Marejada: Ensayos de pensadoras del Caribe
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Marejada - Mercedes Ortega González-Rubio
Derivas del pensamiento
Nostalgia y soledad
Una poética filosófica del caribe
Sara Martínez Vega y Daniela Pabón Llinás
La isla como metáfora
¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya sólo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento.
"Pausas", José Gorostiza
¿Qué significa hacer filosofía desde el Caribe? ¿Desde el Gran Caribe? ¿Existe un solo Caribe? Caribe, Caribe, Caribe. ¿Cómo no hacer del Caribe un ornamento retórico más? ¿Cómo asir con las palabras una realidad tan ondulante sin cercenar su movimiento? Estas son las preguntas que motivan este escrito. Queremos dar cuenta de las complejidades de hacer una historia de la filosofía desde la Costa Norte colombiana y así escudriñar los enlaces y distancias, los abrazos y disputas que la atraviesan. ¿Por qué hablar de las dificultades que presenta una historia de la filosofía? Porque en la historia de la filosofía existen razones silenciadas, formas de pensar la vida que no lograron ser consideradas conocimiento. Por ello, estas razones, situadas en el borde mudo de la vida, trazan otro camino. Esa vía esconde los secretos del corazón humano, esos que cuentan otra historia, que siempre ha esperado ser contada, escrita y escuchada. Estas razones, formas de la palabra y guardias del sentimiento humano, han sido vedadas del ámbito del conocimiento, no lograron entrar en los dominios del saber, fracasaron como filosofía por no haber nacido en suelo griego, por haberse equivocado de época, de continente, de cuerpos, pero, sobre todo, por escoger su propio lenguaje para hacer filosofía. En este sentido, continuar preguntándonos por nuestra propia filosofía nos permite ofrecerles a las lectoras nuevas posibilidades, abrir la historia del pensamiento y darle lugar al acontecimiento. En ello consiste este escrito que busca delinear el universo filosófico de la tierra que habitamos.
Con el propósito de desgarrar la historia de la filosofía para ingresar en ella, nos referimos a los pensamientos que fracasaron como tal. Para explicar esta experiencia del fracaso debemos remitirnos al origen de la filosofía, a la Grecia Antigua. En El hombre y lo divino, María Zambrano (2022) indica que la filosofía nace de una actitud original, habida a una rara coyuntura entre el hombre y lo sagrado
(p. 87); ello sitúa la disputa entre filosofía y poesía en una reflexión sobre lo humano, sobre sus límites y su encuentro con lo divino. En esta reflexión, la filósofa malagueña se pregunta por la imposibilidad del pitagorismo como filosofía: ¿qué características del saber pitagórico lo condenaron a vivir en los arrabales del incipiente conocimiento? Aunque no nos ocuparemos de explicar el problema que identifica Zambrano en el origen de la filosofía, nos servimos de su reflexión inicial para precisar qué entendemos por fracasos filosóficos y por qué nos interesa trabajarlos. Así comienza Zambrano:
Bajo los más fríos y claros pensamientos corren, a veces, los sentires más apasionados. Algo muy decisivo va en ellos. Tratándose de disputas filosóficas, suele ser el porvenir; pues el pensamiento filosófico ha nacido con la pretensión, que ha guardado siempre en su seno, de decidir, de definir realidades que serán así por siempre. Y claro está que no se podrá vivir lo mismo si tal realidad resulta definida de un modo o de otro. Más todavía, si entra a formar parte del territorio de lo definible o si se queda vagando a sus puertas, como alma en pena. Y cabe la sospecha, la conjetura, de que la filosofía griega haya dejado muchas realidades convertidas en almas en pena; y dentro de la filosofía, un filósofo, Aristóteles, descubridor de la definición. Definir es salvar y condenar, salvar condenando. (p. 144)
Si bien la preocupación de Zambrano parece distante al problema planteado en este escrito, su regreso a la Grecia Antigua la deja preguntarse por otra historia, la del logos ambiguo y poético del pitagorismo, una forma del pensamiento, de la razón humana, cuyas categorías le permiten permanecer abierta, inconclusa, como la vida misma; los pensamientos que fracasaron como filosofía fueron estos que no lograron ser dominados por la definición, esas formas del saber y de la palabra que, como la poesía, persiguen:
la multiplicidad desdeñada, la menospreciada heterogeneidad. El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas, a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve, ni a un matiz de la sombra que arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en ausencia suscita. (Zambrano, 2015, p. 692)
Sería una tarea monumental hilar todas las historias del pensamiento que yacen en el subsuelo, pero señalar esta fisura y remitirnos a esas otras formas de la razón y la palabra nos permite imaginar otro escenario para el pensamiento filosófico; en este caso, un escenario en el que el pensamiento replica la música del oleaje del mar Caribe. Para los antiguos griegos, logos era saber, pero era también lengua, no cualquier lengua sino la suya, pues las otras eran consideradas bárbaras, carentes de logos. Bárbara Cassin (2018) evoca ese carácter monolítico de los inicios de la filosofía occidental; tal vez de ahí ese desdén por una extensa heterogeneidad que modula el pensamiento de otras formas, aún percibidas como bárbaras, ajenas al logos. Una lengua singular se piensa como universal (Cassin, 2014) y en nombre de esa universalidad ficticia se intenta adecuar todo cuanto acontece a sus categorías. Como consecuencia de ello, la palabra articulada desde otras lenguas y territorios quedaba relegada al lugar del ruido, y con ella las identidades de quienes la pronunciaban, extranjeras frente al logos.
Recurrimos insistentemente a una idea hallada en La expresión americana de Lezama Lima (2005), idea que parte de la relación entre lengua y territorio: el sujeto es condicionado por el paisaje que lo rodea, que no solo lo ilustra con imágenes, sino que también le dicta un ritmo. En este ensayo, Lezama Lima muestra cómo algunos géneros literarios españoles que llegan a América se transforman con la colonización; aunque el idioma persista, los americanos lo toman, lo pervierten, lo hacen suyo. Con la intención de ilustrar esta relación entre lengua y territorio, resulta provechoso el análisis que hace el escritor cubano respecto del corrido, género épico lírico de la literatura oral mexicana. De este modo, Lezama Lima (2005) señala que:
en esa sátira de subterráneo, de mala raíz en la picaresca española, por tierras americanas va alcanzando una transmutación, pues se le va sumando lo popular que favorece la independencia y la voz que va rescatando el lenguaje de propia pertenencia. (p. 159)
Esto sucede porque los americanos parten de la pronunciación, del aliento que en cada tierra aspira y devuelve a su manera; parten de la pronunciación, no de la ortografía, y el idioma suena otra vez a clásico, en esa toma por asalto de sus palabras
(Lezama Lima, 2005, p. 165). Volvemos siempre a esta idea para situarnos y situar a las lectoras, para dejar claro que, aunque intentemos responder la pregunta por nuestra propia filosofía, bordeando la universalidad del pensamiento, siempre lo hacemos desde cuerpos sometidos al calor de la ciudad de Barranquilla, a su breve riqueza natural y su profunda precariedad. Recurrimos a Lezama Lima y volvemos a invocar a una pensadora española que vivió la mitad de su vida exiliada, entre ese vaivén geográfico y vital del Caribe: María Zambrano.
Puntualmente, abordamos un ensayo de principio de los años 40 que lleva por nombre Isla de Puerto Rico
, que Zambrano (2016) escribe estando entre Cuba y Puerto Rico. Es, aparentemente, un ensayo de tono nostálgico y de carácter ingenuo: nostálgico porque ya la autora cargaba con el fantasma de su Europa en crisis, e ingenuo por la fe y la esperanza que inundaban su mirada sobre las dos Américas. Entre la nostalgia y la esperanza, Zambrano idealiza el porvenir de la isla. Para el ojo contemporáneo este texto resulta un escrito polémico sobre la situación de los territorios que alguna vez fueron colonias europeas y, en el caso de Puerto Rico, la cuestionada soberanía de Estados Unidos sobre la isla. El ensayo de Zambrano es difícil de digerir desde una mirada decolonial. Si bien la autora condena las expansiones coloniales y defiende la libertad y la democracia, mantiene una postura conservadora en temas de relevancia conceptual y política frente a los estudios decoloniales actuales. Hay que tener en cuenta que mientras Zambrano estaba en Puerto Rico, París corría el peligro de la inminente ocupación alemana; allí estaban su madre y su hermana, por lo que su preocupación estaba en el suelo europeo, en las entrañas de su patria y de su madre. Por ello, entre otras razones, Zambrano confía ingenuamente en el porvenir de la isla en manos del país norteamericano. Al respecto, Avilés-Ortiz (2016) afirma que:
Su actitud, a la luz del presente, nos parece ingenua, pero debemos recordar que las esperanzas de muchos estaban en su intervención del conflicto europeo. A fin de cuentas, el país norteamericano —desde su fundación— era el modelo de la libertad, el país democrático por excelencia. (p. 11)
Pese a esto, consideramos que las condiciones del exilio y su estancia en esta isla del Caribe le permitieron a la pensadora española realizar una crítica concisa y fuerte del logos dominante de la historia de Europa, que es el que justifica y sostiene la crisis del viejo continente (y de toda la cultura occidental). Una vez señalado el límite de la reflexión de Zambrano en el escrito en cuestión, queremos referirnos a lo que encontramos valioso en él para nuestra reflexión: la isla como metáfora para pensar concretamente la filosofía que crece en el Caribe. De allí se desprenden dos conceptos fundamentales para nosotras: la nostalgia y la soledad.
¿Por qué pensar la isla como metáfora? ¿Qué le aporta esto a la reflexión? En la Poética, Aristóteles (2018) dice que la metáfora es la traslación de un vocablo ajeno o desde el género a la especie, o desde la especie al género, o desde la especie a la especie o en virtud de una relación analógica
(p. 1457b). Según esto, la metáfora como traslación es el movimiento en el que se ocupa el lugar de una palabra con otra, no porque signifiquen lo mismo, sino que puede establecerse una semejanza entre ellas, aunque sean distintas. El movimiento en el que una palabra ocupa el lugar de otra implica atribuirle un significado que está por fuera de su significación original. Pensando en la definición aristotélica de la metáfora, Anne Carson (2015) escribe que:
[…] en la teoría contemporánea actual, este proceso de pensamiento puede considerarse, más adecuadamente, una interacción entre el sujeto y el predicado de la oración metafórica. El sentido metafórico se produce por la oración completa y funciona mediante lo que un crítico llama impertinencia semántica
, es decir, una violación del código de pertinencia o relevancia que rige la adscripción de predicados en el uso ordinario del lenguaje. La violación permite que del colapso del significado ordinario o literal emerja una nueva pertinencia o congruencia, que es el significado metafórico. (p. 107)
En otras palabras, la traslación aristotélica puede ser vista desde la teoría contemporánea como una interacción entre el sujeto y el predicado en la que ocurre una impertinencia semántica; a partir de esta impertinencia se genera un nuevo significado que se hace, una vez más, pertinente. Para que pueda producirse eso que Carson llama impertinencia semántica
, el pensamiento tiene que salir de su zona de confort. No es suficiente con la participación del entendimiento: la imaginación juega aquí un rol central, pues ella hace que estén presentes los dos significados: el ordinario y el nuevo. La imaginación sostiene la incongruencia en el encuentro entre significados que hace posible una nueva congruencia. La metáfora es, entonces, un encuentro entre el significado ordinario y literal y uno nuevo, unidad que se da gracias al ejercicio de la imaginación, pues ella acerca esos significados distantes. Respecto al ejercicio de imaginar o pensar metáforas, en Retórica Aristóteles (2018) señala que estas deben construirse de cosas apropiadas, pero no evidentes, igual que ocurre en la filosofía, donde advertir la similitud incluso en cosas que difieren considerablemente es propio de una mente aguda
(p. 1412a). Ser un concepto entreabierto que permite el movimiento de un sentido a otro, uno nuevo, creado gracias a la traslación descrita anteriormente, hace de la metáfora una forma de la palabra capaz de sostener el cambio, tan propio de lo humano y de la naturaleza. Esta condición de apertura propone siempre más de una perspectiva sobre la realidad y, además, le da un lugar central a la imaginación en ese proceso de creación y de comprensión de un nuevo significado.
La filosofía zambraniana no se constituye como un sistema de conceptos filosóficos, sino que más bien propone un juego metafórico serio, en el que la razón le de paso a esas facultades tradicionalmente consideradas como irracionales. Refiriéndose a la metáfora del corazón, metáfora central del pensamiento de Zambrano (2016), la pensadora escribe:
Pero la metáfora ha desempeñado en la cultura una función más honda, y anterior, que está en la raíz de la metáfora de la poesía. Es la función de definir una realidad inabarcable por la razón, pero propicia a ser captada de otro modo. Y es también la supervivencia de algo anterior al pensamiento, huella de un tiempo sagrado, y por tanto, una forma de continuidad con tiempos y mentalidades ya idas, cosa tan necesaria en una cultura racionalista. (p. 460)
Nos interesa para esta reflexión esa potencia de la metáfora que abre las posibilidades no solo de nuestra comprensión de lo que está afuera, mundo o realidad, sino también de nosotros mismos como seres irracionalmente racionales o racionalmente irracionales. La metáfora, como lo dice Zambrano, define la realidad que la razón no puede aprehender, al menos no la razón calculadora y tradicional de la filosofía occidental, pero sí define una realidad cuyo camino ha estado vedado y a la cual podemos acceder con esas otras facultades silenciadas e invisibilizadas en la historia del pensamiento occidental. Esto se conecta con la invitación que hace Antonio Benítez Rojo de trascender la máquina represiva y falaz de pensamiento formada por el match Platón-Aristóteles
y volver sobre el agua con el que el viejo Tales abre la historia del pensamiento filosófico que se cuenta en Occidente (1998, p. 15). El agua, el mar como presencia definitoria en la extensión de los territorios a los que nos acercamos, fue el medio por el que llegaron los cuerpos y enseres que inscribieron en ellos el dolor, el sentido cosmopolita, y la tensión entre arraigo y exilio que hace de la nostalgia una constante de su cultura.
En este sentido, la isla funciona como metáfora para pensar el fenómeno de la filosofía desde el Caribe, dado que una isla es para la imaginación de siempre una promesa. Una promesa que se cumple y que es como un premio de una larga fatiga
(Zambrano, 2016, p. 33). En el Caribe la filosofía siempre ha sido una promesa, nostalgia de un mundo mejor, pasado y ajeno, y esperanza de un futuro que nunca llega. En efecto, que la filosofía aparezca como promesa, y que se mantengan como tal, no niega la existencia de un pensamiento filosófico caribeño, más bien le da el carácter de una filosofía esperanzadora, pues esto significa que permanece abierta ante el provenir, no se cierra sobre sí ni se instaura como el único camino posible del saber. En este sentido, ella es promesa permanente de nuevos horizontes. Por ello, al permanecer abierta, al reconocer su propia historia y su propio destino, el pensamiento filosófico caribeño se potencia desde la nostalgia y la soledad, tal como lo señala Zambrano en su escrito sobre la isla de Puerto Rico. Tanto la nostalgia como la soledad retratan el espíritu del pensamiento filosófico en estas orillas del océano. Nos disponemos a explicar en qué sentido.
Nostalgia
Ahora estoy de regreso.
Llevé lo que la ola, para romperse, lleva
—sal, espuma y estruendo—,
y toqué con mis manos una criatura viva;
el silencio.
Heme aquí suspirando
como el que ama y se acuerda y está lejos.
Nostalgia
, Rosario Castellanos
¿Sentimos nostalgia de qué en el Caribe? ¿Qué pasado extrañamos? Una mezcla del paraíso destruido y la civilización que nunca fuimos. Nuestra nostalgia está anudada entre el pasado y el futuro; nos sitúa en el lugar de la carencia por remitirse a un objeto inaccesible en el presente. No comprendemos con claridad esa carencia ni podemos determinar de manera precisa el deseo que se teje en torno a ella, sus contornos delinean un vacío estructural que aparece de manera reiterativa en la literatura y ensayística del Caribe. La nostalgia por el paraíso destruido y por un porvenir siempre a la espera se viste de esperanza en estas tierras. Pero ¿qué implica una vida en la pura nostalgia?
En una de las obras fundacionales de la literatura occidental como es la Odisea ya aparece la nostalgia anudada al retorno. Bárbara Cassin (2018) evoca el canto de la Odisea en que Ulises llora de cara al mar ante la evocación de Ítaca. Calipso le ha ofrecido la inmortalidad a cambio de quedarse junto a ella, pero Ulises quiere volver a su lugar de origen. Aquí están el agua, el llanto y el mar, también hay un cuerpo atravesado por la sumatoria de sus ausencias. Cassin nos recuerda que la vida corre a través de los fluidos, que el aión discurre en términos de sudor, sangre y lágrimas:
Es cierto que la nostalgia pone en relación el espacio y el tiempo. Pero ella escoge la condición de mortal, y ancla esta condición en un lugar. El amor en otra parte, el amor hacia otra parte, cede ante el deseo de lo mismo. Más que la belleza soberana de Calipso, más que la eternidad, la nostalgia escoge la finitud y oikade, el hogar. (p. 35)
Pero ¿cuál es ese hogar de los desarraigados? ¿Dónde está la Ítaca de quienes construyen su vida entre dos aguas, entre muchos puertos? ¿Qué injerencia tiene en las letras del Caribe, en sus elaboraciones filosóficas, el reflejo de buscar el hogar en otra parte, de carecer del tálamo arraigado que construyó Ulises y que da cuenta de que, por lejos que lo lleven sus aventuras, hay unas raíces hondas que lo llaman de vuelta?
Aunque el pesar ligado a un deseo de retorno sea tal vez tan antiguo como la migración en la historia de la humanidad, el término con el que aludimos a la nostalgia aparece en el siglo
XVII
por cuenta de un joven médico, Jean Hoffer, y proviene de las voces griegas nóstos, retorno y álgos, dolor. Hoffer publica en 1688 una tesis a partir de un estudio desarrollado en el hospital de Bâle con exiliados que habían sido internados por manifestar un decaimiento y melancolía causados por la obsesiva añoranza de la tierra natal, de la lengua materna, la comida, el paisaje, los hábitos y demás elementos que configuran el arraigo (Starobinski, 2006). El término pronto se extenderá más allá del discurso médico por la eficacia con la que describe esa expresión de las raíces que engendra un lamento. Pero en el Caribe tenemos raíces submarinas, prolongadas en múltiples direcciones, no implantadas en un solo mástil (Glissant, 2005), que impiden dar con el lugar que apacigüe la sensación de carencia, pues esta alude a un objeto indeterminable. Ni siquiera el retorno la sacia. En Historia natural de la nostalgia
, Leonardo Padura (2013) describe un rasgo vinculado al carácter de los catalanes, migrados masivamente a inicios del siglo
XX
: Siempre se sienten lejos de algo
. Esta sensación de lejanía se multiplica a lo largo de la geografía del Caribe por cuenta de ausencias indeterminables, remotas que, pese a perderse en la historia de sus tierras y sus aguas, cobran peso en el presente:
En la orilla del mundo estoy esperando
a los-viajeros-que-nunca-llegarán
Se anuncian balazos
, Aimé Césaire
En Aimé Césaire, la voluntad del retorno está ligada al deseo de restituir las identidades desmembradas por cuenta del colonialismo. África aparece como la fuente originaria de esas identidades y como el término de un viaje transgeneracional que vincula destino y retorno. Sin embargo, es claro que la herida colonial sigue abierta, que ella nos mantiene a la espera de los viajeros que nunca llegarán y en la búsqueda de una base cultural para siempre perdida, de la que, no obstante, nos quedan vestigios, marcas, vacíos que hacen percibir su falta. A cortos pasos de cicatriz mal cerrada
, Césaire (1969) evoca a la Assinie desde la que partían las embarcaciones de tráfico de humanidad, pero sus raíces atraviesan ese viejo mar por asesinar
que aparece en su Cuaderno de retorno a un país natal y su ser transita entre dos aguas.
Antonio Benítez Rojo (1998) describe una serie de elementos que atraviesan a los pueblos del mar, entre los que sitúa el archipiélago del Caribe y el Helénico. Según este autor, los pueblos del mar, que se repiten y se diferencian entre sí, comparten una máquina cultural cuyo eje
está constituido por una red de subcódigos que se conectan a las cosmogonías, a los bestiarios míticos, a las farmacopeas olvidadas, a los oráculos, a los rituales profundos, a las hagiografías milagrosas del medioevo, a los misterios y alquimias de la antigüedad. (1998, p. 33)
De ahí que la voluntad del retorno conjugada con el vértigo hacia la partida se halle tanto en el personaje de Ulises como entre los catalanes de La Habana, los pensadores antillanos y las autoras que abordamos.
La cubano-española Gertrudis Gómez de Avellaneda atravesó su existencia sujeta a esa condición liminar propia de los criollos, con las raíces desperdigadas entre su Puerto Príncipe natal (actual Camagüey), Sevilla y Madrid. El pseudónimo de La peregrina da buena cuenta de la manera en que asumió una identidad asociada a sus desplazamientos, que contemplaron también estancias regulares entre París, Londres y Nueva York. No obstante, hay en sus letras el deseo de un retorno que nunca termina de consumarse, el intento de asir la isla de su infancia y de sus ensoñaciones a través de la escritura. En la novela Sab es Cuba, la condición criolla, el lugar del nativo y la voracidad del inmigrante del Norte con cabellos dorados que rompen la armonía de un paisaje de vegetación abigarrada, donde pese a las exclusiones y sometimientos hay un vínculo entre la mayoría de sus personajes y la tierra del que no participa ese personaje antagónico, que durante todo el primer capítulo de la novela es designado como el extranjero y solo en sus últimas líneas será presentado como Enrique Oatway, prometido de Carlota de B, criolla hija de un terrateniente. Gómez de Avellaneda, desde la distancia, dibuja su añorada isla a través de sus obras como una forma de subsanar su ausencia.
¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela...
el ancla se alza... el buque, estremecido,
las olas corta y silencioso vuela.
Al partir
, Gertrudis Gómez de Avellaneda
Los versos de Al partir
reflejan el momento de la despedida, la salida del buque del puerto, la atmósfera en la que transcurrían las frecuentes partidas de La Avellaneda, quien en otro poema titulado A las cubanas
(1860) evoca el dulce acento de las mujeres de esta tierra como uno de los elementos de su añoranza y expresa el deseo de que allí el cielo ponga fin a sus días. Este poema nos invita a pensar que la lengua materna puede no bastar como fuente de arraigo para quienes navegan y oscilan entre muchos puertos, y que la nostalgia se traduce en la necesidad de sentir una cadencia, una tonalidad, una musicalidad en las palabras que nos haga sentirnos en casa incluso en un paisaje ajeno. El acento aparece aquí también como bagaje, como el rasgo distintivo que expresa la pertenencia a una cultura.
En las distintas modulaciones de la manera de bailar la palabra propia de quienes han crecido en el Caribe se puede entrever ese extenso territorio acuoso (Bassi, 2021) que configura un ethos y unas formas de desplegar la palabra en apuestas tanto literarias como filosóficas más ligadas a la impertinencia semántica que se desprende de la metáfora que a configuraciones argumentativas cerradas en su producción de sentido. Esas configuraciones acuosas reflejadas en el baile hacen que el pensamiento nacido en el Caribe entrecruce filosofía y poesía, reflejándose en un cierto tipo de poética que se resiste a acoger la rigurosidad tradicional de los pensamientos sistemáticos. Ejemplo de ello es la naturaleza de las categorías utilizadas por las pensadoras y pensadores en sus obras, pero también por nosotras sus lectores al interpretarlos y analizarlos. En este sentido, la isla no solo es un referente geográfico, sino que sus características físicas despliegan categorías tales como la nostalgia. Así, siguiendo a Zambrano (2016), entendemos que la isla es:
huella de un mundo mejor… Hoy, esta imagen, Mundo Mejor
, se colorea de una cierta manera porque toma un cierto contenido. La forma mundo mejor
o vida mejor
—categoría de una vida en pura nostalgia— serviría, entre otras cosas, para encontrar en cada momento histórico sus fallas originales; para dibujar, según lo que en ella se haya depositado, aquello de que ha carecido más, y por lo mismo, aquello que constituye la esencia de una época. (p. 35)
La vida en la pura nostalgia que menciona Zambrano, refiriéndose a la isla, consiste en la imposibilidad de reconocerse en la historia ajena, en la que fue impuesta a las tierras del Nuevo Mundo, pues, atrapado entre vivencias de un pasado borrado por la violencia y uno extraño que, aunque aprendido, nunca es del todo incorporado, el caribeño vive el sueño de un aquel entonces mejor, una vuelta a un estado de naturaleza paradisíaco. Sin embrago, ese ensueño es también síntoma de una vigilia profunda, crítica, que le permite ver en las apariencias lo que busca ser escondido y desde ahí, desde esas fisuras del ensueño, escribe su historia.
Soledad
Al pensar la isla como metáfora resulta inevitable plantearnos el problema de la soledad. No nos vamos a referir aquí al discurso de García Márquez al recibir el premio Nobel porque nos interesa profundizar en las categorías poéticas propias del pensar latinoamericano y caribeño a partir del ensayo El laberinto de la soledad (2009) de Octavio Paz dedicado a la dialéctica de la soledad. En su escrito, Paz plantea que la soledad es determinante en la vida humana, pues nuestra primera experiencia de vida es el desprendimiento del vientre materno, análogo a la expulsión del paraíso o la salida del estado de naturaleza; así, el nacimiento es ruptura de la comunión con el cosmos, con el ombligo del mundo. Entendemos que aquel primer instante deja una huella en los aposentos del corazón, un saberse solas que nos lleva fuera de nosotras mismas, al encuentro con otros. Así:
nuestra sensación de vivir se expresa como separación y ruptura, desamparo, caída en un ámbito hostil o extraño. A medida que crecemos esa primitiva sensación se transforma en sentimiento de soledad. Y más tarde, en conciencia: estamos condenados a vivir solos, pero también lo estamos a traspasar nuestra soledad y a rehacer los lazos que en un pasado paradisiaco nos unían a la vida. Todos nuestros esfuerzos tienden a abolir la soledad. Así, sentirse solos posee un doble significado: por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la otra, en un deseo de salir de sí. (Paz, 2009, p. 254)
De esta forma, la dialéctica de la soledad explica el vaivén de la historia de la vida como una sucesión de rupturas y encuentros, pues la conciencia que se despierta de un saberse solas conlleva el deseo de estar con otras personas. El sentimiento de soledad genera en el ser humano una manera de moverse, siendo la vida el espacio y el movimiento, y el tiempo. Esto supone una comprensión no hegemónica del tiempo, pues su trascurso no se concibe como una línea recta que avanza, sino como un péndulo que oscila, que va y viene, como el movimiento de las hamacas en los patios caribeños. La historia es un ir y venir entre el nacimiento y la muerte, entre ruptura y comunión. Siguiendo al historiador inglés Arnold Toynbee, Octavio Paz (2009) describe la dialéctica de la soledad como the twofold motion of withdhrawal and return (el doble movimiento de retirada y retorno
, p. 266). Esta concepción del tiempo como un vaivén nos permite inscribirnos en la historia humana abierta, lejana de la historia universal que cerró sus puertas al Nuevo Mundo. En este sentido, el sentimiento de soledad aparece en el corazón del sentir caribe y latinoamericano como potencia, pues consiste en:
una soledad fecunda y llena, como a espera siempre de ser consumida. Soledad abierta. Imagen de la vida humana en los instantes de gracia en que flota en equilibrio entre la soledad radical, raíz de su propia existencia, y el fuera, donde, llenos de nuestra interior verdad, vamos a buscar a los demás. Soledad rodeada por la vida. Oscura soledad que busca un ilimitado horizonte. (Zambrano, 2016, p. 40)
Así bien, esa soledad fecunda abre las posibilidades para pensar e imaginar el Caribe, este se convierte en isla de inagotables metáforas. ¿En qué medida y de qué forma nuestra soledad nos hace potencia metafórica? En la medida en la que nos arranca de una historia única bifurca el camino de la vida humana, permitiéndole liberarse de un pasado que no le corresponde. No le corresponde porque la gente de estas tierras vivía sus propias tragedias, creaba sus propios mitos y hablaba lenguas que hoy se camuflan en las que nos fueron impuestas. De esta forma, la soledad se convierte en una imagen poética, tal vez la de una era imaginaria que nos une a pueblos milenarios de razas cósmicas, mestizas y bastardas que yacen en el centro del planeta; de modo que la soledad es en y para el Caribe una imagen poética de su lugar en la historia, pues al ser imagen, tal como lo señala Lezama Lima (2015), tiene:
ahora el altitudo y la fuerza de su posibilidad. Todos los posibles atraviesan la puerta de los hechizos. Todos los hechizos ovillan esa posibilidad, como una energía que en un instante es un germen. La tierra transfigurada recibe ese germen y lo hincha al extremo de sus posibilidades.