La guardiana: Ganadora del Women's Prize 2025
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Información de este libro electrónico
Finalista del Premio Booker 2024 | Finalista del Dylan Thomas |
Nominada al Wingate Prize 2025
«¡Qué libro! Una novela increíble, delicada y contundente a la vez.» Maggie O'Farrell
Galardonada con el Women's Prize de 2025 y finalista del Premio Booker de 2024, La guardiana, aclamada ópera prima de Yael van der Wouden, alabada por la fuerza de su escritura y su atmósfera inquietante y muy bien tramada, es una audaz y aguda exploración sobre las secuelas emocionales del deseo.
Provincia holandesa de Overijssel, verano de 1961. Dieciséis años después del final del conflicto bélico, Isabel vive sola en la casa de campo donde se ocultó con su madre y sus dos hermanos huyendo de las bombas que caían sobre Ámsterdam. En este refugio aislado, Isabel se ha construido una vida de estricta rutina que se ve alterada de pronto cuando su hermano mayor Louis, un donjuán irredento y heredero de la mansión, se presenta con Eva, su pareja actual. Cuando Louis anuncia que debe partir de viaje durante varios meses y que la chica se quedará en la casa, Isabel desarrolla una obsesión furiosa contra Eva a medida que va descubriendo su manera de ser, totalmente opuesta a la suya: duerme hasta bien entrada la mañana, es locuaz hasta el cansancio y no para de tocar lo que no debe. Mientras el calor del verano se torna asfixiante, la tensión entre las dos mujeres llega a un punto de efervescencia peligroso.
Dotada de una profunda sensualidad y una tensión silenciosa que acrecienta la fuerza psicológica de cada detalle, La guardiana es no sólo una historia ingeniosa y perturbadora sobre el descubrimiento de la pasión, la identidad y el amor, sino también una profunda indagación en el doloroso legado de la Segunda Guerra Mundial.
La crítica ha dicho:
«Un debut valiente y emocionante...»
The Observer
«Conmovedora, inquietante y profundamente atractiva.»
Tracy Chevalier
«Misteriosa, sofisticada, sensual y atmosférica. Un debut valiente y emocionante sobre cómo enfrentarse a la verdad de la historia y a los propios deseos.»
The Guardian
«Una ópera prima extraordinaria.»
The Observer
«El único libro que he leído este año que me ha hecho llorar. [...] Una novela inusual sobre la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y sus secuelas que logra ser total e íntimamente humana.»
The Washington Post
«Impresionante.»
The New Yorker
«La historia se resuelve de un modo tan audaz y delicado que resulta tan ingeniosa como inolvidable.»
The New York Times Book Review
«Los seguidores de Patricia Highsmith y de Eileen de Ottessa Moshfegh encontrarán aquí mucho que admirar.»
New York Magazine
«Un debut literario afiladísimo y perfectamente articulado.»
The Sunday Times
Yael van der Wouden
Yael van der Wouden (Tel Aviv, 1987) es escritora y profesora de Escritura Creativa y Literatura Comparada en los Países Bajos. La guardiana, su primera novela, cuyos derechos de traducción se han vendido a veintiún idiomas, ha sido galardonada con el Women's Prize de 2025 en la categoría de ficción, fue finalista del Premio Booker de 2024 y seleccionadapara los premios Wingate, Dylan Thomas, Aspen Words y Walter Scott. Es autora también de On (Not) Reading Anne Frank, un ensayo sobre la identidad holandesa y el judaísmo que recibió una mención destacada en The Best American Essays 2018.
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La guardiana - Yael van der Wouden
PRIMERA PARTE
Países Bajos, 1961
1
Isabel encontró un pedazo de cerámica bajo las raíces de una calabaza muerta. La primavera había traído una helada intempestiva, una semana de aguanieve, y con el verano ya en ciernes, el huerto se estaba consumiendo. Las judías, los rábanos, la coliflor: todo marchito y medio podrido. Arrodillada en el suelo, con las manos enguantadas y un sombrero de paja atado al cuello, Isabel retiraba las hortalizas moribundas. Se rasgó el guante con una esquirla y se le hizo un agujerito.
No había herida ni rastro de sangre. Isabel se sacó el guante y estiró la palma para buscar el corte en la piel. No vio nada; sólo notó un leve escozor que no tardaría en desaparecer.
Dentro de casa, lavó el pedazo de cerámica y lo sostuvo con las manos mojadas. Una franja de flores azules a lo largo de un borde. Un trocito de pata de liebre en el punto de fractura de la loza. Era un fragmento de un plato de la vajilla favorita de su madre: la vajilla buena, reservada para las celebraciones y los invitados, que se guardaba en una vitrina del comedor y estaba prohibido tocar. Hacía años que su madre había fallecido, pero los platos seguían detrás de aquellas puertas acristaladas y apenas se utilizaban. En las raras ocasiones en que sus hermanos iban por allí de visita, Isabel ponía la mesa con la vajilla de diario y Hendrik trataba de convencerla para que abriera la vitrina.
—Pero, Isa, mujer, ¿de qué sirve tener cosas buenas si no se pueden tocar?
—No son para tocar, son para guardar.
Aquel fragmento de cerámica no tenía explicación. Isabel ignoraba de dónde podía haber salido o qué hacía enterrado allí. La vajilla de su madre se había conservado intacta. De eso no le cabía duda, pero aun así quiso comprobarlo. En efecto, el juego estaba tal como ella lo había dejado: una batería de platos, varios cuencos, una jarrita para la leche. En el centro de cada pieza, tres liebres se perseguían en círculo.
El día siguiente viajó en tren a La Haya con el pedazo de cerámica envuelto en papel de estraza. El coche de Hendrik ya estaba aparcado enfrente del restaurante cuando ella llegó. Su hermano, sentado al volante, fumaba con las ventanillas bajadas; se restregaba un ojo con el pulgar y parecía hablar solo, como si discutiera consigo mismo. Llevaba el pelo demasiado largo, pensó Isabel.
—Hola —saludó agachándose.
Hendrik saltó como un resorte y se dio un golpe en el codo.
—Joder, Isa.
Isabel entró en el coche y se sentó a su lado con el bolso sobre las rodillas. Hendrik exhaló una bocanada de humo, se inclinó hacia ella y le dio tres besos; uno en cada mejilla y otro de propina.
—Has llegado antes de hora —dijo Isabel.
—Bonito sombrero.
—Sí —dijo Isabel tocándoselo; había salido de casa muy poco convencida: no solía lucir sombreros tan voluminosos, y éste, además, llevaba una cinta verde brillante alrededor de la copa—. Bueno, ¿qué tal estás?
—Ahí andamos. —Hendrik echó la ceniza por la ventanilla y se recostó en el asiento—. Sebastian está hablando de volver a su país.
Isabel se tocó de nuevo el sombrero, la nuca. Se ajustó una horquilla. Hendrik se lo había contado por teléfono recientemente: la salud de la madre de Sebastian había empeorado. Sebastian quería ir a verla. Quería que Hendrik lo acompañara. Isabel, sin saber cómo reaccionar, no dijo nada. Hizo caso omiso y se limitó a ponerlo al día sobre el estado del jardín, sobre su sospecha de que Neelke, la criada, le estaba robando, sobre las perturbadoras visitas de Johan y el desconcierto en que la sumían y sobre cierta factura del taller mecánico que le había llegado hacía poco. Hendrik no tardó en colgarle.
—Creo que tendré que irme con él —prosiguió dentro del coche, sin mirarla a los ojos—. No puedo dejarlo solo, no puedo...
—Me he encontrado esto —lo interrumpió Isabel sacando el paquetito del bolso. Lo desenvolvió para enseñárselo, en la misma palma de la mano—. Enterrado en el jardín. Debajo de una calabaza.
Hendrik se quedó mirándola, confundido. Luego pestañeó rápidamente, suspiró y cogió el fragmento para examinarlo. Le dio la vuelta.
—¿Uno de los platos de mamá?
—Sí, ¿verdad?
—Eso parece —dijo Hendrik cauteloso, y se lo devolvió.
Por la acera de enfrente pasaba una pareja enzarzada en una discusión. La mujer intentaba bajar el volumen y el hombre levantaba cada vez más la voz.
Isabel prosiguió con el aliento contenido.
—Creo que Neelke...
—Isabel... —Esta vez Hendrik, con el cigarrillo todavía en la mano, se volvió para mirarla de frente. El humo enrarecía el espacio entre ambos—. Si te empeñas en despedirlas a todas por esas fantasías tuyas, no te van a quedar criadas en toda la provincia...
—¡Cómo que fantasías! No es la primera vez que me roban. Han...
—Una vez —replicó Hendrik—. Una sola vez te han robado, y la pobre era sólo una cría, Isa, por Dios. ¿Es que tú nunca has sido joven o qué? —Isabel había apartado la vista, pero Hendrik se agachó buscándole la mirada y le dijo con voz de falsete—: ¿Yo tampoco he sido joven nunca?
Ninguno de los dos podía considerarse mayor. Ella aún no había cumplido los treinta y Hendrik era aún más joven. El más pequeño de los tres. Isabel envolvió otra vez el pedazo de cerámica y se lo guardó en el bolso.
—Además, puede que llevara tiempo allí enterrado —añadió Hendrik—. Puede que Louis rompiera algún plato sin querer y por miedo no...
—Mamá se habría dado cuenta —replicó Isabel.
Hendrik no la estaba tomando en serio.
—En fin, quién sabe cómo se cuidaba esa casa antes de que nosotros llegásemos.
—¿Cómo que antes?
—Antes de que nosotros entrásemos a vivir. Puede que se le rompiera a otro. Esa vajilla siempre ha tenido sólo cinco platos, ¿no? ¿Qué se hizo del sexto?
—Pero si esa vajilla... Hendrik, esa vajilla era de mamá.
—Qué va, qué va. —Hizo un gesto vago—. La casa ya venía con... Con platos. Sillas.
Cuando se trasladaron al este del país, Isabel tenía once años y Louis, el primogénito, trece. Hendrik era un crío de diez años, menudo para su edad, con las mejillas hundidas y aire melancólico. Isabel siempre había dado por sentado que su hermano apenas guardaba recuerdos de aquellos primeros tiempos en la casa. Las conversaciones entre ambos solían girar en torno a lo que había sucedido anteriormente: su infancia en Ámsterdam, su padre antes de caer enfermo, los olores de la ciudad en diciembre, aquel tren de juguete que daba vueltas y vueltas.
Sin embargo, debía reconocer que no le faltaba razón. Isabel nunca se había parado a pensarlo, pero se habían instalado en una casa ya amueblada, equipada por completo, con casi todo dispuesto: las sábanas, los utensilios de cocina; los jarrones en los alféizares de las ventanas.
—Pero era de mamá...
Isabel se interrumpió. A su madre le encantaban los motivos de liebres. La casa estaba repleta de ellos: figurillas de liebres en las repisas, liebres en los azulejos que revestían el hogar de la chimenea...
—Antes teníamos, bueno, ya te acordarás, en Ámsterdam usábamos aquellos platos con campanillas. No, yo creo que la vajilla de las liebres era de... de aquella mujer con la que el tío Karel estaba casado entonces. ¿No fue ella quien se encargó de acondicionar la casa antes de que llegáramos?
—El tío Karel nunca ha estado casado —repuso Isabel.
—Sí que lo estuvo, por poco tiempo. Una mujer alta. Con una mancha de nacimiento en la mejilla. Que siempre decía «hola» haciendo gorgoritos a la tirolesa.
—No.
—Pasó una temporada con nosotros, antes de que llegara mamá. ¿De verdad que no te acuerdas?
Isabel no guardaba ningún recuerdo de aquella mujer. Tampoco del día que llegaron. No recordaba que nadie les enseñara la casa, ni les explicase adónde había que ir, ni dónde tenían que dormir, ni por qué las camas ya estaban hechas...
—Ahora no te obsesiones con eso. ¿Isa? Para ya —dijo Hendrik.
Isabel dejó de pellizcarse la piel del dorso de la mano. Carraspeó y se ajustó el sombrero por tercera vez.
—Bueno, a lo mejor Louis lo sabe.
—Ya —dijo Hendrik, como si la idea de que Louis supiera algo le pareciera una ocurrencia divertida—. Viene con una chica, ¿te lo ha dicho?
Louis siempre solía presentarse a las cenas con sus hermanos acompañado de alguna chica. La última vez que habían comido los tres solos había sido puramente accidental: la acompañante de turno le había dado plantón. En un primer momento Isabel pensó que «Mejor que mejor», pero luego se dio cuenta de que, en ausencia de esos comensales prácticamente desconocidos, en realidad Louis no tenía gran cosa que contarles. La velada se hizo larga e incómoda. Hendrik se puso como una cuba; armó un buen escándalo y luego se quedó mudo. Al final tuvieron que acompañarlo a casa: sentado en el asiento trasero del coche de Louis, daba tumbos de un lado para otro, y delante de su portal, vomitó por la alcantarilla. Sebastian se asomó por la ventana en bata y les espetó desde arriba: «¿Se puede saber qué demonios le habéis hecho?»
—Pues reservé mesa para tres —le dijo Isabel a Hendrik.
Era una cuestión de principios, le molestaba que una vez más Louis no la hubiera avisado de que pensaba ir con alguien. No la había llamado por teléfono. Nunca la llamaba.
—Lo sé.
—Me parece una falta de educación.
—Mmm —convino Hendrik.
—¿Es la misma de la última vez? No me cayó bien. Tenía el cuello demasiado ancho.
Hendrik se echó a reír, aunque Isa no había pretendido ser graciosa.
—No. Esta vez viene con otra, una nueva. —Isabel chasqueó la lengua y Hendrik sonrió con los labios prietos—. El amor de su vida, según dice.
—Seguro.
—Seguro. ¿Vamos?
El cigarrillo se había consumido. La gente entraba y salía del restaurante guiada por un camarero en traje de librea.
—Louis no ha llegado aún.
—Lo sé. —Hendrik subió la ventanilla—. Pero vamos tirando, ¿no?
Entraron en el restaurante. Louis apareció al cabo de media hora; en ese lapso, Hendrik se había fumado otros tres cigarrillos, había bebido dos cervezas, hablado por los codos y vuelto a sacar a colación sus dudas sobre si debía o no acompañar a Sebastian a París para visitar a su madre enferma. No sabía cuánto tiempo tendría que ausentarse. Los médicos no albergaban grandes esperanzas. Hendrik no dejaba de mirar a Isabel mientras hablaba, como si, aun sabiendo que su hermana no deseaba oír hablar del asunto, necesitara su opinión sobre la conveniencia de aquel viaje, como si le suplicara su beneplácito. Pero Isabel no estaba dispuesta a concedérselo.
—Haz lo que te apetezca —le dijo, y dio un trago de agua.
—¿Te las arreglarías bien? Si me ausentara un tiempo, quiero decir.
—¿Crees que es así como vivo? ¿Pendiente de un hilo a la espera de tu siguiente visita?
—Isabel...
—Tú ya te has ido también. No vives en casa, así que a mí qué más me da que estés en París, la verdad, como si...
Isabel se interrumpió. Nunca había pisado París. Sabía que estaba lejos. Y también que cuando la enferma había sido su propia madre y Hendrik sólo tenía que montarse en un tren para plantarse en casa, rara vez lo había hecho.
—No importa —le dijo Hendrik tocándole el brazo. Luego cambió de tema alegremente—: Bueno, dejémoslo por el momento, da igual. Cuéntame alguna novedad, algo interesante. Cuéntame cómo está tu chico, Isa, háblame de él.
—¿Mi qué? —saltó Isabel como un resorte.
—Bueno, ya me entiendes. Nuestro vecinito Johan.
Isabel sintió una terrible sacudida de vergüenza, como si la hubieran pillado en falta: vestida impúdicamente, hablando cuando no debía. Hizo caso omiso del calor que le subía por el cuello y le respondió:
—Johan no es mi chico, que quede claro.
Hendrik apartó la vista y se fijó en la entrada: Louis había llegado. Con medio cuerpo arqueado sobre el mostrador de recepción, hablaba con el maître de malos modos, gesticulando y haciendo aspavientos. Su nueva acompañante se mantenía al margen, azorada y nerviosa, con una sonrisa forzada. Llevaba el pelo cortado a lo paje, de un escandaloso rubio oxigenado, y un vestido de tosca factura, con la parte superior ceñida en exceso y los bajos mal cosidos. Tenía la cara roja como la grana. Era guapa, según los cánones masculinos de lo que se tenía por una chica guapa.
—¡Dios bendito! —exclamó Isabel.
Hendrik resopló con sorna.
Justo en ese momento, Louis levantó la mirada e hizo un gesto con la cabeza en dirección a sus hermanos, como dándole entender algo al maître. Hendrik le devolvió el saludo agitando la mano cordialmente. La pareja se dirigió a la mesa donde Isabel y Hendrik estaban sentados, seguida de un camarero con una cuarta silla a cuestas.
—Decían que no tenían sillas de sobra. ¿No os parece increíble que me vengan con que...? —les soltó Louis al llegar.
—Es que había reservado para tres —lo interrumpió Isabel.
Louis tomó asiento con gesto malhumorado y recolocándose el esmoquin mientras su acompañante, vacilante e incómoda, ejecutaba una torpe danza con el camarero, que intentaba colocar la silla sin que ella entendiera sus movimientos.
—Estamos en un restaurante —repuso Louis—. Tendría que haber sillas de sobra.
—Hola, Louis, bienvenido —dijo Hendrik.
Los cuatro se quedaron en silencio un momento. Luego Louis profirió un sonido, un breve resoplido de frustración, y se levantó: primero se inclinó hacia Isabel para darle un beso y luego le estrechó la mano a Hendrik. Despedía un fuerte olor a colonia. Llevaba el pelo engominado y peinado hacia atrás y la pajarita bien ajustada al cuello.
—Hola. Os presento a Eva.
La chica se levantó para estrecharles la mano, pero al hacerlo tumbó el centro de flores con el pecho.
—Oh, no —exclamó, e intentó enderezarlo.
Luego, al sentarse de nuevo, tiró sin querer del mantel y todos los cubiertos retemblaron sobre la mesa.
—Encantado de conocerte —dijo Hendrik.
—Soy yo la que está encantada de conocerte, de conoceros a los dos. He oído hablar tanto de vosotros... Llevaba tiempo diciéndole a Louis que tenía muchas ganas de conoceros, ¿verdad, Louis? ¿A que hace mucho que...?
—Así es —afirmó Louis, distraído estudiando la carta.
—Entonces, os conocéis desde hace... —empezó a decir Hendrik, pero Eva lo interrumpió.
—Bueno, no hace mucho, pero parece que hiciera un siglo, ¿verdad, Louis? Yo siempre digo, siempre digo, que hace sólo unos meses, pero que estoy convencida de que nos conocíamos de otra vida porque somos como...
—¿Pedimos? —dijo Isabel llamando la atención de un camarero que pasaba por allí.
Louis los había hecho esperar. Isabel no tenía costumbre de cenar tan tarde y estaba hambrienta, lo que no hacía sino agravar su exasperación.
Eva, con la palabra en la boca, no mudó la sonrisa; pero su rostro se enrojeció más si cabe.
—De todos modos... —prosiguió, pero dejó la frase a medias, sin saber cómo continuar. Cuando le llegó el turno de pedir, se puso nerviosa, confesó que nunca había oído ni la mitad de las palabras que había en la carta y se inclinó hacia Louis—: Ay, pide tú por mí, cariño, que tú entiendes mucho de estas cosas.
Optaron por las vieiras. Cuando llegaron los platos, Eva preguntó qué era una vieira y Louis se disponía a responderle pero Hendrik se le adelantó.
—Ah, ¿qué crees que podría ser?
Eva parecía haberse quedado en blanco, pero luego sugirió, en voz baja:
—¿Algún tipo de patata?
Nadie hizo ningún comentario, y luego Hendrik se revolvió en la silla, como si le hubieran dado un puntapié por debajo de la mesa. Se acodó sobre ella y le preguntó a Eva que a qué se dedicaba —si estudiaba, trabajaba o se pasaba el día tan feliz mano sobre mano—; Eva, una vez más, se puso de mil colores y tardó en responder; dejó a un lado los cubiertos, se limpió las manos con la servilleta y apuró la copa. Ya iba por la segunda, advirtió Isabel, o la tercera.
—Bueno, a ver... —Y luego farfulló deprisa—: Ay, pero ¿de verdad tenemos que hablar de trabajo? Qué aburrimiento.
Isabel apartó la vista y miró hacia la ventana. No vio sino el reflejo del restaurante, que el cristal les devolvía entre sombras difusas.
—No pareces el tipo de persona que pueda permitirse considerar el trabajo como un aburrimiento —le dijo.
—¡Isabel! —exclamó Louis, a modo de puñalada.
Isabel lo miró a los ojos sin el más mínimo atisbo de disculpa.
—Eva peca de modesta —repuso Louis—. ¿Verdad que sí? —No esperó a que le respondiera, contestó por ella—: Antes trabajaba como mecanógrafa para Van Dongen. Lo dejó hace poco, cuando... mmm... cuando una...
—Una tía mía —se adelantó Eva.
—Eso, cuando una tía suya le dejó un dinero en herencia...
—Sí —afirmó Eva con la respiración agitada.
—Así que aquí donde la ves, Isabel, esta chica no sólo es lista, sino autosuficiente por lo demás. Prefiero no pensar en lo que pretendías insinuar.
Isabel se replegó en un áspero mutismo. La conversación prosiguió a trompicones. Hendrik forzaba la tensión; dejaba caer comentarios que Eva no captaba. Era evidente que a Louis no se le escapaban sus intenciones, pero hacía oídos sordos. Cada vez que Hendrik le buscaba las cosquillas, volvía la vista hacia Eva y se enternecía de inmediato: la miraba arrobado, con los ojos húmedos y la boca entreabierta. Con cara de tonto, a juicio de Isabel. Años atrás, Louis también había acudido acompañado al funeral de su madre. La chica salía en todas las fotos, pero nadie recordaba cómo se llamaba. Ni siquiera Louis, por lo que Isabel pudo comprobar cuando decidió hacer un álbum de fotos y se lo preguntó.
Al salir del restaurante, Isabel se disculpó un momento para ir al baño. No había bebido demasiado —el vino siempre le provocaba dolor de cabeza y sacaba lo peor de sí misma—, pero lo poco que había bebido, sumado al bochorno de la noche, se había apoderado de ella como una fiebre. Humedeció una toalla de papel y se la pasó por el cuello.
En ese preciso momento entró Eva. Isabel tiró la toalla a la papelera. En lugar de pasar a alguno de los cubículos, Eva apoyó la espalda en la encimera del lavabo, tambaleándose. Estaba más borracha que Isabel. El dobladillo del vestido parecía más torcido si cabe en aquella postura. La luz de los apliques extraía refulgentes reflejos de su pelo color yema de huevo. Isabel pensó que casi podía oler el tufo a agua oxigenada.
—Ha sido una velada maravillosa —dijo Eva.
—Mmm —respondió Isabel lavándose las manos.
—Hacía tiempo que quería conoceros, ¿sabes? De verdad. Sobre todo a ti. Louis me ha contado tantas cosas... Sigues viviendo en la antigua casa de la familia, ¿verdad? En la casa donde crecisteis los tres...
—No he sido yo quien te ha invitado a venir esta noche.
Eva se quedó muda, con los labios temblorosos. Por el canalillo del escote le brillaban gotas de sudor. A Isabel la exasperaba su mera presencia. La exasperaban las prietas costuras de aquel vestido, las raíces oscuras de su pelo, las cejas perfiladas. «Qué humillante este ostensible quiero y no puedo», pensó.
Entonces Eva se echó a reír. Fue una única y desabrida carcajada.
—¡Vaya! —exclamó—. No tienes pelos en la lengua, ¿eh?
Isabel se secó las manos.
—Sin ánimo de ofender —mintió—, pronto serás agua pasada. —Y por si no hubiera quedado claro, añadió—: Louis se cansará de ti, y nunca más volveremos a vernos las caras.
Sus palabras no obtuvieron el efecto deseado.
—Mmm —dijo Eva ladeando la cabeza—, eso ya se verá.
No era la misma voz que había empleado antes, la misma voz que había reído nerviosa tras cada intervención, o que se había disculpado —uy, perdón, uy, qué tonta, lo siento— por haber volcado sin querer una copa o rascado horrísonamente el plato con el cuchillo.
Isabel la miró y captó algo fugaz en su expresión, una fisura, algo, pero se desvaneció de inmediato y enseguida pensó si no habrían sido figuraciones suyas. Si lo habría visto siquiera.
Hizo ademán de irse. Eva, sin moverse de su atalaya, la siguió fijamente con la mirada. No le quitó ojo de encima hasta que salió por la puerta. Fuera, en la calle, hacía calor, aunque caía una llovizna brumosa. El olor a salitre del mar se colaba entre las calles.
—¿Dónde está Eva? —preguntó Louis.
—¿A mí qué me cuentas? —respondió Isabel.
Hendrik se enganchó del brazo de su hermana. Isabel se agarró a él.
—Los dos os habéis portado fatal esta noche —se lamentó Louis—. Os habéis portado fatal con ella.
—Bobadas —replicó Hendrik.
Louis se aproximó a sus hermanos procurando no levantar la voz.
—¿Se puede saber qué hay que hacer para que vosotros seáis más...?
En ese momento salió Eva, que se encaminaba hacia ellos ajustándose el sombrero, de un rojo intenso. Se había retocado el carmín. De pronto se puso de manifiesto lo bajita que era en comparación con ellos; los tres altos, los tres esbeltos.
—¿Me he perdido algo? —preguntó, otra vez con la misma voz de antes: más aflautada, más cantarina.
Si creía que eso la hacía parecer más dulce, estaba muy equivocada, pensó Isabel. Pero que muy equivocada.
En presencia de Eva, Louis dulcificó el talante y les volvió la espalda a sus hermanos.
—No te has perdido nada —respondió—. ¿Qué podría suceder sin ti?
A Eva le complació el comentario. Sus mejillas adquirieron un rubor amelocotonado y se dejó caer hacia Louis. En el acto, insistió en que no podían dar por terminada la noche, ¡imposible!
—¡Venid a casa a tomar una copa, por favor! ¡Venga, es una orden!
—¿A casa de... Louis? —preguntó Hendrik.
Louis tenía un cuartucho espartano en la segunda planta de un edificio que estaba cerca de su oficina. Era un piso viejo y descuidado, con una ducha llena de moho, que compartía con un hombrecillo de aspecto sospechoso con las cejas muy pronunciadas y gafas con montura. Pero el alquiler corría a cuenta de la empresa de ingeniería para la que trabajaba y Louis pasaba mucho tiempo en el extranjero. Isabel nunca se dejaba caer por allí, a menos que fuera para recogerlo o acompañarlo a su casa.
—Uy, era un cuchitril deprimente, ¿verdad? Pero yo lo he ayudado a redecorarlo, ¿a que sí, cariño? Y hay que decir que ha quedado precioso. Venga, tenéis que venir, aunque sólo sea para verlo.
—Así que has ayudado a Louis a «redecorarlo» —repitió Hendrik recalcando la última palabra como quien remata un chiste.
Eva no captó la insinuación y se limitó a corroborarlo con entusiasmo. Isabel no quería ir. Bastante se había prolongado ya la noche. Lo puso de manifiesto pretextando que tenía que tomar un tren y que el cielo se estaba poniendo muy oscuro, pero Hendrik se inclinó hacia ella y le susurró con sorna:
—Venga, vamos, ¿no quieres ver lo precioso que ha quedado?
Estaba decidido: irían a casa de Louis. Tomarían una sola copa. La última.
—Claro, sólo una —convino Hendrik.
El piso quedaba a un breve paseo por la avenida. Louis vivía muy cerca de allí. De hecho, no tenían excusa para haber llegado tarde al restaurante, o no más excusa que no haber salido con suficiente antelación de casa; ¿y por qué no habían salido a tiempo? A Isabel la asaltó una respuesta, tan nítida como desagradable: la imagen fugaz de una cama. De las cosas que hacían las personas cuando estaban a solas en una misma habitación. Apartó físicamente la visión de aquella imagen volviendo la cara hacia el mar. El sol se ponía a lo lejos derramando su luz tras un manto grisáceo. Las olas avanzaban borboteando encrespadas y luego retrocedían volviendo a borbotear.
Al cabo de un trecho, Eva acompasó el paso al de Isabel y se puso a su lado; necesitaba descansar un rato de «los chicos», dijo utilizando una expresión cómplice. Isabel torció el gesto. Llegaron a la calle de Louis. Allí el viento no soplaba con tanta fuerza. Edificios más altos, jardines pequeños. Eva se lanzó a parlotear como si la invectiva de Isabel en el restaurante hubiera quedado relegada al olvido. Hablaba por hablar, haciendo comentarios inanes sobre el aspecto de los jardines, formulando preguntas retóricas: ¿a que las begonias estaban brotando preciosas? ¿No le encantaría tener su propio jardín? La pregunta parecía ir dirigida a Isabel, pero no, porque acto seguido Eva dejó escapar un rápido y distraído suspiro y afirmó:
—Uy, pero se me daría fatal, ¿no? Sería una jardinera pésima, se me moriría todo lo que plantara, estoy segura.
—Pues no tengas jardín —replicó Isabel.
Eva frunció los labios con fuerza.
Una vez arriba, al entrar en el cuarto de Louis, Hendrik le apretó el brazo a Isabel con brusquedad: era un mensaje. En alto sólo dijo, con la voz un tanto chirriante:
—¡Oh, qué preciosidad!
La decoración era de un estridente mal gusto. Eva había colgado del techo unas gasas rojas que caían sobre la cama a modo de dosel y se extendían por el resto de la habitación: sobre la cómoda, sobre la butaca. Había tantas alfombras que se montaban unas sobre otras. En la pared Eva había colgado varios retratos abstractos de torpe factura.
—¿A que son bonitos? —dijo—. Los pintó un amigo mío. Un genio todavía sin descubrir, ¿no os parece?
—¡Oh! —exclamó Hendrik, y asintió con entusiasmo, apretando con más fuerza el brazo de Isabel—. Desde luego. Desde luego.
De hecho, no había sitio donde sentarse. Louis se arrellanó en la butaca. Hendrik e Isabel tomaron asiento en el borde de la cama. Eva sacó un taburete de la cocina y luego unas bebidas servidas en copas de distinta forma y tamaño. Se sumieron todos en un incómodo y largo silencio. Eva se