El descontento democrático: En busca de una filosofía pública
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«Una profundacontribución anuestracomprensión delosdescontentosactuales».
The Wall StreetJournal
La división, la crispación y la polarización han dado un vuelco al escenario político internacional. El murmullo de descontento que comenzó en los años noventa ha llevado a ciertos sectores de la sociedad a manifestar una clara animadversión hacia el proyecto globalizador de las élites. Gobernantes y ciudadanía parecen preferir el libre mercado en lugar de una democracia saludable. Conceptos como «libertad» o «civismo» han dejado de generar consenso y se han convertido más que nunca en armas arrojadizas entre adversarios electorales. Mientras, aumentan las desigualdades sociales, la injusticia racial y el hiperpartidismo, y las fronteras nacionales pierden su relevancia económica e identitaria.
En esta nueva edición de Eldescontentodemocrático, publicado por primera vez en 1996 y actualizado a los nuevos tiempos, Michael J. Sandel explora de un modo certero e iluminador las causas de la profunda decepción que se ha apoderado de la vida pública en las democracias occidentales. A través del caso de Estados Unidos, nos proporciona herramientas para comprender cómo en tiempos de guerras culturales, donde cada vez es más difícil que surjan movimientos reformistas de amplia base social, nuestra tradición cívica puede ayudarnos a imaginar una alternativa al sistema neoliberal y tecnocrático en que estamos instalados, donde la identidad y los ideales comunes están cada vez más devaluados.
Lacrítica hadicho:
«Provocador. Defiende que las democracias modernas no podrán sostenerse a menos que encuentren la manera de hacer frente a la economía global y, al mismo tiempo, dar expresión a las identidades distintivas de sus pueblos».
The New York Times
«Una profunda crítica del liberalismo estadounidense que, a diferencia de otros libros sobre el tema, busca su restauración como ética política. Un libro repleto de ideas valiosas».
Kirkus Reviews
«Entre los méritos que lo hacen único están la admirable combinación de análisis conceptual e investigación histórica, y la impresión de una mente genuinamente reflexiva y un espíritu generoso».
CanadianJournalofPhilosophy
«Una de las obras más poderosas de filosofía pública aparecidas en los últimos años. Un diagnóstico brillante».
U.S. News &WorldReport
«Un libro importante sobre el significado de la libertad. El análisis es soberbio».
The Washington Post BookWorld
«Pocos libros son tan relevantes un cuarto de siglo después de su aparición como cuando se publicaron, pero Michael Sandel ha conseguido que este clásico lo sea aún más».
Samuel Moyn
«Profundamente perspicaz, nunca ha sido más oportuno que hoy. Una lectura esencial —y esperanzadora— para quienes se preguntan si nuestro experimento democrático sobrevivirá en el siglo XXI».
Greta R. Krippner
Michael J. Sandel
Michael J. Sandel teaches political philosophy at Harvard University. His books What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets and Justice: What’s the Right Thing to Do? were international best sellers and have been translated into 27 languages. Sandel’s legendary course “Justice” was the first Harvard course to be made freely available online and has been viewed by tens of millions. His BBC series “The Public Philosopher” explores the philosophical ideas lying behind the headlines with participants from around the world.
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El descontento democrático - Michael J. Sandel
A Kiku
Prefacio a la nueva edición
En los años transcurridos desde que se publicó la primera edición de este libro, el descontento democrático se ha hecho más profundo y se ha agudizado a tal punto que suscita dudas sobre el futuro del sistema en Estados Unidos. En esta nueva edición, que alarga el relato hasta la presidencia de Donald Trump y la pandemia de la COVID-19, pasando por los años de las administraciones de Clinton, Bush y Obama, intento explicar por qué. La primera edición se dividía en dos partes —una dedicada a la tradición constitucional estadounidense y otra relativa al discurso público sobre la economía— y mostraba cómo la filosofía pública del liberalismo contemporáneo se había ido desplegando en cada uno de esos terrenos. En esta nueva edición, he prescindido de la explicación constitucional y me he centrado en los debates sobre la economía. Observar la evolución de estos últimos durante la era de la globalización puede ayudarnos a entender mejor cómo hemos llegado a este peligroso momento político.
Desde la aparición de El descontento democrático en 1996, he acumulado un sinfín de deudas de gratitud con quienes reaccionaron al libro. Debo un especial agradecimiento a Anita L. Allen y a Milton C. Regan por haber organizado en el Centro de Estudios Jurídicos de la Universidad de Georgetown un memorable simposio, presidido por la decana Judith Arens, que juntó a grandes estrellas de la teoría jurídica y política que ofrecieron sus minuciosos comentarios críticos al libro. Allen y Regan editaron un volumen colectivo a partir de aquellos y otros comentarios y reseñas bibliográficas titulado Debating Democracy’s Discontent, publicado en 1998. Yo mismo aprendí muchísimo con aquellos ensayos críticos y quiero dar mis más sinceras gracias a sus autores: Christopher Beem, Ronald S. Beiner, William E. Connolly, Jean Bethke Elshtain, Amitai Etzioni, James E. Fleming, Bruce Frohnen, William A. Galston, Will Kymlicka, Linda C. McClain, Clifford Orwin, Thomas L. Pangle, Philip Pettit, Milton C. Regan, Richard Rorty, Nancy L. Rosenblum, Richard Sennett, Mary Lyndon Shanley, Andrew W. Siegel, Charles Taylor, Mark Tushnet, Jeremy Waldron, Michael Walzer, Robin West y Joan C. Williams.
Agradezco también a Kiku Adatto, George Andreou y David M. Kennedy los útiles comentarios que han hecho al epílogo de la nueva edición. Katrina Vassallo corrigió el texto del manuscrito con gran profesionalidad y esmero. Le debo asimismo un agradecimiento especial a Ian Malcolm, mi editor en la Harvard University Press, pues fue él quien, a lo largo de los años, me ayudó a desarrollar el concepto de partida para esta nueva edición. Además de un magnífico criterio editorial, Ian posee una asombrosa habilidad para encontrar el equilibrio justo entre orientación y paciencia. Mis hijos Adam y Aaron, dos fuentes de alegría personal para la primera edición, han ejercido tanto de guías como de perspicaces críticos para esta segunda. Estoy en deuda con ellos y, sobre todo, con Kiku. Este libro sigue siendo para ella.
Prefacio a la edición original
A menudo parece como si la filosofía política residiera en algún lugar alejado del mundo real. Los principios son una cosa, la política es otra y ni siquiera nuestros mejores intentos de estar a la altura de nuestros ideales dan pleno resultado, salvo en muy raras ocasiones. La filosofía puede satisfacer nuestras aspiraciones morales, pero en la política se tratan hechos refractarios a la teoría. Sin duda, habrá incluso quien diga que el problema de la democracia estadounidense es que nos tomamos nuestros ideales demasiado en serio, que nuestro celo reformista rebasa el respeto que deberíamos mostrar por la distancia entre la teoría y la práctica.
Pero si la filosofía política es irrealizable en cierto sentido, también es inevitable desde otro punto de vista, pues la filosofía es una habitante original del mundo en que vivimos: nuestras prácticas y nuestras instituciones son, en ese sentido, encarnaciones de la teoría. Difícilmente podríamos describir nuestra vida política ni, menos aún, participar en ella sin recurrir a un lenguaje preñado de teoría: un lenguaje de derechos y deberes, de ciudadanía y libertad, de democracia y leyes. Las instituciones políticas no son simples instrumentos que ponen en práctica ideas concebidas de forma independiente, sino que, en sí mismas, son encarnaciones de unas ideas. Por mucho que nos resistamos a abordar ciertas cuestiones fundamentales, como cuál es el sentido de la justicia o cuál es la naturaleza de la vida buena, no podemos escapar al hecho de que siempre estamos viviendo una u otra respuesta a esas preguntas: vivimos la teoría.
En este libro, exploro la teoría que vivimos ahora, en el Estados Unidos contemporáneo. Me propongo identificar la filosofía política implícita en nuestras prácticas e instituciones, y mostrar cómo sus tensiones afloran en la práctica. Si la teoría no guarda las distancias, sino que habita en el mundo desde el principio, es posible que encontremos precisamente en la teoría que vivimos alguna pista sobre nuestra situación. Prestar atención a la teoría implícita en nuestra vida pública puede ayudarnos a diagnosticar nuestro estado político actual. También podría revelarnos que el dilema en el que se halla la democracia estadounidense no se debe solamente a la brecha entre nuestros ideales y nuestras instituciones, sino que implica asimismo otras brechas abiertas dentro del ámbito de los ideales en sí y dentro de la autoimagen que se refleja en nuestra vida pública.
La primera parte de este libro tomó forma a partir de unas Conferencias de la Fundación Julius Rosenthal de la Facultad de Derecho de la Northwestern University en 1989. Quiero dar las gracias al decano Robert W. Bennett y al profesorado de dicho centro por su calurosa hospitalidad y sus perspicaces preguntas, así como por el permiso que me han dado para incorporar aquellas conferencias a este proyecto más amplio. Han sido igualmente muy provechosas para mí las oportunidades que he tenido de someter varias partes de este libro al escrutinio de profesores y estudiantes de las universidades de Brown, California en Berkeley, Indiana, Nueva York, Oxford, Princeton, Utah y Virginia, así como del Instituto de Ciencias Humanas de Viena, y también de los participantes en diversas sesiones de la Asociación Estadounidense de Ciencia Política, la Asociación de Facultades de Derecho de Estados Unidos, la Sociedad de Filosofía Ética y Jurídica y el Taller de Profesorado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard. Partes de los capítulos 3 y 4 aparecieron, en versiones previas, en las revistas Utah Law Review (n.º 3, 1989, pp. 597-615) y California Law Review (vol. 77, n.º 3, 1989, pp. 521-538), respectivamente.
Quiero agradecer a la Fundación Ford, al Consejo Estadounidense de Sociedades Científicas, al Fondo Nacional para las Humanidades y al Programa de Investigación de Verano de la Facultad de Derecho de Harvard el generoso apoyo económico que me han brindado para investigar y escribir este libro. Mis colegas del Departamento de Ciencia Política y la Facultad de Derecho de Harvard han sido una fuente constante de estimulantes conversaciones sobre los temas del libro. Siento una deuda especial con los estudiantes de doctorado y de derecho de Harvard que asistieron a mi asignatura «Derecho y teoría política. Las tradiciones liberal y republicana», y que sometieron mis argumentos a un vigoroso examen crítico. Les estoy particularmente agradecido a aquellos amigos y amigas que, en diversas fases del proyecto, me han ayudado con sus amplios comentarios escritos sobre una o más partes del manuscrito: Alan Brinkley, Richard Fallon, Bonnie Honig, George Kateb, Stephen Macedo, Jane Mansbridge, Quentin Skinner y Judith Jarvis Thomson. La ayuda en la investigación que me prestaron John Bauer y Russ Muirhead fue mucho más allá de la recogida de información y contribuyó en gran medida a conformar y fijar mejor mis ideas. En la Harvard University Press he tenido la fortuna de trabajar con Ann Hawthorne, que se ocupó de las fases finales de la producción del libro con gran talento y esmero. Lo que más lamento es que mi amiga y colega Judith N. Shklar no haya vivido para ver terminada esta obra. Dita estaba en desacuerdo con mucho de lo que yo quería decir, pero, ya desde mis primeros días en Harvard, fue un manantial de apoyo y de consejos, de alegre y vigorizante camaradería intelectual.
Durante el tiempo que he trabajado en este libro, mis hijos Adam y Aaron han pasado de bebés a chicos mayorcitos. Ellos han hecho que estos años de escritura hayan sido un tiempo de gozo. Por último, este trabajo es un reflejo de lo mucho que he aprendido de mi esposa, Kiku Adatto, una estudiosa de gran talento de la cultura estadounidense. Ella ha hecho más que nadie para mejorar este libro, que le dedico con todo el cariño.
Introducción a la nueva edición
La democracia en peligro
No le está yendo demasiado bien a la vida pública estadounidense. Un presidente derrotado en las urnas incita a una turba indignada a invadir el Capitolio federal en Washington para impedir a través de la violencia que el Congreso confirme los resultados electorales. Tras más de un año de presidencia de Joe Biden, la mayoría de los republicanos continúa pensando que a Donald Trump le robaron las elecciones. En medio de una pandemia que se ha cobrado la vida de más de un millón de estadounidenses, las airadas disputas a propósito de las mascarillas y las vacunas revelan lo polarizados que estamos. Por una parte, la indignación popular por los asesinatos de hombres negros desarmados por parte de la policía ha suscitado una reevaluación nacional del problema de la injusticia racial, pero, al mismo tiempo, varios estados de todo el país aprueban leyes que dificultan el ejercicio del derecho de sufragio de ciertos sectores de la población.
La presidencia de Trump y su rastro de rencor proyectan una negra sombra sobre el futuro de la democracia en Estados Unidos. Pero nuestros problemas cívicos no comenzaron con la llegada al poder del expresidente ni terminaron cuando este salió de la Casa Blanca. Su elección fue un síntoma de la erosión de los lazos sociales y del deterioro de la situación de la democracia.
Hace décadas que la división entre ganadores y perdedores no hace más que agrandarse, y es esa fractura la que envenena nuestra política y nos distancia a unos de otros. Ya en los años ochenta y noventa del siglo pasado, la élite gobernante puso en marcha un proyecto de globalización neoliberal que ha reportado inmensas ganancias para quienes están en la cima, aunque acompañadas de pérdida de empleo y estancamiento salarial para la mayoría de la población trabajadora. Los proponentes de esa política sostenían que los beneficios cosechados por los ganadores podrían usarse para compensar a quienes salieran perdiendo con la globalización. Pero la compensación nunca llegó a producirse realmente. Los ganadores usaron su botín para comprar influencias en las altas esferas y consolidar el lucro acumulado. El Estado dejó de ser un contrapeso de un concentrado poder económico. Tanto demócratas como republicanos procedieron a desregular Wall Street y obtuvieron generosas aportaciones económicas a sus respectivas campañas electorales por ello. Y, cuando la crisis financiera de 2008 llevó al sistema al borde del colapso, no tuvieron reparo en gastar miles de millones de dólares del erario público para rescatar a los bancos, al tiempo que abandonaban a su suerte a los particulares que se habían hipotecado para comprarse una vivienda.
La rabia provocada por el rescate y por la deslocalización de puestos de trabajo hacia países con salarios bajos alimentó la protesta populista a uno y otro lado del espectro político: a la izquierda, el movimiento Occupy y a través de la fuerza con que Bernie Sanders le plantó cara a Hillary Clinton en las primarias de 2016; a la derecha, el movimiento del Tea Party y la posterior elección de Trump.
Parte de los que votaron a Trump lo hicieron por sus apelaciones al racismo. Pero él también se benefició de una ira popular nacida de ciertos agravios legítimos. Tras cuatro décadas de gobierno neoliberal, se habían generado unas desigualdades de renta y riqueza como no se habían visto desde la década de 1920. La movilidad social se estancó. Bajo la incesante presión de las grandes corporaciones empresariales y de sus aliados políticos, los sindicatos entraron en franco declive. La productividad aumentó, pero los trabajadores recibían una participación cada vez más reducida de lo que producían. Las finanzas, por su parte, representaban un porcentaje creciente de los beneficios de las sociedades empresariales, unos beneficios que se invertían menos en nuevas empresas productivas y más en actividad especulativa que poco contribuía a ayudar a la economía real. En vez de enfrentarse directamente a la desigualdad y al estancamiento de los salarios, los partidos mayoritarios instaban a los trabajadores a buscar mejoras en sus vidas por la vía de estudiar para sacarse un título universitario.
Poco hizo la política económica de Trump por la población trabajadora que le apoyó, pero la animadversión del ya expresidente a la élite y a su proyecto globalizador caló muy hondo. Su promesa de construir un muro a lo largo de la frontera con México y de hacer que ese país lo sufragara es un buen ejemplo de ello. Aquella propuesta era ilusionante para su electorado no ya porque este creyera que así se reduciría el número de inmigrantes que competían por sus mismos puestos de trabajo, sino porque aquel muro representaba algo más grande: la reafirmación de la soberanía, el poder y el orgullo nacionales. En un momento en que las fuerzas económicas globales limitaban la afirmación del poder y la voluntad estadounidenses, y en que las identidades multiculturales y cosmopolitas añadían complejidad a las nociones tradicionales del patriotismo y la pertenencia, aquella barrera fronteriza serviría para «que Estados Unidos vuelva a ser grande». Reafirmaría certezas que las porosas fronteras y las identidades fluidas de la era global habían puesto en duda.
En 1996, cuando apareció la primera edición de El descontento democrático, hacía poco que había terminado la Guerra Fría y la versión estadounidense del capitalismo liberal parecía triunfar en el mundo como el único de los dos grandes sistemas que había quedado en pie. El final de la historia y de la ideología parecía llamar a nuestra puerta. El presidente demócrata en el cargo había reducido el déficit federal y se había ganado la confianza de los mercados de deuda. El crecimiento económico iba al alza y el desempleo, a la baja. Y pese a ello, en medio de aquel clima de paz y prosperidad, se advertían bajo la superficie ciertas inquietudes en torno al proyecto de autogobierno colectivo:
Mientras la política contemporánea siga cuestionando la soberanía de los Estados y de los sujetos individuales, es probable que provoque reacciones de aquellos que preferirían desterrar la ambigüedad, blindar fronteras, endurecer la distinción entre autóctonos y foráneos, y prometer un programa político dirigido a «recuperar nuestra cultura y recuperar nuestro país», a fin de «restablecer nuestra soberanía» con la máxima contundencia.[1]
Esa reacción adversa vengativa llegaría dos décadas más tarde. Pero los agravios en los que Trump se apoyó para lograr la elección presidencial no se han aplacado con su presidencia ni con su derrota tras un solo mandato. El descontento democrático persiste. Enconada por la pandemia, el hiperpartidismo, la injusticia racial recalcitrante y la toxicidad de las redes sociales, la insatisfacción es más aguda ahora de lo que lo era un cuarto de siglo atrás: más rencorosa, y letal incluso.
En los años noventa, el descontento adoptaba la forma de unas inquietudes incipientes, una creciente sensación de que estábamos perdiendo el control sobre las fuerzas que gobiernan nuestras vidas y de que se estaba destejiendo la fibra moral de la comunidad. Cuanto más importaba la economía global, menos relevancia tenía el Estado nación, sede tradicional del autogobierno. La escala de la vida económica rebasaba con mucho el alcance de los mecanismos de control democrático.
A medida que el proyecto del autogobierno perdía fuelle, también se iban relajando los vínculos entre los ciudadanos. Las instituciones de gobernanza global difícilmente podían cultivar los puntos de vista compartidos y las obligaciones mutuas que precisa la buena ciudadanía democrática. Las lealtades y solidaridades democráticas se iban erosionando al tiempo que decrecía la relevancia económica de las fronteras nacionales. La élite cualificada que prosperaba con la nueva economía era cada vez más consciente de que compartía más cosas con sus homólogos emprendedores, innovadores y profesionales del resto del mundo que con sus propios conciudadanos. A medida que encontraban nueva mano de obra (y, por ende, nuevo público consumidor) en cualquier rincón del mundo, las empresas se iban haciendo cada vez menos dependientes de los empleados y compradores que tenían más cerca de casa.
Los trabajadores cuyo sostén estaba más ligado a su entorno local tomaron nota. La nueva forma de organización de la actividad económica acentuaba la desigualdad, rebajaba la dignidad del trabajo y devaluaba la identidad y la lealtad nacionales. Para los ganadores, la división política que de verdad importaba ya no era la de izquierda frente a derecha, sino la de abierto frente a cerrado. De quienes cuestionaban los acuerdos de libre comercio, la deslocalización del empleo hacia países con salarios bajos y el flujo sin obstáculos del capital entre países se decía que eran personas de mente estrecha, como si la oposición a la globalización neoliberal estuviera a la par de la intolerancia racial o religiosa. Según esa lógica, el patriotismo parecía un atavismo, un vano intento de huir del mundo abierto y despojado de fricción que se anunciaba próximo, un mero consuelo para los rezagados.
En aquel entonces, me preocupaba que ciertos proyectos transnacionales importantes —acuerdos medioambientales, convenciones de derechos humanos, la Unión Europea— terminaran yéndose a pique por no haber podido cultivar las identidades compartidas ni el compromiso cívico que se necesitaban para sustentarlos. «Las personas no jurarán lealtad a entidades descomunalmente grandes y distantes, por mucha importancia que tengan, a menos que esas instituciones estén conectadas de algún modo a unos ordenamientos políticos que reflejen la identidad de los participantes».[2] Ni siquiera la Unión Europea (UE), «uno de los experimentos de gobernanza supranacional más exitosos, ha conseguido cultivar hasta el momento una identidad europea suficiente para sostener sus mecanismos de integración económica y política».[3]
En 2016, el voto favorable de los británicos a que el Reino Unido abandonara la UE escandalizó a la élite altamente cualificada y metropolitana, como también lo hizo la elección de Trump como presidente estadounidense unos meses más tarde. El Brexit y el muro fronterizo simbolizaban una reacción adversa a un modo de gobierno tecnocrático, guiado por el mercado, que había ocasionado pérdida de empleos, estancamiento de salarios, aumento de la desigualdad y cierta sensación irritante entre la gente trabajadora de que la élite la miraba con menosprecio. Las votaciones favorables al Brexit y a Trump fueron sendos intentos angustiados de reafirmación de la soberanía y el orgullo nacionales.
El murmullo de descontento que se oía bajo la superficie en los años noventa, en pleno apogeo del llamado «Consenso de Washington», había adquirido ahora tonos mucho más cortantes y estridentes, y había dado un vuelco al escenario político principal. Lo que un par de décadas antes eran insinuaciones de que el capitalismo global podía estar desempoderando a ciertos sectores de la población se había convertido en un reconocimiento abierto y contundente de que el sistema estaba amañado a favor de las grandes empresas y de los ricos. Las antiguas inquietudes por la pérdida del sentimiento de comunidad son ahora polarización y desconfianza.
No hay verdadero autogobierno si las instituciones políticas no someten el poder económico al control democrático. Tampoco lo hay si los ciudadanos no se identifican lo bastante los unos con los otros como para considerarse partícipes de un proyecto común. En la actualidad, es dudoso que se dé ninguna de esas dos condiciones.
A un lado y al otro del espectro político, son muchos los estadounidenses que entienden que el Gobierno ha sido secuestrado por poderosos grupos de interés que dejan al ciudadano medio muy poca voz a la hora de decidir cómo gobernarnos. La financiación de las campañas electorales y las hordas de representantes de los lobbies dan a las grandes corporaciones y a las personas ricas poder suficiente para deformar las reglas a su favor. Un puñado de poderosas empresas dominan sectores clave como los de las grandes tecnológicas, las redes sociales, los buscadores de internet, el comercio electrónico, las telecomunicaciones, la banca o las farmacéuticas, entre otros, y destruyen la competencia, impulsan los precios al alza, agudizan la desigualdad y desafían a los controles democráticos.
Entretanto, los estadounidenses se mantienen profundamente divididos. Se recrudecen las guerras culturales sobre el modo de abordar la injusticia racial, qué enseñar a nuestros niños sobre el pasado de nuestro país o qué hacer con la inmigración, la violencia con armas de fuego, el cambio climático, la negativa a ponerse las vacunas de la COVID-19 o la riada de desinformación que, amplificada por las redes sociales, contamina la esfera pública. Los habitantes de los estados «azules» (de mayoría demócrata), o los de los centros metropolitanos, o los que tienen título universitario llevan vidas cada vez más separadas de los habitantes de los estados «rojos» (de mayoría republicana), o de los de las comunidades rurales, o de quienes no han estudiado una carrera. Nos informamos a través de fuentes de noticias diferentes, creemos en realidades distintas y coincidimos con pocas personas que tengan opiniones u orígenes sociales discrepantes de los nuestros.
Esos dos aspectos de nuestra complicada situación actual —es decir, un poder económico que no rinde cuentas democráticas y la arraigada polarización— están interconectados. Y ambos desempoderan la política democrática.
Las guerras culturales son tan conflictivas y tan irresistibles que nos distraen del propósito de colaborar juntos para que el sistema deje de estar tan manipulado. Quienes fomentan e inflaman dichas guerras contribuyen a aislar el orden económico de la potencial acción de unos movimientos reformistas de amplia base social.
No es de extrañar que nuestro discurso público suene hueco. Lo que hoy llaman discurso político es, o bien un cierto lenguaje limitado, tecnocrático, que no inspira a nadie, o bien un enfrentamiento a gritos en el que debatientes partidistas se dedican a denunciar y declamar sin escucharse realmente. El tono estridente, febril, de los informativos de la televisión por cable en Estados Unidos —por no hablar del habitual en las redes sociales— es un ejemplo emblemático de ello.
Para revitalizar la democracia estadounidense, será necesario que sometamos a debate dos cuestiones que la política tecnocrática de las últimas décadas ha tendido a obviar: ¿cómo podemos reconfigurar la economía para que sea susceptible de control democrático?, y ¿cómo podemos reconstruir nuestra vida social para que la polarización se relaje y los estadounidenses seamos ciudadanos democráticos más efectivos?
Puede que los de someter el poder económico a un control democrático y revigorizar la ciudadanía nos parezcan proyectos políticos diferentes. A fin de cuentas, el primero tiene que ver con el poder y las instituciones, mientras que el segundo guarda relación con la identidad y los ideales. Uno de los temas centrales de El descontento democrático, sin embargo, es la interconexión entre esos dos proyectos. Liberar a las instituciones democráticas de su actual ocupación oligárquica pasa por empoderar a los ciudadanos para que se conciban a sí mismos como participantes en una vida pública compartida.
Hoy esa manera de concebirse va claramente contra la corriente. La mayor parte del tiempo nos consideramos menos ciudadanos que consumidores. Cuando nos preocupa la concentración de poder en un puñado de grandes corporaciones empresariales, es sobre todo en referencia a la formación de monopolios que hacen que suban los precios. Depender de las grandes farmacéuticas significa pagar más por fármacos que salvan vidas. Una menor competencia en la banca implica mayores comisiones de mantenimiento por las tarjetas de crédito o las cuentas corrientes. Que haya solo unas pocas grandes aerolíneas supone que tengamos que pagar más por volar a Cincinnati.
Pero «la maldición de lo grande», como Louis D. Brandeis la llamó, no solo es un problema para los consumidores; también lo es para el autogobierno. Cuando la industria farmacéutica es demasiado poderosa, obstruye los intentos de reforma de la sanidad y pone el máximo énfasis en las protecciones a largo plazo de las patentes para prohibir la fabricación de vacunas y medicamentos genéricos, incluso aunque se haya declarado una pandemia. Si los bancos son demasiado grandes y no podemos dejar que quiebren, se dedican a actividades especulativas arriesgadas, pues saben que el contribuyente acudirá a cubrir las pérdidas si sus apuestas salen mal. Y, mientras tanto, tumban las iniciativas dirigidas a regular esa irresponsable conducta suya.
A lo largo de la historia estadounidense, políticos, activistas y reformadores varios han debatido sobre las consecuencias cívicas del gran capital. En sus orígenes, por ejemplo, el antimonopolismo aspiraba a acotar el poder político de las grandes empresas. Evitar la subida de los precios al consumo no estaba entre sus preocupaciones principales. Tras la Segunda Guerra Mundial, esa motivación cívica de las iniciativas antimonopolio perdió fuerza y estas se justificaron cada vez más desde la defensa de los intereses de los consumidores.
Pero, en la actualidad, el auge de las grandes tecnológicas y de las redes sociales viene a recordarnos que la maldición de lo grande no radica solamente en su potencial inflacionista. Facebook es gratis. El daño que causa es un daño a la democracia. Su inmenso y alegal poder permite la injerencia extranjera en nuestras elecciones y la difusión sin filtro (y a una escala sin precedentes) de discursos de odio, teorías de la conspiración, bulos y desinformación. Estas son consecuencias perniciosas en el terreno de lo cívico ya reconocidas hoy en día. Menos evidente, sin embargo, es el efecto corrosivo que tiene en la duración de nuestros periodos de atención. Capturar nuestra atención, recopilar nuestros datos personales y vendérselo todo a anunciantes que nos bombardean a publicidad ajustada a nuestros gustos no solo es una amenaza para nuestra privacidad, sino que también socava esa actitud paciente, de mirada al mundo sin distracciones, que la auténtica deliberación democrática precisa.
No estamos acostumbrados a prestar atención a las consecuencias cívicas del poder económico. Nuestros debates sobre política económica giran, en su mayoría, en torno al crecimiento de la economía y, en menor medida, a la justicia distributiva. Discutimos sobre cómo incrementar el tamaño del pastel total y sobre cómo repartir sus pedazos. Pero esa es una manera demasiado limitada de entender la economía. Presupone de forma equivocada que la finalidad de un sistema económico es maximizar el bienestar de los consumidores. Pero somos algo más que eso: somos también ciudadanos democráticos.
Y, como ciudadanos, nos interesa crear una economía compatible con el proyecto del autogobierno. Eso significa que el poder económico debe estar sometido al control democrático. También exige que todos seamos capaces de ganarnos la vida con dignidad y en condiciones también dignas, que tengamos voz en los asuntos laborales y en los públicos, y que podamos acceder a una educación cívica que cuente con amplia difusión y nos faculte para deliberar sobre el bien común.
La reflexión sobre qué orden económico es el más adecuado para el autogobierno está ciertamente sujeta a controversia. En comparación con otros debates conocidos sobre cómo potenciar el PIB, aumentar el empleo y combatir la inflación, los argumentos relativos a las consecuencias cívicas de la política económica son menos técnicos y más políticos. Yo llamo a esta tradición cívica y más amplia de argumentación económica «la economía política de la ciudadanía».
Esta tradición, aunque eclipsada en décadas recientes, ha dado forma a los términos del discurso público durante buena parte de la historia estadounidense. Invocada a veces en defensa de causas odiosas, ha servido también para inspirar movimientos democráticos radicales de reforma. Uno de los fines de El descontento democrático, tanto de la antigua edición como de la nueva, es analizar si la faceta empoderadora y democrática de nuestra tradición cívica puede ayudarnos a imaginar una alternativa al modo neoliberal y tecnocrático de argumentación económica con el que tan familiarizados estamos en nuestros días.
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La economía política de la ciudadanía
Los tiempos de zozobra nos invitan a evocar los ideales que guían nuestras vidas. Pero eso no es fácil en el Estados Unidos actual. En una época en la que los ideales democráticos flaquean en otros países, es justo preguntarse si no los habremos perdido también aquí, en el nuestro. Nuestra vida pública rezuma insatisfacción. Los estadounidenses no creen que puedan decir mucho sobre cómo se les gobierna y tampoco confían en que el Gobierno haga lo correcto.[1] Y la confianza en nuestros conciudadanos está en caída libre.[2]
Mientras, los partidos políticos se muestran incapaces de entender nuestra situación. Los principales temas de debate nacional —qué alcance debe tener el Estado del bienestar en nuestro país, hasta dónde deben extenderse nuestros derechos y garantías, cuál es el grado adecuado de regulación pública de nuestras vidas— son herencia de debates de tiempos pretéritos. Y no es que sean temas sin importancia, pero no tocan las dos preocupaciones que radican en el corazón mismo del descontento democrático. Una es el miedo a que, individual y colectivamente, estemos perdiendo el control sobre las fuerzas que gobiernan nuestras vidas. La otra es esa sensación de que el tejido moral de la comunidad —familiar, local y nacional— se está descosiendo a nuestro alrededor. Sumados, estos dos temores (a la pérdida del autogobierno y a la erosión de la comunidad) son definitorios de la ansiedad de nuestra época, una ansiedad a la que no se da respuesta (y que ni siquiera se aborda) desde la agenda política actual.
¿Por qué no está preparada la política estadounidense para mitigar este descontento que la invade? La respuesta se encuentra más allá de los debates políticos actuales: en la filosofía pública que les insufla vida, para ser más exactos. Por filosofía pública entiendo la teoría política implícita en nuestra práctica; vendría a ser el conjunto de los supuestos sobre la ciudadanía y la libertad que dan forma a nuestra vida pública. La incapacidad de la política estadounidense contemporánea para hablar de manera convincente sobre autogobierno y comunidad tiene que ver con la filosofía pública que guía nuestras vidas.
Una filosofía pública no es algo que sea fácil de concretar, porque la tenemos constantemente ante nuestros ojos. Constituye el telón de fondo —a menudo ajeno a nuestro pensamiento o reflexión consciente— de nuestra actividad y nuestro discurso políticos. En momentos de normalidad, la filosofía pública puede pasar fácilmente inadvertida para quienes viven conforme a ella. Pero los tiempos difíciles nos obligan a buscar una cierta claridad. Hacen que afloren los principios fundamentales y nos brindan una ocasión propicia para la reflexión crítica.
LIBERTAD LIBERAL Y LIBERTAD REPUBLICANA
La filosofía política que guía nuestras vidas en Estados Unidos es una versión particular de la teoría política liberal. Su idea central es que el Gobierno debe ser neutral entre las opiniones morales y religiosas de sus ciudadanos. Las personas discrepan a propósito de cuál es el mejor modo de vivir y, por ello, el Estado no debe respaldar con leyes una visión particular de la vida buena a costa de otras, sino limitarse simplemente a procurar un marco de derechos que respete a las personas como sujetos libres e independientes, capaces de elegir sus propios valores y fines.[3] Como este liberalismo afirma la prioridad de los procedimientos imparciales sobre los fines particulares, podemos llamar «república procedimental» al tipo de vida pública por él inspirada.[4]
Para caracterizar la filosofía política dominante como una versión de la teoría política liberal, es importante que diferenciemos dos conceptos de liberalismo. En el lenguaje de uso habitual en la política estadounidense, liberalism es sinónimo de progresismo de centroizquierda y, por lo tanto, lo contrario de conservadurismo; es la actitud que caracteriza a quienes están a favor de un Estado del bienestar más generoso y de un mayor grado de igualdad social y económica.[5] Sin embargo, en la historia de la teoría política, el liberalismo tiene un significado diferente y más amplio. En ese sentido histórico, el liberalismo alude a una tradición de pensamiento que pone el acento en la tolerancia y en el respeto a los derechos individuales, y que se extiende desde John Locke e Immanuel Kant hasta John Rawls, pasando por John Stuart Mill. La filosofía pública de la política estadounidense contemporánea es una versión de esa tradición liberal del pensamiento y la mayoría de nuestros debates proceden con arreglo a sus términos.
La idea de que la libertad consiste en la capacidad de decidir nuestros propios fines halla destacada expresión en nuestra política y nuestro derecho. Su uso no se limita únicamente a los liberales progresistas, sino que se extiende también a los conservadores y al conjunto del espectro político estadounidense. Los republicanos sostienen a veces, por ejemplo, que poner impuestos a los ricos para financiar programas de gasto social público es una forma de beneficencia coactiva que viola la libertad de las personas para elegir lo que hacen con su propio dinero. Los demócratas defienden a veces que el Estado debería asegurar un nivel digno de renta, vivienda y salud para todos los ciudadanos basándose en la idea de que quienes sufren el peso de la necesidad económica no tienen verdadera libertad para elegir en otros ámbitos. Aunque los dos bandos discrepan sobre cómo debe actuar el Estado para respetar la libre elección individual, ambos asumen que la libertad consiste en la capacidad de los individuos para seleccionar sus propios valores y fines.
Tan familiar es esta concepción de la libertad que incluso nos parece una característica permanente de la tradición política y constitucional de Estados Unidos. Pero los estadounidenses no siempre entendieron así la libertad. La versión del liberalismo en la que se enmarcan nuestros debates actuales no ha sido la filosofía pública imperante en nuestra tradición hasta fecha relativamente reciente, ya durante la segunda mitad del siglo XX. Su carácter particular y diferenciado se puede apreciar mejor cuando la contrastamos con la otra filosofía pública rival a la que fue desplazando progresivamente, que era, a su vez, una versión particular de la teoría política republicana.
La idea de que la libertad depende de la existencia de un autogobierno compartido es uno de los principios centrales de la teoría republicana. En sí misma, no es una idea incompatible con la libertad liberal. Participar en política puede ser una de las maneras elegidas por las personas para perseguir sus propios fines. Ahora bien, según la teoría política republicana, compartir el autogobierno implica algo más: supone deliberar con nuestros conciudadanos acerca del bien común y contribuir a conformar el destino de la comunidad política. Pero, para deliberar con criterio acerca del bien común, un individuo necesita algo más que saber elegir sus propios bienes y respetar el derecho de los demás a hacer lo propio. Necesita también un conocimiento mínimo de los asuntos públicos, así como cierto sentido de pertenencia, de preocupación por el colectivo, de ligazón moral con la comunidad cuyo destino está en juego. Compartir el autogobierno, pues, obliga a que los ciudadanos posean (o adquieran) ciertas cualidades de carácter personal, ciertas virtudes cívicas. Pero eso significa que la política republicana no puede ser neutral respecto a los valores y los fines de sus ciudadanos. La concepción republicana de la libertad, a diferencia de la liberal, exige una política formativa, es decir, una política que cultive en los ciudadanos aquellas cualidades del carácter personal requeridas por el autogobierno.
¿PARA QUÉ SIRVE UNA ECONOMÍA?
El contraste entre las concepciones liberal y republicana de la libertad nos sugiere la existencia de dos maneras distintas de entender la economía, es decir, dos respuestas diferentes a la pregunta «¿para qué sirve una economía?». La liberal la dio Adam Smith en su tratado La riqueza de las naciones (1776), donde escribió que «el consumo es el único fin y objetivo de toda producción».[6] Ya en el siglo XX, John Maynard Keynes reiteró esa respuesta: «El consumo —para repetir lo evidente— es el único objeto y fin de la actividad económica».[7] La mayoría de los economistas contemporáneos estarían de acuerdo con esa idea.
Pero este que a Keynes le parecía evidente no es el único modo de concebir la finalidad de la economía. Según la tradición republicana, una economía no solo tiene como fin el consumo, sino también el autogobierno. Si la libertad depende de nuestra capacidad de compartir ese autogobierno, la economía debería facultarnos para ser ciudadanos, más que meros consumidores. Esto es importante de cara a cómo debatimos sobre las políticas y los órdenes económicos. Como consumidores, nuestro interés primordial es la producción de la economía: ¿qué nivel de bienestar del consumidor posibilita esta y cómo se distribuye el producto nacional? Como ciudadanos, también nos interesa la estructura de la economía: ¿qué condiciones de trabajo nos permite tener y cómo organiza la actividad productiva?
Desde el punto de vista de la libertad liberal, la cuestión económica principal es el tamaño y la distribución del producto nacional, lo que no deja de ser un reflejo del empeño liberal en que se gobierne de un modo que sea neutral en cuanto a fines. En las sociedades pluralistas, las personas tenemos preferencias y deseos dispares. Maximizar el PIB y distribuirlo equitativamente no implica juicio alguno sobre la valía de esas preferencias y deseos particulares de cada uno, sino que simplemente posibilita que las personas satisfagan esas preferencias y deseos tanto como las circunstancias lo permitan.
Desde el punto de vista de la libertad cívica, sin embargo, una economía nunca puede ser neutral en ese sentido. La organización del trabajo influye en cómo nos consideramos los unos a los otros, en cómo asignamos el reconocimiento y la estima sociales. La organización de la producción y la inversión determina si los ciudadanos tienen verdaderamente voz a la hora de dar forma a las fuerzas que gobiernan sus vidas, tanto en el trabajo como en la política. En ese sentido, la concepción republicana de la libertad es más exigente que la liberal. Una economía abundante y próspera permitiría que los consumidores satisficieran sus preferencias individuales más ampliamente que una economía con un PIB menor. Pero si las condiciones del trabajo en la primera de esas economías fuesen embrutecedoras o degradantes, o si su estructura general escapase a todo control democrático, esta no estaría respondiendo a la aspiración de autogobierno que tan central es para la libertad en su sentido republicano.
Tanto la concepción liberal de la libertad como la republicana han estado presentes a lo largo de toda nuestra tradición política, aunque en proporción e importancia relativa variables. A grandes rasgos, el republicanismo predominó en una fase anterior de la historia estadounidense, y el liberalismo lo ha hecho en otra posterior. Desde mediados del siglo XX, el aspecto cívico (o formativo) de nuestra política ha cedido buena parte de su espacio a un liberalismo que insiste en la neutralidad entre las concepciones de la buena vida.
Esa transición ayuda a explicar nuestra complicada situación política actual. Pese a su atractivo, la visión liberal de la libertad carece de los recursos cívicos necesarios para sustentar el autogobierno. Este defecto la invalida como solución a la sensación de desempoderamiento que aqueja a nuestra vida pública. La filosofía pública conforme a la que vivimos no puede procurarnos la libertad que promete porque no puede inspirar el sentido de comunidad e implicación cívica que la libertad requiere.
El proceso por el que la concepción liberal de la libertad fue desplazando progresivamente a la republicana fue largo y tortuoso. Se inició con los debates entre Jefferson y Hamilton sobre el papel de las finanzas en la vida estadounidense y sobre si este país debía ser una nación industrial o no. También se inscriben en ese proceso los debates de la era del presidente Jackson sobre la banca y las mejoras interiores (o la inversión en «infraestructuras» públicas, por decirlo en nuestro lenguaje actual) financiadas por el Estado, a los que siguieron las explosivas querellas previas a la guerra de Secesión a propósito de la condición moral de la esclavitud y el trabajo asalariado. Ya en la llamada Era Progresista, en un momento en que la industrialización a gran escala estaba forjando una economía nacional, comenzaron a alternarse más los argumentos liberales y republicanos en los debates de aquel momento sobre cómo enfrentarse a los monopolios y al gran capital. Los intentos de someter el poder económico al control democrático también fueron el marco inicial del New Deal, aunque pronto perdieron terreno ante el foco creciente en la gestión de la demanda macroeconómica. Tras la Segunda Guerra Mundial, la economía política de la ciudadanía dejó paso a la economía política del crecimiento. Durante la era de la globalización, la creciente fe en los mercados y el cada vez mayor papel de las finanzas llevaron la veta cívica de la argumentación económica al punto mismo de la extinción. Sin embargo, la frustración popular con los actuales términos hueros y tecnocráticos del discurso público es indicativa de la pervivencia de la vieja aspiración del autogobierno.
La interpretación de la tradición política estadounidense que se expone en estas páginas es un intento de diagnosis de nuestra situación política actual. También pretende reclamar y recuperar ciertas posibilidades e ideales cívicos no desde la nostalgia, sino desde la esperanza de encontrar, a partir de la reflexión, una salida al momento político privatizado y polarizado que vivimos en la actualidad. El relato histórico que ofrezco no nos revelará una edad de oro pasada en la que todo iba bien en la democracia estadounidense. La tradición republicana coexistió con la esclavitud, con la exclusión de las mujeres de la esfera pública, con el sufragio censitario reconocido solo a personas con cierto nivel de patrimonio o con la hostilidad antiinmigrante de los llamados «nativistas e hecho, incluso llegó a facilitar en ocasiones los términos desde los que se defendieron tales prácticas.
Aun así, pese a todos esos episodios oscuros, la tradición republicana, con su énfasis en la comunidad y el autogobierno, puede servirnos de elemento corrector de nuestra empobrecida vida cívica. Traer a nuestra memoria esa concepción republicana de la libertad entendida como autogobierno colectivo puede inducirnos a que nos planteemos preguntas que habíamos olvidado hacernos: ¿qué órdenes económicos son propicios al autogobierno?, ¿cómo puede conectar nuestro discurso político con las convicciones morales y religiosas con las que las personas acuden a la esfera pública (en vez de evitarlas)?, y ¿cómo puede la vida pública de una sociedad pluralista cultivar en sus ciudadanos esa concepción más integral de sí mismos que la implicación cívica requiere? Si la filosofía pública de nuestro tiempo deja poco margen a las consideraciones cívicas, tal vez nos sirva de ayuda recordar cómo debatieron sobre esas cuestiones otras generaciones de estadounidenses, antes de que arraigara la república procedimental.
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Economía y virtud en los primeros tiempos de la república
Comparemos nuestro actual modo de pensar y discutir sobre economía con la forma en que los estadounidenses debatieron sobre su política económica a lo largo de buena parte de nuestra historia. En la política del Estados Unidos contemporáneo, la mayoría de los argumentos económicos giran en torno a dos factores: la prosperidad y la equidad. Cualquiera que sea nuestra política fiscal, propuesta presupuestaria o plan regulativo favorito, lo normal es que lo defendamos alegando que contribuirá al crecimiento económico o que mejorará la distribución de la renta; cada uno sostiene que su política incrementará el tamaño del pastel económico a repartir, o que hará que los pedazos del pastel se distribuyan de manera más equitativa, o ambas cosas.
Estamos tan familiarizados con estas formas de justificar la política económica que tal vez parezca que no hay más alternativas. Pero nuestros debates sobre la política económica no siempre han estado centrados exclusivamente en el tamaño y el reparto del producto nacional. Durante buena parte de la historia estadounidense, también han abordado una cuestión diferente, como es la de qué órdenes económicos son más connaturales al autogobierno. Además de la prosperidad y la equidad, también los efectos cívicos de la política económica han ocupado un espacio destacado en el discurso político estadounidense con bastante frecuencia.
Fue Thomas Jefferson quien dio expresión clásica a esa faceta cívica de la argumentación económica. En sus Notes on the State of Virginia (1787), criticó el desarrollo de una industria autóctona a gran escala porque entendía que el estilo de vida agrario era el que formaba a ciudadanos virtuosos, preparados para el autogobierno. «Quienes trabajan la tierra son el pueblo elegido de Dios», personificaciones de la «verdadera virtud». Los economistas políticos europeos de aquel entonces defendían la conveniencia de que