Las tribus del desierto están
vencidas y desesperadas, el emir
Qannadi sostiene una guerra fría de
poderes con el imán, Meryem sigue
intrigando y seduce a Achmad,
hermano del califa Kharman, y los
dioses se reúnen, sin éxito, para
dilucidar su propio conflicto. Así
abandonados por los inmortales,
Khardan, Zohra, Mateo y Auda ibn
Jad, el Paladín Negro de Zhakrin
que se ha unido al califa mediante un
juramento de hermandad, hacen un
largo y accidentado viaje hasta el
Tel, lugar de asentamiento de las
tribus nómadas. Mateo está a punto
de morir en Serinda, la antigua
Ciudad de la Muerte. A su llegada a
los campamentos del desierto,
Khardan logra reivindicarse ante su
pueblo y es nombrado Profeta de
Akhran; a partir de ese momento,
las aventuras y situaciones
comprometidas se suceden una tras
otra, siendo la magia uno de los
elementos fundamentales para la
consecución de los propósitos de los
protagonistas.
Finalmente, la Rosa del Profeta ha
florecido y la Gran Guerra entre los
dioses y los hombres toca a su fin.
Con ella se ha demostrado que el
destino de los humanos está en
manos de las divinidades pero que
también éstas sufren las
consecuencias de las acciones de
sus criaturas.
Margaret Weis y Tracy
Hickman
El profeta de
Akhran
La rosa del profeta - 3
ePUB v1.0
Ukyo 23.06.12
Título original: The Prophet of Akhran
(Rose of the Prophet, volume three)
Margaret Weis y Tracy Hickman, 1989.
Traducción: Ramón M. Castellote
Diseño/retoque portada: Orkelyon
Editor original: Ukyo (v1.0)
ePub base v2.0
AGRADECIMIENTOS
Quisiéramos agradecer la ayuda y
apoyo de nuestras familias: Laura,
esposa de Tracy, y Elizabeth Baldwin,
hija de Margaret.
Queremos expresar también nuestra
gratitud a Larry Elmore, por sus
maravillosos dibujos de cubierta y sus
ilustraciones interiores.
Gracias a Steve Sullivan por
proporcionarnos, una vez más,
representaciones visuales de nuestro
mundo con sus mapas.
Extendemos nuestro agradecimiento
a nuestra editora, Amy Stout, por su
dedicación y su amistad y… sí, Amy,
¡esta vez hay un final feliz!
Quisiéramos dar las gracias a Lloyd
Holden, instructor de la Escuela de
Artes Marciales A.K.F. de Janesvilley
Wisconsin, y a Bruce Nesmith, 2.° dan,
por el tiempo dedicado a ayudarnos con
las escenas de lucha. Todavía tenemos
cardenales. Queremos agradecer el
trabajo de varios autores que hemos
utilizado como referencia. En particular
Arabian Nights, traducido por Richard
Burton; Arabian Society in the Middle
Ages, de Edward William Lañe; Seven
Pillan of Wisdom, de T. E. Lawrence;
Alone tbrough the Forbid-den Land, de
Gustav Krist; In Barbary, de E.
Alexander Poweíl; Land Without
Laughter, de Ahmad Kamal, y In the
Land of Mosques and Minareis, de
Francis Miltoun y Blanche McManus.
Para terminar, un agradecimiento
especial a Patrick Luden Price, a quien
cariñosamente dedicamos el personaje
de Mateo, el joven brujo que abandona
un mundo para , ir a renacer en otro.
EL LIBRO DE QUAR
Capítulo 1
El desierto ardía bajo un sol de
verano que resplandecía en el cielo
como el ojo de un dios vengativo. Bajo
aquella asoladora y arrasante mirada,
pocas cosas podían sobrevivir. Aquellos
que lo conseguían, se mantenían fuera de
la abrasadora vista del dios,
escondiéndose en sus agujeros o
refugiándose en sus tiendas hasta que el
ojo se cerraba para dormir el sueño
nocturno.
Aunque aún era temprano por la
mañana, el calor irradiaba ya del suelo
del desierto con una intensidad que
incluso a Fedj, el djinn, lo hacía sentirse
como si lo hubieran ensartado en un
espetón y lo estuvieran asando
lentamente sobre las brasas de un fuego
eterno.
Fedj vagaba desconsoladamente por
el campamento, en las faldas del Tel…,
si es que podía seguir llamándose
campamento. Sabía que debía estar
atendiendo a su amo, el jeque Jaafar al
Widjar, pero, considerando el humor del
jeque en aquellos días, el djinn antes
habría preferido atender a un demonio
de Sul. Durante los últimos meses, todas
las mañanas era la misma canción. En el
momento en que Fedj brotaba del anillo
que su amo llevaba en el dedo, volvía a
empezar.
Primero, los gimoteos. Cogiéndose y
retorciéndose las manos, Jaafar se
lamentaba.
—De todos los hijos de Akhran, ¿no
soy yo acaso el más desgraciado? ¡Estoy
maldito, maldito! ¡Mi gente está
prisionera! ¡Nuestras casas en las
colinas, destruidas! ¡Las ovejas, que son
nuestro medio de vida, desperdigadas a
los cuatro vientos y los lobos! ¡Mi hija
mayor, la luz de mi vejez, desaparecida!
En este punto Fedj siempre pensaba
que, en otro tiempo, la desaparición de
aquella hija habría sido considerada una
bendición y no una maldición, pero, no
queriendo prolongar la tortura de su
amo, el djinn se abstenía de
mencionarlo.
Los lamentos y retorcijones de
manos iban poco a poco degenerando en
estridentes exhortaciones y golpes en el
pecho, silenciosamente interrumpidos de
vez en cuando por los comentarios
introspectivos del paciente y sufrido
djinn.
—¿Por qué me has hecho esto a mí,
hazrat Akhran? ¡Yo, Jaafar al Widjar, he
obedecido fielmente cada uno de tus
mandatos sin rechistar!
«¿Sin rechistar, amo? Sí… ¡Y yo soy
hijo de una cabra!»
—¿Acaso no traje a mi hija, mi
preciosa alhaja con ojos de gacela…?
«¡Y la disposición de un leopardo!»
—¿… a casarse con el hijo de mi
antiguo enemigo (que los camellos pasen
por encima de su cabeza), el jeque
Majiid al Fakhar? ¿Y acaso no traje
también a mi gente a residir aquí, al pie
de este maldito Tel, por mandato tuyo?
¿Y no convivimos después en paz con
nuestro enemigo como era tu voluntad,
hazrat Akhran? ¿Y acaso no habríamos
continuado viviendo en paz de no haber
sido empujados más allá de toda
provocación por esos rateros de los
akares…?
«Quienes, por alguna razón, insistían
en haber sido ultrajados por la
“pacífica” rapiña de sus caballos por
parte de los hranas».
—¿Y acaso no hemos sufrido
también en manos de nuestros enemigos?
¡Nuestras esposas e hijos arrebatados de
nuestros brazos por los soldados del
amir y mantenidos cautivos en la ciudad!
¡Nuestro campamento destruido,
mientras el agua del oasis se esfuma día
a día ante nuestros ojos…!
Fedj elevó los ojos con un resignado
suspiro y, sabiendo que no tenía otro
remedio, entró en la tienda de su amo y
lo sorprendió en mitad de la arenga.
—¿… y todavía insistes en que nos
quedemos aquí, en este lugar donde ni el
mismísimo Sul podría vivir por mucho
tiempo, y esperemos a que a esa
condenada planta, cuyos resecos y
ennegrecidos apéndices están
empezando a parecer tan consumidos
como los míos, le dé por florecer?
¿Florecer? ¡Antes brotarán rosas de mi
barbilla que de esos cactos chupadores
de arena! —voceó Jaafar agitando un
enclenque puño hacia el cielo.
La tentación de hacer brotar flores
de verdad de la canosa barba del
anciano fue tan aguda que Fedj se
retorció de dolor. Pero ahora las
lamentaciones y sacudidas de puño
habían cesado, cosa que siempre iba
seguida de lloriqueante contrición y
humildes disculpas. Fedj se puso tenso:
sabía lo que ahora venía.
—Perdóname, hazrat Akhran —dijo
Jaafar postrándose de rodillas e
inclinándose hasta tocar con la nariz el
suelo de su tienda—. Es sólo que tu
voluntad es muy dura y difícil de
entender para nosotros, pobres mortales;
y, dado que parece probable que todos
perezcamos por el rigor y las
dificultades, yo te ruego —añadió,
espiando con sus ojillos al djinn desde
los pliegues del haik— que nos libres
de la promesa y nos dejes abandonar
este maldito lugar y regresar con
nuestros rebaños de las estribaciones…
Fedj sacudió la cabeza.
Los ojillos se tornaron suplicantes.
—Espero tu respuesta con la mayor
humildad, hazrat Akhran —murmuró
Jaafar al suelo de la tienda.
—El dios te ha dado su respuesta —
dijo Fedj con un tono obstinado y severo
—. Has de permanecer acampado al pie
del Tel, en paz con tus primos, hasta que
la Rosa del Profeta florezca.
—¡Florecerá sobre nuestras tumbas!
—explotó Jaafar dando un puñetazo en
el suelo.
—Si así ha de ser, que sea. Alabada
sea la sabiduría de Akhran.
—¡Alabada sea la sabiduría de
Akhran! —repitió con enojada burla
Jaafar e, irguiéndose de un salto sobre
sus esmirriadas piernas, se precipitó
hacia el djinn—. ¡Quiero oírlo de boca
del propio Akhran, y no de uno de sus
mensajeros que tiene la barriga llena
mientras yo me muero de hambre! ¡Ve a
buscar al dios y tráelo hasta mí! ¡Y no
vuelvas hasta que así lo hagas!
Con un manso salaam, Fedj se
despidió. Al menos aquella orden
constituía un cambio y le daba al djinn
algo que hacer…, más el permiso para
ausentarse por un buen tiempo mientras
lo hacía. Desde fuera de los
chamuscados y ajironados restos de lo
que una vez había sido una vivienda
espaciosa y confortable, Fedj pudo oír a
Jaafar delirando y maldiciendo de un
modo que habría hecho enorgullecerse a
la fiera de su hija. El djinn lanzó una
mirada a través del desierto, hacia el
lado opuesto del Tel, donde se erguía la
tienda de Majiid al Fakhar, el viejo
enemigo de Jaafar. Los costados de la
tienda de Jaafar se elevaban y agitaban
con la cólera del anciano jefe como un
ente que viviera y respirara. En
contraste, la tienda de Majiid parecía
una cascara seca a la que habían sorbido
sus jugos vitales.
Fedj se acordó de la vez en que, tan
sólo hacía unos meses, había sido el
gigantesco Majiid, orgulloso de su
pueblo y de su valiente hijo, quien había
descargado su rabia atronadora contra
las dunas. Ahora, la gente de Majiid se
hallaba prisionera en Kich; su aguerrido
hijo en el mejor de los casos estaba
muerto y, en el peor, vagando
furtivamente por el desierto como un
miserable cobarde. El gigante era ahora
un hombre acabado que rara vez salía de
su tienda.
Más de una vez se lamentaba Fedj
de haberse dado tanta prisa en
comunicar a su amo que había visto a
Khardan, el hijo mayor de Majiid y
califa de los akares, escabullándose
subrepticiamente de la batalla del Tel
bajo la seda rosada de un chador de
mujer. En efecto, si hubiese podido
prever el naufragio general de ánimos y
de valor que iba a sobrevenir, mucho
más desastroso que todo el daño
perpetrado por los soldados del amir, el
djinn se habría dejado picar la lengua
por las hormigas rojas y se la habría
tragado antes de hablar.
Completamente desmoralizado, Fedj
vagó sin rumbo por el desierto y pronto
dejó bien atrás el Tel. El djinn habría
actuado según la orden de su amo y
marchado sin dilación en busca de
Akhran de no haber sabido que al dios
Errante sólo se lo podía encontrar
cuando él quería ser encontrado y que,
en ese caso, no tendría que buscarlo muy
lejos ni con demasiado esfuerzo. Pero
Akhran no se había dejado ver durante
meses. Fedj sabía que algo estaba
ocurriendo en el plano celestial. Qué era
lo que sucedía, no lo sabía ni se lo
podía imaginar. La tensión flotaba en el
aire como un buitre en vuelo circular,
proyectando la sombra de sus negras
alas sobre cada acción. Era
extremadamente injusto de parte de
Jaafar acusar al djinn de glotonear
mientras su amo se moría de hambre.
Fedj no había tomado una buena comida
durante semanas.
Deslizándose a través de los éteres,
lejos del campamento, y absorto en
oscuros pensamientos y presentimientos,
el djinn se vio de improviso arrancado
de sus sombrías contemplaciones al
divisar debajo de él, en el suelo del
desierto, una inusitada actividad. Una
dispersa agrupación de tiendas había
brotado durante la noche donde el djinn
podría haber jurado que no había
sombra alguna de tiendas el día anterior.
Apenas le llevó un momento darse
cuenta de adónde había ido a parar. Se
hallaba en el pozo sureño que señalaba
el límite de la tierra de los akares. Y
allí, acampado en torno al pozo,
utilizando el agua de Majiid, había otro
viejo enemigo… ¡el jeque Zeid!
Pensando que aquella usurpación de
la preciada agua de Majiid podría servir
para hacer volver a la vida al abatido
jeque, el djinn estaba considerando de
qué manera debería comunicarle la
noticia a alguien que no era su amo y
que, además, era su enemigo, cuando vio
materializarse una figura en el aire
delante de él.
—¿Raja? —preguntó Fedj con
cautela mientras su mano se iba hacia la
empuñadura del enorme sable que
llevaba a su costado.
El musculoso y oscuro corpachón
del djinn del jeque Zeid, con la mano
también en la empuñadura de su espada,
temblequeó ante Fedj en ondas de calor
que se elevaban desde la arena.
—¿Fedj? —preguntó el otro djinn
flotando hasta situarse más cerca de él.
—¡Sí, soy Fedj, como de sobra
sabes a menos que tu vista haya tomado
el mismo camino que tu inteligencia y
haya desaparecido! —contestó Fedj en
tono enojado—. ¡Esa agua que bebéis es
del pozo del jeque Majiid! Tu amo es
consciente sin duda de que todo aquel
que bebe de esa agua sin permiso del
jeque pronto tendrá oportunidad de
apagar su sed bebiéndose su propia
sangre.
—¡Mi amo bebe donde le parece, y
aquellos que intenten impedírselo
terminarán sus días llenando las barrigas
de los chacales! —rugió Raja.
Las cimitarras lanzaron destellos
amarillos al sol, el oro centelleó en
pendientes y brazaletes y el sudor brilló
en los desnudos pechos de los djinn
mientras éstos se agachaban el uno
frente al otro en el aire observándose,
esperando…
Entonces, de repente, Raja arrojó su
cimitarra lejos de sí con una amarga
maldición. El arma, olvidada, cayó
dando vueltas a través del cielo para ir a
aterrizar con un ruido sordo en la arena
del desierto de Pagrah, donde abrió una
grieta en forma de espada que, hasta el
día de hoy, sigue siendo un misterio para
todos aquellos que la ven.
—¡Mátame aquí mismo, donde
estoy! —gritó Raja con los ojos
anegados en llanto; y, abriendo los
brazos de par en par, echó hacia
adelanté su negro pecho—. ¡Mátame
ahora, Fedj! ¡No voy a levantar una
mano para impedírtelo!
Aunque la efectividad de aquella
exhibición se veía algo debilitada por el
hecho de que el djinn era inmortal y
Fedj podía atravesarlo con su cimitarra
un millar de veces sin hacerle el menor
daño, aquél era un noble gesto que tocó
a Fedj hasta la misma médula de su
alma.
—Amigo mío, ¿qué significa esto?
—dijo anonadado Fedj, bajando su arma
y aproximándose a Raja no sin cierto
grado de precaución.
Lo mismo que su amo, Zeid, el djinn
guerrero Raja era un viejo y astuto zorro
al que todavía podían quedarle uno o
dos dientes.
Pero, mirándolo desde más cerca,
Fedj vio que Raja ofrecía
verdaderamente un aspecto poco mejor
que el de un cachorro apaleado. La
desesperación del fornido djinn
resultaba tan obvia y real que Fedj
enfundó su espada y puso el brazo en
torno a los inmensos hombros de su
enemigo.
—¡Amigo mío, no digas disparates!
—lo reprendió Fedj, conmovido ante la
vista de su pena—. ¡Las cosas no
pueden estar tan mal!
—¿Ah, no? —replicó Raja furioso,
sacudiendo la cabeza y haciendo que sus
enormes pendientes de oro chocaran
ruidosamente contra su mandíbula—.
¡Dile al jeque Majiid que Zeid le está
robando su agua! ¡Tráelo aquí en son de
guerra, como habría sucedido en meses
pasados, y tendrá la grandísima
satisfacción de ver a mi amo adentrarse
de nuevo en el desierto arrastrándose
sobre su barriga, y allí arrugarse y morir
como una lagartija!
Fedj habría jurado que aquello era
justamente lo que iba a hacer. Habría
podido regodearse con la caída de Zeid
y glorificado a Majiid hasta los cielos.
Pero decidió no hacerlo. La lamentable
situación en que se hallaba Raja era
profundamente similar a la suya propia
y, además, Fedj adivinaba que Raja
debía de saber algo de las verdaderas
circunstancias de sus enemigos, o no se
habría atrevido a revelar tanta debilidad
por grande que hubiese sido su propio
caos interno.
El djinn lanzó un suspiro que movió
de lugar varias dunas de arena.
—Ay, amigo Raja. No te voy a
ocultar que el jeque Majiid, en este
momento, no levantaría la voz ni aunque
tu amo entrase en su tienda y le
arrancase los ojos. Le ha dado por
maldecir al dios, lo que a nadie sirve de
nada ya que todos sabemos que los
oídos de hazrat Akhran están taponados
con arena últimamente.
Raja levantó un rostro sombrío.
—¿Entonces es verdad lo que hemos
oído…, que Majiid y Jaafar se hallan en
una situación casi tan desesperada como
la nuestra?
—¿Casi? —dijo Fedj, súbitamente
indignado—. ¡Ninguna situación puede
ser más desesperada que esta en la que
nos encontramos nosotros! ¡Nos hemos
visto obligados a comer los perros del
campamento!
—Conque sí, ¿eh? —replicó Raja
con creciente enojo—. Pues bien, ¡un
perro de campamento sería una golosina
para nosotros! ¡Aquí nos hemos visto en
la necesidad de comer serpiente!
—Ayer nos comimos el último perro
del campamento y, dado que nosotros ya
hemos devorado todas las serpientes del
desierto, pronto nos veremos forzados a
comer…
El aire se vio partido de pronto por
lo que a un mortal le habría parecido un
tremendo relámpago lanzado desde los
cielos hasta la tierra, allá abajo. Los dos
djinn, sin embargo, vieron brazos y
piernas agitándose y oyeron una
explosiva maldición estallar con una voz
de trueno. Al reconocer a uno de los
suyos, ambos djinn se tragaron sus
palabras (más nutritivas que la serpiente
o el perro) y al instante abordaron al
chamuscado y humeante extraño que
yacía tendido boca arriba, respirando
con dificultad, al pie de una duna.
—¡Levántate e identifícate! ¡Dinos
el nombre de tu amo y qué está haciendo
éste en las tierras de los akares y los
aranes! —exigieron Fedj y Raja.
Sin inmutarse, el extraño djinn se
puso en pie sosteniendo su espada en la
mano. Al reparar en la riqueza de sus
ropas, la empuñadura incrustada de
piedras preciosas del arma que llevaba
y aquel aire de superioridad que no era
algo que se hubiese puesto como el que
se pone un caftán sino que era algo
innato, Fedj y Raja intercambiaron
inquietas miradas.
—El nombre de mi amo no es algo
que pueda importar a nadie como
vosotros, aquí en este plano —aseguró
con frialdad el djinn.
—¿Sirves a uno de los Mayores? —
preguntó Fedj bajando el tono de voz
mientras Raja se apresuraba a ejecutar
el salaam.
—¡Así es! —respondió el djinn
lanzándoles una mirada severa—. Y me
gustaría preguntaros por qué dos mozos
tan robustos como vosotros se dedican a
holgazanear por aquí abajo cuando hay
tanto trabajo por hacer allá arriba.
—¿Trabajo? ¿Qué quieres decir? —
preguntó Raja erizándose—. Y nadie
está holgazaneando por aquí abajo, sino
que estamos al servicio de nuestros
amos…
—¿… cuando hay una guerra en el
cielo?
—¡Guerra!
Ambos djinn se quedaron mirando
embobados al extranjero.
—El plano de los inmortales ha
estallado en llamas —explicó éste con
aire sombrío—. De alguna manera,
alguien se las ha arreglado para
descubrir a los Inmortales Perdidos y
liberarlos de su cautiverio. ¡La diosa
Evren y su contrapartida, el dios
Zhakrin, han vuelto a la vida y ambos
acusan a Quar de intentar destruirlos!
Algunos dioses apoyan a Quar, otros lo
atacan. ¡Nosotros luchamos por nuestra
propia supervivencia! ¿No habíais oído
nada de esto?
—¡No, nada, por Akhran! —juró
Fedj.
Raja negó con la cabeza; sus
pendientes entrechocaron de un modo
disonante.
—Supongo que no es de extrañar —
reflexionó el extraño—, considerando el
caos que reina allá arriba. Pero, ahora
que ya lo sabéis, no hay tiempo que
perder. ¡Debéis venir enseguida!
Necesitamos hasta la última espada. El
poder de Kaug, el 'efreet de Quar, crece
por momentos.
—Pero, si todos los inmortales
abandonan el reino mortal, ¿qué cosas
terribles no tendrán lugar aquí?
—Peor será si el reino inmortal se
viene abajo —replicó el extraño—.
Porque eso significaría el fin de todas
las cosas.
—Debo decírselo a mi amo —dijo
Fedj con el ceño fruncido.
—Y yo también —agregó Raja.
—Después te seguiremos.
El desconocido djinn asintió con la
cabeza y se elevó de nuevo a los cielos
originando un gigantesco torbellino que
levantó una arremolinada nube de arena.
Intercambiándose sombrías miradas,
Fedj y Raja desaparecieron marcando su
partida con sendas explosiones
simultáneas que abrieron dos agujeros
en el granito y enviaron ondas
expansivas por todo el desierto de
Pagrah.
Capítulo 2
El vigía corría como enloquecido a
través de la arena del desierto; de vez en
cuando tropezaba, caía, volvía a
levantarse y reanudaba la carrera. Al
tiempo que corría, gritaba, y pronto
hasta el último hombre de las
disminuidas tribus de los jeques Jaafar y
Majiid había abandonado el abrigo de
sus tiendas y observaba la aproximación
del vigía con tenso interés. Este último
era un akar, un miembro de la tribu del
jeque Majiid, y avanzaba a pie en lugar
de hacerlo a caballo. Los pocos
caballos que les quedaban, aquellos que
habían podido encontrar errando por el
desierto después de que los soldados
del amir hubiesen cortado sus riendas y
los hubiesen desparramado, se
consideraban más preciosos que todas
las joyas del tesoro de un sultán y raras
veces se los montaba.
Uno de aquellos caballos era el
garañón de Majiid. De él se contaba
que, después de que su amo hubiese
caído en combate, el noble animal se
había quedado a montar guardia sobre el
cuerpo de su jinete, manteniendo a los
soldados alejados con terribles coces de
sus cascos. Otro de los preciados
corceles era el de Khardan. No había
hombre que pudiera acercársele.
Cualquiera que lo intentase era
disuasoriamente avisado con un
aplanamiento de orejas, una muestra de
la dentadura y un sordo rumor interno en
el inmenso pecho del feroz animal. Pero
el caballo de Khardan permanecía en las
proximidades del campamento y a
menudo se lo veía al atardecer, con la
tenue luz del crepúsculo, deslizándose
como una sombra negra y fantasmal por
entre las dunas. Los más imaginativos
aseguraban que aquello significaba que
Khardan estaba muerto y que su espíritu
había entrado en el animal y estaba
guardando a su gente. Los más prácticos
decían que el garañón nunca se alejaría
de sus yeguas.
El vigía hizo su entrada a tropezones
en el campamento. Allí salieron a
recibirlo con un girba lleno de agua
tibia que él bebió con avidez aunque con
mesura, cuidando bien de no
desperdiciar ni una sola gota.
Seguidamente se aproximó hasta la
silenciosa tienda de Majiid. La solapa
de entrada estaba cerrada, señal de que
el jeque no quería ser molestado. Había
permanecido echada casi continuamente
desde el día en que habían venido con la
noticia de la deshonra del califa y él
había roto la espada de su hijo y lo
había declarado muerto.
—Mi jeque —llamó desde fuera el
hombre—. Traigo noticias.
No hubo respuesta.
El vigía miró a su alrededor sin
saber qué hacer y varios de los otros
hombres lo apremiaron con gestos a que
prosiguiera con su mensaje.
—Efendi —continuó el centinela
lleno de nerviosismo—, ¡el jeque Zeid y
su gente están acampados en torno al
pozo del sur!
Un suave murmullo, como viento
entre las arenas, recorrió el grupo de
akares allí reunido. Los hranas,
encabezados por el jeque Jaafar que
había salido de su tienda para ver lo que
sucedía, se miraron unos a otros sin
decir palabra. Aquello era la guerra.
Efectivamente, si alguna cosa había que
pudiera despertar a Majiid de su pena,
sería sin duda aquella injustificada
invasión de su territorio por su antiguo
enemigo.
Las murmuraciones de los akares
fueron subiendo de tono hasta degenerar
en enojada charla de desafío, acentuada
por las clamorosas llamadas requiriendo
la presencia de su jeque; hasta que, por
fin, la solapa de la tienda se abrió.
El silencio se hizo tan bruscamente
que parecía como si a los hombres les
hubiesen sorbido el aliento de sus
gargantas. Aquellos que no habían visto
a Majiid durante algún tiempo apartaron
la mirada para ocultar las lágrimas que
les afluían a los ojos. Parecía que el
hombre había envejecido una década
por cada mes transcurrido desde el
asalto al Tel. Su alta y corpulenta figura
aparecía encorvada y caída. La feroz y
ardiente mirada de sus ojos negros
estaba apagada y carente de lustre. Su
otrora erizado mostacho colgaba
fláccidamente bajo la nariz aguileña,
que ahora se veía blanca y escuálida
como el hueso desnudo.
Pero Majiid todavía era el jeque, el
respetado líder de su tribu. El vigía se
dejó caer de rodillas, bien en reverencia
o por agotamiento, mientras varios de
los aksakal, los ancianos de la tribu, se
adelantaban para discutir las noticias.
Majiid les cortó la palabra de la
boca con un cansino movimiento de la
mano.
—No hagáis nada.
¡Nada! Los aksakal se miraron
pasmados unos a otros; los hombres de
la tribu akar lanzaron miradas de
indignación y Jaafar frunció el entrecejo
y sacudió la cabeza. Oyendo el
impronunciado desafío, Majiid los
recorrió a todos con una mirada
amenazadora; sus ojos oscuros
centellearon con un fuego repentino.
—¿Qué vais a hacer, estúpidos?
¿Luchar? —dijo con un gesto de amarga
burla—. ¿Cómo? —añadió con un
ademán hacia el oasis—. ¿Dónde hay
caballos para llevaros a la batalla?
¿Dónde está el agua para vuestros
girba? ¿Vais a combatir a Zeid con
espadas rotas?
—¡Sí! —gritó un hombre con
apasionamiento—. ¡Si nuestro jeque lo
ordena!
—¡Sí! ¡Sí! —corearon los otros.
Majiid bajó la cabeza. El vigía
permanecía arrodillado, con los ojos
suplicantemente elevados hacia él y, por
un momento, pareció que el jeque iba a
decir algo más. Su boca se movió, pero
no salió de ella ninguna palabra. Con
otro gesto desesperanzado de su
demacrada mano, se volvió para entrar
de nuevo en su tienda.
—¡Espera! —gritó el jeque Jaafar
adelantándose a grandes pasos con sus
estevadas piernas y sus hábitos
agitándose en torno a él—. Yo propongo
que invitemos a Zeid a venir a hablar
con nosotros.
El vigía abrió la boca de par en par.
Majiid lanzó una mirada furiosa; sus
labios se encontraron con su picuda
nariz en un rictus de desprecio.
—¿Y por qué no invitar al amir
también, hrana? —rugió—. ¿Y exhibir al
mundo nuestra debilidad?
—El mundo ya la conoce —
respondió Jaafar—. ¿Qué te ocurre,
akar? ¿Acaso te abandonaron tus sesos
junto con tus caballos? Si Zeid fuese
fuerte, ¿crees que andaría refugiándose
clandestinamente alrededor del pozo
sureño? ¿No cabalgaría más bien hasta
aquí para tomar el oasis que, como todo
el mundo sabe, es el más rico del
Pagrah? Dinos todo lo que has visto —
dijo Jaafar volviéndose hacia el vigía
—. Descríbenos el campamento de
nuestro primo.
—No es grande, efendi —respondió
el vigía dirigiéndose a Majiid—.
Apenas les quedan camellos. Las tiendas
de nuestros primos son muy pocas y
están montadas de cualquier manera,
esparcidas por el suelo del desierto
como hombres borrachos de qumiz.
—¿Lo veis? ¡Zeid está tan débil
como nosotros!
—Es un truco —se obstinó Majiid.
Jaafar soltó un desdeñoso bufido.
—¿Con qué objeto? Yo digo que
Zeid ha venido por esa precisa razón…,
para hablar con nosotros. ¡Deberíamos
hablar con él!
—¿Acerca de qué?
Las palabras cayeron de los labios
de Majiid como la carne cae de la mano
de un hombre que está cebando una
trampa. Todos lo sabían, incluido Jaafar,
y nadie habló, se movió ni respiró
esperando a ver si éste mordisqueaba el
cebo.
Jaafar hizo más que eso: con toda la
calma, se lo tragó entero.
—De entregarse —respondió el
jeque.
—Una por una —relató el jeque
Zeid—, las ciudades del sur de Bas han
caído en la jihad. El amir es un astuto
general, como ya dije con anterioridad,
que debilita al enemigo desde dentro y
luego cae sobre él con la fuerza de un
relámpago desde fuera. Aquellos que se
convierten a Quar son tratados con
misericordia. Sólo sus sacerdotes y
sacerdotisas son pasados por la espada.
Pero, aquellos que lo desafían…
Zeid suspiró; estaba sentado de
piernas cruzadas sobre los
deshilachados cojines de la tienda del
jeque Jaafar, y sus dedos manoseaban
sin propósito alguno el dobladillo de su
hábito.
—Bien —apremió Jaafar—. ¿Y
aquellos que lo desafían?
—En Bastine —dijo Zeid bajando la
voz y mirando hacia el suelo—, ¡hubo
cinco mil muertos! ¡Hombres, mujeres y
niños!
—¡Bendito sea Akhran! —exclamó
Jaafar sobrecogido.
Majiid se movió.
—¿Qué esperabais? —preguntó con
aspereza.
Era la primera vez que hablaba
desde que Zeid había llegado al
campamento. Los tres hombres estaban
sentados juntos, compartiendo una
exigua cena que sólo dos de ellos hacían
ademán de comer.
—El amir se propone hacer de Quar
el Único y Verdadero Dios. Y tal vez
éste lo merezca.
—Los djinn dicen que hay una
guerra en el cielo lo mismo que la hay
aquí abajo —comentó Jaafar—. Al
menos, eso es lo que Fedj me dijo antes
de que desapareciese hace tres días.
—Eso es lo que me dijo Raja,
también —asintió con aire preocupado
Zeid—. Y, si eso es cierto, me temo que
hazrat Akhran se encuentre demasiado
atareado. Ni siquiera el siroco nos ha
venido a molestar este año. Nuestro dios
está falto de ánimo.
Suspirando de nuevo, el jeque
empujó su plato de comida a un lado; su
escaso contenido fue al instante
arrebatado y devorado por los pocos
sirvientes que le quedaban a Jaafar.
Majiid no pareció oír el suspiro.
Jaafar sí lo oyó, y dirigió una penetrante
mirada a Zeid pero, considerando
descortés interrogar a un invitado, se
abstuvo de decir nada.
La conversación giró entonces hacia
las oscuras penalidades de la tribu. La
gente de Zeid había salido tan mal
parada de la batalla contra el amir como
el resto de los nómadas del desierto.
—Todas las mujeres y niños y la
mayoría de mis hombres jóvenes,
incluyendo seis de mis hijos, se
encuentran cautivos en la ciudad de Kich
—dijo el jeque arán, cuyas ropas
colgaban holgadamente en un cuerpo que
antes había sido bien redondo—. La
preocupación les come a mis hombres el
corazón, y no ocultaré que he perdido
más de unos pocos que se han marchado
a reunirse con sus familias en la ciudad.
¿Y quién puede culparlos? El amir
capturó nuestros camellos que ahora
sirven en su ejército. Observo que
también andáis escasos de caballos. ¿Y
las ovejas? —dijo volviéndose hacia
Jaafar.
—Masacradas —respondió el
anciano hombrecillo con los ojos
ribeteados de rojo por el dolor y la
cólera—. Oh, algunas sobrevivieron, las
que lograron esconderse de los
soldados. Pero no fueron suficientes. ¡Lo
que no entiendo es por qué el amir
sencillamente no nos aniquiló a todos
nosotros también!
—Él quiere almas vivas para Quar
—repuso con sequedad Zeid—. O, al
menos, quería. Ahora, por lo que he
oído, las cosas han cambiado. Y no por
deseo ni con la aprobación de Qannadi,
según dice el rumor. Ese Feisal, el imán,
es el que ha ordenado que todos los
conquistados se han de convertir o
morir.
—¡Humf! —bufó escépticamente
Majiid.
Zeid sacudió la cabeza.
—Qannadi es un militar. No se
recrea asesinando. He oído que se negó
a dar órdenes a sus tropas de que
matasen a gente inocente en Bastine y
que los sacerdotes del imán se vieron
obligados a hacerlo con sus propias
manos. También he oído que algunos de
los soldados se rebelaron contra la
matanza y que ahora el imán tiene un
ejército propio de fanáticos seguidores
que lo obedecen incondicionalmente. Se
dice, Majiid —añadió Zeid escogiendo
con cuidado las palabras y bajando los
ojos—, que tu hijo Achmed está muy
cerca de Qannadi.
—Yo no tengo ningún hijo —
respondió con voz apagada Majiid.
Zeid echó una mirada a Jaafar, quien
se encogió de hombros. El jeque hrana
no tenía un particular interés en este
tema. Sabía que Zeid estaba callándose
deliberadamente alguna mala noticia y
esperaba con impaciencia que la
escupiera de una vez.
—Entonces, ¿es verdad que Khardan
ha muerto? —preguntó Zeid pisando con
redoblado cuidado—. Acepta mis
condolencias. Que cabalgue por siempre
con Akhran, quien, con toda
probabilidad, ha debido llevárselo a
propósito para tenerlo a su lado en la
guerra de los cielos…
El jeque se detuvo, como esperando
una respuesta a lo que todos los
presentes sabían que era una delicada
invención. Zeid, que siempre se enteraba
de todo, había oído naturalmente la
historia de la desaparición de Khardan
y, si las circunstancias hubiesen sido
menos duras y él no hubiese sido un
invitado en el campamento, el jeque se
habría dado el sañudo placer de
mortificar la carne de su enemigo con la
envenenada daga del comadreo. Pero,
con una espada mucho mayor apuntando
a sus gargantas, aquello no tenía sentido
ahora.
Majiid no dijo nada. Su rostro,
recorrido por surcos tan profundos que
parecían cicatrices producidas por los
cercenantes tajos de un sable,
permaneció inmutable. Pero, por el
brillo de sus ojos, se adivinaba que
estaba escuchando y Zeid prosiguió;
aunque no consiguió saber si sus
palabras estaban actuando como un
ungüento balsámico sobre su herida o
estaban frotando sal dentro de ella.
—Pero es de Achmed de quien
recientemente he oído cierta
información. Tu segundo hijo, pese a
haber sido capturado y apresado con los
otros, cabalga ahora con los ejércitos
del amir. Se ha convertido en un valiente
guerrero, por lo que he oído, cuyos
hechos le están valiendo el respeto y la
admiración de aquellos con quienes
cabalga…, aquellos que, en otro tiempo,
fueron sus enemigos. Dicen que salvó la
vida a Qannadi cuando el caballo del
general cayó muerto bajo su jinete y éste
se encontró de pronto a pie y rodeado de
bastinitas que combatían como diez mil
demonios. Con la confusión, Qannadi se
había alejado de su guardia personal y,
completamente solo, Achmed, que
permanecía montado en su caballo con
la habilidad que ha hecho famosos a los
akares, ofreció una encarnizada
resistencia y mantuvo a raya a los
atacantes hasta que el amir logró montar
en la grupa tras él, y su guardia fue
capaz de abrirse camino hasta ellos y
rescatarlos. Qannadi nombró capitán a
Achmed, una gran cosa para un
muchacho de dieciocho años.
—¡Capitán de un ejército de kafir!
—gritó Majiid explotando con una rabia
contenida tal que los sirvientes soltaron
los cuencos de comida que habían
estado lamiendo y corrieron a
acurrucarse en las sombras de la tienda
—. ¡Mejor estaría muerto! —atronó—,
¡mejor estaríamos todos muertos!
Los ojos de Jaafar se abrieron de
par en par ante semejante blasfemia y, al
instante, hizo la señal protectora contra
el mal, no una sino varias veces
seguidas. Zeid la hizo también, aunque
con mayor lentitud, y, cuando por fin sus
labios se separaron disponiéndose a
hablar, Jaafar comprendió que su primo
iba a comunicarles la noticia que tan
pesadamente había estado descansando
en su corazón.
—Tengo otra noticia que dar. De
hecho, fue con la esperanza, o el temor,
de poneros en conocimiento de ella
como vine a acampar al pozo sureño.
—¡Suéltala ya! —saltó, impaciente,
Jaafar.
—Dentro de un mes, el ejército del
amir regresa a Kich. El imán ha
decretado que debemos acudir a la
ciudad y residir allí en el futuro; y, lo
que es más, que debemos profesar
lealtad a Quar o…
Zeid hizo una pausa.
—¿O qué? —inquirió bruscamente
Majiid, irritado por el dramatismo del
jeque aran.
—… o, en el plazo de un mes,
nuestra gente morirá.
Capítulo 3
Arrodillándose junto al hauz,
Meryem arrojó el pellejo de cabra en el
estanque de agua público con un gesto
irritado que hizo que el líquido
salpicara, lo que provocó una desdeñosa
mirada de desaprobación por parte de
un rico vendedor que estaba abrevando
a su asno a poca distancia de ella.
Sacudiéndose con el dedo unas gotas
imaginarias de la tela de su fino atuendo,
el hombre se alejó en dirección al souk
musitando maldiciones.
Meryem hizo caso omiso de él.
Aunque su pellejo ya estaba lleno, se
quedó remoloneando un rato junto al
hauz, sumergiendo indolentemente la
mano en el agua, contemplando a los
transeúntes y recreándose con la obvia
admiración de dos guardias de palacio
que en aquel momento paseaban por
aquella parte de la ciudad de Kich.
Éstos no la reconocieron, una razón por
la que ella había preferido utilizar aquel
hauz situado en el extremo más alejado
de la ciudad en lugar del que se hallaba
cerca del palacio. La semana anterior,
varias de las concubinas del amir y su
eunuco, de visita por los bazares, la
habían visto y reconocido.
Naturalmente, no habían delatado su
identidad. Sabían que estaba realizando
algún trabajo secreto para Yamina,
esposa del amir y gobernadora de Kich
en ausencia de su marido. Pero Meryem
pudo oír sus risitas. Los velos que les
cubrían el rostro no podían ocultar sus
divertidas sonrisas. El eunuco, con todo
su gordo corpachón, había esbozado una
sonrisa afectada y, con el pretexto de
intentar ayudarla, había tenido la
desfachatez de inclinarse junto a ella y
susurrar:
—Tengo entendido que la suciedad
del trabajo manual, una vez que se mete
en los poros, ya nunca se quita. Podrías,
sin embargo, probar dándote jugo de
limón en las manos, querida.
¡Jugo de limón! ¡A una hija del
emperador!
Meryem había abofeteado a aquel
hombre que ya no era un hombre; una de
las mujeres, una nodriza, había acudido
revoloteando en su ayuda, agitando las
manos y gritando al eunuco que se
apartara de allí y dejase a las mujeres
decentes en paz. Por supuesto, aquello
sólo provocó una nueva oleada de risas
entre las concubinas y una mirada
afectada de dignidad ofendida por parte
del eunuco, quien corrió a regalar a las
damas con sus ocurrencias.
Desde aquella vez, Meryem había
preferido viajar más lejos todos los días
en busca de agua. Cuando Badia
interrogaba a la muchacha sobre la
inusitada cantidad de tiempo que estaba
empleando en llevar a cabo su tarea,
Meryem se limitaba a decir que había
sido molestada por unos soldados del
amir. Badia, en consideración a su
supuesta condición de desgraciada hija
de un sultán asesinado, no seguía
importunando a la muchacha. Ésta
apretaba los dientes y tramaba su
venganza, sobre todo contra el eunuco.
Tenía algo muy especial planeado para
él.
Pero eso estaba en el futuro, un
futuro que ya no sabía lo que le
depararía… Hubo una época en que
pensaba que lo sabía. El futuro le
reservaba a Khardan, ella se reservaba
para Khardan. Éste iba a ser el amir de
Kich y ella su esposa favorita,
gobernadora de su harén. Aquél había
sido su más acariciado sueño tan sólo
unos meses antes, cuando estaba
viviendo en el campamento nómada y
veía a Khardan todos los días y
suspiraba por él todas las noches. Como
una de las centenares de hijas de un
emperador que ni siquiera conocía su
nombre, Meryem había sido ofrecida
por éste como obsequio a su general
favorito, Abul Qasim Qannadi, y estaba
acostumbrada a entregarse a los
hombres sin placer. Pero en Khardan
había descubierto a un hombre al que
deseaba, un hombre que le daba placer
o, al menos, con eso soñaba, ya que
había visto frustradas sus tentativas de
llevarse a su lecho al califa…,
circunstancia ésta que había añadido
nuevas brasas a su ya rabiosamente
encendido fuego.
Pero el ataque del amir al
campamento nómada había producido
estragos en cientos de sus habitantes,
entre los cuales Meryem no fue la mejor
parada. En un principio creyó que sería
útil para sus planes. Había entregado a
Khardan un talismán que haría que éste
se sumiera en un sopor aparentemente
mortal en medio de la batalla. Una vez
inconsciente, se había propuesto
llevárselo consigo a Kich, donde
proyectaba tenerlo para sí e inducirlo
poco a poco, por medios en los que ella
era altamente diestra, a ayudarla a
derrocar al amir. Pero el loco pelirrojo
y la bruja de ojos negros, esposa del
califa, le habían desbaratado todos los
planes. Entre los dos se habían llevado
lejos a Khardan, a alguna parte fuera del
alcance de su vista mágica. Ahora ella
se hallaba de nuevo entre los nómadas,
fingiendo encontrarse cautiva como
ellos en la ciudad de Kich, llevando una
vida hastiada de trabajo duro y rutina, y
escrutando noche tras noche en su
cuenco adivinatorio con la esperanza de
ver a Khardan.
Pero su cuerpo ya no ardía de deseo
cuando pronunciaba su nombre. Sin su
presencia física para avivar las llamas,
el fuego de su pasión hacía tiempo que
se había enfriado, lo mismo que su
ambición. La única emoción que ahora
sentía al pronunciar en voz baja su
nombre, cuando miraba en el cuenco de
agua encantada, era el miedo.
Y has de saber, hija mía, que si oigo
tu nombre de boca de otro antes que de
la tuya, haré que te arranquen la
lengua.
Así había hablado Feisal, el imán.
Con la mirada perdida en las aguas
del hauz, Meryem volvió a oír aquellas
palabras y se estremeció con tanta
violencia que se propagaron ondas de
agua desde su mano por la superficie del
estanque. Ya era aseur, después de la
puesta del sol, y estaba comenzando a
anochecer. Desde allí podía oír los
sonidos del bazar, que cerraba por aquel
día; los comerciantes guardaban sus
mercancías y procuraban apremiar tan
cortésmente como podían a los últimos
compradores antes de echar el cerrojo a
sus puestos. Badia y las demás estarían
esperándola; necesitaban el agua para
cocinar la cena, tarea en la que también
se esperaría que ella contribuyese. Con
un amargo suspiro, Meryem levantó el
resbaladizo pellejo de cabra y comenzó
a transportarlo a través de las estrechas
y concurridas calles de Kich hasta la
choza donde se alojaban los nómadas
por la gracia del amir.
Mientras caminaba, se miró las
manos y se preguntó si sería verdad lo
que había dicho el eunuco. ¿Lograría
alguna vez quitarse la suciedad y la
negrura de ellas? ¿Desaparecerían algún
día las durezas de sus palmas y sus
dedos? Si no era así, ¿qué hombre la iba
a desear?
—¡Esta noche tengo que ver a
Khardan! —murmuró para sí Meryem—.
¡Dejaré este lugar y, con la gracia de
Feisal, volveré a palacio!
La choza estaba oscura y silenciosa.
Las seis mujeres y numerosos niños que
se albergaban apretadamente en la
diminuta vivienda estaban envueltas en
sus mantas, dormidas. Agachándose de
cuclillas en el suelo, encorvada sobre un
cuenco de agua que sostenía en su
regazo, entre las piernas cruzadas,
Meryem se sentó de espaldas a las otras
ocultando con cuidado su trabajo bajo
los pliegues de su atuendo. De vez en
cuando, musitaba por lo bajo una
oración a Akhran, el dios de aquellos
miserables nómadas. Si alguna de las
mujeres se despertaba, vería y oiría a
Meryem inclinada en devota plegaria.
En realidad, estaba ejecutando su
magia.
El agua del cuenco parecía negra
con la sombra de la noche. Aunque la
luna brillara, ni el más leve rayo de luz
podía penetrar allí, ya que no había
ventanas en aquellos edificios que se
amontonaban unos sobre otros como
juguetes arrojados por un niño en una
rabieta. Sólo había una puerta, recortada
en el muro de barro cocido por el sol,
que permanecía abierta durante el día y,
por la noche, se cubría con una tela.
Pero Meryem no necesitaba luz.
Cerró los ojos y, entre las vacías
oraciones a Akhran que iba dejando
caer, susurró sus palabras arcanas
intercaladas a intervalos apropiados con
el nombre de Khardan. Después de
recitar el conjuro tres veces, teniendo
cuidado de pronunciar cada palabra con
claridad y precisión, Meryem clavó la
mirada en el cuenco, conteniendo la
respiración para no causar la menor
perturbación en el agua.
La visión vino otra vez hasta ella, la
misma visión que aparecía todas las
noches, y Meryem comenzó a maldecir
dentro de su corazón cuando, de pronto,
se detuvo. ¡La visión estaba cambiando!
Allí estaba el kavir, el desierto de
sal, resplandeciendo con crueldad a la
luz de un sol abrasador. Y allí estaba
aquella increíblemente azul extensión de
agua cuyas suaves olas lamían la blanca
orilla arenosa. A menudo había tenido
esta visión y había intentado ver más
allá de ella, pues algo dentro de sí le
decía que Khardan estaba allí, por
alguna parte. Pero siempre, hasta
aquella vez, en el preciso momento en
que parecía que iba a lograr verlo, una
nube oscura emborronaba su visión.
Ahora, sin embargo, no había ninguna
nube que le impidiese ver. Observando
atentamente, con el corazón latiéndole
de tal manera que llegó a temer que sus
sordos martilleos pudieran despertar a
las dormidas mujeres, Meryem vio una
barca navegando sobre el agua azul a
punto de tomar tierra en la salobre
orilla. Vio a un hombre —¡el loco del
pelo rojo, maldito sea!— apearse de la
barca. Vio a tres djinn, un hombrecillo
reseco como una comadreja y otro
ataviado con una extraña armadura…
¡Sí! ¡Era él! ¡Khardan!
Meryem tembló de excitación. Él y
el loco del pelo rojo estaban ayudando a
levantar a alguien más del suelo de la
embarcación. Era Zohra, la esposa de
Khardan. Meryem rogó a Quar que fuese
el cadáver de Zohra lo que manejaban
con tanto cuidado, pero no perdió
tiempo en averiguarlo. Con su mano
temblando de ansioso deleite, se puso
silenciosamente en pie, vertió el agua en
el suelo de tierra y, envolviéndose
estrechamente la cara con su velo, se
deslizó con sigilo hasta la calle vacía.
Mirando a su alrededor para asegurarse
de que estaba sola, Meryem metió la
mano en el seno de sus vestiduras y sacó
un cristal de turmalina negra, tallado en
forma de triángulo, que le colgaba en
torno al cuello de una cadena de plata.
Levantando la gema hacia los cielos,
Meryem susurró:
—Kaug, sirviente de Quar, necesito
tu servicio. Llévame, con la velocidad
del viento, a la ciudad de Bastine. Debo
hablar con el imán.
Capítulo 4
Achmed ascendió las interminables
escaleras que conducían hasta el templo
de Quar en la ciudad cautiva de Bastine.
El centro de culto a Quar, antes templo
del dios Uevin en la capital libre de la
tierra de Bas, era extremadamente feo a
los ojos del joven nómada. Inmenso,
lleno de columnas, ángulos agudos y
esquinas cuadrangulares, el templo
carecía de la gracia y delicada elegancia
de los pináculos y minaretes y del
trabajo de celosía que adornaba el
templo de Quar en Kich. También el
imán detestaba el templo y habría
ordenado que lo echaran abajo de no
haber intervenido Qannadi.
—La gente de Bastine ya ha sido
obligada a tragar bastante medicina
amarga…
—Por el bien de sus almas —
interpuso con acento piadoso Feisal.
—Desde luego —respondió el amir
con un ligero rictus en la comisura de
los labios que tuvo buen cuidado de que
sólo viera Achmed—. Pero curemos al
paciente, imán, no lo envenenemos. No
tengo hombres suficientes para sofocar
una rebelión. Cuando lleguen los
refuerzos del embajador, dentro de un
mes, entonces puedes derribar el templo.
Feisal lanzó una furiosa mirada; sus
ojos negros ardieron de cólera en los
hundidos huecos de su demacrado
rostro, pero no pudo decir nada. Al
hacer de la cuestión de la destrucción
del templo un asunto militar, Qannadi se
lo había arrebatado al imán limpiamente
de las manos. Aunque hombre religioso,
el emperador de Tara-kan era también un
hombre muy práctico que estaba
disfrutando de las riquezas del recién
adquirido territorio de Bas. Y, lo que es
más, el emperador sentía confianza y
admiración por su general, Abul Qasim
Qannadi. Si el imán hubiese decidido
apelar la determinación del amir, no
habría recibido el menor apoyo de su
emperador, y éste era la máxima
autoridad del sacerdote aquí en la tierra.
¿Y en cuanto a apelar a la Más Alta
Autoridad? Si Feisal había estado
rezando a Quar para que una flecha
enemiga fuese a alojarse en el pecho del
amir, nadie lo sabía más que el propio
imán y el dios. Y, al parecer, también el
dios estaba satisfecho con el trabajo que
Qannadi estaba llevando a cabo en Su
Sagrado Nombre, ya que en la única
ocasión en que el amir se había
encontrado en serio peligro durante toda
la campaña, el joven Achmed había
estado allí para rescatarlo. El imán
había dado públicamente gracias a Quar
por aquella heroica hazaña, pero tanto el
sacerdote como el dios debieron de
haber encontrado irónico que un
seguidor de Akhran (un antiguo seguidor,
bien es cierto) hubiese sido el
instrumento del destino para salvar la
vida de Qannadi.
Deteniéndose un momento en el
quinto tramo de la larga fila de escaleras
que conducían al templo, Achmed se
volvió para mirar a la multitud que
pacientemente esperaba bajo el calor de
las horas tardías de la mañana a que el
imán les concediese audiencia. El joven
se maravilló ante la resolución del amir.
No había señales de rebelión ninguna
que él pudiera apreciar, como en las
anteriores ciudades que habían
conquistado. Ni había pintadas
amenazadoras garabateadas en las
paredes durante la noche, ni destrozos
de los altares de Quar ni fuegos
misteriosos encendidos en edificios
abandonados. A pesar de que sus
soldados habían librado una sangrienta
batalla y la habían perdido, la ciudad de
Bastine parecía sentirse demasiado
complacida de hallarse bajo el mandato
del emperador y de su dios. Sin duda, la
inmediata reapertura de las rutas
comerciales entre Tara-kan y Bastine y
la subsiguiente afluencia de riqueza a la
ciudad tenía algo que ver con ello, como
lo tendrían las otras bendiciones de
Quar que se estaban derramando sobre
las cabezas de aquellos que se
convertían a él.
Aquélla era la miel de la que la
gente de Bastine se alimentaba ahora. La
amarga hierba que se habían visto
forzados a tragar era la matanza de cinco
mil vecinos, amigos y parientes. El
recuerdo de aquel espantoso día
perseguiría a Achmed en sus pesadillas
hasta el último día de su vida. Y él sabía
que nadie de aquella ciudad lo olvidaría
tampoco. Pero ¿estaba aquella gente
gobernada por el terror? El joven
capitán echó una mirada a las filas de
suplicantes y sacudió la cabeza.
Terminando de ascender los tres tramos
de escaleras que le quedaban,
intercambió saludos con los guardias del
amir apostados allí y, atravesando una
puerta lateral, penetró en los
sombreados confines del templo.
Sentado en su trono de madera de
saksaul labrada, que había sido
acarreado por todo lo largo y ancho de
la tierra de Bas, el imán sostenía en
aquel momento su divan diaria. Montada
sobre una tarima detrás de él, la cabeza
de carnero dorada brillaba a la luz de
una llama perpetua que ardía en su base.
El humo se elevaba desde ella en
perezosas espirales y, aunque el techo
de la cámara, decorado con frescos, se
encontraba muy alto por encima de sus
cabezas, el olor a incienso dentro de los
cerrados confines de la sala de
audiencias del templo era
abrumadoramente denso. Los recién
formados sacerdotes-soldados de Feisal
se hallaban estacionados en la entrada
principal a la cámara de audiencias,
ocupados en mantener el orden en la
multitud de suplicantes y hacerlos
avanzar de a uno cuando el imán daba la
señal.
Aunque Achmed permanecía
invisible entre las sombras, tenía la
inquietante sensación de que Feisal
sabía que estaba allí; incluso podría
haber jurado que, cuando él apartó la
mirada, aquél clavó sus negros, intensos
y abrasadores ojos en él. Pero, cuando
quiera que Achmed miraba al sacerdote,
la atención de éste parecía centrada
exclusivamente en el suplicante que se
arrodillaba ante él.
«¿Qué extraña fascinación me atrae
hasta aquí?» Achmed no podía decirlo, y
cada día, cuando abandonaba el lugar, se
juraba a sí mismo que no regresaría. Y,
sin embargo, el día siguiente lo
encontraba ascendiendo de nuevo las
escaleras y deslizándose por la puerta
lateral con tanta regularidad que los
guardias se habían acostumbrado a sus
visitas y ya no levantaban las cejas el
uno al otro cuando Achmed había
pasado.
El joven soldado ocupaba su
posición habitual, apoyado contra un
pilar agrietado junto a la puerta lateral,
desde donde podía ver y oír sin ser visto
ni oído, y donde solía estar a solas.
Aquel día, sin embargo, Achmed se
sorprendió al encontrar a alguien más de
pie junto a su pilar. Cuando sus ojos se
acostumbraron a la oscuridad que los
envolvía al dejar atrás el deslumbre del
sol, el joven vio de quién se trataba y la
sangre afluyó hasta su cara. Al instante
inclinó la cabeza y se dispuso a
retirarse, pero Qannadi le indicó con un
gesto que se acercara.
—De modo que aquí es donde pasas
las mañanas cuando deberías estar fuera
haciendo pruebas con la caballería —
dijo el amir en voz baja, aunque el
parloteo, las plegarias y las periódicas
discusiones entre los suplicantes a la
espera levantaban un clamor tal que era
del todo improbable que hubieran
podido oírlo si hubiese querido gritar.
Achmed intentó responder, pero su
lengua parecía hinchada e incapaz de
producir sonidos coherentes. Notando el
azoramiento del joven, Qannadi esbozó
una irónica sonrisa que no era más que
una leve profundización de las líneas de
una de las comisuras de sus finos labios.
Achmed se adelantó para erguirse
delante del general.
—¿Estás enojado, señor? La
caballería se está manejando bastante
bien sin mi…
—No, no estoy enojado. Los
hombres han aprendido todo cuanto les
has enseñado. Yo sólo los pongo a
prueba para mantenerlos alertas y
preparados para… —el amir hizo una
pausa y miró a Achmed con unos ojos
astutos rodeados de arrugas—… para lo
que pueda venir después.
Ahora fue Qannadi quien se sonrojó;
el rubor dio un tono más vivo a su
bronceada piel. El general sabía que la
próxima batalla podría ser contra la
gente del muchacho, la gente de
Achmed. Su mirada se fue desde
Achmed hasta el imán. Aquél era un
tema del que ninguno de los dos hablaba
pero que siempre estaba allí,
siguiéndolos como las aves de carroña
siguen a un ejército.
El amir pudo oír tintinear las
hebillas que aseguraban la armadura de
cuero del joven cuando éste se movió
inquieto.
—¿Por qué no permites que el imán
derribe este feo lugar, señor? —
preguntó Achmed en una voz baja que
quedó sofocada por las chillonas
discusiones de dos hombres que se
acusaban el uno al otro de estafarse en
la venta de un asno—. No hay el menor
indicio de rebelión en esta ciudad. ¡Mira
eso!
El joven soldado señaló con la
cabeza hacia los dos hombres. Sólo
Quar sabía cómo, pensó Qannadi con
reticente admiración, pero Feisal había
dejado sentada la disputa para
satisfacción de ambas partes, al parecer,
según se desprendía de sus sonrisas
mientras se retiraban de la presencia del
sacerdote.
—¡Esta gente lo adora!
—Piensa en lo que has dicho, hijo
mío, y comprenderás —respondió el
amir mientras el imán, sentado en su
trono, levantaba una frágil mano
impartiendo la bendición de Quar.
—Desde luego, tienes razón —
continuó Qannadi—. Feisal podría tirar
abajo la ciudad, piedra por piedra, en
torno a sus cabezas y los ciudadanos lo
aclamarían agradecidos. Con sus
palabras, él convirtió el asesinato en una
bendición. Ellos lo ensalzaban mientras
él masacraba a sus amigos, vecinos y
parientes. ¡Lo ensalzaban por salvar las
almas de los indignos! ¿Acaso hacen
cola para someter sus problemas a mi
juicio? ¿Y acaso no soy yo gobernador
de esta miserable ciudad, así
proclamado por el emperador? No; traen
sus asuntos de asnos, sus peleas con sus
esposas y sus disputas con sus vecinos
ante él.
—¿Soportarías acaso que fuese de
otro modo, señor? —preguntó
discretamente Achmed.
Qannadi le lanzó una penetrante
mirada.
—No —admitió, tras un momento—.
Yo soy un soldado. Jamás he sido ni
pretendido ser otra cosa. Nadie se
sentirá más agradecido que yo cuando el
regente del emperador venga a hacerse
cargo de esta ciudad y nosotros
podamos regresar a Kich. Pero, mientras
tanto, debo asegurarme de que tengo una
ciudad que delegarle.
Los ojos de Achmed se abrieron de
par en par.
—Sin duda, el imán no se atreverá…
Vaciló al hablar. La sola idea era lo
bastante peligrosa.
Qannadi la formuló por él.
—¿… a desafiar al emperador? —
dijo encogiéndose de hombros—. El
poder de Quar en el cielo está
creciendo. Como también aumenta el
número de seguidores del imán. Si
Feisal quisiese, podría dividir en dos mi
ejército, hoy mismo, y él lo sabe. Pero
sólo sería una división. Él no podría
ganarse la lealtad de la fuerza completa.
Al menos, no todavía. Tal vez dentro de
un año, o quizá dos. Yo no podré hacer
nada para detenerlo. Y, cuando ese día
llegue, Feisal entrará triunfante en la
ciudad capital de Khandar con millones
de fanáticos marchando tras él. No, si yo
fuera el emperador, no me sentaría
tranquilo en mi trono. ¿Qué pasa,
muchacho, qué te ocurre?
La cara de Achmed estaba pálida,
fantasmal en aquella sombría oscuridad.
—¿Y tú? —preguntó con un hilo de
voz—. ¿Qué va a ser…? Él no
cometería…
—¿Asesinato? ¿En el nombre de
Quar? ¿No lo hemos visto ya hacerlo
antes? —repuso Qannadi poniendo una
mano tranquilizadora en el tembloroso
hombro del joven—. No temas. Este
perro viejo sabe lo bastante como para
no comer carne de la mano de Feisal.
Esto último era cierto…, una simple
precaución. Qannadi jamás comía ni
bebía nada que no hubiese sido probado
antes por algún hombre lo bastante bien
pagado como para arriesgarse a morir
envenenado. Pero, un cuchillo arrojado
desde atrás… Contra esto nadie podía
hacer nada. Y sin duda lo harían
presentar como obra de un fanático
solitario. Nadie parecería más afectado
por el suceso que el propio Feisal.
—No hay deshonor ninguno en
retirarse de una lucha con dios —
continuó Qannadi, mintiendo para
disipar los temores del muchacho—.
Cuando llegue el día en que me vea
derrotado, haré mi khurjin y cabalgaré
hacia otra parte. Tal vez vaya hacia el
norte, de vuelta a la tierra de las
Grandes Estepas. Pronto tendrán
necesidad de soldados…
—¿Irías solo? —preguntó Achmed
con el corazón en los ojos.
«Sí, muchacho. Si dios lo quiere,
solo me iré».
—No, si hay quienes estén
dispuestos a compartir las durezas
conmigo —respondió Qannadi.
AI ver el placer de Achmed ante
estas palabras, una sonrisa, una profunda
y verdadera sonrisa iluminó la oscura
expresión del amir. Pero sólo duró unos
breves momentos y después
desapareció, como el sol que brilla
durante un instante antes de que las
nubes tormentosas oculten sus rayos.
—En muchos sentidos, anhelo algo
así, anhelo la libertad, el estar exento de
responsabilidades —agregó con un leve
suspiro—. Pero eso aún tardará en
llegar, me temo, para todos nosotros. Sí,
la espera será larga.
«Y amarga», añadió en su
pensamiento.
«¿Es consciente el muchacho del
horror con que se enfrenta? ¿Comprende
la amenaza que se cierne sobre él y su
gente? Yo lo he adoptado como un hijo
en todo excepto tan sólo el nombre.
Puedo protegerlo, y lo protegeré, con
todo el poder que aún me queda. Pero no
puedo salvar a su gente».
Qannadi no lamentaba tener que
atacar a los nómadas; Aquélla había
sido una sólida decisión militar. No
habría podido marchar hacia el sur de
las tierras de Bas con su flanco derecho
desprotegido mientras millares de
aquellos luchadores salvajes del
desierto ansiaban su sangre. Pero sí que
se lamentaba de haber caído dentro del
esquema del imán de llevar a la gente a
la ciudad y tenerlos en cautiverio.
Mucho mejor habría sido darles muerte
en la batalla. Al menos, habrían muerto
con honor.
«En fin —pensó Qannadi con ironía
—. Si Khardan está muerto, y sin duda
debe estarlo, pese a los recelos del
imán, el alma del califa pronto
descansará bien a gusto al verme a mí
también caer derrotado. Y tal vez su
alma perdone a la mía ya que, aunque
sea mi última acción, salvaré al hermano
menor del amado príncipe nómada.
»O, al menos, lo intentaré».
Y, poniendo su brazo sobre el
hombro de Achmed, Qannadi se volvió y
abandonó en silencio el templo en
compañía del joven capitán.
Capítulo 5
El imán vio cómo el amir se
marchaba del templo sin aparentar
siquiera reparar en ello, aunque en
realidad había estado esperándolo con
extrema impaciencia. Cuando la puerta
se cerró tras los dos hombres, Feisal
gesticuló de inmediato a uno de los
sacerdotes menores y le dijo en voz
baja:
—Puedes traerla ahora.
El sacerdote se inclinó y abandonó
la estancia.
—La audiencia matinal ha concluido
—anunció Feisal en voz alta.
Esto levantó un gran murmullo entre
los suplicantes que esperaban. Nadie se
atrevió a elevar la voz en protesta, pero
todos insistieron en que los sacerdotes-
soldados recordasen la posición de cada
hombre en la fila y clamaron solicitando
atención. Los sacerdotes tomaron
hombres y, con calma y firmeza,
condujeron al rebaño de Quar fuera del
templo.
Otros sacerdotes corrieron
previamente al exterior a impartir la
noticia a los suplicantes que esperaban
sobre las escaleras y a cerrar los
enormes portones del edificio. Agudos
chillidos de niños mendigos se elevaron
en el aire ofreciéndose a guardar los
puestos de espera a los suplicantes, a
cambio de unas pocas monedas de
cobre. Los ciudadanos más adinerados
aprovecharon la oportunidad para
abandonar el lugar y reponer fuerzas con
un almuerzo. Los feligreses más pobres
buscaron cuanta sombra pudieron sin
perder sus sitios en la fila y se
contentaron con mordisquear las bolas
de arroz y mendrugos de pan mojados en
agua que les suministraron los
sacerdotes.
Cuando las enormes puertas se
cerraron con un estruendoso choque,
dejando fuera el ruido y la luz del día y
sumiendo la gran sala en una silenciosa
oscuridad perfumada de incienso, Feisal
se levantó de su trono de saksaul y
estiró las piernas.
Luego se aproximó a la gran cabeza
de carnero dorada. La llama del altar
brillaba en aquellos ojos
imperturbables. Mirando con cuidado en
torno a él para asegurarse de que estaba
solo, Feisal se arrodilló ante el altar, tan
cerca del fuego que podía sentir el calor
sobre su afeitada cabeza. Levantando la
cara, se quedó mirando fijamente al
carnero. El calor de las brasas le hacía
arder la piel; las gotas de sudor se
acumulaban sobre sus labios y, rodando
por su delgado cuello, mojaban los
hábitos que colgaban de su escuálido
cuerpo.
—Quar, tú eres poderoso,
mayestático. En tu gran nombre hemos
conquistado las tierras y la gente de Bas,
hemos obligado a huir a su dios y
destruido sus estatuas, tomado su tesoro
y convertido de fe a sus seguidores. ¡La
riqueza de estas ciudades contribuye a
aumentar tu gloria! ¡Todo se está
cumpliendo tal como soñamos, como
esperamos, como planeamos!
»Y, siendo así, hazrat Quar… —
Feisal vaciló y se pasó la lengua por los
secos y agrietados labios— ¿por qué…,
qué es… lo que temes?
Las palabras salieron como un
estallido de su boca, seguido de un
ahogado jadeo.
El fuego rabió; las llamas saltaron
hacia arriba desde la blanca intensidad
de los tizones. Al instante, el imán se
desplomó, con su cuerpo encorvado
como si lo acuciara el dolor. Encogido
ante el altar, temblaba de terror.
—¡Perdóname, oh Sagrado Señor!
—entonó una y otra vez juntando
apretadamente sus delgadas manos y
columpiándose angustiado hacia
adelante y hacia atrás—. ¡Perdóname,
perdóname…!
Alguien lo llamó en voz baja.
—¡Imán!
Levantando los ojos, él miró
fijamente al carnero, y por un momento
llegó a creer que su boca se había
movido. Pero la voz repitió su llamada,
y el sacerdote se dio cuenta entonces
con una punzada de amarga decepción
de que el sonido venía de su espalda y
de que era un mortal quien lo llamaba,
no su dios.
Poniéndose con esfuerzo en pie y
habiendo olvidado por completo, en su
fervor religioso, que había dado unas
órdenes, Feisal lanzó una mirada furiosa
a aquel que había osado interrumpir sus
oraciones. Temblando visiblemente, el
joven sacerdote se encogió ante la ira
del imán. La mujer que lo acompañaba,
también aterrorizada, miró
enloquecidamente a su alrededor y
comenzó a retroceder hacia el pasadizo
secreto por el que habían entrado.
Deleitándose en el éxtasis celestial,
Feisal se dio cuenta de que no había
sido interrumpido; el dios había
preferido hablarle a través de labios
humanos.
—Perdóname —murmuró el imán, y
el joven sacerdote equivocadamente
creyó que su superior se dirigía a él.
—¡Soy yo quien debe pedirte perdón
a ti, imán! —dijo postrándose de
rodillas—. ¡Lo que he hecho es
imperdonable! Sólo quería…, tú dijiste
que era urgente que hablases con esta
mujer…
—Has hecho bien. Ahora vete y
ayuda a tus hermanos a aligerar la
espera a aquellos que han venido hasta
mí con sus cargas. Meryem, hija mía —
dijo el imán cogiendo la mano de la
mujer y sobresaltándose ligeramente
ante el frío tacto de sus dedos en
contraste con el ardor de su propia piel
—, confío en que habrás descansado y
repuesto energías tras tu agotador
viaje…
—Oh, sí, gracias, Santidad —
murmuró Meryem con voz casi
inaudible.
El imán no volvió a hablar hasta que
el joven sacerdote, andando de espaldas
y haciendo inclinaciones, se hubo
retirado del templo. Meryem se quedó
sola ante Feisal, con los ojos mirando
hacia el suelo. Liberó su mano del
asimiento del imán y se puso a juguetear
nerviosamente con el gastado dobladillo
dorado de su velo. Incluso una vez que
se quedaron solos, el imán permaneció
silencioso. Meryem levantó una ansiosa
y todavía algo asustada mirada para
encontrarse con la de él.
—¡Lo he visto!
—¿A quién? —preguntó fríamente
Feisal, aunque sabía muy bien de quién
estaba hablando la joven.
—¡A K… Khardan! —tartamudeó
Meryem—. ¡Está vivo!
El imán se volvió ligeramente para
dirigir una mirada a la cabeza de
carnero, casi como si quisiera
asegurarse de que estaba escuchando.
—¿Dónde está? ¿Quién está con él?
—Yo… no sé dónde está —contestó
Meryem con un quiebro en la voz
mientras veía al imán fruncir el
entrecejo con desagrado—. Pero la
bruja, Zohra, está con él. Y también el
loco de pelo rojo. Y sus djinn.
A Feisal le dio la impresión de que
los ojos del carnero centelleaban.
—Y no sabes dónde están…
—Es un kavir rodeado de agua azul,
un agua que es más azul que el cielo. Yo
no pude reconocer el lugar, pero Kaug
dice…
—¡Kaug!
Feisal se volvió para mirar a
Meryem con las cejas
amenazadoramente bajadas.
—¡Perdóname, imán! ¡No creí que
haría ningún mal en decírselo al 'efreet!
—se disculpó Meryem pasándose la
lengua por encima de los labios y
humedeciendo el velo que le colgaba
sobre la boca—. ¡Él… él me obligó a
hacerlo, Santidad! ¡O se negaba a
traerme hasta aquí! Y yo sabía que
deseabas esta información con la mayor
urgencia…
—Está bien —la interrumpió el imán
conteniendo su mal humor que no era, él
mismo se dio cuenta, otra cosa que celos
del 'efreet y de la honrosa y estimada
posición que éste tenía ante el dios—.
No estoy enfadado, pequeña. No tengas
miedo. Continúa. ¿Qué dijo Kaug?
—Dijo que la descripción concuerda
con la de las costas occidentales del mar
de Kurdin. Cuando vi a Khardan, imán,
él estaba saliendo de una barca… una
barca pesquera. Kaug dice que hay una
pobre aldea de pescadores en el lado
nororiental del mar, pero el ‘efreet no
cree que los nómadas viniesen de allí.
Me encargó que te diga que él cree
probable, por ciertas señales que ha
visto, que hayan estado en la isla de
Galos.
—¡Galos!
Feisal palideció.
—¡No, Galos no! —se apresuró a
corregir Meryem al ver que aquella
noticia no era bien recibida y consciente
de que, por lo general, las malas
noticias proporcionaban bien poca
recompensa—. Ése no era el nombre.
Me he equivocado.
—¡Has dicho Galos! —exclamó
Feisal con una voz hueca—. Eso es lo
que dijo el 'efreet, ¿no es cierto? —Los
ojos del sacerdote ardían en sus
hundidas cuencas—. ¡Eso es lo que él te
pidió que me dijeras! ¡Me está
advirtiendo! ¡Gracias a Quar!
¡Advirtiéndome!
Entonces, eran buenas noticias.
Meryem respiró.
—Kaug dijo algo acerca de un dios
llamado Zhakrin…
—¡Sí! —cortó Feisal, a quien no le
gustaba oír aquel nombre pronunciado
en voz alta.
Sus pensamientos se fueron entonces
a Meda, a aquella mano ensangrentada
que se agarraba a los hábitos del
sacerdote y a la maldición proferida con
la última exhalación temblorosa del
cuerpo al que pertenecían.
—No es necesario seguir
adentrándose en este punto, hija mía.
¿Qué otro mensaje envía Kaug?
—¡Buenas noticias! —dijo Meryem
con sus ojos sonriendo por encima del
velo—. Dice que no hay necesidad de
seguir temiendo a Khardan. Él y la
bruja, su esposa, están atrapados en las
orillas del mar de Kurdin. Para regresar
con sus tribus, tienen que ir hacia el
oeste… a través del Yunque del Sol.
Nadie ha logrado sobrevivir jamás a una
empresa semejante.
—Pero ellos tienen a sus djinn,
después de todo.
—No por mucho tiempo. Kaug te
ruega que no te preocupes por eso.
Él imán lanzó una mirada recelosa a
Meryem.
—¿Y por qué te complace tanto esta
noticia, hija mía? Creí que estabas
enamorada de ese nómada.
Meryem respondió sin vacilar. Sabía
que el sacerdote le haría esta pregunta y
tenía ya largamente preparada su
respuesta.
—Viviendo entre los kafir como he
vivido estos últimos meses, he llegado a
darme cuenta, imán, de que un amor así
es una abominación a los ojos de Quar.
La muchacha había bajado
modosamente los ojos y su voz temblaba
con el tono apropiado del fervor
religioso, pero nada de esto engañó a
Feisal en lo más mínimo. Éste se acordó
entonces de los callos que había sentido
en las yemas de sus dedos y su mirada
dio una rápida pasada por los
harapientos restos de su vestido.
—Yo sólo deseo regresar a palacio
y recobrar mi antiguo lugar allí —
añadió Meryem, respondiendo
inconscientemente a las dudas que el
imán pudiera todavía albergar.
—¿Tu antiguo lugar? —preguntó con
aire seco el sacerdote—. Creía que eras
más ambiciosa que eso. ¿O es que tu
súbito interés por la religión te ha hecho
más humilde?
El rostro de Meryem se sonrojó bajo
su velo.
—Qannadi prometió hacerme su
esposa —dijo con obstinación.
—Qannadi antes se acostaría con
una serpiente. ¿Es que lo has olvidado?
Él sospechó de tu pequeña conspiración,
de tus planes de utilizar al príncipe
nómada para arrojarlo del trono. No
volvería a aceptarte ni siquiera como
concubina.
—Lo haría si tú se lo dijeses —
maniobró Meryem—. ¡Tú eres fuerte!
¡Él te teme! Lo sé; Yamina me lo dijo.
—No es a mí a quien teme, sino al
dios, como deberían hacer todos los
mortales —reprobó Feisal, y
humildemente añadió—: Yo no soy más
que un sirviente de Quar, y un sirviente
indigno además.
Y, después de decir esto, continuó
hablando con aire pensativo.
—Puede que Qannadi te volviera a
aceptar, si yo se lo pidiese. Pero,
Meryem, considéralo. Tú abandonaste el
palacio un día porque temías que tu vida
estuviese en peligro. ¿Acaso la situación
ha cambiado, si no es para volverse más
peligrosa? Después de todo, has vivido
con los enemigos de Qannadi durante
dos meses o más.
Las suaves cejas de Meryem se
unieron por encima de sus ojos azules.
Sus manos, que en ningún momento
habían dejado de retorcer la seda de su
vestido desde que había entrado, dieron
un involuntario tirón de éste que hizo
que el velo se desprendiera de su cara.
Mordiéndose el labio con sus blancos
dientes, la joven miró al imán con ojos
desafiantes.
—¡Entonces, encuéntrame algún
lugar adonde ir! ¡Yo he hecho esto por
ti…!
—Lo has hecho por ti misma —
declaró fríamente Feisal—. Yo no tengo
la culpa de que tu obsceno deseo por
Khardan se haya consumido y el viento
se haya llevado sus cenizas. Sin
embargo, has demostrado tu valía y yo te
recompensaré. Después de todo, no
quiero que vayas a venderle esta
información a Qannadi.
Meryem bajó los ojos y se cubrió la
cara con una mano temblorosa, y habría
deseado poder correr también un velo
sobre su mente. ¡Era pavorosa la manera
en que aquel hombre podía ver dentro de
ella!
Feisal se volvió de espaldas a la
mujer y, acercándose hasta el altar,
buscó ayuda en la cabeza de carnero.
Los dorados ojos brillaron rojos como
las llamas del carbón vegetal.
—Necesitamos mantener cerca a la
muchacha —musitó el imán—. Ella
puede ver a los seguidores de Akhran y
Promenthas en ese cuenco suyo, y yo
quiero estar al tanto del momento en que
el kafir dé su última exhalación. Debe
tenerla cerca y, sin embargo, mantener
su presencia en secreto. Qannadi cree
que Khardan está muerto. Achmed cree
que su hermano está muerto. Los
nómadas también dan a su califa por
muerto. Sus esperanzas menguan día a
día. ¡No deben enterarse de la verdad, o
recobrarán fuerzas para desafiarnos! Si
Qannadi descubriese que Khardan sigue
vivo, se lo diría a Achmed y la noticia
llegaría a oídos de los nómadas. Yo…
Los ojos del carnero centellearon
intensamente por unos instantes. Feisal
parpadeó y, luego, sonrió.
—Gracias, Sagrado Señor.
Volviéndose hacia Meryem, quien lo
observaba con ojos estrechados
mientras sostenía con la mano el velo
por delante de su cara, el imán dijo con
tono amable:
—He pensado en un sitio para ti. Un
lugar donde no sólo estarás
completamente a salvo, sino donde,
además, seguirás siendo de la mayor
utilidad.
Capítulo 6
Cuando la reunión diaria de los
oficiales concluyó, Achmed se quedó
rezagado mientras los otros, bromeando
y riendo, abandonaban la sala; los que
estaban fuera de servicio se dirigieron
hacia la ciudad y los demás, a ocupar
sus puestos asignados y a montar la
vigilancia nocturna. Achmed se quedó
atrás aparentando estudiar un mapa.
Tenía el entrecejo arrugado por la
concentración, y daba la impresión de
que estaba planeando afrontar una carga
de diez mil enemigos al amanecer del
día siguiente, tan absorto estaba en el
examen de la configuración del terreno.
En realidad, el único enemigo probable
al que se enfrentaría por la mañana era
el eterno enemigo del soldado: las
pulgas. Todo aquel mirar fijamente al
mapa, sin ver nada, era tan sólo una
excusa. Achmed se quedaba atrás
cuando los demás oficiales partían
porque así le resultaba más fácil sentirse
solitario cuando estaba solo.
El joven nómada se había unido al
ejército de Qannadi en la primavera y
ahora estaba ya bien avanzado el
verano. Había pasado meses con los
hombres de su división, la caballería.
Había entrenado con ellos, aprendido de
ellos y les había enseñado a su vez
cuanto sabía. Había salvado vidas y
también lo habían salvado a él. Se había
ganado su respeto, pero no su amistad.
Dos factores hacían que el nunca fuese
incluido en los grupos que se adentraban
en la ciudad en busca de placeres.
Primero, que Achmed era y sería
siempre un extranjero, un nómada, un
kafir. Y, segundo…, que era amigo de
Qannadi.
Había muchas conjeturas entre las
filas acerca de esta relación. Se
sospechaba de todo, desde interés
amoroso hasta la ya algo enfebrecida
teoría de que el muchacho era en
realidad el príncipe heredero de Tara-
kan, que había sido enviado lejos de la
corte del emperador por miedo de que
fuese asesinado. No importa por dónde
anduviese el joven en el campamento,
podía estar seguro de oír por encima
conversaciones como esta que había
escuchado tan sólo unos días atrás.
—Pavos reales, eso es lo que son
los hijos de Qannadi, todos y cada uno
de ellos. Especialmente el mayor.
Meneando su cola en la corte del
emperador y picando las migajas que
caen a sus pies —gruñó uno.
—¿Y qué esperabas? —dijo otro
vigilando con ojo crítico el asado de un
cordero en un espetón—. El muchacho
fue criado en el serrallo por mujeres y
eunucos. El general lo veía tal vez una o
dos veces al año entre guerra y guerra y
jamás se tomó interés alguno por él. No
es de extrañar que el joven prefiera la
vida fácil de la corte a marchar por ahí
todo el día bajo el calor.
—Y he oído que su esposa, la maga,
se aseguró de que el general no se
tomaba interés alguno por el chico —
añadió un tercero—. El hijo quitará las
botas al cadáver de su padre y se las
probará en sus propios pies, como dice
el proverbio. Y, cuando llegue ese día
(que Quar no lo quiera), entonces yo
volveré con aquella viuda gorda de
Meda que es dueña de la posada.
—Quizá sea el kafir el que lleve las
botas —dijo el primero bajando la voz y
lanzando una cautelosa mirada a su
alrededor.
—Al menos a él le irán bien —
murmuró el segundo dando media vuelta
al espetón—. El kafir es un guerrero,
como todos esos nómadas.
—Hablando de botas. Si yo
estuviera en el pellejo del kafir, llevaría
las mías puestas día y noche. Una
qarakurt es una de las cosas más
desagradables que puede encontrarse
uno entre los dedos de los pies por la
mañana.
—Y huelga preguntarse cómo habría
llegado hasta allí. Yamina no es su más
mortal enemigo —agregó el tercero
cuidando de bajar el tono de su voz—.
Ni por asomo. Pero el general se cuida
de no favorecer al kafir más que a otros,
ni tenerlo a su alrededor durante el día,
ni siquiera compartir sus comidas con
él. Sencillamente otro joven héroe, nada
más. ¡Bah, déjame a mí! ¡Se te está
quemando!
El kafir. Así era como lo llamaban.
A Achmed no le importaba tanto aquella
apelación como el peligro que Hasid, un
viejo amigo de Qannadi, se había
tomado la molestia de explicar al joven.
Al principio desdeñaba la sola idea de
que alguien pudiera verlo como una
amenaza. Pero, con el tiempo, comenzó
a sacudir su catre cada noche antes de
acostarse, a volcar sus botas cada
mañana y a tomar sus comidas de una
olla que compartía con otros. Y no eran
los ojos de Yamina los que él veía
mirándolo fijamente desde la oscuridad.
Los ojos que él temía eran los
ardientes ojos del imán.
Y, sin embargo, Achmed lo aceptaba
todo: el peligro, el ostracismo, las
murmuraciones y las miradas de reojo.
Aquel terrible día en que Qannadi había
caído en medio de sus enemigos y
Achmed había estado allí, dispuesto a
sacrificar su vida por aquel hombre que
había llegado a ser para él padre, amigo
y mentor, la había visto con claridad: sí,
él estaba dispuesto a sacrificar su vida
por aquel hombre, pero ¿y qué había de
las vidas de su propia gente?
«No puedo impedir sus muertes. Ni
tampoco puede Qannadi. Deben
convertirse o, al menos, fingir que lo
hacen. ¡Sin duda serán capaces de
entenderlo! Yo hablaré con ellos».
Hablar con ellos. Hablar con alguien
que lo comprendía. Hablar con amigos,
familia. El pozo hueco y vacío que había
dentro del muchacho se hizo más ancho
y profundo. Estaba solo, amarga y
desesperadamente solo. Sintió un picor
de lágrimas en los párpados y a punto,
muy a punto estuvo de arrojarse entre las
esteras y las sillas de montar que
utilizaban como respaldos y echarse a
llorar como un niño. Sólo el
conocimiento de que en cualquier
momento podía entrar uno de los
oficiales a echar otra ojeada a la ruta de
Kich, contuvo con gran esfuerzo los
sollozos que se agolpaban en su
garganta. Atragantándose, se restregó los
ojos y la nariz con el dorso de la mano y
se reprendió severamente a sí mismo
por ceder a tan poco viril debilidad, y
luego salió caminando a grandes y
rápidos pasos de la tienda.
Inquieto, vagó sin rumbo por el
campamento de los soldados. Era ya de
noche y no tenía deberes que cumplir.
Habría podido regresar a su propia
tienda, pero el sueño estaba lejos de él y
no le apetecía pasar otra noche con los
ojos abiertos en la oscuridad, apartando
los recuerdos de su mente y rascándose
las picaduras de las pulgas. De modo
que continuó errando; y, sólo cuando de
pronto oyó voces bajas, quejidos
ahogados y roncas risas se dio cuenta
Achmed de adónde lo habían llevado,
finalmente, sus pies.
Conocido como La Arboleda, aquel
lugar tenía también otros nombres en la
lengua vernácula de la soldadesca,
nombres que habían provocado un
enrojecimiento en las mejillas del joven
la primera vez que los había oído. Pero
de esto hacía ya unos cuantos meses y
batallas. Ahora podía sonreír con aires
de conocedor cuando se mencionaba La
Arboleda. Él mismo, movido por la
curiosidad y el deseo, había recurrido
una noche a sus dudosos placeres.
Demasiado avergonzado para «examinar
los géneros», había alquilado la primera
mercancía que le habían ofrecido para,
demasiado tarde, descubrir que era vieja
y mal hecha y que, con toda evidencia,
había conocido muchos dueños antes
que él.
Aquella experiencia había sido
nauseabunda y repugnante para él y,
hasta ahora, jamás había vuelto a ese
lugar. Tal vez había llegado allí
verdaderamente por accidente, o tal vez
su soledad lo había llevado de la mano.
Fuera cual fuese la razón, el joven había
oído ya lo bastante de sus mayores como
para saber, ahora, cómo se manejaban
las cosas. La repulsión y el deseo se
debatían en su interior junto con lo que
más le quemaba: la necesidad de hablar,
de tocar, de ser abrazado y al menos,
por un momento, creerse amado, sentir
que alguien se preocupaba por él de
verdad. Una suave voz lo llamó al
tiempo que una mano se estiraba hacia él
desde las sombras de los árboles.
Agarrando su monedero, Achmed se
tragó su nerviosismo e intentó aparentar
dureza e indiferencia según se adentraba
más en La Arboleda. El roce de los
cuerpos sobre la hierba, vislumbres de
siluetas oscuras y los sonidos del placer
acrecentaron su deseo. Hizo caso omiso
de las primeras que estiraron sus manos
hacia él. Serían las profesionales, las
mujeres que seguían a las tropas de un
campamento a otro. Más profundo en La
Arboleda estaban las que eran nuevas en
aquel negocio, jóvenes viudas de la
ciudad que tenían niños pequeños que
alimentar y ningún otro medio de
ganarse el pan. Sus familias las matarían
si las descubrieran allí, pero la
lapidación es una forma rápida de morir
comparada con el hambre.
Achmed avanzaba por la parte más
oscura y profunda de aquella espesura
arbórea, intentando expulsar de su mente
la imagen de su madre, cuando concluyó
con toda certeza que alguien lo estaba
siguiendo. Ya había tenido la sospecha
cuando había entrado en La Arboleda, al
principio. Pisadas que sonaban cuando
él caminaba y cesaban cuando él se
detenía. Sólo que no se detenían lo
bastante a tiempo y él podía oír todavía
algunos pasos suaves y amortiguados
sobre la fresca y húmeda hierba detrás
de él. De nuevo él echaba a andar y oía
las ligeras pisadas en el suelo; se paraba
bruscamente y las pisadas continuaban:
un paso, dos pasos y, después, silencio.
El miedo y la excitación desterraron
el deseo. Deslizando la mano hacia su
cinturón, palpó la empuñadura de su
daga y cerró los dedos sobre ella. De
modo que eso era. Había supuesto que el
imán designaría a alguien más hábil.
Pero no, aquello tenía sentido.
Encontrarían su cuerpo en La Arboleda
y deducirían que había sido atraído
hasta allí por una mujer y, después,
asesinado y robado por su cómplice
masculino. Cosas así no eran raras.
Bien, por lo menos no se lo pondría
fácil. Qannadi no se avergonzaría de él.
Girando sobre sus talones, Achmed
saltó hacia el indicio de movimiento que
vio en la oscuridad detrás de él. Sus
manos, buscando el cuello del
perseguidor, se cerraron, no sobre
músculos y tendones masculinos, sino
sobre seda perfumada y piel lisa. Un
resuello, un grito y Achmed y su
perseguidor cayeron pesadamente al
suelo. El cuerpo de éste, debajo de él,
no ofreció ninguna resistencia.
Sorprendido y agitado por la caída y por
su propio miedo, Achmed se elevó
parcialmente sobre la inerte figura y la
escrutó a la tenue luz de las estrellas.
Era una mujer. Achmed estiró la
mano y descorrió el velo de su cara.
—¡Meryem!
Capítulo 7
La mujer se movió al sonido de su
voz. Demasiado atónito para hacer nada
excepto mirarla embobado, Achmed
permaneció allí, acurrucado sobre ella,
con el velo agarrado en una mano que se
había quedado tan fláccida como el
cuerpo que tenía debajo. Los párpados
de la mujer se agitaron; aun en aquella
semioscuridad, Achmed pudo ver las
sombras que proyectaban sus pestañas
sobre sus damasquinas mejillas, tan
delicadas como las alas de una libélula.
Parpadeando llena de confusión,
Meryem se sentó, con los ojos bajos.
—Joven señor —dijo con una voz
baja y temblorosa—, tú eres amable.
Yo… te daré placer…
—¡Meryem! —repitió Achmed y, al
oír pronunciar su nombre y sentir el tono
de sorpresa y enojo en la voz, la mujer
miró directamente al joven por primera
vez.
Un intenso rubor bañó su pálida tez.
Enseguida, arrebató el velo de la mano
de Achmed y se cubrió la cara con él.
Poniéndose rápidamente en pie, Meryem
intentó huir pero resbaló en la hierba
mojada. Achmed volvió a atraparla con
facilidad.
—¡Déjame marchar! —rogó ella
comenzando a llorar—. ¡Deja que me
lleve mi vergüenza y me arroje al mar!
Su llanto se volvió frenético. De
nuevo intentó escapar de las manos de
Achmed, y el joven se vio obligado a
poner sus brazos alrededor de sus
esbeltos hombros y sujetarla
estrechamente contra sí,
tranquilizándola. Poco a poco, Meryem
se fue calmando y levantó sus ojos
azules, centelleantes de lágrimas, para
mirar en los de él.
—Gracias por tu amabilidad —dijo
apartándolo de sí con suavidad—. Estoy
mejor, ahora. Me marcharé y ya no te
molestaré más…
—¿Marcharte? ¿Y adónde vas a ir,
Meryem? —preguntó con tono severo
Achmed, alarmado por su mención del
mar.
—Volveré a la ciudad.
Meryem bajó los párpados, y él
comprendió que estaba mintiendo.
—No —contestó Achmed
sujetándola otra vez—. Al menos, no
todavía. Descansa hasta que te sientas
mejor de verdad. Entonces, yo te
llevaré. No debes andar por ahí sola —
continuó el joven con determinación,
obrando, por el bien de ambos, como si
no hubiese oído su manifiesta oferta
anterior—. No tienes idea de qué clase
de lugar es éste.
Meryem sonrió, con una sonrisa
triste y lánguida que tocó a Achmed en
el corazón. Una lágrima rodó por la
suave mejilla, chisporroteando a la luz
de las estrellas como un cristal
precioso. Sin pensarlo, el joven levantó
la mano para cogerla.
—Gracias por tratar de salvarme —
dijo Meryem con dulce voz y dejó caer
la cabeza cerca de él, pero sin llegar a
tocar su pecho—. Pero sí sé qué lugar es
éste. Y tú sabes por qué estoy aquí…
—¡No lo puedo creer! —protestó
con rotundidad Achmed—. ¡Tú no eres
como… como ésas! —añadió con un
ademán.
—¡Todavía no! —repuso Meryem
escondiendo la cara entre las manos—.
¡Pero pronto lo habría sido de no ser por
ti!
Y, levantando súbitamente la mirada,
se agarró a la túnica del joven.
—¡Achmed! ¿No ves que Akhran te
ha enviado? ¡Tú me has salvado del
pecado! Ésta era mi primera noche aquí.
Tú… habrías sido mi primer…, mi
primer…
La piel de la mujer ardía; no pudo
pronunciar la palabra. Achmed le puso
la mano sobre los labios. Ella cogió sus
dedos y los beso con fervor y, luego, se
dejó caer de rodillas ante él.
—¡Alabado sea Akhran!
La belleza de la mujer deslumbraba
al muchacho. La fragancia de su pelo y
el perfume que flotaba en torno a su
cuerpo lo embriagaban. Sus lágrimas, su
inocencia, su dulzura, mezclados con el
conocimiento de dónde estaban y lo que
estaba sucediendo en torno a ellos
inflamaba la sangre de Achmed. Éste se
tambaleó como un borracho y fue la
repentina debilidad de sus miembros lo
que lo hizo caer de rodillas junto a ella.
—Meryem, ¿qué ha pasado? ¿Por
qué estás aquí? Tú estabas en Kich, es
lo último que oí, viviendo con Badia, la
madre de Khardan…
—¡Ah! ¡Pobre mujer! ¡No menciones
su nombre! —exclamó Meryem
apretando las manos contra su pecho y,
agarrándose el vestido de seda, lo rasgó
en su desesperación—. ¡No soy digna de
oírlo siquiera!
Columpiándose adelante y atrás
sobre sus talones, y gimiendo de dolor,
dejó caer las manos, permitiendo que el
rasgado tejido de su vestido se separase
para revelar la lechosa y delicada piel
de sus turgentes pechos.
Achmed tomó una temblorosa
bocanada de aire. Cogiéndola de la
barbilla, le hizo girar la cara hacia la
suya y concentró su mirada en aquellos
grandes ojos azules bañados de
chispeantes lágrimas.
—Dime, ¿qué ha ocurrido? ¿Acaso
Badia…, es que mi gente…? —El
miedo lo helaba y sus dedos apretaron
con más fuerza—. Algo terrible ha
ocurrido, ¿verdad?
—¡Oh, no tan malo! —se apresuró a
decir Meryem, cogiendo al joven por la
muñeca—. A Badia y a toda tu gente que
vivía en Kich los han sacado de sus
casas y los han metido en la Zindam.
Pero, seguramente, tú ya lo sabías… Fue
por orden de Qannadi.
—No, de Qannadi no —replicó con
aire sombrío Achmed—. Del imán. ¿Y
están bien? ¿Los están maltratando?
—No —respondió Meryem, pero
sus ojos vacilaron ante la escrutadora
mirada del joven.
Éste le apretó con más fuerza la
mano.
—¡Dime la verdad!
—¡Es tan vergonzoso! —dijo
Meryem echándose a llorar.
Sus lágrimas cayeron sobre la piel
de Achmed quemando como cenizas
calientes.
—Yo estaba en la misma celda con
Badia y sus hijas. Una noche, vinieron
los guardias y dijeron… que querían a
una de nosotras… voluntariamente o…
si no, se llevarían a todas por la
fuerza…
La joven no pudo continuar.
Achmed cerró los ojos. El dolor, la
ira y el deseo se agitaban dentro de él.
Podía imaginarse el resto y, rodeando a
Meryem con sus brazos, se la llevó
hacia sí. Al principio ella se resistió
pero, gradualmente, dejó que sus fuertes
brazos la consolaran.
—Tú te sacrificaste por las otras…
—murmuró él con un tono dulce y
reverente.
—Cuando los guardias se cansaron
de mí —continuó ella sollozando sobre
el pecho de Achmed—, me vendieron a
un mercader de esclavos. Él me trajo
hasta aquí. Yo… me escapé, pero no
tenía adónde ir, ni dinero ninguno. Que
Akhran me perdone. Creí que aún podía
caer más bajo pero, alabado sea su
nombre. Él te puso en mi camino.
Achmed se movió incómodo; no le
gustaba oír el nombre del dios y menos
aún le gustaba la idea de que Akhran
pudiese haberlo, utilizado para salvar a
aquella pobre muchacha.
—Coincidencia —contestó con
hosquedad.
Pero Meryem sacudió con firmeza la
cabeza. El velo se había deslizado de su
pelo plateado; los pálidos mechones
realmente parecían plata bajo la luz de
las estrellas. Achmed cogió uno de
aquellos mechones que estaba
humedecido por las lágrimas de la
joven. Suave y sedoso, desprendía un
olor a rosas. Las palabras que entonces
pronunció se le estancaron en la
garganta, pero tenía que decirlas.
—Khardan estará orgulloso de ti…
Meryem levantó asombrada los ojos
hacia él.
—¿No lo sabes…? —y se detuvo,
confusa—. ¿No te lo dijeron? Khardan
está muerto. Majiid envió noticia a
Badia. Encontraron su cuerpo. Las
historias sobre su huida de la batalla
eran falsas…, mentiras propagadas por
el imán. Khardan recibió un funeral
propio de un héroe.
Ahora fue Achmed el que bajó la
cabeza y Meryem la que estiró su mano
para enjugarle las lágrimas.
—Lo siento. Creí que ya lo sabías.
—No, ¡no estoy llorando de pena!
—repuso Achmed con la voz
entrecortada—. ¡Estoy agradecido,
porque murió con honor!
—Los dos lo queríamos —dijo
Meryem—. Eso será siempre un vínculo
entre nosotros.
De forma completamente accidental,
sus mejillas se tocaron. La dulce brisa
nocturna refrescaba la piel mojada de
lágrimas y enrojecida de pasión. Sus
labios se encontraron; sus lenguas
probaron sal mezclada con azúcar.
Meryem empujó a Achmed e intentó
levantarse, pero estaba enredada en sus
propias ropas. Achmed se la acercó a sí.
Con la cabeza girada, ella luchó por
liberarse de su abrazo.
—¡Déjame! ¡Estoy deshonrada!
¡Déjame marchar! Te juro que no voy a
hacer lo que temes. Tú me has salvado.
Rezaré a Akhran y él me guiará.
—Él te ha guiado. Te ha guiado hasta
mí —afirmó Achmed—. Te llevaré a mi
tienda. Allí estarás a salvo, y yo iré a
ver a Qannadi y…
—¡Qannadi!
La palabra brotó tan áspera y
chillona que Achmed se retrajo.
—¿Lo has olvidado? —susurró
Meryem apresuradamente—. ¡Yo soy la
hija del sultán! ¡Tu amir mandó matar a
mi padre y a mi madre! ¡Y también quiso
darme muerte a mí! ¡No debe
encontrarme!
Llena de pánico, se puso en pie
como pudo y echó a correr a través de la
oscuridad, tropezando con la larga falda
de su vestido.
Achmed corrió tras ella y,
agarrándola de la muñeca, tiró de ella
hacia sí. El cuerpo de la mujer temblaba
en sus brazos. Meryem lloraba y tiritaba
de miedo. Él la estrechó fuertemente
contra sí, acariciando su pelo dorado.
—Vamos, vamos. No quise decir
eso. Lo olvidé por un instante. No se lo
voy a decir a él; aunque estoy seguro de
que, si lo hiciera, no te haría ningún
daño…
—¡No! ¡No! —jadeó la muchacha,
llena de terror—. ¡Debes prometérmelo!
Júralo por Akhran, por Quar, por
cualquiera que sea el dios que tú tengas
por lo más sagrado!
Achmed guardó silencio durante
unos momentos. Podía sentir su cálida y
suave piel sobresalir del rasgado
corpiño, elevarse con las rápidas y
entrecortadas respiraciones contra su
pecho desnudo. Sus brazos se
estrecharon en torno a ella.
—Yo no juro por ningún dios —dijo
Achmed con voz apagada—. No creo en
ningún dios. Ya no. Pero lo juro por mi
honor. Te mantendré a salvo, guardaré tu
secreto. Te protegeré con mi vida.
Meryem cerró los ojos y apoyó la
cabeza contra su pecho. Sus manos se
deslizaron hacia arriba hasta rodearle el
cuello y de su boca se elevó un suspiro
que probablemente fuese de alivio pero
que parecía un susurro de entrega.
Achmed interceptó el suspiro con
sus labios, y esta vez Meryem no hizo
esfuerzo por apartarlo de sí.
Capítulo 8
Promenthas convocó a los Uno y
Veinte.
Su propósito: discutir la
efervescente guerra que estaba teniendo
lugar en el plano de los inmortales.
Cuando los Uno y Veinte se reunieron
esta vez, ya cada dios y diosa no miraba
con satisfacción a los otros desde su
faceta de la Gema que constituía el
mundo. Ahora tan sólo unos pocos de
los dioses más fuertes eran capaces de
conservar sus moradas. Los demás se
encontraban mansamente reunidos en el
jardín de recreo de Quar, observados
con curiosidad y reserva por las gacelas
domésticas. Promenthas era fuerte
todavía. Se erguía en su catedral, y no en
el jardín, pero los ruidos de
construcción de barcos resonaban a
través de las cavernosas naves y
perturbaban su descanso. Los seguidores
de Promenthas, dios de las tierras y
gentes de Aranthia, que se hallaban en el
otro extremo del océano de Hurn, muy
lejos de Tara-kan, se hallaban a salvo de
la jihad que arrasaba las tierras de
Sardish Jardan. Pero el martilleo de los
clavos contra la madera pronto iba a
terminar con su paz. El emperador de
Tara-kan tenía suficientes riquezas y
materiales procedentes del reino sureño
de Bas para continuar con sus proyectos
de construir una armada. En menos de un
año, su flota estaría lista para cruzar el
Hurn. Hordas de fanáticos seguidores de
Quar lloverían sobre las amuralladas
ciudades y castillos de Aranthia.
Aranthia, una tierra dispersamente
poblada y dividida en pequeños estados,
estaba gobernada por reyes y reinas que
mantenían la paz casando a sus hijos e
hijas con los hijos e hijas de los otros
monarcas. La tierra estaba densamente
cubierta de bosques, era difícil de
atravesar de no ser por los ríos y
afluentes que constituían el flujo
sanguíneo del continente y podía resistir
durante largo tiempo contra las tropas
del emperador. Promenthas sabía, sin
embargo, que al final su gente terminaría
siendo derrotada, aunque sólo fuese
abrumada por la ingente masa numérica
de los invasores. La bulliciosa ciudad
de Khandar, capital de Tara-kan,
contenía ya por sí sola más población
que toda la tierra de Aranthia.
Sentado en un banco cerca del altar,
Promenthas contemplaba con mirada
sombría a Quar haciendo su entrada en
la catedral. Tan grande se había hecho el
dios que se vio obligado a agachar la
cabeza y girar su cuerpo de lado para
poder cruzar el umbral. Sus magníficos
hábitos estaban hechos de los más raros
y costosos tejidos. Con todas las piedras
preciosas del mundo adornando su
cuerpo, Quar brillaba con más
resplandor que las vidrieras de la
catedral que, últimamente, aparecían
algo mugrientas y polvorientas por falta
de cuidados. Caminando a rápidos y
cortos pasitos detrás de Quar, charlando
alegremente con él y calculando por
dentro al mismo tiempo la valía del gran
dios, venía Kharmani, dios de la
Riqueza.
Sin importarle que otra cara de la
Gema pudiera brillar con más
luminosidad, la faceta de Kharmani
resplandecía con su propia luz, una luz
dorada. Ningún dios, ni el más maligno
ni el más benigno de ellos, se habría
atrevido a intentar apagar aquella luz.
Todos y cada uno de los Uno y Veinte,
aparte de él, podrían agacharse a los
pies de Quar. Kharmani se sentaría a su
mano derecha… siempre que dicha
mano continuara arrojando monedas de
oro en su dirección.
Detrás de Quar, Promenthas vio una
sombría figura colarse en la catedral a
cubierto tras los amplios hábitos del
dios. Promenthas frunció el entrecejo y
suspiró preocupado por el destino del
cepillo de las limosnas, pues estaba
completamente seguro de que no
quedaría ni un ochavo tras la partida de
aquel otro dios, Benario, dios de los
Ladrones. Kharmani se sentaría a la
diestra de Quar, pero Benario lo haría a
su izquierda, si el dios no le robaba
antes los dedos a Quar.
Promenthas sintió entonces un
retumbar bajo sus pies y supo que
Astafás, dios de la Oscuridad, estaba
viendo a Quar entrar en el mundo
subterráneo de la noche perpetua. «Todo
ese deslumbramiento debe herir sin duda
los ojos de Astafás», pensó con ironía
Promenthas, y sintió cierta compasión
por su eterno enemigo.
Al menos, Astafás no se había
rebajado hasta el nivel de esos
miserables. Arrastrándose detrás de
Quar y con toda su luminosidad perdida
en la sombra del refulgente dios, venían
algunos otros de los Uno y Veinte.
Uevin, encogido y marchito, llevaba
mansamente la cola de los hábitos de
Quar. Mimrim, con la cabeza gacha,
caminaba detrás sosteniendo un cojín
para el caso de que el dios decidiera
que estaba cansado y deseara sentarse.
Hammah, el dios de las Grandes
Estepas, marchaba con su yelmo de
cuernos en la comitiva de Quar. El dios
guerrero llevaba su lanza, para tratar así
de ofrecer un aspecto más digno; pero su
mirada no se atrevía a encontrarse con
la de Promenthas y el dios de la barba
cana comprendió entonces, con un gran
pesar en todo su ser inmortal, que los
rumores que había oído eran ciertos: la
gente de Hammah se había aliado con el
emperador y marcharía hacia la batalla
del lado de Quar.
Promenthas vio allí a otros dioses y
diosas, pero ahora estaba más
interesado por aquellos que se hacían
notar por su ausencia. Los enojados
retumbos que sacudían los cimientos de
la catedral indicaban que Astafás antes
se arrojaría al Pozo de Sul que servir a
Quar. Evren y Zhakrin no estaban allí,
aunque Promenthas había oído rumores
de que habían regresado. Y,
naturalmente, a Akhran, el dios Errante,
no se lo veía por ninguna parte.
Los ojos almendrados de Quar
buscaron a Promenthas. Lentamente y
con gran dignidad, el dios de la barba
cana se puso en pie y avanzó hasta
erguirse delante del altar. No había
ningún ángel guardando sus flancos. La
guerra en el plano de los inmortales se
había llevado a todos sus subalternos.
Sólo un ángel permanecía, y estaba
prudentemente escondido en la galería
del coro.
—¿Por qué has convocado esta
reunión de los Uno y Veinte? O, quizá,
será mejor referirnos a ella como de los
Uno y Diecisiete… —dijo Quar con su
delicada voz.
Kharmani saludó con una risilla
entre dientes el chiste del dios.
—He convocado esta reunión de los
Uno y Veinte —repuso Promenthas con
voz potente y severa— para hablar de la
guerra que está causando estragos en el
plano de los inmortales.
—¿Guerra? —repitió Quar con tono
divertido—. Llamémosla mejor
rencillas, ¡riñas entre niños mimados!
—Yo la llamo guerra —insistió
enojado Promenthas—. ¡Y tú eres el
causante!
Quar elevó una ceja finamente
recortada.
—¿Yo? ¿La causa? Mi querido
Promenthas. Fui yo quien, viendo el
peligro existente en esos indisciplinados
seres, intentó traer orden y disciplina al
mundo que tenemos a nuestro cuidado
confinándolos a salvo en un lugar donde
no pudieran seguir entrometiéndose en
los asuntos humanos. Fueron
precisamente las intromisiones de los
salvajes e incontrolables djinn de
Akhran las que han hecho que se
desencadenase este desastre tanto en el
cielo como en la tierra. Ya es hora de
que tomemos control directo…
—Ya es hora de que tú tomes control
directo, querrás decir.
—¿Estás tratando de enfadarme,
Barba Gris? —preguntó Quar con una
sonrisa—. Si es así, no lo conseguirás.
He incluido a todos mis hermanos por
pura cortesía pero, si tú eres demasiado
débil para manejar el asunto, yo no lo
soy. Alguien debe llevar la carga de los
sufrimientos de la humanidad…
—Si de verdad es como tú dices —
interpuso otra voz desde fuera de la
catedral, más allá de los muros del
jardín de recreo de Quar—, entonces
destierra también a Kaug, tu 'efreet, en
quien has consolidado gran parte de tu
poder. Dale un pinchazo a tu inflado ego,
Quar, y deja salir el hediondo aire de tu
ambición. Vuelve a ser uno de nosotros,
una cara de la Gema, para que su belleza
pueda durar eternamente.
Akhran el Errante entró en la
catedral de Promenthas, o penetró a
grandes pasos en el jardín de recreo de
Quar. Sus botas estaban cubiertas de
polvo y sus amplias vestiduras,
ajironadas, raídas y manchadas de
sangre. El dios Errante parecía pequeño
y desaliñado comparado con Quar.
Kharmani lanzó a Akhran una mirada de
arrogante desdén, y Benario,
bostezando, ni siquiera se molestó en
abandonar su lugar entre las sombras.
Quar se llevó a la nariz una naranja
ensartada de clavos aromáticos para
atenuar el olor a caballo, cuero y sudor
que entraba con el Errante y volvió sus
ojos hacia Promenthas.
—Ésta es la gratitud que recibo por
tratar de poner orden en el caos —
comentó Quar con tono triste y el aire de
quien ha sido herido en el corazón—.
¿Qué puedo esperar de dos que han
servido de instrumento para que Zhakrin,
el repulsivo dios de la más negra
maldad, vuelva al poder? Pero os
arrepentiréis de ello. Creéis que esos
humanos que cumplen vuestros designios
han escapado de las garras de Zhakrin,
pero la sombra de éste es larga y de
nuevo la oscuridad se cierne sobre
ellos. Y vosotros confiáis en él, en un
dios que bebe sangre de los inocentes…
Se oyó un sonido ahogado, como un
grito contenido de desesperación,
procedente de la galería del coro de la
catedral. Promenthas hizo un rápido
ademán con su mano, pero Quar elevó la
mirada hacia las empolvadas
barandillas de madera y su sonrisa se
hizo más amplia.
—Sul diseñó la Gema para que
todas sus facetas brillen con la misma
intensidad, tanto las del bien como las
del mal —replicó airado Akhran,
retirándose el haik de la cara y mirando
a Quar con aire amenazador.
—Ah, de modo que conoces la
mente de Sul, ¿no es así, Errante? —
interrumpió fríamente Quar lanzando una
rápida mirada a Akhran y retirando de
inmediato los ojos, como si tuviese
miedo de que, con sólo verlo, le fuera a
entrar polvo en los ojos—. Mi creencia,
tras larga y profunda reflexión, es que
Sul pretendía que hubiese Un dios, y no
Uno y Veinte. Así su luz podrá brillar
con pureza e intensidad, iluminando
directamente sobre los humanos en lugar
de ser refractada, partida y difusa.
—¡Haz eso y la Gema se deshará en
pedazos! —advirtió Akhran.
—Entonces, yo recogeré los
pedazos.
Con una elegante reverencia, Quar,
su jardín y todo su séquito de sometidos
desaparecieron.
—¡Ten cuidado de no cortarte con
esos pedazos! —gritó Akhran tras él.
Pero no hubo respuesta. Akhran y
Promenthas se quedaron solos en la
catedral.
—No estés tan abatido —dijo el
dios Errante dando unas palmaditas en
la espalda a Promenthas—. Quar ha
cometido un error: ha conferido
demasiado de su poder al 'efreet. Si
queremos ganar la guerra en el plano de
los inmortales, sólo tenemos que
derrotar a Kaug —la atronadora voz de
Akhran hizo vibrar las vidrieras—.
Cuando eso esté hecho, Quar caerá.
—Cuando eso esté hecho, las
estrellas caerán —suspiró Promenthas,
aunque su gesto severo se aligeró un
poco con esta oferta de esperanza.
—¡Bah!
Akhran comenzó a escupir pero,
recordando dónde estaba, se limpió la
boca con el dorso de la mano. Los
impacientes relinchos de un caballo
llegaron a través de la oscuridad.
Envolviéndose la cara en el haik, el
dios Errante se volvió y descendió por
el pasillo hacia las puertas de la
catedral. Promenthas notó, por primera
vez, que el dios estaba cojeando.
—¡Estás herido!
—No es nada —respondió Akhran
encogiéndose de hombros.
—Lo que Quar dijo acerca de
Zhakrin, de tus seguidores y los míos…,
el joven brujo que viaja con ellos…
¿Acaso están en peligro?
Akhran se volvió y miró a
Promenthas estrechando sus negros ojos.
—Mi gente tiene fe en mí. Al igual
que yo tengo fe en ellos.
—También los seguidores de
Zhakrin tienen fe en él. Él busca lo
mismo que busca y ha buscado siempre
Quar. No tiene piedad, ni compasión.
Tal vez fue un error ayudarlo a regresar.
Cierto es que Evren vino con él, pero
ella está debilitada y sus seguidores se
hallan muy lejos, mientras que Zhakrin
está cerca, muy cerca… —Promenthas
suspiró y sacudió la cabeza—. Somos
demasiado pocos y estamos divididos
entre nosotros. Me temo que no hay nada
que hacer, amigo mío.
Akhran abrió de un empujón las
puertas de la catedral y tomó una
profunda bocanada de aire. Montando en
su caballo, se inclinó para dar un
apretón de ánimo en el encorvado y
alicaído hombro de Promenthas.
—¡Sólo los muertos están sin
esperanza!
Irguiéndose, taloneó los flancos de
su caballo y el animal se alejó
galopando por entre las estrellas.
—Y sin dolor —murmuró
Promenthas.
Y, volviendo su mirada hacia el
pasillo por donde Akhran había
caminado, vio un rastro de sangre.
EL LIBRO DE
ZHAKRIN
Capítulo 1
Mateo se sentaba sobre una
escombrera de brillante obsidiana.
Esparcidas por el blanco puro del
salado suelo del desierto, las negras
rocas parecían la encarnación de los
elementos oscuros que se agitaban justo
bajo la corteza del mundo, justo bajo la
piel del hombre. Contemplando las
grietas abiertas en la superficie de la
horneada tierra, Mateo se imaginó que
podía ver la roca negra escapando de
las atormentadas profundidades,
rezumando de aquella tierra muerta
como un líquido gangrenoso que
supurase de una herida pútrida.
El joven brujo cerró los ojos para
borrar de su mente la horrenda visión.
Aunque era temprano por la mañana,
sólo unas pocas horas después de salir
el sol, el calor era ya intenso. El Yunque
del Sol. Era muy propio de la gente de
aquella tierra olvidada de la mano de
dios el llamarla así…, un nombre
conciso, lacónico, sin desperdicio.
Sudando profusamente bajo los pesados
hábitos de terciopelo, medio anonadado
por el calor y la fatiga, Mateo se
imaginaba un brazo vigoroso de puro
fuego blandiendo un martillo y
golpeando con él en el suelo, que se
partía y agrietaba bajo los golpes pero
no cedía; y, de cada martillazo, se
elevaban chispas y olas de calor…
—¡Ma-teo!
Una mano le estaba sacudiendo el
hombro.
Mateo levantó sus adormilados y
calenturientos ojos. Una figura se erguía
temblorosamente ante él… Zohra,
vestida con el estrafalario atuendo de
sacrificio de cuentas de cristal. La luz
del sol se reflejaba en cada una de ellas,
haciéndolas centellear y chisporrotear
con el más ligero movimiento.
Deslumbrado por el fulgor, Mateo miró
parpadeante hacia ella.
—Tengo sed —dijo.
Chupándose los labios, pudo
saborear la sal que los bordeaba.
—Los djinn han traído agua —
contestó Zohra ayudándolo a ponerse en
pie—. Ven, tenemos que hablar.
Una noche, un día y otra noche
habían estado navegando por el mar de
Kurdin. Todo eso les había llevado
cruzarlo, cuando antes la misma travesía
había sido cuestión de horas. Los
vientos generados por la perpetua
tormenta que rodeaba el castillo de
Zhakrin se recrearon jugando con ellos,
empujándolos durante kilómetros y
kilómetros en dirección errónea para, de
repente, detenerse por completo y
dejarlos en medio de una calma total y,
seguidamente, azotarlos con furia desde
la proa cuando menos se lo esperaban.
Sin sus djinn, los humanos que iban a
bordo habrían perdido pronto todo
sentido de la dirección, ya que las nubes
que se arremolinaban en el cielo
ocultaban el sol y las estrellas, haciendo
imposible la navegación.
Agarrándose a los lados de la barca,
mareados, empapados y tiritando de
frío, sin un bocado que comer ni una
gota de agua que beber —aunque no
habrían podido guardarlos dentro— los
desdichados ocupantes terminaron
dándose por perdidos. Meelusk, el
dueño de la barca, aulló de miedo hasta
que se quedó sin voz. Cuando al fin la
embarcación fue arrastrada hacia la
orilla, dos de los djinn, Sond y Pukah,
llevaron a sus remojados pasajeros a
tierra. El tercer djinn, Usti, cuyo
redondo cuerpo había sido puesto en
servicio en calidad de vela, se
encontraba tan enfermo y desvalido
como sus amos mortales. Aterrorizado
por las tormentas y un miedo cerval de
que pudieran ser perseguidos por los
ghuls, Usti había mantenido los ojos
herméticamente cerrados durante todo el
viaje. Al término de éste, el djinn se
negaba a soltarse del mástil o a abrir los
ojos. Sond empujó y tiró y mencionó
todos los platos más suculentos que
pudo recordar, pero era inútil.
Gimiendo, Usti se negaba a ceder. Hasta
que, al cabo, Pukah tuvo que despegar
los gordos dedos del djinn del palo
mayor y sus pies de debajo del botalón.
Una vez liberado, Usti se desplomó de
golpe como una vejiga de cerdo
desinflada y yació jadeando y gimiendo
en el agua poco profunda de la playa.
El Yunque del Sol. Fue Pukah quien
les había dicho dónde estaban. De
noche, las llamas del desierto se
extinguieron, los ruegos permanecieron
apagados; el Yunque del Sol era
entonces acero frío. Envuelto en sus
hábitos mojados, Mateo temblaba con
aquel frío helado que parecía penetrar
en sus huesos. Khardan, Pukah y Sond
habían estado discutiendo si encender
una hoguera, y Mateo había oído con
amarga decepción a los tres decidir que
no sería prudente… Algo acerca de
atraer la atención de un 'efreet maligno
que, al parecer, vivía en aquel
condenado mar.
Cuando el día amaneció, Mateo
había conseguido entrar en calor y
dormía profundamente. Al despertarse,
sintió el calor asestándole un golpe
físico. Poniéndose en pie con esfuerzo,
vio que se había acurrucado en la exigua
sombra proyectada por la formación de
obsidiana. Se preguntó qué iban a hacer.
Zohra le dijo que, al parecer, se
había tomado alguna especie de
determinación. Mateo echó para atrás la
caperuza de los hábitos que llevaba,
esperando recibir la tenue brisa que
soplaba de vez en cuando desde la
superficie del mar de Kurdin. El agua
estaba lisa y tranquila ahora, al haber
sido absorbidos sus vientos por el
despiadado sol. El largo cabello rojo
del joven estaba empapado de sudor y él
se lo levantó de la parte trasera del
cuello. Al ver lo que estaba haciendo,
Zohra agarró la capucha y la volvió a
echar sobre la cabeza de Mateo.
—El sol quemará tu hermosa piel
como carne en un asador. Su calor te
cuajará los sesos.
A Mateo no le costaba nada creer
eso y soportó la capucha en su posición
original; incluso dejó que cayera unos
dedos más sobre su frente. «Sin duda,
pronto dejaremos este espantoso lugar
—pensó, algo adormilado—. Los djinn
nos transportarán en sus fuertes brazos
o, quizá, volaremos sobre una nube».
La cara de Khardan lo hizo
descender bruscamente ala realidad.
Estaba oscura de ira; sus negros ojos
ardían con más calor que la arena bajo
sus pies. Los djinn se erguían delante de
él con rostros avergonzados y
malhumorados, pero firmes y resueltos.
—¿Qué sabes tú de esto? —rugió
Khardan volviéndose como un ciclón
hacia Mateo.
—¿Qué sé yo de qué? —preguntó el
joven brujo desconcertado.
—¡De esta guerra en el cielo! ¡Según
Pukah, la noticia se la trajo tu djinn!
—¿Mi djinn? —dijo Mateo,
mirándolo con ojos de asombro—. ¡Yo
no tengo djinn!
—No djinn, sino ángel —corrigió
Pukah bajando los ojos ante la furia de
su amo…, de su antiguo amo—. Un
ángel guardián, al servicio de
Promenthas.
—¿Ángeles? No existen tales seres
—objetó Mateo, secándose el sudor de
la frente.
Cada respiración le dolía; era como
inhalar pura llama.
—Al menos —añadió, pensando en
lo irreal que era todo aquello—, ninguno
que tenga nada que ver conmigo. Yo no
soy un sacerdote…
—¡Que no existen tales seres! —
exclamó indignado Pukah, levantando la
cabeza y encarando con enojo a un
confundido Mateo—. ¡Tu ángel es el
más leal de todos los seres celestiales!
¡Por cada lágrima que tú derramaste,
ella ha derramado dos! Cada herida que
tú sufres, ella la sufre también en su
corazón. Te quiere con toda su alma, y
tú, perro indigno, te atreves a injuriar a
la mejor, a la más dulce y hermosa…
No, Asrial, se lo diré. Tiene que
aprender…
—¡Pukah! ¡Pukah! —gritó Khardan
repetidamente, y por fin consiguió
refrenar su diatriba.
—¿Desde cuándo, djinn, le hablas a
un mortal de esa forma tan irrespetuosa?
—inquirió Zohra.
—Yo manejaré este asunto, esposa
—intervino con autoridad Khardan.
—Espero que lo hagas mejor de
como has estado manejándolo todo hasta
ahora, esposo —respondió Zohra con
una sonrisa burlona en sus labios, y se
echó su larga melena negra para atrás
con un enérgico movimiento de cabeza.
—¡No fueron mis acciones las que
nos trajeron hasta aquí, si recuerdas
bien, esposa! —replicó Khardan
conteniendo su cólera—. Si me
hubieseis dejado en el campo de
batalla…
—Ahora estarías muerto —concluyó
fríamente Zohra—. Créeme, esposo,
¡nadie lamenta mi acción de salvarte
más que yo!
—¡Ya basta! —intervino Mateo—.
¿No hemos pasado ya bastante? En ese
oscuro castillo, estabais dispuestos a
dar la vida el uno por el otro. Ahora
os…
Mateo se calló. Khardan estaba
mirando hacia el mar con un rostro duro
y severo. Los músculos de su mandíbula
estaban crispados y los tendones del
cuello tirantes e hinchados.
«Mis palabras no han conseguido
otra cosa que enviarlo de nuevo a ese
horrible lugar —se dio cuenta
entristecido Mateo—. ¡Lo está sufriendo
todo otra vez!»
Mateo miró a Zohra. Su cara se
había ablandado; estaba recordando su
propio tormento. Si ella pudiese ver la
angustia compartida en los ojos de su
esposo… Pero no podía. Desde donde
estaba, ella sólo podía ver de él su
ancha espalda, su cabeza estirada y su
cuello rígido e inalterable. Zohra apretó
los labios y cruzó los brazos tercamente
por delante de su pecho; las cristalinas
cuentas de su vestido entrechocaron
produciendo un sonido discordante.
Mateo estiró entonces la mano hacia
el califa; sus dedos temblaban. En aquel
momento, Khardan se volvió y Mateo
retiró rápidamente la mano y la escondió
dentro de las holgadas y sueltas mangas
de sus hábitos de brujo. El califa dirigió
una mirada al rostro impasible de su
esposa y su propia expresión se hizo
más dura.
—Humildemente te pido disculpas,
sidi, y también al loco…, quiero decir,
Mateo —intervino Pukah con tono
sumiso, ansioso por mantenerse al
margen de toda disputa doméstica—. Me
acaban de recordar que el loco…
Mateo… no tiene modo alguno de saber
nada acerca de su ángel, ya que tal
comunicación entre mortal e inmortal
está prohibida por Promenthas, su dios,
quien, si se me permite decirlo, es un
dios de lo más austero y que, con toda
seguridad, no sabe lo que es diversión.
Con todo, a mí me parece que el loco
debería estar agradecido, al menos, por
seguir vivo…
—¿Agradecido? ¡Por supuesto que
está agradecido! —lo interrumpió
Khardan con impaciencia—. ¿Y dices
que él no sabe nada acerca de ese…
ese…?
—Ángel —lo ayudó a terminar
Pukah.
—Sí, eso —dijo Khardan, evitando
pronunciar la extraña palabra—.
¿Entonces él no sabe nada sobre esa
guerra, tampoco?
—No, sidi.
Pukah sonaba más templado ahora
pero, tras intercambiar una mirada con
Sond, pareció resuelto a continuar a la
vista del creciente enojo del califa.
—Asrial…, ése es el nombre del
ángel, amo…, asistió a una reunión de
los Veintiuno. Allí fue donde se enteró
de la guerra que estaba bullendo en el
plano de los inmortales. El propio
Akhran estuvo presente, amo, y dijo que
Quar ha delegado gran parte de su fuerza
en el 'efreet Kaug, quien ahora está
tratando de exiliar de nuevo a los
inmortales a nuestra antigua prisión, el
Reino de los Muertos.
—¡Un 'efreet! —dijo Khardan con
desprecio—. ¡Sin duda Akhran podrá
vérselas con un 'efreet!
—Sul tiene prohibido a los dioses
actuar en el plano de sus sirvientes, sidi.
Aunque no creo que eso detuviese a
hazrat Akhran si éste se sintiese
inclinado a hacerlo. Pero Asrial nos
dice que Akhran —aquí el djinn vaciló,
miró a sus compañeros inmortales y
suspiró antes de comunicar la mala
noticia—… que Akhran lleva muchas
heridas en su cuerpo y que, aunque hace
cuanto puede por esconderlas,
Promenthas teme que nuestro dios no
pueda durar mucho más tiempo.
—¡Akhran… muriendo! —exclamó
Khardan sin poderlo creer—. ¿De
verdad se ha debilitado tanto nuestro
dios?
—Di, más bien, que la fe de su gente
se ha debilitado —interpuso Sond con
tono sosegado.
Khardan se puso rojo. De un modo
inconsciente, su mano se fue hacia su
pecho. Mateo recordaba vívidamente las
heridas que el califa había recibido,
heridas que habían desaparecido ahora
sin dejar cicatriz alguna excepto
aquellas que quedarían para siempre en
el alma del hombre. Heridas curadas por
la mano del dios.
¿O heridas sufridas por el dios en su
lugar?
—Nuestra gente.
El feroz orgullo y la cólera se
desvanecieron de los ojos de Zohra,
dejándolos ensombrecidos de miedo y
preocupación.
—Han sucedido tantas cosas… que
nos hemos olvidado de nuestra gente.
—Razón de más para que nos
ayudéis a volver hasta ellos —dijo
Khardan a Pukah en tono enojado.
—Razón de más para luchar contra
Kaug, califa —habló Sond con el más
sincero respeto y la más firme
resolución—. Si Kaug gana la batalla,
todos los inmortales desaparecerán de
este mundo. Al ser el más fuerte de los
dioses, Quar podrá aumentar su
influencia directa sobre la gente. Se hará
cada vez más fuerte mientras los otros
dioses se debilitan hasta que, al fin, los
Uno y Veinte se convertirán en el Uno.
—Nos ausentaremos sólo unas pocas
horas, sidi —dijo Pukah con
determinación—. Ese Kaug puede que
tenga la fuerza de una montaña, pero sin
duda tiene el cerebro de un ratón. Lo
derrotaremos y volveremos ante ti antes
de que puedas echarnos en falta.
—Descansad durante el calor del
día, sidi, en la tienda que hemos
preparado para vosotros. Estaremos de
vuelta para serviros la cena —añadió
Sond.
Los dos djinn comenzaron a
desvanecerse. Mateo sintió que algo le
rozaba la mejilla, algo suave, ligero y
delicado como una pluma, y levantó
rápidamente la mano para cogerlo, pero
no había nada allí.
—¡Khardan! —exclamó Zohra
agarrándose a él de un brazo—. ¡Van a
abandonarnos aquí! ¡No puedes dejarlos
marchar!
—¡No puedo impedírselo! —gritó
Khardan con irritación, sacudiéndose
sus manos de encima—. ¿Qué quieres
que haga? ¡Yo ya no soy su amo!
—¡Pero yo sí lo soy! —irrumpió una
voz chillona.
Capítulo 2
Todo el mundo se volvió
sorprendido; durante su discusión, se
habían olvidado por completo del
escuálido y arrugado hombrecillo. La
verdad sea dicha, nadie le había
prestado demasiada atención a Meelusk
durante todo el viaje. El pequeño
pescador de ojos astutos y gesto
solapado se había pasado toda la
travesía hecho una pelota en el fondo de
la barca. Cuando alguien, en especial el
musculoso Khardan, miraba
directamente hacia él, Meelusk esbozaba
una sonrisa servil y aduladora que se
convertía en un malévolo gruñido
cuando creía que ya no lo miraba nadie.
Ahora venía cojeando a través de la
arena, agarrando la lámpara de Sond
contra su pecho y arrastrando tras de sí
la inundada cesta de encantador de
serpientes de Pukah, que era tan grande
como él.
—¡No me fío de ti, demonio de
barba negra! —voceó Meelusk con sus
ojos centelleantes fijos en Khardan—.
¡La mujer que está contigo es una diabla,
y tú no sé lo que eres, monstruo de pelo
rojo! —agregó mirando a Mateo—.
¡Pero, seas diabla o demonio, pronto me
desembarazaré de ti! ¡Pronto me desharé
de todos vosotros!
Desde luego eran palabras osadas,
pero los djinn Sond y Pukah continuaban
desvaneciéndose; entonces Meelusk se
preguntó quién se estaba deshaciendo de
quién.
—¡Volved aquí! —chilló el
hombrecillo agitando la lámpara de
Sond en el aire—. ¡Soy vuestro amo!
¡Yo os rescaté de las aguas del mar!
¡Tenéis que obedecerme, y yo os digo
que volváis aquí!
Las imágenes de los djinn
temblequearon en el aire y, lentamente,
volvieron a materializarse.
—Después de todo, tiene razón —
dijo Pukah a Sond—. Él es nuestro amo.
—¡Puedes apostar que lo soy! —
aseguró Meelusk con aire de suficiencia,
lanzando una mirada triunfante a
Khardan.
—Él nos rescató del mar —admitió
Sond—. Le debemos lealtad.
Inclinando sus enturbantadas
cabezas, los djinn se postraron ante el
esmirriado anciano.
—¡Y bien que hacéis, maldita sea!
—cacareó Meelusk—. Ahora, levantaos
y escuchadme.
Señaló a Khardan y sus compañeros.
—Dejad a esos nómadas aquí, que
se pudran en la playa. Llevaos su agua y
esa tienda —continuó Meelusk quien,
protegido por los djinn, se sintió lo
bastante seguro como para agitar un
puño amenazador a los nómadas—.
¡Demonios asesinos de negro corazón!
¡He visto cómo me mirabais, sedientos
de mi sangre! ¡Ja, ja! ¡Ahora vais a tener
sed de algo más!
Meelusk se volvió de nuevo hacia
los djinn, que esperaban a sus pies.
—Ahora vais a vestirme como un
sultán; luego me traeréis hermosas
mujeres y me construiréis un palacio de
plata y mármol, con grandes murallas
para que nadie pueda llegar hasta mí.
Luego, iréis a mi pueblo. La gente allí
no me respeta lo bastante. ¡Pero yo les
enseñaré a hacerlo! Así aprenderán,
esos perros. Cuando lleguemos allí,
tiraréis abajo a patadas sus casas, una a
una. ¡Y las pisotearéis hasta hundirlas en
la tierra! Y después les prenderéis
fuego. Luego me vais a traer todo el oro
y las joyas del mundo… ¡Eh! ¿Qué es lo
que te pasa?
Pukah se había llevado la mano a la
frente y tenía los ojos en blanco.
—Demasiadas órdenes, amo.
—Ah, lento de entendederas, ¿no?
—dijo Meelusk con una sonrisa
maliciosa.
—Sí —contestó Sond con gravedad
—, lo es.
—¡Bonitas ropas nuevas para mi
amo! —ordenó Pukah dando una
palmada.
Al instante, el inmundo cuerpo de
Meelusk, escuálido y cubierto con una
costra de suciedad, se vio envuelto de
pies a cabeza en un capullo de costosas
sedas.
—¡Eh! —exclamó una voz ahogada
procedente del interior del capullo—.
¡No puedo respirar!
—¡Joyas para mi amo! —ordenó
Sond con otro palmada.
Sartas de perlas, cadenas de oro y
piedras preciosas de todos los colores y
descripciones cayeron del cielo y,
rodeándole el cuello, lo doblaron con su
peso hasta casi hacerlo caer de rodillas.
—¡Mujeres para mi amo!
Meelusk se vio rodeado de pronto
por nubiles y cimbreñas muchachas que
le susurraban en lo poco que de sus
oídos podía verse bajo el enorme
turbante incrustado de piedras preciosas
que se sostenía con precario equilibrio
sobre la bulbosa cabeza del
hombrecillo. Las mujeres se arrimaban
seductoramente a él, quien, boquiabierto
y babeante, dejó caer la lámpara de
Sond y la cesta de Pukah con el fin de
liberar sus ávidas manos.
—¡Una nueva lámpara y una nueva
cesta para mi amo! —voceó Pukah
llevado por el entusiasmo.
—¡Sí, sí! —jadeó Meelusk lanzando
golosas miradas a las mujeres y
agarrando sus blandos cuerpos con
dedos avariciosos—. ¡Todo nuevo! ¡Más
oro! ¡Más joyas! Mientras estáis en ello,
más de estas bellezas.
Pukah lanzó a Khardan una mirada
significativa. Deslizándose con disimulo
y cuidado, el califa recogió rápidamente
la lámpara de Sond y la cesta de Pukah
y, agarrándolas con fuerza, dio un rápido
paso hacia atrás.
Al instante, mujeres, joyas, perlas,
oro, turbante, lana y sedas, todo
desapareció.
—Ah, amo Meelusk, ¿qué has
hecho? —preguntó Pukah afligido.
—¿Eh? ¿Qué?
Meelusk miró con aire enloquecido
a su alrededor; sus manos, que hacía un
momento rodeaban una esbelta cintura,
estaban agarradas en torno al aire vacío.
Furioso, se aproximó a los dos djinn que
lo miraban con fingida tristeza.
—¡Haced que vuelvan! ¿Me oís?
¡Que vuelvan! —aulló, dando saltos
arriba y abajo sobre la arena.
—Ay, me temo que tú ya no eres
nuestro amo, amo —replicó Pukah
extendiendo las manos en un gesto de
impotencia.
—Tú has soltado, por tu propia
voluntad, nuestras viviendas —explicó
Sond lanzando un suspiro.
Rabiando, con los dientes apretados,
Meelusk se volvió de un salto y se
precipitó hacia Khardan pero, antes de
que pudiera dar siquiera dos pasos, el
enorme Sond agarró al esmirriado
hombrecillo por los brazos.
Levantándolo como a un niño, el djinn
llevó a Meelusk, que pataleaba, gritaba
y derramaba sucias imprecaciones sobre
las cabezas de todos los presentes, hasta
su barca. Lo echó como un saco en su
interior y dio a la embarcación un
poderoso empujón que la mandó
volando sobre las aguas.
—¡Será mejor que no grites así,
amo! —recomendó Pukah tras la barca
que se alejaba a toda velocidad—. ¡Los
ghuls tienen un oído excelente!
Las maldiciones de Meelusk cesaron
de pronto y todo se quedó en silencio
una vez más. Cuando la barca se hubo
perdido de vista, Sond y Pukah cruzaron
despacio la arena hasta situarse delante
de Khardan. La lámpara de Sond,
abollada, arañada y bastante
deteriorada, yacía a los pies del califa.
La cesta de Pukah, empapada de agua y
desentramada en algunos lugares,
descansaba en el suelo junto a la
magullada lámpara. Khardan se quedó
mirando los objetos que ligaban a los
djinn al mundo mortal; su mirada era
sombría y pensativa.
Los djinn se inclinaron ante él y
esperaron en tenso silencio.
—¡Id, pues, y cumplid con vuestro
deber! —gruñó Khardan con brusquedad
e impaciencia, negándose a mirarlos—.
Cuanto antes os marchéis, antes estaréis
de vuelta.
Sond miró a Pukah, quien asintió con
la cabeza.
—¡Hasta pronto, princesa, califa,
loco! —dijo el djinn de cara zorruna
saludando con la mano—. ¡Esperad
nuestro regreso para la puesta del sol!
Y ambos djinn desaparecieron.
—¡Una sabia decisión, esposo! —se
mofó Zohra—. Ahora estamos solos en
este lugar maldito.
—¡Era yo quien tenía que decidir,
esposa, no tú! —contestó escuetamente
Khardan. Un pesado silencio se hizo
entre los tres, roto tan sólo por el suave
murmullo del agua que se arrastraba
sobre a orilla y los ronquidos de Usti,
que yacía tumbado sobre la playa como
un gigantesco y fláccido pez.
—Al menos mi djinn no nos ha
abandonado… —comenzó Zohra.
De pronto, la enorme mano de Sond
salió del aire, agarró a Usti del fajín que
rodeaba su inmensa cintura y tiró de él
hacia arriba. Hubo un grito de sorpresa,
un gimoteo de protesta y, al instante, Usti
había desaparecido.
Los tres humanos se quedaron
completamente solos en aquella
inhóspita orilla. El sol seguía
martilleando contra la agrietada tierra.
Nocivos charcos de agua maloliente
borboteaban y hervían. Detrás de ellos
se erguía la tienda con su solapa abierta
ofreciendo una vislumbre de fresca e
invitadora oscuridad en el interior. Del
palo central colgaban pellejos de agua
mientras que unos cuencos de fruta y
arroz descansaban sobre esteras
extendidas delante de unos cojines.
Había allí incluso atuendos apropiados
para el desierto. Los djinn habían
pensado en todo.
—Entra, esposa, y cámbiate de ropa
—ordenó Khardan a Zohra—. Nosotros
esperaremos aquí fuera.
—¡Conque no puedes mandar a tu
propio djinn… y crees que vas a poder
darme órdenes a mí! —replicó Zohra
estirándose y mirando a Khardan con
desdén.
Vestido tan sólo con los restos de la
armadura de Paladín Negro, su piel
marrón estaba empezando a enrojecerse.
—Eres tú quien necesita protección.
Yo te esperaré a ti —agregó la mujer.
El rostro de Khardan se puso rojo de
ira.
—¿Por qué insistes en
contradecirme, mujer…?
—¡Por favor! —intervino Mateo
adelantándose y situándose entre los dos
cónyuges—. ¡No…! —comenzó, y se
tambaleó sobre sus pies—. No… —
intentó hablar de nuevo, pero no podía
respirar.
No podía nadar contra la ardiente
marea. Cerrando los ojos, se dejó hundir
en ella y sintió que se ahogaba en
abrasadoras olas de calor.
Capítulo 3
Entre Zohra y Khardan llevaron a
Mateo al abrigo de la tienda. Allí lo
despojaron de los pesados hábitos
negros que llevaba —Zohra mantenía
sus ojos tímidamente bajados, como era
propio cuando se está atendiendo a un
enfermo, fingiendo no ver la frágil
desnudez del joven— y le lavaron la
cara y el pecho con la tibia agua salada
del mar de Kurdin. Mientras trabajaban
juntos sobre el joven paciente, ambos
cónyuges estaban muy conscientes cada
uno de la proximidad del otro. Cuando
sus manos se tocaban por accidente,
ambos se sobresaltaban y las apartaban
rápidamente como si acabasen de rozar
un carbón al rojo.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó
malhumorado Khardan.
Viendo que ya no había nada más
que él pudiera hacer por Mateo, se
levantó y se retiró hasta la solapa
abierta de la tienda.
—El calor, creo —respondió Zohra.
Mojando un pedazo de tela en agua,
lo puso sobre la ardiente frente de
Mateo.
—¿No puede curarlo tu magia? Si
los djinn no regresaran…
Zohra lanzó una rápida mirada a
Khardan.
Apartando sus ojos de aquella
mirada acusadora, el califa se quedó
mirando hacia afuera.
—… tendríamos que viajar esta
noche —concluyó fríamente.
—Podríamos esperar aquí.
De hecho, era más una afirmación
que una sugerencia.
Khardan negó con la cabeza.
—Tenemos agua para dos días,
como máximo. Cuando eso se acabe…
No terminó la frase.
Cuando eso se acabara, morirían.
Aunque no pronunciadas, las palabras
resonaron a través de la tienda.
Khardan esperó tenso el ataque de su
esposa. Pero éste no vino, y él se
preguntó por qué. Tal vez ella
consideraba suficiente que su pulla, una
vez lanzada, se quedase doliendo en la
carne de su enemigo. O, quizá,
lamentaba ahora unas palabras dichas
antes de pensar, tras haber tenido tiempo
para reflexionar que Khardan había
tomado la única decisión que podía.
Cualquiera que fuese la razón, ella
permaneció callada. Ninguno de los dos
habló durante largos momentos. Khardan
miraba con aire preocupado a través del
kavir, observando cómo las ondas del
calor se deslizaban sobre la arena como
una falsa imitación del agua que ésta
ansiaba. Zohra hizo a Mateo una manta
rudimentaria con los hábitos negros que
le habían quitado, para cubrir su
blanquecino cuerpo.
—No puedo utilizar mi magia —dijo
por fin Zohra—. No tengo talismán ni
amuleto ninguno. ¿Adónde iremos
entonces?
—Volveremos con nuestra gente. Al
oeste. Pukah dijo algo sobre una ciudad,
Serinda…
—¡Una ciudad de muerte! —
exclamó Zohra; dándose cuenta de que
aquello podía tener un doble y siniestro
significado, se mordió el labio—. Todos
conocen la historia —añadió sin
convicción.
—Puede que haya vida para
nosotros dentro de sus pozos de agua.
«Mejor será que la haya», añadieron
en silencio hombre y mujer.
—Voy a salir a dar una ojeada
alrededor antes de que se nos eche
encima el calor de la tarde.
Cuando se disponía a retirar a un
lado la solapa de la tienda, Khardan se
detuvo. Con la punta de su bota tocó
cautelosamente un objeto que yacía en el
suelo: el cinturón de Mateo y una
escarcela de cuero.
—El chico posee magia —comentó
—. Yo lo vi hacerla.
—Es un brujo de gran talento y
poder —dijo Zohra con orgullo, como si
Mateo fuese su propia creación personal
—. Me ha estado enseñando. Fue
mediante su magia como vi la visión…
Ella no estaba mirando a Khardan, ni
lo oyó hablar ni hacer sonido alguno.
Pero, tan sensible era a su presencia
física que sintió, aunque no pudiese
verlo, la súbita tensión de su cuerpo y la
rápida y ligera inhalación.
La visión. La razón, según afirmaba
ella, de que se hubiesen llevado a
Khardan, inconsciente, del campo de
batalla, ocultándolo de las fuerzas del
amir bajo un atuendo de mujer.
—Puesto que eres tan hábil con la
magia, esposa —el sarcasmo de estas
palabras golpeó a Zohra como un
latigazo—, ¿no hay nada de él que
puedas utilizar para ayudarlo?
—Nunca dije que yo fuese diestra en
sus artes —respondió ella con un tono
bajo y apasionado, sin mirarlo; sus ojos
estaban fijos en la inmóvil figura de
Mateo—. Acabo de decir que él me
estaba enseñando a mí. ¡Y juro por
Akhran —continuó, con la voz
temblándole de fervor— que jamás
volveré a emplear esa magia!
Estirando la mano, comenzó a retirar
el húmedo pelo rojo de la frente del
joven, pero sus dedos temblaban
visiblemente y se apresuró a esconder
las manos en su regazo. Sin razón
aparente alguna, las lágrimas brotaron
de sus ojos y corrieron por sus mejillas
antes de que ella pudiera detenerlas. No
quiso levantar una mano para
enjugárselas pues eso le habría revelado
su debilidad a él. Bajó la cabeza, su
negra melena cayó hacia adelante y le
veló la cara.
Pero no antes de que Khardan viese
las gotas brillar sobre sus oscuras
mejillas y deslizarse hasta perderse en
sus curvos y temblorosos labios. La
espantosa aventura que había vivido y la
larga y peligrosa travesía que les
esperaba si los djinn no regresaban eran
suficientes para hacer flaquear al más
fuerte. Khardan dio un paso hacia ella,
estirando la mano…
Zohra se contrajo y se apartó con
brusquedad.
—Debes salir de la tienda, esposo
—dijo con dureza para disimular sus
lágrimas y, poniéndose en pie, volvió la
espalda a Khardan—. Ma-teo descansa
cómodamente y yo voy a cambiarme de
ropas.
Zohra se erguía tiesa; sus hombros
estaban rectos, inamovibles. Cegado por
las sombras después de mirar hacia la
deslumbrante luz del sol, Khardan no
pudo ver cómo los dedos de su esposa
se cerraban con fuerza y se hundían en
su propia carne. Tampoco notó cómo el
largo pelo negro, que caía lacio y
brillante hasta por debajo de su cintura,
temblaba con la intensidad de la
emoción reprimida. Para él, ella estaba
fría y distante. Los montones de
obsidiana esparcidos por el suelo del
desierto desprendían más calidez que
aquella mujer de carne y hueso.
Las palabras se amontonaron en los
labios de Khardan, pero en tal atasco de
furia e indignación que no pudo
pronunciar nada coherente. Dándose la
vuelta, salió con paso airado de la
tienda y bajó la solapa tras él, casi
echando abajo la tienda entera en su
rabia.
Era imposible, él lo sabía, pues
hacía meses que Zohra no tenía acceso a
sus perfumes. Pero él habría jurado que
olía a jazmín.
Rojo de ira, Khardan se alejó
caminando a grandes pasos por la arena
del desierto. ¡Aquella mujer volvía loco
a cualquiera! ¡Un demonio con faldas,
como bien había dicho aquel estevado
hombrecillo de la barca! Khardan
deseaba cogerla en sus brazos y… y…
apretarla hasta que muriese de asfixia.
El sol ardía intensamente, pero no
tan intensamente como su sangre. Una
alta duna que se elevaba a cierta
distancia de él prometía una vista
panorámica de aquella tierra. Con aire
decidido, se dirigió hacia ella a través
del agrietado terreno.
Dentro de la tienda, sin miedo de ser
vista, Zohra se dejó caer de rodillas y
rompió a llorar.
Mateo pasó durmiendo el fuerte
calor de la tarde y se despertó, fresco y
reposado, poco antes de la puesta del
sol.
—Los djinn… ¿han vuelto? —
preguntó.
Nadie respondió. Sus palabras
cayeron en un pozo de silencio tan
profundo y oscuro que casi pudo oírlas
rebotar en las paredes. «Algo ha
ocurrido», pensó y, apresuradamente, se
incorporó de medio cuerpo y miró a su
alrededor. Khardan estaba estirado cuan
largo era en un lado de la tienda.
Apoyado sobre un codo, miraba con aire
irritado hacia afuera, con la vista
perdida. En el lado opuesto de la tienda,
Zohra estaba empaquetando con maña la
comida que los djinn les habían
proporcionado y haciendo, al parecer,
preparativos de viaje. Los inmortales no
se veían por ninguna parte.
Mateo sintió una seca tirantez en la
garganta. El girba descansaba cerca de
él. Estirando el brazo, lo levantó y
comenzó a beber; pero, captando la
rápida y severa mirada de Khardan,
tomó únicamente un sorbo a pesar de la
sequedad de su garganta. Reteniendo el
agua en la boca todo el tiempo que pudo,
y esperando que esto lo ayudase a
calmar la sed, tragó en diminutos sorbos
el precioso líquido haciéndolo durar el
mayor tiempo posible. Con cuidado,
volvió a dejar el pellejo donde estaba y
la oscura mirada de Khardan se apartó
de él.
—Aún no se está poniendo el sol,
después de todo —dijo Mateo inquieto,
rechazando con un gesto la pequeña
ración de comida que Zohra le ofrecía;
demasiado calor para comer—. Pronto
estarán de vuelta.
Khardan se movió.
—No podemos esperar —declaró
con una voz tan fría y profunda como el
pozo que había ahogado las palabras del
joven brujo—. En cuanto haya
desaparecido el sol, debemos empezar a
caminar. Tenemos que llegar a Serinda
antes de que amanezca —y, mirando a
Mateo, dejó relajarse un poco su severo
rostro—. No te asustes. No está lejos.
Deberíamos hacerlo sin dificultad.
Pueden verse las murallas de la ciudad
desde las dunas.
Con rigidez, como si hubiese estado
yaciendo en una misma postura durante
largo tiempo, Khardan se puso de pie.
Se había cambiado de ropa y llevaba
ahora los pantalones largos, la túnica
ceñida en torno a la cintura por un fajín
y los largos hábitos del desierto. El
haik, sostenido en su sitio por el agal, le
cubría la cabeza; la tela facial colgaba
caída por delante de su pecho. Unas
zapatillas blandas, diseñadas para
caminar sobre la escurridiza arena,
calzaban sus pies. Zohra iba vestida con
sueltos atuendos de mujer, un corpiño de
manga larga y unos pantalones que se
ajustaban cómodamente a sus tobillos.
Un velo le cubría la cabeza y el rostro.
Con una mirada de reojo a Mateo, y
evitando cuidadosamente mirar a
Khardan, salió en silencio de la tienda
llevando la comida consigo.
—Vístete —ordenó Khardan
señalando dos montones de ropa que
había en el centro de la tienda.
Mateo reconoció los pliegues de
seda de un chador de mujer en uno de
ellos, mientras que el otro parecía
contener similares atuendos a los que
llevaba el califa. No sabiendo bien a
qué sexo le apetecería al extraño loco
pertenecer en aquella ocasión, Pukah,
previsoramente, había dejado un atuendo
de cada uno. Mateo estiró la mano hacia
las ropas masculinas pero, de pronto, se
detuvo. Ruborizándose, miró a Khardan.
—¿Se me permite? —preguntó.
Una fugaz sonrisa se dibujó en los
labios del califa y dulcificó la expresión
de sus oscuros ojos.
—Por el momento, Mateo, sí.
Cuando regresemos al Tel, tendrás que
reasumir tu papel de… esposa mía —
terminó con un toque de amargura.
—No me importará —se apresuró a
responder Mateo, con la intención de
aliviar el dolor de Khardan.
Dándose cuenta, demasiado tarde, de
cómo sus palabras se podían
malinterpretar, el joven brujo se sonrojó
todavía con más intensidad e intentó
aclarar su significado. Pero, antes de
que pudiese siquiera comenzar a
balbucear, Khardan había abandonado la
tienda respetando cortésmente su
intimidad.
—¡Estúpido! —se maldijo a sí
mismo Mateo mientras manoseaba los
metros y metros de material—. ¡Por qué
no voceas tus sentimientos a los cuatro
vientos y terminas ya de una vez!
Cuando por fin se hubo vestido,
salió de la tienda; Zohra y Khardan
estaban de pie, a bastante distancia el
uno del otro, con las espaldas
ligeramente vueltas entre sí y la mirada
fija en el oeste, donde el sol acababa de
desaparecer por el horizonte. El aire
comenzaba ya a refrescar, aunque el
calor almacenado durante el día
irradiaba del suelo y hacía a Mateo
sentirse como si acabara de pisar en un
horno de pan.
—Estoy listo —dijo,
sorprendiéndose al oír su voz sonar
apocada y tirante.
Khardan se volvió y, sin decir
palabra, entró de nuevo en la tienda.
Volvió a salir con el girba colgado del
hombro y empezó a caminar hacia el
oeste sin pararse a mirar atrás. Zohra lo
siguió, teniendo cuidado, sin embargo,
de no avanzar pisando sus huellas y
abrir su propia vereda en la arena. Con
esto y el porte altivo de sus hombros
dejaba claro que, aunque viajase en la
misma dirección, era por su propio
albedrío y no por orden de él.
Suspirando, Mateo emprendió la
marcha tras ella, caminando con torpeza
sobre la movediza arena; sus
tambaleantes pasos cruzaban de vez en
cuando de un lado a otro e
interconectaban los rastros separados
que avanzaban a sus costados.
Capítulo 4
Mirando desde la cima de la duna
hacia el cielo occidental, que se veía
despejado, opresivo y de una tonalidad
ocre, Mateo vio la ciudad de Serinda. Él
conocía su historia; las leyendas sobre
la ciudad muerta eran muy populares
entre los nómadas.
Cien años atrás, o tal vez más,
Serinda había sido una próspera
metrópoli con una población de varios
millares. Hasta que de pronto un día,
según la leyenda, toda vida en la ciudad
había tocado a su fin. Nadie conocía la
causa. ¿Saqueadores del norte? ¿La
peste? ¿Los venenosos humos del volcán
Galos? Observando atentamente las
murallas de la ciudad, un muro blanco
grisáceo contra el cielo amarillo que era
a la vez mezquita y minarete, Mateo
sintió el hormigueo de la curiosidad y
deseó con ansia entrar por aquellas
puertas que ahora nunca estaban
cerradas. Tal vez él pudiera resolver
aquel misterio. Sin duda debería haber
muchas pistas.
La ciudad parecía hallarse cerca de
ellos, pensó Mateo, y eso le levantó la
moral. Khardan estaba en lo cierto: una
marcha de unas cuantas horas bastaría
para atravesar aquel desierto. Estarían
en Serinda antes de que se hiciese de
día.
La intensa negrura azulada de la
noche se desparramó por toda aquella
tierra, y Mateo se deleitó con su frescor.
Reanimado, y con el final de su viaje a
la vista, comenzó a avanzar con tanta
rapidez que Khardan se vio obligado a
recordarle con brusquedad que tenían
horas de camino por delante de ellos.
Aminorando dócilmente su paso,
Mateo se puso a mirar a su alrededor en
lugar de hacerlo hacia adelante y, una
vez más, se maravilló ante la salvaje
belleza de aquella tierra. No brillaba
luna ninguna, pero podían ver
claramente su camino a la luz radiante
de las miríadas de estrellas que
brillaban y chisporroteaban en el negro
firmamento. Aunque Mateo sabía que
eran las estrellas las que arrojaban
aquel misterioso resplandor blanco
sobre la arena, a él le parecía como si la
tierra misma irradiara su propia luz del
mismo modo que irradiaba el calor que
había almacenado durante el día.
Fascinado, miró hacia arriba, a las
estrellas. Podían verse muchas más en
aquel cielo claro de las que jamás
habría imaginado en aquella tierra.
Habiendo llegado ya a acostumbrarse a
las distintas posiciones de las
constelaciones en aquel hemisferio,
Mateo pronto localizó la Estrella de
Guía que relucía en el norte y se la
indicó con el dedo a Zohra.
—A los niños de mi tierra les
enseñan que hay allí un ángel de
Promenthas con una linterna para guiar a
los viajeros a través de la noche.
Zohra lo miró con escepticismo.
—¿Y tu gente sigue esa… cómo
dijiste?
—Linterna, como una lámpara o una
antorcha. Una luz en el cielo.
—¿Tu gente se fija en una luz y la
sigue y ella los conduce hasta donde
quieren ir? —preguntó Zohra
observando al joven con ojos suspicaces
—. ¿Y consigue de hecho la gente de tu
tierra arreglárselas para llegar de un
sitio a otro?
—No con cualquier luz, Zohra —le
aclaró Mateo, viendo el error de la
mujer—. Esa estrella en particular, que
brilla siempre en el norte.
—¡Ah! ¡Todo el mundo viaja hacia
el norte en tu tierra!
—No, no. Una vez que se sabe que
la estrella está en el norte, ya puedes
distinguir si vas hacia el sur, el este o el
oeste. Del mismo modo que, de día,
puedes saber hacia dónde vas por la
posición del sol. ¿Es que tu gente no
hace eso?
—¿Acaso hazrat Akhran mantiene
un chirak en el cielo para guiarse? ¿Y
dejar que sus enemigos sepan dónde
duerme? —replicó Zohra escandalizada
—. Nuestro dios no es tan estúpido, Ma-
teo. Él sabe andar bien por los cielos sin
perderse. Y nosotros sabemos andar por
la tierra. Seguimos, no sólo lo que
podemos ver, sino también lo que oímos
y olemos. ¿Qué hace tu gente cuando las
nubes ocultan el sol y… —con un gesto
vagamente dirigido hacia el cielo— esa
estrella?
«¿Qué diría ella si le dijese que esa
estrella es un sol? ¿O que nuestro sol es
una estrella?» Mateo sonrió para sí al
imaginarse a sí mismo dando a Zohra
una lección de astronomía. En lugar de
esto, le explicó otra maravilla.
—Nuestra gente posee un… un —
vaciló, buscando una palabra apropiada
en la lengua del desierto— ingenio con
una aguja dentro que siempre señala
hacia el norte.
—Un don de Sul —dijo ella
sabiamente.
—No, no es magia. Bueno, en cierto
modo sí, pero no es la magia de Sul. Es
la magia del propio mundo. Mira, el
mundo es redondo, como una naranja, y
da vueltas como una peonza; y, mientras
gira, se crea una poderosa fuerza que
atrae el hierro hacia sí. La aguja de ese
objeto está hecha de hierro y… ¿Qué
estás haciendo?
—Bebe un poco de agua, Ma-teo.
—Pero Khardan ha dicho que no…
—¡He dicho que bebas!
Zohra lo miró con severidad por
encima de su velo, con unos ojos que
refulgían con más intensidad que la
Estrella de Guía de Promenthas.
Mateo tomó obedientemente un trago
de agua caliente que tenía un ligero
gusto a cabra; sin embargo, a él le
pareció tan dulce y fresca como la más
pura y clara agua de nieve que
gorgoteaba entre las rocas de arroyo que
había detrás de su casa, en su tierra
natal.
—Ahora, Ma-teo, relájate —dijo
Zohra con seriedad, y le dio una suave
palmadita en la mejilla—. No necesitas
hacerte el loco con nosotros. No te
vamos a hacer daño. Khardan y yo
sabemos que estás loco.
Y, con una sonrisa tranquilizadora,
Zohra se volvió para seguir al califa,
quien se mantenía en su camino sin errar
un paso… y sin mirar ni una sola vez a
las estrellas.
Tan sólo se detuvieron a tomar un
breve descanso; Khardan los obligaba a
caminar a un paso agotador que Mateo
no lograba entender. Serinda estaba tan
cerca… ¿Por qué no se tomaban una
hora para descansar sus doloridas
piernas y ardientes pies? Pero Khardan
se mostró inflexible. El califa habló muy
poco durante el viaje; mantuvo su rostro
cubierto con el haik y era imposible
adivinar lo que estaba pensando. Pero,
si su expresión era pareja a su voz en las
raras ocasiones en que habló, Mateo
sabía que debía ser dura y ceñuda.
Al cabo de un tiempo Mateo dejó de
preguntarse por qué no se podían
detener. En realidad, dejó de
preguntarse cualquier cosa, excepto si
sería capaz de dar el siguiente paso o se
desplomaría. Su energía inicial lo había
abandonado. Había llegado al punto del
agotamiento y lo había pasado. El aire
helado de la noche secaba el sudor de su
cuerpo y lo hacía temblar de frío. Le
habían salido ampollas en los pies y
caminar era un suplicio. Los músculos
de las piernas le dolían y le daban
calambres por el esfuerzo de intentar
mantener el paso sobre las movedizas
arenas de las dunas que se cruzaban en
su camino.
En una ocasión, cuando se hallaba en
la cima de una de ellas, resbaló y no
tuvo ni la fuerza ni la voluntad
suficientes para sostenerse y evitar la
caída. Rodó por la empinada ladera,
mientras la arena le pelaba las partes de
su cuerpo no protegidas bajo los
pliegues de las ropas que lo envolvían.
Al llegar a la base, fue dejando
gradualmente de rodar hasta detenerse y
allí se quedó tendido, inmóvil,
disfrutando del cese del movimiento, sin
importarle demasiado si podría volver a
moverse o no. Khardan lo agarró por el
brazo, lo puso en pie y le dio un
empujón hacia adelante, todo ello sin
decir una palabra. Mateo reanudó
cojeando su camino.
¿Dónde estaba Serinda? ¿Qué había
ocurrido con ella? ¿Se habrían
extraviado? Mateo miró hacia el cielo,
buscando la Estrella de Guía. No, ahí
estaba, a su derecha. Viajaban hacia el
oeste. Promenthas los guiaba.
«Pero mi ángel se ha ido», pensó
aturdido Mateo, tambaleándose mientras
caminaba.
«Mi ángel. Mi ángel guardián. Hace
un año me habría reído de tan infantil
idea. Pero hace un año tampoco creía en
los djinn. Hace un año yo confiaba en mí
mismo. Tenía mi magia. Hace un año no
necesitaba el cielo…»
—Ahora lo necesito —murmuró
para sí—. Mi ángel me ha abandonado y
estoy solo. ¡Magia! —y soltó una
amarga risotada; se tambaleó, casi se
cayó y siguió avanzando a tropezones—.
Yo sé cómo convertir la arena en agua.
Es un simple conjuro.
Él se lo había enseñado a Zohra y
casi la vuelve loca de miedo.
—¡Podría hacer de este lugar un
océano!
Mateo miró a su alrededor y se
imaginó a sí mismo nadando, flotando en
agua fresca, echándosela sobre su
cuerpo y cabeza, bebiendo, bebiendo
toda la que quería. Su mano empezó a
tantear entre los rollos de pergamino
colocados en la escarcela que colgaba
de su cinturón.
«Sí, podría convertir este lugar en un
océano si tuviese tinta y una pluma para
escribir las palabras, y me quedase algo
de voz en esta áspera y acartonada
garganta para pronunciarlas».
—Una bendición para el viajero —
dijo imitando la soporífera voz del
archimago—. No tiene que preocuparse
de hallar agua fresca. No necesita beber
de un arroyo que podría ser impuro.
¡Ja! En su tierra, el agua nunca se
encontraba a más de unos cuantos pasos
de uno. En su tierra, la maldecían por
anegar sus cosechas o destruir los
cimientos de sus casas.
—¡En un sitio así, puedo conjurar el
agua!
Alguien se reía de un modo
escandaloso. Sólo cuando vio a Khardan
detenerse para mirarlo fijamente y a
Zohra venir y colocarse a su lado con
los ojos ensombrecidos de cansancio y
preocupación, se dio cuenta el joven
brujo de que quien se reía era él.
Parpadeando, miró a su alrededor.
Estaba amaneciendo. Podía ver la
extensión de dunas comenzando a tomar
color a la vez que la Estrella de
Promenthas empezaba a desvanecerse.
La esperanza inundó su cuerpo de fuerza
y, levantando los ojos, miró con ansia
hacia el oeste.
Las blancas murallas de la ciudad,
atrapando los primeros e inclinados
rayos del sol, resplandecían contra el
fondo oscuro de la noche declinante.
Resplandecían… muy, muy lejos.
—¡Serinda! ¿Qué ha pasado? —gritó
Mateo agarrando las ropas de Khardan
con frenesí—. ¿Hemos estado
caminando en círculos? ¿Acaso nos
hemos quedado quietos? ¿Por qué no se
ve más cerca?
—Un truco del desierto —repuso
Khardan en voz baja con un suspiro que
nadie oyó—. Temía que esto sucediera.
Súbitamente enojado, se arrancó de
encima la mano de Mateo y apartó de sí
al joven de un empujón. Después,
comenzó a descender la ladera de la
duna sobre la que se encontraban.
—Podemos caminar otras dos horas
antes de que empiece a apretar el calor.
—Khardan.
Negándose a volverse, el califa
siguió caminando con sus piernas
entorpecidas también por el cansancio.
—¡Khardan!
Mirando hacia atrás, vio a Zohra
parada de pie detrás de él y con un
brazo rodeando los hombros de Mateo.
Sus siluetas se recortaban contra la
esfera ardiente del sol naciente. El joven
brujo, con la cabeza inclinada y los
hombros caídos, estaba desplomado
contra el fuerte cuerpo de la mujer. Su
respiración salía en entrecortados
jadeos.
—No puede dar un paso más —dijo
Zohra—. Ni yo tampoco puedo.
Khardan la miró con severidad. Ella
le devolvió una mirada no menos
severa. Los dos sabían lo que aquello
significaba. Encallados allí, sin agua y
en medio del desierto, jamás
conseguirían sobrevivir al calor
abrasador del día entrante.
Arrojando el casi vacío pellejo de
agua sobre la arena, Khardan encogió
sus doloridos hombros.
—Esperaremos el regreso de los
djinn —dijo con voz apagada—. Se
reunirán con nosotros aquí.
Había llegado el momento del
triunfo para Zohra, por amargo que éste
pudiera ser. Ella ayudó a Mateo a
sentarse en el suelo del desierto y
levantó la cabeza para mirar a su esposo
a la cara; no pudo verla a causa de la
prenda que la envolvía.
Pero sí pudo ver sus ojos.
—Sí, esposo —contestó en voz baja
—. Esperaremos a los djinn.
Capítulo 5
En un abrir y cerrar de ojos los tres
djinn se desplazaron desde el desierto
hasta el reino de los inmortales. Sond
los condujo, y fue por insistencia suya
que se dirigieron a un jardín de
recreo…, el mismísimo jardín, de
hecho, en que Sond se había colado para
reunirse con Nedjma aquella fatídica
noche cuando, pensando que estaba
estrechando a su hermosa djinniyeh entre
los brazos, se encontró de pronto con la
cara firmemente apretada contra el
velludo pecho del 'efreet Kaug. El
jardín pertenecía a uno de los inmortales
ancianos de Akhran, un djinn que
aseguraba acordarse de cuando el
tiempo había comenzado. Demasiado
viejo, y demasiado sabio para seguir
teniendo ya nada que ver con los
humanos, el anciano djinn se había
establecido en una mansión cuyas
abombadas torres y elegantes minaretes
podían apenas verse, ocultos como
estaban por los exuberantes árboles y
arbustos en flor del jardín.
El jardín, sin embargo, había
cambiado. El muro que Sond solía
trepar con tanta agilidad estaba
coronado de siniestras púas de hierro.
Había caballos pisoteando las delicadas
orquídeas y gardenias, y camellos que
cojeaban por los embaldosados
senderos o abrevaban ruidosamente en
las fuentes de mármol. Poderosos djinn
de todos los aspectos y tamaños corrían
de aquí para allá en frenética actividad,
echando abajo todo el trabajo de celosía
y utilizándolo para reforzar defensas a la
entrada del jardín, mientras se gritaban
unos a otros con detalladas ilustraciones
gráficas lo que le harían a Kaug y a sus
diversas partes anatómicas cuando
consiguieran echarle la mano encima.
Amontonadas en una ventana en lo
alto de una de las torres, custodiadas
por gigantescos eunucos, las djinniyeh
curioseaban por el balcón, soltando
risitas y susurrando cuando alguno de
los djinn —que sabían muy bien que las
mujeres estaban allí— era lo bastante
atrevido como para afrontar la
amenazante mirada de los eunucos y
lanzar un guiño de ojo a alguna cabeza
velada que lo había dejado prendado.
La ansiosa mirada de Sond se fue al
instante hacia aquel balcón. Usti echó
una simple ojeada a la agotadora
actividad que se desarrollaba en torno a
él y, soltando un quejido, desapareció
precipitadamente detrás de un seto
ornamental. Pero nadie oyó al obeso
djinn ni lo vio desaparecer. Los otros
djinn habían reparado en Sond y corrían
a su encuentro dando gritos de alegría.
—¡Gracias a Akhran! Sond, ¿dónde
has estado? ¡Nos serás muy útil con tu
espada!
Sonrojado de placer por la acogida,
Sond abrazó a sus compañeros, a
muchos de los cuales no había visto
desde hacía siglos.
—¿Dónde está viviendo ahora ese
amo tuyo ladrón de cabras, Pejm? —
preguntó Sond a uno de ellos—. ¿Allá
por Merkerish? Ah, no lo sabía. Siento
su muerte. Pero nos cobraremos
venganza. ¡Deju! ¿Lograste liberarte?
Debes contarme…
—¡Pejm! ¡Bilhana! —interrumpió
una voz ruidosa a Sond—. ¡Soy yo!
¡Pukah! ¡Yo te rescaté de Serinda! Sí…,
Pukah. El nombre es… bueno, no
importa. Hasta luego —dijo Pukah, y se
puso a hablar a la espalda de otro djinn
—. ¡Deju! Soy yo, Pukah. ¡Aquí está mi
brazo luchador! Firmemente sujeto a mi
hombro. Es el que te rescató de la
ciudad de Serinda. Yo… eeh…
Serinda…
—¿Serinda? ¿Has dicho Serinda? —
dijo un djinn acercándose
presurosamente hasta Pukah.
La cara de zorro de éste se iluminó
de placer y lanzó una mirada de reojo a
Asrial para ver si ésta estaba mirando.
—Pues… sí —respondió Pukah
haciendo el salaam con arrolladora
elegancia—. Yo soy Pukah, el héroe de
Serinda.
—Salaam aleikum, Serinda —
contestó el djinn—. ¿He oído bien? ¿Es
cierto que ha llegado Sond? ¡Oh sí, ahí
está! Si pudieras hacerte a un lado,
Serinda…
—¡Yo no me llamo Serinda! —
protestó Pukah con irritación hacia la
espalda del djinn—. ¡Yo soy Pukah! El
héroe de Serin… Bah, no importa.
Retirado definitivamente de en
medio a codazos por un djinn tras otro a
medida que éstos iban apelotonándose
en torno a Sond, Pukah terminó siendo
empujado fuera del sendero y fue a parar
a una pequeña arboleda de naranjos y
limoneros. Cerca de él, escondida entre
las trepadoras rosas, se erguía una
Asrial con aspecto desamparado
mirando con desorbitados ojos azules a
su alrededor.
El ruido y la confusión, los cuerpos
medio desnudos con su piel brillando a
la cegadora luz del sol, los gritos y
juramentos y los obvios preparativos
para una batalla aturdían al ángel. Ella
había oído ya hablar a su dios,
Promenthas, de una guerra en el cielo.
Pero jamás se había imaginado que sería
algo parecido…, algo tan semejante a
una guerra en la tierra. Allí estaba,
acurrucada de espaldas contra una tapia,
ocultándose entre los enmarañados
zarcillos de los dondiegos.
¿Qué estarían haciendo los ángeles
de Promenthas en aquel momento?
¿Habría llegado la guerra hasta ellos,
también? Sin duda. Entonces le vino una
imagen del serafín serrando los pesados
bancos de madera del suelo de la
catedral y amontonándolos contra las
puertas, de los arcángeles rompiendo las
maravillosas vidrieras y apostándose en
las ventanas armados de arco y flechas,
de los querubines enarbolando espadas
de fuego, preparados para defender el
altar, para defender a Promenthas.
Era algo demasiado horrible de
imaginar. Asrial volvió la cara contra el
muro para desterrar aquellas terribles
visiones y sonidos. Había visto guerras
en la tierra, pero éstas tenían lugar entre
humanos. Nunca había llegado a
imaginar que la paz y tranquilidad de su
eterno hogar podrían verse violadas por
algo así.
—¡Bilhana! Bilshifa. Me llamo
Pukah.
Solo, en el borde de un sendero, el
djinn saludaba y gritaba y era completa
y absolutamente dejado de lado.
—¡Fedj! ¡Raja! ¡Por aquí!
Pukah agitaba las manos y daba
saltos arriba y abajo para hacerse ver
por encima de las cabezas y hombros de
los otros djinn más grandes que él.
Fedj y Raja estaban mirando con
recelo a Sond, quien a su vez les
devolvía la mirada con los brazos
cruzados por delante de su inmenso
pecho. Viejos rivales como eran,
¿habrían de encontrarse como amigos o
como enemigos? Entonces, la cara de
Raja se abrió en una sonrisa. Con una
mano saludó a Sond con un golpe en la
espalda que envió al djinn de cabeza
contra un arbusto de hibisco mientras,
con la otra, le ofrecía una daga
incrustada de piedras preciosas.
—Acepta este obsequio, amigo mío
—ofreció Raja.
—¡Mi querido amigo, con mucho
gusto! —contestó Sond abriéndose
camino a través del follaje.
—Querido amigo —imitó Pukah con
repulsión—. Hace ni siquiera dos
semanas se habrían arrancado los ojos
el uno al otro.
—¡Hermano! —exclamó Fedj
arrojando sus brazos en torno a Sond y
estrechándolo con fuerza contra sí—.
¡No encuentro palabras para expresarte
cómo te he echado de menos!
Sin duda fue cariñoso aprecio lo que
hizo que Fedj apretase hasta casi dejar
sin aliento a su «hermano».
Deslizando sus musculosos brazos
en torno a la cintura de Fedj, Sond cerró
fuertemente una mano sobre su muñeca.
—¡También a mí me faltan palabras,
hermano! —gruñó Sond devolviendo el
abrazo con tanta efusión que pudo oírse
con toda claridad un crujido de huesos.
—Creo que voy a vomitar —
murmuró Pukah—. Y nadie me presta la
menor atención a mí, ¡el héroe de
Serinda! Bien, déjalos. Yo… —se
detuvo un momento y rápidamente
volvió la mirada— tengo algo que hará
que sus hinchados bíceps se desinflen.
¡Asrial, encanto mío! ¿Dónde estás,
ángel mío? —preguntó, atisbando a
través de una maraña de orquídeas
colgantes—. ¿Asrial? —repitió con una
nota de pánico tiñendo su voz—.
¡Asrial! Yo… ¡Oh, estás ahí! —suspiró
aliviado—. ¡No te encontraba, timidita
mía! —dijo Pukah mirándola con
adoración—. ¡Escondiéndote por ahí!
Ven —y la cogió de la mano—. Quiero
que conozcas a mis amigos…
—¡No! ¡Pukah, por favor! —se
debatió Asrial retrocediendo y con los
ojos desorbitados de miedo—. ¡Deja
que me vaya! ¡Debo regresar con mi
gente!
—Tonterías —contestó Pukah con
resolución, tirando de su mano—. Tu
gente es mi gente. Somos todos
inmortales y, en eso, estamos todos
unidos. Vamos, sé una niña buena, ven
conmigo.
Reacia, esperando pasar inadvertida
y resuelta todavía a marcharse, Asrial se
dejó arrastrar fuera de su escondrijo.
—¡Vosotros! —gritó con orgullo
Pukah—. ¡Mirad! ¡Ésta es mi ángel!
Las pálidas mejillas de Asrial se
tiñeron de un delicado rubor rosado.
—¡Pukah, no digas esas cosas! —le
rogó—. Yo no soy tu án…
Sus palabras se desvanecieron,
absorbidas y tragadas por el silencio
aterrador que se hizo entre los djinn
congregados en el jardín, los eunucos
que montaban guardia en el balcón y las
djinniyeh que se afanaban por mirar
hacia ella por encima de sus velos.
Respirando con dificultad, y con una
mano palpándose las costillas para ver
si estaban intactas, Fedj utilizó la otra
mano para señalar a Asrial.
—¿Qué es esto? —preguntó con
severidad.
—Un ángel —explicó Pukah con
altivez levantando su nariz de zorro.
—Eso ya lo veo —contestó Fedj—.
¿Se puede saber qué está haciendo esto
aquí?
—¡No es «esto», es ella, como
cualquiera, excepto un mendigo ciego,
puede ver con toda claridad! Y está aquí
conmigo. Ha venido a ayudar…
—¡Ha venido a espiar, querrás
decir! —rugió Raja.
—¡Un espía de Promenthas! —
gritaron furiosos los djinn agitando sus
espadas y avanzando hacia los dos.
Asrial se acurrucó contra Pukah,
quien la cubrió con su cuerpo y se
enfrentó a la turba con su barbilla
sobresaliendo de tal modo que cualquier
tajo de espada se habría llevado aquella
porción de su cuerpo antes que ninguna
otra cosa.
—¿Espía? Si vosotros, simios
cargados de músculos, tuvieseis cerebro
en vuestras cabezas en lugar de vuestros
pectorales, sabríais que Promenthas es
un aliado de hazrat Akhran…
—¡Mentira! ¡Hemos oído que
Promenthas lucha junto a Quar! —
replicaron muchas voces furiosas.
—¡Eso es verdad! —protestó Asrial
armándose de valor y saltando hacia
adelante antes que Pukah pudiera
impedírselo—. Justo acabo de estar
presente en una reunión entre los dos.
¡Vuestro dios y el mío prometieron
ayudarse el uno al otro!
Hubo murmullos y miradas poco
convencidas.
—¡Es un truco! ¡El ángel miente!
¡Todos los ángeles son unos embusteros,
como ya sabéis!
—No; esperad, amigos míos. Yo
puedo dar fe del ángel… —intervino
Sond.
—¡Ajá! ¡Así que tú también estás en
esto. Debí haberlo adivinado de ti,
¡ladrón devorador de carne de caballo!
—lo interrumpió Fedj cortándole el
camino.
—¡Mira quién fue a hablar! ¡Uno que
se acuesta con las ovejas! —devolvió
Sond con profundo desdén—. ¡Aparta de
mi camino, cobarde!
—¿Cobarde? ¡Todo el mundo sabe
que fue el hijo de tu amo el que huyó del
campo de batalla disfrazado de mujer!
El acero brilló en las manos de los
djinn.
—Sigue mi consejo, Pukah, y
llévatela de aquí —vino una voz entre
bostezos desde alguna parte a sus pies.
Usti yacía tendido boca arriba en el
suelo, con las manos plegadas sobre su
gorda barriga y mirándolos desde allá
abajo.
—Tal vez tengas razón —dijo Pukah,
algo alarmado y consternado ante todos
aquellos ojos centelleantes y espadas
resplandecientes que se cerraban en
torno a él.
—¡Yo no me voy! —replicó Asrial.
Sus blancas alas batían hacia
adelante y hacia atrás en su agitación y
su cabello dorado, movido por el viento
que creaba, flotaba como una nube en
torno a su cara.
—¡Ya basta! —ordenó y,
precipitándose hacia adelante, se colocó
en medio de Sond y Fedj y detuvo sus
espadas con sus manecitas blancas—.
¿No os dais cuenta? ¡Esto es obra de
Kaug! Él quiere dividirnos,
fragmentarnos. ¡Así podrá devorarnos
pedazo a pedazo!
Empujando con rudeza al ángel a un
lado, Fedj se abalanzó contra Sond.
Asrial cayó al suelo, con inminente
peligro de ser pisoteada por los
combatientes, y Pukah, lanzando un grito
frenético, saltó hacia ella para
arrastrarla fuera del camino. Pero, antes
de que pudiera alcanzarla, otra figura
brotó de entre las flores que estaban
siendo pisoteadas por los contendientes.
La grácil y flexible figura de una
djinniyeh vestida con pantalones de seda
y diáfanos velos se irguió delante de la
postrada Asrial, guardando el cuerpo
del ángel con el suyo.
—¡Nedjma! —exclamó boquiabierto
Sond, retrocediendo un paso y
temblando de pies a cabeza.
Soltando su espada, el arrebatado
djinn extendió los brazos y dio un paso
adelante, sólo para encontrarse de
pronto interceptado por la inmensa
barriga de un gigantesco eunuco que,
cimitarra en mano, se elevaba desde la
tierra como una montaña y permanecía
allí plantado, inamovible como una
roca, entre Sond y la djinniyeh.
Nedjma no llegaba al hombro de
Sond, y apenas llegaba a la cintura de
Raja. Pero la rabiosa mirada que lanzó a
los djinn cortó cabezas, cercenó
fornidos torsos en dos y redujo las altas
torres de fuerza muscular a temblorosos
pedazos de carne inmortal. Con
amabilidad y ternura y sin decir una
palabra, Nedjma se inclinó y ayudó a
Asrial a ponerse en pie. Colocando
protectoramente su brazo alrededor de
sus hombros, estrechó aquel cuerpo
cubierto de hábitos blancos contra el
suyo. Con una última y fulminante
mirada a Sond, Nedjma desapareció
llevándose consigo a Asrial y al eunuco.
Con el rostro ardiendo de vergüenza
y el cuerpo temblando de frustrada
pasión, Sond se agachó y recuperó su
espada. Enderezándose, evitó la mirada
de Fedj. Este, por su parte, envainó de
nuevo su espada y salió con aire gacho
del círculo, musitando algo acerca de
mujeres que debían ocuparse de sus
propios asuntos y dejar a los hombres
ocuparse de los suyos, pero sin
atreverse a decirlo tan alto como para
que pudiese llegar a los oídos de
aquellas veladas y perfumadas figuras
que susurraban entre sí con indignación,
arriba en el balcón.
Pukah vigiló con ansiedad hasta que
vio unas alas blancas y un pelo dorado
recibiendo consuelo y sosiego de las
demás mujeres.
—Bien, ahora que esto está zanjado
—comenzó el joven djinn sin perder un
momento, adelantándose hasta el centro
del jardín—, permitidme que me
presente. Yo soy Pukah, el héroe de
Serinda. Vosotros no os acordáis de mí,
pero yo salvé vuestras vidas con gran
riesgo de la mía. Así fue como…
En aquel momento, atacó Kaug.
Capítulo 6
Una ráfaga de viento huracanado
brotó de la cavernosa boca del 'efreet y
sacudió todo el jardín de recreo. Las
altas palmeras se combaron casi hasta
doblarse mientras el aire se llenaba de
una lluvia de hojas y pétalos y el agua se
desbordaba con violencia por las
embaldosadas orillas de los estanques
ornamentales. Bruscamente despertado,
Usti se lanzó a ponerse a cubierto bajo
un arriate de flores. Arriba en el balcón,
las djinniyeh gritaban y se agarraban sus
revoloteantes velos, esforzándose por
ver lo que estaba ocurriendo mientras
los eunucos las empujaban hacia la
seguridad del palacio. Abajo, los djinn
sacaban sus espadas y se hacían fuertes
contra el apabullante azote del viento.
Alimentado por su dios, el poder del
'efreet se había vuelto absolutamente
inmenso, y parejamente a él había
aumentado su tamaño. Muchas veces
más alto que el más alto de los
minaretes que, embellecían el palacio, y
muchas veces más ancho que las
murallas que lo rodeaban, Kaug
avanzaba pesadamente a través del
plano inmortal. El suelo, que sólo
existía en las mentes de aquellos que se
erguían sobre él, se conmocionaba bajo
las ciclópeas pisadas del 'efreet. Su
respiración era una tormenta de viento y
sus manos podrían haber cogido al
enorme Raja y haberlo arrojado como si
de una pluma se tratase desde los cielos.
Todos los djinn que había en el jardín,
subidos el uno sobre los hombros del
otro, no habrían podido alcanzar la
altura de Kaug.
Y, sin embargo, le hicieron frente.
No estaban dispuestos a rendirse
mansamente, como habían oído rumores
de que habían hecho otros inmortales. El
propio Akhran, con su carne herida y
sangrante, absorbiendo las heridas
infligidas a su gente al mismo tiempo
que sufría por su fe menguante,
continuaba luchando. Lo mismo harían
sus inmortales, hasta que no les quedase
ni una gota de fuerza, hasta que el poder
de la mente que creaba sus cuerpos se
agotara y los propios cuerpos, vencidos,
yacieran rotos y ensangrentados en el
campo de batalla.
Kaug se detuvo justo fuera de los
muros del jardín y lanzó una mirada
burlona de triunfo a los djinn que había
dentro de él.
Sond dio un paso adelante y levantó
su espada en un gesto de desafío. El
perfume de Nedjma estaba en las
ventanillas de su nariz; el recuerdo de
aquella dura mirada que ella le había
dirigido quemaba su mente.
—Márchate, Kaug, mientras todavía
tienes oportunidad de salvar tu indigno
pellejo. Si te retiras ahora, no te
haremos daño.
La fea cara del 'efreet se retorció en
una grotesca sonrisa. Dando un paso
adelante, aplanó tranquilamente toda una
sección de muro de un pisotón.
—¡Sond! —dijo Kaug con
afabilidad moviendo su otro pie y
aplastando otra sección de la muralla—.
¿De modo que estás aquí? Estoy
contento de verte, sorprendido pero
contento. Creí que habrías regresado al
Tel, pues he oído que ese antiguo amo
tuyo, el pobre y viejo Majiid, ha
desistido y está cortejando a la Muerte.
¡Ahora hay al menos una mujer que
llevará paz a su harén!
El rostro de Sond palideció
visiblemente. Lanzó una rápida mirada a
Fedj, quien apartó la cara ante la
expresión alarmada e interrogante de su
hermano djinn.
—Y el pequeño Pukah, también —
continuó el 'efreet con su atronadora voz
haciendo agrietarse los pétreos
cimientos del palacio—. ¿Qué haces
aquí mientras tu amo se derrite como un
pedazo de plomo caliente en el Yunque
del Sol? También él corteja a la Muerte,
¡y presumo que le gusta más que esa
esposa que tiene!
Kaug soltó una carcajada y, de un
manotazo, segó una torre de las murallas
del castillo. Los djinn corrieron
confusamente para evitar los escombros
que se estrellaron en el jardín alrededor
de ellos, pero siguieron haciendo frente
entre las ruinas, con encarnizamiento y
determinación.
—¡Debes sentir haber abandonado
mi servicio, pequeño Pukah! —continuó
provocándolos el 'efreet.
Pero Pukah tan sólo escuchaba a
medias; la mayor parte de su atención
estaba concentrada en una conversación
que tenía lugar dentro de su cerebro.
—No podemos ganar, ¿sabes,
Pukah? —se dijo.
—Tú, Pukah, eres tan sabio como
siempre —asintió su alter ego con un
suspiro.
—Y yo soy más listo que ese montón
de carne de pescado —aseguró Pukah.
—¡Desde luego! —respondió
enfáticamente Pukah, sabiendo lo que se
esperaba.
—Éste es mi plan —expuso Pukah,
con cierto orgullo—. ¿Qué piensas de
él? —preguntó después de que su otro
yo hubiese permanecido en silencio
durante un tiempo bastante prolongado.
—Hay… cierto número de fallos —
sugirió tímidamente Pukah.
—Por supuesto, todavía no he tenido
tiempo de ultimar los detalles —dijo
Pukah, lanzándose una severa mirada a
sí mismo, quien consideró que ya era
momento de quedarse callado pero no
pudo evitar traer a colación otro
problema.
—¿Y qué hay de Asrial?
—¡Ah! —suspiró Pukah—. Tienes
razón. Lo había olvidado —y, con un
tono más bajo y más triste, añadió—:
No creo que importe, amigo. En
realidad, no creo que haya ninguna
esperanza.
—¡Pero deberías hablar con ella! —
insistió Pukah.
—Lo haré —concedió Pukah—,
pero debo poner esto en marcha de
inmediato, de modo que cállate.
El Pukah interior guardó silencio al
instante y el Pukah exterior (todo esto
habiéndose maquinado tan sólo en
fugaces momentos en su inagotable
cerebro) se inclinó con elegancia ante el
'efreet.
—En verdad, Kaug el Magnífico,
viéndote ahora en toda tu gloria y
majestad, lamento profundamente haber
cedido a las viles amenazas del bruto de
Sond y haberle permitido obligarme a
apartarme de tu lado.
Atónitos y rabiosos, los djinn se
volvieron y miraron a Pukah con
cuchillos en los ojos. Sond se abalanzó
furioso hacia él, pero se vio detenido al
instante por la autoritaria voz del 'efreet.
—¡Alto! Que nadie lo toque. Yo lo
encuentro… muy divertido.
Y, agachándose, con su ingente masa
arrojando una sombra negra como la
noche sobre todo el jardín y su aliento
quebrando los árboles, Kaug se situó
delante de Pukah.
—De modo que quieres volver a mi
servicio, ¿no es así, pequeño Pukah?
Mejor que el Reino de los Muertos,
¿verdad que sí?
El 'efreet lanzó una mirada
significativa a todos los djinn y a las
djinniyeh, que atisbaban a través de las
ventanas, y se dio el gusto de verlos a
todos encogerse y retroceder. Kaug
sonrió de oreja a oreja.
—Sí, el Reino de los Muertos. Os
acordáis de él, ¿verdad? Ya no más
cuerpos humanos, ni más placeres ni
sentimientos humanos, ni más retozos en
la tierra ni batallas ni guerras, ni más
comida ni bebida de hombres. —Un
gemido ahogado provino desde debajo
de uno de los arriates de flores—. Ni
más djinn y djinniyeh. Anónimos e
informes sirvientes de la Muerte: en eso
os convertiréis una vez que haya
terminado con vosotros. Cuando vean
que vosotros ya no respondéis a sus
plegarias, los humanos a quienes servís
creerán que su dios los ha abandonado.
Se convertirán a Quar, a un dios que los
escucha, y a mí, un sirviente que sabe
cómo satisfacer todas sus necesidades y
deseos como…
—… como un buen amo hace por
sus esclavos —intercaló Pukah.
Kaug lo miró irritado; ésa no era la
más aduladora de las metáforas. Pero la
expresión de Pukah era completamente
inocente y sumisa, y su tono era de
admiración cuando continuó hablando.
—Me parece que eso va a significar
una tremenda cantidad de trabajo para ti,
oh Kaug; y, aunque no dudo de que tus
hombros son lo bastante grandes como
para llevar la carga, no podrá evitarse
que ello reduzca tu tiempo para… eeh…
cualesquiera placeres a los que te guste
entregarte.
Momentáneamente atascado, Pukah
no tenía idea de cuáles podían ser esos
placeres y, a decir verdad, prefería no
pensar demasiado en ello.
—¡Mi placer es servir a Quar! —
rugió Kaug irguiéndose cuan alto era y
abriendo con la cabeza un agujero en el
estrellado cielo.
—¡Oh sí, así debe ser, por supuesto!
—balbuceó Pukah mientras el vendaval
resultante lo arrojaba contra el suelo
como un muñeco de paja—. Pero —
continuó astutamente, poniéndose de
nuevo en pie—, así no servirás a Quar,
¿no te parece? ¡Estarás sirviendo a
humanos! Atendiendo a cada uno de sus
caprichos: «¡Asegúrate de que mis doce
hijas se casan con ricos maridos!».
«¡Tráeme un baúl de oro y dos cofres de
piedras preciosas!» «¡Cura a mi cabra
del mal que padece!» «¡Convence a mi
hijo para que acepte un empleo de
vendedor de cacharros de hierro en el
mercado!» «¡Constrúyeme una vivienda
tan grande como la de mi vecino!»
«¡Lleva…!»
—¡Basta! —murmuró Kaug.
Era evidente, por la encolerizada
expresión del 'efreet, que el disparo de
Pukah había acertado en un punto vital.
En su intento de librar una guerra en el
cielo, esforzándose por fomentar la
desconfianza y el odio entre las diversas
facciones de inmortales, Kaug se estaba
viendo obligado de continuo a dejar su
importante trabajo para realizar las muy
degradantes tareas que Pukah acababa
de mencionar. Tan sólo hacía unos días,
de hecho, que había tenido que
abandonar una encarnizada batalla
contra los diablos y demonios de
Astafás y volver a la tierra para llevar a
Meryem, la hurí, a una audiencia con el
imán.
—Qué derroche sería —añadió con
tristeza Pukah— ponernos a todos
nosotros a guardar a los muertos
quienes, después de todo, no es que
necesiten de tanta guardia. Por no hablar
de servir a la Muerte. Ella no posee ni
la mitad de la responsabilidad que tú
llevas sobre tus espaldas, oh Kaug el
Sobrecargado.
Pukah dejó que su voz se apagara
lentamente, mientras veía cómo una
mirada pensativa arrugaba los ojos del
'efreet.
—Tal vez este intenso proceso
mental provoque alguna ruptura —
murmuró el djinn, esperanzado.
Viendo el ceño formado en las
prominentes cejas de Kaug, Pukah se
apresuró a anticipar lo que adivinaba
sería el siguiente argumento del 'efreet.
—Estoy seguro de que, después de
haber agotado su propio suministro de
inmortales (en una causa de lo más
meritoria, sin duda alguna, pero
dejándote, por desgracia, escaso de
ayuda), Quar se mostrará de lo más
complacido ante tu inventiva y tu
ingeniosidad al ser capaz de
proporcionar a tu Gran Dios ayuda
adicional para el duro gobierno del
mundo.
Kaug arrancó distraídamente uno o
dos árboles mientras consideraba esta
última proposición. Aprovechando la
absorta preocupación del 'efreet, Sond
se situó más cerca de Pukah y le susurró
por la comisura de la boca:
—¿Te has vuelto loco?
—¿Puedes ganar una pelea contra
él? —preguntó Pukah con otro
penetrante susurro.
—No —admitió Sond a
regañadientes.
—¿Quieres ir a guardar el Reino de
los Muertos?
—¡No!
—Entonces, calla y déjame…
Kaug clavó una acerada mirada en
Pukah, y enseguida éste le prestó cortés
y respetuosa atención.
—¿Estás diciendo, pequeño Pukah,
que tú y tus hermanos vendríais a
trabajar para mí en lugar de hacerlo para
la Muerte?
Pukah inclinó la cabeza y juntó las
manos en venerante actitud.
—Sería un honor…
—¡Sería una gaita! —empezó a
gritar Sond, pero Pukah atizó un codazo
al djinn en el plexo solar que dejó a éste
sin aliento, sin voz y sin más ganas de
desafiar, todo de un solo golpe.
Sin duda los otros djinn habrían
levantado sus voces en protesta, de no
ser porque el ojo amenazador del 'efreet
viró en redondo y miró con ferocidad a
cada uno de ellos.
Pukah se deslizó con gracia hasta
ponerse delante del jadeante Sond, pero
dando la cara al 'efreet.
—Muy Generoso Kaug, mis
hermanos están, como puedes ver,
abrumados por la oportunidad. Se hallan
estupefactos y no pueden expresar su
agradecimiento de una manera
apropiada.
—¿Agradecimiento de qué?
¡Todavía no he hecho ninguna oferta!
—Ah —dijo Pukah mirando a Kaug
desde el rabillo del ojo—, no te atreves
a hacer nada sin consultar antes a Quar.
Comprendo.
—¡Yo hago lo que me da la gana! —
atronó el 'efreet, rompiendo con su
retumbo todos los cristales del plano
inmortal de los djinn.
—Sin embargo, no desearíamos
precipitar las cosas. Concédenos a mí y
a mis hermanos setenta y dos horas de
tiempo humano para considerar tus
condiciones y decidir si aceptamos o no.
Los grandes ojos de Kaug
parpadearon. El 'efreet estaba algo
confundido. Este era un sentimiento
bastante poco habitual para el
generalmente ingenioso Kaug, pero en
los últimos tiempos había tenido
demasiadas cosas en la cabeza. No
recordaba las condiciones de la
propuesta. ¿Las había habido? El 'efreet
sabía que, en alguna parte, había
perdido el control de la situación y esto
lo irritaba. Estuvo unos momentos
considerando si aplastaba el castillo, el
jardín y a aquellos odiosos djinn de un
soplido para, después, tomar sus
espíritus inmortales de las envolturas de
sus cuerpos y enviarlos sin dilación a la
Muerte. Pero, en aquel momento, Kaug
oyó tres tañidos de gong.
Quar lo estaba llamando. Sin duda,
algún humano necesitaba que cepillaran
su burro.
—Siempre puedes volver y
aplastarnos más tarde, si prefieres —
sugirió Pukah con el más respetuoso de
los tonos—. No nos vamos a ir a
ninguna parte.
«Salvo a rescatar a nuestro amo del
Yunque del Sol», añadió el djinn para sí
mismo regocijándose de su propia
sagacidad.
Setenta y dos horas. Kaug lo
consideró. Sí, siempre podía volver y
aplastarlos más tarde. Y, mientras tanto,
setenta y dos horas sería tiempo
suficiente para arrancar una espina de la
carne de Quar.
«Pequeño y astuto Pukah —se dijo a
sí mismo Kaug—, tienes tus setenta y
dos horas para incubar el plan que está
picoteando por salir de la cascara de tu
mente. Setenta y dos horas serán la
muerte del califa y pronto serán la
muerte, o esclavitud, de todos
vosotros».
—Setenta y dos horas —decretó
Kaug en voz alta y, ante el insistente
repiqueteo del gong, el 'efreet comenzó
a esfumarse.
Recordando algo, al parecer, en el
último momento, Kaug volvió.
—Oh, y tienes toda la razón,
pequeño Pukah —dijo sonriendo de
oreja a oreja mientras dejaba caer una
enorme jaula de hierro sobre el palacio
y jardines del anciano djinn—. No vais
a ir a ninguna parte.
Capítulo 7
Khardan se levantó sobresaltado de
un agotado sueño que no se había
propuesto echar. Estaba completamente
despierto, alerta. Inconsciente como
había estado, su mente le había
advertido del peligro y ahora,
acurrucándose en la exigua sombra
ofrecida por una alta duna de arena,
miraba a su alrededor para averiguar
qué era lo que había acelerado los
latidos de su corazón y le había
producido un alfileteo en la piel.
No tuvo que mirar mucho ni muy
lejos. El distante, siniestro y rechinante
sonido vino hasta él al instante.
Volviendo la cabeza hacia el oeste, la
dirección en que estaban viajando, vio
una gruesa nube en el horizonte. Era una
extraña nube, pues venía de la tierra y
no del cielo. Y tenía un color muy
peculiar, un gris pálido teñido de ocre.
Desde encima de la nube, dos
enormes ojos centellantes miraban
fijamente a Khardan.
—Un 'efreet —dijo en voz alta el
califa, aunque nadie lo oyó.
A su lado, acurrucada en la arena,
dormía Zohra y, al lado de ella, yacía
Mateo tal vez dormido o tal vez muerto;
Khardan no podía decirlo. El muchacho
estaba tendido boca abajo, inconsciente,
y no había nada que lo despertara.
Khardan apartó la mirada. Si el
muchacho estaba muerto, era afortunado
después de todo. Si no lo estaba, pronto
lo estaría.
Serinda ya no se veía en el
horizonte. Probablemente el 'efreet se la
había tragado, por cuanto Khardan
sabía.
Mirando con expresión amenazadora
al 'efreet y a la tormenta de arena que
éste generaba, Khardan apretó la mano
sobre la empuñadura de la daga que
llevaba en su fajín. Sus djinn le habían
proporcionado aquella daga, del mismo
modo que les habían provisto de ropas y
agua. Habían pensado en todo.
Todo excepto la derrota.
Khardan se preguntaba dónde estaría
Pukah. ¿Esclavizado? ¿Guardando el
Reino de los Muertos?
—Si es así —murmuró Khardan—,
¡es posible que veas a tu amo muy
pronto!
La muerte en el desierto es una
muerte terrible. Es una muerte de lengua
hinchada y labios agrietados, una muerte
de dolor y sufrimiento y, al fin, de
torturada locura. Khardan sacó la daga y
se quedó mirando su afilada hoja curva.
Le dio la vuelta en su mano. Todavía no
oscurecido por la mortífera nube
amarillenta, el sol resplandecía en el
acero con un brillo cegador.
Zohra dormía el sueño de la fatiga y
no se despertó cuando él la volvió con
suavidad y la colocó boca arriba.
Khardan se sentó y se quedó mirándola a
la cara durante largos momentos. Estaba
aturdido por el calor y, aunque la
tormenta estaba todavía lejos, había un
sabor terroso en el aire que comenzaba a
dificultar la respiración.
Qué largas eran sus pestañas.
Largas, tupidas y negras, proyectaban
sombras sobre su lisa piel. Él las rozó
con un dedo y, después, estirando la
mano, con cuidado pero sin maña
desabrochó el velo y se lo retiró de la
cara.
La boca de Zohra estaba ligeramente
abierta y su lengua asomaba a través de
ella como si buscara algo que beber
mientras dormía. Khardan levantó el
girba y vertió el agua —el último resto
de agua— sobre sus labios curvados. La
mayor parte se derramó fuera; la arena
la bebió con avidez y parecía sedienta
de más.
Pronto probaría otro líquido más
caliente y sustancioso.
Zohra sonrió, suspiró y tomó una
profunda y relajada bocanada de aire.
La expresión de orgullo feroz había
desaparecido de su rostro, suavizada y
calmada por el cansancio y el
sufrimiento. Khardan encontró que la
echaba en falta. Un viento abrasador se
levantó delante del califa, agitando sus
ropas en torno a él. Khardan levantó la
mirada. A medida que el viento ganaba
fuerza, la nube se hacía más grande, el
rechinante sonido más alto y los
malignos ojos de la nube se hallaban
más próximos. Con resolución, Khardan
volvió el rostro pacífico y sereno de la
durmiente hacia el otro lado.
—Adiós, esposa —dijo en voz baja.
Se diría que debían de tener algo
más que decirse entre ellos, pero a él no
se le ocurrió ninguna otra cosa. Estaba
demasiado cansado, demasiado aturdido
por el calor. Tal vez, cuando volvieran a
encontrarse en el más allá, él podría
explicarle, podría contarle todo cuanto
había habido en su corazón.
El califa colocó la punta de la daga
sobre la piel, justo debajo de la oreja
izquierda de Zohra.
Un sonido —un sonido vibrante, el
tintineante sonido de campanillas que
acompaña a los torpes y zancajosos
pasos de un camello sobre la arena—
detuvo el golpe mortal. Khardan se
detuvo y levantó la cabeza,
preguntándose si la locura del desierto
ya se habría apoderado de él.
—¡Pukah! ¡Sond!
Había pretendido que fuese un grito,
pero las palabras salieron de su garganta
apenas como un doloroso graznido. No
hubo respuesta, pero oyó claramente el
campanilleo. Si aquello era locura,
además tenía olor. El olor a camello
resultaba inconfundible.
Guardándose la daga, Khardan se
puso en pie de un salto y trepó con
torpeza hasta la cresta de la duna.
Agachado sobre la cima,
defendiéndose con los brazos del azote
del viento, el califa miró hacia abajo y
vio camellos, cuatro de ellos atados el
uno al otro, avanzando pesadamente a
través de la arena. Pero no había ningún
djinn flotando con aire triunfal en el aire
por encima de ellos. Sólo había un
jinete. Envuelto de pies a cabeza en los
negros y holgados atuendos del nómada,
mantenía su cara cubierta contra la
tormenta de arena. Sólo sus ojos
quedaban visibles y, cuando el
camellista se hallaba más cerca, éstos se
clavaron en Khardan.
Al instante siguiente, Khardan vio la
mano del extranjero irse rápidamente
hacia el interior de sus ropas.
Dándose cuenta de pronto de que
ofrecía un blanco excelente apostado en
la cresta de la duna, el califa soltó una
maldición y, con la mano en su propia
daga, retrocedió arrastrándose hasta
protegerse tras el borde de la duna.
Espiando con cautela por encima de
éste, mantuvo al extraño al alcance de la
vista.
El hombre de negro hizo un rápido y
diestro movimiento. El sol destelló en
un acero. Khardan se estiró de plano
contra el suelo para esquivarlo, y el
cuchillo cayó con un sonido sordo en la
arena, empuñadura hacia arriba, a pocos
centímetros por delante de su nariz.
Khardan apenas miró el arma.
Continuó observando al extraño, en
espera del ataque, pero el hombre se
relajó sobre la silla del camello.
Apoyando un brazo sobre la pierna que
llevaba cruzada por delante para
ayudarse a mantener el equilibrio, hizo
un gesto hacia la daga arrojada.
Estrechando los párpados para
protegerse contra la arena levantada por
el vendaval, el califa apartó la mirada
del extraño para llevarla hacia el arma.
La empuñadura estaba hecha de oro
con incrustaciones de plata y presentaba
un diseño que él mismo había llevado en
una armadura negra. Dos ojos de rubí
parpadeaban a Khardan desde la cabeza
de una serpiente cercenada.
Capítulo 8
Bajándose la prenda facial, Auda
ibn Jad gritó por encima de la creciente
tormenta:
—¡Saludos, hermano!
Khardan se dejó deslizar hasta
media altura por la ladera de la duna y
se detuvo a cierta distancia del Paladín
Negro. Con los ojos entornados contra
la acribillante arena, el califa
permaneció erguido, inmóvil. Ibn Jad
azuzó a los camellos hacia adelante.
—¡Para ser un hombre que esperaba
la muerte, no pareces muy contento de
verme! —voceó.
—Tal vez sea porque es la muerte lo
que estoy viendo —respondió Khardan.
Sacando un pellejo de agua de su
silla, Auda se lo ofreció al nómada.
—No necesito nada —dijo el califa
sin mirar al agua.
Sus ojos estaban fijos en el Paladín
Negro.
—Ah, por supuesto. Ya has saciado
tu sed en los caudalosos ríos que
atraviesan esta tierra.
Auda se llevó el girba hasta sus
labios y bebió un generoso trago. El
agua chorreó por las comisuras de su
boca y se adentró en la corta y negra
barba, cuidadosamente recortada, que
cubría sus fuertes mandíbulas. Poniendo
de nuevo el tapón, se restregó los labios
con el dorso de la mano y dirigió una
mirada hacia la tormenta de arena que se
avecinaba.
—Y, en un día fresco como hoy, un
hombre no tiene tanta sed como
cuando…
—¿Por qué estás aquí? —interrogó
Khardan—. ¿Cómo abandonaste el
castillo?
Auda levantó la mirada hacia el
cielo que se oscurecía con rapidez.
—Primero, sugiero que
improvisemos el mejor cobijo que
podamos antes de que el enemigo
arremeta.
—¡Dímelo ahora, o moriremos
ambos donde estamos!
Auda lo miró en silencio y,
encogiéndose de hombros, se inclinó
más cerca de él para que pudiese oírlo.
—Me fui como tú lo hiciste,
nómada. ¡Puse mi vida en manos de mi
dios y él me la devolvió! —Sus finos
labios sonrieron—. La Maga Negra
solicitó mi ejecución. Me acusaron de
ayudar a escapar a los prisioneros y me
preguntaron si tenía algo que alegar en
mi defensa. Yo dije que tú y yo
habíamos compartido sangre. Más
unidos que los hermanos de nacimiento,
nuestras vidas estaban prometidas entre
sí. Yo así lo había jurado, ante el dios,
Zhakrin.
—¿Y te creyeron?
—No tenían otra elección. El propio
dios, Zhakrin, apareció ante ellos. Se
encuentra débil y su figura es poco clara
y vacilante, pero ha regresado a
nosotros —dijo Auda con sereno orgullo
—. ¡Y la fuerza de nuestra fe aumenta
diariamente su poder!
Aquella gente maligna jamás había
flaqueado en su fe, ni siquiera cuando su
dios parecía haberlos abandonado para
siempre. Ahora, la fuerza de éste estaba
aumentando. Nuestro dios, Akhran…,
herido…, moribundo. Khardan se
sonrojó incómodo y, estirando la mano,
tomó el pellejo de agua del Paladín
Negro. Bebió con moderación, pero
Auda hizo un ademán con la mano hacia
los camellos.
—Bebe hasta hartarte. Hay más.
—Tengo otros a mi cuidado —dijo
Khardan.
Una chispa se encendió en los
oscuros y sombreados ojos de Auda.
—¿De modo que han sobrevivido,
los dos que estaban contigo? ¿La
hermosa gata salvaje de pelo negro, tu
esposa, y la dulce Flor? ¿Dónde están?
—Tendidos en el otro lado.
Cubriéndose la boca y la nariz con
la tela para protegerse contra la
arremolinada arena, Khardan se volvió y
comenzó a lanzar voces hacia el otro
lado de la duna, preguntándose por qué
oír al Paladín Negro ensalzar a Zohra
era como aplicar una chispa a una yesca
seca.
Tirando con fuerza de la rienda del
camello y voceando enérgicas órdenes,
Auda arrastró a los recalcitrantes
animales hasta el pie de la duna, donde
podrían encontrar alguna protección
contra la furia de la tormenta, y los
obligo a postrarse de rodillas.
Zohra estaba despierta. Al oír las
voces, había trepado cierto trecho de la
duna para ir a su encuentro.
—¡Ma-teo! —gritó Khardan,
indicando a Zohra con un movimiento de
la mano que trajese al muchacho
consigo.
Ella entendió y volvió a deslizarse
duna abajo para ir en su busca.
Poniéndole la mano en el hombro, lo
sacudió con vehemencia. No hubo
respuesta, y ella levantó los ojos con
desesperación hacia Khardan.
El 'efreet aullaba con furia,
levantando un torbellino de arena en
torno a ellos que hacía casi imposible
ver nada. Dejándose deslizar también
por la ladera de la duna, Khardan
alcanzó a Zohra. Entre los dos, a fuerza
de bofetadas y gritos, consiguieron por
fin despertar al joven e indicarle que
debía trepar la duna con ellos para
escapar de la tormenta.
Aturdido y confuso, Mateo hizo lo
que le decían, respondiendo a las manos
que tiraban de él y a las voces que
gritaban a su oído. Una vez en la cresta,
se desplomó de nuevo y cayó rodando
por la otra pendiente. Auda lo cogió y lo
llevó a donde yacían los camellos con
sus cabezas caídas. Recostando la
espalda del muchacho contra el costado
de un animal, al abrigo del viento
azotador, Auda echó una manta por
encima de él y regresó a asistir a Zohra.
Con sus negros ojos llenos de fuego,
ésta se apartó de Auda antes de que él le
cogiera la mano y avanzó dando traspiés
sobre la arena para buscar cobijo junto a
Mateo. Ni tampoco habría aceptado
agua siquiera hasta que Khardan la tomó
de la mano del Paladín y se la dio a ella.
Encogiéndose de hombros, Auda se
recostó contra el flanco del camello que
había estado montando. Khardan se dejó
caer sentado junto a él.
—¡Es inútil! —gritó—. ¡No
podemos luchar contra un 'efreet.
—Ah, pero no luchamos solos —
respondió Auda con calma.
Levantando la mirada hacia el cielo,
Khardan vio, para su sorpresa, que los
ojos de la nube tormentosa ya no lo
miraban a él sino a algo que había a su
mismo nivel, algo que él no podía ver.
Una fuerte brisa, fresca y húmeda y con
un vago olor a bruma salada, se levantó
desde la dirección opuesta y sopló
contra el 'efreet. Cogida en el punto de
encuentro de dos vientos contrarios, la
arena giraba cegadoramente en torno a
ellos en arremolinadas nubes. Los
camellos aguantaban la tormenta sin
perturbarse. Los humanos se refugiaban
bajo sus mantas. A pesar de ello, la
arena se les metía en las narices y
bocas, haciéndolos sofocarse y toser y
convirtiendo cada respiración en un
esfuerzo.
El 'efreet retrocedió de improviso.
Los vientos dejaron de aullar y la arena
abandonó su misterioso lamento.
Khardan se movió y, desplazando un
montón de arena que lo cubría, levantó
la cabeza.
—O bien el 'efreet cree que estamos
muertos o ha preferido marcharse y
dejar que el sol termine con nosotros —
declaró escupiendo, arena de su boca—.
La criatura se ha ido.
Auda no respondió. Los ojos del
Paladín estaban cerrados y el califa oyó
un leve murmullo que procedía de detrás
de los pliegues de su haik.
«Está rezando», se dijo Khardan.
—Así que fue tu dios quien te dejó
marchar —dijo con brusquedad cuando
Ibn Jad abrió los ojos y estiró la mano
hacia el girba.
—El honor me obliga a mantener mi
promesa —respondió Auda
enjuagándose la boca con agua y
escupiéndola—. Zhakrin ordenó que se
me dejase libre. Libre… para cumplir
otra promesa hecha por otro hermano.
—Creo que sé algo de esa promesa.
Khardan aceptó el girba y, llevado
por la costumbre, bebió con
moderación.
—Te hablaron de ello aquella
noche…
La primera noche en el castillo
Zhakrin. El califa había estado presente,
como prisionero, en una reunión de los
Paladines Negros y había oído la
historia que Auda estaba repitiendo
ahora.
—Mientras moría a los pies del
maldito sacerdote de Quar, por las
heridas infligidas por su propia mano
para que los kafir no se proclamasen
dueños de su vida ni su dios de su alma,
Catalus, mi hermano en Zhakrin,
derramó la maldición de la sangre sobre
el imán. Yo he sido designado para
cumplir aquella maldición.
La mirada de Khardan se fue del
impasible rostro del hombre a la
empuñadura de oro y plata que podía
verse sobresaliendo de su fajín.
—¿Una daga de asesino?
—Sí. Benario, dios de lo Furtivo, la
ha bendecido.
—Debes de estar loco —gruñó
Khardan.
Y, dicho esto, se arrellanó más
cómodamente contra el camello y cerró
los ojos.
Auda sonrió de oreja a oreja.
—Si es así, estoy viajando con una
partida de locos. ¿Cómo crees que os
encontré aquí? ¿Por qué crees que he
traído tres camellos conmigo y agua
suficiente para tres personas más?
Khardan se encogió de hombros.
—Eso es fácil. Seguiste nuestras
huellas marcadas en la arena. En cuanto
a lo de traer los camellos contigo, ¡tal
vez te guste su compañía!
Auda se rió; su risa sonó como un
resquebrajamiento de rocas. Por la tersa
tirantez de su rostro y la fría crueldad de
sus ojos, daba la impresión de que no se
reía con frecuencia. Su alegría pronto
terminó, como rocas que se precipitaran
por la ladera de un acantilado y
desaparecieran en una sima de
oscuridad. Recostado a su lado, Auda
agarró con firmeza el brazo del califa
hundiendo profundamente los dedos en
su carne.
—¡Zhakrin me ha guiado! —susurró,
y Khardan sintió el aliento caliente
sobre su mejilla—. ¡Zhakrin me ha
enviado detrás de vosotros, y Zhakrin ha
sido el que ha ahuyentado al 'efreet de
Quar! Una vez más, te he salvado la
vida, nómada. He mantenido mi promesa
contigo.
»¡Ahora tú mantendrás la tuya
conmigo!
Capítulo 9
Durmieron reparadoramente durante
todo el día, cobijados del calcinante
calor en una pequeña tienda que Auda
llevaba en su djemel, camello de carea.
Se despertaron con la puesta del sol,
comieron un insípido pan ázimo también
aportado por el Paladín Negro, bebieron
de su agua y, después, se prepararon
para partir. Pocas palabras se dijeron.
Aunque llena de curiosidad acerca
de Auda y su llegada salvadora, Zohra
no podía preguntar a Khardan sobre él, y
el califa, silencioso y con el rostro
sombrío y severo, no se mostró
voluntario a dar ninguna información.
No estaba bien visto que una mujer
interrogara a su marido y, aunque por lo
general a Zohra le importaban bastante
poco los convencionalismos, sentía una
extraña reticencia a saltárselos delante
del Paladín Negro. Mantuvo los ojos
bajados, como era propio, mientras se
ocupaba de las pequeñas tareas
requeridas para la preparación y el
servicio de sus frugales comidas; pero,
mirando a Ibn Jad por debajo del borde
de sus pestañas, no dejaba en ningún
momento de notar los ojos de éste
vigilándola. De haber habido lujuria o
deseo en aquellos ojos negros, o incluso
furia exasperada como estaba
acostumbrada a ver en los ojos de
Khardan, Zohra lo habría tratado con
desprecio burlón. Pero la inexpresiva
mirada del Paladín, que no reflejaba
emoción alguna del tipo que fuere, no
dejaba de desconcertarla. Así, se
encontró a sí misma dirigiéndole
furtivas miradas con más frecuencia de
la que se proponía, esperando captar
algún vago destello de luz interior en sus
ojos, hacerse alguna idea de sus
pensamientos e intenciones. Y cada vez
que lo hacía, descubría perpleja que él
la estaba mirando.
Podría haber susurrado sus dudas y
temores a Mateo, de no ser porque el
joven se estaba comportando del modo
más extraño. Tras un lento despertar,
empezó a moverse perezosamente y a
mirar a su alrededor de una manera tan
aturdida que la presencia de Auda ibn
Jad no le provocó sorpresa ni
comentario alguno. Bebió tanto como le
permitieron pero rechazó la comida y
permaneció acostado mientras los demás
comían. Sólo cuando Ibn Jad le sacudió
el hombro para despertarlo porque había
llegado el momento de marcharse,
reaccionó Mateo ante el hombre como si
de pronto lo reconociese, retrayéndose
ante su contacto y mirándolo con ojos
frenéticos y exaltados. Pero siguió
mansamente a Ibn Jad cuando éste le
pidió que se levantase y saliera de la
tienda. Obediente y sin hacer preguntas,
montó en el camello y dejó que los dos
hombres lo acomodasen en su silla.
Zohra observaba el extraño
comportamiento de Mateo con
preocupación y, de haber estado solos,
también habría llamado la atención de
Khardan sobre esto. Una o dos veces
intentó atraer la atención del califa, pero
éste la evitó deliberadamente y, con los
ojos de Ibn Jad siempre encima de ella,
incluso cuando aquél parecía estar
mirando a cualquier otro lugar, Zohra
guardó silencio.
—Llegaremos a Serinda antes del
amanecer —anunció Auda mientras
cabalgaban en el aire frío de la noche—.
Es una suerte que yo haya venido,
hermano. Pues, aunque hubieseis
logrado atravesar el Yunque del Sol y
llegar a Serinda, sin duda allí habríais
perecido. No hay agua en Serinda.
—¿Cómo es eso? —preguntó
Khardan, incrédulo; eran las primeras
palabras que pronunciaba aparte de las
órdenes o instrucciones relativas a la
partida—. Deben de haber cavado sus
pozos bien profundos para abastecer de
agua a tanta gente. ¿Cómo podrían
secarse nunca los pozos de Serinda?
—¿Cavado?
Volviéndose sobre su silla, Auda
miró a Khardan, que cabalgaba junto a
él, con cierto aire divertido.
—No cavaron ningún pozo, nómada.
La gente de Serinda utilizaba máquinas
para sacar el agua del mar de Kurdin. El
agua fluía a lo largo de grandes canales
que se elevaban a gran altura en el aire y
vertían en diversos hauz para el uso de
la ciudad. He oído decir que en
ocasiones podía hacerse que dichos
canales llevasen el agua directamente
hasta la vivienda de un hombre.
—Es una lástima que no llevemos
niños viajando con nosotros —observó
Khardan—. Se quedarían fascinados con
semejantes mentiras. Supongo que ahora
me dirás que aquella gente de Serinda
eran hombres-pez, que bebían agua
salada.
Auda no pareció ofendido ante esta
reacción.
—El mar de Kurdin no siempre fue
salado, o al menos así he oído decir a
los sabios en la corte de Khandar. Sea
como fuere, yo repito que no
encontraremos agua en Serinda. Allí
podremos, sin embargo, cobijarnos del
sol. Podremos pasar todo el día de
mañana a salvo dentro de sus murallas y,
luego, continuar viajando la noche
siguiente. Tenemos agua suficiente para
durar todo ese tiempo, pero no más. Al
día siguiente, cuando alcancemos
nuestro campamento al pie del Tel,
podremos conducir a vuestra gente a
combatir contra Quar. Supongo —
añadió Auda volviendo sus penetrantes
e inexpresivos ojos hacia Khardan—
que vuestros pozos no se habrán secado
por completo…
Era obvio que no estaba hablando de
agua.
—¡Los pozos de mi gente son
profundos y puros! —replicó Khardan,
resintiendo la insinuación pero no
atreviéndose a decir nada más, ya que la
observación del Paladín había acertado
muy cerca del centro de su blanco.
Dando un rápido golpecito con la
fusta sobre el hombro del camello,
espoleó los flancos del animal con los
talones e hizo que éste se adelantase
hasta situarse a la cabeza de la partida.
Zohra montaba detrás de los
hombres, con su atención dividida entre
escuchar su conversación y vigilar con
preocupación los balanceos del
adormecido Mateo; supo, por el
encorvamiento de sus hombros, que
Auda estaba mirando a Khardan
apreciativamente. Los dedos de la mujer
se enroscaron en torno a las riendas y,
sin que ella lo advirtiera, comenzaron a
retorcer y trenzar el cuero. Jamás había
oído, hasta ahora, miedo de verdad en la
voz de su esposo.
Capítulo 10
Fue en las oscuras sombras de las
murallas de Serinda, justo cuando el
cielo estaba comenzando a clarear por
el este con la llegada del nuevo día,
donde Mateo se cayó de su montura y
yació como muerto sobre la arena.
Más de una vez en aquel largo viaje,
Zohra lo había visto cabecear
desmayadamente mientras sus hombros
se hundían y su cuerpo comenzaba a
ladearse. Situándose a su lado, le
atizaba un golpe en la espalda con la
fusta de su camello. La fina y flexible
vara mordía en su carne como un látigo
a través de sus ropas: un medio
doloroso pero eficaz de despertar a un
jinete a la deriva. Mateo se ponía tieso
de un tirón. A la tenue luz de las
estrellas que aligeraba aquella
oscuridad, Zohra podía ver cómo él la
miraba con dolorida confusión.
Volviendo a colocarse tras él; ella se
llevaba la mano a sus velados labios
ordenándole silencio. Khardan no se
habría mostrado muy paciente con un
hombre que no podía montar un camello.
Zohra vio a Mateo empezar a
balancearse cuando alcanzaron Serinda,
pero no pudo acelerar lo bastante su
camello para sostenerlo. Se arrodilló
junto a él. Le bastó poner la mano sobre
la seca y calenturienta frente del joven
para confirmar lo que ya desde la tarde
anterior venía sospechando.
—La fiebre —le dijo a Khardan.
Levantando al joven en sus brazos
(el frágil cuerpo del muchacho era tan
ligero como el de una mujer), Khardan
atravesó con él las puertas de Serinda.
Semienterradas en la arena, aquellas
puertas que en su día habían mantenido a
raya a temibles enemigos, ahora
permanecían abiertas al único enemigo
que jamás podía ser derrotado: el
tiempo.
Pukah no habría reconocido aquella
ciudad como la misma en que él había
llevado a cabo sus heroicas hazañas. El
conjuro de Quar la había hecho aparecer
a los ojos de los inmortales tal como
éstos deseaban verla: como una
turbulenta ciudad rebosante de vida y
muerte repentinas. Las calles, ahora
ahogadas en arena, eran para ellos
calles atiborradas de turbas
pendencieras. Las puertas, que ahora
caían desprendidas de sus oxidadas
bisagras, eran allí puertas rotas en
peleas. El viento que susurraba a través
de vacías y polvorientas habitaciones
era la susurrante risa de amantes
inmortales. Roto el conjuro, la Muerte
una vez más recorría el mundo y Serinda
era una ciudad que incluso Ella había
abandonado hacía mucho tiempo.
Auda los condujo, a través de vacías
calles azotadas por el viento, hasta un
edificio que, según él dijo, había sido
una vez el hogar de una rica y poderosa
familia. Interesada tan sólo en encontrar
un cobijo para Mateo, Zohra prestó
escasa atención a las piscinas privadas
de mosaicos multicolores o a los restos
de estatuas; excepto, quizá, para reparar
escandalizada en que los cuerpos
humanos esculpidos estaban
completamente desnudos. Aunque rotos
y profanados por siglos de saqueadores,
era fácil apreciar que sus escultores
habían prestado minuciosa
consideración a cada detalle.
Zohra estaba demasiado preocupada
por Mateo como para poner atención en
la roca labrada. Cuando Khardan lo
había cogido en sus brazos, el muchacho
lo había mirado directamente a la cara y
no lo había reconocido. Después había
hablado en una lengua que ninguno de
ellos entendía, aunque era obvio, por su
tono incoherente y sus gritos y
exclamaciones, que lo que estaba
diciendo probablemente tuviera bastante
poco sentido.
Registrando bien las numerosas
habitaciones de la vivienda, encontraron
al fin una cámara cuyas paredes todavía
estaban intactas. Situada en el interior
de la gran mansión, parecía capaz de
ofrecer resguardo contra el calor del
mediodía.
—Esto servirá —dijo Zohra,
echando a un lado con el pie algunos de
los fragmentos mayores de piedra rota
que había esparcidos por el suelo—.
Pero él no puede acostarse sobre la
piedra dura.
—Veré si encuentro algo para
acostarlo —ofreció Auda ibn Jad y,
silencioso como una sombra, abandonó
la habitación.
La luz del sol se colaba a través de
una grieta en el techo. Sus oblicuos
rayos eran visibles en la bruma de polvo
y arenilla que su llegada había levantado
del pétreo suelo. La luz refulgía
intensamente en el flamígero pelo de
Mateo, exaltaba la palidez de su cara y
brillaba en aquellos ojos vidriados que
el muchacho tenía absortos en visiones
que sólo él podía ver. Khardan lo
sostenía con facilidad y firmeza. La
cabeza del joven caía lánguidamente
contra el fuerte pecho del nómada
mientras una mano débilmente crispada
colgaba por encima de su brazo.
Acercándose para retirar un mechón
de cabello de la enfebrecida frente de
Mateo, Zohra preguntó en un tono bajo y
tenso:
—¿Por qué ha venido ese hombre?
—Agradece a Akhran que lo haya
hecho —respondió Khardan sin mirarla.
—Yo no tenía miedo de morir —
replicó Zohra con firmeza—, ni siquiera
cuando sentí la punta de tu daga tocando
mi piel.
La atónita mirada de Khardan se
volvió hacia ella. ¡No estaba dormida!
Había comprendido lo que él se
proponía hacer y por qué tenía que
hacerlo, y había preferido no hacérselo
más difícil. Tendida, completamente
inmóvil, fingiendo estar dormida, habría
encontrado la muerte en manos de él sin
inmutarse, sin protestar. ¡Sólo el propio
Akhran sabía el valor que hacía falta
para eso!
Sobrecogido, Khardan no pudo
hacer otra cosa que mirarla sin
pronunciar palabra. Mateo se agitaba y
gemía en sus brazos. Zohra movió la
mano para acariciar al muchacho en la
mejilla. Sus ojos oscuros se elevaron
para mirar a Khardan.
—Ese hombre —persistió en voz
baja— ¡es malvado! ¿Por qué…?
—Una promesa —gruñó Khardan—.
Yo hice un juramento…
Un ruido de pisadas los previno del
regreso del Paladín Negro. Éste hizo su
aparición por la puerta de la cámara,
arrastrando consigo un colchón relleno
de lana.
—Está asqueroso. Otros lo han
usado antes para toda una variedad de
fines —dijo Auda—. Pero es lo único
que he podido encontrar. Lo he sacudido
fuera, en la calle, para desalojar a
diversos habitantes que no se mostraron
demasiado complacidos de volver a
encontrarse sin hogar. Pero, al menos, la
Flor no verá añadirse picaduras de
escorpión a sus demás problemas.
¿Dónde lo pongo?
Sin levantar los ojos, Zohra señaló
en silencio hacia el rincón más fresco de
la habitación. Auda tiró el colchón al
suelo y lo corrió hasta su sitio con el
pie. Zohra extendió una manta de fieltro
de camello encima de él y, luego, indicó
a Khardan con un gesto que tendiera a
Mateo sobre ella. Con desmañada
suavidad, el califa depositó al sufriente
joven en el colchón. Este los miraba con
ojos desorbitados; habló algo e hizo un
débil intento de sentarse, pero apenas
pudo levantar la cabeza.
—¿Se encontrará bien por la
mañana? —preguntó Ibn Jad.
Arrodillándose junto a su paciente,
Zohra sacudió la cabeza.
—Entonces, iré al grano —continuó
el Paladín Negro—. ¿Estará muerto por
la mañana?
Zohra volvió la cabeza; sus oscuros
ojos miraron directamente a Auda por
primera vez desde que se había unido a
ellos. Durante largos momentos lo
estuvo mirando en silencio; entonces sus
ojos se fueron hacia Khardan.
—Traed agua —ordenó (una mujer
estaba en su derecho de dar órdenes
cuando luchaba contra la enfermedad), y
se volvió hacia Mateo.
Los dos hombres abandonaron el
edificio y atravesaron las silenciosas
calles de Serinda en busca de los
camellos que habían dejado amarrados
justo nada más entrar por las puertas.
Auda tiró de su prenda facial hacia
abajo y, alisándose la barba, sacudió
gravemente la cabeza.
—Juro por Zhakrin, nómada, que he
sentido el fuego de esa mirada
chamuscando mi carne! Creo que me
quedará la cicatriz toda la vida.
Khardan siguió caminando sin
responder; el haik le cubría la cara
ocultando también en sus sombras
cualquier vislumbre de sus
pensamientos. Auda alzó una ceja y
sonrió, una sonrisa que se perdió
absorbida por su barba negra. Con aire
aún más grave, y de nuevo con aquella
inexpresiva e impasible mirada en su
pálido rostro, puso una mano esbelta y
de largos dedos en el brazo de Khardan
haciéndolo detenerse.
—Haz que ella se retire con un
pretexto u otro. No hace falta que sea
por mucho rato.
—No —respondió secamente
Khardan, y reanudó su marcha apartando
la cara de Ibn Jad y clavando su mirada
en el frente.
—Existen maneras que no dejan
ninguna marca. El muchacho habrá
sucumbido a la fiebre. Ella nunca lo
sabrá. Amigo mío —dijo Auda elevando
su tono de voz para alcanzar el oído de
Khardan, quien continuaba caminando y
alejándose de él—, o la Flor muere
ahora o todos moriremos en unos pocos
días, cuando el agua se termine.
Khardan hizo un rápido y enojado
gesto negativo con su mano, cortando
con ella el tórrido y temblequeante aire
como si fuera un cuchillo…
—¡Mi dios no permitirá que se
entorpezca mi empresa! —le gritó Ibn
Jad.
Khardan alcanzó las puertas, donde
los camellos esperaban con la paciencia
propia de su especie.
Auda permaneció donde estaba, de
pie, con los brazos cruzados por delante
del pecho.
—A menos que quieras encontrarte
con dos muertos por la mañana, nómada,
sacarás a esa mujer de la habitación y la
mantendrás fuera un rato.
Khardan se detuvo, con la mano
apoyada sobre la astillada madera de la
semienterrada puerta. Sus dedos se
crisparon, pero no se volvió.
—¿Cuánto tiempo necesitas? —
preguntó con brusquedad.
—La cuenta de mil latidos de
corazón —respondió Auda ibn Jad.
Capítulo 11
Con pasos amortiguados, Khardan
entró en la casa donde se habían
instalado, moviéndose en silencio entre
las sombras de los corredores del
abandonado edificio. Siempre incómodo
entre paredes, el nómada se sentía
doblemente a disgusto recorriendo los
aposentos de otro hombre sin su permiso
ni conocimiento. Se tratase de un
palacio de sultán o de la más harapienta
tienda del más bajo miembro de la tribu,
un hogar era siempre un lugar sagrado,
inviolable, al que se entraba con
ceremonia y del que se salía con
ceremonia. Y, aunque aquella morada
hubiese sido saqueada y despojada de
sus valiosas posesiones cientos de años
atrás, los objetos mundanos y cotidianos
de aquella gente desconocida se habían
preservado en el aire caliente del
desierto de tal manera que a Khardan le
parecía como si los dueños fueran a
regresar en cualquier momento: las
mujeres, lamentando la destrucción; los
hombres, encolerizados y clamando
venganza.
El nómada tiene poco sentido del
tiempo. El cambio no significa nada
para él, puesto que su vida cambia
diariamente. El nómada es el centro de
su propio universo; él es su propio
universo. Y tiene que serlo,
necesariamente, si quiere sobrevivir a la
dureza de su mundo. La muerte de miles
de personas en una ciudad cercana no
significará nada para él. El robo de una
oveja de su rebaño lo llevará a declarar
la guerra. Estando dentro de aquellas
paredes, Khardan tuvo una repentina
vislumbre del tiempo, el universo y su
propia parte en él. Ya no era él el
centro, el hombre por quien el sol salía
cada día, el hombre por quien brillaban
las estrellas, el hombre al que los
vientos abofeteaban y desafiaban a
batirse en combate personal. Ahora era
tan sólo un grano de arena entre millones
de granos más. Las estrellas no lo
reconocían. El sol se levantaría algún
día sin él y los vientos lo arrojarían
desconsideradamente a un lado para
recoger alguna otra mota como él.
El hombre que caminaba sobre
aquellas coloreadas baldosas hacía
tantísimo tiempo también se había
sentido en su día el centro del universo.
La gente que había construido aquella
ciudad se tenía a sí misma por el ápice
de la civilización. Su dios había sido
para ellos el Único y Verdadero Dios.
Y ahora aquel dios no tenía nombre;
había sido olvidado, como los hombres
que le rendían culto.
Todo cuanto quedaba era de la
tierra, de Sul, de los elementos. Las
piedras sobre las que Khardan caminaba
estaban en el mundo antes de que el
hombre viniera a él. Utilizadas por el
hombre, colocadas donde ahora se
hallaban por el hombre, allí
permanecerían cuando el hombre
hubiese desaparecido.
La idea era humillante, aterradora.
Los dedos del califa se deslizaron sobre
la superficie lisa de la roca tallada,
sintiendo la textura, el frescor dentro de
la piedra a pesar del creciente calor del
día, las ligeras depresiones aquí y allá
donde la mano que manejaba el cincel
había resbalado.
Suspirando, y con expresión grave,
avanzó a través de aquella casa donde
las sombras parecían más bienvenidas
que él y, en silencio, entró en la
habitación donde yacía Mateo.
Arrodillada junto al colchón, de
espaldas hacia la puerta, Zohra volvió la
vista hacia Khardan cuando éste entró y
luego la retiró de nuevo. Atenta a su
paciente, restregó un paño húmedo en la
calenturienta frente del muchacho.
—No deberías desperdiciar el agua
—dijo Khardan con un tono más duro
del que se había propuesto utilizar.
«Déjala que ofrezca todo el
consuelo que pueda. Despues de todo,
¿qué importa?», se reprobó a sí mismo;
pero era demasiado tarde.
Él sabía, por la firmeza de sus
hombros, la súbita torsión de sus manos
y la forma de retorcer el paño para
escurrir el líquido de nuevo sobre un
cuenco rajado, que la había enojado.
—Estás cansada, Zohra. ¿Por qué no
te vas a dormir? —dijo con tono natural
—. Yo atenderé en tu lugar al muchacho.
Vio cómo ella se contraía alarmada;
sus hombros se encogieron y, después,
se pusieron derechos. Entonces se
volvió de cara hacia él, y él se puso en
guardia para afrontar la impasible
expresión de aquellos ojos negros que
escrutaron hasta dentro de su alma.
Pacientemente, esperó que la tormenta
de su rabia se desencadenara sobre él.
Pero, entonces, Zohra agachó la cabeza,
sus hombros se desplomaron y sus
manos dejaron caer el paño en el agua.
Sentándose sobre los talones, la mujer
levantó la cara para mirar a los cielos; y
no para rezar, sino para obligar a sus
lágrimas a descender de nuevo hacia su
garganta.
—Se propone matarlo, ¿no es
verdad?
—Sí.
Khardan no pudo decir nada más.
—¡Y tú lo vas a dejar!
Era una acusación, una maldición.
—Sí —respondió con firmeza
Khardan—. ¿Preferirías dejarlo solo
con su enfermedad, dejar que la fiebre
lo consuma, que se haga algún daño en
sus delirios o caiga presa de algún
animal…?
—¡No!
Zohra clavó en él una mirada que
ardía de desdén y de furia.
—¿Vas a morir tú con él? —insistió
Khardan—. ¿Abandonar a tu gente
cuando sólo nos hallamos a dos días de
viaje del campamento? ¿Dejar que todo
lo que hemos pasado sea para nada?
¿Que todo lo que él ha conseguido sea
para nada?
—Yo…
Las ardientes palabras expiraron en
unos labios temblorosos. Entonces
cayeron las lágrimas, deslizándose por
sus mejillas, dejando rastros en el
polvo, sobre su piel, polvo que se
colaba a través de cada grieta de aquella
pared de roca.
Khardan se arrodilló junto a ella.
Quería cogerla en sus brazos y
compartir con ella su dolor, su rabia y el
miedo que lo había sobrecogido en los
vacíos y silenciosos corredores de
aquella casa muerta, el miedo de ser
aquel grano de arena. Su mano se movió
para tocarla pero, en aquel momento,
ella proyectó la barbilla con gesto
orgulloso y se secó rápidamente los
ojos.
—Matarás a Ibn Jad —dijo con
resolución.
—No puedo hacerlo. Hice un
juramento —respondió Khardan—. Y,
aun cuando no lo hubiese hecho, no
podría matar a alguien que me ha
salvado la vida dos veces.
—Entonces, yo lo mataré. Dame tu
daga.
Sus negros ojos lo miraron con
ferocidad, un extraño contraste con las
lágrimas que todavía brillaban en su
cara.
Khardan bajó la cabeza para ocultar
una sonrisa que le vino a pesar de la
angustia de su corazón.
—Eso no resolverá las cosas —
repuso en voz baja—. Mateo seguiría
estando enfermo e incapacitado para
viajar. Seguiríamos teniendo agua sólo
para tres días y ningún modo de
conseguir más cuando se acabe. Y llegar
al Tel nos llevará dos días.
Ella no pudo responder y se limitó a
mirarlo con esa rabia irracional que el
ser humano experimenta por quien dice
una verdad desagradable.
Mateo se retorcía y gemía. Tenía los
huesos doloridos, los músculos
entumecidos y retortijones en el
estómago. Lentamente, con una suavidad
que pocos habían visto jamás, Khardan
estiró una mano y la puso sobre la frente
del muchacho.
—Descansa —murmuró.
Y, ya fuese el tacto o el sonido de la
voz amada y admirada lo que penetró en
los horrores del delirio, Mateo se
calmó. Sus torturados miembros se
relajaron. Pero sólo sería por el
momento.
Khardan continuó acariciando la
pálida piel que estaba tan seca y caliente
al tacto como la de una serpiente de
arena.
—Se deslizará de esta vida
rápidamente y sin dolor. Sus
sufrimientos terminarán por fin. No
vamos a perjudicarlo, Zohra. Tú y yo
sabemos bien que él no es feliz viviendo
entre nosotros.
—Y, si no lo es, ¿de quién es la
culpa? —inquirió ella con una voz baja
y temblorosa—. Nosotros lo miramos
siempre con desprecio y nos burlamos
de él, y lo ultrajamos por su debilidad,
por disfrazarse de mujer con el fin de
sobrevivir. Pero ahora sabemos lo que
es estar solo, indefenso y atemorizado
en un lugar extraño y ajeno. ¿Acaso nos
comportamos nosotros mejor que él?
¿Lo hemos hecho siquiera tan bien como
él? Puede que ese malvado caballero
nos ayudase a escapar, pero fue Mateo
quien te salvó…
—¡Basta, mujer! —gritó Khardan
poniéndose en pie de un salto—. ¡Cada
palabra que dices se clava como un
cuchillo en mi corazón, y no estás
infligiéndome heridas que no haya
sentido yo ya antes! ¡Pero no tengo
elección! ¡He tomado la mejor decisión
que he podido, y es una decisión con la
que voy a vivir el resto de mi vida! A
menos que ocurra un milagro y caiga
agua de las manos de Akhran —dijo
Khardan señalando a Mateo—, el
muchacho debe morir. Si tú estás aquí, e
intentas detenerlo, Ibn Jad no reparará
en matarte a ti también.
Khardan extendió su mano hacia
ella.
—Yo salvé la vida de este muchacho
en el desierto. Él y yo estamos en paz.
¿Quieres venir a descansar antes del
viaje de esta noche?
Zohra se quedó mirando fijamente la
mano levantada por encima de ella; la
violenta lucha dentro de ella se hizo
evidente en la rojez que hizo que su cara
pareciera casi tan enfebrecida como la
de Mateo. Entonces dirigió a Khardan
una última y penetrante mirada, una
mirada teñida de odio y cólera y,
sorprendentemente, de decepción.
Sorprendentemente para Khardan, pues
una persona nos decepciona cuando
esperamos de ella más de lo que
recibimos, y a Khardan le resultaba
difícil creer que su esposa tuviese
siquiera tan buen concepto de él. Por
cierto, ahora no lo tenía. Escurriendo el
agua del paño, ella colocó éste
suavemente sobre el entrecejo de Mateo.
Entonces, rechazando la mano de su
marido, Zohra se puso en pie.
—Voy a dormir —dijo en un tono
carente de emoción, y pasó por delante
de Khardan sin otra mirada.
Suspirando, él la vio alejarse por
los corredores de la casa y, después, se
quedó observando a Mateo durante un
buen rato.
—Lo que ella ha dicho es verdad —
dijo al delirante muchacho en voz baja,
aunque éste no lo oía—. Ahora
comprendo tu infelicidad, y lo siento.
Comenzó a decir algo más, volvió a
suspirar y, bruscamente, se alejó.
—¡Lo siento!
Capítulo 12
Zohra escogió una de las numerosas
estancias próximas a la de Mateo y se
escondió dentro de las sombras que
jugaban sobre los muros de piedra.
Conteniendo el aliento, observó cómo el
califa emergía del umbral, luego se
detenía y, llevándose las manos hasta los
ojos, se los frotaba y continuaba por el
corredor, hacia la puerta que conducía al
exterior.
Pasó muy cerca de ella. Zohra vio su
cara arrugada por la fatiga y la
preocupación, y su entrecejo fruncido
por una cólera que ella sabía se había
vuelto contra sí mismo.
—La culpa no es suya —susurró ella
con remordimiento, recordando la
mirada que le había dirigido al salir de
la habitación—. Si de alguien es, es mía,
ya que, si no me hubiese entrometido, él
estaría ahora cabalgando con honor en
los cielos junto a hazrat Akhran. Pero
todo irá bien —le prometió en silencio
cuando pasaba junto a ella.
El corazón le dolía al ver su pena, y
vaciló en su determinación.
—Tal vez debiera decírselo. ¿Qué
daño haría? Pero no; trataría de
impedírmelo…
Ella había dado inconscientemente
un paso hacia él, hacia la puerta. No oyó
el ruido del movimiento furtivo tras ella
ni se dio cuenta de que otra persona
había escogido también aquella misma
habitación para esconderse, hasta que un
cuerpo duramente musculoso arremetió
contra el suyo y la arrincono con fuerza
contra la pared, y una mano firme le tapó
la boca y la nariz.
Khardan se detuvo, escuchando, con
la cabeza ligeramente vuelta.
La mano se afirmó con más fuerza.
Los fríos y centelleantes ojos le dijeron
que el más ligero movimiento sería la
muerte.
Zohra permaneció muy quieta y
Khardan, encogiéndose de hombros con
un gesto de cansancio, continuó su
camino.
La mano no cedió en su presión
hasta que ambos oyeron desvanecerse
los pasos del nómada en la distancia.
—Él dormirá fuera, donde pueda
respirar aire libre. Lo conozco bien.
La mano aflojó su asimiento y se
desplazó desde la boca hacia abajo
hasta cerrarse con suavidad en torno a
su cuello. Aterrada aunque fascinada,
Zohra miró fijamente a aquellos ojos
inexpresivos que se encontraban tan
cerca de los suyos.
—No está lejos. Podrías hacerlo
venir con un grito. Pero eso no te haría
ningún bien —dijo el hombre,
colocando la mano sobre dos puntos de
su garganta—. Mis dedos aquí… y
aquí… y estás muerta. Yo le dije que me
vería obligado a matarte si interferías, y
él te previno. Lo oí. Él no será
responsable de tu muerte.
No había vacilación en aquellos
ojos.
—No gritaré —susurró Zohra, no
tanto porque temiera ser oída como
porque su voz le había fallado.
—Bien.
Las manos le soltaron la garganta; la
presión contra su cuerpo se relajó.
Cerrando los ojos, Zohra tomó una
profunda inhalación y sintió cómo su
cuerpo comenzaba a temblar.
—Espera aquí y guarda silencio
pues, como has prometido —le indicó
Ibn Jad dando un paso hacia la puerta
que conducía a la cámara del enfermo.
Dentro de ésta, podía oírse a Mateo
agitándose en sus dolores de fiebre.
—No sufrirá, te lo prometo. De
hecho, con esto terminarán sus
sufrimientos. Nuestro dios espera para
recompensarlo por su valor, al igual que
su propio dios. No te muevas. Enseguida
vuelvo. Tengo que hablar de algo
contigo…
—¡No!
Zohra no podía creer que fuera su
propia voz la que hablaba y su mano la
que se precipitaba, al parecer por
voluntad propia, y agarraba el fuerte y
nervudo brazo del Paladín Negro. Lo
agarró con firmeza, a pesar del
estrechamiento de aquellos ojos negros
que era el único signo de emoción que
había visto en el hombre jamás.
—Por favor —dijo Zohra tratando
de reunir la suficiente humedad en su
seca boca para formar las palabras—.
¡No lo mates! ¡Todavía no! Yo… quiero
rezar a Akhran, mi dios. ¡Quiero pedirle
un milagro!
¿Cómo había sabido ella que esta
súplica, y sólo ésta, conmovería a Auda
ibn Jad? No estaba segura.
Probablemente era lo que había visto y
oído de su gente en su oscuro castillo.
Tal vez era la forma en que él siempre
hablaba de los dioses, de todos los
dioses, con solemne reverencia y
respeto. Ante una súplica de piedad, de
misericordia, de compasión, de respeto
a la santidad de la vida humana… él se
habría limitado a mirarla fríamente,
entrar en la habitación y matar a Mateo
con implacable eficiencia. Pero, decirle
que necesitaba tiempo para poner el
asunto en manos de su dios…, eso él sí
que lo comprendía. Eso sí lo podía
respetar.
El hombre lo consideró en silencio,
y ella contuvo el aliento hasta que se
hizo doloroso, empezó a arderle el
pecho y en su vista comenzaron a danzar
chispas; y entonces, por fin, él asintió
brevemente con la cabeza.
Zohra se relajó y suspiró. Lágrimas
no invitadas ni deseadas afluyeron a sus
ojos.
—Si tu dios no ha respondido a la
caída de la noche —dijo Auda ibn Jad
con gravedad—, entonces llevaré a cabo
mi tarea.
Ella no pudo responder; sólo pudo
bajar la cabeza movida por una mezcla
de consentimiento y deseo de no seguir
mirando por más tiempo aquellos
perturbadores ojos. Corriendo el velo
sobre su cara con una mano que
temblaba de tal manera que apenas
podía levantarla, Zohra se dirigió de
lado hacia la puerta. Un brazo se
interpuso como una flecha en su camino,
cerrándole la salida.
—Tengo que ir a mis oraciones —
murmuró ella, sin atreverse a levantar la
cabeza ni a mirarlo a él.
—Tú y él sois marido y mujer sólo
de nombre. ¡La Maga Negra me dijo que
ningún hombre te ha conocido!
Resueltamente, con la mandíbula
apretada con fuerza, Zohra intentó pasar
empujando contra el brazo.
—Déjame en paz —dijo con un tono
altivo e imperioso que a menudo le
había servido tan bien.
Esta vez no le sirvió. Auda le
arrebató el velo de su mano,
descubriéndole el rostro.
—¡Él ha perdido sus derechos como
marido! Tú eres libre de acercarte a
cualquier hombre. ¡Ven conmigo, Zohra!
Sus manos se cerraron sobre los
brazos de la mujer. Con un escalofrío,
ésta retrocedió y apretó la espalda
contra el muro, apartando la cara.
Unos labios rozaron su cuello, y ella
luchó por liberarse. Pero él la asía con
fuerza. Súbitamente enojada, ella dejó
de forcejear y se quedó mirándolo a los
ojos.
—¿Qué quieres de mí? —inquirió
sin aliento—. ¡No hay amor en ti! ¡Ni
siquiera hay deseo! ¿Qué es lo que
quieres?
Él sonrió; sus oscuros ojos
permanecieron inexpresivos, sin pasión.
—Yo tengo apetitos como todos los
hombres. Pero he aprendido a
controlarlos, ya que son como arena en
los ojos del pensamiento racional. Yo
podría hallar placer contigo. De eso no
tengo duda. Pero sería algo fugaz, de un
momento, y después nada. ¿Que qué
quiero de ti, Zohra? —dijo apretándola
contra él; la mujer se puso tensa y tirante
—. ¡Quiero un hijo! —Ahora sí había
emoción en sus ojos, y ella se
sobrecogió ante su intensidad—. El fin
de mi vida está cerca. Lo sé bien, y lo
acepto. Es la voluntad de Zhakrin. ¡Pero
quiero dejar tras de mí un hijo con esa
sangre fuerte y salvaje que tú tienes
corriendo por tus venas!
Auda acercó sus labios a los de ella
y, casi sofocada por el miedo y la
cercanía, ella apartó la cara, apretando
desesperadamente la cabeza y el cuerpo
contra la pared y cerrando los ojos.
Ningún hombre había osado jamás
tocarla de aquella manera, ningún
hombre había estado tan cerca de ella.
Aquellos sueños de pasión que le habían
provocado en el castillo Zhakrin bajo el
efecto de una droga volvieron a su
mente, teñidos ahora de un horror que la
debilitaba y vencía.
Sintió su aliento sobre ella como
fuego contra su piel; y entonces, muy
despacio, él relajó su asimiento de ella.
Recostando débilmente su espalda
contra la pared, Zohra levantó una
mirada vacilante y recelosa hacia él.
Auda había retrocedido varios pasos,
con las manos levantadas en el eterno
ademán que significa «no voy a hacerte
daño».
La emoción se había extinguido en
él. Su rostro estaba pálido, impasible, y
sus ojos oscuros e inexpresivos.
—No te tomaré por la fuerza, Zohra.
Una mujer como tú jamás perdonaría
eso. Yo no quiero ni espero tu amor.
Rezaré a Zhakrin y le pediré que te haga
mía de voluntad. Una noche, si él
responde a mis oraciones, tu vendrás a
mí y me dirás: «Yo alumbraré a tu hijo y
él será un poderoso guerrero, ¡y en él tú
volverás a vivir!».
Dicho esto, Auda saludó con una
elegante inclinación y, antes de que
Zohra pudiese moverse ni hablar, él se
había marchado, en silencio, de la
habitación.
Zohra comenzó a temblar. Las
rodillas no la sostenían, y se dejó caer
al suelo, tiritando, y escondió la cara
entre las manos. Había visto al Paladín
Negro ejecutar una magia que no era
magia, o al menos así le había dicho
Mateo. No era la magia de Sul, sino la
magia del dios de los Paladines. La fe
de Auda confería a éste poder, y él iba a
utilizarlo con ella.
«Rezaré a Zhakrin y le pediré que
te haga mía de voluntad».
Contra toda razón, contra su propia
voluntad y su inclinación, Zohra,
extrañamente, no podía evitar sentirse
atraída hacia Auda ibn Jad.
Capítulo 13
Privada de pensamiento y razón
coherentes, Zohra permaneció agachada
en el suelo, en tembloroso estupor, hasta
que un grito enloquecido procedente de
Mateo transmutó su miedo por sí misma
en miedo por otra persona. Poniéndose
rápidamente en pie, corrió a su
habitación aterrada de que Ibn Jad
hubiese decidido pasar por alto su
promesa.
Nadie había en la habitación excepto
el joven sufriente, y la única cosa que lo
había atacado era la fiebre. Necesitaba
agua, torrentes de agua, para librarse de
ella. Era el momento de que Akhran
obrase su milagro.
Comprobando tranquilizadoramente,
con una última mirada al enfermo, que
éste no se hallaba en peligro inmediato,
tanto por parte de su enfermedad como
por parte del Paladín Negro, a quien no
se veía por ninguna parte, Zohra
abandonó la habitación de Mateo y
recorrió los laberínticos corredores de
la casa hasta la puerta de la calle.
Hombres y camellos dormían a la
fresca sombra de un edificio cercano.
Zohra se detuvo cuando vio que Ibn Jad
se había acostado en una manta al lado
de Khardan. Zohra vaciló; le espantaba
acercarse a aquel hombre. Mirando a su
alrededor, buscó algún otro objeto que
pudiese servir a su propósito, pero sabía
que estaba mirando en vano. Sus ojos se
fueron hacia el fajín que rodeaba la
cintura de Khardan, a la empuñadura que
podía ver destellar con la luz del sol.
Tenía que hacerse con aquella daga.
«¿Desde cuándo tienes tú miedo de
hombre ninguno?», se preguntó con
desdén a sí misma y, sin detenerse a
pensar que a algunos hombres valía la
pena tenerles miedo, Zohra avanzó
atrevida y silenciosamente a través de la
calle.
Los camellos levantaron la cabeza y
la miraron con estúpida y recelosa
malevolencia, temiendo que pudiese
intentar hacerlos levantar de su
descanso. Por ventura, eran camellos lo
que tenía delante y no el caballo de
Khardan, el cual jamás habría dejado a
nadie acercarse sigilosamente a su amo
mientras dormía. Zohra siseó y los
camellos bajaron la cabeza. Khardan
dormía tendido boca arriba; su
respiración era profunda y regular, y
Zohra, después de observarlo durante un
momento, supo que estaba durmiendo el
sueño del agotamiento y que no se
despertaría con facilidad.
Aproximándose a él, dirigió una mirada
temerosa hacia Auda. Los ojos del
hombre estaban cerrados; su respiración
también era firme y uniforme. Pero, si
estaba durmiendo o sólo fingía, eso
Zohra no podía decirlo.
«No importa», se dijo a sí misma.
Hiciera ella lo que hiciese, no se lo
impediría. Le había dado hasta la puesta
del sol, y ella estaba empezando a
conocerlo lo bastante bien como para
entender que mantendría su promesa.
Con sumo cuidado, Zohra se inclinó
sobre Khardan y, con un toque ligero y
delicado, comenzó a deslizar la daga de
su fajín. De pronto él suspiró y se
movió, y ella se quedó inmóvil, con la
daga sólo a medio camino de ser suya.
Él volvió a suspirar y se sumió de nuevo
en la inconsciencia.
Lanzando ella también un suspiro de
alivio, Zohra terminó de sacar el arma y
la empuñó aliviada. Volviéndose, se
disponía a atravesar de nuevo la calle
para regresar a la casa cuando su mirada
fue a caer sobre Ibn Jad. En su mano,
todavía caliente del cuerpo de Khardan,
estaba la daga. Un golpe, y todo habría
terminado. Ningún dios podría jamás
persuadirla a entregarse a un hombre
muerto. Se quedó mirándolo; por todas
las apariencias, dormía profundamente.
Los dedos de la mujer apretaron la
empuñadura del cuchillo.
Dio un paso hacia él y, entonces,
salió huyendo a través de la calle como
si él se hubiese levantado de un salto y
hubiese echado a correr tras ella.
Deteniéndose al otro lado del umbral
para recobrar el aliento, Zohra miró
hacia atrás y comprobó que ningún
hombre se había movido.
Khardan se despertó con un
sobresalto, creyendo que alguien se
deslizaba sigilosamente hacia él con la
intención de abrirle la garganta. Tan real
era la impresión que estiró las manos en
ademán de defensa antes de que
pudieran enfocarse sus ojos, y sólo
cuando sus manos se cerraron en el aire
se dio cuenta de que sólo había sido un
sueño. Exhausto, se tumbó de nuevo para
intentar conciliar el sueño, y dio unas
palmaditas en su fajín con el instintivo y
mecánico gesto del veterano guerrero
que se asegura de que su arma continúa
en su lugar.
Pero la suya no estaba.
No necesitaba que la residual
fragancia de jazmín trajese el nombre a
su cabeza.
—¡Zohra! —murmuró, y, sentándose
de un salto, se puso a mirar en todas las
direcciones.
Su primer pensamiento fue que la
obstinada mujer estaba llevando
adelante su intención de matar a Auda
ibn Jad. Pero una rápida mirada le
mostró al Paladín Negro yaciendo al
lado de él, pacíficamente dormido. Era
evidente que éste había llevado a efecto
su plan. Mateo debía de estar muerto,
pensó Khardan con una rápida y
dolorosa punzada en el corazón. Pero, si
así era, ¿qué estaba haciendo Zohra con
la daga de su esposo? ¿Venganza?
Casi podía verla, acechando en
algún hueco sombrío con el arma en la
mano, tomando venganza de un rápido
golpe contra la espalda desprevenida.
A Khardan no le gustaba el malvado
Paladín. Pese al hecho de que Auda les
hubiese salvado la vida, protegiéndolos
contra los otros Paladines de Zhakrin
que exigían su sangre y sus almas,
Khardan recordaba vívidamente que
aquél era el mismo hombre que, sin
pensarlo dos veces, había arrojado a un
grupo maniatado y encadenado de
desdichados esclavos a los ghuls.
Jamás, mientras viviese, podría borrar
de sus ojos la visión de aquel
horripilante festín ni de sus oídos los
gritos sobrecogedores. Y Auda había
cometido además, en el nombre de
Zhakrin, otros crímenes no menos
nefandos. Khardan lo sabía bien, pues
había oído la narración de aquellos
hechos de boca del propio Paladín
Negro.
Una daga en la espalda era sin duda
una muerte más piadosa de la que él
merecía. De haber sido seis meses atrás,
el propio Khardan habría blandido el
arma sin detenerse a pensarlo. Pero era
un Khardan cambiado el que ahora se
ponía cansinamente en pie y marchaba
en busca de su esposa.
Antes de su forzado casamiento con
Zohra, un casamiento ordenado por el
dios, Khardan había alabado de palabra
a hazrat Akhran pero nunca había ido
más allá de eso. Con veinticinco años,
apuesto, aguerrido y valiente, el califa
tenía sus pensamientos puestos en el
mundo, y no en el cielo. Después de su
matrimonio con Zohra, los únicos
pensamientos que Khardan dedicaba a
Akhran eran amargos y resentidos.
Después había llegado el momento
en que el califa había comparecido ante
su dios en la cámara de torturas del
castillo de Zhakrin. Khardan, con su
cuerpo y su espíritu rotos, se había
encontrado cara a cara con el dios
Akhran.
Los akares creían que los locos
habían visto el rostro del dios y que era
la visión de dicha gloria lo que los
había vuelto locos. «Si es así», pensó
Khardan, «yo debo de estar tocado de
locura».
Khardan había visto al dios.
Khardan había entregado su vida a
Akhran y Akhran se la había devuelto.
En aquellos breves segundos,
Khardan no sólo había visto la cara del
dios sino también su mente. Todo
resultaba poco claro, confuso, pero
vagamente llegó a darse cuenta —ahora
lo comprendía— que tal vez se había
equivocado en aquellos sentimientos de
vacío que había experimentado dentro
de la casa. Él no era un insignificante
grano de arena: era parte de un vasto
plan. Todas aquellas cosas no estaban
ocurriéndole por casualidad.
Mientras lanzaba rápidas miradas a
uno y otro lado de la calle, reflexionó
que, si esto era verdad, hazrat Akhran
habría podido manejar las cosas con
mayor eficiencia. Pero entonces se le
ocurrió al califa que era probable que,
en ciertas áreas, el dios dependiera de
sus seguidores humanos tanto como
éstos dependían de él.
«Tal vez, si yo hubiese actuado más
sabiamente desde el principio, mi
camino habría sido más fácil —se dijo
Khardan entrando en la vivienda y
encaminándose hacia la habitación de
Mateo—. Mucho de lo que ha sucedido
puede que no sea sino intentos, por parte
de Akhran, de reparar la vasija de barro
que yo imprudentemente rompí».
Él y sus compañeros habían sido
llevados al castillo Zhakrin por una
razón: la liberación de los dos dioses
que Quar retenía cautivos. Esto sí lo
veía Khardan con claridad ahora. Los
dioses seguramente se unirían a Akhran
en la guerra de los cielos.
Y Akhran todavía necesitaba a sus
seguidores. Los había conducido a salvo
desde el castillo hasta el mar de Kurdin.
Después, sin embargo, las cosas habían
comenzado a ir mal. Los djinn se habían
ido y no habían regresado. Khardan
recordaba la descripción que Pukah
había hecho de Akhran: debilitado,
herido, ensangrentado.
La batalla, por tanto, no estaba
yendo bien. Akhran había perdido casi
el control sobre ellos. Era Zhakrin quien
se había ocupado de ellos y había
enviado a Ibn Jad para salvarlos. Por
alguna razón, los dioses habían decidido
que el camino del Paladín discurriera
junto al suyo.
El califa entró, reacio, a la
habitación del muchacho, temeroso de lo
que iría a encontrar.
Al parecer, los dioses habían
dispuesto que Mateo cayese enfermo y
muriese…
No, todavía no.
Khardan se quedó mirando al
muchacho, asombrado. Mateo yacía en
su catre, silencioso ahora, sumido en el
enfermizo y atormentado sueño de la alta
fiebre. Pero estaba dormido, no muerto.
Khardan veía su cuerpo contraerse y oía
su laboriosa respiración.
Aproximándose hasta él, e inclinándose
para observarlo más de cerca, el califa
vio que el trozo de tela que descansaba
sobre su calenturienta frente estaba
fresco y húmedo. Había sido cambiado
recientemente.
Pero Zohra no se veía por ninguna
parte.
Intrigado por aquel misterio,
Khardan echó una ojeada por toda la
estancia en busca de algo que pudiera
aportarle alguna explicación. Quizás el
cansancio se había apoderado de Ibn Jad
y éste había decidido ir a dormir antes
de matar al muchacho. Esto no le
parecía muy probable a Khardan, quien
adivinaba que el Paladín Negro no
dejaría ni a la mismísima muerte
impedirle llevar a cabo sus intenciones
y, mucho menos, a una debilidad humana
como la necesidad de dormir. Aquello
tampoco explicaba, además, lo de su
mujer y su daga.
Pero, entonces, ¿dónde estaba ella?
Rebuscando entre los pocos objetos
que había en la habitación, más por
frustración que con esperanza real de
encontrar algo que valiese la pena,
Khardan observó que la escarcela
mágica que Mateo llevaba en su
cinturón, la bolsa de cuero que el califa
había retirado con gran cuidado y recelo
cuando despojaron al joven brujo de sus
pesados hábitos, había sido volcada y su
contenido yacía tirado en un rincón.
Khardan dio un paso hacia él y se
detuvo. Si algo faltaba, no tendría idea
de qué era y no tenía sentido ponerse a
tocar o manejar artículos que le
producían escalofríos con sólo mirarlos.
Y, en aquel momento, se le ocurrió
pensar que Zohra estaba tratando de
realizar algo de la magia de Mateo.
Khardan se quedó helado hasta los
huesos. Mateo le había estado
enseñando a ella lo que sabía. El joven
brujo había intentado decírselo al califa,
pero éste se había negado a escuchar; no
quería saber nada. Magia de mujeres. O
aún peor, magia de un kafir de una tierra
lejana…
Entonces oyó una voz. La voz de
Zohra. Sonaba extraña… ¡Estaba
cantando!
Si una docena de soldados del amir,
armados de cimitarras, se hubiesen
precipitado a través de la puerta y lo
hubiesen atacado allí donde estaba,
Khardan se habría enfrentado a ellos con
las manos vacías y no habría tenido
ningún miedo. Pero aquel misterioso
canturreo lo asustaba, lo hacía sentirse
débil y tembloroso como un caballo que
barrunta la llegada de un terremoto.
La voz sonaba bastante cerca,
elevándose desde otra parte de la casa.
El centro, calculó Khardan, recordando
haber visto un patio abierto con el suelo
de piedra. Ahora podría encontrarla
fácilmente si lograba obligar a sus pies
a que lo llevasen más allá en la
escalinata de entrada. Entonces le vino
la inquietante idea de que aún podría ser
capaz de detenerla antes de que hiciese
cualquier cosa temeraria o impetuosa.
Khardan no estaba seguro de qué podía
ser, pero él había visto una vez a aquella
horrible criatura, un demonio de alguna
especie, que Mateo había hecho venir
desde Sul.
Avanzando deprisa, sin preocuparle
el ruido que pudiera hacer, Khardan
recorrió los pasillos y descubrió que, tal
como se había imaginado, el canto
procedía del patio interior situado en el
centro del edificio.
Se detuvo debajo de un arco de
piedra. En el centro del patio había un
gran estanque redondo, de más de cinco
metros de circunferencia, con una pared
de piedra que arrancaba desde el suelo
hasta casi un metro de altura. Mucho
tiempo atrás, aquel hauz había contenido
agua para el uso doméstico, agua
llevada hasta la casa, probablemente,
por aquellos canales de los que Ibn Jad
le había hablado. Pero aquello había
sido hacía mucho tiempo. Ahora el
estanque aparecía embozado de arena
vertida allí por el viento en un intento,
por parte del desierto, de reclamar lo
que el hombre le había robado. Un gran
montón de arena rebosaba por el borde
del estanque formando una pequeña duna
que cubría una parte del patio.
De pie, junto al reseco hauz, estaba
Zohra, con la espalda vuelta hacia
Khardan. Ella no lo veía y, por la poco
natural rigidez de su postura, quizá
tampoco lo habría visto aunque él se
hubiera colocado en frente de ella. El
califa se aproximó despacio a su esposa,
esperando ver lo que estaba haciendo y
hacerse una idea de cómo poner fin a
ello.
Dando la vuelta hasta un punto
donde pudiese verle la cara, observó
que la atención de Zohra estaba puesta
en un pedazo de pergamino que sostenía
firmemente con ambas manos. El
destello de la luz solar sobre una hoja
de metal le mostró dónde estaba su daga.
Yacía al borde del hauz y, junto a ella,
había un pequeño charco de algo oscuro,
rojo…
Con ojos desorbitados, Khardan vio
sangre goteando profusamente de un
profundo corte en el brazo izquierdo de
Zohra. Ésta, sin embargo, no prestaba
ninguna atención a la herida. Sus ojos
estaban fijos en el pergamino y sus
labios entonaban aquella canción que no
era canción, con una voz que hacía
erizársele el cabello a Khardan.
Adelantándose para echar una ojeada al
pergamino, el califa vio que éste estaba
cubierto de marcas, ¡marcas dibujadas
con sangre!
Espantado, sobrecogido y, sin
embargo, resuelto a detenerla, Khardan
se deslizó hacia adelante y estiró una
mano. En aquel instante, la voz de Zohra
cesó. Khardan detuvo en seco su
movimiento, aunque no parecía que ella
estuviera consciente de su presencia. Su
mirada y todo su ser estaban embebidos
en el pergamino hasta tal punto que él
dudaba de que incluso un trueno pudiera
despertarla.
Volvió a alargar la mano, temblando,
y entonces cayó como muerta a su
costado. ¡Las marcas de sangre trazadas
en el pergamino habían comenzado a
moverse…, a retorcerse y doblarse
como acuciadas por el dolor! Khardan
contuvo el aliento, casi al punto de
asfixiarse. Los dientes se le clavaron en
la lengua mientras contemplaba aquellas
marcas que se deslizaban del papel y
caían, una por una, dentro del estanque.
Y, de pronto, el califa se encontró
metido en agua hasta los tobillos.
El agua giró arremolinada en torno a
sus pies, inundó el patio y fluyó hacia el
interior de la casa. Atrapada entre las
fuertes paredes de piedra del estanque,
el agua brillaba y chisporroteaba a la luz
del sol de mediodía.
Con vacilación, Zohra metió las
yemas de los dedos en el agua, como si
tampoco ella pudiera creerlo. Al
recoger la mano, ésta estaba mojada,
goteando, y ella estalló en jubilosas
risas.
Al oír el sonido de la respiración de
Khardan, sorbiendo el aliento por entre
sus dientes, Zohra reparó en su
presencia y se volvió hacia él. Jamás la
había visto tan hermosa. Sus mejillas
brillaban con un esplendor de orgullo y
consumación; sus ojos chisporroteaban
con mayor luminosidad que el agua.
—¡Ahí tienes tu milagro! —exclamó
ella con orgullo—. ¡Y de mis propias
manos! —dijo, extendiéndolas hacia
Khardan, y éste vio el sangriento corte
en su brazo—. ¡No de Akhran!
Capítulo 14
—Tu dios te ha concedido tu
milagro. Es obvio que desea que este
muchacho viva. Yo me guardaré bien de
contravenir su voluntad. Yo no mato por
placer, princesa —dijo Auda ibn Jad
gravemente—, sino por necesidad.
De pronto se le ocurrió a Zohra que
aquel «milagro» de Akhran podía haber
sido en vano. Ahora tenía agua, y en
abundancia; pero, faltándole las hierbas
y piedras curativas con que las mujeres
nómadas suelen tratar la enfermedad,
ella poco podía hacer aparte de bañar la
ardiente piel de Mateo y verter gotas de
agua en sus resecos y agrietados labios.
La fiebre seguía aumentando, rabiosa.
Mateo cesó incluso en su incoherente
parloteo y yacía sumido en un estupor,
jadeando para tomar aliento. El único
sonido que emitía eran débiles gemidos
de dolor.
Zohra libraba sola su batalla contra
la Muerte, o eso suponía. Atender a los
enfermos era tarea de mujer, y ella no se
sorprendió cuando Ibn Jad y Khardan
abandonaron la habitación que olía a
enfermedad y muerte. Como no lo
esperaba, no oyó a Khardan regresar ni
tampoco lo vio dejarse caer en el suelo
de un entrante sombreado, fuera de la
puerta abierta de la habitación de
Mateo, desde donde podía observar sin
ser visto.
La tarde transcurría lentamente, ya
que el tiempo parecía medido por las
jadeantes inhalaciones que tomaba aquel
cuerpo agobiado por la fiebre. Cada
respiración era una victoria, una
embestida de espada contra el invisible
enemigo que luchaba para cobrarse
como trofeo a Mateo. Raramente
enfermo, Khardan nunca había estado
muy cerca de la enfermedad ni tampoco
se había parado a pensar en la lucha que
las mujeres sobrellevaban contra un
enemigo tan antiguo y fuerte como Sul.
Era un encuentro tan encarnizado y
agotador como cualquiera que él pudiera
haber librado jamás con su acero, y
considerablemente más frustrante. A este
enemigo no podía uno enfrentarse con
gritos y entrechocar de espadas, ni se
podía forcejear cuerpo a cuerpo con él y
derribarlo al suelo. Este enemigo debía
ser combatido con paciencia, con
interminable cambiar de paños secos
por mojados, con un negarse a permitir
que los pesados párpados se cierren y
consigan siquiera unos pocos momentos
de bendito descanso.
El momento más peligroso llegaba
en el aseur, la puesta del sol. Pues éste
es el momento entre el día y la noche en
que la energía del cuerpo se encuentra
en su más bajo nivel y, por tanto, el más
vulnerable. El ocaso del sol sumió al
edificio en las sombras mucho antes de
que el crepúsculo se desvaneciera fuera
de él. No había lámpara con que
alumbrar, y Zohra libraba su batalla en
una oscura y polvorienta penumbra.
Mateo había dejado incluso de
gemir. No emitía el menor sonido, y
Khardan pensó en varias ocasiones que
el muchacho había dejado de respirar.
Pero entonces el califa oía una seca y
ronca inhalación o veía a través de la
espesante oscuridad una mano blanca
temblar débilmente, y sabía que Mateo
todavía vivía.
«Su espíritu es fuerte, aunque su
cuerpo no lo sea. Pero la cosa ha
avanzado demasiado —se dijo Khardan
—. No podrá aguantar mucho más
tiempo».
Y daba la impresión de que Zohra se
daba cuenta de la misma verdad, pues
vio cómo inclinaba la cabeza y se cubría
la cara con las manos en un sollozo que
resultaba tanto más descorazonador
cuanto que era silencioso, cuanto que no
se podía oír. Khardan se levantó para ir
hasta ella y prestarle su apoyo, si era
necesario, para afrontar los últimos
momentos que, él no tenía duda, serían
difíciles de presenciar. Pero el
movimiento del califa se vio
interrumpido. Medio levantado sobre
una rodilla, se detuvo y miró espantado.
Una figura acababa de entrar en la
habitación, una mujer de largos cabellos
que brillaban con un pálido resplandor a
la luz evanescente del anochecer. Su piel
era blanca e iba vestida de blanco y,
aunque no podía ver su cara, Khardan
tenía la impresión de que era muy
hermosa. Su rostro estaba vuelto hacia
Mateo y el califa se preguntó si aquél
era el guardián inmortal, el «ángel» del
que había hablado Pukah. Si era así,
¿por qué aquel frío que le recorría todo
el cuerpo, congelándole la sangre y el
aliento? ¿Por qué aquel miedo que lo
sacudía hasta casi estar a punto de
lloriquear como un niño?
La mujer estiró unas manos blancas
y delicadas hacia el muchacho, y
Khardan supo de pronto que no debía
tocarlo. Quiso avisar a Zohra, que tenía
los ojos cubiertos, que no estaba
mirando, pero su lengua no pudo
articular las palabras. Sólo logró emitir
un sonido, una especie de graznido;
distraída, la mujer se volvió hacia él.
No tenía ojos. Sus cuencas estaban
huecas, oscuras y profundas como la
noche eterna.
¡Aquél no era ningún ángel guardián!
El guardián del muchacho se había ido y
él estaba solo, ¡y era la Muerte la que se
inclinaba sobre él! La mujer se quedó
mirando a Khardan hasta estar segura de
que éste no iba a causar problemas y,
entonces, se volvió otra vez para
reclamar su trofeo. Sus blancas manos
tocaron al muchacho, y Mateo dio un
alarido mientras su cuerpo se
convulsionaba. Zohra levantó la cabeza.
Con un grito desafiante, se arrojó
transversalmente sobre el cuerpo de
Mateo.
Sobresaltada, la Muerte retrocedió.
Sus ojos huecos se oscurecieron de
frustrada ira. De nuevo estiró las manos
y, esta vez, iba a coger a los dos, ya que
Zohra tenía a Mateo estrechado en sus
brazos. Con su cabeza apoyada en el
pecho, ella lo mecía y tranquilizaba. Su
espalda estaba vuelta hacia el enemigo;
no veía a éste aproximarse.
Khardan avanzó. Sacando su daga,
se interpuso entre ellos dos y la Muerte.
Los rubios cabellos de la mujer rozaron
su piel y él sintió un dolor abrasador.
Las vacías cuencas se fijaron
malévolamente en el califa mientras las
manos blancas se estiraban hacia él y, de
repente, ella había desaparecido.
Parpadeando, daga en mano,
Khardan miró a su alrededor con una
mezcla de miedo y asombro.
—¿Se puede saber qué estás
haciendo? —se oyó la voz de Zohra.
Khardan se volvió. Ella había vuelto
a acostar a Mateo sobre su colchón y
miraba a su esposo con estrechados ojos
de sospecha.
—¡La mujer! ¿La has visto? —jadeó
Khardan.
—¿Mujer? —dijo Zohra abriendo
los ojos de par en par—. ¿Qué mujer?
—¡Era la Muerte! —comenzó a
gritar Khardan exasperado—. ¡La
Muerte estaba aquí! ¡Quería al
muchacho y tú no la has dejado, y
entonces iba a cogeros a los dos! ¿No la
has visto?
No, se dio cuenta de pronto. Zohra
no la había visto. Khardan se llevó la
mano a la frente, preguntándose si el
calor no lo habría afectado demasiado.
Y, sin embargo, ella había sido real, ¡tan
horrorosamente real!
Zohra seguía mirándolo con recelo.
—Debe… debe de haber sido un
sueño —dijo no muy convencido
Khardan, volviendo a guardarse la daga
en el cinturón.
—¿Un sueño al que persigues con un
cuchillo? —preguntó Zohra burlona y,
dirigiendo a Khardan una mirada
perpleja, se encogió de hombros,
sacudió la cabeza y se volvió hacia su
paciente.
—¿Cómo está el muchacho? —
preguntó Khardan con hosquedad.
—Vivirá —contestó Zohra con
discreto orgullo—. Tan sólo hace unos
momentos he estado a punto de perderlo.
Pero entonces, ha cedido. ¡Escucha! Su
respiración es regular. Duerme en paz.
Khardan apenas podía ver al
muchacho en la oscuridad, pero sí podía
oír la suave y uniforme respiración.
«¿Un sueño?», se preguntó, y
probablemente se preguntaría el resto de
su vida.
Zohra comenzó a levantarse, tropezó
y se habría caído si Khardan no la
hubiese cogido por un brazo. Con
cuidado, la ayudó a ponerse en pie. Su
cara era un resplandor blanco en la
oscuridad. La única luz que había en la
habitación parecía provenir del fuego de
sus ojos. Agotada como estaba, aquel
fuego interior ardía con intensidad.
—Déjame —dijo tratando de retirar
el brazo de su mano—. He de ir a buscar
más agua…
—Debes dormir —repuso Khardan
con firmeza—. Yo traeré el agua.
—¡No!
Echándose para atrás con la mano un
mechón de pelo de su cara, intentó una
vez más deshacerse del asimiento de
Khardan, pero la mano del califa se
cerró con más fuerza.
—Ma-teo está mejor, pero no
debería dejar…
—Yo lo vigilaré —la interrumpió
Khardan, llevándola hacia la habitación
contigua.
—¡Pero tú no sabes nada de cuidar
enfermos! —protestó ella—. Yo…
—… me dirás qué es lo que debo
hacer —la cortó él.
Fatigada, Zohra se dejó persuadir.
Khardan la condujo hasta una pequeña
cámara. Extendió la parte exterior de su
propio atuendo en el suelo y, al volverse
hacia ella, la encontró con la espalda
apretada contra la pared y mirando a su
alrededor con ojos asustados. Al ver
que él la observaba con asombro, ella
actuó de pronto como si no sucediese
nada, aunque se frotó los brazos como si
sintiese escalofríos.
—Mateo te necesitará por la mañana
cuando se despierte —continuó
Khardan, desconcertado por su extraña
reacción.
Pero, después de todo, aquél había
sido un día de misterio. Gentilmente
pero con firmeza, condujo a su esposa al
rudimentario lecho que había preparado
para ella.
Vencida por el cansancio, Zohra se
acostó sobre las losas con un agradecido
suspiro.
—Si se despierta, dale agua —
murmuró adormilada—. No demasiada
al principio…
Eso lo sabía Khardan. Asegurándole
que sabría manejarse, se encaminó hacia
la puerta y estaba ya casi fuera cuando
ella se incorporó alarmada y preguntó:
—¿Dónde está Ibn Jad?
Khardan se detuvo y se volvió.
—No lo sé. Mencionó algo sobre ir
a cazar, intentar conseguir comida…
—¡No lo dejes entrar aquí! —pidió
Zohra.
Él se sorprendió ante la aspereza de
su voz.
—No lo haré. Pero él no lo haría, de
todas maneras.
Donde una mujer duerme es hare,
prohibido para los hombres.
—Júralo por hazrat Akhran! —
insistió Zohra.
—¿Tan poca fe tienes en mí? —
replicó Khardan comenzando a
impacientarse—. ¡Duerme de una vez,
mujer! Ya te he dicho que yo vigilaré.
Entrando con paso malhumorado en
la habitación del enfermo, que ahora
estaba casi a oscuras, Khardan se dejó
caer sentado al lado de aquél. Furioso,
apoyó un codo sobre una esquina del
colchón. ¡Exigirle a él un juramento!
¡Cuando él la había protegido contra el
más temido de todos los seres!
Estirando la mano, palpó la frente de
Mateo. La piel estaba húmeda. La
respiración del joven era corta y rápida,
pero aquel terrible sonido ronco,
rasposo, había desaparecido. Por la
mañana estaría recuperado y
hambriento.
—¡La única cosa que no me
sorprende, en todo esto, es que la
Muerte sea una mujer! —murmuró
Khardan enfadado.
Capítulo 15
Escapando del mundo de la fiebre,
donde los sueños son más reales que la
propia realidad, Mateo se despertó a la
oscuridad y el terror. La voz
tranquilizadora y los fuertes brazos de
Khardan, un sorbo de agua fresca y el
conocimiento, vagamente percibido, de
que estaba siendo vigilado y protegido,
invitaron al joven a cerrar los ojos y
volverse a sumergir en un sueño
reparador. Cuando a la mañana siguiente
se despertó, a eso del mediodía, y vio
las paredes que lo rodeaban, pensó que
se hallaba de nuevo en el castillo
Zhakrin, por donde al parecer había
estado vagando en sus delirantes
errabundeos.
—¡Khardan! —jadeó, luchando por
levantarse.
Zohra se arrodilló rápidamente a su
lado. Poniéndole las manos sobre los
hombros, lo obligó a acostarse de
nuevo; tarea nada difícil, ya que el
cuerpo del joven parecía un trapo
mojado que cuelga fláccidamente
después de haber sido estrujado y
escurrido.
—Tú no lo entiendes —susurró él
con voz ronca—. Khardan está… cerca
de la muerte. ¡Ellos lo están…
torturando! Debo…
—Khardan duerme profundamente
—dijo Zohra, apartándole el pelo de la
frente—. La única tortura que sufre es
una tortícolis por haber dormido ayer en
una calle pavimentada. ¿Dónde crees
que estás? ¿En el castillo otra vez?
Mateo miró a su alrededor con
expresión confundida.
—Creí… Pero no, escapamos.
Estábamos en un desierto y caminamos,
y luego Serinda estaba todavía muy lejos
y vino la tormenta…
Se detuvo, y frunció el entrecejo en
un esfuerzo por seguir adelante con sus
recuerdos.
—¿No te acuerdas de lo que ocurrió
después?
Él negó con la cabeza. Pasándole un
brazo por debajo de los hombros, Zohra
le levantó la cabeza y llevó una
escudilla con agua hasta sus labios.
—Ese hombre llamado Ibn Jad nos
encontró —explicó.
El desgastado cuerpo de Mateo se
contrajo ante la mención del Paladín.
Habría vuelto unos ojos interrogantes
hacia Zohra al percibir la tensión que
había en su voz cuando pronunció el
nombre, pero ella sostenía el agua
contra sus labios y él no se atrevió a
mover la cabeza por miedo a
derramarla.
—El trajo camellos y en ellos
viajamos durante la noche hasta Serinda.
Entonces fue cuando te vino la fiebre.
Mateo se estremeció. Tenía un débil
recuerdo de un viaje por la noche, pero
era un viaje acompañado de vagos
terrores y enseguida lo desterró de su
mente. Después de beber el agua, se
volvió a tender.
—¿Dónde está Ibn Jad? ¿Ha
continuado su viaje?
—Está aquí —dijo. Zohra sin más
—. ¿Tienes hambre? ¿Puedes comer? He
hecho algo de caldo. Tómatelo y luego
descansa.
Más cansado de lo que pensaba,
Mateo bebió obedientemente el caliente
líquido que tenía un ligero sabor a carne
de pollo y, después, volvió a quedarse
dormido. Cuando se despertó, era ya
media tarde.
—¿Has estado aquí todo este
tiempo? —preguntó a Zohra, quien le
tendió la escudilla de agua—. No, no es
necesario que me ayudes. Puedo
sentarme yo solo.
El pensamiento de qué otros
menesteres le habría ella ayudado a
llevar a cabo durante su enfermedad, lo
hizo sonrojar de vergüenza.
—He causado tantas molestias… —
murmuró—. Y ahora os estoy
retrasando. Estoy entorpeciendo vuestro
regreso a casa.
A casa. El joven pronunció esta
palabra con un suspiro. Había estado
soñando otra vez, sueños agradables,
sueños de su propia tierra. Esta vez el
despertar no había sido una experiencia
aterradora; sólo dolorosa.
Zohra se sentó a su lado. Con cierto
embarazo, pues no estaba acostumbrada
a gestos tan afectuosos, le dio unas
palmaditas en el dorso de la mano.
—Debes de echar muchísimo de
menos tu casa.
Mateo apartó la cara en un intento de
esconder las lágrimas que el dolor, el
sufrimiento y su debilidad le arrancaban.
Pero fue un intento fallido, ya que las
lágrimas se convirtieron en sollozos que
sacudieron todo su cuerpo. Él intentó
tragárselos, obligarse a dejar de llorar,
esperando el sarcasmo o la burla con
que Zohra saludaba siempre sus
arrebatos. Pero, para su sorpresa, ella
no dijo nada; y mucho más se asombró
cuando la mujer le apretó la mano con
fuerza.
—Ahora sé lo que es echar de
menos tu casa. De verdad que lo siento
por ti, Ma-teo —dijo con una voz
amable y llena de una piedad que no
ofendía sino que aliviaba su corazón—.
Tal vez, cuando todo esto termine,
podamos encontrar alguna manera de
enviarte de vuelta a tu tierra.
Zohra se puso en pie y salió de la
habitación, diciendo algo acerca de traer
comida si él creía que podía retenerla.
Agradecido de disponer de unos
momentos en soledad, Mateo consiguió
levantarse de la cama y, aunque sus
piernas se doblaban y la cabeza le daba
vueltas, fue capaz de lavarse y estaba
sentado en el catre, peinándose sus
enredados cabellos rojos como mejor
podía con las manos, cuando volvió a
oír pasos.
No era Zohra, sin embargo, quien
venía esta vez hacia él sino Khardan.
—Tus fuerzas están volviendo —
dijo el califa sonriendo—. Te he traído
esto —y puso una escudilla de arroz en
su mano—. Debes comer todo lo que
puedas, según… mi esposa.
Siempre pronunciaba estas dos
palabras con cierta ironía amarga.
—¿Puedes arreglártelas solo? —
preguntó Khardan con cierto embarazo.
—¡Sí! Gracias a Promenthas —
respondió Mateo con fervor, ardiéndole
la piel.
¡El califa dándole de comer a él! La
sola idea lo trastornaba. Contento de
tener algo en que ocupar sus manos y sus
ojos, Mateo tomó la escudilla y, con
gesto hambriento, empezó a llevarse el
arroz a la boca con los dedos.
Visiblemente aliviado, Khardan se
sentó, apoyando la espalda contra la
pared, y se frotó el cuello con un
quejido.
—Siento… mucho… haber
retrasado vuestro viaje —murmuró
Mateo con la boca llena de arroz.
—Para ser sincero, yo no estoy tan
ansioso por volver con mi gente —dijo
Khardan con pesar.
Durante largos momentos,
permaneció en silencio, recostado
contra el muro y con los ojos cerrados.
Abriendo tan sólo una rendija entre sus
párpados, miró a Mateo con aire
enigmático.
—Necesito hablar contigo, Ma-teo.
¿Estás en condiciones?
—¡Sí! ¡Por supuesto!
Mateo depositó la escudilla vacía en
el suelo y estiró la espalda y los
hombros para mostrar un aspecto más
atento.
—¿Me avisarás, Ma-teo, cuando te
canses?
—Sí, Khardan, te lo prometo.
El califa asintió con la cabeza y
entonces frunció el entrecejo, intentando
decidir cómo empezar o, tal vez, si
empezar o no. Mateo esperaba
pacientemente.
—Esa visión… que mi esposa…
tuvo —dijo con brusquedad—.
Cuéntamelo todo.
—Sería más apropiado que le
preguntases a ella —sugirió Mateo
sorprendido por la pregunta.
Khardan dio un manotazo en el aire,
descartando con irritación semejante
idea.
—No puedo hablar con ella. Cuando
estamos juntos, es como aplicar un tizón
ardiendo a una yesca seca. ¡El diálogo
racional se evapora como el humo!
Quiero que me hables de la visión que
dio comienzo a todo esto.
Extrañándose ante el cambio
producido en el califa, quien hasta
entonces despreciaba burlonamente la
idea de que una visión (magia de
mujeres) pudiera haber impulsado a
Zohra a actuar como lo había hecho y a
llevárselo de la batalla del Tel, Mateo
empezó a relatar la historia.
—Yo estaba enseñando a Zohra un
conjuro mágico conocido por mi gente
que nos permite ver el futuro. Se llama
escrutar. Para ello, coges un cuenco de
agua y lo colocas delante de ti.
Entonces, aclaras tu mente de todo
pensamiento e influencias externas,
entonas las palabras arcanas y, si hay
suerte, Sul te ofrecerá una serie de
imágenes en el agua que pueden predecir
el futuro.
Mateo hizo una pausa, esperando oír
una risa o un bufido desdeñoso. Pero
Khardan guardaba silencio. Mateo lo
observó con atención, intentando
descubrir si el califa simplemente estaba
siendo demasiado educado para
expresar los groseros comentarios que
había en su corazón, o si de verdad
estaba esforzándose por creer y
comprender lo que oía. Pero el rostro de
Khardan estaba oculto por las
espesantes sombras del anochecer, y
Mateo se vio obligado a continuar sin
tener idea de lo que el nómada estaba
pensando.
—Zohra ejecutó la magia
perfectamente. Tu esposa es muy fuerte
en magia. —Mateo se tomó un segundo
antes de añadir—: Sul la ha bendecido
con su favor.
Esto provocó una reacción, pero no
precisamente la que él había esperado.
En lugar de una mordaz negativa, Mateo
oyó a Khardan agitarse, incómodo, y
emitir un sonido en lo profundo de su
garganta como para indicarle que se
mantuviese en el camino principal y
evitara las desviaciones. Desconociendo
la creación de agua a partir de arena que
Zohra había llevado a cabo, un conjuro
que él mismo le había enseñado pero
que a ella siempre le había dado terror
ejecutar, el joven brujo se encogió de
hombros para sí y continuó.
—Al mirar en el agua, ella vio dos
visiones —dijo, cerrando los ojos,
concentrándose con fuerza para recordar
cada detalle—. En la primera el sol se
estaba poniendo. Una bandada de
gavilanes, conducidos por un halcón,
salen a cazar. Pero terminan luchando
entre sí y, entonces, su presa escapa.
Distraídos en su propia querella, son
atacados por águilas. Los gavilanes y el
halcón combaten con las águilas, pero
son derrotados. El halcón resulta herido
y cae al suelo, y ya no se vuelve a
levantar. Cae la noche. Después, en la
segunda visión…
Volviendo a ver de nuevo la escena
en su mente, preso de la fascinación que
la magia siempre había ejercido sobre
él, Mateo había olvidado a su escucha.
La voz de éste lo hizo volver
súbitamente a la realidad.
—¡Pájaros!
La palabra cayó como un rayo.
Poniéndose en pie de un salto, Khardan
se quedó mirando furioso al joven, quien
levantó unos ojos muy abiertos hacia él.
—¿Y ella me hizo esto a mí a causa
de unos pájaros?
—¡No! ¡Sí! Es decir… —balbuceó
Mateo—. ¡Las imágenes son… símbolos
que el mago interpreta en su corazón y
en su mente!
El muchacho buscó frenéticamente
una imagen que pudiera utilizar para
ayudar al califa a entender. Inútil
relacionar la simbología con letras y
palabras, tal como había aprendido
Mateo en la escuela. El nómada no sabía
leer ni escribir. Muchas de las leyendas
del pueblo de Khardan eran parábolas o
alegorías pero, aunque los nómadas las
entendían con sus corazones, Mateo no
estaba nada seguro de que éstos las
meditasen en sus mentes. En cualquier
caso, él no podía tratar ahora de
explicar que el mendigo del relato
representaba de hecho a Akhran y que el
sultán egoísta era la humanidad. ¿Cómo
podría hacer comprender a Khardan?
—Puede explicarse del modo
siguiente —dijo Mateo, súbitamente
inspirado por los propios símbolos—.
Es lo mismo que enseñar a tu halcón a
cazar gacelas.
—¡Bah!
Khardan se volvió y pareció
disponerse a salir de la habitación.
—¡Escúchame! —rogó,
desesperado, Mateo—. ¡Tú no envías a
tu halcón tras la gacela sin
entrenamiento previo! Pones pedazos de
carne en las cuencas de los ojos de un
cráneo de oveja y enseñas al ave a
atacar a la gacela haciéndola atacar
primero la carne de la calavera. ¡Esa
calavera representa… simboliza la
gacela! Sul hace lo mismo con nosotros.
Él utiliza esas imágenes que vemos
como tú utilizas el cráneo de oveja.
Interesado a pesar suyo, el califa se
había detenido en el marco de la puerta.
No era más que una gran sombra sin
forma con sus ropas sueltas en la
oscuridad.
—¿Por qué hace eso Sul? ¿Por qué
no dice sencillamente lo que quiere
decir?
—¿Por qué no envías tú al halcón
tras la gacela sin entrenarlo?
—¡El pájaro no sabría qué hacer!
—Lo mismo sucede con nosotros.
Sul no quiere que aceptemos su visión
de forma ligera, sin «entrenar». Él
quiere que miremos dentro de nuestros
corazones y meditemos el significado de
lo que vemos. Los gavilanes son tu
gente. Van conducidos por el halcón…,
es decir, por ti.
Khardan asintió solemnemente con
la cabeza, no con orgullo, sino con
aceptación de su propia valía.
—Eso tiene sentido. Continúa.
Mateo comenzó a respirar con más
tranquilidad. Aunque el califa
permaneciese de pie, al menos estaba
escuchando y parecía estar captando lo
que el joven brujo le estaba tratando de
enseñar.
—Los gavilanes, tu gente, luchan
entre sí y, así, la presa se les escapa.
Khardan murmuró con irritación, no
gustándole aquello que, después de todo,
no era más que la verdad. Ocultando una
sonrisa, Mateo se apresuró a continuar.
—Las águilas atacan: éstas son las
tropas del amir. Tú resultas herido y
caes a tierra, y ya no te levantas. Se hace
de noche sobre la tierra.
—¿Y eso qué significa?
—Tu gente es derrotada y se sume en
la oscuridad.
—Estás diciendo que, si yo hubiese
muerto, mi gente habría sido vencida.
¡Pero no morí! —proclamó con acento
triunfal Khardan—. ¡La visión se
equivoca!
—Eso es lo que yo intentaba decirte
desde el principio —respondió con
calma Mateo—. ¡Hubo dos visiones! En
la segunda, el halcón es herido por las
águilas y cae a tierra, pero consigue
levantarse otra vez, aun cuando… —
vaciló, no sabiendo muy bien cómo
expresar esto, no sabiendo cómo
reaccionaría el califa—, aun cuando…
—¿Aun cuando qué?
Mateo tomó una profunda bocanada
de aire.
—Las alas del halcón están
cubiertas de barro —continuó
lentamente—. Tiene que luchar por
volver a levantar el vuelo.
Se hizo el silencio, un silencio
meditativo, pesado. Khardan se quedó
casi inmóvil; ni un ligero roce de ropa
rompió la profunda quietud. Mateo
contuvo el aliento, como si aquel
pequeño sonido pudiera ser una
distracción.
—Yo regreso… en desgracia —dijo
al fin Khardan.
—Sí.
Mateo dejó salir el aire con la
palabra.
—¿Eso es todo? ¿La única
diferencia entre las dos visiones?
—No. En la segunda visión no hay
noche. Cuando tú regresas, el sol se
levanta.
Capítulo 16
—No fue una decisión fácil para
Zohra, Khardan —arguyó Mateo con
seriedad—. ¡Tú la conoces! ¡Conoces su
valor! ¡Ella misma habría preferido
morir combatiendo al enemigo a tener
que salir huyendo! Pero eso habría
significado el fin de vuestro pueblo. Y
esto es lo que más le importaba a ella.
Por eso te rescatamos de Meryem…
—¡Meryem!
Mateo sabía que esto sorprendería al
califa.
—Sí —continuó el joven brujo
intentando despojar su voz de toda
emoción, sabiendo que Khardan tenía
que llegar a conocer la verdad acerca de
la mujer—. Ella te estaba llevando lejos
de allí a caballo.
—Ella también… tratando de
salvarme —dijo Khardan con cariño.
Mateo apretó los dientes para
impedir la salida de toda palabra
sarcástica.
—Ella te había dado un talismán
para llevar colgado del cuello.
—¡Sí, lo recuerdo! —dijo Khardan
llevándose la mano a la garganta—. Una
tontería, magia de mujeres…
—Aquella «tontería» te hizo perder
el sentido y caer —aclaró Mateo con
tono severo—. ¿Recuerdas también
haber estado luchando y, entonces, sentir
un extraño letargo apoderándose de ti?
El suelo y el cielo se mezclan de pronto
en tu visión. El enemigo ataca, pero tu
estas tan débil que no puedes defenderte.
El golpe se te viene encima pero rebota
sin hacerte daño.
—¡Sí!
Aunque Mateo no podía verlo, sabia
que Khardan lo miraba lleno de
asombro.
—¿Eso lo has sabido también
escrutando?
—Conozco el talismán que ella
utilizó —contestó Mateo— y sus
efectos. Ella te quería a salvo e ileso, e
incapaz de luchar. Con ayuda, te alejó
del campo de batalla…
—¿Ayuda? ¿Te refieres a Zohra?
—No. Cuando nosotros te
encontramos con esa mujer, ella montaba
uno de los caballos mágicos del amir.
¿Cómo crees que podría haber escapado
de aquella batalla sino con la ayuda de
los soldados del amir?
—Hay muchas formas —aseguró
Khardan—. Lo que ella hizo, lo hizo por
amor. Equivocada, tal vez, pero es una
mujer y no entiende de cosas tales como
el orgullo y el honor.
«¿Ah, no? ¿Las mujeres no
entienden?», pensó Mateo, pero no dijo
nada. No era momento para discutir.
—Al menos no puedes decir que mi
esposa actuó por el mismo motivo —
afirmó el califa.
—Lo que Zohra hizo, lo hizo por
vuestra gente —replicó Mateo con más
pasión de la que pretendía—. Vestirte de
mujer era la única manera de burlar el
control de los soldados. ¡Ella no lo hizo
con el propósito de avergonzarte! Y
tampoco tuvo la culpa de que nuestros
planes no resultasen. Fue mía, la culpa.
Ibn Jad vino en mi busca. Cúlpame a mí,
si quieres.
Hubo un largo silencio y, después,
Khardan dijo:
—No fue culpa de nadie. Fue la
voluntad del dios.
Atónito, Mateo miró atentamente
hacia Khardan, lamentando no poder ver
su cara a través de la oscuridad. Pero
oyó al califa, quien había permanecido
de pie todo este tiempo, volverse a
sentar en el suelo y recostarse contra la
pared.
—He estado pensando, Ma-teo.
Pensando en lo que tú me dijiste la
noche… la noche que me estaban
torturando —las palabras estaban
cargadas de dolor revivido—. Dijiste:
«¡Tal vez no sea tu muerte lo que el dios
quiere! ¡Tal vez muerto no le sirvas de
nada! ¡Tal vez él te ha traído hasta aquí
por una razón, con un propósito, y
depende de ti vivir lo bastante para
intentar averiguar el porqué!». Entonces
no lo entendí. Pero, cuando estuve ante
Akhran, cuando vi su cara, entonces lo
supe. Él me devolvió la vida para que lo
ayude a librar y ganar esta guerra. No
puedo hacer nada para ayudarlo en el
cielo, pero sí puedo hacer algo en la
tierra.
»La cuestión es —continuó Khardan
suspirando—, ¿qué? ¿Qué podemos
hacer nosotros contra el poder del amir?
Aunque consiguiésemos reunir a todo
nuestro pueblo, lo que no veo posible,
aun cuando me volviesen a aceptar a mi
regreso…
Aquí se detuvo, obviamente
esperando una respuesta.
Mateo no podía darle la seguridad
moral que él necesitaba, por lo que
guardó silencio. Su silencio, sin
embargo, fue más expresivo que las
palabras, y Khardan se movió inquieto.
—El halcón levantándose del barro.
Muy bien, vuelvo deshonrado. Un
cobarde que, evidentemente, ha estado
escondiéndose durante meses, si es que
no hablan cosas peores de mí. Eres
sabio para tus años, Ma-teo. Fue esa
sabiduría la que te ayudó a sobrevivir en
la caravana de esclavos y la que nos
liberó de aquel castillo maligno. Yo soy
astuto y valiente —dijo Khardan con
sencillez, como una afirmación natural
de un hecho—, pero empiezo a darme
cuenta de que no soy sabio. Esta noche
he venido a pedirte consejo. ¿Qué debo
hacer?
Una súbita calidez inundó a Mateo
por dentro. Al principio pensó que tal
vez la fiebre le estaba volviendo, pero
no; ésta era una sensación maravillosa y
él no respondió enseguida, sino que se
entretuvo saboreándola, recreándose en
ella… aunque no sentía que la mereciese
en absoluto.
—Yo… no sé… qué decir —
balbuceó Mateo, agradecido de que la
oscuridad ocultase su azorado placer—.
Te subestimas a ti mismo… y me
sobreestimas a mí. Yo no…
—Necesitas tiempo para pensar en
todo esto —declaró Khardan
poniéndose en pie—. Es tarde. Te he
retenido hablando demasiado tiempo. Si
vuelves a enfermar, yo tendré la culpa.
Zohra me sacaría los ojos.
—No, no lo haría —repuso Mateo,
creyendo que el califa hablaba en serio
—. ¡No la conoces, Khardan! Es feroz y
orgullosa, pero su orgullo es como un
cerco de fuego que utiliza para
protegerse a sí misma. Por dentro, es
amable y afectuosa, y ella considera esto
una debilidad en lugar de una
grandísima fuerza…
El joven hablaba con fervor,
olvidándose de sí mismo y de a quién
estaba hablando, hasta que Khardan se
acercó hasta él y, arrodillándose a su
lado, clavó en él una intensa mirada. La
luz de las estrellas y el desierto brilló en
los oscuros ojos del califa.
—Tú la admiras, ¿verdad?
¿Qué podía decir Mateo? Sólo podía
mirar profundamente dentro de su
corazón y arrancar de él toda la verdad.
No era toda la verdad, pero ahora no era
el momento…, si es que alguna vez
llegaba el momento… de decir toda la
verdad.
—Sí —respondió Mateo bajando la
cabeza ante aquellos ojos que lo
taladraban con la mirada—. Perdona si
eso te desagrada —dijo, volviendo a
levantar rápidamente la mirada—. Yo
jamás la tocaría, ni pensaría jamás en
ella de manera alguna que no fuese
apropiada…
—Lo sé.
Mateo estaba temblando, y Khardan
descansó una mano tranquilizadora en su
hombro.
—Y no puedo culparte. Es hermosa,
¿verdad? Hermosa, no como la gacela,
sino como mi halcón. Valiente,
orgullosa. El fuego del que tú hablas
llamea en sus ojos. Ese fuego podría
convertir el alma de un hombre en
cenizas o…
—¿…calentarlo durante el resto de
su vida? —sugirió Mateo en voz baja al
ver que Khardan no terminaba su frase.
—Quizá —repuso el califa
encogiéndose de hombros, y se puso en
pie—. En este momento, a sus ojos, yo
soy carbonilla candente. Puede que sea
ya demasiado tarde para salvar a
ninguno de nosotros. Ella dice la
verdad, sin embargo, cuando dice que es
nuestro pueblo lo que importa. Descansa
en paz, Ma-teo. Yo voy a estirar las
piernas y, luego, volveré para vigilar tu
sueño. Tienes que recobrar tus fuerzas.
Dentro de dos días, partiremos rumbo al
Tel.
«El viaje de nuestro destino, sea
bueno o malo», pensó Mateo.
Estaba exhausto. Las emociones
mezcladas que lo habían asaltado a lo
largo de toda la conversación le habían
consumido toda su energía. Mientras se
acostaba, oyó los pasos de Khardan
resonar a través de los corredores y su
voz elevándose en conversación con
otro.
Auda ibn Jad.
«Tal vez él te ha traído aquí por
una razón, con un propósito».
«O tal vez no. ¿Y si estoy
equivocado?»
Capítulo 17
A la mañana siguiente, Mateo era
capaz de caminar con Zohra por los
diversos rincones de la casa. Su interés
por la ciudad muerta de Serinda revivió
a medida que veía las maravillas del
edificio y se preguntaba de nuevo qué
terrible tragedia podía haber ocurrido
para destruir a toda una población
mientras dejaba la ciudad intacta. Pero,
cuando intentó conversar acerca del
misterio con Zohra, ésta mostró bastante
poco interés y Mateo se dio cuenta, al
cabo de unos momentos, de que ella lo
estaba conduciendo a alguna parte.
Había en ella un aire de tímido y
silencioso orgullo, muy diferente de su
habitual arrogancia, y él sintió crecer su
curiosidad.
Llegaron a un patio central que, en
su día, debía de haber sido un fresco y
encantador refugio del bullicio de la
ciudad y la casa. Ahora estaba
embozado de arena y lleno de columnas
rotas y fragmentos de estatuas
esparcidos por el suelo. En medio de
aquella desolación y destrucción, Mateo
se quedó atónito al ver un estanque de
agua cristalina, azul y profunda, fresca
por el frío de la noche.
—¡Así que ésta es la razón de que
no haya faltado el agua!
El joven bebió hasta saciarse, se
abrió las ropas para echarse agua por el
pecho y el cuello y se lavó la cara.
Sonriente, Zohra encontró un fragmento
de vasija de barro con forma de tazón y
ayudó a Mateo a lavarse su largo
cabello rojo. Escurriéndose los mojados
mechones con las manos, él se quedó
admirando el estanque y sacudió la
cabeza.
—¿No es maravilloso, Zohra, lo que
puede llegar a hacer la humanidad?
Maravilloso y triste. La gente
desaparece, Sul va tomando lentamente
su ciudad y sin embargo aquí, en esta
casa, de alguna manera la maquinaria
siguió funcionando…
—Nada de máquinas, Ma-teo —
contestó Zohra con un tono
discretamente orgulloso—. Magia.
Mateo se quedó mirándola durante
un momento sin comprender. Entonces,
de improviso, arrojó alegremente sus
brazos alrededor de ella y la estrechó
contra sí.
—¡Magia! ¡Tu magia! ¡Tú hiciste el
agua! ¡Sabía que podías hacerlo! Y no
tuviste miedo…
—Me dio más miedo esto que casi
cualquier otra cosa, excepto aquel
horrible castillo —afirmó Zohra,
levantando sus oscuros ojos hacia los
azules ojos de Mateo.
Éste la sintió estremecerse y la
estrechó con más fuerza en sus brazos.
—Pero no tenía elección. Ese
hombre, Ibn Jad, te habría matado de no
ser así.
—¡Ah!
Ahora fue Mateo quien se
estremeció y Zohra quien lo calmó con
su contacto.
—Ya me extrañaba a mí —murmuró
él—. Por eso Khardan ha estado
vigilando durante toda la noche.
—Ibn Jad juró que no te haría ningún
daño. Pero yo no me fío de él.
La voz de Zohra tembló al contener
el aliento.
—¿Qué es lo que ocurre, Zohra? —
preguntó Mateo, quien jamás la había
visto asustada—. ¡Es Ibn Jad! ¿Qué te ha
hecho? —La cólera latía en su corazón
con una violencia que a él mismo lo
sorprendió—. ¡Por Promenthas! ¡Si te ha
hecho algún daño, yo lo…!
«Tú ¿qué? ¿Atacarás a Ibn Jad? ¡Lo
mismo que si el cordero se ofreciera
para luchar contra el león!»
Parecía que Zohra estaba pensando
lo mismo que él, ya que Mateo vio
contraerse la comisura de sus labios,
como si le hiciera gracia a pesar de su
preocupación. Entonces, una idea
pareció cruzar por la cabeza de la mujer,
y levantó unos ojos serios hacia él; no
había sombra alguna de risa en ellos.
—¡Ma-teo! ¡Quizá tú puedas
ayudarme! Es posible romper un conjuro
bajo el que uno se halla, ¿verdad?
—Algunas veces —contestó Mateo
con cautela, pues tenía la impresión de
que allí había aguas tenebrosas y quería
vadearlas despacio y con cuidado—.
Depende…
—¿De qué?
—De muchas cosas. Qué tipo de
conjuro, cómo fue lanzado, qué se utilizó
para hacerlo. Es más difícil de lo que
probablemente imaginas —dijo Mateo,
sintiendo aumentar su preocupación a
medida que adivinaba adónde conducían
las palabras de Zohra—. Pero ¿cómo va
a lanzar Ibn Jad un conjuro, Zohra? Él
no es un mago. —El recuerdo de la
Maga Negra asaltó inevitable y
desagradablemente a Mateo. Tal vez
había una manera.
—¿Tenía algún amuleto, una varita
—preguntó—, algún objeto mágico que
alguien pudiera haberle dado?
—No era la magia de Sul —repuso
Zohra—. Era su dios.
—Vamos —la instó Mateo, sin saber
si sentirse aliviado o aún más
preocupado—. Cuéntamelo todo.
—No puedo —se resistió Zohra
poniéndose rígida—. No… no es
apropiado que las mujeres hablemos de
estas cosas con los hombres que… no
sean nuestros esposos.
—Pero yo soy otra esposa —le
recordó Mateo con una sonrisa irónica
—. Y debo saberlo todo, Zohra, si
quiero ayudarte.
—Yo…, supongo que sí —admitió
ella.
Reacia, negándose a mirarlo y,
algunas veces, hablando tan bajo que
Mateo tenía que inclinar la cabeza para
poder oírla, Zohra le contó su encuentro
con Ibn Jad.
—¡Él dijo que rezaría a su maligno
dios, Ma-teo! ¡Para que me ofreciera a
él! —concluyó Zohra levantando una
mirada atemorizada hacia él y con el
cuerpo temblando—. Y…, Ma-teo…,
cuando yo estaba en aquel… lugar, la
mujer me dio algo a beber que me hizo
soñar…
No pudo continuar. Un rojo intenso
encendió sus mejillas y ella escondió la
cara entre sus manos.
—Entiendo —murmuró Mateo.
Alguna especie de pócima de
amor… o, más exactamente, una pócima
de lujuria. Eso explicaba por qué las
mujeres cautivas se mostraban tan
cooperadoras y dóciles; arcilla blanda
en manos de la Maga.
—¿Soñaste con él, con Auda? —
preguntó el joven brujo con vacilación.
El embarazo de Zohra era
contagioso. La sangre ardía en su piel.
—No, con otros —susurró Zohra,
ahogando la voz con sus manos.
¿Khardan?, se moría por preguntar
Mateo, pero no lo hizo. Una chispa de
celos se encendió en él. Él la reconoció
como tal pero no supo distinguir a quién
iban dirigidos. ¿Estaba celoso de Zohra
por soñar con Khardan o celoso de
Khardan por aparecer en los sueños de
Zohra? Eso era algo que tendría que
resolver más tarde. Ahora, tanto si se
entendía a sí mismo como si no, al
menos entendía lo que Ibn Jad estaba
haciendo… o tratando de hacer. «Muy
listo —pensó Mateo—. Utilizar los
sueños para insinuarse a la mente de
esta mujer, utilizar su propia fe en
dioses y su poder para debilitar las
barreras naturales que ella había
establecido contra él».
Por desgracia, aquél no era momento
para entablar una disertación sobre la
libre voluntad.
—Zohra —dijo Mateo, sacudiéndola
con suavidad para obligarla a mirarlo a
través de una cortina de brillante pelo
negro—. La mitad de las veces tú no
obedeces las órdenes de tu propio dios.
¿Vas a ceder con un extraño?
Los ojos de Zohra se estrecharon
mientras ella meditaba sobre este
argumento. Cuando llegó a entenderlo y
a apreciar su ironía, incluso llegó a
esbozar una ligera sonrisa.
—¡No, no cederé! —y, estirando la
mano, rozó levemente con sus dedos la
suave y lisa mejilla del muchacho—.
Eres muy sabio, Ma-teo.
Lo mismo había dicho Khardan.
Pero no era sabiduría, en realidad. Era
simplemente la capacidad de mirar a
algo desde varios lados distintos, de ver
un problema desde arriba y desde abajo,
y desde la vuelta de la esquina en lugar
de mirarlo sólo desde el frente. Como
ver todas las caras de la reluciente
gema, en lugar de concentrarse tan sólo
en una de ellas…
—¿Por qué me miras así? —
preguntó Zohra.
—Porque Khardan tenía razón —
repuso Mateo con timidez—. Eres muy
hermosa.
Las rosas florecieron en sus
mejillas, el fuego del que hablaba
Khardan llameó en sus ojos.
¡Cómo se amaban aquellos dos!
Ocultándose tras muros de orgullo,
ambos curaban sus heridas. Ambos
sabían que el otro lo había visto
vulnerable, débil. Temerosa ella de que
él utilizase esto contra ella, o él de que
lo hiciese ella contra él, ambos añadían
cada día más piedras al muro que
estaban construyendo entre los dos.
Khardan se daba cuenta de ello, pero las
tareas y problemas que tenían que
afrontar el uno y el otro eran tan
acuciantes que posiblemente nunca
fueran capaces de derribar el muro, por
más que los dos lo desearan.
Su pueblo, eso era lo que importaba
para ambos… y su dios, su hazrat
Akhran.
Un viento frío sopló a través del
alma de Mateo. Por una vez había
olvidado que era un extranjero en una
tierra extraña. La conciencia de ello
volvió inevitablemente a él. Él no tenía
gente, ni tenía nadie a quien amar ni
quien lo amase… Al menos con un amor
que él pudiese admitir sin encogerse de
vergüenza. Tenía un dios, pero
Promenthas estaba muy, muy lejos de él.
—¡Ma-teo! ¡Estás tan pálido! Es la
fiebre…
Zohra llevó la mano hacia su frente.
Con suavidad, él apartó de sí la mano y
a ella al mismo tiempo.
—No, estoy bien. ¿Entiendo que
vamos a cabalgar esta noche?
—Si te sientes capaz…
—Estoy bien —repitió con voz
monótona—. Sólo un poco cansado.
Creo que voy a tumbarme y dormir otro
rato.
—Yo vendré…
—No, tú debes de tener cosas que
preparar para el viaje. Ya no estoy
enfermo y ya no necesito tus cuidados.
Volviéndose, se alejó de ella.
Confundida y herida por sus
palabras, Zohra se quedó viéndolo
marchar. El joven caminaba con sus
delgados hombros hundidos y la cabeza
gacha. Sin poder evitarlo, ella pensó que
parecía alguien que encogía el cuerpo a
la espera de un golpe.
Demasiado tarde: el golpe había
caído. Y continuaría cayendo,
repetidamente, aporreándolo hasta la
desesperación.
—Ah, Ma-teo —murmuró Zohra,
comenzando a ver, empezando a
comprender—. Lo siento.
Inconscientemente, se hizo eco de
las palabras de su marido.
—Lo siento.
Aquella noche abandonaron Serinda,
a la que nunca habrían de regresar.
La ciudad muerta se quedó sola con
su muerte.
EL LIBRO DE LOS
INMORTALES
Capítulo 1
Durante todo el plazo de gracia de
setenta y dos horas que Kaug había
concedido a los djinn, éstos trabajaron
con diligencia, si no con gran eficacia,
para fortificar su posición. Cada djinn
aseguraba conocer todo cuanto había por
conocer sobre las artes de guerra y,
entre erigir fantásticos torreones (que se
elevaban hasta increíbles alturas y
probablemente servirían para confundir
a Kaug por el espacio de tiempo que
dura una breve carcajada) y discutir
estrategias tácticas recordadas de
batallas libradas cuarenta siglos atrás,
no se había hecho gran cosa que sirviese
de mucho. Las fortificaciones que unos
elevan eran celosamente derribadas por
otros tan pronto como estaban
terminadas. Estallaban constantes
peleas, e incluso hubo una batalla que se
prolongó durante dos días entre una
facción de djinn que afirmaba que el
notorio batir Durzi ibn Dughmi, quien
había comandado diez mil caballos y
cinco mil camellos en un ataque contra
el sultán Muffaddhi el Shimt quinientos
sesenta y tres años atrás, había
derrotado al susodicho sultán, y otra
facción de djinn que aseguraba que no lo
había derrotado.
Escondida de toda mirada tras el
rosal que trepaba por fuera de su
ventana, Asrial contemplaba toda
aquella batahola con una mezcla de
sorpresa, exasperación y desespero.
Como contraste, ella se imaginó la
estricta y bien organizada disciplina de
los ángeles, alineados en rígida
formación para la batalla. ¿Cómo no
pueden ver los djinn que se están
derrotando a sí mismos? ¿Por qué no
pueden organizarse?
Frustrada, miraba por la ventana con
la cara enrojecida de ira y sus pequeños
puños apretados. Pero, al parecer, ella
no era la única en pensar de aquella
manera, ya que de pronto oyó, con un
sobresalto, una voz procedente de la
habitación contigua a la suya haciendo
exactamente las mismas preguntas en
voz alta.
—¿Qué les ocurre a esos estúpidos?
¿Por qué luchan entre sí en lugar de
prepararse para combatir a Kaug?
La voz, pese a toda su furia, era
dulce y musical, y Asrial reconoció a su
emisora como Nedjma. Lo cual no dejó
ninguna duda sobre la identidad de la
voz masculina que respondió.
—Tú sabes tan bien como yo por
qué hacen esto, mi pajarito —contestó
Sond en voz baja.
«¡Yo no lo sé!», pensó Asrial. Y,
acercándose rápidamente a la pared,
apretó la oreja contra un tapiz de
terciopelo que representaba con vivos
colores la magnífica boda de Fátima, la
hija de Muffaddhi el Shimt, con Durzi
ibn Dughmi. Pero las paredes del
palacio eran gruesas, y el ángel no
habría sido capaz de oír el resto de la
conversación si a Sond y Nedjma no les
hubiese dado por caminar hasta situarse
de pie junto a la ventana de la habitación
de esta última.
Se le ocurrió entonces a Asrial que
Sond, al hallarse presente en el serrallo,
debía de correr un considerable peligro,
y se asombró no poco de que la pareja
osara arriesgarse a ser observada desde
el jardín, que se hallaba justo debajo de
ellos. Entonces cayó en la cuenta el
ángel de que no había visto a los
eunucos desde el día anterior, el día en
que Nedjma la había llevado allí. Tal
vez estaban trabajando en las
fortificaciones o, más probablemente,
habrían sido requeridos con urgencia en
servicio para guardar el cuerpo del
anciano djinn (aunque, a su edad, no
quedase ya de su cuerpo gran cosa que
guardar).
—No, no conozco la razón —replicó
Nedjma irritada, y Asrial la bendijo.
La djinniyeh añadió algo más que el
ángel no pudo captar. Volviendo a su
ventana, Asrial vio que la pareja había
salido a un pequeño balcón adosado a
las alcobas de Nedjma. El ángel podía
verlos y oírlos perfectamente desde allí
mientras ella permanecía oculta. Sus
blancos hábitos y sus alas se
entremezclaban con el blanco de las
rosas.
Nedjma estaba de espaldas a Sond y
con su delicada barbilla levantada bien
alta en el aire. No llevaba puesto su
velo; de hecho, pudo ver Asrial, llevaba
muy poco encima, y cuanto de
vestimenta tenía puesto parecía
ingeniosamente diseñado para revelar
más de lo que ocultaba. Era toda seda
azul y reflejos dorados, destellos
esmeralda y purísima piel blanca.
Acercándose a la djinniyeh por detrás,
Sond puso sus manos sobre los esbeltos
hombros.
—No importa, Nedjma, mi flor —
dijo con dulzura—. Hagamos lo que
hagamos, nada detendrá a Kaug. ¿Crees
que nos comportaríamos de este modo si
hubiese alguna posibilidad? Si actuamos
así es por pura rabia y frustración, y
porque sabemos que mañana todo habrá
terminado.
Mientras él hablaba, la barbilla de
Nedjma fue bajando lentamente al
tiempo que su pelo dorado caía hacia
adelante, en torno a ella, como una
lluvia resplandeciente.
—No llores, amor mío —murmuró
Sond con ternura.
Recogiendo una masa de pelo
dorado y retirándoselo de la mejilla, él
se inclinó para enjugarle con un beso
una brillante lágrima. Nedjma se llevó
las manos a la cara y sus sollozos se
volvieron casi convulsivos.
—No debería habértelo dicho —
dijo Sond enderezándose y echándose
para atrás—. No pretendía causarte
aflicción. Sólo quería que supieses el
poco tiempo que… —con la voz
ahogada, se detuvo— el poco tiempo
que… —repitió con voz enronquecida.
Nedjma se volvió hacia él como un
remolino; la seda azul brilló en torno a
ella como una nube bordeada de oro.
Rápidamente se secó los ojos y,
acercándose hasta él, descansó los
brazos sobre su pecho.
—Mi vida —susurró—. No estoy
llorando por lo que tú me has dicho. Eso
no era novedad. Lo sabía ya, dentro de
mi corazón. Lloraba porque es el fin.
Sus brazos se deslizaron en torno a
él y la cabeza anidó contra su pecho.
—Puede que sea el fin —respondió
Sond—. Pero, querida mía, ¡haremos
que sea un fin glorioso!
Sus cabezas se inclinaron y sus
labios se encontraron en un beso
apasionado. La seda azul cayó al suelo
del balcón y Asrial, con la cara
escarlata y la mirada desorbitada, se
retiró a toda prisa de la ventana.
Apoyando sus ardientes mejillas contra
el fresco muro de mármol, volvió a oír
las palabras de Sond resonando una y
otra vez en su cabeza.
«No importa… el poco tiempo
que… el fin».
Él tenía razón. Lo mismo daba. Lo
mismo daría también a los ángeles de
Promenthas. Y lo mismo a los diablos y
demonios de Astafás. Lo mismo daría
para los djinn y djinniyeh de Akhran.
Kaug se había vuelto demasiado
poderoso. Ninguna arma era lo bastante
fuerte para hacerlo caer, ninguna muralla
lo bastante alta o gruesa para detenerlo.
Era como intentar derribar una montaña
con una flecha o tratar de detener un
maremoto con un castillo de arena.
Y, lo mismo que Nedjma, Asrial
también lo sabía, dentro de su corazón.
«El fin… un fin glorioso».
Una risa cantarina y jadeante entró
flotando por la ventana con el perfume
de las rosas. Asrial cerró la ventana de
golpe. Parpadeando para impedir que
las lágrimas aflorasen a sus ojos, se
hallaba justo a punto de salir cuando
alguien llamó a la puerta de su
habitación.
Asrial vaciló, dudando si responder
o no. Pero, antes de que pudiera
decidirlo, la puerta se abrió y Pukah
entró.
Al verla allí, de pie en el centro de
la habitación, con las alas extendidas, la
alegre expresión del djinn se fundió
como un queso de cabra puesto al sol.
—¡Ibas a salir!
—¡Sí! —respondió ella con sus
dedos tirando nerviosamente de las
plumas de sus alas—. ¡Voy a volver con
mi… mi gente, Pukah! Quiero estar…
con ellos cuando… cuando…
La mirada se le fue hacia sus manos.
—Entiendo —dijo Pukah con calma
—. ¿Y te ibas a ir sin decir adiós?
—¡Oh, Pukah! —Asrial se cogió con
fuerza las manos, aferrándose a ellas
como si temiese que pudieran hacer algo
que ella no quería hacer, estirarse hacia
alguien a quien ella sabía que no podía
abrazar—. ¡No puedo ser lo que tú
quieres que sea! No puedo ser una mujer
para ti, como Nedjma es para Sond. Yo
soy… yo soy un ángel.
Sus manos se liberaron justo lo
bastante para levantar sus blancos
hábitos.
—Debajo de esto no hay carne. Está
mi esencia, mi ser, pero no es de carne,
ni sangre, ni hueso. Intenté fingir que sí
lo era, por mí y también por ti.
Deseaba… —vaciló, tragando saliva—,
parte de mí todavía desea esa… esa
clase de amor. Pero no puede ser. Por
eso… no iba a despedirme…
—Era muy amable de tu parte querer
ahorrarme ese dolor —dijo Pukah con
amargura.
—¡Pukah, no era a ti! ¡Era a mí a
quien quería ahorrárselo! ¿Es que no lo
entiendes?
Asrial se alejó de él. Sus alas se
cerraron en torno a ella, envolviéndola
como una concha de plumas.
El rostro de Pukah de pronto
apareció iluminado por una luz interior.
Su orgullosa y autosuficiente fachada se
desmoronó. Corriendo hasta el ángel,
separó con cuidado las blancas alas que
la rodeaban y le cogió tiernamente las
manos.
—Asrial, ¿quieres decir que me
amas? —susurró, temeroso de
pronunciar tan felices palabras en voz
alta.
El ángel levantó la cabeza. Las
lágrimas relucían en sus ojos azules
pero, cuando respondió, su voz era firme
y segura.
—Te amo, Pukah. Siempre te amaré
—respondió, entrelazando sus dedos
con los de él y agarrándolo con fuerza
—. Creo que incluso en el Reino de los
Muertos, una vez más sin forma ni
figura, seguiré sintiendo este amor, y con
él me sentiré bendecida.
Pukah cayó de rodillas mientras ella
hablaba, e inclinó la cabeza como si
recibiese una bendición. Después,
cuando ella hubo terminado, él levantó
lentamente la cabeza.
—Ya sé lo que soy —dijo con un
tono triste y pensativo—. Soy engreído e
irresponsable. Me preocupo demasiado
de mí mismo y no lo bastante de los
demás, incluido mi propio amo. He
ocasionado toda suerte de problemas…
sin proponérmelo, en realidad —añadió
con remordimiento—, pero todo era por
mi propia satisfacción. ¡Oh, si supieras!
—y levantó una mano hasta los labios de
ella, que estaba a punto de interrumpirlo
—. ¡Si supieras el daño que he hecho!
Yo tuve la culpa de que el amir creyera
que mi pobre amo era un espía e
intentara arrestarlo. También fui yo el
causante de que el jeque Zeid avanzara
en son de guerra contra nosotros en lugar
de convertirse en nuestro aliado. Y de
que Kaug secuestrase a Nedjma y se la
llevara cautiva a Serinda. Y, hablando
de Serinda —continuó el djinn sin
permitirse el menor consuelo—, tú
fuiste el héroe, Asrial, no yo.
El djinn ofrecía un aspecto muy
afligido y desdichado.
Doliéndole el corazón, Asrial se
dejó caer de rodillas a su lado.
—No, mi querido Pukah, no seas tan
duro contigo mismo. Como tú bien
dices, tus intenciones eran buenas…
—Pero no lo hacía por los demás.
Lo hacía sólo por mí —afirmó Pukah y,
levantándose, ayudó a Asrial a ponerse
en pie y la miró con una expresión
inusitadamente seria y grave en su rostro
—. Pero voy a compensar todo aquello.
Y, no sólo eso —por un instante, el viejo
centelleo zorruno apareció de nuevo en
los ojos del djinn—, sino que ¡voy a ser
el héroe! ¡Un héroe cuyo nombre y
sacrificio se recordarán por el resto de
los siglos!
—¡Pukah! —exclamó Asrial
mirándolo con alarma—. ¿Sacrificio?
¿Qué quieres decir?
—¡Adiós, mi ángel, mi precioso y
encantador ángel! —dijo Pukah
besándole las manos—. ¡Tu amor será la
luz que brille en mi eterna oscuridad!
—¡Pukah, espera! —gritó Asrial.
Pero el djinn había desaparecido.
Capítulo 2
—¡Usti!
El redondo djinn sufrió un violento
sobresalto que comenzó en su ancha
espalda y se extendió formando fofas
ondulaciones por todo su cuerpo.
Dejando caer lo que quiera que tuviese
en las manos, que fue a estrellarse
ruidosamente contra el embaldosado
suelo, Usti giró con toda la prisa posible
para alguien de su tamaño, y se volvió
hacia la puerta.
—La razón de que me encuentre
aquí, en la despensa, es que estoy
calculando la cantidad de comida que
tenemos disponible en caso de que nos
sitien —explicó el djinn con su habitual
labia, apresurándose a limpiarse los
vestigios de arroz que había en sus
papadas.
En un esfuerzo por ver quién era la
persona que lo estaba abordando,
estrechó los ojos y escrutó entre las
densas sombras que bailoteaban fuera
del círculo luminoso arrojado por una
lámpara que, junto con una cantidad de
carnes ahumadas, hierbas secas y varios
quesos grandes, colgaba del techo.
—Hay… estoo… veintisiete vasijas
de vino —enumeró, todavía tratando de
ver—, seis grandes sacos de arroz, dos
de harina, treinta…
—¡Oh, Usti! No me importa nada de
eso. ¿Has visto a Pukah? ¿Está aquí
abajo?
—¿Pukah? —Los ojos de Usti se
abrieron de par en par y, después, se
estrecharon con desdén cuando la figura
se adelantó hasta situarse dentro de la
luz de su lámpara—. Oh, eres tú —
murmuró—. El ángel del loco.
En cualquier otra ocasión, Asrial se
habría enfurecido ante la apelación
empleada con su protegido. Ahora, sin
embargo, estaba demasiado preocupada.
Arrojándose hacia el djinn, lo agarró
por un brazo, lo cual se asemejó
muchísimo a alguien metiendo la mano
en un cuenco de masa de pan.
—¡Dime si está aquí, Usti! ¡Pukah,
sé que estás aquí! —dijo, soltando al
djinn, quien la estaba mirando con
profunda indignación, y buscando a la
vez con atención entre las danzarinas
sombras—. ¡Pukah, por favor, sal y
hablaremos…!
—Señora —declaró Usti con un tono
glacial—, Pukah no está aquí. Y tú has
interrumpido mi comida —añadió,
mirando con desconsuelo el estropicio
que había a sus pies—. Arruinado mi
comida, diría yo con más exactitud.
Lanzando un quejumbroso suspiro,
se agachó entre gruñidos y resoplidos e
inició una vana tentativa de salvar algo
del naufragio.
—Una estupenda cena de fatta; las
verduras demasiado crudas y el arroz
algo pastoso, pero estamos en tiempos
de guerra después de todo. Uno tiene
que hacer sacrificios. ¡Pero ahora…!
¡Ahora…! —exclamó sacudiendo la
cabeza y sus seis papadas y tapándose
los ojos con las manos en un esfuerzo
por borrar aquel terrible espectáculo—.
Sé que lo veré eternamente —murmuró
con un tono hueco—. El arroz cubierto
de polvo. Las verduras mezcladas con
trocitos de plato roto… Y, pronto, las
ratas viniendo a devorarlo…
—¡Usti, se ha ido! —gritó Asrial
dejándose caer sobre un tonel de aceite
de oliva y bajando sus blancas alas—.
¡Ha estado fuera todo el día y toda la
noche también! Ahora es casi ya la hora
del regreso de Kaug…
—¡Aaah!
Soplando como una ballena al salir a
la superficie, Usti se puso en pie con
gran dificultad.
—¿Kaug, has dicho, ángel del loco?
—Mateo no está loco —respondió
Asrial automáticamente, con sus
pensamientos en otro lado…, en otra
persona—. Se comportó de un modo tan
extraño cuando me dejó…
—A menudo un síntoma de locura —
aseguró Usti con aire de conocedor.
—¡Mateo no! ¡Pukah!
—¿Se ha vuelto loco, también? —
preguntó Usti ajustándose el turbante que
se le había deslizado por encima de un
ojo durante el festín—. No me
sorprende. Perdóname si te ofendo,
señora, pero habría sido mucho mejor
para todos si tú y tu loco no os hubierais
entrometido en nuestras vidas…
—¿Entrometido nosotros en vuestras
vidas? ¡Nosotros no quisimos venir a
este horrible lugar! —exclamó Asrial—.
No era nuestra intención enamorarnos…
—hizo una pausa y tragó saliva—. ¿Qué
es eso? —susurró atemorizada, mirando
hacia el techo.
La tierra temblaba y trepidaba más
que las papadas de Usti. Los quesos se
balanceaban de un modo alarmante. El
cadáver de una cabra ahumada cayó al
suelo. La lámpara se columpiaba de un
lado al otro colgada de su cadena, las
sombras del sótano se agitaban y
danzaban enloquecidas por toda la
habitación como diablillos de Astafás.
—¡Kaug! —exhaló Usti, con su cara
del color del queso azul que colgaba
sobre su cabeza—. ¡Vuelta al Reino de
los Muertos para todos nosotros!
Cogiendo el extremo de la tela que
colgaba de su turbante, se enjugó la
sudorosa frente.
—¡Se acabó el cuscús! —comenzó a
gimotear—. Y las almendras
garapiñadas. Y los dorados trozos de
carne de gacela, bien hechos, justo
ligeramente rosados en el centro…
El retumbar aumentó, al tiempo que
el temblequeo del suelo hacía imposible
permanecer de pie. Agarrándose a la
pared, mientras los quesos caían y
rodaban en torno a sus pies, Usti cerró
con fuerza los ojos mientras recitaba
febrilmente:
—Se acabó el qumiz. Se acabó el
shiskhlick. Se acabó…
Una vasija de vino se volcó y se
rompió; el vino inundó la despensa y
tiñó de carmesí el dobladillo de los
blancos hábitos de Asrial, pero ella no
prestó atención al incidente. Estaba
escuchando. Allí estaba, elevándose
débilmente por encima de todo el
retumbar y de los lamentos de Usti.
—¡Djinn de Akhran! ¡Escuchadme!
¡Rápido! ¡No tenemos mucho tiempo!
—¡Pukah! —exclamó Asrial, y
desapareció.
Sujetando fuertemente un queso
contra su pecho, Usti inclinó la cabeza y
lloró.
Aunque el plano inmortal se
conmocionaba de terror ante la
aproximación del 'efreet, la persona de
Kaug apenas era visible todavía, si bien
su gran mole oscurecía el horizonte
como un banco de nubes tormentosas,
con relámpagos que titilaban en sus ojos
y truenos que sacudían la tierra a sus
pies.
Los djinn esperaban bajo sus
fortificaciones con armas de toda índole
y variedad en sus manos. En los
balcones del castillo, por encima del
jardín, las djinniyeh esperaban en
silencio abrazadas unas a otras para
darse consuelo. Escondida bajo los
vestidos de seda, más de una ocultaba,
bajo el fajín que ceñía sus esbeltas
cinturas, una hoja afilada y brillante.
Cuando sus djinn hubiesen caído, las
djinniyeh estarían preparadas para tomar
el relevo en la lucha.
El mismísimo anciano djinn
apareció. Una diminuta y reseca cascara
de inmortal ataviada con voluminosos
hábitos de brocado que casi se lo
tragaban y lo hacían desaparecer de la
vista. Dos gigantescos eunucos lo
transportaron en una silla de manos
hasta su balcón privado. Brillantes
cimitarras colgaban de los costados de
ambos eunucos. El djinn llevaba,
descansando sobre sus rodillas cubiertas
de brocado, un sable que muy bien podía
haber sido la primera arma jamás
forjada. Tan antiguo era su diseño y tan
oxidada estaba su hoja que era dudoso
que aquel sable hubiese podido siquiera
rebanar uno de los quesos de Usti.
Aunque poco importaba. La cabeza de
Kaug podía verse ya elevándose sobre
el borde del plano inmortal; el 'efreet
era inmenso, más gigantesco que todo
cuanto los inmortales pudieran imaginar.
Una pisada de su pie podía aplastar su
castillo y un simple golpe con su dedo
meñique, sumirlos al instante en el
olvido.
Sond se erguía a la cabeza del
ejército de los djinn. Espada en mano,
intentaba mantener el equilibrio sobre el
ondulante suelo. Fedj estaba a su
derecha y Raja a su izquierda. Detrás de
ellos esperaban los demás djinn,
dispuestos todos a hacer el precio de su
destierro lo más caro posible. La piedra
se agrietó, los árboles se vinieron abajo
y el cielo se oscureció. La ciclópea
figura de Kaug eclipsaba el sol poniente.
Sus últimos rayos iluminaron algo
blanco que voló por el aire y fue a caer
a los pies de Sond.
El djinn se inclinó y lo recogió. Era
una rosa, y él sabía dónde crecía el
rosal de donde había sido arrancada.
Llevándosela a los labios, se volvió
hacia el florido balcón. Aunque el rostro
de Nedjma estaba velado, Sond supo
que ella le sonreía y él le devolvió la
sonrisa con valentía. Pero entonces se
vio obligado a volver a toda prisa la
cabeza, al tiempo que su sonrisa se
transformaba en una mueca de
desesperación. Parpadeando, guardó
reverentemente la rosa dentro de su fajín
y, estaba aclarándose la garganta,
preparándose para dar la orden que
diera comienzo a la batalla cuando, de
repente, Pukah brotó de una fuente
ornamental justo delante de él.
—¿Dónde has estado? —preguntó
irritado Sond—. ¡Ese ángel tuyo está
volviendo loco a todo el mundo! Ve a
buscarla y luego mira a ver si puedes ser
de alguna utilidad. ¿Dónde está tu
espada? Raja, dale tu daga. Pukah, juro
por Akhran…
Pero Pukah no hizo el menor caso de
Sond y, trepando por uno de los dos
costados de la figura central de la
fuente, un pez de mármol que despedía
agua de unos enormes labios de mármol,
se agarró a las branquias de la estatua y
voceó:
—¡Djinn de Akhran! ¡Escuchadme!
Los djinn comenzaron a murmurar y
refunfuñar; un agitado susurro de telas
recorrió el balcón de las djinniyeh como
un viento a través de cortinas de seda.
—¡Pukah! ¡Éste no es momento para
tus triquiñuelas! —gritó Sond, enojado.
Estirando la mano, agarró uno de los
pies de Pukah e intentó obligar al djinn a
bajar. Pero Pukah pataleó hasta liberarse
y continuó gritando:
—¡Oídme! ¡Tengo un plan para
derrotar a Kaug!
Los murmullos cesaron bruscamente.
Un silencio, tan silencioso como podía
llegar a ser con el 'efreet cada vez más
cerca, se extendió como un palio sobre
los inmortales que había en el jardín.
Entonces apareció Asrial al lado de
Sond, estallando como una estrella de
plata.
—¡Pukah! ¡He estado tan
preocupada! ¿Dónde…?
El joven djinn lanzó al ángel una
tierna y amorosa mirada y, sacudiendo la
cabeza, no respondió sino que continuó
dirigiéndose a la multitud de inmortales
que ahora lo miraban con plena, aunque
recelosa, atención.
—Tengo un plan para derrotar a
Kaug —repitió Pukah, hablando tan
rápidamente y con tal excitación que
apenas podían entenderlo—. No tengo
tiempo para explicarlo. Sencillamente
haced lo que yo os diga y no discutáis
ninguna de mis instrucciones.
De nuevo comenzaron las
murmuraciones.
Sond frunció el entrecejo; su
irritación crecía por momentos.
—Te lo dije, Pukah…
—¡El Reino de los Muertos! —
recordó Pukah.
Su tensa voz segó los refunfuños
como un hilo tirante.
—¡El Reino de los Muertos nos
espera! ¡No tenéis alternativa, ni de
nada os servirá rezar! ¿Dónde está
Akhran? ¿Dónde está nuestro dios?
Los inmortales se miraron unos a
otros inquietos. Aquélla era la pregunta
que todo el mundo albergaba en su
corazón pero nadie se atrevía a llevar
hasta sus labios.
—Yo os diré dónde está —prosiguió
Pukah con tono solemne y misterioso—.
Akhran yace en su tienda, debilitado y
herido, sangrando por numerosas
heridas. Quar le ha infligido algunas de
esas heridas. Pero otras —aquí hizo una
pausa un momento para aclararse la
garganta—, otras se las ha infligido su
propia gente.
El jardín se tornó más oscuro. Un
viento maloliente comenzó a soplar,
aullando y chillando, dejando sin hojas a
aquellos árboles que todavía quedaban
en pie y levantando un torbellino de
polvo en el aire.
—¡Su fe disminuye! —voceó Pukah
por encima de la arreciante tormenta que
traía consigo la venida del 'efreet—.
¡Han perdido a sus inmortales! Ya no
creen que su dios escuche sus oraciones
y, por eso, han dejado de rezar… o, lo
que es peor… ¡ahora rezan a Quar! ¡Si
nos derrotan, será el fin, no solo para
todos nosotros sino también para
Akhran!
El viento atravesó el jardín como
una guadaña, rompiendo y rasgando todo
lo que pudo. Lanzo sus garras al
brillante pelo de plata del ángel, pero
Asrial no prestó atención. Sus ojos
estaban puestos en el joven djinn.
—¡Estamos contigo, Pukah! —
exclamó.
Sond miró a Fedj, quien asintió
lentamente con la cabeza, y luego a
Raja, quien también asintió. Mirando
detrás de él, sin apenas poder ver a
través del polvo y las ramas tronchadas,
las hojas y los pétalos de flor y una
repentina lluvia de piedrecillas, Sond
logró captar vagas vislumbres de los
otros djinn que asentían, y hasta creyó
oír también lo que le pareció ser el
reseco carraspeo del anciano djinn
añadiendo su aprobación.
—Muy bien, Pukah —dijo Sond de
mala gana—. Adelante con tu plan.
Lanzando un gran suspiro, y
sintiendo un cosquilleo de orgullo e
importancia desde sus embabuchados
pies hasta su enturbantada cabeza, Pukah
se volvió y se preparó para enfrentarse
con Kaug.
Capítulo 3
Sus gigantescas pisadas llevaron al
'efreet hasta la muralla exterior del
jardín y, ante su proximidad, los vientos
tempestuosos dejaron de rabiar, el
trueno dejó de redoblar y el suelo dejó
de temblar. Una terrible y ominosa
calma descendió sobre el plano
inmortal.
—Vuestro tiempo se acabó —
retumbó la voz del 'efreet, y las
vibraciones hicieron que el plano
comenzara de nuevo a temblar—. A la
vista de esas fortificaciones de guerra y
de que todos vosotros lleváis armas,
entiendo que habéis decidido luchar.
—No, no, Kaug el Misericordioso
—dijo Pukah desde encima del pez de
mármol—. Traemos nuestras armas sólo
para ponerlas humildemente a tus pies.
Los ojos de Kaug se estrecharon con
suspicacia.
—¿Es verdad eso, Sond? —preguntó
el 'efreet—. ¿Has traído tú tu arma para
ponerla a mis pies?
—Para cortarte los pies más bien
diría yo —musitó Sond mirando furioso
a Pukah.
—¡Vamos! ¡Vamos! —lo apremió
Pukah mudamente con los labios
mientras hacía un rápido y enfático
ademán con la mano.
Con la boca torcida, como si se
tragara una rabia que lo envenenaba,
Sond avanzó hasta el 'efreet y, con aire
de encarnizado desafío, arrojó su arma
de punta a los pies de Kaug. Uno por
uno, los demás djinn siguieron el
ejemplo de Sond y pronto el atónito
'efreet se hallaba hundido hasta los
tobillos en un verdadero arsenal.
—Y, en cuanto a las fortificaciones
—Pukah miró a su alrededor, sin saber
muy bien qué explicación dar de las
almenas, torretas y muros que habían
brotado aquí y allá—, pues… estoo…
fueron erigidas para dar… —la
inspiración le vino de pronto con tanta
fuerza que casi se cae del pez— ¡para
darte una pista acerca de la sorpresa que
viene después!
—No me gustan las sorpresas,
pequeño Pukah —rugió el 'efreet
mientras molía espadas, cimitarras y
lanzas convirtiéndolas en polvo
metálico bajo su enorme pie.
—¡Ah, pero ésta sí que te gustará, oh
Kaug el Fuerte y Poderoso! —repuso
Pukah con una solemnidad que hizo que
los demás djinn lo mirasen asombrados
—. El mundo te ha tratado mal, Kaug. Y
tú te has vuelto receloso y desconfiado.
Nosotros sabíamos, por tanto, que
debíamos hacer algo para convencerte
de que somos verdaderamente sinceros
en nuestro deseo de servirte. Y, por eso
—Pukah hizo una pausa para saborear el
intrigado silencio y la tensa expectación
con que se esperaban sus palabras—, te
hemos construido una casa.
Silencio. Silencio de muerte. Se
habría dicho que el jardín estaba lleno
de cadáveres en lugar de seres vivos.
—¿Qué truco es éste, pequeño
Pukah? —preguntó por fin Kaug con una
voz que rechinaba de sospecha y
temblaba de rabia—. Tú sabes que, hace
siglos, la ira del malvado dios Zhakrin
me desterró al mar de Kurdin. Allí está
mi casa, y allí debe continuar hasta que
Quar ocupe su merecido lugar como
Único y Verdadero Dios…
—No creas, oh Muy Sufrido Kaug
—contestó Pukah sacudiendo la cabeza
—. El dios Zhakrin me debía un favor.
Por qué, no vamos a hablar de eso
ahora, pero me debía un favor y le he
pedido, como obsequio mío para ti, oh
Amo, que te deje libre. Esto no es
ningún truco —se apresuró a añadir
Pukah al ver los ojos de Kaug
estrecharse hasta convertirse en dos
grietas de roja llama—. Busca dentro de
ti mismo. ¿Sigues sintiéndote limitado,
encadenado?
El feo rostro de Kaug se arrugó y su
mirada se tornó cada vez más abstraída.
Vacilando, levantó sus gigantescos
brazos y flexionó sus músculos como
comprobando si estaba maniatado. Los
brazos se movieron libremente y, lenta y
gradualmente, una expresión complacida
y satisfecha se extendió por toda su cara.
—Tienes razón, pequeño Pukah —
dijo Kaug con una mirada de asombro
—. ¡Estoy libre! ¡Libre! ¡Ja, ja, ja!
Levantando los brazos en el aire,
agitó sus puños hacia el cielo. Su alegría
propagó ondas sísmicas a través del
plano inmortal. El balcón sobre el que
estaban las djinniyeh se tambaleó de un
modo alarmante, y las mujeres huyeron
en medio de un gran revoloteo de seda.
Kaug contempló su desbandada con una
impúdica sonrisa y volvió la mirada
hacia los djinn.
—Gracias por este regalo, pequeño
Pukah. Desde luego, ahora sí que creo
de verdad que tenéis intención de
servirme, tú y estos mocosos cobardes
que te rodean, y podéis empezar a
hacerlo desde ahora mismo. Tú, Sond,
tráeme a esa djinniyeh llamada Nedjma.
Tengo ganas de…
—¿No quieres ver tu casa? —lo
interrumpió Pukah.
—¿Qué?
Kaug lo miró con irritación.
—¿No quieres ver tu casa,
Magnificencia? Tiene un dormitorio
maravilloso —insinuó el djinn desde su
posición, encima del pez.
Al ver que la atención de Kaug
estaba en el balcón, Pukah lanzó un
embabuchado pie al enfurecido Sond y
lo golpeó dolorosamente en los riñones
para recordarle que se estuviera quieto.
—Y, mientras vemos tu nueva
morada, Nedjma puede tomarse algún
tiempo para prepararse, de manera que
pueda acudir a ti en toda su belleza y
hacerte justo honor, oh Kaug, Apuesto
Seductor.
El 'efreet estaba desconcertado.
Continuó mirando con lascivia hacia el
balcón, rascándose con una mano su
rasposa barbilla y pasándose la lengua
por los labios; pero todo esto lo hacía
principalmente porque sabía que estaba
torturando a Sond. El 'efreet tenía bien
poco interés en Nedjma. Cuando aquella
guerra estuviese ganada y los inmortales
desterrados, se quedaría con algunas de
las más atractivas djinniyeh para su
propio placer, y Nedjma sería sin duda
una de ellas.
¿Qué estaba tramando Pukah? Esa
era la pregunta que atormentaba a Kaug.
Se exprimía los sesos en busca de
respuestas pero, en lugar de encontrar
ninguna, su proceso mental daba vueltas
y más vueltas como un burro uncido a
una noria de agua. Kaug no se fiaba de
Pukah. El 'efreet no se fiaba de nadie (su
dios Quar no era ninguna excepción) y
sabía que Pukah estaba urdiendo alguna
elaborada intriga.
«¡Pero él me ha liberado de la
maldición de Zhakrin!»
Este era el factor que mantenía al
burro en su lento y obtuso movimiento
circular. Kaug sencillamente no podía
creerlo. Mucho, mucho tiempo atrás,
cuando Zhakrin había sido una fuerza
poderosa en la Gema de Sul y Quar no
era más que un sapo lisonjero (un sapo
con ambición, pero un sapo de todas
maneras), Quar había ordenado en
secreto a Kaug destruir una fortaleza de
los Paladines Negros de Zhakrin situada
en las Grandes Estepas. Por lo general,
Kaug sentía muy poca inclinación a
obedecer las órdenes de Quar que, hasta
la presente guerra, habían consistido en
hacer llover granizo sobre las cabezas
de recalcitrantes seguidores o infligir
pestes sobre sus rebaños de cabras.
Pero, cuando se trataba de combatir con
los Paladines Negros, Kaug disfrutaba
sobremanera. El 'efreet lo había pasado
tan bien (arrojando rocas incendiadas
sobre aquellos que se refugiaban dentro
del castillo, arrancándose sus
minúsculas lanzas de la piel y
devolviéndoselas a ellos con tanta
fuerza que empalaban a los hombres
contra los muros de piedra) que se
quedó a prolongar su misión por más
tiempo del que debía. Esto dio tiempo a
que Zhakrin acudiese en ayuda de sus
asediados Paladines.
Descendiendo sobre Kaug con toda
su ira, el dios levantó al 'efreet con sus
poderosos brazos y lo estrelló contra las
aguas del mar de Kurdin. Y, si bien no es
posible para ningún dios controlar por
completo a un inmortal de otro dios,
Zhakrin fue capaz de derramar una
maldición sobre el 'efreet, proclamando
que éste habitaría desde aquel momento
en el mar de Kurdin, donde él pudiera
estar al corriente de sus idas y venidas.
Quar se había tragado dócilmente
aquel insulto. ¿Qué otra cosa podía
hacer entonces? Y Kaug se había visto
obligado a vivir en una aguada caverna
bajo el ojo amenazador del dios del
Mal. Pero Quar y su 'efreet se hallaban
juntos ahora en su odio común a Zhakrin,
y fue poco después del exilio de Kaug
cuando Quar inició su guerra sutil contra
el dios maligno que terminaría, al fin, en
la reducción de Zhakrin a la forma de un
pez.
«Y ahora Pukah me ha liberado —
reflexionó Kaug—. Ha persuadido a
Zhakrin para que me deje en libertad.
No creo que haya sido tan difícil —se
burló el 'efreet—. ¿Qué es ahora
Zhakrin? Un fantasma sin forma ni
figura. Yo mismo podría haberme
liberado solo, si hubiera querido, pero
me he acostumbrado a esa cueva mía.
Zhakrin debía a Pukah un favor por
liberar a sus inmortales de Serinda y
todo el mundo sabe que uno de los
mayores defectos del dios del Mal es su
honor. Pero ¿por qué utiliza Pukah este
favor en beneficio mío? A menos que…
a menos que… —el asno de su mente
por fin se detuvo— ¡a menos que Pukah
sea como yo!»
«Naturalmente. Debí haberme dado
cuenta de esto antes —murmuró Kaug
para sí en una voz baja que sonaba como
los atronadores ronroneos de un volcán
a los oídos de los djinn que lo
observaban con recelo desde abajo—.
Pukah es un pequeño bastardo que sólo
se sirve a sí mismo. Siempre lo he
sabido. Su amo inmortal, el poderoso
Akhran, yace sangrando, moribundo. Su
amo terreno, el insolente Khardan, ha
cruzado el Yunque del Sol, pero pronto
se encontrará aún con un peligro mayor
en manos de su propia gente. ¿Estará
Pukah tratando, en realidad, de salvar
simplemente su propia miserable piel?
Si este despreciable gusano ha llegado a
resignarse a arrastrar su panza por el
suelo, ¡creo que puedo divertirme lo mío
con ello!»
—Muy bien, pequeño Pukah —dijo
Kaug en voz alta, desplazando su peso
de un pie al otro y aplastando tres
potentes torres de piedra en el proceso
—. Echaré una mirada a esa casa tuya.
Tú me acompañarás, por supuesto, lo
mismo que Nedjma.
—¿Nedjma?
Una sombra de preocupación pasó
rápidamente por la cara de Pukah. Kaug,
quien observaba con atención, lo detectó
y sonrió para sí.
—Pero… Nedjma no está lista
todavía, oh Kaug el Impaciente, y tú
sabes lo que tardan las mujeres en
acicalarse, en especial cuando hay
alguien a quien de verdad desean
agradar.
—Dile que la tomaré como está —
dijo Kaug, acompañando sus palabras
con una carcajada que partió un minarete
en dos y lo envió dando tumbos contra el
suelo—. Corre, ve a buscarla, pequeño
Pukah. ¡Estoy ansioso por ver mi nueva
casa!
Bajando del pez, Pukah se encontró
con Sond que lo recibió con el ceño
fruncido.
—Todo irá bien. Confía en mí —
susurró Pukah apresuradamente.
—Lo sé —dijo con tono amenazante
Sond—. Yo voy contigo.
—¡No, de eso nada! —contestó
Pukah—. Lo echaría todo a perder.
—¡He dicho que voy! ¡Vosotros no
vais a ninguna parte con Nedjma! Yo me
disfrazaré de ella…
Pukah le lanzó una mirada mordaz.
—¿Con esas piernas?
Los dos djinn, todavía discutiendo,
desaparecieron del jardín y se
materializaron dentro del palacio.
Absorto en sus intrigas, y contrariado
por aquella repentina e inesperada
exigencia de que Nedjma lo
acompañase, Pukah no se había dado
cuenta de que Asrial los había seguido
hasta que se interpuso delante de ellos,
cortándoles el paso, cuando intentaron
entrar en el serrallo.
—¡Asrial, encanto mío! —dijo
Pukah poniendo sus manos en los brazos
del ángel y tratando de moverla
suavemente hacia un lado, fuera de su
camino—. En cualquier otro momento,
el verte sería un bálsamo para mi
afligido corazón, pero justo ahora que
tengo a ese malvado 'efreet en las
manos…
—Lo sé —lo interrumpió con
firmeza Asrial—. Voy con vosotros.
—Qué solicitado me veo
últimamente —repuso Pukah algo
irritado—. Todo el mundo quiere venir
conmigo —y, echando una mirada de
reojo a Sond para asegurarse de que éste
estaba apreciando la gracia, lanzó un
dolido suspiro—. Ya sé que soy
irresistible, ángel mío, y que tú no
puedes soportar estar separada de mí ni
siquiera un segundo, pero…
La lengua de Pukah se detuvo
tartamudeando. ¡Ya no era Asrial la que
tenía cogida de los brazos, sino Nedjma!
—Eh, ¿qué es esto? —rugió Sond
lanzándose hacia adelante para separar a
los dos cuando de repente Nedjma, la
verdadera Nedjma, apareció de pie a su
lado.
Con la cara pálida, la djinniyeh puso
una temblorosa mano disuasoria sobre
Asrial.
—No. Es maravilloso de tu parte
ofrecerte para este sacrificio, pero iré
yo con… —tragó saliva y, armándose de
valor, pronunció la abominable palabra
— Kaug. Sé lo que hiciste por nosotros
en Serinda y yo… nosotros —corrigió,
cogiendo la mano de Sond— no
podemos pedirte que…
—No me lo habéis pedido —
interrumpió Asrial sin mirar siquiera a
la djinniyeh, con sus ojos fijos en los de
Pukah—. Lo he decidido por mí misma.
—Es peligroso, ángel mío —dijo
Pukah con ternura—. Tú no sabes lo que
tengo que hacer y, si algo sale mal, ¡él
llevará a cabo su amenaza!
—No tengo miedo. Tú cuidarás de
mí —respondió Asrial, sonriendo.
—¿Igual que cuidé de ti en Serinda?
—preguntó Pukah con tristeza,
acariciando su dorado cabello.
Luego miró a Nedjma quien, aunque
estaba intentando ser valiente con todas
sus fuerzas, temblaba de terror.
—Nedjma no será de ninguna ayuda
en absoluto —murmuró Pukah a su alter
ego—. Parece estar al borde del
desmayo, tal como la veo. Asrial es
valerosa, fuerte. Yo conozco, mejor que
nadie, su inventiva.
—Pero ¿y qué hay de…?, ya
sabes… —interrogó el otro Pukah con
solemnidad.
—Yo me encargaré de eso —
contestó Pukah—. Muy bien —dijo en
voz alta—. Puedes ir. Pero debes
prometerme una cosa, Asrial… Debes
prometerme que harás exactamente lo
que yo te diga, sin rechistar.
Asrial frunció el entrecejo.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir…?
—¡Pequeño Pukah!
La gigantesca niña del ojo de Kaug
apareció en la ventana del harén,
haciendo que las djinniyeh salieran
corriendo presas del pánico. Nedjma,
cubriéndose rápidamente el rostro con
su velo, retrocedió y se ocultó entre las
sombras. Sond corrió a ponerse delante
para esconderla de la vista del 'efreet.
—¡Date prisa! —rugió Kaug,
rajando el cristal de la ventana con su
voz; su ojo rodaba y parpadeaba
lascivamente—. Debo disfrutar de este
placer deprisa y, después, regresar con
mi amo.
Al ver tan de cerca al 'efreet y
entender el terrible presagio de sus
palabras, Asrial no pudo evitar un
escalofrío que Pukah sintió.
—¿Qué estás haciendo con mi mujer,
pequeño Pukah? —bramó Kaug.
—Sólo estoy inspeccionándola para
asegurarme de que es merecedora de tu
atención, oh Kaug —gritó Pukah y, con
precipitación, susurró por lo bajo—:
¡Júrame por la vida de Mateo que me
obedecerás!
Asustada por la desacostumbrada
seriedad de Pukah, y alarmada ante la
enormidad de la promesa que le estaban
pidiendo que hiciera, Asrial se quedó
mirándolo sin poder hablar.
—¡Júralo! —repitió Pukah con
severidad, sacudiéndola ligeramente—.
¡O me veré obligado a tomar a Sond
disfrazado de Nedjma y, entonces,
ninguno de nosotros sobrevivirá!
—Lo juro.
—Por la vida de Mateo —insistió
Pukah—. Dilo.
—¡Pukah! —apremió furioso Kaug.
—¡Dilo!
—Juro… por la vida de Mateo…
que te obedeceré!
Las palabras del ángel salieron de
unos labios pálidos y temblorosos.
Suspirando de alivio, Pukah besó
sonoramente a Asrial en la frente y
estrechó su mano en la de él.
—Sond —dijo luego en voz baja,
volviéndose hacia el djinn—. Cuando yo
me vaya, tú y Fedj y esa calamidad de
Usti debéis volver a toda prisa con
Khardan y Zohra. Como ha dicho Kaug,
¡se encontrarán en terrible peligro!
¡Suerte! Ah, y, Sond —añadió
ansiosamente Pukah—, no te olvidarás
de decir a hazrat Akhran que todo esto
ha sido por completo idea mía,
¿verdad?
—No, claro, pero…
—Idea mía. ¿No lo olvidarás?
—No, pero yo no…
—¿Se lo dirás?
—Sí, si eso es lo que deseas —
contestó con impaciencia Sond—. Pero
¿por qué no se lo dices tú mis…?
Sus palabras se quedaron colgando.
El djinn, el ángel y el 'efreet habían
desaparecido.
Capítulo 4
—Yo me ocuparé del transporte,
bashi… No te importa que te llame
«jefe», ¿verdad, jefe? —preguntó Pukah
con tono humilde.
—No, en absoluto —contestó Kaug
sonriendo de oreja a oreja y lanzando
horribles miradas deshonestas a Asrial
—. De hecho, será mejor que te
acostumbres a ello, pequeño Pukah.
—Exactamente lo que yo pensaba —
dijo Pukah, haciendo al mismo tiempo
un respetuoso salaam para mantener su
cuerpo entre Asrial y el 'efreet—. Como
estaba diciendo, bashi, yo me ocuparé
del transporte si eres tan amable de
reducirte a un tamaño más apropiado.
Súbitamente receloso, Kaug miró
con ojos estrechados a Pukah.
—Encontrarás cierta dificultad para
entrar en tu nueva cama, bashi —
observó Pukah con los ojos bajos y un
leve rubor en las mejillas.
La sospecha no fue el único
sentimiento que se despertó en Kaug. La
astuta referencia de Pukah a la cama
había inflamado su pasión. El 'efreet
había olvidado lo hermosa que era en
realidad la djinniyeh, hasta que la
volvió a ver ahora. Vividos recuerdos
de sus forcejeos con Nedjma en el jardín
la noche que él la había raptado —el
tacto de su suave piel, la incomparable
belleza de su cuerpo— hacían
cosquillear su sangre y arder de deseo
sus gruesos muslos.
Sin embargo, Kaug era cauteloso.
Cuanto más caliente el fuego en sus
partes, más frío el hielo en su mente.
Examinó aquella gema que Pukah le
estaba entregando con el ojo preciso y
calculador con que un fiel de Kharmani
examina las joyas de la dote de su
prometida.
No pudo encontrar el menor defecto.
Cien veces más poderoso que el
flacucho y joven djinn, Kaug podía
hacer con Pukah una pelota y arrojarla al
eterno vacío de Sul, donde languidecería
para siempre entre la nada, y todo eso en
menos tiempo del que llevaría al djinn
llenar sus pulmones de aire para su
último grito.
—Tienes razón, pequeño Pukah —
dijo Kaug, encogiéndose de tamaño
hasta que sólo era dos cabezas y un
hombro más grande que el djinn—. No
me gustaría ser demasiado grande para
la… ejem… cama.
Y, riéndose, puso un brazo alrededor
de Asrial y arrastró con rudeza al ángel
hacia su lado.
Con una pálida sonrisa, Pukah dio
una palmada y los tres iniciaron su
viaje.
Detrás de ellos, en el plano inmortal,
los djinn se miraron unos a otros con
preocupada perplejidad y, después,
comenzaron a reconstruir sus
fortificaciones.
—¿Dónde estamos? —preguntó
Kaug mirando a su alrededor con ojos
amenazadores.
—En una insignificante montaña de
una cordillera indigna de tu atención,
bashi —respondió Pukah, con humildad.
Los tres se erguían aproximadamente
en el punto medio de una montaña cuya
altura era tan inmensa que las nubes
jugueteaban en torno a sus rodillas y
parecía que el sol iba a tener que saltar
para alcanzar la cima. Una escarcha
blanquecina cubría su peñascosa cabeza;
el calor del verano jamás alcanzaba la
cumbre. Nada ni nadie vivía en aquella
montaña. Un frío amargo helaba la
sangre y sorbía el aire de los pulmones.
El mundo entero había estado una vez
tan desolado como aquella montaña,
antes de que Sul la bendijera, según
rezaba la leyenda de aquellos que vivían
a la sombra de la montaña; y, por eso, la
montaña recibía el nombre de la
Maldición de Sul.
Kaug no sabía esto, ni le importaba.
Podía sentir a la supuesta djinniyeh
temblando bajo su brazo y, ahora que no
tenía una guerra con los djinn en la que
mantenerse ocupado, estaba impaciente
por satisfacer su lujuria.
—Las puertas de tu morada, bashi
—dijo Pukah con una reverencia.
Mientras el djinn hablaba, dos
inmensas puertas de oro macizo
incrustado de resplandecientes gemas y
de una altura de veinte metros tomaron
forma dentro de la roca de la montaña.
Por orden de Pukah (¡Akhran lo quiere!),
las puertas se abrieron lentamente hacia
adentro girando sobre silenciosos
goznes. Dejando atrás el árido paisaje
de la ladera de la montaña, barrido por
el viento, Kaug cruzó las doradas
puertas arrastrando consigo a Asrial.
El 'efreet tomó una larga bocanada
de aire al tiempo que aflojaba
involuntariamente la mano con la que
asía al ángel. No pudo disimularlo:
estaba anonadado.
Paredes de oro, cubiertas de tapices
del más delicado diseño hecho en todos
los colores del arco iris, se elevaban
hasta tales alturas que parecía que el
techo estaba iluminado con estrellas en
lugar de lámparas de cristal. Objetos
raros y maravillosos de todas las facetas
de la Gema de Sul descansaban sobre un
suelo embaldosado de plata, colgaban
de los dorados muros o adornaban
mesas talladas en rara madera de
saksaul. A medida que el 'efreet
atravesaba boquiabierto aquel magnífico
vestíbulo, Pukah iba abriendo puerta tras
puerta, exhibiendo habitación tras
habitación y cámara tras cámara, todas
ellas repletas del más bellamente
trabajado mobiliario que pueda
imaginarse, hecho de los más raros y
valiosos materiales.
—¡Ni el propio Quar tiene una
residencia como ésta! —murmuró Kaug.
—Dormitorio —indicó Pukah
abriendo una puerta—. Segundo
dormitorio, tercer dormitorio, cuarto
dormitorio y así sucesivamente a lo
largo de varios kilómetros hacia dentro
del corazón de la montaña. Después está
la diván para sostener audiencia con
aquellos a quienes desees impresionar
—Pukah abrió unas puertas dobles de un
empujón— y la diván para sostener
audiencia con aquellos a quienes no
deseas impresionar —más puertas—, y
la diván para sostener audiencia contigo
mismo, si lo deseas, y —continuó
abriendo puertas— aquí están tus
aposentos de primavera y, aquí tus
habitaciones de entretiempo, invierno-
primavera y…
—¡Basta! —gritó Kaug comenzando
a cansarse de aquel, al parecer,
interminable despliegue de riquezas—.
Admito que estoy verdaderamente
impresionado, pequeño Pukah —dijo, y
el djinn inclinó la cabeza en señal de
reconocimiento—, y pido disculpas por
pensar que estabas tratando de
engañarme.
Los ojos de Pukah se abrieron de par
en par, su rostro se desencajó de dolor.
—¡Bashi! ¿Cómo has podido…?
Kaug lo cortó con un gesto de la
mano.
—Lo siento. Y ahora —dijo el
'efreet dando un violento tirón de Asrial
—, nosotros nos retiramos a una de las
alcobas, si puedes decirme dónde están.
El 'efreet se volvió para mirar a lo
largo del corredor. Todas las puertas
estaban cerradas y eran exactamente
iguales.
—Ah, pero, primero —contestó
Pukah, aprovechando la consternación
del 'efreet para deslizar limpiamente la
mano del ángel fuera de su agarro—,
primero la indigna mujer debe bañarse y
ponerse su perfume y sus más finas
ropas, pintarse las uñas de sus
piececitos y oscurecer sus párpados con
kohl…
—¡Yo no quiero nada de todo eso!
—replicó furioso el 'efreet mientras sus
frustradas pasiones ponían al rojo su fea
cara y su cuerpo comenzaba a crecer
tanto en altura como en anchura—. ¡De
modo que todo era un truco, después de
todo! ¿Eh, pequeño Pukah? ¡Pues será el
último que hagas!
El ascendente 'efreet estiró sus
enormes manos hacia el djinn.
Haciendo caso omiso de Kaug,
Pukah miró directamente a los aterrados
ojos de Asrial.
—Corre —le susurró—. Corre y
cierra las puertas de la montaña tras de
ti.
Pukah agarró al ángel y,
empujándolo hacia un lado, echó a
correr por el resplandeciente corredor
en dirección opuesta a las puertas de
entrada. Las manos del 'efreet no
agarraron otra cosa que la brisa dejada
por el vertiginoso vuelo del djinn.
—¡No te dejare! —exclamó el ángel
frenéticamente, aunque ignoraba qué
podría hacer si se quedaba.
—¡Tu promesa! —flotó hacia ella la
voz triunfante de Pukah.
Las paredes de oro la recogieron,
las palabras resonaron contra el techo
iluminado por las estrellas y rebotaron
en el suelo embaldosado de plata.
«¡Tu promesa! ¡Promesa!
¡Promesa!»
«Por la vida de Mateo…»
Apretando los puños con frustración,
Asrial hizo lo que Pukah le pedía.
Volviéndose, corrió en la dirección
contraria a la que había tomado el djinn.
El 'efreet se lanzó hacia ella, pero el
ángel se había despojado de los
pantalones de seda y el velo. Dos alas
blancas brotaron de su espalda. Con
graciosa agilidad, se escurrió volando
de entre las manos de Kaug y se
precipitó hacia las áureas puertas que se
elevaban al final del vestíbulo.
Al ver a su presa escapar en dos
direcciones distintas, Kaug se quedó
momentáneamente desconcertado, sin
saber a cuál de los dos perseguir. La
respuesta, una vez que pensó en ello, era
simple. Atraparía primero a Pukah,
arrancaría aquella lengua de charlatán
de la zorruna cabeza del djinn, haría un
nudo con sus pies y lo empalaría en un
garfio del techo por encima de la cama.
Después, con toda tranquilidad, iría en
busca del ángel quien, sin la menor
duda, haría gustosa cualquier cosa que
fuese por liberar a su amado.
El 'efreet salió en persecución de
Pukah, quien corría a la velocidad de
cien gacelas asustadas a lo largo de
aquel corredor que, serpenteando, se
adentraba más y más profundamente en
el corazón de la montaña.
«¡Corre! Corre y cierra las puertas
de la montaña tras de ti».
De pie en la ladera de la montaña,
Asrial asió las enormes argollas de oro
de las puertas y tiró de ellas con ambas
manos y con toda su fuerza. Pero las
puertas, sólidamente asentadas en la
roca, no se movieron.
Asrial rogó a Promenthas le enviase
fuerza y, lentamente, las monumentales
puertas comenzaron a girar sobre sus
goznes. El ángel oyó las amenazas
gritadas por Kaug en el interior de la
montaña; su rabia hacía temblar el suelo
sobre el que ella se erguía. Entonces
vaciló…
«¡Por la vida de Mateo!»
Asrial dio un último tirón. Las
ingentes puertas se cerraron con un
estallido hueco y pesado que atravesó el
corazón del ángel como un hierro frío.
Dentro de la montaña, Kaug oyó el
golpe de las puertas al cerrarse, pero no
le presto ninguna atención… hasta que,
de repente, todo se quedó completa y
absolutamente oscuro a su alrededor.
Hierro frío.
Apretándose las manos contra el
corazón, Asrial de pronto comprendió.
—¡Oh, Pukah, no! —gimió.
Corriendo de nuevo hacia las
puertas, el ángel las golpeó
frenéticamente con sus puños, pero no
hubo respuesta alguna. Gritó una y otra
vez, en todas las lenguas que conocía,
«¡Akhran lo quiere!», las palabras de
mandato que había oído utilizar a Pukah
para abrirlas, pero seguía sin haber
respuesta.
—¡Akhran lo quiere! —dijo por
última vez, pero ésta sólo fue un susurro,
casi una oración.
Con angustiosa impotencia, el ángel
vio cómo las áureas puertas comenzaban
a desvanecerse al tiempo que la luz de
las resplandecientes gemas menguaba y
se oscurecía.
La entrada desapareció, y Asrial de
pronto se encontró sola, de pie sobre
aquella fría y árida ladera de montaña
barrida por el viento.
Capítulo 5
Pukah estaba cómodamente sentado,
escondido en una diminuta caverna —
más una grieta que una caverna, en
realidad— en las entrañas de la montaña
conocida por el nombre de la Maldición
de Sul. Arrellanándose de espaldas
sobre varios cojines de seda y fumando
en una pipa de agua, el joven djinn
escuchaba el relajante gorgoteo del
agua, sonido que a cortos intervalos se
veía interrumpido por los feroces gritos
y bramidos del atrapado 'efreet.
—Lo único que siento, amigo mío —
dijo Pukah con regocijo a su público
favorito: él mismo—, es no haber
podido ver la expresión de la fea cara
de Kaug cuando éste descubrió que la
montaña estaba hecha de hierro. Eso
debe de haber valido todos los rubíes
del cinturón del sultán, aquel que fue
robado por Saad, el notorio seguidor de
Benario. ¿Alguna vez te he contado esa
historia?
El otro yo de Pukah emitió un
diminuto suspiro, pues había oído la
historia incontables veces y la sabía tan
bien o mejor que el narrador. También
sabía que estaba destinado a oír aquella
historia y muchas, muchas otras en los
días y noches venideros, largos días y
noches más largas que desembocarían en
años todavía más largos, interminables
décadas y eternos siglos. Pero, después
de aquel levísimo suspiro, el otro Pukah
respondió con firme resolución que
jamás había oído la historia de Saad y el
Cinturón Incrustado de Rubíes del sultán
y que la esperaba con ansia.
—Bien, pues te la contaré —anunció
Pukah profundamente satisfecho, y
comenzó a relatar la atormentadora
historia.
Y justo había llegado a la parte
donde, para evitar ser capturado por los
guardias del sultán, el ladrón se traga
ciento setenta y cuatro rubíes, cuando un
bramido particularmente feroz proferido
por el 'efreet sacudió la montaña hasta
el corazón, y lo interrumpió. El joven
djinn frunció el entrecejo con irritación
y enderezó la pipa de agua que se había
volcado por el temblor resultante.
—¿Cuánto tiempo supones que
tardará Kaug en encontrarnos? —se
preguntó Pukah a sí mismo con tono algo
preocupado.
—Oh, varios siglos diría yo —
observó Pukah seguro de sí mismo.
—Eso es lo que yo creo, también —
afirmó Pukah, tranquilizado.
Un tremendo clamor hizo tintinear la
cubertería y envió a las escudillas de
madera en una alocada danza por el
suelo.
—Y, para cuando quiera
encontrarnos —continuó Pukah—, estoy
seguro de que, puesto que yo soy el más
listo de nosotros dos…, de hecho, el
más listo de todos los inmortales, ahora
que lo pienso… ya habré descubierto
una forma de salir de esta trampa de
hierro. Y entonces me reuniré con mi
ángel, el más dulce y hermoso de todos
los ángeles, y hazrat Akhran me
recompensará con el más maravilloso de
los palacios. Éste tendrá mil
habitaciones. Sí, mil habitaciones.
Arrellanándose cómodamente entre
los cojines y dejando salir
perezosamente de sus labios las volutas
de humo, Pukah sonrió y cerró los ojos.
—Creo que voy a comenzar a
planearlas ahora mismo…
El alter ego, que había encontrado
siempre el fin de Saad particularmente
revulsivo, lanzó un suspiro de alivio y
se fue a dormir.
Por encima del djinn, por debajo de
él y por todo su alrededor, la montaña
conocida como la Maldición de Sul
retumbaba y temblaba con la rabia del
'efreet. Las pocas y resistentes tribus
nómadas de las Grandes Estepas, que
pastoreaban cabras de pelo largo al pie
de la montaña, huyeron aterrorizadas
con sus rebaños, convencidas de que la
montaña se iba a partir en dos.
La montaña, sin embargo,
permaneció intacta. Encerrado en hierro,
Kaug había perdido todo poder de hacer
otra cosa que no fuera rabiar y
despotricar tempestuosamente. No había
forma posible de escapatoria.
A partir de ese día se convirtió en un
chiste frecuente entre los dioses el
referirse a aquella montaña como la
Maldición de Kaug.
Pero, para Sond y Fedj y los demás
inmortales de Akhran, y para un
enamorado ángel de Promenthas, la
montaña se llamaría desde entonces el
Pico de Pukah.
EL LIBRO DE
PROMENTHAS
Capítulo 1
Achmed enrollaba de mala gana su
jergón. Un suave brazo se enroscó en
torno a su cuello instándolo a volver.
Unos labios calientes le rozaron la
garganta, susurrando promesas de
placeres todavía por probar.
Sucumbiendo, Achmed enterró la cabeza
en la lluvia de pelo dorado que caía
sobre las almohadas, a su lado, y se dejó
seducir por aquellos labios y aquella
piel durante algunos momentos de
éxtasis. Después, gimiendo roncamente
al sentir el deseo rebrotar dentro de sí,
se levantó deprisa de la cama y comenzó
a vestirse.
Apoyándose de lado sobre un codo,
remoloneando entre los cojines con su
desnudez cubierta tan sólo por una
delgada manta, Meryem miraba a
Achmed a través del despeinado cabello
que brillaba como oro bruñido a la luz
de la lámpara.
—¿Tienes que irte? —preguntó con
gesto de niña enfadada.
—Soy un oficial encargado de la
vigilancia nocturna —repuso Achmed,
intentando no mirarla, pero incapaz de
resistirse a volver sus hambrientos ojos
hacia aquella piel blanca y lisa.
Abrochándose la armadura, sus
manos vacilaron y resbalaron, y él
murmuró una breve maldición. Meryem
se levantó de la cama y, dejando caer la
manta al suelo, fue hacia él.
—Déjame hacer eso —pidió,
empujándole a un lado sus temblorosas
manos.
—¡Tápate! ¡Puede verte alguien! —
dijo Achmed escandalizado y
apresurándose a apagar de un soplido la
llama de la lámpara.
—¿Qué importa? —preguntó
Meryem, abrochando con maña las
hebillas—. Todo el mundo sabe que
tienes contigo a una mujer.
—Ah, ¡pero no saben qué mujer
tengo! —respondió Achmed
estrechándola contra sí y besándola—.
Hasta Qannadi dijo…
—¿Qannadi? —repitió Meryem
empujándolo hacia atrás y mirándolo
con ojos asustados—. ¿Qannadi sabe
acerca de mí?
—Por supuesto —repuso Achmed
—. Las noticias corren. Él es mi
comandante. Pero no te preocupes, amor
mío —sus manos acariciaron aquel
cuerpo que estaba temblando de lo que
él creyó que era pasión—. Yo le dije
que te había encontrado en La Arboleda.
Él sacudió la cabeza y se limitó a decir
que estaba bien que perdiera mi
corazón, pero que sencillamente no
perdiera la cabeza.
—¿Entonces él no sabe quién soy?
—Él no sabe nada de tu verdadera
identidad, ojos de gacela —dijo con
cariño Achmed—. ¿Cómo iba a saberlo?
Tú mantienes tu rostro velado. De todos
modos, ¿por qué iba él a reconocerte
como la hija del sultán? Debe de haberte
visto tan sólo unos momentos como
máximo, cuando sus tropas capturaron a
tu padre.
«Qannadi ha visto de mí tanto como
tú, idiota», musitó Meryem para sí, y, en
voz alta, murmuró con coquetería:
—Y, ¿has perdido tu corazón?
Sus brazos se enroscaron en torno a
la cintura del joven.
—¡Tú sabes que sí! —afirmó
Achmed con acento apasionado—.
Meryem, ¿por qué no te casas conmigo?
—Yo no soy digna… —empezó ella
dejando caer la cabeza.
—¡Soy yo el que no es digno ni de
calzarte los pies! —la interrumpió
Achmed muy serio—. ¡Te quiero con
todo mi corazón! ¡Jamás podré amar a
otra!
—Tal vez, pues, algún día dejaré
que me hagas tu esposa —dijo Meryem,
pareciendo tranquilizarse bajo el efecto
de sus caricias—. Cuando Qannadi
muera y tú seas el amir…
—¡No hables así! —replicó Achmed
con brusquedad, oscureciéndosele la
expresión.
—¡Es verdad! ¡Tú serás el amir! ¡Lo
sé, lo puedo prever!
—Tonterías mi palomita. —Achmed
se encogió de hombros—. Él tiene hijos.
—Hay maneras de manejar a los
hijos —susurró Meryem levantando los
brazos hacia su cuello.
Achmed la apartó de sí de un
empujón.
—He dicho que no hables así —la
reprendió.
Su voz se había vuelto fría de
pronto. Volviéndose de espaldas a ella,
estiró la mano para coger su espada que
colgaba del poste de la tienda.
Aunque sabía que había ido
demasiado lejos, Meryem sonrió; una
sonrisa maliciosa y calculadora que
quedó oculta por la oscuridad.
«No, no estás listo todavía —dijo
para sí misma—. Pero lo estarás. Te
estás acercando más cada día».
Apoyando la cara en las palmas de
las manos, Meryem comenzó a sollozar.
—¡Tú no me quieres!
Sólo podía haber una respuesta a
esto y Achmed, con su enojo
derritiéndose ante aquellas lágrimas, se
la dio, con el resultado de que esa noche
llegó con una media hora de retraso a
relevar al oficial de guardia y recibió
una rigurosa y severa reprimenda; lo
único que lo salvó de un castigo más
severo fue el conocimiento común de
que era el favorito del amir.
Cuando Achmed por fin se hubo
marchado, Meryem suspiró de alivio.
Después de lavarse el sudor de la
pasión, se vistió, mirando con desaire el
pobre caftán de algodón verde que se
veía obligada a llevar y rememorando
con nostalgia las sedas y joyas que
estaba acostumbrada a llevar en palacio.
—Algún día —dijo con
determinación hablando con los
atuendos de Achmed que yacían
amontonados en un rincón—, algún día
tendré todo eso y más, cuando sea la
primera esposa de tu serrallo. ¡Y sí, tú
serás el amir! Si Qannadi no muere en
esta guerra, lo que parece improbable
ahora que ya está ganada, tal vez se
encuentre con un accidente fatal una vez
de vuelta en Kich. Y después, uno por
uno, sus hijos también caerán enfermos y
morirán.
Estirando la mano, la metió dentro
de su almohada y sacó de ella una bolsa
que contenía numerosos pergaminos
apretadamente enrollados y atados con
cintas de diversos colores. Sonriendo
mientras los acariciaba, empezó a
anticipar en su mente las distintas
muertes de los hijos de Qannadi. Podía
ver a Achmed recibiendo las noticias a
medida que ascendía más y más alto en
el favor del emperador. Lo veía mirarla
y morderse el labio inferior pero
permanecer silencioso, consciente de
que, para entonces, aunque él gobernase
a millones de personas, él sería a su vez
gobernado por una.
Meryem sonrió dulcemente y se puso
el caftán verde. Era un regalo de
Achmed y, por tanto, pobre como era —
aunque le había costado a Achmed más
de lo que se podía permitir—, estaba
obligada a llevarlo. Después sacó el
cuenco escrutador y lo llenó de agua.
Aclarando su mente de todo pensamiento
perturbador, comenzó a entonar el
cántico arcano y pronto una imagen tomó
forma en el cuenco. Con los ojos fijos en
éste, Meryem murmuró unas palabras de
lo más impropias para una mujer.
Después, poniéndose rápidamente en
pie, envolvió su rostro y cabeza con un
velo de seda verde con lentejuelas
doradas —otro regalo del engatusado
joven— y salió sigilosamente de la
tienda de Achmed.
Capítulo 2
—¡Te digo que he de ver al imán! —
insistió Meryem—. Es un asunto de la
mayor urgencia.
—Pero, señora, ¡estamos en la mitad
de la noche! —protestó uno de los
sacerdotes-soldados que había ahora al
servicio de Feisal, ya que los hombres
comunes se consideraban indignos de
atender las necesidades personales del
imán—. El imán debe descansar…
—Yo nunca descanso —vino una
suave voz desde lo profundo de las
sombras de la noche que se apiñaban
tras los cirios encendidos sobre el altar
de cabeza de carnero—. Quar vigila en
el cielo. Yo vigilo en la tierra. ¿Quién
me necesita en estas oscuras horas de la
noche?
—Una mujer que dice llamarse
Meryem, mi señor —respondió el
sacerdote arrojándose al suelo y
postrando su cuerpo como si el
mismísimo emperador hubiese entrado
en la habitación.
Aunque, en realidad, quizá no se
habría arrastrado tanto por el
emperador, quien, después de todo —
según enseñaba últimamente Feisal—
era sencillamente mortal.
—¡Meryem!
La suave voz sufrió un sutil cambio.
El sacerdote-soldado, con la nariz en el
suelo, no lo apreció. Meryem sí y, desde
su posición en el suelo, que había
considerado político adoptar, sonrió
triunfante.
—Deja pasar a la mujer —ordenó
Feisal con dignidad—. Y tú puedes
retirarte.
El clérigo-soldado se puso en pie de
un salto y salió haciendo reverencias.
Meryem permaneció postrada hasta que
se hubo ido; entonces, al oír el roce de
los hábitos de Feisal cerca de ella,
levantó la cabeza y escrutó las sombras.
—¡Lo he visto! —susurró Meryem a
través de su velo.
Oyó una rápida inhalación. Feisal
entró en el tenue círculo de luz arrojado
por las velas del altar e hizo un ademán
a la mujer de que se levantara.
El rostro del sacerdote aparecía
cadavérico a la luz del altar; las mejillas
huecas, la piel del color de la cera y
adherida a sus frágiles huesos. Los
hábitos colgaban de un cuerpo escuálido
y de ellos salía proyectado su cuello
como el flaco y pellejudo cuello de una
avutarda recién salida del cascarón; sus
brazos no parecían otra cosa que huesos
cubiertos de pergamino arrugado. No
era de extrañar que sus seguidores lo
creyesen inmortal; parecía como si la
Muerte lo hubiese reclamado hacía ya
mucho tiempo.
—¿A quién has visto? —preguntó el
sacerdote con un tono indiferente que no
engañó a Meryem.
—¡Tú sabes bien a quién me refiero!
—musitó ella para sí, pero dijo con
aparente calma—: ¡A Khardan, imán!
¡Está vivo! ¡Y ha regresado a su tribu!
—¡Eso no es posible! —exclamó
Feisal apretando los puños; los huesos
de sus dedos resplandecieron blancos a
la luz de los cirios—. ¡Ningún hombre
puede cruzar el Yunque del Sol y salir
vivo! ¿Estás segura de lo que dices?
—¡Yo no cometo errores! —contestó
impulsivamente Meryem y, enseguida, se
retractó—. Perdóname, mi señor, pero
yo tengo aquí en juego tanto o más que
tú.
—Dudo de que así sea —replicó
secamente Feisal—. Pero no voy a
discutir.
Levantó una delgada mano para
impedir a Meryem que siguiera
hablando y, con aire pensativo, comenzó
a pasear de un lado a otro delante del
altar, mirando de vez en cuando hacia
éste como si, de no estar allí la mujer,
hubiese encontrado consuelo en hablar
del asunto con su dios. La respuesta que
buscaba vino a él al parecer sin
necesidad de oración, ya que de repente
se detuvo delante de Meryem y dijo:
—Lo quiero muerto, esta vez para
siempre.
Meryem se sobrecogió y lo miró
desde debajo de sus largas pestañas.
—¿Para qué molestarse, santidad?
—preguntó con timidez—. Después de
todo, no es más que un solo hombre,
líder de una insignificante chusma…
—Desconfiemos de cualquiera que
se levante de entre los muertos —dijo
fríamente Feisal—. Dejémoslo en eso,
Meryem, a menos que pienses que éste
es el momento para que tú y yo
compartamos nuestros pequeños
secretos…
Evidentemente no era así, ya que
Meryem no respondió.
—Entonces, ambos estamos de
acuerdo en que Khardan debe morir, ¿no
es así, Meryem, hija mía? Además, sería
una lástima que Achmed descubriera que
su hermano todavía vive. Ni que decir
tiene lo que podría hacer cuando se
enterase de que tú eres la pequeña zorra
embustera que lo engañó. En el mejor de
los casos, te mataría de su propia mano,
y en el peor, tal vez te devolviese a
Qannadi.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —
inquirió Meryem con una voz tirante,
apenas capaz de hablar por la agobiante
sensación que la sofocaba.
—Ello requerirá una persona
especial que pueda estar lo bastante
cerca de Khardan como para perpetrar
el asesinato —dijo Feisal
aproximándose a Meryem y clavando en
ella sus ardientes ojos.
La mujer sintió el calor de su aliento
sobre su piel e, involuntariamente, se
encogió ante la perturbadora presencia.
—¡Así de cerca! —agregó él,
cogiéndola con fuerza de la muñeca—.
¡O más cerca todavía!
Dio un violento tirón de ella.
Meryem, con su cuerpo tocando el del
imán, sintió escalofríos ante la
sobrecogedora sensación.
—¿Hay alguien que pueda llegar a
estar tan cerca de él? —preguntó el imán
con acento imperioso.
—¡Sí! —jadeó Meryem—. ¡Oh, sí!
—Bien.
Feisal soltó bruscamente a la mujer.
Atemorizada, Meryem se dejó caer al
suelo y permaneció allí, de rodillas y
con la mirada baja.
—Tú eres hábil en tu oficio. No
necesito decirte cómo proceder. Debes
iniciar tu viaje esta noche. Tendrás que
ir a caballo…
Meryem levantó los ojos,
sobresaltada.
—¿Por qué no Kaug?
—El 'efreet está… ocupado con
asuntos de Quar, importantes asuntos —
repuso Feisal.
El sacerdote parecía inquieto, y
Meryem se preguntó por primera vez si
los rumores que habían estado
esparciéndose en las altas y oscuras
horas de la noche eran verdad. Rumores
de que Kaug había desaparecido, se
había esfumado. Rumores de que no se
lo había visto ni sentido su poder
durante días. Meryem tanteó con
delicadeza.
—¡Pero sin duda tú no querrás que
yo pierda tanto tiempo, imán! Me llevará
semanas…
—¡He dicho que irás a caballo! —la
interrumpió el imán con los ojos
centelleando de ira.
Meryem se postró humildemente en
respuesta, más por una necesidad de
mantener ocultos sus aturrullados
pensamientos que por reverencia.
¿Dónde estaba Kaug? ¿Qué significaba
todo aquello? Algo andaba mal. Podía
oler el miedo de Feisal y se regodeaba
con ello. Sin duda alguna podría sacar
alguna ventaja de esto.
—Partiré esta noche, como deseas,
imán —repuso Meryem poniéndose en
pie—. Necesitaré dinero.
Yendo hasta una enorme caja fuerte
que descansaba detrás del altar, Feisal
la abrió y volvió al cabo de unos
momentos con un saco de monedas.
—Puedo proporcionarte escolta
hasta Kich, pero no más allá. Una vez
que estés en el desierto, te las apañarás
sola. Eso no debería ser problema para
ti, sin embargo, mi pequeña —añadió el
imán con ironía, entregando el dinero a
Meryem—. Hasta las serpientes deben
de huir de tu camino.
Sin dignarse contestar, Meryem tomó
el saco y clavó una fría mirada en los
ardientes ojos de Feisal. Mucho se dijo,
aunque nada se habló. Aquellas dos
personas se conocían profundamente la
una a la otra, desconfiaban intensamente
la una de la otra y estaban dispuestos a
utilizarse sin piedad la una a la otra para
satisfacer los deseos de su corazón.
Sin una palabra, Meryem saludó y se
retiró de la presencia de Feisal.
—Que la bendición de Quar sea
contigo, hija mía —murmuró él.
Aquella noche, muy tarde, un suave
golpeteo —varios golpecitos claros
repetidos de una manera peculiar—
resonaron en la puerta de la vivienda de
un tal Muzaffahr, un pobre vendedor de
cacharros de hierro, calderos y clavos
cuyo puesto era el más desastrado del
souk. Sus artículos, desmañadamente
hechos, sólo los compraban aquellos
que eran tan pobres como él y no podían
permitirse nada mejor. Humilde y servil,
Muzaffahr nunca levantaba los ojos por
encima del nivel de las rodillas de las
personas con quienes hablaba.
Pero un ojo muy agudo y nada servil
era el que miraba a través de las
tablillas de la puerta de la choza del
quincallero, y tampoco era su habitual
voz quejumbrosa la que preguntó en voz
baja:
—¿Cuál es la palabra?
—Benario, Señor de Manos
Arrebatadoras y Pies Ligeros —fue la
respuesta.
La puerta se abrió y una mujer,
envuelta en un caftán verde y
tupidamente velada, remontó con sigilo
el escalón de entrada. El quincallero
cerró la puerta con cuidado y,
llevándose el dedo a los labios, cogió a
la mujer de la mano y, descorriendo unas
cortinas, la condujo al interior de una
habitación trasera. Tras encender un
candil que no daba más que un tenue
resplandor con su mecha recortada,
Muzaffahr, todavía pidiendo silencio,
echó a un lado una raída alfombra que
había en el suelo, abrió una trampilla
que apareció debajo de ella y dejó al
descubierto una escalera que se
sumergía en una total oscuridad.
Con un ademán, señaló la escalera.
La mujer negó con la cabeza y
retrocedió, pero el quincallero volvió a
gesticular, perentoriamente, y ella,
lanzándole una mirada amenazadora
desde sus ojos azules, comenzó a
descender por la escalera con cierta
dificultad, trabada por su vestimenta.
Muzaffahr la siguió de cerca, tras
cerrar la trampilla por encima de ellos.
Una vez abajo, encendió otro candil y la
luz llenó toda la habitación. La mujer
miró a su alrededor con asombro, a
juzgar por el ensanchamiento de los ojos
que se dejaban ver por encima de su
velo. Frotándose las manos, el
quincallero sonrió con orgullo e hizo
varias reverencias.
—No encontrarás mejores géneros,
señora, de aquí a Khandar. Y muy pocos
hay en Khandar —añadió con timidez—
que trabajen una gama tan extensa como
la mía.
—Puedo creerlo —murmuró la
mujer, y Muzaffahr sonrió de placer ante
el cumplido.
—Y ahora, ¿qué es lo que anda
buscando la señora? ¿Dagas, cuchillos?
Tengo muchos de mi propia hechura y
diseño. Éste —dijo levantando
complacido un cuchillo de sanguinario
aspecto con la hoja dentada y el mango
hecho de hueso humano— ha sido
bendecido por el propio dios. ¿O tal vez
veneno, el favorito de las damas
gentiles?
Indicó con la mano varios estantes
excavados en las paredes de aquel
agujero subterráneo. Tarros de todas las
formas y tamaños descansaban en
ordenadas hileras, cada uno con una
etiqueta pegada.
—Tengo venenos que matarán en
cuestión de segundos sin dejar el menor
rastro en el cuerpo de la víctima.
Acercándose silenciosamente,
Meryem leyó las inscripciones
adheridas a cada tarro con el aire de
quien conoce bien el género. Sus ojos se
detuvieron en una pesada vasija de
piedra y el quincallero hizo un gesto de
asentimiento.
—Veo que estoy tratando con una
experta. Esa es una excelente elección.
Tarda treinta días en alcanzar su efecto
final. La víctima sufre los más horribles
dolores durante todo ese tiempo. Ideal
para una rival por el amor de tu hombre.
Comenzó a levantar la tapa, pero la
mujer movió negativamente la cabeza y
se dirigió hacia otra sección.
—Ah, mis anillos. De modo que no
es una rival, entonces, sino un amante…
Yo conozco, ¿sabes? Conozco las
necesidades de las mujeres y de qué
forma prefieren trabajar. Soy un hombre
sensible. Déjame ver tu mano. Dedos
esbeltos. No sé si tengo nada tan
pequeño… Aquí hay uno, un crisoberilo
en una montura de plata. Funciona así.
Haciendo girar media vuelta a la
piedra, Muzaffahr hizo que una diminuta
aguja brotara de la montura del anillo.
La afilada punta lanzaba destellos a la
luz del candil.
—Cuando enroscas el dedo por
debajo, así, la punta se prolonga más
allá del nudillo y se clava en la carne.
—El quincallero dio otro medio giro a
la piedra y la aguja desapareció—. Y, de
nuevo, un inocente anillo. Puedo
preparar la aguja para ti o, tal vez, la
señora prefiera hacerlo ella misma…
—Yo misma —repuso la mujer en
una voz baja, ahogada por el tupido
velo.
—Muy bien. ¿Lo llevarás puesto?
La amortajada cabeza asintió.
Extendiendo la mano, la mujer dejó que
el quincallero deslizara el anillo sobre
su dedo.
—¿Cuánto y de qué clase? ¿De
acción rápida o lenta?
—Rápida —contestó ella, señalando
uno de los tarros que había sobre el
estante.
—¡Magnífica elección! —murmuró
Muzaffahr—. Me inclino ante la experta.
—Está bien. ¡Date prisa! —dijo
imperiosamente la mujer, y el
quincallero se apresuró a obedecer.
Tomó un pequeño frasco de perfume
y lo llenó del veneno escogido. La mujer
se lo ocultó entre los pliegues de su
vestido. El dinero cambió de manos.
Pronto ambos se encontraban en la choza
del quincallero que otra vez no era más
que una choza, habiendo quedado los
instrumentos del oficio de asesino bien
escondidos bajo la trampilla.
—Que Benario guíe tu mano y
ciegue los ojos de tu víctima —dijo
Muzaffahr, repitiendo con solemnidad la
Bendición de los Ladrones.
—¡Que así sea en verdad! —susurró
la mujer para sí y se sumergió
silenciosamente en la noche.
Aquella mañana, cuando Achmed
regresó a su tienda, encontró el siguiente
mensaje garabateado en un pedazo de
pergamino:
«Amor mío. Ha llegado algo
a mis oídos esta noche que me
induce a creer que tu madre y los
demás seguidores de tu Sagrado
Akhran que se hallan prisioneros
en Kich están en terrible peligro.
He partido para advertirles de él
y hacer lo que pueda por
salvarlos. ¡Por el valor que para
ti pueda tener mi vida y las de
aquellos que amas, no digas nada
de esto a nadie! Confía en mí.
No hay nada que tú puedas hacer
excepto permanecer aquí y
cumplir con tu deber como el
valiente soldado que eres.
Cualquier otra cosa haría recaer
sospechas sobre mí. Reza a
Akhran por todos nosotros. Te
quiero más que a mi propia
vida».
Meryem
Achmed había aprendido a leer en el
servicio del amir. Ahora, deseaba que le
hubiesen arrancado los ojos de la cara
antes que éstos le trajeran semejantes
noticias. Precipitándose fuera de la
tienda con la misiva en la mano, el joven
buscó por todo el campamento. No se
atrevía a preguntar a nadie si la había
visto y, al cabo de unas horas, abatido,
se vio obligado a regresar solo a su
tienda.
Ella se había ido. No había duda. Se
había escabullido durante la noche.
Achmed reflexionó. Su imperioso
deseo era salir corriendo tras ella, pero
eso habría significado abandonar su
puesto sin licencia, un acto de traición.
Ni siquiera el propio Qannadi podría
eximir al joven soldado de la pena de
muerte con que se castigaba la
deserción. Pensó en ir al amir,
explicarle todo y pedirle permiso para
volver a Kich.
«¡Por el valor que para ti pueda
tener mi vida y las de aquellos que
amas, no digas nada de esto a nadie!»
Las palabras saltaron fuera del papel
y ardieron en su corazón. No, no había
nada que pudiera hacer. Debía confiar
en ella, en su nobleza, en su valor. Con
lágrimas en los ojos, apretó
apasionadamente la carta contra sus
labios y, dejándose caer en la cama,
acarició las mantas donde todavía
perduraba su fragancia.
Capítulo 3
Khardan y sus compañeros
abandonaron Serinda en las primeras
horas del atardecer, con intención de
cruzar el desierto de Pagrah durante las
frescas horas de la noche. El viaje
discurría en silencio; todos iban
envueltos en sus pensamientos, tan
estrechamente como en sus máscaras
faciales. Arrullado por el rítmico
balanceo de los camellos y despabilado
por el aire de la noche, Mateo miraba
con melancolía a las miríadas de
estrellas, allá arriba, que parecían estar
intentando superar en número a las
miríadas de granos de arena de abajo, y
se preguntaba qué habría esperándolos
más adelante.
A juzgar por la sombría expresión de
Khardan y el agorero centelleo de los
ojos de Zohra cuando Mateo hacía
referencia al tema, no sería nada
agradable.
—Seguro que nadie nos vio —se
consolaba Mateo una y otra vez hasta
que las palabras seguían sonando lenta y
machaconamente en su mente en
consonancia con los pasos del camello
—. Hemos estado ausentes durante
meses, pero puede explicárseles. Seguro
que nadie nos vio…
Pero, incluso mientras se repetía la
letanía, deseando con fervor que ésta se
hiciera realidad, sintió que alguien lo
observaba y, girándose hacia atrás en su
silla, vio los ojos crueles del Paladín
Negro centellear a la luz de la luna. La
mano de Auda dio unas palmaditas a la
empuñadura de la daga que llevaba en
su cintura. Con un escalofrío, Mateo
volvió la espalda al Paladín y se
encorvó sobre su silla, decidido a
mantener una más estrecha vigilancia
sobre sus propios pensamientos.
Cabalgaron hasta bien entrada la
mañana. Mateo había descubierto que
podía sumirse en un medio sueño que
permitía a una parte de su mente dormir
mientras la otra parte se mantenía
despierta y se aseguraba de que no se
fuese a la deriva. Él sabía que Zohra lo
vigilaba desde el rabillo de sus oscuros
ojos y no tenía el menor deseo de sentir
la mordedura de la fusta de su camello
sobre su espalda.
Durmieron durante todo el calor del
día y Khardan les permitió descansar
hasta bien avanzada la tarde; entonces
reemprendieron la marcha. El califa
calculó que llegarían al campamento del
Tel al amanecer.
Su primera vislumbre del
campamento nómada no resultó de buen
augurio. Los cuatro se erguían sobre la
cresta de una duna, claramente visibles
contra el sol de la mañana que se estaba
levantando a sus espaldas. De este
modo, aunque nadie podía reconocerlos
desde el campamento, pues tan sólo
veían siluetas negras, Khardan daba a
entender, mediante su disposición a que
lo viesen, que no traía intenciones
hostiles.
Pasaron largos minutos, sin
embargo, sin que nadie notara su
presencia. «Un mal signo», pensó Mateo
viendo cómo la cara de Khardan se
volvía aún más sombría mientras
examinaba el escenario allá abajo. En el
centro del paisaje estaba el Tel, la
colina solitaria que brotaba
inexplicablemente del suelo llano del
desierto. Unos cuantos corros de verde
amarronado salpicaban su superficie
roja: los cactus conocidos como la Rosa
del Profeta. La ceñuda mirada de
Khardan se detuvo unos momentos sobre
la Rosa, se fue enseguida de reojo hacia
Zohra y volvió a su primer objetivo
antes de que ninguno de los presentes,
excepto el joven brujo, lo notase.
Mateo conocía la historia de la
Rosa. Zohra le había contado cómo su
dios, Akhran, había sido el causante de
su detestado matrimonio con Khardan al
decretar que ambos debían casarse y sus
respectivas tribus rivales reunirse y
vivir juntas en paz hasta que aquellos
feos cactus florecieran. Tal vez Khardan
estaba sorprendido de ver que la planta
todavía vivía. Mateo, desde luego, sí
estaba sorprendido. Le parecía
realmente notable que algo —o alguien
— pudiera vivir en tan yermos y hostiles
parajes.
El oasis estaba casi seco. Donde
antes Mateo recordaba un pozo de agua
fresca rodeado de lozana vegetación
verde, ahora sólo había un gran charco
enfangado, unas pocas palmeras
dispersas y la alta hierba del desierto
aferrándose a la vida en su orilla.
Amarrados junto al agua, había un
pequeño rebaño de famélicos camellos y
otro aún más pequeño de caballos.
El campamento en sí estaba dividido
en tres grupos claramente separados.
Mateo conocía los colores de la tribu de
Khardan, los akares, y también
reconocía los de la tribu de Zohra, los
hranas. Pero no reconoció al tercer
grupo hasta que Khardan murmuró: «La
gente de Zeid», y vio a Zohra asentir
silenciosamente en respuesta. Las
tiendas eran pobres, apaños
provisionales esparcidos por la arena
sin orden ni concierto. Y, aunque a
aquella hora temprana de la mañana el
campamento debería haber estado
bullendo de actividad, antes de que el
calor de la tarde estival los empujase de
nuevo a descansar al interior de sus
tiendas, no se veía a nadie fuera de
ellas.
Ninguna mujer se reunía con otras
para caminar juntas hasta el pozo. No
había ningún niño correteando por la
arena, rodeando a las cabras para ser
ordeñadas o llevando a los caballos a
abrevar. Por fin, al cabo de un rato, los
cuatro vieron a un hombre salir de su
tienda y, con los hombros caídos,
dirigirse a atender a los animales. Más
por desesperado aburrimiento, al
parecer, que por preocupación, éste
echó una mirada a su alrededor. Su
sorpresa cuando los vio allí, erguidos en
lo alto de la duna, fue evidente: el
hombre se alejó corriendo y gritando
hacia la tienda de su jeque.
Khardan desmontó y condujo su
camello duna abajo; los otros lo
siguieron. Auda se adelantó para
situarse a la par con el califa e hizo
ademán de esgrimir su espada, pero
Khardan le puso una mano en el brazo.
—No —dijo—. Ésta es mi gente. No
te harán daño alguno. Tú eres un
invitado en sus tiendas.
—No es por mí por quien temo,
hermano —respondió Auda, y Mateo se
estremeció.
Vinieron hombres corriendo y,
cuando ya estaba cerca del campamento,
Khardan se quitó el haik que le cubría el
rostro con deliberada lentitud. Mateo
oyó una inhalación de sorpresa
colectiva. Otro hombre echó a correr
hacia las tiendas a través de la
estupefacta multitud.
Khardan avanzó hasta el límite del
campamento. Los hombres formaron una
hilera delante de él, interceptándole el
paso. Nadie habló. El único sonido lo
producía el viento cantando su
misterioso dúo con las dunas.
Las manos de Mateo, agarradas a las
riendas del camello, estaban mojadas de
sudor. La esperanza murió en su
corazón, atravesada por el odio y la
cólera claramente visibles en los ojos
de los hombres del califa. Allí estaban
los cuatro, erguidos frente a una multitud
que aumentaba a cada minuto a medida
que se extendía la noticia. Khardan y
Auda estaban delante, Zohra ligeramente
más atrás a su derecha y Mateo a su
izquierda. Mirando a Khardan, Mateo
vio cómo sus mandíbulas se apretaban.
Un chorrito de sudor se deslizó por su
sien, brilló sobre la lisa piel marrón de
su cara y desapareció dentro de su negra
barba. Con aire desafiante, sin decir una
palabra, Khardan dio un paso adelante,
después otro, y otro y otro hasta que se
halló casi tocando al primer hombre de
la multitud.
El hombre se erguía con los brazos
cruzados por delante de su pecho y sus
oscuros ojos ardiendo. Khardan dio otro
paso. Su intención de embestirlo era
evidente. Encogiéndose de hombros, el
hombre se hizo a un lado. El resto de la
multitud siguió su ejemplo, echándose
para atrás y dejando un camino libre a
través de ella. Lentamente y con la
cabeza bien alta, Khardan siguió
avanzando, adentrándose ya en el
campamento y tirando de la rienda de su
camello. Auda, a su lado, mantenía una
mano metida en sus hábitos negros.
Mateo y Zohra los seguían de cerca.
Incapaz de soportar la intensidad de
las miradas hostiles que los hostigaba
junto con el calor del sol, Mateo
mantenía los ojos bajos e intentaba
controlar el temblor de sus piernas.
Cuando, en una ocasión, dejó escapar
una mirada furtiva hacia Zohra, vio a
ésta caminar majestuosamente, con la
barbilla alzada y los ojos fijos en el
cielo como si no hubiese nada digno de
su atención más abajo.
Envidiando su valor y su orgullo,
que se negaban a dejar traslucir su
miedo, Mateo se estremecía y sudaba
bajo sus hábitos y mantenía los ojos en
el suelo, con lo que casi se mete entre
las patas traseras del camello de
Khardan cuando el grupo se detuvo de
improviso.
Alguien había pronunciado una
orden; Mateo recordaba haberla oído a
través de la sangre que palpitaba en sus
oídos y, ahora, alguien cogía las riendas
del camello de su temblorosa mano y se
llevaba al animal a alguna parte. Con la
vaga idea de cubrir las espaldas de
Khardan, Mateo dio unos pasos
adelante, aunque sólo para chocarse con
Auda que estaba haciendo lo mismo con
mayor rapidez y destreza.
—Quítate de en medio, Flor —
ordenó Auda con aspereza, en un
susurro.
Ruborizándose, sintiéndose
asustado, torpe e inútil, Mateo
retrocedió y sintió la mano de Zohra
agarrar la suya y colocarlo de un tirón
detrás de ella. Levantando de mala gana
los ojos, Mateo vio la razón de aquella
parada.
Tres hombres se erguían delante de
ellos. Uno era un anciano enjuto y
estevado con una expresión
perpetuamente sombría… Mateo
reconoció enseguida en él al jeque
Jaafar, el padre de Zohra. El otro era un
hombre gordo y bajo con una cara de
aspecto aceitoso y una cuidada barba
negra. Este, supuso Mateo, debía de ser
el Zeid que Khardan había mencionado
sobre la duna. Y el tercero parecía
familiar, pero Mateo no pudo situarlo
hasta que Khardan, con la voz tirante y
la respiración pesada, dijo en voz baja:
—Padre.
Mateo dio una audible inhalación de
sorpresa y sintió las uñas de Zohra
clavarse recriminatoriamente en su
carne a través de los pliegues de su
ropa. ¡Aquél era Majiid! Pero ¿qué
terrible cambio había tenido lugar en él?
Su gigantesca estructura se había
hundido. El hombre que antes se elevaba
por encima del menudo Jaafar, ahora
casi estaba nivelado con él. Los
hombros que se habían alzado
desafiantes, cuadrados y rectos, ahora
estaban caídos en gesto de derrota. Las
manos que habían blandido el acero en
la batalla colgaban inertes a sus
costados; los pies que habían hollado
con orgullo el suelo del desierto se
arrastraban por la arena. Sólo los ojos
brillaban con fiereza y altivez como los
ojos de un halcón. La grande y
descarnada nariz que sobresalía de su
estirada cabeza se habría tomado por el
pico de una ave depredadora.
—No me llames padre —dijo el
anciano con una voz que temblaba de
furia contenida—. ¡Yo no soy el padre
de nadie! ¡No tengo ningún hijo!
—Yo soy tu hijo mayor, padre —
repuso Khardan con tono calmado—,
califa de mi pueblo. He vuelto.
—¡Mi hijo mayor está muerto! —
contestó Majiid con los labios llenos de
espuma—. ¡O, si no, debería estarlo!
Khardan se contrajo; su cara se puso
pálida.
—¡Te vieron! —exclamó la voz
chillona de Jaafar—. ¡Fedj, el djinn, te
vio huyendo de la batalla vestido de
mujer en compañía del loco y de esa
gata salvaje a la que una vez llamé hija!
¡El djinn lo juró con el Juramento de
Sul! ¡Niégalo, si te atreves!
—No lo niego —respondió
Khardan, y un sordo murmullo recorrió
como una ola la multitud de hombres.
Los oscuros ojos de Auda iban como
una flecha de aquí para allá; su mano
salió de entre la ropa y Mateo vio el
acero destellar a la luz del sol.
—¡No niego que me alejé de la
batalla! —continuó Khardan levantando
la voz para que todos lo oyeran—. Ni
tampoco niego que iba vestido de… —
balbuceó por un momento y después
continuó con fuerza—… de mujer. ¡Pero
niego que huyese por cobardía!
—¡Matadlo! —gritó Majiid
apuntándole con el dedo—. ¡Matadlos a
todos! —sus palabras burbujeaban de
furia—. ¡Matad al cobarde y a esa bruja
de su esposa!
El propio jeque buscó con la mano
su cimitarra, pero sus dedos se cerraron
sólo sobre aire. Hacía mucho tiempo
que había dejado de llevar su arma.
—¡Mi espada! —aulló, volviéndose
hacia un acoquinado sirviente—.
¡Tráeme mi espada! ¡No importa! ¡Dame
la tuya!
Abalanzándose sobre uno de sus
hombres, le arrebató la espada de la
mano y, agitándola con ferocidad,
arremetió contra Khardan.
Auda se deslizó hacia adelante con
la destreza y agilidad de un experto y
levantó su espada para detener el golpe
enloquecido de Majiid. El siguiente
golpe del Paladín Negro le habría
segado a aquél la cabeza de los hombros
si, por un lado Khardan y por otro el
jeque Zeid, no hubiesen detenido a uno y
a otro.
—¡Maldito para la eternidad es el
padre que mata a su hijo! —jadeó Zeid,
forcejeando con Majiid para quitarle el
arma.
—¡Esta es mi gente! ¡Te prohíbo
hacerles ningún daño! —dijo Khardan
agarrando del brazo a Auda.
—El califa ha de ser justamente
juzgado y tener la oportunidad de hablar
en su propia defensa —declaró entonces
Jaafar.
Majiid se resistió brevemente,
impotente. Después, viendo que era
inútil en sus debilitadas condiciones
tratar de liberarse, arrojó la espada a un
lado.
Mirando con furia a Khardan,
escupió en el suelo frente a su hijo y,
volviéndose, se fue arrastrando los pies
hacia su vivienda.
—Llevad bajo guardia al califa a mi
tienda —ordenó Zeid a toda prisa,
oyendo el inquieto murmullo que se
levantaba entre la multitud.
Varios de los hombres del jeque
rodearon a Khardan y, despojándolo de
espada y daga, comenzaron a llevárselo.
Pero Auda avanzó para colocarse
delante de ellos.
—¿Qué hay de este hombre? —
interrogó Jaafar apuntando a Auda con
un dedo tembloroso.
—Yo voy con Khardan —dijo el
Paladín Negro.
—Él es un invitado —proclamó el
califa—, y se lo tratará como tal por el
honor de nuestras tribus.
—Pero ha sacado la espada —
murmuró Zeid, mirando con recelo al
temible Auda.
—En defensa mía. Ha jurado
protegerme.
Un murmullo de sobrecogido respeto
se elevó ante estas palabras. Claramente
iba contra los sentimientos de Zeid
ofrecer su hospitalidad al Paladín Negro
pero, como había dicho Khardan, su
honor tribal iba en ello.
—Muy bien —contestó Zeid de mala
gana—. Se le concederá el plazo de
hospitalidad de tres días, siempre que
no haga nada para violarlo. Llévalo a tu
tienda —instruyó a Jaafar.
El jeque abrió la boca para
protestar, pero vio la fulminante mirada
de Zeid y la volvió a cerrar. Con un
desgarbado salaam, Jaafar inclinó la
cabeza y, diciendo que su casa era la
casa de Auda, indicó a éste el camino
con un ademán de su huesuda mano.
Haciéndole al Paladín Negro un
gesto tranquilizador de asentimiento,
Khardan se dejó conducir por sus
capturadores. Auda los siguió, sin dejar
de vigilar hasta que la solapa de la
tienda se cerró detrás del califa;
entonces, con una penetrante mirada a
Jaafar que hizo que el anciano
hombrecillo retrocediese un paso,
esbozó un irónico saludo y caminó hasta
la tienda que el jeque había designado
para él.
—¿Y qué hay de tu hija? —gritó
Zeid desde la distancia a Jaafar.
—¡Yo no quiero a esa bruja cerca de
mí! —chilló el jeque—. ¡Llevadla con
su condenado marido!
Aunque el rostro de Zohra estaba
velado, Mateo vio el desprecio burlón
en sus ojos.
El jeque Zeid al Saban se encontraba
claramente perdido, sin saber qué hacer.
No podía llevarse a la mujer a su
morada. Una cosa así no estaría bien
vista.
—No hay tiendas de mujeres —le
explicó a ella con tono de disculpa—,
puesto que no hay mujeres.
El jeque vaciló.
—Tú —señaló al fin a uno de sus
hombres—, desaloja tu vivienda.
Llevadla allí y mantenedla bajo guardia.
El hombre asintió obedientemente
con la cabeza y, entre él y otro, se
apresuraron a conducir a Zohra a su
confinamiento. Su primera intención fue
cogerla de los brazos, pero la mirada
que ella les clavó les advirtió que se
abstuvieran con tanta eficacia como si
hubiese blandido una espada. Echando
hacia atrás la cabeza con despecho,
caminó a donde ellos la condujeron. No
había pronunciado una palabra desde
que habían llegado.
El único que quedaba era Mateo, allí
de pie, solo, con el rostro ardiendo bajo
un centenar de miradas amenazadoras
puestas en él.
—¿Y qué hacemos con el loco? —
preguntó alguien al cabo.
Mateo cerró los ojos para no ver
aquellas miradas y apretó los puños
como si sostuviera todo su valor en las
manos.
—No podemos tocarlo —dijo Zeid
tras un corto silencio—. Ha visto el
rostro de Akhran. Es libre de ir a donde
quiera. Además —añadió el jeque
volviéndose de espaldas y encogiéndose
de hombros—, es inofensivo.
El resto de los hombres, ansiosos
por reunirse a discutir el acontecimiento
y hacer conjeturas acerca de lo que
decidirían los jeques y cuánto tardaría
en procederse a la ejecución del
cobarde y su esposa-bruja, asintieron sin
protestar y se retiraron a toda prisa a
iniciar sus chismorreos.
Cuando abrió los ojos, Mateo se
encontró una vez más completamente
solo.
Capítulo 4
Al anochecer del día en que habían
llegado al campamento situado al pie
del Tel, Mateo caminó hacia la tienda
donde tenían a Zohra prisionera. Al
acercarse, observó que estaba cerca de
la tienda de Khardan. A la entrada de
ambas tiendas había sendos guardias de
pie que parecían incómodos y
preocupados; sus manos no dejaban de
buscar una y otra vez el contacto
tranquilizador de sus espadas. La razón
de su desasosiego enseguida se le hizo
evidente a Mateo. En la sombra de una
tienda cercana estaba Auda sentado en
el suelo del desierto con sus negros e
inexpresivos ojos permanentemente
clavados en la morada de Khardan. El
Paladín Negro se había apostado allí al
mediodía. No se había movido en todo
el día y, por su actitud vigilante, no
parecía probable que tuviera intención
de volver a moverse jamás.
Evitando la mirada de aquellos ojos
que él de sobra conocía, y no
envidiando en absoluto a los guardias
que se veían obligados a soportar
aquella mirada malévola durante horas y
horas, Mateo aceleró el paso hacia la
tienda de Zohra.
Los dos guardias saludaron con la
oficiosa cortesía que los nómadas
siempre exhibían para con el loco.
Mateo había visto, después de todo, la
cara del dios. Jamás se habrían atrevido
a insultarlo, no fuera que él se lo hiciera
pagar después de la muerte, cuando
ellos tuviesen también que comparecer
cara a cara ante Akhran. Esto confería a
Mateo un cierto poder sobre ellos,
aunque fuese un poder negativo. Él se
proponía usarlo, y hasta se había vuelto
a poner ropas de mujer que había
mendigado a Jaafar con el fin de
acentuar su apariencia de persona
mentalmente enferma.
—Quiero ver a Zohra —dijo al
guardia, y le indicó un hato que llevaba
en las manos—. Tengo algunas cosas
para ella.
—¿Qué cosas? —interrogó el
guardia estirando la mano hacia el hato.
—Cosas de mujer —contestó Mateo,
sujetándolo con firmeza.
El guardia vaciló; no se consideraba
apropiado que los hombres vieran
ciertas pertenencias privadas de las
mujeres.
—Al menos, déjame palpar para
asegurarme de que no llevas ninguna
arma —dijo el guardia tras un momento
de incertidumbre.
Sin protestar, Mateo le tendió el
hato; el guardia lo cogió y lo palpó y lo
estrujó hasta que, satisfecho por fin,
dejó a Mateo entrar en la tienda sin
comentario alguno.
A ningún hombre se le habría
permitido entrar en aquella tienda, pensó
Mateo con amargura cerrando la solapa
tras él. «Pero a un loco, un hombre que
prefiere esconderse en ropas de mujer
en lugar de afrontar una muerte
honorable, un hombre a quien evitan, un
hombre al que consideran inofensivo…
a mí sí que me dejan entrar».
«Una muerte honorable».stas
palabras hicieron contraerse
dolorosamente su corazón. Khardan
moriría antes que dejar a su gente
calificar a su califa de cobarde. Eso no
debía ocurrir.
«Veremos lo “inofensivo” que soy»,
se dijo Mateo.
Zohra estaba sentada con las piernas
cruzadas en el desnudo suelo de la
tienda. Había cojines en la tienda pero,
tras una mirada y un fruncimiento de
nariz, Mateo entendió por qué ella los
había arrojado a un rincón en lugar de
utilizarlos para su comodidad. La mujer
levantó la mirada hacia él sin alegría ni
esperanza.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz
apagada.
—He venido a traerte una muda de
ropa —dijo Mateo lo bastante alto como
para que lo oyera el guardia.
Zohra hizo un movimiento
desdeñoso con su mano, comenzó a
hablar y, entonces, se detuvo cuando
Mateo rápidamente le puso un dedo en
los labios.
—Chsss —le advirtió.
Arrodillándose junto a ella,
desplegó las vestimentas.
—¿Un cuchillo? —susurró Zohra
con ansia, pero el fuego de sus ojos se
desvaneció otra vez cuando vio lo que
contenía el hatillo—. ¿Piel de cabra? —
dijo decepcionada, levantando los
retales de piel curtida con sus dedos
pulgar e índice.
—¡Chsss! —siseó Mateo con
urgencia.
Un pedazo de kohl, utilizado para
contornearse los ojos, y varias plumas
de halcón cayeron del hato al suelo. Al
verlas, Zohra comprendió. Sus ojos
oscuros volvieron a encenderse.
—¡Rollos!
—Sí —repuso Mateo con un susurro
en el oído de la mujer—. Tengo un plan.
—¡Bien! —exclamó Zohra
sonriendo y levantó una pluma cuya
punta había sido finamente afilada—.
¡Enséñame a hacer los rollos de la
muerte!
—¡No, no!
Mateo contuvo un suspiro de
exasperación. Habría debido adivinar
que esto sucedería. Por un momento,
consideró si decirle a Zohra que él no
podía cobrarse una vida humana, que las
costumbres de su gente eran pacíficas.
Consideró la noción por un segundo,
pero la desechó de inmediato. Podía
imaginarse la reacción de Zohra. Ella ya
lo creía loco.
—Harás rollos de agua —susurró
pacientemente.
Zohra frunció el entrecejo.
—¡Agua! ¡Bah! ¡Los mataré! ¡Mataré
a todos! Empezando por ese cerdo
llorón de mi padre…
—¡Agua! —la interrumpió con tono
severo Mateo—. Mi plan es…
Estaba a punto de explicarlo cuando
se oyeron voces en el exterior.
—Déjame entrar —ordenó una voz
cascada junto a la tienda vecina—.
Quiero ver al prisionero.
Abriendo una ligerísima rendija en
la solapa de su tienda, Mateo echó una
mirada hacia afuera.
Era Majiid, hablando a los guardias
de Khardan.
—Dejadnos solos —ordenó el
anciano a los guardias—. Yo no corro
ningún peligro y él no se va a escapar.
No otra vez.
Mateo se echó rápidamente para
atrás. Él y Zohra oyeron los pasos de los
guardias crujir sobre la arena. Hubo una
pausa momentánea y Mateo pudo
imaginarse a Majiid mirando con furia
al imperturbable Auda; después oyeron
el ruido de la solapa al ser echada hacia
un lado y la voz de Khardan dando
respetuosa, aunque algo irónicamente, la
bienvenida a su padre.
Los guardias de Zohra estaban
comentando el acontecimiento en voz
baja. Intercambiando significativas
miradas, Zohra y Mateo se deslizaron en
silencio hasta la parte trasera de su
tienda. Esta se erguía al lado de la de
Khardan y, conteniendo la respiración,
ambos pudieron oír gran parte de la
conversación entre padre e hijo.
—¿Han decidido finalmente los
jeques cuál será mi destino?
—No —rugió Majiid—. Nos
reuniremos esta noche. Se te permitirá
hablar.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
La voz de Khardan sonaba cansada y
Mateo se preguntó si habría estado
durmiendo.
Hubo un silencio como si el anciano
estuviese luchando por hacer salir sus
palabras. Cuando al fin lo hicieron, fue
como un estallido, como si atravesaran a
presión algún obstáculo.
—Diles que la bruja te hechizó, que
fue una intriga suya para destruir a
nuestra tribu. Los jeques juzgarán a tu
favor por haber actuado bajo el efecto
de la magia. Tu honor quedará reparado.
Khardan guardó silencio. La cara de
Zohra estaba pálida, pero fría e
impasible. Sus ojos eran noche líquida.
Pero no estaba tan calmada como
aparentaba. Involuntariamente, estiró el
brazo y cogió la mano de Mateo con la
suya. Él se la apretó con fuerza,
ofreciéndole cuanto de consuelo pudo
por pobre que fuese.
Después de todo, Majiid no le había
pedido a Khardan otra cosa sino que
dijese la verdad.
—¿Qué le sucederá a mi esposa?
—¿A ti qué te importa? —inquirió
Majiid enojado—. ¡Jamás fue una
esposa para ti!
—¿Qué le ocurrirá?
La voz de Khardan llevaba un filo de
acero.
—¡La apedrearán hasta morir! ¡El
destino de las mujeres que practican
magia negra!
Se oyó un roce de ropaje, como si
Khardan se hubiera puesto en pie.
—No, padre, no voy a decir eso a
los jeques.
—¡Entonces tu destino está en manos
de Akhran! —bramó con amargura
Majiid, y se lo oyó salir como una furia
de la tienda, ordenando a gritos a los
guardias que volviesen a tomar sus
puestos mientras él se alejaba.
Mateo y Zohra se disponían a
regresar a su trabajo cuando oyeron de
nuevo a Khardan hablar, no a un humano
sino a su dios.
—Mi destino está en tus manos,
hazrat Akhran —dijo reverentemente el
califa—. Tú tomaste mi vida y me la
devolviste por una razón. Mi pueblo está
en peligro. ¡Con toda humildad
comparezco ante ti y te suplico me
muestres cómo puedo ayudarlos! ¡Si es a
cambio de mi vida, estaré contento de
darla! ¡Ayúdame, Akhran! ¡Ayúdame a
ayudarlos!
Su voz se apagó. Una lágrima cayó
en la mano de Mateo. Levantando los
ojos, vio otra gota deslizarse por la
pálida mejilla de Zohra.
—Yo estoy hablando de matarlos —
murmuró—. Él está hablando de
salvarlos. Que Akhran me perdone.
Sin molestarse en secarse la lágrima,
se desplazó rápida y silenciosamente de
nuevo hasta el centro de la tienda.
Cogiendo la pluma, frotó la punta en el
kohl y, combando hacia dentro la piel de
cabra para mantenerla oculta a la vista
en caso de que alguien entrase en la
tienda, comenzó a trazar laboriosamente
las palabras arcanas que harían que la
arena se convirtiese en agua.
Capítulo 5
El consejo se reunió poco después
de que Majiid abandonara la tienda de
Khardan; o, al menos, Mateo supuso que
a eso se debía el ruidoso estallido de
altas voces y vehemente discusión que
llegaba claramente a través del tranquilo
aire de la noche. Cuando había
comenzado a trabajar en su rollo de
pergamino, había temido no tener tiempo
suficiente para completar la tarea. Pero
poco a poco, a medida que pasaban las
horas y las furiosas voces continuaban,
Mateo se relajó. Por los gritos que se
alzaban de vez en cuando, el joven
adivinó que los jeques estaban
disputando acerca de en qué lado del
campamento debería celebrarse el juicio
y qué jeque y qué akasul deberían
presidirlo.
Zeid arguyó que, puesto que él no
era pariente cercano de ninguna de las
partes involucradas, debería ser él quien
presidiese la vista. Esto desencadenó un
enfrentamiento de gritos de una hora de
duración acerca de si un hijo del
hermano del séptimo hijo de la hermana
de la madre del padre emparentado con
Majiid por parte del padre podía o no
considerarse pariente cercano. Para
cuando esta disputa se hubo resuelto
(Mateo nunca llegó a enterarse de
cómo), la discusión acerca del lugar
comenzó otra vez con todo un nuevo
conjunto de temas involucrado.
Pero, aunque las riñas les
proporcionaban tiempo, el sentimiento
de tranquilidad de Mateo comenzó a
esfumarse.
Los gritos y el vocerío raspaban sus
nervios como la lima de un albañil
royendo la veta. Cada vez encontraba
más difícil concentrarse y, cuando ya
había arruinado su segundo pergamino
por deletrear incorrectamente una
palabra que había sabido cómo deletrear
desde la edad de seis años, arrojó al
suelo la pluma lleno de exasperación.
—Después de todo, ¿para qué tanta
prisa? —dijo con brusquedad,
sobresaltando a Zohra—. ¡No van a
decidir nada durante una semana! ¡No
podrían ponerse de acuerdo ni sobre el
número de soles que hay en el cielo!
Jaafar diría que es uno, Majiid juraría
que son dos y que uno de ellos es
invisible, y Zeid afirmaría que ambos
están equivocados y que no hay ningún
sol en el cielo y le abriría la garganta a
quien lo acusara de mentiroso!
—Todo se habrá decidido por la
mañana —aseguró Zohra con tono suave
y tranquilizador.
Luego se arrodilló en el suelo y se
inclinó casi hasta doblarse para trazar
las letras sobre la piel de cabra. Sus
labios formaban lentamente el sonido de
cada letra que dibujaba, como si esto
ayudase de alguna manera a su mano a
ejecutar el símbolo.
Ejecutar. Esta palabra hizo que a
Mateo le temblara la mano y,
rápidamente, se la cogió con la otra.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con
irritación.
—Porque ya lo tienen todo decidido
en sus cabezas —respondió Zohra
encogiéndose de hombros, y levantó
hacia Mateo unos ojos que eran como
estanques oscuros a la luz del candil—.
Éste es un asunto serio. ¿Qué diría su
gente si tomasen una decisión en tan sólo
unas pocas horas?
Un repentino entrechocar de aceros
hizo a Mateo ponerse casi en pie de un
salto, pensando que ya iban a buscarlos.
Zohra, sin embargo, continuó
escribiendo y Mateo, dándose cuenta de
que el sonido procedía del interior de la
tienda del consejo, supuso que aquel
asunto de condenar a muerte al califa y
su esposa era tan serio que los jeques
necesitaban derramar algo de su propia
sangre primero.
«Hasta puede que se maten todos
entre sí —pensó—. ¡Salvajes! ¿Para qué
me molesto? ¿Qué me importan a mí
estos bárbaros? ¡Ellos creen que estoy
loco! Sólo son amables conmigo por
miedo supersticioso. Siempre seré una
especie de criatura rara y extraña para
ellos, a la que jamás aceptarán.
¡Siempre estaré solo!»
Mateo no sabía que sus
desesperanzados pensamientos
aparecían claramente estampados sobre
su cara hasta que un brazo se deslizó en
torno a sus hombros.
—No temas, Ma-teo —dijo Zohra
con dulzura—. ¡Tu plan es bueno! ¡Todo
saldrá bien!
Mateo se aferró a ella, dejando que
su contacto lo consolara hasta que se
hizo consciente de que aquellos dedos
que lo acariciaban ya no eran
tranquilizadores sino turbadores.
Rápidamente, y tragando saliva, se
volvió a sentar y se quedó mirándola
con una loca esperanza palpitando en su
pecho. Había cariño en aquellos ojos
oscuros, pero no del tipo que él
anhelaba. El liso rostro de la mujer
expresaba preocupación, interés, pero
nada más.
Pero ¿qué más quería? ¿Cómo podía
alguien estar enamorado de dos
personas a la vez?
Dos personas a las que nunca podría
tener…
Un quejido se escapó de los labios
de Mateo.
—¿Estás enfermo otra vez?
Zohra se aproximó hasta él y Mateo,
retirándose, la rechazó con una mano
levantada.
—Un ligero dolor. Pasará —jadeó
él.
—¿Dónde? —persistió Zohra.
—Aquí —suspiró Mateo y se apretó
la mano contra el corazón—. Ya lo he
tenido antes. No hay nada que puedas
hacer. Nada que nadie pueda hacer.
Eso, al menos, era completamente
cierto.
—Será mejor que terminemos con la
magia si queremos estar listos por la
mañana —añadió.
Ella parecía todavía inclinada a
hablar, pero se controló y, después de
observar al joven, volvió en silencio a
su trabajo.
«Ella lo sabe —se dio cuenta él con
desesperación—. Lo sabe pero no sabe
qué decir. Tal vez me amó algún día o,
mas bien, me deseó, pero eso fue al
principio, cuando yo llegué y ambos
estábamos asustados, débiles y
perdidos. Pero ahora, ella ha encontrado
lo que buscaba. Se siente segura de sí
misma, fuerte en su amor por Khardan.
Todavía no lo sabe, no lo admitiría.
Pero el amor está ahí, como una vara de
hierro en su alma, y le está dando
fuerzas.
»Y Khardan también la quiere,
aunque se haya acorazado contra ese
amor y lo combata a cada momento.
»¿Qué puedo hacer yo, que los amo
a los dos?»
—Puedes entregar el uno al otro —
vino una voz suave y triste haciendo eco
de su desengaño y, sin embargo, con una
especie de profunda alegría que él no
comprendía.
—¿Qué has dicho? —preguntó a
Zohra.
—¡Nada! —respondió ella
mirándolo preocupada—. No he dicho
nada. ¿Estás seguro de que te encuentras
bien, Mateo?
Él asintió y se frotó el pescuezo,
intentando librarse de una sensación
hormigueante, como de plumas
rozándole la piel.
Capítulo 6
Los primeros rayos del amanecer
rozaron el suelo del desierto y se
deslizaron a través de los agujeros de la
tienda de Majiid, trayendo el silencio
consigo. Las discusiones cesaron. Zohra
y Mateo se miraron el uno al otro. Los
ojos de ella estaban ensombrecidos y
ribeteados de rojo por la falta de reposo
y la concentración que había dedicado a
su trabajo. Mateo sabía que debía de
ofrecer el mismo aspecto o tal vez peor.
El silencio de la mañana se vio
repentinamente roto por el ruido de unos
pies que crujían sobre la arena.
Entonces oyeron a los guardias, afuera,
ponerse en pie con cierta torpeza; el
ruido de pasos se hizo más cercano.
Tanto Mateo como Zohra estaban
preparados; llevaban ya listos desde
hacía más de una hora, desde la
primerísima luz del alba. Zohra iba
vestida con las ropas de mujer que
Mateo había traído para ella. No era la
fina seda que estaba acostumbrada a
llevar sino sólo un sencillo chador
blanco de algodón que había
pertenecido a la segunda esposa de un
hombre pobre. Su sencillez, sin
embargo, la favorecía, realzando la
recién descubierta gravedad de su porte.
Una modesta toquilla blanca le cubría la
cara, cabeza, hombros y manos. Sujetos
con firmeza en las manos, ocultos tras
los pliegues de su velo, había varios
pedazos de piel de cabra
cuidadosamente enrollados. Mateo iba
vestido con los hábitos negros que había
conseguido en el castillo Zhakrin. Como
él era libre de ir y venir a voluntad,
había abandonado la tienda en medio de
la noche y buscado por todo el
campamento en la oscuridad, iluminada
tan sólo por la luz de la luna, hasta que
había encontrado los camellos que
habían montado. La carga había sido
retirada de las bestias y arrojada al
suelo, y la habían dejado tirada sobre la
arena como si estuviese maldita. Mateo
habría deseado que los hábitos,
recuperados por Auda de su
campamento a orillas del mar de Kurdin,
estuviesen más limpios y adecuados
para llevar, pero esperaba que incluso
manchados y arrugados impresionasen
todavía a aquella gente que jamás había
visto un atuendo de mago.
Volviendo con sigilo a la tienda una
vez que se hubo cambiado de ropas,
Mateo reparó en la figura del Paladín
Negro sentada inmóvil ante la tienda de
Khardan. La blanca y esbelta mano,
resplandeciente a la luz de la luna como
si poseyera alguna especie de luz
propia, le hizo una seña. Mateo vaciló,
lanzando una mirada a los alertas
centinelas. Auda volvió a hacerle señas,
esta vez con más intensidad, y Mateo,
con reticencia, se aproximó a él.
—No te preocupes, Flor —dijo el
hombre con tranquilidad—. No nos van
a impedir que hablemos. Después de
todo, yo soy un invitado y tú eres un
demente.
—¿Qué quieres? —susurró Mateo,
estremeciéndose bajo el escrutinio de
aquellos ojos inexpresivos y
desapasionados.
La mano de Auda agarró el
dobladillo de los negros hábitos de
Mateo, frotando el terciopelo entre sus
dedos.
—Estás planeando algo.
—Sí —repuso Mateo, con otra
inquieta mirada a los guardias.
—Eso está bien, Flor —dijo Auda
en voz baja mientras retorcía lentamente
la tela negra—. Eres un joven ingenioso
y sagaz. Es obvio que tu vida ha sido
salvada con un propósito. Yo estaré a la
expectativa. Puedes contar conmigo.
Soltó la tela, sonrió y volvió a
sentarse cómodamente. Mateo se alejó
en dirección a la tienda de Zohra, sin
saber si sentirse aliviado o más
preocupado todavía.
Los ojos de los guardias se abrieron
de par en par cuando Mateo, vestido con
sus hábitos negros, emergió de la tienda
a la primera luz del día. El joven brujo
se había peinado y cepillado su largo
pelo rojo hasta lograr que refulgiera
como una llama a la luz del sol. Los
signos cabalísticos, grabados en el
terciopelo de tal manera que no podían
verse salvo bajo una luz directa,
recogían los rayos del sol y parecían
saltar de improviso del negro tejido,
asombrando a todos los observadores.
Las manos de Mateo, sosteniendo
sus propios rollos, iban ocultas en las
largas y holgadas mangas. El joven
avanzó sin decir una palabra ni mirar a
nadie, con la mirada derecha hacia
adelante. Vio a Khardan salir de su
tienda, y también vio la desconcertada
mirada que éste le lanzó, pero no se
atrevió a responder por no romper el
espectáculo de misterio que estaba
urdiendo en torno a sí.
A su mente vino lo que el archimago
habría dicho si hubiese visto a su
discípulo en aquel momento, y una
ligerísima sonrisa casi destrozó la
ilusión: «¡Pantomimas baratas! ¡Dignas
de aquellos que usan la magia para
embaucar a los ingenuos!». Podía oír a
su viejo maestro despotricar, como solía
hacerlo una vez al año al comienzo del
primer trimestre: «¡El verdadero mago
no necesita hábitos negros ni sombrero
cónico! ¡Podría practicar la magia
desnudo en medio de la naturaleza…»
—como nadie osaba reírse en presencia
del archimago, esta afirmación
ocasionaba siempre repentinos ataques
de tos entre los estudiantes y era más
tarde fuente de inspiración de toda una
serie de chistes susurrados durante un
buen número de noches sucesivas— «…
practicar la magia desnudo en medio de
la naturaleza con sólo tener el
conocimiento de su oficio y a Sul en su
corazón!».
Desnudo en medio de la naturaleza.
Mateo suspiró. El archimago estaba
muerto ahora, asesinado por los goums
de Auda. El joven brujo esperaba que el
anciano entendiese y perdonase lo que
su discípulo estaba a punto de hacer.
Sin mirar ni a derecha ni a izquierda,
Mateo avanzó a través del campamento,
pasó ante los estupefactos nómadas y
caminó directamente hacia el Tel.
Parecía avanzar a ciegas (aunque en
realidad se estaba fijando por dónde iba
y evitaba con cuidado grandes
obstáculos), tropezando de vez en
cuando del modo más convincente en
pequeñas piedras y otros escombros que
le salían al paso.
Tras él podía oír a los hombres
siguiéndolo, a los jeques preguntando a
todo el mundo que estaba ocurriendo y a
los nómadas dando confusas respuestas.
—¡Esto es ridículo! —dijo Zeid,
irritado—. ¿Por qué nadie lo detiene?
—Está loco —murmuró Majiid con
hosquedad.
—Detenlo tú —sugirió Jaafar.
—¡Muy bien, lo haré! —refunfuñó
Zeid.
El bajito y gordinflón jeque de los
aranes, con las manos levantadas y la
boca abierta, se plantó delante de
Mateo. El brujo, siempre con la mirada
fija hacia adelante, siguió caminando y
habría atropellado a Zeid si éste no se
hubiera apartado con vacilación de su
camino en el último momento.
—¡Ni siquiera me ha visto! —jadeó
el jeque.
—¡El dios lo está guiando! —
exclamó Jaafar con voz sobrecogida.
—¡El dios lo está guiando! —se
propagó la afirmación por toda la
multitud como una llama en aceite, y
Mateo bendijo al anciano con todo su
corazón.
Esperando que todo el mundo,
incluido Khardan, lo estuviera
siguiendo, pero sin atreverse a mirar
atrás, Mateo llegó al pie del Tel y
comenzó a ascender por la ladera,
resbalando y tambaleándose entre las
rocas y la escuálida y descarnada Rosa
del Profeta. Cuando se hallaba a media
altura de la colina, se volvió y extendió
ampliamente sus brazos, manteniendo
los rollos de piel de cabra ocultos en las
palmas, que tenía vueltas hacia sí.
—¡Gente de los akares, los hranas y
los aranes, escuchad mis palabras! —
gritó con una voz tan potente como pudo
conseguir.
Al pie de la colina, directamente
debajo de él, estaba Zohra. Sujetado por
sus guardias, Khardan miraba con
expresión sombría a Mateo, tal vez
convencido de que el joven había
terminado por volverse loco de verdad.
Cerca de él, Auda, con la cara cubierta
por el haik, observaba con una sombra
de sonrisa en sus oscuros ojos y la mano
junto a su daga. Su presencia ponía
nervioso a Mateo, quien se apresuró a
desviar la mirada.
—¡Loco, baja de ahí! —gritó
Majiid, impaciente—. ¡No tenemos
tiempo para esto…!
—¿No tenéis tiempo para la palabra
de Akhran? —repuso Mateo con
severidad.
La multitud murmuró. Las cabezas se
acercaron unas a otras.
—Hacedlo bajar de ahí y
prosigamos con el juicio —ordenó Zeid
con un gesto de su mano a varios de sus
hombres.
Al principio, Mateo pensó que éstos
iban a negarse a obedecer, y también
ellos parecieron creerlo, hasta que Zeid
empezó a ponerse rojo de ira y a
hincharse de indignación ante aquel
desacato. Tres hombres comenzaron a
ascender el Tel.
Mateo musitó una rápida oración a
Promenthas y otra a Sul y, entonces,
recitando las palabras que había escrito
con tanto cuidado, arrojó uno de los
rollos al suelo delante de él.
Una explosión envió fragmentos de
roca y tierra disparados en todas las
direcciones. Una nube de humo verde y
purpúrea se elevó, ocultando al brujo de
la vista de los presentes. Esforzándose
por no toser (se acordó de contener la
respiración en el último momento),
Mateo intentó componerse de tal manera
que, cuando el humo se aclarase, la
muchedumbre viera a un mago con pleno
poder de sí mismo y no a un muchacho
con los ojos irritados por el humo, las
lágrimas cayendo por sus mejillas y
medio ahogado por el olor a azufre.
Pantomimas baratas, por supuesto.
Pero funcionaba.
Los tres hombres que antes estaban
trepando la colina, corrían ahora ladera
abajo como si en ello les fuese la vida.
Zeid se había quedado tan blanco como
su turbante; los ojos de Majiid se salían
de sus órbitas y Jaafar se había
protegido la cabeza con las manos.
Incluso Zohra, que sabía lo que él iba a
hacer, parecía igualmente impresionada.
—¡No sólo he visto el rostro de
Akhran, sino que he hablado con él! —
gritó Mateo—. ¡Como podéis ver, él me
ha dado este fuego! ¡Escuchad mis
palabras o lo arrojaré entre vosotros!
—Habla, pues —rugió Majiid en un
tono que claramente quería decir:
«Sigámosle la corriente; luego
podremos continuar con nuestro asunto».
Aquello era bastante desconcertante.
Mateo no tenía elección; tenía que seguir
adelante.
—No es mi intención negar lo que el
djinn Fedj os dijo. Zohra y yo llevamos
en efecto a este hombre —dijo
señalando a Khardan, quien intentaba
hacerle señas a Mateo de que guardara
silencio— lejos de la batalla disfrazado
de mujer.
«Pero —levantó Mateo la voz por
encima de los murmullos de la multitud
— no era un cuerpo vivo lo que
transportábamos. ¡Era un cadáver!
¡Khardan, vuestro califa, estaba
muerto!»
Tal como esperaba Mateo, esto
llamó la atención del auditorio. Hubo
una serie de susurros en que aquellos
que habían estado hablando solicitaban
la repetición de las palabras de Mateo
por parte de aquellos que habían estado
escuchando. Se hizo el silencio; el aire
se tornó pesado y cargado como una
nube de tormenta.
—¡Tú, su padre, sabes que es cierto!
—continuó Mateo apuntando con un
dedo a Majiid—. ¡Dentro de tu corazón,
sabías que tu hijo estaba muerto! Tú les
dijiste que estaba muerto, ¿no es cierto?
El dedo apuntador recorrió,
describiendo un arco, a la tribu.
Sobrecogido, el jeque no pudo hacer
otra cosa que mirar con ojos encendidos
a Mateo mientras sus blancas cejas se
erizaban de furia. Hubo asentimientos de
cabeza por parte de los de su tribu y
miradas estrechas y suspicaces por parte
de los que no lo eran.
—¿Cuántos de vosotros habéis
cabalgado con este hombre a la batalla?
—El dedo de Mateo se fue ahora hacia
Khardan—. ¿Cuántos de vosotros habéis
comprobado su valor con vuestros
propios ojos? ¿Cuántos debéis vuestra
vida a su coraje?
Cabezas bajadas, miradas
avergonzadas. Mateo sabía que los
tenía, ahora.
—Y, a pesar de ello, ¿acusáis a este
hombre de cobardía? ¡Yo os digo que
Khardan estaba muerto antes de que el
resto de vosotros se adentrara en el
campo de batalla!
Mateo se apresuró a sacar provecho
de su ventaja.
—La princesa Zohra y yo, tras
habernos desembarazado de los
soldados del amir que intentaron
cogernos prisioneros como hicieron con
el resto de las mujeres, vimos caer al
califa mortalmente herido. Nos lo
llevamos del campo para que los sucios
kafir no profanaran su cuerpo.
»Y lo vestimos con ropas de mujer.
No se oía ni respirar; nadie se
atrevía siquiera a moverse por miedo a
perderse las siguientes palabras de
Mateo.
—E hicimos esto, no para
esconderlo de las tropas —dijo Mateo
bajando la voz a sabiendas de que todos
habrían de aguzar los oídos para
seguirlo—. ¡Lo hicimos para ocultarlo
de la Muerte!
Todos respiraron al unísono ahora,
en una ráfaga de aire que fue como una
brisa nocturna. Mateo aventuró una
rápida mirada a Khardan. Sin fruncir ya
el entrecejo, el califa estaba intentando
mantener su cara lo más inexpresiva
posible. Bien tenía ya alguna vislumbre
de hacia dónde se encaminaba Mateo, o
bien confiaba ahora en el joven tanto
como para dejarse guiar hasta allí con
los ojos vendados.
—La Muerte estaba registrando el
campo en busca de víctimas de la
batalla y, puesto que nosotros sabíamos
que debía de estar buscando guerreros,
vestimos a Khardan con ropas de mujer.
Así la Muerte no lo encontró. Vuestro
dios, hazrat Akhran, lo encontró.
»Huimos de la Muerte
adentrándonos en el desierto. Y allí
Akhran se nos apareció y nos dijo que
Khardan debía vivir pero que, a cambio
de su vida, debía ofrecer su ayuda al
primer extraño que pasara. El califa
volvió a respirar y abrió los ojos, y fue
entonces cuando este hombre —dijo
Mateo señalando a Auda, quien se
erguía solo en medio de la multitud ya
que nadie deseaba acercarse a él— vino
hasta nosotros y nos pidió ayuda. Su
dios, Zhakrin, se hallaba prisionero de
Quar y él necesitaba que lo ayudásemos
a liberarlo.
»Fiel al trato que había hecho con
Akhran, Khardan aceptó; nos fuimos con
el extranjero y liberamos a su dios. El
extranjero es un caballero en su tierra,
un hombre que ha hecho juramento de
honor. Yo te pregunto, Auda ibn Jad, ¿es
verdad lo que digo?
—Lo es —respondió Ibn Jad con
voz fría y potente; y, sacando la daga de
empuñadura de serpiente de su cinturón,
la levantó bien alta en el aire—. Invoco
a mi dios, Zhakrin, para que atestigüe mi
promesa. ¡Que se hunda este cuchillo en
mi corazón si estoy mintiendo!
Auda soltó el cuchillo. Éste, en lugar
de caer, se quedó suspendido en el aire
por encima de su pecho. La multitud
elevó una sonora inhalación de asombro
y respeto. Mateo recobró su voz (no se
había esperado algo así) y, algo
estremecido, continuó.
—Abandonamos la tierra de Ibn Jad
y viajamos de regreso al desierto, pues
Akhran había venido a nosotros una vez
más y nos había dicho que su gente
estaba en peligro y necesitaba a su
califa. Cruzamos el Yunque del Sol…
—¡No! ¡Imposible!
Los nómadas, que podían tragarse
como de común acuerdo un cuento de
niños acerca de Khardan huyendo de la
Muerte con un disfraz, bufaban de
desdén ante la idea de alguien capaz de
cruzar el kavir.
—¡Nosotros lo hicimos! —gritó
Mateo, acallándolos—. Y así fue.
Vuestro califa no es el único en haber
recibido un don de Akhran. Éste también
otorgó un don a vuestra princesa.
Sus vidas dependían ahora de Zohra.
Los hombres de las tres tribus volvieron
unos ojos recelosos y suspicaces hacia
ella. Mateo casi cerró los suyos,
temeroso de mirar, temeroso de que el
conjuro no funcionase, de que, en su
agitación, ella hubiese escrito otras
cosas que no fueran acordes con el don
de Sul.
Sacando la piel de cabra de entre los
pliegues de su vestido, Zohra la sostuvo
en alto y leyó las palabras con voz clara.
Las letras comenzaron a serpentear y
retorcerse y, una por una, se
desprendieron de la piel y cayeron sobre
la arena a sus pies. Aquellos que
estaban cerca de ella comenzaron a
gritar y lanzar exclamaciones y
tropezaron unos con otros intentando
retroceder, mientras que aquellos que no
podían ver gritaban, preguntaban y
empujaban hacia adelante. Mateo no
podía ver la charca de agua azul que se
estaba formando a los pies de la mujer;
las blancas vestiduras de ésta, agitadas
por el viento, le obstruían la vista. Pero
él sabía que el agua debía de estar allí,
por la reacción de quienes la rodeaban y
por la orgullosa expresión que inundó el
rostro de Khardan mientras la miraba.
—¡Khardan, un profeta de Akhran,
ha regresado a vosotros! ¡Zohra, una
profetisa de Akhran, ha regresado a
vosotros! ¡Han regresado para
conduciros a la guerra! ¿Vais a
seguirlos?
Aquí es donde Mateo esperaba un
clamor de vítores general. Pero éste no
venía, y el joven se quedó mirando a la
multitud con creciente aprensión.
—Todo eso está muy bien —dijo el
jeque Zeid con frialdad dando un paso
adelante—. Y hemos presenciado
algunos trucos estupendos, trucos dignos
del souk de Khandar, podría añadir.
Pero ¿qué hay de los djinn?
—¡Eso, los djinn! —vino el grito de
la multitud.
—Yo os digo —declaró Zeid
volviéndose hacia la gente y levantando
sus rollizos brazos en petición de
silencio—, ¡yo os digo que llamaré a
Khardan profeta y lo seguiré a la batalla
y hasta al infierno de Sul, si el califa lo
desea, siempre que él pueda
devolvernos a nuestros djinn! ¡Sin duda
—continuó Zeid extendiendo sus manos
abiertas— es lo menos que Akhran
puede hacer por su profeta!
La multitud aclamó. Majiid lanzó
una sombría mirada a su hijo, que decía:
«Te lo advertí». Jaafar examinaba a
Zohra lleno de temor, como esperando
que ésta fuese a convertir el desierto
entero en un océano que los ahogara a
todos. Zohra miraba con furia a la gente
como si esta idea no estuviese muy lejos
de su mente. Khardan lanzó a Mateo una
mirada agradecida y resignada, dando
gracias al joven por el vano intento.
¡No! ¡No sería en vano!
Mateo dio un paso adelante.
—¡Él traerá de nuevo a los djinn! —
anunció—. Dentro de una semana…
—¡Esta noche! —exigió Zeid.
—¡Esta noche! —coreó la multitud.
—Esta noche —asintió Mateo con el
corazón en la garganta—. Los djinn
regresarán esta noche.
—Si no, él morirá —dijo
tranquilamente Zeid—. Y la bruja con
él.
No había nada más que decir y, con
el clamor general, a Mateo no se lo
habría podido oír aunque hubiese
querido decir algo. Con la cabeza gacha,
preguntándose cómo se las había
apañado para perder el control de las
cosas tan rápidamente, el joven brujo
inició abatido su descenso del Tel.
Cuando llegó a la base, Zohra puso un
brazo consolador en torno a él.
—Lo siento… —comenzó a decir él
cuando una voz lo interrumpió.
Delante de él, rodeado de guardias,
estaba Khardan.
—Gracias, Ma-teo —dijo el califa
en voz baja—. Has hecho cuanto has
podido.
Mateo tuvo entonces la extraña
sensación de ser envuelto en una manta
de plumas.
—¡Los djinn volverán! —aseguró y,
de repente, por alguna razón, creyó sus
propias palabras—. ¡Volverán!
Khardan suspiró y sacudió la
cabeza.
—Los djinn han desaparecido, Ma-
teo. Y, en cuanto a Akhran, puede que él
también haya sido derrotado ya, por lo
que…
—¡No, mira! —Estirando el brazo
hacia abajo, Mateo tocó uno de los feos
cactus—. Dime cómo es que esto
continúa vivo, cuando todo lo demás
está muerto y ajado a su alrededor. ¡Es
porque Akhran está vivo, por poco
quizá, pero vive! Debes seguir teniendo
fe, Khardan! ¡Debes tener fe!
—Estoy de acuerdo con Flor,
hermano —dijo Auda inesperadamente,
acercándose por detrás de ellos—. Fe
en nuestros dioses y entre nosotros, es
todo lo que nos queda ahora. Sólo la fe
nos separa de la perdición.
Capítulo 7
—Fe. Debo tener fe —se repetía
Mateo una y otra vez durante aquel día
que duraba demasiado y parecía
probable que terminase, sin embargo,
con demasiada rapidez.
Los minutos se deslizaban uno tras
otro como preciosas gotas de agua
destilando de un girba pinchado. Mateo
saboreaba cada minuto, lo tocaba, lo oía
alejarse de él y desaparecer en la charca
del tiempo. El menor ruido, fuese el
ladrido de uno de los perros sarnosos
del campamento o el movimiento de un
guardia fuera de la tienda de Zohra, lo
hacía ponerse en pie y mirar
ansiosamente a través de la solapa de
entrada.
Pero no era nada, nunca era nada.
El mediodía vino y se fue y el
campamento se calló; todo el mundo
descansaba durante el calor abrasador
de la tarde. Mateo miraba con envidia a
Zohra. Agotada por la noche de trabajo
y la tensión de la mañana, se había
quedado dormida. Se preguntó si
Khardan estaría durmiendo también. ¿O
estaría acostado en la oscuridad de las
sombras, pensando que, si hubiese
hablado él —como, por derecho,
debería haber sido—, todo habría ido
bien?
Suspirando con pesar, Mateo hundió
su dolorida cabeza en las manos.
—Debería haberme mantenido al
margen de esto —se reprobaba a sí
mismo—. ¡Esta no es mi gente. Yo no
los 5entiendo! Khardan podía haberlo
manejado mejor. Debería haber confiado
en él…
¡Había alguien en la tienda!
Mateo vio una sombra por el rabillo
de su ojo pero, antes de que tuviera
tiempo de tomar aire, una mano se aferró
firmemente contra su boca.
—¡No hagas el más mínimo ruido,
Flor —susurró una voz en su oído—, o
alertarás a los guardias!
Con el corazón palpitándole de tal
manera que veía estallidos de estrellas
ante sus ojos, Mateo asintió con la
cabeza. Auda retiró su mano e,
indicando a Mateo con un gesto que
despertase a Zohra, se volvió a sumergir
en las sombras de la tienda.
Parecía una lástima despertarla.
¿Por qué no dejar que disfrutara de sus
últimos momentos de paz antes de…?
Auda gesticuló perentoriamente; sus
crueles ojos se estrecharon.
—¡Zohra! —llamó Mateo
sacudiendo a la mujer con suavidad—.
¡Zohra, despierta!
Al instante, ella estaba despierta y
alerta, sentada entre los cojines y
observando a Mateo.
—¿Qué hay? ¿Ya han…?
—Chsss, no.
El joven señaló hacia Auda, apenas
visible en la penumbra de la parte
trasera de la tienda. El Paladín se había
quitado su prenda facial y se llevó ahora
los dedos contra sus labios, ordenando
silencio.
Zohra se retrajo asustada cuando lo
vio pero, después, pareció rehacerse y,
poniéndose rígida, lo miró con vinos
ojos feroces.
Moviéndose con sigilo, Auda se
deslizó hasta ellos y, haciéndoles
ademán de que se acercaran, dijo en un
tono apenas audible:
—Flor, ¿qué magia mortífera
podrías preparar?
Un frío mortal inundó a Mateo a
pesar del calor abrasador. Los dedos se
le entumecieron, el corazón dejó de
funcionarle y no lograba tomar aliento.
Incapaz de hablar, negó despacio con la
cabeza.
—¿Qué? ¿No tienes ninguna? —
insistió Auda, con sus oscuros ojos
centelleando.
Mateo vaciló. Eso es lo que
respondería, que no conocía ninguna. El
Paladín Negro tendría que aceptarlo.
Las palabras estaban en sus labios pero,
entonces, vio que había esperado
demasiado. La mentira se vería con
transparencia en sus ojos. Tembló como
si sintiese un escalofrío y dijo con una
voz tirante:
—No mataré.
—¡Ma-teo! —exclamó Zohra
hundiendo los dedos en su brazo—. ¿De
verdad puedes hacerlo… magia para
matar?
—Puede hacerlo —afirmó Auda con
tono calmado—. Pero no quiere, eso es
todo. Antes dejará que os maten a ti y a
Khardan.
Mateo se sonrojó.
—¡Creía que tú eras el que
aconsejaba tener fe!
—Fe en una mano —respondió Auda
adelantando su mano izquierda cerrada
en forma de puño—. Esto en la otra —y,
metiendo su mano derecha dentro de sus
hábitos, sacó la daga de cabeza de
serpiente—. Así ha sobrevivido mi
gente.
—¡Hemos regresado al Tel para
salvar a vuestra propia gente! —dijo
Mateo mirando a Zohra—. ¿Y ahora
quieres aniquilarlos?
Zohra se pasó la lengua por los
labios; su cara estaba pálida y sus ojos
bien abiertos y ardiendo con un
enfurecido fuego interno de esperanza
que poco a poco se iba apagando.
—No… no sé… —murmuró
confusa.
—¡Hacemos lo que debemos! Esta
—declaró el Paladín señalando hacia
afuera de la tienda— no es toda vuestra
gente.
La voz de Ibn Jad era suave y letal.
Podría haber sido la daga de cabeza de
serpiente la que hablaba.
—Las mujeres y niños y los jóvenes
están prisioneros en Kich. Podemos
salvarlos, ¡pero sólo si tú y Khardan
estáis vivos! Si morís…
—Tiene razón, Ma-teo.
—Mi dios prohíbe quitar la vida…
—comenzó a decir Mateo.
—¿No hay guerras en tu tierra? —
interrogó Auda fríamente—. ¿No luchan
los magos?
—¡Yo no lucho! —gritó Mateo,
olvidando dónde estaba.
Los guardias se movieron afuera. Ibn
Jad se puso en pie, con un peligroso
centelleo en los ojos. Un rayo del
ardiente sol que se filtraba a través de la
tienda se reflejó en la hoja del cuchillo
que llevaba en la mano.
Mateo se puso tenso; el sudor
descendió por todo su cuerpo. Los
guardias no entraron, y a Mateo se le
ocurrió que estarían medio atontados
por el calor.
Agachándose al lado de Mateo,
Auda lo cogió del brazo y se lo apretó
dolorosamente. Su respiración quemaba
la piel del joven.
—Tú ya has visto a un hombre
decapitado, ¿no es verdad, Flor? Rápida
y limpiamente, un solo golpe transversal
de sable al pescuezo.
Mateo se estremeció; su cuerpo se
quedó fláccido bajo el cruel asimiento
del hombre. Una vez más vio a Juan
arrodillado en la arena, vio al goum
levantar la espada, vio el resplandor del
acero a la evanescente luz del sol.
Auda apretó la mano con que lo
agarraba y tiró de él hacia sí.
—Así es como Khardan morirá. No
es una mala muerte. Un instante de dolor
y, después, nada. Pero no Zohra. ¿Has
visto alguna vez a alguien lapidado hasta
morir, Flor? Una piedra lo golpea en la
cabeza. La víctima, sangrando y aturdida
por la conmoción y el dolor, trata
desesperadamente de esquivar la
siguiente. Ésta golpea en el brazo con un
crujido. Los huesos se rompen. De
nuevo, ella se vuelve, intentando huir,
pero no hay adónde escapar. Otra piedra
se estrella con un ruido sordo contra su
espalda. Ella cae al suelo. La sangre se
le mete en los ojos. No puede ver, y el
terror aumenta, el dolor es terrible…
—¡No!
Angustiado, Mateo apretó los puños
por detrás de la cabeza, tapándose los
oídos con unos brazos temblorosos.
Auda lo soltó. Volviendo a sentarse,
el Paladín lo miró con satisfacción.
—Nos ayudarás, entonces.
—Sí —dijo Mateo con labios
temblorosos.
No podía mirar a Zohra. La había
visto por el ojo de su mente, yaciendo
inerte, sin vida, sobre la arena salpicada
de sangre, con su blanco vestido teñido
de carmesí y su negro cabello pegado
con un engrudo de sangre y arena.
—El conjuro que lancé esta mañana
—dijo, y tragó saliva, tratando de
mantener su voz—. Mas poderoso…,
mucho más poderoso…
—Tú utilizarás la magia de Sul. Yo
invocaré la ira de mi dios —dijo Auda
—. Aquellos a quienes no logremos
detener estarán demasiado aterrorizados
como para perseguirnos. Yo tendré los
camellos preparados. Podremos viajar
hasta Kich. ¿Qué componentes necesitas
para tu conjuro, Flor? Supongo que éste
no puede lanzarse empleando una piel
de cabra.
—Salitre —murmuró Mateo—. Es
una sustancia química. Tal vez, el
residuo de la orina de los caballos…
—¡Me niego! —exclamó una sufrida
voz de repente—. Ya es bastante malo
tener que ordenar la tienda tras los
ataques «destroza-cojines» de la señora.
Y también es bastante malo no tener
nunca un momento de paz en el que
poder tomar un bocado tranquilo sin que
se te ordene constantemente «ve allí»,
«trae aquello», «haz esto»… ¡Pero yo
me niego! —un bucle de humo brotó de
uno de los anillos de Zohra y comenzó a
tomar forma en el centro de la tienda—.
¡Absolutamente me niego —dijo un
djinn gordinflón con gran dignidad— a
recoger pis de caballo!
Nadie habló ni se movió. Todos se
quedaron mirando al djinn embobados.
Entonces, Zohra saltó hacia adelante.
—¡Usti! —gritó.
—¡No, señora! ¡No! —El djinn se
protegió la cabeza con sus fofos brazos
—. ¡No, por favor! ¡Te lo ruego! ¿Dónde
están los caballos? ¡Dejadme un cubo!
¡Pero no me hagas daño! ¡Señora! ¡Por
favor! ¡Que eres una mujer casada!
Con la cara al rojo vivo, el
escandalizado djinn trataba de quitarse
de encima a Zohra, quien no dejaba de
abrazarlo y besarlo y reírse sin control.
—¿Qué está pasando ahí dentro? —
inquirió un guardia.
Auda se deslizó fuera de la tienda y
desapareció tan rápida y
silenciosamente como si se tratara de
otro djinn.
—¿Dónde están Sond y Pukah? —
preguntó de improviso Zohra—.
¡Respóndeme! —insistió, zarandeando
al obeso djinn hasta que los dientes le
castañetearon en la cabeza.
—¡Ah! E… e… esto ya m… me
suena más… s… s —consiguió decir a
golpes Usti—. S… si la s… señora m…
me suelta, yo 1… le…
—¡Los djinn! —exclamó un guardia
entrando precipitadamente en la tienda y
mirando con temor reverencial a Usti—.
¡Los djinn han vuelto! ¡Jeque Jaafar!
El guardia se volvió y salió
corriendo, y Mateo podía oírlo gritar
mientras corría.
—¡Jaafar, sidi! ¡Los djinn han
vuelto! ¡El loco dijo la verdad!
¡Khardan es un profeta! ¡Él nos guiará a
derrotar a los kafir! ¡Nuestro pueblo
está salvado!
El alivio desheló a Mateo y derritió
su angustia. Corriendo fuera de la
tienda, el joven vio a Khardan emerger
de la suya en compañía de Sond, Fedj y
un enorme djinn de piel negra al que el
joven brujo no reconoció.
«Pero ¿dónde está el djinn de
Khardan? —se preguntó Mateo—.
¿Dónde está Pukah?»
Los jeques acudieron corriendo. La
redonda cara de Zeid estaba roja de
placer y contento. De inmediato declaró
a todos cuantos lo quisieron escuchar
que él siempre había sabido que
Khardan era un profeta y que él, Zeid al
Saban, había sido el responsable de
demostrarlo. Jaafar miraba atónito,
boquiabierto. Quiso empezar a hablar,
pero inhaló una gran cantidad de polvo
levantado por la creciente multitud que
se estaba congregando con vítores y
aclamaciones, y habría terminado
asfixiándose si Fedj no hubiese acudido
solícito a dar a su amo unos golpes en la
espalda.
Majiid no dijo nada. El anciano
corrió derecho hasta su hijo y, echándole
los brazos alrededor, lloró las primeras
lágrimas que había derramado desde
hacía más de cincuenta años. Khardan
abrazó a su padre también con lágrimas
en los ojos, y los hombres de las tres
tribus se unieron en un enloquecido
clamor de alegría.
Cuando Zohra salió de su tienda,
todos la vitorearon, y Jaafar se fue
disparado hasta ella para apretar
encarecidamente a su hija contra su
pecho pero, intimidado por el fuego de
sus ojos y acordándose de ciertas
declaraciones que había hecho respecto
a ella, decidió darle unas prudentes
palmaditas en el brazo. Después, el
jeque se apresuró a esconderse tras el
musculoso Fedj.
Irguiéndose bien alto y derecho, y
con un brazo rodeando los hombros de
su hijo, Majiid se volvió hacia la
danzarina y cantarina multitud y, algo
tardíamente, se dispuso a llamar a
celebración. Zohra, al mismo tiempo,
estaba caminando hacia ellos para
situarse al lado de su esposo cuando
cierta perturbación en la parte trasera de
la multitud hizo que los que estaban
delante se volvieran, al tiempo que los
gritos iban extinguiéndose en sus labios.
Un jinete se aproximaba. Viniendo
desde el este, la figura a caballo iba
embozada hasta los ojos y a nadie se le
ocurría quién o qué podía ser. Iba sola,
por lo que nadie sacó ninguna arma.
Cubierto de polvo y sudor y
goteando espuma por la boca, el caballo
entró como una flecha en el
campamento. Los hombres se retiraron
de su camino. El jinete detuvo
bruscamente su enloquecida carrera y se
puso a escudriñar los rostros como si
buscara a alguien en particular.
Encontrada la persona a quien
buscaba, el jinete dirigió su agotado
animal hacia Khardan.
Cuando llegó ante él, el jinete
descorrió un velo que le cubría la
cabeza, revelando una masa de cabello
dorado que brillaba luminosamente al
sol. Tendiendo sus manos hacia
Khardan, Meryem exclamó su nombre y
cayó, desmayada, del caballo encima de
sus brazos.
Capítulo 8
—Y así —concluyó solemnemente
su relato Sond— Pukah se sacrificó,
engatusando al terrible Kaug para que
fuese con él hasta la montaña de hierro y
engañándolo para que entrase en ella
mientras la inmortal Asrial, el ángel
guardián del loco… Te ruego me
disculpes, efendi —se corrigió Sond
inclinándose ante Mateo—… Asrial, el
ángel guardián de este gran y poderoso
mago, cerró las puertas de la montaña y,
ahora, tanto Kaug como Pukah se
encuentran sellados para siempre dentro
de ella. Y, puesto que ya no está el
'efreet para crear discordia entre los
inmortales, muchos de nosotros nos
hemos agrupado y, ahora, casi todos los
pertenecientes al plano inmortal se han
unido para luchar contra Quar.
Los hombres que se congregaban
dentro y en torno a la tienda asintieron
gravemente con la cabeza y murmuraron
entre sí, haciendo ruido con sus espadas
y significando, con sus acciones, que ya
era hora de que marchasen hacia la
batalla.
—¿Puedo hablar, mi señor? —dijo
Meryem con timidez desde su asiento al
lado del califa.
—Naturalmente, señora —respondió
Khardan lanzándole una cariñosa
mirada.
Al lado de Mateo, Zohra rugió en lo
más profundo de su garganta, como una
leona hambrienta. Mateo cerró su mano
sobre la de ella, deseoso de oír lo que
Meryem tenía que decir.
—Es muy noble por parte del califa,
haber sacrificado su djinn por el bien de
su gente, y es maravilloso que el
malvado Kaug se encuentre al fin
imposibilitado para hacer daño, pero me
temo que esto, en lugar de ayudar a
vuestra gente de Kich, los haya puesto
en el más terrible peligro.
—¿Qué quieres decir, mujer? —
preguntó el jeque Zeid con tono
imperioso.
Consciente de que todas las miradas
estaban puestas en ella, Meryem se puso
apropiadamente pálida y adoptó un tono
aún más tímido que antes. Cogiéndole la
mano entre las suyas, Khardan trató de
infundirle valor. Ella se ruborizó y,
dirigiéndole una mirada agradecida,
continuó.
—El imán regresa a Kich dentro de
dos semanas. Ha proclamado que, si
vuestra gente no se ha convertido a Quar
para entonces, pasará a todos por la
espada sin excepción.
—¿Es posible? —preguntó Khardan,
alarmado.
—Me temo que sí, califa —contestó
Zeid—. Ya lo ha hecho anteriormente, en
Meda y en Bastine y en otras ciudades.
Yo mismo he oído también esa misma
amenaza. Si, como dicen los djinn, Quar
se encuentra verdaderamente
desesperado ahora…
El jeque hizo un gesto de
impotencia.
—Debemos rescatarlos, entonces —
declaró Khardan con firmeza—. Pero,
no podemos atacar Kich…
—Yo conozco una vía secreta para
entrar en la ciudad —dijo Meryem con
los ojos brillando de ansia—. ¡Yo puedo
guiaros!
Zohra se puso de pie y salió con
paso furioso de la tienda. Khardan la vio
marchar y pareció que iba a decir algo
pero, entonces, sacudió ligeramente la
cabeza y volvió a la conversación que
se desarrollaba en torno a él. Mateo,
lanzando una mirada exasperada al
califa, se apresuró a alcanzar a Zohra.
—¡Debemos decírselo! —le dijo él
con urgencia.
—¡No! —contestó ella,
sacudiéndose enojada la mano de Mateo
de su brazo—. ¡Dejemos que haga el
ridículo con la hurí!
—Pero, si él supiese que ella intentó
asesinarte…
—¡Tú le contaste lo del conjuro que
ella arrojó sobre él! —replicó Zhora
dándose la vuelta para mirar a Mateo—.
¿Te escuchó? ¿Te creyó? ¡Bah!
Volviéndose, continuó caminando y
entró como un vendaval en su tienda.
Mateo dio uno o dos pasos tras ella
y se detuvo. Luego se volvió y dio otro
paso hacia la tienda del califa, y otra
vez se detuvo. Confundido, irritado y sin
saber qué hacer, el joven brujo dirigió
sus pasos hacia el abierto desierto,
hacia el frescor del oasis. Aunque la
noche había caído, la arena irradiaba
tanto calor almacenado durante el día
que aún pasaría un buen rato hasta que la
temperatura se volviese soportable.
«Le conté lo del conjuro que
Meryem había arrojado sobre él. Le dije
que ella había intentado capturarlo y
llevárselo al amir. Es obvio que no me
creyó, o tal vez se sintió halagado
pensando en lo mucho que ella se
preocupaba por él. ¿Por qué está tan
ciego? —se decía furioso Mateo—. ¡El
hombre es inteligente para todo lo
demás! ¿Por qué en este punto en
particular se muestra tan estúpidamente
ciego?»
Si Mateo hubiese estado más
experimentado en los dulces tormentos
del amor, jamás se habría hecho esta
pregunta ni, por descontado, tampoco
habría sido capaz de encontrar una
respuesta. Pero no lo estaba, y caviló, y
juró y se paseó de arriba abajo y de
abajo arriba hasta que terminó
impregnándose de un sudor febril que se
secó sobre su cuerpo y lo hizo empezar
a tiritar a medida que el frío de la noche
aumentaba.
Cuando, al fin, se hizo consciente de
que el murmullo de voces había cesado,
cayó en la cuenta de que era tarde, muy
tarde y de noche. La reunión se había
terminado y los hombres regresaban
tambaleándose a sus tiendas. El
cansancio se apoderó del joven. Al
volver al campamento que estaba ya
vacío y silencioso, descubrió que por la
noche todas las tiendas parecían iguales.
Adormilado e irritado, tropezó primero
en esta dirección, después en aquélla,
esperando encontrar a algún paseante
tardío que pudiera guiarlo. Captando
cierto movimiento, se dirigió hacia la
persona con el ruego de ayuda en sus
labios. Sus palabras murieron antes de
ser pronunciadas, y Mateo, súbitamente
desvelado, retrocedió a toda prisa y se
escondió en la sombra de una tienda,
fuera de la luz arrojada por la media
luna y las estrellas.
Una ágil figurilla se deslizaba a
través del campamento. Iba envuelta en
velos de seda, pero Mateo no tuvo
dificultad en reconocer aquella delicada
y diminuta figura y aquel grácil andar.
Furtivamente, el joven brujo siguió a
Meryem y no se sorprendió nada al
verla deslizarse hasta la solapa cerrada
de una tienda que él adivinó que debía
de ser la de Khardan.
—¿Quién es? ¿Quién está ahí? —
preguntó la voz del califa alerta, al
parecer, al más ligero sonido.
—Soy Meryem, mi señor —
respondió la mujer en un semiahogado
susurro.
Manteniéndose en las más densas
sombras, Mateo vio cómo la solapa se
abría. La silueta de Khardan apareció
recortada contra la dorada luz del
candil.
—¿Qué estás haciendo aquí? No es
propio…
—¡No me importa! —exclamó
Meryem cogiéndose las manos y con voz
temblona—. ¡He sido tan desdichada!
¡No sabes lo que he pasado! ¡Las tropas
del amir me capturaron durante la
batalla y me llevaron de nuevo a Kich!
Yo estaba aterrorizada de que pudieran
reconocerme como la hija del sultán y
me llevaran a rastras ante el amir. Pero,
gracias a Akhran, no fue así —y
entonces comenzó a llorar—. Tu madre,
Badia, cuidó de mí como si hubiese sido
su propia hija. ¡Ella nunca creyó que tú
estuvieses muerto, ni tampoco yo!
Khardan puso sus manos sobre los
hombros de la muchacha, que se
elevaban y bajaban con su angustiada
respiración.
—Vamos, vamos. Todo ha pasado
ahora —la tranquilizó e hizo una
pequeña pausa, enredando sus dedos en
el velo de seda—. Si mi madre está en
prisión, ¿cómo es que tú no estás con
ella, también?
La pregunta fue hecha como al
descuido. Mateo captó, sin embargo, la
ligera tensión en la voz y sintió un brote
de esperanza recorrerlo por dentro.
—Conseguí escapar —dijo Meryem
tragándose sus lágrimas y elevando una
mirada de adoración hacia el califa—.
Vine en tu busca lo más rápido que pude.
La respuesta pareció satisfacer a
Khardan, a juzgar por su cariñosa
sonrisa. Mateo apretó los dientes. «¿No
puedes ver que te está mintiendo?»,
quiso gritar y tuvo que luchar consigo
mismo para evitar salir como una furia
de su escondrijo y zarandearlo hasta
hacerlo entrar en razón.
—¡Seamos felices, mi amor! —
continuó Meryem acercándose a él y
poniendo acariciadoramente las manos
en su pecho—. No quiero esperar a que
estemos casados. El peligro está tan
cerca… —dijo acurrucándose entre sus
brazos—. ¿Quién sabe cuánto tiempo
nos queda de estar juntos?
Sonriéndole, Khardan se llevó a
Meryem al interior de su tienda.
Una intensa rabia oprimió la
garganta de Mateo, una rabia como
nunca había experimentado.
«¡Por Promenthas; yo le pediré
explicaciones sobre su atentado a la
vida de Zohra! ¡Que lo niegue delante de
Khardan, si puede! ¡Y de paso, le
refrescaré la memoria a él acerca de
aquel pequeño amuleto de plata que ella
le colgó del cuello!»
Sin pararse a pensar lo que podría
interrumpir, Mateo corrió hasta la
tienda. La solapa había sido dejada
abierta; Khardan estaba tan arrebatado
por la pasión que, al parecer, lo había
olvidado.
Mateo entró en silencio en la tienda.
Parpadeando ante la intensa luz del
candil, esperó con impaciencia a que se
percataran de su presencia. Ninguno de
los dos lo hizo. Khardan estaba dando la
espalda a Mateo y parecía concentrado
en besar la suave piel. Los brazos de
Meryem rodeaban el cuello del califa.
Sus ojos estaban cerrados y gemía
extasiada. Envueltos en su pasión,
ninguno de los dos reparó en el joven.
De pronto, al pararse a pensar en lo
que estaba haciendo y en cómo
reaccionaría Khardan ante aquella
violación de su intimidad, Mateo se
quedó paralizado. Con la cara ardiendo
de vergüenza, empezó a retirarse
despacio, con la intención de adentrarse
en el desierto y pasar la noche
rezongando de lo que él reconocía que
era la rabia de los celos.
Pero, al moverse, su atención se vio
atraída por las manos de Meryem; su
piel resplandecía blanca a la luz del
candil. En lugar de acariciar al califa,
aquellas manos estaban haciendo algo
muy extraño. Unos dedos delicados se
cerraron sobre la piedra de un anillo que
llevaba y le dieron un mañoso giro. Una
aguja salió disparada, brillando por un
instante y, después, desapareció en la
sombra cuando, lentamente, Meryem
movió el anillo hacia el desnudo cuello
de Khardan.
Mateo había visto anillos de asesino
antes. Sabía cómo funcionaban. Sabía
que Khardan estaría muerto o moribundo
en cuestión de momentos. Las armas del
califa yacían sobre un baúl de madera al
pie de su cama. Saltando hacia adelante,
Mateo agarró la daga y, en el mismo
movimiento, sin darse cuenta de que la
mano de Khardan se estaba cerrando en
torno a la muñeca de Meryem, el joven
brujo hundió el cuchillo en la espalda de
la mujer.
Un grito lastimero lo ensordeció.
Sintió cómo el cuerpo de Meryem se
ponía rígido. Sangre caliente goteó
sobre su mano. El cuerpo se convulsionó
horriblemente en su agonía mortal y se
desplomó pesadamente contra él.
Espantado, Mateo dio un brinco hacia
atrás y Meryem cayó al suelo. Allí yació
boca arriba, con las piernas torcidas en
un extraño ángulo. Unos ojos azules,
vidriosos, lo miraban fijamente.
—¡Dios mío! —susurró Mateo.
La daga teñida de sangre cayó de sus
dedos, que se habían quedado fláccidos
e insensibilizados. Una sombra entró en
la tienda. Deteniéndose, miró a Mateo y
luego al cadáver. Khardan se inclinó
sobre Meryem, quizá buscando con
desesperación un resto de vida.
—Ah, bien hecho, Flor —comentó
Auda.
—¡Khardan!
Mateo se humedeció los labios con
la lengua. Sintió un calor mareante
ascendiendo dentro de él. El suelo
comenzó a inclinarse bajo sus pies.
—Yo… yo… Ella era…
Para su gran asombro, Khardan
levantó fríamente los ojos hacia Auda.
—Tenías razón —dijo
apesadumbrado—. Esta es una
herramienta de Benario.
Levantando la inerte mano, el califa
exhibió con precaución el anillo con su
mortífera aguja.
La debilidad de Mateo remitió al
instante, perdida en su sorpresa…
—¿Lo sabías…?
Khardan le dirigió una mirada
reprobadora.
—Naturalmente. He pensado mucho
en lo que tú me dijiste. Recordé ciertas
cosas que ella me había dicho y, al fin,
comencé a entender. Ella fracasó en su
intento de capturarme para el amir y, por
eso, volvió para hacer lo único que les
quedaba: asesinarme.
Mateo se balanceó sobre sus pies.
Khardan se levantó rápidamente y cogió
al joven en sus brazos. Acostándolo
sobre la cama, el califa indicó con un
gesto al Paladín Negro que trajese agua.
—¡Estoy bien! —jadeó Mateo
sacudiendo la cabeza en señal de
rechazo, temiendo que si bebía cualquier
cosa se ahogaría.
—Auda la reconoció. La había visto
en Khandar —continuó Khardan y,
poniendo su brazo en torno a los
hombros de Mateo, obligó al joven a
tomar al menos un pequeño sorbo del
tibio líquido—. Meryem no era la hija
del sultán, sino la hija del emperador y
de una de sus concubinas. Este se la
entregó como obsequio a Qannadi y ella
actuaba al servicio del amir.
—¡La he matado! —susurró Mateo
con voz hueca—. Lo he sentido… el
cuchillo entrando… ese grito…
Mirándose la mano, vio la sangre,
húmeda y pegajosa, brillando negra a la
luz de la luna; sintió escalofríos primero
y, luego, se dobló sacudido por intensas
arcadas.
—Su vida estaba sentenciada —dijo
tranquilamente Auda, de pie al lado de
la cama y mirando desde arriba a Mateo
con cierto aire de diversión en sus ojos
oscuros—. Ella ya había asesinado
antes, de eso no hay duda. Los
seguidores de Benario deben hacerlo,
¿sabes? Lo llaman «actos de sangre».
Sólo alguien que ocupa un alto nivel en
el favor del dios y es bastante
conocedor de sus maneras puede haber
obtenido un anillo como éste.
—¡Khardan! ¿Estás bien? ¡Hemos
oído un grito! —Se oyó un clamor de
voces fuera de la tienda.
Indicando con un gesto al califa que
permaneciese donde estaba, Auda
levantó el cuerpo de Meryem en sus
brazos y la llevó fuera.
—¡Una asesina —gritó a la
murmurante multitud que se iba
congregando— enviada por Quar para
dar muerte a vuestro califa! ¡Por fortuna,
pude detenerla a tiempo!
Mateo levantó los ojos hacia
Khardan.
—Ibn Jad tiene razón, Khardan. Ella
intentó matar a Zohra —dijo con un
susurro de su destemplada garganta que
más pareció un graznido.
Y, en frases entrecortadas, le contó
todo el episodio al califa, quien escuchó
atentamente el relato con el rostro grave.
—Debisteis habérmelo dicho.
—¿Nos habrías creído? —preguntó
Mateo con voz queda.
—No —dijo Khardan sentándose
sobre sus talones—. No, tienes razón.
Yo era entonces, como tú pensabas que
aún seguía siéndolo, un estúpido ciego.
Mateo se ruborizó al oír sus más
íntimos pensamientos expresados en voz
alta.
—Yo no… —empezó a decir,
turbado.
Khardan descansó sus manos sobre
los hombros del joven brujo.
—Una vez más, Mateo, me has
salvado la vida.
—No —repuso Mateo con tono
desdichado—. Tú ya sabías bastante
acerca de ella. Conocías sus intenciones
y estabas preparado para ello.
—Tal vez no. Todo lo que tenía que
hacer era pincharme una vez en la carne
y… —Khardan se encogió de hombros
y, entonces, sus ojos abandonaron al
joven y se quedaron mirando hacia la
noche, como si esperasen, tal vez,
volver a ver la grácil figura entrando en
la tienda—. Créeme, Mateo —agregó
con melancolía—. Me he enfrentado con
la muerte de muchas formas pero,
cuando he visto ese anillo en su dedo,
cuando he sentido sus manos tocando mi
piel, ¡me he sentido invadido por un
horror que ha convertido en agua mis
entrañas y me ha sorbido la fuerza del
cuerpo! —Khardan sintió un escalofrío y
se volvió hacia Mateo—. Ha sido
providencial que vinieras. Akhran te ha
guiado.
—¡He quitado una vida humana! —
exclamó Mateo en voz baja, apretando
su mano teñida de carmesí.
—Hacemos lo que debemos —
repuso Khardan con brusquedad—.
Vamos, muchacho —añadió con cierta
impaciencia cuando Mateo sacudió la
cabeza no dejándose consolar—,
¿habrías preferido dejarla que me
matara?
—¡No, oh no! —Mateo levantó
rápidamente la mirada—. Es sólo que…
¿Cómo podría explicarle a aquel
guerrero las enseñanzas de sus padres,
que incluso en tiempo de guerra su gente
se negaba a luchar insistiendo en que
toda vida era sagrada? Y, sin embargo,
pensó confundido Mateo, jamás había
tenido que sufrir la desgracia de ver la
santidad de su hogar destrozada y a sus
niños buscando entre gritos los brazos
de sus madres.
—Estás cansado —dijo Khardan,
dándole unas palmaditas en el hombro y
ayudándolo a levantarse de los cojines
—. Vete a dormir y te sentirás mucho
mejor por la mañana. Tenemos mucho de
que hablar mañana.
«Sí, estoy cansado —se dijo Mateo
—. Pero ¿podré dormir? ¿Podré volver
a dormir alguna vez? ¿O sentiré la
sangre y oiré siempre ese horrible grito
de muerte?»
Al menos, observó con alivio
cuando abandonó la tienda, no tendría
que hablar con nadie. Podría
tambalearse hasta su tienda solo e
inadvertido. Los hombres que se habían
congregado con la excitación inicial no
le prestaron ninguna atención. Hubo una
asombrada reacción general cuando
Auda contó su historia, y Mateo bendijo
para sus adentros al Paladín por
atribuirse la muerte de Meryem y
dejarlo a él fuera de toda
responsabilidad. Los hombres
conversaban con locuacidad; unos
cuantos hranas aseguraban que ellos
habían desconfiado de la mujer desde
que la habían visto por primera vez.
Como esto implicaba una crítica al
califa, ahora profeta, los autores de
dichas afirmaciones fueron masivamente
abucheados. Los akares hablaban en voz
bien alta de cómo todo el mundo se
había dejado engañar por la belleza,
inocencia y encanto de Meryem.
—¡Arrojadla a los chacales! —gritó
alguien.
Acompañado de una procesión de
nómadas, Auda llevó el cadáver hasta
las afueras del campamento. El cuerpo
colgaba flojamente de los brazos del
Paladín. Un blanco brazo enredado con
un pañuelo de seda se desplomó de
repente por un lado y quedó colgando y
balanceándose en una parodia de
seducción, como si ella estuviese
intentando, por última vez, evitar su
destino. Pero, cuando mirasen a aquel
nubil cuerpo, los chacales no verían más
que carne.
Estremeciéndose, otra vez invadido
por el mareo y las náuseas, Mateo se
alejó.
Entonces sintió unos ojos fijos en él
y, volviendo la mirada hacia un lado,
vio a Zohra de pie en la entrada de su
tienda. Ella no dijo nada y él no pudo
leer sus ojos. Tampoco hizo ninguna
seña y él no fue hacia ella. Zohra había
oído hablar a Auda, por supuesto, y
Mateo adivinaba que ella conocía la
verdad.
El joven siguió caminando a ciegas.
Cuando alcanzó su tienda, más por
accidente que por designio consciente,
se dispuso a entrar, pero la idea de
meterse en la sofocante oscuridad —
aquella oscuridad que, no importa lo que
él hiciese para aligerarla, siempre olía
fuertemente a cabra— le producía
asfixia. Mateo retiró la mano de la
solapa de entrada.
Inhaló el fresco aire de la noche y
echó una mirada a las tiendas que había
esparcidas en torno a él. Muchas noches
había hecho lo mismo: salir de la tienda
para mirar desesperanzado a la luna y
las estrellas, imaginándolas brillando
sobre su tierra natal, reflejándose en el
agua de incontables arroyos, ríos, lagos
y charcas.
Aquella noche Mateo vio una nueva
luna, una diminuta brizna de luna,
haciendo equilibrio sobre su punta en el
horizonte como si se estuviese probando
a sí misma antes de iniciar su ascenso.
Por primera vez, Mateo vio la luna
brillar, no sobre las murallas del castillo
de su añoranza, sino sobre el desierto.
La árida y severa belleza atravesó su
corazón.
«El desierto es solitario —
reflexionó Mateo— pero, al fin y al
cabo, todos nosotros lo somos,
envueltos en nuestras frágiles coberturas
de piel. Es silencioso, inmenso y vacío,
y borra con una mano desconsiderada
todas las marcas que el hombre deja en
su arena. Es eterno, perpetuo y, sin
embargo, cambia constantemente: las
dunas se desplazan con el viento, lluvias
repentinas hacen brotar vida donde antes
no había más que muerte y el sol vuelve
a quemarlo todo una vez más».
«Durante los últimos meses, he
estado viviendo sólo porque tenía miedo
de morir». De pronto se vio a sí mismo
como el escuchimizado cactus marrón,
la Rosa del Profeta, aferrándose a una
absurda existencia entre las rocas. Auda
había dicho: «Es obvio que tu vida ha
sido salvada con un propósito», y todo
cuanto él podía hacer con aquella vida,
al parecer, era arrastrarse de aquí para
allá gimoteando y quejándose de que
aquello no era lo que él quería. Flor, lo
llamaba Auda. Él podía bien
marchitarse y pudrirse o bien florecer y
dar sentido no sólo a su vida, sino
también a su muerte.
De pronto, Mateo disfrutó con
humildad y alegría de estar vivo.
Bajó la mirada hacia su mano
ensangrentada. Había quitado una vida.
Promenthas le pediría explicaciones por
ello. Pero lo había hecho por salvar una
vida. Y ya no tenía miedo.
Capítulo 9
—No me fío de lo que esa mujer,
Meryem, comentó acerca del regreso del
imán a Kich —rugió Majiid.
—Yo nunca confié en ella —saltó
inesperadamente Jaafar—. No creí una
sola de sus palabras. Fuiste tú quien la
acogió en su morada, jeque Al Fakhar…
Un insulto para mi hija, una mujer cuyas
virtudes son más numerosas que las
estrellas del cielo.
Los ojos de Majiid casi se salieron
de sus órbitas; el jeque se erizó como un
tigre acorralado.
—Vamos, vamos —interpuso Zeid
con suficiencia—. Fueron tres las
víctimas de la ramera del emperador,
dos de ellas cabras viejas que deberían
haber sabido mejor lo que se hacían.
—¡Cabras viejas! —saltó Jaafar con
voz chillona, volviéndose hacia Zeid.
Frotándose sus doloridas sienes,
Khardan contuvo con un esfuerzo las
acaloradas palabras de cólera y
frustración que ascendían hasta sus
labios. Obligándose a permanecer en
calma, alzó la voz sobre la de los
contendientes.
—He enviado a los djinn a Kich a
verificar la historia de Meryem. Estarán
de vuelta con noticias en cualquier
momento.
—No a mi djinn, supongo —dijo
Zeid con una mirada desafiante a
Khardan.
—A todos los djinn.
—¿Cómo te atreves? ¡Raja es mi
djinn personal! ¡No tienes derecho…!
—¡Si no hubiese sido por mi hijo, tú
no tendrías djinn personal ninguno! —lo
cortó Majiid con una ruidosa carcajada
y hundiendo su huesudo dedo en la fofa y
encogida barriga de Zeid—. Si mi hijo
quiere utilizar a tu djinn…
—¿Dónde está Fedj? —preguntó
Jaafar poniéndose de pie de un salto—.
¿Te has llevado también a Fedj?
—¡Silencio! —bramó Khardan.
La tienda se calló. Los jeques fijaron
en el califa miradas diversas: Zeid,
astuta y furtiva; Jaafar, ofendida, y
Majiid, indignada.
—¡Un hijo no habla de esa manera a
su padre! —lo reprendió Majiid
enojado, poniéndose en pie con la ayuda
de un sirviente—. No me sentaré en la
tienda de mi hijo si…
—Sí te sentaras, padre —aseguró
Khardan fríamente—. Te sentarás y
esperarás con paciencia el regreso de
los djinn. Te sentarás porque, si no lo
haces, nuestro pueblo estará acabado y,
entonces, más nos valdría a todos ir a
arrojarnos a los pies del imán e
implorar la misericordia de Quar.
Y, diciendo esto, lanzó una severa
mirada alrededor, a los otros dos jeques.
—Mmmm.
Zeid se alisó la barba y observó a
Khardan en silencio. Jaafar comenzó a
gimotear que estaba maldito,
murmurando que lo mismo les daría que
se entregasen ya mismo a Quar. Majiid
lanzó una feroz mirada a su hijo y
después, bruscamente, se dejó caer de
nuevo sobre el suelo de la tienda.
Khardan suspiró y deseó que los
djinn estuviesen pronto de vuelta.
Era de noche. Los jeques estaban
reunidos en la tienda de Khardan,
celebrando consejo acerca de su futuro
plan de acción. Apiñados en torno a la
tienda estaban los hombres de las tres
tribus, mirándose con recelo los unos a
los otros pero manteniendo una inquieta
paz.
El consejo no había comenzado con
muy buenos auspicios. Zeid lo había
abierto anunciando:
—Ahora tenemos un profeta. ¿Y
qué?
«¿Y qué?», se repetía Khardan a sí
mismo. Él conocía su apurada situación
demasiado bien. Con la conquista de las
tierras sureñas de Bas, el amir se había
vuelto mucho más poderoso de lo que
era cuando arrasó los campamentos
nómadas. El ejército de Qannadi
contaba con decenas de miles de
soldados. Su caballería montaba
caballos mágicos, y Zeid había recibido
informes de sus espías de que, gracias al
adiestramiento de Achmed, los soldados
del amir cabalgaban y luchaban a
caballo tan bien como un spahi. Y a este
ejército iba a enfrentarse un puñado de
nómadas harapientos y medio muertos
de hambre que no lograban ponerse de
acuerdo ni en qué dirección soplaba el
viento.
Una nube se materializó dentro de la
tienda, y Khardan levantó los ojos,
aliviado, contento de desviar sus
oscuros pensamientos hacia algo
distinto, al menos por el momento. Aun
así, no pudo evitar pensar que quizá las
noticias harían sus problemas mucho
más difíciles.
Cuatro djinn aparecieron ante él: el
apuesto Sond, el musculoso Fedj, el
gigantesco Raja y el redondo Usti. Cada
uno de ellos se inclinó con el mayor de
los respetos ante el califa, con las manos
cruzadas sobre el corazón. Era una
escena impresionante y Majiid lanzó una
mirada triunfante a sus dos primos para
asegurarse de que éstos no se la perdían.
—¿Qué nuevas hay? —preguntó
Khardan con tono severo.
—Ay, amo —dijo Sond quien, al
parecer, era el portavoz puesto que él
ahora servía a Khardan—. La mujer,
Meryem, dijo la verdad. El imán se
halla en este mismo momento de camino
a Kich, acompañado por el amir y sus
tropas. Y ha decretado que, cuando
llegue a la ciudad, todos sus habitantes
le habrán de dar la bienvenida en el
nombre de Quar. Aquel que no lo haga
será ejecutado. La lanza apunta
directamente hacia nuestra gente, sidi, ya
que ellos son los únicos no creyentes en
la ciudad.
—¿Han sido encarcelados?
—Sí, sidi. Mujeres, niños y hombres
jóvenes, todos están presos en la
Zindam.
—¡Sin comida! —añadió Usti.
Jadeando a causa de sus
desacostumbrados esfuerzos y
abanicándose con una hoja de palmera,
el djinn se puso blanco sólo de pensarlo.
Los otros tres djinn se volvieron hacia
él clavándole sus miradas. Usti se
encogió acobardado y gimió:
—¡Pensé que el amo debería
saberlo!
—¿Los están matando de hambre?
—gritó Majiid.
—¡Silencio! —ordenó Khardan,
pero era ya demasiado tarde.
—¿Qué? ¡Perros! ¡Morirán!
Un clamor general estalló fuera de la
tienda; la voz de Majiid había llegado
claramente a los atentos oídos de los
nómadas.
—No pensábamos decírtelo de
forma tan brusca, sidi —dijo Sond
lanzando una mirada asesina a Usti—. Y
eso no es del todo cierto. Están siendo
alimentados, pero sólo lo suficiente para
mantenerlos vivos.
—No puedo creerlo —dijo Khardan
con firmeza—. Yo conocí al amir. ¡Él es
un soldado! No les haría la guerra a
mujeres y niños.
—Con todos mis respetos, sidi —
intervino Fedj—, no es el amir quien ha
dado esta orden. Ha sido Feisal, el
imán, y, como muchos saben ya,
verdadero gobernante de Kich.
—Quar está desesperado —añadió
Raja haciendo vibrar los postes de la
tienda con su retumbante voz—. La
guerra del cielo se ha vuelto contra él y
ahora no permite que ningún kafir se
ponga en su camino en la tierra. La gente
de las ciudades sureñas conquistadas
está inquieta y se habla de revuelta.
Feisal quiere dar un sangriento ejemplo
con nuestro pueblo, para acallar a los
rebeldes y mantenerlos a raya.
—Entonces, no tenemos otra
solución —determinó Khardan con
dureza—. ¡Debemos atacar Kich!
—¡Los primeros en morir serán
nuestros paisanos encarcelados, sidi! —
gimoteó Usti—. ¡Con eso ha amenazado
el imán!
Mirando con furia al gordo djinn,
Sond tomó una impaciente bocanada de
aire y apretó los puños. Con aire
tremendamente ofendido y sufrido, Usti
dijo, haciendo pucheros:
—¡Puedes amenazarme todo lo que
quieras, Sond! ¡Pero es la verdad! ¡Yo
fui a la prisión, si te acuerdas! ¡No tú!
¡Y los vi, amo! —continuó el djinn
avanzando con resolución hacia Khardan
—. Nuestra gente se encuentra encerrada
en el recinto de la prisión, sidi,
acordonados por los fanáticos
sacerdotes-soldados del imán que
vigilan día y noche con sus espadas
desenvainadas.
—Esos mismos sacerdotes-soldados
son los que llevaron a cabo la matanza
de los kafir en Bastine, sidi —añadió de
mala gana Sond—. No hay duda de que
son capaces de ejecutar la orden del
imán de asesinar a nuestra gente. De
hecho, la esperan con ansia.
—Nuestra gente estaría muerta antes
de que pudiésemos hallarnos dentro de
las murallas —rugió Raja.
—Y nunca lograremos entrar en el
interior de las murallas —señaló el
jeque Zeid con pesimismo, y movió la
mano hacia el campamento, donde la
multitud guardaba ahora un ominoso
silencio—. ¡Unos pocos cientos contra
el inmenso poder del amir! ¡Bah! ¡Todo
lo que podríamos hacer por nuestra
gente sería morir con ellos!
—¡Si eso es todo lo que podemos
hacer, eso es pues lo que debemos
hacer! —replicó Khardan con amarga
cólera y frustración—. ¿Podríamos
contar con más djinn, tal vez, o 'efreets?
—Los inmortales libran la batalla en
su propio plano, sidi —dijo Fedj
negando con su enturbantada cabeza—.
Aunque Kaug ya no esté presente, la
guerra todavía prosigue con rabia. Quar
dejó libres a los inmortales a quienes
había mantenido embotellados y, aunque
éstos sean débiles, son numerosos y
defienden con valentía a su dios. Hazrat
Akhran no puede desprenderse de
ninguno de los suyos.
—Al menos debemos estar
agradecidos de que no habrá ningún
inmortal defendiendo Kich —añadió
Sond, ansioso por decir algo
esperanzador.
—Con cien mil hombres, ¿quién
necesita inmortales? —comentó Usti,
encogiendo sus gruesos hombros.
Sond apretó los dientes con gesto
amenazador.
—Creo que he oído a tu ama
llamándote.
—¡No! —Usti palideció y miró a su
alrededor, muerto de miedo—. No es
cierto, ¿verdad que no?
—Mis primos en Akhran —dijo el
jeque Zeid inclinándose hacia adelante y
haciendo señas a sus contertulios para
que acercaran sus cabezas a la suya—.
Es verdad que, tal como nos han
informado los djinn, el amir desprecia la
idea de matar por matar. Enfrentándose a
nosotros en el combate, de hombre a
hombre, nos mataría a todos sin
vacilación, pero no mataría a los
inocentes, los indefensos…
—Él asesinó al sultán de Kich y su
familia —interrumpió Jaafar.
Zeid hizo un gesto de suficiencia.
—Del mismo modo, un hombre
sabio no sólo mata al escorpión que
encuentra en su bota sino que busca bien
a su compañero, sabiendo que la
picadura de uno es tan dolorosa como la
del otro. Pero ¿acaso él siguió adelante
y asesinó a los seguidores de Mimrim y
los otros dioses cuyos templos, por
pequeños que fuesen, se hallaban en
Kich? No. Sólo cuando ese Feisal tomó
el control de la situación empezamos a
oír hablar de «Quar en el corazón o
acero en la barriga». Si algo le
ocurriese a ese Feisal…
Zeid hizo un airoso movimiento de
mano y sus ojos se estrecharon hasta
formar dos rendijas.
—¡No! —replicó Khardan con
brusquedad, poniéndose de pie y
echándose hacia un lado sus vestiduras
como si quisiera apartar éstas también
de semejante profanación—. ¡Akhran
maldice a aquel que mata a sangre fría!
—Puede que lo haga ahora, en
tiempos modernos —contestó Zeid—.
Pero hubo un tiempo, cuando nuestros
abuelos eran jóvenes…
—¿Y tú querrías ir hacia atrás en
lugar de hacia adelante? —lo
interrumpió Khardan—. ¿Qué honor hay
en apuñalar a un hombre, un sacerdote
además, en la espalda? Yo no seré un
asesino, como los seguidores de Benario
o de…
—¿Zhakrin? —sugirió una voz
suavemente.
Nadie había oído entrar a Auda.
Nadie sabía cuánto tiempo llevaba allí
dentro. Sobresaltados y ceñudos, los
jeques lo miraron con ojos indignados.
Moviéndose con la elegancia de un gato,
el Paladín se puso en pie y avanzó hasta
situarse ante Khardan.
—Te recuerdo tu juramento,
hermano.
—Mi promesa fue proteger tu vida y
vengar tu muerte, ¡no cometer un
asesinato!
—Yo no te pido que lo hagas. Yo
haré lo que hay que hacer —dijo
fríamente Auda—. De hecho, ninguna
otra mano más que la mía puede dar
muerte a Feisal si quiero cumplir el
juramento que hice a mi hermano
muerto. Pero no quisiera dejar mi
espalda desprotegida. Por eso te pido
que cabalgues conmigo hasta Kich y me
ayudes a atravesar las puertas de la
ciudad y del templo y…
—… ¿y vuelva la cabeza mientras tú
hundes tu maldita daga en el cuerpo de
ese hombre? ¿Apartar la mirada como
una mujer? —La mano de Khardan dio
un corte en el aire—. ¡No! ¡No, no y no!
—Un profeta remilgado —murmuró
Zeid acariciándose la barba.
Khardan se volvió como un ciclón
hacia ellos.
—¡El imán se ha llevado a nuestras
familias, nuestras esposas, hermanas,
niños, hermanos y primos! Ha destruido
nuestras viviendas, robado nuestra
comida y no nos ha dejado nada más que
nuestro honor. Ahora parece que queréis
entregarle éste también. ¡Así sí que, no
importa lo que pase, nos haríamos
esclavos de Quar!
El califa se erguía con toda su altura
y su voz temblaba de orgullosa cólera.
—¡Yo no entregaré mi honor ni
tampoco el honor de mi gente!
Uno por uno, los jeques bajaron los
ojos ante la mirada de Khardan. La feroz
mirada de Majiid fue la última en
descender ante la de su hijo pero, al fin,
buscó la alfombra que tenía debajo de
sus pies y su cara enrojeció de dolor,
frustración y furia.
—Entonces, en el nombre de
Akhran, ¿qué es lo que vamos a hacer?
—gritó de repente dándose un puñetazo
en el muslo con su nudosa mano.
—Yo pienso hacer lo mismo que
haría con cualquier otro enemigo que me
hubiese infligido una afrenta así —dijo
Khardan—. Haré lo que haría si ese
Feisal no fuese Feisal sino Zeid al
Saban —gesticuló— o Jaafar al Widjar.
Viajaré hasta Kich y desafiaré al amir a
entablar justo combate con nosotros, con
el entendimiento de que, si vencemos
nosotros, dejaremos a su gente indemne
y, si perdemos, él hará lo mismo con la
nuestra. Así cumpliré yo mi promesa
contigo, Auda ibn Jad —añadió Khardan
mirando al Paladín, quien estaba
escuchándolo con un rictus de desdén en
los labios—. Yo mismo iré y presentaré
nuestro desafío al amir. Tú cruzarás las
puertas conmigo y ambos afrontaremos
juntos sus peligros. Pero, primero, debes
darme tu palabra de que, si el amir
acepta nuestro trato, no harás nada al
imán hasta que mi gente se encuentre a
salvo en el desierto.
—Al amir no le va a gustar nada tu
proposición, hermano —contestó Auda
—. Si tienes suerte, te cortará la cabeza
allí mismo, mientras compareces ante él.
Si no, ¡te encerrará en la Zindam y
dejará que sus verdugos te enseñen
honor! ¡Y yo tendré entonces dos
muertes que vengar en vez de una!
—Es muy probable —respondió
Khardan con gravedad.
El Paladín Negro se quedó mirando
detenidamente a Khardan.
—Yo podría abandonarte ahora y
hacer esto sin ti. Tú lo sabes. Tu brazo
es fuerte con la espada, pero yo puedo
encontrar a otros tan fuertes como tú y
mucho mejor dispuestos. ¿Por qué no lo
hago? ¿Por qué soporto esto? ¿Por qué
los dioses mezclaron nuestra sangre y
oyeron nuestras promesas sabiendo que
éstas no emparejaban, que fueron
pronunciadas bajo falsa creencia? —Los
ojos de Auda ibn Jad se oscurecieron de
perplejidad—. Yo no conozco la
respuesta. Únicamente puedo tener fe.
Eso te lo puedo prometer, Khardan,
profeta de un dios extraño. Si por alguna
alocada razón logras llevarlo adelante,
yo no tocaré un solo hilo de los hábitos
del imán hasta que el sol haya salido y
se haya puesto tres veces sobre tu gente
después de que ésta abandone la ciudad.
¿Satisfecho?
Khardan asintió con la cabeza.
—Satisfecho.
—Entonces, que quede también
claro que tu grito de muerte me absuelve
de esta promesa —agregó Auda
irónicamente.
—Eso por supuesto —repuso
Khardan con una leve sonrisa.
—Así pues, cabalgaremos hacia
Kich —dijo Majiid con tono desafiante,
poniéndose en pie.
—Cabalgaremos hacia la Muerte —
musitó Jaafar.
—Sin esperanza —añadió Zeid.
—¡No lo creas! —vino una voz
clara y segura de sí misma.
Capítulo 10
Zohra separó la solapa de la tienda y
entró seguida de Mateo.
Los jeques la miraron
escandalizados.
—Vete, mujer —ordenó Majiid—.
Tenemos asuntos importantes que
discutir.
—¡No hables de ese modo a mi hija!
—intervino Jaafar agitando el puño—.
¡Ella puede convertir la arena en agua!
—¡Entonces me gustaría que hiciese
de este desierto un océano y te ahogaras!
—rugió Majiid.
Preocupado por la situación y
exasperado por las discusiones,
Khardan hizo un gesto disuasivo a su
esposa.
—Mi padre tiene razón —empezó
con tono apremiante—. Éste no es lugar
para mujeres…
—¡Esposo!
Zohra no habló en voz alta. Pero la
claridad y firmeza de su tono pusieron
fin de golpe al sermoneo.
—Quiero que se me escuche.
Educadamente, con los ojos puestos
únicamente en Khardan, Zohra avanzó
hasta situarse delante de su esposo. Su
velada cabeza se erguía con orgullo. Iba
vestida con el sencillo caftán blanco.
Detrás de ella, vestido de negro, iba
Mateo. Había un aire de recién
adquirida dignidad en el joven que
impresionó a los presentes, y una calma
y seguridad en la mujer que hicieron que
hasta los djinn se inclinasen y abrieran
camino ante los dos.
—Muy bien —dijo Khardan con
tono gruñón, tratando de aparentar
severidad—. ¿Qué es lo que deseas
decir, esposa? —esta palabra iba teñida
de la acostumbrada ironía—. Habla. No
tenemos mucho tiempo.
—Si tú no logras persuadir al amir
para que luche, es obvio que tendremos
que rescatar a nuestra gente de la
prisión.
—Eso es obvio para todos nosotros,
esposa —contestó Khardan, perdiendo
rápidamente la paciencia—. Estamos
planeando…
—Planeando morir —observó
Zohra; y, haciendo caso omiso del
fruncimiento de entrecejo del califa,
continuó—: Y nuestra gente también
morirá. Ésta no es una batalla que pueda
ganarse con hombres y espadas —dijo
mirando a Mateo, quien asintió con la
cabeza, y luego volvió los ojos de nuevo
hacia su esposo—. Esta batalla sólo se
puede ganar con mujeres y su magia.
—¡Bah! —voceó Majiid con
impaciencia—. Nos está haciendo
perder el tiempo, hijo mío. Dile que
vuelva y se ocupe de ordeñar las
cabras…
—¡Dos personas con magia pueden
liberar a nuestra gente, mientras que
cientos de hombres armados con
espadas no! —continuó Zohra sin hacer
el más mínimo caso de Majiid, con un
brillo en sus oscuros ojos como el de las
estrellas en el cielo nocturno—. Ma-teo
tiene un plan.
—Bien; oigamos ese plan —dijo
Khardan con tono cansado.
—No —tomó la palabra Mateo,
dando un paso hacia adelante.
Él había visto el intercambio de
miradas entre el califa y los otros, todos
preparándose para reírse de la mujer y
mandarla de vuelta a sus labores. Mateo
sabía que los jeques, y que el propio
Khardan, jamás entenderían; que
describirles su idea provocaría
incredulidad y burlas, y a él lo dejarían
atrás mientras Khardan cabalgaba hacia
una muerte segura.
—No, esto es de Sul y, por tanto,
está prohibido contarlo. Debéis confiar
en nosotros…
—¿En una mujer que cree que es un
hombre y un hombre que se cree que es
una mujer? ¡Ja! —se rió Majiid.
—Todo lo que pedimos —siguió
Mateo, sin prestarle atención al jeque—
es que nos llevéis con vosotros adentro
de la ciudad…
Khardan estaba ya negando con la
cabeza; su expresión era severa y
sombría.
—Es demasiado peligroso…
Zohra empujó a un lado a Mateo.
—¡Akhran nos envió a aquel terrible
castillo juntos, esposo, y juntos nos sacó
de allí! ¡Fue por su voluntad que nos
casamos, y su voluntad nos trajo hasta
aquí juntos para salvar a nuestro pueblo!
Llévanos contigo ante el amir. Si él nos
mata allí mismo, delante de él, será que
ésa es la voluntad de Akhran, y
moriremos juntos. Si nos envía a la
Zindam a morir con nuestra gente,
¡entonces, con nuestra magia, tendremos
una oportunidad de salvarlos! —dijo, y
levantó la barbilla; los ojos le ardían
con un orgullo que hacía pareja con el
orgullo de aquellos otros ojos que la
contemplaban admirados—. ¿O es que
Akhran te ha concedido a ti el derecho
de arriesgar tu vida por nuestro pueblo,
esposo, y a mí me lo ha negado por ser
una mujer?
Khardan miró a su esposa en
pensativo silencio. Majiid bufó con
desdén. Los djinn intercambiaron
miradas y levantaron sus cejas. Zeid y
Jaafar se movieron incómodos, pero
nadie dijo nada. Nadie podía decir nada
que no hubiese sido dicho ya antes. La
expresión del califa se oscureció más
todavía, su ceño se hizo más
pronunciado. Su mirada se volvió hacia
Mateo.
—Ésta no es tu gente. Ni tampoco es
ésta tu tierra, ni Akhran tu dios. El
peligro que nosotros correremos en Kich
será grande, pero para ti el peligro será
todavía mayor. Si te capturan, no
descansarán hasta que hayan descubierto
de dónde procedes y qué secretos
albergas en tu corazón.
—Lo sé, califa —contestó Mateo
con gran resolución en la voz.
—¿Y sabes también que ellos te
arrancarán esos secretos utilizando
hierro frío y agujas calientes, y que te
sacarán los ojos y te cortarán los
miembros…?
—Sí, califa —repuso Mateo en voz
baja.
—Nosotros luchamos para salvar a
aquellos que amamos. ¿Por qué quieres
correr tú este peligro?
Mateo levantó los ojos y miró
directamente a los de Khardan. En
silencio dijo: «Yo te daría la misma
respuesta, pero no lo entenderías». En
voz alta respondió:
—A los ojos de mi dios, toda vida
es sagrada. Yo estoy obligado, en su
nombre y con la ayuda de Sul, a hacer
todo lo que pueda por proteger a los
inocentes y a los indefensos.
—Su peligro no será mayor que el
nuestro. Él puede disfrazarse de mujer,
esposo mío —sugirió Zohra—. El
equipaje de esa malvada, Meryem, está
todavía en su tienda. Ma-teo puede
llevar sus ropas. Será mucho mejor así,
en cualquier caso, ya que los guardias
nos mantendrán juntos y nos encerrarán a
ambos con las demás mujeres cuando
entremos en prisión.
Khardan estaba a punto de rehusar.
Mateo podía verlo en los cansados ojos
del hombre. El joven brujo sabía que
Zohra lo veía también, pues sintió cómo
su cuerpo se ponía rígido y oyó la
profunda inhalación con la que se
inician discusiones, se lanzan vituperios
o tal vez ambos, lo que no haría más que
ocasionar más problemas. Justo estaba
pensando en cómo podría hacerla salir
de la tienda y llevarla a algún lugar
donde pudiera discutir el asunto con ella
de un modo racional, cuando Auda
inclinó su cabeza hacia Khardan y
susurró algo en su oído.
El califa escuchó de mala gana, con
los ojos en su esposa y Mateo, y después
cortó a Auda con gesto impaciente. El
Paladín dejó de hablar y se retiró.
Khardan guardó silencio durante unos
momentos y luego habló.
—Yo había pensado dejaros en el
campamento al cuidado de los enfermos
y ancianos. Ellos necesitan vuestros
conocimientos. Pero está bien, esposa
—dijo Khardan con tono resignado—.
Vendrás conmigo a Kich, y Mateo
también.
Majiid miró a su hijo boquiabierto
de asombro, pero un rápido gesto de
Khardan le hizo cerrar la boca y
permanecer en un hirviente silencio.
—Gracias, esposo —contestó Zohra.
Si al sol le hubiese dado por caer de
pronto del cielo y estallar en llamas en
el centro de la tienda, no podría haber
resplandecido con más intensidad ni
brillado con tan deslumbrante esplendor.
Zohra inclinó respetuosamente la
cabeza, con los ojos bajos; pero,
mientras lo hacía, lanzó una rápida
mirada de triunfo a su esposo y otra
cálida y agradecida mirada a Auda.
El ceño de Khardan se hizo más
sombrío, pero no dijo nada. Al ver a
Auda mirar a Zohra con una ligera
sonrisa en los labios, a Mateo no le
gustó aquel cambio de opinión por parte
de Khardan ni el súbito interés del
Paladín por Zohra. Desconfiaba de lo
que podía haber detrás de todo aquello y
le habría gustado mucho poder quedarse
y escuchar lo que iba a decirse después,
pero Khardan despachó a ambos y el
joven brujo no tuvo más remedio que
seguir a la regocijada Zohra al
abandonar la tienda.
Una vez fuera, Mateo se quedó unos
momentos junto a la entrada esperando
poder oír la conversación, pero Sond
apareció bajo la solapa de la tienda y lo
miró con severidad. Dentro sólo había
silencio, y Mateo comprendió que la
conversación no se reanudaría hasta que
él y Zohra se hubiesen ido.
Suspirando, se alejó tras una Zohra
entusiasmada con su victoria, aunque el
joven se preguntaba sombríamente quién
había ganado en realidad.
—¿Se han ido?
Sond asintió con la cabeza desde la
entrada.
—Auda ibn Jad tiene razón —dijo el
califa cortando la objeción de su padre
antes de que éste pudiese hablar—. Con
lo terca que es mi esposa —Khardan
tragó saliva—, si la dejásemos aquí sola
tramaría sin duda alguno de sus
alocados planes. Es mejor mantenerlos a
ambos con nosotros, donde podamos
vigilarlos.
Estas no habían sido las palabras de
Auda. Él le había recordado a Khardan
lo que el califa ya sabía: que Mateo era
un talentoso mago y Zohra una discípula
con aptitudes. En tan desesperada
situación, no podían permitirse el lujo
de rechazar ninguna oferta de esperanza
por pequeña que fuera. Auda habría
continuado recordando a Khardan el
valor de su esposa, pero el califa se
acordaba perfectamente de ello y era en
este punto donde había detenido de
plano a su consejero. Khardan se
preguntaba por qué lo irritaba oír a
Auda ensalzar a una esposa que no era
una esposa, pero sí, lo irritaba; las
encomiantes palabras del Paladín hacia
ella escocían al califa como la ardiente
picadura de la hormiga roja.
—Tened preparados a los hombres
por la mañana —ordenó Khardan con
brusquedad, levantándose y poniendo fin
a la asamblea.
Deseaba, necesitaba
desesperadamente estar solo.
—Si todo va bien, el amir se
enfrentará a nosotros en justo combate…
—¿Justo? ¿Diez mil contra uno? —
musitó Jaafar con desconsuelo.
—¡Justo para los akares! —
puntualizó Majiid—. ¡Si los hranas
tienen miedo, pueden esconderse detrás
de sus rebaños!
—¿Miedo? —se erizó Jaafar—.
Jamás he dicho…!
—Si las cosas van mal —continuó
Khardan levantando la voz, para aplacar
inexorablemente el incipiente altercado
— y soy capturado, lucharé hasta el
final. Lo mismo hará nuestra gente en la
prisión. Aun cercados por espadas,
combatirán por sus vidas con las manos
desnudas. Y vosotros atacaréis la
ciudad; sin esperanza tal vez, pero
enviaréis a su dios a tantos seguidores
de Quar como podáis antes de caer.
Majiid dio a su hijo una palmada en
la espalda; sus grises mejillas habían
recobrado una sombra de color y sus
apagados ojos, su antiguo brillo feroz.
—¡Akhran ha escogido sabiamente a
su profeta!
Cogiendo a Khardan con ambas
manos, lo besó en las mejillas y
abandonó la tienda; su voz retumbaba a
través del desierto mientras llamaba a su
pueblo a filas.
Jaafar se acercó furtivamente hasta
el califa. La cara del arrugado
hombrecillo, perpetuamente triste
incluso en sus momentos más felices,
parecía ahora a punto de deshacerse en
lágrimas. Dando unas palmaditas a
Khardan en el brazo y lanzando miradas
de soslayo a su alrededor para
asegurarse de que nadie lo oía, susurró:
—Akhran sabe que yo soy un
hombre maldito. Nada me ha ido bien
jamás. Pero empiezo a creer que no me
ha maldecido en su elección de un yerno
para mí.
Zeid no dijo nada, sino que se limitó
a mirar a Khardan con suspicacia, como
si desconfiase incluso de aquello y se
preguntara qué treta estaría tratando de
jugarle el califa. El meharista hizo un
respetuoso salaam y se marchó,
llevándose consigo a Raja. También
Auda, al parecer, se había ido, ya que,
cuando Khardan se acordó de él y se
volvió para hablarle, el Paladín Negro
ya no estaba en la tienda.
Al fin solo, el califa se dejó caer
sobre los cojines que había en el suelo
de la tienda. Él no estaba hecho para
aquella clase de vida. No le agradaba el
sabor a miel en su lengua…, miel
utilizada para endulzar palabras amargas
con el fin de que otros puedan
tragárselas. Él prefería palabras directas
y sinceras. Si hay algo que hablar, deja
que la lengua sea tan afilada y concisa
como la hoja de tu espada. Por
desgracia, él no poseía, en aquel difícil
momento, la habilidad de hacer que sus
palabras reflejaran con transparencia
sus pensamientos.
Abatido, se acostó. Cansado como
estaba, no tenía sin embargo muchas
esperanzas de poder dormir. Cada vez
que cerraba los ojos, veía cabellos
rubios, labios sonrientes y sentía el
pinchazo de una aguja envenenada…
—Te pido disculpas, amo —dijo una
suave voz que hizo a Khardan sentarse
alarmado—. Pero tengo algo que decirte
en privado.
—Sí, Sond, ¿de qué se trata? —
preguntó Khardan de mala gana al ver en
la grave expresión del djinn el anuncio
de más malas noticias.
—Como ya habrás podido suponer,
nosotros, los djinn, nos dividimos para
llevar a cabo nuestra búsqueda de
información. Usti fue enviado a la
prisión; pensamos que allí podría
ocasionar menos problemas que en
ninguna otra parte. Raja se inmiscuyó
entre la gente de Kich. Fedj espió como
mejor pudo a los sacerdotes del imán sin
entrar en el templo, lo que no podemos
hacer, por supuesto, ya que es el recinto
sagrado de otra deidad. Yo viajé hacia
el norte, sidi, y me infiltré entre las
tropas del amir.
—Tienes noticias de Achmed —
adivinó Khardan.
—Sí, sidi —repuso Sond
inclinándose—. Espero no haber hecho
mal.
—No. Me alegra saber de él. Es mi
hermano todavía. Nada, ni siquiera su
repudio por parte de mi padre, puede
cambiar eso.
—Pensé que así era como sentías,
sidi, y por eso me tomé la libertad. Oí
por encima algunas cosas extrañas que
se decían de él y una mujer que había
tomado recientemente. Una mujer que, al
parecer, lo abandonó en misteriosas
circunstancias.
El rostro de Khardan se
ensombreció. No dijo nada; sólo se
limitó a observar al djinn.
—Esperé hasta que el joven saliese
para llevar a cabo alguno de sus deberes
y, entonces, entré en su tienda. Allí
encontré esto, sidi.
Sond entregó a Khardan un pequeño
fragmento de pergamino.
—¿Qué dice? —preguntó el califa
mirando los extraños signos con
desconfianza.
Sond leyó el mensaje que Meryem
había dejado para Achmed.
—Ella estuvo con él muchas
semanas al parecer, sidi —dijo Sond
con suavidad—. No hay duda de que él
estaba prendado de ella. Esto constituía
un chismorreo común entre los hombres.
Desde que ella se marchó, todos notaban
la tristeza de su cara y su aspecto
afligido.
—¿Qué se propondría ella hacer con
él? —inquirió Khardan estrujando el
papel en su mano.
—Sobre eso no podría más que
hacer conjeturas, amo. Pero oí muchas
más cosas acerca de tu hermano
mientras estaba entre las tropas. Parece
ser que es el favorito de Qannadi, cuyos
hombres han llegado también a respetar
al kafir, como ellos lo llaman. Achmed
ha demostrado su valía, tanto en el
campo de batalla como fuera de él.
Qannadi tiene hijos, pero están lejos de
él, en la corte del emperador. No parece
haber duda de que, si el amir muriese,
Achmed podría verse ascendido a una
posición de gran poder y autoridad. Mi
opinión es que la mujer, Meryem, era
consciente de esto y se proponía
ascender con él. Tal vez incluso estaba
tratando de que todo fuese algo más
rápido de lo que se esperaba.
—¿Qué es lo que nuestro dios se
propone con esto? —se preguntó
Khardan desconcertado—. Al matar a
Meryem, puede que le hayamos salvado
la vida al amir —dijo, tomando una
profunda bocanada de aire y no
queriendo hacer la siguiente pregunta
por no oír la respuesta—. Sond, ¿irá mi
hermano a Kich?
—Sí, sidi. Él es capitán de la
caballería del amir.
—¿Se ha… se ha convertido él a
Quar?
—Creo que no, sidi. Los hombres
dicen que tu hermano no rinde culto a
ningún dios. Él afirma que los hombres
están solos, y únicamente son
responsables ante sí mismos y ante los
otros hombres.
—¿Qué hará él si su gente es
atacada?
—No lo sé, sidi. Mi vista alcanza
lejos, pero no puede ver dentro del
corazón humano.
Khardan suspiró.
—Gracias, Sond. Puedes irte. Has
hecho muy bien.
—Que la bendición de Akhran sea
contigo, amo —dijo el djinn con una
inclinación—. Que él te infunda su
sabiduría.
—Sí, que lo haga —murmuró
Khardan, y se volvió a acostar para
mirar pensativamente hacia la oscuridad
que parecía hacerse más y más espesa
en torno a él.
EL LIBRO DE
AKHRAN
Capítulo 1
Los hranas, los akares y los arahes
—tres tribus unidas al fin, aunque sólo
fuese por la desesperación—
cabalgaban velozmente hacia Kich en
aprensivo silencio, cada hombre
ocupado con sus propios pensamientos
oscuros. Nadie, ni siquiera el propio
Khardan, creía que el amir fuese a
aceptar su desafío. El imán había
declarado que los kafir tenían que
convertirse o morir, y no se retractaría
de su postura. Aquélla era la última
cabalgada de los pueblos del desierto.
Aquello era el fin… de la vida, del
futuro. La esperanza que crecía en casi
todos los corazones tenía el gusto de una
hierba amarga; consistía tan sólo en
poder, a su muerte, comparecer ante
Akhran y afirmar: «He muerto con
honor». Khardan no se sorprendió al
ver, cuando los nómadas abandonaron el
campamento junto al Tel, que la Rosa
del Profeta ofrecía un aspecto más
cercano a la muerte que nunca. Y, sin
embargo, se aferraba a la vida con
obstinada persistencia.
Dos corazones había en aquel
sombrío viaje, empero, que albergaban
verdadera esperanza. Zohra jamás había
oído hablar de aquella «niebla» de la
que hablaba Mateo y que, según él, era
tan común en la extraña tierra de donde
él procedía. Ella encontraba
verdaderamente difícil, si no imposible,
imaginar nubes descendiendo del cielo
para obedecer sus órdenes, rodeando y
confundiendo los ojos de los enemigos.
Pero había visto a Mateo convocar a una
de esas nubes desde un cuenco de agua
en su tienda. Había sentido su frío y
húmedo tacto en su piel, olido su liento
olor y había contemplado con asombro
cómo Mateo desaparecía poco a poco
de su vista y los objetos familiares de su
tienda se desvanecían o adquirían un
aspecto extraño e irreal. Ella creyó que
él se había ido, que su cuerpo se había
convertido en bruma, hasta que el brujo
le habló y estiró su brazo hacia ella. Su
mano agarró la suya y, entonces, vino la
decepción.
—¿De qué sirve una nube que no
detiene una mano, por no hablar de
flechas o espadas?
Pacientemente, Mateo le había
explicado que, si cada mujer aprendiese
aquella magia y convocase su propia
«niebla», sería como la creación de una
nube gigantesca que las cubriría a todas.
Entonces podrían aprovechar la segura
confusión y el miedo a atacar de los
guardias para escapar de la prisión y
cruzar las murallas antes de que nadie
pudiera cogerlas.
—¡Seguro que tienes que conocer
alguna magia que pueda luchar por
nosotros como un ejército! —insistía
ella.
Sí, le había respondido él con
paciencia, pero llegar a utilizarla con
eficacia exige estudio. Sin práctica, la
magia es más peligrosa para quien lanza
el conjuro que para la víctima.
—El conjuro de niebla es
relativamente fácil de lanzar. Podemos
enseñar a escribirlo a las mujeres con
facilidad. Todo lo que necesitamos —
había añadido Mateo con toda
naturalidad— es una fuente de agua y,
sin duda, debe de haber un pozo en la
prisión.
—¿Has hecho ya esto antes? —le
había preguntado Zohra.
—Naturalmente.
—¿Con mucha gente?
Él no había respondido, y Zohra no
había querido insistir más en el asunto.
Tal como estaban las cosas, ¿qué
más daba?
Dos días de cabalgada sobre los
mehara y aquellos caballos que habían
logrado salvarse en la batalla llevaron a
los hombres hasta las colinas donde los
hranas pastoreaban sus ovejas. Pocos
quedaban allí para recibirlos, más que
nada ancianos y mujeres que los
soldados del amir habían dejado atrás
por considerar que no valían la pena.
Éstos dieron la bienvenida a su jeque
pero recibieron a la princesa y a su
esposo con hoscas palabras y miradas
hostiles. Sólo cuando Fedj apareció y
relató la historia del profeta, sus rápidas
miradas de reojo comenzaron a expresar
asombro y sus ojos empezaron a mirar al
califa con más respeto, si bien no con
menos sospecha.
Para cuando el relato estuvo
concluido, bien avanzada la noche,
había sido rehecho y bordado, cortando
aquí, retocando allá hasta que, como
Khardan le murmuró a Auda a un lado,
él no lo habría reconocido jamás como
su propia vivencia. La historia surtió sin
embargo el efecto deseado o, al menos,
eso supuso Khardan. En el momento en
que la gente de la tribu de Jaafar, que
había estado ocultándose en las colinas
con los restos de sus rebaños, oyó que
Khardan gozaba del favor de Akhran,
comenzaron a volcar sus desgracias en
los oídos del califa hasta que
verdaderamente fue un milagro que su
cerebro no se desbordara.
Sus desgracias eran las mismas que
las de sus primos, allí, alrededor del
Tel; el agua era escasa, la comida
también y los lobos hacían incursiones
en sus rebaños, y estaban preocupados
por sus familias cautivas en Kich.
¿Cuándo iba a hacer el profeta que
lloviese? ¿Cuándo les iba a dar trigo y
arroz? ¿Cuándo iba a mantener a los
lobos alejados? ¿Cuándo iba a marchar
hasta Kich y libertar a su gente?
Mucho después de que Majiid se
hubiese ido a la cama, mucho después
de que Zohra se hubiese retirado a la
vacía yurta de una de las esposas
cautivas de su hermanastro, mucho
después de que Mateo se hubiese
enrollado una manta y acostado en el
suelo de una choza que había sido
asignada para su uso, Khardan
permanecía sentado con su suegro y el
silencioso y vigilante Auda en torno a un
fuego chisporroteante. Con ojos
parpadeantes y ardientes de fatiga,
reprimía bostezos y pacientemente
respondía a todo con «sí» o «en el
momento de Akhran». No decía que «el
momento de Akhran» equivalía a
«nunca», pero todos oían las palabras
calladas y veían la desesperanza en sus
oscuros ojos y, uno por uno, se fueron
retirando. Sond llevó al agotado califa a
su alojamiento, donde de inmediato se
sumió en un sueño lúgubre y desolado.
El silencio de la noche en las
colinas no es el silencio de la noche en
el desierto. El silencio de las colinas es
el entretejido de muchos diminutos
sonidos de árboles, pájaros y otros
animales, hasta formar una manta que
descansa ligeramente sobre el
durmiente. El silencio del desierto es el
susurro sibilante del viento sobre la
arena, el rugido de una leona
merodeadora que a veces arranca al
durmiente de su sueño con un sobresalto
y lo deja en un estado de repentino
desvelo.
El silencio de las colinas había
arrullado a Zohra hasta sumirla en el
sueño pero, cuando ella se despertó de
improviso en medio de la noche,
intentando con todos sus sentidos
determinar qué era lo que la había
alarmado, tuvo la impresión de que se
hallaba de nuevo en el desierto. No
había el más mínimo sonido; todo estaba
demasiado silencioso. Sus dedos se
deslizaron bajo la almohada buscando la
empuñadura de su daga, pero una mano
se cerró férreamente en torno a su
muñeca.
—Soy Auda.
El aliento del hombre tocó su piel.
Hablaba en voz baja y ella, más que oír
sus palabras, las sintió.
—¡No nos queda mucho tiempo! —
susurró la voz en su oído—. Mañana
llegaremos a Kich y mi vida está ya
sentenciada en el servicio de mi dios, en
el cumplimiento de mi promesa. ¡Yace
conmigo esta noche! ¡Dame un hijo!
El miedo que se había desatado en
ella se fue calmando lentamente. El
corazón ya no martilleaba en su pecho y
la sangre dejó de agolpársele en los
oídos. Aquello había sido el susto
inicial, su reacción al ser cogida por
sorpresa. La respiración se hizo más
fácil; Zohra se relajó.
—No gritas. Sabía que no lo harías
—dijo él y, soltándole la mano, se
acercó más a ella.
—No —repuso Zohra—. No hay
necesidad. Estoy segura de mí misma.
Él no podía verla; la oscuridad era
intensa, impenetrable. Pero podía sentir
el movimiento de su cabeza y el largo y
sedoso cabello rozándole la muñeca.
Movió la mano para separarle el pelo;
sus labios tocaron la suave mejilla.
—Nadie más que tú y yo sabrá nunca
de esto.
—Alguien más —contestó ella—.
Khardan.
—Sí —consideró Auda—. Tienes
razón. Él lo sabrá. Pero no me lo tendrá
demasiado en cuenta, ya que yo estaré
muerto. Y él estará vivo, y te tendrá a ti.
Auda recorrió con sus manos la
despeinada melena de Zohra. La
oscuridad era dulce y cálida y olía a
jazmín. Cogiéndole la barbilla con los
dedos, guió los labios de la mujer hacia
los suyos y esperó paciente y
confiadamente su respuesta.
A la mañana siguiente, el ejército
nómada abandonó el asentamiento hrana
llevándose consigo a aquellos ancianos
que insistieron en que podían cabalgar
más lejos y luchar con más brío que tres
jóvenes juntos. Khardan, que cabalgaba
a la cabeza, observó que Zohra parecía
inusitadamente callada y pensativa.
Él había insistido al principio del
viaje en que ella y Mateo lo
acompañasen, en vez de seguirlo en la
retaguardia en el acostumbrado lugar de
las mujeres. Esto era tanto una
concesión a su padre, quien no dejaba
nunca de sospechar que Jaafar y su hija
estaban conspirando contra él, como a sí
mismo. Como había dicho Zohra, los
dos habían viajado mucho y muy lejos
juntos, y juntos afrontado muchos
peligros. Durante las largas horas de la
cabalgada, en que tenía mucho tiempo
para pensar, él llegó a darse cuenta de
que le habría sido muy difícil dejarla
atrás. De alguna manera, era un consuelo
para él volverse y verla allí, sentada en
su caballo con la seguridad de un
hombre y una gracia que era
completamente suya.
Y, sin embargo, aquel día, mientras
abandonaban las colinas avanzando
sinuosamente por los tortuosos senderos
excavados en aquella roca roja que se
proyectaba hacia el cielo azul de finales
del verano, Khardan sintió de nuevo la
mordedura de unas pinzas de fuego, la
desazón de alguna innombrable y
persistente irritación. Zohra parecía
reservada, distante. Cabalgaba sola en
lugar de hacerlo cerca de Mateo y
desairaba con frialdad los intentos del
joven de hacerla entrar en conversación.
No miraba nunca a quienes cabalgaban
cerca de ella, ni a Mateo, ni a Khardan
ni al siempre presente y vigilante
Paladín. Zohra mantenía los ojos bajos y
el haik de hombre que llevaba durante la
cabalgada, estrechamente corrido por
delante de su cara.
—Una mujer magnífica —dijo Auda,
guiando su caballo hasta situarse al lado
del califa y siguiendo con sus ojos la
mirada de Khardan—. Dará a algún
hombre muchos hijos estupendos.
Jamás ninguna hoja de cuantas
hubiesen herido a Khardan en el
combate le había infligido tanto dolor
como aquellas palabras. Deteniendo su
caballo de golpe, con tanta furia que
casi hace volcar a la bestia, clavó una
airada e interrogante mirada en el
Paladín Negro. Khardan escrutó con
detenimiento sus ojos crueles. «Deja que
vea la más diminuta chispa —juró para
sí— y, con promesa o sin ella, con dios
o sin él, este hombre perecerá».
—Muchos hijos estupendos —
repitió Auda con unos ojos que eran
fríos y carentes de toda expresión
excepto un levísimo titileo que no era un
brillo del triunfo sino de admiración por
el vencedor—… para el hombre a quien
ame.
Encogiéndose de hombros y con sus
finos labios abriéndose en una sonrisa
de disculpa, Auda saludó al califa, dio
la vuelta a su caballo y se alejó hacia
atrás para unirse al grueso de los
hombres.
De nuevo solo, Khardan tomó una
profunda y estremecida inhalación. El
hierro le había sido arrancado del
corazón, pero la herida que había hecho
estaba fresca y sangraba profusamente,
inundando su cuerpo de un doloroso y
obsesionante calor. Se volvió para mirar
a Zohra, orgullosa y feroz, cabalgando
sola…, cabalgando al lado de él, no
detrás de él.
«Estupendos hijos —se dijo con
amargura—. Y muchas hijas estupendas,
también. Pero no será así. No para
nosotros. Demasiado tarde. Para
nosotros, la Rosa jamás florecerá».
Tras una semana de duro viaje, los
nómadas divisaron Kich. Era a media
tarde. Khardan había enviado por
delante exploradores para buscar un
lugar de descanso seguro; éstos habían
regresado para informar del
descubrimiento de un gran viñedo
plantado en la ladera de una colina, lo
bastante cerca de la ciudad como para
poder ver sus murallas y los soldados
que las vigilaban y, al mismo tiempo, lo
bastante lejos como para permanecer
ocultos a los ojos de los vigías. Al pie
de la colina, una ancha carretera
atravesaba la llanura en dirección a las
murallas de la ciudad.
Khardan examinó las gruesas y
retorcidas cepas que crecían a su
alrededor. Era evidente que la cosecha
había sido recogida, ya que sólo
quedaban unas pocas uvas pequeñas y
arrugadas colgando entre las hojas que
estaban volviéndose amarillas; la planta
estaba entrando en su letargo tras la
recolecta de sus frutos. Un arroyo
flanqueado de árboles corría
paralelamente a los viñedos. El suelo
que pisaban estaba húmedo; el dueño de
la plantación había anegado sus viñas
después de la vendimia. Hasta el
momento de la recogida, la fruta
prospera mejor sin agua; las uvas se
vuelven más dulces si se permite que se
sequen al sol.
—Éste será un buen lugar para
acampar —anunció Khardan de acuerdo
con sus exploradores y, anticipándose a
las discusiones de los jeques que ya
veía burbujeando en sus labios, añadió
rápidamente—: Ya se ha recogido la
fruta. El dueño estará atendiendo su
vino, no sus plantas, ahora. Aquí no se
nos verá ni desde la carretera ni desde
las murallas de la ciudad, ocultos por
las cepas.
Ninguna objeción pudieron poner los
jeques a esto, aunque, por supuesto,
hubo algunos refunfuños. A diferencia de
muchos otros viticultores, aquél debía
de ser un hombre de empresa y
previsión, ya que había dispuesto las
cepas para que creciesen verticalmente
a lo largo de estacas. En lugar de crecer
enmarañadamente por encima del suelo,
las hojas se enroscaban en torno a una
cuerda que había, atada de estaca a
estaca a la altura del hombro de una
persona adulta. El follaje ocultaba con
facilidad a hombres y animales a la vista
del enemigo.
Khardan estaba dando instrucciones
para el abrevaje de los caballos cuando
Sond se materializó junto al estribo del
califa.
—¿Quieres que vayamos hasta las
puertas de la ciudad y veamos cuántos
hombres las guardan y con cuánto
cuidado examinan a aquellos que entran,
sidi?
—Yo sé cuántos hombres las
guardan y cuan estrechamente lo hacen
—respondió Khardan bajando de un
salto de su caballo—. Tú y los otros
djinn permaneced fuera de la ciudad
hasta que llegue la hora. Si los
inmortales de Quar os descubriesen, el
dios sería enseguida advertido de
nuestra presencia.
—Sí, sidi.
Sond saludó y se desvaneció.
Khardan desensilló su caballo y
condujo al animal a beber al arroyo. Los
demás hombres hicieron lo mismo,
asegurándose de mantener siempre a sus
animales entre las cada vez más
alargadas sombras, y los prepararon
después para pasar la noche. Los
camellos se dejaron persuadir para
arrodillarse junto a las orillas de la
corriente de agua. Los hombres se
acurrucaron bajo las cepas para comer
su única comida diaria mientras
charlaban en voz baja.
Zohra comenzó a mezclar harina con
agua y formar bolas de masa que, de
haber podido atreverse a encender un
fuego, habrían resultado ligeramente más
sabrosas. Así las cosas, los nómadas
comieron su masa cruda; algunos pocos
afortunados completaron su exigua cena
con unos puñados de desechadas y
arrugadas uvas arrancadas de las cepas
que los cobijaban. Lo más que pudo
decirse de aquella comida es que calmó
su hambre. En alguna parte, salida del
aire que los rodeaba, se oyó la voz de
Usti quejándose con desconsuelo.
Tras terminar su comida sin haberlo
degustado y ni siquiera ser consciente de
lo que comía, Khardan se levantó y
caminó hasta la cima de la colina para
mirar a la ciudad. El sol se estaba
poniendo más allá de sus murallas y
Khardan fijó su mirada en el cielo rojo
con tal intensidad que los minaretes y
las bulbosas cúpulas, las altas torres y
las almenas parecieron grabadas en su
cerebro.
Al cabo de un rato, Auda se levantó
también y fue hasta el arroyo para
lavarse la pegajosa masa de los dedos.
Quitándose el haik, zambulló su cabeza
en el agua y dejó que ésta corriera por
su cuello y pecho.
—El arroyo es frío. Debe de venir
de las montañas. Deberías probarla —
dijo, frotándose el brillante cabello
negro con la manga de su holgado
atuendo.
Khardan no respondió.
—No creo que apague el fuego de
tus pensamientos —comentó Auda con
cierta ironía—, pero puede que calme un
poco tu fiebre.
Khardan lo miró y sonrió con
tristeza.
—Tal vez más tarde, antes de
dormir.
—He estado pensando mucho en lo
que tú dijiste, que tu dios prohíbe matar
a alguien a sangre fría. ¿Es cierto eso?
—dijo Auda recostándose contra un
tronco de árbol y siguiendo con sus ojos
la mirada de Khardan hacia los soldados
de las murallas.
—Sí —respondió Khardan—. Dar
muerte en el calor de la batalla o de la
ira, eso sí que lo entiende y consiente mi
dios. Pero asesinar, matar furtivamente,
de noche, con una cuchillada en la
espalda, o veneno en una taza…
Khardan sacudió la cabeza.
—Un ser extraño, tu dios —observó
Auda.
Como era mucho lo que se podía
comentar sobre esta observación,
Khardan sonrió y se calló.
Auda se estiró y flexionó sus
músculos, rígidos tras la larga
cabalgada.
—Te preocupa cómo atravesar las
puertas, ¿verdad?
—Tú has entrado por esas puertas.
Tú sabes cómo son los guardias. ¡Y eso
era en tiempos de paz! ¡Ahora están en
guerra!
—Sí, yo he entrado en Kich como tú
bien sabes. ¡Tú hiciste que mi última
visita resultase muy desagradable! —
dijo Auda con una amplia pero breve
sonrisa—. Fue a causa de su estricta
vigilancia por lo que me vi obligado a
confiar los peces encantados a Flor. Y
sí, tienes razón. Están en guerra; su
vigilancia habrá aumentado diez veces.
—¿Y tú todavía piensas seguir
adelante con tu plan original? —
preguntó Khardan lanzando una ceñuda
mirada al gran hato que yacía en el
suelo, un hato que contenía pesadas
ropas de mujer y velos.
—Existe la posibilidad de que no
registren a las mujeres —contestó Auda
despreocupadamente.
—¡La posibilidad! —repitió
Khardan con un desdeñoso bufido.
Auda puso una mano en el brazo del
califa.
—Zhakrin me ha traído hasta aquí.
Él me ayudará a cruzar esas puertas.
¿No hará eso también tu dios por su
profeta?
¿Había burla en su voz o hablaba
con sinceridad, movido por la fe?
Khardan se quedó observando a Auda,
pero no pudo salir de dudas. Los ojos
del hombre, la única ventana de su alma,
estaban, como de costumbre, cerrados y
encapotados. ¿Qué había en aquel
hombre que al mismo tiempo le atraía y
le repelía? Varias veces creyó el califa
que había encontrado la respuesta, sólo
para verla volar de su cabeza al instante
siguiente. Exactamente como sucedía
ahora.
Khardan se bañó en el arroyo y,
después, extendió su manta bajo los
árboles cerca de donde Zohra y Mateo
estaban sentados charlando en susurros,
seguramente repasando sus planes, ya
que Mateo estaba repitiendo extrañas
palabras a Zohra, quien las murmuraba
una y otra vez para sí antes de ir a
dormir.
La noche llegó y, con ella, una suave
lluvia que tamborileaba en las cepas.
Uno por uno, los nómadas se sumieron
en el sueño, tranquilizados con el
conocimiento de que los inmortales
velaban su reposo y dejando su
definitivo destino en manos de Akhran.
Capítulo 2
Sul dispuso que no fuese hazrat
Akhran ni tampoco Zhakrin, dios del
Mal, quienes abriesen las puertas de la
ciudad de Kich a los nómadas. Fue
Quar.
—¡Amo, despierta!
Khardan se sentó de un salto con su
mano cerrándose sobre la empuñadura
de su espada.
—No, sidi, no hay peligro. Mira —
señaló Sond.
Parpadeando para sacudirse el
sueño de los ojos, Khardan escrutó a
través de la bruma del amanecer en la
dirección indicada por el djinn.
—¿Cuándo ha empezado todo esto?
—preguntó atónito el califa.
—Antes de despuntar el día, sidi.
Nosotros hemos estado observando
durante más de una hora y sigue
creciendo.
Khardan se volvió para despertar a
Auda, pero éste estaba ya reclinado
sobre sus brazos, contemplando con
relajada naturalidad. Por la noche la
carretera había estado vacía de todo
viajante. Esta mañana aparecía
abarrotada de gente, camellos, burros,
caballos, carros y carretas, todos
marchando juntos, empujándose unos a
otros por ganar posiciones, averiándose
en medio de la carretera y embotellando
todo el tráfico. Pero, a pesar de la
confusión, estaba claro que todos iban
en una misma dirección: hacia Kich.
Poniéndose en pie, Khardan sacudió
el hombro de Zohra con brusquedad y,
agarrando la manta de Mateo, tiró con
rudeza de ella desde debajo de él
haciendo rodar al joven por el suelo.
—¡Aprisa! ¡Despertad! ¡Coged
vuestras cosas! No, no vamos a
necesitar ésos. Únicamente Ma-teo se
vestirá de mujer. Auda ibn Jad y yo no
necesitaremos disfraz, gracias a Akhran.
—No creo que haga falta darse tanta
prisa —comentó fríamente Auda con la
mirada puesta en la carretera y el
serpenteante río de humanidad que se
arrastraba a lo largo de ella—. Esto no
parece tener fin.
—Uno de nuestros dioses ha tenido a
bien responder a nuestras plegarias —
observó Khardan echando la silla sobre
el lomo de su caballo—. Yo no ofenderé
a quienquiera que sea descuidándome en
mi respuesta.
Auda alzó una ceja, pensativo, y, sin
más palabras, se dispuso a ensillar su
propio animal. Para entonces, el
campamento ya se había despertado.
—¿Qué sucede? —preguntó Majiid
acercándose a toda prisa.
Su encanecido cabello asomaba
erguido por todos los lados del pequeño
y ajustado bonete que llevaba bajo su
prenda de cabeza. Cinchando la silla,
Khardan murmuró y meneó la cabeza
hacia la Carretera, pero, para entonces,
Majiid ya la había visto y estaba
frunciendo el entrecejo.
—No me gusta esto…, esa
muchedumbre acudiendo a la ciudad.
—No pongas en duda la bendición
del dios, padre. Ella nos ayudará a
cruzar las puertas. Sin duda, con toda
esta turba, los guardias no se van a parar
a mirar con detenimiento a cuatro.
—Entonces tampoco mirarán con
detenimiento a cuatrocientos. ¡Voy con
vosotros! —decidió Majiid.
—¡Y yo! —exclamó Jaafar
apresurándose hasta ellos—. ¡No vais a
hacer nada sin mí!
—¡Preparad mi camello!
Zeid, después de acudir como un
relámpago a reunirse con ellos, se
volvió y se alejó a toda prisa.
—¡No! —gritó Khardan tan fuerte
como se atrevió antes de que la colina
entera estallase en una total confusión—.
¿Qué pensará de mí Qannadi si una
multitud de spahis armados irrumpe de
pronto en su ciudad? El amir no olvida
lo que ocurrió la última vez que vinimos
a Kich. Jamás se dignaría escucharme!
¡Seguiremos el plan, padre! Los únicos
que entran en la ciudad son Auda, mi
esposa, Mateo, Sond y yo. Tú y los
hombres os quedáis aquí y esperáis a
que los djinn regresen con sus informes.
El jeque Jaafar argumentó que la
turba que avanzaba por la carretera era
un mal presagio y que nadie debería
entrar en la ciudad. El jeque Majiid,
poniéndose de improviso del lado de su
hijo, repitió una vez más que Jaafar era
un cobarde. Zeid miró con recelo a
Khardan e insistió en que el califa se
llevase consigo a Raja además de Sond,
y Jaafar repuso a gritos que, si Raja iba,
Fedj no se iba a quedar atrás.
—¡Muy bien! —dijo Khardan
levantando sus brazos al cielo—. ¡Me
llevaré a todos los djinn!
—Yo no me sentiré ofendido, amo,
si a mi me dejas aquí —comenzó Usti
humildemente, pero una rápida mirada a
la oscura y exasperada expresión del
califa hizo que el orondo inmortal
tragara saliva y se desvaneciera en los
éteres con sus compañeros.
Cuando todos estuvieron
preparados, Khardan lanzó una severa
mirada a los jeques.
—Recordad: tenéis que esperar aquí
hasta que llegue la orden. ¿Lo juráis por
hazrat Akhran?
—Lo juro —musitaron entre dientes
los jeques.
Sabiendo que cada uno de los
ancianos era perfectamente capaz de
decidir que aquel juramento se aplicaba
a todos con excepción de sí mismo,
Khardan calculó que no tenía más que
unos pocos días de paz antes de poder
esperar con seguridad un caos tan
grande como si todas las legiones de Sul
hubieran escapado y anduviesen sueltas
por el viñedo. En absoluto tranquilizado
al ver a Majiid enarbolando su espada
en un saludo que casi decapita a Jaafar,
Khardan condujo a su caballo fuera de
la arboleda, seguido de Auda, Zohra,
Mateo y —suponía él— tres djinn
invisibles. La idea de una procesión
semejante intentando colarse en Kich sin
ser advertida asaltó su mente. Así,
estuvo muy bien, por tanto, que el califa
no supiese que un ángel de Promenthas
se deslizaba también con ellos.
Khardan condujo presurosamente al
grupo a través de los viñedos y los hizo
detenerse a cierta distancia de la
carretera, al abrigo de los árboles que
bordeaban el arroyo.
—Sólo Auda o yo hablaremos.
Recordad: no está bien visto que
nuestras mujeres hablen con extraños.
Esto lo dijo dirigiéndose a Mateo,
quien una vez más iba disfrazado de
mujer, con un caftán verde cogido de la
tienda de Meryem. Pero Khardan no
pudo evitar, al mismo tiempo, que su
mirada se fuese también hacia Zohra.
Mateo aceptó la instrucción con aire
grave y sombrío. Zohra miró a Khardan
con súbita furia.
—¡No soy una niña! —rugió, dando
un rabioso tirón de una cuerda que liaba
un hato a la espalda del caballo.
Sobresaltado, el animal comenzó a
danzar de lado hasta meterse en el
arroyo con un chapoteo.
Conteniendo una exasperada réplica,
el califa apartó su atención de Zohra y,
conduciendo a su caballo fuera de los
viñedos, se dirigió hacia la carretera
haciendo caso omiso de la discreta risa
procedente del Paladín, que caminaba
junto a él.
«Muy bien —se censuró a sí mismo
— merecía su enojo. No debía haberlo
dicho».ohra conocía bien el peligro que
corrían y no haría nada que los
expusiera a él. Pero ¿por qué no podía
entenderlo? Él estaba preocupado,
nervioso; temía por ella, y por el
muchacho. Temía por su gente. Sí, la
verdad sea dicha, temía por él mismo
también. Una batalla en campo abierto,
habiéndoselas cara a cara con la Muerte,
eso él sí lo entendía y podía arrostrarlo
sin palidecer. Pero una batalla de
duplicidad e intriga, una batalla librada
atrapados dentro de los muros de la
ciudad…, eso lo asustaba.
Se le ocurrió entonces que quizá no
era del todo justo exigir que Zohra
honrase a su esposo por su fortaleza y
fingiera no ver su debilidad y, al mismo
tiempo, esperar que ella fuera
comprensiva con esa misma debilidad
que él se negaba a admitir que tenía.
«Que sea como sea», se resignó
mientras se deslizaba y resbalaba por la
abancalada cuesta de la colina. Akhran
jamás había dicho que la vida de nadie
fuese justa.
Tirando de sus caballos por las
riendas, los cuatro entraron, con
vacilación y cautela, en la carretera y se
unieron al raudal de gente que marchaba
para Kich. De inmediato fueron
absorbidos por la multitud sin que nadie
se preguntara ni notase nada. Todo el
mundo parecía hallarse en un estado de
excitación expectante, y Khardan se
estaba preguntando a cuál de aquellos
que se apretujaban a su alrededor sería
prudente preguntar, cuando Auda,
tocándolo con suavidad, gesticuló en
dirección a un hombre de tez requemada
y aspecto truhanesco vestido con un
gastado albornoz y una pequeña gorra
grasienta y manchada de sudor que se
ajustaba herméticamente sobre su
cráneo.
Atado a una cuerda que el hombre
sostenía en la mano, iba un pequeño
mono que llevaba una gorra similar a la
de su amo y una capa hecha a imitación
de la que utilizaban los soldados del
amir que solía estar casi —aunque no
tanto— tan asquerosa como aquélla. El
mono correteaba de aquí para allá entre
la multitud, para deleite de los niños y
de Mateo. El joven brujo no había visto
un animal como aquél en toda su vida y
lo miraba con ojos fascinados.
Extendiendo su diminuta mano, el mono
corría hasta una persona y mendigaba
comida o dinero, o lo que quiera que
cualquiera se sintiese inclinado a darle.
Una vez que había cogido una uva o una
moneda de cobre, se colocaba patas
arriba y ejecutaba una cabriola en el
extremo de su cuerda y luego, volvía
corriendo hasta su amo.
Sacando de su escarcela una de las
últimas y preciosas monedas de su tribu,
Khardan reflexionó por un momento. No
tenía idea de cuánto tiempo se verían
obligados a permanecer en Kich hasta
que regresara el amir. Necesitarían
comida y un lugar donde dormir. Pero
tenía que obtener información.
Lentamente, Khardan levantó la
mano con la moneda entre el índice y el
pulgar. Captando el destello del dinero,
el mono corrió hacia él y se puso a dar
saltos en el polvo a su alrededor, a los
pies de Khardan, chillando
enloquecidamente y batiendo palmas con
sus diminutas manos para indicar que el
nómada había de arrojar la moneda.
—No, no, pequeño —dijo Khardan
sacudiendo la cabeza y hablando con el
mono aunque sus ojos estaban en
realidad puestos en su amo—. Tienes
que venir tú y cogerla.
El amo del mono dijo una palabra y,
para gran asombro del califa, el mono
brincó sobre sus vestiduras y trepó al
cuerpo del nómada como si se tratase de
alguna especie de palmera datilera.
Corriendo a lo largo de su brazo, el
mono arrancó limpiamente la moneda de
los dedos de Khardan y, entonces, dio
una vuelta de campana hacia atrás para
ir a caer de pie sobre la carretera.
Aquellos que, entre la multitud, habían
presenciado la hazaña aplaudieron y se
rieron a costa del nómada.
El rostro de Khardan se puso rojo, y
a punto estaba de obligar a hacer unas
cuantas cabriolas al dueño del animal
cuando oyó un extraño sonido detrás de
él. Volviéndose, lanzó una furiosa
mirada a Mateo.
—Lo siento, Khardan —murmuró el
joven desde detrás de su velo, ahogando
una risilla y con los ojos danzando de
hilaridad—. No he podido evitarlo.
—¡Cállate, o llamarás la atención
sobre nosotros! —ordenó Khardan con
severidad, recordando a Mateo lo que él
mismo había olvidado.
La mirada del califa se fue
rápidamente hacia Zohra. Esta bajó los
ojos, pero no antes de que él hubiese
podido ver la risa chisporrotear en sus
oscuras profundidades.
El propio Khardan sintió una sonrisa
tirar de sus labios a pesar de sí mismo.
«Debo de haber parecido ridículo, tengo
que admitirlo. Y, oír al joven brujo
reírse, después de tanto tiempo… y, en
especial, delante de tan gran peligro, es
una buena señal y la acepto».
—Salaam aleikum, amigo mío —
dijo Khardan dirigiéndose al dueño del
mono, quien había tomado la moneda de
la manita del animal y, tras
inspeccionarla de cerca, la había metido
en una ajironada bolsa que llevaba
echada por encima del hombro.
El amo del mono saludó con una
inclinación y se desplazó hacia un lado
para caminar junto a los dos nómadas y
sus mujeres, con su aguda mirada puesta
en la amplia vestimenta del califa de
donde había visto emerger el dinero.
—Aleikum salaam, efendi —
contestó con humildad.
El mono no se mostró tan cortés.
Subida en los hombros de su amo, la
criatura enseñó sus afilados dientecillos
a Khardan y siseó. Con una sonrisa
desaprobadora, el amo acarició al
animal y lo amonestó en una lengua
extraña. Sacudiendo la cabeza y
haciendo un ruido grosero, el mono se
colocó de un salto en el otro hombro.
—Discúlpame, efendi —dijo el
hombre—. A Zar no le gustan las
bromas. Es su único defecto. Aparte de
eso, es una maravillosa mascota.
—Y de gran utilidad, por lo que veo
—observó Khardan, echando una ojeada
a la bolsa de tela.
Estrechando súbitamente los ojos y
frunciendo el entrecejo, el dueño del
mono colocó una mano recelosa sobre la
bolsa. Pero, viendo que el nómada que
caminaba a su lado era amable y que su
mirada era amistosa y desprovista de
mala intención, el hombre se relajó.
—Sí, efendi —admitió—. Durante
muchos años anduve por los caminos
con el hambre por única compañera,
hasta que me encontré con Zar. Su
nombre significa «oro» y en ello ha
valido su peso para mí y muchas veces
más. Desde luego —añadió, haciendo
una señal con la mano sobre la cabeza
del animal—, Zar es una bestezuela de
mal temperamento, como ya has visto.
No son pocas las veces que me ha
clavado los dientes en el pulgar. ¿Ves?
El hombre exhibió un sucio dedo.
Khardan expresó sus condolencias y,
sabiendo que no sería aconsejable
seguir hablando del mono, no fuera que
el mal de ojo cayera sobre el animal y lo
destruyera, el califa no encontró ninguna
dificultad en cambiar de tema.
—Dijiste unas palabras que no
entendí. Tú no eres de por aquí,
¿verdad?
El hombre movió negativamente la
cabeza.
—Mi casa, si puedo llamarla así,
está en Ravenchai. Pero no he vuelto allí
desde hace muchos años. Para ser
sincero, amigo mío —agregó
acercándose más a Khardan y
lanzándole una mirada cómplice desde
sus estrechados párpados—, hay una
esposa en aquella casa que me saludaría
con algo menos que amorosa devoción
si regresara, si entiendes lo que quiero
decir…
—¡Mujeres! —gruñó Khardan.
—La culpa no fue suya —dijo el
pillastre con magnanimidad—. El
trabajo nunca fue conmigo.
—¿No? —repuso Khardan algo
perdido, no entendiendo muy bien esta
extraña observación.
—No, el trabajo y yo no nos
llevamos nada bien. Alterno con él en
ocasiones, pero siempre terminamos
riñendo. Él exige que le sea fiel,
mientras que yo más bien me siento
inclinado a retirarme a comer algo o a
echar una siestecita o a darme una vuelta
por el arwat y tomarme un vaso de vino.
Entonces, el trabajo termina
abandonándome en un arrebato de ira y
ahí me quedo yo, sin nada que hacer más
que dormir, sin dinero para comprar
comida con que alimentarme ni vino con
que apagar la sed.
El hombre sacudió la cabeza
mientras decía esto y parecía tan
verdaderamente asolado por aquella
mala fortuna que Khardan no encontró
ninguna dificultad en proclamar al
trabajo la cosa menos razonable de la
existencia.
—Cuando Zar vino a mí… y ésa es
una historia muy extraña, ya que Zar
vino literalmente a mí…, yo andaba
paseando por las calles de… Bueno, no
creo que te importe qué calles eran…
cuando el sultán salió a dar una vuelta
en su palanquín para tomar el aire. Yo
caminaba a su lado, por si se le caía
algo que yo pudiese tener el honor de
recoger para él, cuando vi separarse las
cortinas y, ¡hop!, del interior del
palanquín saltó este pequeño tipejo.
El hombre dio unas palmaditas al
mono, que se había quedado dormido
encima de su hombro, con la cola
enroscada en torno al cuello de su amo.
—Saltó directamente a mis brazos.
Yo me disponía a devolvérselo al sultán
cuando me di cuenta de que los guardias
estaban ocupados apartando a golpes a
varios mendigos que se habían apiñado
en torno al otro costado del palanquín.
El sultán los observaba con interés. Al
parecer, nadie había reparado en la
ausencia de la criatura. Pensando que el
pobre mono debía de haber sido
bastante mal tratado, o de otro modo
nunca habría abandonado a su dueño, yo
me lo metí entre las ropas y desaparecí
por un callejón. Eso fue hace varios
años y, desde entonces, siempre hemos
andado juntos.
«Y él te libra de verte involucrado
con esa espantosa cosa que es el
trabajo», pensó con cierto humorismo
Khardan. En voz alta, se limitó a
felicitar al hombre por su buena suerte y,
después, añadió como quien no quiere la
cosa:
—¿Por qué va toda esta gran
muchedumbre a Kich?
El hombre miró hacia adelante. Las
murallas de la ciudad se hallaban ya lo
bastante cerca de ellos como para que
Khardan pudiese ver con claridad a los
guardias, pesadamente armados,
paseando por las almenas. El sol de la
mañana se reflejaba con intensa
luminosidad en una cúpula de oro; una
nueva adición al templo de Quar, dedujo
Khardan, pagada con la riqueza y la
sangre de las ciudades conquistadas de
Bas, sin duda.
El amo del mono volvió su mirada
hacia Khardan con cierta sorpresa.
—Vaya, debes de haber estado muy
alejado, en el desierto, para no haber
oído las noticias, nómada. Hoy el imán
de Quar regresa victorioso a su ciudad.
Khardan y Auda intercambiaron
rápidas miradas.
—¿Hoy? ¿Y el amir?
—Oh, él viene también, supongo —
añadió el hombre, sin demasiado interés
—. Es al imán a quien todos vienen a
ver. A él y la gran matanza de kafir que
va a llevarse a cabo esta noche en su
honor.
—¡Esta noche!
—¿Matanza de kafir? —se apresuró
Auda a preguntar para desviar la
atención de la súbita palidez de Khardan
—. ¿Qué quieres decir, amigo mío? Eso
suena a algo que a mí no me gustaría
perder.
—Pues, los kafir del desierto que
han estado apresados en Kich durante
muchos meses y que se negaron a
convertirse a Quar… —explicó el
hombre, y observó a Khardan y Auda,
reparando con repentina incomodidad en
los haik y en los holgados atuendos—.
Esos kafir, ¿no serán parientes
vuestros…?
—No, no —contestó Khardan con
rudeza, una vez repuesto de la impresión
—. Nosotros venimos de… de… —
balbuceó, con su cerebro negándose a
funcionar.
—Simdari —insertó Auda, bien
consciente de que el mundo del nómada
no abarcaba más allá de sus dunas de
arena.
—Ah, Simdari —dijo el dueño del
mono—. Nunca he viajado a aquella
tierra, pero estoy pensando en ir allí
cuando concluyan, estas celebraciones.
Decidme, ¿qué sabéis de los arwats de
Simdari…?
Auda y el pícaro hombre que no se
llevaba bien con el trabajo se
embarcaron en una conversación acerca
de diversos mesones de los que Khardan
jamás había oído una palabra. ¡Conque
buenas señales! ¡Todos sus planes
escurriéndose como la arena por entre
sus dedos! ¿Cómo podía esperar ver al
amir, quien estaría demasiado ocupado
con su regreso a su palacio, a su ciudad?
¡Y el imán dispuesto a aniquilar a su
gente aquella misma noche!
«Es inútil —pensó Khardan con
desaliento—. ¡No puedo hacer otra cosa
que aguantarme y ver cómo asesinan a
mi gente! No, hay una cosa que puedo
hacer. Puedo morir con ellos como
debía haber hecho hace meses…»
Una mano tocó la suya. Creyendo
que era Auda, se volvió, pero se
encontró con Zohra que caminaba a su
lado. Irracionalmente, sintió como si él
fuese de alguna manera el culpable de
aquella mala fortuna y ahora ella fuera,
una vez más, a regodearse echándoselo
en cara. Estaba a punto de ordenarle que
volviera a su lugar cuando ella,
adivinando su intención, se anticipó.
—¡No desesperes! —le dijo en un
susurro—. ¡Akhran está con nosotros!
Nos ha traído hasta aquí justo a tiempo,
y su enemigo nos abre la puerta para que
entremos.
Los oscuros ojos que asomaban por
encima del velo centellearon; los dedos
de la mujer rozaron ligeramente su
mano. Antes de que él pudiera responder
o estirar el brazo hacia ella, ésta se
había ido.
Al volverse a mirar atrás, la vio
hablando con Mateo, ambos con las
cabezas inclinadas, susurrando. El joven
brujo asintió varias veces, con énfasis.
Su delicada mano gesticulaba con la
gracia de una mano femenina. Él y Zohra
caminaban el uno junto al otro, hombros
y cuerpos tocándose.
Khardan sufrió una ligera punzada
de celos al mirarlos a los dos y ver la
obvia intimidad que compartían. No era
la dolorosa y oprimente angustia que
experimentaba cuando temía que Auda
hubiese… bueno, eso. No podía estar
celoso del joven de la misma manera.
Sentía celos porque aquel endeble brujo
estaba más cerca de su esposa de cuanto
él, Khardan, podía llegar a estar jamás.
Era una cercanía de intereses
compartidos, respeto y admiración. Y
entonces se le ocurrió pensar a Khardan
que, del mismo modo que su esposa se
hallaba mas cercana a Mateo que a él,
asimismo él se encontraba más cerca de
Mateo que de su esposa.
Khardan estaba genuinamente
encariñado con el joven. Conocía su
valor, pues lo había visto en el castillo
Zhakrin. El hecho de que él, Khardan,
pudiera relacionarse con Mateo como
hombre y Zohra pudiese, al mismo
tiempo, hacerlo como mujer era un
fenómeno que desconcertaba por
completo al califa. Éste dejó que
ocupase su mente, expulsando de ella
otros pensamientos más tristes y
desesperados. Pensamientos que
volvieron con renovada fuerza, sin
embargo, cuando Auda se acercó y se
puso a caminar a su lado una vez más.
—La situación no es tan desesperada
como pensaste en un principio, si
podemos fiarnos de lo que dice ese tipo.
El imán pronunciará un discurso esta
noche en el que exhortará a todos los
kafir a renunciar a sus antiguos dioses y
aceptar al Único y Verdadero Dios,
Quar. Aquellos que rehúsen tendrán toda
la noche de plazo para considerar su
terquedad. Mañana, al amanecer, tendrán
que elegir entre encontrar la salvación
con Quar o ser proclamados ya más allá
de toda redención en esta vida y
sacrificados para que puedan
encontrarla en la siguiente.
—Así que tenemos hasta el
amanecer —murmuró Khardan, no
demasiado consolado.
—Hasta el amanecer —repitió Auda
—. Y nuestro enemigo nos abre las
puertas.
«La segunda vez que oigo
eso».hardan intentó ver aquello como el
milagro que todos los demás veían. Y,
sin embargo, le recordaba
inquietantemente la fábula del león que
le dice al estúpido ratón que él sabe de
un maravilloso lugar donde el animalillo
podría encontrar cobijo para el invierno.
«Aquí mismo —decía el león,
abriendo la boca y señalando hacia su
gaznate—. Simplemente entra. No hagas
caso de los dientes».
Khardan levantó los ojos hacia las
murallas de la ciudad, las grandes
puertas de madera y los soldados
apostados en gran número sobre las
almenas.
No hagas caso de los dientes…
Capítulo 3
Atravesaron las puertas en medio de
una marea de humanidad. Nadie los vio,
y mucho menos intentó detenerlos o
interrogarlos. Los nómadas corrían
mucho más peligro a causa de las
multitudes que de los soldados. Auda y
Khardan tuvieron un gran trabajo
tratando de mantener sujetos a sus
caballos. Bravos en la batalla,
acostumbrados a la sangre y a las
embestidas del acero, así como a ser
tratados con el máximo respeto por los
humanos, los animales estaban irritados
por los violentos empujones y codazos
en los costados, lamentos de los
mendigos, gritos de aclamación, tirones
y sacudidas de la turba.
Nada más cruzar las puertas había
una gran zona clareada donde se
estacionaban las carretas que
transportaban mercancías a la ciudad.
Esclavos de toda apariencia y
descripción conducían camellos y asnos
hacia adentro, hacia afuera y alrededor
del área de estacionamiento; los
vendedores de forraje estaban haciendo
un negocio más que redondo. Khardan
miró con recelo a toda aquella confusión
y, aunque por un momento había
lamentado haber traído consigo los
caballos, enseguida se alegró de haberlo
hecho. Los necesitarían en su
escapada… si Akhran lo quería.
Reparando entonces en la presencia
de un muchacho alto y delgado de unos
once o doce años que los estaba
mirando con atención, Khardan le indicó
con un gesto que se acercara. Los ojos
del muchacho, en realidad, no estaban
puestos en los nómadas sino en los
caballos; miraba a los magníficos
animales del desierto con el hambriento
amor y el anhelo de aquel que ha
crecido en las retorcidas calles de la
ciudad. El chico jamás había conocido
la libertad de las arenas camarinas, pero
podía sentirla en la belleza y la fuerza
de aquellos descendientes del caballo
del dios Errante. A una señal de
Khardan, el muchacho salió disparado
hacia ellos como si hubiese sido lanzado
con una honda.
—¿Qué deseas, efendi?
Los ojos de Khardan examinaron la
zona de estacionamiento con cuidado y,
después, se volvieron hacia el
muchacho.
—¿Puedes encontrar comida, agua y
descanso para nuestros caballos y
vigilarlos mientras vamos a ocuparnos
de nuestros negocios?
—¡Será un honor para mí, efendi! —
exclamó el muchacho, estirando
temblorosamente las manos para coger
las riendas.
Khardan pescó otra preciada
moneda de su bolsa.
—Toma; esto bastará para comprar
comida y conseguir un espacio en el
establo. Habrá otra para ti si cumples
bien con tu tarea.
—¡Antes dejaría que me partiesen en
dos atravesando mi cuerpo con estacas
de madera, efendi, que permitir que
estas nobles bestias sufran daño alguno!
—contestó el muchacho poniendo una
mano en el cuello del corcel de
Khardan.
Al sentir su suave tacto, el animal se
calmó, aunque siguió mirando a su
alrededor con ojos inquietos y las orejas
tiesas.
—Confío en que eso no será
necesario —dijo Khardan con seriedad
—. Vigílalos bien y hazles compañía.
No hay temor de que te los roben. No
quiero ni pensar en lo que le sucedería
al hombre que intentase montar estos
caballos sin nuestro permiso.
El muchacho bajó la cabeza al oír
esto.
—Sí, efendi —repuso con tristeza,
enroscando amorosamente las crines
entre sus dedos.
Sonriendo, Khardan agarró al
muchacho por la cintura y, alzándolo, lo
sentó sobre la grupa de su caballo. El
muchacho jadeó de sorpresa y deleite y
apenas podía sujetar las riendas que el
nómada colocó en su ansiosa y
temblequeante mano.
—Puedes montarlo, mi buen spahi
—dijo el califa entregando al muchacho
las bridas de los otros tres animales.
Una palabra al oído de su caballo y
el animal se dejó llevar montado por el
orgulloso muchacho que botaba
inestablemente en la silla con el aire de
quien ha montado a caballo desde que
nació. Los otros tres caballos siguieron
a su líder sin vacilación.
—Sond —murmuró Khardan al aire
en un inaudible susurro—, asegúrate de
que todo marcha bien con los caballos.
—Sí, sidi. ¿Pongo a Usti para que
vigile?
—Por el momento. Puede que lo
necesitemos más tarde.
—Sí, sidi.
El califa oyó un gañido de protesta.
—¡Me niego a ser abandonado en un
establo!
Y, seguidamente, una bofetada y un
resignado lloriqueo.
Ahora que los caballos estaban
atendidos, Khardan miró a su alrededor
con aire confuso. Su principal
preocupación había sido la de lograr
atravesar las puertas. Conseguido esto
con una facilidad y rapidez que lo
habían dejado sin aliento, el califa
volvió a sentir un rebrote de inquietud
acerca de ello, como si se hubiese
tratado de un valioso regalo que él sabía
que, en realidad, no era tal y que más
tarde habría de pagar por él.
Un grito de Auda salvó a Mateo de
ser arrollado por dos asnos montados y
devolvió a Khardan a la realidad de que
se hallaban en medio de la avenida
principal de Kich y corrían peligro de
ser derribados o separados por la
multitud. Aunque era la primera vez que
Zohra veía la ciudad, miraba a su
alrededor con un altivo desdén que,
como Khardan ya había llegado a saber,
enmascaraba asombro y desasosiego. Él
sabía cómo se sentía ella, y era
consciente de que su propia cara debía
de haber adoptado la misma expresión.
Mateo estaba tranquilo, pero muy
pálido. Por encima de su velo, dos ojos
verdes bien abiertos no dejaban de
lanzar rápidas miradas hacia algo que
había detrás de Khardan. El califa
volvió la cabeza y, al ver el mercado de
esclavos, comprendió.
—¿Y ahora qué, hermano? —
preguntó Auda al califa Khardan.
«Eso, ¿y ahora qué?», pensó
Khardan y continuó mirando a su
alrededor sin saber qué hacer. Una vez
el amir se había referido a los nómadas
(fuera de su presencia, naturalmente)
como niños ingenuos. Si Qannadi
hubiese estado allí para poder ser
testigo de la confusión del califa, habría
podido reconocerse a sí mismo como un
sabio juez de hombres. Meses atrás, en
su orgullosa posición de príncipe del
desierto, Khardan había entrado en el
palacio y exigido audiencia con el amir,
y se la habían concedido. Esta vez tenía
intención de hacer exactamente lo
mismo; pero entonces, reviviendo
aquella audiencia de hacía meses, allí en
las calles de la ciudad, se dio cuenta de
pronto de que lo habían engañado. Lo
habían admitido a propósito, atacado a
propósito y dejado escapar a propósito.
Ya había tenido una leve vislumbre de
esto; el intento de asesinato de Meryem
lo revelaba, pero ahora la luz de la
verdad brilló con toda claridad en su
mente. Por qué el amir se había tomado
tantas molestias con él era lo único que
todavía permanecía oscuro para
Khardan, quien no sabía nada, ni
probablemente sabría jamás, de los
embrollos, dobles juegos y estropicios
de Pukah.
El califa soltó un amargo juramento,
maldiciéndose a sí mismo por estúpido.
¿Iba a querer verlo el amir ahora? ¿A un
príncipe andrajoso cuyo pueblo se
hallaba apresado y condenado a muerte?
Qannadi acababa de regresar triunfante
de la batalla. Habría cientos de personas
sin duda alguna esperando para llevarle
sus súplicas o parabienes al amir y
posiblemente tendrían que esperar aún
semanas hasta que éste se encontrara
libre para volver su atención hacia
ellos. Tal vez Qannadi no había siquiera
regresado aún a la ciudad.
Una fanfarria de trompetas estalló de
pronto como respuesta a los
pensamientos de Khardan. Un sonoro
trapaleo de cascos le advirtió de su
peligro justo unos momentos antes de
que la caballería del amir atravesara a
medio galope las puertas de la ciudad.
Con sus banderas agitándose detrás de
ellos, los uniformes de los soldados
fueron como vividas salpicaduras de
color entre los pardos marrones y
blancos, grises y negros que llevaban
aquellos que pululaban en masa por las
calles. Corriendo hacia un lado de la
calzada justo unos instantes antes de que
fuesen atropellados y aplastados contra
el endurecido suelo de tierra, Khardan y
sus compañeros vieron a los soldados
cabalgar sin miramientos a través de la
multitud, derribando a todos aquellos
que no se apartaban a tiempo de su
camino y haciendo caso omiso de las
maldiciones y puños alzados que
saludaban su entrada.
Aquellos hombres se aplicaban a su
trabajo. Su cometido era abrir camino y
eso era lo que hacían, con despiadada
eficiencia. Como un hacha a través de la
carne, cortaron ellos a través de las
masas; los bien amaestrados caballos
comprimían a la gente contra las
murallas de la Kasbah, por un lado, y el
mercado de esclavos y los primeros
puestos del bazar por el otro. Detrás de
ellos marchaban en filas soldados de a
pie que se apresuraron a desplegarse
para mantener a raya a la multitud,
tomando posiciones a ambos lados de la
calle y sosteniendo horizontalmente sus
lanzas para formar una barricada
viviente. Aquellos que intentaban cruzar
o se precipitaban hacia adelante
recibían un rápido golpe con el extremo
romo del arma.
Khardan examinó atentamente las
caras de los jinetes en busca de
Achmed, pero había demasiada
confusión y, con sus cascos de acero,
todos los soldados se parecían entre sí.
Entonces oyó a Auda gritar:
—¿Qué pasa? ¿Qué sucede?
Y seguidamente varias voces
respondieron a una:
—¡El imán! ¡El imán ha venido!
El hedor, el calor y la excitación
general resultaban sofocantes. Khardan
sintió unos dedos clavarse en su brazo y,
al volverse, vio a Mateo agarrándose a
él con desesperación para no caerse con
los violentos vaivenes de la turba.
Khardan cogió fuertemente al joven del
brazo y, sosteniéndolo cerca de sí,
volvió de nuevo la mirada para ver a
Auda ocuparse rápida y silenciosamente
de un exaltado creyente que intentaba
apartar a empujones a Zohra de su línea
de visión. Un jadeo, un quejido y el fiel
de Quar se desplomó al suelo donde su
cuerpo inconsciente fue objeto al
instante de una concienzuda limpieza por
los seguidores de Benario.
Un poderoso grito se elevó de las
gargantas de la gente, que empezó a
presionar hacia adelante con tanta fuerza
que los soldados que la contenían a los
márgenes de la calle se tambaleaban y
luchaban por mantenerse en pie firme.
Una tras otra, las propias filas de
sacerdotes-soldados del imán hicieron
su entrada marchando orgullosamente a
pie a lo largo de la avenida. A
diferencia de los soldados del amir,
estos sacerdotes-soldados no llevaban
armadura, ya que se creían protegidos
de todo daño por su dios. Vestidos con
túnicas negras de seda y unos pantalones
largos muy sueltos, cada sacerdote-
soldado tenía en su haber una historia de
cómo una flecha disparada a su corazón
había rebotado o cómo una mano de
Quar había desviado una espada
dirigida con fuerza hacia su garganta. A
menudo tales historias no se alejaban de
la verdad, ya que los sacerdotes-
soldados corrían hacia el combate en un
confuso nudo, lanzando histéricos
chillidos y asestando tajos a discreción,
con la luz del fanatismo centelleando en
sus ojos. Más de un enemigo huía ante
ellos presa del pánico. Los sacerdotes-
soldados desfilaban con sus espadas
curvas empuñadas y, a los vítores de la
multitud, las levantaron y agitaron
triunfalmente por encima de sus cabezas.
Tras la llegada de los sacerdotes-
soldados, ante cuyo número se quedó
Khardan tan espantado como
sorprendido, el clamor de la
muchedumbre alcanzó un nivel
verdaderamente imposible de creer. Un
centenar de mamelucos vestidos con
faldas doradas y coronados con blancos
tocados hechos de plumas de avestruz
entraron tras ellos. En sus manos
llevaban cestas y arrojaban puñados de
monedas sobre la alborozada masa.
Khardan atrapó una y Auda otra… pura
plata. Aunque no podía oírlas, el califa
entendió, por la expresión del rostro de
Auda, las palabras que se formaron en
sus sonrientes labios.
—¡Nuestro enemigo no sólo nos
abre la puerta sino que, además, nos
paga por entrar!
Detrás de los mamelucos
aparecieron dos enormes elefantes; el
sol se reflejaba con luminosos destellos
en sus tocados incrustados de rubíes y
esmeraldas. Unos esclavos montaban
sobre sus espaldas guiándolos a lo largo
de las calles. En torno a los retumbantes
pies de los elefantes brillaban unos
brazaletes tachonados de piedras
preciosas. Khardan sentía el cuerpo de
Mateo, aprisionado contra él por el
empuje de la multitud, temblar y suspirar
de admiración. El joven brujo de lejanas
tierras al otro lado del mar jamás había
visto aquellas gigantescas y
maravillosas criaturas, y contemplaba su
paso con la boca abierta y los ojos
desorbitados de asombro.
Los elefantes iban tirando de una
gigantesca estructura construida sobre
ruedas que, cuando estuvo más cerca,
pudo verse que tenía la forma de una
cabeza de carnero. Ingeniosamente
construida de madera cubierta de
pergamino, la ingente cabeza de carnero
estaba pintada con tanta habilidad que
podía haberse tomado por una versión
mayor del verdadero altar de cabeza de
carnero, que se columpiaba y
balanceaba sobre la oscilante base de
madera. De pie junto al altar, que había
sido acarreado a lo largo de los
innumerables kilómetros recorridos por
el ejército conquistador del amir, estaba
Feisal, el imán.
A su llegada, los vítores ascendieron
hasta alcanzar una intensidad frenética y,
después, descendieron de pronto
sumiéndose en un silencio sobrecogedor
que resonaba en los oídos con más
fuerza que los gritos. Muchos, entre la
multitud, se dejaron caer de rodillas y se
postraron sobre la tierra. Aquellos que
no podían moverse debido a la presión
de la masa extendieron sus brazos
implorando en silencio la bendición del
sacerdote. Feisal la impartía,
volviéndose primero hacia un lado y
después hacia el otro, desde su elevada
posición en el gran carruaje con ruedas.
Varios altos sacerdotes se erguían con
gesto orgulloso a sus flancos. Una horda
de sacerdotes-soldados marchaba en
torno a las ruedas de la carroza mirando
con ferocidad y recelo a la venerante
multitud.
Volviendo la mirada hacia Auda,
Khardan vio que su rostro,
habitualmente impasible, estaba grave y
pensativo, y adivinó que el Paladín
estaría imaginando la mejor manera de
penetrar aquel cerco de acero y
fanatismo. Sin embargo, no parecía
perturbado ni amedrentado por lo que
veía; sólo pensativo.
«Probablemente habría que dejar
todos los detalles mundanos, tales como
esquivar un millar de espadas, en manos
de su dios», pensó con amargura
Khardan y volvió de nuevo los ojos
hacia el imán justo al tiempo que éste
volvía los suyos hacia él.
Khardan se estremeció de la cabeza
a los pies. No es que hubiese sido
reconocido. Eso debía de ser imposible
con miles de rostros rodeando al imán.
No, el escalofrío lo causó la mirada de
aquellos ojos, la mirada de alguien
poseído en cuerpo y alma por una pasión
devoradora, la mirada de alguien que ha
sacrificado su razón y su cordura a la
llama consumidora del fervor sagrado.
Era la mirada de un hombre demente que
está demasiado cuerdo, e infundió terror
en su corazón, pues Khardan
comprendió que su gente estaba
condenada. Aquel hombre vertería su
sangre en un cáliz de oro y se lo
ofrecería a su dios sin el menor
escrúpulo, creyendo firmemente que
estaba haciendo un favor a los inocentes
masacrados.
El imán pasó de largo y el terror se
desvaneció de la mente de Khardan,
sólo para dar paso a la desesperación.
La multitud comenzó a volverse y seguir
a la procesión, que al parecer se
proponía serpentear por las calles de la
ciudad antes de devolver al imán a su
templo. Los soldados del amir se
retiraron cuando el sacerdote hubo
pasado a salvo ante la muchedumbre.
Khardan y sus compañeros fueron
arrastrados tras él por las masas.
—¡Tenemos que salir de aquí! —
voceó Khardan a Auda, quien asintió
con la cabeza.
Enlazando sus brazos, el Paladín y el
califa juntaron sus hombros entre sí
formando un escudo con sus cuerpos en
torno a Zohra y Mateo. Se defendieron
de los empujones a golpes y patadas y
lucharon con denuedo por abrirse
camino hacia una tranquila calle lateral
o uno de los rincones de las murallas de
la Kasbah.
El pesimismo descendía sobre
Khardan como una enorme ave de presa,
desgarrando su corazón y cegándolo con
sus negras alas. Aunque repetidamente
se había dicho a sí mismo que venían sin
esperanzas, ahora se daba cuenta de que,
en realidad, había sido arrastrado por la
fuerte ola de la más obstinada de todas
las emociones humanas. Ahora la
esperanza lo estaba abandonando de
verdad, sin dejar más que vacío dentro
de él. Los brazos le dolían, la cabeza le
latía con el ruido, y el hedor le estaba
empezando a producir náuseas. El único
deseo de su corazón era dejarse caer al
suelo y que la multitud lo pisoteara hasta
el olvido; sólo su preocupación por
quienes dependían de él y el firme
aferramiento de Auda contra su hombro
lo hicieron seguir adelante.
Incansablemente, el Paladín Negro
continuaba abriéndoles camino,
empujando y tirando de ellos para que lo
siguiesen. Khardan estaba maravillado
ante la fuerza de aquel hombre, y más
aún ante su fe que, al parecer, no había
sucumbido bajo el peso de imposibles
empresas.
—Fe —musitó Khardan tropezando,
cayendo y sintiendo a Mateo y a Zohra
agarrarse a él, tirar de él hacia arriba al
tiempo que oía los gritos de Auda
apremiándolos a seguirlo—. ¡Fe… eso
es todo lo que queda una vez
desaparecida la esperanza! ¡Hazrat
Akhran! ¡Tu gente te necesita
desesperadamente! ¡No te pedimos que
vengas a luchar por nosotros, ya que tú
tienes tu propia batalla que librar si lo
que hemos oído es cierto! ¡Nosotros
tenemos el valor de actuar, pero
necesitamos un camino! ¡Sagrado
Errante, enséñanos el camino!
Los cuatro fueron arrastrados contra
una pared con tal brusquedad que
sufrieron numerosas contusiones y
arañazos. Tras un momento de pánico en
que parecía que iban a ser aplastados
contra la piedra, el grueso de la multitud
pasó, corriendo en pos de la procesión,
y dejó atrás una relativa calma.
—¿Estáis todos bien? —preguntó
Khardan.
Volviéndose, vio a Mateo asentir con
la cabeza, falto de aliento, mientras
manoseaba temblorosamente el velo que
el ajetreo le había arrancado de la cara.
—Sí —respondió Zohra
apresurándose a ayudar a Mateo, pues
no era conveniente que nadie reparase
en la blancura de su piel ni captase la
más mínima vislumbre del rojo
encendido de su cabello.
Una mirada fue suficiente para
apreciar que Auda ibn Jad era el mismo
de siempre, frío e imperturbable y con
los ojos fijos en varios soldados que,
ahora que la gran conmoción había
pasado, parecían estar tomándose un
inoportuno interés por los nómadas y sus
vestiduras.
—¡Aprisa! —susurró Auda desde la
comisura de sus labios, recomponiendo
sus desbaratadas ropas.
Sin dar apariencia de urgencia, el
Paladín se desplazó con habilidad hasta
la sombra proyectada por la muralla
llevándose a Zohra y Mateo con él.
Khardan, a la vista de aquel nuevo
peligro, se volvió rápidamente para
acompañarlos, pero tropezó y casi cayó
de cabeza sobre un objeto que había a
sus pies.
Un quejido fue la respuesta.
—Un mendigo, pisoteado por la
muchedumbre —dijo Auda con
indiferencia sin quitar ojo de los
guardias que, desde el otro lado de la
calle, los observaban con evidente
interés—. Sin mayores consecuencias.
¡Sigamos adelante!
Pero Zohra estaba ya arrodillada
junto al anciano, ayudándolo a sentarse
con manos atentas.
—Gracias, hija —gruñó el mendigo.
—¿Estás herido, padre? Tengo mi
feisha curativo…
—¡No hija, bendita seas! —repuso
el mendigo estirando una mano y
palpando frenéticamente en torno a sí—.
Mi cesta, mis monedas… ¿robadas?
—¡Déjalo! ¡Tenemos que irnos! —
insistió Auda, y ya se estaba inclinando
para apartar a Zohra de allí cuando
Khardan lo detuvo.
—¡Espera!
El califa se quedó mirando al
anciano; aquellos ojos lechosos, la cesta
en el regazo… Sólo que no estaba
viéndolo ahora: estaba viendo al
mendigo de hacía meses; viendo una
blanca mano arrojar una pulsera dentro
de la cesta; un agujero en la muralla,
ahora abierto de par en par, al instante
siguiente cerrado como si hubiese sido
un sueño. Khardan echó una mirada a su
alrededor. Sí, allí estaba el bazar de la
leche donde había robado un pañuelo de
cabeza para ella. Entonces miró hacia
arriba y pudo ver las ramas de palmera
columpiándose por encima del muro.
—¡Alabado sea Akhran! —
agradeció y, arrodillándose junto al
anciano, fingiendo estar ofreciéndole
ayuda, examinó la pared y gesticuló a
Auda con la cabeza para que se
arrodillase a su lado—. ¡Los guardias
de amir nos persiguen! —le susurró al
anciano—. Sé lo del agujero en el muro.
¿Puedes ayudarnos a entrar?
Los ojos lechosos del mendigo
volvieron su invidente mirada hacia
Khardan. Su arrugado rostro adquirió de
pronto una expresión tan astuta y
maliciosa que el califa habría jurado
que aquellos ojos lo estaban examinando
minuciosamente.
—¿Eres de la Hermandad? —
interrogó el anciano.
Khardan se quedó mirándolo
perplejo, sin comprender. Fue Auda
quien, arrodillándose junto a él, dejó
caer la moneda de plata en la cesta y
dijo en un susurro:
—Benario, Señor de Manos
Arrebatadoras y Pies Ligeros.
La desdentada boca del anciano se
abrió en una rápida y malévola sonrisa y
su mano se fue hacia atrás de su espalda
con destreza. El resorte que ésta
manipuló permaneció oculto tras su
famélico cuerpo y los harapos que lo
cubrían pero, de repente, apareció una
grieta en el muro justo detrás de él,
apenas lo bastante ancha para que un
hombre pudiese deslizarse
apretadamente a través de ella.
—¡Los soldados vienen hacia aquí!
—dijo Auda con calma—. ¡No os
mováis!
—¡Maldición! —exclamó Khardan,
que podía ver el jardín de recreo del
amir a tan sólo un paso de él.
—Akhran sea contigo, sidi —vino
una voz desde el aire—. Nosotros
sabemos qué hacer.
Los soldados avanzaban hacia ellos,
evidentemente preguntándose qué era lo
que los habitantes del desierto
encontraban tan interesante en un
mendigo de Kich, cuando dos borrachos,
uno de ellos un hombre gigantesco con
una piel negra brillante y el otro un
sirviente bien vestido que obviamente
pertenecía al servicio doméstico real,
aparecieron de golpe por una esquina y
fueron a darse de narices con ellos.
Khardan, que había olvidado por
completo la presencia de los djinn, se
quedó mirando sorprendido a los
soldados, que forcejeaban con los
borrachos, y no reaccionó ni se movió
hasta que Auda le dio un brusco
empujón hacia la muralla. Mateo y
Zohra ya se habían deslizado al interior;
Khardan los siguió y Auda fue
presurosamente tras él. Un ruido
rechinante y el agujero había
desaparecido; el muro aparecía liso e
inmaculado. Un espino se arrastró de
nuevo a su sitio con tanta celeridad que
el Paladín tuvo que liberar sus ropas de
las zarzas antes de poder moverse.
—¡Te das cuenta de que estamos en
el harén, el lugar prohibido! —dijo
Auda fríamente echando una mirada a su
alrededor, en el jardín—. Si los eunucos
nos sorprenden, nuestras muertes serán
prolongadas y de lo más desagradable.
—Nuestras muertes no van a ser de
otra manera, estemos donde estemos —
respondió Khardan poniendo con cautela
el pie en un sendero y haciendo ademán
a los otros para que lo siguieran—, y
esto al menos nos da la oportunidad de
hablar con el amir.
—Y también nos da la oportunidad
de introducirnos en el templo —continuó
Auda—. Cuando yo estuve sirviendo en
el templo de Khandar, me enteré de que
había, en Kich, un túnel que discurría
desde el templo, por debajo de tierra,
hasta el palacio del amir.
—¡Primero hablaremos con
Qannadi! —comenzó a decir Khardan
con severidad cuando, de pronto, se oyó
un crujido de ramitas, un rumor de hojas
en los árboles y un grito de alegría y
anhelo.
—¡Meryem!
Capítulo 4
La obsesión únicamente ve el objeto
de su locura. Cree todo cuanto quiere
creer, sin cuestionarse nada. Achmed
agarró por los hombros a la esbelta
figura cubierta con su bien recordado
velo verde con lentejuelas doradas y le
dio la vuelta situándola de cara a él.
Sobresaltado, Mateo dejó caer su velo.
—¡Tú! —exclamó Achmed, y apartó
de sí al joven de un empujón.
Echando una mirada a los otros con
ojos febriles, vio a su hermano, pero no
se le ocurrió preguntarse qué hacía
Khardan allí, en el jardín del amir. Para
Achmed sólo había una pregunta en su
corazón.
—¿Dónde está ella? —dijo—.
¿Dónde está Meryem? Este… hombre —
se atragantó en la palabra, apuntando a
Mateo con un dedo tembloroso— lleva
puestas sus ropas…
Demasiado tarde, Zohra intentó
detener las palabras de Khardan
apoyando la mano sobre su brazo.
—Meryem está muerta —contestó el
califa con dureza, antes de pararse a
pensarlo.
—¡Muerta!
Achmed se quedó blanco hasta en
los labios y se tambaleó donde estaba.
Después, con un rápido movimiento,
sacó la espada de la funda que colgaba
de su costado y saltó hacia Khardan.
—¡Tú la has matado!
El brinco del joven soldado se vio
detenido bruscamente por un fuerte
brazo afianzado en torno a su cuello,
estrangulándolo. Entonces vieron el
destello de una hoja de plata. Los
crueles ojos del Paladín centellearon al
lado de Achmed. Un segundo más y
habría manado sangre de una raja en su
garganta.
—¡Auda, no! ¡Es mi hermano! —
dijo Khardan cogiendo la mano del
Paladín que empuñaba la daga.
Auda detuvo su estocada mortal,
pero sujetó al joven con fuerza,
aplastándole la laringe con el brazo para
que no pudiese hablar ni gritar. Los ojos
de Achmed, fijos en su hermano, ardían
de furia. Luchó impotentemente por
escapar de su captor y el Paladín apretó
con más fuerza.
—Lo siento, Achmed —se disculpó
Khardan, censurándose mentalmente por
su burda falta de tacto—. Pero ella
intentó asesinarme…
—Fue mi mano la que la mató —
dijo Mateo en voz baja—, no la de tu
hermano. Y es cierto lo que dice; ella
llevaba un anillo envenenado.
Achmed dejó de forcejear y se
quedó fláccido entre los brazos de
Auda. Sus ojos se cerraron; lágrimas
calientes brotaron de entre sus párpados.
—Suéltalo —ordenó Khardan.
—¡Alertará a los guardias! —
protestó Auda.
—¡Suéltalo! ¡Es mi propia sangre!
De bastante mala gana, Auda soltó a
Achmed. El joven, pálido y tembloroso,
abrió los ojos y los clavó en los de
Khardan.
—¡Tú lo tenías todo! ¡Siempre! —
exclamó con voz ronca—. ¿Tenías que
destruir lo único que era mío?
Un sollozo lo sacudió de arriba
abajo.
—¡Espero que acaben contigo, con
todos vosotros!
Volviéndose, el joven soldado echó
a correr a ciegas y se sumergió en el
perfumado follaje del jardín. Podía
oírse el crujido de ramas tronchadas en
su descuidada carrera por entre las
plantas.
—¡No seas estúpido, Khardan! ¡No
puedes dejarlo marchar! —insistió Auda
con el cuchillo preparado.
El califa vaciló y, entonces, dio un
rápido paso hacia adelante.
—¡Achmed…!
—Deja al muchacho en paz —
ordenó una voz severa.
Abul Qasim Qannadi, amir de Kich,
emergió de entre las sombras de un
naranjo. El perfume de la mañana, ya
avanzada, flotaba densamente en el
jardín: rosas, gardenias, lirios,
jazmines… Las palmeras susurraban sus
interminables secretos y una fuente
gorgoteaba cerca de allí. En alguna
parte, entre las más oscuras sombras, un
ruiseñor elevó su voz en un rítmico
canto, trinando una única y penetrante
nota hasta que parecía que iba a
explotarle el pecho y sosteniéndola por
más tiempo todavía.
El amir estaba solo. No iba vestido
con armadura sino ataviado con una
suelta toga echada con naturalidad por
encima de un brazo. Llevaba un hombro
desnudo y, a juzgar por su pelo mojado y
el brillo de aceite sobre su piel, se diría
que acababa de salir del baño. Parecía
cansado y más viejo que lo que Khardan
recordaba, pero esto tal vez se debía a
que, en aquel momento, no era un rey en
su diván sino un hombre a medio vestir
en un jardín. En efecto, él no había
cabalgado con sus tropas aquella
mañana ni, con toda evidencia, había
estado presente para saludar al imán a
su llegada a la ciudad ni había
presenciado su gloriosa entrada.
—¿Asesinos? —preguntó el amir
mirando fríamente y sin temor a la
reluciente hoja de la daga de Auda.
—No —dijo Khardan poniendo su
propio cuerpo entre el Paladín y el amir
—. ¡Vengo como califa de mi pueblo!
—¿Acaso un califa de su pueblo
suele colarse furtivamente por agujeros
en las paredes? —preguntó con ironía
Qannadi.
Khardan se ruborizó.
—¡Era la única forma posible de
entrar a verte! Tenía que hablar contigo.
Mi gente…
El rostro marrón y curtido de
Qannadi se endureció.
—Si has venido a suplicar…
—¡A suplicar no, oh rey! —repuso
con orgullo Khardan—. Deja marchar a
las mujeres y niños, a los enfermos y
ancianos. Nosotros —dijo gesticulando
hacia el desierto, al otro lado de las
murallas—… mis hombres y yo nos
enfrentaremos contigo en combate justo
y abierto.
La expresión de Qannadi se suavizó;
casi sonrió. Miró hacia donde señalaba
Khardan, aunque allí no había otra cosa
que ver más que enmarañadas parras en
flor y árboles de hojas cerosas.
—Deben de quedar muy pocos de
vosotros —comentó el amir en voz baja,
volviendo su penetrante mirada hacia
Khardan—. ¡Y mi ejército cuenta con
millares!
—¡A pesar de todo, lucharemos, oh
rey!
—Sí, lo haríais —reflexionó
Qannadi—, y yo perdería muchos
hombres valiosos antes de que
lográsemos destruiros. Pero dime,
califa, ¿desde cuándo el nómada del
desierto viene a presentar un desafío de
combate acompañado de sus mujeres y
—su mirada se fue unos instantes hacia
Auda— de un Paladín del dios de la
Noche? O, tal vez, no mujeres en plural
sino mujer, una sola —agregó Qannadi
observando a Zohra antes de que
Khardan pudiese responder—. Crecen
flores tan hermosas en el desierto como
en el jardín de un rey. Y más valientes,
se diría —añadió al notar los ojos
desafiantes de Zohra fijos en él y no
tímidamente bajados, como
correspondía a una mujer.
Pero no era momento para pensar en
el decoro. Una palabra de Qannadi y los
intrusos en su jardín se enfrentarían al
Alto Ejecutor, quien se encargaría de
que abandonasen este mundo tras una
lenta y dolorosa agonía. Khardan se
preguntaba por qué Qannadi no había
pronunciado aquella palabra. ¿Estaba
jugando con ellos? ¿Tratando de
averiguar todo cuando pudiese? Pero
¿para qué molestarse? Pronto habrían
arrancado de sus despedazados cuerpos
todo lo que sabían.
—Y tú —dijo Qannadi, que había
estado estudiando de reojo a Mateo
desde el comienzo de esta extraña
conversación, centrando al fin sus ojos
en el objeto de su curiosidad—. ¿Qué
eres tú? —preguntó sin más el amir.
—Yo… soy un hombre —contestó
Mateo con sus lisas y translúcidas
mejillas tiñéndose de carmesí.
—¡Eso ya lo sé… ahora! —repuso
Qannadi con una sarcástica sonrisa—.
Quiero decir, ¿qué clase de hombre eres
tú? ¿De dónde eres?
—De la tierra de Aranthia, en el
continente de Tirish Aranth —respondió
Mateo de mala gana, como si estuviese
seguro de que no le iba a creer.
Pero Qannadi se limitó a hacer un
gesto de asentimiento, aunque al mismo
tiempo levantó una ceja.
—¿Sabes algo de él? —preguntó
Mateo asombrado.
—Y también el emperador —
observó el amir—. Si Nuestra Majestad
Imperial lo decreta, puede que pronto
tenga la ocasión de ver tu tierra natal. En
este mismo momento, el Elegido de
Quar prepara sus barcos para surcar el
océano de Hurn. Así que tú eres la
espina de pescado que últimamente ha
estado clavada en el gaznate de Feisal…
Mateo parpadeó confuso, sin
comprender. Qannadi sonrió, pero era
una sonrisa no reflejada en sus ojos, que
permanecieron sombríos y sobrios.
Khardan se movió inquieto.
—El imán tuvo noticia de que uno de
los seguidores de tu dios…, he olvidado
su nombre. No importa —dijo con un
movimiento disuasorio de mano cuando
Mateo se disponía a hablar—. Que uno
de los seguidores, que se suponía habían
sido todos aniquilados en las costas de
Bas, todavía vivía y andaba por nuestras
tierras. Y no solo y perdido, sino en
compañía de amigos, al parecer.
El amir se quedó callado, pensativo.
Khardan esperó con nerviosismo, sin
atreverse a hablar.
—Conque Meryem está muerta —
volvió a sonar con indiferencia la voz
de Qannadi—, y tú fuiste quien terminó
con ella.
La sangre abandonó la cara de
Mateo, que se volvió blanca, pero el
joven se enfrentó al amir con valentía y
con serena dignidad.
—Hice lo que creí justo. Ella iba a
asesinar a…
—Lo sé todo sobre Meryem —lo
interrumpió Qannadi.
—Pero no fuiste tú quien la envió en
mi busca, ¿digo bien, oh rey? —pregunto
Khardan comprendiendo todo de pronto.
—No, no fui yo. Y no es que no
hubiese dormido mejor por las noches
de haber sabido que ella había tenido
éxito —admitió el amir con una sonrisa
que esta vez dulcificó aquellos ojos
incrustados en su telaraña de arrugas—.
Tú eres un peligro, nómada. Y, lo que es
peor, eres un peligro inocente. No tienes
idea de la amenaza que supones. Tú no
eres ambicioso. No puedes ver más allá
de tus dunas. Eres honorable, honesto y
confiado. ¿Qué puede uno hacer con un
hombre como tú en un mundo como éste,
un mundo que se ha vuelto loco?
La sonrisa se desvaneció de sus ojos
cansados.
—Yo intenté asegurarme de que lo
abandonabas. Oh, no a través de
Meryem. Yo la envié allí la primera vez
para espiarte. Y, cuando ella informó de
que vuestras tribus se estaban aliando
contra mí, yo te hice el honor, aunque tú
no lo sabías. Te envié la muerte bajo la
forma de Gasim, mi mejor capitán. Te
envié la muerte en combate, cara a cara,
espada con espada. No la muerte de
noche, con veneno, bajo el disfraz del
amor.
—El imán —dijo Khardan.
—Sí. —Qannadi tomó una profunda
bocanada de aire—. El imán.
E hizo una pausa. En el silencio,
pudieron oír el murmullo del agua que
caía. El ruiseñor había dejado de cantar.
Más allá de las murallas, en la distancia,
se podía oír el griterío de la
muchedumbre cada vez más cerca. La
procesión avanzaba sinuosamente hacia
el templo.
—Así que habéis venido hasta aquí
para pedirme las vidas de vuestra gente
—continuó el amir con hielo en su voz
—. Rechazo vuestra propuesta de
guerra. No tiene sentido. Un desperdicio
de vidas que no me puedo permitir. Si
las ciudades conquistadas que yo
controlo se enterasen de algo así,
vendrían directamente en busca de mi
garganta. Y ahora dime, califa, ¿qué has
venido a hacer? ¿Qué has venido a hacer
con una mujer cuyos ojos son como los
del halcón? ¿Qué has venido a hacer con
un hombre de una tierra extraña y lejana
donde, según dicen, los hombres poseen
los poderes mágicos de las mujeres?
¿Qué has venido a hacer con un Paladín
de la Noche que tiene una maldición de
sangre que cumplir?
Desconcertado por estas palabras
que tan cerca del blanco habían dado,
Khardan no pudo al principio responder
y se limitó a escudriñar el rostro de
Qannadi intentando sondear sus
intenciones. Pero no pudo. O, si lo hizo,
fue sólo muy vagamente, del mismo
modo que un hombre ve a través de una
tormenta de arena arremolinada.
—Iré a prisión y moriré con mi gente
—dijo al fin con voz calma el califa.
—Por supuesto que irás —repuso
Qannadi.
Una de las comisuras de su boca se
hundió profundamente en la curtida
mejilla. Levantando la voz, una voz que
sabía hacerse oír por encima del pisoteo
de los cascos y del ajetreo y clamor de
la batalla, el amir llamó a sus guardias.
—¿Qué hay de Achmed? —preguntó
Khardan apresuradamente, al oír pisadas
de botas en el sendero del jardín.
Zohra permaneció orgullosamente a
la espera, con la cabeza alta y los ojos
centelleando. Mateo observaba a
Qannadi en silencio. Auda ibn Jad
escondió la daga y cruzó los brazos por
delante del pecho, con una sonrisa en los
labios tan peligrosa y amenazadora
como la de Qannadi. Khardan mantuvo
un ojo vigilante sobre él, esperando que
luchase…, inquieto cuando vio que no lo
hacía.
—Mi hermano debe saber la verdad
acerca de la muchacha —prosiguió el
califa.
—Él sabe la verdad. Ésta le
carcome el corazón, nómada —dijo
Qannadi—, ¿tirarías de la flecha para
que las púas le arranquen la vida a
pedazos? ¿O dejarías que saliese
lentamente por sí sola y a su debido
tiempo?
—Tú lo quieres, ¿verdad?
—Sí —respondió simplemente
Qannadi.
—También yo.
Los guardias ya estaban allí,
prendiendo con rudeza a Khardan y a sus
compañeros. No tuvieron miramientos
con Zohra y Mateo; los agarraron con
manos firmes y les doblaron los brazos
por detrás de la espalda.
—¡Mantenlo alejado mañana, oh
rey! —suplicó con urgencia el califa,
luchando por dar la cara al amir
mientras los guardias intentaban
llevárselo de allí—. ¡No dejes que vea
masacrar a su gente!
—Llevadlos a la Zindam —ordenó
Qannadi.
—¡Prométemelo!
Qannadi hizo un gesto. Un golpe a
Khardan en el riñón hizo que éste cesara
la lucha y se doblara con un quejido de
dolor. Sin que ofreciesen resistencia, los
guardias los llevaron a empujones fuera
del jardín.
De pie en medio del sendero, viendo
cómo sus hombres conducían a aquel
extraño grupo lejos de allí, Qannadi dijo
en voz baja:
—Que tu dios sea contigo, nómada.
Capítulo 5
Cuatro prisioneros salieron para la
Zindam, pero sólo dos llegaron. Dada la
confusión reinante en las calles a través
de las cuales los condujeron, Zohra no
se enteró de cómo había ocurrido, ni
tampoco evidentemente el teniente
responsable de entregar a los nómadas
en la Zindam. La expresión de su cara
cuando se volvió y vio que el número de
sus encomendados se había reducido a
la mitad fue verdaderamente risible.
Y, en efecto, Zohra se rió, lo que no
la congració en absoluto con su captor.
—¡No reirás ya mañana por la
mañana, kafir! —le dijo el teniente—.
¿Dónde están los hombres, el nómada y
su amigo? —preguntó a sus soldados,
quienes se estaban mirando, mudos de
asombro, el uno al otro.
—Tal vez fueron detenidos por la
multitud —sugirió el suboficial de
prisión, cogiéndose las manos sobre su
gorda barriga y mirando a Zohra con
ojos apreciativos.
—¡Bah! —repuso el teniente,
enojado y bastante asustado, ya que él
sería el responsable de la pérdida ante
el amir—. No fuimos detenidos por la
multitud. Envía a algunos de tus hombres
fuera en su busca.
Encogiéndose de hombros, el
suboficial ordenó a varios de sus
guardias de prisión volver sobre los
pasos del teniente desde la Zindam hasta
el palacio, por si los soldados del amir
necesitaban ayuda para capturar a sus
prisioneros. Al teniente no le gustó nada
la insinuación del suboficial pero, no
estando en posición de poder descargar
su bilis, guardó silencio y, aparentando
indiferencia, se puso a mirar por la
ventana de la caseta de guardia hacia el
abarrotado patio interior de la prisión.
—¿Qué hacemos con estas dos
bellezas? —preguntó el suboficial,
jugueteando nerviosamente con sus
dedos.
—Ponlas con las otras —contestó el
teniente casi sin prestar atención—. No
han de ser maltratadas.
—Mmmmm —hizo el suboficial
pasándose la lengua por los labios—.
No lo serán, te lo aseguro. Sé
exactamente cómo… eeh… manejarlas
—y, poniéndose pesadamente en pie,
echó una mirada por la ventana—. Ah,
ahí vienen mis hombres, y con noticias
por lo que parece.
Mateo aprovechó la oportunidad
para deslizarse hasta Zohra.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está
Khardan? ¿Qué le han hecho?
—Está con el Paladín, naturalmente
—susurró ella en respuesta—. No hay
nada más que podamos hacer por ellos,
Ma-teo, ni ellos por nosotros. Nuestros
caminos se han separado. Ahora estamos
solos.
Los dos guardias de prisión llegaron
al despacho del suboficial con la cara
roja y sin aliento.
—Hemos encontrado a dos de los
hombres del amir, señor, en un callejón
trasero. Muertos. Les han cortado la
garganta.
—¡Imposible! ¡Yo no he oído nada!
—exclamó el anonadado teniente—.
¿Alguien ha visto algo?
Los dos guardias negaron con la
cabeza.
—Iré y lo comprobaré por mí mismo
antes de informar al amir.
—Muy bien —asintió el suboficial
—. Mientras tanto, yo haré preparar una
celda especial para ti, para cuando
vuelvas —añadió jocosamente en un
murmullo mientras veía alejarse al
teniente.
El jefe de prisión, que recordaba la
vida fácil que llevaba bajo el sultán,
sentía muy poco aprecio por el amir y
ninguno en absoluto por sus soldados,
una pandilla de fachendosos que
miraban a la gente desde arriba y
constantemente estaban interfiriendo en
lo que el suboficial consideraba que
eran sus prerrogativas en el trato de la
escoria asignada a su cuidado.
—¡Trataros bien! ¡Desde luego que
lo haré, flores mías! —dijo mirando a
Zohra con ojos hambrientos y frotándose
las manos—. Habría podido disfrutar de
la compañía de algunas más como
vosotras si ese viejo asno pomposo de
palacio no hubiese tenido siempre a sus
soldados curioseando por aquí. Pero
esta noche todo el mundo estará
asistiendo a la ceremonia del imán.
Vuestros hombres os han abandonado —
agregó, acercándose hasta Zohra con una
impúdica sonrisa y estirando una fofa
mano hacia ella—. ¡Los cobardes! Pero
vosotras no los echaréis de menos. Esta
noche, kafir, os enseñaré lo que es gozar
de la compañía de un hombre de verdad,
uno que sabe cómo…
Zohra lanzó su pie con fuerza contra
el pliegue de la rodilla del suboficial.
Su pierna se dobló debajo de él, y se vio
obligado a agarrarse a una silla para no
caer al suelo. El dolor hizo palidecer
sus gruesas mejillas; su papada tembló
de furia.
—¡Perra kafir!
Agarrándola de su velado cabello,
tiró violentamente de su cabeza hacia
atrás y comenzó a besarla. Las uñas de
Zohra se clavaron en su cara. Mateo
introdujo a la fuerza su brazo entre el
cuerpo del hombre y Zohra, intentando
romper el abrazo y apartar a la mujer de
él.
—Suboficial —vino una voz desde
la puerta.
—¿Mmm?
El jefe de prisión, quitándose a
Mateo de encima de un empujón, se
volvió con una mano agarrando todavía
dolorosamente el pelo de Zohra.
—Debes informar al amir —dijo el
guardia tratando de mirar a cualquier
parte menos a su sudoroso superior—.
De inmediato. Ya ha llegado a sus oídos
lo de los soldados asesinados, parece.
—¡Hummf! —gruñó tirando a Zohra
al suelo. Se retocó el uniforme, se
restregó la cara y, maldiciendo entre
dientes, se fue anadeando hacia las
murallas del palacio.
—Llévalas al patio interior —
ordenó.
El guardia, de pie junto a ellos,
esperó a que Zohra y Mateo, que la
estaba asistiendo, se levantasen, sin
ofrecerles ninguna ayuda sino
limitándose a observar con una
desagradable sonrisa. Los guardias de la
prisión, verdaderos desechos de la
humanidad, muchos de los cuales habían
sido a su vez presidiarios en el pasado,
habían sido elegidos por el suboficial
por su naturaleza ruda y brutal. Para
hacer justicia al suboficial, hay que
decir que muy pocos habrían podido
encontrarse, aparte de aquéllos, con
suficiente estómago para apechugar con
dicha tarea. Un hombre sentenciado a
prisión en aquella dura tierra a menudo
tenía sobrada razón para envidiar a los
que eran condenados a muerte. Sólo
gracias a la intervención del imán, quien
nunca cejaba en su intento de convertir a
los kafir, los nómadas apresados en el
Tel habían recibido un trato mejor. Se
había obligado a los guardias a mantener
a las mujeres bajo su cuidado durante un
mes, con la estricta prohibición de
tocarlas. Pero aquello terminaba esta
noche. Los soldados del amir y los
sacerdotes-soldados del imán serían
necesarios para ayudar a controlar a la
multitud. Nadie prestaría la menor
atención a los prisioneros. Rapiña,
asesinato… ¿quién se iba a enterar por
la mañana, cuando todos iban a ser
masacrados de todas maneras en el
nombre de Quar? ¿A quién le iba a
importar?
Zohra vio el odio y la lujuria arder
en los ojos animales del hombre y
comprendió claramente el destino que
esperaba a los prisioneros una vez que
oscureciera. Sería una noche de
horrores. La mano de Mateo, mientras
éste la ayudaba a ponerse en pie, estaba
fría y húmeda, y ella se dio cuenta de
que él también había comprendido. Los
dos intercambiaron una mirada y
compartieron su miedo.
Khardan se había ido, ya fuera como
prisionero de Auda o ayudándolo de
buen grado. No había previsto aquel
peligro; no se le había pasado por la
cabeza. ¿Serían conscientes de él las
mujeres de la prisión? ¿Podrían
conseguir inducirlas a luchar contra él?
Conociendo a su gente, Zohra no tenía
duda de que lucharían. Se preguntó
inquieta si lograría convencerlas para
luchar utilizando aquella extraña magia
enseñada por un loco.
«Lo harán», se dijo firmemente a sí
misma. «No tienen más remedio».
Con la ayuda de Akhran. O sin ella.
Por el rabillo del ojo, Khardan vio
que el guardia que marchaba detrás de
Auda ibn Jad desaparecía súbitamente
de la vista. El califa sintió un violento
tirón desde atrás. Las manos del guardia
que lo agarraba por los brazos se
cerraron en un espasmo y, después, se
separaron bruscamente de él. Estaba
libre. Volviéndose, vio atónito los
cuerpos de dos guardias tirados en la
calle con una abertura roja que les
cruzaba la garganta.
—¡Por aquí! —susurró una voz.
—Zohra… —comenzó a decir
Khardan yéndose para los guardias que,
sin haber oído nada, conducían a Zohra
y a Mateo por delante de ellos.
—¡No! —Auda le cortó el paso—.
¿Quieres arruinarlo todo?
Aquélla era la más difícil decisión
que el califa se había visto obligado a
tomar jamás, y tenía que tomarla en unos
segundos. «¿Me vas a negar el derecho
de morir por mi gente porque soy una
mujer?» Las palabras de Zohra
resonaron en su cabeza.
Auda tenía razón. Podría echar a
perder la única oportunidad que tenían.
Tenía que dejarla marchar…, al menos
por el momento.
El Paladín y el califa se sumergieron
en un oscuro callejón. Dos siluetas
negras, más negras que la noche, se
deslizaron delante de ellos. Una puerta
se abrió de repente. Unas manos tiraron
de Khardan hacia el interior de un
edificio que estaba fresco, iluminado tan
sólo por la luz solar que entró en
torrente mientras la puerta estuvo
abierta. El califa no pudo ver nada
cuando la puerta volvió a cerrarse de
golpe.
—¿Necesitas algo más, efendi? —
susurró una voz que resultaba vagamente
familiar a Khardan.
—Sí, Kiber. Dos hábitos de los
sacerdotes-soldados.
—¿Sólo dos, efendi? —preguntó el
hombre con tono decepcionado—. ¿No
vamos a ayudarte nosotros en tu tarea?
—No; mi vida está prometida a esta
causa. Las vuestras no, y puede
desperdiciarse nuestra gente. —Se oyó
un sonido de roce, como de una mano
agarrando un hombro—. Tú has sido
siempre un leal escudero, Kiber. Nos
has servido bien tanto a mí como al
dios. La última petición que le hago a mi
señor es que tú seas armado caballero y
ocupes mi lugar al servicio de Zhakrin.
Dile a él, cuando regreses, que ésa es mi
voluntad.
—Gracias, efendi —se oyó la
reverente voz de Kiber—. Los hábitos
estarán bajo las ennegrecidas piedras de
lo que solía ser la mezquita de esta
ciudad. Hallaréis comida y bebida en el
suelo, cerca del centro de esta
habitación. Ha sido un privilegio para
mí servirte durante todos estos años,
Auda ibn Jad. Tú me has enseñado
mucho. Ruego al dios que me haga digno
del honor que me otorgas. ¡Que la
bendición de Zhakrin sea contigo!
La puerta se abrió, la luz penetró
como un cuchillo brillante en la
habitación y, luego, la puerta se cerró
otra vez; dentro no quedó más que
oscuridad y un silencio sólo
interrumpido por el aliento de los dos
hombres.
—Zohra y Ma-teo —dijo Khardan,
volviéndose—. Tengo que ir…
Una mano de hierro se cerró en torno
a su antebrazo.
—Ellos hacen lo que deben,
hermano, y lo mismo nosotros. Ahora yo
te pido a ti, Khardan, califa de tu
pueblo, que cumplas la promesa que me
hiciste, por tu propia voluntad, en la
mazmorra del castillo Zhakrin.
—Y, si no lo hago —repuso Khardan
—, ¿me vas a dar muerte con tu espada?
—No —respondió Auda con tono
suave—. Yo no. ¿Qué hace tu dios con
los que rompen sus promesas?
De mala gana, indeciso, Khardan
esperó a que sus ojos se adaptaran a la
oscuridad. Entonces pudo ver la vaga
silueta gris de Ibn Jad moviéndose en la
tiniebla.
—Debería estar con mi esposa…,
mis esposas —enmendó con tono,
irónico, recordando que Mateo le
pertenecía—. Debería estar con mi
gente. Están en peligro.
—Lo están. Y también nosotros.
Zohra y Mateo entienden cómo han de
combatirlo. Sin saber nada de magia,
¿crees que tú puedes ayudarlos? No,
podrías causarles mucho daño. Ellos son
una esperanza para tu pueblo y tú eres la
otra. Y tu camino está conmigo.
—A ti te importa un comino mi gente
—replicó Khardan enojado y frustrado;
él sabía que Auda tenía razón, pero no le
gustaba la idea y se resistía a aceptarlo
—. Mañana mismo los degollarías, si
ese dios tuyo te lo ordenase.
Agachándose, cogió una hogaza
plana de pan ázimo y le dio un buen
bocado, que a continuación ayudó a
pasar con un trago de agua rancia y
caliente de un pellejo de cabra.
—Tienes razón, hermano —
reconoció Ibn Jad con sus blancos
dientes resplandeciendo por un instante
en una sonrisa—. Pero yo sé lo que te
arrastra. Ése es el vínculo entre
nosotros. Ambos estamos dispuestos a
sacrificar nuestras vidas por nuestra
gente. Y tú ahora comprendes, ¿no es
así, hermano?, que la única esperanza de
salvación para tu tribu es la muerte de
ese sacerdote.
Khardan no dijo nada; siguió
masticando un trozo de pan.
—Supongo que te habrás dado
cuenta —prosiguió Auda— de que el
amir te despidió con su bendición.
Los ojos del califa se estrecharon de
incredulidad. Auda ibn Jad estalló en
una sonora carcajada que, al instante,
suprimió lanzando una rápida mirada
hacia la puerta cerrada.
—¡Estúpido! —dijo bajando la voz
—. ¡Qannadi podría, y debería, haber
ordenado a sus guardias que nos matasen
en el sitio! El amir ha corrido mucho
mundo. Él conoce a la gente de Zhakrin,
conoce mi cometido. ¡Y nos envía a la
prisión con una guardia ligera!
¡Nómadas! —exclamó Auda sacudiendo
la cabeza—. Tenéis brazos de guerreros,
el coraje del león y las almas
candorosas de los niños. Ahí está el
amir, un soldado, un militar a quien le
gustaría mucho ver el dominio del
emperador extendido tanto como fuese
posible pero que apreciaría bastante que
le quedasen algunos súbditos vivos para
poder beneficiarse de ello. Los hombres
sufrirán bajo pesados impuestos.
Apretarán los dientes y aguantarán el
azote. Pero toca la religión de un
hombre y estarás tocando su alma, su
vida en el más allá, y eso es algo que la
mayoría de los hombres estarán
dispuestos a luchar por defender.
Sospecho, por ciertas palabras que
Qannadi dejó caer, que en las ciudades
sureñas está bullendo la rebelión. Él
habla de un ejército de millares, pero yo
no he visto eso en Kich. Se ha quedado
corto a la hora de proteger sus
posesiones. El amir tenía razón —
añadió el Paladín, más pensativo—. Tú
no sabes todavía lo peligroso que eres,
nómada. Cuando lo sepas, creo que el
mundo entero se echará a temblar.
Auda se calló y se puso a comer y
beber. Khardan tampoco decía nada:
pensaba. Sus pensamientos, sin
embargo, no lo llevaban a otra parte que
a la desesperación, y cambió de tema.
—¿De dónde han salido esos
hombres tuyos? —preguntó con
irritación—. ¿Cómo sabía Kiber que
estábamos en Kich?
—La Maga Negra los envió por si
acaso yo necesitaba ayuda. Ella ha
enviado a nuestra gente a todas las
demás ciudades adonde yo podía haber
ido en busca de Feisal.
—¿Y cómo te pusiste en contacto
con Kiber? —insistió en saber Khardan
—. ¡Yo he estado contigo todo el
tiempo! Y no he visto a nadie. Tú no has
hablado con nadie…
—Lo llamé a través de mis
oraciones, nómada. Nuestro dios me
envió a mi escudero cuando yo lo
necesitaba. Olvídalo, tú no puedes
entenderlo.
Auda terminó su pan y se estiró
cómodamente en el suelo, con las manos
detrás de la cabeza.
—Deberías dormir un rato, hermano.
La noche va a ser larga.
Khardan se acostó sobre el
endurecido suelo de tierra de la
miserable barraca. El calor era
sofocante. No más fuerte que en el
desierto, quizá, pero él se sentía
encerrado, atrapado, incapaz de
respirar. Se volvió y se retorció inquieto
y, en vano, trató de relajarse.
Zohra. Temía por ella, pero confiaba
en ella. Por eso la había dejado marchar.
Conocía bien su valor; nadie lo conocía
mejor que él. Más de una vez se había
enfrentado a él y le había ganado. Él
reconocía su inteligencia aunque, pensó
con una irónica sonrisa, nunca sería
sabia. Siempre impetuosa, con su afilada
lengua y su temperamento fogoso,
actuaba y hablaba antes de pensar.
Khardan esperaba tan sólo que este
defecto no la precipitase por el borde
del abismo por donde caminaba. Pero
Mateo estaba con ella. «Mateo tiene
sabiduría por los dos; por los tres, me
incluyo yo también si a eso vamos»,
admitió Khardan para sí. Mateo la
guiaría y, con la ayuda de Akhran,
estarían a salvo.
A salvo… ¿y luego qué?
Suspirando con aprensión, Khardan
cerró los ojos. Una larga noche.
Podía llegar a ser una noche muy
larga. Una noche que durase toda una
eternidad.
Capítulo 6
Al no haber suficientes celdas para
alojarlas, las mujeres y los niños de los
nómadas habían sido congregados en el
patio central de la Zindam. Cuando los
habían capturado, varios meses atrás,
les habían proporcionado casas en la
ciudad y libertad para ganarse la vida
como mejor pudiesen en los souks de
Kich. El imán había esperado que una
vislumbre de la vida urbana, con
educación para sus niños, comida,
cobijo y seguridad, haría que
renunciasen a sus costumbres errantes y
se convirtieran a Quar. Esperaba
asimismo que sus maridos abandonarían
el desierto y vendrían a unirse a sus
familias, y algunos pocos lo hicieron.
Pero, cuando vio que pasaba un mes tras
otro y la mayoría no respondía a sus
expectativas, cuando además se le
informó de que las mujeres nómadas,
aunque aparentemente dóciles y
obedientes, mantenían a sus hijos
apartados del madrasah y nunca
pasaban por el templo de Quar sin
cruzar al lado opuesto de la calle, el
imán comenzó a perder la paciencia.
Feisal se sentía desesperado,
acosado. Era un sentimiento irracional y
no podía entenderlo. Él era el sacerdote
más poderoso de todo el mundo
conocido. Había sido invitado a ir a
Khandar y tomar las riendas de la
iglesia como cabeza de ella. Sería él,
Feisal, quien conduciría a las tropas del
emperador a través del mar para llevar a
los infieles de la lejana tierra de Tirish
Aranth el conocimiento del Único y
Verdadero Dios. Y, sin embargo, había
todavía un puñado de harapientos
seguidores de un dios derrotado que lo
desafiaban abiertamente, haciéndolo
aparecer como un estúpido a los ojos
del mundo entero. Él, Feisal, había sido
misericordioso. Les había dado su
oportunidad de redimirse. Ya no
volvería a tener piedad.
Por ende, había ordenado que los
nómadas, la mayoría de ellos mujeres y
niños pero también unos pocos jóvenes,
padres y esposos, fueran enviados a la
Zindam. Los hombres habían sido
colocados en celdas y a las mujeres les
habían dejado el patio interior donde
hubieron de improvisarse sus camas,
cocinar sus comidas y atender a sus
niños. Los hombres eran golpeados a
escondidas, cuando los soldados del
amir no estaban presentes. Las mujeres y
muchachas eran observadas con odio y
lascivia. Los sacerdotes-soldados,
espada en mano, formaban un cerco en
torno a ellas. La espectral figura de la
Muerte a menudo pasaba por la Zindam
con sus huecos ojos ansiosos y
vigilantes.
Cuando Zohra y Mateo entraron en el
patio empujados por los sonrientes
guardias, todo el mundo tenía sus ojos
puestos en ellos. Sin embargo, nadie
dijo una palabra. Los juegos de los
niños fueron acallados; las madres
sujetaron a éstos estrechamente contra
sus faldas. Toda conversación cesó.
Apretando los dientes, y con la
barbilla bien alta y firme, Zohra caminó
por entre su gente. Mateo, sintiéndose
visiblemente incómodo, la siguió a unos
pocos pasos de distancia.
Mirando a su alrededor, Zohra vio
muchas caras conocidas, pero en
ninguna parte vio un rostro amigo. Las
mujeres de su propia tribu, los hranas, la
despreciaban por sus poco femeninas
maneras, que con más claridad que las
palabras les expresaban el desdén que
su princesa sentía por ellas. Las mujeres
de los akares odiaban a Zohra por ser
hrana, por casarse con su adorado califa
y, además, por mostrarse insensible a
este gran honor, negándose a cocinar sus
comidas, a ocuparse de su tienda y a
tejer sus alfombras. Las mujeres de la
tribu de Zeid la miraban mal por ser una
hrana y por los chismorreos que habían
oído acerca de ella.
En cuanto a Mateo, estaba loco: era
un hombre que había decidido
disfrazarse de mujer para escapar a la
muerte. Akhran decretaba que los locos
fueran tratados con toda cortesía, y así
lo trataban a él. ¿Respeto, amistad? Eso
ni planteárselo.
Las mujeres se separaron para dejar
paso a Zohra y Mateo. Zohra las miró
primero a todas con un rictus de
desprecio en los labios; sus propios
sentimientos de odio e irrisión le
quemaban la sangre como un veneno.
Volviéndose, lanzó una mirada de reojo
a Mateo, dispuesta a preguntarle por qué
se habían molestado por ellas. La
expresión en el rostro del joven detuvo
sus crueles palabras. Una mezcla de
compasión y creciente indignación había
empañado los verdes ojos del joven con
un trémulo brillo de lágrimas. Zohra
miró a su gente por segunda vez… y los
vio por primera vez.
Las condiciones que soportaban eran
miserables. La comida era insalubre e
insuficiente, el agua escasa; vivían a
diario, y literalmente, bajo la amenaza
de la espada. Cada mujer disponía, en
aquel patio, del espacio justo para
extender su manta. Los niños gimoteaban
de hambre o miraban sentados hacia el
mundo exterior, con unos ojos que
habían visto demasiado, demasiado
pronto. Aquí y allí se veían mujeres
tendidas sobre una manta, demasiado
débiles para moverse. Hubo ruido de
toses; olía a enfermedad. Sin sus hierbas
y feishas, las mujeres no habían podido
atender a los enfermos. En un silencioso
rincón del patio yacían, cubiertos con
una manta, aquellos que habían muerto
durante la noche.
Y, sin embargo, aquellas mujeres,
como sus hombres, tenían una cosa que
sus captores jamás les podrían
arrebatar: su dignidad, su honor. Al
mirarlas, al ver aquellos ojos sin miedo,
ojos que reflejaban la fe en su dios y en
los suyos que las sostenía, Zohra sintió
cómo su propio orgullo la abandonaba.
La herida abierta en su alma, que nunca
había dejado de supurar, por fin
comenzaría a sanar. Los ojos de aquellas
mujeres eran un espejo en el que Zohra
se reflejaba, y no le gustó lo que veía.
Anhelando siempre el poder de los
hombres, ella no había visto, o se había
negado a ver, que las mujeres poseían su
propio poder. Había hecho falta la
actuación conjunta de ambas fuerzas
para mantener a su pueblo vivo, para
traer hijos al mundo, para protegerlos,
cobijarlos y alimentarlos. Ninguna de
las dos era mejor ni más importante que
la otra; ambas eran necesarias e iguales.
Respetarse y honrarse el uno al otro.
Esto era matrimonio a los ojos del dios.
Zohra no lograba articular estos
confusos pensamientos. Ni siquiera
podía comenzar a entenderlos. Sólo
sabía que, en ese momento, se sentía
avergonzada e indigna de aquellas
valerosas y discretas mujeres que
diariamente habían estado librando una
dura y desesperanzada batalla para
mantener a sus familias unidas y
conservar la fe en su dios.
Zohra dejó caer la cabeza ante
aquellos ojos. Sus pasos vacilaron;
entonces sintió el brazo de Mateo
deslizarse en torno a ella.
—¿Te encuentras mal? ¿Estás
herida?
Ella negó con la cabeza, sin
palabras, incapaz de hablar.
—Ya sé —dijo él, y su voz ardía con
una ira que ella se sorprendió de oír—.
¡Esto es nefando! ¡No puedo creer que
los hombres se hagan esto los unos a los
otros! ¡Tenemos que…, las sacaremos
de este lugar, Zohra!
«¡Sí! ¡Ayúdala, Akhran! ¡Ella lo
necesita!», rogó Mateo.
Levantando la cabeza, Zohra
parpadeó para contener las lágrimas que
afloraban a sus ojos y buscó entre la
multitud a una persona. Allí estaba, al
final de la fila de silenciosas mujeres,
esperando. Badia, la madre de Khardan.
Zohra siguió caminando hasta llegar
a la mujer, que apenas llegaba hasta la
barbilla de la princesa. Al mirar a
Badia, Zohra vio la sabiduría en
aquellos oscuros ojos cuya belleza
parecía realzada por las arrugas de la
edad que bordeaban sus esquinas. Vio en
aquellos ojos el coraje que corría por
las venas de su hijo. Vio el amor por su
gente que había llevado a Khardan hasta
allí para dar su vida por ellos.
Humildemente, Zohra se dejó caer de
rodillas ante Badia. Extendiendo sus
manos, agarró las de su suegra y se las
apretó contra su frente inclinada.
—¡Madre, perdóname! —susurró.
Si un leopardo hubiese venido y
colocado la cabeza en su regazo, Badia
no se habría sentido tan sorprendida.
Perpleja, con un millar de preguntas en
su mente, Badia reaccionó movida por
su propia naturaleza compasiva y por la
secreta admiración que siempre había
sentido por aquella mujer fuerte y
turbulenta, esposa de su hijo. Recordó
que la madre de la muchacha estaba
muerta; había muerto demasiado pronto,
antes de que hubiese podido impartir a
su hija la sabiduría de una mujer.
Arrodillándose también, Badia puso sus
brazos alrededor de Zohra y se llevó la
cabeza de ésta contra su pecho.
—Lo comprendo —dijo con dulzura
—. Entre nosotras, hija, no hay nada que
perdonar.
—¡Mi hijo vive!
El gozo y la gratitud en los ojos de
Badia fue un regalo que Zohra se sintió
contenta y orgullosa de entregar a su
suegra.
—No sólo vive, sino que vive con
honor —declaró Zohra con un tono, al
parecer, más caluroso de lo que
pretendía, ya que vio una chispa de
regocijo titilar en los oscuros ojos de
Badia.
Las dos mujeres y Mateo estuvieron
hablando en voz baja durante una buena
parte de la tarde; las otras mujeres se
congregaron a su alrededor. Las que
estaban delante pasaban las noticias a
las de atrás, que no podían oír. Los
guardias miraban a aquel corro de
gallinas, tal como ellos lo veían, sin
interés ni preocupación. Deja que
cacareen. De poco les serviría cuando
llegase la hora de retorcerles el cuello.
—Khardan ha sido nombrado
profeta de Akhran, porque él hizo volver
a los djinn del lugar donde habían
estado prisioneros de Quar.
Esto no era del todo cierto, pero sí
lo bastante como para explicarlo así en
el tiempo limitado de que disponían.
—Y Zohra es una profetisa de
Akhran —añadió Mateo—, pues ella
puede convertir la arena en agua.
—¿De verdad puedes hacer eso,
hija? —le preguntó Badia,
impresionada.
Un murmullo recorrió al grupo de
mujeres, muchas de las cuales, no tan
comprensivas como Badia, miraron a
Zohra con desconfianza.
—Sí, puedo —repuso Zohra con
humildad, sin el orgullo que solía
acompañar sus palabras—. Y puedo
enseñaros a hacer lo mismo a vosotras.
Tal como Ma-teo —añadió, estirando el
brazo hacia atrás para coger con fuerza
la mano del joven— me enseñó a mí.
Badia pareció dudosa ante esto y se
apresuró a cambiar de tema.
—Y mi hijo, ¿dónde está? ¿Está con
su padre?
—Khardan está en la ciudad. —
Hubo un excitado susurro de agitación y
una esperanzada inhalación entre las
mujeres.
—¡Ha venido a rescatarnos! —
exclamó Badia, hablando por todas las
demás.
—No —contestó con firmeza Zohra
—, él no puede rescatarnos. Nuestros
hombres no pueden rescatarnos.
Debemos hacerlo nosotras mismas.
Lenta y cuidadosamente, explicó la
situación, exponiendo el dilema de los
nómadas, quienes no se atrevían a atacar
la ciudad para liberar a sus familias a
sabiendas de que éstas serían
aniquiladas antes de que ellos pudiesen
alcanzar las murallas.
—¡Pero el imán ha decretado que
muramos por la mañana! —dijo una de
las mujeres.
—Y por esto debemos estar fuera de
este lugar antes de que amanezca —
replicó Zohra.
—¿Pero cómo? —preguntó Badia
mirando con desesperación los altos
muros—. ¿Acaso tenemos alas para
volar?
—O tal vez pienses convertir en
agua la arena y salir nadando… —
sugirió con una sonrisa burlona una de
las esposas de Zeid.
La mano de Mateo asió con fuerza la
de Zohra, pero su advertencia no fue
necesaria. La inusitada serenidad de la
princesa apagó las calientes palabras
que normalmente habrían chamuscado la
carne de su víctima.
—Hemos venido aquí con un plan
para salvarnos. Sul otorga magia a los
hombres en la tierra de donde viene Ma-
teo, al otro lado del mar. Ma-teo es, en
su propia tierra, un poderoso brujo.
Las mujeres intercambiaron miradas,
frunciendo el entrecejo sin saber muy
bien cómo reaccionar. Después de todo,
debían ser corteses.
—Pero, hija mía, él está loco —
objetó Badia con cautela, saludando con
una inclinación a Mateo para indicar que
no pretendía ofenderlo.
—No, no lo está —aseguró Zohra—.
Bueno, tal vez sólo un poco —se vio
obligada a añadir con sinceridad para
gran desconcierto de Mateo—, pero eso
no importa ahora. Él posee un conjuro
mágico que nos puede enseñar a todas
nosotras, tal como me enseñó a mí a
hacer agua.
—¿Y qué es lo que hace exactamente
ese conjuro? —preguntó Badia con una
severa mirada a su alrededor para
imponer silencio.
—En mi tierra —explicó Mateo,
sintiéndose incómodo, consciente de los
cientos de ojos que había fijos en él—,
hace bastante frío y llueve casi cada día.
Tenemos grandes extensiones de agua,
lagos y arroyos, y, a causa de esto, hay
una gran cantidad de agua en el aire.
Algunas veces, esta agua que flota en el
aire se vuelve tan espesa que es posible
verla, aunque no lo es tanto como para
que no se pueda respirar.
No estaba yendo muy lejos por ese
camino. La mayoría de las mujeres
parecían ahora más convencidas que
nunca de que estaba tan loco como un
caballo que ha comido hierba lunera.
—Es como si el dios Akhran enviase
una nube a la tierra desde los cielos. Esa
nube se llama niebla en mi tierra —
continuó Mateo con temeridad. Cada vez
quedaba menos tiempo y aún tenían
mucho que hacer—. Y, cuando esta
niebla cubre la tierra, la gente no puede
ver claramente a través de ella y, a
causa de ello, se sienten confusos y
desorientados. Los objetos conocidos,
vistos a través de la niebla, parecen
extraños e irreales. La gente puede
perderse caminando por un bosque que
han conocido de toda la vida. Con la
bendición de Sul, el mago puede crear
su propia versión de dicha niebla y
utilizarla para protegerse a sí mismo.
Gracias al poder de este conjuro, el
mago se hace rodear por una niebla
mágica que, al instante, tiene el poder de
provocar duda y confusión en las mentes
de todos cuantos lo miran.
—¿Acaso él desaparece? —
preguntó Badia, interesada a pesar suyo.
—No —contestó Mateo—, pero a
aquellos que miran directamente al mago
les parece que sí ha desaparecido. No
pueden verlo ni oírlo, ya que la niebla
enmudece el sonido de sus movimientos.
Así, él puede escapar de sus enemigos
deslizándose lejos de ellos.
Cómo lograría atravesar puertas
cerradas con llave era ya otra cuestión,
pero Mateo esperaba que se presentase
una solución al problema cuando llegara
la hora. En su tierra, donde la gente
estaba acostumbrada a ver niebla, este
conjuro tan sólo poseía una eficacia
parcial y era principalmente utilizado
por aquellos que se veían asaltados por
ladrones en los bosques o callejones
oscuros de la ciudad. Se trataba, como
él había dicho, de un conjuro simple,
uno de los primeros que se enseñaban a
los novicios, quienes a menudo lo
practicaban jocosamente para escapar
de sus educadores a la hora de
acostarse. Mateo esperaba, sin embargo,
que la creación de niebla en aquella
tierra donde jamás había sido, no sólo
vista, sino siquiera imaginada asustaría
lo bastante a los guardias para que los
hombres pudieran arrebatarles las llaves
mediante forcejeos y abrir las cancelas.
Únicamente había una ligerísima
aunque persistente duda en la mente del
joven brujo, pero él prefirió pasarla por
alto. Al pie de la página del libro de
conjuros, escrita con tinta roja, había
una advertencia de que este sortilegio
había de ser empleado sólo de forma
individual, y nunca por un grupo a
menos que esto estuviese justificado por
las más apremiantes circunstancias.
Mateo suponía que algún instructor les
habría explicado la razón de esta
advertencia pero, si así era, él debía de
haberse quedado dormido en la clase
aquel día, ya que no recordaba nada al
respecto. Nunca le había parecido
importante en su tranquilo y seguro país.
Pero ahora… ¡Bueno, no había duda
de que aquéllas podían considerarse
circunstancias apremiantes!
—Las únicas cosas que necesitamos
para llevar a cabo el conjuro —
continuó, viendo el creciente interés en
los ojos de las mujeres y sintiéndose
alentado por ello— son un trozo de
pergamino sobre el que cada uno de
vosotras deberá escribirlo, y que Zohra
y yo llevamos ocultos bajo nuestras
ropas, y agua.
—¿Agua? —repitió Badia con
expresión preocupada—. ¿Cuánta agua?
—Pues… —balbuceó Mateo—, una
escudilla cada una. ¿No hay un pozo
aquí en la prisión?
—Fuera de las murallas, sí —señaló
Badia con el dedo.
Mateo se maldijo a sí mismo. ¿Es
que jamás llegaría a aceptar el hecho de
que, en aquella tierra, el agua era algo
escaso, precioso?
—Los guardias tendrán que traeros
agua… ¿Cuándo? ¿Cuánta?
El rostro de Badia se aclaró un
poco.
—Nos traen agua por la mañana y al
atardecer. No mucha, como una taza a
cada una, y eso hay que compartirlo con
los niños.
Al ver las lenguas hinchadas y los
labios agrietados de las mujeres,
obligadas a permanecer de pie o
trabajar bajo el tórrido sol del patio de
la prisión, Mateo adivinó cuánta agua
bebían ellas y cuánta daban a los niños.
Su propia rabia lo sobresaltó. Si hubiese
tenido al imán entre sus manos, lo habría
estrangulado sin sentir el más mínimo
escrúpulo. Con un esfuerzo, se
sobrepuso.
—Cuando los guardias traigan el
agua esta noche, no debéis bebería.
Cogedla y guardadla en un lugar seguro.
No hay que desperdiciar ni una gota,
pues vais a necesitar hasta la última de
ellas.
«¡Y quiera Promenthas que sea
bastante!», agregó para sí Mateo.
—¿Lo haréis? —preguntó Zohra con
ansiedad.
Todas las mujeres miraron a Badia.
Como primera esposa de Majiid, ella
tenía el derecho de desempeñar un papel
dirigente, y bien se lo había ganado
durante aquella crisis. Todas la
respetaban y confiaban en ella.
—¿Qué hay de los jóvenes y algunos
de nuestros maridos encerrados en las
celdas?
—¿Dónde están las celdas? —
preguntó Mateo mirando a su alrededor.
—En aquel edificio.
—¿Hay guardias?
—Tres. Ellos tienen las llaves
consigo para poder entrar en las celdas
cuando se les antoja y maltratar a los
presos —respondió Badia con
amargura.
—Antes de ejecutar el conjuro,
iremos primero al puesto de guardia,
dominaremos a los guardias y
liberaremos a los hombres —dijo con
toda facilidad Mateo, sin tener ni idea
de cómo lo iban a hacer—. Los hombres
deben estar a vuestro lado cuando
lancemos el conjuro, y así la niebla los
envolverá a ellos también.
—Ellos querrán luchar —afirmó una
joven esposa.
—Tenemos que ocuparnos de que no
lo hagan —contestó Badia tajantemente,
y en sus ojos se vio el centelleo de
acero que en más de una ocasión había
hecho al poderoso Majiid arrodillarse
ante ella. El brillo se desvaneció, sin
embargo, y la mujer miró a Zohra con
profunda gravedad.
—Si no hacemos esto, hija, ¿qué
posibilidades tenemos?
—Ninguna —contestó Zohra en voz
baja—. Moriremos aquí, moriremos —
balbuceó mirando a los guardias con sus
sonrisas impúdicas—… del modo más
horrible. Y nuestros hombres morirán
para vengar nuestras muertes.
Badia asintió con la cabeza.
—El fin para nuestro pueblo.
—Sí.
No había más que decir, ni modo
más suave de decirlo.
Las mujeres del desierto esperaron,
atentas a Badia, cuya cabeza estaba
inclinada bien en solemne reflexión o,
tal vez, en oración. Por fin levantó los
ojos para encontrarse con los de su
nuera.
—Empiezo a ver la sabiduría de
Akhran al escogerte para casarte con mi
hijo. Sin duda el dios te ha enviado aquí
y tal vez él nos ha enviado también al
loco para ayudarnos —dijo, no
demasiado convencida de poder
atribuirle esto también a Akhran.
Entonces, Badia se volvió hacia
Mateo.
—Enséñanos lo que hemos de hacer.
Capítulo 7
La noche cayó sobre unas partes de
la ciudad de Kich y se mantuvo aún
apartada de otras. El templo y los
espacios circundantes a él resplandecían
con más intensidad que el sol; una gran
cantidad de antorchas y hogueras
arrojaban atrás a la oscuridad y la
mantenían fuera de la barrera que se
había erigido en torno a la escalinata del
templo desde donde el imán iba a hablar
con su gente. La gran estructura dorada
en forma de cabeza de carnero estaba ya
preparada. Aunque el altar dorado había
sido llevado al interior del templo, otro
altar había sido construido y santificado
por los sacerdotes menores para
obsequiar a Quar con la fe de los vivos
y las almas de los muertos.
El imán y sus sacerdotes, según se
había anunciado, hablarían al pueblo a
medianoche. Feisal se proponía
mantenerlos extasiados y cautivados con
sus palabras, azuzándolos hasta un
enfebrecido clímax de santo frenesí en
el que perdiesen toda conciencia de sí
mismos y de los demás y existiesen
únicamente para el dios. En semejante
estado, el humo de los cuerpos
quemados de mujeres y niños
masacrados no llevaría el hedor del vil
asesinato, sino que sería el más dulce
perfume y se elevaría como incienso
hacia los cielos.
La deslumbrante claridad de las
luces que rodeaban el templo hacía
mucho más oscuras, por contraste,
aquellas partes de la ciudad no
iluminadas. A altas horas de la noche,
las calles estaban en su mayoría vacías.
A excepción de algún mercader que
aprovechaba la ultimísima oportunidad
para sacarles el dinero a algunos
clientes rezagados y que sólo entonces
cerraba su tienda y se apresuraba a
marchar hacia el templo, había muy poca
gente en la calle. A veces podía verse a
los sacerdotes-soldados de Feisal
recorriendo la ciudad en busca de
aquellos que pudieran necesitar un poco
más de persuasión para recibir la
bendición de Quar. Y así era como dos
sacerdotes-soldados que paseaban por
una calle cercana a la Kasbah apenas
llamaban la atención.
La calle estaba oscura y vacía; los
puestos que la atravesaban estaban todos
cerrados y con los candados echados.
Las luces de casas y arwat estaban
apagadas, ya que nadie dormiría en su
cama aquella noche. A primera vista, la
calle parecía demasiado vacía y
Khardan maldijo.
—No está aquí.
—Sí, está —contestó fríamente
Auda.
Aguzando los ojos, escrutando
dentro de las tupidas sombras, Khardan
pudo vagamente distinguir, a la luz
reflejada de las vivas llamas que
iluminaba el cielo, una figura agachada,
acurrucada junto a la muralla.
—Los seguidores de Benario no
rendirán culto a Quar esta noche, sino a
su propio dios, para quien estas
celebraciones son alimento y bebida —
explicó Auda con una oscura sonrisa.
Nada más cierto. Más de una
persona, de entre aquella multitud,
echaría en falta su monedero o las joyas
que llevaba encima. Más de uno
regresaría a su casa para encontrar sus
cofres vacíos.
Deslizándose en silencio por las
calles, con un ojo avizor en los soldados
del amir, Khardan cogió a Auda de un
brazo y señaló con el dedo.
—Mira, no todo el mundo en palacio
asiste a la celebración.
En lo alto de una torre muy elevada
brillaba una sola luz. Allí, aunque los
dos observadores de abajo no pudiesen
verlo, se sentaba Qannadi. Solo en su
habitación, rodeado de sus mapas y sus
despachos, leía cada uno de éstos con
atención, concentrándose en él y
haciendo anotaciones con una mano
firme y segura. Y, sin embargo, a medida
que escuchaba aquel silencio que era
contenido y tenso, el amir se sentía
balanceándose sobre el filo de una daga.
Había puesto en movimiento fuerzas
sobre las que no poseía control y, si
había sido para bien o para mal, sólo
Sul lo sabía.
Auda se encogió de hombros. La luz
estaba lejos de ellos y no presentaba
ninguna amenaza. Moviéndose con
sigilo, él y Khardan avanzaron hasta el
lugar donde se sentaba el invidente
mendigo con su espalda contra el muro
de la Kasbah. Pero, aunque sus pies
descalzos no habían hecho ningún ruido
que ellos pudiesen oír, no se habían
movido con el suficiente sigilo. Los ojos
lechosos se abrieron de par en par y la
cabeza se volvió hacia ellos.
—Sacerdotes-soldados —dijo
extendiendo su cesta—, en nombre de
Quar, tened piedad.
—Son nuestras ropas lo que hueles,
no los hombres que las llevan —
respondió Auda en voz baja dejando
caer varias monedas en la cesta y
haciendo un ademán a Khardan para que
hiciese lo mismo.
El califa entregó su bolsa, que
contenía hasta la última moneda que
poseía su tribu.
El mendigo arrugó la nariz.
—Tienes razón. Apestáis a incienso,
pero conozco esa voz. ¿Qué es lo que
quieres, tú, que conoces la consigna de
Benario pero que, sin embargo, no
perteneces a nuestra Hermandad?
Auda pareció desconcertado por
esto y el mendigo ciego sonrió de oreja
a oreja, mostrando su desdentada boca
como un oscuro agujero abierto en la
tenue claridad de las llamas que llegaba
hasta aquel rincón. Estirando una mano,
agarró el brazo de Khardan, sujetándolo
con una fuerza que resultaba
sorprendente en alguien de aspecto tan
débil y enfermizo.
—Decidme qué vas a hacer, hombre
que huele a caballo —y su otra mano
agarró a Auda— y hombre con olor a
muerte.
—Muerte es mi misión, anciano —
contestó Auda con dureza—, y cuanto
menos sepas de ello mejor.
—Muerte es tu misión —repitió el
mendigo—. Y, sin embargo, no venías a
matar al amir, ya que podríais haberlo
hecho hoy. Os he oído hablar; mis oídos
son muy buenos, como habéis podido
comprobar. Lo que Benario te quita, a
veces te lo suple en doble medida. Estoy
pensando que tal vez os interese saber
cómo encontrar el túnel que conduce
hasta el templo por debajo de la calle.
—Tal información podría, en efecto,
ser de interés —repuso Auda con tono
indiferente—. Si no para esta noche,
para alguna otra.
El mendigo se rió con voz cascada y
soltó los brazos de ambos. Tan
fuertemente los había tenido cogidos, sin
embargo, que Khardan continuó
sintiendo, durante un rato, la caliente
presión de aquellos nudosos dedos
sobre su carne.
—No tenemos más dinero —dijo el
califa, pensando que esto era tras lo que
andaba el anciano.
El mendigo hizo un gesto como de
mandar el dinero a los profundos reinos
de Sul.
—No quiero tu dinero. Pero tú tienes
algo que sí puedes darme a cambio de
mi ayuda.
—¿Qué es? —preguntó Khardan de
mala gana, teniendo la inquietante
impresión de que aquellos ojos ciegos
podían ver dentro de él.
—El nombre de la mujer que se
detuvo hoy a ayudar a un pobre mendigo
cuando su hombre lo habría pasado de
largo.
Khardan parpadeó sorprendido.
—¿Su nombre?
El califa miró dudoso a Auda, quien
se encogió de hombros e indicó con un
gesto impaciente que necesitaban darse
prisa.
—Zohra —respondió Khardan,
pronunciándolo despacio y con cierta
reticencia, como sintiendo que había
algo muy especial en él que, de alguna
manera, no deseaba compartir.
—Zohra —susurró el mendigo ciego
—. La flor. Es apropiado para ella. Lo
tengo en mi corazón ahora —sus ojos
vacíos se estrecharon— y me protegerá.
Cuando atraveséis el muro, dad cuatro
pasos hacia adelante y llegaréis a un
sendero de losas. Seguidlo, contando
cuarenta pasos, y llegaréis a otro muro
con una puerta de madera. En esa puerta
veréis colocada la marca de la cabeza
del carnero dorada. No tiene llave ni
candado, aunque apostaría a que
Qannadi a menudo habría deseado que
lo tuviera —se rió el anciano—. El imán
y sus sacerdotes gozan de completa
libertad para andar por el palacio estos
días. Seguid el túnel y os conducirá
hasta otra puerta que sí tiene candado;
pero tú, hombre de la muerte, no
deberías tener problema en abrirla. Esa
puerta os llevará hasta la misma sala del
altar.
Y, diciendo esto, el mendigo se llevó
la mano detrás de la espalda. Se oyó un
«clic» y el muro se abrió. Auda entró
como una flecha y Khardan estaba a
punto de seguirlo cuando se detuvo un
instante y puso su mano en el huesudo
hombro del anciano.
—La bendición de Akhran sea
contigo, abuelo.
—Tengo el nombre de la mujer —
repuso el hombre con viveza—. Eso es
todo lo que necesito esta noche.
Desconcertado, sin comprender pero
pensando que era probablemente que el
anciano estuviera tocado de la cabeza,
Khardan lo dejó y, por segunda vez
aquel día, se coló furtivamente en el
prohibido jardín de recreo del palacio
del amir.
No encontraron dificultad alguna en
seguir las instrucciones del mendigo.
Fue una suerte que éste se las hubiese
dado en pasos contados, ya que la
oscuridad debajo de los árboles era
densa e impenetrable. Avanzaban tan a
ciegas como podía haberlo hecho el
mendigo. Khardan se vio obligado a
agarrarse del brazo de Auda para evitar
que ambos se separasen. Avanzaron con
cautela, protegiéndose con los brazos de
las ramas que colgaban bajas; pero,
aparte de esto, encontraron el camino
libre de piedras o rastrojos y fácil de
seguir. Auda contaba los pasos con voz
casi inaudible mientras se deslizaban
bajo los árboles perfumados y pasaban
por delante de fuentes danzarinas. Los
cuarenta pasos los llevaron a una parte
del jardín que contenía menos
vegetación que el resto. Saliendo de
entre los árboles, alcanzaron a distinguir
la puerta que buscaban gracias al
resplandor encarnado del cielo.
La cabeza dorada de carnero
brillaba misteriosamente sobre la
madera. Khardan tuvo la inquietante
impresión de que los ojos lo estaban
vigilando, y avanzó decidido a abrir la
puerta y entrar en el túnel, pero Auda lo
detuvo.
—Un momento —dijo el Paladín.
—¿Qué ocurre? Tú eras el que
estaba impaciente por llegar aquí —
contestó Khardan, nervioso.
—Espera —fue todo lo que Ibn Jad
dijo.
Para gran asombro de Khardan, el
Paladín Negro se hincó de rodillas ante
la cabeza de carnero cuyos ojos
parecieron centellear con más intensidad
que nunca. Luego sacó algo de entre sus
ropas y lo sostuvo en alto en su mano
derecha. Khardan vio que se trataba de
un medallón negro con la imagen de una
serpiente cercenada grabada sobre él en
plata brillante.
—Desde este momento —dijo Auda
ibn Jad con claridad—, mi vida está en
tus manos, Zhakrin. Yo sigo adelante
para cumplir la maldición de sangre
lanzada por el difunto Catalus contra ese
hombre llamado Feisal, quien no sólo ha
intentado acabar con las vidas y la
libertad de nuestra gente sino también
arrebatar nuestras almas inmortales.
Auda metió la mano en sus ropas y
sacó un objeto que Khardan reconoció
con facilidad: la daga con empuñadura
en forma de serpiente cercenada. El
Paladín la alzó con su mano izquierda a
la altura del medallón.
—La mano que sostiene esta daga ya
no es mi mano, sino tuya, Zhakrin.
Guíala con infalible rapidez hasta el
corazón de nuestro enemigo.
El rostro de Auda, vuelto hacia la
luz, estaba pálido y frío como el
mármol, helado por una calma
ultraterrena, y sus crueles ojos oscuros,
más vacíos que las cegadas órbitas del
mendigo. Un viento helado se levantó de
pronto y sopló a través del jardín. Una
ola de maldad sacudió a Khardan con tal
fuerza que apenas pudo sostenerse en
pie, y lo dejó débil y tembloroso; de no
ser así, se habría vuelto y habría huido
de aquel lugar que él sabía estaba
maldito.
«¿Qué estoy haciendo aquí? —se
preguntó el príncipe nómada horrorizado
—. ¿Has sido tú quien me ha enviado,
Akhran, o he sido engañado? ¿He sido
ligado a este hombre malvado por
engaño y voy a terminar cayendo en el
oscuro Pozo de Sul y perdiendo para
siempre mi alma? ¿Qué diferencia hay
entre Auda y ese Feisal? ¿Qué
diferencia entre Quar y Zhakrin? ¡Seguro
que Zhakrin trataría de convertirse en el
Único y Verdadero Dios si pudiera!
¿Qué se está cociendo en los cielos que
me ha conducido a mí hasta este camino
en la tierra? Yo tomaría la vida de ese
malvado sacerdote en combate, pero no
quiero parte alguna en arrancársela de él
en la oscuridad. Y, sin embargo, él no se
enfrentaría a mí en combate, y ¿cómo
puedo salvar a mi gente si no es
acabando con él? ¡Ayúdame, Akhran!
¡Ayúdame!»
Y entonces Auda habló, y había
cierta dulzura y humor pervertido en su
voz.
—Una última plegaria, Zhakrin.
Absuelve a este hombre, Khardan, de su
juramento, lo mismo que yo lo absuelvo
de él. Cuando yo esté muerto, él ya no
tendrá necesidad de vengar mi muerte.
Si mi sangre lo toca, será sólo una
bendición y no una maldición. Te pido
esto, Zhakrin, como alguien que sigue
adelante con la expectativa de hallarse
pronto contigo.
Auda inclinó la cabeza, levantando
la daga y el medallón hacia la noche.
Khardan se recostó contra el muro,
sintiendo escalofríos y, al mismo
tiempo, comprendiendo que había
recibido su respuesta, aunque sólo fuese
para entender que era libre de actuar por
su propia voluntad. Toda obligación, si
realmente había habido alguna, quedaba
levantada.
Auda se inclinó hasta tocar el suelo
y después se puso en pie. Besó la daga y
volvió a esconderla entre los pliegues
de su túnica de sacerdote robada.
Seguidamente, besó el medallón y se lo
colgó del cuello.
—Ahí lo verán —dijo Khardan.
—Quiero que se vea —respondió el
Paladín.
—En cuanto pongan sus ojos en él,
te reconocerán por lo que eres y te
destruirán.
—Es muy probable. Viviré lo
bastante como para conseguir mi
objetivo; mi dios se encargará de eso. Y,
después, ya no importa.
Auda abrió la puerta, pero Khardan
le cortó el paso.
—Quiero ver y oír hablar a ese
hombre —dijo el califa con hosquedad
—. Quiero darle una última oportunidad
de rescindir su orden en lo que respecta
a mi gente. ¿Me prometes eso antes de
atacar?
—Yo no soy el único al que
destruirán —respondió Auda con una
fugaz sombra de sonrisa.
—¡Júralo por tu dios!
Auda se encogió de hombros.
—Muy bien, pero sólo porque
podrías resultar una útil distracción. Lo
juro.
Respirando con mayor facilidad,
Khardan retiró su brazo y entró en el
túnel caminando al lado de Auda.
La puerta se cerró silenciosamente
tras ellos.
Capítulo 8
—Bueno, aquí se acabó —dijo Sond
mirando con aprensión la puerta del
túnel por la que su amo acababa de
desaparecer—. No podemos entrar en el
lugar sagrado de otro dios.
—Podríamos quedarnos aquí y
proteger su regreso —sugirió Fedj.
—¡Bah! ¿Hay alguien acaso contra
quien protegerlos? —respondió Sond
con acritud—. Todo el mundo está
reunido para la ceremonia. Sólo los
guardias personales del amir están por
aquí, y no hay muchos. Por lo que he
podido saber, Qannadi los ha enviado a
reforzar el cuerpo responsable de
controlar a la multitud.
—Podríamos ir a las cocinas del
amir y ver lo que han preparado para
cenar —sugirió Usti frotándose sus
carnosas manos.
—¿No he oído a tu ama que te
llamaba…? —dijo Sond frunciendo el
entrecejo.
—Ya me has jugado ese truco
demasiadas veces, Sond —repuso Usti
con altiva dignidad—. La hora de cenar
ya hace rato ha pasado y sólo falta una
hora o así para que sea medianoche. Ya
no hay nada más que podamos hacer
aquí y yo no creo que hagamos ningún
daño a nadie si visitamos la cocí…
—¡Usti!
Era, con toda seguridad, una voz
femenina.
—¡En el nombre de Akhran! —gimió
Usti, poniéndose tan pálido como la
barriga de un pez muerto.
—¡Silencio! —ordenó Sond
escuchando con atención—. Ésa no es
una lengua mortal…
—¡Usti! ¡Sond! ¡Fedj! ¿Dónde
estáis?
Los nombres fueron pronunciados
con urgencia aunque con cierta
renuencia, como si el hablante luchara
consigo mismo dentro de sí.
—¡Ya sé! ¡Es ese ángel de Pukah! —
dijo Sond con gesto sorprendido y no
del todo complacido—. ¿Qué estará
haciendo…?
—Te olvidas del loco —interrumpió
Fedj—. Ella es su guardián, después de
todo.
—Tienes razón. Se me había pasado
—contestó el djinn, algo irritado—.
Pero no debería andar gritando de esa
manera. Alertará a todos los inmortales
de Quar de esta ciudad.
—Iré a buscarla —se ofreció Raja, y
desapareció de repente sólo para volver
al cabo de unos instantes con el ángel.
Esta, con su hábito blanco y su
cabello plateado, se veía pequeña, frágil
y delicada al lado del poderoso djinn.
—¡Gracias a Promenthas que os he
encontrado! —exclamó Asrial
cogiéndose las manos—. Quiero decir…
—se ruborizó confusa— gracias a
Akhran…
—¿Qué podemos hacer por ti,
señora? —preguntó con impaciencia
Sond.
—Primero —interpuso Fedj con una
mirada reprobadora a su compañero—,
queremos expresarte nuestra
condolencia por tu desdicha.
—¿Mi desdicha?
Asrial pareció incómoda, sin saber
cómo responder.
—Excúsanos, pero no hemos podido
dejar de notar que nuestro compañero
Pukah se había ganado, aunque no sé
muy bien cómo, un lugar muy especial y
venerado en tu corazón.
—Es… estúpido de mi parte sentir
de ese modo, me temo —dijo
tímidamente Asrial—. No está bien que
nosotros, los inmortales, tengamos esta
clase de sentimientos entre nosotros.
—¿No está bien? —Tocado por la
tristeza del ángel, Sond le cogió la mano
y la apretó consoladoramente—. ¿Cómo
puedes decir que no está bien cuando fue
tu amor por él lo que sacó a la luz las
mejores cualidades de Pukah y le dio
fuerza para sacrificarse por la causa
común?
—¿De verdad lo crees así? —
preguntó Asrial levantando una mirada
escrutadora hacia los ojos del djinn.
—De verdad, señora, con todo mi
corazón —contestó Sond.
—Y yo también lo creo —retumbó
Raja.
—Y yo. Y yo —murmuraron Fedj y
Usti, este último enjugándose una
lágrima que estaba resbalando por su
redonda cara.
—Pero, nos estabas llamando —
recordó Sond—. ¿En qué podemos
ayudarte?
Los temores de Asrial, olvidados
por unos momentos, regresaron,
haciendo que el color desapareciera de
sus etéreas mejillas.
—¡Mateo y vuestra ama, Zohra, se
encuentran, o pronto se encontrarán, en
el más terrible peligro! Debéis venir a
ayudarlos.
—Pero no podemos hacerlo. No
hemos sido llamados —objetó Sond con
aire preocupado pero inseguro de qué
hacer.
—¡Eso es porque ellos no saben que
van a correr tanto peligro! —Asrial se
cogió las manos con angustia—. Pero
Mateo está hablando de atacar a los
guardias y él lleva una daga que una de
las mujeres consiguió introducir consigo
en la prisión. ¡El no sabe lo que es
luchar, y los guardias son fuertes y
brutales! ¡Tenéis que venir conmigo!
¡Tenéis que venir!
—Realmente aquí no tenemos nada
que hacer —incitó Fedj.
—Eso es verdad —convino Sond
mordisqueándose el labio inferior—. Y,
sin embargo, no se nos ha llamado.
—Te equivocas —dijo Usti
inesperadamente, y señaló a Asrial con
un dedo rechoncho y ensortijado—.
¡Ella nos ha llamado!
—¿Un ángel convocando a un djinn?
Sond parecía dubitativo.
—Deja que lo discutan en el
próximo tribunal —opinó Raja—. Yo,
por lo menos, voy con la señora.
Con una mano en el corazón, saludó
a Asrial con una inclinación.
—¿Estáis todos decididos? —
preguntó Sond mirando a Fedj, quien
asintió con la cabeza.
—Mi ama es tan terca que sería
capaz de no llamarme nunca —comentó
Usti—. Iré con ella.
—Terca no, inteligente; sabe
perfectamente lo que conseguirá si te
llama —puntualizó Sond—. Señora
Asrial, estamos a tu disposición. ¡Y que
Akhran tenga piedad de nosotros si se
entera de que hemos trabajado para un
ángel! —exhaló el djinn elevando una
mirada preocupada hacia los cielos.
Dentro del edificio de celdas de la
Zindam, el guardia de prisión, con la
cara desencajada de sádico placer, hizo
descender el látigo sobre la espalda de
su víctima. El muchacho se retorcía en
los brazos que lo sujetaban, pero no
gritaba, aunque el esfuerzo le costase
hincarse profundamente los dientes en la
lengua.
—Golpéalo un par de veces más y
ya verás cómo grita —dijo uno de los
guardias agarrando al muchacho de
ambos brazos.
—Sí, nadie podrá oír sus gritos esta
noche —repuso el otro.
El guardia hizo lo que le pedían, y
asestó otro azote en la espalda que ya
estaba marcada con cicatrices de
anteriores sesiones de «castigo». El
muchacho se contrajo y jadeó, pero se
tragó el grito y hasta consiguió lanzar
una mirada de triunfo a sus torturadores,
aunque le saliese sangre de la boca y
supiese que le harían pagar aquella
mirada con el siguiente latigazo.
El siguiente latigazo, sin embargo,
no vino. El guardia se quedó atónito
cuando una gigantesca mano sin cuerpo
le arrancó el látigo de la suya y se lo
llevó consigo hasta el techo.
Los tres guardias de prisión estaban
cerca de la puerta exterior del bloque de
celdas, desde donde podían ver si
alguno de los soldados del amir se
acercaba a curiosear. Aquélla era su
habitual área de «castigo», a juzgar por
las numerosas manchas de sangre seca
que se podían ver en el empedrado
suelo. Rodeada por tres muros, dicha
área no era grande y se hizo todavía más
pequeña cuando de pronto se encontró
llena a rebosar con los inmensos
cuerpos de cuatro enormes djinn (Usti
ocupaba tanto sitio a lo ancho como los
otros a lo alto).
—Ah, parece que se te ha caído esto
—bramó Raja con el enorme látigo
colgando entre sus dedos índice y pulgar
—. ¡Permíteme devolvértelo, sidi!
Con gran destreza, enroscó el látigo
en torno al cuello del guardia.
El guardia luchaba y se debatía, pero
no era rival para el djinn y pronto éste
lo tenía atado y colgado como a un
pollo, según comentó Usti relamiéndose.
—Ordénales que suelten al
muchacho —lo conminó Raja.
El guardia miró al djinn con aire
desafiante.
—¡Yo no recibo órdenes de
vosotros, chusma kafir! Y no me dais
miedo, tampoco. Cuando Quar os eche
el guante, os hará desear que jamás
hubieseis nacido.
—Tan inteligente como guapo —
comentó Sond con seriedad—. Veamos
si ahora recapacita.
E hizo un gesto a Raja. Éste asintió y
dio un tirón del látigo que envió al
hombre rodando a toda velocidad por el
suelo hasta ir a estrellarse de cabeza
contra la pared más alejada. Su cuerpo
se desplomó fláccidamente sobre el
suelo. Los otros dos guardias soltaron al
instante al muchacho, quien se tambaleó
y cayó a sus pies.
El muchacho se levantó enseguida y
observó a Sond que se dirigía hacia él.
El djinn se quedó mirando al joven de
cerca.
—¿Un hrana? —preguntó.
—Sí, oh djinn —contestó el
muchacho con recelo, mirando fijamente
a Sond y reconociéndolo como un
inmortal que pertenecía a su enemigo.
Al ver a Sond en compañía de Fedj,
el inmortal de su propia tribu, el
muchacho no supo qué pensar.
—Eres valiente, hrana —dijo Sond
aprobadoramente—. ¿Cómo te llamas?
—Zaal.
La pálida cara del muchacho se
iluminó ante el elogio del djinn.
—Te necesitamos, si puedes
caminar.
—Estoy perfectamente —aseguro el
muchacho aunque a cada movimiento
hacía una mueca de dolor.
Sond ocultó su sonrisa.
—¿Dónde guardan estos perros las
llaves de las celdas, Zaal?
—Encima de sus grasientos cuerpos,
oh djinn —respondió Zaal con una
mirada de encarnizado odio.
Sond se acercó a investigar.
—Parece que llevas una carga
monumental en la zona de tu tripa, sidi
—comentó el djinn dirigiéndose al
guardia que se había estrellado contra la
pared—. Yo te libraré de algo de ese
peso, sidi, si no tienes inconveniente en
darme las llaves de las celdas.
El guardia, volviendo en sí con un
quejido, respondió con un sucio
juramento, sugiriendo a Sond que
hiciese algo físicamente imposible
consigo mismo.
Fedj envió de nuevo la cabeza del
hombre contra la pared con un rápido
revés.
—¿Qué lenguaje es ése? ¿Cómo
podemos esperar que el muchacho
respete a sus mayores si le hablas de
esta manera, sidi?
—Me estoy cansando de esto —
rugió Raja con impaciencia—.
Matémoslo y cojamos las llaves.
—¡Oh, no! —aulló el guardia
mirándolos con odio—. ¡No me
asustáis! Sé que los djinn no podéis
matar a un humano sin permiso de
vuestro dios. ¿Y dónde está Akhran el
Errante ahora? ¡Muerto, por lo que
hemos oído! —El guardia escupió en el
suelo—. ¡Y, enhorabuena, pronto
terminaremos con todos sus seguidores!
—Tienes un punto a tu favor —dijo
Fedj—. No podemos matar a un humano.
—Ah, pero ¿él es humano? —
inquirió Usti con engreimiento—.
¿Alguno de todo este… este…
«excremento» lo es? —El djinn abarcó
con un gesto a todos los guardias.
—Un tecnicismo interesante —
comentó Fedj.
Los otros dos guardias miraron
llenos de pánico a su jefe, quien se
estaba poniendo exageradamente rojo.
—¿Qué quieres decir? ¡Por supuesto
que soy humano! —fanfarroneó—.
¡Vosotros matadme y veréis en qué lío os
metéis!
—¿Es una orden, sidi? —preguntó
Sond con acento solícito—. Si es así,
obedezco al instante…
—¡N… no! —tartamudeó el guardia
dándose cuenta de lo que había dicho, y
su voz se elevó hasta convertirse en un
penetrante chillido cuando el djinn se
irguió amenazadoramente por encima de
él—. ¡No!
—Las llaves, sidi, si eres tan amable
—solicitó Raja extendiendo una mano
gigantesca que podría haber rodeado el
cuello del guardia por completo y sin
esfuerzo alguno.
Con un depravado rugido, el guardia
levantó las llaves de su cinturón y las
arrojó al suelo, maldiciendo. A un gesto
de Sond, Zaal saltó a recogerlas y se las
entregó al djinn.
En aquel momento se oyó un
trapaleo metálico en la puerta y ésta se
abrió de golpe bajo la combinada
presión de Mateo y varias mujeres
nómadas que afluyeron como un torrente
en la habitación; varias dagas
resplandecían en sus manos.
Mateo dio una inhalación de
sorpresa y se quedó mirando pasmado a
los inmensos djinn. Su rostro estaba
sombrío. Era obvio que iba dispuesto a
una de dos, o morir o matar, y aquella
inesperada y agradecida intervención lo
dejó sin aliento.
Sond se adelantó e, inclinándose
ante el atónito brujo, le entregó las
llaves.
—Estas llaves son tuyas, oh mago,
para que hagas con ellas lo que desees.
¿Necesitas algo más de nosotros esta
noche?
—Yo… yo… Vosotros no sois mis
sirvientes —balbuceó Mateo.
—No, señor mago. Estamos al
servicio de alguien que te sirve a ti —
contestó Sond dirigiendo su mirada
hacia un punto por encima del hombro
de Mateo para gran perplejidad del
joven—: La dama Asrial.
—¡Espera! —dijo Zohra—. Sí, os
necesitamos. Las cancelas…
—¡Raja, ven conmigo! ¡Silencio! —
ordenó de pronto Sond estirando hacia
un lado la cabeza a la escucha—. ¡Mi
amo! —exclamó con voz hueca, y
desapareció.
Raja se desvaneció tras él. Fedj y
Usti se quedaron, mirándose el uno al
otro con incertidumbre.
Entonces oyeron el sonido…, un
extraño y sobrecogedor sonido que
hacía erizarse el vello del cuello y que
produjo un escalofrío en los cuerpos de
todos los presentes en aquella
habitación.
El clamor frenético de una turba
desbocada.
Y cada vez se hallaba más cerca.
Capítulo 9
El túnel discurría desde el palacio,
sumergiéndose profundamente por
debajo de la abarrotada calle central de
Kich y, después, ascendiendo de nuevo
hasta el recién construido y
pródigamente decorado templo de Quar.
El suelo del túnel era liso, limpio y
seco, condiciones mantenidas
evidentemente por los sirvientes del
imán. Había antorchas encendidas
apoyadas en candelabros de hierro
forjado pegados a la pared; sus llamas
humeaban y danzaban con la corriente de
aire que, al abrirse la puerta, entró
desde el jardín. Al penetrar en el fresco
y tenuemente iluminado túnel, Khardan
se quedó maravillado ante la paz y el
silencio reinantes debajo de tierra
cuando, por encima de él, todo era
bullicio y confusión.
Avanzando con rapidez, sin hablar
ninguno de los dos y con los cuerpos
tensos y preparados para el peligro, el
califa y el Paladín de la Noche
atravesaron el estrecho túnel.
Anduvieron una larga distancia.
Mirando hacia atrás, Khardan ya no
pudo ver la entrada. El suelo que
pisaban comenzó a ascender y entonces
supieron que estaban acercándose al
templo. Se movieron con más cautela y
sigilo…, más por instinto que por
necesidad. Con aquella multitud orando,
cantando, agitándose y gritando casi
directamente encima de ellos, podrían
haber celebrado un juego de baigha allí
abajo, con caballos y todo, y nadie los
habría oído.
Pronto los dos pudieron ver,
centelleando a la luz de las antorchas,
los ojos de otra cabeza de carnero
dorada y entonces supieron que habían
llegado a su destino. Auda estudió con
cuidado la puerta. Tallada en una sola e
inmensa roca de mármol, tapaba
herméticamente la entrada del túnel. No
había junturas que Khardan pudiera ver,
ni argolla incrustada en la roca con la
que tirar de ésta para abrirla y, con una
mezcla de alivio y frustración, estaba a
punto de sugerir que su camino estaba
obstruido cuando Auda puso sus manos
en ambos lados de la cabeza de carnero
y, cubriendo los ojos con sus dedos,
presionó.
Hubo un «clic» y un crujido, y la
puerta de piedra se estremeció
ligeramente y comenzó a girar, como
rotando en torno a algún poste central
invisible. Dando un paso hacia atrás,
Auda esperó con evidente impaciencia a
que el lento girar de la puerta llevara a
ésta hasta la posición abierta. Khardan
pudo oír una voz al otro lado de la
puerta y, pensando que habían sido
descubiertos, se puso en tensión. Pronto
se dio cuenta, por el tono de aquélla y
las pocas palabras que pudo entender,
de que era el imán, quien al parecer, se
estaba dirigiendo a sus sacerdotes antes
de salir a hablar a la multitud.
Nadie se había percatado de su
presencia.
—¿Cómo sabías el funcionamiento
de esto? —susurró Khardan tocando con
recelo el mecanismo de cierre.
—¿Qué, la apertura de la puerta? —
repuso Auda, divertido ante el asombro
del nómada—. He operado cientos de
puertas más intrincadas y complicadas
que éstas. En el palacio de Khandar es
preciso ser un genio de la mecánica para
desplazarse desde el dormitorio de uno
hasta el baño.
—¿Y qué hay de la otra puerta para
cuando salgamos? —preguntó Khardan
inquieto volviendo a mirar hacia atrás
aunque hacía largo rato que la habían
perdido de vista—. ¿Estará cerrada?
¡Puede que necesitemos atravesarla a
toda prisa!
—No había ningún mecanismo como
éste para entrar por aquella puerta.
Dudo que tú encuentres alguno a tu
regreso —contestó el Paladín poniendo
énfasis en el singular—. Esta puerta es
mucho más nueva, construida con
posterioridad al túnel, del que yo diría
que es tan viejo como el palacio. ¿Quién
sabe adónde conducía antes? A algún
terreno de juego privado del sultán,
quizás.
La piedra había casi terminado su
rotación, moviéndose en engrasado
silencio.
—Pero ¿por qué un mecanismo de
cierre aquí y ninguno en el palacio? —
insistió Khardan.
Auda hizo un gesto de impaciencia.
—Sin duda, la entrada está protegida
por los guardias del amir, nómada. A
excepción de esta noche, en que se
necesitaban para ayudar a mantener a
raya a la multitud. O… —sus finos
labios se estiraron en una oscura sonrisa
—… tal vez Quar diese a los guardias
órdenes de estar en alguna otra parte.
Pasa el frío invierno aquí dentro,
ratoncito, dijo el león apuntando a su
propia garganta. Aquí dentro estarás
caliente y seguro, muy seguro.
Khardan se estremeció y,
repentinamente ansioso por acabar con
aquello, empujó a Auda a través de la
rendija en la piedra, que apenas era lo
bastante ancha para admitir a un hombre
de lado, y después se deslizó tras él.
Entraron en una cámara resonante de
murmullos y susurros, caldeada con el
calor de muchos cuerpos y con olor a
aceite perfumado e incienso, cera de
vela derretida, carne sudorosa y santo
celo. Estaba iluminada por la luz de una
enorme cantidad de velas que titilaban
en alguna parte sobre el altar, en el
centro de la estancia. Khardan captó tan
sólo una vislumbre de aquel altar, ya que
los sacerdotes-soldados le interceptaban
la visión. Con sus espaldas vueltas hacia
el califa, éstos miraban derecho hacia
adelante con rígida intensidad; miraban
al imán, que se erguía en medio de todos
ellos. Nadie oyó la apertura de la puerta
de piedra. Lo que no era de sorprender
considerando aquella voz potente que
los mantenía hipnotizados. Pero debían
de sentir la corriente de aire fresco en
sus espaldas, y Khardan se dio cuenta
con una punzada en el corazón de que
sería necesario cerrar la puerta.
Apresuradamente, echó una mirada en
torno a aquella habitación iluminada por
la luz de las velas, intentando hallar la
puerta del túnel que, según había podido
ver, se haría todo uno con la pared una
vez que estuviese cerrada. Pero, para su
gran asombro, Auda la dejó abierta.
Cogiendo a Khardan del brazo, el
Paladín se llevó con premura al nómada
bien lejos de la entrada. En silencio,
avanzaron de lado, con la espalda
estrechamente pegada a la pared, hasta
que hubieron hecho la mitad del camino
en torno a la gran estancia.
«Por supuesto —pensó Khardan con
la sangre agolpándose deprisa en sus
oídos—, no importa si descubren que
alguien ha entrado en su santuario. Van a
saberlo en cuestión de momentos, de
todos modos, y eso asegura nuestra
salida».
—… la Verdad de Sul contemplada
en Quar —estaba diciendo el imán—. El
mundo unido en adoración del Único y
Verdadero Dios. Un mundo liberado de
los caprichos y la interferencia de los
inmortales. Un mundo donde todas las
diferencias queden igualadas, donde
todos piensen y crean de un modo
semejante…
«Siempre que piensen y crean en
Quar», añadió para sí Khardan.
—Un mundo en el que haya paz, en
el que la guerra se vuelva obsoleta
porque ya no haya nada por lo que
combatir. Un mundo donde se cuide de
cada hombre y nadie tenga que pasar
hambre.
«A los esclavos se los cuida —
pensó Khardan— y raramente se permite
que pasen hambre ya que eso
disminuiría su utilidad. Pero una cadena
hecha de oro sigue siendo una cadena,
no importa cuan hermosa luzca sobre la
piel».
Khardan se volvió para mirar a
Auda, para ver cómo el Paladín estaba
reaccionando ante esto, y entonces se
dio cuenta, de pronto, de que Ibn Jad ya
no estaba junto a él. El Paladín de la
Noche había sido absorbido por la
oscuridad que era su derecho de
nacimiento, la oscuridad que lo protegía
y guiaba.
Khardan estaba solo.
—¡Saldremos! —continuó Feisal, y
Khardan pudo ver, sobre las cabezas de
quienes tenía delante de él, los delgados
brazos del sacerdote elevándose en una
exhortación—. ¡Saldremos y llevaremos
este mensaje a nuestra gente!
Khardan comenzó a moverse hacia
adelante impulsado por el miedo de que
Ibn Jad pudiera atacar antes de que él
tuviese ocasión de hablar, impulsado
por la necesidad de devolver la vista a
los ciegos ojos de aquellos estúpidos,
impulsado por su propia necesidad de
hacer aquella última tentativa de salvar
a su pueblo.
—¡A los ojos de Quar, todos los
hombres son hermanos! —aseguró
Feisal elevando la voz hasta convertirse
en un grito.
—Si es así —respondió Khardan
con voz tonante, al tiempo que las velas
titilaban con la corriente de aire fresco
que se colaba en la cámara a través de
la puerta abierta—, si eso es verdad,
demuéstralo liberando a tus hermanos,
mi pueblo, que están sentenciados a
morir al amanecer.
Jadeos de asombro y gritos de
alarma se elevaron confusos entre los
presentes. Los soldados-sacerdotes
reaccionaron con una rapidez que dejó
asombrado a Khardan. Antes de que
aquellos que lo rodeaban hubieran
podido comprender de quién se trataba,
se habían echado sobre él. Manos
violentas agarraron sus brazos, una
punta de espada se clavó en su espalda,
otra apuntó a su garganta y él estaba
prisionero antes de que las últimas
palabras hubiesen sido pronunciadas.
—¡Démosle muerte ahora mismo,
santidad! —imploró uno de los
sacerdotes-soldados—. ¡Ha profanado
nuestro templo!
—No —repuso Feisal con un tono
suave—. Yo lo conozco. Hemos hablado
en otra ocasión este hombre y yo. Se
hace llamar califa de su pueblo. Califa
de unos bárbaros bandidos. Y, sin
embargo, hay una esperanza de
salvación para él, como la hay para
todos, y yo no se la voy a negar. Traedlo
hasta mí.
La orden fue obedecida con presteza
y Khardan fue arrojado a los pies del
imán donde yació en el suelo rodeado
por un cerco de acero.
Lentamente, y al tiempo que sus ojos
se levantaban para encontrarse con la
mirada de fuego líquido del sacerdote,
Khardan se puso en pie. Habría plantado
cara a aquel hombre, pero las manos de
los sacerdotes-soldados hacían presión
sobre sus hombros manteniéndolo
inclinado.
—Sí, me conoces —dijo Khardan
respirando con dificultad—. Me
conoces y me temes. Tú enviaste a una
mujer para tratar de asesinarme…
Un clamor de indignación saludó
estas palabras. La empuñadura de una
espada se estrelló contra la boca de
Khardan; el dolor estalló dentro de su
cráneo. Atontado, saboreando la sangre
de su labio partido, escupió en el suelo
y levantó su palpitante cabeza para
mirar a Feisal a los ojos.
—Es verdad —afirmó—. Así es
como gobernará Quar. Palabras dulces a
la luz del día y anillos envenenados por
la noche…
Esta vez estaba preparado para el
golpe y lo recibió lo mejor que pudo,
apartando la cabeza en el último
momento para evitar que le rompiese la
mandíbula.
—¡Basta! —ordenó Feisal
pareciendo verdaderamente afectado por
la violencia.
Y puso sus delicados dedos en la
cabeza sangrante de Khardan. El tacto
era caliente y seco, y los dedos
temblaban sobre la piel del nómada
como las patas de un insecto. Aquellos
ojos intensos enloquecidos por el santo
celo se clavaron en los de Khardan, y tal
era la fuerza y el poder del alma que
albergaba el frágil cuerpo del sacerdote
que el propio califa se sintió encoger
bajo el intenso fuego que ardía en él.
—Este hombre nos ha sido enviado,
hermanos míos, para mostrarnos las
abrumadoras dificultades que habremos
de afrontar cuando salgamos al mundo.
Pero las superaremos.
Los dedos del imán acariciaban a
Khardan con hipnótica sensualidad. La
luz de las velas, el dolor, el ruido y el
olor a incienso empezaron a hacer que, a
sus ojos, todo diera vueltas en torno a
él. Sólo encontró un punto focal en los
ojos del sacerdote.
—¿Quién es el Único y Verdadero
Dios, kafir? ¡Nómbralo, inclínate ante él
y tu gente quedará libre!
Los dedos sedaban con sus caricias.
Feisal estaba seguro del triunfo, seguro
de su propio poder y del poder de su
dios. Los sacerdotes-soldados contenían
el aliento con admiración, esperando
otro milagro. ¿Acaso no habían visto,
incontables veces, al imán conducir a la
luz a una pobre alma ciega tras otra?
Khardan sólo tenía que pronunciar el
nombre de Quar. Tenía la vida de su
dios en sus manos. El califa cerró los
ojos y rogó a éste que le infundiera
valor. Él sabía que, diciendo las
siguientes palabras, se condenaba a sí
mismo y condenaba a su gente, pero
salvaría a Akhran.
—Yo no sé nada de ese Único y
Verdadero Dios, imán —jadeó.
Sus palabras irrumpieron a través de
una barrera erigida por los dedos
acariciadores de Feisal.
—Yo sólo conozco a mi dios. El
dios de mi pueblo, hazrat Akhran. ¡Con
nuestro último estertor, honraremos su
nombre!
El tacto de los dedos se volvió frío.
Los ojos lo miraron desde arriba, no con
furia, sino con lástima y decepción.
—Dadme un cuchillo —dijo Feisal
en voz baja, extendiendo la mano hacia
sus subordinados—. La muerte cerrará
los ojos mortales de este hombre y
abrirá los de su alma. Sujetadlo
firmemente, para que pueda hacerlo con
rapidez y sin causarle sufrimientos
innecesarios.
Los sacerdotes-soldados agarraron a
Khardan por los brazos. Uno de ellos lo
cogió del pelo y le echó la cabeza hacia
atrás, exponiendo su garganta.
Khardan no se resistió. Era inútil.
Únicamente podía rezar, con su último
pensamiento consciente, por que Zohra
tuviera éxito en aquello en que él había
fracasado…
—¡Dadme un cuchillo! —repitió
Feisal.
—Aquí tienes, mi señor —dijo una
voz, y el cuerpo del imán dio una
convulsiva sacudida y se puso rígido
mientras sus ojos se desorbitaban de
sorpresa.
Auda extrajo el cuchillo de un tirón
y levantó la mano para asestar otro
golpe cuando Feisal se volvió y se
encontró de cara con él. Una gran
mancha de sangre se estaba extendiendo
en la espalda del sacerdote.
—¿Te atreverías a matarme? —
inquirió mirando a Auda, no tanto con
cólera o miedo como con verdadera
sorpresa.
—La primera cuchillada ha sido por
Catalus —replicó Auda con frialdad—.
Ésta es en el nombre de Zhakrin.
La daga de plata, con su empuñadura
decorada con una serpiente cercenada,
destelló a la luz de las velas que ardían
sobre el altar de Quar y se zambulló en
el pecho del imán.
Feisal no gritó ni trató de esquivar el
golpe. Abriendo de par en par sus
brazos, recibió en su cuerpo el arma
mortal con una especie de éxtasis. La
empuñadura de la daga sobresalía de su
carne. Agarrándola con ambas manos, el
imán se tambaleó y elevó los ojos al
cielo. Levantando en actitud de ruego las
manos, bañadas con su propia sangre,
Feisal hizo un intento desesperado de
hablar.
—¡Quar! —jadeó, y cayó de bruces
sobre el altar, en su última postración
ante Quar.
Paralizados de sorpresa y horror, los
sacerdotes-soldados se quedaron
mirando pasmados el cuerpo de su líder.
Parecía imposible que pudiera morir y
esperaban que se levantase, esperaban
un milagro. Arrancándose el medallón
negro del cuello, Auda lo arrojó sobre
el cadáver; luego, precipitándose hacia
adelante, el Paladín cogió a Khardan del
brazo. Antes de que la furia de los
clérigos se desencadenase, arrebató al
nómada de las manos de sus aturdidos
captores y lo empujó hacia la puerta
abierta en la pared.
—¡Han matado al imán! ¡El imán
está muerto!
El lamento era terrible de oír, y se
elevó hasta convertirse en un chillido de
rabia enajenada cuando se dieron cuenta
de que su milagro no se producía.
—¡Matadlos! —gritó uno.
—¡No! —gritaron otros—.
¡Cogedlos vivos! ¡Entreguémoselos al
torturador!
—¡Matad a los prisioneros! ¡La
sangre de los kafir pagará por la suya!
¡Matadlos a todos, ahora! ¡No esperéis a
que amanezca!
Una espada resplandeció delante de
Khardan. Golpeando a su portador en la
cara, el califa le arrebató el arma de la
mano, se la hundió en el cuerpo y se
alejó corriendo sin detenerse a ver caer
a su enemigo. La puerta estaba a medio
cerrar y el camino hasta ella estaba
libre. A nadie se le había ocurrido
obstruirlo.
—¡Nómada! ¡Detrás de ti! —vino un
grito sordo.
Khardan se volvió y desvió de un
golpe una embestida de espada, justo a
tiempo para ver al Paladín caer al suelo
mientras un sacerdote-soldado le
clavaba una espada en la espalda y otro
le atravesaba el costado.
Gritando como enloquecido,
Khardan envió sendos tajos con su arma
a los sacerdotes y les dio muerte a
ambos en el acto. Sin amedrentarse,
ansiosos por convertirse en mártires y
morir con su imán, otros hicieron caso
omiso del peligro de su implacable
espada y se lanzaron hacia él.
Agarrando con una mano a Auda y
lanzando tajos a izquierda y derecha,
Khardan ayudó al herido a ponerse en
pie.
El califa vio por el rabillo del ojo a
un sacerdote levantar un cuchillo y
sostenerlo en posición de lanzar, pero
otro se lo soltó de la mano de un golpe
aullándole:
—¡No los matéis! ¡El verdugo les
hará pagar! ¡Vivirán mil días y mil
noches de dolorosa agonía! ¡Atrapadlos
vivos!
Multitud de rostros feroces
empezaron a rodear a Khardan. Éste oyó
silbar sus espadas y las vio destellar.
Embistiendo con su arma y lanzando
patadas, se abrió camino luchando
palmo a palmo hacia la puerta del túnel.
Con una mano sostenía al Paladín e hizo
cuanto pudo por protegerlo, pero no
podía estar en todos los lados al mismo
tiempo y oyó otro quejido escapar de los
labios del hombre a la vez que sentía su
cuerpo estremecerse.
—¡Sond! —gritó desesperadamente
Khardan aunque sabía que los djinn no
podían entrar en el templo—. ¡Sond!
Un fuego se extendió a lo largo del
brazo de Khardan y le atravesó el
omóplato. Pero se hallaba ya en la
puerta del túnel y tenía que conseguir
escapar.
Fue entonces cuando se dio cuenta,
con desesperación, de que no tenía idea
de cómo se cerraba la puerta. Khardan
se volvió, allí en la entrada, con la firma
resolución de matarlos o morir en sus
manos cuando, de pronto, una enorme
mano lo agarró y tiró de él a través de la
abertura.
Sond arrojó a Khardan al interior
del túnel. Estirando de nuevo la mano, el
djinn cogió a Auda y lo arrastró también
adentro del túnel.
—¿Ahora? —gritó Raja.
—¡Ahora! —gritó Sond.
El gigantesco djinn cerró la puerta
de golpe con un empujón de sus
poderosas manos. Un chillido de
protesta y un ruido rechinante de rotura
indicaron que el mecanismo había
quedado inutilizado. Pudieron oír una
lluvia de golpes pesados contra la
puerta al otro lado de ésta.
—¿Por cuánto tiempo puedes
sostener la puerta? —preguntó Khardan
jadeando, mientras trataba de recobrar
el aliento.
—¡Durante diez mil años, si mi amo
lo desea! —alardeó Raja con una
sonrisa de oreja a oreja.
—Diez minutos serán suficientes —
resolló Khardan y soltó un quejido de
dolor.
—Estás herido, sidi —dijo
solícitamente Sond inclinándose sobre
el califa.
—¡No hay tiempo para eso ahora! —
replicó Khardan apartando de sí al djinn
y poniéndose tambaleantemente en pie
—. ¡Van a asesinar a nuestra gente! ¿Lo
has oído? ¡He de llegar hasta ellos y…!
«¿Hacer qué contra esa enfurecida
multitud?», pensó.
—¡Tengo que llegar hasta ellos! —
repitió, con la hosquedad de la
desesperación—. ¡Ve a la entrada del
túnel y ocúpate de cuantos guardias
puedan acudir!
—Sí, sidi —respondió Sond, y
desapareció.
Khardan se volvió hacia Auda, quien
estaba sentado donde Sond lo había
dejado con la espalda recostada contra
la pared del túnel. La parte delantera de
las ropas del Paladín estaba cubierta de
sangre. El hombre sostenía su mano
sobre una herida en el costado; los
dedos brillaban mojados a la luz de las
antorchas. Khardan se arrodilló junto a
él.
—¡Vámonos, rápido! Pronto
enviarán guardias…
Auda hizo un débil gesto de
asentimiento.
—Sí, enviarán guardias. Debéis
daros prisa.
—¡Vamos! —insistió Khardan con
obstinación—. Podrías haberte salvado.
Arriesgaste tu vida para salvarme a mí.
Con promesa o sin ella, te debo…
Poniendo su brazo en torno a la
espalda del Paladín, el califa sintió la
sangre empapar al instante su manga.
Comprendiendo, Khardan se levantó
lentamente.
—Ya no puedo continuar —dijo
Auda—. Déjame, nómada, no me debes
nada. Tienes que salvar —tosió, y un
hilillo rojo corrió desde su boca—… a
tu gente.
Khardan vaciló.
—¡Vete! —persistió el Paladín
frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué te
quedas ahí? Nuestro juramento ya está
disuelto.
—Ningún hombre debe morir solo
—repuso Khardan.
Auda ibn Jad levantó los ojos hacia
él y sonrió.
—Yo no estoy solo. Mi dios está
conmigo.
Sus ojos se cerraron y se dejó caer
de espaldas contra la pared; si estaba
muerto o desmayado, Khardan no habría
sabido decirlo. Miró al Paladín con sus
pensamientos sumidos en una confusión
de pérdida y aflicción mezcladas con el
conocimiento de que, en justicia, estaba
haciendo mal al lamentar la muerte de
aquel hombre malvado. Aquel hombre
que, sin embargo, había dado su vida
por la de él.
El califa se volvió hacia Raja, quien
permanecía con la espalda contra la
puerta y los brazos cruzados delante de
su pecho, tan inamovible e implacable
como si hubiese caído una montaña y
estuviese obstruyendo el túnel.
—Asegúrate de que no lo cojan vivo
—ordenó Khardan—. Después vienes,
tan pronto como puedas hacerlo de
forma segura. Voy a necesitarte.
—Sí, sidi —contestó Raja con
expresión desafiante, mientras su mano
se cerraba en torno a la empuñadura de
su cimitarra.
Con una última mirada triste y
desconcertada al aparentemente
inconsciente Paladín, el califa se volvió
y echó a correr a lo largo del túnel.
Auda ibn Jad abrió los ojos y vio
alejarse al nómada.
—Muchos hijos estupendos… —
dijo en voz baja el Paladín, y murió.
Capítulo 10
Los hombres jóvenes de las tribus
nómadas salieron de sus celdas de la
Zindam parpadeando deslumbrados ante
su inesperada libertad. Sus ojos se
abrieron de asombro cuando vieron a
sus madres, hermanas y esposas
congregarse multitudinariamente en el
pequeño blocao. Hubo un momento de
júbilo que se desvaneció al oír el rumor
de la turba, como un espantoso ladrido a
la luna plateada que brillaba tan intensa
como el sol en un cielo negro, como si
los dioses no quisieran perderse el
dantesco acontecimiento y hubieran
vuelto un foco hacia el tétrico escenario.
—Fedj, ve a ver lo que ha ocurrido
—ordenó Zohra.
El djinn voló obedientemente y la
princesa de los hranas esperó con miedo
e impaciencia su regreso, girando con
nerviosismo los anillos que llevaba en
los dedos. En lo profundo de sí misma,
ella conocía la razón de aquellas voces
que aullaban de furia y se lamentaban de
dolor. Pero aguardó impasible al djinn y
rogó a Akhran con cada latido de su
corazón que estuviese equivocada.
—¡Princesa! —exclamó Fedj,
apareciendo con un estallido que
sacudió todo el bloque de celdas—. ¡El
imán está muerto! ¡Asesinado!
—¡Muerto!
No hubo gritos de alegría entre los
allí congregados. Sólo caras pálidas y
ojos asustados. Sabían lo que aquello
significaba para ellos. Las madres
estrecharon con fuerza a sus niños, los
hermanos cogieron protectoramente a
sus hermanas, los maridos abrazaron a
sus esposas.
Fedj puso voz a sus temores.
—Feisal ha sido asesinado en el
templo de Quar, y ahora los sacerdotes-
soldados vienen a tomar venganza sobre
nuestra gente.
—¿Y los que lo hicieron? —
preguntó Zohra con una voz temerosa y
tirante—. ¿Qué sabes de ellos?
—¡La turba estará aquí en pocos
momentos, princesa! —replicó Fedj con
urgencia y con la cara brillante de sudor
—. ¡Debemos prepararnos para
defender…!
—¿Qué fue de aquellos que han
asesinado al imán? —persistió fríamente
Zohra.
Fedj suspiró y sacudió la cabeza. No
habría querido impartir estas noticias.
—Los sacerdotes gritan a la
muchedumbre que los dos hombres
responsables han sido capturados y…
muertos.
—¡Ah!
Fue como si el cuchillo que había
matado a Feisal hubiese atravesado el
corazón de Mateo. Cogiéndose las
manos, miró al djinn con ojos
suplicantes, como si quisiera rogar al
inmortal que retirase sus palabras.
Zohra sintió que algo dentro de sí se
moría, algo que no sabía que vivía hasta
ahora, cuando ya era demasiado tarde.
Su primer pensamiento fue un fuerte
deseo de morir, también, antes que
afrontar el horror que ella sabía les
esperaba. Tan orgullosa siempre de su
coraje, la princesa de los hranas estaba
tan asustada y perdida como un
corderillo recién nacido balando en la
oscuridad junto al cuerpo de su
protector estragado por los lobos.
Princesa de los hranas.
«Él está muerto, y ahora yo soy
responsable de nuestra gente».
El conocimiento brotó del vacío que
sentía dentro de sí misma. Zohra pudo
oír fuertes pisadas. La guardia de la
prisión se había puesto en alerta ante la
proximidad de la turba. Habría
confusión entre los guardias, tal vez
pánico incluso, ya que una turba podía
ser que no se detuviese a distinguir entre
encarcelado y carcelero y los hiciera
picadillo a todos.
—¡Gente de Akhran, oídme! —
levantó la voz Zohra, y su tono de
valiente resolución, oscurecido por el
dolor, hizo a la gente volverse con
atención hacia ella—. La turba viene a
asesinarnos en el nombre de Quar. Hay
esperanza, pero sólo si pensamos y
actuamos todos a una. ¡Hombres!
¡Vuestra vida está en manos de vuestras
mujeres! ¡Éste es el momento de la
magia, no de las espadas, si las
tuvieseis! ¡Escuchad a vuestras mujeres;
seguid sus instrucciones! ¡Vuestras vidas
y las de vuestras familias dependen de
ello!
Zohra cogió a Mateo del brazo y lo
empujó hacia adelante. El velo se le
había soltado a éste de la cabeza y su
cabello rojo resplandecía como una
llama a la luz de las antorchas. Vestido
todavía con ropas de mujer, podría
haber ofrecido un aspecto ridículo de no
ser porque la amargura de su propia
pérdida y su propio sentimiento de
responsabilidad, tan grande como el de
Zohra, le conferían una dignidad y un
poder que hacía que muchos lo mirasen
con un respeto reverencial.
—Desde este momento, Ma-teo, un
poderoso mago en su tierra, es vuestro
líder. Él viene a vosotros en… —Zohra
tomó una temblorosa inhalación y
continuó sin titubear—… nombre de
Khardan. Obedecerlo como
obedeceríais al califa. Fedj, Usti —dijo,
dirigiéndose a los djinn—. Id y
encargaos de que no abran las puertas.
Los djinn se inclinaron sumisamente
ante ella, y esto bastó para impresionar
a muchos de los dudosos.
Temiendo no poder decir otra cosa
sin derrumbarse y revelar lo débil y
asustada que estaba en realidad, Zohra
se volvió y caminó rápidamente hacia el
patio de la prisión. Había visto a los
hombres fruncir el entrecejo con
desaprobación, pero no tenía tiempo
para discusiones y persuasión. Detrás de
ella, pudo oír las voces de las mujeres
explicando, o intentando explicar, el
plan a los hombres en apresurados y
entrecortados susurros. Los hombres las
seguirían, esperó y rogó al cielo Zohra.
En aquel momento, no tenían alternativa.
No tenían otras armas que las pocas que
habían conseguido arrebatar a los
carceleros. Una vez iniciada la magia,
esperaba ella, ellos la verían funcionar y
entonces harían lo que hiciera falta.
Oyó a Mateo dirigir unas cuantas
palabras a las mujeres. No muchas… No
había tiempo para muchas y ellas sabían
ya lo que tenían que hacer. Los gritos y
voces de la multitud se oían cada vez
más cerca. Mirando hacia afuera, más
allá de las altas puertas, Zohra vio las
luces de las antorchas reflejadas contra
el cielo. El suboficial estaba arriba, en
las almenas, corriendo de un extremo a
otro y gritando órdenes contradictorias
que mandaban a sus hombres de aquí
para allá en atolondrada confusión. De
vez en cuando, podía verse al suboficial
agitando el puño hacia la masa
linchadora, lamentando la anulación de
sus propios y salvajes planes. Pero, a
pesar de ello, Zohra sabía que él les
abriría las puertas.
«Estaremos preparados —se dijo—.
¡Ruego a Akhran, ruego a Sul y ruego a
ese extraño dios de Ma-teo que el
conjuro funcione!»
Las mujeres comenzaron a afluir
desde la prisión como informes figuras
dentro de sus atuendos y sus velos,
caminando en silencio con sus
embabuchados pies. Sus hombres y
muchachos, los pocos que había,
salieron tras ellas. Hoscos, desafiantes y
dudosos obedecían a su princesa más
porque estaban habituados a seguir a
quienes estaban al mando que porque la
entendiesen o estuviesen de acuerdo con
ella. Los nómadas habían sobrevivido a
través de largos siglos practicando
obediencia a sus jeques. Aquella gente
veía en su princesa la autoridad que
estaban acostumbrados a acatar.
Una mano en el brazo de Zohra hizo
que ésta volviese la cabeza. Mateo
había avanzado sin ser oído hasta
colocarse junto a ella. El joven brujo
estaba muy pálido y había manchas
oscuras bajo sus ojos, pero daba una
impresión de calma y discreta seguridad
de sí mismo. Él y Zohra intercambiaron
una elocuente mirada…, una mirada en
la que compartían un dolor profundo y
desgarrador, y eso fue todo. No había
tiempo para nada más. Entonces se
separaron. Zohra fue a ocupar su lugar
en el centro de las mujeres, quienes se
estaban disponiendo en filas separadas
siguiendo las instrucciones de Mateo. El
brujo fue y se situó a la cabeza de ellas.
Reuniendo a sus niños y hombres en
torno a sí, cada mujer se arrodilló en el
suelo del patio de la prisión delante de
una taza de agua que había ahorrado de
la cena.
Aquí y allá hubo movimiento de
manos sacando los pergaminos que cada
una de ellas había pasado la tarde
copiando laboriosamente, escribiendo
rudimentariamente las palabras con la
única tinta que tenían: su propia sangre.
Los guardias se habían estado
divirtiendo a costa de su tarea, no
entendiendo lo que hacían y haciendo
chistes groseros acerca de los kafir que
escribían sus testamentos de muerte.
Cada mujer sostuvo el pergamino
sobre la taza tal como Mateo les había
enseñado. Después trataron todas de
concentrarse, de cerrar los oídos al
sonido de los avecinantes horrores, pero
era difícil y, para algunas, imposible. Un
sollozo ahogado y el murmullo
tranquilizador de una mujer consolando
a una hermana y animándola a recobrar
su valor llegaron a los oídos de Mateo.
También él oyó a la Muerte aproximarse
bajo un aspecto espantoso y se
maravilló ante su propia falta de miedo.
Pero sabía la respuesta. Se sentía
protegido, una vez más, en los
consoladores brazos de Sul.
Con su propia taza de agua delante
de él, Mateo comenzó a entonar las
palabras del conjuro. Recitó en voz alta,
para que las mujeres pudieran oírlo y
recordasen su difícil pronunciación.
Recitó en voz alta para que su calmada
voz pudiera ayudar a eclipsar los
chillidos de los sacerdotes-soldados que
se les venían encima en masa.
Oyó a las mujeres repetir las
palabras tras él, despacio y con
vacilación al principio y, después, cada
vez más alto a medida que cobraban
confianza.
Mateo entonó el cántico tres veces y,
a la tercera recitación, las palabras de
su pergamino comenzaron a arrastrarse y
culebrear y, al fin, se vertieron en el
agua de la taza. Por la súbita inhalación
de quienes lo seguían, adivinó que el
mismo fenómeno estaba teniendo lugar
con, al menos, la mayoría de las mujeres
que había en el patio de la prisión.
Habría algunas, sin lugar a dudas, que
fallarían; pero Mateo contaba con la
probabilidad de que el número de
mujeres con éxito sería lo bastante
grande como para que la niebla los
envolviera a todos y les permitiera
deslizarse desarmados a través de sus
enemigos.
Las palabras cayeron dentro de la
taza, el agua empezó a burbujear y
hervir y, entonces, una sinuosa nube se
elevó lentamente. Mateo echó una
mirada a través del patio. El griterío y el
rumor sordo de pisadas rompiendo a
correr le anunciaron que la turba se
hallaba ya a una distancia visual de la
prisión. El joven brujo no se volvió,
sino que continuó dando la cara a su
gente y entonando su canto, tanto para
mantener sus mentes ocupadas con el
tranquilizador flujo de palabras como
para continuar trabajando su conjuro. Ya
podía ver cientos de zarcillos de niebla
elevarse en el aire. Y pudo oír los
roncos murmullos de admiración y temor
de los hombres mezclarse con las
deleitadas exclamaciones de los niños
pequeños quienes, no comprendiendo el
peligro en que se hallaban, estaban
encantados con la magia que sus madres
estaban llevando a cabo.
La niebla ascendió en espiral desde
la taza de Mateo y lo rodeó, comenzando
por sus pies y serpenteando y
retorciéndose después en torno a él
como una culebra amistosa.
Lo mismo estaba haciendo con las
mujeres, rodeándolas a ellas y a quienes
estaban junto a ellas, absorbiéndolos
entre los rizos protectores de Sul.
La nube de niebla se hinchaba y se
extendía con una rapidez que asombró a
Mateo. Éste creía que serían bastante
afortunados si aquélla envolvía a cada
mujer y a las personas que tenía junto a
ella. Pero la niebla, brillando con un
blanco misterioso a la luz de la luna, se
desplazaba y flotaba por el patio con lo
que Mateo habría jurado que era algún
tipo de propósito intencionado, como si
estuviese buscando algo y no se diera
por satisfecha hasta que consiguiera su
objetivo.
La afilada espina de la duda
aguijoneó la satisfacción de Mateo. De
nuevo vio la advertencia, claramente
impresa en tinta roja al pie de la página
en su libro de estudio. «Jamás los
magos deberán recurrir en gran
número al uso de este conjuro, excepto
en las más apremiantes
circunstancias»., de repente, recordó
las palabras que seguían, palabras que
en su tierra habían parecido
irrelevantes, casi risibles:
«Asegurarse de que haya una fuente
de agua abundante».
Mateo comprendió. Ahora supo lo
que había creado, supo por qué se había
añadido aquella advertencia. Previo con
horror lo que debía ocurrir, pero no
había forma alguna de detenerlo.
La niebla se arrastró por el suelo
formando unos blancos y delicados
brazos con largos y delgados dedos que
se enroscaban y que parecían guiados
por una inteligencia central. Algunos de
los guardias de la prisión habían salido
por pies al verla. Otros habían saltado
del muro y se esforzaban por abrir las
puertas que, por alguna razón, no
querían moverse (no con el inmenso
corpachón de un invisible Usti plantado
contra ellas). El suboficial continuaba
subido en las almenas, ahora regañando
a sus guardias por su lentitud, ahora
gritando pomposamente a la multitud de
fuera que él era el que estaba a cargo
del lugar.
La turba, conducida por los
sacerdotes-soldados, hizo caso omiso de
él y tomó por asalto los muros. Los que
iban por delante quedaron aplastados
contra la piedra por el empuje del resto
de la masa que, seguidamente, se lanzó a
las puertas de madera tratando de
abrirlas por la fuerza.
Todavía gritando, el suboficial
estaba comenzando a tener la impresión
de que nadie lo escuchaba y que tal vez
debía empezar a considerar la
conveniencia de abandonar aquella área
cuando, de pronto, una exclamación de
pánico proferida por uno de sus guardias
lo hizo volverse y mirar hacia el patio
con ojos desorbitados.
¡Sus prisioneros habían
desaparecido! Esfumados en una nube
que, al parecer, había caído del cielo y
se los había tragado. El suboficial no
podía creerlo. Se quedó mirando
fijamente a aquella niebla que avanzaba
y culebreaba, pero no logró ver ni oír
señal alguna de vida en ella. El cuerpo
gordinflón del suboficial tembló hasta
que los dientes comenzaron a
castañetear en su cabeza. En su mente no
había duda de que el dios de aquella
gente había venido en su rescate, y todos
sabían que Akhran era una deidad
iracunda y vengativa. La turba seguía
arrojándose contra las puertas; la
madera estaba comenzando a astillarse y
rajarse bajo el peso combinado de
cientos de personas presionando contra
ellas.
Los guardias del patio miraban
atemorizados la niebla, cuyos delicados
dedos parecían estirarse en busca de
ellos.
Usti y Fedj, casi tan aterrados como
los guardias por la magia de Sul, habían
abandonado sus puestos y se miraban el
uno al otro sin saber qué hacer. Los
guardias intentaron frenéticamente
descorrer los cerrojos y abrir las
puertas; una muchedumbre de seres
humanos no era causa de terror para
ellos comparada con aquella nube
maldita. Pero la presión de la turba
empujando las puertas en dirección
opuesta mantenía éstas firmemente
cerradas. Los guardias no tenían
escapatoria y se vieron forzados a mirar,
con mudo horror, cómo los primeros
zarcillos se enroscaban en torno a sus
pies.
Sus gritos atravesaron el clamor de
la turba como una hoja de espada
silbante; tan espantosos fueron que hasta
los más fanáticos de aquellos que
clamaban sangre al otro lado de los
muros de la prisión se callaron y
escucharon.
Desde encima de la muralla, el
suboficial vio cómo la niebla se
enroscaba en torno a las piernas y el
tronco de sus horrorizados hombres y
terminaba atrapándolos entre sus dedos
de trémulo blanco. Vio la niebla hervir y
retorcerse. Los gritos cesaron,
convirtiéndose en secos susurros. La
niebla se levantó y continuó avanzando,
haciéndose más espesa a cada momento
que pasaba.
En el suelo, al lado de las puertas,
yacían unos montones de polvo.
«¡Una fuente de agua abundante!»
Un brujo lanza este conjuro en una
tierra de profundos manantiales y aire
húmedo y viaja seguro dentro de su
nube; el conjuro atrae agua de cuanto lo
rodea. Si muchos brujos ejecutan juntos
el conjuro, sucede lo mismo, salvo que
el poder es tanto más grande, el conjuro
es tanto más fuerte que requiere mucha
más cantidad de agua para sostenerse.
En una tierra de lujuriante vegetación,
de árboles gigantescos, hierba verde y
espeso follaje, en una tierra de arroyos
torrenciales y ríos caudalosos, en una
tierra de nieve…, el conjuro tiene toda
el agua que necesita.
Pero arroja el conjuro en una tierra
árida, una tierra de arena y roca donde
el agua se mide en preciosas gotas, y el
conjuro, sediento, desesperado por
mantenerse a sí mismo, absorbe los
jugos vitales de cuantas fuentes pueda
encontrar.
Mateo vio caer a los guardias y oyó
sus gritos. Vio al suboficial correr de un
lado para otro, sobre la muralla, en un
frenesí de terror, intentando evitar los
envolventes dedos de la niebla pero
cayendo al fin víctima de ellos con un
espantoso lamento gutural. Mateo
observó cómo la magia absorbía cuanta
humedad contuviera la madera de las
puertas, y vio las vigas resecarse y
ajarse. Oyó los exaltados gritos de la
multitud convertirse en exclamaciones
de asombro y, después, oyó los primeros
quejidos lastimeros de aquellos que
quedaban atrapados en la niebla y sus
gritos sobrecogedores cuando sintieron
que ésta les sorbía la vida de sus
cuerpos.
¡Él, a quien tanto había dolido tener
que matar a un ser humano, sería ahora
responsable de la muerte de cientos de
ellos!
Zohra estaba a su lado, agarrada con
fuerza a él.
—¡Ma-teo! —Sus ojos brillaban a
través de la niebla—. ¡Lo hemos
conseguido! ¡Huyen corriendo ante
nosotros!
Ella no lo sabía. No lo había visto o,
si lo había visto, no lo había
comprendido. O tal vez no le importase.
Después de todo, se obligó a considerar
Mateo, la turba se proponía dar a su
gente una muerte tan horrible como
aquella de la que ahora estaban cayendo
víctimas ellos. Tenía que pensar en eso,
concentrarse en eso si no quería
volverse loco.
Zohra condujo a su gente hacia
adelante. Rodeados por la magia y
avanzando lentamente para no dejar la
niebla atrás, los nómadas atravesaron
las resecas puertas de la prisión
pisoteando el polvo de los cuerpos de
sus enemigos que yacía esparcido en
montones por el suelo. Cada vez más
densa a medida que se alimentaba, la
niebla se agitaba sinuosamente en torno
a ellos: una letal nube plateada que se
deslizaba por las calles de la ciudad de
Kich.
Capítulo 11
Al no escuchar ninguna advertencia
de Sond de que la salida del túnel estaba
vigilada, Khardan atravesó sin ninguna
cautela la puerta abierta al jardín de
placer del amir. Un soldado vestido con
yelmo y armadura se acercó
bruscamente al califa con el filo
desnudo de la espada destellando bajo
la luz de la luna. Lanzando una amarga y
reprobadora mirada al djinn, quien se
erguía cerca de él, Khardan alzó su arma
para atacar.
—Sidi —susurró Sond—, es tu
hermano.
Khardan bajó la espada y se quedó
mirándolo fijamente.
Muy despacio, el joven se quitó el
yelmo y lo dejó caer al adoquinado,
donde rodó con estrépito hasta perderse
debajo de un matorral. Sin el yelmo, que
le había ocultado la cara, Khardan pudo
reconocer las facciones de su
hermanastro, pero hasta allí llegó el
reconocimiento. En todos los demás
aspectos, aquel alto y joven guerrero
marcado por las batallas era un extraño
para el califa.
Y, aunque Achmed había dejado caer
su yelmo, mantenía su espada
suspendida y en guardia.
—Sabía que tenías que ser tú —dijo
con voz apagada; sus ojos eran oscuras
sombras en aquella pálida cara—.
Cuando he oído que el imán había sido
asesinado, comprendí que habías sido tú
quien lo había hecho, y supe dónde
encontrarte. Los demás guardias
corrieron hacia el templo, pero yo
sabía…
—¡Achmed! —lo interrumpió
Khardan, intentando humedecer sus
secos labios con una lengua casi tan
seca como ellos—. ¡Los sacerdotes han
ido a matar a la gente!
—Sí —repuso el joven soldado, y
nada más.
Khardan podía oír gritos airados y
estrépito de armas, y lanzó una rápida
mirada a Sond, quien hizo un gesto de
impotencia.
—Te obedeceré con gusto, sidi, pero
¿qué quieres que haga?
«Podría enviar al djinn contra la
turba —pensó Khardan frenéticamente
—, pero se necesitaría un ejército de
'efreets para detener a aquellos
fanáticos».odría ordenar a Sond que lo
transportara lejos de aquel lugar. Pero
¿y su hermano? Achmed era uno de los
suyos, en absoluto menos importante.
¿Tendría que perderlo para siempre?
—¡Ven conmigo! —suplicó Khardan
tendiéndole una mano—. Lucharemos…
—¡No!
Achmed se quedó observando la
mano extendida, y Khardan vio que
estaba cubierta de sangre: la suya
propia, la de Auda, la del imán… Las
palabras del joven soldado resonaron
huecamente en su garganta.
—¡No! —repitió y, a pesar de que el
aire nocturno era fresco, Khardan vio
brillar el sudor en la cara de su
hermano.
Achmed echó una mirada tras de sí,
hacia la prisión, aunque nada podía
verse más allá de los altos muros del
palacio. Había horror en sus ojos ahora,
y era obvio que él no estaba viendo el
presente, sino el pasado.
—¡No hay nada que tú puedas hacer!
¡Nada que yo puedo hacer! ¡Nada!
—Achmed —insistió Khardan con
desesperación—, ¡tu madre está en
aquel campamento!
—Quizás —el joven intentó
aparentar indiferencia, pero su cara
estaba tensa, oyendo los aullidos de la
turba cada vez más altos y enloquecidos,
y el sudor le chorreaba por las mejillas
—. Quizás ella esté muerta ya. No la he
visto ni he oído nada de ella desde hace
meses.
—Muy bien. Entonces, hermano —
dijo Khardan fríamente—, yo me voy. Si
quieres detenerme, habrás de estar
preparado para matarme, pues es la
única manera…
Aquellos ojos oscurecidos por el
horror se volvieron hacia él y,
lentamente, la pesadillesca visión
retrocedió. Una vez más aparecían
frescos e impasibles. Achmed adoptó
una postura de lucha. Khardan hizo lo
mismo, con el dolor extendiéndose
desde el hombro herido que ya
empezaba a entumecerse. No sería un
enfrentamiento equitativo; el califa
sentía flaquear sus fuerzas. Lo único que
lo mantenía era el miedo por su gente, y
aquello era más un impedimento que un
acicate, pues distraía su mente. No
podía concentrarse. No podía evitar que
su mirada se disparase hacia el área de
la prisión y, a causa de ello, esquivó por
muy poco la primera arremetida de su
hermano. El destello de luz de luna en la
espada, el oportuno resbalón de Achmed
en una piedra suelta, y la horrorizada
reacción del djinn, quien se colocó de
un salto entre los dos, salvaron a
Khardan.
—¡Sidi! ¡Sois hermanos! —jadeó
Sond agarrando las desnudas hojas de la
cimitarra y la espada y manteniéndolas
separadas—. En el nombre del dios…
—¡No me prediques acerca de los
dioses! ¡He visto lo que se ha hecho en
nombre de los dioses! —gritó Achmed
furioso intentando arrancarle su arma.
Lo mismo le habría dado intentar
arrancar el hierro en crudo de la
montaña donde se había fraguado.
—¡No hay dioses! —siguió gritando
—. ¡Son tan sólo una excusa para la
ambición del hombre!
—Entonces, ¿cómo te explicas a
Sond, un inmortal? —replicó, iracundo,
Khardan.
Por el clamor de la turba sabía que
ésta había alcanzado ya la prisión.
—Sond se engaña a sí mismo
creyéndose inmortal —contestó Achmed
—. ¡Mira, él también sangra!
Era verdad; la sangre corría a lo
largo de los brazos del djinn desde las
profundas dentelladas que habían
ocasionado los filos en su etérea carne.
—¡Igual que nosotros los mortales
nos hemos engañado creyendo que
existen los seres inmortales! —agregó el
joven.
Khardan renunció a seguir
discutiendo. Dando un paso hacia atrás,
soltó el mango de su espada, y ésta cayó
de la mano ensangrentada del djinn.
—Sond —murmuró—, llévame a…
Una explosión sacudió la tierra; una
ráfaga de aire salió del túnel, seguida
por un fragor y una nube de rocas y
escombros que volaba por los aires.
Tosiendo sofocados, ambos hermanos se
asomaron a la entrada del túnel a través
de las nubes de polvo para ver a Raja
surgir de las ruinas, cubierto de tierra y
frotándose las manos con satisfacción.
—No temas persecución alguna
desde aquella dirección, sidi —dijo el
djinn, inclinándose ante Khardan—. Y
es una oportuna tumba para el que yace
dentro —agregó a continuación con tono
grave y solemne—. Sólo la Muerte
podrá encontrarlo ahora.
—Que su dios sea con él —
respondió Khardan con resignación, y no
miró a Achmed sino que, volviendo la
espalda al joven, haciendo de sí mismo
un blanco fácil si su hermano hubiera
querido, se agachó para recoger su
espada.
—Sond, tú y Raja venid conmigo…
Khardan dejó de hablar y estiró la
cabeza para oír con más claridad. El
sonido de la turba había cambiado: ya
no era amenazador, sino amenazado.
—¿Qué ocurre? —preguntó
Khardan, intrigado.
—Se está desarrollando una gran
magia, sidi —contestó Sond
atemorizado—. ¡Es como si el propio
Sul hubiera entrado en esta ciudad!
Con la esperanza viva dentro de sí,
Khardan corrió a lo largo del sendero
que atravesaba el jardín, hacia la
abertura en el muro. No esperó a su
hermano, ni percibió pisadas detrás de
él durante largos momentos; y entonces
para su inmenso aunque secreto alivio,
oyó un golpeteo de botas a su espalda.
—Por aquí —indicó Achmed en el
momento en que Khardan, en su
excitación y confusión, iba a tomar un
camino equivocado.
Juntos alcanzaron el lugar donde el
espino que crecía sobre una plataforma
móvil podía desplazarse hacia un lado y
descubrir el panel corredizo en el muro.
Para gran asombro y consternación de
Khardan, el hueco estaba abierto de par
en par. Él podría haber jurado que el
mendigo ciego lo había cerrado tras
ellos cuando él y Auda habían entrado.
Con cautela, el califa aminoró su
paso. Pero Achmed dio un brinco hacia
adelante, hacia la calle, indicando a
Khardan que lo siguiera.
—El camino está libre, sidi —
aseguró Sond, elevándose hasta diez
metros de altura y asomándose por
encima del muro—. La calle está vacía a
excepción del mendigo.
—¿Qué hay de la prisión? —exigió
Khardan cuando hubo emergido y se
encontró de pie junto al anciano, que
estaba plácidamente sentado en la calle,
con las piernas cruzadas.
—Está cubierta de… una sinuosa
niebla, sidi —respondió Sond mirando
maravillado—. Jamás había visto nada
parecido en todos mis siglos!
—¡Ni la volverás a ver jamás! —
dijo el mendigo con una risa cascada.
Khardan arrancó a correr, pero una
mano lo atrapó de la túnica y le dio un
tirón hacia atrás con tal fuerza que casi
perdió el equilibrio. El califa se volvió
airado, pensando que era Achmed, pero
se encontró con aquellos ojos de un
blanco lechoso que resplandecían con un
brillo terrible a la luz de la luna. Una
mano escuálida y huesuda se estiró hacia
arriba y agarró un puñado de la tela de
su túnica.
—Será tu muerte si te acercas; pues,
aunque la magia salva a aquellos que
están dentro de ella, mata a todos los
que están fuera. ¡Mira! ¡Mira! ¡Ya viene!
Cómo pudieron verla aquellos ojos
ciegos, Khardan nunca lo sabría pero, al
final de la calle, serpenteando entre los
puestos cerrados de los bazares, largos
zarcillos blancos se deslizaban por
encima del adoquinado, chupando
sedientamente todo lo que tocaban. Los
puestos caían con estrépito después de
que su madera fuera chupada hasta
quedar privada de la poca humedad que
tenía dentro. Un hombre se precipitó a la
calle para ver lo que ocurría y fue
atrapado entre aquellas manos de color
blanco plateado que exprimieron el agua
de su cuerpo como si fuera un pedazo de
tela de una colada. La niebla prosiguió,
dejando tras de sí un montón de polvo
que tan sólo momentos antes había sido
carne y sangre vivas.
Khardan empezó a retroceder con
los ojos llenos de asombro y horror,
fijos en la sinuosa niebla que avanzaba.
—¡Corramos!
—No hay escapatoria —afirmó el
mendigo ciego con una extraña
satisfacción—, excepto para aquellos
resguardados tras los muros de piedra.
Y para aquellos cuyos corazones son
uno con quienes ejecutan la magia.
¡Rápido, siéntate a mi lado! —apremió
el anciano tirando perentoriamente de
Khardan—. ¡Siéntate a mi lado y pon en
tus labios el nombre de alguien a quien
ames, alguien que se mueve sin peligro
dentro de esa niebla y que piensa en ti!
—Sond, ¿tiene razón? —preguntó
Khardan incapaz de arrancar sus ojos de
la mortífera niebla que avanzaba a la
deriva.
—Pienso que es tu única esperanza,
sidi —contestó el djinn—. Yo no puedo
hacer nada. Esto es obra de Sul —y
echó una inquieta mirada al atónito Raja
quien, con un nudo en la garganta,
asintió—. De hecho, te vamos a dejar
por el momento, sidi. ¡Volveremos
cuando Sul se haya ido!
—¡Sond! —lo llamó Khardan con
miedo y exasperación, pero el djinn se
había desvanecido.
—¡Rápido! —gritó el anciano
tirando del nómada hacia abajo.
La niebla estaba casi encima de él.
Khardan vio a Achmed agachado al lado
del anciano. El rostro de su hermano
estaba blanco.
—¡El nombre! —insistió el mendigo
con voz chillona—. ¡Pronuncia un
nombre, si hay alguno en tu corazón, y
reza por que ella esté pensando en ti!
Khardan se lamió sus resecos labios.
—Zohra —murmuró.
La niebla, como si divisara los
cuerpos repletos de humedad, saltó
sobre ellos.
—¡Zohra! —repitió, e
involuntariamente cerró los ojos,
incapaz de mirar.
Podía oír al anciano murmurar
también el nombre de Zohra y recordó,
con un sobresalto, cómo el mendigo
había exigido aquel nombre en pago por
abrir el muro. Cerca de él, Achmed
susurraba el nombre de su madre, con un
nudo en la garganta.
Un aire frío, como de una caverna
profundamente excavada en la tierra, se
agarró a los tobillos del nómada,
congelándolo hasta los propios tuétanos.
El dolor fue intenso, y apenas pudo
contenerse para no gritar. Repitió
febrilmente el nombre una y otra vez y,
con ello, la imagen de Zohra vino hasta
sus ojos y un tenue olor de jazmín hasta
su nariz. La vio montando en su caballo
a través del desierto, con el viento
arrancándole su prenda de cabeza y
agitando su pelo negro tras ella…, un
orgulloso y triunfante estandarte. La vio
en su lecho nupcial, con el cuchillo en
las manos y sus ojos brillando de
triunfo, y sintió el toque de sus dedos,
ligero y delicado, curándole la herida
que ella misma le había infligido.
—Está pasando —dijo el mendigo,
con un suspiro.
Khardan abrió los ojos y, mirando a
su alrededor, vio la niebla retroceder,
como si fuese succionada desde atrás
por una enorme inhalación. Un silencio
sobrecogedor descendió sobre la
ciudad.
—Tu gente está fuera de peligro,
hombre con olor a caballo y a muerte —
afirmó el mendigo, con su boca
desdentada como una hendidura negra en
el cráneo—. Han cruzado la puerta y
están ya en la llanura. Y no quedan vivos
para seguirlos.
A pesar de su gratitud, el califa no
pudo evitar estremecerse. El viento
nocturno se levantó, y vio con sobresalto
que una nube se elevaba en el aire de la
noche. No era niebla. Era una nube de
polvo, una espantosa especie de polvo
grasiento. Temblando, Khardan se puso
en pie y lanzó una mirada al mendigo.
—He de ir a ellos. ¿Será peligroso?
—Una vez que se den cuenta de que
están libres, la magia empezará a
disiparse. No, no habrá peligro.
Khardan se volvió hacia Achmed.
—¿Vienes conmigo, hermano?
¿Vienes a casa?
—Este es mi hogar —contestó
Achmed, de pie, mirando hacia Khardan
—. Todo lo que amo está aquí.
La mirada de Khardan se desplazó,
casi como si fuese atraída, hacia la luz
solitaria del palacio. Podía ver la
silueta de un hombre con los brazos
cruzados, erguido ante la ventana y
mirando fijamente… ¿adónde? ¿Abajo,
hacia ellos? ¿Afuera, a su asolada
ciudad?
—Esto significa la guerra, lo sabes
—continuó Achmed, siguiendo la mirada
de Khardan—. El amir no dejará que te
salgas con ésta.
—Sí —asintió Khardan
distraídamente, con su mente demasiado
ocupada con el presente como para
considerar el futuro—. Supongo que sí.
—Nos encontraremos en el campo,
entonces. Adiós, califa.
La voz de Achmed era fría y
distante. El joven se volvió para
atravesar de nuevo la abertura del muro.
—Adiós, hermano. Que Akhran sea
contigo —repuso Khardan en voz baja
—. Llevaré noticias tuyas a tu madre.
La acorazada espalda se puso rígida,
su cuerpo se contrajo. Achmed se detuvo
por un momento, pero enseguida,
enderezando los hombros, pasó a través
del muro sin decir más. El muro de
piedra se cerró con un crujido tras él.
—Será mejor que te apresures,
nómada —le aconsejó el mendigo—.
Los sacerdotes-soldados están muertos,
pero aún hay muchos vivos en esta
ciudad que, una vez que haya pasado la
conmoción, pedirán a gritos tu cabeza.
—Primero quiero preguntarte quién
eres, padre —dijo Khardan mirando
atentamente al anciano.
—¡Un humilde mendigo, nada más!
Encogiéndose como un perro
callejero, el anciano se tendió encima de
una manta harapienta, apretando su
espalda contra el muro de piedra para
conservar algo de la calidez residual
dejada por el calor del día.
—¡Ahora vete, nómada! —lo
apremió.
El mendigo cerró los ojos, movió su
cuerpo hasta una posición más cómoda y
un ronquido rasposo sacudió sus
pulmones.
Desaparecido ya el miedo por su
gente, Khardan sintió que un gran
cansancio se apoderaba de él. Su
hombro ardía de dolor, su brazo se había
agarrotado hasta el punto de no poder
utilizarlo. Cada movimiento le suponía
un esfuerzo, y así avanzó por las calles
iluminadas por la luna, tapándose la
boca con la mano para evitar inhalar
aquel horrible polvo que le escocía los
ojos y recubría su piel con una
desagradable sensación grasienta. La
ciudad de Kich parecía haber caído
víctima de un ejército merodeador, un
ejército que había atacado la madera, el
agua, las plantas y a los humanos y
dejado tan sólo la piedra. Enfermo y
herido, se quedó observando aquella
devastación con aturdida incredulidad, y
en su mente resonaron las palabras de su
hermano. Sí, aquello significaba la
guerra.
Cuando llegó al lugar donde había
dejado los caballos, Khardan no vio más
que grandes montones de polvo. Lo que
quedaba de sus fuerzas se estaba
agotando rápidamente, y él sabía que no
podría ir muy lejos a pie. La aflicción
por el valeroso animal que lo había
llevado a la gloria y a la derrota
ignominiosa retorcía su corazón, cuando
de pronto oyó un agudo relincho que
casi lo dejó sordo. Apresurándose hacia
adelante, con la esperanza dándole
nuevas fuerzas, encontró los cuatro
caballos sanos y salvos, y bailando de
impaciencia por dejar aquel horrendo
lugar.
Acurrucado en una de las cuadras,
temblando de miedo, estaba el joven
muchacho que el califa había contratado
para vigilarlos.
—¡Ah, sidi! —dijo poniéndose en
pie de un salto cuando vio a Khardan—.
¡La nube de la muerte! ¿La has visto?
—Sí —contestó Khardan, dejando a
su caballo hozar, olfatear y resoplar ante
los extraños olores, incluido el de su
propia sangre—. La he visto. ¿Ha
venido hasta aquí?
Inútil preguntar, viendo los
promontorios de polvo cubiertos de
mantas de camello, otros promontorios
más pequeños que una vez habían sido
burros, y hasta montones que una vez
habían sido… Prefirió no pensar en ello.
—¡Ha venido y todos… todos ellos
han muerto! —relató el muchacho
conmocionado, como si estuviera
soñando—. ¡Todos menos yo! ¡Han sido
los caballos, sidi! ¡Te lo juro, ellos me
han salvado la vida!
El muchacho hundió su cabeza en el
costado del caballo.
—¡Gracias, noble animal! ¡Gracias!
—agregó entre sollozos.
—Ellos saben, dentro de sus
corazones, quiénes se preocupan por
ellos —dijo Khardan, acariciando con
cariño la cabeza del muchacho—. Como
todos nosotros —murmuró con una
sonrisa—. Sí, como todos nosotros.
¡Ahora vuelve a casa con quienes se
preocupan por ti, muchacho!
Saltando sobre el lomo del animal,
el califa lo guió fuera de la cuadra; los
otros siguieron obedientemente detrás. Y
allí estaban los djinn para ayudarlo.
Juntos salieron cabalgando de la ciudad
de Kich, atravesando al galope las
puertas, que encontraron abiertas. Los
gigantescos postes de madera estaban
marchitos y encogidos, y las bandas de
hierro que los habían mantenido juntos,
caídas y amontonadas en un suelo
recubierto de polvo.
Capítulo 12
Khardan volvió al Tel para
encontrarse con un ejército que lo
aguardaba. No era el del amir. Era su
propio ejército.
Reunidos con sus familias, los
spahis habían tenido una ruidosa y
alegre cabalgada desde Kich. Entonando
canciones de alabanza a Akhran,
agitando bien altas sus banderas en el
aire y ensalzando las virtudes de su
profeta y su profetisa, los jinetes akares,
los pastores hranas y los meharistas
aranes marchaban por fin unidos en
gloriosa victoria sobre su enemigo
común. Las únicas personas de aquella
tumultuosa cabalgada que no estaban
borrachas de triunfo eran el profeta, la
profetisa y el joven a quien los nómadas
llamaban ahora marabout\2\1 término
que, según Mateo llegó a entender con
un suspiro, significaba para ellos una
mezcla de hombre santo y loco.
Marido y mujer se encontraron
ceremoniosamente y hablaron con
absoluta frialdad; después dieron la
vuelta y se fue cada uno por su camino.
Herido y agotado, sostenido por el
djinn, Khardan echó de menos el
destello que iluminaba y suavizaba los
ojos de halcón de Zohra. Ella no
advirtió el orgullo y la admiración en
los ojos de Khardan cuando él la elogió
por su valor y habilidad al salvar a su
gente. Un muro se erguía entre ellos y
ninguno de los dos, al parecer, estaba
dispuesto a escalarlo o era capaz de
hacerlo. Había sido construido a lo
largo de meses. Cada piedra era una
palabra enojada, un comentario
humillante, un momento amargo. La
argamasa que mantenía el muro intacto
era al mismo tiempo de siglos de
antigüedad y de nueva y reciente
mezcla, compuesta de sangre, celos y
orgullo. Qué hacía falta para destruir
aquel muro, ninguno de los dos lo
sabía, aunque uno y otro yacían
despiertos durante las frescas noches
estrelladas, meditando larga y
tenazmente sobre el asunto.
Eso no era todo lo que cada uno se
veía obligado a confrontar dentro de su
propia alma. Ir a la guerra contra el
amir cuando la muerte era segura y los
nómadas tenían todo que ganar y nada
que perder era una cosa. Pero ir a la
guerra cuando sus familias les habían
sido restituidas, cuando los nómadas
tenían tanto que perder y tan poco que
ganar, era una cuestión completamente
distinta. Aun así, Khardan sabía que no
tenía elección. Qannadi no dejaría esa
afrenta sin castigo. El amir debía
mostrar a las ciudades cautivas de Bas
lo que ocurría con aquellos que se
atrevían a desafiarlo. La única duda en
la mente de Khardan era si reunir sus
fuerzas, tomar la iniciativa y atacar la
ciudad mientras se hallaba sumida en
la confusión, o esperar en el desierto,
incrementar sus fuerzas, obligar al
enemigo a ir en su busca y luchar en su
propio campo. Ambos lados del
argumento tenían sus ventajas y
desventajas y fueron causa de la
tristeza y abstracción que pendían
sobre el califa durante toda la
cabalgada de regreso al Tel.
Zohra tenía sus propios problemas.
La repentina capacidad de verse a sí
misma como mujer y enorgullecerse de
ello era, en esta temprana fase,
incómoda e inapropiada para ella.
Razón por la que se mantuvo alejada
de las demás mujeres durante la
cabalgada, aunque ellas no hacían un
secreto del hecho de que ahora la
aceptaban como una más y la habrían
recibido gustosas en su grupo. Algunas
empezaron a comentar que su princesa
no había cambiado después de todo,
pero sus palabras despectivas fueron
tajantemente cortadas por Badia, quien
pensaba que entendía algo de la
enfurecida batalla que tenía lugar
dentro del pecho de su nuera. La lucha
por la comprensión de sí mismo es
como luchar contra un enemigo que
nunca tienes delante sino que ataca
siempre por detrás, un enemigo que
nunca se ve con claridad, que
continuamente se ensaña con cada
debilidad. Sólo los más afortunados
logran vencerlo.
En cuanto a Mateo, cada vez que
cerraba los ojos volvía a ver a la gente
muriéndose a su alrededor. Una y otra
vez se preguntó a sí mismo sin rodeos,
tal como le había preguntado Khardan
cuando el joven brujo había matado a
Meryem, si quería invertir el resultado
y morir en manos de sus enemigos.
Pero él sabía que el recuerdo de
aquellas caras marchitas vistas
confusamente a través de la niebla
permanecería con él hasta la próxima
vida, y que allí tendría que dar cuenta
de ello.
Uno por uno, Mateo había visto
rasgarse, destrozarse y morir en la
arena de aquella árida tierra los bellos
preceptos en los que había creído.
Mateo intentó devolver a la vida a sus
viejas y confortables creencias, pero ni
siquiera pudo evocar los fantasmas de
éstas. Había cambiado tanto desde
aquel muchacho que caminaba por las
boscosas y húmedas tierras de Aranthia
que le pareció haberse desdoblado en
otro ser. Pero lo que realmente lo
asombraba y lo confundía durante las
largas noches en que no tenía otra cosa
que hacer más que pensar y observar
las estrellas, era que recordaba aquel
muchacho con melancolía y tristeza,
pero ya no con arrepentimiento. Quizá
no fuera mejor persona, pero era más
sabio, más reflexivo. Sabía que él era
verdaderamente uno con todos los
demás seres humanos, por diferentes
que fuesen en modos y apariencias, y
encontraba un sentido de bienestar
duradero en este conocimiento.
La única pregunta que le quedaba
era qué le deparaba su futuro. Mateo
empezó a ver próximo el final del
camino por el que viajaba, y supo
dentro de su corazón que pronto se
vería obligado a hacer una elección. El
amir había mencionado naves que
zarpaban hacia el continente de Tirish
Aranth. Podría volver a Aranthia, la
tierra de su nacimiento. En aquel
momento, no tenía idea de cuál sería su
elección.
Los otros miembros de las tres
tribus no se vieron asaltados por tales
preocupaciones. Los tres jeques
cabalgaron juntos al frente de sus
gentes como los mejores amigos, los
más íntimos primos, los más cariñosos
hermanos. En vez de intentar rivalizar
entre sí con insultos, intentaban
superarse a base de adulaciones.
—Fue gracias al valor de los
hranas como nuestras gentes escaparon
de la prisión —dijo Majiid, golpeando
amistosamente a Jaafar en el hombro.
—Pero, sin la fortaleza de los
akares, el valor de los hranas no
habría valido para nada —repuso
Jaafar inclinándose, con cierto
nerviosismo, para dar un tirón del
atuendo de Majiid en señal de respeto.
—Puedo decir con toda seguridad
—añadió Zeid desde lo alto de su veloz
camello— que sin el valor de los
hranas y la fortaleza de los akares, los
aranes estarían, en este momento,
alimentando a los chacales.
Y así continuaron hasta que los
djinn pusieron los ojos en blanco y
Khardan se quedó tan hastiado de
todos ellos que se puso a cabalgar al
final de la fila.
De esta forma los jeques, y
prácticamente todo el resto de las tres
tribus, llegaron a la cresta de una de
las gigantescas dunas que dominaba el
Tel y se detuvieron para mirar hacia
abajo maravillados, profiriendo fuertes
exclamaciones y llamando a su profeta.
Temiendo, irracionalmente, que
Qannadi de alguna forma se le hubiese
adelantado y estuviese en el Tel
aguardando su regreso, Khardan se
lanzó con su caballo a una velocidad
suicida, conduciendo al animal, entre
tumbos y resbalones, hasta la cima de
la duna.
Extendidas ante él en tal número
que el suelo del desierto se asemejaba
ahora a una inmensa ciudad, había
tiendas de todas las formas,
descripciones y tamaños, abarcando
desde las más pequeñas diseñadas para
el descanso de un solo hombre en el
calor del día, hasta las más grandes
que, abarrotadas, se extendían a lo
largo de siete postes. Además, parecía
como si una lluvia inusitada y fuera de
temporada hubiese caído durante el
tiempo en que ellos habían estado
ausentes, pues el oasis aparecía fresco
y exuberante. Las mujeres se reunían
alrededor del pozo, sacando agua en
cantidad abundante. Los niños jugaban
y chapoteaban en las charcas.
Caballos, camellos, burros y cabras,
trabados con ronzal, cojeaban hacia el
agua o deambulaban por el
campamento. En la propia superficie
del Tel, el cactus conocido como la
Rosa del Profeta se veía verde y lozano,
aunque aún no habían aparecido las
flores.
Era evidente que su regreso había
sido esperado, ya que enseguida vieron
a un grupo de jinetes destacarse desde
el campamento y precipitarse
enloquecidamente hacia la duna. En
sus manos llevaban bairaq y no armas.
Khardan descendió junto con los jeques
para encontrarse con ellos en el suelo
del desierto, mientras su gente en la
duna observaba y hacía conjeturas.
—Buscamos a alguien conocido
como el profeta de Akhran —gritó un
hombre vestido con uniforme de soldado
de algún ejército desconocido.
—Me llaman el profeta de Akhran
—repuso Khardan, cabalgando hacia
adelante con el rostro severo y una
mirada furiosa—. ¿Quién eres tú, y
quiénes son aquellos que acampan en
torno al pozo de los akares?
—Todos ellos han venido para
rendirte honores, profeta —explicó el
soldado, inclinando su bandera hacia el
suelo tal como hicieron los que
cabalgaban con él—. ¡Venimos a
cabalgar junto a ti hacia la batalla contra
el amir de Kich!
—Pero ¿de dónde venís? —inquirió
Khardan, tan asombrado que no se
habría sorprendido en absoluto si aquel
hombre le hubiese contestado
sencillamente que habían caído de la
luna.
—De Bastine y Meda, de Ravenchai
y de las Grandes Estepas; de todas las
partes donde el emperador ha puesto el
tacón de su bota en el cuello de los
hombres.
Viendo una cara familiar, Khardan
gesticuló a un anciano sentado sobre un
viejo caballo; ambos, hombre y bestia,
habían sobrevivido a varias
generaciones de descendencia.
—Abdullah, ven aquí.
El aksakal, uno de los ancianos de
la tribu akar, montó su viejo animal
hasta la línea de los jeques. Consciente
de dónde estaba y de a quién llevaba
encima, el caballo mantuvo su cuello
orgullosamente arqueado y levantó sus
reumáticas patas lo más alto posible.
—¿Qué es esto, Abdullah? —
preguntó Khardan al anciano, con
severidad—. Tú estabas a cargo del
lugar durante nuestra ausencia. ¿Por qué
has permitido esto?
—Es tal como dice el hombre, oh
profeta de nuestro señor —respondió el
aksakal, hablando con dignidad—.
Empezaron a llegar casi el mismo día
que marchaste, y ha habido una continua
inundación de ellos desde entonces. Al
principio tuve buen cuidado de
rechazarlos, pero aquella noche cayó
una tormenta tal como nunca la había
visto en esta época del año. El agua
chorreaba de los cielos a mares. Llovió
durante cuatro días y cuatro noches, y
ahora el pozo está lleno, las charcas son
profundas y frescas, el desierto florece,
y aquí hay un ejército a mano. ¿Habría
yo de estar tan loco como para rechazar
las bendiciones de hazrat Akhran en su
propia casa?
—No —repuso Khardan,
preguntándose por qué su corazón estaba
apesadumbrado cuando todas sus cargas
deberían haber estado aligerándose—.
No, hiciste bien, anciano, y te estamos
agradecidos.
—¡Salve, profeta de Akhran! —gritó
el soldado, y el desierto resonó con los
vítores que salieron de las gargantas de
la multitud.
Ayudaron a Khardan a bajar de su
caballo y lo llevaron a hombros con
alborozada ceremonia hasta la tienda
más grande y lujosa del campamento.
Zohra no fue menos honrada, aunque
hubiera preferido salir huyendo. Nada
menos que sobre un burro de color
blanco puro fue conducida a su propia
tienda, difícilmente menos magnífica que
la de Khardan. Allí fue recibida por una
mujer que llevaba costosas sedas y
joyas, y que la agasajó con comidas y
dulces. Usti se hallaba en estado de
éxtasis y se negaba a ser apartado de su
«querida profetisa», por más que ésta
profiriera por lo bajo las más terribles
amenazas.
También a Mateo le fue asignada una
tienda, aunque nadie se ofreció a
llevarlo hasta ella ni se atrevió a tocarlo
en absoluto, pero se quedaron mirándolo
con respetuoso asombro mientras pasaba
en silencio. Los jeques recibieron los
mismos honores que sus hijos, y hasta
Jaafar sorprendió a todos mostrándose
contento por primera vez, tal como
todos, incluida su anciana y enferma
madre, podían atestiguar. Zeid recordó
de repente que era tío de ambos, profeta
y profetisa, aunque nadie comprendía
cómo podía ser esto. Pero todos
buscaban complacidos cualquier excusa
para honrar a quienquiera que fuese, y el
redondo jeque también recibió su parte
en los honores.
Tan pronto como Khardan se hubo
instalado en su tienda y, fatigado, se
disponía a acostarse, la gente empezó a
formar filas fuera de ella solicitando una
audiencia con su profeta. Khardan no
pudo rehusar y, uno por uno, le
presentaron sus problemas, sus
necesidades, sus deseos, sus peticiones,
sus sugerencias, sus regalos, sus
ofrendas, sus hijas, sus buenos deseos y
sus oraciones.
Mientras tanto, en otra tienda, los
jeques y los djinn, llenos de regocijo,
planeaban la guerra.
Capítulo 13
Las conversaciones y celebraciones
duraron hasta muy entrada la noche. El
ruido de gritos, risas de embriaguez y
bailes rugía en un febril barullo que
empujó a Mateo a buscar el silencio y la
soledad de su tienda. Mientras caminaba
a través del atestado campamento con el
estruendo retumbando en sus oídos, se
sorprendió echando de menos los
sonidos de la noche en el desierto, la
incesante y misteriosa canción del
viento; los gruñidos guturales de los
animales nocturnos en sus quehaceres;
las inquietas murmuraciones entre los
caballos al olfatear la proximidad de un
león; las tranquilizadoras promesas de
aquellos que guardaban los rebaños; el
crujido de las copas de las palmeras.
¿Cuántas noches, se preguntó, había
yacido en su tienda escuchando aquellos
ruidos con terror y soledad, y los había
odiado? Ahora anhelaba escucharlos de
nuevo en lugar de aquel alboroto
humano.
De camino hacia la suya, pasó por la
tienda de Zohra y decidió entrar y hablar
con ella. La mujer había estado muy
callada y preocupada a lo largo del
viaje, y él también había estado absorto
en sus propios pensamientos y
divagaciones. No habían hablado más de
un puñado de palabras desde aquella
noche espantosa y triunfante en Kich.
Asomándose al interior de la tienda
abierta, vio a Zohra rodeada de mujeres,
charlando, riendo y profiriendo
exclamaciones sobre los recientes
regalos que seguían llegando: perfumes,
joyas, prendas de seda y lana, pétalos de
rosa azucarados, esclavos y lámparas de
bronce suficientes para iluminar un
palacio. Usti, con su gorda cara
irradiando tanto calor que parecía
posible apagar las lámparas y depender
por completo del djinn, revoloteaba
alrededor de la profetisa, aceptando los
regalos con untuoso agradecimiento,
lanzándoles valorativas miradas y casi
haciendo enloquecer a su ama
susurrándole al oído cuánto valía
realmente cada uno.
Mateo se quedó observando sin ser
visto. La princesa Zohra que él conocía
habría huido de aquella prisión
perfumada, habría cogido su caballo y
galopado lejos de allí, por entre las
dunas movedizas. El joven mago esperó
a ver si esto ocurría. Como tocada por
sus pensamientos, Zohra levantó sus
oscuros ojos y se encontró con los
suyos, y él vio en ellos ese mismo
deseo. Pero también vio resignación,
paciencia impuesta, una rara
autodisciplina. Su asombro debió de
resultar visible, pues un rubor
intensificó el color rosado de las
mejillas de Zohra. Entonces esbozó una
triste sonrisa y se encogió ligeramente
de hombros como diciendo: «¿Qué más
puedo hacer? Soy profetisa de Akhran».
Mateo sonrió a su vez, se inclinó
ante la profetisa y se fue. Y, del mismo
modo que añoraba el viento y su canción
y el rugido del león, añoró también a la
impetuosa e imprevisible princesa.
Fatigado por la larga cabalgada,
Mateo se tumbó agradecido entre sus
cojines. Estaba justamente pensando si
valdría la pena apagar su chirac y
esperar a que el sueño le llegara, cuando
la solapa de la tienda se abrió de
improviso. Una oscura figura, con el
rostro oculto por el haik, se precipitó
dentro de ella y, evitando la luz de la
lámpara, se sumió en las sombras.
Recordando irracionalmente al Paladín
Negro, Mateo se incorporó
sobresaltado. Pero la figura alzó una
mano y, retirándose el paño de la cara,
descubrió sus facciones.
—Soy sólo yo, Khardan —dijo una
voz fatigada.
—Sólo el profeta —respondió
Mateo con una sonrisa suave y burlona.
Khardan gruñó y se dejó caer entre
los cojines. Su hermoso rostro tenía una
expresión preocupada y pensativa;
podían verse oscuras sombras bajo sus
ojos, y la sonrisa de Mateo dio paso a
una verdadera inquietud.
—¿Estás bien? ¿Te duele algo? ¿Tu
herida quizás?
—La herida está cicatrizada —
repuso Khardan—. Hice que me la
atendieran nada más llegar al
campamento. ¿Hace cuánto tiempo de
eso? ¿Una semana? ¡Parece que ha sido
un año, mil años! —Con un suspiro se
recostó y cerró los ojos—. Mi tienda
está repleta de cuentistas y bebedores de
té, de portadores de regalos y supuestos
consejeros, soldados y bailarinas, ¡todos
mirándome embobados como si fuera un
guiso en el cual cada uno pudiera meter
los dedos y llevarse un trozo! Habría
ordenado a Sond que los ahuyentara,
pero el djinn se ha desvanecido,
desaparecido otra vez. Entonces imploré
la llamada de la naturaleza; me he
echado encima estas viejas ropas y me
he venido aquí.
Una voz llamó desde fuera.
—¿El profeta? ¿Habéis visto al
profeta?
Khardan se tapó la cara mientras la
voz, ahora justo a la puerta de la tienda
de Mateo, pedía permiso para entrar.
—Disculpa, marabout, por
perturbar tu descanso. ¿Has visto al
profeta?
—Iba andando en aquella dirección
—respondió Mateo, señalando
directamente a Khardan.
El nómada le dio las gracias
profusamente y cerró la solapa de la
tienda. Pudieron oír sus pies corriendo
hacia el oasis.
—Gracias, Ma-teo —dijo Khardan
empezando a levantarse—. Ese hombre
acaba de recordarme que tú te retirabas
ya a descansar. Estamos en la mitad de
la noche, y te estoy molestando.
—¡No, por favor! —exclamó Mateo
cogiendo el brazo de Khardan—. No
podía dormir, con todo ese ruido. Por
favor quédate.
No hizo falta mucha persuasión para
convencer al califa de que volviera a
sus cojines, aunque esta vez se tumbó de
lado sobre ellos, apoyado sobre un
codo. Sus oscuros ojos, brillantes a la
luz del candil, observaron a Mateo.
—¿Harás algo por mí… si no estás
demasiado cansado? —preguntó
Khardan de pronto.
—Naturalmente, profeta —contestó
Mateo.
Khardan hizo una pausa, frunciendo
el entrecejo. Era obvio que iba a pedirle
algo difícil, y estaba todavía rumiándolo
en su mente, inseguro todavía sobre si
proceder o no. Con el corazón cantando
de alegría, Mateo permaneció en
silencio, temiendo que la canción
pudiera aflorar a sus labios. Por fin
Khardan asintió una vez, para sí mismo.
Parecía que había tomado su decisión.
—¿Puedes usar tu magia para… —
carraspeó para despejarse la garganta—
ver el futuro?
—Sí, profeta.
—¡Llámame Khardan, por favor!
¡Me canso de ese título!
Mateo hizo un gesto de asentimiento.
—Entonces, ¿puedes hacerlo ahora
mismo? —prosiguió Khardan.
—Sí, por supuesto. Con gusto, pro…
Khardan.
A su llegada, Mateo había
desempacado con cuidado y escondido
en un sitio seguro los preciosos objetos
mágicos que había ido adquiriendo a lo
largo de sus viajes. Uno de esos objetos
era un cuenco de madera pulida que
había descubierto en el campamento de
los hranas al pie de las montañas.
Aunque Mateo se había ofrecido a
cambiarlo por una pieza de joyería, el
dueño se había sentido más que contento
de entregárselo como regalo, siguiendo
la costumbre nómada de ofrecer al
huésped alguna cosa que éste haya
admirado en su morada. (Lo cual
llevaba a uno a ser muy prudente con lo
que admiraba).
Mateo sacó el cuenco de su sitio,
debajo de la almohada, manejándolo
amorosamente y deleitándose con el
suave tacto de la madera que era algo
insólito en el desierto. Lo posó sobre el
suelo de la tienda entre él y Khardan,
fingiendo no ver el movimiento
involuntario del califa apartándose de él
ni la tensión de su cuerpo mientras se
forzaba a permanecer donde estaba.
Alcanzando el girba que colgaba
fuera de la tienda para conservar fresca
el agua de beber, Mateo llenó el cuenco.
Del exterior llegó una voz que cantaba
alabanzas al profeta, recitando todos sus
actos heroicos. Mateo bajó la cabeza,
simulando mirar dentro del agua. Pero, a
través de sus pestañas, lanzó una mirada
a Khardan, quien estaba escuchando con
cierto placer y al mismo tiempo, sin
embargo, con una irritación casi
desvalida.
Mateo empezó a hablar.
—Las visiones que veo en el cuenco
no son necesariamente lo que va a pasar.
—Esperando que las ondas del agua se
desvanecieran, el mago hizo la
advertencia habitual tal como venía
prescrito en sus textos—. Indicarán sólo
lo que puede ocurrir si continúas por el
camino por el que andas ahora. Puede
que sea sabio volverse y probar otro
camino. Puede que sea sabio
permanecer en el que uno está. Sul no da
respuestas. En muchos casos, Sul sólo
proporciona más preguntas. Por tu
cuenta corre el reflexionar sobre la
visión y tomar una decisión.
Mirando fijamente el agua, casi
hipnotizado, Khardan asintió en silencio.
Su rostro se había suavizado con el
asombro, el temor y el ansia. Para
ambos, los sonidos de fuera habían
desaparecido. Mateo, podía oír su
propia respiración y el latido demasiado
rápido de su corazón. Arrancando su
mirada de Khardan, la enfocó sobre el
agua y, obligándose a sí mismo a
concentrarse, inició su canto. Tras
repetirlo tres veces, las imágenes
comenzaron a aparecer sobre la lisa
superficie del líquido.
—Veo dos halcones, casi idénticos
en apariencia. Cada halcón vuela a la
cabeza de una inmensa bandada de aves
belicosas. Las bandadas se encuentran y
chocan. Hay una lucha feroz y muchas de
las aves caen heridas o muertas.
Mateo se quedó en silencio un
momento, observando.
—Cuando la batalla termina, uno de
los dos halcones está muerto. El otro se
eleva más y más alto en el cielo hasta
que es coronado con oro. Lleva una
cadena dorada en el cuello, y muchas
son las aves que llegan y vuelan bajo su
mando.
Sentado sobre sus talones, el joven
brujo levantó la cabeza y miró a
Khardan.
—Así es la visión de Sul.
El califa frunció el entrecejo y
gesticuló con disgusto hacia el cuenco
de agua.
—¿De qué sirve esto? —preguntó
sin rodeos—. ¡Eso lo podía haber visto
por mí mismo observando una taza de
qumiz! ¡Habrá una batalla; un lado
vencerá, y el otro perderá!
Suspiró pesadamente, y luego,
pensando que podía haber herido los
sentimientos de Mateo, le lanzó una
mirada de disculpa.
—Lo siento —dijo poniéndole una
mano en el hombro y haciendo una
mueca—, estoy agotado…
—¡Y dolorido! —repuso Mateo—.
Déjame ver tu herida mientras interpreto
esta visión. No está tan claro como tú
crees, Khardan —añadió el joven brujo,
ocultando una sonrisa.
Moviendo la cabeza como
indicación de que estaba dispuesto a
escuchar, aunque era obvio que no
esperaba nada de ello, Khardan se
sometió al delicado tacto de Mateo.
Retirando las ropas del califa, el joven
descubrió la herida, aún sin cicatrizar,
con los bordes mellados e inflamados.
—No te hiciste atender esto —dijo
Mateo con severidad, mojando una tela
en el cuenco de agua—. Túmbate, para
que pueda verlo a la luz.
—No hubo tiempo —replicó
Khardan con impaciencia, pero se
tendió, estirándose boca abajo sobre los
cojines; la expresión de dolor de su
rostro se suavizó con el contacto de la
tela fresca sobre su piel febril—. Las
mujeres estaban agotadas por el uso de
su magia. Ya he tenido heridas otras
veces. Mi carne es limpia y sana
rápidamente.
—Haré lo que pueda por ello, pero
no soy habilidoso en el arte de curar.
Deberías hacer que Zohra te lo mirase…
Khardan se contrajo. Mateo tenía las
manos sobre el tosco vendaje que estaba
ajustando; no estaba tocando la herida,
de modo que no había forma de que
pudiera haberle hecho daño. El joven se
preguntó extrañado a qué se habría
debido la reacción del califa. Entonces
comprendió: no le había tocado la
herida infligida por el acero, sino otra
mucho más cercana al corazón.
Descansando boca abajo, Khardan
miró fijamente hacia adelante. Aunque
no se veía, la tienda de Zohra se hallaba
en la dirección de su severa mirada.
—¿Has estado enamorado alguna
vez, Ma-teo? —fue la siguiente
pregunta, completamente inesperada.
Los delicados dedos interrumpieron
su servicio. Apenas fue un instante hasta
que reanudaron su contacto, pero aquel
instante fue lo bastante largo como para
llamar la atención de Khardan. Éste se
volvió y lanzó a Mateo una aguda e
intensa mirada antes de que el joven
estuviese preparado para recibirla.
En los ojos de Mateo estaba la
verdad.
El joven cerró los ojos; sabía que
era demasiado tarde para ocultar
aquello que estaba allí, pero quiso
evitar la expresión de repugnancia,
enojo y desprecio que sabía iba a
desfigurar la cara de Khardan. O peor
aún, de lástima. Cualquier cosa, hasta el
odio, sería mejor que la lástima.
—Ma-teo… —llegó la voz del
califa, vacilante, insegura.
Una mano le tocó el brazo; Mateo se
apartó de ella de un tirón y agachó la
cabeza, con su rojo pelo cayéndole por
delante de la cara.
—¡No lo digas! —jadeó—. ¡No
digas nada! ¡Tú me odias, lo sé! ¡Sí, te
amo! ¡Te amo desde el momento en que
alzaste la espada sobre mi cabeza y me
rogaste que eligiera la vida, que no me
entregara a la muerte! ¿Cómo podría no
amarte? Tan noble, tan fuerte,
exponiéndote al ridículo por mí… Y
después, en el castillo, ¡estabas en la
agonía, cerca de la muerte, y aun así
pensaste en mí y en mi dolor, que no era
nada comparado con lo que tú sufrías!
El estallido de sus palabras fue
seguido de acongojados sollozos. Su
esbelto cuerpo se dobló con angustia.
Una mano áspera y callosa, pero suave
en aquel momento, se apoyó sobre su
hombro tembloroso.
—Ma-teo —dijo Khardan—, de
todos los costosos regalos que he
recibido esta noche, éste que tú me
ofreces es el más preciado.
Lentamente, lleno de confusión,
Mateo alzó su cara empapada de
lágrimas. Un estremecido sollozo lo
sacudió, pero se lo tragó.
—¿No me odias? Pero tu dios
prohíbe esto…
—Hazrat Akhran no prohíbe el
amor, libremente ofrecido, libremente
aceptado. Si lo hiciera, no sería digno
de la confianza y la fe que ponemos en
él —repuso Khardan con voz ronca y,
suavizando ésta, añadió—: Sobre todo
el amor de un corazón tan valiente y
sabio como el que late dentro de tu
pecho, Ma-teo —y, estrechando al joven
contra sí, Khardan apretó los labios
contra su ardiente frente—. Este amor
me honrará el resto de mis días.
Mateo se inclinó como si recibiera
una bendición. Las manos que sujetaban
la tela mojada temblaban y escondió la
cara entre ellas; unas lágrimas de alivio
y alegría se llevaron el amargo dolor. El
suyo era un amor que nunca podría ser
correspondido, no en la forma con que
él a veces soñaba. Pero era un amor
respetado que le sería correspondido
con confianza, consejos, consuelo,
protección, fuerza y amistad.
Tendiéndose sobre su estómago,
dando al joven la oportunidad de
recomponerse, Khardan dijo con tono
despreocupado:
—Ahora dime, Ma-teo, qué te
parece esa visión.
Capítulo 14
Mateo se enjugó los ojos y tomó una
profunda y temblorosa bocanada de aire,
aliviado de poder cambiar de tema y
agradecido a Khardan por sugerirlo.
—La visión, si recuerdas, era de dos
halcones…
—Mas pájaros —refunfuñó
Khardan.
—… conduciendo dos ejércitos
contrarios —continuó severamente
Mateo con una ligera palmadita
reprobadora en el hombro del califa
para recordarle la seriedad de su tarea.
—Yo y el amir.
—Los dos halcones se parecen
mucho —dijo Mateo, enrollando con
cuidado el vendaje en torno al brazo
herido de su amigo—. Estos halcones
representan a ti y a tu hermano.
—¿Achmed?
Khardan torció la cabeza hacia un
lado con preocupación.
—No te muevas. Sí, Achmed.
—¡Pero él no podría cabalgar a la
cabeza de un ejército! —exclamó
Khardan con un bufido despectivo—. Es
demasiado joven.
—Y sin embargo cabalga, por lo que
he oído, junto al amir, que es la cabeza
del ejercito. Las visiones no son
literales, recuerda. Son lo que ve el
corazón, no los ojos. Si tú combatieses
contra el ejército del amir, tus
pensamientos estarían en el hombre,
Qannadi, que cabalga a la cabeza de sus
tropas. Pero tu corazón estaría con tu
hermano, ¿no es así?
Khardan gruñó y se acomodó sobre
los cojines, descansando la barbilla
sobre sus brazos.
—Ya está —dijo Mateo, ajustando
bien el vendaje—. ¿Te aprieta
demasiado? ¿No? ¿Por dónde
estábamos? Ah, sí. La batalla. Ambos
lados sufren grandes pérdidas. Hay
muchas bajas. Será una guerra costosa y
sangrienta —agregó con creciente
vacilación en su voz—. Uno de los dos
halcones muere…
—¿Sí? —persistió Khardan aunque
yacía inmóvil.
—El superviviente se convierte en
un gran héroe. Se elevará con las alas de
las águilas. Toda suerte de gente se
pondrá bajo su estandarte y él desafiará
al emperador de Tara-kan y, al final,
saldrá victorioso. Llevará una corona de
oro y una cadena de oro colgará de su
cuello.
—Así que —dijo Khardan y,
olvidándose de su herida, se encogió de
hombros, lo que le provocó una mueca
de dolor— el vencedor se convierte en
héroe.
—Yo no he dicho el «vencedor» —
puntualizó Mateo—. He dicho el
«superviviente».
La mente de Khardan tardó algunos
momentos en asimilar la verdad.
Lentamente, con sus movimientos
impedidos por la rigidez del vendaje, se
sentó y se colocó de cara al joven brujo,
quien estaba observándolo con
expresión grave y preocupada.
—Lo que estás diciendo, Ma-teo, es
que, si mi hermano y yo nos enfrentamos
en combate, uno de los dos morirá.
—Sí, así lo indica la visión.
—¿Y el otro se convierte en…
emperador? —preguntó Khardan
mirándolo sombríamente, con
incredulidad.
—No enseguida, por supuesto.
Tengo la impresión de que habrán de
pasar muchos, muchos años antes de que
eso suceda. Pero sí, aquel que viva
terminará elevándose a una posición de
gran poder y riqueza y, también, de
tremenda responsabilidad. Recuerda que
el halcón lleva, no sólo la corona, sino
también la cadena de oro.
Los pensamientos de Khardan se
fueron hacia afuera de la tienda, a su
gente y todos aquellos que habían
acudido hasta él. Sólo ahora, cuando la
noche había pasado ya su plenitud y se
aproximaba la mañana, estaban
empezando a pensar en retirarse a sus
camas. Con el amanecer, el profeta de
Akhran habría de hacer frente todavía a
una nueva fila de hombres y mujeres que
acudirían a él con sus pequeños y
grandes problemas, sus necesidades y
sus deseos, sus esperanzas y sus miedos.
—Tal vez él pueda ayudarlos —dijo
Khardan, hablando con un orgullo tímido
y reacio—. Tal vez, pese a no ser sabio
ni instruido, él haya sido elegido para
ayudarlos y no pueda rechazar con
ligereza lo que le ha sido otorgado.
—Es decisión suya, únicamente —
contestó Mateo—. Me gustaría poder ser
de más ayuda —añadió con tristeza.
Khardan lo miró y sonrió.
—Lo has sido, Ma-teo. Él sólo
desearía ser tan sabio como tú; entonces
sabría si está haciendo lo que debe.
El califa se levantó y se dispuso a
salir, enrollándose los pliegues de la
prenda de cabeza alrededor de la cara
para poder moverse por el campamento
sin ser abordado por la multitud.
—Quizá, tú que eres tan sabio,
podrías responderme a una cosa más —
agregó, deteniéndose en la entrada.
—Yo no sé si soy sabio o no, pero
intento siempre ayudarte, Khardan.
—Auda ibn Jad era cruel, malvado.
Arrojaba a gente inofensiva a los
monstruos. Cometía asesinatos y cosas
peores en nombre de su dios.
Mateo no pudo evitar un escalofrío.
—Y, sin embargo, nuestros dioses
nos unieron. Auda salvó nuestras vidas;
sin él habríamos perecido en el Yunque
del Sol. Luego me salvó la vida
entregando la suya en el templo de Quar.
Yo lamento su muerte, Ma-teo. Me duele
que se haya ido. Y, sin embargo, sé que
el mundo es mejor con su muerte. ¿Tú
entiendes algo de todo esto?
Khardan parecía verdaderamente
desconcertado, necesitado de una
respuesta.
Mateo guardó silencio unos
momentos antes de responder.
—Yo no entiendo los designios de
los dioses. Ningún humano los entiende.
No sé por qué hay mal en el mundo ni
por qué se hace sufrir a los inocentes.
Sólo sé que una manta cuyos hilos
corren en una sola dirección no nos es
de mucha utilidad como manta, ¿o si,
califa?
—No —repuso Khardan, pensativo
—. No, tienes razón —añadió apretando
el hombro del joven—. Duerme bien,
Ma-teo. Que Akhran… No. ¿Cuál es el
nombre de tu dios?
—Promenthas.
—Que Promenthas sea contigo esta
noche.
—Y Akhran contigo —dijo Mateo.
Y vio al califa salir con sigilo de la
tienda y deslizarse entre su propia gente
con más cuidado y precaución de lo que
jamás se había tomado al adentrarse
furtivamente en un campamento enemigo.
Después de comprobar que Khardan
alcanzaba a salvo su tienda y ver a
varias jóvenes bailarinas salir
ahuyentadas de ella, Mateo regresó
sonriendo a su lecho.
El joven estaba en paz. Había
tomado su decisión.
Cerrando los ojos, arrullado por el
sonido del viento que cantaba en el
cordaje de su tienda, Mateo se durmió.
Capítulo 15
Pese a haber pasado toda la noche
cavilando en la visión que Mateo había
desplegado ante él, Khardan no fue
capaz de tomar una decisión. De modo
que fue su gente la que, al fin, arrastró al
califa hacia el remolino de la guerra.
Los jeques fueron los primeros en
entrar en la tienda del fatigado y ojeroso
profeta, medio atontado por el dolor, la
preocupación y la falta de sueño. Antes
de que Khardan pudiera abrir la boca,
los jeques presentaron su plan de batalla
en el que, por una vez, estaban de
acuerdo todos los asistentes. Hecho
esto, se sentaron en espera de su
entusiasmada aprobación.
Khardan no tuvo más remedio que
admitir que el plan era viable. Los
informes que llegaban junto con un
interminable caudal de refugiados,
rebeldes y aventureros indicaban que las
fuerzas del amir se habían visto
considerablemente reducidas por la
niebla mágica que había barrido la
ciudad de Kich. Los soldados que
habían sobrevivido estaban ocupados en
la reconstrucción de las puertas y otras
fortificaciones dañadas. Además de
esto, tuvieron que aplacar una revuelta
inmediata en la ciudad cuando
comenzaron los rumores de que los
nómadas amenazaban con derramar la
mortífera niebla sobre sus habitantes a
menos que Kich se rindiera.
Los jeques insinuaron que volver a
invocar la niebla podría ser una
razonable sugerencia, a lo que Khardan
respondió con la pregunta de si se
proponían enviar a sus mujeres a la
batalla delante de ellos.
—¡Bah! ¡Tienes razón! —declaró
Majiid—. Una idea estúpida. Fue suya
—agregó con un gesto despectivo hacia
Jaafar.
—¿Mía? —Jaafar se puso en pie de
un salto—. ¿Sabes…?
—¡Basta! —ordenó Khardan con un
bostezo reprimido—. Continuad.
Según los informes, Qannadi había
enviado mensajeros a las ciudades
sureñas en busca de refuerzos, pero
pasarían muchas semanas hasta que
éstos pudiesen llegar. Una rápida y
mortífera incursión a Kich y el profeta
podría apoderarse de la ciudad y
utilizarla luego como punta de lanza
para dirigir nuevos ataques que
arrojarían al enemigo fuera de las tierras
de Bas.
El plan siguió diseñándose solo en
la mente de Khardan, aunque los jeques
nunca se enteraron. Sería fácil
adueñarse de Bas. Bajo su hábil guía y
dirección, la gente se levantaría contra
las tropas del emperador. Con Bas y
toda su fortuna a su disposición,
Khardan podría cortar la ruta comercial
con Khandar y acrecentar su poder.
Dejando a Khandar morirse de hambre,
marcharía hacia el norte y liberaría el
pueblo oprimido de Ravenchai de los
mercaderes de esclavos que saqueaban
sus tierras. Se aliaría con los fuertes
habitantes de las Grandes Estepas. El
propio Señor de los Paladines Negros
accedería sin duda a añadir sus propias
fuerzas a la batalla.
Entonces, cuando fuese fuerte,
atacaría al emperador.
«Sí», admitió para sí Khardan casi
de mala gana, «podría hacerse».a visión
de Mateo no era tan fantasiosa y alocada
como le había parecido al califa en las
tempranas horas del amanecer. Podía
hacerse realidad. El podría ser
emperador de Sardish Jardan, si
quisiera. Viviría en un magnífico palacio
de esplendores que apenas si podía
comenzar a imaginarse. Las mujeres más
hermosas del mundo serían suyas. Sus
hijos e hijas se contarían por cientos.
Ningún lujo sería demasiado bueno para
él. Frutos raros y exóticos se pudrirían
sobre su mesa. Agua…, habría agua para
malgastar y despilfarrar. En cuanto a sus
caballos, el mundo entero se pelearía
por comprarlos, ya que él podría
permitirse la más magnífica estirpe y
criarla en exuberantes prados y pasarse
todo el día, si le apetecía, supervisando
personalmente su amaestramiento.
Aunque no, no todo el día. Habría
audiencias, y correspondencia con otros
gobernantes y con sus líderes militares.
Tendría que aprender a leer, suponía, ya
que no iba a confiar en ninguna otra
persona la interpretación de la
correspondencia. Haría enemigos…,
poderosos enemigos. Tendría catadores
de comida, ya que no se atrevería a
comer ni beber nada que antes no
hubiese sido probado por algún pobre
miserable, por miedo de que estuviese
envenenado. Tendría también guardias
personales vigilando cada uno de sus
pasos.
También haría amigos, naturalmente;
pero, en cierto sentido, éstos serían
peores que sus enemigos. Cortesanos
que lo adularían, wazires que urdirían
intrigas para él, nobles que declararían
pomposamente su gran amor por él. Y
todos ellos preparados para caer sobre
él y abrirle la garganta al menor signo
de debilidad. Sus propios hijos, tal vez,
creciendo para conspirar en su caída;
sus hijas, regaladas como cualquier otro
objeto precioso para ganarse el favor de
algún hombre poderoso.
Zohra. La veía como primera esposa
de un serrallo pululante de mujeres, la
mayoría de cuyos nombres no sería
capaz de recordar. La veía hacerse cada
vez más fuerte en su magia, y sabía que
esto le aportaría también gran poder. Y
después estaba Mateo: sabio consejero,
siempre cerca, siempre ayudándolo y,
sin embargo, sin hacerse sentir nunca
como un intruso. Éstas serían dos
personas cercanas a él en las que podría
confiar. Probablemente las dos únicas.
Un sonido retumbante interrumpió
sus ensueños. Parpadeando, levantó
unos ojos que le ardían de fatiga y vio a
su padre mirándolo con severidad.
—¿Y bien? —preguntó Majiid—.
¿Cabalgamos esta noche hacia Kich? ¿O
vas a volver a tu cama y a tus muchachas
danzarinas?
Por su maliciosa sonrisa, era
evidente lo que suponía que había
estado haciendo su hijo por la noche.
Khardan no respondió de inmediato.
Ahora estaba viendo en su mente, no el
glorioso palacio, ni los cientos de
esposas ni las incalculables riquezas;
estaba viendo a su hermanastro menor,
vestido con la armadura de un hombre,
con cara de hombre y brazo luchador de
hombre, acurrucado en una calle inmersa
en niebla, susurrando el nombre de su
madre con una voz ahogada por las
lágrimas.
No habría forma de evitarlo.
Achmed había elegido su destino, lo
mismo que Khardan había elegido el
suyo.
—Cabalgamos hacia la batalla —
dijo con dura resolución.
Una semana más tarde, el día
despuntaba sobre Kich. La luz del sol no
había hecho más que extender un
luminoso manto de rojo sangre sobre el
horizonte cuando el grito de un vigía de
la torre hizo salir corriendo al capitán a
comprobar por sí mismo lo que ocurría.
Al instante se envió un mensajero al
amir quien, habiendo ya mirado por la
ventana y visto lo que se venía, no tenía
necesidad de él.
Sus órdenes ya habían sido dadas.
Abajo, en la Kasbah, había un febril
ajetreo: las tropas se estaban
preparando. El pánico se propagó
rápidamente por la ciudad, pero
Qannadi tenía esto también tan
controlado como podía; hombres,
mujeres y muchachos jóvenes se
armaban y preparaban para combatir a
la horda invasora.
—Haz venir a Achmed —dijo
Qannadi a Hasid, y el anciano soldado
salió a llevar a cabo su recado sin la
menor objeción ni comentario.
Abul Qasim Qannadi se acercó hasta
la ventana, la misma tras la cual estaba
sentado la noche en que murió Feisal, y
dirigió su mirada hacia las bajas colinas
a través de la llanura. Una línea de
hombres, unos montados en rápidos e
intrépidos caballos del desierto y otros
en zancudos y veloces camellos, se
extendía sobre las cimas de las colinas.
Todavía no habían iniciado el avance;
esperaban pacientemente la orden de su
profeta para descender sobre la ciudad
de Kich y pasar por la espada a sus
habitantes. Su número era inmenso, y sus
estandartes tribales, junto con los
estandartes de otras tribus aliadas,
formaban como, un tupido bosque.
Frotándose su barba cana, Qannadi
miró escrutadoramente hacia la más alta
cima. No podía verlo; no desde aquella
distancia. Pero tenía la intuición de que
estaba allí, y fue hacia aquella colina
hacia donde dirigió sus palabras.
—Has aprendido mucho, nómada,
pero no lo suficiente. Arroja tu cabeza
contra este sólido muro. Únicamente
terminarás con el cráneo partido a pesar
de todos tus esfuerzos. Yo puedo resistir
aquí durante días, un mes si es
necesario. Para entonces, mis tropas del
sur estarán aquí y, si es qué queda
alguno de tus hombres, suponiendo que
no se hayan aburrido antes de estar allí
sentados intercambiando insultos y
alguna flecha de vez en cuando con el
enemigo apostado sobre las murallas, yo
os atraparé entre esta muralla y mis
tropas de avance y os aplastaré como a
una almendra.
Satisfecho con sus observaciones y
repasando mentalmente sus planes con
rapidez, el amir se volvió hacia su mesa
de trabajo. Por supuesto, siempre existía
la posibilidad de que la primera batida
de los nómadas cayera sobre ellos como
el agua de mar al romper contra la
orilla, barriendo toda defensa y
arrastrando a las hordas invasoras
dentro de las murallas de la ciudad,
donde Qannadi y su gente serían
cortados en pedazos para alimentar a los
buitres. El amir había previsto también
esta eventualidad.
—Me has mandado llamar, señor —
dijo una voz clara.
Qannadi asintió con la cabeza,
volvió a tomar asiento e hizo ademán dé
meter varios pedazos de pergamino
plegados y sellados en una bolsa de
cuero.
—Quiero, Achmed, que partas con
estos despachos para Khandar. Son para
el emperador y el comandante en jefe.
Sin duda encontrarás a ambos en el
palacio, haciendo planes para atacar
Tirish Aranth. Aquí tienes un pase. Será
mejor que salgas ahora, antes de que los
nómadas corten las carreteras.
El amir hablaba con voz tranquila y
uniforme, y no levantó los ojos de su
trabajo hasta que todo estuvo preparado.
Entonces se dispuso a entregar el
paquete a Achmed.
El rostro del joven estaba pálido y
sus ojos marrones habían adquirido un
color gris ceniciento a la tenue luz del
alba.
—¿Por qué me mandas lejos ahora?
—preguntó Achmed a través de unos
labios rígidos y exangües—. ¿Temes
acaso que pueda traicionarte?
—¡Querido muchacho! —exclamó
Qannadi poniéndose en pie y, soltando
el paquete sobre la mesa, agarró la
temblorosa mano con blancos nudillos
que se aferraba a la empuñadura de su
espada—. ¿Cómo puedes preguntarme
una cosa así?
—¿Cómo puedes tú pedirme
semejante cosa a mí? —respondió
Achmed—. ¡Enviarme lejos como a un
niño cuando amenaza el peligro!
—La lucha es contra tu propia gente,
hijo mío —contestó Qannadi en voz baja
—. Dicen que Sul envía demonios
contra quienes derraman la sangre de sus
allegados. Yo no sé si eso es verdad,
pero he conocido a hombres que
mataron a aquellos que amaban y, bien
que los demonios procediesen de fuera o
bien de dentro de sí mismos, los vi
atormentados hasta el día de su muerte.
El único propósito de mi mente era
eximirte de esto. ¡Piénsalo bien, hijo
mío! ¡Es a tu padre y a tu hermano a
quienes te enfrentarás en combate el día
de hoy!
Achmed cogió la mano del amir y la
agarró, con fuerza.
—Es al lado de mi padre donde yo
voy a cabalgar hacia la batalla en este
mismo día —declaró con firmeza—. El
único padre que conozco y he conocido
jamás.
Qannadi sonrió y, por un momento,
se quedó sin habla. Su mano acarició el
oscuro y rizado pelo del muchacho hasta
que, por fin, recobró la voz.
—Si estás decidido a ello…
—Lo estoy —interrumpió
rotundamente Achmed.
—… entonces pongo a tu cargo el
mando de la caballería. Tú conoces a tu
hermano, sabes cómo piensa él y cómo
lucha tu gente. Mi joven general —dijo
el amir con un tono de burla cariñosa,
mirando a Achmed con embelesado
orgullo—, anoche tuve un extraño sueño.
¿Quieres que te lo cuente?
El joven asintió. Ambos hombres
permanecían alertas a los sonidos del
exterior, sonidos que les advertirían del
avance del enemigo. Pero, hasta el
momento, no se oía nada. Khardan debía
de estar esperando a que el sol se
elevara bien alto y luminoso.
—He soñado que encontraba un
halcón joven y a medio crecer que había
quedado atrapado en un cepo. Yo lo
liberaba y amaestraba, y él se convertía
en el ave más valiosa de mi posesión.
Su valor sobrepasaba toda medida y yo
estaba más orgulloso de él que de
ciertos otros halcones que había criado
desde la infancia. Una y otra vez, este
halcón volaba desde mi muñeca y se
elevaba a gran altura por el cielo; y, sin
embargo, siempre regresaba a mí, y yo
me sentía orgulloso de darle la
bienvenida. Pero llegó un día en que el
halcón regresó y la muñeca que conocía
estaba rígida y fría…
Achmed asió la mano de Qannadi e
hizo intención de hablar, pero el amir le
ordenó silencio y continuó resueltamente
con su relato.
—El halcón extendió sus alas y se
elevó por los aires. Voló más y más alto
cada vez, alcanzando alturas que jamás
había imaginado. Yo miré hacia arriba y
vi el halo dorado del sol tocando su
cabeza, y, contento, cerré los ojos. Me
gustaría mucho poder ver tu futuro, mi
halcón —prosiguió Qannadi con dulzura
—, pero algo me dice que no va a poder
ser. Si no es esta batalla, otra me
reclamará pronto.
«O la daga del asesino», pensó
Qannadi. Entre el sacerdocio de Quar
los había quienes, por no mencionar a
Yamina, su propia esposa, lo culpaban
por la muerte de Feisal. Pero todo esto
se lo guardó cuidadosamente para sí.
—Recuerda siempre que estoy
orgulloso de ti y, desde este mismo
momento, te nombro mi hijo y heredero.
Achmed lo miró boquiabierto y,
sacudiendo la cabeza, balbuceó alguna
incoherente protesta.
—Mi decisión es firme —dijo
Qannadi, y señaló la cartera de cuero—.
Todo está ahí, mi voluntad y testamento,
firmados según la forma de rigor, todo
legal y correcto. Naturalmente —añadió
con una irónica sonrisa—, los
encantadores hijos de mi propia carne, o
al menos eso es lo que mis esposas
aseguran que son, se sentarán sobre sus
patas traseras y aullarán, y después
harán todo lo que puedan por hincarte
los dientes. ¡No dejes que eso te
detenga! Con el imán fuera de tu camino,
creo que podrás manejarlos bien a ellos
y a sus madres. ¡Mantenlos a raya y
recuerda siempre que tienes mi
bendición, muchacho!
—Lo haré, señor —murmuró
Achmed medio aturdido, sin llegar a
comprender completamente el privilegio
que le estaba siendo otorgado.
—Enviaremos a Hasid a depositar
mi voluntad en el templo de Khandar. Él
es el único a quien puedo confiar
esto…, mi vida. Por supuesto, se
mantendrá en secreto. Mi fortuna es
considerable y vale la pena el costo de
una vasija de vino envenenado. Ya sé
que a ti no te importan nada el oro y las
tierras ahora. Pero te importarán. Algún
día encontrarás una utilidad en todo ello.
Levantándose de su mesa, Qannadi
recogió su yelmo y la cartera de cuero.
Achmed lo ayudó a ponerse el talabarte.
Con el brazo en torno a los hombros del
joven soldado, el amir caminó con él
hacia la puerta.
—Y ahora será mejor que nos
preparemos para enfrentarnos a ese que
se hace llamar profeta de un dios
Errante y Andrajoso. Debo admitir, hijo,
que algunas veces echo en falta al imán.
Podría ser muy instructivo saber qué es
lo que se está cociendo en el cielo en
este momento.
EL LIBRO DE SUL
Capítulo 1
Las cosas no iban del todo bien en el
cielo.
Una vez más los Uno y Veinte habían
sido convocados. Una vez más se
reunieron en la cima de la montaña, en
el fondo del mundo. Una vez más, cada
uno de ellos se irguió firmemente sobre
su propia faceta de la Gema de Sul
mirando a los otros desde la seguridad y
suficiencia de su propio y familiar
entorno.
Promenthas se erguía en su gran
catedral con sus ángeles y arcángeles,
querubines y serafines congregados en
torno a él. El dios tenía un aspecto
particularmente feroz, con las cejas
erguidas y los labios tan estirados que
su habitual sonrisa se perdía en la nívea
barba que caía sobre su sotana. Los
ángeles estaban tensos, murmurando y
susurrando entre sí, excepto un ángel
guardián que se sentaba solo en la
galería del coro. Parecía nervioso y
abstraído y no dejaba de tirar de las
plumas de sus alas como si, aun
sabiendo que debía estar allí, ansiara
volar a alguna otra parte. Se rumoreaba
entre los serafines, y después fue
confirmado por los querubines, que el
protegido de este joven ángel se hallaba
envuelto en el gran conflicto que estaba
teniendo lugar entre los humanos y cuyo
resultado quedaría probablemente
determinado por aquel encuentro entre
los dioses.
Uevin se hallaba presente, al parecer
sin temor ya a abandonar su maravilloso
palacio. Evren y Zhakrin llegaron
también y se irguieron en extremos
opuestos de la Gema, mirándose el uno
al otro con recelo y, aunque de mala
gana, con respeto mutuo.
Reunidos los dioses, se iniciaron las
conversaciones, y sus palabras fueron
palabras de preocupación y
desasosiego, pues la Gema estaba
todavía desequilibrada, balanceándose
caóticamente a través del universo; y,
aunque el equilibrio se había ladeado en
otra dirección, la balanza seguía
hallándose en un estado peligroso e
insano. Sin embargo, los dioses no
sabían muy bien cómo corregirla.
Cuando llegó Quar, casi todos
estaban reunidos; la excepción, como de
costumbre, era Akhran el Errante y
muchos vieron en dicha excepción un
siniestro presagio. El dios Quar siempre
había parecido frágil y delicado.
Muchos notaron ahora que aquella
delicadeza se había convertido en
macilenta delgadez; su piel aceitunada
tenía una palidez enfermiza entre
amarilla y cetrina, y sus ojos de
almendra se movían rápidamente de aquí
para allá con mal escondido temor.
Esta vez, Quar no se apareció a sus
colegas en su jardín de recreo, sino que
entró con servil mansedumbre y
humildad en las moradas de los otros
dioses. Aquellos que habían
vislumbrado la residencia del dios
vieron que el exuberante follaje de su
jardín parecía haber sufrido una sequía.
Las hojas de los naranjos se estaban
secando, las fragantes gardenias,
excepto algunas de las más fuertes, se
marchitaban y morían. No manaba agua
de las fuentes y los estanques estaban
cubiertos de espuma. Las gacelas
vagaban sin rumbo por alrededor,
jadeando de sed. Aquí y allá se escondía
un famélico inmortal espiando desde los
resecos árboles y temblando de miedo
cada vez que alguien pronunciaba el
temible nombre de Pukah (como lo hacía
Quar, con una maldición, alrededor de
veinte veces por día inmortal).
—¡Promenthas, mi querido amigo y
aliado —dijo Quar con tono afectuoso
avanzando hacia el dios por el pasillo
de la catedral y, al mismo tiempo,
dirigiendo algunas palabras a cada uno
de los demás dioses—, a ti vengo en
estos días de extremo peligro! ¡El Cielo
está completamente trastocado! ¡El
mundo, allá abajo, se tambalea al borde
del desastre! Ya va siendo hora de echar
a un lado pequeñas diferencias y unirse
contra la amenaza que se nos viene
encima.
Era tan interesante e inusitado el
espectáculo de ver a Quar entrando con
adulaciones y agasajos en el dominio de
cada dios que Benario vaciló unos
instantes antes de tratar de apoderarse
de una esmeralda de la diosa Hurishta y
perdió para siempre su oportunidad.
Kharmani, por unos momentos, dejó de
contar su dinero y levantó una lánguida
mirada.
—Yo creía que eras tú la amenaza
que se avecinaba —comentó el dios de
la Riqueza a Quar con despreocupación.
Las oscilaciones de la Gema nunca
habían molestado a Kharmani, ya que la
guerra significaba dinero, para algunos
al menos.
Una risa nerviosa entre los ángeles
más jóvenes saludó esta observación,
pero enseguida fue reprimida por los
más ancianos querubines cuyos rostros
graves reflejaban la profunda
preocupación que había en los ojos de
su dios. Quar enrojeció de ira, pero se
mordió la lengua casi hasta sangrar y
habló con el tono de un inocente
injuriado.
—Yo sólo intenté traer orden al caos
reinante, ¡pero vosotros no lo
comprendisteis y os dejasteis engañar
por ese bandido del desierto! ¡Ahora sus
hordas están dispuestas para atacar!
¡Jihad! ¡Eso es lo que Akhran el
Errante, ahora llamado Akhran el
Terrible, está preparando para todos
vosotros! ¡Jihad! ¡Guerra Santa!
—Sí, Quar —repuso Promenthas con
sequedad—. Ya sabemos lo que esa
palabra significa. Recordamos bien
haberla oído anteriormente de tus labios,
aunque tal vez en otro contexto.
Mirando con detenimiento a cada
dios, uno por uno, y viendo sus
expresiones hostiles o, cuando menos,
en algunos casos, indiferentes, Quar se
desprendió de su endulzada fachada. Sus
labios se desencajaron en un rugido.
—¡Sí, yo os habría gobernado…,
estúpidos! ¡Pero mi mandato en los
cielos y en el mundo inferior habría sido
un mandato legal…!
—Según tus leyes —murmuró
Promenthas.
—Justo…
—Tu justicia.
—Traté de liberar al mundo de los
extremos, de llevar paz allí donde se
derramaba sangre. Pero, en vuestro
orgullo y vuestra soberbia, os negasteis
a considerar lo que habría sido mejor
para muchos y os preocupasteis tan sólo
de vosotros mismos. Y ahora pagaréis
por ello —prosiguió Quar con vengativa
satisfacción—. Ahora vendrá a gobernar
uno que no tiene ley ninguna, ni siquiera
la suya propia. Anarquía, derramamiento
de sangre, guerra entablada por
diversión…, ¡esto es lo que habéis
traído sobre vosotros mismos! ¡La Gema
de Sul se desmoronará y se derrumbará
de su sitio en medio del universo, y
todos, los de aquí arriba y los de allá
abajo, estaremos condenados!
—¡Mirad!
Oyendo un sonido tras él, Quar se
volvió aterrorizado y apuntó con un
dedo tembloroso.
—¡Mirad…, ahí viene! ¡Y la
tormenta lo sigue!
Galopando a través de las dunas se
acercaba Akhran, a lomos de un corcel
tan luminoso como la luz de la luna y de
cuya crin se desprendía, a su paso, un
reguero de polvo de estrellas. Sus
negros hábitos se agitaban en torno a él;
las plumas del elaborado tocado de su
caballo brillaban con un intenso rojo
sanguíneo. El dios iba flanqueado por
tres altos y musculosos djinn. Con sus
fuertes brazos, adornados de brazaletes
de oro, cruzados en actitud severa por
delante de su pecho, éstos miraban
desde arriba a los dioses, con rostros
duros y amenazadores.
Akhran el Errante guió su corcel
hasta el lugar de reunión de los dioses, y
tan poderoso se había vuelto y tan
imponente era su presencia que a los
otros dioses les dio la impresión de que
sus dominios iban a ser barridos por
aquel viento del sur llamado siroco y
que pronto se verían errando perdidos e
indefensos en un desierto inmenso y
vacío.
Deteniendo su caballo con tanta
brusquedad que hizo que el animal se
irguiera sobre sus patas traseras y
lanzara un sonoro y triunfante relincho,
Akhran se deslizó con gran habilidad de
su silla. El haik le cubría la boca y la
nariz, pero los ojos del dios brillaban
como relámpagos y no veían ni
prestaban atención a nadie más que a
Quar. Lentamente y con determinación,
Akhran el Errante caminó a grandes
pasos sobre la arena, con la mirada fija
en el acobardado dios de ojos
almendrados. Poniendo la mano en la
empuñadura de su cimitarra, el dios
Errante sacó el arma de su adornada
funda. Soles, lunas, planetas: todos se
reflejaron en la brillante hoja de plata
que resplandeció con una luz sagrada.
—¡Ahí está! —jadeó Quar,
humedeciéndose los labios y dirigiendo
una provocadora mirada a sus colegas
—. ¿Qué os he dicho? ¡Se propone
asesinarme, igual que sus malditos
seguidores hicieron con mi sacerdote! Y
vosotros —dijo, mirando
amenazadoramente a los otros dioses—,
¡vosotros seréis los siguientes en sentir
la hoja de su espada en vuestra garganta!
Si Quar no hubiese estado sumido en
tal frenesí de terror, habría apreciado
con suprema satisfacción el miedo y
preocupación crecientes en los ojos de
Promenthas, el terror volviendo de
nuevo a los ojos de Uevin y el ansioso
centelleo en los ojos de Benario. Pero
Quar andaba tropezando aquí y allá,
intentando escapar a la ira de Akhran, y
no se dio cuenta de nada. Pero no había
adónde ir. Retrocedió más y más hasta
llegar al borde de un pozo profundo y
oscuro. Estaba atrapado. No podía ir
más lejos sin caer en el Abismo de Sul.
Escupiendo débiles maldiciones y
enseñando sus diminutos dientes como
una rata atrapada por el león, Quar se
acurrucó a los pies de Akhran y lo miró
con ojos llameantes de odio.
Adelantándose hasta situarse delante
del encogido y lloriqueante dios, Akhran
levantó sobre la cabeza de Quar la
espada que brillaba con la luz de la
eternidad. La sostuvo en posición por un
instante, durante el cual, tanto en la
tierra como en el cielo, el tiempo se
detuvo. Y luego, con toda su fuerza y
poder, Akhran el Errante hizo descender
la afilada hoja con un silbido.
Quar gritó.
Promenthas apartó los ojos.
El ángel, en el coro, enterró la
cabeza entre las manos.
Y, entonces, Akhran comenzó a reír;
una risa bronca y explosiva que retumbó
como un trueno a través de los cielos y
la tierra.
Ileso, indemne, de una pieza, Quar
permaneció contraído delante de él. La
hoja de la cimitarra no había tocado su
cabeza por el grosor de un pelo partido
en dos. El arma se clavó de punta en la
arena entre sus embabuchados y
temblorosos pies.
Mientras aún resonaban sus
carcajadas por todo el universo, Akhran
volvió su espalda a los otros dioses y
silbó a su corcel. Poniéndose de un salto
sobre la silla y regalándose con una
última mirada divertida al tembloroso y
acoquinado Quar, el Errante hizo saltar a
su caballo hacia el oscuro cielo
nocturno y se alejó entre las estrellas.
Suspirando con un inmenso alivio,
los dioses se dispersaron uno por uno y
volvieron cada uno a su propia faceta de
Sul, a sus eternas disputas y discusiones
acerca de la Verdad. El último en partir
fue Quar, quien regresó cabizbajo a su
arruinado jardín donde, notando que
algunas de sus plantas continuaban
floreciendo, se sentó sobre un banco de
mármol rajado y tramó su venganza.
Mandando a los querubines,
serafines y el resto de sus sirvientes de
vuelta a sus abandonadas tareas,
Promenthas ascendió la estrecha
escalera de caracol que conducía hasta
la galería del coro donde se sentaba el
ángel con la cabeza escondida, sin
atreverse a mirar.
—Hija mía —dijo con tono amable
Promenthas—, todo ha terminado.
—¿Sí? —Y lo miró, temblorosa y
esperanzada.
—Sí. Y aquí hay alguien que quiere
hablar contigo, querida.
Levantando los ojos, Asrial vio
aproximarse a dos altos y apuestos
djinn, vestidos con ricas sedas y joyas.
Al lado de uno de ellos, con su pequeña
y blanca mano agarrada fuertemente a la
de él, caminaba una hermosa djinniyeh.
—Asrial —dijo Sond con una
inclinación desde la cintura—. Sabemos
que nunca podremos ocupar el lugar de
Pukah en tu corazón, pero sería para
nosotros un honor si vinieses a habitar
entre nosotros allá abajo en el mundo de
los humanos, y arriba, en nuestro plano
inmortal.
—¿Lo dices de verdad? —preguntó
Asrial mirándolos con sorpresa—.
¿Puedo quedarme con vosotros y estar
cerca… cerca de… Pukah?
—Para toda la eternidad —contestó
Nedjma con lágrimas en los ojos y
cogiéndose aún con más fuerza de la
mano de Sond.
—¿Quién sabe? —añadió Fedj con
una sonrisa—. Puede que algún día
encontremos una forma de liberar a es…
—iba a decir «esa pequeña calamidad»
pero, considerando las circunstancias,
pensó que sería mejor cambiarlo
magnánimamente—… ese gran héroe.
Los ansiosos ojos de Asrial se
fueron suplicantes hacia Promenthas.
—Ve y lleva contigo mi bendición…
para ti y para el humano a quien tan
valientemente has protegido y
defendido. Creo que ya puedes relajar tu
vigilancia sobre Mateo, pues, si no ando
muy equivocado, pronto será compartida
con otros.
—¡Gracias, padre!
Asrial inclinó la cabeza, recibió la
bendición de Promenthas y, dando
tímidamente la mano a Nedjma, se
adentró en el desierto en compañía de la
djinniyeh y de los dos djinn.
Capítulo 2
En lo alto de una cadena de colinas
que dominaba la amurallada ciudad de
Kich, Khardan estaba sentado en su
caballo mirando escrutadoramente hacia
el otro extremo de la llanura. Era poco
después del amanecer. La ardiente
esfera que brillaba en los cielos se
reflejaba en las hojas desenvainadas de
los spahis, los pastores de ovejas, los
meharistas, los goums, los refugiados,
los mercenarios, los rebeldes y todos
aquellos que cabalgaban con el profeta
de Akhran.
Khardan volvió su atención hacia la
fortificada ciudad. Esta se elevaba a
cierta distancia de donde él y su ejército
esperaban en posición y listos para
descender sobre ella como aves de
presa. Pero el califa podía ver, o se
imaginaba que podía, el templo de Quar.
Se preguntó si los rumores acerca de él
serían ciertos. Decían que había sido
abandonado. Los refugiados habían
traído consigo historias de que el templo
estaba maldito, de que la mortífera
niebla permanecía todavía dentro de sus
estancias y de que a veces podía oírse al
fantasma del imán predicando a
sacerdotes tan incorpóreos como él.
Bien que dicha maldición fuese verdad o
no, lo que sí era cierto era que el templo
había sido despojado de la mayor parte
de su oro y joyas. Los adoradores de
Benario profesaban muy poco respeto
por las maldiciones de los otros dioses.
La inquieta mirada del califa se fue
desde el templo hasta el mercado de
esclavos, y su pensamiento retrocedió
hasta aquel hombre de ojos crueles
sentado en un palanquín blanco y una
mujer esclava con el pelo de color de
fuego. Echó una mirada a los souks y a
las casas apiladas unas encima de otras.
Después, sus ojos se fueron hacia el
inmenso palacio con sus murallas de
gruesa piedra que parecían volverse más
gruesas y más altas a medida que las
miraba. Khardan habría podido jurar
que había visto al mendigo ciego
sentado en su lugar acostumbrado y a
una joven mujer rubia, vestida con seda
rosada, languideciendo en sus brazos. Y
allí vinieron Qannadi y Achmed, con sus
armaduras resplandeciendo a la luz del
sol, para ser saludados por los vítores
de los soldados, quienes quizás hubiesen
perdido momentáneamente la fe en su
dios pero no en su reverenciado general.
Khardan parpadeó con asombro ante
aquellas visiones imposibles. Ahora
habría jurado que podía oler la ciudad y
arrugó la nariz con desagrado,
decidiendo que jamás se acostumbraría
a ella y suponiendo que Khandar, capital
del imperio y ciudad que contenía no
miles sino millones de personas, debía
de oler no mil sino un millón de veces
peor.
Y él iba a ganar aquel tesoro a costa
de la vida de su hermano. De niño,
Achmed había dado sus primeros pasos
desde los brazos de su madre hasta los
de Khardan. Y en éstos, según la visión,
Achmed encontraría la muerte.
El caballo del profeta se movió
inquieto debajo de él. El animal olía ya
la batalla y la sangre y ansiaba lanzarse
hacia adelante, pero su amo no se
movió. Khardan comprendió el
desasosiego del caballo y le acarició el
cuello con una mano temblorosa. Jamás
en su vida había sentido el califa miedo
antes de una batalla, pero ahora
comenzó a jadear en busca de aliento,
como si se sofocara. Levantando la
cabeza, Khardan lanzó una desesperada
mirada a su alrededor, buscando algún
medio de escapar.
Escapar de una batalla que estaba
seguro de poder ganar.
Su mirada se encontró con los
feroces ojos del jeque Majiid, que
cabalgaba a la derecha del profeta y
observaba con impaciencia a su hijo,
exigiendo mudamente le explicase la
razón de aquel retraso. El plan consistía
en atacar al amanecer, y allí estaba ya,
desde hacía casi una hora, y el profeta
no se había movido.
A la izquierda del profeta estaba el
jeque Jaafar, con su rostro sumido en la
acostumbrada expresión pesimista, que
se acentuaba a medida que pasaba el
tiempo y su ejército permanecía sentado
allí, sobre las colinas, sudando bajo un
sol que se elevaba y con la silla
produciendo dolorosas rozaduras en su
huesudo trasero.
A la izquierda de Jaafar estaba
Sayah, hermanastro de Zohra e hijo
mayor del jeque, lanzando secretas
miradas de triunfo al califa como si
durante todo el tiempo hubiese
adivinado que el profeta no era más que
un fraude.
A la derecha de Majiid, Zeid se
elevaba magníficamente por encima de
los jinetes a lomos de su piernilargo
camello. Los maliciosos y estrábicos
ojos del jeque se volvían más
maliciosos y estrábicos cuanto más rato
pasaban allí sentados, expuestos al
enemigo sobre aquellas colinas.
Detrás de los jeques, murmurando y
refunfuñando de impaciencia, el ejército
del profeta comenzaba a preguntarse qué
ocurría y a ofrecerse unos a otros
respuestas que eran verdades a medias,
mentiras y auténticos disparates,
mientras poco a poco se hundían en un
estado de confusión y desmoralización.
A cierta distancia de ellos,
separados y aparte de los hombres,
Zohra y Mateo observaban y esperaban.
El corazón de la una se preguntaba el
porqué de la actitud de Khardan; el del
otro lo sabía y se compadecía, aunque se
mantenía confiado.
De en medio del aire aparecieron de
pronto tres djinn: Fedj, Raja y Sond.
Inclinándose ante Khardan, lo saludaron
en el nombre de hazrat Akhran, quien
enviaba sus bendiciones a su gente.
—Ya era hora, también —dijo Zeid
en voz alta.
—¿Era a éstos a quienes estábamos
esperando? —preguntó Majiid a su hijo,
haciendo un gesto despectivo hacia los
djinn—. Bien, pues ya han vuelto.
¡Ataquemos antes de que acabemos
desmayándonos todos por el calor!
—Sí —murmuró quejumbrosamente
Jaafar—. Terminemos ya con esto de una
vez. Tomemos la ciudad, robemos lo que
queramos y hagámosla cenizas.
Entonces podremos irnos a casa.
—¡Bah! —bufó con desdén Zeid—.
¿A qué viene toda esa cháchara de tomar
la ciudad mientras seguimos aquí
sentados, echando raíces en esta maldita
roca? ¡Si el profeta no nos guía, yo lo
haré!
—¿Y quién va a seguirte? —
interrogó inmediatamente Majiid,
dándose la vuelta airado para mirar a su
otro viejo enemigo.
—¡Ahora lo veremos! ¡Al ataque! —
voceó Zeid y, estirando la mano, arrancó
su bairaq de las manos de su
portaestandartes y la ondeó bien alta en
el aire—. ¡Yo, jeque de los aranes, os
digo: «Al ataque»!
—¡Al ataque! ¡Al ataque! —
corearon los aranes haciendo eco a su
jeque.
Por desgracia, sus ojos no estaban
puestos en la ciudad sino en los akares.
—¡Y yo también digo «al ataque»!
—gritó Sayah, inclinándose sobre el
caballo de su padre y sonriéndole
burlonamente a Khardan a la cara—.
¡Pero parece que nuestro profeta es un
cobarde!
—¿Cobarde?
Khardan se abalanzó sobre el joven
como una furia.
«¡Espera! ¡Reflexiona!, —dijo una
voz interior—. Considera a qué estás
renunciando».
Deteniéndose un momento, el profeta
reflexionó. Levantó los ojos al azul y
dorado cielo.
—¡Gracias, hazrat Akhran! —dijo
en voz baja y reverente—. ¡Al ataque!
—gritó Khardan y, doblando el puño, el
profeta del dios Errante se volvió en su
silla y dirigió un derechazo hacia la
mandíbula de Sayah.
Sayah se agachó. Jaafar no lo hizo.
El golpe hizo caer al suegro de Khardan
de su caballo y lo envió patas arriba al
suelo.
—¿Te has vuelto loco? —se oyó una
voz aguda por encima de la multitud, y
Zohra arremetió al galope en medio de
ésta, con su caballo encabritándose y
lanzándose con ímpetu hacia adelante—.
¿Qué hay de Kich? ¿Qué hay de
convertirte en emperador? ¿Y qué
significa eso de golpear a mi pa…?
—¡Quítate de en medio, hermana! —
gritó Sayah.
—¡Oh, cállate!
Girándose sobre su montura, Zohra
lanzó un sañudo manotazo a su hermano
que, de haber acertado, le habría dejado
los oídos zumbando para el resto del
año. Pero falló, y la inercia de su propia
embestida envió a la profetisa de
Akhran fuera de su silla y la hizo
aterrizar pesadamente sobre su padre
justo en el momento en que el aturdido y
gimiente Jaafar estaba poniéndose
dificultosamente en pie. Ambos rodaron
por el suelo.
—¡Perro!
Sayah se arrojó sobre Khardan y,
agarrados el uno al otro, sus manos se
fueron hacia sus respectivas gargantas.
Majiid, con un furioso chillido,
lanzó un tajo con su espada contra
Sayah, pero éste fue a dar a Zeid. La
espada abrió una ancha raja en el fajín
que rodeaba la redonda barriga del
jeque.
—¡Mi mejor fajín de seda! ¡Me
costó diez tumans de plata! —bramó
Zeid.
Agarrando su estandarte con las dos
manos como si fuera un bastón, dio un
amplio barrido en arco con él y, tras
derribar a dos de sus propios hombres,
lo estrelló de lleno contra las costillas
de Majiid.
—¿Sabes, Raja, amigo mío? —dijo
Fedj dándole al gigantesco djinn un
violento empujón que lo envió volando a
través de los cielos, hasta hacerlo cruzar
la frontera de Ravenchai—. Siempre he
pensado que tu cuerpo es demasiado
grande para un espíritu tan pequeño
como el tuyo.
—¡Y a mí, Fedj, hermano mío,
siempre me ha parecido que tu fea nariz
es un insulto para los inmortales de
dondequiera que sean! —rugió Raja y,
reapareciendo con un estallido sobre la
escena, agarró con ambas manos dicha
parte de la anatomía de Fedj y comenzó
a retorcérsela.
—¡Y yo —gritó Sond, saltando
brusca e inesperadamente sobre el
satisfecho Usti— digo que tú, con esa
cara de torta, no eres más que un montón
de boñiga de oveja!
—¡No podría estar más de acuerdo
contigo! —contestó Usti y desapareció
con un fogonazo.
Las colinas circundantes de Kich
estallaron en confusión. Los akares
saltaron sobre los hranas. Los hranas
arremetieron contra los aranes. Los
aranes se abalanzaron sobre los akares.
Restos de las tres tribus nómadas se
agruparon para volverse contra los
indignados refugiados de Bas.
Abriéndose camino entre golpes de
puño y ondeos de sable, entre caballos y
camellos enloquecidos, Mateo se
agachó, esquivó, empujó y codeó en
busca del revoloteo de seda azul que
envolvía a la profetisa de Akhran. Por
fin encontró a Zohra, aporreando con
vigor con el extremo romo de una lanza
partida a un desventurado akar que había
derribado, por segunda vez, a un
desconcertado Jaafar.
Zohra acababa justo de tumbar a su
víctima y miraba a su alrededor,
jadeante, en busca de la siguiente
cuando Mateo apareció ante ella y la
agarró de un brazo que se iba derecho
hacia su propia cara.
—¿Qué quieres de mí? ¡Suéltame!
—ordenó con furia Zohra, haciendo lo
que podía por liberarse.
Pero Mateo la sujetó con fuerza y
determinación y Zohra, agotada por el
combate para poder desembarazarse de
él, no tuvo más remedio que seguirlo,
maldiciendo y jurando contra él a cada
paso que daba.
Cogiendo a Zohra con una mano,
Mateo se abrió camino como pudo a
través de la batahola hasta que
alcanzaron una figura vestida de negro
que estaba lanzando tajos con su espada
a otra figura vestida de negro, sin que
ninguna de las dos hiciera el menor
progreso y dando la impresión de que
ambos estaban decididos a pasarse el
día y posiblemente la noche
combatiendo si era necesario.
—Disculpad —dijo Mateo con
educación colocándose entre los dos
hombres jadeantes y exhaustos—.
Necesito intercambiar una palabras con
el profeta —continuó el joven brujo
saludando con una inclinación de cabeza
a Sayah.
Viendo al marabout como a través
de una bruma y recordando que aquel
hombre no sólo estaba loco sino que era
un poderoso mago también, Sayah hizo
una respetuosa inclinación y, jadeando,
se alejó tambaleándose en busca de otro
contrincante.
—Ven conmigo —dijo firmemente
Mateo, cogiendo a Khardan del brazo.
El joven brujo condujo al
súbitamente dócil profeta y la
súbitamente calmada profetisa colina
abajo, de vuelta por donde habían
venido, tan lejos de la lucha como pudo.
Allí, en la quietud de la viña donde las
tribus se habían escondido tan sólo
hacía unas semanas sin otra expectativa
que la muerte, Mateo se volvió y se
situó de cara a las dos personas que
amaba.
Ninguna de las dos tenía buen
aspecto. El velo de Zohra le había sido
arrancado, probablemente por su propia
mano, y arrojado a los vientos. Su negro
cabello, brillante como las alas de un
cuervo, estaba enredado y desmelenado
y le caía por delante de la cara. Su
mejor chador de seda había quedado
hecho jirones y su rostro aparecía
manchado de sangre y tierra.
La herida de Khardan se había
vuelto a abrir y un corro de color
carmesí teñía sus ropas. Los numerosos
rasguños y cortes que le cubrían brazos
y pecho indicaban que no había
encontrado en Sayah el fácil rival que
una vez había visto en el pastor de
ovejas. Llevaba una mejilla amoratada y
un ojo hinchado y cerrado, pero
mantenía el otro, vigilante y amenazador,
fijo en su mujer.
Zohra, a su vez, le lanzaba feroces
miradas a través de su cortina de pelo.
Mateo casi podía oír las acidas
acusaciones que se elevaban hasta los
labios de Zohra, como podía ver a
Khardan preparándose para atrapar los
dardos venenosos y devolvérselos.
—Tengo un regalo para vosotros dos
—anunció Mateo con tanta calma como
si se estuviese reuniendo con ellos en el
día de su boda.
Metiendo la mano entre los pliegues
de sus negros hábitos de brujo, Mateo
sacó algo y lo sostuvo escondido en su
mano.
—¿Qué es? —preguntó Zohra con
aire malhumorado.
Mateo abrió la palma de su mano.
—Una flor muerta —dijo Khardan
con desdén y, sin embargo, con una
sombra de desilusión.
Sin darse cuenta de ello —tal vez
por accidente, ya que se estaba
literalmente balanceando de cansancio
—, se aproximó un paso hacia su
esposa.
—Una flor muerta —repitió Zohra.
Su voz tenía un toque de tristeza y,
seguramente por accidente también, dio
un paso hacia su esposo.
—No, no está muerta —repuso
sonriendo Mateo—. Mirad, vive
todavía.
Khardan, califa de los akares, y
Zohra, princesa de los hranas, se
inclinaron hacia adelante para
contemplar la flor que descansaba sobre
la palma del brujo. Inadvertidamente,
sin duda por accidente, las manos de
marido y mujer se tocaron.
Los arrugados pétalos de la flor se
volvieron más lisos y brillantes, y su feo
color marrón se oscureció e intensificó
hasta convertirse en un majestuoso
púrpura, mientras el capullo central, sin
desplegar, revelaba un corazón del rojo
más vivo.
—¡La Rosa del Profeta! —exclamó
Khardan maravillado.
—La encontré creciendo en el Tel la
mañana en que partimos para la batalla
—dijo Mateo en voz baja—. La
arranqué y la traje conmigo, y ahora —
añadió tomando una profunda bocanada
de aire y mirando primero a un rostro
amado y luego al otro— os la doy a
vosotros y también os doy el uno al otro.
Mateo les tendió la Rosa.
Marido y mujer extendieron a la vez
su mano para cogerla, vacilaron y la
dejaron caer. Ninguno de los dos se
agachó a cogerla; únicamente tenían ojos
el uno para el otro.
Khardan estrechó a su esposa en sus
brazos.
—¡No podría vivir entre paredes!
—¡Ni yo! —exclamó Zohra
arrojando sus brazos en torno a su
esposo.
—Una tienda es mejor, esposa —
dijo Khardan inhalando profundamente
la fragancia de jazmín—. Una tienda
respira con el viento.
—No, esposo —respondió Zohra—.
La yurta, tal como mi gente la construye,
es una vivienda mucho más cómoda y un
lugar mucho más adecuado para criar
hijos…
—¡He dicho… una tienda, esposa!
—¡Y yo, esposo, digo que…!
La discusión terminó, al menos de
momento, cuando sus labios se
encontraron. Abrazándose el uno al otro
con frenesí, volvieron la espalda a la
gloriosa reyerta que bullía incontrolada
sobre la ladera de la colina. Con los
brazos mutuamente cogidos en torno al
cuerpo del otro, reanudada la discusión,
se alejaron hasta adentrarse en el viñedo
y perderse de vista entre el follaje de las
cepas, cuyos entrelazados tallos
parecían ofrecerse a enseñar las
maneras del amor. Las discrepantes
voces fueron suavizándose hasta
convertirse en murmurantes suspiros y,
al fin, dejaron de oírse por completo.
Mateo los vio marchar a los dos con
un dolor en el corazón que era a la vez
alegría y dulce tristeza. Agachándose,
recogió la Rosa del Profeta que,
olvidada, había caído al suelo.
Al tocarla, sintió el suave y cálido
roce de una lágrima cayendo en su mano
y supo, aunque no habría sabido decir
cómo, que había caído de los ojos de un
ángel.
GLOSARIO
agal: la cuerda utilizada para
afirmar la prenda de cabeza en su sitio.
aksakal: barba blanca, anciano del
poblado.
amir: rey.
andak: ¡alto!, ¡detente!
ariq: canal.
arwat: posada.
aseur: después de la puesta de sol.
baigha: juego salvaje jugado a
caballo en el que la «pelota» es un
cadáver de oveja.
bairaq: una bandera o estandarte
tribal.
bali: ¡sí!
bassurab: pequeña tienda que cubre
el asiento del camello sobre el que
viajan las mujeres.
batir: ladrón, particularmente de
caballos o ganado. (Un erudito sugiere
que este término podría ser una
corrupción de la palabra turca
«bahadur», que significa «héroe»).
berkuks: bolitas de arroz endulzado.
bilhana: ¡te deseo alegría!
bilshifa: ¡te deseo salud!
burnus: atavío semejante a una capa
con una caperuza.
califa: príncipe.
caftán: larga túnica con mangas,
normalmente hecha de seda.
chador: hábitos femeninos.
chirak: lámpara.
cuscas: cordero relleno con
almendras y pasas y asado entero.
delhan: monstruo que come la carne
de los marineros naufragados.
dhough: barco.
divan: la cámara de consejo de un
jefe de estado.
djinn: seres que habitan en el mundo
intermedio entre los humanos y los
dioses.
djinniyeh: djinn hembras.
djemel: camello de carga.
dohar: media tarde.
dutar: guitarra de dos cuerdas.
efendi: título de categoría.
'efreet: espíritu poderoso.
emshi belesema: saludo de
despedida.
eucha: hora de cenar.
eulam: posmeridiano.
fantasía: exhibición de artes hípicas
y guerreras.
fatta: plato de huevos y zanahorias.
fedjeur: antes del amanecer.
feisha: amuleto o talismán.
ghaddar: monstruo que seduce a los
hombres y los tortura hasta la muerte.
ghul: monstruo que se alimenta de
carne humana. Los ghuls pueden tomar
cualquier forma humana, pero se pueden
reconocer siempre por sus huellas, que
son las de unas pezuñas de burro.
girba: pellejo de agua; normalmente
se llevan cuatro en cada camello de una
caravana.
goum: jinete de caballería ligera.
haik: combinación de prenda de
cabeza y embozo llevada en el desierto.
harén: «lo prohibido», las mujeres y
concubinas de un hombre o las
habitaciones destinadas a ellas.
hauz: estanque artificial.
hazrat: sagrado.
henna: arbusto espinoso y el tinte
rojizo que se saca de él.
hurí: mujer hermosa y seductora.
imán: sacerdote.
jeque: (sheykh): jefe de una tribu o
clan.
jihad: guerra santa.
kafir: infiel.
Kasbah: fortaleza o castillo.
khurjin: alforjas de caballo.
kohl: preparado de hollín empleado
por las mujeres para sombrearse los
ojos.
madrasah: lugar sagrado de
aprendizaje.
makhol: ¡está bien! (exclamación).
mamelucos (mamaluks):
originalmente esclavos blancos;
esclavos que son adiestrados como
guerreros.
meddah: narrador de cuentos.
mehara: camello rápido de alta
crianza.
mehari: plural de mehara.
meharista: jinete de un mehara.
marabut: sacerdote.
mogreb: anochecer.
nesnas: terrible monstruo legendario
que toma la forma de un hombre
dividido verticalmente en dos, con
medio rostro, un brazo, una pierna y así
sucesivamente.
palanquín: litera con cortinas
apoyada sobre patas y transportada a
mano.
paranja: vestido suelto de mujer.
pasha: título de rango.
qarakurt: «gusano negro», especie
de araña mortal de gran tamaño.
quaita: instrumento de caña.
qumiz: leche de yegua fermentada.
rabat-bashi: posadero.
saksaul: árbol que crece en el
desierto.
salaam: reverencia, saludo
ejecutado llevándose la mano a la frente.
salaam aleikum: se te saluda.
saluka: perro rápido de caza.
serrallo: los aposentos de las
mujeres del harén.
shioldid: pedazos de carne asados
en un espetón.
shir: león.
shiskhlick: brocheta de carne asada.
sidi: señor.
siroco: viento del sur, tormenta de
viento procedente del sur.
souk: mercado, bazar.
spahi: jinete nativo.
sultán: rey.
sultana: esposa del sultán, reina.
tamarisco: elegante arbusto perenne
con plumosas ramas y diminutas hojas
en forma de escamas.
tel: colina.
tuman: moneda.
wadi: río o arroyo.
wazir: consejero real.
yurta: tienda semipermanente.
MARGARET WEIS, nació el 16 de
marzo de 1948 y creció en
Independence, Missouri. En 1970 se
graduó en la Universidad de Missouri,
Columbia. Trabajó durante casi 13 años
en Herald Publishing House en
Independence, donde empezó como
correctora de pruebas, y acabó como
directora editorial de la división de
prensa comercial. Su primer libro, una
biografía de Frank y Jesse James, fue
publicado en 1981. En 1983, se trasladó
al lago Ginebra, Wisconsin, para
acceder a un trabajo como editora en
TSR, (editores originales del juego de
rol Dungeons and Dragons).
En TSR, Weis fue parte del equipo
de diseño de DRAGONLANCE. Creado
por Tracy Hickman, DRAGONLANCE
revolucionó la industria de juegos de
rol. De ese juego surgieron las novelas
que le dieron fama mundial. En 2004 fue
el vigésimo aniversario de Las Crónicas
de la Dragonlance (en España es en
2006). Las Crónicas continúan estando
hoy en día en listas de los más vendidos
en muchos países y se han vendido más
de veinte millones de copias por todo el
mundo.
Entre los trabajos de fantasía
publicados se incluyen la serie de
Dragonlance; la trilogía de la Espada
Oscura; El Ciclo de la Puerta de la
Muerte; La Rosa del Profeta; La trilogía
de Gema Soberana; o DragonVald. En
cuanto a ciencia ficción ha publicado
series como La Estrella del Guardián, y
la serie Mag Force 7. También empezó a
escribir una serie de ciencia ficción con
su hijo David Baldwin, la cual se vio
interrumpida tras la publicación del
primer libro debido al trágico
fallecimiento de David.
Weis es propietaria de la editorial
Sovereign Press, editora del juego de
rol sobre la Gema Soberana y de los
nuevos productos del juego de rol
Dragonlance (con el sistema d20
licenciado por Wizards of the Coast).
También, es co-autora de varios libros
de reglas del juego de rol ambientado en
el mundo de Dragonlance.
Estuvo casada con Don Perrin, con
el que escribió varios libros
ambientados en Dragonlance.
Actualmente está divorciada y vive en
un granero reconvertido en Wisconsin
con sus cuatro perros y tres gatos.
TRACY HICKMAN, nació en Salt Lake
City, Utah, el 26 de noviembre de 1955.
Se graduó en la Escuela Superior de
Provo en 1974, donde sus intereses más
importantes fueron el arte dramático, la
música y la fuerza aérea. En 1975, Tracy
comenzó dos años de servicio como
misionero dentro de los mormones. Su
puesto inicial fue en Hawaii durante seis
meses mientras esperaba que su visado
fuese aprobado, entonces se trasladó a
Indonesia. Allí, sirvió como misionero
en Surabaya, Djakarta y la ciudad de la
montaña de Bandung antes de cesar de
forma honorable en 1977. Como
resultado de esta estancia, aún se
defiende bien hablando en indonesio,
lengua que sirvió como base para
muchas de las frases mágicas de sus
libros.
Tracy se casó con Laura Curtis, su
novia desde su época de estudiante, a
los cuatro meses de su regreso de
Indonesia. Tracy y Laura son padres de
cuatro niños.
Tracy ha trabajado en los sitios más
variopintos (desde reponedor de
supermercado hasta encargado del teatro
pasando por director auxiliar de la
televisión y un largo etcétera). Era en
1981 cuando se acercó a TSR para
comprar dos de sus módulos… y acabó
trabajando para la editorial. Fue ahí
donde se produjo su asociación con
Margaret Weis y su primera publicación
juntos: Las Crónicas de la Dragonlance.
Desde entonces (1985), han
publicado en común en torno a cuarenta
títulos. Las primeras dos novelas en
solitario de Tracy fueron Requiem of
Stars y The Immortals que fueron
publicadas en primavera de 1996. Más
recientemente, Tracy y su esposa Laura
han podido satisfacer un sueño antiguo:
escribir juntos. Su primera novela en
cooperación fue El Guerrero Místico,
que fue publicada en 2004.
Tracy reside actualmente en St.
George, Utah con su familia; sigue
siendo muy activo en su iglesia y tiene
un gran número de hobbies: tocar la
guitarra, el piano, cantar, los juegos de
ordenador, la producción de televisión y
la animación. Le encanta leer biografías,
libros históricos y libros de ciencia.