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Breve historia de nuestro neoliberalismo: Poder y cultura en México
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Libro electrónico316 páginas4 horas

Breve historia de nuestro neoliberalismo: Poder y cultura en México

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«Incluso hoy, cuando al fin gobierna en el país una administración que se declara abiertamenteantineoliberal, el neoliberalismo continúa, inamovible, en el centro: es el estado de las cosas, la obstinada forma del presente.» -De la introducción.
Un fantasma recorre México: el fantasma del neoliberalismo. Todas las fuerzas del actual gobierno han lanzado una cruzada contra ese fantasma: lo ven en las pasadas administraciones -panistas y priistas-, en los medios de comunicación y las ong, en los científicos y la iniciativa privada.
¿Quién, al final del día, no ha sido acusado alguna vez de ser neoliberal?
En este ensayo histórico -riguroso y bien narrado-, Rafael Lemus nos cuenta la vida de este fantasma en territorio mexicano: cómo fue su llegada en los años ochenta, de qué modo consiguió su carta de naturalización, cuáles han sido algunos de sus momentos estelares y quiénes fueron sus primeros valedores. Y lo hace desde una perspectiva poco analizada: la cultural. ¿Qué intelectuales le abrieron la puerta al neoliberalismo? ¿Qué aparatos ideológicos lo arroparon? ¿Qué instituciones culturales (oficiales y privadas) lo difundieron?
En esta trama aparecen Octavio Paz y Vuelta, la exposición México: esplendores de treinta siglos, los diálogos y las danzas con el poder, las revistas Nexos y Letras Libres, las batallas a cielo abierto y los rounds de sombra. Se asoman también el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y Carlos Monsiváis, como dos de los mayores alfiles antineoliberales de aquellos años.
En Breve historia de nuestro neoliberalismo aparecen, en fin, todos los elementos que delinean el rostro actual de nuestro país, y que son indispensables para entender la polarización que vive y el rumbo que está tomando.
IdiomaEspañol
EditorialDEBATE
Fecha de lanzamiento23 abr 2021
ISBN9786073800730
Breve historia de nuestro neoliberalismo: Poder y cultura en México
Autor

Rafael Lemus

Rafael Lemus (Ciudad de México, 1977) es autor del volumen de cuentos Informe (2008) y del ensayo Contra la vida activa (2009), además de coeditor del libro El futuro es hoy: ideas radicales para México (2018). Ha colaborado en numerosas publicaciones nacionales e internacionales, incluyendo El Universal, La Tempestad, Revista de la Universidad de México, The New Inquiry y The New York Times. Sus ensayos han sido incluidos en más de una docena de libros colectivos. Fue cofundador de la revista literariaCuaderno Salmón, secretario de redacción de Letras Libres y cofundador y editor de Horizontal. Es profesor de literatura en California State University, Fresno.

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    Breve historia de nuestro neoliberalismo - Rafael Lemus

    ptitulo

    Introducción

    La era neoliberal

    La historia reciente de México es la historia del neoliberalismo. Desde principios de los años ochenta hasta el día de hoy esa palabra, neoliberalismo, descansa en el centro —y en los márgenes— de la vida pública mexicana. Neoliberal fue, desde luego, el programa económico aplicado por las sucesivas administraciones federales a lo largo de más de tres décadas. Neoliberal, también, la racionalidad política que prevaleció lo mismo en la clase gobernante que entre la mayor parte de los grupos opositores, convencidos unos y otros de las supuestas ventajas de una política tecnocrática, antipopulista, apenas democrática. Neoliberal, además, el proceso de destrucción y transformación social que, en nombre del libre comercio, demolió instituciones y comunidades, precarizó a millones y economizó todos y cada uno de los órdenes de la existencia. Incluso hoy, cuando al fin gobierna en el país una administración que se declara abiertamente antineoliberal, el neoliberalismo continúa, inamovible, en el centro: es el estado de las cosas, la obstinada forma del presente.

    No es posible exagerar la magnitud de la transformación neoliberal de México. El neoliberalismo cambió la fisonomía del país de una vez y para siempre y con la fuerza de apenas otros pocos procesos históricos. Por supuesto, transfiguró las estructuras y dinámicas económicas, agudizando en el camino asimetrías y antagonismos. También transformó al Estado —su capacidad, su lógica, sus responsabilidades— y el pacto social entre el Estado y los ciudadanos. Nada ni nadie en la sociedad mexicana se libró del impacto del terremoto neoliberal: se destruyeron viejos hábitos y relaciones, se crearon nuevos hábitos y relaciones, se renovaron y extremaron los mecanismos de explotación y exclusión que acercan y separan a los mexicanos.

    Una nación, se sabe, no es sólo un territorio azarosamente poblado por cuerpos e instituciones. Es también una comunidad imaginada, una suma de signos y relatos, imágenes y mitos, compartidos por las mujeres y los hombres que cohabitan —diversa, conflictivamente— en ese espacio. También eso transformó el neoliberalismo. A la par de la transfiguración política y económica, el neoliberalis­mo alteró radicalmente el tejido sensible de la nación —y la idea de nación misma—. No es sólo que, a partir de algún momento de los años ochenta, una vasta constelación de funcionarios, empresarios y creadores culturales se haya dado a la tarea de producir nuevas narrativas para acompañar y justificar el giro neoliberal. Es que todos ellos se empeñaron en construir una nueva idea de México, llamada a reemplazar la creada por el régimen posrevolucionario. El pasado y el futuro del país, su pretendida excepcionalidad, su lugar en el mundo, el carácter de la gente que lo habita: todo esto fue disputado, manipulado y transmutado. De eso es de lo que se habla aquí: de la reinvención neoliberal de México.

    *

    No obstante su centralidad, el término neoliberalismo ha corrido con una suerte dispareja en México. Proferido por la izquierda partidista desde finales de la década de los ochenta y popularizado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en los años noventa, ha funcionado menos como una categoría de análisis que como una laxa, imprecisa consigna política disparada una y otra vez contra los go­biernos en turno. En parte por ello ha sido práctica común entre funcionarios e intelectuales —sobre todo entre aquellos que se definen a sí mismos como liberales— afirmar que, debido a su repetido uso proselitista, el vocablo neoliberalismo es vago e inoperante. A veces ellos mismos ofrecen otros términos —vagos e inoperantes— para darle nombre a esta temporada histórica: modernización, liberalización económica, transición a la democracia. La mayor parte de las veces no ofrecen, sin embargo, término alguno, como si esta temporada no tuviera nombre, como si no se tratara de hecho de un periodo acotable y definible sino del natural estado de las cosas. Desde luego que este intento de naturalizar e invisibilizar el neoliberalismo es, ya, neoliberalismo.

    El neoliberalismo, no importa qué tanto lo nieguen los neoliberales, existe, y existe desde hace casi un siglo. A estas alturas hay ya incluso una suerte de relato estándar sobre su formación, hegemonía, expansión y crisis.¹ Formación: el neoliberalismo surge como un programa intelectual en los años treinta y cuarenta del siglo pasado (Coloquio Walter Lippman, 1938; Mont Pelerin Society, 1947), delineado por una serie de economistas (Friedrich Hayek, Ludwig von Mises, George Stigler, Frank Knight, Milton Friedman) ocupados en reformar y reforzar el liberalismo clásico ante la triple amenaza del fascismo, el comunismo y el keynesianismo. Hegemonía: hacia mediados de los años setenta el neoliberalismo, hasta entonces más bien minoritario, se torna dominante en departamentos universitarios (en la Universidad de Chicago, de manera muy relevante), se equipa con nuevos think tanks (The International Center for Economic Policy Studies, por ejemplo), se hace de premios Nobel (Hayek 1974, Friedman 1976), y unos años más tarde asalta el poder con las victorias electorales de Margaret Thatcher en el Reino Unido (1979) y Ronald Reagan en Estados Unidos (1981). Expansión: en los años que siguen, marcados entre otras cosas por la caída de los regímenes comunistas y el aceleramiento del proceso globalizador, la razón neoliberal, ya firmemente alojada en una serie de organismos financieros internacionales, se impone alrededor del mundo, reorganiza las relaciones económicas al interior de las naciones —y entre las naciones— y difunde sus principios mucho más allá del ámbito económico. Crisis: el colapso financiero de 2008, con su brutal secuela de derrumbes nacionales (Islandia, Grecia, Ucrania, Argentina, España…), termina de demoler la ya muy gastada reputación del neoliberalismo a la vez que desata una serie de movimientos políticos y sociales (lo mismo de izquierda que de derecha, socialistas o fascistas) que desafían el orden neoliberal sin apenas fracturarlo. Aquí estamos hoy: después de la crisis, en un momento en que el neolibe­ralismo, ya obvios sus daños y damnificados, se mantiene dominante pero detractado, sin promesa alguna.

    Pero ¿qué es, en rigor, el neoliberalismo? En principio: una teoría económica que —fundada en el presupuesto de que el mercado es el sistema de producción, distribución y comunicación más eficiente— sostiene que la mejor manera de promover el bienestar humano es liberando las capacidades empresariales del individuo y fomentando la propiedad privada y el libre comercio.² También: un paquete de po­líticas económicas que, derivado de aquella hipótesis, prescribe, entre otras cosas, la apertura de las fronteras comerciales, la desregulación de los mercados financieros, la flexibilización de las relaciones laborales, la privatización de empresas estatales y la reducción del gasto público. Del mismo modo y en términos más generales: un proceso de reorganización del capitalismo global que, mediante la severa apli­ca­ción de esas políticas, construye nuevas formas de producción, acumulación y explotación. En el papel, el neoliberalismo desconfía del Estado y aboga por su abatimiento. En los hechos, necesita del Estado a cada paso: para crear y mantener sus propias condiciones de existencia, para abatir las redes de seguridad social del Estado mismo, para dinamitar sindicatos, para precarizar la fuerza de trabajo, para sofocar las alternativas.

    Ahora bien: el neoliberalismo no es sólo una teoría económica y no sólo pretende reorganizar la economía; es una amplia, dispersa constelación de discursos, prácticas y aparatos y aspira a reorganizar todos los órdenes de la existencia. Como notó tempranamente Michel Foucault, eso es justo lo que distingue a la razón neoliberal de la li­beral: su voluntad de totalidad, el impulso de insertar la lógica em­presarial y el principio de la competencia económica en todas y cada una de las relaciones sociales, en todos y cada uno de los rincones de la sociedad, incluido el Estado, sobre todo el Estado, hasta entonces regido por otras dinámicas. De acuerdo con Foucault, son cuatro los axiomas centrales de la razón neoliberal: 1) ya no el intercambio sino la competencia es el principio regulador de la economía; 2) ese principio, antes acotado a los confines del mercado, debe articular a la sociedad entera; 3) la empresa es el modelo básico de toda organización social y política; y 4) el homo economicus, antes que un trabajador o consumidor, es y debe ser un empresario y un empresario de sí mismo.³ Dicho de otro modo: el neoliberalismo, además de una teoría económica, es una racionalidad política y una operación biopolítica. Su escenario de acción es el mercado pero también el Estado y la plaza pública, el dormitorio y el cuerpo de los individuos. Así como reconfigura el capitalismo global mediante políticas macroeconómicas, también transforma la administración pública, la vida cotidiana y la subjetividad de los ciudadanos mediante diversas inter­venciones macro y micropolíticas.

    Como racionalidad política, el neoliberalismo persigue, paradó­ji­camente, el fin de la política. La empresa, ya se vio, se torna el modelo de toda organización social, y el mercado y sus necesidades adquieren primacía sobre todas las demás esferas. Si antes el Estado se regía por una lógica que perseguía ante todo el fortalecimiento del Estado mismo, a partir de los años ochenta empieza a operar bajo un principio que afirma que todo, aun el Estado, debe acotarse y restringirse para permitir el libre juego del mercado. Si antes el Estado vigilaba —con más o menos celo— el funcionamiento del mercado, ahora el mercado vigila el funcionamiento del Estado mediante recursos y criterios como las certificaciones de calidad o la siempre parcial exigencia de "accountability y transparencia".⁴ La potencia mayor, se dice, la fuerza que debe modelar ahora el mundo, es la empresa, y ya no el Estado, cuya función es, debe ser, la mera administración del estado de las cosas. También eso: la razón neoliberal decreta el fin de la política y el imperio de la gobernanza. Subordinado al poder económico, el poder político debe descansar ahora en un grupo de técnicos que, desprovistos de toda pulsión utópica o radical, administren el presente mientras el capital construye o destruye el futuro. Atado el mundo a una sola lógica económica, la democracia no debe ser más un espacio de confrontación entre distintas opciones ideológicas sino un mero mecanismo a través del cual los ciudadanos eligen a los tecnócratas que habrán de asegurarse de que aquella lógica opere al interior de cada país.⁵

    Lo que está en juego al final del día con el neoliberalismo es, como han escrito Pierre Dardot y Christian Laval, la forma misma de nuestra existencia: el modo en que nos entendemos y comportamos, la manera en que nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos.⁶ Es decir: además de imponerse como programa económico y lógica política, la razón neoliberal aspira a diluirse como sentido común en la vida diaria; además de dirigir la acción de los gobernantes, pretende —otra vez palabras de Foucault— conducir la conducta de los gobernados; además de alterar espacios e instituciones, desea moldear la subjetividad de los individuos. Se ha dicho ya: el neoliberalismo inserta la dinámica de la competencia económica en todas las relaciones sociales y hace de la empresa el modelo de toda organización. Debe añadirse: se obstina en producir un sujeto idóneo para esa dinámica, un homo economicus distinto al del liberalismo, ya no el hombre consumidor, y ni siquiera el hombre empresario, sino el hombre-empresa que se concibe a sí mismo como capital —capital humano— que debe ser invertido, arriesgado y maximizado. Para producir ese sujeto, el neoliberalismo aplica, por una parte, una serie de medidas económicas que liberan al individuo de las redes comunitarias y burocráticas que en teoría lo reprimen y, por otra, un repertorio de prácticas (evaluaciones de desempeño, flexibilidad laboral, trabajos freelance, talleres de desarrollo personal, cursos de autoayuda) que mantienen a ese individuo ansioso y ocupado, doblado sobre sí mismo, en todo momento buscando soluciones personales a problemas sistémicos.⁷

    *

    ¿En qué momento empieza la era neoliberal en México? De acuerdo con la versión más mecánica y difundida, el 1º de diciembre de 1982, el día en que José López Portillo abandona, en medio de una severa crisis económica, la presidencia de la República y Miguel de la Madrid Hurtado, acompañado de una nueva generación de políticos y tecnócratas, asume el poder ejecutivo. Según otra versión, un poco antes, a finales de los años setenta, menos por circunstancias internas que por presiones externas, una vez que el gobierno estadounidense, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial deciden condicionar los préstamos y las renegociaciones de la deuda a cambio de una primera serie de reformas de liberalización económica. Finalmente, y de acuerdo con otro relato más, el neoliberalismo no despunta en el país sino hasta finales de los años ochenta, sólo cuando los ajustes estructurales implementados por la administración de De la Madrid han tenido efecto y se inaugura, ya con Carlos Salinas de Gortari en la presidencia, la etapa de las reformas institucionales así como las negociaciones para la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá.

    Lo cierto es que el giro neoliberal no sucede de pronto, en un instante, como un abrupto cambio de paradigma económico y político. Lo mismo en México que en el resto del mundo, la hegemonía neoliberal se construye gradual y conflictivamente, ajustándose a las circunstancias particulares de cada sitio y mediante la acción de un amplio número de sujetos locales e internacionales que se encuentran e identifican como grupo en el camino. Dicho de otra manera: el pro­ceso de reconversión neoliberal es el mismo en todas partes y en todas partes es distinto. Aquí y allá se repiten los objetivos, las medidas económicas, la ofensiva contra el aparato de seguridad social, la resistencia de numerosos grupos, la final victoria y dispersión de la razón neoliberal. Aquí y allá cambian los actores, la intensidad del conflicto, la rapidez y apertura del giro.

    Son cuatro, por lo menos, las peculiaridades decisivas del giro neoliberal en México.

    Primero y por encima de todo: el mismo régimen que años antes celebraba y practicaba un modelo de desarrollo estatista es el encargado de operar la reconversión neoliberal del país. En otras muchas partes el vuelco neoliberal es antecedido por una ruptura política —un golpe de Estado, un cambio de partido en el poder— que funda un nuevo gobierno, más o menos desprendido de las prácticas y discursos populistas del gobierno anterior. No así en México. En el país el proceso de neoliberalización es puesto en marcha, y dirigido durante las primeras dos décadas, por el mismo partido político —el PRI, claro— que gestionaba el modelo económico anterior. En vez de ruptura, hay una suerte de tensa continuidad: se mantiene en el poder el mismo partido, pero en su interior emerge una nueva generación de tecnócratas que aparta a la vieja clase política no tanto del Estado o del partido como de los puestos desde los cuales se dirige la economía. En lugar de cambio de régimen, una escisión: ya en 1987 un grupo de los nacionalistas desplazados abandona el partido y se suma al bando opositor.

    Segundo: durante los primeros años el giro neoliberal encuentra menos resistencia en México que en otros muchos países de Europa y América Latina. Allá las políticas de liberalización económica son una y otra vez enfrentadas por la organizada oposición de sindicatos, intelectuales y organizaciones sociales. En México el giro neoliberal se pacta. Aprovechando los mecanismos de control construidos du­rante décadas, el régimen sienta en la misma mesa a empresarios, líderes sindicales y organizaciones civiles y acuerda con ellos las primeras series de reformas económicas. Desde luego esto no suprime del todo el conflicto social: tan sólo lo pospone unos años, hasta 1994, cuando explotará con la imparable violencia de aquello que ha sido reprimido.

    Tercero: al igual que los demás gobiernos que dirigen en otras naciones el giro neoliberal, el régimen mexicano debe construir un relato que acompañe sus políticas de liberalización económica, pero ese relato debe cumplir aquí con una suerte particular: debe exponer nuevos enunciados e imaginarios sin romper con la narrativa anterior. De modo más preciso: debe construir —tanto para consumo de los mexicanos como de los extranjeros— la imagen de una nación abierta y global, híbrida y lista para ser consumida, al tiempo que debe continuar reproduciendo figuras y temas del pétreo relato nacionalista-revolucionario que todavía surte de legitimidad al régimen. En cierto sentido, se trata menos de crear una nueva narrativa que de reconfigurar la ya existente, menos de construir nuevas piezas que de curar de otra manera el archivo posrevolucionario. En esta tarea —ya se verá con detalle— el gobierno contará una y otra vez con la asistencia de distintos grupos intelectuales y hará repetido uso del aparato cultural, el cual —otra singularidad del caso mexicano— es refundado y robustecido (Conaculta, Fonca, Canal 22) en el momento mismo en que otras muchas instituciones son desolladas.

    Cuarto: el neoliberalismo, está claro, discurre sin pausa alguna en México. A diferencia de lo que ocurre en otros países de América Latina, donde el dominio neoliberal es interrumpido o al menos en­torpecido por la emergencia de gobiernos populistas de izquierda, en México el neoliberalismo impera ininterrumpidamente por más de tres décadas, desde el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) hasta, por lo menos, el de Enrique Peña Nieto (2012-2018), incluyendo los 12 años de administración panista (Vicente Fox Quesada, 2000-2006, y Felipe Calderón Hinojosa, 2006-2012). Lejos de atemperarse en el camino, se conserva firme y dogmático, y aun se intensifica, apun­tándose en los últimos años algunas de sus victorias más sonadas: la reforma laboral (2012), la reforma educativa (2013), la apertura del sector energético a la inversión extranjera (2013).

    *

    La era neoliberal en México no ha sido, sin embargo, una era de continua hegemonía. El año de 1994 —con la inesperada irrupción del EZLN, el asesinato del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio y la severa crisis económica que se desata en sus últimos días— parte en dos la trama del neoliberalismo mexicano. Hay un antes y un después de 1994: un antes hegemónico y un después poshegemónico. El 1º de diciembre de 2018 es otro corte: el tropezado arranque de la incierta etapa posneoliberal.

    La primera etapa del neoliberalismo mexicano va, entonces, de principios de los años ochenta a 1994 y es su etapa de plena hegemonía. Son los años de formación, consolidación y expansión de la razón neoliberal en todos los órdenes del país. En el plano económico, lo ya mencionado: reformas estructurales, apertura comercial, privatización de empresas públicas, reconstrucción de la élite económica, formación de nuevos circuitos de producción y acumulación. En el plano político: las primeras reformas electorales, el ascenso de la nueva tecnocracia y el incipiente discurso de la transición democrática. Lo central aquí es que todos esos procesos —sin importar su severidad o pertinencia— ocurren con un alto grado de consentimiento popular. Desde luego que no hay consenso, y en el camino se inauguran nuevas zonas de desacuerdo y conflicto, pero en esos primeros años es indiscutible la capacidad de las élites políticas y empresariales para producir consentimiento en torno a su proyecto de liberalización económica. No es sólo que el modelo de desarrollo anterior haya caído en descrédito con la crisis del 82; es que el nuevo modelo se acompaña de efectivas narrativas de legitimación que a la vez activan periodos y figuras de la historia mexicana (la Colonia, el liberalismo del siglo XIX, Madero) y traducen en términos empresariales el discurso libertario de, por ejemplo, la generación del 68. Piénsese en las campañas publicitarias del programa Solidaridad, en el relato salinista del liberalismo social o en la megaexposición Mexico: Splendors of Thirty Centuries. Piénsese, también, en esa profusión de productos mercantiles y culturales (libros de superación personal, manuales de management y liderazgo, comedias románticas, literatura light) que de pronto coinciden en la tarea de producir subjetividades empresariales listas para actuar (y fracasar) en el nuevo escenario económico.⁹ Es tan firme el avance de la razón neoliberal en estos años que todo lo moldea, incluyendo a la mayor parte de los grupos que aseguran combatirla.¹⁰

    La segunda etapa transcurre entre 1994 y el 1º de diciembre de 2018 y es la etapa del neoliberalismo poshegemónico. Aquí las políticas neoliberales se aplican ya sin el consentimiento activo de la ma­yoría de los ciudadanos, a veces sin siquiera el acompañamiento de un discurso ideológico que pretenda justificarlas y en todo momento ante la creciente oposición de vastos sectores de la población. Ocurre que, tras la crisis política y financiera de 1994, que se extiende y agudiza durante los siguientes años, el neoliberalismo pierde de una vez y para siempre su promesa económica y se revela, por encima de cualquier otra cosa, como un mecanismo de despojo y acumulación. Ocurre también que, a partir de 1994, el gobierno federal —ahora priista, ahora panista— no puede regular más el conflicto social de la manera que había venido haciéndolo y mucho menos generar el apoyo popular que en algún momento produjo. Las administraciones que siguen a la de Salinas de Gortari apenas si intentan empujar ya, de hecho, un relato particular sobre la nación.¹¹ Antes que de nación, se habla cada vez con mayor frecuencia de economía, y las políticas y reformas económicas son promovidas menos por sus potenciales ventajas que por su supuesta inevitabilidad. Más aún: abandonada toda expectativa de producir hegemonía, y permanentemente impugnado, el Estado comienza a avanzar su agenda

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