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Laberinto
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Laberinto

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«La escritura de Parra mira con hondura y belleza nuestros terrenos extremos, violenta la ceniza para que el brillo asome.» Mónica Lavín
Dos náufragos, dos supervivientes con más ganas de ahogarse de verdad que de seguir respirando, se encuentran una noche en un bar. Se conocen de tiempo atrás, de cuando eran otros. Uno fue profesor de literatura y entrenador de futbol, el otro fue su alumno. Ahora, beben con la misma feroz disciplina, para apagar la memoria, pero ésta se alimenta de un dolor demasiado vivo: de una noche, hace nueve años, en la que dos bandas rivales de narcotraficantes acabaron con su pueblo.
Primero llegaron mensajes a los celulares. No era la primera vez: los narcos anunciaban el toque de queda e inmediatamente después cortaban las comunicaciones. Darío alcanzó a llegar a salvo a casa de sus padres con Norma, su novia. Pero no estaba Santiago, su hermano menor. Desoyendo las súplicas de su familia, decidió salir con Norma a buscar a Santiago. Así empezó su oscura odisea, que no habría de terminar nunca, porque el viaje mismo sería la destrucción de la verde Ítaca.
Esta novela es un brillante artificio literario, un laberinto de ecos y, a la vez, el implacable testimonio de la desolación que la voracidad del narcotráfico ha sembrado en el norte de nuestro país.
IdiomaEspañol
EditorialRANDOM HOUSE
Fecha de lanzamiento15 nov 2019
ISBN9786073160155
Laberinto
Autor

Eduardo Antonio Parra

Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965). Licenciado en Letras por la Universidad Regiomontana (1987). Obtuvo el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, convocado por Radio Francia Internacional el año 2000. Becario de la Guggenheim Foundation (2001) y miembro del SNCA (2001). Autor de Los límites de la noche (1996), Tierra de nadie (1999), Nadie los vio salir (2001), Parábolas del silencio (2006), Desterrados (2013) y Ángeles, putas, santos y mártires (2014), de las novelas Nostalgia de la sombra (2002) y El rostro de piedra (2008, 2017), y de la recopilación Norte. Una antología (2016). Sus libros han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano y polaco. En 2009, sus cuentos fueron recopilados en Sombras detrás de la ventana, que obtuvo el Premio de Literatura Antonin Artaud 2010, y en 2014 Desterrados ganó el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares.

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    Laberinto - Eduardo Antonio Parra

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    Penguin Random House

    Para Paulina Castaño,

    la emoción y la alegría.

    Campanadas, dijo y sus manos golpearon dos veces la superficie de la mesa, lentas, con intención de acentuar dentro de sí el recuerdo sonoro. Es lo primero que se me viene de aquella noche, siguió con voz de cansancio, como si lo que empezaba a decir acabara de sucederle. Un rosario de campanadas. Una tras otra. Redondas, expansivas, duras; anticipo de la metralla. ¿Ha oído cómo retumba el golpe de una campana en un cielo silencioso, profe?

    La pregunta me agarró desprevenido, con la vista más allá de la ventana entreabierta. Me hizo recordar de súbito el cielo casi siempre limpio de El Edén, su plaza llena de bullicio, chiquillos, parejas, familias, vendedores, antes y después de la última misa. Contemplé el pueblo del modo en que uno ve los escenarios y las cosas en sueños, borrosos, irreales, tras haber hecho esfuerzos por intentar olvidarlos.

    Pero enseguida se proyectaron en mi mente las fotografías aparecidas en los periódicos los días que siguieron al cerco, las tomas de los noticieros televisivos donde se veían las ruinas del pueblo, los edificios carbonizados, las viviendas hechas polvo y los cuerpos sin vida de muchos de sus habitantes regados por las calles.

    Traté de armar una frase que se quedó en tartamudeo, aunque Darío ni prestó atención: sus pupilas opacas miraban adentro, al fondo de la memoria donde, ahora que contaba por vez primera lo de aquella noche, volvía a sentir, a ver, eso que estuvo detrás de las vibraciones del sonido.

    Una tras otra, repitió. Marro aplastando fierro contra el yunque. Llenando de estremecimientos el aire, el suelo, las hojas de los árboles. Colándose hasta los rincones más quietos con terquedad endemoniada. Así las recuerdo, dijo y respiró fuerte antes de continuar: Las oí en la cancha, junto al arroyo. Terminaba de vestirme para regresar a casa luego del partido.

    Miró alrededor con desconfianza, comprobó por los murmullos en las otras mesas que nadie lo escuchaba y volvió a fijar en mí sus ojos sin expresión.

    Eso fue lo primero, dijo, las campanadas que diario llamaban a misa de siete. Como si el cura o el sacristán o el campanero ignoraran lo que ocurría fuera de los muros de la parroquia. Como si creyeran que los fieles todavía eran multitud. Como si no supieran que el pueblo se estaba quedando desierto y la mayor parte de las casas no eran sino cascarones vacíos. Que los pocos que no se habían largado apenas si tenían valor de salir a deambular sin rumbo por calles solitarias, terrosas, plagadas de casquillos y pequeños charcos de sangre, igual que fantasmas atrapados entre este mundo y el otro.

    Carraspeó. Dio una chupada al cigarro sin filtro y sus ojos recuperaron algo de vida, aunque yo sabía que continuaban mirando al interior.

    Pasaron ocho o nueve años de aquello, me dije con un hueco en el vientre en tanto lo veía dibujar con los labios una mueca que me recordó su cara de preocupación, cuando niño, antes de un examen. Ocho o nueve años, me repetí, y no ha logrado recuperarse, salir de su maraña de emociones, de la desesperación, de la incredulidad sobre lo ocurrido.

    Lo miré. En el transcurso de ese tiempo Darío se había hecho hombre; uno muy distinto al que yo y cualquiera que lo haya tratado de chico hubiera imaginado.

    Me resultaba difícil empatar su estampa vencida con la del adolescente atlético, prometedor, impetuoso, seguro de sí, que fue a despedirme a la terminal de autobuses la tarde de mi partida. Tampoco podía reconocer en él al joven tozudo, al héroe de aquella noche, del que me habían hablado llamadas y correos electrónicos de parientes o amigos, algunas notas periodísticas y los paisanos con quienes me llegué a topar en las calles de Monterrey.

    Al beber directo del pico de la botella su rostro componía un rictus angustioso, como si fuera un suplicio para él pasar el trago, y sólo se le desvanecía al jalar el humo del cigarro y después expulsarlo en una bocanada recta, rápida, que pretendía llegar al techo.

    Lo estudié bien bajo la sucia luz del lugar: más que hombre, se había hecho viejo. Tres o cuatro arrugas profundas le cruzaban el rostro, sus párpados bajos se abultaban en bolsas verde pálido y algunas canas desteñían su cabello ya ralo.

    Hice una suma mental; si el día del cerco Darío no había cumplido aún los dieciséis, ahora rondaría los veinticinco.

    Pinches campanadas, su voz se adelgazó hasta la agudeza al brotar de nuevo. No se me olvidan. Vuelvo a oírlas noche a noche, esté donde esté. De repente las sueño, sin imágenes, puro sonido, y hago esfuerzos para despertar porque sé que no son sino el anuncio de pesadillas más cabronas… Y en aquella ocasión fueron la señal que desató el infierno.

    Darío dio ahora una chupada profunda y aplastó la colilla en el cenicero. Sólo entonces reparé en lo extraño que se veía fumando. Como si el cigarro fuera un añadido erróneo a su personalidad. Un atributo de su vejez prematura. Dijo:

    Aún no se desvanecían en el aire los ecos de la última campanada cuando iniciaron los graznidos del altavoz.

    Un gesto de incertidumbre quedó congelado en su rostro mientras a mi memoria venían los chasquidos, truenos y ronroneos que salían de esas bocinas ambulantes. Algo semejante al gemir de una barra de fierro arrastrada entre piedras. En el pueblo solía haber una o dos trocas viejas con esos conos metálicos instalados en el techo de la cabina que repasaban las calles anunciando el arribo de un circo, funciones de cine, tocadas, bailes, kermeses, ofertas de almacenes y disposiciones del municipio.

    Hasta que estalló la guerra.

    Entonces las bocinas cambiaron de giro y comenzaron a advertir a la gente de enfrentamientos entre bandos rivales, de ejecuciones próximas, de viviendas que arderían; o para decretar toques de queda, órdenes incuestionables de permanecer en casa sin abrir la puerta ni acercarse a las ventanas, que en caso de no cumplirse harían peligrar la vida del desobediente.

    Me había tocado escuchar un par de veces esas amenazas gangosas antes de abordar el autobús que me sacó para siempre de allí. Nunca supe de quién era la voz detrás del micrófono en la cabina.

    Gracias, Renata, dije al ver que la mesera, cuya cercanía advertí hasta que su aroma un tanto rancio tocó mi nariz, dejaba una cubeta con cervezas nuevas del lado de Darío y un ron con hielo frente a mí.

    Hubo un intento de sonrisa en la cara fatigada de la mesera, recogió los envases vacíos y echó las ruinas del cenicero en una bolsa de plástico antes de dar media vuelta. La vi caminar de regreso a la barra con pachorra, hinchando sus nalgas desparramadas a cada paso, moviéndose con la pesadez de un tambo lleno de aceite, y sonreí con un deseo añejo.

    Darío esperó a que la mujer estuviera lejos para agarrar una de las botellas. No bebió de inmediato. Primero se puso a contemplar los grumos de escarcha que escurrían por el vidrio. Cuando se convenció de que estaba bien fría, la llevó a los labios y bebió hasta vaciarla haciendo bailar la nuez de su garganta. Se limpió un resto de espuma con el dorso de la mano. Sus pupilas brillaron por primera vez en la noche, aunque fue un destello momentáneo: pronto volvieron a la opacidad, y comprendí que continuaba inmerso en la lejanía del recuerdo.

    Acabábamos de ganarle el partido a los de la ETI, murmuró. Dos a uno.

    Al decirlo, sus labios insinuaron una curva y luego se paralizaron, como si pensara que una sonrisa sería inútil o poco creíble en el marco de la plática. Entonces recordé que cuando se apareció por vez primera en la cantina, unos días antes, no pude reconocer en este hombre alto, de andar difícil, envarado, que se acercó a la barra a ordenar cerveza, al antiguo alumno que lidereaba el equipo de futbol de la secundaria.

    Oí las campanadas y el altavoz sin oírlos por la emoción del triunfo, siguió. Y por el coraje con Jaramillo. Por eso me extraña que después se me hayan grabado tan fuerte en la memoria.

    Hizo un alto y levantó la cabeza, como si volviera a escuchar el sonido dentro del cráneo. Enseguida bajó la vista.

    El pendejo me había hecho encabronar durante el partido, y tras el final no dejaba de verle las nalgas a la Norma. ¿Se acuerda de Jaramillo, profe?

    Aunque sabía que lo tenían sin cuidado mis respuestas, asentí. Me acordaba de Jaramillo. Y más de Norma. Al invocarla él con las palabras la vi, como puedo verla todavía hoy, congelada en esa edad a pesar del tiempo transcurrido.

    Veo sus soberbios ojos borrados, insolentes, burlones cuando nota la inquietud que provoca en los varones; sus mejillas llenas de sangre desde niña, las gotitas de sudor que siempre le abrillantan el rostro y se concentran en el labio superior otorgándole el aspecto de fruta cuajada de rocío. La veo la vez que acompañó a Darío a despedirme en la terminal de autobuses, con sus pechos jóvenes oscilando bajo la playera, la falda escocesa a medio muslo que se alza por la parte posterior al impulso de las nalgas, las piernas poderosas y delicadas, de piel suave.

    Me había querido faulear a la mala, dijo Darío luego de un trago, el cabrón de Jaramillo. Pero en la barrida sacó la peor parte porque le abrí la rodilla con los tacos. Por eso quería desquitarse. Miraba a la Norma con descaro, calenturiento, para provocarme. Y cuando ella se dio vuelta le clavó los ojos en las tetas. Hasta se sobó el paquete el puto. No aguanté. Me le fui encima.

    Darío rumiaba un rencor pretérito y la escena se desenvolvía nítida ante mis ojos: el sol no ha terminado de caer, aún recalienta el aire y levanta del suelo velos vaporosos justo donde un grupo de muchachos bañados en sudor se ponen los pantalones de mezclilla sobre los shorts con el fin de regresar a casa, en tanto la única mujer, porque Norma ya es una mujer, deambula entre ellos haciendo burla a los del equipo vencido y felicitando a los ganadores.

    Pasea entre ellos igual que una reina que recibe la admiración de sus súbditos mientras su hombre, el capitán victorioso, termina de vestirse y la abraza. Le mete una de las manos bajo la blusa, acaricia la espalda sin obstáculos porque Norma no usa sostén.

    Sonrientes, se muerden los labios uno al otro. Se lamen.

    En un movimiento de cabeza, mientras a lo lejos suenan campanadas llamando a misa, él descubre fija en las nalgas de su novia la mirada lúbrica de Jaramillo, uno o dos años mayor, cacarizo, aspecto torvo; bravucón acostumbrado a abusar de quienes considera débiles o inferiores.

    Norma se da cuenta de que algo altera a Darío y gira el cuerpo para ver qué. Entonces sus pechos se cimbran bajo el algodón de la playera blanca, los pezones despuntan, y el mirón, sin contenerse, se aprieta el miembro por encima de la bragueta.

    Hijo de tu pinche…, Darío ni completa la frase, salta sobre el otro, quien no espera una reacción tan veloz y recibe el primer puñetazo en el pómulo, antes de que ambos rueden trenzados sobre la tierra reseca. Intercambian golpes unos segundos sin darse cuenta de que el llamado a misa concluye y lo que ahora vibra en el aire es el sonido del altavoz esparciendo por el pueblo sus órdenes. Los demás jugadores se apresuran a separarlos.

    ¡Párenle! ¿No oyen?

    Aún envuelto en furia, Darío escucha lo que al principio le suena a rebuznos. Después descifra unas palabras medio distorsionadas: Esta noche… Cierren sus casas… No se les ocurra…

    Puta madre, dice al levantarse del suelo y sentir en la cintura los brazos nerviosos de Norma.

    Ve que los demás, incluso Jaramillo, quien se frota la piel bajo el párpado izquierdo, sacan sus celulares y revisan las pantallas.

    Mandaron mensajes, dice alguien con voz decaída, va a haber madrazos a la noche, ya mero empiezan.

    Las expresiones lo confirman: por obra de un poder superior, desconocido, todos los teléfonos recibieron la misma advertencia. Darío busca el suyo deprisa en la mochila, no para leer el aviso sino para llamar a casa.

    No hay línea.

    Ve que los otros también intentan marcar, sin éxito, y olvidándose de su pleito con Jaramillo toma a Norma de la mano y ambos arrancan hacia las áreas pobladas. Cuando llegan a las primeras casas, a lo lejos divisan cerca de veinte trocas negras a los lados de la carretera, esperando señal para avanzar.

    Puta madre, repite Darío y obliga a Norma a correr más rápido.

    ¿Se acuerda de la zona donde vivía con mi familia, profe?, preguntó. Son cinco cuadras desde las orillas del pueblo hasta mi casa. Nomás cinco. Norma y yo recorrimos las primeras tres hechos madre porque un mal presentimiento me jodía por dentro: mi viejo iba a llegar de Reynosa a esas horas y mamá y mis hermanos estaban solos.

    Darío fumaba con avidez, igual que si alimentara la memoria con nicotina.

    Llevábamos más de la mitad del camino cuando Norma se paró en seco. Me dijo que mirara bien la calle. No había un alma. Nada se movía ni afuera ni adentro de las casas.

    Como en ese momento el altavoz había dejado de mugir, el silencio era total. Un silencio que dolía. Dolía y daba miedo.

    El eco de nuestros pasos retumbaba de banqueta a banqueta, arañaba las paredes. Ni una voz de mujer, ni un chillido de niño, ningún perro ladrando. Norma se pegó a mí y la única palabra que salió de sus labios fue: Carajo.

    Bajó la vista al cenicero y jugó con la brasa del cigarro entre los rescoldos mientras su cara se fruncía en algo semejante a un puchero. Fue sólo un segundo, pero me pareció que su piel era aspirada desde el centro del rostro en una suerte de implosión que le dio el aspecto de un anciano decrépito.

    Desvié la mirada hacia la ventana entreabierta y los transeúntes que pude atisbar en la noche temprana de la calle por alguna razón me resultaron repugnantes. Las voces que llegaban a nosotros desde las otras mesas de la cantina traían una fuerte carga de soledad, de rumores en pueblo abandonado. Volví a mirar a Darío: sus facciones se reacomodaban en la juventud marchita de unos segundos antes.

    Al darnos cuenta de aquella quietud ya no pudimos correr, dijo. Del brazo, caminamos despacio, inseguros, igual que si atravesáramos terreno minado. No era la primera vez. Ya había ocurrido, lo del altavoz y los mensajes a los celulares, y la gente se metía en chinga a sus casas. Seguro usté lo vivió antes de irse.

    Pero nunca habíamos sentido un silencio así, dijo casi sin volumen.

    Su relato me jaloneaba la memoria trayendo al presente lo que durante tanto tiempo yo había tratado de borrar. Desde mi segundo año en Monterrey me negué a responder los correos electrónicos de los amigos y dejaba que el timbre del teléfono sonara hasta la desesperación sin contestarlo, convencido de que un pueblo y sus habitantes se olvidan rápido sin el trato frecuente.

    Pero si uno hace enmudecer los recuerdos queda un vacío imposible de llenar. Un vacío engañoso, que escuece. Un velo negro que sólo parece aguardar una señal para correrse y develar lo que no se ha movido, aquello que permanece intacto, idéntico, en ese sitio donde la voluntad no llega y por lo tanto no puede cambiarlo.

    Y recordé: cuando se acercaba la hora del enfrentamiento, de la batalla, nos aparecían mensajes y correos que nunca supimos quién enviaba, ni cómo era posible que nos llegaran a todos. Enseguida empezaban a trabajar los altavoces. Incluso desde horas atrás alguien, tampoco se sabía quién o quiénes, colocaba mantas en la plaza, en las rejas de las escuelas, en la entrada del pueblo, con leyendas donde en medio de insultos y recuentos de afrentas se decía clarito que iba a haber balazos y muertos por la noche.

    Al principio hubo quienes no lo creyeron y permanecieron en la calle, o pegados a las ventanas para ver qué pasaba. Como Espiridión, mi vecino en El Edén. Pero con las víctimas de balas perdidas y hombres, mujeres y niños atrapados entre la refriega, la gente comenzó a hacer caso.

    Era tanta la soledad, retomó la voz Darío, que cuando oímos pisadas tras nosotros Norma y yo creímos que seríamos blanco de uno de los grupos. No. Eran los demás jugadores que regresaban de la cancha, se habían metido a las calles por el mismo rumbo y caminaban rápido a sus casas. El eco de sus pasos nos acompañó unos metros para desaparecer en alguna bocacalle. Luego tronó de nuevo la bocina, esta vez más cerca, y Norma y yo casi brincamos del susto.

    ¡Ya falta muy poco!, decía. ¡No se arriesguen! ¡Métansen y no salgan!

    Darío se movió en la silla para apoyarse por completo en el respaldo e hizo una mueca de dolor. Entonces caí en la cuenta de que me habían hablado de sus heridas, de las secuelas que le quedarían para toda la vida. Y empecé a comprender el porqué de la lentitud de sus ademanes, de ciertos rasgos de su aspecto.

    La noche que volví a verlo después de casi nueve años yo estaba sentado en la barra. Hacía el calor infernal de siempre, semejante al del pueblo, pero acrecentado por los motores, el ruido, el pavimento y el gentío de Monterrey. Renata acababa de poner frente a mí el décimo ron añejo en un vaso lleno de hielos cuando vi entrar a un tipo que me resultó familiar.

    Lo conozco, seguro, pensé sin ubicarlo aún, y a pesar de las brumas del alcohol traté de no perder detalle mientras se acomodaba en un banquillo entre otros bebedores.

    No fui capaz de calcular su edad: parecía un treintañero sufriendo algún mal que lo disminuía, o un cuarentón bien conservado; en última instancia, un hombre más tierno a quien cierta desgracia hubiera jodido y estuviera recuperándose apenas.

    Pidió una cubeta de cervezas y pagó de inmediato sacando de su ropa un puñado de billetes sucios y arrugados con sus dedos fuertes pero como artríticos, tiesos, incapaces de maniobrar con soltura otra cosa que no fueran los cigarros. No llegué a acordarme bien de él esa vez. Me hallaba bastante borracho.

    Sólo me quedé con su imagen de hombre doliente, solitario entre los parroquianos de la cantina, que pasaba la mano por el frío de las botellas de cerveza como si acariciara su propia desesperación.

    Hubo un momento, esa noche, en que el sopor me hizo dar un cabezazo en la barra, y cuando alcé la vista el hombre abatido no estaba.

    Los últimos metros antes de llegar a casa fueron los peores, continuó. En aquel silencio agresivo hasta el zumbar del aire nos amedrentaba. Y a punto de subir al porche oímos un motor. Un rugido. Norma puso cara de inquietud y luego luego la abracé mientras los dos volteábamos a la esquina. Temblaba.

    Otro rugido, más cercano.

    Imaginamos una Hummer, una Bronco o una Lobo negra con la máquina alterada, vidrios oscuros, ventanillas apenas bajas por donde asomarían los ojos de los hombres y los cañones de los cuernos. Pero no.

    Se trataba de una Estaquitas viejísima, blanca, destartalada, con el altavoz encima de la cabina. La conducía un hombre mayor, arrugado de la cara, con bigote cano de aguacero, tejana y lentes verdes, al que no habíamos visto nunca. Iba despacio y aun así la carrocería rechinaba como si fuera a desbaratarse.

    Al vernos, el conductor nos hizo una seña con la mano para que nos diéramos prisa y abandonáramos la calle.

    Yo estaba sin voluntad, así que lo obedecí, pero tuve que jalar a la Norma que se había quedado paralizada. Veía la puerta de mi casa, ahí a unos pasos, y me dio la impresión de que jamás la cruzaríamos.

    A medida que él lograba hilar recuerdos completos, yo seguía sus palabras con ayuda de mi memoria en pleno proceso de recuperación.

    La parte del pueblo donde se ubicaba su casa tenía pavimento en las calles, aunque plagado de baches. Pocas viviendas se hallaban en buenas condiciones, con pintura reciente y tablones enteros en las bardas.

    Muchas veces, en mis paseos vespertinos por la zona, me topaba con Santiago, el hermano menor de Darío, enfrascado en un duelo de futbol con otros huercos sobre una cancha improvisada en el asfalto cacarizo, dos piedras grandes de cada lado señalando las porterías. O con Darío y Norma acurrucados en los escalones del porche, a la sombra del techo de lámina; ahí les gustaba besarse y acariciarse durante horas, sumergidos en el relente del sol que recocía piedras, ladrillos, polvo y concreto, al grado de que los escasos pájaros enmudecían por falta de aliento.

    Imaginé en el rumbo la ruina rodante que manejaba el hombre del bigote cano. Imaginé, o más bien pude ver con claridad, a la pareja de adolescentes tiesa ante la visión del altavoz en el techo de la cabina: el heraldo de las desgracias. Vi a Darío salir del letargo del miedo e impulsar del brazo a su novia para que lo siguiera hasta la puerta de su casa, el único refugio posible.

    Veía en mi recuerdo al Darío de quince o dieciséis años, mientras en el presente contemplaba al anciano joven quien, absorto en sus propias palabras, dejaba que el cigarro sin filtro se le consumiera entre los dedos hasta acumular más de una pulgada de ceniza.

    De pronto parpadeó un par de veces. Interrumpió el recuento para sacudir la mano encima del cenicero. Apuró la cerveza que restaba en la botella, tomó otra de la cubeta, la destapó y se quedó mirando la pared, pensativo, como si sopesara la conveniencia de seguir contando algo que debería tener sentido nomás para él, aunque aún no se lo hubiera encontrado.

    Esa actitud de quien contempla el infinito fue lo primero que noté en él cuando apareció en la cantina por segunda vez, una tarde de calor tolerable y poca clientela, para de nuevo ocupar un banco en uno de los ángulos de la barra, al extremo opuesto de

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