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Libro electrónico411 páginas4 horas

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Información de este libro electrónico

Dos mujeres, dos tiempos, un mismo crimen.
Sin familia ni amigos y con licencia por estrés, la psicóloga Audrey Jordan se desliza lenta pero segura a la depresión. Hasta que un día, cuando menos se lo espera, un mensaje anónimo y el asesinato de una joven extrañamente parecida a ella le dan la posibilidad de asumir una nueva identidad.

¿Es posible reinventarnos? ¿Puede un giro del destino borrar nuestras acciones y elecciones, y las de nuestros padres? ¿O siempre habrá algo oscuro y persistente que nos persiga?

Un thriller que no puede dejar de leerse y mantiene al lector en vilo; narrado con ritmo muy ágil y diálogos inteligentes. Una novela que sostiene el suspenso y la intriga, que se cruzan con conflictos personales que acechan desde el pasado, hasta un final sorprendente.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial El Ateneo
Fecha de lanzamiento1 feb 2020
ISBN9789500210676
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    Vista previa del libro

    A(r)mame - Luz Larenn

    No había manera de que alguien me enviara un mensaje tal sin conocerme. Lo releí buscando encontrarle el sentido. A esa altura ya ni siquiera podía pensar. Miré alrededor; claramente esa persona sabía dónde me encontraba y haciendo qué, así que debía de estar más cerca de lo que me imaginaba. Decidí responderle: <¿Quién eres?> y enseguida obtuve respuesta: .

    www.editorialelateneo.com.ar

    /editorialelateneo

    @editorialelateneo

    A mi madre, Belita y Piru,

    por darle rienda suelta a esa niña

    en un mundo en el que no todos pueden hacerlo

    y así desplegar mis alas sin límite.

    A Gabriel, mi sostén,

    por amar la idea de haberse casado con una niña grande.

    A Juana, por ser inspiración, motor de mis días.

    A mi editora, por el campo de juego.

    A mis lectores, por todo este camino.

    A mí, por nunca bajar los brazos. Chin chin.

    Un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido.

    Gracias.

    "El impulso crece hasta el deseo,

    el deseo hasta el anhelo,

    el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia

    (con gran pesar y mortificación del que habla

    y desafiando todas las consecuencias)

    es consentida".

    Edgar Allan Poe

    1

    Audrey

    Presente

    .

    Número desconocido. Me ardieron los ojos. Los arrastré hacia el reloj del móvil, 5.03 a. m. Equivocado. La inercia de estirar las piernas me sorprendió con un calambre en el pie derecho.

    Un latido en mis muslos insinuaba una reciente caminata nocturna. En verdad, solo había boyado todo el día entre la cama y el sofá. Mi cuerpo ya no distinguía la realidad de la fantasía.

    Una vez más el zumbido. Esa irritante vibración del móvil sobre la mesa de noche. Ahora me enviaba una dirección.

    .

    Giré dándole la espalda con la intención de dejarlo literalmente atrás, todavía me quedaban algunas horas de sueño; técnicamente, todas las que quisiera. Hacía ya algunas semanas que me encontraba de licencia psiquiátrica por un episodio de estrés agudo. Yo, Audrey Jordan, la psicoanalista que no había logrado sobrevivir a su psiquis.

    Pero el tiempo de descanso que debía ser sanador provocaba el efecto contrario, ya que, día tras día, con mis propias manos cavaba el pozo en el que finalmente terminaría por meter mi cabeza. Picaba, pero de una forma que no se calmaría con tan solo rascarme. Picaba, sobre todo cuando comenzaba a replantearme lo poco que había logrado hasta hoy de cara a lo deseado algunos años atrás, no tantos.

    Ah, sí. Graduada con honores, pero con un trabajo regular, que rayaba en lo mediocre. Treinta y un años, pero recientemente separada. Mi madre había fallecido hacía pocos meses y mi padre… bah, mi ex padre estaba preso. Todo esto, en definitiva, me convertía en un excelente partido, uno del cual escapar, a juzgar por alguna suegra siniestra.

    Esta misma madrugada, pocos minutos antes de que me despertasen creí estar soñando con Alex, mi última pareja. No es que hubiera tenido tantas.

    No solía pensar en él a menudo; a decir verdad, no había llegado a enamorarme con locura, lo que no quitaba que por un tiempo hubiese resultado funcional. Esta misma noche, después de algunos meses de silencio de radio, me había llamado. Quizás había sido que su llamada perdida influenció mi momento de descanso. El destino –hoy benevolente– había querido que me encontrara recogiendo el pedido de comida y no llegara a atender. Me intrigaba su aparición, pero ni en uno ni en mil años le devolvería la llamada. Las cosas estaban mejor así.

    Alex era un Monet, de lejos parecía un muchacho decente que no pretendía más de lo que yo podía darle, bueno, excepto cuando se le ocurrió la maravillosa idea de que fuéramos padres. Lo soltó como quien propone pedir comida china una noche de viernes. Recuerdo que me quedé mirándolo perpleja y luego le pedí que me pasara la salsa de soja. ¿Acaso no me conocía lo suficiente como para saber que no era el momento... o la persona adecuada?

    De todas formas, eso fue algo que eventualmente superamos. No podía darme el lujo de ser tan quisquillosa. Pero todo tenía su límite.

    El punto final lo puse aquella última noche, en vísperas de Navidad, cuando, en medio de una discusión acalorada, Alex se transformó en un completo extraño, hasta el punto de creer que me golpearía.

    Jamás me habría permitido sostener una relación después de algo así, podía parecer débil, pero dentro de mí sabía bien que no lo era. No después de todo lo que me había tocado vivir.

    Intenté conciliar el sueño nuevamente, pero en mi cabeza no cesaba de resonar una y otra vez la última frase que me dedicó antes de irse levantando una polvareda: Estás rota, Audrey, te faltan partes.

    Me volví indiferente, sobre todo los primeros días sin él. Definitivamente aquellos días me permitieron llegar a la conclusión de que no se había tratado de un amor inolvidable. Pero a las pocas semanas comenzaron a quemarme las venas –¿quién se creía que era para juzgarme así?, cretino–, coronando un perfecto duelo. No pude evitar la, hasta ahora, temible tristeza que se unió exquisitamente a mi estado de ánimo como si hubiera sido producto de una perfecta intersección emocional.

    Habían pasado dos meses y Alex todavía parecía tener el poder de minar mi autoestima.

    Abrí los ojos. Ya eran las cinco y veinte y, a juzgar por los mensajes, alguien parecía realmente necesitar a la persona a la que iban dirigidos en primera instancia.

    Tomé el móvil a fin de notificarle el error, pero algo me detuvo en ese mismo instante. ¿Y si esos mensajes se trataban de una señal? ¿Una nueva puerta abriéndose para mí, de par en par? La idea me resultó excitante, aunque, en el fondo, inverosímil.

    Caprichosa, batallé contra lo ordinario. Lo de siempre. Elegí pensar que aquella dirección había llegado a mi vida para algo más que despertarme tan temprano, mejor dicho, cuando todavía la noche protagonizaba desde mi ventana.

    Dar aviso a la policía sugería una medida exagerada, puesto que nada en aquellos mensajes parecía alarmante. Se me iban acabando las excusas.

    .

    Y luego la dirección: , no muy lejos de casa, hasta podría llegar rápidamente andando. Desde que había venido a vivir a Manhattan me había tenido que conformar con el barrio de estudiantes y con hostels de mala muerte, el Upper West Side. En otra época, cuando visitaba a mi madre, al menos me daba el lujo de caminar presumiendo por el Chelsea, pero parecía ser que durante esos últimos años alguien había decidido ponerlo de moda y por ese motivo los precios de renta se habían elevado a niveles exorbitantes, tanto era así que ahora debía conformarme con esto. Pero algo perturbador alimentaba la ironía de sentir que era justo lo que merecía, desdicha por desdichada.

    Intenté destapar mi torso, pero una oleada de aire fresco lo impidió, pertenecía a ese extraño grupo de gente que hasta no sentir la fatiga del verano debía dormir arropada.

    Finalmente lo hice. Poseída por cierta energía que hacía semanas parecía haber perdido, me incorporé en la cama.

    Esta fuerza interior no daba tregua. Iría a esa dirección. Me sentí efervescer, después de todo, después de tanto, Audrey Jordan era una parte fundamental.

    2

    Audrey

    Un mes antes

    ¡Enhorabuena, Lesley, has ganado!

    Las ventanas, no podía dejar de pensar en las ventanas. Mientras estudiaba en Gibraltar Lake había tomado una cátedra en la que la profesora ya de por sí se trataba de un personaje en sí mismo. De gran estatura, cabello rojizo, con rulos de esos que abarcan algo más que el espacio personal, maquillaba sus ojos con un tono verde loro y sus labios de rojo, siempre.

    Acababa de introducir el concepto de las ventanas, hablaba de manera vehemente, nos cautivaba con su sabiduría, aunque por momentos me perdiera en sus largos aretes.

    Defendía la teoría de que todo ser humano debía conocer sus ventanas. Mientras mis compañeros, desde luego, tomaban de manera literal lo de la ventana, se reían del concepto y yo alucinaba. Bueno, Lesley Day y yo, que desde el primer año nos supimos las mejores alumnas y por momentos se nos hacía imposible evitar la rivalidad. Nos llevábamos bien, de hecho, nos caíamos bien, pero más fuera del aula.

    Lesley era bonita. Bastante más que yo. Sus rulos de color castaño claro le llegaban a la cintura. Y dos grandes ojos verdes eran a menudo la incisiva arma que utilizaba para intimidar a todos, profesores incluidos. Conmigo nunca lo lograba.

    La primera ventana era la personal, esa que se componía de todo aquello que creíamos sobre nosotros mismos. Lo bueno y lo malo. Luego estaba la del otro, la ventana de lo que el otro parecía percibir o prejuzgar de nosotros. Y finalmente la tercera y más temida: la ventana fantasma. No era que los fantasmas me incomodaran, hacía rato que la vida me había curtido lo suficiente como para tenerles más miedo a los vivos que a los muertos. Pero esa era la del punto ciego, como al conducir un vehículo y que otro te rebase por el costado, existe un momento, por un breve instante, en el que al echar un vistazo al espejo retrovisor crees que no hay nadie más que tú en la carretera.

    Ese punto ciego, el que nosotros no podemos ver, pero tampoco el otro, eran las características que estaban en nosotros pero nos pasaban por el costado. Un real peligro al que sí era apropiado temer.

    Quise desafiar su teoría. Podría haber recurrido a Leanne o a Ezra, pero solo me habrían dicho lo que deseaba oír, así que fui directo a Lesley.

    Lo último que había sabido de ella era que acababa de abrir su clínica privada en Los Ángeles, y yo, bueno, a mí a esa altura me dolía el cuerpo de estar en la cama, pero también sabía que me dolería el cuerpo al levantarme, así que no importaba qué hiciera.

    Ego a un lado, las decisiones tomadas a lo largo de estos últimos años definitivamente habían terminado por dejarme de cama, aunque incómoda en ella.

    No era por Alex, era por todo. Porque había sido el último, pero no el más importante. Ezra era quien se llevaba ese título honorífico, al menos por ahora. Desde luego que, en aquel entonces, al ser tan jóvenes, la razón terminó por meter la cola haciéndonos creer que por ello no éramos dignos de vivir un amor inolvidable, que ya vendría ese por el cual dejar todo, que nosotros éramos la prueba piloto.

    Pero hoy, años después, Ezra seguía clavado en mí como una inquietud incandescente. Ya no teníamos contacto, lo habíamos mantenido por un tiempo, hasta que su novia Beatrice se habrá sentido insegura de que hablase más conmigo, su ex, y ahora amiga de dudosas intenciones, que con ella. Y no estaba tan errada, yo habría actuado de la misma forma, más aún conociendo nuestra historia. Bueno, ciertamente, de haber sido ella no habría sido necesario.

    Sacudí la cabeza, debía recordar a menudo que yo había decidido venir a Manhattan y que él había optado por quedarse en Gibraltar Lake.

    Probablemente, a esta altura, Beatrice tendría una sortija en su delgado y alargado dedo. Si vamos al punto, toda ella era delgada y alargada, incluido su rostro, y sumado a esto sus ojos parecían estar siempre sospechando de uno, aunque me había enterado de que solía ser bastante simpática, solo que nunca había querido serlo conmigo.

    La última vez que lo crucé fue cuando viajé a visitar a Leanne y a su familia, hacía dos o tres veranos, no lo recordaba exactamente, el dolor de cabeza no me permitía pensar con claridad.

    Oh, Leanne, cuánta falta me hacía. No me gustaban las declaraciones de cariño públicas, pero cuando ella no escuchaba la describía como una de mis más queridas amigas, si no la única. Leanne era desenvuelta, liviana, todo lo que yo no. Nos unía la acidez. Eso de tomarnos la vida con un humor que lograba escandalizar a algunos.

    Desde el inicio había sido así, incluso siendo dos desconocidas el primer día de clases, me acerqué para preguntarle si aquella era el aula 301 y, con total desparpajo, dijo que no, que ese bloque se encontraba cruzando el campus.

    No hace falta decir que el cuento terminó conmigo llegando veinte minutos retrasada a la clase, agitada y con algunas gotas cayendo por mi sien luego de ir y volver al casillero inicial. Leanne reía a carcajadas desde la última fila.

    Extrañaba su risa, sobre todo este último tiempo que en cada llamada venía escuchándola rara. Me rehusaba a afrontar la realidad de que Leanne ya no fuera la misma. Desde la pérdida de su primer bebé, no bien nos graduamos y ella se encontraba afuera con Todd, su novio en aquel entonces, su –lamentablemente– actual marido.

    De todas formas, no me rendiría, no con ella. Estaba segura de que rasgando con ímpetu esa nueva coraza que vestía el último tiempo llegaría nuevamente a su esencia, esa que me había sido tan fácil de aceptar aquel caluroso septiembre del año 2004.

    Era curiosa la forma en que en estos días mi mente tejía espirales hacia aquella época. Tiempos mejores. Más felices ciertamente, en los que la responsabilidad no era la base sobre la cual edificar una vida, sino más bien todo lo contrario. De la Audrey actual no había señales, esta que, de moverse, lo hacía con pesar. Mi peor versión por lejos.

    Salí de casa envuelta en una chaqueta que cubriese el pijama inaceptable para el resto de la sociedad. Aproveché que el frío todavía no parecía querer marcharse para consentir mis escasos deseos de vestirme. Debía satisfacer mi estómago. Al menos, que todavía conservara el apetito transformaba mi estado en no tan crítico.

    Y de las ventanas mejor ya ni hablar, se encontraban tan abandonadas que había que limpiarlas con la manga del suéter para echar un vistazo a través de ellas. Lesley, finalmente tú has ganado, ¡enhorabuena!

    3

    Juliet

    Un mes antes

    Descendí de su auto con más prisa de lo que las piernas me permitieron, lo supe al trastabillar con un adoquín que sobresalía en la vereda anterior a mi casa. Otra relación más que terminaba en tragedia. Últimamente parecía que el destino me ponía todo el tiempo ante el fracaso, como buscando decirme algo más, o tal vez era que solo quería castigarme.

    Sabía que, de todas formas, siempre tendría a Nicholas. Pero yo sentía que necesitaba algo más, o por lo pronto salir al mundo para ver por mis propios medios si encontraba otra cosa. Y no es que Nicholas no fuese realmente perfecto, pero algo a lo que no había podido ponerle un nombre me hacía alejar cada vez que nuestra relación parecía estar a punto de dar el próximo paso. Era mejor así, vernos una vez cada tanto para sacarnos las ganas, compartir el momento y luego ya iríamos viendo qué nos deparaba la vida. Quizás en el futuro terminaría por enamorarme de él.

    Antes había estado Jeff. Lo opuesto. Imperfecto. Bastante más entrado en años y poco atractivo. Pero no hacía más que aparecer o escribirme que provocaba un derrumbe masivo en cualquier estructura de amor propio que hubiese podido construir desde la última vez que nos habíamos visto.

    Un detalle no menor atormentaba mis días. Jeffrey era un hombre casado y no parecía tener intenciones de dejar de serlo. Su esposa era conocida en Connecticut, suburbio en el que vivían, parecía ser que estaba involucrada en la gobernación y eso la tenía mucho tiempo ocupada, tanto que a Jeff le solía quedar una gran parte de su semana libre para parrandear por Manhattan conmigo. Tenían dos hijos a los que yo doblaba en edad, es decir que, si en algún momento se hubiese decidido por mí, yo habría sido la malvada madrastra joven, y atractiva por demás. Probablemente su hijo varón me habría negado el saludo, pero en la intimidad de su dormitorio se las arreglaría para fantasear conmigo, y su hija mujer buscaría la forma de envenenarme con ingredientes caseros que no levantaran sospechas. Sabía que, llegado el caso, no debería beber ni comer nada que ella hubiese preparado con sus propias manos. Una vez había leído que una persona que consumiera decenas de semillas de manzana podría morir, porque las semillas contenían cianuro. Por unidad eran inofensivas, pero en cantidades industriales eran capaces de voltear a cualquier ser humano.

    Como fuera el caso, parecía ser mejor así. Jeff, con su familia. Nicholas, disponible in aeternum y, mientras tanto, yo en búsqueda de algo que ni siquiera sabía qué podía ser, como, por ejemplo, esta última conquista que por un momento creí que podía resultar en algo bueno, distinto.

    Giré al oír un ruido de escape preparado para correr; el auto desapareció en la noche, solo quedó una estela de humo que parecía saludarme en un irónico gesto haciendo alusión al fracaso, a uno más. Y yo que creí que en verdad él podía haber sido el indicado.

    El flechazo había sido instantáneo, las cosas se daban sencillas entre nosotros, parecían encontrarse pautadas de antemano por un libreto. Pero, desde luego, a lo largo de este último año me había metido en demasiados problemas como para involucrarlo a él, que se encontraba ajeno, inocente y, sobre todo, que podría salir dañado. De haber sabido antes que lo conocería, mis decisiones del pasado habrían sido otras, definitivamente. Pero lo hecho, hecho estaba, y yo debía dedicarme a contener los daños el mayor tiempo posible, hasta que todo esto terminara. Quizás incluso ya había ocurrido, que hubiese terminado la pesadilla, después de todo, no había sabido nada más de él, mi nuevo dueño o como quieran llamarlo. En lo que a mí respecta, se trataba de la persona que había robado mi vida entera, mi último año y probablemente mi futuro, incluyendo a aquel hombre que se acababa de ir en su auto tan rápido que parecía echar chispas.

    Caminé algunos pasos con los tacones puestos, pero muy pronto me resigné, una vez más y contando, a la idea de no servir para usar ese tipo de zapatos por más estilizada y sexy que me hicieran lucir. Me quité el izquierdo y luego el derecho, ya para el segundo tuve que sostenerme del pasamanos de la escalera de entrada a mi edificio. Había bebido tres copas de pinot grigio, pero para alguien que últimamente comía poco y nada era lo mismo que si me hubiese bajado hasta el fondo una botella de tequila de mala calidad. Dirigí la mirada al suelo. Solo me faltaba pisar algo indeseable. Subí rápidamente los tres peldaños hasta dar con la puerta de entrada. Cerrada. Una vez más la señora van Zheemen había puesto llave. Maldición. Si Brooklyn ya no era tan peligroso como antes, hasta podíamos darnos el lujo de dejar la puerta de calle abierta; además, no hacía más que abrir esa que a los pocos pasos del hall había otra más y esa sí tenía llave obligatoria. Busqué mi juego en el bolso, que lógicamente se había perdido en alguna dimensión desconocida, ley de Murphy o algo así, de hecho, este año que había pasado para mí bien podrían haberle cambiado el nombre a ley de Juliet.

    El sonido al crujir las hojas secas de la calle me sobresaltó tanto que me dejó al galope. Miré hacia atrás, pero no había nadie, ni en la cuadra, ni enfrente, ni siquiera a través de alguna ventana con la luz de adentro encendida, lo que me habría resultado levemente tranquilizador. Volví a introducir la mano en el bolso con mayor ímpetu, ¡bingo! Hice repicar las llaves victoriosa y luego comencé a querer introducir la más grande, la de la puerta de calle, en la que ahora parecía haberse convertido en una diminuta cerradura. El llavero dorado con el grabado "Hope" (esperanza), que me había regalado Debbie, tintineó contra la puerta de madera reflejando una cortina de pequeñas luces.

    Giré la primera de dos y volví a escuchar el crujir de las hojas. Acabé por dar la segunda vuelta, pero antes de poder bajar el picaporte sentí una mano que me tapaba la boca y un brazo, uno bastante fuerte, que redujo mi movimiento a la altura del pecho. Intenté gritar, intenté zafarme, pero luego de aquel pinchazo en mi cuello todo se volvió completamente oscuro.

    4

    Audrey

    Presente

    Giré mi cuello y lo hice sonar con placer culposo. Salí tan apresurada que casi lo olvido. Luego de dar llave a la puerta, volví a abrirla para comprobar que estuviera cerrada la llave de gas y que los grifos de la casa no se encontraran goteando. Esta obsesión me acompañaba desde que había vuelto a vivir aquí, las viejas y gastadas construcciones me generaban inseguridad, al menos las del West.

    Como casi todos los días de aquel tradicional mayo lluvioso tuve especial cuidado al descender los seis peldaños gastados que me llevarían hasta la vereda. Una vez, culpa del piso resbaladizo, dos veces o más, culpa de mi atropello, repetía cuando solía quedar al borde de caer sobre mi retaguardia a raíz de mi genuina torpeza, esa que parecía haber venido de fábrica.

    Decidí subir por Columbus Avenue, todavía no terminaba de amanecer por completo y algunas cuadras internas eran demasiado oscuras, producto de las copas de árboles frondosos que inocentemente tapaban la luz de los faroles; pero Columbus era fiel y siempre se encontraba iluminada por los locales cerrados, aunque centelleantes a toda hora. Después de todo, por algo la llamaban la ciudad que nunca duerme y últimamente yo parecía plegarme a ese concepto aportando un granito de arena desde mis cotidianas noches insomnes.

    Me detuve de golpe, todavía me restaba una cuadra y media

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