Gritar a la lluvia
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A Delsie le encanta saber cuál será el estado del tiempo; últimamente, sin embargo, parece que las tormentas están en su propia vida. Siempre ha vivido con su bondadosa abuela, pero ahora mira su realidad de manera diferente y quisiera poder tener una "familia normal".
Delsie también percibe otros cambios en el aire: el más doloroso es la sensación de haber perdido a una amiga. Por fortuna, tiene vecinos que la apoyan y a Ronan, un nuevo amigo, muy amable y valiente, al que también le pesan sus propias pérdidas.
Mientras Ronan y Delsie recorren Cape Cod en sus aventuras, ambos aprenden lo que significa estar enojado en lugar de triste, sentirse roto en lugar de completo y abandonado en lugar de amado. Y que, juntos, pueden enfrentar cualquier tormenta.
Lynda Mullaly Hunt
Lynda Mullaly Hunt enseñó en tercer y sexto grado durante casi diez años. También forma parte del grupo Future Problem Solvers Screnario Writing. Aunque actuamente escribe a tiempo completo, extraña dar clases. Lynda vive en Nueva Inglaterra con su esposo y sus dos hijos.
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Gritar a la lluvia - Lynda Mullaly Hunt
Para Nancy Paulsen,
que tiene hombros fuertes.
Greg, Kim, Kyle y Dave,
hace mucho tiempo soñé con tener mi propia familia:
me hacen más feliz de lo que alguna vez soñé.
CAPÍTULO 1
HASTA AHORA
Hay dos tipos de personas: aquellas que disfrutan las sorpresas y aquellas a quienes no les gustan.
A mí no me gustan.
Aun así, aquí viene Aimee Polloch, mi amiga desde primero de primaria; cruza nuestra puerta de entrada haciendo tanto ruido como un cuervo de verano.
—Delsie, te tengo la mejor sorpresa.
¡Ay, no!
—Bueno —empieza—, ¿te acuerdas de que Michael y yo fuimos a la audición para la obra del verano en el teatro del Cabo?
—¿Sí? —pregunto.
—A Michael le tocó un papel genial, pero a mí… ¡a mí me dieron el protagónico! ¡El protagónico! ¿Lo puedes creer? —Se pone superseria—. Espera… Autógrafos… ¿Crees que la gente me los pida?
—Creo que vamos a tener que poner una alfombra roja fuera de tu casa.
—No es broma. —Se inclina un poco—. ¿Sabes cuántos famosos empezaron su carrera actuando en el teatro local?
—Creo que lo has mencionado antes —respondo sonriendo.
Da un paso enorme y se planta frente a mí.
—Necesito que me ayudes. ¡Es en serio!
—¿Yo? ¿Por qué necesitas que yo te ayude? Sabes que prefiero volar en ala delta en medio de una tormenta de granizo antes que salir en una obra.
Sacude la cabeza.
—No te necesito en la obra, Delsie. Necesito que me ayudes a repasar mi papel. La obra es Anita la huerfanita —dice con los ojos bien abiertos.
—¿La película Anita, el dramón que vimos el otro día?
Pone los ojos en blanco.
—Mucho antes de ser película, fue una obra de teatro.
—Da igual, Aims. Sabes que el teatro no es lo mío.
—Es que quiero… —gira la mano en el aire como un mago—, quiero ser au-tén-ti-ca.
—¿Y? Sigo sin entender cómo podría ayudarte. ¿No sería mejor Michael?
—No, él no puede. No como tú. Michael tiene… familia.
Siento que he tropezado, pero todavía no he caído en el piso.
—Dime, ¿cómo es… realmente… ser huérfana?
Tengo la sensación de que el suelo se mueve.
Se acerca. Habla y habla y no para de hablar. Dice algo sobre mí, acerca de lo afortunada que soy, mientras yo solo me quedo ahí, dudando entre los deseos de desaparecer o ayudarla. Pienso en una respuesta, pero no se me ocurre nada.
Por supuesto que he pensado en mi mamá. Quiero saber a dónde fue y qué ha hecho. Pero supongo que Aimee tiene razón: me abandonaron… y soy huérfana. ¿Suena tonto decir que nunca lo había pensado así?
Hasta ahora.
CAPÍTULO 2
EL MEJOR HASTA AHORA
—¡Abue! —grito mientras bajo las escaleras corriendo—. ¿Te falta mucho?
Lleva puesto el uniforme de trabajo y mira de cerca su rompecabezas. Pone una pieza.
—Ya sé que estás emocionada porque Brandy regresó al Costa Azul —dice mientras se pone de pie—, pero yo no. Es solo otra temporada de limpiar cabañas —me da una palmadita en la mejilla—. Corre y trae el almuerzo del refrigerador. Que no se te olviden nuestras cervezas de raíz favoritas.
Entro y salgo de la cocina en tres segundos.
—Listo, ¡vámonos!
Nos subimos al carro. Como siempre, persigna el tablero, mira al cielo a través del parabrisas y reza para que el auto arranque. Cuando lo hace, le da otra palmadita al tablero.
—Eso es, Cielo. Arranca para tu Bridget.
Lo pone en posición de marcha.
—¿Te parece raro que le hable al coche?
—Solo si crees que te contesta.
Se ríe y empieza a toser.
—Eres tremenda.
Es uno de los mejores cumplidos de mi abuela.
Al llegar a la primera señal de pare, me mira.
—Pareces una garrapata a punto de reventar. Ya lo sé: estás emocionada de ver a Brandy.
—Estoy superemocionada, ¿pero una garrapata a punto de reventar? ¡Qué asco…! No… ¡Puaj!
—Nunca voy a entender cómo es posible que una niña a la que le fascinan los huracanes, los tornados y las inundaciones le pueda tener miedo a una garrapatita.
—El estado del tiempo no te chupa la sangre —contesto, esperando una respuesta ingeniosa, pero ella nada más sacude la cabeza.
Pone el intermitente.
—¿Y entonces? ¿Hablaste con Brandy? ¿Su familia se va a quedar todo el verano como siempre?
—Sí, bueno, ella y su mamá.
—Cielo santo, me acuerdo de cuando se conocieron — dice mi abuela y se recuesta en el respaldo del asiento—. Su mamá me hizo el favor de cuidarte un día en el que no me quedó más remedio que llevarte conmigo. Y Brandy y tú, así de pequeñitas, se sentaron juntas en una de esas enormes sillas Adirondack. Desde ese día, han sido como mermelada y mantequilla de maní.
Me río.
—Abue, ¿quién quiere ser como la mermelada y la mantequilla de maní? Eso nunca termina bien, al menos para ellas.
Abue vuelve a sacudir la cabeza y se detiene en un lugar de estacionamiento. Me doy la vuelta.
—¿Me puedo ir?
—Sí, pero por el amor de Dios, mira a los dos lados antes de cruzar.
En cuanto mi pie toca el sendero rojo que conduce al Costa Azul, escucho a Brandy.
—¡Dels! —grita y salta de una mesa de pícnic.
El lugar ya apesta a bloqueador y carbón quemado, aunque no son ni las nueve de la mañana. Es oficial, ya empezó el verano.
Corro por el césped, nos abrazamos y brincamos.
—¡Aaah! ¿Cómo estás? —pregunta—. ¡Por fiiiin! ¡Qué contenta estoy! —Entonces, da un paso atrás—. Guau, Dels, ¡cómo has crecido!
—¿Sí?
En ese momento, me doy cuenta de que Brandy se ve mucho mayor que yo, está maquillada, trae una bolsa y está vestida con el tipo de ropa que se compra en tiendas pequeñas, no en las grandes. Me siento un poco rara en mi camiseta desteñida del Maratón de Boston, aunque había sido el mejor descubrimiento en una venta de garaje el verano pasado. Pero Brandy está sonriendo y estoy feliz de verla.
—Ya tengo listos nuestros cubos —dice, y esa sensación en mi estómago se desvanece: es la misma Brandy de siempre.
Desde que estábamos en el kínder, todos los veranos hemos recolectado piedras y conchas que luego pintamos y pegamos para hacer esculturas.
—Pero primero —le digo, tirando de su manga— vamos a revisar la casa.
Bajo unos enormes arbustos florecidos, hay una casita de piedra que hicimos el verano antes de entrar a segundo grado con la esperanza de que se mudaran las hadas. Eso ocurrió hace cinco veranos. Ahora, lo primero que hacemos siempre es revisarla.
Me arrodillo y aparto las ramas. La casa no está ahí.
—¿Dónde está? —me pregunta Brandy poniéndose en cuclillas a mi lado.
—No sé, ¿crees que alguien se la llevó?
—Bueno, no era una casa móvil —se ríe—, así que sí. A menos que por fin hayan venido las hadas.
Se aleja unos pasos y yo, a gatas, comienzo a buscar entre los arbustos cercanos.
—Anda, vamos a la playa —me dice.
—¿No te importa? —pregunto.
—Claro que sí, Dels. Ojalá estuviera aquí, pero seguro la encontraron unos niños chiquitos. Da igual. —Me tira de la manga—. Anda, vamos a la playa, me quiero broncear.
¿Broncearse? ¿Desde cuándo le interesa broncearse? La sigo, pero esa vocecita que mi vecino Henry me ha dicho muchas veces que no ignore (esa que escuchamos cuando estamos en peligro o a punto de hacer una tontería) me avisa que se avecina un frente frío. El aire está cambiando. Estoy triste porque desapareció la casa, pero lo que más me preocupa es que a Brandy no le importe.
Agarramos los cubos y, cuando se echa a correr, la sigo. Los Fiester tienen dos viejos cubos (uno rojo y otro azul) que la mamá y el tío de Brandy usaron en el Cabo hace millones de años. Son de metal y están llenos de arañazos y oxidados en los bordes inferiores. Usamos uno para las conchas y el otro para las piedras: así las conchas no se rompen.
—Okey, ¿piedras o conchas? —pregunta.
—Escoge tú —sonrío, feliz de estar en Playa Gaviota con Brandy.
Me paso el año entero extrañándola. Hablamos de vez en cuando, pero no es lo mismo. Tenemos unas ganas tremendas de que mi abuela y su mamá nos dejen por fin tener celular. Aunque lo que más me emociona es la aplicación que rastrea truenos en todo el mundo.
Nos pasamos la mañana en los muelles, recogiendo cosas y jugando a salpicarnos con los pies. Por fin, regresamos a las mesas de pícnic, sacamos todo lo que pudimos recolectar y decidimos qué esculturas haremos.
Brandy separa las piedras por tamaño.
—¿No te parece muy infantil seguir haciendo esto? — pregunta.
—Si nos gusta, no.
—Sí…, supongo. Por lo menos nadie nos ve.
Levanto la vista.
—¿Y qué importa si nos ven?
—Sí, supongo que tienes razón.
Pero conozco a Brandy; su boca puede decir que está de acuerdo, pero su cerebro está pensando algo totalmente diferente.
CAPÍTULO 3
LA MADRE
La mamá de Brandy se asoma y la llama:
—¡Cariño, ya casi nos tenemos que ir a nuestra cita!
Brandy grita que sí. La pobre, siento pena por ella.
—Qué mal, ¿vas al dentista o algo así?
Sonríe:
—No, mi mamá y yo vamos a hacernos la manicura y pedicura.
Esme, mi vecina de al lado, se las hace, por eso sé de qué está hablando, pero yo nunca he ido a una manicurista. Es más probable que mi abuela me monte en una balsa en pleno ciclón del noreste.
Brandy se despide de lejos con la mano y, cuando desaparecen en la esquina, me tengo que tragar un vacío que nunca antes había sentido.
Soy huérfana, como dice Aimee. No tengo mamá ni papá.
Antes nunca pensaba en esto. Tampoco solía preocuparme. Pero, desde que empecé a hacerlo, me pregunto qué haría si le pasara algo a mi abuela. ¿Me adoptarían Henry y Esme a pesar de que tienen su propia hija?
Me meto las manos en los bolsillos y busco a mi abuela para avisarle que voy a correr en la playa, que la veo en la casa.
—Ten cuidado —me dice, se besa la palma de la mano y la sopla hacia mí.
Desde muy pequeña, finjo pegarme en la cara como si me golpearan muchos besos, pero hoy no puedo.
En la playa, camino por la orilla y observo las piedritas que se mueven de un lado a otro con el vaivén de las olas: igual que la pregunta de Aimee sobre mi orfandad va y viene en mi mente.
Hasta que me encuentro con algo inesperado en la playa.
Al principio, creo que está muerta, pero sus ojos oscuros me siguen cuando camino frente a ella. Se ve tan antinatural tendida sin piernas en la arena, dando la impresión de que quiere caminar; correr, incluso.
La policía de la playa es una mujer de baja estatura con voz grave.
—Hacia atrás —grita a la multitud reunida—, la cría está asustada.
Se nota que la mayoría son turistas. Traen camisetas de Cabo Cod, de la célebre tienda esa donde, si compras una, te regalan doce. Un local no se pondría una ni de chiste.
La gente tarda en hacerle caso a la oficial. Se acercan, toman fotos.
—Cariño —dice una mamá a su hija en un susurro un poco alto—, acércate un poco más a la foca y sonríe.
La oficial bloquea el paso, haciendo retroceder a la hilera de personas con los brazos extendidos como si fuera a volar.
—No, señora; atrás.
Me impresiona que pueda mantener un tono amable y, al mismo tiempo, dejar claro que no se anda con tonterías.
La gente retrocede, pero mis pies avanzan sin querer. La foca es pequeña. ¿Está enferma? ¿Moribunda? La oficial me mira y retrocedo con los demás.
Cerca, un niño habla español. No me acuerdo mucho del que estudié en la escuela, pero me parece entender que está diciendo madre.
La oficial clava estacas de madera en la arena y las va amarrando con una cinta neón hasta crear un gigantesco cuadro brillante alrededor de la foca.
—Esto es muy común —explica—. A veces las madres dejan a sus crías en la playa mientras cazan. Los bebés se quedan en la arena. Ahí están seguros, lejos de los tiburones blancos que los cazan cada verano.
Me siento aliviada. La cría está bien.
Miro las olas agitadas. ¿Dónde estará la madre de la foquita? ¿Cómo recuerda el sitio exacto donde dejó a su bebé en esta playa que recorre toda la costa sur de Cabo Cod?
—Por favor, no crucen la cinta —insiste la oficial—. Si la mamá ve a demasiada gente acercarse a su bebé, lo puede abandonar.
Se me quedan grabadas dos palabras: su bebé. No el bebé o un bebé: su bebé.
La oficial se voltea y parece dirigirse solo a mí:
—Pero no se preocupen, la mamá siempre regresa.
Miro el mar. Si tan solo fuera verdad.
* * *
Sigo caminando por la playa, me alejo de la gente porque me ponen nerviosa. Mientras paseo por Playa Gaviota me persiguen pensamientos sobre la cría abandonada.
Y me pregunto si ella también se cuestiona.
La arena mojada se mete entre mis dedos al caminar. Muy pronto, voces emocionadas irrumpen en el silencio acarreadas por el viento. Me volteo y descubro que la oficial ha apartado aún más a la gente de la cinta neón. Por el ruido y las personas que señalan al mar, me doy cuenta de que hay algo que ver, así que regreso corriendo por la misma orilla, justo donde el agua se encuentra con la arena. Cuando me acerco, veo lo que parece una pelota negra flotando en el agua. La cabeza de la madre.
La cría se apresura a regresar al mar: parece una oruga negra y gorda. Cruza la cinta neón y se dirige a las olas. En el agua, su madre nada de un lado a otro sin parar y puedo sentir su angustia a causa de toda esa gente tan cerca de su bebé. Pero, en todo caso…, ahí está.
Ahí.
Me sorprende lo aliviada que estoy de verla. Cuando el bebé entra al agua, la madre salta y se sumerge. Salta y se sumerge.
Entonces, sucede algo impresionante. Me echo a llorar. No es ese llanto que puedes reprimir y tragarte, sino del tipo en el que todo tu cuerpo sabe cómo te sientes. Y entonces me doy cuenta de que eso que la gente dice, que no puedes extrañar algo que no conoces…, eso no es verdad.
CAPÍTULO 4
ROTA
Corriendo descalza, me alejo de la playa y atravieso los vecindarios pequeños hasta llegar a nuestra casa. Abro la puerta y entro a tropezones.
Mi abuela está viendo Atínale al precio. Me planto frente a la tele y se inclina hacia un lado para seguir viendo.
—Abue, tengo que preguntarte algo.
—Ay, mi vida, ¿alguna vez te vas a poner zapatos? —Sacude la cabeza—. Ve a buscar la crema y las vendas para que te cure.
Miro hacia abajo y veo que me está sangrando el pie. Ni siquiera me había dado cuenta de que me había cortado.
—Abue —mi voz suena tan aguda que me asusta—. Por favor, por favor, cuéntame de mi mamá. Ya sé que no te gusta hablar de ella. Pero necesito saber cómo era. ¿Hablaba como yo? ¿Corría? ¿Le gustaba la cerveza de raíz?
Abue tenía la misma cara de aquella vez que se electrocutó al conectar la tostadora.
—¿Y quién es mi papá? ¿Cómo se llama?
—Lo siento, mi niña. Si supiera, te lo diría, pero Mellie nunca me contó quién era.
Eso duele.
—Entonces, ¿por qué se