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1 La Venganza y Ariadna y Teseo

El documento presenta un resumen de la historia mitológica de Ariadna y Teseo. Teseo es elegido como tributo para ser sacrificado al Minotauro en Creta. Ariadna, hija del rey Minos, se enamora de Teseo y lo ayuda dándole un ovillo de hilo para que pueda encontrar su camino de regreso luego de matar al Minotauro en el laberinto. Teseo mata al Minotauro y escapa del laberinto junto a sus compañeros usando el ovillo de hilo. Luego z

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1 La Venganza y Ariadna y Teseo

El documento presenta un resumen de la historia mitológica de Ariadna y Teseo. Teseo es elegido como tributo para ser sacrificado al Minotauro en Creta. Ariadna, hija del rey Minos, se enamora de Teseo y lo ayuda dándole un ovillo de hilo para que pueda encontrar su camino de regreso luego de matar al Minotauro en el laberinto. Teseo mata al Minotauro y escapa del laberinto junto a sus compañeros usando el ovillo de hilo. Luego z

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Lectura: “La venganza”, de Ana Rosa Llobet.

Lo supe desde el día en que llegó, esa mujer era insoportable. Lo primero que dijo al entrar fue: “Esto es una mugre”. Yo ni me moví,
me quedé como si nada, aunque podría haber reaccionado y con razón. ¿Quién era ella para venir a criticar? Hacía muchos años que
yo vivía aquí y después de todo, el lugar no estaba tan sucio. En realidad, lo que más me molestó fue su cara de mujer práctica, de
saberlo todo. Enseguida empezó a dar órdenes, a acomodar y a desacomodar.

Con los días me fui acostumbrando al clima de la casa. Por otro lado, un poco de ventilación no venía mal. Y como yo permanecía
silenciosa, casi sin hacerme notar, tratando de no mortificar, aceptando sumisamente su despotismo, la convivencia se hizo bastante
llevadera. Claro, me ignoraba olímpicamente. A la hora de cenar todos participaban de la conversación y yo notaba que estaba un
poco de más, que no podía aportar nada. En principio, no me afectaba demasiado. Pero, con el tiempo las tardes comenzaron a
hacérseme eternamente largas. Mi único entretenimiento era tejer, y muchas veces me quedaba dormida con el tejido, sin darme
cuenta.

Fue por eso que los problemas, los verdaderos problemas, comenzaron el día en que, al despertarme, descubrí que mi tejido estaba
deshecho. Alguien (¿quién si no ella?) se había tomado el trabajo de destejerlo. Por supuesto, me quedé en el molde y no dije nada.
Pero la malignidad de esa mujer me resultó intolerable, me perturbó profundamente. En silencio, recomencé mi labor. ¿Qué ganaba
con hacerme mala sangre?

Desgraciadamente, ella estaba dispuesta a terminar con mi paciencia, no me quería en la casa, era evidente; me estaba provocando,
y yo, después de una vida entera allí, no me resignaba a retirarme, no me daría por vencida.

Desde aquel día mi tejido fue deshecho deliberadamente, una y otra vez. Y vuelto a tejer por mí, con parsimonia de Penélope, todos
los atardeceres. Solo que yo no tenía ningún Ulises a quien esperar… ¡ni tampoco me acosaban los pretendientes!

Así el tiempo fue haciendo sus estragos, mi paciencia se agotaba… su desafío era permanente. Me callaba, pero la furia crecía en mi
interior. Y yo tejía… tejía… y volvía a tejer odios y rencores acumulados. A la hora de comer ya no podía tragar bocado, tampoco me
quedaba apetito. Me sentía tan mal…

Esa vez yo había puesto especial empeño en mi labor, como contestando a la insidia de su actitud. De modo que cuando la vi
empuñando su asqueroso plumero, sin pensarlo dos veces, me vengué para toda la vida: de un saltito me ubiqué sobre su cuello, la
mordí y le inyecté todo el veneno que pude, y aunque mis cuatro pares de patas estaban bastante débiles, tuve suficiente fuerza
para volver a mi lugar, en un rincón del aparador, como antes, donde actualmente tejo, sin tensiones, mi habitual tela de seda.

El mito:
Ariadna y Teseo
(Versión de Guillermo Cácharo)
La nave proveniente de Atenas se acerca a la playa de Creta una vez más. Cada año ocurre lo mismo, Egeo, rey de Atenas, debe
enviarle a Minos como tributo una nave con siete jóvenes y siete doncellas para ser devorados por el Minotauro[1]. La proa[2] roja
del barco que se distingue en el horizonte parece una herida de sangre que brota del negro casco, un anticipo sombrío de lo que va a
ocurrir cuando los catorce jóvenes penetren en el Laberinto, para no salir jamás.
Por fin comienza el desembarco. Una vez en la arena, los siete muchachos y las siete doncellas comienzan a caminar lentamente
hacia la ciudad, escoltados por la guardia cretense. La hija del rey Minos, Ariadna, observa los cuerpos y los rostros desfallecidos y
desanimados de los atenienses. De todos menos de uno.
El primero en pisar tierra, el primero en emprender el camino, delante de la fila acongojada que lo sigue, es diferente de todos
los que han llegado antes, distinto de cuantos jóvenes ha conocido Ariadna. En su manera de mirar a los cretenses reunidos allí no
hay ningún temor, sino más bien una serenidad desafiante. Su paso es señal de una fuerte convicción. Ariadna mira a ese joven y
entiende lo que el joven sabe: que no ha venido a Creta a morir.
En ese momento un bramido[3] feroz, siniestramente humano, va ganando el aire hasta cubrirlo por completo. Todos
enmudecen; nadie puede evitar estremecerse cuando el Minotauro reclama por sus víctimas, cuando empieza a impacientarse.
Minos también lo ha escuchado; el sonido lo enfurece y descarga contra los objetos que tiene a su alcance su ira, que es también su
culpa y su oprobio[4]. Al rey le pesa aún más el castigo que Poseidón, dios de los mares, le ha enviado por su ingratitud. El dios había
ayudado a Minos a convertirse en el rey de Creta, y este en vez de cumplir con el sacrificio solicitado, quiso engañarlo. Poseidón,
enfurecido por la afrenta, decidió vengarse: la presencia del Minotauro, una criatura cruel y monstruosa, sería el mejor castigo para
tan terrible falta.
La guardia encierra a los atenienses, los viste para el sacrificio y los abandona en una fría habitación a la espera del funesto
encuentro con el Minotauro. De pronto, se escucha con mayor ferocidad el rugido de la fiera abominable. Los cautivos comienzan a
sollozar al oírlo. Se abrazan unos con otros en el interior de la habitación para darse consuelo. Teseo se pasea con firmeza de un lado
a otro, tratando de calmar a sus compañeros de infortunio[5]. Al acercarse a la puerta, descubre unos ojos que lo observan por la
abertura que utilizan los guardias para vigilarlos. Pero esos ojos no son de ningún guardia. Son los de una mujer.
- ¿Quién eres? –pregunta Teseo.
Una dulce voz responde desde el otro lado:
- Mi nombre es Ariadna, soy la hija del rey.
- No me agrada saberlo –dice Teseo-. Si vienes a burlarte de nuestra desgracia…
- No se trata de eso –lo corta Ariadna-. Sé cuán terrible es lo que ha hecho mi padre. Lo lamento más de lo que puedes imaginar. Me
duele ver tanta muerte para complacer a un monstruo. Querría que todo esto terminara de una vez. Quiero irme de aquí.
Teseo escruta la mirada de Ariadna y ve que sus ojos no mienten. Entonces dice:
- Si termino con el monstruo, ¿vendrás conmigo?
La muchacha siente que el Destino está de su parte, que Teseo ha venido a salvarla de su suerte y por eso ella quiere ayudarlo: le
entrega una pequeña espada y un ovillo.
- Esto te ayudará a cumplir tu voluntad. Escóndelo en tu ropa. Si atas el extremo del hilo en la entrada del Laberinto, sabrás cómo
salir después de matar al Minotauro.
Los jóvenes se despiden con la promesa y la esperanza de volverse a ver luego del enfrentamiento entre Teseo y la bestia.
Momentos después, el eco de un nuevo rugido lejano y ansioso del Minotauro cruza la noche.
La mañana ha llegado. Los atenienses son conducidos hasta las puertas gigantescas del laberinto. Teseo es el primero en
atravesar, con decisión, las puertas que han tenido que mover cuatro hombres juntos.
Apenas transpone el umbral, Teseo ata un extremo del hilo en una saliente de la pared y busca entre sus ropas la pequeña
espada. Sin soltar el ovillo, desenrollándolo lentamente avanza por el primer pasadizo hacia su derecha. Detrás de él se oyen los
gemidos de los otros jóvenes atenienses.
Teseo avanza con cautela. Los corredores son estrechos y se bifurcan[6] constantemente: a poco de andar se da cuenta de que
ha perdido la orientación. Alza la vista hacia el cielo. Tan altas son las murallas que resulta casi imposible distinguir desde dónde
llega la luz del sol. El laberinto es inmenso. Falta poco para que el ovillo llegue a su fin cuando Teseo presiente que no está solo son
sus compañeros. Se da vuelta rápidamente. Desde el final del pasillo en el que se encuentran, una figura espantosa corre hacia ellos.
Echando vapor por la nariz de toro y espuma por la boca, bramando con los ojos como fuego, el Minotauro llega hasta Teseo y se
balanza sobre él.
Teseo calcula el movimiento con cuidado, y en el momento preciso, salta hacia el costado, lo necesario para esquivar la
embestida[7]. Con furor, descarga toda la potencia de su puño sobre la cabeza de la bestia. El Minotauro tambalea un poco. Frena y
se vuelve con rabia. Repite la acometida. Otra vez Teseo consigue saltar de lado y descarga sobre la bestia uno, dos, tres golpes,
como si su brazo fuera la poderosa maza de un herrero. El monstruo tropieza. Está apenas atontado, pero de su sien brota ya un hilo
de sangre. Teseo aprovecha la situación. Antes de que recupere fuerzas, salta hacia el Minotauro y le hunde la espada en la
garganta. El Minotauro cae sobre su espalda. Sus ojos van perdiendo brillo, hasta que por fin los apaga la sombra de la muerte.
Cuando están todos convencidos del triunfo, los atenienses corren a abrazar a Teseo, a besarle las manos. Varios se
hincan[8]ante él.
- No perdamos un segundo, amigos –los incita Teseo-. Todavía debemos salir del laberinto y de esta isla aborrecida.
Recoge entonces el pequeño resto del ovillo, que ha caído a tierra durante la lucha, y con premura lo va enrollando para
deshacer el camino hacia la playa.
- ¡No hay tiempo! –grita el héroe-. ¡Debemos zarpar antes de que lleguen las fuerzas de Minos!
Unos instantes después, la negra nave de proa roja vuelve a cortar las aguas rumbo a casa. Ariadna se abraza a Teseo en la
cubierta y mira el horizonte, donde una nueva vida la aguarda.
Teseo da indicaciones para que la nave se dirija a la isla de Naxos, donde buscarán provisiones y descansarán para luego
continuar viaje a Atenas.
Luego del arribo, los hombres encienden fuegos en la playa y recorren las cercanías en procura de agua y víveres para el resto de
la travesía. Con las otras mujeres, Ariadna busca algún lugar donde puedan pasar la noche. Tan cansada se siente, que cuando
encuentra un sitio de pasto mullido, reparado por unas rocas, se recuesta y se queda profundamente dormida.
Al despertar, Ariadna comprueba que ya es de mañana. Se incorpora y aguza el oído en busca de las voces de sus compañeros de
viaje. Nada.
Entonces corre hacia la costa, llamando y gritando:
-¡Teseo!
No obtiene respuesta. En los lugares donde los hombres encendieron los fuegos solo quedan cenizas. Hay rastros de movimiento
en la arena, pero allí no están las mujeres ni los hombres. Ariadna gira hacia todos lados para cerciorarse. Y con terror reconoce su
situación: ya no está allí la nave. Otra vez busca, hurga[9] el espacio con sus ojos. Finalmente la ve. Lejos, muy lejos, rumbo a Atenas,
sin ella.
En la cubierta de su barco, Teseo está sombrío[10], cabizbajo. No ha respondido a las preguntas de sus compañeros. Temerosos
de enojarlo, de provocar su ira, ellos han decidido no preguntar más. Nadie sabrá nunca por qué el héroe abandonó a Ariadna en la
isla de Naxos. Algunos dicen que no estaba enamorado de ella, sino de otra mujer. Hay quienes suponen, son los menos, que al no
poder encontrarla la dio por perdida, y resignado reemprendió el viaje. Otros cuentan que un dios se le apareció y le dio la orden de
dejarla allí para hacerla su esposa.
Sea como fuere, Teseo hace el resto de la travesía hundido en su tristeza. Que no ha de ser la última.
Durante varios días, el rey Egeo, padre de Teseo, ha escrutado el horizonte desde un acantilado del extremo sur de Ática[11]. Al
fin la nave aparece, inconfundible. Tarda horas en hacerse más visible, mientras el corazón del rey late de ansiedad. Cuando está a la
vista, el dolor se apodera de su alma.
-¡Son negras! –exclama-. ¡Las velas son negras!
Egeo no sabe que su hijo está vivo, que vuelve victorioso del enfrentamiento con el Minotauro, que en su aflicción[12] ha
olvidado cambiar las velas por unas blancas tal como se lo había pedido su padre antes de partir.
El rey, desesperado frente a la supuesta muerte del hijo, se arroja desde la altura de un acantilado y muere en las azules aguas
del mar. El mar que, desde ese día, lleva su nombre.
En Mitos en acción 2, Bs. As., La estación, 2009. (Adaptación).

[1] Minotauro: ser mitológico, con cabeza de toro y cuerpo de hombre.


[2] Proa: parte delantera de la embarcación.
[3] Bramido: la voz del toro, en este caso.
[4] Oprobio: vergüenza, culpa.
[5] Infortunio: desgracia
[6] Bifurcar: dividirse en dos ramales.
[7] Embestir: ir con ímpetu sobre alguien o algo.
[8] Hincarse: arrodillarse.
[9] Hurgar: revisar.
[10] Sombrío: melancólico.
[11] Ática: región de la península griega donde se encuentra Atenas.
[12] Aflicción: que causa tristeza, inquietud.

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