musical». Paul Valéry plantea que «cuando el verso es muy hermoso, no pensamos en comprenderlo. Ya no es una señal, es un hecho». Marcel Proust dice que «los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera», y Gilles Deleuze, comentando esta afirmación, apunta que el escritor «saca a la lengua de sus itinerarios habituales, la hace delirar». Clarice Lispector escribe que «la creación no es una comprensión, es un nuevo misterio» y Eugenio Montale explica que «si el problema de la poesía consistiera en hacerse entender, nadie escribiría versos».1 Virginia Woolf aclara que «una cosa es el verde en la naturaleza y otra es el verde en la literatura», y habla de la «natural antipatía» que parecen tenerse la naturaleza y la escritura: el arte tiene dificultades para reproducir lo real, habla un lenguaje que no es el de lo real. Roland Barthes añade que «hay quien siente (¿sentía?) una voluptuosidad al escribir, al deslizar la pluma, al trazar el arabesco de las palabras sin ninguna consideración por lo que quieren decir». «El sentido es el opio del texto», sintetiza maravillosamente Hélène Cixous.
Si la frase de Cixous me parece tan buena es porque muestra que en el desinterés por transmitir un sentido hay un potencial revolucionario: al remitir a la frase de Marx, asocia cierto tipo de escritura con la subversión de los valores dominantes.2 Estos valores, contra los que en realidad atentan todas las formulaciones que he mencionado (y que espero que quede claro que, aunque pueden proceder de posiciones marginales o periféricas, hoy están en el centro de la cultura occidental), pueden resumirse en el concepto de logocentrismo: la valoración de lo inteligible sobre lo sensible, de lo racional sobre lo intuitivo y emocional. Al vincularse, entre otras cosas, con lo masculino y con Occidente, el logocentrismo funciona como un marco conceptual que justifica diversas clases de opresión.
La poesía, por lo tanto, puede entenderse como esencialmente antilogocéntrica.3 Para poder afirmar esto hay que diferenciarla de ese otro tipo de escritura que podríamos llamar «poesía», entre comillas: textos que comparten ciertos rasgos superficiales con la poesía, pero que divergen radicalmente de ella en su esencia.
El cuadro más famoso del mundo muestra un rostro que no se deja interpretar. Lo famoso del cuadro más famoso del mundo es lo enigmático de ese rostro. Podríamos pensar que el arte, por medio de La Gioconda, dice que lo que le interesa no es tanto la belleza como el misterio. Ese misterio, al menos en parte, procede de la ironía de la sonrisa, que se mueve entre la seducción y la frialdad, generando en el espectador, como dijo Théophile Gautier, «un pensamiento vago, infinito, inefable, como una idea musical».
Si la música aparece tanto como modelo de la creación artística –Walter Pater dirá que todas las artes aspiran a la condición de la música– es porque no transmite un significado preciso, sino que funciona como un potentísimo detonante para la construcción de mundos imaginarios.4 Y si los oyentes no perciben un significado preciso, tampoco los músicos parten necesariamente de ideas o emociones concretas. «Ciertamente se equivoca quien crea que los compositores toman papel y pluma con el mísero propósito de expresar, describir o pintar esto o aquello», resume Robert Schumann. Y Sonny Rollins, desde el ámbito del jazz, dice que la improvisación no consiste tanto en recordar como en olvidar: poner la mente en blanco y permitir que a uno se le ocurran cosas sin que uno sepa de dónde vienen.
Según G. W. F. Hegel, el arte refleja el proceso por el que el espíritu se conoce a sí mismo, pero no lo hace por medio de conceptos, sino de objetos. El principal propósito del arte, para él, no es imitar a la naturaleza, sino dar lugar a la contemplación de la libertad espiritual; la belleza es bella porque es una muestra de libertad. Critica, por lo tanto, el arte que imita las apariencias, es decir, el arte mimético. Thomas McFarland propone el término meóntico para referirse al arte que, por el contrario, imita «lo que no está ahí», y lo asocia con la poética romántica citando una carta de John Keats en la que este se distancia de Byron diciendo: «Él describe lo que ve. Yo describo lo que imagino». McFarland también menciona a Charles Baudelaire, que escribe: «Considero inútil y tedioso representar lo que existe, porque nada de lo que existe me satisface» y «prefiero los monstruos de mi imaginación a la trivialidad» del realismo. Para Hegel, el empleo del humor en el arte hace que «lo esencial brote de lo contingente» y que «la trivialidad se acerque a la idea suprema de profundidad»,5 cuando funciona bien; si no, si el yo del artista está muy presente, si «el propio artista pasa a formar parte del material», su subjetividad «destruye y disuelve todo lo que se propone ser objetivo».
En el Romanticismo, la obra de arte asciende de categoría: deja de considerarse una representación de lo real para convertirse en una realidad; deja de funcionar como una ventana para asomarse a un momento determinado y se convierte en algo que siempre está ocurriendo; deja de ser la huella de un acontecimiento y se convierte en un acontecimiento.6 O, al menos, aspira a todo esto, a suprimir los límites que la separan de la vida. La separación del arte y la vida es algo occidental, y tiene que ver con la orientación hacia lo económico y la valoración de lo útil, tan características de nuestra cultura. «No tenemos arte. Todo lo que hacemos es arte», afirman, en cambio, los balineses; en las sociedades preindustriales es habitual encontrar este tipo de declaraciones. Quizá la ruptura romántica de los límites entre el arte y la vida tenga que ver con el deseo de recuperar algo de esta concepción original. Quizá los artistas sientan una nostalgia velada por una época en la que el arte, la artesanía, la magia y la ciencia eran una misma cosa.
7
Schlegel, por ejemplo, escribe que hay que «hacer más viva y sociable la poesía, y más poéticas la vida y la sociedad». Esto encaja con una concepción nueva de la realidad como algo menos rígido, una concepción que afecta a prácticamente todas sus dimensiones. J. G. Fichte dice que el yo no es algo dado, fijo, sino algo dinámico que se está modificando siempre. Lo mismo piensan los románticos sobre la historia: no hay un destino escrito, sino que el destino se hace. Consideran que vivimos en un mundo de posibilidades diversas. Y no solo el futuro está abierto, sino también el pasado, que se va reinterpretando y, por lo tanto, modificando en todo momento.
Schiller dice que la cultura debería llevarnos de vuelta a la naturaleza y valora un modo de escritura en el que el poeta «se oculta detrás de su obra; él es su obra, y su obra es él». Pero aunque se plantea con mucha fuerza en el Romanticismo, el deseo de superar el límite entre el arte y la vida, como el de liberarse de las obligaciones miméticas, es muy antiguo. A mediados del siglo IV a. C., Praxíteles esculpe una de sus obras más conocidas, la Afrodita de Cnido. Algunos epigramas se preguntan cuándo puede haber visto el escultor a la diosa desnuda, pero es más probable que Praxíteles tomara como modelo a su amante, Friné. Robin Osborne afirma que este es un punto de inflexión en la historia del arte, ya que «el artista deja de ser alguien que hace maravillas dotado de una capacidad técnica casi milagrosa» y se convierte en otra cosa: si anteriormente los relatos sobre escultores y pintores se centraban «en su capacidad técnica o en su habilidad para imitar las formas de la vida», ahora el artista pasa a tener «una relación con su obra; la vida y la obra del artista se conectan». En el siglo siguiente es cuando aparece la historia de Pigmalión, que Ovidio retomará para convertirlo en un escultor que se enamora de una de sus obras. Osborne añade que «las estatuas y los seres humanos ahora habitan potencialmente el mismo mundo», y que esto supone «nada menos que la invención del artista».
He dado unos pocos ejemplos de pensadores y artistas occidentales que defienden que la poesía no aspira a comunicar un contenido concreto, lo cual encaja con la concepción que tenemos de la poesía desde los orígenes del pensamiento occidental: ya Platón afirma que los poetas escriben sus obras «fuera de sí» y que «es antigua la discordia entre la filosofía y la poesía»,8 es decir, entre el pensamiento racional y el empleo de un lenguaje otro, extraño o aparentemente ajeno, que resulta peligroso por «el hechizo que ejerce sobre nosotros». La poesía se sale del ámbito del logos. En otras culturas encontramos planteamientos similares. Quizá este sea el único rasgo universal de la poesía: el hecho de que la transmisión de información no está en primer plano.9 No es que un poema no busque la comunicación, sino que propone un tipo de comunicación distinta. Para que podamos leer un poema como poema, aceptar la tensión que un poema genera y no frustrarnos por no entenderlo racionalmente, el lenguaje poético incluye unas marcas que funcionan como un límite, que indican que estamos ante unas palabras separadas de lo cotidiano y real y que no debemos pedirles lo que les pedimos a las palabras destinadas a transmitir algo preestablecido. Estoy hablando de leer, pero lo mismo sucede cuando el poema se escucha, sea recitado para provocar una experiencia estética o como parte de una ceremonia dirigida a producir efectos en la realidad (en el plano de la salud, de la fertilidad de las mujeres o los campos, del clima, etc.). El poema que se pronuncia en voz alta suele tener unas marcas muy características, la más llamativa de las cuales es sin duda el tono –la tensión– de la voz de quien habla, que también es distinto del tono que emplea para decir otras cosas y que indica la excepcionalidad de la ocasión.
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Veamos algunas de las marcas que caracterizan la poesía fuera de Occidente, en culturas muy distintas de la nuestra.
F. W. H. Migeod afirma que en los poemas de los mende de Sierra Leona «las palabras con frecuencia sufren ligeras modificaciones de pronunciación y se acortan, y otra complicación es que es muy habitual que el cantante sea incapaz de explicar su significado». Las numerosas palabras que no significan nada se llaman «palabras-canción», un término que podríamos traducir