Crónica de un depredador crónico
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El periodista Bernardo Carrasco ha caído en desgracia: un año cesante y el mundo le cierra la puerta por su pasado. Está seguro de que nada puede devolverlo a la cima... hasta que empieza a investigar a los estudiantes del instituto. ¿Su ventaja? Nadie ha tenido menos escrúpulos que Bernardo Carrasco. Y está dispuesto a todo para resolver el caso.
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Crónica de un depredador crónico - Joaquín Vera Sepúlveda
Capítulo I
Hoy es el aniversario de mi cesantía
Aquí en Chile tenemos un dicho: Más sabe el diablo por viejo que por diablo
. Es lo que dicen todos los viejos para disimular que son tan, pero tan viejos, que a la fuerza han tenido que ir aprendiendo cosas. Algo tendrán que aprender con tantos años encima. Personalmente, nunca he estado de acuerdo con ese dicho. Creo que, si el diablo ha llegado a viejo, es por diablo. Porque el diablo siempre ha sido un diablo, con quince y con trescientos años.
O con treinta y siete, como es mi caso.
Donde estoy ahora, en mi reflejo en la ventana, sí parezco un poco diablillo. Estoy vestido con una chaqueta de cuero sin bolsillos; todos me preguntan dónde encontré algo tan inútil como una chaqueta sin bolsillos. Está cerrada hasta las clavículas, y tengo mis rulos negros hasta el cuello echados sobre mi cara, enmarcando mi nariz y mis ojos café oscuro, que penetran mi propia mirada en el reflejo de la ventana. Atrás, los niños se mueven con unos cubiertos en la mano, así que incluso se me ven los cachos en mi sombra de un momento a otro.
—Berni, ¿te vas a tomar algo con nosotros al final?
Mejor explico esto antes de que me acusen de pedofilia o quién sabe qué cosa. Los niños son mis roomies, mis compañeros de departamento. Todos estudian alguna ingeniería informática o algo de números, empresas. ¿Computadores, quizás? Ni idea, no les presto mucha atención. En realidad, tienen como veinticinco años. He ido cambiando de roomies desde que salí de Periodismo, ya siete años atrás.
—Ya me tomé una chela, hermano, tranquilo. —Me levanto del asiento en la mesa de la cocina y le doy una palmada suave en la espalda—. Me pidieron algo de la pega. Me voy a encerrar en la pieza no más.
—Tranqui, wacho; cuando quieras, te sumas.
En realidad, no me querría sumar, ni ellos tampoco que lo hiciera. Oficialmente soy muy viejo para ellos, y ellos son muy jóvenes para mí. Piensan en sus certámenes. Yo tengo que pensar en cómo pagar mi parte del arriendo el próximo mes.
Desde hace ya doce meses, eso resume bastante bien mi vida. Fue entonces cuando, el 28 de junio de 2021, estaba cubriendo el desfile del orgullo gay que se realiza por esas fechas. La cadena para la que trabajaba sacó de contexto una pregunta inocente que le hice a un menor de edad: "¿Es cierto que los jóvenes vienen aquí solamente a tener sexo con personas mayores? ¿Estás de acuerdo en que este desfile se ha transformado solamente en eso: una oportunidad más para tirar por sobre la ley y la norma?" Al parecer, ni siquiera era hombre. En fin, me despidieron después de enterarnos de que, mientras yo pedía que moviéramos la cámara a la izquierda, a la derecha el chico estaba teniendo un ataque de pánico. Supongo que le habrá tenido miedo a la televisión.
Mucha gente creyó que yo estaba muy equivocado al hacer ese tipo de preguntas periodísticas. Tanto así que, en los meses siguientes, los canales me cerraban la puerta en la cara. Unos cuatro meses después, tomé la mejor decisión de mi vida: dije ¿Saben qué? Yo voy a pasarles por encima a todos ustedes con mis habilidades periodísticas. Voy a perseguir casos controvertidos y los expondré, de manera que todos tengan envidia de la cobertura que estoy teniendo
. Al parecer, eso es más fácil decirlo que hacerlo. No solo no tengo de dónde sacar dinero ni para un computador que funcione, sino que mucha gente aún me recuerda por el incidente.
En fin, hoy es el aniversario de mi cesantía. No tengo ingresos, y se me están acabando las fuentes de dinero, incluso aquellas donde recogía monedas. Y, lo que es peor, ya me empezaron a reconocer en los centros comerciales. Entro a mi habitación. Me recibe un espacio pequeño, patéticamente mediocre, de metro y medio cuadrado, que ocupa casi enteramente mi cama. Apenas puedo caminar de lado alrededor para llegar a un estante que tiene mi computador portátil y mi cargador. Me echo con ellos sobre mi cama. La luz de la pantalla hace que la habitación se vea aún más lúgubre. Las paredes azules y la cortina negra cerrada me tienen en una cueva. Escucho una polilla revoloteando por el techo, pero se posa sobre la pantalla, justo frente al titular:
TRÁGICA MUERTE DE ESTUDIANTE DE
INSTITUTO ALEMÁN:
UN COMPAÑERO LO ENCONTRÓ AHOGADO EN
UNA PISCINA TEMPERADA
Saco el celular para llamar al Sapo, un conocido de la cadena televisiva TeleNoticial de Valparaíso, a quien apodamos Sapo por ser una persona extremadamente chismosa y un periodista cuya ética podría ser fácilmente cuestionada. De hecho, por eso nos hicimos amigos.
Mientras escucho los pitidos al otro extremo de la línea, leo un poco.
Ayer, 29 de junio de 2022, aproximadamente a las 18:35 pm, el estudiante del Instituto Alemán de la Quinta Región, Fernando Salas, fue encontrado por Thilo Brown en la piscina temperada del establecimiento. Se encontraba flotando en la orilla. La búsqueda del culpable se complejiza con los días, porque todo el recinto, desde los camarines hasta las graderías de la piscina, parecen haber sido limpiadas meticulosamente con cloro. En la institución, a esa hora, se encontraban sesenta y tres funcionarios y cincuenta y cinco estudiantes.
Fernando Salas había sido absuelto de la explosión de los camarines del estadio del colegio tan solo tres meses atrás. Han cerrado la piscina y...
—¿Aló? —El Sapo está ebrio.
—Hola, Sapito. Oye, acabo de ver la noticia del alemán. Quería preguntarte qué onda. ¿Prende algo de esto?
—Yo bien, gracias por preguntar, maricón. —Me toca escuchar una desagradable risa nasal del otro lado de la línea—. Na, tranqui. Sí. Prende caleta. Están contratando hasta a los influencers que puedan sacar info.
—¿En serio?
—Sípo’, si es territorio de adolescentes. Y cuando hay que resolver algo penal, todos se pasan la privacidad del menor por la raja.
—Pero si son los pacos los que tienen que resolver esta wea.
—Sí, Berni, obvio que sí, pero yo te estoy hablando de los canales, no del gobierno. Calma.
—¿Me recomiendas alguno? ¿Algún canal de la quinta?
—¿Después de tu embarrada de los gays? Tienes que llegar con la historia armada entera si quieres que te pesquen.
—Obvio, po’. Oye, ¿y tienes alguna pista o algo?
—¿Tú crees que te voy a decir? Cuídate, Berni, chao, pescao. —Y corta.
Me levanto, me pongo mi cinturón de cuero para completar el atuendo y recojo mis rulos negros en una cola de caballo que cae por mi nuca. Levanto los brazos para echarme un poco de mi AXE de chocolate y salgo, sin siquiera mirar a los niños. Están en otra.
Tengo que comenzar con lo básico.
Me dirijo al bar más cuico que conozco. Se llama Las Olas y está justo frente a la playa en Viña del Mar. De hecho, tiene una rampa de madera por la que los zorrones siempre se caen después de las dos de la mañana. La diferencia entre los ambientes es enorme: afuera, en la noche, resuena un eco lejano de música tech. Diría que se notan más los sonidos que emiten los postes cuando iluminan.
Pero tras ese gran cartel que dice Las Olas
en madera, tras esas puertas pesadas de vidrio, te golpean de lleno el calor humano, el olor a marihuana y las conversaciones ininteligibles de adolescentes. Todo está ambientado como cordillerano: de madera clara, con grietas exageradas, muebles grandes, todo muy pulcro. El bar ocupa toda una pared, y una mujer rubia y escotada se mueve de lado a lado con copetes en las manos. Viste de negro, y se asoma su ombligo blanco por su top.
Del otro lado están las mesas: todas llenas de adolescentes y universitarios.
Me acerco a la barra lentamente para aprovechar de escanear la situación. Busco los ojos azules, el cabello amarillento, la expresión confiada, las espaldas erguidas y los músculos de vanidad, y localizo en diez segundos a la mesa con personas del instituto alemán. Hablan acaloradamente, pero aún modulan y, al parecer, lo que dicen sí suena lógico: no me sirve.
Me quedo en la barra, pidiendo trago tras trago, revisando si alguno de esos niños me está poniendo a prueba. Hasta que ya escucho la primera voz quebrada, unos cuarenta minutos después, y veo a un chico tambalearse al baño. Es alto, de espalda ancha, musculoso, con polera y pantalones ajustados, y una chaqueta con chiporro café claro. Obviamente, es rubio y tiene las facciones marcadas. Termino mi piscola y lo sigo.
Está mirándose la cara al espejo. Yo ya conozco a este tipo de personas, así que me levanto las mangas y empiezo a apretar los bíceps con mis brazos en alto. Él me mira y se ríe, pero de manera un poco más... ¿afectuosa? ¿Como a un pana? Como sea, muy condescendiente.
—Perro, ya vas a llegar. Es pura consistencia. Vo’ dale no más. Las gains llegan. —Bajo un poco la cabeza y levanto levemente la vista.
—Gracias, perrito. Oye, es que, ¿sabes qué? Estaba viendo a una amiga tuya y me encantó.
—¿Quién? ¿La rubia?
—Esa misma. ¿De dónde son?
—De Reñaca, po’, perro.
«Jaja. Qué risa», pienso.
—No, pero me refiero a la U. ¿Dónde estudian? —Sé