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El día que maté a mi padre: Confesiones de un ex comunista
El día que maté a mi padre: Confesiones de un ex comunista
El día que maté a mi padre: Confesiones de un ex comunista
Libro electrónico238 páginas2 horas

El día que maté a mi padre: Confesiones de un ex comunista

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Marguerite Yourcenar decía que el enemigo del fanatismo es el sentido común, y que pocas veces este último logra ganar la batalla.
El día que maté a mi padre es una parte de esa batalla incesante. Una puesta en escena de esa negación y también del coraje de vivir con los ojos bien abiertos.
Hijo de una familia judía que profesaba con naturalidad el amor por el marxismo-leninismo (los chicos jugaban en casa a ser soldaditos soviéticos), y particularmente de un padre omnipotente que muere por accidente de manera temprana, Sigal refugia su pronta orfandad en aquella fe de ideas irreductibles, aunque comienza a experimentar en secreto las crueles dudas de la lucidez.
Reedición actualizada de un libro inolvidable, una obra sin ficción cuyo sentido de la verdad es hondo y estremecedor.
Jorge Fernández Díaz
IdiomaEspañol
EditorialSUDAMERICANA
Fecha de lanzamiento1 jun 2020
ISBN9789500764643
El día que maté a mi padre: Confesiones de un ex comunista
Autor

Jorge Sigal

Jorge Sigal nació en San Juan en 1953. A los ocho años, en Turdera -provincia de Buenos Aires-, donde su familia se había radicado, concretó su primera acción revolucionaria: junto a su primo Héctor falsificó un carnet del Partido Comunista Argentino. A los diecisiete viajó a Moscú para estudiar marxismo-leninismo en un instituto dependiente del Comité Central de la Unión de Juventudes Comunistas de la URSS (Komsomol). En 1984, cuando era miembro del Comité Ejecutivo de la organización juvenil del PC, renunció a su afiliación partidaria e incursionó en el periodismo profesional. Fue colaborador de La Razón y El Periodista de Buenos Aires; redactor de Semana Gráfica, Acción y Somos; director del mensuario de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos; secretario de redacción de Gente; editor de Página/12 y Perfil y jefe de redacción de la revista 3 Puntos. Incursionó luego en el mundo de los libros como director editorial del sello Capital Intelectual. En 2014 y 2015 se desempeñó como analista de actualidad en el programa de Fernando Bravo en Radio Continental e integró la Comisión Directiva del Club Político Argentino. En diciembre de 2015 asumió como secretario de Medios Públicos del gobierno argentino, cargo que ejerció hasta octubre de 2018. Escribe en la sección Opinión del diario La Nación.

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    El día que maté a mi padre - Jorge Sigal

    A Laura, Sebastián y Pablo.

    Porque nunca me preguntaron por qué.

    A Bruna y Astor, la vida.

    A José Antonio Díaz. In memoriam.

    Prólogo de un libro inolvidable

    Advertía Voltaire que, cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad ya es incurable. Jorge Sigal logró despertar poco antes de la gangrena, y curarse de aquel dulce pero letal sueño vuelto pesadilla. Toda su vida está cifrada en ese milagroso rescate a tiempo.

    Hijo de una familia judía que profesaba con naturalidad el amor por el marxismo-leninismo (los chicos jugaban en casa a ser soldaditos soviéticos), y particularmente de un padre omnipotente que muere por accidente de manera temprana, Sigal refugia su pronta orfandad en aquella fe de ideas irreductibles, en aquellos apotegmas de Lenin que se transformaron en un evangelio doméstico, en aquel partido internacional y todopoderoso que dominaba —en nombre del Bien— la mitad del mundo. Fue un militante ardiente y un dirigente decidido. Durante todo un año, y con nombre cambiado, estudió en la escuela Komsomol de Moscú, y después con su dialéctica persuasiva fichó para la causa a miles de jóvenes, y salvó a muchas personas de la tentación de la lucha armada y luego de la persecución siniestra de la última dictadura militar. El comunismo representaba el Paraíso en la Tierra, pero Sigal ya comenzaba a experimentar en secreto, en la intimidad de su conciencia, las crueles dudas de la lucidez, y a ver los horrores del estalinismo y las mentiras cotidianas de toda esa religiosidad laica. Fue un largo y desgarrador proceso de descreimiento, de lucha contra el dogma; una marcha hacia el libre pensamiento y la intemperie.

    Una creencia absoluta e irrefutable resulta al principio un amianto: te protege del fuego de la incertidumbre, te provee de todos los argumentos, te hace inmune a cualquier canto de sirena, aunque esa melodía sea precisamente el eco y la expresión de la más pura realidad. El escritor judío Elie Wiesel, sobreviviente de los campos de exterminio y observador agudo de aquel nacionalismo demencial, ganó el Nobel de la Paz por su prédica contra ese fanatismo que provoca ceguera y sordera: La gente fanática no se plantea preguntas —recuerda Wiesel—. Y no conoce la duda: sabe, cree que sabe. Cuando los hombres y las mujeres descubren los defectos y autoengaños de esa certidumbre patológica, el blindaje se va transformando en un veneno homeopático, en un salitre de la vida. Quienes se rebelan y finalmente rompen, lo hacen para salir de la caverna y afrontar las contradicciones del vasto mundo real. Sin ilación, la vida es mucho más peligrosa, pero también más verdadera; más diversa, justa, difícil y apasionante. Ese proceso está destinado solo a espíritus valientes; quienes quedan atrás, cómodos en su religiosidad inoxidable, siempre los tildarán de lo contrario: de débiles y de traidores. Sigal corrió ese enorme riesgo, y al emerger del líquido amniótico de la militancia se dio cuenta con espanto de los errores, de los falsos supuestos, de las tonterías, de los silencios cómplices, de la neurosis corrosiva pero confortable del fanatismo.

    Su periplo no acabó en esa ruptura. Consagró el resto de su existencia a luchar contra las taras de una parte del soberbio progresismo vernáculo, que heredó del PC la superioridad moral, los relatos apócrifos, el esnobismo y la compulsión autoritaria. Se metió en el periodismo profesional y, más tarde, fue editor de libros, y siempre intervino como intelectual de valía en la esfera pública para cuestionar las doctrinas tajantes, y para defender la verdad indecible y también a la precaria democracia de cualquier ismo. Cada uno de esos textos, cada una de esas palabras, fueron ajustes de cuenta con su propia historia. El día que maté a mi padre es su obra maestra; una novela sin ficción que apenas disimula nombres o funde personajes, pero cuya transparencia y sentido de la verdad es hondo y estremecedor.

    Nos conocimos en la esquina de Callao y Corrientes. Nos presentó un querido amigo en común: Alfredo Leuco, que también había sido militante del Partido Comunista. Jorge venía de una revista partidaria, y todos juntos comenzamos en pocos meses una aventura en el diario El Cronista. Pero nuestra profunda amistad se inició de inmediato, y a lo largo de estos casi treinta años, prácticamente no hemos dejado de hablar a razón de hasta cuatro o cinco veces por semana. Sentí enorme empatía con aquel descastado que, como yo, iniciaba un camino sin retorno. Un ex comunista y un ex peronista mantienen durante tres décadas una conversación casi diaria. Y esa conversación es ideológica, política, filosófica, psicológica y humana. Tratan de explicarse mutuamente los grandes camelos y malentendidos de sus antiguas creencias, y de cuestionar los relatos del presente y de curarse las heridas. A veces le ladran a la luna. A esa tertulia intensa debo gran parte de mi obra ensayística: Sigal lee mis artículos y los discute conmigo desde el principio de los tiempos. Y yo hago lo propio con sus excelentes columnas.

    Siempre fue un lector sutil, analítico, ecléctico y voraz. Y siempre me pareció que llevaba dentro una gran novela. Lo insté día y noche para que la escribiera, y lo asistí literariamente en ese viaje increíble que fue El día que maté a mi padre. Se trata de un texto extraño, pero también de un híbrido típicamente argentino: mezcla de autobiografía ficcional, testimonio de época, novela teatral y manifiesto político. Un pequeño gran libro, lleno de revelaciones emocionales, que tuvo lectores extraordinarios y objetores sectarios y rencorosos. Hoy, cuando el setenta por ciento del comunismo argento se metió alegremente dentro del kirchnerismo sin haber hecho una autocrítica honesta, es una obra que debe ser releída, porque significa algo nuevo. Su lectura también resulta una vacuna contra el virus redivivo del fanatismo, que regresa una vez más a este mundo imprevisible y aterrador. Marguerite Yourcenar decía que el enemigo del fanatismo era el sentido común, y que pocas veces este último lograba ganar la batalla. El día que maté a mi padre es una parte de esa batalla incesante. Una puesta en escena de esa negación y también del coraje de vivir con los ojos bien abiertos.

    JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ

    Febrero de 2020

    I

    A la derecha del escenario hay una tarima, un micrófono rústico, una lámpara de lectura y un vaso con agua. Una luz cenital tenue contornea el espacio del orador. Sobre el frente de la tarima hay un escudo del PC (hoz y martillo con bandera argentina de fondo). En el lado izquierdo del escenario, dos sillones de un cuerpo, enfrentados; en la pared, un retrato de Sigmund Freud. El protagonista ingresa por la derecha y se para frente a la tarima. Lleva un discurso en sus manos. Se saca el reloj pulsera, lo deposita sobre la tarima. Y dice:

    Es un Poljot auténtico, compañeros, un reloj maravilloso. Lo compré en Moscú cuando estuve en la Escuela Superior del Komsomol Leninista. ¡Y sigue funcionando! (Nostálgico) Ahhhh… Ninguno da la hora como el Poljot…

    Breve silencio, comienza a leer:

    Camaradas del glorioso Partido Comunista de la Unión Soviética. Camaradas de las demás delegaciones extranjeras hermanas. Camarada secretario general del Partido Comunista Argentino. Camaradas de la dirección del Partido y de la Federación Juvenil Comunista. Camaradas delegados. Camaradas.

    Guiados por el querido Partido Comunista de la URSS, los pueblos avanzan en su camino de lucha por un mundo mejor, sin explotadores ni explotados. Tres cuartas partes de la Humanidad ya viven bajo el sistema socialista. Gracias a la ayuda fraternal de las tropas del Pacto de Varsovia, Checoslovaquia pudo superar la conspiración contrarrevolucionaria. ¡El socialismo es invencible, está más unido que nunca!

    Se escucha, tenue, la música de La Internacional. Continúa:

    Camaradas: Nuestro país vive momentos de definiciones. La situación es compleja y contradictoria. Las masas peronistas profundizan su giro hacia la izquierda. El Partido Comunista, vanguardia esclarecida del proletariado, guía ese proceso. Pronto, peronistas y comunistas, integraremos el partido único de la clase obrera. Será el fin de este sistema oprobioso y el inicio de la mayor aventura a la que pueda aspirar un pueblo: construir una sociedad donde el hombre sea hermano del hombre y no lobo del hombre. ¡Avancemos, camaradas! ¡Por la acción de masas hacia la conquista del poder!

    Pero eso sí, camaradas, tengamos en cuenta que —como decía Victorio Codovilla que decía Lenin— no alcanza con que los de abajo no quieran vivir como hasta ahora. Hace falta, además, que los de arriba no puedan seguir como hasta ahora. Las condiciones objetivas son favorables a la revolución.

    Necesitamos, hoy más que nunca, forjar nuestra voluntad, nuestro espíritu de combate para crear las condiciones subjetivas para el triunfo final, el triunfo de la clase obrera y del pueblo.

    ¡Nuestro camino desemboca en la victoria! ¡Marchemos radiantes de esperanza a vencer todas las tempestades!

    ¡Viva la querida Unión Soviética!

    ¡Viva el glorioso Partido Comunista!

    Se va esfumando el cono de luz, se escuchan voces aclamando e, inmediatamente, estalla el cántico: ¡Somos los bolches / los bolches de Argentina / los herederos de Victorio Codovilla / Somos los bolches / los bolches de Argentina / los herederos de…!

    II

    Se enciende luz cenital sobre el sillón que enfrenta al que está debajo del cuadro de Freud, el protagonista está sentado allí, manifiesta tensión. Comienza el relato.

    ¡No, Mario, diván, no! ¿Usted sabe el esfuerzo que tuve que hacer para estar acá? Mi viejo decía que los psicoanalistas son unos chantas. ¿Sabe? Yo tengo un tío psicoanalista. Pobre, mi viejo lo gastaba… Bueno, ustedes en la URSS no la pasarían muy bien. Técnica burguesa, creada por Sigmund Freud…. Algo así dice el diccionario de la Academia de Ciencias, ¿no?

    Y, yo acá…

    Apesadumbrado, baja la cabeza, pero se recupera y vuelve al tono sarcástico:

    ¡Mi viejo y sus juicios! Tajantes. ¡Lapidarios! Para él, la voluntad curaba, la revolución dignificaba y la lucha era el catecismo de los ateos…

    ¿Freud? ¡Si me viera el viejo!

    La voluntad, estimado doctor, la voluntad… Ese era el único tratamiento que, para él, realmente curaba.

    ¿Le conté lo del escorpión?

    Estábamos en San Juan, en la localidad de Zonda. Yo tendría unos ocho años. Me llamó:

    —¿Ves este bichito? —preguntó. Y con un palito, levantó el insecto.

    —Es un escorpión. ¿Ves? ¡¿Ves?! Acercate más. ¿Ves…? Por este piquito lanza el veneno. Tocalo con la ramita. ¡Tocalo! Si te pica, morís… Jorge, tenés que aprender a conocer a tus enemigos —me dijo.

    Le hice caso... y derroté al escorpión. ¿Se da cuenta? Vencí al enemigo. Fue el bautismo de fuego. Mi padre nunca se dio cuenta de que yo temblaba…

    Baja la cabeza, está agobiado, casi llorando.

    Tenía miedo. Mucho miedo. Pero él no se enteró… nunca se enteró.

    Se esfuma la luz. El protagonista queda en penumbras.

    Silencio.

    III

    El personaje gira el sillón y queda mirando al público. La luz cenital vuelve a ser intensa. Se muestra dueño de la situación, emplea una oratoria fluida.

    Sin darme cuenta, queridos amigos, me había convertido en dirigente. Eso era excitante… Recuerdo cuando me invitaron por primera vez a una reunión del Comité Central. ¡Una maquinaria perfecta! Presidencia, presidencia honoraria, gente que iba y venía trayendo bebidas, gente que nos cuidaba: grupos A (armas de fuego), grupos B (cachiporras). A las 11, sandwichitos de morcilla fría. A las 15, almuerzo. El Partido era todo… ¿Y en tiempos de clandestinidad? También… Nada de improvisación. Había camaradas preparando el lugar durante meses. Los delegados llegaban sin saber el destino. Y cuando entraban al sitio… ¡Impresionante! Salón de actos… Cuadros de Marx, Engels, Lenin y Codovilla… Habitaciones para todos… Las deliberaciones se extendían por una semana, o más. Nunca los servicios de inteligencia pudieron entender cómo funcionaba ese mecanismo invulnerable. ¡Los giles se enteraban por Nuestra Palabra!, Enepé… ¡Qué lo parió! A casa la traía todos los jueves el gordo Omar en un sobre de papel madera. Mi viejo rompía el envoltorio con los cuidados lógicos de un cirujano (hace un ademán como quien abre un paquete que contiene copas de cristal) y nos leía: Órgano del Comité Central del Partido Comunista Argentino.

    Y sí… yo conocí el semanario Enepé antes que al diario La Nación

    Ahora que lo pienso, en realidad yo me hice comunista antes de mi primera erección…

    Breve pausa.

    Claro… con semejante currículo infantil, ¡cómo no iba a ser un cuadro joven! A los 14 firmé la ficha de afiliación, a los 17 viajé a Moscú a estudiar en la (solemne, voz impostada) Escuela Superior del Komsomol Leninista. Con ese viaje tuve por primera vez un nombre y un documento falsos…

    Precoz, muy precoz.

    ¿Quién fumó un Cohíba, enviado nada menos que por Fidel Castro, antes de recibirse de bachiller?

    Yo, camaradas…

    En serio, me lo regaló el secretario general del Partido cuando nos visitó en la URSS… Él venía de La Habana, en donde se había producido un acontecimiento histórico: la reconciliación con los cubanos después de años de peleas por el tema de la lucha armada. "Está bien (imita la entonación cubana) —le dijo, entonces, Fidel al jefe del PCA—, estamos de acuerdo, el rol fundamental es de las masas, pero… una bombita de vez en cuando no viene mal, ¿no?".

    La cosa fue que yo ligué uno de los puros de ese armisticio.

    Ah… me olvidaba. En la URSS, además, aprendí ruso.

    Mi mamá hubiera preferido el inglés… Pero bueno, ella nunca entendió muy bien aquello de que el imperialismo estaba en baja y que el idioma del futuro era el ruso…

    La vieja quería que yo terminara abogacía también. ¡Abogacía!

    —Vieja, yo soy un revolucionario, ¿no entendés? —le explicaba.

    —Ah, ¿sí? ¿Y de qué vas a vivir cuando seas grande? —me respondía.

    Comprendí rápidamente que no valía la pena librar una batalla contra el sentido práctico y el consabido temor de una madre. Y seguí mi senda…

    ¿Saben cuándo tuve mi primera custodia personal?

    ¡A los 19! En serio. Había una manifestación en Congreso y los muchachos de la Juventud Peronista se habían puesto pesados. Además, eran tiempos en que la Alianza Anticomunista Argentina, las Tres A, hacía estragos. La orden del Partido era cuidar a los cuadros…. Yo era el jefe de los estudiantes secundarios de la Federación Juvenil Comunista, la Fede. Llegué a la plaza con cuatro guardaespaldas. Aclaro: era un grupo B (cachiporras), pero nos seguía de cerca un gigante con un 38.

    ¡Qué respeto nos tenían, carajo! Hasta los Montoneros nos envidiaban. Es verdad… Una vez me lo confesó un monto de la primera línea: ¡Uy!, si nosotros tuviéramos el aparato que tienen ustedes no nos para nadie.

    ¡Un relojito!

    (Emocionado, tararea) El partido de Fidel /

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