Los olvidados: Una tragedia americana en la Rusia de Stalin
Por Tim Tzouliadis
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En la década de 1930, la Gran Depresión golpea ferozmente a Estados Unidos y miles de jóvenes sin empleo, defraudados por el sueño americano, que ya no ofrece riqueza ni prosperidad, emigran a la Unión Soviética, el paraíso de los trabajadores, en busca de una oportunidad y de un sueño de signo contrario: el socialismo. Sin embargo, la promesa de un futuro mejor pronto se desmorona al comprobar las duras condiciones en las que han de vivir, y muchos de ellos quieren regresar. Es entonces cuando descubren toda la verdad: han perdido la nacionalidad estadounidense y con ella cualquier posibilidad de retorno. Atrapados en el terror estalinista y olvidados por su país de origen, la mayoría de ellos perecerán en la helada estepa rusa, víctimas de la represión y de los campos de reeducación, extenuados por el frío, el hambre y los trabajos forzados.
Fruto de años de investigación en archivos internacionales, Los olvidados constituye una extraordinaria aportación a la historia de las barbaries del siglo XX, al tiempo que contribuye a una mejor comprensión de cuestiones eternas como la culpa y la inocencia que aún hoy nos acosan.
La crítica ha dicho...
«Notable relato de las vidas de los extranjeros que trabajaron, padecieron y finalmente murieron en la Unión Soviética. La sombría naturaleza del material no consigue acallar la maravillosa voz narrativa de Tzouliadis.»
Noel Malcolm, Telegraph
«Tzouliadis ha revelado una historia que estadounidenses y soviéticos preferirían olvidar.»
Virginia Rounding, The Independent
«La lectura de este libro abrirá sus ojos con toda seguridad.»
Richard Pipes, The Sun
«Tzouliadis conecta brillantemente la alta política con el sufrimiento de personas inocentes añadiendo detalles devastadores.»
George Walden, The Observer
«Arroja nueva luz sobre un viejo tema, el de la Rusia estalinista, de manera convincente. Y tiene algo verdaderamente inusual en un libro de historia: es totalmente absorbente.»
Paul Lay, presidente del jurado del Premio Longman - History Today
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Los olvidados - Tim Tzouliadis
Los olvidados
Tim Tzouliadis
Traducción de
Juan Manuel Ibeas
018www.megustaleer.com
A los inocentes que perdieron la vida,
de cualquier nacionalidad
1
Los Joad de Rusia
Hay mucho que decir sobre la Rusia soviética. Es un mundo nuevo que explorar, los estadounidenses no saben casi nada de él. Pero la historia se filtra e incita al heroísmo. Mientras la bandera roja ondee sobre el Kremlin, hay esperanza en el mundo. Hay algo en el aire de la Rusia soviética que ya palpitaba en el aire de la Atenas de Pericles, la Inglaterra de Shakespeare, la Francia de Danton, la América de Walt Whitman... Este es el primer hombre aprendiendo a pensar con sufrimiento y alegría. ¿En qué otro sitio del mundo hay esperanza?
New Masses, noviembre de 1926
Su historia comienza con una fotografía de un equipo de béisbol. El año es 1934 y la foto es en blanco y negro. Dos hileras de hombres jóvenes posan para la cámara: una de pie y la otra agachada, con los brazos sobre los hombros de los demás. Tienen poco más o poco menos de veinte años, sanos a más no poder. Parecen ser amiguísimos. Conocemos muchos, si no todos sus nombres: Arnold Preedin, Arthur Abolin, Eugene Peterson, Leo Feinstein, Victor Herman, Leo Herman, Benny Grondon... los nombres en sí tienen poca importancia, ya que no se trata de celebridades, ni de hijos o nietos de famosos. Proceden de familias trabajadoras normales de todo Estados Unidos: Detroit, Boston, Nueva York, San Francisco y el Medio Oeste. Esperando al sol, su aspecto es como el de cualquier otro equipo de béisbol, excepto, tal vez, por las letras rusas en sus uniformes.¹
A primera vista, parecen un solo equipo, pero en realidad son dos. En esta ocasión, podemos saber por sus uniformes que el Club de Trabajadores Extranjeros de Moscú juega contra el Club de Trabajadores del Automóvil de la vecina ciudad de Gorki. Pero puede que estos detalles carezcan de importancia, ya que muchos de los jugadores de béisbol estadounidenses de la fotografía pronto estarán muertos. No morirán en un accidente de tren o de avión. Serán testigos y víctimas de la más prolongada campaña de terrorismo de Estado de la historia moderna.
Los pocos jugadores que sobrevivan serán extraordinariamente afortunados. Pero habrán estado tan cerca de la muerte y soportado situaciones tan terribles que también ellos, en ocasiones, puede que deseen haber perdido la vida con el resto de su equipo. Pero en aquel momento, cuando el obturador de la cámara chasquea en el cálido aire de verano del parque Gorki, ninguno de los jugadores norteamericanos tiene idea de lo que les espera. Su sonrisa no revela ni la menor sospecha.
Fue la emigración menos publicitada de la historia norteamericana. Y tal vez no deba extrañarnos, ya que en una nación de inmigrantes nadie se preocupa de recordar a los que dejaron atrás el sueño: aquellos exiliados olvidados que permanecieron de pie con sus familias en las cubiertas de madera de barcos de pasajeros viendo cómo la estatua de la Libertad se perdía en la distancia mientras ellos dejaban Nueva York rumbo a Leningrado. Una muestra representativa de la sociedad estadounidense, procedente de todos los sectores de la vida: profesores, ingenieros, obreros de fábrica, maestros, artistas, médicos e incluso granjeros, todos mezclados en los barcos de pasajeros. Se marcharon para participar en el Plan Quinquenal de la Rusia soviética, atraídos por la posibilidad de encontrar trabajo en plena Gran Depresión. Ingenieros cualificados, con trabajos bien pagados, se apretaban junto a obreros en paro que buscaban empleo en las fábricas soviéticas y compañeros de viaje soñadores cuyo equipaje estaba lleno a reventar de los gruesos tomos de Marx, Engels y Lenin. En sus filas había comunistas, sindicalistas y radicales varios de la escuela de John Reed, pero la mayoría de ellos eran ciudadanos normales, a los que no les interesaba demasiado la política. Lo que les unía era la esperanza que impulsa a todos los emigrantes: la búsqueda de una vida mejor para sus hijos y para ellos mismos. Con la ilusión de la partida, ningún ojo perspicaz se esforzó por prever la crónica de violencia que les aguardaba en Rusia, mientras las hélices de bronce y acero funcionaban sin descanso a través del agua gris-verdosa del océano, rumbo a Europa.
A principios de los años treinta, debió de parecer que Estados Unidos, atrapado en las garras de la Gran Depresión, no podría o no querría cumplir su parte del contrato social. Había más gente sin trabajo allí, tanto en cifras absolutas como en proporción, que en ninguna otra nación del mundo. Trece millones de parados representaban una cuarta parte de la población laboral en una época en que, en la mayoría de las familias, solo los hombres tenían empleos. Ahora, aquellos millones hacían cola para el pan y en los comedores de caridad, esperando su próxima comida. Un ejército de vagabundos desharrapados se había echado a las carreteras y a las vías férreas del continente, en busca de trabajo. La mitad del país estaba en movimiento, y no solo personas como Tom Joad, camino de California en sus Ford modelo A. Para aquella gente, los nuevos desposeídos de la Gran Depresión, el abyecto fracaso del capitalismo no era tanto una proposición radical como la evidencia directa de sus sentidos. Lo veían y lo olían se volvieran a donde se volvieran.
El New York Times publicó un reportaje sobre la nueva ciudad que había surgido junto a Wall Street como rival simbólica del centro financiero de Occidente: «Las hogueras brillaban anoche en las junglas del Lado Oeste. La jungla, limitada por las calles Spring, West, Clarkson y Washington, parece, con sus montones de ladrillos y su desolación, una aldea bombardeada de Francia ... Chimeneas destartaladas se alzan de agujeros en el suelo, donde los desempleados se han metido para pasar el invierno. Chabolas hechas con cajas de embalaje, latas viejas, sucios bloques de cemento, vigas, papel alquitranado, se alzan sobre algunos de los montones de ladrillos; hay otras en los huecos entre los ladrillos».² Aquellos nuevos poblados chabolistas, construidos con hierro ondulado y ladrillos de derribo, habían surgido de pronto en todas las ciudades importantes de Estados Unidos, y a muchos les parecían un aviso de la división de una civilización en paisajes alternativos; como si las visiones antagónicas de la penuria y la abundancia se estuvieran proyectando una sobre la otra, y las figuras en primer plano ya no estaban seguras de dónde encajaban sus vidas y adónde se dirigían. Casi de la noche a la mañana, los pantalones elegantes y las polainas habían sido sustituidos por dril gastado y un aspecto resentido, mientras las masas de desempleados intentaban mantenerse con vida limpiando zapatos o vendiendo manzanas a cinco centavos, compitiendo con los otros muchos que habían tenido la misma idea. En las aceras de las ciudades de Estados Unidos, los veteranos de la Gran Guerra vendían sus medallas al valor, ganadas en los campos de batalla de Francia y Bélgica. El precio normal era un dólar y medio.
En los cines, los noticiarios presentaban frailes franciscanos dando limosnas de cinco centavos a los sin techo para que buscaran una cama o una comida. Multitudes de hombres hacían cola fumando, con los sombreros bajados sobre los ojos, esperando pacientemente a recibir su moneda solitaria, tocándose el sombrero como saludo al pasar. Era una cola interminable, y un desesperado personaje anónimo que intenta colarse es empujado hasta el final de la cola. La cámara lo capta en acción y preserva para siempre su desesperación, como un Sísifo de la vieja Nueva York. En Uniontown (Pensilvania), los desposeídos vivían dentro de hornos de coque cerrados por la crisis. Allí vivían hombres con toda su familia. Niños que no tenían nada miraban con curiosidad a las inquisitivas cámaras, algunos con el rostro antinaturalmente serio, otros con las sonrisas tímidas de los niños para los que todo es aún divertido y que no tenían ni idea de lo desesperados que habían llegado a estar sus padres. En Harrisburg, un harapiento ejército de desempleados asaltó el capitolio del estado exigiendo fondos de ayuda, y en la prensa normal aparecían artículos con titulares ominosos advirtiendo de «la posibilidad de una revolución violenta en Estados Unidos».³
Entre la inactividad forzosa, las quiebras bancarias, la amargura y el palpable descontento, una oleada de furia se extendió por las ciudades estadounidenses cuando el golpe todavía era reciente y la gente estaba lo bastante indignada como para echarse a las calles. Se anunció un día internacional del desempleo, y cientos de miles de personas se manifestaron por las calles de Nueva York, Detroit, Chicago, Milwaukee, Cleveland, Pittsburgh y los centros industriales. La sensación general de inquietud era insoportable; disgusto por el poder abrumador del dinero, que dividía a los hombres y añadía una capa de vergüenza al dolor de los que ya se sentían absolutamente pobres. Reforzando esta tendencia nacional al radicalismo —el brusco balanceo de todo el consenso político hacia la izquierda— estaba la creciente convicción de que todo aquel desempleo y extrema privación era en realidad innecesario. La miseria colectiva era simplemente el resultado del desbocamiento del capitalismo del laissez-faire, la maníaca exuberancia de los financieros de Wall Street que habían atizado la caldera de un tren expreso hasta hacerlo descarrilar, dejando que otros recogieran los pedazos del desastre mientras los culpables huían del lugar.⁴
Elegido por abrumadora mayoría, Franklin Roosevelt pronunció su primer discurso para una audiencia radiofónica de sesenta millones de oyentes, más o menos la mitad del país, ansiosos de tener noticia de un plan para salir de la crisis:
Los que dirigían el intercambio de mercancías de la humanidad han fracasado por su tozudez y su incompetencia, han reconocido su fracaso y han dimitido. Las actividades de los cambistas sin escrúpulos han sido denunciadas ante el tribunal de la opinión pública y rechazadas por los corazones y mentes de los hombres ... una masa de ciudadanos desempleados se enfrenta al sombrío problema de la existencia, y un número igual de grande se afana con poca recompensa. Solo un tonto optimista podría negar las oscuras realidades del momento ... los cambistas han huido de sus asientos elevados en el templo de nuestra civilización. Ahora podemos restaurar en ese templo las antiguas verdades. La medida de la restauración será el grado en que apliquemos valores sociales más nobles que el mero beneficio económico.⁵
Pero muchos norteamericanos ya no tenían una radio para escuchar las tranquilizadoras palabras de su presidente. Aquellos lujos habían sido cambiados mucho tiempo antes por dinero en efectivo, junto con el resto de las pertenencias. Miles de ellos se habían marchado ya, decidiendo probar suerte en otro sitio y confiando en los informes que leían en los periódicos, sobre cómo la Unión Soviética, y solo ella, seguía teniendo crecimiento económico y empleos, y estaba construyendo una sociedad que situaba a los trabajadores en el centro mismo, para que dejaran de ser simples víctimas periféricas de la codicia de otros hombres. En busca de alternativas, de vías de escape, estudiaron los entusiastas informes sobre nuevas fábricas construidas en Rusia, rodeadas de árboles y flores, con cafeterías y bibliotecas para los trabajadores, guarderías para los niños ¡e incluso piscinas! En aquel momento, la curiosidad estadounidense por el experimento soviético era insaciable. Una traducción al inglés del Manual de la Nueva Rusia: Historia del Plan Quinquenal se había convertido contra todo pronóstico en el fenómeno editorial de 1931, un bestseller en Estados Unidos durante siete meses y uno de los libros de noficción más vendidos de la última década.⁶ Sus sencillas explicaciones, escritas originalmente para escolares rusos, eran leídas y releídas por un público norteamericano en busca de respuestas que fueran más allá del triste panorama de otra década de «individualismo salvaje». En medio de la miseria de la Depresión, ¿quién no se iba a sentir atraído por la visión del libro, de futura felicidad y progreso social?
Todo esto se escribirá de nosotros dentro de unas décadas. Trabajará menos y producirá más. Durante siete horas en la fábrica hará lo que ahora se hace en once horas y media ... En lugar de talleres oscuros y lóbregos, con bombillas mortecinas y amarillentas, habrá salas limpias y luminosas, con grandes ventanas y bellos suelos de baldosas. La suciedad, el polvo y las virutas de las fábricas no los absorberán y tragarán los pulmones humanos, sino potentes ventiladores ... El socialismo ya no es un mito, una fantasía de la mente ... Nosotros lo estamos construyendo ... Y esta vida mejor no vendrá como un milagro; nosotros mismos debemos crearla. Pero para crearla necesitamos conocimientos; necesitamos manos fuertes, sí, pero también necesitamos mentes fuertes ... Aquí lo tenéis: vuestro Plan Quinquenal.⁷
¿Y quién podría reprochar a aquellos estadounidenses, tan motivados por la necesidad económica como por su idealismo, que aceptaran agradecidos la invitación pública de Iósif Stalin a trabajar en la Unión Soviética? A los obreros especializados incluso se les pagaba el pasaje al país donde el desempleo se había declarado oficialmente extinguido. Ellos se veían como los pioneros de una nueva frontera, moviéndose lentamente del oeste al este, atraídos no solo por la idea de seguridad en tiempos difíciles, sino también por la simple tentación de la suficiencia: tres comidas al día, un trabajo decente, un techo sobre sus cabezas, un médico para los niños y el saber que no se prescindiría de ellos en cuanto alguien chasqueara los dedos o lo dijera el indicador de la Bolsa.⁸
Dejaron que los filósofos sociales especularan sobre el valor del empleo seguro y bien pagado para el concepto de identidad o dignidad del individuo; y no hablemos ya de la «búsqueda de la felicidad», una frase que provocaba un cierto tono de burla cuando se decía bajo el tejado ondulado de una chabola de ladrillo. Y si el presidente de Estados Unidos podía hablar a la nación de la huida de los cambistas del templo sin que se le llamara «rojo», es de suponer que aquellos exiliados norteamericanos podían sostener un punto de vista semejante cuando se sentían atraídos hacia Rusia como si fuera un faro, una llama temblorosa en la noche blanca de la Depresión.
* * *
Por primera vez en su corta historia, se estaba marchando más gente de Estados Unidos que la que llegaba. Y mientras la punta de lanza de la pobreza afilaba su determinación, el deseo de unirse a este éxodo olvidado pasó de ser, como se suele decir, un goteo a constituir una riada. Solo en los ocho primeros meses de 1931, Amtorg —la agencia comercial soviética con sede en Nueva York— recibió más de cien mil solicitudes de estadounidenses para emigrar a la URSS. Así de abrumadora fue la respuesta a sus anuncios de prensa que ofrecían seis mil empleos para trabajadores cualificados en Rusia.⁹ En las oficinas de Amtorg en Manhattan, multitudes de obreros abarrotaban los pasillos con sus mujeres, hijos y animales domésticos, suplicando un billete para la «tierra prometida». Diez mil estadounidenses optimistas fueron contratados aquel verano, como parte de la «emigración organizada» oficial que recibió la nueva noticia con una alegría más parecida a la de los ganadores de la lotería que a la de los emigrantes económicos.
Una mañana, se envió a un periodista económico a la embajada extraoficial soviética, en el 261 de la Quinta Avenida, para que examinara las solicitudes. Los oficios declarados por los que respondían a aquella «llamada soviética a las aptitudes yanquis» incluían «barberos, fontaneros, pintores, cocineros, administrativos, trabajadores de gasolineras, electricistas, carpinteros, aviadores, ingenieros, vendedores, impresores, farmacéuticos, zapateros, bibliotecarios, profesores, mecánicos de automóvil, dentistas y un empresario de pompas fúnebres». Los aspirantes a emigrantes procedían prácticamente de todos los estados de la Unión, y las principales razones para marcharse eran: «1. Desempleo; 2. Descontento ante las condiciones de su país; 3. Interés por el experimento soviético».¹⁰
Siguiendo la corriente de este éxodo organizado oficialmente hubo un número no determinado de norteamericanos, las víctimas y desechos del momento económico, que prefirieron prescindir de la burocracia y viajaron a Rusia como turistas, dispuestos a aceptar empleos en cuanto llegaran. La agencia de viajes soviética, Intourist, les vendía encantada billetes de ida con sus visados turísticos, mientras las agencias de ventas de las compañías navieras decían a todo el que llegaba que los estadounidenses podían encontrar trabajo en Rusia tanto si hablaban el idioma como si no. Lo único que necesitaban era dinero suficiente para la primera semana, que era lo que se tardaba en encontrar trabajo.¹¹
Eran ya tantos los estadounidenses que escribían a su gobierno pidiendo información sobre el trabajo en Rusia, que en mayo de 1931 el Departamento de Comercio empezó a responder a sus cartas con un impreso oficial, titulado «Empleo para los norteamericanos en la Rusia soviética». Para empezar, los funcionarios del Departamento de Comercio les decían lo que ya sabían: «En estos momentos, muchas organizaciones industriales soviéticas, actuando a través de la Corporación Comercial Amtorg, en Nueva York, están contratando un gran número de ingenieros y técnicos estadounidenses para trabajar en la Rusia soviética». Venía a continuación un catálogo de consejos sensatos acerca de los contratos y el alojamiento en la Unión Soviética, junto con algunas recomendaciones prudentes sobre la vida familiar: «No se considera aconsejable que las esposas e hijos acompañen al individuo si este los puede dejar. Lo extraño del idioma, de las condiciones y de las costumbres afecta desfavorablemente a las mujeres norteamericanas, y la falta de instituciones educativas es una grave carencia para los niños en edad escolar». El consejo de su gobierno no fue muy tenido en cuenta: la mayoría de los emigrantes estadounidenses se llevaban a sus mujeres e hijos. ¿Dónde iban a dejarlos? Los niños, razonaban, encontrarían colegios cuando llegaran.¹²
Otros aspirantes a emigrantes dirigían directamente sus cartas al Departamento de Estado. Harry Dalhart, por ejemplo, escribió como presidente de «la sociedad de emigración soviética» de Wichita, Kansas. En su carta, Dalhart explicaba que su organización tenía 342 miembros, «todos de menos de cuarenta años. Noventa y dos son veteranos de la guerra mundial. Todos nacidos en Estados Unidos». La sociedad de Kansas pedía consejo acerca de la emigración a Rusia «como grupo». Otros pretendían emigrar como individuos emprendedores con vista para las oportunidades. Un residente en Denham, Indiana, escribió al Departamento de Estado ofreciendo su «casa, una parcela, un camión y unos cuantos artículos domésticos» que quería intercambiar con el gobierno a cambio del pasaje a Rusia.¹³
El 4 de febrero de 1931, en las páginas del New York Times Walter Duranty, el célebre periodista destinado en Moscú, pronosticaba «la mayor oleada de inmigración de la historia moderna»: «En los próximos años, la Unión Soviética será testigo de una oleada de inmigración comparable a la que llegó a Estados Unidos en la década anterior a la guerra mundial ... por ahora es solo el principio de este movimiento, y los primeros grupos de la inminente migración son escasos ... pero ha comenzado y habrá que contar con ella en el futuro». Aunque el éxodo estadounidense era todavía de solo unos cuantos miles, Walter Duranty predecía muy convencido que los soviéticos recibirían dos millones al año en un futuro no muy lejano, con Cunard y las demás compañías navieras «haciendo cola» para el negocio de los viajes. Los trabajadores norteamericanos de la industria del automóvil que acababan de establecerse en Rusia no tardaron en aconsejar a sus amigos que los siguieran: «Cuando llegue el día en que los obreros extranjeros de aquí puedan escribir a casa y decir: Aquí las cosas están muy bien. ¿Por qué no os venís? Hay trabajo para todos y comida en abundancia. Rusia no es tan mal sitio para vivir y no hay despidos ni contratos precarios, y consigues todo lo que te mereces
... entonces la inmigración a la Unión Soviética empezará a rivalizar con la que llegó a América. Tal como van las cosas, ese día no está muy lejano».¹⁴
El artículo, publicado en el periódico más prestigioso del país, hizo aumentar la avalancha de cartas de estadounidenses y las visitas a cualquier institución rusa que pudiera estar dispuesta a ofrecer algo de ayuda y consejo. Un mecánico de San Francisco escribió a un periódico de Moscú preguntando si debería cambiarse antes el apellido, «a uno de esos apellidos rusos terminados en ovitch o en itski». Otros preguntaban si necesitaban tener parientes o amigos en Rusia que dieran testimonio de su buen carácter, suponiendo que las viejas normas de Ellis Island podrían aplicarse también en el control de inmigración ruso. Desde Shenandoah, Virginia, un periodista informaba de que «se está formando un grupo de mineros para ir a Rusia con sus picos y taladros y toda la demás maquinaria que puedan comprar». Esta noticia provocó una oleada de preguntas procedente de zonas mineras deprimidas de todo Estados Unidos. Un grupo preguntaba si era cierto que los soviéticos iban a enviar un barco para «rescatar a todos los mineros de su miseria, y si los próximos serán los obreros del metal o de la industria textil».¹⁵
En los muelles del puerto de Nueva York, grupos de parados compartían la página de embarques del New York Herald Tribune, que publicaba las partidas de barcos de carga rumbo a Leningrado y Odessa. Circulaba el rumor de que los que no pudieran pagar el billete podían costeárselo trabajando a bordo, o meterse de polizones en uno de los muchos contenedores de maquinaria norteamericana embarcada en la misma dirección. Un periodista describía el entusiasmo de un emigrante de Milwaukee que había tenido la inspirada idea de que la mejor manera de resolver «el transporte en masa de estadounidenses sin dinero a Rusia sería una caminata invernal desde Alaska hasta Siberia sobre el hielo del estrecho de Bering ... tal como lo describió Julio Verne, ¡igual que en Julio Verne!».¹⁶
Como es natural, la noticia de esta repentina emigración desde el país más rico del mundo fue resaltada por la prensa soviética como prueba no solo de su propio éxito, sino de que la historia estaba de su parte. En un artículo titulado «El imán de Moscú», el periodista ruso Boris Pilniak contaba la historia de un viaje en coche a través de las Montañas Rocosas de Arizona. Una noche, unos mineros estadounidenses le habían ayudado a reparar su coche y se reunieron alrededor de una hoguera para oírle hablar de la vida en la URSS. Tres años después, en Moscú, sonó el timbre y «entró un hombre ancho de hombros, de unos cuarenta años, vestido con ropa de trabajo estadounidense. Sonrió alegremente y le estrechó la mano en el umbral. ¿No me reconoces? —vociferó—. ¿Te acuerdas de Arizona, aquella noche junto a las minas de oro? Dame la mano, camarada. ¡Estoy en Moscú!
».¹⁷ Nadie sabía cuántos obreros norteamericanos llegaban con las manos vacías y llenos de esperanza, como aquel minero de Arizona, después de reunir el dinero suficiente para un visado turístico, o de dormir en tercera clase o como polizones. Jamás contabilizados en los registros oficiales, solo merecieron una mención de pasada en un artículo de la prensa soviética: un fenómeno social encarnado en una curiosidad sin nombre, un minero de cuarenta años con una amplia sonrisa, un fuerte apretón de manos y una abrumadora disposición a creerse las grandes crónicas de la revolución.
Puede que la emigración a la Unión Soviética no fuera la solución más intrépida al problema nacional de la Depresión, pero habría que forzar la imaginación para encontrar un remedio más audaz. Un grupo de familias estadounidenses vendió sus bienes materiales para comprar maquinaria norteamericana para una granja colectiva a las afueras de Moscú, a la que pensaban trasladarse. Otro grupo de dieciséis emigrantes de San Francisco juntó todo su dinero para comprar tractores para la Comuna Portland, cerca de Kiev. Todos aportaron sus ahorros en metálico, sus herramientas y un automóvil Lincoln. Otros donaron sus ahorros de toda la vida al Estado, suponiendo que ya no necesitarían dinero en la nueva Rusia.¹⁸
El 11 de octubre de 1931, George Bernard Shaw regresó de Rusia para pronunciar una convincente conferencia en la radio nacional estadounidense. Utilizando el poder de la comunicación de masas, el autoproclamado «dramaturgo más exitoso del mundo desde Shakespeare» se mostró encantado de comunicar sus ideas sobre el experimento soviético y de echar por tierra los mitos que rodeaban al primer Estado socialista del mundo:
Naturalmente, el desprecio que sienten los rusos por nosotros es enorme. Pero idiotas, nos dicen, ¿por qué no podéis hacer lo que hacemos nosotros? No podéis dar trabajo ni dar de comer a vuestra gente. Muy bien, enviádnoslos y, si valen la pena, nosotros les daremos trabajo y los alimentaremos ... Impusieron el poder de los soviets y fundaron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas exactamente como Washington, Jefferson, Hamilton, Franklin y Tom Paine habían fundado los Estados Unidos de América 141 años antes ... que Jefferson es Lenin, que Franklin es Litvinov, que Paine es Lunacharski, que Hamilton es Stalin ... Hoy hay una estatua de Washington en Leningrado; y mañana, sin duda, habrá una estatua de Lenin en Nueva York. Y ahora tal vez les gustaría saber cuál fue mi reacción ante Rusia cuando la visité. Pues mi primera impresión fue que Rusia está llena de estadounidenses. La segunda fue que todo ruso inteligente ha estado en América y que no le gustó porque allí no tenía libertad. Y ahora permitan que les dé unas cuantas sugerencias para viajar, por si quieren unirse a la urgencia norteamericana por visitar Rusia y ver por sí mismos si todo es real. Si es usted un obrero especializado, sobre todo en la industria de la maquinaria, y tiene la edad adecuada y buen carácter ... no tendrá muchas dificultades; estarán encantados de recibirlo. Los proletarios de todos los países son bienvenidos si pueden arrimar el hombro en la nave rusa ... En todos los lugares de Rusia hay esperanza porque allí estos males se están retirando ante la expansión del comunismo con la misma rapidez con la que avanzan hacia nosotros ante la última lucha desesperada de nuestro capitalismo en bancarrota para diferir su inevitable muerte. No irán ustedes a Rusia a oler los males que pueden ver sin salir por su puerta. Algunos de ustedes irán porque, en la gran tormenta económica que ha estallado sobre nosotros, su barco se hunde y el ruso es el único navío grande que no da fuertes bandazos y emite señales de socorro por el telégrafo.¹⁹
La sensacional conferencia se publicó completa en el New York Times y, a juzgar por la publicidad que generó, George Bernard Shaw debió de convencer a muchos más estadounidenses de que emigraran o, como mínimo, mitigar los temores de los que todavía estaban decidiéndose. Su seguridad dejaba claro que Shaw, como otros muchos intelectuales de la época, tenía fe implícita en los motivos de Stalin y le concedía de buena gana su sello de aprobación. Y mientras, los emigrantes estadounidenses, creyendo que encontrarían justicia social en algún lugar del mundo de Dios y convencidos por esa esperanza, estaban dispuestos a recorrer medio mundo para unirse a lo que en todas partes se describía como «el mayor experimento social de la historia de la humanidad».
Pocos se detuvieron a discernir si iban atraídos por una ideología o empujados por la necesidad. Aquellos norteamericanos tampoco eran un conjunto de fanáticos políticos, idealistas sin remedio o aventureros ingenuos. La suya fue una reacción a la realidad y al futuro peligro de pobreza, y para comprenderlos debemos ponernos un momento en una situación similar de desconocimiento: cuando la idea de la Revolución soviética estaba aún llena de esperanza y solo los más perspicaces podían discernir la verdad oculta tras aquella promesa. Era una época en que el sistema político del comunismo todavía tenía que ser puesto a prueba, como ocurrió en otro tiempo con la democracia, que también representó una afrenta igualmente radical para la opinión conservadora.
Y así, tal vez como la consecuencia menos importante pero culturalmente más ilustrativa de esta emigración olvidada, hubo dos equipos norteamericanos de béisbol jugando en el parque Gorki, en el corazón mismo de Moscú; cuando sus verdes jardines eran todavía conocidos por su primer nombre revolucionario, «Parque Central de la Cultura y el Descanso». Pero tal vez no resulte tan sorprendente después de todo. Los inmigrantes siempre han llevado con ellos sus deportes.
2
Béisbol en el parque Gorki
En otro tiempo, Estados Unidos había sido la remota estrella que guiaba a todos los desdichados proletarios, que les servía de faro en su búsqueda de libertad. Pero el faro ha quedado petrificado. Octubre encendió una nueva estrella. La nueva patria del proletariado se ha extendido bajo esta estrella sobre más de una sexta parte del mundo, levantando el andamiaje de su obra de construcción desde el Ruhr hasta Detroit, desde la roja Wedding hasta Pekín, los proletarios se han alzado y empiezan a marchar hacia la estrella. Esta vez pueden estar seguros. La nueva estrella no los traicionará.
BORIS AGAPOV, Za Industrializatsu,
7 de noviembre de 1931¹
Todos los días, entre veinte y ciento cincuenta estadounidenses llegaban al andén de la estación Belorusski de Moscú. A principios de noviembre de 1931, el Washington Post informaba de la llegada de grupos de mineros de los pozos de carbón de Pensilvania, Ohio, Virginia Occidental e Illinois, y de las minas de metales de Michigan, Utah y Montana. Obreros metalúrgicos viajaban desde las fábricas cerradas de Pittsburgh y Gary para trabajar junto a carpinteros, albañiles, maquinistas y ferroviarios norteamericanos.² Nadie podía predecir quién se presentaría a continuación. Podían ser cuarenta mineros más de Pensilvania, con sus mujeres e hijos, o dieciocho suecoamericanos de un campo maderero de la costa del Pacífico, o un par de fontaneros de Peru (Indiana), o un grupo de catorce zapateros de Los Ángeles. En cuanto los estadounidenses salían de la estación de trenes, se dirigían a las oficinas de Intourist, en la plaza del Teatro, para pedir trabajo, muchas veces para asombro de los funcionarios rusos implicados. «¡Barberos! ¡Tenemos muchos!»
Un grupo de trescientos mineros estadounidenses camino de Leninsk (Siberia) se encontró con que sus pasaportes habían sido «traspapelados» por un oficinista, lo que generó una tormenta de protestas de sus angustiadas esposas. La mitad del grupo se volvió inmediatamente a su país y los demás se quedaron. Pero, a pesar del caos de su llegada, dos periodistas norteamericanos afincados en Moscú, Ruth Kennell y Milly Bennett, comprendían muy bien sus motivos: «Y sin embargo hay estadounidenses que prefieren tener empleo en un país donde la pobreza es general y la esperanza ilimitada —aunque tengan que hacer largas colas para recibir la comida que pagan— a estar parados en una tierra de abundancia y desesperación».³
En el invierno de 1931 había llegado un número suficiente para que se fundara en Moscú un semanario en inglés, con la intención de informar de «la verdad sobre lo que intenta hacer el gobierno soviético». Elaborado por jóvenes periodistas estadounidenses ansiosos de celebrar el progreso del Plan Quinquenal, el Moscow News era una destartalada creación de su directora, Anna Louise Strong, progresista irreductible y amiga personal de Eleanor Roosevelt. En sus viajes a Estados Unidos, Strong era invitada de vez en cuando a la Casa Blanca, donde el siempre curioso presidente la acribillaba a preguntas sobre la Rusia soviética. ¿Cómo podía Stalin, preguntaba Roosevelt, permitirse «comprar» todas aquellas fábricas?⁴
En Moscú, los recién llegados concedían animosas entrevistas al periódico, generalmente en la onda de «prefiero estar aquí que en la cola de la sopa en Nueva York». Algunos bromeaban sobre las instalaciones sociales que les habían dicho que formaban parte de la vida de todo obrero de fábrica —«¿Dónde está el campo de golf?»—, mientras que otros se ponían más serios: «Es difícil imaginar las condiciones en Estados Unidos si no las has visto —escribía una mujer de Chicago—. Los parques públicos están llenos de parados durmiendo sobre periódicos extendidos ... una tienda de comestibles fue robada durante la noche».⁵ A las oficinas del Moscow News, en el bulevar Strastnoi, llegaban cartas de estadounidenses que buscaban trabajo. Una ex bailarina del Follies incluía su foto y sus medidas, preguntando si podía ser de alguna utilidad para el Plan Quinquenal. Un minero de Denver explicaba cómo le habían reducido el salario en Colorado a 35 centavos por tonelada, lo cual, tras las deducciones de la empresa en concepto de alojamiento y comestibles, dejaba a los mineros sin nada. «Dadnos una oportunidad de ir a la Unión Soviética. Estamos dispuestos a trabajar duro, a soportar penalidades si es preciso. Aquí tenemos penalidades y también hambre, y ninguna esperanza. Ahí estáis construyendo para el futuro. Dejadnos que vayamos a ayudar. Nos daremos por satisfechos con pan y zanahorias.»⁶ En poco tiempo, la cantidad de estadounidenses sin trabajo que llegaban a Moscú fue suficiente para causar un quebradero de cabeza a las autoridades soviéticas. En el New York Times del 14 de marzo de 1932, Walter Duranty decía que el número de nuevas llegadas era todavía «relativamente bajo, pongamos que unos mil por semana como máximo, pero va en aumento».⁷ Los periodistas norteamericanos en Moscú encontraban constantemente alguna pobre alma perdida sin un céntimo, sin sitio donde vivir, confiando en empezar una nueva vida en Rusia, tal vez con un niño a cuestas, la gorra calada con fuerza hasta los ojos. Muchos habían viajado completamente a la buena de Dios —no eran ni mecánicos cualificados ni obreros especializados con contratos de Amtorg—, y el gobierno soviético no estaba nada preparado para esa súbita afluencia de turistas que pensaban quedarse y trabajar, como en una nueva fiebre del oro hacia el país con desempleo cero. No tardó en decretarse oficialmente que, en el futuro, todos los turistas deberían presentar un billete de vuelta y que ya no se les daría empleo, simplemente porque no había espacio suficiente para alojarlos a todos. Moscú y todas las grandes ciudades rusas estaban ya terriblemente superpobladas. Los rusos tenían que pelearse por unos pocos metros cuadrados de espacio para vivir, amontonados en habitaciones compartidas por dos o tres familias. Las incomodidades, se les decía, eran temporales. Cuando se construyeran las nuevas ciudades socialistas, habría espacio suficiente para todos. Mientras tanto, tendrían que apañarse.⁸
Entretanto, las oficinas del semanario en el bulevar Strastnoi servían de centro social para los estadounidenses. Organizaban cursos de ruso para los recién llegados y programas en inglés para la radio soviética, además de excursiones educativas, viajes en barco y, por supuesto, un poco de música y baile. La noche del 21 de octubre de 1931, el Moscow News celebró su primer cumpleaños con una fiesta para trescientos invitados apretujados en el Club de Trabajadores Extranjeros de la calle Hertzen. Entre los discursos habituales y la retórica pomposa, el evento adquirió un toque de celebridad soviética con una declaración leída por Nikolai Bujarin. El pequeño revolucionario, que había sido uno de los amigos más íntimos de Lenin, dio la bienvenida a los estadounidenses que llegaban a la URSS: «Construir un mundo nuevo es la mayor alegría del hombre. Damos la bienvenida a todo el que no tenga miedo a las dificultades y ayude a la Unión Soviética». Después de la medianoche, una banda de jazz empezó a tocar y los invitados bailaron hasta altas horas. ¿Se quedó Bujarin a escuchar el jazz norteamericano? Es difícil resistirse a pensar en el ideólogo de Lenin —fue el autor de El ABC del comunismo— moviendo sus delicados pies al ritmo del saxofón y la batería.⁹
Dos semanas después, el 7 de noviembre de 1931, un millón de rusos desfilaron por la Plaza Roja en el decimocuarto aniversario de la revolución. Perdidos en esta marea humana, los sesenta trabajadores del Moscow News se unieron a un grupo de trabajadores estadounidenses del automóvil que acababan de encontrar trabajo en la planta de montaje de Moscú. Los niños caminaban delante de sus padres, gritando «¡Vivan los grupos de pioneros estadounidenses!» mientras se alzaban pancartas en inglés, cuyo alfabeto romano parecía extrañamente anómalo entre las largas banderas rojas y las osadas consignas de propaganda en letras cirílicas, que proclamaban el alba de la era marxista-leninista.¹⁰ Seis meses después, los estadounidenses marcharon de nuevo en el desfile del Primero de Mayo de 1932. Los que todavía no entendían ruso se agrupaban alrededor de los que podían traducir y gritaban su aprobación en inglés. «El idioma no importaba. Estábamos unidos por lazos más fuertes que los del lenguaje», le dijo uno de los manifestantes a un periodista. Cuando la multitud entró en la Plaza Roja, la alta figura del escritor Maxim Gorki los saludó con el sombrero y ellos gritaron de nuevo. «¿Dónde está Stalin? ¿No está Stalin aquí?», preguntaba un joven norteamericano que llevaba una corbata roja en señal de solidaridad. «Claro, ahí está, justo a la derecha de Gorki. Mira, el del abrigo y la gorra marrones, ahora está saludando. Y a su lado están Molotov y Kaganovitch.» Después, la multitud pasó ante la catedral de San Basilio y salió de la Plaza Roja, hasta fundirse con el resto del millón de personas a orillas del río Moscova.¹¹
Jugaron al béisbol casi desde que llegaron. Cuando el tiempo en Moscú era lo bastante bueno, los jóvenes estadounidenses formaban sus equipos y corrían por las bases en el parque Gorki en sus días libres y por las tardes durante los breves veranos rusos, como si desearan mantener al menos un vestigio de lo familiar en su creación de aquel mundo nuevo. Aquel año hubo en Moscú por lo menos dos equipos norteamericanos. El Club de Trabajadores Extranjeros jugaba contra un equipo de la Fábrica de Automóviles Stalin; los del automóvil se tomaban un descanso de la cadena de montaje para correr las bases mientras los rusos, embargados por la curiosidad, se paraban a mirar la súbita aparición de aquel nuevo y extraño deporte y sus animadas sesiones de entrenamiento en el parque. En mayo de 1932, el Club de Trabajadores Extranjeros puso un anuncio en las páginas del Moscow Daily News (el periódico era ya diario), informando de que trasladaban todo su programa de verano al parque: «Se ruega a los jugadores de béisbol que tengan trajes, guantes y demás parafernalia de béisbol que los traigan al club, ya que aquí nunca se han fabricado estas cosas».
Durante todo el verano, los jóvenes estadounidenses se pasaron por el parque cada dos tardes para jugar al béisbol; a medida que sus sombras se alargaban a la luz del atardecer, el número de espectadores rusos iba en aumento, todos esforzándose por situarse un poco más cerca de la acción. La visión de los norteamericanos deslizándose en las bases y del polvo volando sobre sus cuerpos debía de aumentar la excitación. «¡Fuera niet! ¡Niet! ¡Niet!» Algunos de los espectadores rusos se agrupaban alrededor de las bases, a pesar de que se les advertía de que podían resultar heridos por los bates o las bolas. Advertencias que, podemos suponer, eran recibidas con amistosos encogimientos de hombros y sonrisas. «Nichevo» («no importa»), y el juego continuaba.
En el verano de 1932, el Consejo Supremo Soviético de Cultura Física anunció su decisión de introducir el béisbol en la Unión Soviética como «deporte nacional», como parte de un programa para fomentar las competiciones atléticas en las que pudieran sobresalir sin esfuerzo los ciudadanos del primer Estado socialista. El Consejo Supremo reconoció que había estudiado la posibilidad de aceptar también en Rusia el fútbol americano además del béisbol, pero que, tras un cuidadoso examen había sido rechazado por ser «demasiado violento». El béisbol, en cambio, era un deporte mucho más pacífico. Al poco tiempo, el Club de Trabajadores Extranjeros Estadounidenses empezó a entrenar a un equipo de jóvenes rusos en el estadio Tomski de Moscú. Un periodista deportivo del Moscow Daily News, enviado a cubrir su primer partido, escribió que los rusos podían «disparar la bola por todo el parque» y lanzar tan bien como los estadounidenses, pero que su punto flaco era «coger la bola». Además, los jugadores rusos se veían perjudicados por no entender bien las reglas para robar bases, dando incluso muestras evidentes de indignación por que se permitiera en la URSS una aberración tan claramente capitalista como el «americanski beisbol».¹²
Aun así, el entusiasmo de la juventud rusa era evidente para todos, y los apparatchiks del deporte soviético tomaron cumplida nota de la popularidad inmediata del béisbol. Muy pronto, declararon, aquel deporte se jugaría en toda la Unión Soviética, y se pedía a los estadounidenses recién llegados que se ofrecieran como entrenadores. Se darían órdenes de fabricar el equipo necesario y se traducirían al ruso las complicadas reglas para que los trabajadores las aprendieran. Si todavía quedaban zonas remotas de la URSS donde aún no habían llegado trabajadores norteamericanos, entonces «se enseñaría el béisbol mediante películas». Mientras la prensa soviética elogiaba diligentemente la «elegancia y complejidad» del deporte nacional estadounidense, la admiración oficial se reflejaba inevitablemente en la propaganda del Estado. En la fábrica de automóviles Stalin de Moscú, el titular del periódico de la fábrica exhortaba a los trabajadores rusos a «jugar al nuevo juego del béisbol».¹³
Los emigrantes estadounidenses llevaron suficientes niños para que se creara en Moscú un colegio angloamericano que en noviembre de 1932 tenía 125 alumnos matriculados, tres cuartas partes de ellos nacidos en Estados Unidos. Durante los tres años siguientes el número de alumnos siguió aumentando, y muy pronto el colegio angloamericano tuvo que trasladarse a unas instalaciones mayores en la Escuela Número 24 de la gran calle Vuisovski. Naturalmente, los niños estaban encantados con su nuevo entorno, donde podían disfrutar de un nuevo taller de carpintería, laboratorios de ciencias, una sala de música, gimnasio y comedor, con un espacio que no habían tenido nunca. Los alumnos modélicos hablaban elogiosamente de los métodos progresistas de sus profesores estadounidenses, que les hablaban «como amigos» y no «como jefes», como se hacía en su país.¹⁴
Inevitablemente, las clases de los estudiantes norteamericanos eran muy diferentes de aquellas a las que se habían acostumbrado en su país, ya que a los niños se les enseñaba un programa soviético que insistía en las razones por las que sus padres habían huido de la crisis capitalista de Estados Unidos para unirse al avance de la Rusia soviética. Al principio, podía parecer sorprendente que las paredes del aula estuvieran decoradas con imágenes en color de Marx, Lenin y, por supuesto, del camarada Stalin, que miraban benévolamente a los alumnos mientras estos hablaban en inglés y en el ruso que habían aprendido con rapidez y poco esfuerzo. Asimismo, los libros de texto rusos que se utilizaban en el colegio aportaban algunas lecturas interesantes para casa: «¿Es Henry Ford un capitalista? Sí, Henry Ford es un capitalista. ¿Fue Lenin un gran hombre? Sí, Lenin fue un gran hombre. ¿Es la soviética una forma de gobierno mejor que la norteamericana? La forma norteamericana es mejor que otras formas de gobierno, pero no es mejor que la soviética».¹⁵
No resulta sorprendente que muchos de los técnicos estadounidenses, en particular, se quejaran de que sus hijos se estaban volviendo demasiado «rojos». El adoctrinamiento era incesante en su educación, y su efecto se magnificaba por la ideología dominante del Estado soviético. Un periodista de Associated Press, Charlie Nutter, se preocupó un poco cuando su hijo pequeño, Jimmy, que hasta entonces se había negado a decir una sola palabra, rompió su silencio un día señalando con un dedo regordete la foto de la primera página del periódico. «¡Eta Stalin!», había balbuceado en ruso el pequeño Jimmy Nutter, sonriendo ante el horror de su padre, que inmediatamente anunció: «¡Nos vamos a casa! ¡Voy a educar a mi hijo para que sea estadounidense!».¹⁶
A pesar de lo extraño de su educación, los alumnos seguían siendo niños norteamericanos normales que, simplemente, iban a un colegio de Moscú. Sus libros favoritos, tal como se ve en los registros de préstamos de la biblioteca del colegio, no tenían nada de excepcional. Los tres más populares eran de Jack London: La llamada de lo salvaje, El hijo del lobo y Colmillo Blanco. En cuarto lugar estaba David Copperfield, seguido por más London y Dickens, antes de la obra de Mark Twain Un yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo. Solo muy abajo, en el puesto decimosexto, había algo remotamente ideológico: Una tragedia americana, de Theodore Dreiser, que precedía inmediatamente a la famosa crónica de la Revolución rusa de John Reed, Diez días que estremecieron al mundo, que por entonces era la biblia de la izquierda estadounidense.¹⁷
No obstante, el colegio angloamericano, como los equipos de béisbol, era un foco para la intensa curiosidad de los rusos. Un joven aprendiz de periodista, Kamionski, visitó el colegio para escribir un reportaje para el Moscow Pioneer. En su artículo, Kamionski describía a los niños y a sus profesores en términos adecuadamente épicos:
Cada día llegan nuevos alumnos. Llegan con sus padres desde Estados Unidos, Inglaterra y Canadá. Cruzan el océano, cruzan continentes y entran en la calle Visovski ... Aquí está el camarada Whiteman. Enseña física, química y matemáticas, y los chicos están muy contentos. En la clase hay treinta personas. Los veintinueve de los pupitres son blancos y el trigésimo, el del estrado, es negro. El camarada Whiteman es negro. «Whiteman» en inglés significa «hombre blanco». Pero, desde luego, la piel del camarada Whiteman no es blanca. Es de un color negro grisáceo, la miserable piel de un negro. Y, probablemente, el apellido blanco se lo pusieron como burla a un antepasado del camarada Whiteman. El camarada Whiteman se trajo su burla a la Unión Soviética, donde a nadie le importa de qué color es su piel. Lo habría olvidado por completo de no ser por los periodistas extranjeros.
Gracias al joven Kamionski sabemos que los niños estadounidenses se dirigían a sus profesores llamándolos «camarada», que estudiaban colectivamente y que llevaban las corbatas rojas del Komsomol. Y lo más importante: el aprendiz de periodista Kamionski revelaba también cómo se enseñaba a los escolares soviéticos a asumir la inevitabilidad histórica de su revolución mundial. «El hombre que sube al segundo piso no solo atraviesa el Atlántico, sino que entra en un país peculiar, la América del futuro.»¹⁸ Con el tiempo, todos los alumnos estadounidenses de primer curso estudiarían pacientemente el marxismo-leninismo. Hasta entonces, allí estaba el Colegio Número 24.
Y en esta sorprendente visión de la «América del futuro» nos enteramos de la existencia de un nuevo y radical método de disciplina. El 6 de enero de 1933, un grupo de estudiantes estadounidenses díscolos, todos de once y doce años de edad, fueron llevados a juicio ante un tribunal de compañeros suyos, acusados de «hurtos e intentos de desorganizar el colegio». Tras dos horas y media de minuciosa investigación, se descubrió que los acusados padecían «condiciones de pobreza en el hogar» y que uno de ellos era huérfano de madre, factores atenuantes en su favor. No obstante, los acusadores infantiles estadounidenses del tribunal hicieron notar la existencia de «un claro grupo antisocial» en sus filas, y pronto se dictaron expulsiones en esta versión juvenil de un juicio-espectáculo. Fue un curioso anticipo de lo que estaba por venir.¹⁹
La rubia presidenta de los «Pioneros Angloamericanos» del colegio era una muchacha de trece años muy segura de sí misma llamada Lucy Abolin, cuyo padre había encontrado trabajo de metalúrgico en Moscú. Lucy Abolin era una chica seria pero guapa, que llevaba un pañuelo rojo al cuello y ayudaba a organizar las funciones escolares de aquel año: un montaje de Tom Sawyer en inglés y El inspector general de Gogol para los niños que ya hablaban ruso. Es indudable que a Lucy le encantaban su nuevo colegio y las responsabilidades que le asignaban. «Ya en Estados Unidos era la directora de un círculo teatral», le dijo a un periodista del Moscow Daily News. A otros niños estadounidenses les resultaba difícil adaptarse, pero no a Lucy, que había llegado dos años antes de Boston con sus padres y hermanos. «A veces son tímidos y otras veces simplemente individualistas, y se les hace difícil participar en actividades de grupo. Pero nos hacemos amigos de ellos y pronto lo superan. Ven por sí mismos la diferencia entre los pioneros y los otros niños, y por lo general quieren apuntarse.» Y entonces, esta tranquila y sosegada jovencita, que ya consideraba el «individualismo» una especie de defecto de carácter, explicaba animadamente que «los pioneros son mucho más disciplinados y organizados. Si un chico o una chica siguen dando problemas les quitamos sus pañuelos rojos, y eso significa mucho». Es evidente que Lucy Abolin era feliz y popular; sin duda le encantaba dejarse ver en compañía de sus dos hermanos mayores, Arthur y Carl Abolin, ambos miembros habituales del equipo de béisbol del Club de Trabajadores Extranjeros de Moscú.²⁰
Durante tres temporadas, la beisbolmanía en la URSS había dado lugar a una incipiente liga nacional. En junio de 1934 se jugó el primer partido interurbano, entre el Club de Trabajadores Extranjeros de Moscú y el equipo de la fábrica de automóviles de Gorki, que llegó a la estación de ferrocarril de Moscú cargado con los nuevos bates que habían terminado de hacer en su fábrica solo tres días antes. En esta ocasión, Walter Preedin llamó la atención jugando en el campo izquierdo y golpeando la bola hasta el otro extremo del parque, mientras su hermano Arnold Preedin hacía fallar a los bateadores de Gorki con la eficiencia de un metrónomo. El Club de Trabajadores Extranjeros de Moscú, que jugaba en casa, ganó fácilmente el juego por dieciséis carreras a cinco, enviando a sus rivales de regreso a la cadena de montaje de Gorki. Claro que los obreros estadounidenses del automóvil se quejaron de las dificultades que habían tenido para encontrar alojamiento en la abarrotada Moscú y de que el partido no se había anunciado debidamente, por lo que solo habían acudido unos doscientos espectadores. Sus cartas de queja provocaron un editorial crítico en el Moscow Daily News: «Si se quiere que el béisbol se popularice con rapidez, como se merece, estos problemas no se deben repetir, sobre todo teniendo en cuenta que el Consejo de Cultura Física está considerando la posibilidad de organizar este verano una liga de seis ciudades y un torneo nacional. Dicha competición sería un formidable estímulo para la juventud estadounidense que vive en la Unión Soviética».²¹
Cuatrocientos kilómetros al norte de Leningrado, los norteamericanos de Petrozavodsk habían organizado ya cuatro equipos de béisbol en su ciudad. Cientos de adolescentes estadounidenses habían emigrado con sus padres, norteamericanos de origen finlandés, a esta remota región junto a la frontera ruso-finlandesa. Entre los lagos de Carelia, el béisbol prosperó a pesar de la falta de un estadio e incluso de equipamiento adecuado. Aquí los jugadores tenían un solo bate para todos, en muy mal estado, y habían perdido tres preciosas pelotas en el río. Los jugadores estadounidenses habían escrito a casa pidiendo nuevos bates y pelotas, y uno de ellos, Alvar Valimaa, preguntó al Moscow Daily News si el periódico podría publicar todas las semanas los resultados de su liga local, con las estadísticas de bateo de los diez mejores jugadores. Si el béisbol era cuestión de estadísticas, entonces seguro que prosperaría en la Rusia soviética, como insinuaba Hank Makawski en una carta desde Gorki: «Aquí la gente devora las noticias de béisbol que llegan de Estados Unidos, así que pueden ustedes estar seguros de que están mucho más interesados en el béisbol en la Unión Soviética, donde participan ellos y están familiarizados con los demás equipos».²²
En julio de 1934, un mes después de ganar a los de Gorki, el Club de Trabajadores Extranjeros de Moscú emprendió una gira de ocho días por Carelia. En Petrozavodsk, su primer partido fue transmitido en directo por la radio soviética, describiendo cada jugada en inglés y en ruso. Esta vez se hizo mucha publicidad del partido en periódicos y carteles por toda la ciudad, atrayendo una multitud de dos mil aficionados que acudieron a animar a su equipo local. El capitán del Carelia era Albert «Red» Lonn, un joven aficionado de Detroit que había emigrado a Rusia con su posesión más preciada: una pelota de béisbol firmada por su ídolo, Babe Ruth. En sus dos partidos, los estadounidenses de Carelia aplastaron a los Trabajadores Extranjeros de Moscú por 12-7 y 12-2, y los visitantes de la capital excusaron su mala actuación quejándose de las lesiones y de la pérdida de sus dos mejores jugadores, por ser la época de la cosecha en la granja colectiva norteamericana.²³
Las discusiones se zanjaron un mes después, en agosto, cuando el equipo de Albert Lonn viajó a Moscú para un partido de vuelta en el estadio Stalin, enfrente del parque Gorki. Esta vez los madereros y fabricantes de esquíes de Carelia ganaron seis carreras en la octava entrada, venciendo por 14-9, y el cronista de deportes del Moscow Daily News escribió que el público había empezado a gritar «¡Queremos béisbol!» (refiriéndose a que querían una liga nacional) y comentó que «solo faltaban los perritos calientes y la soda para que aquello fuera una auténtica escena estadounidense». En una carta publicada en su periódico, el capitán del equipo de Moscú, Arnold Preedin, daba las gracias públicamente a «aquellos aficionados auténticos y exaltados» por acudir a animar, y reconocía elegantemente que el equipo de Albert Lonn merecía ser coronado «campeón de la URSS de 1934». Entonces, el atractivo Arnold Preedin —que en las fotografías solía aparecer sonriendo bajo su mata de pelo castaño claro y rizado— prometía darles «la mayor paliza que han sufrido en sus vidas» en 1935. Aquel fue el primer año en que se vendieron perritos calientes en las calles de Moscú, otra idea introducida por un emprendedor inmigrante estadounidense.²⁴
Mientras tanto, en un esfuerzo por popularizar su deporte, los equipos estadounidenses de béisbol habían jugado ya partidos de exhibición para el Ejército Rojo y en el descanso del partido de fútbol URSS-Turquía, ante una vociferante multitud de veinticinco mil espectadores rusos. En el verano de 1934, hasta el Club Deportivo Dynamo de la policía secreta soviética mostró interés en aprender el nuevo deporte de moda. En junio se invitó al Club de Trabajadores Extranjeros a celebrar otro partido de exhibición en Bolshevo, el campo de prisioneros modelo construido para la rehabilitación de delincuentes juveniles en un parque a las afueras de Moscú.²⁵
Tres años antes, George Bernard Shaw había visitado Bolshevo durante su gira soviética, y le habían asegurado que aquel idílico paraje rodeado de árboles y jardines era un ejemplo típico de «campo soviético de trabajo correccional». Los edificios del campo estaban bien construidos, con madera y ladrillo, y en el interior de los dormitorios había hileras de camas con sábanas blancas y limpias y lavabos relucientes. Los jóvenes delincuentes, huérfanos de la revolución y la guerra civil, trabajaban apaciblemente en los oficios elegidos —metalurgia, carpintería o manejo de maquinaria— y nunca estudiaban más de seis horas al día. Otros se concentraban simplemente en sus tareas escolares en aulas luminosas, con un gimnasio y un salón de actos adosados. Era un prototipo del sistema soviético de justicia penal, un ejemplo progresista para todo intelectual, empresario o sindicalista occidental que se tomara la molestia de visitar aquel campo sin guardias, con el portón abierto y las puertas sin cerradura.²⁶
El tren de los estadounidenses salió de Moscú hacia Bolshevo a las diez y cuarto de la mañana. Previamente se les había informado de que «todos los jugadores deben presentarse para este partido», una indicación que sonaba más a advertencia que a invitación. No se ha conservado ningún registro de lo que ocurrió en Bolshevo aquel 18 de junio de 1934, pero los internos debieron de quedar bastante impresionados, porque el Club Deportivo Dynamo no tardó en anunciar que también ellos estaban preparando dos equipos de béisbol para jugar en la futura liga soviética y competir con el Club de Trabajadores Extranjeros de Arnold Preedin y los demás equipos estadounidenses.²⁷
El Club Deportivo Dynamo había sido fundado una década