Explora más de 1,5 millones de audiolibros y libros electrónicos gratis durante días

Al terminar tu prueba, sigue disfrutando por $11.99 al mes. Cancela cuando quieras.

El príncipe moderno: Democracia, política y poder
El príncipe moderno: Democracia, política y poder
El príncipe moderno: Democracia, política y poder
Libro electrónico402 páginas5 horas

El príncipe moderno: Democracia, política y poder

Calificación: 4 de 5 estrellas

4/5

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

¿Cómo podemos entender la política para así poder obrar como consejeros del Príncipe?

Una introducción al descompuesto y desorientador panorama de la política actual.
La crisis económica ha acelerado el ritmo de los cambios políticos en todo el mundo: mayor imprevisibilidad electoral, regresiones autoritarias, surgimiento de nuevos partidos, dificultades para formar gobierno o aumento de las tensiones territoriales, todas ellas cuestiones al orden del día. Esta aceleración ha hecho que cada vez haya ganado más espacio en el debate público una figura hasta ahora ignorada: el politólogo.
Este libro tiene por objeto reivindicar su papel y presentar modestamente lo que la ciencia política empírica puede aportar a este tiempo de cambios. Con guiños a la obra clásica de Nicolás Maquiavelo, El príncipe moderno hace una revisión de la agenda política contemporánea.
El origen del Estado y el papel de la globalización, los ejes fundamentales de la democracia y su organización institucional, el destino de los nuevos y viejos partidos o el devenir de nuestros Estados de bienestar son algunas de las cuestiones revisadas. Muchas de ellas aún están abiertas, pero constituyen el mejor ejemplo para reivindicar la importancia de esta disciplina como un instrumento útil para entender mejor los cimientos de la política actual.
IdiomaEspañol
EditorialDEBATE
Fecha de lanzamiento11 oct 2018
ISBN9788499929293
Autor

Pablo Simón

Pablo Simón (Arnedo, 1985) es un politólogo y comentarista político español. Trabaja como profesor en el Departamento de Ciencias sociales de la Universidad Carlos III de Madrid. Es editor de la plataforma de análisis político Politikon, donde también ha realizado publicaciones conjuntas, siendo coautor de La urna rota y El muro invisible. Por su especialidad en los sistemas de partidos y los sistemas electorales, Simón es colaborador en varios medios de comunicación como el periódico El País, la revista Jot Down, los canales de televisión La Sexta y Televisión Española o la emisora de radio Cadena SER.

Lee más de Pablo Simón

Autores relacionados

Relacionado con El príncipe moderno

Libros electrónicos relacionados

Ideologías políticas para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para El príncipe moderno

Calificación: 4 de 5 estrellas
4/5

1 clasificación1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5

    Jun 29, 2020

    La crisis económica de hace una década supuso un antes y un después en el interés del público hacia la economía o la política. Las televisiones se llenaron de programas especiales y el sector editorial aumentó la tirada de ensayos que explicaban desde diferentes perspectivas y premisas ideológicas, qué tipo de políticas provocaron la situación y las tendencias que alumbraban. Hoy vivimos tiempos de resaca, donde se han cumplido algunas predicciones y otras han sido superadas por la sucesión de nuevos acontecimientos. Lejos de aclarar el debate público, las redes sociales han traído mayor confusión, y los argumentos razonados y empíricos acaban silenciados por el relativismo de opinólogos profesionales que han polarizado las posiciones de una sociedad cada vez más pasiva y desinformada. Este ensayo del politólogo Pablo Simón, pretende tomar perspectiva alejado del fango y de la urgencia, y exponer una serie de conceptos clásicos en la ciencia política cuyo significado ha sido frecuentemente manipulado de forma interesada o no se ha entendido correctamente. Para ello, utiliza las herramientas metodológicas de las ciencias sociales, que combina normativa y análisis estadístico, reflexión teórica y estudios de caso publicados en la literatura especializada. Desde la honestidad que supone no tomar posiciones a priori, va desgranando las manifestaciones diversas de los sistemas democráticos, los límites del Estado nación en la economía globalizada, las ventajas e inconvenientes de los sistemas electorales proporcionales y mayoritarios, la crisis del sistema de partidos y las oportunidades que abre, las diferencias entre la democracia parlamentaria y presidencialista, etc. Al mismo tiempo, se introduce en la demoscopia para extraer algunos aprendizajes del comportamiento electoral del ciudadano, y formular hipótesis que puedan explicar las condiciones que han generado una mayor receptividad hacia discursos autoritarios, o el grado de preocupación por la desigualdad o la corrupción en nuestras sociedades. Es un libro introductorio, un manual de limpieza, no profundiza en los temas que trata pero aporta interesante bibliografía en los pies de páginas, reivindicando que la ciencia política debe salir de la academia y aportar sus conclusiones en la arena pública. Con un estilo aséptico y limpio de prejuicios, consigue poner un poco de orden en el debate público y ofrecer herramientas que sirvan de autodefensa intelectual frente a tertulias ruidosas y opiniones precocinadas o directamente falsas.

Vista previa del libro

El príncipe moderno - Pablo Simón

Al magnífico lector

Cuando alguien desea congraciarse con el lector, en especial si es con la voluntad de que elija su título en concreto, no le queda más remedio que acercarse a él con lo más valioso que posee. De ahí que muchos autores se presenten en sus escritos brindando una prosa magnífica, aventuras increíbles, reflexiones profundas, historias emotivas y tiernas o incluso un texto que sirva, por su carácter práctico, para mejorar alguna habilidad.

Con el ánimo de dar a quien sostiene este libro alguna prueba de utilidad, me he encontrado con que no poseo nada que me sea de mayor valor y estima que el conocimiento que he adquirido sobre las acciones políticas durante estos últimos años. Un conocimiento asentado en un cuidadoso examen de la actualidad, aquí y en otros lugares, el saber de la academia por mi formación en ciencias sociales, las numerosas interacciones con medios y charlas con periodistas, las conferencias en foros muy diversos y las conversaciones con académicos de una valía muy superior a la mía.

Aunque quizá esta obra sea indigna del lector, confío al menos en su indulgencia a la hora de aceptarla. Al fin y al cabo, no puedo hacer mejor regalo que poner a su disposición las condiciones de entender, en un plazo muy breve, todo cuanto he aprendido en largos y agitados años de formación, experiencias personales y no pocos errores de juicio. En la medida de lo posible, no he adornado esta obra con más jerga ni palabras de las necesarias, ni con largas frases, ni con artificios que la hagan oscura o incomprensible. He preferido que, si brilla, no sea por su estilo, sino por su contenido y, a poder ser, que sea esto último lo que la haga grata.

No quiero, en todo caso, que se vea como presunción el que alguien como yo se ponga a dictar cátedra sobre aquello que es la política y su orden. Pues, al fin y al cabo, igual que quien quiere tomar una buena fotografía de la realidad debe comenzar haciendo un buen encuadre, aquí no encontrará sino una herramienta, un instrumento al servicio de un mejor dibujo del paisaje. Por lo tanto, acoja el lector este libro con el mismo ánimo con el que está escrito; un viaje de descubrimiento, una pequeña contribución para entender mejor el mundo y un modesto obsequio para que el día de mañana se pueda confrontar con la cambiante política de modo más firme y seguro.

1

El consejero del príncipe

En los últimos años la política ha cobrado importancia para muchos ciudadanos. Esto es algo habitual en situaciones de crisis económica; el interés por lo público y el descontento general aumentan cuando la vida de los ciudadanos empeora. Además, tiene bastante sentido que haya sido así. La crisis comenzó en su faceta económica y se llevó por delante a muchos gobiernos, pero dada su profundidad y severidad no tardó en convertirse en una crisis política e institucional en todos los países de Europa. De repente hubo un ciclo de protestas callejeras, el surgimiento de nuevos partidos y una percepción de provisionalidad de todo lo que se había dado por sentado. Durante la última década muchas de las costuras de nuestros sistemas políticos han saltado por los aires y la desorientación se ha hecho evidente.

En paralelo con ese proceso de cambio profundo se han ido colando en el debate público unas figuras que hasta la fecha resultaban desconocidas: los politólogos. Cualquier estudiante de ciencia política sabe lo difícil que siempre ha sido explicar el contenido de esta disciplina. Lo más común era que los familiares cercanos preguntaran al universitario con qué partido iba a comenzar su carrera hacia la presidencia, asumiendo por definición que quería ser político. Sin embargo, ahora se reconoce que la función del politólogo, con permiso de algún nuevo partido español, no es esa, sino más bien la de analizar los fenómenos políticos, con mejor o peor fortuna, empleando herramientas de las ciencias sociales. Por eso con frecuencia los politólogos vienen pertrechados de datos, encuestas y experiencias comparadas, con saberes de su campo, pero también picoteando de la sociología, de la historia o de la economía. No siempre logran contribuir o ser útiles, pero poco a poco han ido saliendo de sus torres de marfil para intentar arrojar algo de luz a los acelerados cambios que estamos viviendo.

Esta disciplina, sin embargo, es más antigua de lo que parece. Casi se podría rastrear su origen en el momento en que los seres humanos comenzamos a vivir en comunidades sedentarias. Muchos pensadores la han ejercido aun sin saberlo y, pese a que Tucídides, Polibio o Aristóteles la hacen balbucir en el principio de los tiempos, el consenso inequívoco es que el padre de la ciencia política moderna fue Nicolás Maquiavelo. Este florentino renacentista, que vivió a caballo entre los siglos XV y XVI, fue un personaje contradictorio. Era bromista, buen comedor, amante tanto de las letras como de las mujeres, pero, sobre todo, un hombre apasionado por una cosa: la política.[1] Por paradójico que resulte, fue su fracaso en esta materia lo que consagró su figura. Maquiavelo había desempeñado diferentes cargos en la república de Florencia, pero su caída y la llegada al poder de los Médicis le dejaron en el ostracismo a los cuarenta y tres años. Desde entonces toda su obsesión fue, mediante su prosa descarnada y con su sonrisa equívoca, tratar de explicar por qué había caído el régimen republicano de su amada ciudad.

Maquiavelo, de manera muy provocadora, decía en El príncipe: «Siendo mi intención escribir algo útil para quien lo lea, he considerado más apropiado ir directamente a la verdad objetiva de los hechos que a su imaginaria representación».[2] Esta pornográfica declaración de intenciones, que habría de plasmar también en los Discorsi, era la razón de ser de toda su obra: su ánimo era desnudar la naturaleza de lo político. Una manera de pensar que, pese a tener quinientos años, sigue interpelando a cómo se organizan hoy nuestras sociedades. La idea de la racionalidad instrumental (medios orientados a fines), la diferencia entre lo real y lo aparente y, sobre todo, su noción de la política como un dominio autónomo permitieron entender algo clave: la política siempre entraña dilemas y el juicio sobre la misma es algo contextual.

Pese a las palabras falsas que siempre se ponen en sus labios[3] y lo poco comprendida que es su figura, la obra de Maquiavelo marcó un antes y un después. Schopenhauer hizo una analogía fabulosa que resume muy bien su pensamiento. A juicio del filósofo alemán, Nicolás Maquiavelo es como un «maestro de esgrima»: nos enseña el arte de la espada, un conocimiento puramente técnico y descarnado del poder. Él no entra en la valoración ética de los fines, «como un maestro de esgrima no presenta una exposición moral contra el asesinato y el golpe mortal».[4] Antes bien, nos enseña las reglas del juego, las analiza fríamente y nos muestra que el juicio sobre la política tiene que ser distinto al de la moral religiosa o humanista. La idea de que en ocasiones en política se debe hacer un «mal» que tiene efectos beneficiosos y de que, a la luz de estas consecuencias, deberá evaluarse.

La vocación de Maquiavelo es, por tanto, descubrir las reglas de funcionamiento del mundo y exponerlas de un modo desapasionado. Un nervio que no solo atraviesa la ciencia política como disciplina, sino que también, como se verá, atravesará este libro. Y, hasta cierto punto, si es útil adquirir tal conocimiento es porque eso sirve para poder obrar como consejeros del príncipe. Es decir, como guías para las acciones de aquellos que gobiernan, con el fin de aconsejar sobre cómo proceder en un mundo de cambiante Fortuna. De ahí, por tanto, que conocer la política «tal cual es» constituya el primer paso, imprescindible, para tratar de cambiar cómo funcionan nuestras sociedades.

POR QUÉ ES ÚTIL UNA CIENCIA DE LA POLÍTICA

Desde el año 2012, uno de los temas más importantes en España ha sido la corrupción. Numerosos escándalos pusieron en la picota al partido del Gobierno y periódicamente han aparecido nuevos políticos investigados. Esto ha llevado a que con frecuencia los comentaristas se lleven las manos a la cabeza porque la corrupción no parece pasar factura electoral a los implicados; pese a que se suceden las imputaciones, los votantes siguen optando por estos partidos. La explicación más habitual para esto y la favorita del gran público es que los españoles son los «herederos morales» del Lazarillo de Tormes.[5] Dado que la corrupción está socialmente aceptada en España, los ciudadanos serían, en el fondo, igual que sus gobernantes. Unos roban del erario, los otros recurren al trapicheo y a la economía sumergida. Por lo tanto, es natural que no se castigue a los corruptos en las urnas. En el fondo, todo es una cuestión de cultura política, menos crítica en España que la de los virtuosos ciudadanos de otras latitudes. Sin embargo, ¿de verdad podemos ser tan rotundos en el argumento?

En primer lugar, la mayoría de los estudios muestran que el castigo electoral a la corrupción es bastante bajo en la mayor parte de los países. Las elecciones parecen un mecanismo tan imperfecto para echar a los corruptos en España como en Brasil, en Japón o en el Reino Unido, con lo que el argumento cultural empieza a resquebrajarse. Además, tal vez no baste con mirar en qué medida son reelegidos los políticos, sino en qué medida la corrupción podría afectar a otro elemento clave: la propensión a votar. Datos recientes acerca de las elecciones municipales señalan un hecho interesante. Tras un escándalo de corrupción en la ciudad, la tendencia a votar de los partidarios del alcalde y de la oposición no se vio alterada de manera significativa. Sin embargo, los ciudadanos que no se identificaban con ningún partido de manera clara fueron más propensos a abstenerse. Este hecho, al penalizar más a los nuevos partidos o los partidos minoritarios, podría explicar por qué los alcaldes corruptos pudieron seguir en el cargo con mayor facilidad. Su continuidad en el poder solo se vio amenazada ante escándalos graves ampliamente cubiertos por la prensa.[6]

Esta cuestión es un ejemplo perfecto sobre el tipo de contribución que puede hacer la ciencia política. Se parte de una premisa o de un argumento sobre un tema relevante, se contrasta empíricamente y, a partir de ahí, se intentan extraer conclusiones generales para confirmar o actualizar esta creencia previa. Si hay un efecto de la cultura en exonerar la corrupción, parece que la española no es diferente a la de otros lugares. De hecho, se ve que las elecciones son un mecanismo imperfecto para castigarla en todo el mundo. Además, está demostrado que las posiciones ideológicas de los votantes tienden a proteger del castigo en las urnas, pero la corrupción sí que afecta al sufragio. En concreto, lo hace mediante la abstención de los ciudadanos menos politizados, un efecto condicionado por el papel que juega los medios de comunicación al tratar el escándalo. Por tanto, he aquí unas aportaciones sobre la corrupción que, como se ve, son modestas, pero permiten desarrollar unos argumentos más exigentes que apelar, de forma general, a la cuestión cultural.

Esta aproximación es la que da valor a la ciencia política, una ciencia social que se interesa esencialmente por los fenómenos políticos —es decir, por todo aquello que implica el uso del poder y de la influencia—. A un científico social, al tratar con seres humanos, no le queda más remedio que buscar la falsabilidad. Es decir, apenas aspira a establecer tendencias generales sobre los fenómenos sociales, un saber provisional e inestable del mundo. Para ello sigue una serie de reglas (validez, fiabilidad, replicabilidad), contrasta hipótesis y recurre a diferentes estrategias, tanto cuantitativas como cualitativas. Esto le hace tener acceso a un conocimiento que siempre es parcial y, además, muy poco contundente. Se ve obligado con frecuencia a actualizar lo que pensaba sobre una gran cantidad de cuestiones. Sin embargo, es la única manera de aproximarse con cierto rigor al conocimiento de las dinámicas sociales, las cuales están en continua transformación.

Las ciencias sociales tienen también límites adicionales generados por sí mismas. La fragmentación del conocimiento, su excesiva compartimentación en disciplinas que no dialogan entre sí, dificulta la elaboración de diagnósticos generalistas. Se corre el riesgo de la hiperespecialización del conocimiento y de su desconexión con lo que ocurre en el mundo. Al mismo tiempo, la propia naturaleza de la producción académica, que en ocasiones tiene tintes casi fordistas (publicar mucho sin mirar qué), dificulta poder profundizar en cuestiones ambiciosas de largo recorrido para nuestras sociedades. Estos no son, ni mucho menos, problemas insalvables, pero ser conscientes de estos límites ayuda a que la entrada en escena de la ciencia política pueda ser más provechosa para el debate público. Eso sí, siempre que los politólogos asuman que la ambición de sus metas no puede paliar lo modesto de sus capacidades.

La ciencia política tiene diferentes ramas. Aunque una parte de ella se dedica al análisis de las instituciones, el comportamiento político o las relaciones internacionales, otra muy importante se centra en los aspectos normativos. Es decir, le preocupan esencialmente la discusión entre el «ser» y el «deber ser» y conceptos como «democracia», «libertad», «tolerancia», «igualdad», «lo justo» o «lo bueno». Esta rama parte de un paradigma totalmente diferente al expuesto antes pero fundamental y llevado por preguntas que van al núcleo mismo de lo político. Un ejemplo puede ilustrar esto de manera sencilla.

Si uno se pregunta: ¿qué es una democracia?, ¿por qué debemos gobernarnos democráticamente?, ninguna de estas dos preguntas puede seguir una pauta científica en su resolución. No podemos contrastar empíricamente si es más justo o no vivir en regímenes de estas características. Sin embargo, sin responderlas, no hay sociedad posible, porque, sin discusión normativa, no existe política. Ahora bien, si en vez de estas preguntas uno se interroga: ¿por qué a veces colapsan las democracias? O ¿por qué hemos llegado a tener «estas» democracias?, de nuevo se gira el foco hacia lo contrastable empíricamente. Por lo tanto, en el fondo hay una relación más estrecha de lo que parece entre lo normativo y lo empírico, ya que cualquier juicio teórico debe anclarse en las posibilidades de lo real. En este libro me centraré bastante más en esto último, pero resulta inevitable que lo primero también aflore.

Ahora bien, antes de desarrollar algunas premisas básicas de este texto se hace inevitable comentar, al menos de manera superficial, la relación entre la academia y el debate público; dos ecosistemas diferentes con sus propias lógicas y tensiones, pero que tienen una relación cada vez más intensa.

POLITÓLOGOS EN LA ARENA: LA RELACIÓN CON LOS MEDIOS

Desde hace algo más de un lustro el papel de los profesores de ciencia política ha ido en aumento en la esfera pública. Ya sea en prensa, radio o televisión, los politólogos se han ido incorporando progresivamente como columnistas o como analistas en diferentes programas. Las razones para ello pueden ser diversas, pero de entrada hay explicaciones tanto de oferta como de demanda.

Desde la perspectiva de la oferta, durante la última década se ha ido desarrollando una masa crítica de científicos sociales en España y en Europa, algo que se ha producido en paralelo con la expansión de facultades, universidades y centros de investigación. Esta generación de académicos ha reforzado el papel de unas disciplinas que han ganado peso específico en la comunidad científica. Estos nuevos profesores e investigadores normalmente están en posiciones júnior y precarias. Sin embargo, al ser de edades cercanas, también lo son en sus paradigmas, se leen entre ellos y, con frecuencia, permanecen algo más ajenos a las rencillas universitarias que sus mentores. Al mismo tiempo, ha habido un aumento de los graduados en ciencias sociales, lo que también ha generado cierto mercado para estas temáticas, mientras que mejoraban de manera importante las fuentes de datos e información disponible públicamente, fundamentales para poder hacer análisis con pocos recursos. Todo ello ha facilitado que pueda haber capital humano en las academias que revierta en una divulgación de cierta calidad.

Por el lado de la demanda también ha sido fundamental el creciente interés por los métodos de análisis y de opiniones alternativos entre el público. Esto ha sido así sobre todo desde la llegada de una crisis económica estrechamente vinculada con causas políticas y el surgimiento de nuevos partidos y movimientos sociales. Entretanto, el incremento del interés por la política, por las encuestas, así como el hecho de que cada vez haya más medios de comunicación centrados en estos contenidos (o formas de infotainment[7]), han ayudado a generar un acoplamiento entre la oferta y la demanda de análisis político. La infraestructura tecnológica también ha puesto su granito de arena en ambas dimensiones. Por primera vez ha sido posible puentear a los gatekeepers tradicionales de la opinión, los medios de comunicación, gracias a internet y al uso de blogs temáticos de ciencia política. Tanto es así que los propios medios se han adaptado en sus formatos digitales para generar contenidos cruzados, retroalimentando o alojando a muchos de esos blogs.

Estos hechos han dado a la ciencia política la oportunidad de hacer divulgación como nunca y de ganarse, hasta cierto punto, el derecho a ser escuchada. Sin embargo, la relación entre esta disciplina y la lógica del debate público no está exenta de tensiones.

La primera tensión evidente del académico es con la actualidad. Hay un equilibrio complejo entre generar contenidos que sean exitosos o populares y ser estrictamente riguroso con la credencial que uno posee. El frenético ritmo de los medios empuja al académico a hablar de temas de los que no tiene demasiada idea, a actuar como una especie de «opinólogo cualificado», pero esto no garantiza que necesariamente sea más preciso que un periodista. No obstante, si los politólogos se limitan a hablar solo de aquellos temas en los que tienen expertise, o bien se vuelven repetitivos o bien no llegan al gran público.[8] Quizá el valor del politólogo sea introducir cierto método a la hora de aproximarse a los problemas sociales con los argumentos o los datos disponibles sobre la cuestión. Algo que no lo convierte, ni mucho menos, en la única voz autorizada para hablar del tema, incluso si versa de política. Sin embargo, sí le permite hacer una contribución más o menos rigurosa a las cuestiones debatidas con una perspectiva diferente.

Una segunda tensión se relaciona con lo complicado que resulta el estudio de la política y su ajuste al formato de masas. Los fenómenos nunca son monocausales, por lo que insistir en la complejidad y en los matices suele ser la opción más prudente para hacer una aportación valiosa. Sin embargo, esto choca frontalmente con el ecosistema de las redes sociales y de los medios de comunicación, con frecuencia muy restringidos tanto en formatos como en tiempos. Además, esta limitación suele convivir con una tendencia al pluralismo polarizado, ya que las audiencias de los medios tienden a segmentarse ideológicamente, lo que da pie a un dilema: una simplificación excesiva del asunto llega más fácilmente al público, pero comporta altos costes en cuanto a su rigor. De hecho, lo que más alcance tiene es el cómodo eslogan partidista, pero eso desdibuja totalmente la contribución del politólogo. De ahí que un académico honesto no pueda ser más que una suerte de «cuervo» dedicado a rebajar expectativas a la hora de explicar las cosas, aun a riesgo de que sea la última vez que suene el teléfono.

Una tercera problemática se refiere a los conceptos y el lenguaje. En general, los politólogos tenemos el problema de no saber ni comunicar ni escribir. Aunque existan excepciones, tendemos a ser más confusos que la gente que se dedica a generar opinión de manera profesional (en especial, los periodistas). Al fin y al cabo, no es lo mismo escribir un artículo de investigación que una columna. Sin embargo, además, solemos cometer un error fatídico: hacemos una migración inmediata de los conceptos que usamos en la academia al debate público. Y el problema no solo se origina porque haya tecnicismos o cierta incomprensión cuando, con frecuencia, se abusa de una jerga inútil, sino porque transferimos conceptos como «democracia», «liberalismo» o «justicia» desde una posición determinada que puede ser la mayoritaria en la academia, pero que está dentro de lo debatible en la esfera pública. Si la política tiene mucho que ver con la concepción de valores, no se puede obviar esta circunstancia.

Finalmente, todos los académicos tenemos nuestras preferencias, ideas, sesgos y manera de enfocar lo que escribimos. En cierta medida esto parece inevitable, porque, incluso aunque se pretenda ser totalmente aséptico, todos estamos entrenados en una determinada tradición epistemológica. Que a algunos académicos les interese investigar unas cosas y no otras hace que este hecho resulte evidente. Sin embargo, esto no tiene por qué ser negativo, siempre que se sea lo bastante honesto como para reconocerlo y embridarlo. Solo se trata de asumir que, cuando entramos en el terreno de los juicios de valor, los politólogos no son más que una voz entre tantas. Nuestra contribución analítica es, sin embargo, la que nos dota de cierto valor ante el gran público.

Todas estas tensiones se presentan, hasta cierto punto, como inevitables para cualquiera con un mínimo de preocupación por contribuir de manera valiosa en los medios. Quizá no tienen solución y se basan en un continuo ensayo y error. Aun así, ser conscientes de ellas permite participar en la discusión pública de una manera más honesta y profesional.

EL INTELECTUAL HA MUERTO, LARGA VIDA A LA CIENCIA SOCIAL

Cuando se habla de política con frecuencia se recurre a la hipérbole. En el debate público es bastante frecuente evitar aproximaciones centradas en los conceptos, en las causas y consecuencias, en las motivaciones o en el estudio concienzudo de los fenómenos humanos. En lugar de hablar de cuestiones concretas y contrastables, suele gustar mucho más despejar la pelota por elevación para ir al campo de los principios, en el que todo el mundo se siente más cómodo desde su respectiva trinchera moral.

Una prenda habitual que acompaña a muchos creadores de opinión es la de una actitud crítica, rotunda y con un aire pesimista imposible de contentar. Este es el tipo de (presunta) intelectualidad moral que opera con comodidad al recordarnos que existe un orden social superior, un mundo mejor que aquel en el que ahora estamos instalados. Insisten con frecuencia en que ahí fuera existe una verdad revelada que, por descontado, ellos ya conocen y frente a la que el resto no podemos sino sentirnos alienados. Este perfil de intelectual es justamente el tipo que salta de manera habilidosa entre la dicotomía del «ser» y el «deber ser». Es decir, el que subraya lo incompleto e imperfecto de la sociedad presente y que sabe presentarnos de manera precisa cuál es el estado en el que el mundo debería encontrarse.

Sin embargo, no deja de resultar llamativo que estas personas consideren (en su mayoría) estar exentas del todo en cuanto a las responsabilidades que se derivan de llevar sus ideas a la práctica. Dado que bucean en un mundo dentro del cual no existen restricciones, el prístino mundo de los valores morales, de las ideas, de las opiniones, parece desprenderse que sus buenas intenciones y juicios constituyen una excusa para todo. No tienen por qué someterse a un contraste mínimamente documentado. Fiat justitia et pereat mundus.[9]

Se puede ver fácilmente esta idea si analizamos la reciente cruzada contra los «expertos»,[10] sean estos lo que fueren, pues el concepto es bastante elástico según quién lo emplee. Véase el regocijo general que causó el fallo de Nate Silver cuando dijo que Donald Trump jamás lograría la nominación presidencial o ser elegido después; o cuando el exministro de Justicia del Reino Unido, hecho sintomático, dijo que su país ya había tenido bastantes expertos. O el mito, persistente también (y repetido en España), del fracaso de las encuestas en el referéndum de salida de la Unión Europea —quienes no acertaron fueron las casas de apuestas y la opinión pública, pues los expertos en comportamiento electoral dudaron durante toda la campaña—; o el revés, este sí indudable, de los sondeos preelectorales en España en 2016, que llevó a algunos a hablar de la mayor sabiduría del hombre de la calle sobre el sociólogo. Algo así como que las encuestas son una suerte de brujería.

Señalo que se vea el regocijo general, porque, afortunadamente, ya sea por su pronóstico o por los hechos constatados, a estos supuestos expertos sí se les pueden pedir cuentas. Dicho de otro modo, existen unos hechos verificables que permiten contrastar la validez de sus análisis, una ventaja fundamental para mejorar la discusión pública. Sin embargo, cuando se critica a los expertos y se dice «que se vayan todos», parece que hay quien propone un modelo en el que la dóxa sea el nervio del debate, en el que las opiniones de rotunda base normativa, que parece que son libres, no deban ser fiscalizadas. El eterno retorno a la hiperinflación moral. Opinar es gratuito y nadie pide cuentas sobre la consistencia interna y externa de cuanto se dice.

El carácter de las ciencias sociales es eminentemente reflexivo. A partir de la descripción del objeto observado se influye en él; se captura lo que es, pero al mismo tiempo se lo decodifica y, en parte, se transforma también la acción política que se ejerce. Por poner un ejemplo sencillo de este extremo, las teorías de Karl Marx pueden ser un análisis del capitalismo, pero tienen su traducción en la acción política. Por eso nadie debe escapar a las implicaciones prácticas que tiene su manera de reflexionar. Muchas veces la moral, como pasa con el cientificismo,[11] es una manera de evadir esa responsabilidad social que debe ser exigida. No obstante, como cada vez tenemos un cuerpo de ciencias sociales más fuerte, se estrecha el margen para que estos enfoques salgan indemnes. Ya no existen excusas por las que la operatividad del «deber ser» no pueda ponerse a prueba.

Es cierto que, más allá del argumento de fondo, existe la pugna por unas sillas limitadas en los medios de comunicación y en los puestos de

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1