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El exilio interior: Cárcel y represión en la España franquista, 1939-1950
El exilio interior: Cárcel y represión en la España franquista, 1939-1950
El exilio interior: Cárcel y represión en la España franquista, 1939-1950
Libro electrónico400 páginas4 horas

El exilio interior: Cárcel y represión en la España franquista, 1939-1950

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Un análisis del impacto del sistema penitenciario en la sociedad de la posguerra.
La cárcel desempeñó un papel fundamental en la intensa y larga represión franquista, que alcanzó al conjunto de la población civil. Este libro analiza el impacto del sistema penitenciario en la sociedad de posguerra. Diseñado en plena guerra, no sufriría modificaciones hasta los años cincuenta.
La prisión lideró la paz de Franco y se convirtió, a pesar de la propaganda, en el símbolo de la política de mano dura del régimen. Nació y evolucionó con él, y se convirtió en una de sus piezas fundamentales para asegurar el control de la población. En las prisiones franquistas, cientos de miles de hombres y mujeres fueron tratados como delincuentes peligrosos e irrecuperables para la sociedad, y al salir en libertad tuvieron que enfrentarse a la pena más dura: la condena social.
La división entre vencedores y vencidos se hizo enorme para los considerados «desafectos al régimen», en su condición general de desterrados, vigilados y explotados. Sin bienes, trabajo, ni esperanza, muchos sucumbieron al hambre, el agotamiento y la enfermedad tras su paso por la cárcel. Otros muchos, en cambio, siguieron adelante, obligados a no volver nunca la vista atrás, a vivir exiliados en su propio país.
IdiomaEspañol
EditorialTAURUS
Fecha de lanzamiento8 feb 2012
ISBN9788430608652
El exilio interior: Cárcel y represión en la España franquista, 1939-1950
Autor

Gutmaro Gómez Bravo

Gutmaro Gómez Bravo (1975) es historiador y profesor universitario. Doctorado por la UCM con la lectura de su tesis Crimen y castigo: cárceles, delito y violencia en la España del siglo XIX, ha dedicado buena parte de su producción académica al sistema penitenciario español. Su línea de investigación gira en torno a la historia social de la violencia en la España contemporánea. Ha profundizado, además, en cuestiones relacionadas con las políticas de la memoria así como la violencia política y el control social, con atención preferente a los periodos de la Guerra Civil, el franquismo y la Transición a la democracia en España.

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    El exilio interior - Gutmaro Gómez Bravo

    A Noelia

    Introducción

    Tanto más puro y significativo es el heroísmo cuanto mayor es el silencio, menor su público, menos rentable para el héroe, menos decorativo.

    VICTOR KLEMPERER

    Se cumplen 70 años del fin de la Guerra Civil y existen más cuestiones sin resolver hoy que hace unas décadas. Los motivos son bien distintos, pero pueden englobarse dentro de otros tantos problemas de la reciente historia de España. El interés por comprender el pasado, por recobrar la memoria, se ha visto en ocasiones resuelto con una simple condena de carácter general. En el caso del franquismo una actitud semejante equivale prácticamente a su absolución por desconocimiento. Este tipo de miradas son aún más frecuentes cuando se trata de la Guerra Civil. Por otro lado se ha profundizado el fenómeno contrario, el de la especialización extrema. Éstos y otros aspectos han determinado un conocimiento tan sólo parcial de un hecho como el de la represión en España, que se pretende abordar aquí. Éste sigue viéndose casi exclusivamente como una prolongación de la guerra, que apenas trasciende unos pocos meses a su final, cuando en realidad es algo mucho más complejo, duradero y persistente ligado a la construcción de un nuevo Estado y una nueva sociedad. Abarca al menos desde la legitimación de la violencia inicial y se extiende hasta su consolidación como un aparato de control estable necesario para toda dictadura. Todo ello amplía enormemente la esfera de la represión hacia el campo de la exclusión y la marginación en una sociedad reconstruida sobre los rasgos de los vencedores, pero sobre todo, resulta en una cultura que reniega de todo lo que tenga que ver con los vencidos, que los aparta y los incapacita para la vida futura.

    El objetivo fundamental será pues abarcar el proceso de represión, marginación, control y exclusión al que fue sometida una importante parte de la población española durante la década de 1940, cuyas consecuencias siguieron sintiéndose en décadas posteriores. Se trata de conocer las condiciones en que fueron encerradas miles de personas (oficialmente 300.000), muchas de las cuales murieron por efecto del hambre, la enfermedad o la venganza, pero se trata también de comprender los mecanismos y los efectos legales que condujeron al fracaso, a la muerte civil de los condenados muchos años después de la guerra. Esta terrible situación se conoce como exilio interior. Hombres y mujeres comunes, trabajadores, comerciantes, jornaleros, maestras, costureras, enfermeras... sin especial responsabilidad política en los actos por los que fueron juzgados, lo que hace más incomprensible a nuestros ojos la persistencia de ciertas medidas, aunque revisar aquel proceso con la mentalidad actual no sirva para comprender lo que vino después de la guerra.

    Todo intento de racionalizar fenómenos como los campos de concentración o la violencia política es un intento de recrear su lógica interna. El siglo XX, desgraciadamente, ha dado ejemplos muy significativos de la perfecta fusión de ideología y terror. Por ello es sabido que los sistemas políticos asentados en fuertes métodos represivos y, en particular, en métodos de encarcelamiento masivo, pretenden en primer lugar reducir al individuo a la nada, pero lo hacen con ciertas diferencias.[1] En el caso español, con la mayor cifra de presos de su historia, no quedaron reducidos a un número como ocurrió en el lager nazi o el gulag soviético. Se mantuvieron sus nombres y apellidos esperando a que llegaran los informes de sus ciudades y pueblos natales. El caos burocrático, la desidia, el aprovechamiento o la venganza interfirieron en un particular y kafkiano proceso español presidido por la arbitrariedad y la total incertidumbre. Una ejecución legal podía promoverse en cuestión de horas y una simple hoja de filiación podía tardar años en tramitarse. Un sistema así produce una particular sensación de terror caótico que corroe por completo la personalidad del individuo, de ahí que el impacto de estos establecimientos sea tan importante a la hora de fijar el perfil de los excluidos en la sociedad de posguerra.

    Prácticamente todos los gobiernos autoritarios de la Europa de entreguerras desarrollaron sistemas de control hacia los que consideraban sus enemigos políticos. Con distintos matices, en especial los raciales, en todos ellos fue palpable la equiparación de sus enemigos con criminales y delincuentes en la que se basaban las órdenes de actuación extrajudicial. A la vez se instituía otra escala de responsabilidad civil derivada de la criminal para aquéllos acusados de colaboración. El caso español plantea nuevas diferencias, sobre todo porque el franquismo no tuvo nunca una vocación de exterminio como la del nazismo o el estalinismo. Eso no significa que fuera más humanitario sino que hizo un uso distinto de la fuerza. La agresividad que supo reconducir el fascismo hacia el enemigo extranjero fue canalizada en España hacia el enemigo interior, lo que hizo particularmente dura la Guerra Civil y la posguerra prolongada en prisión.[2] La sombra de las medidas represivas fue mucho más alargada. No sólo porque la dictadura sobreviviera a la II Guerra Mundial, sino porque prescindió deliberadamente de la solución aplicada en el resto de Europa. La amnistía, que el propio Franco calificó de «fruto podrido del liberalismo», fue sustituida por un perdón concebido como una redención y expiación de los pecados que pasó a ser el único medio de reintegrar a la sociedad a los que venían del «campo apestado». El elemento de legitimación del poder que más sobresalió en España fue el religioso; el derecho a penar fue concebido como un derecho divino autorizado por la violación del orden sagrado que quedaba muy lejos del componente racial o estatal de la Alemania nazi o la Italia fascista. Su principal consecuencia fue la segregación social entre vencedores y vencidos, establecida desde dentro de la misma sociedad y no únicamente impuesta desde fuera de ella como a veces se piensa.[3]

    La pregunta que surge es el porqué de aquellas medidas tan amplias y prolongadas después de la guerra. La respuesta nos lleva a distintos campos de un fenómeno que no se detiene sino que aumenta y se modifica por su combinación de política represiva y preventiva. La documentación interna de las propias prisiones y del Ministerio de Justicia ha sido fundamental para acercarse a la mentalidad y al perfil de los que dirigieron aquella década. Cuáles eran sus antecedentes, sus experiencias previas, qué creían que estaban haciendo, cómo crearon un sistema de tales dimensiones, qué elementos utilizaron y cómo los proyectaron hacia una misión de defensa de la sociedad en la que creían ciegamente. El mundo de las prisiones está descrito prácticamente a través de su mirada y la de los cónsules británicos, que dan cuenta con una exactitud y un detalle increíbles, a veces incluso excesivos, de lo que allí estaba pasando. El volumen de causas, de informes, de valoraciones de este periodo es realmente gigantesco. Tan sólo la descripción de la documentación más reciente a la que se puede tener acceso ocuparía varias páginas, por lo que resulta preferible señalar su distribución a lo largo de la obra.

    La primera parte está dedicada a la creación y consolidación de este sistema que emerge de las cenizas de la guerra. Desde sus comienzos existía un plan para ordenar la Justicia y realizar la «obra de pacificación espiritual» al término de la Cruzada. La represión directa decrece a medida que se va burocratizando y perfeccionando la maquinaria legal, pero es tan amplia y acoge tantas denuncias y detenciones que colapsa el sistema judicial y desborda el penitenciario. Tanto es así que a finales de 1941 se baraja la posibilidad de colonizar Tabarca y otras islas con presos políticos. La prometida excarcelación se produjo de una manera muy lenta, cuidadosamente desordenada, y no llegó realmente hasta 1945. Pero las medidas no se detuvieron en la cárcel, ya que se abrió la puerta a una política de vigilancia basada en el aislamiento de los sectores peligrosos. Indeseables y apestados quedaron fuera de todo espacio público, salvo para ser exhibidos en una sociedad fuertemente traumatizada por el recuerdo de la guerra.

    La segunda parte gira íntegramente en torno a la que será la gran experiencia común del exilio interior: la cárcel. Pero ya no a su planteamiento ideológico o su función para la dictadura, sino a su evolución y su consolidación en el periodo de mayor hacinamiento y dureza. No hubo una clasificación de centros, sino de presos, anteriores y posteriores al 18 de julio. La situación de los presos comunes, los llamados especiales, los políticos y las cárceles de mujeres es analizada en un marco de fuerte degradación y conflicto. Se trata de ver el impacto de una ideología basada en la conversión y la colaboración, los métodos que se emplearon para ello y las respuestas que a su vez generaron las personas a las que iban dirigidas. Tras ese tránsito, imposible de reducir, de asimilar en un modelo único, ya que las experiencias fueron totalmente diversas, se pasa a una última parte dedicada a la vida en libertad. Tras el cumplimiento de su condena estas personas tienen que volver a un mundo que desconocen y en el que se sienten rechazadas. Pero la pesadilla no había terminado. Una amplia gama de sanciones laborales y económicas, además de otros efectos derivados de su criminalización legal, les estaban aguardando. Leyes que se aplican más de una década después de la guerra y cuyos efectos además de retroactivos son irreversibles, porque pueden dar lugar a una nueva investigación y, en su caso, a la actuación de tribunales especiales donde el individuo afectado es acusado de participar en una trama de la que le es muy difícil salir. Es la principal consecuencia de la equiparación que el mundo del franquismo viene haciendo desde la guerra entre enemigo y delito, borrando cualquier atisbo de presunción de inocencia para los condenados por «indeseables».

    Es cierto que Franco no inventó la prisión, pero la generalizó de manera extraordinaria. La guerra provocó un éxodo hacia el extranjero, pero también generó el encarcelamiento más masivo en la historia contemporánea de España fruto de una culpabilidad sistematizada que exoneraba a los nuevos dirigentes de todos los crímenes. Las órdenes de alejamiento, de residir a 250 kilómetros de la localidad natal, la prohibición de vivir en determinadas zonas rurales o en grandes ciudades como Madrid y Barcelona motivaron una auténtica diáspora interior, de gente corriente, de familias enteras. Por sus características, por el tratamiento que recibieron durante años, por su resistencia y su condición de supervivientes de la corta experiencia democrática española, su ejemplo puede considerarse ciertamente heroico, aunque esté más cerca del héroe trágico condenado a vivir desterrado en su propio país que del héroe de ficción de los finales felices.

    Primera parte

    La prisión de la Nueva España

    Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,

    Van por la tenebrosa vía de los juzgados,

    Buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,

    Lo absorben, se lo tragan.

    MIGUEL HERNÁNDEZ, El hombre acecha, 1939

    Capítulo 1

    La guerra y las prisiones habilitadas

    1. LA GUERRA

    Sin paz, sin piedad y sin perdón. Ninguna de las peticiones que el presidente Azaña hiciera para poner fin a la violencia y a la guerra de exterminio se cumplió. Comenzaba una posguerra especialmente larga y dura marcada por un ambiente general de hambre y miseria, en el que, como el propio Franco anunció, «no habría perdón para los malvados, porque la salud de la Patria, como la del cuerpo, necesitaba de cuarentena para quienes procedían del campo apestado».[4] La cárcel de la Nueva España se asentó sobre las cenizas de una guerra librada contra un enemigo interior y serviría como medio principal para separar los buenos de los malos españoles. La represión y los efectos del hambre, la insalubridad y una enorme gama de enfermedades infecciosas favorecidas por el hacinamiento hicieron que la mortalidad alcanzase en estos establecimientos sus cifras más elevadas. Así, el médico de la prisión provincial de Huelva consideraba «nada elocuentes» las 52 muertes que se habían producido entre noviembre de 1940 y mayo de 1941, teniendo en cuenta que durante el mismo periodo habrían perdido la vida en la capital onubense 963 personas «y en la provincia en igual periodo de tiempo 5.182». En Córdoba fueron 110 los reclusos fallecidos tan sólo entre diciembre de 1940 y enero de 1941 y más de la mitad murieron por avitaminosis y anemia.[5]

    Los efectos de las políticas de consolidación de este régimen se dejaron notar sobre la población de una manera extraordinaria entre 1939 y 1941. Con este telón de fondo y, especialmente durante toda la década de 1940, se fue configurando un verdadero sistema penitenciario por toda España cuyo impacto global está aún por desentrañar. Sobre todo porque la función de la cárcel no terminó en esa década sino que se prolongó durante toda la dictadura. Arrancó con mucha fuerza a través de la guerra, pero fue evolucionando hacia una forma de control y de condena social a la que tendría que hacer frente de por vida todo aquel que hubiera pasado por la cárcel.

    El Gobierno republicano tenía previsto presentar el mismo 18 de julio de 1936 un proyecto integral para la reforma del sistema penitenciario español. Se había diseñado una profunda reordenación tras la campaña de los presos de la revolución de Asturias de 1934. Pero aquel día todo se detuvo. La remodelación quedó en suspenso y, a medida que la guerra se prolongaba, las cárceles entraban en una terrible situación de la que tardarían mucho tiempo en salir. Ciudades donde la sublevación militar había triunfado, como Burgos, Segovia, Zaragoza, Pamplona, Sevilla o El Puerto de Santa María, concentraban un número importante de presos comunes que muy pronto se vieron desplazados por los primeros detenidos políticos. En núcleos urbanos como Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao no triunfó el golpe, pero las prisiones empezaron a llenarse también de nuevos «presos preventivos y detenidos gubernativos», muchos de los cuales terminarían siendo el blanco predilecto de la «justicia revolucionaria».

    La guerra lo iba a engullir todo y la cárcel iba a ser su testigo principal. Nacía una nueva forma de prisión que podría denominarse «habilitada», ya que la situación de absoluto desbordamiento se iba a prolongar mucho más allá de la guerra. Ligada desde el principio al fenómeno de la represión, desde las sacas y los fusilamientos iniciales, la cárcel terminará siendo uno de los elementos decisivos en la configuración de la dictadura. Pero toda la política y legislación criminal del régimen arrancan de la experiencia de la guerra, que definió los cauces de la prisión en la Nueva España. A medida que el ejército sublevado aceleraba su avance, extendía por toda la geografía una improvisada red de centros de detención para la que se utilizaron todo tipo de edificios. Si la desamortización del siglo XIX había convertido conventos y monasterios en presidios, la Guerra Civil iba a traer una nueva necesidad de espacio para albergar enormes contingentes de presos y detenidos acumulados desde 1936. Castillos, cuarteles, ayuntamientos, conventos y monasterios, pero también cines, fábricas, colegios, plazas de toros y campos de fútbol. Toda España era «una inmensa prisión» y pronto, prácticamente, no quedó edificio vacío ni lugar por ocupar.[6]

    Por otro lado, el sistema penitenciario moderno en España era el sueño de algunos ilustres penalistas, juristas y médicos antes que una realidad consolidada. Aunque recibió sus impulsos más poderosos durante la Restauración, la sustitución de los viejos presidios había dependido siempre de la penuria económica estatal, que ahogaba los avances en materia legal y en los estudios científicos. Se había llegado al primer tercio del siglo XX con un sistema sustentado en cárceles de partido, cárceles provinciales y prisiones centrales a las que había que añadir los depósitos municipales, los centros correccionales y otros de tratamiento especial para menores y mujeres impulsados antes de la guerra de forma pionera, pero francamente minoritarios. Esta estructura anquilosada y siempre pendiente de reforma se vio pronto desbordada. Es cierto que nunca antes se había necesitado espacio para albergar a tantos presos. En las guerras carlistas, por ejemplo, se habían hecho prisioneros, muchos de los cuales murieron en trabajos forzados como la conducción de agua a Madrid desde Lozoya, pero nunca antes se había dado un fenómeno de encarcelamiento tan masivo.[7]

    Este imponente volumen de presos inauguró una nueva etapa de la historia social de España que no puede entenderse sin volver la vista hacia el conflicto iniciado en 1936 y, sobre todo, sin entender la naturaleza del castigo que consideraron necesario aplicar los vencedores a los vencidos. Ya durante la guerra, Franco se había referido indirectamente al tema a través de sus discursos sobre la justicia y el perdón; pero desde comienzos de 1939 tocó varias veces el asunto de las cárceles, y el Día de la Victoria anunció el papel de éstas en la Nueva España. En realidad se trataba del mismo discurso que venía manteniendo toda la guerra, basado en que la población penal obligaba a una especial atención «en la disciplina de sus componentes, en su humano y justo trato y en su empleo adecuado en la reconstrucción nacional».[8]

    Sus ideas sobre ésta y otras cuestiones nunca irían más allá de las nociones elementales sobre la autoridad, la religión o la sociedad de las que siempre haría gala. Pero en marzo de 1938 ya había dado el paso definitivo para encauzar la situación «cristianamente». Tras reunirse en Burgos con el cardenal Gomá, encargó a la Iglesia la regeneración moral y religiosa de los presos a consecuencia de la revolución. Según una carta que el cardenal primado envió a monseñor Antoniutti, agregado de negocios de la Santa Sede, el jefe del Estado estaba preocupado por «el problema de la copiosa población penitenciaria» (unos 70.000 según sus cifras) y había solicitado la ayuda de «unos hombres escogidos por sus especiales características para tamaña empresa».[9] De este encargo saldría la que sería la columna vertebral del sistema penitenciario franquista: la Redención de Penas por el Trabajo. Mientras tanto, Burgos, Valladolid y Vitoria despuntaron como sedes centrales del Servicio Nacional de Prisiones creado para «el miramiento de los servicios penitenciarios de la zona nacional». El conde de Rodezno primero y el general Máximo Cuervo después dirigieron un organismo emanado de la Junta de Defensa del Estado que se limitará inicialmente a frenar la reforma republicana, depurar el personal de prisiones y someter a los nuevos presos a la jurisdicción militar.

    Mientras, el progresivo hundimiento de los frentes republicanos y la conquista de las grandes ciudades por los nacionales dejaban en manos de las autoridades militares una enorme cantidad de detenidos. Una semana después del golpe, la Junta de Burgos ya había iniciado la reorganización del territorio bajo su poder. La lectura del bando de guerra dejaba en suspenso las garantías, los plazos y las obligaciones de todo el orden jurídico republicano. Comienza entonces, a través de la Secretaría Técnica del Estado, a dictar disposiciones para ordenar este panorama, en el que quería imponer su legalidad desde el principio, esto es, la ley marcial, celebrando como ordinario cualquier consejo de guerra, «dada la necesidad de rapidez de la Justicia sumarísima».[10] Al mismo tiempo, los líderes del Alzamiento, como ellos mismos lo definen, tratan de insistir en que la España Nacional puede funcionar con normalidad frente al caos contra el que se han levantado. Ganar el campo del orden era un objetivo prioritario de su mensaje, por lo que dirigieron sus esfuerzos desde un comienzo a proyectar una imagen de unidad y estabilidad frente a la fragmentación del poder en el campo republicano.

    Pero todo el esfuerzo jurídico por ordenar las prisiones de la Nueva España que muestra la propaganda de los sublevados en realidad sólo pasó por derogar las normas de la etapa republicana y restablecer el Reglamento de 1930.[11] Bajo esta apuntalada estructura quedó suspendida la inmensa mayoría de los «presos preventivos» que saturaron las cárceles y prisiones habilitadas desde entonces y hasta su paulatina desaparición, a partir de 1946. La norma fundamental fue el Decreto de Redención de Penas por el Trabajo, de 7 de noviembre de 1938, que tenía su precedente en la Circular de 28 de mayo de 1937 «sobre trabajo remunerado de los prisioneros de guerra y presos por delitos comunes». Su espíritu de «labor regenerativa» en torno al trabajo fue seguido por las colonias penales militarizadas, dependientes directamente de Presidencia de Gobierno (Ley de 8 de septiembre de 1939). Los batallones de soldados trabajadores, batallones disciplinarios, destacamentos penales y campos de trabajo ponían fin a una larga nómina de instituciones disciplinarias de posguerra que utilizaron prisioneros de guerra como mano de obra. La mayoría fueron, como ha descrito Fernando Mendiola, creados al margen del sistema penal para prisioneros que no habían sido condenados por delito alguno.[12] A medida que todos ellos fueron paulatinamente desapareciendo, la prisión se consolidó para la dictadura como destino principal para lo que quedaba de la base social republicana y para los elementos sociales indeseables. Dentro del ideal de Cruzada y de todos los atributos simbólicos de la victoria que diseñan la paz, ya aparece claramente definida la doble función que las cárceles tendrán al terminar la guerra: sede del castigo, por haber hecho daño a España destruyéndola, y del trabajo, para compensar el daño realizado trabajando en su reconstrucción.

    2. LAS PRISIONES HABILITADAS

    La derrota desilusionada y el claro desengaño de unas masas excitadas a la rebeldía pretendiendo desterrar toda idea de Dios y de Patria, empiezan a llenar y colmar la capacidad de todos los establecimientos penitenciarios.

    Reverendo MARTÍN TORRENT,

    Qué me dice usted de los presos, 1939, p. 25

    Las guerras del siglo XX trajeron consigo la proliferación de lugares para el encierro y el castigo nunca antes utilizados. En España, las prisiones existentes se habían quedado obsoletas prácticamente desde el comienzo de la sublevación. Amancio Tomé, director de la prisión madrileña de Porlier, dio las cifras de aquel impresionante desbordamiento humano. Los penales españoles estaban preparados para acoger a no más de 15.000 o 20.000 presos en 1936, y en poco menos de tres años fue preciso disponer de locales para unos 300.000.[13] El Ministerio de Justicia daría cifras algo más bajas para el número de presos de 1940: en torno a los 270.000. Sus datos hacían referencia únicamente a las penas de reclusión con condenas firmes, pero no mencionaban todas aquellas prisiones irregulares o habilitadas por las que desfilaron miles de personas. Si a ello se añade la confusión entre prisioneros de guerra, detenidos políticos, en traslado y presos comunes, las posibilidades reales de conocer con exactitud el número de encarcelados en los primeros años de gobierno de Franco son ciertamente escasas. Una de las primeras órdenes que recibieron los directores de prisiones habilitadas al hacerse cargo de estos grandes contingentes penales fue poner en marcha el expediente de cada preso, además de llevar un registro de contabilidad y mantener la disciplina. Pero, como repetían una y otra vez los mismos oficiales, aquello era imposible.

    Hay varios ejemplos gráficos de estos momentos en los que la improvisación y la crueldad llegaron a competir descarnadamente por el control de las prisiones. Tras la conquista de Talavera de la Reina, que había opuesto una fuerte resistencia al avance del ejército sublevado desde el sur, se habilitó una antigua cuadra que se dedicaba a ganado vacuno para «guardar a los rojos». La ventaja, según el comandante, estaba en que las pesebreras podían utilizarse como locutorios de comunicación con los familiares.[14] La situación en las cárceles cercanas a las fronteras fue especialmente delicada desde un principio. En Irún se habilitó la Casa del Pueblo para 600 presos hasta que fueran trasladados a San Sebastián otros tantos. En Jaca se utilizó como cárcel un edificio del siglo XIII. Tenía cuatro plantas, pero sólo había agua corriente en la primera. En el invierno de 1938 la nieve amenazó con hundir el local atestado de presos, muchos de ellos extranjeros. Desde Vitoria, Cuervo autorizó el alquiler de una casa particular «hasta descongestionar la del partido», pero años más tarde, en 1943, la embajada británica manifestaba que la prisión de Jaca «es insuficiente para el número de detenidos, alimentación baja, suciedad grande, olor nauseabundo y todo género de insectos».[15]

    En el verano de 1937 la situación general era ya caótica. Tras la caída de Bilbao en junio, más de 5.000 presos esperaban pasar a disposición judicial, encerrados en el colegio de escolapios. Muy lejos de allí, en Málaga, el gobernador

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