Vida de Hernán Cortés: La espada
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José Luis Martínez
Se cumplen cinco siglos de la Conquista de México, y a lo largo de este tiempo Hernán Cortés ha desempeñado un claro papel en el imaginario colectivo de la nación: el de villano. Sin embargo, para Christian Duverger esta apreciación no podría ser más injusta. Lejos del ambicioso y sanguinario invasor que los libros de texto han urdido, el historiador francés presenta en esta biografía en dos tomos a un humanista, un hombre de armas y de letras que vio en las tierras americanas la posibilidad, no de trasplantar una copia de la sociedad castellana, sino de inventar un mundo nuevo. Para Cortés, el mestizaje era la clave de este proyecto cultural.
Publicada por primera vez en 2005, la primera parte de esta biografía cortesiana retrata, desde luego, al conquistador fascinado por el mundo indígena, pero también al interlocutor y competidor de Carlos V, al seductor, al independentista, al empresario, al introductor de la caña de azúcar y el gusano de seda en México, al explorador que descubre California, que comercia con el Perú y que llega hasta las Filipinas. La espada narra, así, la parte pública de la vida del padre de la patria.
Christian Duverger
Christian Duverger nació en Burdeos, Francia. Es doctor por la Universidad de la Sorbona, en París, y profesor de la cátedra de Antropología Social y Cultural de Mesoamérica en la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Fue consejero cultural de la embajada de Francia en México. Se ha dedicado al estudio del México prehispánico y virreinal, y ha realizado trabajos arqueológicos en nuestro país. Ha colabo- rado con el Instituto Nacional de Antropología e Historia, la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad de Guadalajara y es miembro numérico de la Academia Nacional de Historia y Geografía de México. Entre sus publicaciones se encuentran La flor letal, El origen de los aztecas, La conversión de los indios de la Nueva España, Mesoamérica. Arte y antropología, Agua y fuego. Arte sacro indígena en el siglo XVI, El primer mestizaje. La clave para entender el pasado mesoamericano, y una edición del Diario de a bordo de Cristóbal Colón. Es autor de la biografía más completa de Hernán Cortés, publicada en dos volúmenes: Vida de Hernán Cortés. La espada y Vida de Hernán Cortés. La pluma. En 2016 publicó El ancla de arena, su primera novela.
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Penguin Random HouseA mi mujer,
de Santo Domingo a México,
de Baracoa a Chametla,
ese itinerario que recorrimos juntos.
El que no entra por la puerta
es ladrón y salteador
SAN JUAN, X, 1
PREFACIO
No lejos de la Ciudad de México, en el atrio del convento franciscano de Huexotla, construido en la cima arrasada de una gran pirámide prehispánica, aún pueden verse dos olivos. Dos olivos gigantescos que parecen no tener edad. Sin embargo, no es así. Esos árboles tienen una historia: son contemporáneos a la creación del convento, que tuvo lugar en 1532. Su presencia resulta conmovedora porque vieron desfilar cinco siglos de historia mexicana, pero sobre todo son un símbolo poderoso: prueban que desde los primeros tiempos de Hernán Cortés en México, el país, en la idea del Capitán general, estaba abocado a la independencia. Esos olivos representan un reto, una desobediencia.
Repasemos los hechos. Cortés volvió a México, de España, en 1530 con una profunda inquietud. Pudo constatar que las personas cercanas al rey sostenían opiniones diversas en cuanto a la manera de administrar la Nueva España. Cuando presentó su visión de una sociedad de convivencia en la que la cultura indígena tuviera un papel preponderante, entendió que predominaba la corriente favorable a la hispanización de las tierras conquistadas. Algunos consejeros que nunca habían salido siquiera de la península ibérica albergaban la idea de que las tierras americanas —las Indias Occidentales— podían funcionar como una extensión del reino castellano, ser regidas por las leyes y costumbres de la Corona y ofrecer oportunidades comerciales a productos españoles como el vino o el aceite. Para proteger dicho mercado de exportación, el cultivo de la viña y del olivo fue prohibido en la Nueva España. Sin embargo, los franciscanos llamados por Cortés para evangelizar la tierra mexicana decidieron cristalizar los deseos del Capitán general. Plantaron viñedos en la huerta de cada convento y cuatro olivos en sus respectivos atrios, que dibujaban, con la cruz central, un quincunce con rasgos de glifo mesoamericano.
Gracias a dichos símbolos, el territorio de las implantaciones franciscanas escapaba a las prescripciones llegadas del otro lado del Atlántico y manifestaba un reto con respecto a un poder lejano y ciego. Esos símbolos, asimismo, transmitían una idea fuerza de Hernán Cortés: el mestizaje. La introducción de plantas españolas no contradecía la vocación por la independencia de México. Se consagraría efectivamente el vino en el curso de la misa, pero a partir de entonces sería con vino mexicano, y el crisma sería preparado con aceite de oliva local. Así, la Nueva España se apropió del culto cristiano importado, indigenizándolo, fusionando creencias provenientes de las dos orillas del Atlántico.
Observemos que Cortés había procedido a la inversa, en su viaje a España de 1528: había transportado plantas mexicanas para aclimatarlas a su país de nacimiento. Principalmente, había llevado cepas de nopal, que plantó religiosamente a ambos lados de la entrada monumental del castillo de Medellín en Extremadura. Pretendía, así, crear un puente o parentesco simbólico entre Tenochtitlan y su ciudad natal. El destino quiso que esos nopales plantados por Cortés, a imagen de los olivos de Huexotla, vivieran cerca de cinco siglos, alcanzando una altura fenomenal, hasta que ese poderoso símbolo histórico fuera destruido por la ignorancia, hace apenas unos años.
Así es este Cortés, sutil amante de los símbolos; este Cortés, portador de una visión social; este Cortés, altamente original para su época y su medio. Así es este Cortés, siempre vivo entre nosotros, el que deseaba retratar al redactar la presente obra. Sin embargo, acercarse a la figura del conquistador de México no es tarea fácil. Cinco siglos han transcurrido, una veintena de generaciones han vivido en este país mestizo desde la caída de Tenochtitlan, y Hernán Cortés, el inventor del México moderno, el padre fundador, no tiene aún ninguna estatua, ningún estatus, sino el del villano de los libros de texto. Ninguna placa de calle lleva su nombre, ninguna plaza pública conmemora su recuerdo. Sólo pueden hallarse, arrinconadas en museos regionales, algunas copias del famoso busto imaginado por Tolsá para el mausoleo del Hospital de Jesús. Más incomprensible resulta aún que ninguna universidad de la República proponga la más mínima línea de investigación de Estudios cortesianos
.
¿A qué se debe esta negación de paternidad que con el tiempo se ha vuelto incomprensible? Podría intuirse, por supuesto, el efecto de la propaganda estadounidense puesta en marcha en 1823, bajo el influjo del presidente Monroe y conocida con el nombre de Leyenda Negra. Pero, aún así, una duda nos invade. ¿Por qué lo que tuvo sentido en el siglo XIX, en el contexto de las independencias latinoamericanas, sigue siendo vigente hoy? ¿Por qué la propaganda antimexicana fabricada por Estados Unidos para legitimar sus apropiaciones territoriales sancionadas por el Tratado de Guadalupe puede tener eco en este siglo XXI ya entrado en años?
Debe entonces buscarse en otra parte las razones de ese permanente parricidio que practica México con respecto a Cortés. Creo que la cuestión de fondo gira alrededor de una noción clave: el mestizaje, a menudo percibido en México como el recuerdo de una violencia inicial. No ocultaré que la presente obra fue escrita con la perspectiva esencial de otorgarle un contenido histórico a dicha palabra. El joven Hernán aprende en efecto de las lecciones adquiridas durante su estancia en las Grandes Antillas. Al lanzarse a la aventura mexicana —con 33 años de edad— lo hace como un hombre seguro de sí mismo; sabe por qué quiere conquistar México, sabe lo que quiere hacer ahí y sabe cómo logarlo. Se nutre de la experiencia de un fracaso que llevó a la destrucción de la cultura taína. Dicho fracaso —que se prolongó por tres décadas, al compás de la violencia, la incoherencia, la infamia, la traición, la sed por el oro, la esclavitud y los malos tratos— ejemplifica a la perfección la ineptitud de los españoles para gestionar los primeros contactos. Cristóbal Colón no entiende nada de la situación, es un navegante, no un filósofo; la reina Isabel está en las nubes; el rey Fernando decreta que no le gusta el chile, que hubiera podido hacer rica a España; Bobadilla muere ahogado, arrastrado hasta el fondo del océano por la gigantesca pepita de oro que llevaba colgada del cuello; Ovando sacrifica vergonzosamente a la reina Anacaona, quemando toda esperanza de una convivencia pacífica con los indígenas; Diego Colón, el hijo del Descubridor, sólo ansía una cosa: crear un simulacro de corte española alrededor de su persona. Es superado completamente por la realidad americana.
En cambio, Cortés aprendió a acampar en chozas de palma, a degustar el sabor del maíz, el tomate y el chile. Escogió de qué lado quería estar. Fundó una familia mixta y logró que su primer vástago mestizo fuese bautizado, una hija a quien le puso el nombre de su madre, Catalina. Forzó a Velázquez, el gobernador de Cuba, a que fuese su padrino y, como Hernán era perseverante, más tarde la hará legitimar por el papa. Se ve claramente: Cortés avanza por la senda del mestizaje de manera oficial, asumida y pública. Es el proyecto cultural que pondrá en marcha en México.
Evidentemente, dicha perspectiva modifica sensiblemente la visión tradicional de la Conquista, a menudo reducida a una serie de sangrientos combates que irremediablemente desembocan en el despojo de la cultura autóctona. El deseo de cambiar ese estado de ánimo se encuentra en el corazón de mi investigación y de mi obra.
Esto ya constituía un reto suficiente. Sin embargo, sobre la marcha llegué a descubrir otra faceta de Cortés, una cara oculta que se había mantenido escondida en las sombras por que fue el mismo marqués del Valle el arquitecto de dicho secreto. Aquí me refiero al talento literario del conquistador de México. Mis investigaciones me colocaron —de manera bastante lógica— frente a un artificio o mistificación de gran talento. En efecto, muy pronto tuve la certeza de que la célebre Historia verdadera de la conquista de la Nueva España no era obra de Bernal Díaz del Castillo, sino que procedía de la pluma de Hernán Cortés. Lo que me condujo a este descubrimiento fue la similitud estructural entre la Historia de la conquista de México de Francisco López de Gómara y la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo. Se trata de obras sinópticas, que no pudieron no haber sido escritas al mismo tiempo. El recorte de la materia histórica es idéntico, la selección de los acontecimientos tratados presentados es similar, el tratamiento filosófico de la Conquista es análogo, los datos proporcionados son los mismos.
Desde el momento en que tuve la certeza, gracias a declaraciones judiciales hechas por Gómara, de que el cronista había en efecto escrito su Historia de la conquista en la casa de Cortés en Valladolid entre 1543 y 1546, se volvía evidente que la Historia verdadera —obra simétrica a la de Gómara— no podía haber sido escrita veinte años más tarde en Guatemala por una tercera persona. Siendo la Historia verdadera contemporánea a la obra de Gómara, había que hallarle un autor capaz de haber mantenido relaciones cotidianas con el capellán de Cortés. Por eliminación y por cruce de informaciones, la investigación debía llevarme a la persona misma del Conquistador. ¿Qué hacer? El desmantelamiento de la mistificación sellada en 1632 por la publicación en Madrid de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España escrita por el capitán Bernal Díaz del Castillo, uno de sus conquistadores bien valía dedicarle una obra. Y, sobre todo, el padre de la patria se transformaba en fundador de la novela latinoamericana
, título que Carlos Fuentes le había concedido a Bernal Díaz del Castillo. Cortés no era solamente un guerrero, un aventurero, un conquistador, un competidor de Carlos V, un latifundista, un armador, un descubridor, un hombre de negocios, un seductor; Cortés se volvía de repente una gloria literaria, el primer escritor consagrado del México moderno, el autor de un éxito inagotable en las librerías.
Para no enturbiar los mensajes, decidí entonces escribir una biografía en dos tomos. En mi proyecto original, el primer tomo se titulaba La espada, y, el segundo, La pluma. El primer tomo trataba de la Conquista y su resultado: el mestizaje. El segundo volumen seguía la increíble historia de un texto escrito bajo anonimato que, con varias interpolaciones como lastre, terminó por vivir una segunda vida bajo un nombre prestado. No cabía torturar la cronología para dividir la materia de los dos volúmenes: el primero corre de 1485 a 1543 y cubre toda la vida del Cortés conquistador al que estamos acostumbrados; el segundo comienza en 1543 en Valladolid y termina con la muerte de Cortés en Castilleja de la Cuesta en 1547. En Cortés, la creación literaria le sigue al estruendo de las armas; en un momento dado, el hombre público se desvanece detrás del hombre privado y se refugia en el secreto de su oficina. Dicho momento se halla claramente marcado en su biografía; corresponde a la deserción de Carlos V, quien abandona España para refugiarse primero en Alemania y luego en Bruselas. Cortés ya no tiene interlocutor, ya no tiene un alter ego. Es entonces que entabla su diálogo con la posteridad. Instalado en la falsa humildad de un soldado raso, se vuelve el historiador de su propia conquista. Ese paso de Cortés hacia la clandestinidad era una elección táctica, una elección de prudencia dictada por la violencia de la época, por la ferocidad de la censura real. ¿Podía el conquistador de México imaginar que una intempestiva usurpación lo privaría de su derecho de autor durante tanto tiempo?
Sin embargo, incluso en la perspectiva de una biografía en dos volúmenes, me pareció imposible publicar los dos tomos de manera simultánea. Partí del principio que mi primer tomo poseía suficiente coherencia interna para vivir su vida solo. En cualquier caso, ¿quién se habría alarmado por mi elipsis referente a los últimos años del conquistador? La tradición lo definía como amargado, apocado, arruinado, sin contacto con el mundo. Ningún biógrafo le consagraba más de tres páginas al final de la vida de Hernán. Bastaba con callarse para que todo pasara desapercibido. Y así lo hice. Mantuve el secreto del tomo II para mí. Perduraba sin embargo una última dificultad: ¿qué hacer con todas las referencias a Díaz del Castillo que abundan en el libro? ¿Cómo tratarlas? La respuesta vino naturalmente. Me autoricé a citar Bernal Díaz del Castillo como un cronista independiente, como si nada, a sabiendas de que se trataba de una información cortesiana, lo que le confería un valor de primera mano. Pero, por supuesto, ¡no me permití oponer la información extraídas de la Historia verdadera con las provenientes de las Cartas de relación! Elegí mis referencias, extrayendo ahora de una fuente, ahora de la otra, precisamente, para no sugerir la existencia de cualquier discrepancia.
Bajo el lacónico título de Cortés (2005), luego de Cortés. La bibliografía más reveladora (2010), ese libro vivió su vida. Logró buena aceptación y permitió dar inicio a un cambio en la percepción del papel fundador de Cortés. La doctrina del mestizaje es, en realidad, una variante del humanismo del siglo XVI. No borra la violencia del choque cultural, no niega el conflicto, pero no lo reduce a la confrontación de las flechas y de las espadas. El mestizaje no solo es una mezcla de sangres, es una interacción más amplia que trastoca las costumbres, las creencias, la organización socio-política. El mestizaje no postula por la superioridad de una cultura sobre la otra, mas parte del principio de que la diversidad es una riqueza y que el enriquecimiento es siempre mutuo. Le toma prestado a uno y al otro.
Habiendo comenzado a cambiar la imagen de Cortés, se abría el camino para publicar el segundo tomo. Fue cosa hecha a principios del año 2013. El libro apareció bajo títulos diferentes dependiendo del país: Crónica de la eternidad en México y en España; Cortés y su doble en Francia y en Brasil. Ese plazo entre las dos publicaciones se aprovechó para perfeccionar la investigación: así, pude entre otros trabajar en el Archivo General de Centro América en Guatemala y analizar el manuscrito original de la Historia verdadera conservado en la capital. Éste sufrió una restauración azarosa hecha en Estados Unidos y hoy desgraciadamente se encuentra plastificado. Pero sigue siendo un documento de gran alcance emocional ya que puede estimarse que un 70% de los folios corresponde a la versión inicial redactada por Cortés en Valladolid.
A decir verdad, ese libro no fue presentado durante su publicación como un complemento de mi biografía de Cortés, sino como una obra aparte, una investigación sobre una mistificación con sabor policíaco, con su lógica interna: exposición del enigma y resolución del misterio. Sin embargo, siempre formó parte de mi proyecto biográfico: Cortés no puede en ningún caso verse reducido a un hombre de guerra, siquiera dotado del aura del vencedor. Su gusto por la literatura y por el acto de escribir son parte constitutiva de su ser. Cuando sus hombres lo veían aislarse y sentarse en algún lugar apartado, un cuaderno sobre sus rodillas, nadie se hubiera imaginado ir a molestarlo; el Capitán general era tan respetado mientras escribía como cuando conducía sus hombres al campo de batalla. El tiempo juzgó su obra y debemos reportar el talento que se le ha atribuido a Díaz del Castillo a la pluma del Marqués del Valle. Cortés no solo creó el México moderno, sino que produjo la obra fundadora de las letras latinoamericanas, marcada por la intromisión de la ficción en el relato histórico.
Ese Cortés ambiguo y desconcertante, entre dos mundos, entre dos géneros literarios, mi editor deseó presentarlo al público a través de la dualidad de mi proyecto inicial. Dos tomos para la vida de un hombre dual. La espada y la pluma. Dos tomos que hacen uno, pero cuya lectura es independiente. Dos tomos imprevisibles pues resulta muy raro que un hombre de guerra, que un hombre de Estado sea talentoso con la misma fortuna para la escritura. Dos tomos a poner en pie de igualdad para el retrato de un conquistador-escritor que no es menos escritor que conquistador o menos conquistador que escritor. Dos tomos a imagen y semejanza de la dualidad fundadora de la Nueva España: el mundo mesoamericano y el mundo hispánico. Dos tomos para la violencia y la reparación de la violencia, para la sangre y el amor, para la sombra y la luz, para lo temporal y para la eternidad.
El mestizaje inducido por Cortés como firma original de identidad tiene una consecuencia sobre nuestra lectura de la historia mexicana. Hasta ahora, de alguna manera se ha admitido que la conquista era una extensión de la historia castellana y que, en el fondo, Nueva España era una parte de España. Pienso que de ello ha resultado un malentendido. Leída a partir de dichas premisas, la historia de la conquista es incomprensible. Por mucho que se diga, es difícil hacer creer que 500 españoles hayan podido derrotar un mundo mesoamericano dinámico y próspero con 25 millones de habitantes. Y ello teniendo en cuenta que los recién llegados maniobraban en terreno desconocido. Se buscaron argumentos que no resisten ningún análisis. ¿Atribuirle la victoria a Cortés por la superioridad de las armas de fuego? El arcabuz era un arma inadaptada para los combates contra los indios; pesado, poco maniobrable, necesitaba de una horquilla de apoyo; disparaba una bala de plomo de 25 g a 15 metros; se requerían hasta 8 minutos para recargarlo; el encendido se hacía por una mecha exterior que se volvía inoperante en tiempo de lluvias; los arcabuceros transportaban con ellos en bandoleras una cantidad limitada de cargas: doce medidas de pólvora solamente, por lo que se llamaban los apóstoles
; había que cargar la pólvora por la boca por medio de un escobillón, lo cual era poco práctico. Además, ¡Cortés poseía trece arcabuces! ¡Frente a decenas de miles de guerreros indios, retrospectivamente ese armamento resulta irrisorio!
¿Los caballos? Sin duda alguna contribuyeron como ventaja táctica, al menos al principio. Pero de manera relativamente rápida, los mexicanos aprendieron a utilizar bolas para enredar a los caballos en su carrera. Y por ello perdieron gran parte de su eficacia militar. Más tarde, según el momento, Cortés solo tuvo a su disposición 12 a 16 de ellos. ¿Acaso no estamos de nuevo en un registro de lo simbólico?
La realidad es que permanentemente las tropas de Cortés se hallaron en situaciones de gran vulnerabilidad frente a los autóctonos. Incluso protegido
por sus aliados indígenas, el Capitán general nunca controló militarmente la situación. En ninguna parte. Y es bien conocida la facilidad con la que una alianza puede desgarrarse o revertirse.
Creo que se comprende mejor el escenario de la conquista cortesiana si se le aplica a la llegada de los españoles los esquemas de pensamiento prehispánicos. Mesoamérica es históricamente en efecto una tierra de inmigraciones. El mestizaje es una práctica nacida de la coexistencia en un mismo territorio de sedentarios y de nómadas, de agricultores y de cazadores-recolectores. El proceso cultural que dio nacimiento a Mesoamérica es un proceso de acreción de las dos tradiciones.
Desde 1,500 a.C., todas las tierras de cultivo estaban ocupadas. Todos los nómadas venidos del norte que se aventuraban en Mesoamérica irrumpían necesariamente en las tierras de los sedentarios. Pero eran bien recibidos. Eran sistemáticamente invitados a sedentarizarse y a tomar esposa localmente. Lo que hacían. En el corazón mismo de todos los mitos de origen y de todos los relatos de migración de Mesoamérica, siempre se encuentra el relato del acontecimiento fundador que no es más que un mestizaje ocurrido entre autóctonos e inmigrantes, entre los habitantes de la ciudad (altepetl) y los grupos venidos de tierras periféricas, a menudo lejanas. Pero, para los sedentarios mesoamericanos, ¿quiénes son esos españoles barbudos venidos del oeste sino chichimecas como los demás, nómadas con vocación por integrarse a su estado?
Así se explican las ofrendas de mujeres hechas al invasor. Cortés recibe veinte en Centla, veinte en Cempoala, veinte en Tlaxcala… Puede pensarse que el conquistador comprende el sentido de dichos regalos, pero hace trampa pretextando ignorar las costumbres locales: toma las mujeres y se va. En realidad, quiere asentar sus reales en tierra mexicana, pero en Tenochtitlan. Nada lo hará desviarse de su plan.
Debemos, para comprender la conquista, tener en mente la esencia de la organización de Mesoamérica. Desde los más lejanos tiempos, ésta constituye un solo territorio compartido por grupos de origen diverso, hablantes de varios idiomas, pero teniendo en común usos rituales y creencias cosmogónicas. A priori, agregar una lengua al patrimonio lingüístico mesoamericano no es un problema. Que los chichimecas venidos por barco sean blancos no perturba en nada el esquema. Que veneren otros dioses no tiene ninguna importancia; todo queda dentro de la norma. Que tengan aptitudes guerreras es más bien buena señal. Que se desplacen sin mujeres es algo extraño, pero es una oportunidad para la integración. Lo que le permitió a Cortés tener éxito proviene de su comprensión de la aptitud mesoamericana al mestizaje. Y puede pensarse que Malinche tuvo mucho que ver en ello. Ella fue el alma del éxito cortesiano porque supo mexicanizar a Cortés.
Es lo que explica que las relaciones y las crónicas de la conquista elaboradas en México en el siglo XVI integran los acontecimientos ligados al contacto en la trama milenaria de la historia indígena. Cortés es una suerte de teomama chichimeca que posó su bulto sagrado sobre la gran pirámide de Tenochtitlan que se contentó con tomar el nombre de catedral. Todavía hoy, los dioses prehispánicos y el dios cristiano comparten el mismo lugar. La Suprema Corte de Justicia de la Nación se levantó en el lugar donde fincaban las casas de Cortés y el poder político todavía se ejerce en el antiguo palacio de los tlatoani mexicas.
PRÓLOGO
UN NUEVO CORTÉS MESTIZO
JOSÉ LUIS MARTÍNEZ
Entre los nuevos mexicanistas franceses sobresale Christian Duverger, quien hacia 1978 comenzó sus estudios realizando monografías sobre temas prehispánicos: el espíritu de juego, los sacrificios humanos, los orígenes y la conversión religiosa de los indios. En 1999 saltó a un tema más amplio y ambicioso: el arte en Mesoamérica. Hoy nos ofrece Cortés, un libro original y apasionante.
Dentro de la gran tradición de la prosa francesa, Duverger es un narrador cuya fluidez no se ve impedida por las marañas documentales. Cortés tiene una bibliografía impresionante: sus propios escritos, los de sus compañeros y jefes, los testimonios indígenas, los de historiadores y cronistas de la Conquista, desde Bernal Díaz hasta los contemporáneos de hoy, así como anécdotas y alusiones, favorables, neutrales o feroces contra él. Nuestro autor maneja lo esencial de este repertorio, que rara vez cita en su texto principal; prefiere ponerlo en las notas, y así logra esa fluidez antes aludida. La historia de Hernán Cortés se lee como una novela de aventuras, pero con una novedad importante: no hay buenos ni malos, pues, según Duverger, Cortés se enamora de sus enemigos y se vuelve un Cortés mestizo. Los malos, en todo caso, serían el gobierno español, Carlos V y sus agentes, que impiden al héroe Cortés llevar a cabo sus acciones de mestizaje. Tal es la idea principal de esta biografía.
En lugar de los taínos, mitificados por los humanistas, para Duverger existen los mexicas, que encarnan otro modelo cultural y otra forma de civilización. Librados de sus prácticas sacrificiales, éstos pueden testimoniar genio humano y son una alternativa.
La idea del capitán general es realizar un injerto español en las estructuras del imperio azteca, a fin de engendrar una sociedad mestiza. Para Cortés, no se trata en ningún caso de trasplantar al altiplano mexicano una microsociedad castellana, una copia colonial, marchita, de la madre patria, lo cual se había hecho en La Española y en Cuba, con el éxito conocido. En México, los españoles deberán fundirse en el molde original. Pronto, por ejemplo, Cortés se empeña en aprender el náhuatl, la lengua de relación en Mesoamérica, como lengua oficial de Nueva España. Decide que en la escuela la enseñanza se imparta en la lengua vernácula o en latín. En México no habrá hispanización. Aprovechando los consejos ilustrados y las lecciones particulares de Marina, Cortés parece dominar el náhuatl, aunque en los actos oficiales conserve a su intérprete indígena para respetar las tradiciones autóctonas.
En las páginas siguientes, Duverger, en su entusiasmo cortesiano, hace algunas afirmaciones que me parecen difíciles de aceptar; por ejemplo, la existencia de pruebas de que Cortés logró comprender el sistema de escritura pictográfico [de los nahuas] y que hizo de él un uso realmente mestizo.
Toda empresa de mezcla cultural —escribe Duverger— pasa por el mestizaje de la sangre: Cortés tiene al respecto una opinión perfectamente ajustada; concibe la emergencia de su sociedad mestiza como una maternidad, ya que la mujer, y sólo ella, representa la parte más civilizada del mundo y puede ser investida de esta misión de confianza: engendrar el Nuevo Mundo. Fascinado por la mujer amerindia, a la que profesará culto, impondrá la mezcla de sangres al hacer que las mujeres mexicanas se conviertan en madres de la nueva civilización. De allí su feroz oposición a la presencia de mujeres españolas en su operación de conquista.
El retrato físico que Duverger hace de Hernán Cortés es por lo menos sorprendente. Como de 1.70 metros de estatura [los antropólogos que examinaron sus huesos creen que medía 1.58], bien formado, esbelto y musculoso, su rostro no es bello ni feo, nariz aguileña, cabellos castaños, ojos negros, de humor parejo, de conversación placentera, erudito, cultivado, diestro en el retruécano, que gusta de la fiesta sin ser juerguista, que bebe vino sin embriagarse, que sabe apreciar la buena mesa sin poner mala cara por lo frugal; es elegante y siempre bien puesto, aunque vista sin ostentación; vivaz y chispeante, sin caer nunca en la pretensión. No es altivo ni despreciativo, pues tiene la aptitud de saber escuchar, comprender y ser compasivo. En el fondo, es un hombre simpático y caluroso que posee gran dominio de su comportamiento. A partir de este cuadro caracterológico muy bien documentado, Duverger descarta todo exceso de orden sexual, pues Cortés no es un libertino.
Respecto del tema erótico en la vida de Cortés, Duverger escribe más adelante que, a partir de enero de 1524, en Coyoacán desde luego y después en México, Hernán vive como un príncipe nahua, un noble que trata con respeto y deferencia a sus numerosas esposas. Hacia estos años tendrá tres hijos con mujeres indígenas, y Duverger encuentra en esta triple descendencia, el casamiento de Cortés con el Mundo Nuevo.
Además de la lengua y la sangre, la cristianización de los indios es la tercera empresa del proceso de mestizaje. Lejos de intentar hacer tabla rasa del pasado pagano, el conquistador tiene muy pronto la intuición de que no habrá cristianización de México si no se captura la sacralidad de los lugares de culto indígena. Al principio, no construye iglesias sino que transforma los antiguos santuarios paganos en templos cristianos y, cuando en Cempoala ve la tristeza de los indios ante los despojos de los ídolos de su santuario, comprende que el mensaje cristiano será rechazado si no se arraiga en el antiguo paganismo. Para Cortés el catolicismo no es una religión de exclusión, pues su valor reside en la universalidad de su mensaje y en su esencia altruista. En la antípoda del espíritu inquisitorial, Cortés no tiene ningún escrúpulo en imponer su visión humanista del cristianismo, liberal y tolerante. En el fondo, la única verdadera condición que se exige a los indios para su conversión es que abandonen los sacrificios humanos. El cristianismo es también una religión sacrificial y la misa no es otra cosa que la reactualización del sacrificio de Cristo. Pero, precisamente, percibe el paso de lo real a lo simbólico como una conquista cultural, una conquista de civilización. Cortés encontrará religiosos intelectualmente preparados para el desafío mexicano. En su empresa lo ayudarán los franciscanos. En el ánimo de los evangelizadores de México existe la idea dominante de que es preciso apartarse de los españoles y de su lengua. Por eso, los doce decidieron predicar en la lengua vernácula; y así se acercaron a los indios expresándose en su idioma sin obligarlos a perder su cultura y abandonar su propia lengua. Aunque el choque de los primeros tiempos haya sido rudo, la historia dio la razón a Hernán. Los indios adoptaron un cristianismo mestizo, suficientemente indígena para ser aceptado por los mexicanos, y suficientemente cristiano para no llegar a ser declarado cismático por el Vaticano.
Todas las demás acciones de Cortés, en México y en España, son expuestas por Duverger con este mismo espíritu apologético. Concluyo citando un juicio de las páginas finales de este libro entusiasta: De psicología compleja, desprendido del espíritu del tiempo, visionario, Hernán no es un conquistador ordinario. Molesta porque pertenece a los dos campos a la vez. Ajeno a todo oportunismo, es un mestizo de fe y de convicción
. Es ésta una de las biografías cortesianas mejor escritas. Su visión de Cortés, positiva a toda costa, sorprenderá o encantará a sus lectores.
INTRODUCCIÓN
CORTÉS, EL INDEPENDENTISTA
Es el 8 de noviembre de 1794 y estamos en la iglesia del Hospital de Jesús. Es el día en que se cristaliza el sueño del virrey Güemes, segundo conde de Revillagigedo: se va a inaugurar un mausoleo para honrar a Hernán Cortés. Todos los detalles han sido cuidadosamente dispuestos por el propio virrey, que solicitó a José del Mazo, destacado arquitecto de la época, el proyecto de un monumento conmemorativo: un obelisco de mármol de siete metros de altura y un altar para exponer los restos del conquistador contenidos en una urna de cristal. La urna está en el pedestal de un majestuoso busto de bronce firmado por Manuel Tolsá. Es un cambio radical; hoy se muestra, se exhibe con ostentación lo que hasta ese momento estaba oculto, disimulado, discretamente enterrado en el piso de una iglesia franciscana. Se exhuma un símbolo escondido. Cortés, el proscrito, sale de la sombra a la luz. Para el extremeño que se hizo mexicano es el reencuentro con la historia.
La fecha elegida para la inauguración conmemora los 275 años de la entrada de Cortés en Tenochtitlan. El sitio escogido para construir el mausoleo marca el lugar del primer encuentro de Cortés con Motecuzoma. La voluntad del virrey es clarísima: a través del primer actor de la Conquista de México busca instaurar un nuevo simbolismo, el de un país mestizo, original, que ya no puede ser considerado ni una réplica ni un satélite de la España lejana. ¿Prefiguración de la Independencia? Sin duda.
La inauguración tiene lugar en ausencia del conde de Revillagigedo, que pocos meses antes había sido llamado a España, si bien su encargo estuvo marcado por el éxito. En cinco años transformó la ciudad, le dio esplendor arquitectónico y restableció la seguridad. Ese humanista ilustrado que se interesó en la historia prehispánica, algo que ya en sí era una revolución. Cuando por casualidad se encontraron durante las obras de ornato de la plaza mayor la famosa Piedra del Sol y la gigantesca Coatlicue (1790), dispuso no enterrar de nuevo esos monumentos gentílicos
, como hasta entonces se acostumbraba, sino que, por el contrario, quedaran expuestos. La Coatlicue halló cobijo en el patio de la Real y Pontificia Universidad, mientras que la Piedra del Sol quedó fijada en posición vertical en el ángulo suroeste de la Catedral.
Los historiadores por lo general interpretan el retiro del virrey Güemes como castigo por su afrancesamiento. Es cierto que, como buen ilustrado, no disimulaba su simpatía por la Revolución francesa y fue notorio que se rodeó de consejeros franceses. Algo que en una época en que Francia y España están enzarzadas en la guerra del Rosellón puede interpretarse como provocación política. Sin duda. Pero quizá sería un error soslayar otro elemento tan inconfesado como real: el conde de Revillagigedo es favorable a la independencia de México. Y de forma deliberada, trata de asentar sus bases simbólicas al insertar el pasado prehispánico en el hilo de la historia nacional y al exhumar a Cortés, inventor del México mestizo. Este hecho pudo haber provocado su destitución.
El momento central de esta ceremonia del 8 de noviembre de 1794 es un discurso. Más precisamente, un sermón a cargo de fray Servando Teresa de Mier. Resulta difícil hoy en día entender por qué y cómo se eligió a este joven predicador dominico, oriundo de Monterrey, cuyo carácter exaltado era ya bien conocido. Pero sin duda se le veía con buenos ojos en la Corte, y estaba en el espíritu del tiempo. Después de las exequias de Cortés, celebradas ante el pleno de las autoridades, es él quien pronuncia el sermón del 12 de diciembre, en la Colegiata del Tepeyac, por la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, una vez más ante una asamblea de notables entre los cuales figuran el nuevo virrey, Branciforte, y el arzobispo Núñez de Haro. En ese instante puede verse en fray Servando al favorito del pequeño club de las elites novohispanas. Podría, pues, pensarse con razón que el contenido de sus dos sermones, el del 8 de noviembre y el del 12 de diciembre, revela el estado de ánimo de las autoridades mexicanas frente a esos dos nuevos símbolos nacionales que son ahora Cortés y la Virgen de Guadalupe.
Resulta tentador desentrañar tras las palabras de fray Servando la instrumentalización protoindependentista de la figura de Cortés, que rompía con siglos de un silencio incómodo.
Pero en el momento en que Cortés parece que va a gozar de una rehabilitación triunfal, súbitamente alzado al firmamento de los héroes, la historia trastabilla. No ha llegado todavía la hora del reconocimiento. El 13 de diciembre de 1794, es decir, al día siguiente de la fiesta de la Virgen de Guadalupe, fray Servando es suspendido y pierde su licencia para predicar. Le es confiscado el manuscrito del sermón y se le encierra en secreto en el convento de Santo Domingo de México. El 21 de marzo de 1795 el arzobispo condena a Mier a diez años de reclusión en el convento de Las Caldas, cerca de Santander, en Cantabria. Fray Servando es desterrado y expulsado a España.
¿Cuáles serían entonces esas palabras, esas ideas que provocaron tal alarma y tan brusco viraje por parte de las autoridades de la Nueva España, civiles y eclesiástica?
Consultemos, pues, los documentos inculpatorios: los textos de los sermones. Nos aguarda ahí una sorpresa. Si el contenido de la prédica del 12 de diciembre nos es conocido, en cambio la oración fúnebre de Cortés desapareció. La primera declaración de hechos, ese texto, aunque crucial para un momento fundamental tanto en la vida de su autor como en la historia de México, no está en las Obras completas de fray Servando publicadas en cuatro volúmenes por la Universidad Nacional entre 1981 y 1988.¹ Tampoco queda huella de la alocución cortesiana en los Escritos inéditos (1944), ni en los Escritos políticos (1989), ni en la compilación de Escritos y memorias (1994). ¿Habremos de concluir que se trata de algo intencional?
¿Existirá acaso una edición antigua en alguna de las colecciones de documentos
, aquellas compilaciones heterogéneas tan del gusto de los eruditos del siglo XIX? Emprendí una paciente investigación visitando bibliotecas y acervos documentales, rastreando posibles traducciones extranjeras (pues Mier tuvo que pasar la mayor parte de su vida en el destierro en España, en Francia, en Italia, Gran Bretaña y en Estados Unidos). Todo en vano.
Volvamos pues al manuscrito, ¿pero dónde buscarlo, dónde hallarlo? El archivo del siglo XIX de los dominicos de México se quemó en la Revolución. El documento no está en los acervos de la Inquisición del Archivo General de la Nación. Edmundo O’Gorman, editor de las obras completas de fray Servando, lo da por perdido.² Lo mismo opinan los historiadores especializados en la época a quienes he consultado. No sabemos si esté extraviado para siempre; lo cierto es que fue ocultado. ¿Será tal desaparición el resultado de un azar inocentemente selectivo o fruto de un tabú freudiano agazapado en en una suerte de superyó nacional?
Aun por omisión, tenemos aquí un testimonio: Cortés sigue siendo más molesto, más polémico de lo que se podría creer.
En el fondo, ¿qué pudo haber dicho de terrible fray Servando aquel soslayado 8 de noviembre? Lo sabemos a grandes rasgos gracias a apuntes dispersos³ y gracias a su sermón sobre la Virgen de Guadalupe. Y es que esas dos intervenciones públicas son gemelas, cercanas en el tiempo y en el espíritu. A propósito de la Guadalupana, la tesis de Mier podría resultar a primera vista extravagante. Según él, el ayate de la imagen de la Virgen, prueba de su aparición milagrosa, no sería la tilma de Juan Diego, sino el manto del apóstol Santo Tomás, quien luego de haber evangelizado la India habría seguido su camino hasta América y convertido a los antiguos mexicanos. Aun cuando una larga tradición señala que el sepulcro de Santo Tomás está en Mylapore, hoy un barrio de Madrás (Chennai) en el estado de Tamil Nadu, al sur de la India, es interesante leer entre líneas a fray Servando. Pretende dar a México profundidad histórica integrando el pasado indígena a la historia nacional: por una parte, los hallazgos arqueológicos de la época (la Piedra del Sol, la Coatlicue, la Piedra de Tizoc, etc.) prueban que los aborígenes tenían una escritura (en glifos), y por lo tanto que eran civilizados; por otra parte Mier afirma que la cristianización de México es antigua, la remonta sin reserva alguna al siglo I d.C. En realidad la Tonantzin del Tepeyac se habría aparecido a Santo Tomás, en cuyo manto habría quedado fijada la imagen, y Juan Diego sólo redescubrió la sagrada tilma. En cuanto a Tomás, el Dídimo, se le habría venerado en el mundo prehispánico bajo el nombre de Quetzalcoatl, cuyo carácter gemelar compartía.⁴ Se entiende con facilidad la razón de esta aventurada relectura: Mier pretende disociar la evangelización de la llegada de los españoles y con ello suprimir la legitimidad de la Conquista.
Pero queda el momento crucial de la Conquista. ¿Qué hacer con ella en esta reescritura independentista de la historia patria? No hay más que dos posturas posibles: o bien se sataniza la actuación sucesiva de los conquistadores y de la Corona, con lo cual España se ve relegada al papel de ocupante ilegítimo, o se pondera esa apreciación reconociendo el componente hispánico como un elemento de identidad mexicana. En otros términos, o se indigeniza
por completo la historia de la nación, disfrazándola con una retórica un tanto artificial, o bien, se acepta la realidad del mestizaje. Y ahí es donde la erección del mausoleo de Cortés cobra todo su sentido: el capitán general de la Nueva España es a la vez símbolo de la hispanidad y un símbolo de la rebelión contra España, que nunca dejó de perseguirlo. Al honrar a Cortés en vísperas de la Independencia se celebra al conquistador y a la víctima de la colonización española, un héroe y un proscrito; en realidad, un personaje que ya para 1794 deriva su heroísmo de su calidad de proscrito.
La ambigüedad de ese Cortés inclasificable es lo medular de la oración fúnebre de fray Servando. El predicador lo elogia por haber erradicado la idolatría y suprimido los sacrificios humanos, pero efectúa una criba entre los conquistadores: habría algunos animados por la codicia y otros que fueron portadores de los valores del Occidente cristiano. Contradice en este sentido al también dominico Las Casas, cuyas exageraciones y ausencia de matices critica. Por desgracia no sabemos si Mier abordó en forma directa el tema del mestizaje o si se conformó con ensalzar al Cortés blanco de la vindicta de la Corona e independentista anticipado. Pero una cosa sí sabemos, ambos sermones de fray Servando, el de Cortés y el de la Virgen de Guadalupe, están íntimamente vinculados en el ánimo del predicador y en el espíritu del tiempo. Forman un todo. La Independencia, que ya se empieza a vislumbrar, impone una nueva historia patria que debe inscribirse en una trayectoria prehispánica y a la vez conservar una parte de