El gran fraude
Por Fernando Savater
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Este libro versa sobre dos temas. El primero y más inmediato es la vinculación objetiva entre el proyecto soberanista del nacionalismo vasco -concretado por el momento en el llamado «plan Ibarretxe»- y la persistencia de la intimidación terrorista contra la sociedad vasca. A este efecto se analiza la trama de complicidades y apoyos al entorno social etarra con que el PNV, EA e IU han procurado rentabilizar políticamente durante los dos últimos años el clima de coacción que la banda supo imponer, presentándose como sus herederos ante su probable próximo finiquito.
El segundo tema tiene mayor calado y más alcance. Es la denuncia de la inestimable colaboración que cierto «progresismo» ha prestado al desastre vasco, a veces con su cautelosa inhibición ante los crímenes terroristas y en muchos otros casos mostrando una simpatía comprensiva por el ejecutivo nacionalista que regatea, en cambio, al Gobierno estatal. Pero el mal no se limita a Euskalherria, porque también en otras regiones -a veinticinco años de proclamada la Constitución- cualquier invocación al «pluralismo» aunque sea por motivos caciquiles es considerada progresista, mientras que recordar la unidad de España resulta fascismo de mal gusto. Este es el gran fraude ideológico, educativo y político de nuestra democracia: y el origen de la principal amenaza que pesa actualmente sobre ella.
Fernando Savater
Fernando Savater, profesor de Filosofía durante más de treinta años, ha escrito más de cincuenta obras, entre ensayos filosóficos, políticos y literarios, narraciones y teatro. Ha sido investido con varios doctorados honoris causa otorgados por universidades de España, Europa y América, y ha recibido diversas condecoraciones, como la Orden del Mérito Constitucional de España y la Orden Mexicana del Águila Azteca, entre otras. Distinguido como Chevalier des Arts et des Lettres por el Gobierno de Francia, ha formado parte de varios movimientos cívicos de lucha contra la violencia terrorista en el País Vasco, entre ellos ¡Basta Ya!, que obtuvo el Premio Sájarov para la Libertad de Conciencia en el año 2000. Ha sido galardonado con el Premio per la Cultura Mediterranea en 2014, el Premio Internacional Eulalio Ferrer en 2015 y el Premio Taurino Ciudad de Sevilla en 2019. Sus libros han sido traducidos a más de veinte idiomas.
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El gran fraude - Fernando Savater
Para empezar
«El verdadero enfrentamiento, subyacente y oculto por supuesto bajo un sinfín de clichés y trivialidades muy extendidas, tenía lugar entre el nacionalismo y el sentimiento de lealtad al propio país»
(Sebastian HAFFNER, Historia de un alemán)
Este libro versa sobre dos temas. El primero y más inmediato es la vinculación objetiva entre el proyecto soberanista del nacionalismo vasco —concretado por el momento en el llamado «plan Ibarretxe»— y la persistencia de la intimidación terrorista contra la sociedad vasca. A este efecto se analiza la trama de complicidades y apoyos al entorno social etarra con que el PNV, EA e IU han procurado rentabilizar políticamente durante los dos últimos años el clima de coacción que la banda supo imponer durante tanto tiempo, presentándose como lógicos herederos ante su probable próximo finiquito.
El segundo tema tiene mayor calado y más alcance. Es la denuncia de la inestimable colaboración que cierto «progresismo» ha prestado al desastre vasco (birlo la fórmula al título de una charla de mi amigo Aurelio Arteta), a veces con su cautelosa inhibición ante los crímenes terroristas y en muchos otros casos mostrando una simpatía comprensiva por el ejecutivo nacionalista que regatea en cambio al Gobierno estatal. Pero el mal no se limita a Euskalherria, porque también en otras regiones —a veinticinco años de proclamada la Constitución— cualquier invocación al «pluralismo» aunque sea por motivos caciquiles es considerada progresista, mientras que recordar la unidad de España resulta fascismo de mal gusto. Este es el gran fraude ideológico, educativo y político de nuestra democracia: y el origen de la principal amenaza que pesa actualmente sobre ella.
Componen esta obra artículos periodísticos aparecidos casi todos en El País, El Correo y El Diario Vasco (salvo «Cuando el durmiente despierta» y «La rentabilidad del terror», escritos para revistas mexicanas) a lo largo de los dos últimos años. Cronológicamente, dejando en barbecho un lapso de varios meses, constituyen la lógica prolongación de los reunidos en otro volumen de esta misma editorial, Perdonen las molestias. Son textos en su mayor parte bastante breves pero no simplemente circunstanciales: quiero decir que, aún respondiendo por lo general en cada ocasión a circunstancias concretas (digamos la Ley de Partidos, la ilegalización de Batasuna, el atentado de Santa Pola, las manifestaciones de Basta Ya, el asesinato de Joseba Pagazaurtundua, el cierre judicial de Egunkaria, las elecciones municipales de mayo, el plan Ibarretxe, las elecciones autonómicas catalanas, los 25 años de la Constitución, etcétera) sin embargo no agotan en ellas todo su recorrido. Hablan no sólo de lo que pasa (y de los comentarios que suscita lo que pasa) sino también de lo que no pasa, de lo que ni puede ni debe pasar... arrastrado por lo que pasa. De lo que en el fondo importa para mañana y por ello debe ser pensado ya hoy, no sencillamente de los aspectos de hoy que mañana apenas nadie recordará.
Espero no resultar demasiado pretencioso reclamando la atención del benévolo lector sobre dos aspectos fundamentales de estos escritos combativos, que desde luego no aspiran a la olímpica objetividad de la cátedra pero tampoco se conforman con la exaltación de la trinchera: ofrecen argumentos y aportan datos. Dado el género periodístico al que pertenecen y la idiosincrasia algo golfa de quien los firma, abundan en la retórica del énfasis y a veces del exabrupto, sin renunciar nunca a la tentación aniquiladora del chiste (lo siento, pero mi maestro fue Voltaire y no Hegel). Sin embargo y ante todo, pretenden argumentar. Nunca se refugian meramente en lo caprichoso y jamás renuncian a la razón, que no es de nadie y todos compartimos... mal que nos pese. Debo decir que por lo común no han obtenido respuestas en el mismo registro, sólo descripciones del bajo perfil moral del autor o de su afiliación partidista. Una de las que más me irritan se resuelve así: «¿no le da vergüenza o al menos reparo coincidir con lo que sostienen ministros y otros representantes de la derecha gobernante?». Miren ustedes: coincido con el Papa en pedir la abolición de la pena de muerte, con Milton Friedman en abogar por la despenalización de las drogas y, ay, con Gaspar Llamazares en criticar la participación entusiasta de España en la guerra de Irak (en este último aspecto supongo que coincido también con el mismísimo Sadam Hussein). Para cada una de esas opciones tengo y expongo razones que me parecen válidas, salvo mejor argumentación en contra: no las abandonaré porque las compartan sujetos con los que tengo pocas cosas en común ni porque causen incomodidad a algunos a quienes considero en muchos aspectos mis amigos. Soy ciudadano de un Estado de derecho democrático y por tanto no me quejo jamás de coincidir en lo razonable con las autoridades o con la mayor parte de mis compatriotas: ¡ojalá ocurriera lo mismo en muchos otros criterios que también me parecen sustentados por buenos argumentos! En cualquier caso, prefiero compartir la razón con Aznar que perderla a sabiendas para que no me confundan con él.
También se aportan en las páginas siguientes bastantes datos. No es que provengan de pacientes investigaciones propias, pues en la mayoría de los casos las debo a los estudios de otros (como el profesor Francisco Llera, por ejemplo, en lo tocante a las doscientas mil personas que han dejado el País Vasco en los últimos doce años), a la simple lectura diaria de todos los periódicos editados en la CAV o a lo que enseña la experiencia cotidiana a quienes vivimos aquí. Pero son asombrosas las lagunas de información que sigue habiendo sobre este largo «conflicto» del que tanto y a tantos se oye opinar. Como muestra, el pasmo que sintieron muchos de quienes lamentaban el supuesto maltrato dado a Julio Medem por su documental La pelota vasca (sobre el que escribo más adelante, vid. «Viene criatura») cuando se enteraron de que otro documentalista anterior pero menos complaciente con el nacionalismo, Iñaki Arteta, había perdido su trabajo en la diputación vizcaína tras hacer público su cortometraje Sin libertad. El comentario habitual, en ése y otros muchos casos semejantes, es siempre: «eso no lo habíamos oído». Vaya por Dios. Sin embargo, aún más chocante resulta lo poco que tales datos logran en cuanto a que modifiquen su criterio quienes deberían tenerlos en cuenta. Sin ir más lejos, no recuerdo que ninguno de quienes nos auguraban los peores males sociales por la aplicación a Batasuna y otros grupos afines de la Ley de Partidos hayan rectificado a la vista de que no han ocurrido los desastres augurados y en cambio la situación de ETA, al perder apoyos políticos y banderines de enganche, se ha vuelto más crítica que nunca. El supuesto «balón de oxígeno» para los radicales ha servido en realidad para ponerles contra las cuerdas, como era más lógico pero menos sectario esperar. El otro día escuché por radio a Iñaki Anasagasti congratularse de que «gracias a Dios, ETA está muy debilitada». Sin pretender quitarle mérito a Dios, no me parece que las medidas legales y policiales contra el entorno de la banda recientemente promovidas sean ajenas a tal debilidad... Pero la verdad es que, aunque los hechos son muy tercos, quienes deben interpretarlos suelen serlo todavía más.
Pese a este empeño en referirme a situaciones concretas que hoy vivimos en Euskadi (documentadas con mayor detalle en las obras imprescindibles que han venido publicando en estos años José María Calleja, Florencio Domínguez, Patxo Unzueta y Jose Luis Barbería, entre otros) y en argumentar políticamente a partir de ellas, estoy casi resignado ya a que se me despache como un «crispador» vocacional que «ahonda» el abismo entre las comunidades nacionalista y no nacionalista en el País Vasco, entorpeciendo el imprescindible «diálogo» y contribuyendo a que se satanice a los partidarios benevolentes de este último. Por supuesto no voy a convertirme en abogado defensor de mí mismo (tengo la convicción de que quien necesita defensa ante la tontería o la mala fe no la merece) pero pertenezco profesionalmente a un gremio incómodo que se niega a aceptar sin examen crítico los «ídolos» verbales de la tribu. De modo que me veo obligado a precisar que las supuestas dos comunidades enfrentadas hoy en Euskadi son el invento fatal de la violencia terrorista (secundada por la intransigencia de cierto nacionalismo fanático), no una realidad social preexistente. Tal es «la rentabilidad del terror», según intento explicar más adelante en el artículo del mismo título.
En lo tocante al diálogo, sin duda es una fórmula magistral pero que exige ciertos requisitos para obrar sus potencialidades curativas. No vendría mal repasar al efecto lo que establece Habermas acerca de la acción comunicativa que pretende establecer la pauta de lo justo: incluso sin exigir a toda costa la paradigmática «situación ideal de habla», es obvio que no se dan los mínimos requisitos para un coloquio decente cuando la mitad de los interlocutores se juega la vida en cuanto presenta objeciones a las tesis de la otra mitad. Fue precisamente Carl Schmitt (en Sobre el parlamentarismo) quien estableció claramente la distinción entre «diálogo» y «negociación». El primero es un intercambio de opiniones igualitario, destinado a convencer al adversario con argumentos racionales de lo verdadero y lo correcto, o dejarse persuadir por los argumentos sobre lo verdadero y lo correcto expuestos por él. La negociación, en cambio, no aspira sino al cálculo de intereses y la oportunidad de obtener ganancias, aprovechándose de las circunstancias estratégicas. En este segundo modelo no se excluye la búsqueda de acuerdo entre los más fuertes a costa de terceros o el consenso obtenido por medio del chantaje. Pues bien, algunos no nos negamos al diálogo sino que exigimos antes de iniciarlo los presupuestos que lo hacen posible: y, sobre todo, nos negamos a llamar «diálogo» a la «negociación» en nombre de un malvenido irenismo. En lo que estoy de acuerdo sin embargo es en que no se debe satanizar a los obstinados en reclamar «diálogo» caiga quien caiga, porque Satanás —según quienes mejor le conocen— es un tipo muy malo pero sumamente inteligente y nuestros dialogantes ni siquiera son demasiado malos.
Es delicia idealista pretender salir de un embrollo criminal sin comprometerse en nada más antipático que las declaraciones reiteradas de buena voluntad. Los rentabilizadores de la violencia terrorista sólo renunciarán a ella cuando empiecen a sufrir políticamente por su opción, pero nunca mientras sólo se les afee en términos morales su conducta. En sus Cartas a un joven disidente escribe Christopher Hitchens: «Los conflictos pueden ser dolorosos, pero las soluciones indoloras no existen en ningún caso, y buscarlas conduce al doloroso resultado de la inutilidad y el absurdo: la apoteosis del avestruz». (Por cierto, aunque ya difícilmente puedo considerarme un joven disidente —contrarian en el original— porque tengo un par de años más que el propio Hitchens, he anotado algunos de sus observaciones en mi cuaderno de bitácora. Por ejemplo, ésta: «Dante era un sectario y un místico, pero tenía razón al reservar uno de los rincones más atroces de su infierno a quienes, en tiempo de crisis moral, procuran mantenerse neutrales». O esta otra: «No te preocupes demasiado por quiénes son tus amigos o por qué compañía tienes. Cualquier causa digna de batirse por ella atraerá a cantidad de gente diversa». También cita con aprobación este apotegma de F. M. Cornford, que yo propondría como lema a mis compañeros activistas de Basta Ya: «Sólo hay un argumento para hacer algo; los demás son argumentos para no hacer nada»).
¡La apoteosis del avestruz! ¡Qué hermoso título podría haber sido para este libro, si no hubiera el peligro de que algunos lo hubieran tomado como promoción de una reciente moda gastronómica! Porque ciertamente esa notable ave corredora ha sido durante años el emblema de quienes han fomentado el fraude ideológico y educativo tras el que se han emboscado los nacionalismos insolidarios y disgregadores, empezando por el vasco. De hacer caso a muchos bienpensantes, el nacionalismo vasco no sólo no tiene nada que ver con ETA ni su ideario etnicista colisiona con la sociedad de ciudadanos moderna, sino que hasta es más «progresista» que la visión de una España constitucionalmente unida e indivisible. Que los caciques de la derecha local y los «aprovechateguis» de turno se hayan pasado con armas y bagajes de hacer negocios con el franquismo a hacerlos con el nacionalismo es cosa normal, previsible; que algunos intelectuales a lo Álvarez Solís hayan viajado del falangismo al estalinismo y de ahí a escribir libros prologados por el lehendakari Ibarretxe es lógica deriva de ciertos amigos de la libertad. Pero que personas ilustradas, de mentalidad genéricamente amiga de los avances sociales, hayan permanecido obstinadamente ciegas a lo que suponía el embellecimiento del nacionalismo con un toque suavemente «izquierdista» es cosa que le deja a uno —por lo menos al uno que esto firma— realmente estupefacto.
Todo empezó con el encomio, al principio sanamente antidictatorial pero después cada vez más hiperbólico, de la noción de «pluralismo». Que la sociedad sea plural es excelente en numerosos aspectos, pero claramente nefasto en otros. Una sociedad donde hay esclavos y amos es más plural que otra donde todo el mundo sea igualmente libre; y las castas de la India son plurales, frente a la ciudadanía unitaria que no hace discriminaciones. Los regímenes que tratan de manera distinta en el terreno laboral o legal a las mujeres y a los varones, aquellos en los que unos son educados y otros no o los que reservan privilegios para unos grupos étnicos frente a otros son más plurales que los basados en el principio «todos los seres humanos nacen libres e iguales, cualquiera que sea su raza, etnia, sexo o condición». Más plurales pero no precisamente preferibles ni más progresistas. Por supuesto que la pluralidad de opciones, creencias y expresiones es el deseable resultado de la libertad... siempre que la institucionalización de tal libertad sea igual para todos. Digámoslo una vez más: no es lo mismo el derecho a la diversidad que la diversidad de derechos... En cuanto a la descentralización y el federalismo (que algunos en España vitorean como la solución de todos los males y la entrada en el reino del progreso) lo realista es comprobar que son disposiciones administrativas que «pluralizan» los países de un modo deseable siempre que no vayan más allá de cierto límite, traspasado el cual dejan de ser algo positivo y se convierten en una amenaza social. Hace unos días, en su balance político de fin de año, el presidente alemán Johannes Rau ha señalado que el federalismo germano —cuya reforma propone sin rodeos— falla al menos en tres aspectos: las excesivas competencias que los länder han ido acumulando, la creciente confusión entre las tareas, ingresos y gastos de la federación y de los estados federales, así como la maraña financiera entre las catorce administraciones. «Catorce campañas electorales y catorce elecciones son demasiadas», ha clamado el presidente Rau. Supongo que, a partir de su experiencia y no de la ideología, difícilmente recomendaría a ningún