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Lucha de gigantes: Una historia naval de la Primera Guerra Mundial
Lucha de gigantes: Una historia naval de la Primera Guerra Mundial
Lucha de gigantes: Una historia naval de la Primera Guerra Mundial
Libro electrónico739 páginas9 horas

Lucha de gigantes: Una historia naval de la Primera Guerra Mundial

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La pugna por los océanos resultó decisiva para el desenlace de la Primera Guerra Mundial, por más que haya quedado opacada por las grandes batallas terrestres que, entre trincheras y gases, han adquirido la categoría de mitos imperecederos. Sin embargo, a nivel estratégico, las grandes flotas se habían convertido en el vector que definía a las grandes potencias y su capacidad para imponerse en un conflicto que fue, en buena medida, de desgaste y resistencia. Acciones como el bloqueo británico de las costas alemanas, el épico enfrentamiento entre los buques pesados de la Royal Navy y la Kaiserliche Marine en Jutlandia, el fracasado desembarco de Galípoli o las inmisericordes campañas sin restricciones desencadenadas por los submarinos del káiser, no solo influyeron decisivamente en el resultado de la Gran Guerra, sino que contribuyeron a que esta se prolongara a lo largo de cuatro largos y sangrientos años. En el libro Lucha de gigantes. Una historia naval de la Primera Guerra Mundial, Roberto Muñoz Bolaños no solo explica las principales campañas, combates y acciones navales en todos los teatros de operaciones, tan dramáticos, sino que plantea una nueva historia de la Gran Guerra alrededor del eje naval: desde las causas que provocaron la contienda y la situación de las flotas de los beligerantes en 1914, a las dinámicas políticas, económicas y militares que definieron su posición a lo largo de estos años, los cambios en la estrategia naval y, finalmente, las consecuencias que se derivaron de la victoria aliada. Un planteamiento global e innovador sobre una lucha de gigantes decisiva, en la que titanes y lobos de acero, acorazados, destructores y submarinos pugnaron por decantar la balanza entre la Entente y las Potencias Centrales.

«Creo importante resaltar que el autor ha procurado en todo momento equilibrar tres aspectos: en primer lugar, no perder de vista el contexto global del desarrollo de la guerra, resumido útilmente al comienzo de cada capítulo. En segundo, no dejar que los datos técnicos, corazas, calibres o direcciones de tiro oscurezcan la experiencia personal de los combatientes, siempre presente en forma de numerosas y extensas citas literales de primera mano. Y en tercer lugar, tratar no solo los trillados y trágicos escenarios del mar del Norte, la guerra submarina, o los Dardanelos, sino dar voz a otros teatros menos conocidos. Ahora corresponde al lector juzgar todo ello. Pero creo que estamos ante un trabajo esforzado, riguroso, útil y relevante como obra de consulta, aunque al tiempo legible como una completa historia de la decisiva actividad naval en la Gran Guerra».

 Del prólogo de Fernando Quesada Sanz 
IdiomaEspañol
EditorialDesperta Ferro Ediciones
Fecha de lanzamiento28 may 2025
ISBN9788412984613
Lucha de gigantes: Una historia naval de la Primera Guerra Mundial

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    Lucha de gigantes - Roberto Muñoz Bolaños

    LOS SISTEMAS BISMARCKIANOS.

    EL ASCENSO DE ESTADOS UNIDOS (1870-1890)

    En 1871, el político británico Benjamin Disraeli afirmó a propósito de la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) que representaba «la revolución alemana, un acontecimiento político más importante que la Revolución francesa del siglo pasado […] No hay tradición diplomática que no haya sido barrida. Tenéis un mundo nuevo […] El equilibrio de poder ha sido destruido por completo».1 El gran político conservador británico había comprendido mejor que nadie en su generación que un orden nuevo empezaba a surgir tras esta derrota francesa y tras la proclamación del rey de Prusia, Guillermo I, como deutsche Kaiser [emperador alemán] el 18 de enero de 1871 en la Galería de los Espejos del palacio de Versalles: el fin del equilibrio de poder [balance of power] en el continente, cuyas bases habían sido establecidas por el Congreso de Viena (1814-1815) y cuyo objetivo fue evitar, a toda costa, la aparición de una potencia dominante en Europa. Sin embargo, tras la creación del Imperio alemán, este sistema se vino abajo definitivamente, ya que emergió un poder capaz de dominar el continente con su capacidad militar y económica, fruto de su tradición castrense y de su protagonismo en la Segunda Revolución Industrial (1870-1914). Un Estado que, sin embargo, a pesar de ser muy grande para Europa era demasiado pequeño para controlar el mundo y eso hacía que su poder en el concierto de las grandes potencias no fuera asimilable.2

    No obstante, durante los veinte años siguientes, el hombre que había hecho posible la conversión de los treinta y nueve débiles Estados alemanes de 1814 en la potencia mundial que surgió en 1871, el príncipe prusiano Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro, intentó evitar que los tres considerables problemas que sufría su gran obra provocaran su destrucción.3 Primero, el histórico. Como gran estudioso de esta materia, este político asumía que las naciones europeas, desde la Edad Moderna, no toleraban ningún poder hegemónico en el continente y que cuando había surgido alguno no habían dudado en establecer alianzas para contrarrestarlo. Primero, contra los Habsburgo en los siglos XVI y XVII y posteriormente contra Luis XIV y Napoleón. El próximo objetivo podía ser el Imperio alemán si su gobierno no era lo suficiente astuto para convencer a sus vecinos de sus intenciones pacíficas. Segundo, el geoestratégico. A pesar de su enorme poder, el nuevo Estado adolecía de una gran debilidad: su posición central en el continente, que permitía a sus posibles enemigos atacarlo por todos los flancos: por el oeste, Francia; por el sur, Austria-Hungría; por el norte, el Reino Unido con su potente flota; y por el este, el más peligroso, Rusia. Ante esta tesitura, se hacía necesario evitar una alianza entre estas naciones que obligara a los alemanes a sostener una guerra en varios frentes. Y tercero, el interno. Bismarck había construido el Imperio alemán sobre una alianza de soberanos, en la que el rey de Prusia con el título de káiser [emperador] actuaba como primus inter pares y el Gobierno de Berlín como gestor de las políticas exterior, comercial y financiera. Sin embargo, los asuntos domésticos quedaron en manos del resto de monarcas, cuyos Gobiernos basculaban desde la democracia al absolutismo. En este sistema, el Reichstag [Parlamento Imperial], elegido por sufragio universal, podía aprobar el presupuesto, pero no controlaba al ejecutivo ni elegía a su jefe, que dependía directamente del emperador. El resultado de esta situación era una auténtica paradoja: el país más desarrollado de Europa tenía un régimen político propio de otros tiempos, lo que provocaba una fuerte tensión social, sobre todo a medida que el Sozialdemokratische Partei Deutschlands [Partido Socialdemócrata de Alemania, SPD] se hizo cada vez más poderoso. Esta inestabilidad, combinada con un conflicto exterior, podía implosionar la organización estatal. En 1918 sus temores se hicieron realidad.

    Para neutralizar estos problemas, el canciller decidió poner en marcha la Realpolitik y asegurar al Imperio alemán no solo sus fronteras exteriores, sino también su orden social. Para ello, era preciso establecer estrechas relaciones e incluso alianzas con las principales naciones europeas y evitar una coalición contra Berlín. Pero ¿con cuáles?

    El peón más complicado en el tablero internacional era Francia, país fronterizo del Imperio alemán en el oeste. París se había convertido en un enemigo irreconciliable de Berlín a consecuencia de la decisión de arrebatarle Alsacia-Lorena –a la que Bismarck se había opuesto– tras la derrota de 1870.4 Como resultado de este hecho, los franceses deseaban la revancha contra los alemanes, aunque para lograr este objetivo debían unirse a otra gran potencia como mínimo, ya que no podían derrotar a los ejércitos alemanes en solitario. Por tanto, había que aislar a Francia internacionalmente para evitar que pudieran forjar una alianza antialemana.

    El segundo peón era el Reino Unido, el Estado más poderoso del mundo entre 1870 y 1890, periodo en el que Bismarck estuvo al frente del Imperio alemán. Refugiado en su «espléndido aislamiento», tuvo como principal preocupación exterior en esos años frenar a Rusia en dos frentes. Por un lado, el mar Negro, donde, desde la firma del Tratado de París (1956) que puso fin a la Guerra de Crimea (1853-1856), los británicos, junto con Francia, habían obligado a San Petersburgo a aceptar que esta extensión de agua quedaba «prohibida oficialmente y a perpetuidad» a los buques de guerra tanto de las potencias que poseían sus orillas como de cualquier otra. Sin embargo, tras la derrota de 1871, París ya no pudo actuar como garante de ese acuerdo. El Imperio ruso empezó entonces a rearmarse en este flanco. Tal decisión supuso un desafío de incalculables consecuencias para Londres, ya que la existencia de una flota rusa en este mar podía poner en peligro la presencia británica en el Mediterráneo oriental, donde se hallaba su principal vía de comunicación, el canal de Suez, que enlazaba el Reino Unido con la India, su posesión imperial más rica. El segundo frente era Asia Central, donde se estaba desarrollando el «Gran Juego» de Rudyard Kipling, que también afectaba al Raj indio. A estos dos escenarios se unió, a partir de 1890, China, un territorio más importante para Londres, desde el punto de vista comercial, que África.5 A consecuencia de estas dinámicas, el Reino Unido era reacio a cualquier alianza permanente con una potencia europea, así como a inmiscuirse en los asuntos del continente, salvo que su equilibrio estuviera en peligro.

    Por tanto, Bismarck decidió que la mejor opción con los británicos era mantener una actitud amistosa –favorecida por la relación de parentesco entre ambas familias reinantes–6 si no era posible establecer una alianza. Para lograr este objetivo fue necesario cumplir dos requisitos. Por un lado, no alterar el equilibrio continental. En este sentido, Disraeli, primer ministro entre 1874 y 1880, insinuó varias veces en esos años que no estaba dispuesto a tolerar que Francia, su gran enemiga histórica, fuera destruida. Este comentario supuso una advertencia para Berlín para que no desencadenara una guerra en Europa. Por otro, no intentar crear un imperio colonial que rivalizara con el británico. Esta postura del canciller alemán quedó reflejada en su célebre frase a propósito del reparto de África: «Aquí está Rusia, aquí está Francia y aquí estamos nosotros, en el centro. Este es mi mapa de África».7 No obstante, a partir de 1880, el canciller alemán autorizó expediciones a África del Sudoeste (Namibia) –lo que provocó una fuerte irritación de Londres–8 África Oriental (Tanganica), Togo, Papúa-Nueva Guinea, el archipiélago de Bismarck, las islas Marshall, las Salomón y Nauru. La decisión estuvo directamente vinculada con la vulnerabilidad del Reino Unido en Egipto –la clave de bóveda de su imperio–, lo que permitió a Berlín empezar a jugar en el tablero del imperialismo.9 Sin embargo, se trató de acciones limitadas que tenían por objeto demostrar a Londres el poder alemán. En paralelo, el Imperio alemán se retiro de Zululandia en el sur de África para no molestar a los británicos y ambas naciones derrotaron conjuntamente al sultán de Zanzíbar y se repartieron África Oriental en 1885. Es más, Bismarck pensó incluso en abandonar las posesiones coloniales alemanas para no crear focos de conflicto con el Reino Unido y Francia.10

    El tercer peón era el Imperio austrohúngaro. La antaño poderosa monarquía de los Habsburgo seguía siendo un Estado relevante para mantener la estabilidad en Europa por el enorme y estratégico espacio que ocupaba. Sin embargo, las tensiones nacionalistas que la acosaban y que terminaron por destruirla la debilitaban de forma irreversible. Fueron estas dificultades las que aprovechó el canciller alemán para convertirla en su aliado más fiel, ya que las minorías alemana y magiar –que controlaban su gobierno desde el Österreichisch-Ungarischer Ausgleich [Compromiso Austrohúngaro] de 1867– comprendieron que solo una sólida unión con Berlín permitiría la supervivencia del viejo imperio y de sus privilegios.

    El cuarto era el más significativo para Bismarck: Rusia, la nación más temible del continente por su enorme Ejército. San Petersburgo constituyó la base sobre la que edificó su sistema de alianzas, ya que así evitaría su mayor pesadilla: la guerra en dos frentes (Oriental y Occidental). No obstante, conseguir la amistad de San Petersburgo no fue una tarea fácil. El Imperio ruso, dominado por zares nerviosos y obsesionados con la seguridad de sus tierras –a pesar de que su enorme extensión era un freno para cualquier ejército– no era un aliado muy fiable. Además, el paneslavismo casi místico que caracterizaba a su corte lo convertía en el gran enemigo de Austria-Hungría en los Balcanes, zona de expansión natural de ambas potencias. A esta dinámica se unía la rivalidad anglo-rusa. Bismarck necesitaba a Rusia, pero no podía prescindir de Austria-Hungría ni enemistarse con el Reino Unido. El hecho de que mantuviese una relación fluida con estos tres Estados, en especial con los dos primeros, fue su mayor logro diplomático.

    Si Rusia era el eje sobre el que Bismarck haría girar su política, Italia, tardíamente incorporada al club de las grandes potencias, y la más débil, era el menos importante de sus peones. Además, Roma mantenía un conflicto larvado con Viena, que tenía bajo su control notables territorios de habla italiana. No obstante, el canciller decidió que formara parte de su sistema de alianzas al aprovecharse de su rivalidad colonial con Francia.

    El resultado final fue, pues, una sólida alianza con Austria-Hungría e Italia, combinada con una política de no agresión con Rusia y un trato favorable a Gran Bretaña, que le permitieron aislar por completo a Francia. Este diseño, cambiante a lo largo del tiempo –sistemas bismarckianos– estaba articulado sobre tres acuerdos en 1890. La Triple Alianza, entre el Imperio alemán, el austrohúngaro e Italia (1882), por la que los tres Estados signatarios se comprometían a defenderse mutuamente. Los Acuerdos Mediterráneos (1887), de claro contenido antifrancés, por los que Italia apoyaría a Gran Bretaña en Egipto –donde esta nación tenía una honda rivalidad con Francia–, mientras que los británicos harían lo propio con Roma en la Tripolitana (Libia) y frenar así el expansionismo francés en el norte de África. A estos acuerdos se adhirieron Viena y, curiosamente, Madrid, pero no Berlín, para no soliviantar a San Petersburgo. Sin embargo, el primer ministro conservador Robert Gascoyne-Cecil marqués de Salisbury (1886-1892, 1895-1902) rechazó ese mismo año una alianza con el Imperio alemán.11 Finalmente, el Tratado de Reaseguro (1888) con Rusia, que estipulaba la neutralidad de este país si Francia atacaba al Imperio alemán y la neutralidad alemana si Austria-Hungría atacaba a Rusia.

    Bismarck había logrado su objetivo. Francia estaba aislada y la paz en Europa asegurada.

    No obstante, hubo un país con el que su diplomacia fracasó totalmente y que terminó por provocar su caída: Estados Unidos. La eclosión del poder estadounidense a partir de 1870 ha quedado opacada por el desarrollo económico, político y diplomático del Imperio alemán. Sin embargo, en el último tercio del siglo XIX, Washington inició una política de expansión territorial más allá de la América continental que estuvo acompañada por un protagonismo en la Segunda Revolución Industrial que la convirtió, a finales de esta centuria, no solo en la primera potencia económica mundial, sino también en la más agresiva en el terreno internacional. No obstante, la presencia estadounidense en zonas monopolizadas hasta entonces por las potencias europeas se había iniciado con anterioridad.

    En 1853, los célebres «navíos negros» del comodoro Matthew C. Perry llegaron al puerto de Uraga, cerca de Edo (actual Tokio) el 8 de julio de 1853. Portaba una carta del presidente de Estados Unidos Millard Fillmore (1850-1853) en la que requería a Japón la firma de un tratado comercial con su país. Las autoridades niponas le dijeron que acudiera a Nagasaki, donde se permitía el comercio limitado de los holandeses. El marino estadounidense se negó y exigió que se le permitiera entregar la misiva, con la amenaza de emplear la fuerza si se rechazaba su petición. El Gobierno nipón cedió y la misiva fue entregada. Como despedida, el comodoro dijo que volvería en un año para que le dieran una respuesta. El 13 de febrero de 1854 regresó con una flota mayor y, el 8 de marzo, entró en el puerto de Kanagawa. El día 31 del mismo mes firmó el Tratado de Paz y Amistad conocido como Convención Kanagawa. Los términos de este acuerdo establecían la apertura de los puertos de Shimoda y Hakodate a los barcos estadounidenses; la garantía de seguridad de los náufragos de este país y la presencia de un cónsul de Estados Unidos en Japón. Estas cláusulas se ampliaron dos años después tras la firma de un nuevo documento, el 29 de julio de 1858, conocido como «Tratado de Harris» por el representante estadounidense, Townsend Harris. Su contenido supuso una oportunidad para que se rubricaran acuerdos similares con otras potencias occidentales, conocidos como «tratados desiguales».12

    En paralelo, durante el primer tercio del siglo XIX, los buques del pabellón de las barras y estrellas se habían adentrado en el océano Índico y habían hecho posible que Washington firmara un tratado con el sultán de Mascate (Omán) en 1833. Igualmente se negociaron varios acuerdos con el sah de Persia, Naser al-Din, entre 1851 y 1854 que nunca se ratificaron, pues el objetivo del monarca iraní era implicar a Estados Unidos en una contienda con el Reino Unido para convertirlo en un actor más en el conflictivo juego de intereses de Londres y San Petersburgo desplegado en este estratégico territorio. Dos años más tarde, en 1856, Teherán y Washington firmaron un acuerdo estrictamente comercial. Estas dinámicas demostraban que tanto Persia como los imperios ruso y británico empezaban a considerar a Estados Unidos como una potencia lo suficientemente poderosa para participar activamente en el sistema de relaciones internaciones de Oriente Medio. Una visión que también tenían los propios militares estadounidenses, a pesar de la oposición de su gobierno a inmiscuirse en los asuntos políticos de la zona. En 1879, el comodoro Robert Wilson Shufeldt, a bordo de la fragata Ticonderoga, entró en el golfo Pérsico e hizo un agudo análisis acerca del poderío de Londres en esta zona: «una fachada» que podría derrumbarse si la Royal Navy debía encarar un reto en aguas europeas. Es más, el marino abogó por enfrentarse ya a los británicos en esta estratégica región con el objetivo de controlarla económica y políticamente.13

    Si Washington desistió de desafiar a Londres en el golfo Pérsico no haría lo mismo con Berlín en Samoa en 1888-1889. A lo largo de la década de los ochenta del siglo XIX, los intereses comerciales británicos, estadounidenses y alemanes chocaron en este archipiélago, cuya situación de inestabilidad se incrementó a consecuencia de una guerra civil en la que Washington y Berlín apoyaron a diferentes bandos y en la que participó un destacamento de soldados del káiser cuyas acciones bélicas dañaron propiedades estadounidenses. Estos acontecimientos provocaron una escalada de la tensión entre ambos países que alcanzó su punto culminante en 1888. La prensa y algunos políticos de Estados Unidos llegaron incluso a exigir una contienda contra Berlín porque, en palabras del senador William P. Frye, de Maine, la intervención alemana en Samoa era «uno de los insultos más grandes a los que Estados Unidos había sido sometido».14 Incluso Carl Schurz escribió una carta a Bismarck para advertirle de la posibilidad de una alianza de Washington y París contra Berlín, que supondría la ruina del Imperio alemán. El canciller se halló ante una situación diplomática que no era capaz de comprender, pues pertenecía a ese nuevo mundo de la industria, las finanzas y el comercio que despreciaba. Sin embargo, no podía permitir que Alemania fuera humillada, aunque tampoco estaba dispuesto a ir a una guerra con Estados Unidos como le exigían sus almirantes. Para buscar una solución, actuó como siempre lo había hecho en situaciones similares: ordenó a su hijo Herbert –secretario de Estado de Asuntos Exteriores– que convocase una conferencia en torno a Samoa en la capital imperial en 1889. El resultado fue el Tratado de Berlín, que establecía un condominio tripartito sobre Samoa, tal y como habían exigido los representantes estadounidenses. Para la opinión pública alemana este acuerdo fue una auténtica humillación internacional. El káiser Guillermo II (1888-1918) aprovechó esta indignación para cesar a Bismarck el 20 de marzo de 1890.15

    La caída del canciller supuso el fin de una época en la política exterior alemana y mundial.

    EL CAMBIO DE ALIANZAS (1890-1904)

    El cese de Bismarck significó también el final de la Realpolitik y abrió una ventana de oportunidad para una nueva dinámica en la diplomacia alemana: la Weltpolitik. Guillermo II soñaba con convertir al Imperio alemán en un poder global y superar su tardía incorporación al reparto colonial. Tal deseo implicaba abandonar la política moderada y europea de Bismarck y establecer nuevas alianzas que permitieran esta expansión. El eje de este plan debía ser Londres, a la vez que se mantenían buenas relaciones con Rusia. Para lograr el objetivo el káiser pensaba utilizar la tensión latente entre ambos países en la India y China. Sin embargo, sus cálculos se iban a demostrar equivocados.

    El general de infantería conde Leo von Caprivi, nuevo canciller (1890-1894), inició negociaciones con el primer ministro británico, Salisbury, con el objetivo de firmar una alianza entre ambos países. En paralelo, en 1890, y para no molestar a los británicos, Guillermo II se negó a prorrogar por tres años el Tratado de Reaseguro. El zar Alejandro III pensó que era el primer paso para un ataque concertado de Viena y Berlín contra su nación, por lo que decidió buscar nuevos aliados para neutralizar ese peligro. El único disponible era Francia y, pese a la repugnancia que sentía por el régimen republicano y anticlerical de esta nación, y que era correspondida por la de los políticos galos hacia la autocracia rusa, inició contactos con París. La respuesta francesa no se hizo esperar. Théophile Delcassé, uno de los ministros de Asuntos Exteriores más grandes de la historia de Francia, negoció un Convenio Militar en 1892 con el zar por el cual ambos países se comprometían a ayudarse mutuamente en caso de un ataque alemán. El fantasma de la guerra en dos frentes, la mayor pesadilla de Bismarck, acababa de hacerse realidad. Sin embargo, este acuerdo tuvo además otras dos derivadas. Por un lado, Londres se sintió cómodo en una Europa en la que la entente franco-rusa neutralizaba a la Triple Alianza y se restablecía de nuevo el viejo equilibrio continental. Por otro, demostró al káiser que una relación más estrecha con el Reino Unido podría acarrearle problemas en Europa con el imperio del zar.

    Tras estos hechos, Guillermo II empezó a comprender también que las condiciones para llegar a una alianza con los británicos no resultaban favorables porque no había intereses comunes entre ambos imperios. El 1 de julio de 1890 intercambiaron Zanzíbar por Heligoland, pero las subsiguientes conversaciones no fueron tan fructíferas. Caprivi ofreció a Salisbury el Ejército alemán para defender el Imperio británico y a cambio exigía el apoyo de Londres en caso de un conflicto con Francia. El primer ministro se sintió horrorizado ante la propuesta, ya que los germanos ofrecían aquello que los británicos no querían –las fuerzas terrestres del káiser eran las más poderosas del mundo con 552 000 efectivos y, desde luego, Londres jamás aceptaría que protegieran la India porque además no las precisaban–, y solicitaban aquello que no les hacía falta, pues para derrotar a Francia no era necesario el minúsculo Ejército británico.16 Por su parte, los británicos brindaron a Caprivi y a su sucesor, Clodoveo, príncipe de Hohenlohe-Schillingsfürst (1894-1900), la posibilidad de llegar a acuerdos en China, el Imperio otomano y Marruecos, aunque Berlín nunca dio el paso por temor a un enfrentamiento con la alianza franco-rusa. El resultado fue que, si bien las negociaciones continuaron, estas resultaron estériles. La situación provocó que el clima de amistad que había presidido las relaciones entre ambos países con anterioridad se fuera deteriorando de manera progresiva. En este cambio desempeñó un papel fundamental una región clave para Londres: el sur de África. Los británicos se opusieron a la penetración alemana en la República bóer de Transvaal (1894), mientras que Berlín apoyó a este Estado en 1895 frente a la incursión del doctor Leander Jameson, auspiciada por Londres. El 3 de enero de 1896, Guillermo II envió el célebre Telegrama Kruger, en el que felicitaba al presidente de esta república, Paul Kruger, por su éxito ante esta acometida.17 Esta suma de dinámicas contribuyó a alejar a ambos países y convenció a la élite germana de que era necesario tomar una decisión que proporcionara a su país la autosuficiencia internacional, reflejada en una grandilocuente frase: «Un lugar en el sol».18 El resultado de este principio rector fue la construcción de una gran flota de guerra.

    Después de 1871, la Kaiserliche Marine [Marina de Guerra Imperial] creció de forma considerable. En 1883, constituía la tercera flota blindada más grande del mundo, solo por detrás del Reino Unido y Francia. En 1888, tras la llegada al trono de Guillermo II, un entusiasta de la Marina que consideraba al Imperio británico el modelo para seguir, se produjo un aumento de la construcción de buques de guerra. Esta dinámica coincidió con la conversión de la empresa metalúrgica Krupp en el líder mundial en la producción de blindajes navales –acero Krupp cementado ante el sistema Harvey británico– y la importancia que cobró el navalismo como ideología nacional de las grandes potencias, gracias a la acción de la prensa, que presentó a los buques de guerra como el producto más avanzado de la ciencia y la tecnología de las naciones. El público también quedó fascinado por las aplicaciones más pacíficas de esta tecnología, reflejadas en el transatlántico –símbolo del orgullo nacional–, que tuvo como máxima expresión el Blue Ribbon [Cinta Azul], premio concedido al barco que completaba la travesía más rápida entre Europa y Norteamérica. No obstante, el buque por excelencia en este periodo fue el acorazado, cuya función principal era integrar la línea de batalla en los combates navales y que se convirtió en el emblema del poder nacional. En este sentido, los navíos blindados alemanes en el último tercio del siglo XIX se caracterizaban por ser más pequeños y estar peor armados que sus contrapartes británicos.19

    No obstante, para que el navalismo alcanzara el impacto que tuvo en el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial fue necesario algo más que acorazados y transatlánticos: una ideología que demostrara su importancia histórica. La responsabilidad de su elaboración correspondió a un capitán de navío de la U. S. Navy, Alfred Thayer Mahan, que, en 1890, publicó el libro Influencia del poder naval en la historia (The Influence of Sea Power upon History, 1660-1763).20 En esta obra, defendió la necesidad de una potente flota de acorazados como instrumento principal para conseguir el «dominio del mar» y sostener un imperio ultramarino. Los trabajos de Mahan fueron especialmente influyentes en Alemania, donde sus principales seguidores fueron Guillermo II y el entonces capitán de navío Alfred von Tirpitz, jefe del Estado Mayor Naval, defensores hasta entonces de la kleiner Krieg [guerra menor].21 Esta doctrina naval se ligaba a la Jeune École francesa, creada por el almirante Théophile Aube, y era defensora del empleo de los torpederos y los cruceros para atacar el tráfico comercial y los acorazados británicos. A partir de su Dienstschrift IX [Directiva IX] de junio de 1894, Tirpitz –con el apoyo del káiser– comenzó a abogar por una flota centrada en los acorazados y concentrada en aguas interiores, es decir, por una Großkrieg [guerra grande] basada en el empleo masivo de este tipo de buques. En ese momento, el futuro gran almirante no consideraba al Reino Unido su principal rival, sino a Francia y Rusia, y defendía una superioridad de 4:3 sobre la mayor armada de estos países.

    En junio de 1897, Tirpitz se convirtió en secretario de Estado de la Reichsmarineamt [Oficina Naval Imperial, RMA], por tanto, en responsable de la administración de la Kaiserliche Marine y de los programas de construcción naval. Poco después, esbozó la idea principal de su estrategia, la Risikogedanke [doctrina del riesgo], en un memorando del 15 de junio de 1897 titulado «Consideraciones generales sobre la constitución de nuestra flota según las clases y diseños de buques». En este documento, consideraba que el Reino Unido era «el enemigo más peligroso de Alemania, contra el que necesitamos urgentemente una fuerza naval como factor de poder político», que disuadiera a Londres del «riesgo» de un enfrentamiento directo con el Imperio alemán por las consecuencias negativas que pudiera acarrearle en otras zonas del mundo. Esta situación permitiría entonces a Berlín obtener ventajas importantes en el panorama político mundial, sobre todo en el ámbito colonial. Por tanto, para el almirante, la flota no era un instrumento para desencadenar un conflicto, sino una herramienta para beneficiar a su nación en el panorama internacional.22 La segunda tesis que desarrollaba era que la flota alemana debía «desplegar su mayor potencial militar entre Heligoland y el Támesis» y estar integrada, fundamentalmente, por acorazados, para ejercer así la máxima presión sobre Londres. Para lograr este objetivo, en 1905 tendrían que estar operativas dos escuadrones de ocho acorazados cada una, un buque insignia y dos acorazados de reserva. En total diecinueve buques blindados, lo que obtenía así una relación de 3:2 en este tipo de buques con la Royal Navy. Sin embargo, hasta alcanzar este número, Tirpitz advirtió de que tendrían que protegerse contra el «riesgo» de sufrir un «Copenhagened», en referencia al ataque preventivo británico que destruyó la flota danesa en 1801.23

    Illustration

    Figura 1: Alfred von Tirpitz (1849-1930), almirante y comandante de la Kaiserliche Marine, fue nombrado deutscher Großadmiral durante la Primera Guerra Mundial. La tesis de Tirpitz era asegurar para su país posesiones ultramarinas con el beneplácito del Reino Unido.

    Para poner en marcha este proyecto, el almirante alemán y Guillermo II iban a contar con dos importantes apoyos. El primero, el de la Flottenverein [Liga Naval], generosamente apoyada por la industria siderúrgica que llegó a sumar 240 000 miembros en 1899; la organización de este tipo más grande del mundo. El segundo, el del secretario de Estado de Asuntos Exteriores –más tarde canciller– Bernhard von Bülow, quien, en alusión a la jactancia de que «el sol nunca se pone en el Imperio británico», presentó a finales de 1897 el proyecto de la Primera Ley de la Marina con la observación «ahora exigimos nuestro lugar en el sol».24 Pero ¿qué pretendía el Imperio alemán con este programa? La respuesta a esta pregunta sigue siendo objeto de un interesante debate. La tesis de Tirpitz, es decir, asegurar a su país posesiones ultramarinas con el beneplácito del Reino Unido, aún la defienden numerosos académicos. Así, para Clark, la flota permitiría al Imperio alemán disponer de una relevante carta en el panorama internacional al actuar como sustitutivo de los intereses coloniales que no poseía y que, por tanto, no podía intercambiar,25 pues la suma de una armada potente al Ejército más poderoso del mundo lo convertirían en un importante jugador. Una posición similar defendió Michelle Murray: «el programa naval de Alemania no fue diseñado por razones estratégicas, sino para asegurar el reconocimiento de su identidad como potencia mundial».26 Por el contrario, otros historiadores consideran que se vinculaba con dinámicas internas imperiales, en especial con el deseo de ganarse al proletariado al garantizarle empleo y a las clases medias al ofrecerlas un programa expansivo en el exterior, además de beneficiar a la industria siderúrgica. Asimismo, la flota podía actuar como elemento de cohesión social y política en un Estado de reciente creación.27 Por tanto, para estos académicos, su construcción sería parte de la Weltpolitik, un proceso puesto en marcha para consumo interno con el único objetivo de asegurar a las élites económicas y políticas tradicionales el control del Estado, a la vez que se neutralizaba el atractivo de credos disidentes como el representado por el SPD.28

    Sin embargo, más allá de estas tesis, el programa naval alemán era un planteamiento militar óptimo en 1898 cuando los retadores del Imperio británico –Francia, Rusia y Estados Unidos– impedían a la Royal Navy concentrar sus buques en el mar del Norte. El problema fue que la élite alemana, convencida de su capacidad y poder para diseñar una política exterior independiente, pero a la vez obsesionada con el peligro de guerra en Europa contra Rusia y Francia por un lado y suspicaz ante la posible ayuda que el Reino Unido pudiera prestarle en un conflicto de esas características, no fue capaz de negociar con ventaja una alianza con ninguno de los dos bandos cuando se la propusieron y terminó por convertirse en enemigo de ambos. De ahí que, tras los cambios operados en el sistema de relaciones internacionales entre 1901 y 1904, este programa quedó invalidado por completo. No obstante, el plan no se detuvo entonces, lo que debilitó de manera irreversible a Berlín tanto política como militarmente.

    El programa de construcción naval, a pesar del planteamiento grandilocuente de Bülow, inicialmente fue muy modesto. La Primera Ley de la Marina, aprobada por el Reichstag en abril de 1898, establecía una flota de diecinueve acorazados, ocho blindados costeros y doce grandes cruceros para 1905, aunque contando con los barcos encargados desde 1878. El número de blindados incluía doce ya construidos o en construcción, los grandes cruceros incluían diez en la misma situación, mientras que los acorazados costeros eran los ocho Siegfried (3500 toneladas) en servicio. Antes de aprobar esta norma, los diputados del Reichstag centraron su atención en el número de nuevos buques de guerra necesario para cumplir los objetivos fijados –que incluían siete acorazados y dos grandes cruceros–, aunque pasaron por alto en gran medida la disposición de Tirpitz para la futura sustitución automática de los acorazados después de veinticinco años de servicio y de los grandes cruceros después de veinte años.29 No obstante, este planteamiento limitado se vio superado por las consecuencias de tres acontecimientos internacionales que se sucedieron a finales del siglo XIX.

    El primero, en 1898, tras el estallido de la guerra entre España y Estados Unidos. En Filipinas se produjo un enfrentamiento entre el comodoro y futuro almirante de la Armada George Dewey –jefe del Escuadrón Asiático de la U. S. Navy, que había vencido a la escuadra del contraalmirante español Patricio Montojo en Cavite (Filipinas), el 1 de mayo de 1898– y el teniente de navío Paul von Hintze –futuro secretario de Estado de Asuntos Exteriores–, enviado por el contraalmirante Otto von Diederichs –comandante del Ostasiengeschwader [Escuadrón de Cruceros de Asia Oriental]–, para protestar porque un oficial norteamericano había inspeccionado el crucero ligero alemán Irene.30 Durante este encuentro, que se produjo en el buque insignia estadounidense, el crucero protegido Olympia,31 el marino de Estados Unidos le dijo al oficial alemán que iba a inspeccionar todos los navíos que pretendieran entrar en la bahía de Manila, pues estaba sometida a bloqueo por sus buques, lo que provocó una acalorada discusión entre ambos. Dewey la zanjó diciendo: «detendré cualquier barco, ¡sea cual sea su color! Y si no se detiene, le dispararé. Y si eso significaba la guerra... si Alemania quiere la guerra, de acuerdo: estamos listos».32 «Von Hintze defendió el honor alemán con su frialdad y evitó el peligro de un conflicto», escribió posteriormente Tirpitz.33 Sin embargo, las palabras del comodoro pronto se hicieron públicas y fueron utilizadas por la prensa estadounidense para ridiculizar al káiser y al Imperio alemán. En los años siguientes, si bien ambos países, junto con el Reino Unido, firmaron un nuevo tratado de reparto del Pacífico en 1899 y Berlín consiguió que España le vendiera los archipiélagos de las Carolinas, las Marianas –salvo Guan– y las Palaos, esta humillación no fue olvidada. Por insistencia de Tirpitz y Guillermo II empezaron a estudiarse diferentes planes de invasión de Estados Unidos, cuyos trabajos se prolongaron hasta 1906. Al tiempo, en Washington, en especial el presidente republicano Theodore Roosevelt (1901-1908), se empezó a considerar al Imperio alemán –su principal rival económico– como el probable enemigo en un conflicto futuro. Para hacer frente a esta contingencia, que tomaría la forma de una invasión germana del país, se preparó el Plan de Guerra Negro [War Plan Black]. Esta posible contienda también quedó reflejada en artículos escritos por oficiales de la U. S. Navy en los que se comparaba el poder de ambas flotas.34

    El segundo, la Segunda Guerra Bóer, que se extendió de 1899 a 1902 y que supuso el fin del antiguo aliado del Imperio alemán, Transvaal, así como del Estado Libre de Orange. Estos hechos provocaron un hondo sentimiento antibritánico en la población alemana.35

    El tercero, la Rebelión de los bóxers (1900-1901), provocada en parte por la brutalidad de los soldados alemanes,36 con el embajador alemán, Klemens von Ketteler, y los misioneros de esta nacionalidad como los primeros occidentales asesinados.

    A consecuencia de estos hechos, el Reichstag aprobó en junio de 1900 la Segunda Ley de la Marina. Este nuevo texto, que aumentaba el tamaño de la flota a treinta y ocho acorazados y catorce grandes cruceros, reflejaba la convicción de Tirpitz de que una poderosa armada situada en las aguas nacionales daría al Imperio alemán una ventaja en todos los conflictos internacionales, incluidos los de ultramar. Las nuevas unidades autorizadas incluían once blindados –los ocho Siegfried se contabilizaban ahora como acorazados de tamaño completo a efectos de reemplazo–, pero solo dos grandes cruceros. Además, la disposición de sustitución automática de las leyes navales de Tirpitz, que garantizaba que una futura legislatura más izquierdista no pudiera deshacer su proyecto, adquirió mayor importancia a medida que el SPD, contrario a estos planes, se convertía en el grupo parlamentario más numeroso, con un porcentaje de representantes que pasó del 14 por ciento en 1898 al 28 en 1912. En 1906, todos menos uno de los treinta y ocho acorazados autorizados y los catorce grandes cruceros estaban o bien en servicio o bien en construcción.37

    Estas normas jurídicas se aprobaron en un momento en el que el Imperio alemán rivalizaba con el Reino Unido en el liderazgo del comercio mundial. Sin embargo, los primeros movimientos de Tirpitz no se percibieron como una amenaza en Londres, que seguía considerando a Francia y Rusia –segunda y tercera potencias navales– como sus mayores enemigos.38 Incluso antes de que se forjase la alianza francorusa, la Ley de Defensa Naval de 1889 estableció formalmente la Two-Power Standard como medida de la superioridad naval británica, que estipulaba que la Royal Navy debía ser tan fuerte en acorazados como la suma de la segunda y tercera armadas del mundo. Gracias al programa de construcción iniciado ese año y otro complementario de 1894 –en respuesta directa al acuerdo entre París y San Petersburgo– la flota británica de 1898 estaba integrada por veintinueve acorazados y veintiún cruceros de primera clase con una antigüedad máxima de diez años, lo que superaba la suma de la Marine nationale [Armada francesa] –doce acorazados y ocho grandes cruceros– y la Armada Imperial rusa –once acorazados y cinco grandes cruceros–.39 Esta posición de Londres era lógica, ya que las tensiones con estas dos potencias no dejaron de crecer entre finales del siglo XIX y principios del XX. Con Francia, los británicos tuvieron un importante incidente en Fachoda (Sudán) en 1898, cuando las fuerzas del capitán Jean-Baptiste Marchand, que pretendían establecer un protectorado francés en esa región, estuvieron a punto de enfrentarse con el Ejército británico dirigido por el teniente general Horatio Kitchener. La situación se resolvió con la retirada de Marchand. Con el Imperio ruso las relaciones empeoraron en 1901, cuando, aprovechando el conflicto con los bóers, San Petersburgo aumentó la presión sobre China. Además, en el Pacífico y Atlántico ya emergía el poder estadounidense. Washington no solo derrotó a España en 1898 y se enfrentó con éxito a Berlín ese mismo año, sino que también lo hizo con Londres por la frontera entre Venezuela y la Guayana británica, lo que obligó a los británicos a firmar un tratado en 1899 que favoreció a Caracas. Por su parte, los estadounidenses se anexionaron Hawái, Filipinas, Puerto Rico y Guam, penetraron económicamente en China y sentaron las bases para construir un canal en Centroamérica. Este conjunto de acciones creó una tensión tan fuerte entre Estados Unidos y el Reino Unido que hubo posibilidades reales de que fueran a la guerra a principios del siglo XX.

    La élite británica comprendió entonces que ya no era posible mantener el «espléndido aislamiento» y se hacía necesario buscar aliados en el exterior para sostener el imperio, ya que el Reino Unido no era lo suficientemente fuerte para hacer frente en solitario a los múltiples desafíos que se le presentaban. Salisbury y el secretario del Foreign Office [Ministerio de Asuntos Exteriores] Henry Petty-Fitzmaurice, lord Lansdowne, tomaron dos decisiones. La primera, ceder ante los estadounidenses. El 18 de noviembre de 1901 firmaron el Tratado Hay-Pauncefote con Estados Unidos por el que Londres reconocía el derecho de Washington a construir un canal en Panamá. Dos años después estalló la crisis de deuda de Venezuela, debida a la negativa de este país a pagar sus prestamos exteriores, que fue respondida con un bloqueo naval encabezado por británicos y alemanes, lo que provocó la intervención estadounidense mediante el envío de una potente flota de cincuenta y tres navíos a las órdenes de Dewey. Esta escuadra no solo levantó el bloqueo, sino que obligó al primer ministro británico, el conservador Arthur Balfour, a reconocer la Doctrina Monroe –basada en la idea «América para los americanos»– ese mismo año. A partir de ese momento, las relaciones entre ambos países mejoraron. Por tanto, Washington40 tuvo éxito donde Berlín iba a fracasar: Londres reconoció el control de Estados Unidos del hemisferio occidental, que obtuvo con este hecho el estatus de potencia mundial.

    La segunda decisión de la élite británica fue buscar una alianza con Berlín para frenar el expansionismo ruso. La idea de una entente germánica, que también incluyera a Estados Unidos, fue defendida entonces por notables académicos británicos y alemanes como el historiador Theodor Mommsen y por políticos como Joseph Chamberlain. Sin embargo, el canciller Bülow (1900-1909) rechazó esta posibilidad con el argumento de que comprometía al imperio peligrosamente en Europa sin obtener ninguna compensación a cambio.41 La negativa alemana demostró al Reino Unido que Berlín, a pesar de sus posiciones grandilocuentes en política internacional, era débil como posible aliado, aunque también podía ser muy peligroso: ¿qué ocurriría si llegaba a un acuerdo con París y San Petersburgo? La amenaza de una alianza continental contra el Reino Unido ya había sido insinuada por Bismarck. No obstante, el mayor peligro se dio en 1900, cuando, tras la humillación de Fachoda, París llegó a la conclusión de que era necesario firmar un acuerdo con Rusia y el Imperio alemán contra el Reino Unido. Berlín volvió a demostrar su indeterminación al responder a la propuesta francesa diciendo que debía consultar con Londres antes de tomar una decisión, a la vez que exigía el reconocimiento francés de la soberanía alemana sobre Alsacia y Lorena, lo que fue rechazado de inmediato por Delcassé.42 A pesar de este fracaso, la posibilidad de una alianza continental despertó un profundo temor en la élite británica, pues si se hacía realidad el Reino Unido no podría enfrentarse con posibilidades de victoria a la suma de los Ejércitos y Armadas de los tres países y perdería su imperio. Por tanto, la necesidad de evitar ese posible acuerdo determinó la política británica entre 1902 y 1914, que se plasmó en dos alianzas firmadas con países que eran, o serían, enemigos del Imperio alemán en el futuro. No fue, por tanto, la fortaleza de Berlín ni su programa de construcción naval lo que terminó por originar su antagonismo con Londres, sino la progresiva debilidad de la posición británica en el mundo y la endeblez e indefinición de la política exterior alemana. El primer paso de la nueva política de Londres se dio el 30 de enero de 1902 cuando Lansdowne firmó con Hayashi Tadasu un tratado de alianza con Japón en la capital británica, con el objetivo básico de encarar la penetración rusa en China y salvaguardar su dominio de la India. El segundo, el 8 de abril de 1904, cuando el secretario del Foreign Office rubricó con Delcassé la Entente Cordiale, que permitió al Reino Unido asegurar su posición en Egipto, a cambio de apoyar las reivindicaciones francesas en Marruecos.43 Con este acuerdo, Londres rompió definitivamente el equilibrio continental e hizo posible el estallido de un conflicto en el continente porque el Imperio alemán, desorientado y aislado internacionalmente –solo contaba con el apoyo de Viena porque Roma empezaba a mirar con interés a París para asegurarse el control de Libia–, se volvió paulatinamente más agresivo en política exterior para intentar romper el cerco al que estaba sometido.44 Además, su élite militar empezó a considerar la opción de desencadenar una guerra preventiva para enfrentarse a sus enemigos en las mejores condiciones posibles.

    No obstante, aunque los cambios en las relaciones entre grandes potencias definieron este periodo, un análisis del mismo no puede cerrarse sin hacer referencia a un acontecimiento que pareció secundario en su momento, pero que se convirtió en trascendental a medio plazo. El 11 de junio de 1903 fueron asesinados el proaustriaco rey de Serbia Alejandro I Obrenović y su esposa, Draga Mašin, por oficiales del Ejército. El 21 de septiembre de 1904 subió al trono Pedro I Karadjordjevic, profrancés, proruso y antiaustriaco. A partir de ese momento, Belgrado se convirtió en el polo de atracción del nacionalismo yugoslavo para los serbios, bosnios, croatas y eslovenos que vivían en el Imperio austro-húngaro. Por su parte, Viena empezó a considerar al pequeño país balcánico como su principal adversario.45

    CRISIS INTERNACIONALES Y EL DESAFÍO NAVAL (1904-1914)

    Los diez años que precedieron a la Primera Guerra Mundial estuvieron definidos por dos dinámicas: las tensiones internacionales y el desafío naval anglo-alemán.

    En 1904 se produjo un acontecimiento de especial trascendencia que pudo dar al traste con el sistema de alianzas tejido en el periodo anterior: el 8 de febrero, la flota japonesa a las órdenes del almirante Tōgō Heihachirō atacó a los buques rusos en Port Arthur (China). La acción fue el inicio de un conflicto que finalizó el 5 de septiembre de 1905 con una victoria total de Tokio que acarreó consecuencias de importancia. La primera, el creciente papel de Washington en las relaciones internacionales, ya que el presidente de Estados Unidos, Roosevelt, fue artífice del Tratado de Portsmouth (1905) que puso fin a esta guerra. La segunda, la fuerza de la Entente Cordiale, pues París, aliado de Rusia, y Londres, de Japón, decidieron no intervenir para evitar así un enfrentamiento entre ambos puesto que las alianzas que habían suscrito con esos países les obligaban a ayudarlos si uno de ellos era atacado por dos o más naciones. La tercera, la conversión de Japón en una potencia asiática, lo que le permitió iniciar una política expansionista cuyo primer paso se dio en 1910 con el establecimiento de un protectorado en Corea y que se extendió posteriormente por el Pacífico Sur hasta provocar una «guerra fría» con Australia por el control de esta región.46 La cuarta, el cambio en los intereses de San Petersburgo, que volvió a fijar su atención en los Balcanes tras su fracaso en el Lejano Oriente. Este proceso se produjo en el momento en que los austrohúngaros veían levantarse ante ellos a una Serbia hostil, pronto convertida en protegida de Rusia.

    No obstante, la dinámica principal derivada de este conflicto fue el intento de Guillermo II de romper el cerco al que le había sometido Francia en los años precedentes. Desde 1904 se habían definido en Berlín dos líneas de acción para poner fin a esta situación. La primera, firmar un acuerdo con San Petersburgo que debilitara la convención franco-rusa. La segunda, hallar un medio que restase solidez a la Entente Cordiale.47 En 1905 se optó por esta línea, que desencadenó la Primera Crisis Marroquí. El 31 de de marzo, el káiser pronunció en Tánger un discurso donde se comprometió a defender la independencia marroquí. La proclama suponía un ataque directo al acuerdo anglo-francés, que se articulaba sobre el eje Egipto-Marruecos. Además, y sabiendo que el Imperio ruso tenía sus fuerzas armadas destrozadas, amenazó con la guerra al presidente del Consejo de Ministros francés Maurice Rouvier si no despedía a Delcassé –lo que hizo el 6 de junio– y no convocaba una conferencia internacional para tratar acerca de este territorio. Al tiempo, el jefe del Gran Estado Mayor, el coronel general Alfred von Schlieffen, elaboró el famoso proyecto militar que llevaba su nombre, el Plan Schlieffen, cuyo objetivo era desencadenar una ofensiva total sobre Francia, a la vez que se mantenía una actitud defensiva ante Rusia, incapaz de ejercer ninguna presión tras su derrota ante Japón. Este ataque –una reedición moderna de la batalla de Cannas– se llevaría a cabo mediante un movimiento envolvente del ala derecha alemana a través de Bélgica, Holanda y Luxemburgo cuyo objetivo sería flanquear, cercar y destruir al Ejército galo. Una vez alcanzado el triunfo en el Frente Occidental, los ejércitos alemanes se volverían contra Rusia. Este diseño –posteriormente modificado por el sucesor de Schlieffen, el también coronel general Helmuth von Moltke, el Joven– se convirtió en la piedra angular de la estrategia terrestre alemana y en el eje sobre el que se articularía una posible guerra preventiva y fue una de las claves de la ciclogénesis explosiva que llevó a la primera conflagración mundial en 1914.

    Los alemanes también intentaron destruir la alianza franco-rusa de forma pacífica. Guillermo II convenció a Nicolás II para que firmase el Tratado secreto de Björkö (24 de julio de 1905), que convertía a Berlín y San Petersburgo en aliados. Parecía que el Imperio alemán había ganado la partida, pero no fue así. Los consejeros del zar consiguieron convencerle de que este acuerdo era un desastre para Rusia y para romperlo invitaron a Francia a que se adhiriese. Como París se negó –algo que daban por seguro–, no lo ratificaron. Se derrumbó así la esperanza alemana de quebrar esta alianza.

    Poco después, en la Conferencia de Algeciras (1906), comprobaron la solidez de la Entente Cordiale. El Reino Unido –temeroso de cualquier posible acuerdo continental si no cumplía los compromisos contraídos– apoyó a París en contra del Imperio alemán, que abogaba por la internacionalización de Marruecos, aunque no consiguió que se concediera a Francia y España el derecho a establecer un protectorado sobre este territorio, pero si la autorización para que ambos

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