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El fundamentalismo democrático
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Libro electrónico144 páginas1 hora

El fundamentalismo democrático

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¿Cómo es posible hablar de fundamentalismo democrático cuando parecen términos tan contradictorios entre sí?
El fundamentalismo es de origen religioso, preconiza la interpretación literal de los textos sagrados y su estricto cumplimiento. Pero, por extensión, podemos aplicar el mismo calificativo a aquellas corrientes que pretenden aplicar de manera ortodoxa la doctrina de un partido político, y aun ejercer del mismo modo la acción pública. La democracia tiene sobre todo que ver con el triunfo de la razón y del positivismo científico pero, en nuestros días, se aparta con peligrosa insistencia de los senderos de la duda para revestirse de certezas cada vez más resonantes: mercado, globalización, competencia.
En este libro, Juan Luis Cebrián llama la atención sobre las tendencias totalizadoras, absolutistas y demagógicas de gran parte de los poderes que operan hoy en el mundo, y pone sobre aviso acerca de la mixtificación de la democracia, de su conversión en cuerpo ideológico cerrado y de su malversación, a fin de proteger los intereses y las manías de las clases dominantes. Aunque éste puede ser un mal universal, sus síntomas se han hecho notar con especial virulencia en España durante los últimos años de gobernación de la derecha. Sobre las consecuencias perversas para nuestra convivencia, repleta de renuncias y decepciones frente a las esperanzas alumbradas después de la muerte del dictador Franco, trata también este apasionante ensayo.
IdiomaEspañol
EditorialTAURUS
Fecha de lanzamiento7 dic 2011
ISBN9788430609192
El fundamentalismo democrático
Autor

Juan Luis Cebrián

Juan Luis Cebrián (Madrid, 1944) es periodista, escritor y académico de la lengua española. Fundador y primer director de El País, actualmente ocupa la presidencia de ese diario, así como la del Grupo PRISA. Su dilatada trayectoria profesional en el mundo del periodismo y la empresa está indisolublemente unida al avance de la democracia en la sociedad española y al fortalecimiento de los lazos con América Latina y Europa. Cincuenta años de carrera en la prensa le han hecho merecedor de numerosas distinciones y reconocimientos a la independencia, el rigor y la libertad de expresión, como el premio Nacional de Periodismo de España (1983), la medalla a la libertad de expresión de la F.D. Roosevelt Four Freedom Foundation (1986) y el premio Internacional de Trento de Periodismo y Comunicación (1987). Cebrián ha desarrollado a lo largo de su vida una intensa actividad como articulistay conferenciante y es autor de varios libros de ensayo, entre los que cabe citar La prensa en la calle (Taurus, 1980), La España que bosteza (Taurus, 1981), Crónicas de mi país (1985), Retrato de Gabriel García Márquez (1989), Cartas a un joven periodista (Aguilar, 1997), La red (1998), El fundamentalismo democrático (Taurus, 2004) y El pianista en el burdel (2009). Ha cultivado asimismo la narrativa con títulos como La rusa (Alfaguara, 1987), La isla del viento (Alfaguara, 1990), La agonía del dragón (Alfaguara, 2000) y Francomoribundia (Alfaguara, 2003).

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    El fundamentalismo democrático - Juan Luis Cebrián

    ENTRE RELIGIÓN Y POLÍTICA

    El 20 de marzo de 2003, un ejército constituido por fuerzas de Estados Unidos, Reino Unido y Australia comenzó una guerra de ocupación en territorio iraquí, al margen de la legalidad internacional y de los mandatos de las Naciones Unidas. La decisión de invadir Irak fue, en parte, una represalia por el ataque terrorista de Al Qaeda contra las Torres Gemelas, aunque sus motivos reales residían en el interés geoestratégico de las grandes potencias por el control de las fuentes del petróleo. También hay que tener en cuenta la desconfianza creciente de Washington respecto a su principal aliado en el mundo musulmán, Arabia Saudí, y los deseos de la Casa Blanca de establecer un nuevo orden mundial dirigido por ella, en el que sólo China se dibuja como eventual potencia alternativa a la norteamericana. Desde el punto de vista formal, la decisión bélica se tomó en las islas Azores, durante una reunión tripartita en la que el presidente estadounidense y los primeros ministros británico y español lanzaron un ultimátum a Sadam Husein para que destruyera el arsenal de armas de destrucción masiva que supuestamente obraba en su poder. A la opinión pública mundial se le explicó que esta segunda guerra del Golfo tenía como objeto primordial la aniquilación no sólo de ese armamento, sino también del régimen tiránico del dictador iraquí (al que se describía como el Hitler del siglo XXI e importante aliado del terrorismo integrista islámico), la construcción de un régimen democrático en el país y, en definitiva, la liberación de su pueblo, que habría de recibir en triunfo a las tropas ocupantes. Ya que la Carta de las Naciones Unidas prohíbe expresamente una acción armada para provocar un cambio de régimen, fue la eventual amenaza de que Sadam utilizara armas nucleares o químicas lo que los gobiernos estadounidense, británico y español blandieron como justificación inmediata del ataque. Conocemos la evolución de los acontecimientos desde entonces, aunque todavía sea una incógnita el corolario final: las tropas invasoras no encontraron ningún tipo de armamento que explicara el nerviosismo de la Casa Blanca, pero el Estado iraquí fue destruido y las dificultades para edificar un nuevo régimen son patentes, mientras aumenta la sangría de soldados y civiles en la zona.

    El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adoptó, en octubre de 2003, una resolución tendente a normalizar la situación en el área y a procurar un esfuerzo multinacional para la reconstrucción del país, poseedor de una gran reserva de petróleo y productos energéticos pero incapaz de generar, en la actual situación, una mínima renta que pueda financiar su propio futuro. La resolución de la ONU trataba únicamente de ayudar a la comunidad internacional a salir del atolladero en que el aventurerismo de los gobiernos reunidos en Azores la había sumido, pero no suponía —no podía hacerlo— una legalización a posteriori de la invasión. Como telón de fondo de la caótica situación creada, permanece aún hoy la insidiosa doctrina de la guerra preventiva y la incógnita de si es lícito, y posible, exportar la democracia a cualquier país mediante el uso de la fuerza.

    La ocupación de Irak es el hecho más paradigmático de cuantos definen el actual marco de las relaciones internacionales y la construcción de ese nuevo orden que los líderes del mundo vienen procurando desde la caída del Muro de Berlín, y que se vio gravemente amenazado por los sucesos de Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001. Se inscribe en una lógica en la que, en nombre de la lucha contra el terrorismo y de la defensa de los derechos humanos o de la democracia, conviven embarulladamente convicciones éticas y actuaciones execrables, esfuerzos dignos de encomio, como la creación de un Tribunal Penal Internacional, y espectáculos tan indignos y vergonzosos como el campo de concentración para sospechosos que Estados Unidos mantiene en Guantánamo; o la brutal represión contra los ocupantes del teatro Dubrovka de Moscú, donde el Gobierno ruso decidió solventar una toma de rehenes mediante el empleo de la fuerza ciega, acabando con la vida de todos los secuestradores y de muchos de los secuestrados.

    Ninguno de estos hechos —ni otros que no se citan ahora— se debe a la mera casualidad, ni a la torpeza o acierto coyunturales de determinados gobernantes, sino a la dificultad creciente de las sociedades libres para acoplar sus estándares y sistemas de vida al nuevo marco de la globalización, y a la ausencia de una reflexión teórica capaz de dar respuesta cierta a las cuestiones de la democracia en el siglo XXI. Los países democráticos manifiestan una progresiva tendencia a limitar el ejercicio y funcionamiento de las libertades apelando a la seguridad, sea de los estados, sea de los propios ciudadanos. La globalización ha puesto de relieve las paradojas y contradicciones que los sistemas del capitalismo avanzado padecen en un mundo regido todavía por instituciones que emanan de las convenciones sociales del siglo XIX y que, en la práctica, desconocen las enormes transformaciones generadas por los avances tecnológicos, el carácter transversal de la sociedad de la información y la universalización de la norma de la eficacia económica, cada vez más reacia a someterse a reglas y menos sometida a la autonomía de la política. El desconcierto generado ha sido caldo de cultivo para oportunistas y rufianes, cómodamente instalados en la dirección de las nuevas mafias emergentes en aquellos países que se abren, por vez primera, al sistema democrático, pero también ha servido para potenciar la mediocridad política y el papel de la religión y la magia en la moderna conducción de los pueblos.

    Llama la atención que, en un tiempo en que los descubrimientos científicos han progresado sobremanera, muchos de sus frutos se pongan, de forma inconsecuente, al servicio de esas fuerzas intangibles que tratan de gobernar el mundo, no desde las convicciones morales plasmadas en las leyes, sino desde su particular y parcial concepción de la verdad. Una verdad, por lo demás, revelada al hombre, y sobre la que éste tiene, por lo tanto, muy poco que opinar, pues le trasciende, le condiciona y, de alguna manera, le determina. El culto a esa verdad alienante constituye una especie de historia oculta de la Humanidad, que es sagrada en las religiones del Libro y mitológica en el politeísmo de los clásicos. La religión y el mito han tenido, desde el comienzo de los tiempos, una gran importancia en la organización política de los pueblos, que resultó decisiva en el caso de las culturas del Libro, en las que éste se ha considerado siempre como palabra de Dios y es, a un tiempo, manual de espiritualidad y código de conducta.

    Las modas al uso y la influencia de los medios de comunicación anglosajones han terminado por conferir el término fundamentalismo a la descripción del movimiento radical islámico, pero las raíces y el origen del comportamiento fundamentalista se remontan a la Biblia y a la civilización judeocristiana. El dificultoso proceso de laicización de una sociedad que había entronizado el concepto de Sacro Imperio, y ejecutado con precisión el de Guerra Santa al emprender las Cruzadas, culminó en el siglo XVIII con el triunfo del enciclopedismo, en el umbral de las revoluciones burguesas. A partir de ahí se desarrolla, comenzando en Norteamérica y continuando por Francia, un nuevo concepto de democracia social y política, cuyo empeño más significativo fue la igualdad de todos los hombres ante la ley. El modelo se ha prolongado hasta nuestros días en las democracias occidentales, pero su progreso no impidió por completo las inevitables interacciones entre religión, mito y política. En España, que no vivió una revolución liberal comparable a la de sus vecinos europeos, se hicieron especialmente visibles. A finales del siglo XIX, un carlista disidente, Ramón Nocedal, fundó un movimiento que no tardaría en verse apellidado de integrista, como consecuencia de la propia definición de su ideología. Su portavoz fue un periódico, paradójicamente llamado El Siglo Futuro, creado por el padre de don Ramón, y que pasa por ser una de las publicaciones más reaccionarias de cuantas ha conocido la historia de la España moderna. En 1902, Nocedal pronunció en el Congreso un discurso contra el gabinete liberal de Sagasta, en el que definía nítidamente su postura:

    Yo no predico la guerra civil, ni el motín, ni la algarada, pero a ésos y a cuantos oigan mi voz quiero decir que, si no se deciden a ejercitar sus derechos, desoyen la voz venida del cielo y desobedecen la voluntad soberana que nos manda unirnos en apretado haz, y lanzarnos en falange a conquistar nuestros derechos conculcados, a defender la verdad desconocida, a restaurar el imperio absoluto de nuestra fe íntegra y pura y a pelear con los partidos liberales a quienes, no yo, sino León XIII, llama imitadores de Lucifer, hasta derribar y hacer astillas el árbol maldito.

    Aunque el integrismo como movimiento político languideció a la muerte de su líder, su cultura, surgida al calor de las fobias antimodernistas del papado, proliferó extraordinariamente, en España y fuera de ella. Las confesiones protestantes no escaparon a la moda; antes bien, en gran parte, contribuyeron a promoverla y propagarla. Por las mismas fechas en que Nocedal vociferaba en Madrid, en Estados Unidos comenzó un movimiento, común a muchas de las denominaciones protestantes, que reclamaba una interpretación literal de la Biblia, opuesta a la experiencia científica del conocimiento, y muy especialmente a la teoría de la evolución. Los ministros y teólogos que se resistieron a aceptar los vientos de esta reacción fueron excluidos de sus cargos, y se crearon numerosas instituciones educativas dedicadas a propagar la ortodoxia de la fe, que incluía, entre otras cosas notables, la resurrección física de los creyentes. El movimiento recibió el nombre de fundamentalismo, por referencia a una colección de libros, Los doce fundamentos, en los que se recogió lo esencial de su doctrina, y que merecieron una extraordinaria aceptación de público. Su influencia llegó al máximo durante la

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