El Dios celoso: Monogamias. Monoteísmos. Monopolios
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«Solo puede quedar uno» es el mantra cuyo eco resuena en cada página de El Dios celoso, un ensayo que plantea un análisis literario de la monogamia; aborda una aproximación filosófica al devenir de la fe; y despliega una lúcida lectura de cómo los monstruos del capitalismo contemporáneo están embebidos de la fantasía de convertirse en genios raros, solitarios, únicos.
El siempre punzante y pertinente Antonio J. Rodríguez plantea un recorrido por distintas mitologías occidentales que retratan el deseo del ser humano de trascender sus propios límites. Finalmente, el genio creativo, el amor romántico o el monopolio capitalista aparecen aquí trenzados como diferentes figuras de una misma tradición, que radica en el imaginario religioso: «Todo el amor para un único ser».
La crítica ha dicho:
«Existe un match entre Dios, los clásicos, el mercado y la educación sentimental que aprendimos a tejer en Internet. El match es este libro: una forma de entender que nuestros sentimientos los inventaron mucho antes de que diéramos nuestro primer like».
Nuria Labari
«Incluso para los más ortodoxos, una lectura fascinante de la relación dramática entre lo humano y la divinidad».
Ignacio Peyró
«Un ensayo escrito por un autor treintañero que se atreve a emplear -sin beatería, pero sin ironía ni complejos, poniéndolas en juego- las palabras Dios, amor, religión, alma, deseo, dinero, capitalismo».
Ignacio Echevarría
«Un despliegue de erudición que llega al papel con aplomo y mucha gracia. Apabullante en su persecución monomaníaca. Un trabajo lleno de incitaciones a pensar y a repensar».
Gonzalo Torné
Antonio J. Rodríguez
Antonio J. Rodríguez (1987) es escritor. Sus últimos libros son la novela Candidato (Random House, 2018) y el ensayo La nueva masculinidad de siempre (Anagrama, 2020). Durante más de cinco años ejerció como editor jefe de PlayGround y también fue coeditor del sello literario Caballo de Troya. Ha trabajado como periodista, director creativo y consultor de comunicación. Actualmente es socio fundador y director editorial de rrefugio., despacho de creatividad dedicado a las industrias culturales.
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El Dios celoso - Antonio J. Rodríguez
Solo puede quedar uno. Aunque es habitual referir nuestra época como un tiempo de competitividad exacerbada, lo cierto es que nuestra civilización ha sido construida sobre un lenguaje que aviva la aspiración y la fantasía del sujeto único. Partiendo de un pasaje del libro del Éxodo, El Dios celoso plantea un recorrido por distintas mitologías occidentales que tratan el deseo del ser humano por trascender sus propios límites y elevarse sobre el resto de la especie. El genio creativo, el amor romántico o el monopolio capitalista aparecen aquí como figuras de una misma tradición, radicada en el imaginario religioso: todo el amor para un único ser. De la Epopeya de Gilgamesh a la lista Forbes, el presente ensayo combina técnicas del periodismo narrativo y del ensayo humanista para tratar de despejar algunas incógnitas acerca de la figura del Dios celoso, origen de gran parte de los pesares, pero también de la dicha, del ser humano.
A Ulises y Natalia; a Pepa y Antonio
Dios les dijo a los israelitas: «Yo soy el Dios de Israel. Yo los saqué de Egipto, donde eran esclavos. No tengan otros dioses aparte de mí. No hagan ídolos ni imágenes de nada que esté en el cielo, en la tierra o en lo profundo del mar. No se arrodillen ante ellos ni hagan cultos en su honor. Yo soy el Dios de Israel, y soy un Dios celoso. Yo castigo a los hijos, nietos y bisnietos de quienes me odian, pero trato con bondad a todos los descendientes de los que me aman y cumplen mis mandamientos».[1]
1
EL FUEGO DEL AMOR ES UNA LLAMA QUE DIOS MISMO HA ENCENDIDO
Cantar de los Cantares
CREER EN DIOS; CREERSE DIOS
Contra la pérdida, el desconocimiento o la angustia, balsámico es leer. Incluso si la metáfora curativa no resulta bienvenida en los círculos intelectuales, el consuelo figura entre las más apreciadas utilidades de la literatura. Tanto da si hablamos de ficción o no ficción. Leemos para dar forma a lo que no entendemos, y escribimos exactamente por la misma razón. De algún modo, un libro es un espacio al que van a parar quienes están siendo atravesados por un mismo desasosiego. En cuanto a la inquietud que impulsa estas líneas, se trata, de hecho, del propio origen de la inquietud. ¿Por qué duele la pérdida? ¿A qué debemos la envidia; los celos; la avaricia? ¿Sí son estos sentimientos naturales…?
Antes de encontrar el hilo que guiaba al Dios celoso, hubo una intuición: casi todo lo doloroso para el espíritu nace de la falta de correspondencia. Si nuestro trabajo no es valorado por aquellos a quienes lo consagramos, nuestra integridad se tambalea. Ocurre igual en el plano de las relaciones amorosas o amistosas: sin la aprobación de quienes creemos valiosos, nuestro ser se vuelve brumoso y pesado. El luto, en efecto, constata lo que se ha roto para siempre y no volverá: aquello que nos hace sentir eternamente no correspondidos. Especialmente hoy, tal inquietud del ser no correspondido muta en consecuencias mórbidas, cuando la realización del individuo se ha convertido en la ocupación de algún tipo de centro; centro que necesariamente desplaza a los demás.
Un adagio fácil al problema de la correspondencia habría sido el señalamiento de la economía, que nos vuelve competitivos y brutales; monopolísticos y codiciosos; narcisistas e inseguros… Todo lo malo que nos pasa se lo deberíamos al capitalismo, que además nos somete, en tanto que cómplices de una estructura depredadora: aun cuando nos disgusta, sobrevivirla exige aceptar sus reglas. Por tanto, sobrevivir implicaría hacerle la guerra al otro permanentemente. Obtener un puesto de trabajo, pero también contar con una cierta plenitud sentimental, nos arrastra a una visión pesimista de nuestros pares: el hombre es un lobo para el hombre. Esta es, en cambio, una máxima acuñada siglos antes de lo que hoy nombramos capitalismo. Donde estamos, ya estuvimos.
De aquí deduciríamos una primera idea sobre la que este texto se construye: no hemos llegado a este lugar por arte de magia. Más bien, somos el cañaveral al cual van a parar las aguas de los siglos. Segunda tesis: la economía nunca es un ente independiente, al margen de inocentes áreas de la conciencia humana, cultivadas libremente o a la contra. La conciencia construye el pensamiento económico, y viceversa. Todo es una misma cosa, enredada como la hiedra que envuelve un mármol. O por decirlo de otro modo: para entender la magnitud de la violencia que nos envuelve, importan tanto las guerras comerciales como algunos de los poemas con más presencia en la conciencia histórica. En el dinero y las humanidades, el Uno importa mucho.
Ante todo, el Dios celoso es un ser mitológico que aspira a concentrar la admiración. Como figura ficticia, primero hallada en el Éxodo, no nace ex nihilo: si echa raíces con la fuerza con que lo hace solo es porque su sombra interpela a una multitud; recoge sus anhelos. El Dios celoso es sinónimo de Uno. Es él quien recibe el cariño devoto de una persona o de una multitud. Su figura empequeñece a las demás.
Incluso si no creemos, el lenguaje metafórico de la religión anega nuestro sentir. Saberse querido, de hecho, es sinónimo de completitud: nos hace sentir poderosos; a veces, todopoderosos. Saberse querido es algo que puede ocurrir en el plano íntimo, pero también en una dimensión pública, creativa o profesional: las compañías mejor valoradas no solo son aquellas que liquidaron a su competencia, sino también las más necesitadas en las vidas de los consumidores; al igual, las obras de arte que permanecen en el tiempo son aquellas que devoran a las nuevas. Ahora: si los momentos de realización ocurren en la correspondencia, la luz se apaga si la reciprocidad desaparece. De la omnipotencia pasamos a la insignificancia; y de la fantasía de Dios, que de la nada hizo todo, volvemos, otra vez, a la nada.
En uno de los primeros momentos de la Epopeya de Gilgamesh, considerada la obra literaria más antigua del mundo, el rey envía a una prostituta llamada Shamhat a por Enkidu, un ser creado para enfrentarse a la tiranía de Gilgamesh. La prostituta le engaña con la siguiente frase: «Eres hermoso, Enkidu, eres igual que un dios». De la tensión entre Dios y el ser humano hablan también las primeras líneas del Génesis: «Y Dios creó al hombre a su imagen. Lo creó a imagen de Dios».[2] En la mitología grecolatina, Prometeo es considerado un benefactor de la humanidad al robar el fuego de los dioses y ponerlo al servicio de la multitud.
De estos tres relatos deducimos que tensa es la relación de los seres humanos con los dioses: en su figura literaria, encontramos un espejo, pero de ella también nos separa un foso impracticable. A Dios lo inventamos como fuente de consuelo, precisamente: cuando todo va mal, nos abraza. En paralelo, también es una aspiración. Como ejemplo moral que se supone que es, debemos parecernos a su significado; es decir, debemos representarlo; serlo. Como sea, jugar a ser Dios, como jugar al fuego de Prometeo, se asocia al desastre. La gloria o la ruina. En el amor y en la guerra, en las artes y en las empresas, el ser humano lleva siglos tratando de emular a Dios, y tal vez por eso estamos donde estamos. O como leímos en la Eneida, pero también en el reverso del dólar, annuit coeptis. «Júpiter todopoderoso, aprueba esta audaz empresa». Adelante.
LA FE EN LA FICCIÓN
Hay un momento muy bello en la infancia, que en realidad podría considerarse como uno de los primeros instantes en los que el niño deja de ser niño, donde el sujeto experimenta su primera gran crisis de fe, y entonces interpreta su creencia. Es cuando el niño sospecha de la verosimilitud de que magos de Oriente distribuyan oropeles por millones de casas en unas pocas horas, en correspondencia con el nacimiento de Jesús. Voces tentadoras como la serpiente le precipitan a la duda: Los reyes son… Pero el niño sigue la corriente. Como sea, la aguja de su fe se tensa del lado del No. No puede ser cierto. Pero, si no es verdad que la magia existe, hay gente amada construyendo una ficción para que lo parezca. Negarles la magia constituiría una decepción. Una mezcla de interés propio y deferencia por el trabajo ajeno lleva al niño a seguir el juego hasta el final. La crisis de fe aterriza en la aceptación de la naturaleza lúdica del teatro.
Si la magia no existe, la simulamos.
Pues es bella.
El mundo gira en torno al crédito. Constantemente, usted debe de creer en un montón de cosas cuya certeza es discutible, y que comprenden desde el amor de su familia a su entidad bancaria. Lo hace porque solo así la vida funciona. La ausencia de crédito conduce al más hondo de los abismos. Lo normal, de hecho, es zigzaguear entre la creencia y la crisis de fe: si el ser humano tiene la capacidad de crear ficciones se debe a que también tiene la capacidad de creer en ellas. Solo las bestias no creen.
En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Aquí uno de los enunciados bíblicos más famosos y repetidos. Recogido en el Evangelio de Juan, la expresión no es ninguna metáfora, alegoría o comparación: se trata de una verdad incontestable, incluso para los no creyentes. Dios es lenguaje; el lenguaje es Dios. Dios es palabra. Asidero. Una construcción contra el sinsentido de la vida, o contra el absurdo de la existencia, a la manera en que Camus entiende este término: «Es absurdo
—leemos en El mito de Sísifo— quiere decir es imposible
, pero también es contradictorio
».[3] Las más de las veces, la vida es absurda, imposible y contradictoria, y justo en ese vacío nace la necesidad de creer.
Todo lo que ama, antes o después, desaparecerá.
La gente en quien confía le traicionará, o, por lo menos, le hará sentirse traicionado.
Tarde o temprano, sufrirá un fracaso de diluvianas proporciones que le llevará a creer que vivir es absurdo…
Y si hasta los padres de la Iglesia dudan de la existencia de Dios, ¿cómo no iba usted a dudar de la propia validez de su vida? Llegados acá, es momento de compartirle una creencia impopular.
Solo hay una cosa peor que los predicadores de la fe, y son los predicadores del ateísmo, pues ignoran que, a excepción de los fanáticos, todo aquel que cree duda de lo que cree. Además, ignoran que ellos también creen. En Dios no es bueno, Christopher Hitchens afirma: «No somos inmunes al reclamo de lo maravilloso, del misterio y el sobrecogimiento: tenemos la música, el arte y la literatura, y nos parece que Shakespeare, Tolstoi, Schiller, Dostoievski y George Eliot plantean mejor los dilemas éticos importantes que los cuentos morales mitológicos de los libros sagrados».[4] Sustituir la religión por la literatura, como hace aquí el talento ilustrado de Hitchens, es justamente eso: hacer de la literatura una religión. La afirmación de que el alma humana alcanza su completitud en Shakespeare es de una naturaleza mitológica. Al leer —y desde luego al leer ficciones—, nos comportamos como el niño-adulto que representa la magia de la Navidad: toleramos un relato como parte de nuestra realidad; aceptamos que el entendimiento de la realidad venga dado por la ficción; habitamos un limbo entre el mito y la realidad, y a veces también entre la duda y la certeza. Por tanto:
Si todo creyente lo es de una ficción, y si cualquier ateo acaba creyendo en algún mito, ¿es posible arreglar este nudo gordiano?
Mi aproximación al problema viene dada por lo que en adelante llamaré ficcionalismo, es decir, la fe en la ficción. Esto es, la constatación de que las ficciones son portadoras de verdad, lo cual no tiene nada que ver con lo que podríamos considerar como una creencia irónica. Al contrario. Si acaso, sí entenderemos lo bueno, lo bello y lo verdadero como un todo o una trinidad filosófica: lo que es bello es verdadero; lo que es bueno es bello; lo verdadero es bueno… Y así.
A diferencia del ateo, que no cree, o del agnóstico, que duda de su creencia, la fe en la ficción consiste en abrazar la verdad de todas las ficciones en tanto que mitos. Desde cierto ángulo, habrá quien la considere una herejía. Ahora bien, así como muchos libros de la tradición abrahámica son dotados de pasajes de una belleza inaudita («Y se abrió la reja del Este, desde donde fluye la luz», leemos en el Zohar…), lo mismo ocurre con sistemas de creencias casi contrarios: «Dicen que hay un árbol eterno con las raíces en el cielo y cuyas ramas crecen hacia abajo —dijo Krisna—. Sus hojas son los cantos védicos. Quien lo conoce, conoce el veda». Aquí, Bhagavadgita.
Hablando de tradiciones dispares, mucha gente disfruta de eso que conocemos como historias de sectas. Les hace reconocerse como personas cultas y críticas, frente a la sinrazón de los monstruos. Sin embargo, el menosprecio a la secta omite la imposibilidad de escapar a ella: tarde o temprano, todos acabamos formando parte de alguna comunidad que sigue sus propios credos. Un buen ejemplo de ello es la historia de Rajnishpuram, la comuna convocada en los años ochenta del siglo XX por el gurú espiritual más tarde conocido como Osho. Resumen: en el condado de Wasco, en Oregón, Estados Unidos, un grupo de fieles interesados en el sincretismo espiritual y la libertad sexual se instala en un rancho, y así aviva el miedo de la comunidad local, que ve a la comuna como una amenaza a sus costumbres e ideales. A diferencia de los conflictos migratorios con que nos acostumbran los relatos mediáticos, el migrante aquí se trata en sus inicios de un sujeto intelectual, aparentemente más avanzado y desarrollado, que rivaliza con la moral conservadora de las localidades del condado. Las imágenes sexuales y los desnudos contribuyen a crear un mito de barbarie alrededor de la comuna. Sin embargo, los valores cristianos que rigen el condado también fueron una vez asociados a los de la secta: en La ciudad de Dios, san Agustín desarrolla toda una apología del cristianismo contra la ciudad pagana de los romanos. Quizá ninguna obra expresa mejor que la del santo el maniqueísmo que atraviesa cualquier confrontación de creencias: «De ahí —escribe Agustín— que en la misma aflicción los malos maldicen a Dios y blasfeman, los buenos en cambio le suplican y alaban».[5]
¿Quién es su Dios?
¿A qué lado de la muralla de la ciudad de Dios se encuentra usted?
¿Y qué alegórico sentido tiene este Dios de san Agustín?…
Dios es igual a nuestras creencias.
La humanidad es lenguaje, y como tal una creencia en unos signos a los que otorgamos un valor. Hay quien dice que, si trabajas duro, la vida te recompensará, lo cual no es cierto: a veces la enfermedad nos quiebra, el destino no acompaña o el contexto es impracticable… Los propios votos matrimoniales admiten ser considerados como una demostración de pensamiento fundamentalista: si mira alrededor, encontrará a mucha gente forjando un relato de sus vidas íntimas donde la duda no ocupa lugar. La gente no va por ahí diciendo que no está segura de querer al cien por cien todo el rato a las personas con las que se ha comprometido. No hay lugar para la crisis de fe aquí. Raro, ¿no? Como sea, no quisiera que esto se entendiera como un ataque a la gente que cree. Creer es legítimo. Creer es necesario. Precisamente, lo que quiero decir es que la fe, invisible y poderosa como Dios, lo anega todo. Lo verdaderamente complicado es la elección de las creencias y sus compatibilidades.
Conciliando así la Ilustración con la edad mitológica, mi propuesta no puede ser otra que invitarle a leer literatura como si fuera una religión, y a leer la religión como lo que es: una ficción; un mito. Lo crea o no, usted también cree. Y, como todo creyente razonable, usted duda de sus creencias. De la herida de la duda nace el miedo. Y contra el miedo no hay mejor arma que el logos.
Y JEHOVÁ DIOS CREÓ LA PROPIEDAD
Hablando de mitologías: mucho antes de las religiones abrahámicas, el concepto de monogamia destacaba por su insignificancia. En relación con las costumbres amorosas de otros animales, el ser humano contemporáneo guarda un vínculo más estrecho con el pingüino saltarrocas, monógamo por supervivencia, que con otros homínidos, para los que la exclusividad sexual no existe. Aunque los seres humanos anatómicamente modernos llevan sobre la Tierra alrededor de doscientos mil años, la familia, tal como la conocemos hoy, apareció hace diez mil años, con el descubrimiento de la agricultura. Antes, los seres humanos vivían en grupos de cazadores-recolectores, que no solo compartían sus hallazgos, sino que exigían que esos hallazgos fueran