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El señor Fox
El señor Fox
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Libro electrónico943 páginas12 horas

El señor Fox

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Tras la aclamada Carnicero, libro del año según El Mundo, vuelve la candidata al Nobel, finalista del Pulitzer y «sin duda de las mejores escritoras vivas de Estados Unidos» (The New York Times Magazine) con una novela de suspense inspirada en la dark academia.
Francis Fox es un encantador profesor de inglés recién llegado a la idílica y exclusiva Academia Langhorne. Capaz de seducir con su carisma a casi todo el mundo, el profesor Fox también despierta la intriga de muchos sobre sus enigmáticos orígenes. Cuando dos hermanos descubren el coche de Fox medio sumergido en un estanque y partes de un cuerpo sin identificar esparcidas por los bosques cercanos, toda la comunidad empieza a hacerse preguntas inquietantes sobre su verdadera identidad.
Una vertiginosa historia de crimen y complicidad, venganza y justicia, en la que Oates también ilumina los rincones más oscuros de la psique humana y plantea profundas cuestiones morales sobre las respuestas que exige el mal.
Francis Fox, un personaje tan magnéticamente diabólico como el Tom Ripley de Highsmith y el Humbert Humbert de Nabokov, hechiza y manipula a casi todos los que le rodean, hasta que por fin conoce a alguien a quien no puede engañar. Escrita con el característico estilo intimista y arrollador de Oates, El señor Fox es un triunfo de artesanía literaria y arte, una novela tan profunda como propulsiva, tan conmovedora como llena de misterio.
La crítica ha dicho:

«Una novela que se asoma a los rincones más oscuros de la psique humana, El señor Fox te consumirá y te sacudirá».

David Ebershoff
«Espeluznante, estremecedora, provocadora y magníficamente escrita».

Gillian Flynn
«Sin duda de las mejores escritoras vivas de Estados Unidos».
The New York Times Magazine
«Una escritora de igual o mayor talento y profundidad que Norman Mailer, John Updike, Gore Vidal o Saul Bellow».

Javier Martínez de Pisón, El País
«Conocida por su capacidad para diseccionar las relaciones humanas y por su valentía al abordar la violencia y la fragilidad. […] El suspense se convierte en una excusa para explorar cómo lo cotidiano puede esconder pulsiones perturbadoras. Oates maneja el lenguaje con precisión quirúrgica: cada diálogo, cada gesto mínimo, se convierte en revelador».
Gema Monlleó, Revista Détour
«Joyce Carol Oates nos sumerge en mundos oscuros, violentos, muy inquietantes, donde se revela que no es la bondad lo que prevalece en el ser humano».

Adrián Sanmartín, El Imparcial
IdiomaEspañol
EditorialALFAGUARA
Fecha de lanzamiento25 sept 2025
ISBN9788410496309
El señor Fox
Autor

Joyce Carol Oates

Joyce Carol Oates is a recipient of the National Medal of Humanities, the National Book Critics Circle Ivan Sandrof Lifetime Achievement Award, the National Book Award, and the 2019 Jerusalem Prize, and has been several times nominated for the Pulitzer Prize. She has written some of the most enduring fiction of our time, including the national bestsellers We Were the Mulvaneys; Blonde, which was nominated for the National Book Award; and the New York Times bestseller The Falls, which won the 2005 Prix Femina. She is the Roger S. Berlind Distinguished Professor of the Humanities at Princeton University and has been a member of the American Academy of Arts and Letters since 1978.

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    El señor Fox - Joyce Carol Oates

    Prólogo

    Nunca hubo un tiempo en que yo no estuviese enamorada del señor Fox.

    Nunca hubo un tiempo en que el señor Fox no fuese mi vida.

    Porque antes de que el señor Fox entrase en mi vida, nuestras almas se conocían en el tiempo anterior, donde no hay tiempo.

    Porque nacemos de ese saber. Del tiempo anterior, como cuando al despertar por la mañana llevamos el recuerdo de los hermosos sueños que hemos perdido al despertar.

    En el tiempo anterior no existe el tiempo como lo entendemos en la Tierra, es un gran vacío como el océano en el cual las gotas de lluvia caen y desaparecen.

    En el tiempo anterior somos niños y estamos juntos, no hay «edad» que nos separe.

    Esto me lo explicó el señor Fox.

    Y dijo: Cariño mío, nunca habrá un tiempo en el que nuestras almas no estén unidas.

    Y dijo: Nuestro juramento (secreto) será que moriremos el uno por el otro si así se nos requiere.

    Nunca revelaremos nuestro secreto, moriremos juntos & nuestro secreto morirá con nosotros.

    Porque no hay Muerte en el tiempo anterior. Las almas están unidas por el amor en el tiempo anterior.

    Esto me lo explicó el señor Fox.

    Me lo explicó solo a mí el señor Fox.

    El trofeo

    Charca de Wieland, 29 de octubre de 2013

    No va a ser una mañana normal.

    Toda la noche ha caído una fuerte lluvia con un estruendo de enloquecidas castañuelas. Oscuros tumores de nubes llenan el cielo al alba y, a través de ellos, una súbita luz destella como un bisturí.

    En la carretera rural de barro blando que lleva al Vertedero Municipal de Wieland, charcos resplandecientes en las largas roderas serpenteantes. Olor a agua salobre y pantanosa de la vasta marisma que hay a cierta distancia y, más cerca, buitres cabecirrojos de alas negras como siluetas aplastadas que trazan círculos en lo alto del cielo y descienden evocando una diversión espantosa.

    A las 7.36 de la mañana, en la adyacente reserva natural, aparece dando tumbos por la carretera rural un vehículo de color acero y tracción a las cuatro ruedas que aparca junto al arranque de un sendero, a unos quince metros de las muchas hectáreas de oscura agua estancada —obstruida en la orilla por una acumulación de juncos, espadañas, basura apenas sumergida, un murmullo de sanguijuelas en el lecho de limo negro— conocidas localmente como la charca de Wieland, en la zona rural del condado de Atlantic (New Jersey).

    La conductora del vehículo de color acero apaga el motor, los faros. Echa un vistazo en torno y ve con satisfacción que está sola en el claro. Nada de malolientes camiones de basura dirigiéndose a esta hora con paso lento al vertedero, ahondando las roderas de la calzada. Nada de personas que pasean a sus perros, como ella; nada de senderistas. Nadie con quien P. Cady se vea obligada a intercambiar saludos insustanciales.

    Pues el propósito de ir en coche al alba hasta los humedales de Wieland, unas cinco veces por semana de media, es que haga ejercicio su superenérgica perra de ascendencia mixta (terrier, sabueso), adoptada en el Refugio de Animales del Municipio de Wieland, y también hacer ejercicio ella misma, sola.

    —¡Hala, vamos! Buena chica.

    Abre la puerta del pasajero del vehículo de color acero, y del interior, como catapultada a la fuerza, salta la pequeña y nervuda perra parda en un paroxismo de excitación, ladrando, aullando, gimoteando, suplicando, la cola meneándose servilmente en deferencia al ser alto y mandón que sujeta la correa, su humana, que sujeta la correa a su cuello, que le habla con severidad pero no sin afecto, como si algo pronunciado en el fatuo lenguaje humano pudiera tener el más mínimo interés para la ansiosa perrita en este momento crucial.

    —Esta mañana tienes que portarte bien.

    Ojos grandes y límpidos desbordantes de una fácil promesa: Sí, me voy a portar bien.

    —Vas a venir cuando te llame. Y nada de correr a lo loco.

    Patas de sabueso demasiado grandes que arañan con frenesí entre las hojas mojadas, desvergonzados gimoteos, aullidos: Sí sí haré todo lo que me pidas.

    —¡Y nada de meterse en el agua! ¿Me oyes? En esa maldita agua no.

    Olfatea hojas empapadas a los pies de su humana. La cola corta se menea con furia, el huesudo trasero bailotea, ¿cómo podría su (ingenua, confiada) humana no creer en esa sumisa deferencia, esa devoción perruna?: Sí, por supuesto, obedeceré. ¡Y ahora suéltame!

    —Te lo advierto, ¡nada de correr a lo loco!

    Por fin liberada de la correa, un jadeante ladrido de gratitud antes de volverse para salir disparada dando saltos de gozo, detenerse a unos metros para olfatear unas malezas, acuclillarse para orinar, pero fugazmente, porque no hay tiempo que perder, estos paseos tempranos bajo el mando de su humana rara vez duran más de cuarenta minutos o una hora; se contiene para permanecer en el sendero al menos al principio, trota en la dirección en la que su humana suele recorrer la senda circular de cuatro kilómetros en torno a la charca que los devolverá al vehículo aparcado al arranque del sendero; pero poco después, a unos quince metros, a pesar de que su humana ya la está llamando con regañona voz de preocupación, la ansiosa perrita sale trotando del camino para investigar algo pequeño que se escabulle entre la maleza (¿roedor?, ¿pájaro de plumas negras?), chapotea en los charcos, charcos muy embarrados, las patas delanteras se hunden en el lodo hasta la mitad, aun así se toma su tiempo para detenerse cada pocos metros a olisquear, a acuclillarse y orinar en chorritos rápidos y agitados contra la maleza, contra montones de hojas, contra troncos de árboles atrofiados en una neblina de gran felicidad sin apenas oír a la humana que ahora la llama a gritos con voz de ultraje e indignación ¡Ven aquí! ¡Vuelve! ¡Lady! ¡Ya!, de manera tan inexorable como la gravedad se siente atraída hacia los bosques pantanosos alejados del sendero, desde donde olores deliciosos flotan hasta sus sensitivas fosas nasales.

    En esta mañana de finales de octubre hay media docena de tordos alirrojos que la provocan desde una altura de dos metros, la escarnecen, invasora en su territorio, si fueran lo bastante grandes podrían atacarla, apuñalarla con sus picos afilados, incapaces de ver nada «hermoso» o «adorable» en su pelaje más bien áspero, de color pardo moteado, ávidamente picotearían esos ojos húmedos de color caramelo que a su humana le parecen tan «inteligentes», tan cautivadores.

    Valiente y desafiante, sigue trotando, en verdad es una intrusa, una cazadora. ¡Literalmente, una cazadora nata! Ignora a esos ruidosos abusones porque no son aves de presa locales (busardo, búho) lo bastante grandes como para llevarse en sus garras a una perra pequeña y devorarla.

    Poco después la voz suplicante en algún lugar detrás de la perrita se desvanece, se vuelve inaudible entre los gritos de las aves del pantano y el sonido de su propio jadeo, el tumulto de olores que asaltan su hocico, sobrecargando su zumbante cerebro, el grito de su humana tan irrelevante como luz artificial en un día de sol cegador.

    ¿Qué es eso que hay más adelante?; un movimiento súbito, un chapoteo y ondas en el agua quieta y fría, ¿ánade?, ¿tortuga?, ¿serpiente de agua? Mientras se acerca con sus patas desproporcionadamente grandes, con una especie de torpe sigilo, agazapada, preparada para saltar y para matar, esa cosa, lo que sea o fuera, un ser vivo como ella pero más cauto que ella, más astuto, desesperado por sobrevivir, ha desaparecido.

    Explora con cautela el húmedo interior del pantano entre árboles caídos y calcificados, sus débiles ojos bajos en deferencia a sus fosas nasales exquisitamente afinadas, sus orejas de terrier erguidas, todos los sentidos alerta, emocionados, su pequeño cerebro a punto del colapso por la sobreestimulación tras siete horas de confinamiento en la casa oscura y apagada de su humana; es como si esa fuerza, feroz como la succión de una aspiradora, que la catapultó desde el vehículo color de acero continuase arrastrándola hacia delante a nuevas aventuras —de manera imprudente, desobediente—, cada vez más lejos de su humana, o, mejor dicho, del recuerdo de su humana, esa persona alta y de voz severa cuyas órdenes, hasta la más pequeña o insignificante, ella está obligada a obedecer y sin duda volverá a obedecer, pero todavía no, ahora no, no mientras trota ansiosamente en este lugar deslumbrante donde los olores más fétidos-emocionantes la invaden, algunos conocidos, otros desconocidos, y son los desconocidos los que la atraen, los nuevos-torturadores olores de la carroña, irresistible alimento para una bestia voraz como ella.

    Muchas veces ha consternado a su demasiado escrupulosa humana al deleitarse con la carroña, con carne podrida, huesos sucios, que le causan la sensación más exuberante, saltando sobre lo que descubre en el bosque, lo que parecía estar ahí tendido a la espera de que ella lo descubriese, revolcándose en ello, ladrando de excitación, lanzando aullidos, gruñendo con el fondo de la garganta de puro éxtasis, por la unión más honda con lo que queda de una criatura viviente como ella, pero que no es ella, cadáver de ciervo, zorro, mapache, otra criatura como ella: perro, lo más asombroso: perro: un manto de carroña en el que envolverse, miríada de aromas embriagadores que entran pululando en su cerebro sobrecargado como un enchufe eléctrico. Muchas veces ha provocado asco a su humana, sin duda las palabras humanas indican el asco más extremo, no existe otro asco aparte del asco humano, pues no existen otras palabras aparte de las palabras humanas. En esos momentos, descubierta, denigrada, regañada, objeto de desesperación y necesitada de un baño a fondo (por la humana, o por el peluquero de manos hábiles, amables y seguras), siempre se apresura a expresar remordimiento, o parece expresar remordimiento, por desagradar a su humana, pues eso es lo que se espera de ella, esa es su responsabilidad hacia la (desvalida) humana, ese es su compromiso. En su alma perruna, ella lo entiende. Está de acuerdo. No es una rebelde. Adora a su humana, sabe que su humana ha sido su salvadora desde el borroso caos de la cachorridad, tirada como basura en una curva de la vieja autopista estatal, los ojos rojos e infectados sellados por la hinchazón, costillas esqueléticas, cola flaca de rata, respiración sibilante e intestinos de cachorro pululantes de parásitos, hallada y llevada al refugio antiséptico y bien iluminado, rescatada, resucitada, con orejas de cachorro y patas de cachorro demasiado grandes, anhelantes ojos marrón húmedo, sacada en adopción de su jaula a los seis meses, por supuesto que entiende que su humana es su salvación, pero su humana, aunque de aguda vista y a menudo capaz de leer su mente, no está aquí para ver, así que por el momento ella se ha olvidado de su humana, cuando un humano no está aquí para ver es natural olvidarse del humano, mientras explora un trozo de siniestro fango negro que le succiona las patas, su veloz y olfateador hocico la ha llevado alegremente fuera del sendero, muy lejos del sendero, es emocionante olvidarse de todo lo que le ha enseñado su humana o intentado enseñarle, pues el pantano rebosa de vida, siempre más vida, y aunque está a cierta distancia puede oler la basura empapada y humeante del vertedero, un lugar de desaseados tesoros que ha explorado en el pasado deslizándose por debajo de la verja de tres metros, oxidada y en parte hundida, por todas partes en el vertedero hay olores basuriles que despiertan un interés moderado, pero aquí está de nuevo el olor a carroña, inconfundible, y no muy lejos de ella, contra el viento.

    A su espalda suenan gritos tenues y suplicantes, lastimeros, palabras que reconoce como humanas, pero apenas palabras, meras sílabas, sonidos —¿… estás? ¡La-dy! Por favor—, apenas distinguibles de los chillidos vulgares y amenazantes de las cornejas, al alba siempre hay cornejas depredadoras en la marisma, aves carroñeras, busardos y buitres cabecirrojos que trazan una continua banda de Moebius por encima del vertedero de dos hectáreas y media en la otra orilla de la charca, pero no esta mañana: no.

    Comienza a exultar, a regocijarse por eso que hay ahí, por el éxtasis que la espera: su presa, su trofeo.

    Porque ella es una feroz cazadora, o lo sería si estuviese bien entrenada, si no fuera una simple mascota casera, destinada a comer demasiado, a volverse pesada y de aliento corto, jadeante, durmiendo lo que le quede de su corta vida, pero todavía no, todavía no, porque ya ha encontrado el olor, está enfocada en su objetivo como un misil que vuela hacia su destino, trota llena de excitación, jadeando, la lengua oscilando fuera de la boca, todo su ser atraído de manera irresistible hacia delante, el sustancioso olor a carroña la llama con más fuerza que cualquier voz tan solo humana; en una neblina como de lujuria, hipnotizada, las fosas nasales veloces y olfateantes la arrastran hacia delante, a lo largo de una breve península de tierra en medio del pantano, por todas partes árboles rotos y moribundos y sin corteza, basura humana…, latas, poliestireno…, prendas de vestir desechadas y empapadas…, en el sendero hay huellas de neumático, pues este sendero es de la anchura de un vehículo pequeño, y ella trota más deprisa ahora, con urgencia ahora, la lengua le cuelga fuera de la boca, jadea más fuerte, es el nuevo olor, el nuevo y fuerte olor, el olor a carroña que la ha hipnotizado.

    Y mientras, arriba, los buitres vuelan en círculos con sus batientes alas anchas parecidas a crepé negro, la observan, la desestiman, una criatura demasiado pequeña para resultar una amenaza, y viva, animada…, (aún) no un alimento que puedan digerir.

    ¡Ya se acerca al origen del olor! Su pequeño corazón le late con fuerza en el pecho, tan emocionada está. Nada de ladridos, nada de aullidos. Nada de burdas distracciones. Todos los sentidos eléctricos-alertas. Para esto he nacido.

    En una maraña de juncos aplastados yace la ensangrentada cosa-carne lacerada y desgarrada, un objeto insustancial en sí mismo, del tamaño de un roedor pequeño, pero sin ojos, en principio sin visión, sin duda hay más, en algún lugar no muy lejos hay más, pero ella está tan emocionada de descubrir este bocadito, esta muestra, sus pequeñas mandíbulas se cierran para reclamar el trofeo, lo menean para romperle el cuello, para apagar cualquier vida que tuviera si fuese un ser vivo y no meramente carne, carne humana a juzgar por el olor.

    —¡Lady Di! ¡¿Qué es eso que tienes en la boca?!

    30 de octubre de 2013

    30 de octubre de 2013

    —Papá, mira.

    Él se da la vuelta deprisa, él es Papá y tiene miedo de lo que pueda ver. Ese temblor en la voz de su hija de trece años le atraviesa el corazón.

    Tres metros detrás de Martin Pfenning, en el muy erosionado sendero de virutas de madera, Eunice se ha detenido de golpe. Ha visto algo cerca de la orilla, en el agua salobre y poco profunda de la charca de Wieland.

    —¿Qué pasa, cariño?

    Eunice está de pie, muy quieta, mirando. Algo que parece enmarañado, jaspeado o moteado, claramente fuera de lugar entre la acumulación de juncos rotos, espadañas y algas, ha captado su nerviosa atención.

    Sacude la cabeza, se estremece. Murmura algo que suena como feo.

    Su rostro enjuto y poco agraciado se ha puesto blanco, sus ojos de ágata se han estrechado. Su boca de finos labios se mueve de forma convulsiva.

    Es típico de Eunice, una niña nerviosa, una niña que ha tenido problemas de salud, perturbarse en un instante; las cosas feas la ofenden, las cosas que de alguna manera no están bien. Los peligros ficticios se alzan intimidantes ante ella, mientras que los peligros reales pasan de largo sin que los perciba, de lo cual no puede en realidad culparla, piensa Pfenning con un sentimiento de culpa, desde que tuvo lugar el trastorno de sus vidas.

    Aparta a un lado a su hija para protegerla. Por si acaso.

    Espera con todas sus fuerzas que lo que sea que hay en la charca no esté vivo. Que no sea nada venenoso: crótalo de agua, serpiente de cascabel…

    Pusiste a nuestra hija en peligro, Martin. En ese lugar salvaje. ¡Cómo pudiste!

    —Quédate aquí. No mires, yo me ocupo.

    Pfenning lleva botas de montaña impermeables, por lo que no es un problema adentrarse en el agua salobre, aunque enseguida siente que el suelo se mueve bajo sus pies, los talones se le hunden en el cieno negro y blando. ¿Arenas movedizas?

    Un sensación mareante y nauseabunda de vértigo. Un golpeteo en los oídos, de sangre que bate rápidamente mezclada con los gritos indignados de los tordos alirrojos posados en los árboles sobre su cabeza.

    ¿Y si es una serpiente de cascabel? ¿Y si Papá muere retorciéndose y ahogándose ante la mirada de su hija?

    Pero lo que ha quedado atrapado en los juncos es tan solo inofensiva basura humana. Restos de un recipiente de poliestireno para comida salpicado de barro. Lo coge, lo aplasta con sus manos enguantadas, lo mete en su mochila junto con la otra basura que ha encontrado por el sendero.

    Antes ya se fijó en los condones amarillentos que había entre la maleza, como serpientes coaguladas en miniatura, y fue un alivio que la aguda vista de Eunice no los detectara.

    —Es solo basura, cariño.

    Eunice está encogida por el asco. Ha levantado su mano temblorosa para protegerse los ojos de lo que hubiera en el agua.

    —Ya no está, ¿vale?

    —¿Qué… qué era?

    —Ya te he dicho que es solo basura. No es nada.

    Eunice está mirando con recelo el amontonamiento de juncos y espadañas rotas al borde de la charca. Pero la verdad es que ya no hay nada que ver.

    —Y entonces ¿por qué te lo llevas?

    —Porque no es biodegradable. Si no lo recogiera, se quedaría ahí para siempre, una molestia para la vista. Es lo mínimo que puedo hacer, este humedal es un bien público.

    Biodegradable. Humedal. Bien público. Estas palabras parecen resonar en Eunice y tienen el efecto de tranquilizarla. Siempre la han impresionado las cosas de los adultos.

    —Ya sabes que estoy en la junta rectora, cariño. Reserva Natural del Humedal de Wieland.

    —¿Qué quiere decir «junta»?

    —Es como un comité. Administradores, donantes.

    —Y entonces ¿por qué dices «junta»… como juntar dos cosas, unir?

    Aunque sabe que Eunice está solo haciéndose la difícil al presionar a su padre para que le explique curiosidades del lenguaje de las que él no tiene ninguna culpa, Pfenning explica:

    —Es otro tipo de «junta», obviamente. Las palabras pueden tener distintos significados.

    Eunice reflexiona al respecto. Hay algo de terrier ratonero en su rostro pequeño y pálido, una intensidad que nunca ha parecido infantil sino antinaturalmente adulta. Una vez que Eunice fija la atención en algo que le parece curioso, aunque sea irritante y evidente para los demás, se resiste a dejarlo pasar.

    Pero Pfenning siente alivio, el momento de ansiedad ha pasado. El motivo de que su hija exagere cosas nimias como esta, de que se angustie enseguida por pequeñeces, es algo en lo que no quiere pensar.

    —Y tú eres un «donante»… ¿porque «donas»?

    —Sí. Soy un «donante».

    —¿Das dinero para «preservar» la charca de Wieland?… ¿El santuario de aves?

    —Sí. Un poco.

    No es presumir, piensa. Bueno…, quizá sí lo sea.

    Un hombre puede descubrir que su propia hija apenas sabe nada de lo que lo define como adulto entre los adultos. Eso hay que corregirlo.

    —¿Te piden una cantidad determinada o das tú lo que quieres? ¿Cuánto das? —La frente de Eunice se arruga por la urgencia.

    —¿Que cuánto doy? No me acuerdo.

    Pfenning suelta una risa incómoda.

    Desde la separación, ha habido cierta incertidumbre económica en la familia. De pronto Pfenning está manteniendo dos hogares con su (limitado) salario.

    Eunice en modo interrogante. Fingiendo una ingenuidad que no es genuina, pues Eunice es muy inteligente, al menos de manera intelectual.

    Este Papá, cuando está lejos de su hija, su única y adorada hija, suele sentir ansiedad, incluso angustia; pero cuando está con su hija durante un largo rato, enfrentado a la mirada intensa y curiosamente apagada de la niña, que parece penetrarle el alma y verle defectos, se descubre a sí mismo deseando alejarse, escapar.

    El yo-soltero esencial, anterior a la paternidad. Anterior al matrimonio.

    —Ella dice que bien que tienes dinero para tus «causas». Pero para nosotras no.

    Ella es la madre, la (separada) esposa de Papá. Ella es una presencia constante en estas excursiones padre-hija, aunque por norma ni el padre ni la hija hablan de esa ella.

    —¿De verdad, cariño? ¿Tú también lo piensas?

    Eunice se encoge de hombros. El rostro pequeño y enjuto se cierra como un puño.

    Pfenning está decidido a no permitir que lo moleste el comentario de Eunice, con todas sus implicaciones de deshonestidad financiera por su parte. Una súbita revelación de cómo su exmujer habla de él ante los demás. Tan asombrosamente falsa e injusta que le gustaría aullar de rabia.

    En lugar de eso, le da un suave tirón del brazo a Eunice, que nota flaco aun enfundado en la manga de su forro polar.

    —Deberíamos seguir caminando, Eunice. Cada día anochece antes, ya casi estamos en noviembre.

    De momento, el sol brilla cegador, casi justo encima de ellos. El cielo está despejado y es de un azul vítreo. A media distancia, algo menos de un kilómetro, el humo oscuro se eleva despacio y vertical de lo que sin duda es el Vertedero Municipal de Wieland.

    —¡Sí! Hoy se pondrá a las cinco y cincuenta y siete de la tarde.

    Qué típica de su hija esa ultraprecisión. Una niña capaz de una compulsividad sombría —aunque, en cierto modo, feliz— con sus deberes escolares, sobre todo los de aritmética, con su única respuesta correcta en mitad de una espesura de respuestas incorrectas. Una niña para cuyo bienestar las buenas notas son cruciales.

    —Y, mañana, a las cinco y cincuenta y seis de la tarde.

    —¿De verdad? Es así de preciso, ¿eh?

    —Cada día más pronto y más pronto hasta el 21 de diciembre, el día más corto del año: el «solsticio». Después, el sol se pondrá a las cuatro y treinta y seis de la tarde.

    —Qué pronto…

    —Pero después, al día siguiente, se pondrá a las cuatro y treinta y siete de la tarde.

    —¿Te has aprendido todo eso de memoria, Eunice?

    Pfenning se ríe, aunque no está seguro de que el asunto sea gracioso.

    —No. Solo los días que están cerca del solsticio.

    Solsticio. Eunice enuncia la palabra con una especie de satisfacción melancólica, como si hubiera algo inevitable y, por tanto, predestinado, en el cielo mismo, algo que los espera.

    Durante cuarenta arduos minutos, padre e hija han seguido el sendero cubierto de maleza que bordea por el este la charca de Wieland a través de varias hectáreas de humedales designadas por el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de Estados Unidos como el Santuario de Aves Jorgen. En esta zona, los perros deben ir atados con correa. Siniestros carteles prohíben cazar «con arma de fuego o con arco». Cada pocos metros, una placa en un árbol identifica una especie de ave local: aves acuáticas, aves cantoras, aves de presa, buitres cabecirrojos. Con ayuda de los prismáticos de Pfenning, han avistado aves acuáticas, que Eunice fotografía con la pequeña cámara Nikon que le compró su padre: hasta ahora, cierta cantidad de patos joyuyos, barnaclas canadienses, una solitaria garceta nívea.

    Eunice está preparando una especie de álbum de la naturaleza para una tarea de octavo que le ha asignado uno de sus profesores en la Academia Langhorne. Como Eunice es una perfeccionista, la tarea tendrá que ser perfecta; pero como es una tarea abierta y creativa, y no un problema específico que resolver, no está segura de cómo debe proceder. Es muy buena para las tareas escolares competitivas —una clase entera tratando de resolver un problema idéntico, como en matemáticas—, pero no tanto para idear tareas originales.

    Su profesor —un hombre, el «señor Fox»— ha elogiado a Eunice efusivamente ante su madre y ha hablado con entusiasmo de su «potencial»; pero las notas de Eunice en su clase rondan el notable o menos, lo cual resulta frustrante para Eunice (acostumbrada a sacar sobresalientes) y, al ser frustrante para ella, es frustrante para sus padres.

    (Sí, Pfenning piensa asistir a la siguiente reunión de padres y profesores en el colegio de Eunice para así conocer al exigente señor Fox en persona; le fastidia que ese profesor de octavo le ponga a su hija notas por debajo de aquellas a las que está acostumbrada).

    Hasta ahora, Eunice se ha negado a enseñarles a sus padres lo que ha reunido en su álbum. A ambos les parece que durante el puente de la última semana de octubre, en un momento en el que Eunice debería haber estado menos ansiosa de lo habitual, ha estado muy ocupada con las tareas escolares y se ha quedado trabajando hasta tarde.

    El álbum está guardado en un diario de tapa dura un poco demasiado grande, con figuras en bajorrelieve que podrían ser hojas, zarcillos y flores en un patrón jaspeado de un verde chillón, como algas putrefactas. Eunice está ingenuamente orgullosa de su Diario Misterioso, que lleva siempre consigo, y no permite que ni su madre ni su padre examinen.

    Ese diario ¿se lo ha dado el señor Fox? Parece haber llegado a sus manos sin que ninguno de sus padres lo haya comprado. Es posible que todos los alumnos de octavo hayan recibido uno parecido; Pfenning no está seguro y no quiere preguntar por miedo a que Eunice se enfade con él.

    Desde la separación, Eunice se enfada a menudo con él: con el Papá.

    Desde la separación, Eunice se ha vuelto malhumorada.

    Se muestra sobreexcitada, estresada; o bien abatida, letárgica. Come con furia, o picotea con desdén su comida. Merodea por la casa antes del alba, o le cuesta mucho levantarse por la mañana y su madre tiene que zarandearla para que se despierte. Parece que el exterior le disgusta y le da miedo: prefiere espacios cerrados con las persianas bajadas («para que nadie pueda mirar»); evita la terraza de suelo de piedra tras la casa de los Pfenning porque, hace dos años, se encontró allí un polluelo de zorzal que se había caído del nido, cubierto de hormigas.

    El Papá recordará durante mucho tiempo el alarido aterrorizado de su hija mientras corría hacia la casa por el patio. Cómo se le detuvo el corazón al oírlo y cómo le da un vuelco en el pecho al recordarlo.

    Eunice se cansa con facilidad, tiene anemia (leve). Demasiado «cielo abierto» la agota; el viento en los árboles altos, esa agitación constante; las moscas, las abejas, los avispones, los mosquitos; los perros que ladran, la risa de los vecinos: todo le crispa los nervios.

    Esta reciente fijación con el señor Fox, su profesor de octavo curso, y con el trabajo del álbum le resulta particularmente inquietante a Pfenning.

    (¿Está el Papá un poco celoso del señor Fox?… Pfenning no quiere pensar en ello).

    —¿Estás bien, cariño? No quieres volverte, ¿no?

    —Que no, Papá.

    Eunice pone los ojos en blanco al oír cariño y después despliega una sonrisa deslumbrante, como burlándose de la sonrisa de una hija obediente.

    —De todas formas, es demasiado tarde para volver atrás. Estamos a la mitad de la vuelta a la charca.

    —¡No me digas!

    El Papá no tiene intención de discutir y asiente con gesto afable.

    Desde que entraron en el estrecho sendero del santuario de aves va caminando por delante de Eunice; se asegura de apartar todo lo que la tormenta ha dejado en el sendero para ponérselo más fácil. Es una mala señal cuando Eunice respira de forma audible por la boca, cuando su corazón late más deprisa para mantener el suministro de oxígeno al cerebro. (Así lo ha explicado el pediatra de Eunice). Es típico de ella rechazar las botas de senderismo e insistir en llevar sus (ya empapadas) deportivas de suela de goma; se niega incluso a llevar una mochila ultraligera para niños porque dice que hace que parezca jorobada, así que Pfenning lleva dos botellas de agua Evian en su mochila.

    ¡Maldita sea!… Se lleva un chasco porque las rosas silvestres y las zarzas invaden el sendero que rodea la charca de Wieland y hace meses que no retiran las ramas caídas.

    Han colocado tablas en aquellas partes del sendero donde la tierra es particularmente húmeda y fangosa. Pero las tablas se han hundido en el fango y casi no sirven para nada.

    Pfenning sujeta las ramas para que Eunice pase por debajo; aun así, hay rasguños en su pequeño rostro triangular que sangran finamente. Ni idea de cómo ha sucedido. Teme algún tipo de accidente o de crisis médica en la charca de la que su exmujer pueda culparlo a él.

    Se sintió halagado y conmovido por que Eunice pidiera hacer una excursión al Santuario de Aves Jorgen con él durante las vacaciones de otoño. Es la primera vez que esto ocurre: por lo general Pfenning le hace una sugerencia a Eunice sobre algo que podrían hacer juntos algún fin de semana y ella lo acepta o lo rechaza, de manera impasible. El acuerdo de separación permite al Papá un número fijo de días con la hija cada mes; que se quede a dormir en su casa es negociable en función del impredecible humor de la madre.

    A él, al Papá, ahora el Papá separado, le sorprendió esta petición, ya que, desde que se fue de la casa a principios de septiembre, Eunice apenas ha querido estar a solas con él y casi no habla cuando están juntos. Hace sus deberes con expresión aburrida en la mesa de la cocina de su apartamento mínimamente amueblado en un edificio que, en Bridgeton, pasa por ser un «rascacielos» (ocho pisos); al Papá le parece que Eunice cuenta los segundos hasta que pueda por fin regresar a su verdadero hogar. Solo muy de cuando en cuando logra engatusarla para que vea con él Jeopardy! o algún documental de Discovery Channel. Lo más frecuente es que Papá e hija pasen sus rígidamente administradas horas viendo películas banales e inofensivas para todos los públicos en el centro comercial, pues Papá no puede arriesgarse ni siquiera a una película para mayores de doce años que podría abochornar a su sensible y puritana hija o a él mismo, o bien comiendo en restaurantes de tipo familiar, en la compañía informal de desconocidos.

    Resulta nuevo y desconcertante para ambos estar juntos sin la madre de Eunice; es como si fueran cojeando juntos, como si les faltara una pierna. Por eso los dos se sienten aliviados delante de algunos desconocidos, amables empleados de servicio que entablan conversaciones con ellos, perplejos ante la cortés deferencia del padre hacia la, podría decirse, malcriada niña de trece años de ojos feroces y áspero pelo rojo óxido como estropajo metálico, de pecas salpicadas por su pálida cara como gotas de lluvia descoloridas y de remilgada boquita como la boquita de una muñeca pintada sin más en mitad de la cara.

    Los ojos de color guijarro de Eunice tienen unas pestañas tan finas, sus cejas son tan tenues y su cara es tan poco agraciada que a veces la confunden con un chico, y parece que eso le gusta. En público no hace ningún esfuerzo por comportarse como las niñas, con sus sonrisas bobaliconas y sus deseos de agradar; Eunice aborrece la ropa femenina y viste con camisas y jerséis de colores apagados, pantalones de pana demasiado grandes y zapatillas de color ocre. Lleva el pelo corto, con tijeretazos de aspecto descuidado, como si se lo hubiera cortado ella misma —aunque, según insiste su madre, no es el caso.

    Si Pfenning llama a su hija «cariño» o «cielo» en presencia de un empleado, Eunice reacciona con cómico desprecio levantando el labio superior como un perro que gruñe: «Oh, Pa-pá. Déjalo».

    Esto provoca siempre risas sorprendidas por parte de los desconocidos. Papá se ríe también mientras siente que le arde la cara, como si hubiera recibido un bofetón afectuoso.

    En los días de custodia de Pfenning, Eunice rechaza la idea de un pintoresco viajecito en coche por el campo o rumbo a la costa de New Jersey; dice que tiene «cero» interés por Atlantic City, sobre todo por el «feo y estúpido paseo marítimo». La sola mención de los pinares atlánticos de la costa de Jersey provoca un gemido: «Aburrido». Le basta con un bostezo para echar por tierra una visita a Avalon, uno de los pueblos de playa más prósperos de la costa, donde viven las familias de algunos de sus compañeros de clase: «Ya he ido, no me interesa».

    Pfenning supone que Eunice no se siente cómoda a solas con él en la estrechez del coche, lo cual le duele pero, a la vez, le supone un alivio.

    Al menos Eunice ha hecho un serio esfuerzo por fotografiar aves acuáticas; se ha forzado a interesarse por las flores, por las plantas e incluso por los hongos. (La palabra hace que estalle en risitas alocadas: «Hon-gos»). Usando lápices de colores y ceras, ha llenado cartulinas con dibujos de ejecución torpe pero entusiasta, aun cuando solía despreciar esas cosas de guardería, pues prefería sumergirse en las tareas del colegio, los deberes de cada noche, con los que parecía estar obsesionada; estudiaba durante horas en su habitación, con la puerta cerrada para evitar interrupciones indeseadas, preparándose para controles y exámenes que parecían destinados por encima de todo a permitirle triunfar sobre sus compañeros de clase.

    Por lo visto, Eunice siente celos de las otras niñas de su clase; al mismo tiempo, no se las toma en serio ni le preocupan mucho.

    Este otoño, por primera vez, Eunice se queda después de clase a participar en actividades. Un club de lectura de nombre curioso —Club de Lectura El Espejo— que se reúne dos o incluso tres veces por semana. Ni Pfenning ni su mujer, Kathryn, recuerdan que hubiese actividades que ocuparan tanto tiempo cuando ellos iban al instituto, aunque es cierto que la Academia Langhorne es uno de los colegios privados más selectos del país, está dirigido a padres con ambiciones para sus hijos y las «actividades» se consideran valiosas para el currículum.

    En Langhorne se da mucha importancia a que se acepte a sus alumnos en las universidades de la Ivy League y otras de alto nivel. Se dice que, en el último año, hacen un esfuerzo frenético para prepararlos de cara a los exámenes de acceso a la universidad y para ayudarlos a redactar sus solicitudes. Por suerte, los estudiantes de cursos anteriores se libran de ese frenesí, que puede tener consecuencias emocionales devastadoras. Kathryn dice que Francis Fox es el único de los profesores de Eunice que le ha expresado su opinión de que la «obsesión» del colegio por las admisiones universitarias es «un error»; en sus clases de séptimo y octavo ha intentado crear una atmósfera de aprendizaje como algo divertido y lúdico, no obligatorio.

    Aun así, Eunice suele ponerse tensa y nerviosa. Desde que empezó el curso se ha desmayado dos veces en el colegio; hace dos años le diagnosticaron un tipo de anemia que (hasta cierto punto) puede tratarse con medicación.

    A sus padres les preocupa que la anemia de Eunice se transforme en algo más mortífero; ¿leucemia? (¿Quién iba a saber que existen más de doscientos tipos de cáncer hematológico?).

    Eunice, como burlándose de esa preocupación, escribió a mano un breve poema con lápices de colores:

    (AN)EMIA

    (LEUC)EMIA

    Se moría de la risa al ver la expresión de sus caras.

    Era asombroso para sus padres que Eunice pareciera conocer su enfermedad pese a que habían puesto extremo cuidado en ocultarle el diagnóstico. Hablaban con el doctor a solas en su consulta, deliberaban entre ellos en voz baja en momentos en que (estaban seguros) Eunice no podría oírlos.

    ¿Cómo demonios lo sabe? ¿Se lo has dicho tú?

    Claro que no se lo he dicho, ¿por qué iba a hacer algo así?

    Entonces…, ¿cómo lo sabe?

    ¿Que cómo? Lo sabe sin más.

    Pero Eunice no parece muy preocupada por la anemia. Las cosas más insignificantes la sacan de quicio, aunque no muestra mucho interés en su enfermedad, como si confiara en que sus padres ya se encargarán de ello, como se encargan de cada problema de su vida. Y sin duda la idea de morirse, la muerte, es algo irreal para Eunice, algo así como una debilidad a la que pueden ser vulnerables otros niños más normales y corrientes, pero no ella.

    Lo que indignaba a Eunice era que alguien pudiera enterarse. Sobre todo los padres de los demás alumnos de la Academia Langhorne, quienes se lo dirían a sus hijos.

    Les había hecho prometer a Pfenning y a Kathryn que no se lo dirían a nadie. ¡Ni siquiera a la familia!

    Lo prometieron. Juraron que no se lo contarían a nadie, claro que no.

    —Si lo contáis, nunca os perdonaré. Os odiaré para siempre.

    Por supuesto, Eunice no lo decía en serio. Pfenning está seguro.

    El sol ha cambiado de posición en lo alto, ha comenzado a descender por el cielo. El otoño es una hermosa estación, pero el anochecer llega antes. Han recorrido más de la mitad del sendero que rodea la charca. Nubes de color ciruela emergen de la costa atlántica, hacia el este. De pronto se ha levantado una brisa gélida.

    En lo alto del cielo, a algo menos de medio kilómetro, se ve una imagen alarmante: buitres volando en círculos, descendiendo en silencio, desapareciendo en el pantano.

    Algo muerto, carroña putrefacta; este Papá espera que su curiosa hija no se dé cuenta e insista en ir a buscarlo y hacerle fotos para su maldito diario.

    Siente una punzada de anticipación: la primera copa del día le estará esperando en casa cuando vuelva. Medio vaso de chardonnay, una recompensa para sí mismo en la soledad de soltero de su nueva residencia.

    —¡Papá, mira! —Eunice ha avistado un ave alta y zancuda con cabeza y pico grandes y característicos, apenas visible entre la maleza al borde de la charca—. ¿Es… una garceta?

    —Creo que es una garza azulada.

    —¿Es azulada? —Aguza la vista, incrédula—. Eso no es azul.

    Para cuando enfoca la cámara, la garza se ha alejado demasiado. Pfenning la oye maldecir en voz baja: ¡Maldita sea!

    A continuación viene la presa de los castores, un espectáculo fascinante. ¡Cuánto trabajo! ¡Cuánto fanatismo! La madriguera de los castores se encuentra cerca del centro de la charca, y su techo en forma de montículo se aprecia lo suficiente desde la orilla como para que Eunice la fotografíe.

    Supone un alivio la distracción de los castores, los más adorables de los grandes roedores. Tan laboriosos y tan desprovistos de humor, hay algo en ellos muy característico de Estados Unidos.

    Los castores de la charca de Wieland son su mayor atracción y hace poco han sido objeto de un reportaje fotográfico en el New Jersey Monthly.

    Eunice parece emocionada cuando un castor regordete emerge del agua cerca de la orilla y se aleja nadando deprisa. Ondas en el agua oscura cuando el animal desaparece bajo la superficie de la charca.

    —¿Nos tiene miedo? ¿Cree que somos cazadores que quieren matarlo?

    —Probablemente sí. Todos los animales tienen miedo de los depredadores.

    —Menos los depredadores, ¿no? ¿Los depredadores tienen miedo de los depredadores?

    —Sí. Creo que sí.

    —Pero los castores no son «carnívoros»…, ¿verdad?

    Él no sabe qué decir. Cree que probablemente los castores no sean carnívoros, pero no está seguro.

    Papá lee en voz alta lo que pone en una placa que hay en un árbol: los castores son mamíferos, pero pueden nadar bajo el agua durante largos periodos de tiempo; los castores son los mayores roedores de Norteamérica; los castores, como las ratas, tienen incisivos que crecen sin cesar y que deben usar de forma constante; los castores se emparejan de por vida y «defienden con ferocidad a sus familias». Construyen sus madrigueras de forma «ingeniosa» y «eficiente» para repeler a los depredadores y para controlar la temperatura de sus espacios habitables.

    Los castores son herbívoros y comen hojas, tallos leñosos y plantas acuáticas. Son seres muy prácticos, pues sus alimentos preferidos son también sus principales materiales de construcción: chopo, álamo temblón, sauce, abedul y arce.

    Eunice se ríe con disimulo al oír esto (en realidad, Pfenning ya leyó en voz alta la placa en una excursión previa a la charca), aunque solo escucha a medias mientras trastea con la cámara. Es sorprendentemente inteligente en ciertos aspectos, pero es torpe con aparatos de este tipo.

    —¿Necesitas ayuda, cariño?

    —Que no, Papá.

    Eunice está molesta; por la pregunta o porque la haya llamado cariño.

    Se da cuenta de que su hija apenas echa un vistazo a la charca. En realidad, su belleza no le interesa. O quizá el cerebro de Eunice no puede registrar la belleza.

    La excursión al santuario de aves es una especie de severo deber para la niña, y debe registrarlo por medio de fotografías para su proyecto. No es una experiencia que disfrutar. ¿Por qué está su hija siempre insatisfecha, angustiada?, se pregunta el Papá.

    Porque la inquietud, la ansiedad, está codificada en los genes.

    Porque su madre y tú no deberíais haber tenido hijos.

    ¡Pero él no cree eso! Él cree en el libre albedrío, en un futuro abierto.

    Como dijo William James: Mi primer acto de libre albedrío será creer en el libre albedrío.

    O quizá ocurre algo en el colegio. Con un profesor de Eunice. Con sus compañeros de clase.

    Es inútil preguntarle. Sabe que no le va a decir nada.

    Está pensando en que la charca de Wieland no es más que una charca/lago pequeño en medio de los vastos humedales del sur de New Jersey que se extienden hasta la costa atlántica. La mayor parte de la región sigue inexplorada, deshabitada, como los pinares atlánticos de la costa. Si uno tuviera la fantasía de desaparecer —o de que otra persona «desapareciera»—, ¿qué lugar podría ser más incitante?

    Serpientes venenosas, osos negros, arenas movedizas. Una espesura en la que los teléfonos móviles no sirven para nada.

    Aun así, aquí hay belleza. Pfenning mira la cristalina superficie de la charca. Se siente hechizado de un modo suave y placentero. Reflejadas en el agua se ven nubes altas y raudas, manchas de brillante follaje otoñal, como en un paisaje fauvista, que alegran el corazón.

    —¡Pa-! ¿Qué les ha pasado a esos árboles?

    A su alrededor hay numerosos fresnos que se están muriendo desde la copa hacia abajo. Son árboles altos y de bellas formas cuyos plateados troncos se han vuelto leprosos, espectrales; sus ramas, esqueléticas.

    —Son fresnos, cariño. El «barrenador del fresno» los está matando.

    —¿«Mareador del fresno»? —Eunice arruga la nariz como si creyese que se trata de una broma tonta de Papá.

    —Barrenador del fresno.

    El escarabajo depredador es el barrenador esmeralda del fresno, nativo de Asia. Pfenning lo sabe porque los fresnos de New Jersey llevan años muriéndose por su culpa. En el terreno relativamente pequeño de algo menos de una hectárea que poseen Kathryn y él, se ha programado la tala de varios fresnos, con un coste mínimo de mil dólares por árbol.

    —Un insecto asqueroso. Un parásito.

    —Como un «depredador»; un «parásito».

    —Supongo que podrías decirlo así.

    —Ya lo he dicho yo, Papá. No tú. —Eunice se ríe, solo está bromeando.

    Papá se ríe también. Se ha empeñado en estar de buen humor. Está de buen humor. Sonríe a su hija, ansioso por parecer animado, eufórico, y no cansado, alicaído.

    Nunca sonríe tanto el Papá, nunca le duele tanto la parte inferior de la cara como cuando está en compañía de su hija, ejerciendo el derecho a la custodia, tal como merece. Eunice, por su parte, raciona sus sonrisas como una pequeña avara.

    Entonces, ¿qué es lo que ha salido mal hoy?

    Siendo honesto, creo que… nada.

    ¿Nada?

    Bueno…, casi nada…

    ¡Eso se merece una copa!

    Una vez esté solo en su apartamento, Pfenning repasará la excursión, la visita de Eunice. ¿Un éxito o un no-éxito? O bien puede tratar de olvidarlo.

    Ya casi asoma el inicio del sendero. Justo detrás estará el aparcamiento. La reconfortante visión de su coche.

    —Papá…

    —¿Sí, cariño? ¿Qué pasa?

    Eunice está señalando algo en la charca. Esta vez parece decidida a mantener la calma.

    Puede ver el temblor en sus labios, sus pupilas reducidas a meros puntos.

    —No lo mires. ¿Por qué no apartas la mirada? Voy a ver qué es.

    Pfenning intenta no sonar exasperado. Maldita sea.

    No hay más remedio que adentrarse de nuevo caminando en el agua. Sin quitar ojo a lo que sea eso, que se mece flotando entre un racimo de espadañas a unos dos metros de la orilla.

    ¡Dios mío!… Ni idea de qué pueda ser.

    El cielo vaporoso se refleja fragmentado en el espejo oscuro y reluciente de la superficie. Hay un fuerte olor salobre a podredumbre orgánica. Cerca de la orilla, la charca solo tiene unos centímetros de profundidad, pero su somero lecho de limo desciende en picado, y se cree que, aguas adentro, la charca tiene más de treinta metros de profundidad. Pfenning espera no resbalarse en el borde, no hundir la cabeza en el agua…

    Coge una rama rota para empujar el objeto flotante. Es redondo por un extremo y tiene una superficie curva y lisa, salpicada de barro. Los pájaros de los árboles vecinos parecen especialmente enfurecidos por esta intromisión y le chillan. Este Papá se tambalea, está a punto de perder el equilibrio. El agua se cuela por la parte superior de sus botas de montaña.

    Por suerte, el objeto que ha liberado de las espadañas no es orgánico, no está ni vivo ni muerto. Solo es más basura humana: la mitad superior de una muñeca.

    Un torso desnudo, una cabeza calva; sin brazos, sin nada de cintura para abajo.

    Cuencas oculares sin ojos, agujeros en la cabeza (de plástico).

    Sí, es una visión grotesca, sacarla del agua de esa forma. Pero al menos es inofensiva. No tóxica.

    Gruñendo tanto por el esfuerzo como por la exasperación, Papá logra maniobrar los restos de la muñeca por el agua hasta la orilla mientras Eunice comienza a reírse con ganas.

    Hay algo alarmante en su reacción. Pfenning ve que está temblando, sus dientes castañean como si tuviera frío. Si no estuviera tan pálida, habría creído que tiene fiebre.

    —¡Qué tontería! Es solo una cabeza y ya.

    Cuando está a punto de coger la chorreante muñeca, Eunice la devuelve al agua de una patada con una risa estridente.

    —Maldita sea, Eunice. Para.

    Pfenning logra recuperar la muñeca goteante y la mete en su mochila.

    Eunice corre por el sendero delante de él, sin parar de reír. Papá la sigue con paso pesado.

    Tiene los pies empapados y la visión borrosa, como si una especie de gas tóxico hubiera emanado de la charca y se le hubiera filtrado en los ojos, en el cerebro.

    Colores desenfrenados, arce rojo, aliso dorado. Colores tan vivos que son una burla. Tiene náuseas, se siente desorientado.

    Necesita una copa. Una hora en la charca de Wieland con su hija es casi el límite de Papá.

    Por qué te casaste conmigo si no me quieres.

    Por qué tener una hija si no quieres vivir con una hija.

    Papá quiere protestar, por supuesto que quiere a su mujer. Quiere a su hija.

    Papá quiere protestar, él moriría por su mujer, por su hija.

    El que la mujer sea Kathryn, que ha dejado de quererlo después de catorce años durante los cuales (pensaba él) su relación se volvió tan íntima como la de dos hermanos (asexuados); el que la hija sea Eunice, que parece incapaz de sentir nada por nadie, hace que su (incondicional) amor de Papá sea un desafío. Pero este Papá es lo bastante fuerte para enfrentarse al desafío.

    Por norma, Eunice se queda sin aliento cuando corre, su débil corazón no puede mantener un latido constante y acelerado. Pero ahora corre como si algo la persiguiera.

    Lleva las deportivas completamente empapadas, manchadas de barro. Kathryn se pondrá hecha una furia con él.

    No deberías haberle hecho caso sobre llevarla al humedal.

    Ya sabes que acaba de pasar una bronquitis…

    Corre tras Eunice. Le da pánico verla tropezar, caerse.

    Recuerda que, cuando Eunice era una niña pequeña, a los cuatro o cinco años, aplastó de un pisotón una mariposa monarca que había en la hierba, y cuando le preguntaron por qué quería hacer daño a la bonita mariposa, Eunice dijo con tono burlón: «No podía volar. Parecía tonta».

    En un contenedor del aparcamiento, Pfenning vierte la basura maloliente de su mochila.

    La mochila está mojada y huele mal. Piensa tirarla y comprar otra.

    —Papá, vamos.

    Eunice aguarda con impaciencia junto al coche. Ha intentado accionar la manija de la puerta del copiloto, que está cerrada. Como si pudiera desbloquear la puerta tirando de la manija.

    Está jadeando, sin aliento. Tiene los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho, por encima de su cazadora acolchada, como en un intento de contener el galope de su corazón. Sus ojos de ágata relucen con furiosas lágrimas.

    Pfenning ha de reconocerlo, su hija le da un poco de miedo: esa figura trémula y diminuta, que no llega al metro y medio de altura y pesa menos de cuarenta kilos.

    Nerviosa, ansiosa. Los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. Impredecible.

    Sin razón aparente, Eunice corre hasta el contenedor, le pide a gritos al Papá que vuelva a abrir la pesada tapadera, pero Papá se ha hartado de su comportamiento infantil y le habla con brusquedad:

    —Pero ¿qué demonios haces? No. Sube al coche, te llevo a casa.

    Eunice está jadeando, muy nerviosa, se pone de puntillas para intentar abrir la tapadera del contenedor. Pfenning la aparta con cierta violencia, sí, puede que Papá esté maldiciendo en voz baja, no a Eunice, pero desde luego en presencia de ella, porque, sí, Papá está fuera de sus casillas, el Papá está hecho un manojo de nervios, y Papá necesita una copa.

    Todo esto, Pfenning lo reconocerá cuando le pregunten.

    ¡Qué has hecho! ¡Por qué la has agotado! Sabes que no está bien, que es frágil, ¿quieres cargarte a nuestra hija como te cargaste nuestro matrimonio?

    Privada del contenedor, de lo que sea que quiere encontrar en él, Eunice se deja arrastrar al coche. Papá, con el rostro enrojecido, va clavando el dedo en el mando a distancia para abrir la maldita puerta.

    Pero Eunice, pálida como un cadáver, está a punto de desplomarse. Sin aliento, como si hubiera subido corriendo una escalera. ¿Le está fallando el corazón? ¿Justo ahora, en el turno de Papá? ¿En los brazos de Papá?

    —He… he hecho algo malo, Papá…

    —¿«Algo malo»? ¿Darle una patada a la muñeca? ¿A qué te refieres?

    El Papá está frustrado, agotado por ella. Por su hija.

    Eunice comienza a sollozar entre sacudidas. Como un niño pequeño que llora sin esperanza. Las lágrimas le chorrean por la cara, los mocos brillan en su nariz. No hay ira o confrontación en su llanto, toda la resistencia de Eunice parece haberse derretido.

    —Cariño, vamos. No llores así. Es solo una muñeca vieja que ha tirado alguien. ¿Estás llorando por eso? Eh.

    Era una imagen horrible, el torso de muñeca, la cabeza calva sin ojos en las cuencas. Sí, hay algo obsceno en ella. ¡Algo repugnante!

    Debería habérsela ocultado, supone. Ahora es demasiado tarde.

    Abraza a Eunice en un cálido abrazo de Papá. Para calmarla. Para consolarla. Para impedir que se haga daño a sí misma.

    Apretada, apretada en los brazos de Papá, que protege a su desdichada hija, acuclillado ahora junto a ella para sujetarla con mayor firmeza, también asustado ahora, también desconcertado, su corazón de Papá se está rompiendo mientras su hija llora en sus brazos sin que él sepa por qué.

    31 de octubre de 2013

    31 de octubre de 2013

    Tan solo la sensación de que algo no estaba bien.

    Vi las huellas de neumáticos en el barro, que subían la colina… Buitres cabecirrojos en los árboles.

    ¡Dios! Ojalá no lo hubiera visto.

    El humedal: tan denso, tan silencioso; exuda un aire de oscuridad sulfurosa, como si la luz ordinaria fuera absorbida por arenas movedizas.

    Inútil pedir ayuda, nadie lo oiría.

    Y, sin embargo, allí hubo asentamientos en el siglo XVIII. Quedan vestigios de caminos, de antiguas forjas, de hornos para fabricar vidrio. Hornos para cerámica, para ladrillos, restos de casas de piedra derruidas hace mucho tiempo, un molino harinero. Las ruinas de una presa artificial en el extremo este de la charca de Wieland. Vestigios de una iglesia de piedra, un cementerio de lápidas rotas y corroídas, inclinadas como borrachos en medio de una juerga.

    En la blanda tierra del cementerio, huesos dispersos, liberados de sus ataúdes, emergen a la superficie, de un blanco macabro en la penumbra.

    Gritos de las aves del humedal: charranes, garzas, barnaclas canadienses. El silencio inquietante de los buitres.

    En el siglo pasado corrían rumores de asesinatos entre bandas durante la ley seca. El licor ilegal se transportaba por la costa desde Canadá hasta Atlantic City, se cargaba en camiones y se llevaba al interior del estado: Trenton, Newark, New Brunswick, Jersey City, Hoboken. Se amasaban y se dilapidaban fortunas. Arrojaban a las víctimas de los asesinatos a las marismas costeras; los cuerpos, desfigurados por los animales y la descomposición, nunca se encontraban, y nunca se identificaba a sus asesinos.

    Los niños que crecían en Wieland oían esas historias de asesinatos sin resolver. Hombres que faltaban de sus familias, que se rumoreaba estaban sepultados en las marismas. El dinero de los tiempos de la ley seca envuelto en plástico y guardado en envases impermeables, oculto en sótanos, en desvanes, en pozos, en graneros. En la espesura. Cientos de miles de dólares de los tiempos de la ley seca perdidos cuando un hombre moría de pronto sin haber compartido su secreto con nadie o sucumbía a la demencia y olvidaba dónde había escondido el dinero e incluso que lo había tenido.

    Esas antiguas familias de Wieland —los Dutchin, los Hannaham, los Odom, los Healy— habían pasado por tiempos difíciles en las últimas generaciones…

    Normalmente, los hermanos Healy trabajan bien juntos. Pero esta tarde no.

    Mientras descargan maderas viejas del camión de plataforma de su padre en el vertedero de Wieland, el menor de los dos pierde el equilibrio mientras retrocede y se le resbala de los dedos una docena de tablones podridos de tres metros y medio, lo que provoca que el otro hermano, que sujeta el extremo opuesto de los tablones, se desplome hacia delante y esté a punto de dar con la cara en el suelo.

    Maldita sea. ¿Qué es lo que te pasa hoy? —Marcus está furioso.

    El propio Demetrius parece anonadado. No es típico de él ser tan torpe en el trabajo.

    Balbucea una disculpa: ¡Dios mío!… Perdona.

    Ante el desprecio de su hermano, Demetrius se siente mortificado. Se encoge como un niño ante una regañina, a pesar de que mide más de un metro ochenta, supera a Marcus. Los ojos bajos, la mirada avergonzada.

    Aunque solo tiene veinte años, surcan la frente de Demetrius Healy arrugas de preocupación, apenas visibles bajo el borde de una gorra de béisbol mugrienta. Tiene los dientes corroídos, la nariz rota por un accidente en la infancia. Esos ojos viejos y jóvenes, esa mirada húmeda y melancólica color gris guijarro, que uno ve en quienes han tenido que madurar demasiado deprisa.

    Tratando de no tambalearse, Demetrius se agacha para agarrar su extremo de la carga. Marcus lo mira con desprecio.

    —Te has tomado qué…, ¿dos cervezas?

    Demetrius se da cuenta, después de todo este tiempo, de que no lleva guantes. Se ha olvidado de traer sus guantes de trabajo, o se los ha dejado en el camión, o los ha vuelto a perder.

    —¿Mamado con dos cervezas? Qué maricón.

    Un rubor invade el rostro de Demetrius. Ha aprendido que es mejor no contestar a su hermano en ocasiones así.

    —Vale, andando.

    Marcus lo empuja con los tablones, lo fuerza a retroceder apresuradamente mientras se tambalea. Por encima de ellos, en una cercanía desconcertante, las aves carroñeras vuelan en círculos batiendo las alas, dando gritos de protesta mientras ellos dejan caer los tablones sobre un montón de basura.

    Aunque no hace calor, Demetrius está sudando. No consigue concentrarse. Algo dentro de su cráneo está aleteando. El fuerte olor a basura sin tratar proveniente de otras partes del vertedero, un olor que le trae recuerdos, le da arcadas.

    Los dos hermanos Healy llevan toda la tarde bebiendo latas de cerveza de forma esporádica.

    Cargar el camión de plataforma de su padre en una casa demolida en la ciudad, descargarlo en el vertedero. Un trabajo monótono y aburrido, puro trabajo manual, que no requiere destreza pero que resulta estresante, agotador.

    En cierto sentido, es hiriente. Humillante. Marcus desearía con todas sus fuerzas trabajar de carpintero como su padre, pero los malditos encargos no llegan para alguien con su falta de experiencia.

    Desde que Demetrius dejó el colegio hace varios años, ha trabajado de manera esporádica con su hermano, y ha descubierto que Marcus bebe en el trabajo cuando puede; a menudo bebe incluso mientras conduce. Lleva cervezas Coors en la parte de atrás de su coche.

    Demetrius también ha empezado a beber. No todos los días —no tanto los domingos, cuando va a la iglesia—, pero sí durante la semana. No puede seguirle el ritmo a Marcus.

    Puede que sean las varias cervezas que se ha tomado, o algo que le preocupa, pero Demetrius hoy está raro. Normalmente no se queja, es fuerte como un novillo, estoico e impasible. Recibir insultos de su hermano: vale, está acostumbrado.

    Hoy no puede concentrarse. Respira por la boca, como un caballo sin aliento. Los ojos le lloran por el vertedero, los neumáticos que arden sin llama emiten un pútrido humo negro que se eleva indolente como la mano de una mujer que dice ven.

    Un olor que quema y que te golpea en la cara la primera vez que llegas al vertedero, y más tarde descubres que ya no lo estás oliendo.

    En la entrada principal y salpicados aquí y allá por todo el vertedero, hay descoloridos carteles de advertencia que dicen: AMIANTO. Hace décadas, se arrancaron revestimientos de amianto de muchas paredes, incluidas las paredes de los colegios públicos de Wieland, y una serie de obreros locales, entre ellos Lemuel Healy, los depositaron aquí de cualquier manera. Más tarde, la mayoría de estos desechos se enterraron en una fosa con excavadoras y se cubrieron con grava que continuamente se está desplazando.

    ¿Zona de desastre ecológico? Sin embargo, nadie lo ha decretado así (aún), de modo que el vertedero sigue en funcionamiento.

    Existe un peligro más inmediato por las aves depredadoras que defienden su territorio: gaviotas, cornejas, buitres cabecirrojos, busardos. Chillan y se ciernen allí arriba.

    De niños, Marcus y Demetrius solían ir en bici con otros niños al vertedero, a cinco kilómetros de la granja de su familia en Stockton Road, con escopetas de aire comprimido, rifles del calibre 22. La práctica de tiro era bastante salvaje, cientos de aves basureras tratando de huir frenéticamente, aleteando, graznando, imposible fallar, siempre se acertaba a algo, a los muchachos les bullía la sangre, les corría con fuerza por las venas.

    Pájaros del Infierno, abatidos en pleno vuelo, que caían a plomo al suelo. Las emplumadas alas dejaban de pronto de batir y los graznidos quedaban silenciados.

    Las ratas eran también blancos predilectos. Pero las ratas son listas, huyen al oír voces, no es tan fácil encontrarlas y dispararles.

    Mientras su hermano y los otros niños aullaban y vitoreaban a su alrededor, Demetrius se quedaba callado, avergonzado. Él solo tenía una pistola

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