Déjame entrar (2008)
Tomas Alfredson
“Chilla como un cerdo, chilla”, dice Óscar, un muchacho cuya imagen
vemos reflejada en la ventana de su habitación. Es de noche. Todo está
nevado. Un coche se detiene ante la puerta del edificio: desde la perspectiva
del niño, en picado, vemos bajar a una muchacha con un adulto. La escena
siguiente nos muestra al chico en clase; un policía habla sobre los métodos
para descubrir a un asesino y plantea un caso que resuelve Óscar. La precisión
de su respuesta (“no había humo en los pulmones del muerto”) sorprende al
agente. La presentación de Óscar concluye con otro episodio que tiene lugar
fuera de clase: el niño camina hacia atrás; en realidad, intenta evitar a quienes
lo acosan: tres muchachos que lo rodean y lo llaman “cerdito“. Estas breves
pinceladas sirven para presentar al protagonista del relato: un chico despierto
que vive humillado por un grupo de compañeros y que imagina su venganza
cuchillo en mano en la soledad de su habitación.
El cuchillo sirve de nexo con la escena siguiente: es uno de los objetos
que prepara cuidadosamente el adulto que acompañaba a la niña recién
llegada. Se encuentra con alguien en una arboleda completamente nevada y lo
mata (la cámara nos muestra la escena de lejos; de hecho, apenas la muestra:
tras una discusión se produce el asesinato), después cuelga el cadáver y se
dispone a desangrarlo (aunque todo ello no lo vemos, nos lo oculta el criminal).
La operación, sin embargo, no concluye: un perro inoportuno y sus dueños
obligan al asesino a huir apresuradamente dejando en el lugar del crimen sus
instrumentos de trabajo. Lo visto es suficiente para que el espectador empiece
a comprender: muy probablemente nos encontramos ante uno de los
conocidísimos códigos del cine y, por supuesto, de la literatura, el del vampiro,
una de las ramas del frondoso árbol de la narrativa gótica dentro del género del
terror. Basta repasar mentalmente lo visto: no solo la búsqueda de la sangre,
sino también la nocturnidad (el adulto y la niña han llegado de noche) y el
oscurecimiento de ventanas y cristaleras (para impedir el paso de la luz del sol).
Queda pendiente la presentación de la niña (a la que escuchamos, en off,
riñendo a su acompañante por la torpeza con la que ha actuado). Mientras
Óscar repite su frase favorita –“chilla, chilla”- y se desahoga enfrentándose con
un árbol y clavando en él su cuchillo, la joven, Eli, que vive en el piso de al lado,
lo observa. Sus primeras palabras nos resultan comprensibles: “No puedo ser
amiga tuya”. Vemos a ambos en un plano entero, distante, que no permite
apreciar con nitidez el rostro de la muchacha.
El asesinato centra ahora
las preocupaciones de los
protagonistas: la profesora de
Óscar lo comenta en clase; su
madre, alarmada, le ordena
regresar inmediatamente a casa
al salir de colegio; varias
personas hablan de ello en el
bar a la vez que se fijan en la
presencia de un recién llegado a la ciudad que no quiere entablar relaciones
con nadie, y, en fin, el propio Óscar guarda las crónicas periodísticas del
suceso.
El cubo de Rubik logrará finalmente entablar la relación entre ambos, en
el segundo encuentro en el patio (antes la cámara se ha mantenido fija ante las
dos ventanas: la de Óscar, iluminada; la de Eli, completamente oscura, en una
nueva pista para el espectador). Se trata de una escena que ofrece nuevos
indicios: ahora la cámara nos muestra a la joven en un plano más corto, y nos
permite advertir los rasgos de su rostro: palidez extrema, casi cadavérica, y
ojos enrojecidos (detalles que confirman su condición vampírica), a lo que
podemos añadir una mirada distante, ausente, perdida. Al fin se interesa por el
cubo que manipula Óscar, pero sin mirarse siquiera. El muchacho empieza a
fijarse en ella: le extraña su olor y le sorprende que no tenga frío (“lo he
olvidado”, responde ella). Eli se queda con el cubo; cuando Óscar se va, la
joven parece atacada por un llanto silencioso, por un dolor callado.
Se prepara el segundo crimen: dos amigos se despiden. Uno de ellos
pasa bajo un puente en el que se encuentra Eli, sentada, en la sombra. Una
cámara fija lejana nos lo muestra: mediante un engaño ella consigue que él se
acerque, se interese y la coja en brazos, momento que la joven vampiro
aprovecha pata atacarlo y saciarse. Lo sucedido no ha pasado desapercibido ni
para el otro amigo (un tipo curioso cuya casa está llena de gatos, inquietante
animal que en el relato vampírico actúa como vínculo entre el mundo real y el
de las oscuras criaturas que lo pueblan) ni para el acompañante de Eli
(asistimos a otra discusión entre ambos, ahora es él quien riñe; Óscar oye las
voces en tanto que la cámara nos muestra las dos ventanas, esta vez sin
revestimiento interior): al primero apenas le salen las palabras cuando intenta
explicar en el bar lo que ha visto, el segundo se ocupa de hacer desaparecer el
cadáver arrojándolo junto al desagüe de una cañería (de la que el director nos
ofrece un significativo plano detalle, que el espectador no deberá olvidar).
De día, Óscar encuentra el cubo de Rubik resuelto (se lo ha dejado Eli,
que ahora duerme en su ataúd, en el baño). De noche, (cronológicamente la
película se estructura según la alternancia entre el día y la noche: el día está
marcado por la separación de los dos chicos y algunos actos de maltrato de los
compañeros de colegio, la noche trae el encuentro de ambos pero también más
episodios de acoso y los crímenes) tiene lugar una interesante conversación:
Óscar y Eli hablan de sí mismos, conocemos sus nombres y su edad; el chico
se interesa especialmente por la edad de ella (“tengo doce años, pero desde
hace mucho tiempo”), y por el día de su cumpleaños, algo que pone nerviosa e
incómoda a la joven.
La violencia contra Óscar da un paso más cuando sus acosadores lo
golpean con una vara por negarse a entregarles un papel que el muchacho ha
escrito en el colegio. Uno de esos golpes le alcanza en el rostro y el chico
deberá improvisar una justificación ante su madre (esta mujer separada es un
personaje siempre ocupado, frío, carente de una relación afectiva con su hijo,
incapaz del menor gesto de cariño), que no le servirá, sin embargo, ante Eli. A
medida que la relación entre los dos chicos se ha ido asentando, la cámara se
ha acercado más a ellos. Ahora los vemos en primeros planos, de perfil; ella,
consciente del origen de la herida, aconseja: “Devuelve el golpe”, “golpéales
con todas tus fuerzas”; “yo te ayudaré”, añade mientras pone su mano sobre la
de él. Óscar le entrega el papel que escribió en el colegio: un código para
comunicarse mediante pequeños golpes con los dedos.
Tras un nuevo encuentro nocturno de Óscar y Eli (él la invita a chocolate,
ella rehúsa –no puede, no se alimenta de eso- pero acaba aceptando y
vomitando; él la abraza y le confiesa que le gusta; ella responde con una
pregunta: “¿Sería así aunque no fuera una chica?”), el chico visita a su padre,
con quien parece encontrarse muy cómodo. La presencia del padre es escasa
en el relato: su aparición se reduce a dos visitas de su hijo (la segunda mucho
más significativa, es la que realmente informa sobre su vida) y alguna que otra
conversación telefónica para que riña a Óscar.
Hakan, el acompañante de Eli, prepara un nuevo crimen. Conviene
detenerse en este
personaje, cuya figura
parece la de un
protector de la joven,
una especie de
cuidador de alguien que
necesita pasar muchas
horas en reclusión, a
quien debe procurar el
alimento imprescindible,
la sangre, y de quien se encuentra enamorado (llega a pedir a Eli que no vea a
Óscar la noche del nuevo crimen). La relación entre Eli y Hakan es una mezcla
de cariño y sometimiento: Eli mantiene una actitud posesiva y de dominio hacia
Hakan, pues, más allá del cariño, está en juego su vida; y el espectador llegará
a preguntarse si estos rasgos no serán los mismos que explican el amor que Eli
siente por Óscar. Sin embargo, una y otra vez Hakan fracasa en su objetivo. Su
último yerro, en los vestuarios del pabellón de baloncesto, lo deja en manos de
la policía; antes, ha tenido la precaución de desfigurar brutalmente su rostro
para evitar toda vinculación con Eli. Ella lo visitará en el hospital. Como Drácula
(capaz de escalar las paredes externas de su castillo) trepará por la fachada
del hospital. A través del reflejo en la ventana vemos la faz deformada de su
protector, antes de recibir de él el último servicio.
Todavía con la boca manchada de sangre, Eli se presenta en la ventana
de Óscar y le pide que le deje entrar. Ambos mantienen un curioso diálogo:
Óscar le propone “ir en serio” y Eli le recuerda que “no es una chica”.
Un nuevo episodio de acoso tiene lugar durante el día del patinaje.
Previamente, el plano detalle de una boca de desagüe nos recuerda que en
aquel lugar arrojó Hakan un cadáver. Ahora Óscar se defiende atacando,
golpeando con el mismo palo que en su momento usó Hakan. Varios niños y un
profesor observan la escena. Óscar, triunfante, regresa a casa (donde le
espera su madre, enfurecida) en tanto que la sierra corta el hielo que ocultaba
el cadáver. Crecido por su logro, el muchacho propone a Eli una unión de
sangre, pero basta con la visión de algunas gotas del líquido para que la joven
se transforme y huya.
Los acontecimientos se precipitan. Una sedienta Eli se arroja sobre
Virginia, que acaba de discutir con su pareja, Lacke, amigo de la víctima
anterior de Eli. De nuevo, la llegada de otras personas obliga a la vampiro a
huir precipitadamente, pero al día siguiente Virginia notará los efectos del
ataque. Los gatos no tardarán en advertir la nueva condición de Virginia y se
lanzan sobre ella. En el hospital pedirá la muerte y logra que un médico le abra
las ventanas en pleno día. El resultado es una otra muestra del respeto del
director a los códigos de la tradición vampírica.
Óscar está de nuevo con su padre. Se trata de una escena muy
relevante: ambos juegan hasta que reciben una visita, la de alguien que llega
prácticamente en zapatillas. El cruce de miradas muestra la familiaridad entre
el recién llegado y el padre de Óscar. El juego es sustituido por el tabaco y el
alcohol: beben en silencio. Ése parece ser el modo de hacer soportable la vida
en un ambiente donde la nieve y el hielo, verdaderas metáforas de la
monotonía y la soledad, de una vida sin horizontes, lo cubren todo, el paisaje
exterior y el interior. Óscar entonces también vuelve a su mundo: “Debo irme y
vivir o quedarme y morir”, dice el mensaje que le ha dejado escrito Eli. De
noche, un vehículo se detiene en la carretera para traerlo a su casa.
Óscar visita a Eli y le pregunta si es un vampiro. A la noche siguiente
será Eli quien visite a Óscar y le ruegue que la invite a entrar. Él no lo hace y
ella entra sin ser invitada, con lo cual empieza a sangrar. Óscar reacciona
invitándola y abrazándola. Éste motivo, enunciado ya en el título, también
procede de la tradición vampírica, según la cual los vampiros no pueden entrar
en una casa si no son previamente
invitados; si lo hacen, la sangre
brota de inmediato revelando su
verdadera condición (Drácula
sorteaba en ocasiones este
inconveniente hipnotizando a sus
víctimas; se trata, en realidad, de
un mecanismo de seducción
hábilmente transformado en
materia literaria: el vampiro es
también un seductor y al dejarlo entrar su víctima acepta el juego que aquél
propone). Es momento de aclarar las cosas: Eli, que ha reconocido su
condición de vampiro, repite las palabras que decía Óscar cuando lo conoció
(“chilla, chilla”); “pero yo no mato a la gente”, se justifica él; “pero te gustaría
hacerlo si pudieras, para vengarte”, replica ella. Al fin, ella le ruega “que se
ponga en su piel”, mata porque no tiene otro remedio. Y por unos instantes
vemos el rostro de la muchacha transformado, envejecido. Todo lo interrumpirá
la inoportuna llegada de la madre.
Pero Óscar ha pasado la noche en casa de Eli, que le ha dejado un
mensaje citándolo para la noche siguiente. Ella ahora duerme, ignorante de la
llegada de Lacke, deseoso de vengar la muerte de Virginia. La aparición de
Lacke sorprende a Óscar todavía en casa de Eli. El momento crucial de la
escena tiene lugar en el baño, el dormitorio de Eli: un plano cenital nos muestra
al intruso destapando el ataúd, en tanto que Óscar se aproxima por detrás,
cuchillo en mano, y despierta a la chica cuando Lacke se dispone a abrir la
ventana. Eli agradecerá después a Óscar que la haya salvado y le anuncia que
debe irse.
La última y más brutal
agresión que sufre Óscar tiene
lugar en la piscina: “una
competición, tres minutos bajo
el agua”, dice el hermano
mayor de uno de los
acosadores. Como si de un
acto de solidaridad con el
agredido se tratase, la cámara se sumerge con Óscar y nos muestra su
progresivo agotamiento, aunque el sonido nos dice que algo está sucediendo
en el exterior, algo que desconocemos pero cuyas consecuencias son visibles
bajo el agua, en forma de miembros brutalmente desgarrados. Al fin, un brazo
saca del agua un exhausto Óscar que apenas tiene fuerzas para sonreír a su
ángel salvador que, no lo olvidemos, es en realidad un monstruo: un plano
general de la piscina nos enseña la carnicería que ha tenido lugar. El lobo ha
salvado a Caperucita y ambos se marchan juntos.
El final nos devuelve al plano del comienzo (la nieve cayendo en la
noche) y a Óscar viajando en tren; junto a él una gran caja que golpea con los
dedos, según el código ya conocido. Los dos muchachos viajan rumbo a un
destino común tan incierto como previsible ante el que inevitablemente regresa
a la memoria del espectador el personaje de Hakan.
El resultado final es un cuento infantil, una obra en la que la ingenuidad y
la candidez van de la mano con el horror y la violencia, sin caer en el gore. Esta
mezcla de ternura y atrocidad es probablemente lo más atractivo de una
película que adapta el texto del autor sueco John Ajvide Lindqvist. El libro, del
mismo título que la película, contiene aspectos y derivaciones del relato de los
que en la película se ha prescindido o que no han sido desarrollados.
En la obra lo dramático convive con lo fantástico dentro de la más
absoluta normalidad: un chico tímido, taciturno e inadaptado, blanco perfecto
para el abuso de los perdonavidas de turno, conoce a una joven de apariencia
frágil e inocente que esconde a una asesina implacable que necesita la sangre
de sus víctimas para sobrevivir. Las agresiones que sufre el primero
alimentarán la sed de venganza de ambos. Todo ello distingue a este relato. No
nos hallamos ante otra historia de vampiros adolescentes al modo de las
adaptaciones recientes de la saga novelesca de Stephenie Meyer, Crepúsculo,
sino ante un relato que respeta los cánones en los que se inscribe y en cuyo
fondo hay una historia de amor entre dos seres solitarios, rechazados y
apartados de la sociedad que los ha convertido en extraños, cada uno por sus
circunstancias, sedientos tanto de sangre como de afecto y de venganza.
La película está contada desde los ojos del niño, una mirada llena de
curiosidad e ingenuidad que expresa tanto su timidez como su orfandad
afectiva, su sufrimiento y su soledad. A través de él conocemos y, lo que es
más asombroso, comprendemos a Eli: el espectador llega a apreciar, casi sin
darse cuenta, al lobo que se acerca con piel de cordero. Entendemos el punto
de vista del monstruo, que explícitamente
lo pide: “Ponte en mi piel”. Frente al terror
gratuito y puramente efectista del cine gore,
aquí el horror tiene un origen reconocible:
las carencias afectivas de los protagonistas,
el miedo, la soledad, expresado todo ello
por un entorno natural gélido, glacial,
dentro de la tradición del cine sueco de
convertir a la naturaleza en un trasunto del
mundo interior de los personajes.
Además del libro del que procede, la cinta remite a otras obras del
género como la saga “El pequeño vampiro”, de la autora alemana Angela
Sommer-Bodenburg. Merece la pena añadir otras referencias importantes de la
literatura vampírica, que ha servido de cauce a un mito que ya conocían los
antiguos griegos (cabe recordar a Empusa, una criatura fantástica de origen
vampírico) y que recorre la Edad Media extendiéndose desde Asia a las tierras
eslavas (en 1431 nace en Valaquia, actual Rumanía, Vlad Dracul, el hijo del
dragón; conocido como el empalador, se enfrentó al imperio otomano y es
reconocido como héroe nacional en su país, aunque son muchos los que creen
que su crueldad lo convirtió en motivo de inspiración para el personaje de
Drácula, creado por Bram Stocker en 1897).
Y es que el mito del vampirismo se reavivó notablemente con la llegada
del Romanticismo: diversos relatos preceden al de Stoker; entre otros, la
novela Carmilla, del irlandés Sheridan Le Fanu, obra precursora protagonizada
por una hermosa y enigmática mujer vampiro, que ha influido notablemente en
el inmortal Drácula de Stoker. En el siglo XX brilla con luz propia la figura de la
escritora estadounidense Anne Rice, autora de las famosas Crónicas
vampíricas, una saga literaria escrita entre 1976 y 2003, que ha renovado el
género y a la que pertenecen títulos como Entrevista con el vampiro, que abre
la serie, o Cántico de sangre,
que la cierra. Comenzó la saga a
raíz de la muerte de su hija
pequeña, a causa de la leucemia.
En Entrevista con el vampiro uno
de los protagonistas vampiro es
precisamente una niña pequeña.
Digamos, finalmente, que
en el núcleo de toda esta larga y
fecunda tradición literaria se
encuentra la sangre (ya desde la
Antigüedad se otorga a la
sangre un valor sagrado y es
considerada como la morada del
alma; en la Biblia se pronuncia una clara advertencia al respecto: “Guárdate
sólo de comer la sangre, porque la sangre es el alma” -Deuteronomio, capítulo
12, versículo 23- y en la tradición islámica se habla de ella como el “alma
líquida”), y en torno a ella un terreno en el que han convivido los mitos, el
folclore, la brujería, la magia, y en el que ha entrado también la ciencia. Sin
olvidar los enterramientos de catalépticos en la Edad Media, el vampirismo ha
sido relacionado con la porfiria, una enfermedad genética, y sus síntomas
(fotosensibilidad, quemaduras espontáneas, desfiguración), que se podrían
aliviar con la oscuridad y la bebida de sangre. En el siglo XVIII los naturalistas
dieron el nombre de vampiro a los murciélagos hematófagos, un mamífero que
se alimenta de sangre (como hacen otros insectos).
El significado del personaje literario del vampiro ha sido objeto también
de estudio. Unos lo interpretan como
encarnación de nuestros miedos y
terrores, otros ven en su insaciable
sed de sangre una metáfora de un
deseo sexual insatisfecho. Pero, más
allá del erotismo, el principal valor de
los relatos de vampiros, la razón por
la que nos resultan atractivos, es por
reflejar el deseo humano de superar
la decadencia y la vejez, de escapar
a la muerte. El vampiro se rebela
ante esa implacable ley de la
naturaleza, se resiste a aceptar el
destino común de los seres humanos,
y esa rebelión es admirable pero
también demoníaca, y en cuanto tal
está condenada a ser castigada.
Enfrentado al destino, el vampiro no
busca en qué entretener el tiempo
(como los personajes adultos de la
película, reunidos en el bar, ante el
televisor o junto a una botella)
mientras llega la muerte, sino que se
aferra a la vida para vencer lo inevitable. Es un rebelde existencial y su gesto
tiene el carácter heroico de un Prometeo, de quien se enfrenta a la voluntad
divina.
La rebelión tiene un precio: el castigo por alcanzar la inmortalidad y
detener el envejecimiento es justamente dejar de vivir, quedar reducido a una
existencia solitaria y nocturna, privados de la luz, del amor y de las relaciones
humanas, además de otros muchos placeres cotidianos, como el sabor de los
alimentos. La eternidad supone dejar de vivir, dejar de sentir, dejar de amar.
Enfrentarse al tiempo trae como consecuencia convertirse en un monstruo.
La poesía tampoco ha escapado a la atracción de este poderoso mito.
He aquí un ejemplo: el poema “La metamorfosis del vampiro”, una de las flores
del mal del poeta simbolista y decadentista francés Charles Baudelaire, el
poeta maldito muerto a la edad de cuarenta y seis años, opuesto a los valores
de la sociedad burguesa, a la que se esforzó en irritar y escandalizar, y fue
rechazado por ello.
La femme cependant, de sa bouche de fraise, Traducción:
En se tordant ainsi qu’un serpent sur la braise,
Et pétrissant ses seins sur le fer de son busc, La mujer, entre tanto, de su boca de fresa
Laissait couler ces mots tout imprégnés de Retorciéndose como una sierpe entre brasas
musc: Y amasando sus senos sobre el duro corsé,
— «Moi, j’ai la lèvre humide, et je sais la science Decía estas palabras impregnadas de almizcle:
De perdre au fond d’un lit l’antique conscience. «Son húmedos mis labios y la ciencia conozco
Je sèche tous les pleurs sur mes seins De perder en el fondo de un lecho la conciencia,
triomphants, Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.
Et fais rire les vieux du rire des enfants. Y hago reír a los viejos con infantiles risas.
Je remplace, pour qui me voit nue et sans voiles, Para quien me contempla desvelada y desnuda
La lune, le soleil, le ciel et les étoiles! Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas.
Je suis, mon cher savant, si docte aux voluptés, Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites,
Lorsque j’étouffe un homme en mes bras Cuando sofoco a un hombre en mis brazos
redoutés, temidos
Ou lorsque j’abandonne aux morsures mon O cuando a los mordiscos abandono mi busto,
buste, Tímida y libertina y frágil y robusta,
Timide et libertine, et fragile et robuste, Que en esos cobertores que de emoción se
Que sur ces matelas qui se pâment d’émoi, rinden,
Les anges impuissants se damneraient pour Impotentes los ángeles se perdieran por mí.
moi!»
Cuando hubo succionado de mis huesos la
Quand elle eut de mes os sucé toute la moelle, médula
Et que languissamment je me tournai vers elle y muy lánguidamente me volvía hacia ella
Pour lui rendre un baiser d’amour, je ne vis plus A fin de devolverle un beso, sólo vi
Qu’une outre aux flancs gluants, toute pleine de Rebosante de pus, un odre pegajoso.
pus! Yo cerré los dos ojos con helado terror
Je fermai les deux yeux, dans ma froide y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
épouvante, A mi lado, en lugar del fuerte maniquí
Et quand je les rouvris à la clarté vivante, Que parecía haber hecho provisión de mi
À mes côtés, au lieu du mannequin puissant sangre,
Qui semblait avoir fait provision de sang, En confusión chocaban pedazos de esqueleto
Tremblaient confusément des débris de De los cuales se alzaban chirridos de veleta
squelette, O de cartel, al cabo de un vástago de hierro,
Qui d’eux-mêmes rendaient le cri d’une girouette Que balancea el viento en las noches de
Ou d’une enseigne, au bout d’une tringle de fer, invierno.
Que balance le vent pendant les nuits d’hiver.
Para concluir, una cita de Anne Rice: "Y pensar que, aún en este mundo
de acero y gasolina, de estruendosas sinfonías electrónicas y de silenciosos y
centelleantes circuitos de ordenadores, continuamos errando."