FRANCISCO FERNANDEZ BUEY
MARX
(SIN ISMOS)
E l V iejo T opo
Francisco Fernández Buey
PARA LA TERCERA
CULTURA
Francisco Fernández Buey
ALBERT EINSTEIN. CIENCIA
Y CONCIENCIA
Francisco Fernández Buey
UTOPÍAS E ILUSIONES
MATERIALES
Francisco Fernández Buey
POR UNA UNIVERSIDAD
DEMOCRÁTICA
Francisco Fernández Buey
LEYENDO A GRAMSCI
Francisco Fernández Buey
LA GRAN PERTURBACIÓN
José Luis Monereo
MODERNIDAD
Y CAPITALISMO.
MAX WEBER Y LOS
DILEMAS DE LA TEORÍA
POLÍTICA Y JURÍDICA
Karl Marx
SOBRE EL SUICIDIO
Antonio Tello
DICCIONARIO POLÍTICO
Elmar Altvater
EL FIN DEL CAPITALISMO
TAL Y COMO LO
CONOCEMOS
FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY
Marx
(sin ismos)
El V iejo T opo
© Francisco Fernández Buey, 1998
Edición propiedad de El Viejo Topo /Ediciones de Intervención Cultural
Diseño de la cubierta: Miguel R. Cabot
ISBN: 978-84-95776-93-8
Depósito legal: B-38.423-98
Impreso por Ulzama
Impreso en España
Printed in Spain
En recuerdo de Manuel Sacristán
y Giulia Adinolfi,
comunistas,
a los que amamos
y de los que aprendimos
PRÓLOGO
Karl Marx ha sido, sin duda, uno de los faros intelectuales del
siglo X X . Muchos trabajadores llegaron a entender, a través de la
palabra de Marx, al menos una parte de sus sufrimientos cotidia
nos, aquella que tiene que ver con la vida social del asalariado. M u
chos obreros, que apenas sabían leer, le adoraron. En su nombre se
han hecho casi todas las revoluciones político-sociales de nuestro
siglo. En nombre de su doctrina se elevó también la barbarie del
estalinismo. Y contra la doctrina que se creó en su nombre se han
alzado casi todos los movimientos reaccionarios del siglo XX.
El siglo acaba. Prácticamente toda forma de poder que haya na
vegado durante estos cien años bajo la bandera del comunismo ha
muerto ya. No sabemos todavía lo que darán de sí las “revoluciones
pasivas” de este final del siglo X X , que han nacido del temor al
espectro del comunismo y del horror que produjo la conversión de
la doctrina comunista en Templo. Sería presuntuoso anticipar lo que
se dirá en el siglo XXI sobre esta parte de la historia del siglo X X .
Pero una cosa p a r e c e segura: en el siglo X X I, cuando se lea a Marx,
se le leerá como se lee a un clásico.
A veces se dice: los clásicos no envejecen. Pero eso es una imper
tinencia: los clásicos también envejecen. Aunque, ciertamente, de
otra manera. Un clásico es un autor cuya obra, al cabo del tiempo,
ha envejecido bien (incluso a pesar de sus devotos, de los templos
levantados en su nombre o de los embalsamamientos académicos).
Marx es un clásico. Un clásico interdisciplinario. Un clásico de la
filosofía mundanizada, del periodismo fuerte, de la historiografía
con ideas, de la sociología crítica, de la teoría política con punto de
vista. Y, sobre todo, un clásico de la economía que no se quiere sólo
crematística. Contra lo que se dice a veces, no fue Marx quien exal
tó el papel esencial de lo económico en el mundo moderno. Él to
mó nota de lo que estaba ocurriendo bajo sus ojos en el capitalismo
del siglo XIX. Fue él quien escribió que había que rebelarse contra
las determinaciones de lo económico. Fue él quien llamó la aten
ción de los contemporáneos sobre las alienaciones implicadas en la
mercantilización de todo lo humano. Leen a Marx al revés quienes
reducen sus obras a determinismo económico. Como leyeron a
Maquiavelo al revés quienes sólo vieron en su obra desprecio de la
ética en favor de la razón de Estado.
II
Marx no cabe en ninguno de los cajones en que se ha dividido el
saber universitario en este fin de siglo. Pero está siempre ahí, al
fondo, como el clásico con el que hay que dialogar y discutir cada
vez que se abre uno de estos cajones del saber clasificado: econo
m ía, sociología, historia, filosofía.
Cuando uno entra en la biblioteca de Marx la imagen con la que
sale es la de que a llí vivió y trabajó un “hombre del Renacimiento”.
Tal es la diversidad de temas y asuntos que le interesaron. Y eso
que lo que él llam aba “la ciencia”, su investigación socioeconómi
ca de las leyes o tendencias del desarrollo del capitalismo, la hizo,
casi toda, en una biblioteca que no era la suya: la del Museo
Británico.
Una obra que no cabe en los cajones clasificatorios de nuestros
saberes es siempre una obra incómoda y problemática. Y ante ella
hay dos actitudes tan típicas como socorridas. Una es la de los
devotos. Consiste en proclamar que el Verdadero y Auténtico Saber
es, contra las clasificaciones establecidas por la Academia, el de
Nuestro Héroe. La otra actitud consiste en agarrarse a los cajones
y despreciar el saber incómodo, como diciendo: “si alguien no ha
sido filósofo profesional, ni economista matemático, ni sociólogo
del ramo, ni historiador de archivos, ni neutral teorizador de lo
político, es que no es nada, o casi nada”.
La primera actitud convierte al clásico en un santo de los que ya
en su tierna infancia se abstenían de mamar los primeros viernes
(aunque sea un santo laico). La segunda actitud ningunea al clási
co y recomienda a los jóvenes que no pierdan el tiempo leyéndolo
(aunque luego éstos acaben revisitándolo casi a escondidas).
Si el clásico tiene que ver, además, con la lucha de clases y ha
tomado partido en ella, como es el caso, la cosa se complica. Pues
los hagiógrafos convertirán la Ciencia de Nuestro Héroe en Templo
y los académicos le imputarán la responsabilidad por toda villanía
cometida en su nombre desde el día de su muerte. Por eso, y con
tra eso, Bertolt Brecht, que era de los que hacen pedagogía desde
la Compañía Laica de la Soledad, pudo decir con razón: Se ha escrito
tanto sobre M arx que éste ha acabado siendo un desconocido.
¿Y qué decir de un conocido tan desconocido sobre el que se ha
dicho ya de todo y todo lo contrario?
Pues, una vez más, que lo mejor es leerlo. Como si no fuera de
los nuestros, como si no fuera de los vuestros. Como se lee a cual
quier otro clásico cuyo amor el propio Marx compartió con otros
que no compartían sus ideas: a Shakespeare, a Diderot, a Goethe, a
Lessing, a Hegel. Tratándose de Marx, y en este país en el que esta
mos, conviene precisar: leerlo, no “releerlo”, como se pretende aquí
siempre que se habla de los clásicos. Porque pare releer de verdad
a un clásico hay que partir de una cierta tradición en la lectura. Y
en el caso de Marx, aquí, entre nosotros, no hay apenas tradición.
Sólo hubo un bosquejo, el que produjo Manuel Sacristán hace
ahora veintitantos años. Y ese bosquejo de tradición quedó trunca
do. Hablando de Marx, casi todo lo demás han sido lecturas frag
mentarias e intermitentes, lecturas instrumentales, lecturas a la
búsqueda de citas convenientes, lecturas traídas o llevadas por los
pelos para acogotar con ismos a los otros o para demostrar al próji
mo, con otros ismos, que tiene que arrepentirse y ponerse de rodi
llas ante eso que ahora se llam a Pensamiento Unico.
Marx sin ismos, pues. Tal es la intención de este libro: entender a
Marx sin los ismos que se crearon en su nombre y contra su nombre.
III
Karl Marx fue un revolucionario que quiso pensar radicalmente,
yendo a la raíz de las cosas. Fue un ilustrado crepuscular: un ilus
trado opuesto a toda forma de despotismo, que siendo, como era,
lector asiduo de Goethe y de Lessing, nunca pudo soportar el dicho
aquel de todo p a ra el pueblo pero sin el pueblo. Karl Marx fue un ilus
trado con una acentuada vena romántica, en muchas cosas empa
rentado con el poeta Heine, pero que nunca se dejó llam ar “román
tico” porque le producía malestar intelectual el sentimentalismo
declamatorio y añorante.
Karl Marx fue, de joven, un liberal que, con la edad y viendo lo
que pasaba a su alrededor (en la Alemania prusiana, en la Francia
liberal y en el hogar clásico del capitalismo) se propuso dar forma
a la más importante de las herejías del liberalismo político del si
glo X IX : el socialismo.
Karl Marx se hizo socialista y quiso convencer a los trabajadores
de que el mundo podía cambiar de base, de que el futuro sería so
cialista, porque en el mundo que le tocó vivir (el de las revolucio
nes europeas de 1848, el de la liberación de los siervos en Rusia, el
de las luchas contra el esclavismo, el de la guerra franco-prusiana,
el de la Comuna de París, el de la conversión de los EE.UU. de
Norteamérica en potencia económica m undial) no había más reme
dio que ser ya -pensaba é l- algo más que liberales.
Desde esa convicción, la idea central que Marx legó al siglo X X
se puede expresar así: el crecimiento espontáneo, supuestamente
“libre”, de las fuerzas del mercado capitalista desemboca en con
centración de capitales; la concentración de capitales desemboca en
el oligopolio y en el monopolio; y el monopolio acaba siendo ne
gación no sólo de la libertad de mercado sino también de todas las
otras libertades. Lo que se llam a “mercado libre” lleva en su seno
la serpiente de la contradicción: una nueva forma de barbarie. Rosa
Luxemburg tradujo plásticamente esta idea a disyuntiva: socialis
mo o barbarie.
IV
Como Marx era m uy racionalista, como aspiraba siempre a la
coherencia lógica y como se manifestaba casi siempre con mucha
contundencia apasionada, no es de extrañar que su obra esté llena
de contradicciones y de paradojas. Y como usaba mucho en sus es
critos la metáfora aclaratoria y abusaba de los ejemplos, tampoco es
de extrañar que algunos de los ejemplos que puso para ilustrar sus
ideas se le hayan vengado y que no pocas de sus metáforas se le
hayan vuelto en contra. Así es el mundo de las ideas.
Algunas de esas contradicciones llegó a verlas él mismo. Una de
ellas, la más honda, la menos formal, las más personal, la vió inclu
so con cierto humor negro: “Nunca se ha escrito tanto sobre el ca
pital —dijo el autor de El ca p ita l- careciendo de él hasta tal punto”.
Otras de esas contradicciones le hicieron sufrir hasta el final de su
vida. El, que no pretendió construir una filosofía de la historia, y
que así lo escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la con
tundencia que había dado a sus afirmaciones sobre la historia de los
hombres hicieron que, ya en vida, fuera considerado por sus segui
dores sobre todo como un filósofo de la historia. Él, que desprecia
ba todo dogmatismo, que tenía por máxima aquello de que hay que
dudar de todo y que presentaba la crítica precisamente como forma
de hacer entrar en razón a los dogmáticos, todavía tuvo tiempo de
ver cómo, en su nombre, se construía un sistema filosófico para los
que no tienen duda de nada y se exaltaba su método como llave
maestra para abrir las puertas de la explicación de todo.
Este Marx (sin ismos) tiene algo de paradójica grandeza y de con
ficto interior no asumido. Creyó que la razón de su vida era dar for
ma arquitectónica a la investigación científica de la sociedad, pero
dedicó meses y meses a polemizar con otros sobre asuntos políticos
que hoy nos parecen menores. Creyó que la historia avanza dialéc
ticamente por su lado malo (e incluso por su lado peor), y tal vez
acertó en general, pero no pudo o no supo prever que la verdad con
creta, inmediata, de esa razón fuera a ser otra forma de barbarie.
¿Acaso podemos, entre humanos, hablar de progreso tan en general?
Karl Marx amó tanto la razón ilustrada que se propuso, y pro
puso a los demás, un imposible: hacer del socialismo (o sea, de un
movimiento, de un ideal) una ciencia. Hoy, cuando el siglo acaba,
nos preguntamos si no hubiera sido mejor conservar para eso el
viejo nombre de utopía, seguir llamando al socialismo como lo lla
maban el propio Marx y sus amigos cuando eran jóvenes: pasión ra
zonada o razón apasionada. Pero en un siglo tan positivista y tan
cientificista como el que Marx maduro inauguraba tampoco podía
resultar extraño identificar la ciencia con la esperanza de los que
nada tenían. Hasta es posible que por eso mismo, por esa identifi
cación, los de abajo le amaran luego tanto. Y es seguro que por eso
casi todos los poderosos le odiaron y aún le odian (cuando no se
quedan con su ciencia y rechazan su política).
VI
Marx quería el comunismo, claro está, pero no lo quería crudo, ni
velador de talentos, pobre en necesidades; aunque su tono a veces
profético, como el del trueno, parecía negar al epicúreo que había en
él. ¿Será el escándalo moral que produce la observación de las
desigualdades sociales lo que hace proféticos a los epicúreos? Sea co
mo fuere, Marx estableció sin pestañear que la violencia es la
comadrona de la historia en tiempos de crisis; pero al mismo tiem
po criticó sin contemplaciones la pena de muerte y otras violencias.
Marx postuló que la libertad consiste en que el Estado deje de ser un
órgano superpuesto a la sociedad para convertirse en órgano subor
dinado a ella, aunque al mismo tiempo creyó necesaria la dictadura
del proletariado para llegar al comunismo, a la sociedad de iguales.
Marx, el Marx que se leerá en el siglo X X I, nunca hubiera llegado
a imaginar que un día, en un país lejano cuya lengua quiso apren
der de viejo, sería objeto de culto cuasirreligioso en nombre del
comunismo, o que en otro país, aún más lejano, y del que casi na
da supo, se le compararía con el sol rojo que calienta nuestros corazones.
Pero aquel tono profético con el que a veces trató de comunicar su
ciencia a los de abajo tal vez implicaba eso. O tal vez no. Quizás el
que esto haya ocurrido fue sólo la consecuencia de la traducción de
su pensamiento a otras lenguas, a otras culturas. Toda traducción
es traición. Y quien traduce para muchos traiciona más.
VII
Marx sin ismos, digo. Pero ¿es eso posible? Y ¿no será eso desvir
tuar la intención últim a de la obra de Marx? ¿Se puede separar a
Marx de lo que han sido el marxismo y el comunismo modernos?
¿Acaso se puede escribir sobre Marx sin tener en cuenta lo que han
sido los marxismos en este siglo? ¿No fue precisamente la inten
ción de Marx fundar un ismo, ese movimiento al que llamamos
comunismo? ¿Y no es precisamente esta intención, tan explícita
mente declarada, lo que ha diferenciado a Marx de otros científicos
sociales del siglo XIX ?
Para contestar a esas preguntas y justificar el título de este libro
hay que ir por partes. Marx fue crítico d el marxismo. Así lo dejó es
crito M axim ilien Rubel en el título de una obra importante aun
que no m uy leída. Rubel tenía razón. Que Marx haya pretendido
fundar una cosa llam ada marxismo es más que dudoso. Marx tenía
su ego, como todo hijo de vecino, pero no era Narciso. Es cierto,
en cambio, que mientras Marx vivió hubo algunos que le aprecia
ron tanto como para llamarse a sí mismos marxistas. Pero también
lo es que él mismo dijo aquello de “yo no soy m arxista”.
Con el paso del tiempo y la correspondiente descontextuali-
zación, esta frase, tantas veces citada, ha ido perdiendo el signifi
cado que tuvo en boca de quien la pronunció. Escribir sobre Marx
sin ismos es, pues, para empezar, restaurar el sentido originario de
aquel decir de Marx. Restaurar el sentido de una frase es como vol
ver a dar a la pintura los colores que originalm ente tuvo: leerla en
su contexto. Cuando Marx dijo a Engels, al parecer un par de veces,
entre 1880 y 1881, ya en su vejez, “yo no soy marxista”, estaba
protestando contra la lectura y aprovechamiento que por entonces
hacían de su obra económica y política gentes como los “posibilis-
tas” y guesdistas franceses, intelectuales y estudiantes del partido
obrero alemán y “am igos” rusos que interpretaban mecánicamente
El capital.
Por lo que se sabe de ese momento, a través de Engels, Marx dijo
aquello riendo. Pero más allá de la broma queda un asunto serio: a
Marx no le gustaba nada lo que empezaba a navegar entre los pró
ximos con el nombre de marxismo. Por supuesto, no podemos sa
ber lo que hubiera pensado de otras navegaciones posteriores. Pero
lo que sabemos da pie a restaurar el cuadro de otra manera. No
querría engañar a nadie: hacer de restaurador tiene algunos peli
gros, el principal de los cuales es que, a veces, uno se inventa colo
res demasiado vivos que tal vez no eran los de la paleta del pintor,
sino los que aman nuestros ojos. Tratándose de texto escrito pasa
algo parecido. Pero afrontar ese riesgo vale la pena. Y afrontarlo no
tiene por qué im plicar necesariamente declararse marxista. Esa es
otra cuestión. No hay por qué entrar en ella aquí. De la seria broma
del viejo Marx sólo pueden deducirse razonablemente dos cosas.
Primera: que al decir “yo no soy m arxista” el autor de la frase no
pretendía descalificar a la totalidad de sus seguidores ni, menos
aún, renunciar a sus ideas o a influir en otros. Y segunda: que para
leer bien a Marx no hace falta ser marxista. Quien quiera serlo hoy
tendrá que serlo, como pretendía el dramaturgo alemán Heiner
Müller, necesariamente por comparación con otras cosas. Y con sus
propios argumentos.
VIII
Queda todavía la otra pregunta: ¿se puede escribir hoy en día
sobre Marx sin entrar en el tema de su herencia política, es decir,
haciendo caso omiso de lo que ha sido la historia del comunismo
en el siglo x x ? Mi contestación a esa pregunta es: no sólo se puede
(pues, obviamente, hay quien lo hace), sino que se debe. Se debe
distinguir entre lo que Marx hizo y dijo como comunista y lo que
dijeron e hicieron otros, a lo largo del tiempo, en su nombre. Que
rría argumentar esto un poco.
La prostitución del nombre de la cosa de Marx, el comunismo
moderno, no es ya responsabilidad de Marx. Mucha gente piensa
que sí lo es e ironiza ahora sobre que Marx debería pedir perdón a
los trabajadores. Yo pienso que no. Diré por qué. Las tradiciones,
como las familias, crean vínculos m uy fuertes entre las gentes que
viven en ellas. La existencia de estos vínculos fuertes tiene casi
siempre como consecuencia el olvido de quién es cada cual en esa
tradición: las gentes se quedan sólo con el apellido de la fam ilia,
que es lo que se transm ite, y pierden el nombre propio. Esto ha
ocurrido también en la historia del comunismo. Pero de la misma
manera que es injusto culpabilizar a los hijos que llevan un mismo
apellido de delitos cometidos por sus padres, o viceversa, así tam
bién sería una injusticia histórica cargar al autor del M anifiesto
comunista con los errores y delitos de los que siguieron utilizando,
con buena o mala voluntad, su apellido.
Seamos sensatos por una vez. A nadie se le ocurriría hoy en día
echar sobre los hombros de Jesús de Nazaret la responsabilidad de
los delitos cometidos a lo largo de la historia por todos aquellos
que llevaron el apellido de cristianos, desde Torquemada al Ge
neral Pinochet pasando por el General Franco. Y, con toda seguri
dad, tildaríamos de sectario o insensato a quien pretendiera esta
blecer una relación causal entre el Sermón de la Montaña y la In
quisición romana o española. No sé si en el siglo XVI alguien pensó
que Jesús de Nazaret tenía que pedir perdón a los indios de
América por las barbaridades que los cristianos europeos hicieron
con ellos en nombre de Cristo. Sólo conozco a uno que, con valen
tía, escribió algo parecido a esto. Pero ese alguien no dijo que el
que tuviera que pedir perdón fuera Jesús de Nazaret; dijo que los
que tenían que hacerse perdonar por sus crímenes eran los cris
tianos mandamases contemporáneos.
¿Comparaciones odiosas? No conozco otra forma más ecuánime
de hacer historia de las ideas. Eso lo aprendí de Isaiah Berlín, con
cuya obra sobre Karl Marx, muy conocida, discuto en este libro,
precisamente porque en este caso Berlín no me parece ecuánime y
porque discutiendo con los maestros se aprende.
Y, puesto ya a las comparaciones odiosas, añadiré que también
hay algo que aprender de la restauración historiográfica reciente
de la vida y los hechos de Jesús de Nazaret, a saber: que ha habido
otros evangelios, además de los canónicos, y que el estudio de la
documentación descubierta al respecto en los últimos tiempos
(desde los evangelios gnósticos a algunos de los Manuscritos del
Mar Muerto) muestra que tal vez esas otras historias de la historia
sagrada estaban más cerca de la verdad que la Verdad canonizada.
En esa odiosa comparación me he inspirado para leer a Marx a
través de los ojos de tres autores que no fueron ni comunistas orto
doxos, ni marxistas canónicos, ni evangelistas: Korsch, Rubel y
Sacristán. Hay varias cosas que diferencian la lectura de Marx que
hicieron estos tres. Pero hay otras, sustanciales para m í, en las que
coinciden: el rigor filológico, la atención a los contextos históricos
y la total ausencia de beatería no sólo en lo que respecta a Marx
sino también en lo que atañe a la historia del comunismo. También
ellos hubieran podido decir (y, de hecho, lo dijeron a su manera)
que no eran marxistas. Y, sin embargo, pocas lecturas de Marx se
guirán siendo tan estimulantes como las que ellos hicieron.
IX
Recupero ahora el final del punto primero de este escrito para
concluir sobre la relación entre Marx y el comunismo moderno.
No sólo me parece presuntuoso, sino manifiestamente falso,
deducir de la desaparición del comunismo como Poder la muerte de
toda forma de comunismo. Concluir tal cosa ahora, en 1998, es un
contrafáctico, es una afirmación contra los hechos: en el mundo si
gue habiendo comunistas, personas, partidos y movimientos que se
llaman así. Los hay en Europa y en América, en África y en Asia.
Nuestros medios de comunicación, que han publicado numerosísi
mas reseñas del Libro negro d el comunismo, apenas si se han fijado en
ello, pero, con motivo del 150 aniversario de la aparición del M a
nifiesto C om unista, este mismo año se reunieron en París m il seis
cientas personas, llegadas de Asia y de África, de las dos Américas
y de todos los rincones de Europa, que coincidían en esto: la idea
de comunismo sigue viva en el mundo. Tampoco es habitual ahora
tener en cuenta la opinión de historiadores, filósofos y literatos
que, como el ruso Alexander Zinoviev o el italiano Giorgio G alli,
hacen hoy la defensa del comunismo, d el otro comunismo, sin ser co
munistas y después de haber cantado en décadas pasadas verdades
como las del lucero del alba que les valieron la acusación de anti
comunistas. Son los otros ex-, de los que casi nunca se habla, los que
cambiaron de otra manera porque atendieron, contra la corriente, a
las otras verdades.
Antes de ofrecerse como fiscal para la práctica, tan socorrida, de
los juicios sumarísimos en los que, por simplificación, se mete en
un mismo saco a las víctimas con los victimarios conviene ponerse
la mano en corazón y preguntarse, sin prejuicios, por qué, como
decía el título de una película irónica, hay personas que no se aver
güenzan de haber tenido padres comunistas, por qué, a pesar de
todo, sigue habiendo comunistas en un mundo como el nuestro.
Si sigue habiendo comunistas en este mundo es porque el comu
nismo de los siglos XIX y X X , el de los tatarabuelos, bisabuelos,
abuelos y padres de los jóvenes de hoy, no ha sido sólo poder y
despotismo. Ha sido también ideario y movimiento de liberación
de los anónimos por antonomasia. Hay un Libro Blanco del comu
nismo que está por reescribir. Muchas de las páginas de ese Libro,
hoy casi desconocido para los más jóvenes, las bosquejaron per
sonas anónimas que dieron lo mejor de sus vidas en la lucha por la
libertad en países en los que no había libertad; en la lucha por la uni
versalización del sufragio en países en los que el sufragio era lim i
tado; en la lucha en favor de la democracia en países donde no ha
bía democracia; en la lucha en favor de los derechos sociales de la
mayoría donde los derechos sociales eran ignorados u otorgados só
lo a una minoría. Muchas de esas personas anónimas, en España y
en Grecia, en Italia y en Francia, en Inglaterra y en Portugal, y en
tantas otras partes del mundo, no tuvieron nunca ningún poder ni
tuvieron nada que ver con el estalinismo, ni oprimieron despótica
mente a otros semejantes, ni justificaron la razón de Estado, ni se
mancharon las manos con la apropiación privada del dinero público.
Al decir que el Libro Blanco del comunismo está por reescribir
no estoy proponiendo la restauración de una vieja Leyenda para
arrinconar o hacer olvidar otras verdades amargas contenidas en los
Libros Negros. No es eso. Ni siquiera estoy hablando de inocencia.
Como sugirió Brecht en un poema célebre, tampoco lo mejor del
comunismo del siglo X X , el de aquellos que hubieran querido ser
amistosos con el prójimo, pudo, en aquellas circunstancias, ser
amable. La historia del comunismo del siglo x x tiene que ser vista
como lo que es, como una tragedia. El siglo X X ha aprendido de
masiado sobre el fruto del árbol del Bien y del Mal como para que
uno se atreva ahora a emplear la palabra “inocencia” sin más. Hablo,
pues, de justicia. Y la justicia es también cosa de la historiografía.
¿Qué historiografía se puede proponer a los más jóvenes? ¿Cómo
enlazar la biografía intelectual de Karl Marx con las insoslayables
preocupaciones del presente? Estas son preguntas que se pueden
tomar como un reto intelectual hoy en día.
Tal vez la mejor manera de entender a Marx desde las preocupa
ciones de este fin de siglo no pueda ser ya la sencilla reproducción
de un gran relato lineal que siguiera cronológicamente los momen
tos claves de la historia de Europa y del mundo en el siglo X X co
mo en una novela de Balzac o de Tolstoi. Durante mucho tiempo
esa fue la forma, vamos a decirlo así, “natural”, de comprensión de
las cosas; una forma que cuadraba bien con la importancia colecti
vamente concedida a las tradiciones culturales y, sobre todo, a la
transmisión de las ideas básicas de generación en generación. Pero
seguramente ya no es la forma adecuada. El gran relato lineal no es
ya, desde luego, lo habitual en el ámbito de la narrativa. Y es
dudoso que pueda seguir siéndolo en el campo de la historiografía
cuando la cultura de las imágenes fragmentadas que ofrecen el
cine, la televisión y el vídeo ha calado tan hondamente en nuestras
sociedades. El posmodernismo es la etapa superior del capitalismo
y, como escribió John Berger con toda la razón, “el papel histórico
del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el
pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo
que está a punto de ocurrir”. Así ha sido. Y así es.
Y si así ha sido y así es entonces a quienes se han formado ya en
la cultura de las imágenes fragmentadas hay que hacerles una pro
puesta distinta del gran relato cronológico para que se interesen
por lo que Marx fue e hizo; una propuesta que restaure, mediante
imágenes fragmentarias, la persistencia de la centralidad de la lu
cha de clases en nuestra época entre los claroscuros de la tragedia
del siglo X X .
Imaginemos una cinta sin fin que proyecta ininterrumpidamente
imágenes sobre una pantalla. En el momento en que llegamos a la
proyección una voz en o ff lee las palabras del epílogo histórico a
Puerca tierra de John Berger. Son palabras que hablan de tradición,
supervivencia y resistencia, del lento paso desde el mundo rural al
mundo de la industria, de la destrucción de culturas por el indus
trialism o y de la resistencia social a esa destrucción. Estas palabras
introducen la imagen de la tumba de los Marx en el cementerio
londinense presidida por la gran cabeza de Karl, según una secuen
cia de la película de M ike Leigh G randes ambiciones en la que el pro
tagonista explica, en la Inglaterra thatcheriana, “cuando los obre
ros se apuñalan a sí mismos por la espalda”, por qué fue “grande”
aquella cabeza. La secuencia acaba con un plano que va de los ojos
del protagonista a lo alto del busto marmóreo de Marx mientras la
protagonista, a quien va dirigida la explicación, se interesa por las
siemprevivas del cementerio (“y tuvimos que m irar la naturaleza
con im paciencia”, dice Brecht a los por nacer; “en casa siempre
tengo siemprevivas”, dice la protagonista de la película de Leigh).
La explicación de la grandeza de Marx por el protagonista de
G randes ambiciones enlaza bien con la reflexión de Berger y permite
pasar directamente a la secuencia final de La tierra de la gran prom e
sa de A. W ajda, la de la huelga de los trabajadores del textil en
Lodz, que sintetiza en toda su crudeza las contradicciones del trán
sito sociocultural del mundo rural al mundo de la industria en la
época del primer capitalismo salvaje. Entre el Lodz de W ajda y el
Londres de Leigh hay cien años de salvajismo capitalista. Vuelve la
imagen de Marx en el cementerio londinense. Pero en la cinta sin
fin hemos montado, sin solución de continuidad, otra imagen: la
que inicia la larga secuencia de La m irada de Ulises de Angelopou-
los con el traslado de una gigantesca estatua de Lenin en barcaza
por el Danubio.
Es esta una de las secuencias más interesantes del cine europeo de
la últim a década, por lo que dice y por lo que sugiere. Presencia
mos, efectivamente, el final de un mundo, una historia que se
acaba: el símbolo del gran mito del siglo X X navega ahora de Este
a Oeste por el Danubio para ser vendido por los restos de la nomen-
klatura a los coleccionistas del capitalismo vencedor en la tercera
guerra m undial. Es una secuencia lenta y larga, de final incierto,
que se queda para siempre en la retina de quien la contempla. La
cortamos, de momento, para introducir otra. Estamos viendo ahora
la secuencia clave de U nderground de Emir Kusturica: la restau
ración del viejo mito platónico de la caverna como parábola de lo
que un día se llamó “socialismo real”. El intelectual burócrata ha
conseguido hacer creer al héroe de la resistencia antinazi, en el sub
terráneo, que la vida sigue igual, que la resistencia antinazi con
tinúa, y maneja los hilos de la historia como en un gran guiñol
mientras un personaje secundario, pero esencial, repite, entre cha
rangas y esperpentos, una sola palabra: “la catástrofe”.
N inguna otra imagen ha explicado mejor, y con más verdad, que
esta de Kusturica, el origen de la catástrofe del “socialismo real”.
Hay muchas cosas importantes en esta película en la que los sim
ples sólo ven ideología proserbia. Pero fragmentamos U nderground
para volver a La m irada de U lises, ahora con otra verdad a cuestas,
la del pecado original del “socialismo real”. La barcaza sigue desli
zándose por el Danubio con la gigantesca estatua de Lenin también
fragmentada. Lo hace lentamente, muy lentamente. Desde la orilla
del gran río las gentes la acompañan, expectantes unos, en actitud
de respeto religioso otros, asombrados los más. Da tiempo a pen
sar: el mundo de la gran política ha cambiado; una época termina;
pero no es el final de la historia: las viejas costumbres persisten en
el corazón de Europa. Tal vez no todo era caverna en aquel mundo.
Cae la noche y la gran barcaza con su estatua de Lenin montada
para ser vendida enfila la bocana del puerto fluvial. Cortamos la
secuencia al caer la noche. Donde antes estaba el Danubio está
ahora el Adriático, hay ahora otro barco, el Partizani: es la secuen
cia final de Lamerica de Gianni Amelio con la im agen, impresio
nante, del barco atestado de albaneses pobres que huyen hacia
Italia mientras el capitalismo vuelve, gozoso, a sus negocios y nues
tro protagonista ha conocido un nuevo corazón de las tinieblas.
Premonición de lo que no había de ser el hegeliano Final de la H is
toria sino el comienzo de otra historia, por lo demás m uy parecida
a las otras historias de la Historia.
Cinta sin fin . Otra vez las palabras de Berger, la cabeza de Marx
en el cementerio londinense, la gran estatua de Lenin navegando,
lenta, muy lentamente, por el Danubio. ¿Llega realmente a su des
tino? Puede haber pensamiento en la fragmentación: la explicación
de Leigh en G randes am biciones, que se repite: “Era un gigante. Lo
que él [M arx] hizo fue poner por escrito la verdad. El pueblo esta
ba siendo explotado. Sin él no habría habido sindicatos, ni estado
del bienestar, ni industrias nacionalizadas....”. Lo dice un traba
jador inglés de hoy que, además (y eso importa) no quiere rollos
ideológicos ni ama los sermones. Y tampoco es la suya la últim a
palabra. La cinta sigue. Cinta sin fin .
En esa cinta está Marx. Ha habido muchas cosas en el mundo que
no cupieron en la cabeza de Marx. Cosas que no tienen que ver con
la lucha de clases. Cierto. Pero de la misma manera que nunca se
entenderá lo que hay en el Museo del Prado sin la restauración his-
toriográfica de la cultura cristiana tampoco se entenderá el gran cine
de nuestra época, el cine que habla de los grandes problemas de los
hombres anónimos, sin haber leído a Marx. Sin ismos, por supuesto.
Barcelona, septiembre di 1998
Sería un error construir a partir de las desgracias por las que
Marx tuvo que pasar en la década de los cincuenta y de su re
sistencia moral algo así como una hagiografía, una leyenda
dorada como la que suele trazarse de esos santos a los que, como
decía Unamuno, para mayor edificación, se les presenta abs
teniéndose de mamar los viernes, ya desde su primera infancia
M an uel S a c r ist á n , K a rl M arx , 1 9 7 5
Karl Marx nació, en 1818, en Tréveris (Trier), una pequeña v illa
de Renania de origen romano que históricamente había sido puen
te entre las culturas alemana y francesa. El año en que nació Marx
la población de Tréveris apenas llegaba a los doce m il habitantes.
La fam ilia de Marx era hebrea, rabínica por ambas ramas: el abue
lo paterno había sido rabino en la ciudad; el abuelo materno lo fue
en Holanda. Su padre, Hirschel Marx, fue un jurista ilustrado que
ejercía un cargo público de cierta importancia en representación de
sus colegas ante los tribunales; se había convertido al protestan
tismo en 1817 e hizo bautizar a los hijos por la Iglesia Evangélica
en 1824. Hirschel Marx era un ilustrado a la alemana: se considera
ba kantiano y admirador de Voltaire, de Diderot, de Rousseau y de
Lessing; la madre de Karl, Henriette Pressburg, holandesa de ori
gen, no llegó nunca a aclimatarse del todo en Alemania aunque se
bautizó también, siguiendo al marido, por conveniencias familiares.
Se ha discutido mucho acerca del reflejo que pudo tener en la
obra de Marx esta ascendencia judía y muchas veces, a lo largo de
su vida y después de su muerte, se le ha calificado de “judío ale
m án” con intenciones diversas. Pero la crítica histórica actual
tiende a dar esta discusión por saldada: no tiene fundamento la es
peculación que trata de explicar las ideas de Marx por su “judais
mo”, pues ni la educación ni la cultura ni la inspiración principal
de su obra fueron judías. En ninguno de los escritos del padre de
Marx figura una sola palabra que haga alusión a una vinculación
espiritual de la fam ilia con la religión judía. El propio Karl Marx
no quiso hacer nunca cuestión específica del problema judío y la
única vez que trató el asunto por extenso presentó a los judíos co
mo víctimas y actores de la más general alienación social, la que,
en su opinión, es característica de la mercantilización general de la
vida en la sociedad capitalista.
Tampoco se puede decir que Karl Marx haya sido un niño precoz.
Pasó los exámenes en el colegio con suficiencia, pero sin destacar
gran cosa. En la enseñanza secundaria, que siguió en el Instituto
Friedrich W ilhelm de Tréveris durante los años 1830-1835, re
cibió una sólida educación de orientación humanista. Fue el octa
vo de una clase de treinta y dos alumnos: bueno en lenguas clási
cas, regular en religión, flojo en matemáticas y bastante flojo en
historia. Sus profesores dejaron dicho de él que era estudioso, agu
do y muy apasionado tanto en el hacer como en el escribir. Quienes
le conocieron elogiaron sus redacciones sobre temas literarios y su
capacidad en la comprensión de lenguas clásicas, aunque el direc
tor del Instituto consideró que los escritos del adolescente Karl
Marx en alemán acusaban una exagerada búsqueda de la expresión
insólita y pintoresca. Sus condiscípulos de entonces le han recor
dado por la facilidad que tenía para inventar historias, por sus
dotes de polemista y por el ím petu con que trataba de imponer a
los demás las opiniones propias. Parece que sus aficiones de ado
lescente eran sobre todo la poesía y la redacción de libelos. Tenía la
plum a fácil pero enrevesada.
P a r a ser u n h om bre completo
En 1835, al acabar los estudios preuniversitarios, aquel joven
escribía, en las entonces acostumbradas, casi obligadas, reflexiones
sobre la elección de carrera, estas palabras:
La carrera que hay que elegir es aquella que nos proporcione la
mayor dignidad posible y nos ofrezca el más amplio campo para ac
tuar en beneficio de la humanidad y que nos permita acercarnos a la
perfección, meta general para alcanzar la cual todo lo demás son me
dios. [...} Pues quien crea sólo para sí mismo tal vez puede conver
tirse en un célebre doctor, en un gran sabio o en un excelente poeta,
pero no llegará a ser un hombre completo y verdaderamente grande.
Como todas las redacciones escolares de este tipo tampoco ésta
[.Escritos de juventud, 1982, 1, 1-4] tiene por qué ser considerada
particularmente original. Lo más probable es que Karl Marx haya
dicho en ella lo que sus profesores esperaban que dijera. Es natural
que en un Instituto en el que, por lo que sabemos, predominaba el
talante liberal, y con un padre como el que Karl tenía, la decla
ración de intenciones del chico cobrara resonancias del Emilio de
Rousseau. De todas formas, los biógrafos han creído ver en esta
redacción escolar el bosquejo adolescente de un tema que tuvo
memorable expresión en el H yperion de Holderlin, y que éste com
partió con el Goethe de W ilhelm M eister y con el Schiller de la
Educación estética, a saber: la aspiración a la plenitud del desarrollo
humano, a la superación de los lím ites impuestos por aquella d i
visión del trabajo sin la cual ninguna sociedad moderna puede fun
cionar; un tema que, sin duda, estaba en el ambiente de la Alema
nia de entonces, pero que ocuparía ya permanentemente a Marx
desde los M anuscritos de Varis de 1844. No se fuerza nada la exége-
sis si se añade que esta aspiración a la plenitud del desarrollo hu
mano omnilateral tiene relación directa también con la primera
formulación marxiana, todavía poético-imaginativa, de la idea de
“reificación” o “alienación”.
A sp ir a n t e a ju r is t a y ja r a n e r o
El mismo año 1835 Marx ingresó en la Universidad de Bonn
para seguir estudios jurídicos, pero se interesó al mismo tiempo
por temas filosóficos y artísticos. Bonn era la ciudad universitaria
más próxima a Tréveris, una universidad pequeña en la que las aso-
daciones estudiantiles traían de cabeza a las autoridades. Se sabe
que el joven Marx asistió a llí a conferencias de August W ilhelm
Schlegel sobre literatura antigua (Homero, Propercio) y a clases de
F. G. W elcker sobre m itología.
El joven Marx de Bonn parece haber sido un universitario jara
nero, alborotador y lleno de proyectos. Se hizo miembro de la aso
ciación estudiantil que agrupaba en aquella ciudad universitaria a
los alumnos procedentes de Tréveris y, como hijo de una tierra de
buenos vinos, participó en los jolgorios de los estudiantes bebe
dores. Incluso tuvo que pasar un día, en junio de 1835, en prisión
preventiva por “embriaguez y escándalo perturbador de la noche”.
Desoyendo los consejos de su padre se metió en las riñas y duelos
entre asociaciones de estudiantes. Se dice que fue visto en alguna
ocasión llevando armas de las que se usan en los duelos y que en
1836, poco antes de partir para Berlín, llegó a batirse con un
miembro de la asociación Borussia, grupo aristocrático adversario
del suyo al que los otros consideraban provinciano. También par
ticipó a llí en el Club de los Poetas, en este caso con la aprobación
explícita del padre.
A m o r y filosofía
El verano y parte del otoño de 1836 los pasó Karl Marx en Tré
veris, donde se prometió en secreto con Jenny von Westphalen
(1814-1881). La fam ilia de los Von Westphalen pertenecía a la no
bleza prusiana, por lo que el inicio de la relación de Karl y Jenny
no fue precisamente fácil. Cuando Karl, siguiendo las reglas de so
ciedad de la época, pidió oficialmente la mano de Jenny, los padres
de ésta contestaron con una negativa categórica. Jenny cayó enfer
ma de depresión y necesitó tratamiento médico durante algún
tiempo. Ludwig von W estphalen, el padre de la novia, se hizo en
tonces más comprensivo; pero, luego, la muerte del padre de Marx,
en 1838, y la del padre de Jenny, en 1842, volvió a complicar las
cosas por las reticencias de las madres. La relación a distancia, hasta
la boda, duraría siete años. Durante ese tiempo Karl Marx estuvo
inquieto y a veces irascible. Por lo que sabemos, su estado de
ánimo oscilaba entre la añoranza, la melancolía, la desesperación y
la protesta frente a la conducta de los mayores. Todavía poco antes
de casarse, a los veinticuatro años, cuando era ya conocido como
“Doktor Marx”, escribía a un amigo:
Puedo garantizarte sin ninguna clase de romanticismo que estoy
enamorado de pies a cabeza, de la forma más seria que imaginarte
puedas. Hace ya más de siete años que estoy comprometido y mi
novia ha librado por mí, al precio de la salud, los más duros comba
tes: en parte contra su parentela aristocratiquísima, para quienes el
“Señor que está en el cielo” y el “Señor que está en Berlín” son el obje
to de un mismo culto, y en parte contra mi propia familia, en la cual
han anidado algunos curas y otros adversarios míos. Mi novia y yo
hemos librado a causa de esto, durante algunos años, más batallas
inútiles que muchos otros que son tres veces más viejos y que no
paran de hablar de su experiencia.
Algunos biógrafos han exagerado este episodio de la vida de
Marx refiriéndose a los prejuicios de la época ante la unión de una
aristócrata (física e intelectualmente encantadora, según todos los
testimonios) y un plebeyo (que no era agraciado, tenía cuatro años
menos que la novia y, para colmo, era de origen judío). Pero aun
que hubo, desde luego, dificultades, éstas no fueron tantas, ni tan
agudas y singulares como quiere la leyenda: la posición social de
los Marx no era precisamente la propia de plebleyos, sino relativa
mente distinguida en la pequeña Tréveris; y, por otra parte, todo
indica que el joven Marx tuvo una buena relación con Ludwig von
W estphalen, el padre de Jenny, al que en 1841 dedicaría su tesis
doctoral. Marx habló siempre del padre de Jenny con cordialidad y
afecto y en una ocasión le calificó por escrito de “paternal am igo”.
La verdad es que el joven Marx universitario admiraba en el pa
dre de Jenny su cultura clásica, su amor al progreso y su “idealis
mo esplendoroso y convincente”. Fue Ludwig von Westphalen, el
cual sabía griego y latín, hablaba inglés y conocía el español y el ita
liano, quien propuso a Marx algunas de sus principales lecturas
literarias en las lenguas originales: Homero y los trágicos griegos,
Dante, Shakespeare y Cervantes; autores, todos ellos, abundante
mente citados todavía en sus obras de madurez. Es posible, además,
que la conversación con este hombre, de ideas saintsimonianas, ha
ya significado para el joven Marx la primera noticia de ideas vaga
mente socialistas. En cualquier caso, no hay documentos para argu
mentar que aquella sim patía de Karl Marx por su suegro no haya
sido recíproca; los hay, en cambio, que atestiguan una buena y per
sistente relación de amistad entre Hirschel Marx y Ludwig von
Westphalen.
De modo que el obstáculo principal en el inicio de aquella rela
ción amorosa no parece haber sido la existencia de prejuicios ra
ciales en la fam ilia Von W estphalen sino más bien ciertas discre
pancias político-religiosas de orden más general con el hermanas
tro de Jenny, Ferdinand von Westphalen (convertido en cabeza de
fam ilia después de la muerte de Ludwig) unidas a diferencias de
opinión sobre cuestiones domésticas con repercusión económica
para el futuro de las fam ilias respectivas, diferencias aducidas, por
cierto, tanto por parte de la madre de Jenny, Karoline Heubel,
como por parte de la madre de Karl después de la muerte de su
marido. El propio Karl Marx, ya viejo, quiso quitar importancia a
los supuestos prejuicios familiares que, según se decía, dificultaron
la relación con Jenny en los años de juventud. Cuando en 1881
Charles Longuet, su yerno, publicó en el periódico parisino Ju stice
una necrológica de Jenny von W estphalen en la que contaba que
ésta tuvo que superar los prejuicios raciales para casarse con el hijo
de un abogado judío, Marx replicó: “Esa historia es una pura in
vención. No hubo prejuicios que superar”.
E n B e r l ín
En octubre de 1836 Karl Marx, por consejo del padre, se trasladó
a Berlín para continuar los estudios jurídicos. La facultad de De
recho de Berlín estaba dominada entonces por el recuerdo de la fi
gura de Hegel, quien había muerto sólo cinco años antes. La opi
nión dominante en la Universidad era que el pensamiento de He-
gel constituía la filosofía definitiva y sus principales discípulos se
dedicaban, desde 1832, a editar las lecciones no publicadas del
maestro y a tratar de desarrollar las implicaciones de su doctrina en
los diferentes campos. Eduard Gans, uno de los discípulos y edi
tores de H egel, había escrito: “La filosofía ha cerrado ya el círculo;
su progreso debe ser considerado sólo como el meditado trabajo
sobre su {de Hegel} m aterial en la misma línea que el reciente
mente fallecido ha indicado con tanta claridad y precisión”.
Cuando Marx llegó a Berlín Eduard Gans, que defendía el sis
tema filosófico hegeliano con total fidelidad, tenía como competi
dor en la Facultad de Derecho a F. K. Savigny, fundador y princi
pal teórico de la llam ada Escuela Histórica del Derecho. Mientras
Gans exaltaba los beneficiosos resultados de la revolución francesa
en la historia de la humanidad, Savigny vinculaba el derecho con
el espíritu y la historia de la nación y teorizaba acerca del Estado
cristiano-germánico. Marx siguió las clases de los dos, interesán
dose sobre todo por la filosofía del derecho. Savigny certificó que
Marx había seguido sus cursos con notable aprovechamiento; Gans
calificó su trabajo de sobresaliente. Por lo que sabemos, a través de
una carta que el joven universitario escribe a su padre en 1837, no
parece que Marx se haya sentido especialmente atraído por el pro
gram a de ninguno de los dos profesores, pues enseguida buscó ins
piración y formación fuera de la Facultad de Derecho. Además de
manuales jurídicos y filosóficos, Marx leyó y extractó en Berlín el
Laooconte de Lessing, Eruñn de Solger y La historia d el arte en la An
tigü edad de W inckelm ann, tradujo fragmentos de Ovidio y la G er-
m ania de Tácito y se puso a estudiar por su cuenta italiano e inglés.
Probablemente también leyó entonces (hacia el verano de 1837) la
Estética y otras obras de Hegel. Aunque inicialm ente opuesto a la
filosofía de H egel, cuya música (“una melodía grotesca y pesada”,
dice) no le agradaba, Marx se sentía al mismo tiempo subyugado
por la grandiosidad intelectual del sistema hegeliano.
Las noticias que nos han llegado de la época berlinesa hablan de
un joven universitario en crisis, con problemas de salud, muy dado
al autoanálisis, con creciente vocación literaria, románticamente
enamorado pero al mismo tiempo con cierta sensación de fracaso
personal. Esa es al menos la idea que se deduce de lo que él mismo
le cuenta a su padre [Escritos de ju ventu d, 1, 5-13]. ¿Se corresponde
con lo que pensaban de él los otros? No demasiado. Aquella crisis
no debió durar mucho. Sus amigos berlineses de entonces le ven
menos añorante y atormentado que como él se ve a sí mismo en la
carta al padre. La mayoría le consideraba un “joven león”, impetuo
so, agresivo, agudo. Uno de estos amigos dice de él que era, hacia
1839, “un almacén de ideas y una fábrica de pensamientos”. Jenny
von W estphalen le llam aba habitualmente “jabalí”.
P a s ió n in t e l e c t u a l y p a s ió n a m o r o s a
Poco a poco el joven Marx parece haber ido perdiendo interés por
las clases universitarias. Ya en 1838 se siente más a gusto en las
discusiones sobre religión y política en el Club de los Doctores
(una asociación de universitarios posgtraduados, de la que formaba
parte con personas de más edad que él), o en las tertulias literarias
que se celebraban en el salón de Bettina von Arnim, en Unter den
Linden, que cumpliendo con los manuales y las clases universi
tarias. En el Club de los Doctores conoció y trató Marx a algunos
de los principales exponentes jóvenes de la cultura berlinesa de la
época: a J . F. Koppen, historiador, estudioso de la revolución fran
cesa, quien le dedicó, en prueba de am istad, un folleto sobre Fe
derico el Grande; a Bruno Bauer, el jefe de los jóvenes hegelianos,
que personificaba la crítica de entonces y que orientaría pronto su
tesis doctoral; y a Adolf Rutenberg, profesor y periodista, que le
introdujo en el mundo del publicismo. Para un joven de carácter
polémico, en cuya cabeza bullían constantemente ideas y pensa
mientos nuevos, el Club de los Doctores representaba ante todo la
libertad de crítica que no podía encontrar en la Universidad, la dis
cusión en torno a la recuperación del verdadero cristianismo desfi
gurado por la m itología, la protesta contra la religión oficial iden
tificada con el Estado, la configuración de un liberalismo cons
titucional opuesto al absolutismo prusiano.
Pero la pasión intelectual le resultaba al joven estudiante berlinés
insatisfactoria. A ella se superpone constantemente la pasión amo
rosa alim entada, como suele ocurrir, por las reticencias familiares y
por la distancia de la persona amada.
Poco después de llegar a Berlín, todavía en 1836, el joven Karl
escribe sobre el descubimiento de un mundo nuevo: “el mundo del
amor”. Y cuando Jenny von W estphalen, enamorada pero discreta,
le prohibe, en tono cortés y educado, que continúe una correspon
dencia que la hace llorar más de una vez, Marx describe el propio
estado de ánimo hablando de “ebriedad nostálgica” y ve su alma
llena de fantasmas. Eran seguramente los fantasmas de un nuevo
romanticismo, en el que la añoranza interior y la nostalgia, confe
sadas al padre, contrastan con la expresión grandilocuente de los
sentimientos en uno de los poemas dedicados a la amada:
Arrogante, con flameantes vestiduras,
el corazón transfigurado por la luz,
orgulloso, abandono obligaciones y ataduras,
piso firme por anchas salas,
revelo ante tu semblante el dolor
y los sueños se convierten en el árbol de la vida.
R o m a n t i c i s m o y h e g e l ia n i s m o
En 1837, mientras Giacomo Leopardi agoniza en las laderas del
Vesubio, el joven Marx, que está en un momento crítico de su vida,
en un momento de transición entre la pasión literaria y la vocación
filosófica, se hallaba bajo un tipo de influencias m uy próximas al
romanticismo. Probablemente, como tantos otros jóvenes en esas
condiciones, Marx confundía vocación literaria con pasión amorosa
insatisfecha. En una célebre carta, escrita el diez de noviembre de
ese año, le explica a su padre que en situaciones así, de crisis, los
hombres escriben poesía lírica “para erigir un monumento a lo que
han vivido, para recuperar en la imaginación el puesto perdido en
la acción”. Ya al final de la carta al padre, Marx confiesa su orien
tación filosófica: cómo se ha sentido atraído por lo que es el co
mienzo mismo del sistema hegeliano mientras escribía un poema
filosófico en el que, padójicamente, creía estar luchando contra He
gel. Marx, que tiene entonces diecinueve años, declara allí, con
cierto aire de juvenil derrota intelectual, la influencia en él de la
filosofía hegeliana: el descubrimiento de que, a pesar de todos sus
esfuerzos, la conclusión filosófica alcanzada era la primera palabra,
o el punto de partida, del sistema hegeliano. Todavía hoy quien se
ponga a leer a esa edad las Lecciones sobre la filoso fía de la historia u n i
versal o la Fenomenología de G.W. F. Hegel comprenderá enseguida
esta atracción singular.
Pues bien, al confesar aquella atracción intelectual indeseada, el
joven Karl Marx usa una imagen que nos pone en la pista de la
dirección en que evolucionaba su talante romántico de entonces;
una imagen tomada en préstamo del romanticismo en la clave
satírica de H. Heine {“Frieden” (Paz), del ciclo titulado M ar del
Norte]: “Esta criatura m ía predilecta, alim entada al claro de luna,
me arrastra, como una sirena engañadora, a los brazos del enemi
go”. Es notable que Marx haya usado una imagen procedente de
una poesía que luego Heine eliminó de M ar d el Norte por conside
rarla demasiado satírica. En la influencia de la poesía satírico-revo-
lucionaria de Heine y en aquel titanismo prometeico, que se respi
ra tanto en algunas de las poesías marxianas de esa época como en
lo que acabaría siendo su tesis doctoral, se puede ver ya un apunte
de la diferencia de talante entre el clasicismo romántico a lo
Hólderlin y el clasicismo romántico del joven Marx.
Durante los años de estudiante universitario en Berlín, Marx es
cribió mucha literatura: tres cuadernos para un Libro d el am or, un
Libro de los cantos, una novela humorística titulada Escorpion u n d Fé
lix a la manera de Sterne y un drama fantástico titulado Oulanem.
El Libro d el am or y el Libro de los cantos se han perdido, probable
mente destruidos por el propio Marx en su madurez. En la novela
humorística, que ha sido vista por la crítica como un interesante
intento de tratar cuestiones políticas en una forma literaria influi
da por el Tristam Shandy de Sterne y por las Impresiones de via je de
Heine, hay además numerosas alusiones a la B iblia, a Ovidio, a
W inckelmann, a Goethe, al Vicario de Wakefield de Goldsmith, a Los
elixires d el diablo de Hoffmann y a Shakespeare. Oulanem pone de
manifiesto, entre otras cosas, la influencia que tuvo en el joven
Marx la lectura del Faust de Goethe. Marx se dedica a llí a zaherir
el autodidactismo y el filisteísmo de quien cree tener ideas propias
y colecciona pensamientos como otros podrían coleccionar piedras
e ironiza sobre la búsqueda de eternidad que “nos convierte en ca
lendarios del Tiempo y del Espacio” y sobre el tópico romántico
del trato fam iliar con la Muerte “que lleva pantalones y zapatos”.
Son seguramente estas páginas irónicas lo mejor que produjo el
acercamiento del joven Marx a la literatura.
Sus pinitos líricos son, en cambio, más bien decepcionantes, co
mo sospechó el padre, que no quería ver a Karl convertido en poeta
romántico de segunda fila. La mayoría de los poemas juveniles de
Marx se han perdido. Pero la edición de la Nueva M ega ha inclui
do varios poemas sueltos de esa época recuperados, algunos de ellos
dedicados a Jenny von Westphalen. Empfindungen (Emociones) es
una muestra del estilo y del estado de ánimo del joven estudiante
universitario:
Nunca más flotaré sosegado;
el alma profundamente emocionada,
nunca más descansará plácida.
Lucho sin descansar.
[...I
Me envuelve una fuerza perpetua,
un rugido y un ardor incesantes;
no me puedo conformar en la vida
ni andar con la corriente.
Quiero comprender los cielos,
impregnarme de los mundos,
y en el amor y el odio
vibrar y seguir creciendo.
Quiero alcanzarlo todo,
los favores de los Dioses,
adentrarme sin miedo en el saber,
Los mundos inmóviles destruiré yo mismo
porque no los puedo recrear
porque no escuchan mi llamada,
enmudecidos por el conjuro.
¡Ay! los muertos y mudos miran
burlones nuestras hazañas.
Nos derrumbamos y nuestra labor también
y ellos siguen andando.
Pero no cambio mi destino por el suyo.
La orientación literaria del joven Marx ha sido calificada con
razón de romanticismo trivial; la filosofía que subyace a ella, de
fichtiana [M. Lifschitz, 1982, 15}. Los motivos de su poesía juve
nil proceden de Schiller, de Novalis y en general de la poesía ro
mántica alemana: de Wackenroder a E.T.A. Hoffmann. En sus poe
mas a Jenny, la amada es nombrada, con el convencionalismo ro
mántico, como etérea luz, dulce veneno, hechicera, inmenso mar
que “hace rodar las esferas”. Alguien que quería bien a Marx, Franz
M ehring, dijo de aquellos poemas, en los que la pasión se desbor
da entre el estruendo de las grandes palabras altisonantes, que eran
“románticos en el tono, pero sin la m agia propia del romanticis
mo”. Una opinión, ésta, no muy distinta, por lo demás, de la que
tenía el propio Marx cuando, ya en la madurez, bromeaba con
Jenny von W estphalen a propósito de sus inflamados ejercicios
poéticos juveniles: “Nada en ellos era natural, todo hecho de insen
sateces {...} las reflexiones teóricas ocupaban el lugar de los pen
samientos poéticos”.
La mayoría de los poemas que se han conservado del joven Marx
repiten, en efecto, tópicos del romanticismo alemán de la época:
el destino humano como juguete de fuerzas misteriosas, la exal
tación extrema de la voluntad del artista creador, el culto al genio
aislado, el introvertido interés por el desarrollo de la propia per-
sonalidad enfrentada al resto de la humanidad, la vehemencia en
el amor, la atracción por la m uerte, la recreación de un mundo de
ensueños, el ataque irónico contra el filesteísmo. He aquí dos
ejemplos más:
De “El violinista”:
Toco para el mar embravecido
que se estrella contra el acantilado,
para cegar mis ojos y que arda mi corazón
y que mi alma resuene en el fondo del infierno.
De “Oulanem”:
Los mundos nos arrastran en sus rotaciones
entonando cánticos de muerte
y nosotros
somos los simios de un dios indiferente.
Tengo que atarme a una rueda en llamas
y bailar gozoso en el círculo de la eternidad.
Si existe algo que devora
saltaré a su interior, aunque destruya el mundo
destrozaré con permanentes maldiciones
el mundo que se interpone entre m í y el abismo.
Marx fue el prim er crítico de estos gritos. Él mismo avanza la
crítica literaria de lo que ha estado tratando de poetizar cuando, en
1837, confiesa a su padre la confusión y lejanía de un ideal artísti
co indistinguible del amor que siente por Jenny. La realidad se le
esfuma y se le convierte en infinito abstracto. Y esto —añade— aca
ba dando en “acusaciones contra el tiempo presente, en sentim ien
tos vagos, construcciones nebulosas, oposición absoluta entre el
ideal y la realidad, retórica y razonamientos en lugar de inspiración
poética. Eso es lo que caracteriza las poesías de los tres primeros
cuadernos que recibió Jen n y”.
Si hemos de juzgar por algunos testimonios de los interesados,
las reservas de Jenny von W estphalen sobre el estilo literario del jo
ven Marx algo debieron influir en la posterior corrección de la pro
sa de éste. Jenny, que sería luego copista de varias de las obras de
su marido y oidora paciente de las poesías del ya maduro Heine en
París, recriminaba así al joven esposo: ”Por favor, no escribas en tan
amargo e irritado estilo. Escribe llanamente y de modo preciso,
con gracia y con humor. Por favor, corazón mío, deja que la plum a
corra por las páginas, y aun si en ocasiones tropieza y desafina y
repite frases, ahí estarán, con todo, tus pensamientos, enhiestos co
mo granaderos de la vieja guardia, resueltos y bravos [...] ¿Qué
importa si su uniforme cuelga con desaliño y no está bien abrocha
do? M ira qué elegantes parecen los uniformes sueltos, ligeros, de
los soldados franceses. Piensa en nuestros rebuscados prusianos.
¿No te da eso escalofríos? Deja que los participios corran y pon las
palabras donde quieran ir. Semejante tropa no debe marchar con
demasiada regularidad”.
Jenny estaba apuntando ahí una de las debilidades de la obra de
Marx (y no sólo en los años de juventud): su constante dificultad
para la expresión franca y equilibrada de los sentimientos, la falta
de educación sentimental.
A pesar del interés que ello puede tener, puesto que Marx ha bus
cado siempre “una forma artística” para sus ideas, no se ha hecho
todavía, que yo sepa, una comparación entre el estilo del joven
Marx y el de Jenny von W estphalen. Cierto es que tampoco han
quedado muchos escritos de la Jenny de esta época (ni de los años
siguientes), pero lo que ha quedado es suficiente para llam ar la
atención acerca del profundo contraste existente entre la redacción
sencilla, m eridiana, con deliciosos toques de humor e ironía, de
ella y la forma crispada, altisonante y muchas veces amarga, de él.
Compárese, por ejemplo, el tono de los poemas anteriores con estas
palabras de Jenny von Westphalen escritas unos pocos años des
pués de recibir aquéllos:
Aunque en la últim a conferencia entre las dos grandes potencias no
se haya estipulado nada al respecto y ningún acuerdo haya sido toma
do en lo que respecta al asunto de la apertura de una corresponden
cia, y aunque, por consiguiente, no existe ningún medio para forzarla,
la pequeña aristócrata de cabellos mal rizados se siente interiormente
impulsada a iniciar la danza de los sentimientos de amor y recono
cimiento más profundos, de los más íntimos a tu consideración, mi
querido, mi bueno, mi único pequeño hombre de mi corazón.
Pienso que tu no has sido jamás tan amante, tan dulce, tan afectuo
so; y, sin embargo, cada vez que me dejabas quedaba desalentada
porque hubiese querido que regresaras de nuevo para decirte una vez
más cuánto te amo, cuánto te amo verdaderamente. La última vez par
tiste triunfante y no sé cuánto le costó a mi corazón aquel momento
en que ya no te vi ante mí en carne y hueso, sino sólo ante mi alma
tu imagen fiel, tan limpia, con toda su angelical dulzura, con su bon
dad, con la nobleza de su amor y el resplandor de su espíritu.
¡Si estuvieras aquí, mi Karlenchen querido, cuán dispuesta a la feli
cidad encontrarías a tu valerosa mujercita! Si por lo que fuera tuvieras
alguna queja de m í yo no tomaría contra tí medidas disciplinarias,
posaría mi cabeza con paciencia sobre tu corazón ofreciéndosela al
joven villano. ¿Quién? ¿Cómo? Luz, ¿qué luz? ¿Recuerdas todavía
nuestra conversación al caer la noche, las señales que intercambiá
bamos, las horas en que dormitábamos juntos? Mi querido corazón,
¡qué bondadoso eres, cuánto me quieres, qué complaciente eres y qué
contento te siento! ¡Qué brillante es tu imagen, victoriosa ante mí, y
cómo aspira mi corazón constantemente tu presencia, cómo se estre
mece por tí en el placer y en el éxtasis, cómo te sigue, temeroso, en
tus caminos!
Todavía tengo que contarte mi pena y mi desdicha tan pronto me
dejaste. He observado que no cuidas de tu pequeña nariz, que la ofre
ces cual regalo al viento, a la tormenta, a las corrientes de aire, a todos
los avatares del destino, sin usar siquiera una compasiva bufanda.
Esto es lo que más me preocupa...
¿Te has portado bien a bordo del barco o es que había una nueva
señora Hermann a bordo? ¡Villano, tunante! ¡Te haré pagar por esto!
Siempre sobre barcos. Haré establecer las reglas de tales vagabundeos
en el Contrato Social, en nuestro contrato matrimonial y estas trans
gresiones serán castigadas. ¡Hablador! Haré que queden bien especi
ficados todos los posibles casos y estableceré multas.
H u m a n a so b e r b ia
Es difícil decidir acerca de qué motivo influyó más en la renun
cia del joven Marx a la poesía romántica: si las consideraciones crí
ticas del padre, que pagaba los estudios, las reticencias de Jenny
von Westphalen sobre el estilo del amado o la desilusión del intere
sado respecto del propio talento en este ámbito (como sugiere
Mehring). Probablemente las tres cosas influyeron. Pero lo cierto
es que, aunque todavía en 1841 Marx hizo publicar un par de sus
poemas juveniles en la revista Atheneum de Berlín, y a pesar de sus
relaciones con algunos de los grandes poetas alemanes de la época,
desde 1839 sus intereses intelectuales iban a centrarse sobre todo
en la filosofía y el periodismo político. M ijail Lifschitz, que estudió
con detenimiento la evolución de las ideas de Marx sobre arte y li
teratura, tiende a quitar importancia en esto a las vivencias per
sonales y considera que el alejamiento de Marx del romanticismo
literario fue la expresión de un proceso intelectual más amplio al
que no habría sido ajena la aproximación a la filosofía hegeliana y,
en particular, la lectura marxiana de la Estética de Hegel con su
teoría del ocaso inevitable del arte en la sociedad de la época mo
derna. Puede ser.
Pero al estimar los motivos del alejamiento de Marx del movi
miento romántico propiamente dicho hay que tener en cuenta,
además, la decepción (que él compartió con los jóvenes hegelianos)
ante el “romanticismo coronado” representado desde 1840 en A le
mania por Federico Guillermo IV. Pues, en efecto, poco a poco el
romanticismo oficial alemán fue perdiendo el inicial impulso críti
co y rebelde para identificarse con la defensa del Estado cristiano
en Prusia más allá de las esperanzas constitucionales.
Hay, en relación con esto, una anécdota que sirve para aclarar ha
cia dónde evolucionaba el romanticismo literario del joven Marx.
En 1839 Bettina von Arnim , exponente del nuevo romanticismo
alemán, personaje celebrado un día por Goethe, visitó a Jenny von
Westphalen y a Karl Marx en Tréveris. Marx se había sentido fasci
nado por Bettina en Berlín y hubo un momento en que esperaba
mucho de su entorno intelectual. Pero a juzgar por una poesía
satírica titulada “Neumodische Rom antik”, que Marx escribió con
ocasión de aquella visita, parece que el encuentro no contribuyó
precisamente a reforzar la vacilante adhesión del joven Marx al ro
manticismo de la época. El romanticismo de Marx no era, desde
luego, el romanticismo de moda en los cenáculos intelectuales de
la Alemania de entonces. Ni entonces ni luego se dejaría llevar
Marx por la moda, como si hubiera leído aquella página de las
Operette m orali de Giacomo Leopardi:
M o d a : S o y la M oda, tu herm ana
M uerte : ¿M i herm ana?
M o d a : Sí. ¿No recuerdas que las dos hemos nacido de la caducidad?
M uerte : ¿Por qué habría de acordarme yo, que soy enemiga capital
de la memoria?
M o d a : Pero yo me acuerdo bien de ello; y sé que una y otra procura
mos, a la par, deshacer y volver a cambiar continuamente las cosas
de aquí abajo, aunque tú vayas a este fin por un camino y yo por
otro.
La crítica literaria de estas últim as décadas (Reeves, Prawer) ha
puesto de manifiesto la existencia de tendencias diversas, e incluso
contrapuestas, en aquel joven Marx que se estaba haciendo un esti
lo a caballo entre la literatura y la filosofía. En Oulanem y en el
poema titulado “Menschenstolz” (Humana soberbia) se ha querido
ver también una anticipación, en forma de imágenes literarias, del
ya mencionado concepto de “reificación” o cosificación.
“La acción propia del hombre —ha escrito Marx, años después, en
La ideología alem ana—se convierte en un poder ajeno a él, en un
poder que le sobrepasa y le subyuga, en un poder que no es domi
nado ya por el hombre m ism o.” Pues bien: “Humana soberbia”,
uno de los poemas juveniles de Karl Marx, empieza, efectivamente,
con la descripción de los inmensos edificios y de la desconcertante
mezcolanza y heterogeneidad que caracterizan a una ciudad moder
na. Para el joven poeta el carácter opresivo de esta ciudad se debe
a la percepción de que los edificios de la urbe, que han sido cons
truidos por el ingenio humano, se muestran enfrente del hombre
como si tuvieran su propia finalidad interna, como si no fueran co
sa nuestra, obra nuestra. El ardor prometeico que aquí anima a
Marx va precedido de una larga disertación sobre la incapacidad
del hombre para sentirse a gusto en la ciudad del siglo XIX. En
“Humana soberbia”, el poeta y su poesía ocupan el lugar de un
Dios que se sitúa por encima de la ciudad; una idea, ésta, no muy
distinta de la relación que constantemente establece Holderlin
entre los dioses, la naturaleza y los hombres.
Los HIJOS DE LA BURGUESÍA DICEN: ¡BASTA!
La insatisfacción que al joven Marx le producía la ciudad moder
na (probablemente la ciudad de Berlín, donde siempre se sintió a
disgusto) es parte de un malestar más general ante la evolución de
las cosas en la sociedad y el estado prusianos. Entre 1839 y 1841
Karl Marx estaba decidido a formar una fam ilia y, presionado por
la madre (que le recuerda sus obligaciones económicas y le pide
que consiga una posición desahogada antes de casarse), todavía
tenía en mente hacer carrera universitaria, ser profesor en la uni
versidad. En 1839 Marx había sido eximido del servicio m ilitar
por afección ocular y debilidad pulmonar. Se sentía, por tanto,
libre para redactar una tesis doctoral, obtener la venia docendi y
optar a una cátedra universitaria. Su vinculación con Bruno Bauer,
catedrático entonces en la universidad de Bonn, favorecía aquel
proyecto.
Y la mayoría de las lecturas que llevó a cabo durante aquellos dos
años están orientadas por esta decisión.
Mientras trabajaba en la preparación de una tesis doctoral sobre
Demócrito y Epicuro se dedicó intensamente al estudio de los clá
sicos de la historia de la filosofía. Leyó primero a Aristóteles; luego
a Spinoza, Leibniz, Hume y Kant. El m aterial en bruto para su te
sis crecía, pero Marx tardaba en darle forma. Bruno Bauer le urge
desde Bonn para que concluya de una vez el trabajo, aduciendo que
se trataba de un mero trám ite académico. Al mismo tiempo Marx
participaba intensamente en los debates de los jóvenes partidarios
de Hegel, que desde 1840 se habían organizado en torno a la Ha-
llische Ja h rb ü ch er fü r deutsche W issenschaft u n d Kunst.
La orientación teórico-filosófica de este grupo y sus discusiones
sobre temas teológico-religiosos, arte y literatura constituyen el
trasfondo intelectual que explica la elección del asunto de la tesis
doctoral de Marx y motiva sus investigaciones filosóficas de en
tonces. Lo que se llamó en aquellos años “izquierda hegeliana”,
adoptando el sím il espacial de la Convención francesa, tenía su fo
co principal, aunque no único, en la universidad de Berlín. Los
componentes de este círculo intelectual eran jóvenes universitarios,
hijos de la burguesía acomodada, y burgueses ellos mismos, en su
mayoría insatisfechos y defraudados por la política oficial prusiana.
Propugnaban un racionalismo muy especulativo, romántico en la
forma, a la vez idealista e ilustrado, y contraponían los ideales de
la revolución francesa y la idealización de aquella revolución a la
realidad del estado prusiano. Su meta era un humanismo de cora
zón alemán y cabeza francesa. Todos los componentes del grupo
tenían la convicción de estar viviendo una época de transición, los
albores de una era completamente nueva, habituados como esta
ban, por formación, a leer la historia con los ojos de la dialéctica
hegeliana del progreso. Tenían fe en la potencia de las ideas y m ag
nificaban la crítica de lo existente y la función renovadora de la teoría
con el convencimiento de que “el pensamiento precede a la acción lo
mismo que el relámpago al trueno”. Consideraban que la práctica de
la filosofía también es teórica. Bruno Bauer, al que muchos admira
ban, había dicho: “La teoría es ahora en Alemania la práctica más
sólida y no podemos prever en qué sentido se hará realidad”.
En lo político, los jóvenes hegelianos habían debutado como gru
po propugnando una leal oposición al estado prusiano y ellos m is
mos se veían como parte de un más am plio movimiento liberal que
enlazaba con los intereses de las capas medias ilustradas de Alema
nia, de industriales y comerciantes progresistas. Querían concretar
la idea hegeliana del estado ético en una monarquía constitucional
de corte liberal y se oponían con consecuencia al estado confesional
y, por derivación, al pietismo religioso dominante. Con ese bagaje
ideal varios de los principales exponentes de la izquierda hegeliana
participaron en el proyecto publicístico de la G aceta Renana, cuyo
primer número apareció en 1841. Pero pronto descubrieron que
sus ideas renovadoras chocaban frontalmente con la política de los
ministros de Federico Guillermo IV en varios planos: por el man
tenimiento de la censura de prensa, por la confesionalidad del esta
do y por las represalias gubernamentales contra los que eran con
siderados discípulos de Hegel en la Universidad. De esta forma, el
hegelianismo de izquierdas pasó rápidamente de la crítica de la re
ligión oficializada en el estado prusiano a la crítica teórica de la
religión en general. Para los más radicales la crítica tenía que ser
sinónimo de afirmación del ateísmo. Entre esos estaban Bauer y
Marx.
Al chocar con la realidad política el liberalismo embrionario de
las clases medias se dividió, en parte también por razones gene
racionales: mientras que la burguesía acomodada, en disposición de
situarse políticamente, seguía pensando de manera posibilista en
hacer de oposición leal al gobierno de Federico Guillermo IV, los
jóvenes hegelianos de izquierdas se radicalizaron y proclamaron la
oposición frontal del liberalismo al romanticismo coronado, al que
empezaron a tildar de reaccionario y medievalizante. Así nació lo
que se ha llamado el primer partido político de Alemania: “po líti
co” en un sentido amplio y, desde luego, muy vaporoso. Para ha
blar con propiedad habría que decir que lo que los jóvenes hegelia
nos de izquierda alumbraron fue más bien un partido filosófico,
prepolítico, con voluntad de intervención autónoma, eso sí, en la
vida pública del momento.
En diciembre de 1841 una nueva instrucción gubernamental
sobre la censura iba a consumar la división en el liberalismo inci
piente: unos interpretaron aquella disposición como concesión g u
bernamental a la libertad de prensa, mientras que la izquierda he
geliana, y Marx muy particularm ente, criticó de manera agria y
decidida estas medidas. Después de la exclusión de la universidad
de Bruno Bauer, cuyo expediente se había iniciado aquel mismo
año, la oposición leal se hizo imposible para los jóvenes amigos
del profesor, y la G aceta R enana se radicalizó definitivam ente con
tra el absolutismo. De manera sintom ática los jóvenes de la iz
quierda hegeliana pasaron de la defensa del liberalism o en abs
tracto a la defensa de la democracia y, a veces, a la afirmación del
republicanismo.
Tal es el contexto en que el joven Marx, junto con otros amigos
de la izquierda hegeliana como Arnold Ruge y Moses Hess, dejó de
ser liberal para hacerse demócrata radical. Un demócrata radical no
podía aceptar la oposición leal del liberalismo a la monarquía cuan
do, como ocurrió en la Alemania de 1841-1842, esto implicaba no
poder ni tocar la persona del soberano, ni la religión, cuando los
debates parlamentarios no son públicos y las decisiones guberna
mentales se toman, como era el caso, en la impunidad del secreto
de los gabinetes. Un demócrata radical en las condiciones de la
Alemania de la época, donde la res pública apenas era nada y el po
der del monarca casi todo, tenía que ser algo más que liberal. Qué
podía ser ese algo más que liberales no estaba aún claro en 1841-
1842 en las cabezas de los jóvenes hegelianos, pero algunos, m iran
do hacia Francia e Inglaterra, empezaban ya a hablar de socialismo,
de comunismo y de anarquismo.
Para la cultura liberal de nuestro fin de siglo no es nada fácil
comprender la radicalidad anti-romántica y anti-liberal de aque
llos jóvenes burgueses alemanes que se habían formado precisa
mente en el culto del liberalismo europeo-occidental y habían poe
tizado sus amores con las metáforas de los románticos. Para acer
carse a aquellos sentimientos y tratar de comprender el cambio de
los jóvenes hegelianos de izquierda hay que subrayar el motivo de
la expulsión de Bruno Bauer y recordar la brutalidad de la censura
prusiana de la época. Bauer fue excluido de la universidad alemana
con el pretexto de que criticaba los evangelios canónicos. El censor
prohibió la publicación de un ensayo suyo aduciendo que en él
citaba un paso de la D ivina Comedia de Dante y el régimen no po
día perm itir que se hablara cómicamente de lo divino. Lo primero,
una injusticia, se hizo mientras se afirmaba verbalmente la libertad
de cátedra en la universidad, con la complacencia o el sometimiento
de la mayoría de las instituciones académicas del momento. Lo
segundo, una barbaridad, se hacía en defensa del rey romántico, del
romanticismo coronado. No es tan extraño, pues, que romanticismo
y liberalismo dejaran de significar para los más jóvenes lo que
habían significado para sus ilustrados padres. Más bien al contra
rio: suele ocurrir que en situaciones así, cuando las grandes pala
bras se hacen inutilizables, los más jóvenes se vuelvan hacia fi
losofías postaristotélicas: escepticismo, estoicismo, epicureismo.
También el nihilism o tiene ahí sus raíces. Turgueniev y el viejo
Dostoievski han calado muy bien en la trama psicológica de un
conflicto generacional parecido en el caso de Rusia.
E n el j a r d í n d e E p i c u r o
Marx no pudo colaborar inicialm ente en el proyecto periodístico
de la G aceta R enana, aunque estuvo en contacto con los primeros
redactores de la publicación. En 1841 el joven Marx estaba preo
cupado mayormente por problemas de estética y preparaba un es
tudio sobre arte y religión a la vez que seguía acumulando mate
rial para la tesis doctoral. Su primer artículo para la G aceta Renana,
una crítica de la censura de prensa, lo redactó a principios de 1842.
Para entonces había terminado ya la tesis. De todas formas, en la
orientación general de la tesis laten las antedichas preocupaciones
intelectuales y filosóficas de aquel grupo.
La tesis doctoral es el prim er escrito largo del joven Marx y el
único suyo con intención académica. Eligió tratar el tema de la d i
ferencia entre la filosofía natural de Demócrito y Epicuro con el
propósito de revalorizar el papel de la filosofía helenística en el
marco de la historia de la filosofía en general y de la griega en par
ticular, más allá de la valoración hecha por Hegel en las Lecciones
sobre la historia de la filo so fía y dialogando con la interpretación
hegeliana. La motivación inmediata de la tesis está en los escritos
de Bruno Bauer para la desmitologización del contenido filosófico
del cristianismo.
Marx había empezado a trabajar sobre la filosofía epicúrea, estoi
ca y escéptica entre finales de 1839 y comienzos de 1840. Leyó
para ello sucesivamente a Diógenes Laercio, a Cicerón, a Estobeo,
a Lucrecio, a Plutarco, a Sexto Empírico, a Séneca, a Clemente de
Alejandría. La tesis exalta el papel de Epicuro en el marco de una
crítica radical de la autoridad religiosa y contra la subordinación o
equiparación de la filosofía a la religión. Marx continuaba así su
particular diálogo crítico con Hegel y con los jóvenes hegelianos.
No era la de Marx una tesis de filología pura o de erudición sin
más. Su interés, por comparación con otros estudios sobre Epicuro,
está en el enfoque metodológico y en la afirmación del punto de
vista. Marx lee a los clásicos griegos y latinos con atención historio-
gráfica y polémica. Prefiere a Epicuro por lo que moral y filosófi
camente considera que tiene todavía que decir a los hombres de
una época cronológicamente muy alejada de la suya: el valor del
clásico es haber sabido envejecer.
Marx subraya en la tesis que Epicuro fue el más grande ilustrado
griego. Buscó y encontró una fundamentación común de la física
(o filosofía de la naturaleza) y de la ética (o filosofía moral) epicú
reas en la autoconciencia singular caracterizada como posibilidad
abstracta de libertad. Por eso concede Marx una particular impor
tancia al concepto de clinam en o declinación de los átomos esboza
do por Epicuro y desarrollado luego por Lucrecio. La condición de
posibilidad de desviación de los átomos de su trayectoria es a la vez
condición de posibilidad de la libertad y, en cuanto tal, posibilidad
de superación de la necesidad. Frente al determinismo de la necesi
dad Marx se atiene a la afirmación epicúrea de que la “necesidad es
un m al, pero no hay ninguna necesidad de vivir en la necesidad”.
Romper las ataduras de la necesidad es el prerrequisito de la inde
pendencia del sabio, del sujeto humano autoconsciente, y la única
garantía de la felicidad. Se podría decir que en este primer escrito
filosófico del joven Marx a propósito de Epicuro se superponen,
como en un jardín, sin problematizarlos, materialismo ontológico
e idealismo práctico, moral.
En el prólogo que escribió en marzo de 1841 para la publicación
de la tesis doctoral (que no llegaría a buen puerto) encontramos ya
el esbozo de aquel estilo que iba a hacerle célebre: epigramático en
la afirmación del punto de vista, contundente en la crítica de las
interpretaciones no compartidas, oscuro a veces en los desarrollos
particulares, prometeico en su talante moral. Marx relacionaba a llí
abiertamente el carácter crítico de la filosofía epicúrea con el mito
de Prometeo e, im plícitam ente, con la contemporánea batalla de
los jóvenes hegelianos contra la religión oficializada en Alemania.
De ahí que haya puesto tanto énfasis en la sentencia contenida en
la carta de Epicuro a Meneceo: ”No es impío quien niega a los dio
ses de la mayoría, sino quien atribuye a los dioses las opiniones de
la mayoría”. La conclusión de aquel prólogo de Marx contiene el
anuncio de un programa libertario: “Prometeo es el santo y m ártir
más ilustre del calendario filosófico”. Prometeo, es decir: el titán
benefactor de la humanidad por excelencia, el héroe que roba el
fuego del Olimpo para entregárselo a los mortales y que, según la
leyenda, enseña a su hijo Deucalión a construir una enorme arca
para salvar al género humano del diluvio enviado por Zeus £Escritos
sobre Epicuro: edición Candel, 1988).
Se ha hablado muchas veces del mesianismo de Marx. También
eso es inexacto. Lo que haya habido de profetismo en Marx no fue
nunca de raíz religiosa judía o cristiana, sino, más bien, griega: ti-
tanismo prometeico.
La dedicatoria de la tesis, además de un homenaje al padre de
Jenny, Ludwig von W estphalen, es un acto de afirmación del idea
lismo moral del joven filósofo que se manifiesta miembro del ilus
trado rebaño de Epicuro. Marx exalta en ella, en la dedicatoria, al
hombre que saluda cada progreso de la época con el entusiasmo y la
discreción que inspira la verdad; invoca el idealismo luminoso y
pleno de convicción que no retrocede ante la sombra de los espíri
tus retrógrados y sentencia, a propósito de la personalidad del sue
gro, que el idealism o no es una figu ra ción sino una verdad.
Para entender hasta qué punto ha compartido el joven Marx el
idealismo moral, práctico, de Bruno Bauer basta con recordar estas
palabras escritas en la G aceta Renana sólo unos meses después, pala
bras que se hacen eco del valor de la idea:
Los intentos prácticos, por muy peligrosos que lleguen a ser, inclu
so en gran escala, pueden contestarse con cañones. Pero las ideas con
cebidas por nuestra inteligencia, incorporadas a nuestra perspectiva y
forjadas en nuestra conciencia son cadenas que no podemos quebran
tar sin desgarrar nuestros corazones; son demonios que no podemos
vencer sino sometiéndonos a ellos.
EN LA NAVE DE LOS LOCOS
Lo que haría falta es una alianza y un pacto entre la idea de
cultura conservadora y la idea de sociedad revolucionaria, entre
Grecia y Moscú, para decirlo con una fórmula. Ya he intentado
llamar la atención sobre esto otra vez. Decía entonces que todo
iría bien en Alemania, que Alemania se encontraría a sí misma,
el d ía en que K a rl M arx leyera a F riedrich H olderlin. Olvidé añadir
que un conocimiento unilateral, en sentido único, también re
sultaría estéril.
T h o m a s M a n n , El artista y la sociedad.
E l FILÓSOFO SE HACE PERIODISTA
Las primeras colaboraciones de Marx en R heinische Z eitung {G a
ceta R enana de Política, Comercio e Industria} aparecieron en 1842.
Marx tenía en esa fecha veintitrés años. Para entonces había presen
tado ya la tesis doctoral en la Universidad de Halle, pero inmedia
tamente después de presentarla se había visto obligado a renunciar a
hacer carrera universitaria. Como consecuencia de ello, durante la
primavera de aquel mismo año, había decidido con Bauer, en Bonn,
lanzarse a la batalla político-cultural. El padre de Jenny von W est
phalen había muerto en marzo, Marx quería casarse y el periodis
mo aparecía ante él como el único medio de obtener los ingresos
necesarios. Era Marx un joven con am plitud de miras intelectuales:
había estudiado en la universidad jurisprudencia y filosofía del
derecho, y, por su cuenta, literatura clásica, poesía romántica, his
toria del arte, filosofía de la religión, estética, etc. Uno de los expo
nentes de la izquierda hegeliana, Moses Hess, había dicho de él
pocos meses antes que era “el único filósofo de verdad de los que
viven ahora”. El elogio de Hess, en carta a Berthold Auerbach, es
desmesurado: “Imagínate a Rousseau, Voltaire, Holbach, Lessing,
Heine y H egel, en una m isma persona, juntos pero no revueltos, y
tendrás la imagen del doctor Marx”. Para un joven que todavía no
había publicado casi nada, por interesante que fuera su tesis doc
toral inédita, eso es mucho.
Aún sin necesidad de hacer un esfuerzo de imaginación para sa
ber qué podría ser la síntesis de tantos grandes, sí podemos resu
m ir ahora algunos de los rasgos característicos de aquel joven que
trataba de conciliar los estudios filosóficos con el periodismo po
lítico.
Se ha dicho ya que la cabeza del joven Marx era una fábrica de
ideas en los años de Berlín. Lo siguió siendo. A la am plitud de
miras intelectuales y a una sólida cultura filosófica unía Marx un
carácter polémico y apasionado. Su filosofía era idealista. Su ideal:
la libertad como autoconciencia. Su principal modelo filosófico era
Hegel; sus poetas Heine y Goethe. Su modelo de vida, un Epicuro
ilustrado, síntesis de las virtudes de la cultura helenista. El apa
sionamiento de Marx le llevaba a la expresión romántica.
El m é t o d o de t r a b a jo
Ya en esa época era un devorador de libros. Su método de traba
jo consistía en hacer amplísimos extractos de los textos leídos para
utilizarlos luego, casi siempre, en función crítico-polémica. Marx
leía siempre discutiendo, dialogando con los autores de los libros,
fueran éstos clásicos o contemporáneos, objetando, juntando pen
samientos de los autores leídos con las propias reflexiones. Uno de
los autores más leído por Marx entonces fue Ludwig Feuerbach,
quien había publicado en 1841 Esencia d el cristianism o. Feuerbach
le influyó mucho entre 1843 y 1844. Recomendó su lectura tam
bién a Jenny. Fue precisamente la crítica feuerbachiana de la re
ligión lo que perfiló el criticismo del joven Marx y le llevó a com
binar su incipiente ateísmo con la antropología, o, mejor, con un
programa filosófico para el hombre emancipado.
Por otra parte, su espíritu puntilloso y su carácter polémico le
empujaban hacia el liderazgo intelectual. Había en Marx una cons
tante búsqueda de la autoafirmación en la relación con otros inte
lectuales y pensadores. Por eso resulta siempre muy difícil la d ilu
cidación precisa de las influencias en su formación. De Hegel había
tomado, sin duda, su concepción dialéctica del proceso histórico,
pero no le satisfacían ni el sistema ni los desarrollos más concretos
de la filosofía hegeliana del derecho y del estado. Con Bauer coin
cidía en la necesidad de una revisión crítica de la m itología cris
tiana, pero disentía de él en el tema de la relación entre cristianis
mo y judaismo y, sobre todo, en la apreciación de lo que habría de
ser la emancipación de los humanos. Leyó, sí, con identificación al
Feuerbach de la Esencia d el cristianism o y de las Tesis provisionales y
se entusiasmó con la inversión, de tipo m aterialista, que éste reali
zaba de la filosofía hegeliana y también con la formulación de la
idea de la alienación práctica del hombre religioso que crea sus fan
tasmas y se somete luego a ellos; pero enseguida se separó también
parcialmente de la filosofía de Feuerbach con la consideración de
que éste daba demasiada importancia a la naturaleza y demasiado
poca a la política, al análisis del ser social del hombre. Se identi
ficó con el proyecto político de Ruge en la G aceta Renana y en los
Anales Franco-alem anes y mantuvo durante unos años una relación
de amistad con él, pero ya en 1843 discutió el tono elegiaco, año
rante, pesimista y la orientación filosófico-política del amigo.
La constante afirmación del pensamiento propio, en diálogo con
los pensadores que le resultaban más próximos, hace inútiles las
controversias de la marxología por determinar hasta qué punto el
joven Marx fue hegeliano o feuerbachiano, o seguidor de Bauer, o
de Ruge, o de Moses Hess, o de Heine. Todos esos autores estuvie
ron presentes en el joven Marx en mayor o menor medida. Con
ellos dialogó y de ellos tomó ideas, giros, metáforas y pensamien
tos filosóficos. Pero creo que se puede decir que ninguno de ellos
ha sido decisivo en la configuración del filosofar de Marx. Él as
piraba las ideas o los proyectos de los otros grandes con quienes
congeniaba y las transformaba inmediatamente en pensamiento y
proyecto propios, a veces mediante giros inesperados o por el pro
cedimiento de ponerlos en relación con ideas procedentes de otros
campos muy distintos de aquellos en los que se movían tales auto
res. Lo que acabaría configurando el peculiar filosofar de Marx fue
su capacidad para llevar al lím ite la tendencia holística, globali-
zadora, muy alemana, de relacionarlo todo con todo: de remontarse
a la historia cuando trataba de hechos particulares contemporá
neos, como los robos de leña o la m iseria de los vendimiadores del
Mosela; de hacer teoría del estado cuando el tema inicial era la
cuestión judía; de descender a la sociología de la contemporanei
dad cuando había de abordar temas clásicos de la filosofía del dere
cho; de introducir un enfoque de filosofía política donde el otro es
taba hablando de sentimientos estéticos.
Esa forma de proceder es apreciable ya en los primeros escritos de
Marx. Es parte de su originalidad como pensador, pues el traslado
de conceptos de unos campos del saber a otros rompe la comparti-
mentación de los saberes, que era ya característica de la vida aca
démica, da a la mirada intelectual un nuevo ángulo y permite la
acuñación de nociones nuevas que actúan como un revelador de as
pectos oscuros de la realidad. También es verdad que eso mismo
hace difícilm ente reconocibles a los autores de partida, incluso en
aquellos casos en los Marx cita explícitamente al pensador que le
ha sido motivo de su inspiración original. Por otra parte, el pun
tillism o crítico de Marx, a veces demoledor, ha tenido como conse
cuencia el que los amigos de verdad le duraran poco tiempo. Hay
ejemplos para estos años de juventud. Tal es el caso de su relación
con Bauer, tutor de su tesis doctoral. Tal es el caso de su relación con
Ruge, a cuya iniciativa debió Marx las primeras colaboraciones pe
riodísticas. Engels, al que conoció algo después, en 1844, ya en Pa
rís, sería la excepción. Pero la historia es así: la paradoja ha queri
do que la excepción de una amistad duradera resaltara sobre tantas
otras rupturas.
P e r f il a n d o el e st il o
Si se comparan sus primeras tentativas literarias o la tesis doc
toral con los escritos de 1842-1843 se tiene la impresión de que el
estilo de Marx fue cambiando por su aproximación al periodismo.
De la mezcla de géneros (filosofía y polemismo político doblado de
referencias literarias) nació una forma de expresión m uy notable.
Pero el estilo de Marx seguía siendo a veces enrevesado, pleno de
citas alusivas, m uy dado a los símiles, a las metáforas, a las ana
logías, retorcido casi siempre en los desarrollos particulares, pero
contundente y epigramático en las conclusiones. Pocas veces ex
plicaba con calma y llanamente lo que tenía en la cabeza; cuando
no criticaba aseveraba. Ya en esta época Marx da formalmente lo
mejor de sí en los artículos periodísticos o ensayos cortos, cuando
hace a un lado sus cuadernos de notas con larguísimos extractos de
ideas y argumentos de otros y expresa de manera positiva, clara e
inequívoca, las conclusiones a que él mismo ha ido llegando.
Es sintomático a este respecto el que Marx no haya llegado a pu
blicar nunca lo que se propuso escribir sobre tópicos filosóficos de
la tradición más o menos académica. Casi todo lo que redactó en
este ámbito ha quedado en proyecto, esbozo o borrador. Muchas de
esas cosas no pasaron del cuaderno de notas; otras pasaron par
cialmente a los ensayos periodísticos: una teoría del arte en relación
con el cristianismo, una nueva filosofía crítica del derecho; más
tarde una teoría del estado; finalmente, una teoría de la dialéctica.
De todos estos proyectos hay noticia y papeles, notas, extractos e
ideas sueltas, pero escasos resultados.
Se podría pensar, por lo que hace a estos años de formación en
Berlín, Colonia, Bonn y Kreuznach, que fue la censura prusiana lo
que impidió a Marx m aterializar sus proyectos más teóricos. Pero
me inclino a creer que el factor que más influyó en esta inconclu-
sión no fue la existencia de la censura sino la enormidad de los te
mas que Marx se proponía y su dificultad para darles la forma
expresiva adecuada. Tal vez por eso resulta tan laboriosa y compli
cada la reconstrucción analítica de su pensamiento iniciada durante
estas últim as décadas. Cuando se traducen las obras de Marx a un
lenguaje analítico a la inglesa, siempre queda la impresión de que
lo que se ha ganado en claridad comunicativa se ha perdido en
fuerza expresiva.
Opino así no sólo por la razón de que a Marx le haya pasado lo
mismo luego, cuando vivía en París (con los manuscritos conocidos
como económico-filosóficos), en Bruselas (con La ideología aleviana,
abandonada a “la crítica roedora de los ratones”) o en Londres (con
los proyectos de una teoría del estado y de una teoría de la dialéc
tica nunca realizados). En París, Bruselas y Londres Marx podía ya
publicar sin censura sobre aquellos temas teóricos, a pesar de lo cual
sus proyectos no llegaron a cuajar. Incluso El capital, como se verá,
es una obra inconclusa. Tuvo que haber, por tanto, más razones.
La mera constatación de algo que ocurrió en su juventud, todavía
en Alemania, nos pone en la pista para la explicación de esto. Marx
publicó en la G aceta R enana y en los Anales Franco-alemanes, entre
1842 y 1844, ensayos que necesariamente tenían que chocar con la
censura y con el poder establecido y, en cambio, no logró dar forma
final a los proyectos más teóricos, de más altura (estéticos, estric
tamente filosóficos o de filosofía del derecho), anunciados en varias
ocasiones, cuando seguramente estos escritos habrían tenido menos
dificultades externas que aquellos otros a la hora de ver la luz. Es
posible que aquel método de trabajo suyo, tan dependiente de
larguísimos extractos de obras de otros, no haya sido el más ade
cuado para un pensador que rechazaba la filosofía como sistema y
que a la vez estaba obsesionado por dar forma arquitectónica a sus
escritos mayores. Habrá ocasión de decir algo más sobre eso.
De todas formas, para no cargar las tintas excesivamente sobre
este aspecto formal, habría que añadir que también influyeron
otros factores disuasorios que probablemente condicionaron o cohi
bieron al joven Marx. Por ejemplo, la opinión de Ruge y de otros
colaboradores de aquellas revistas, opinión bastante razonable, por
lo demás, en el sentido de que los proyectos más teóricos de Marx
(de filosofía del arte, filosofía del derecho o filosofía de la religión)
eran, en la forma inicial en que ellos los vieron, o tal como se los
anunciaba el am igo, poco asequibles para los lectores de tales pu
blicaciones. Tanto más cuanto que Marx aspiraba a una filosofía
mundanizada, a hacerse entender por las gentes, no sólo por los
colegas o por los especialistas.
En cambio, una cosa sí estaba clara para todos los conocidos de
Marx: su potencia crítico-reflexiva y su introducción del análisis
filosófico en el tratamiento de los problemas sociales contemporá
neos iba a revolucionar el publicismo de la época. Fue esta dimen
sión de su obra lo que impresionó tan favorablemente a Arnold
Ruge y motivó el ditirambo de Moses Hess. Por eso le llamaron a
Colonia para que se hiciera cargo de la dirección de la G aceta
Renana. Y en esto seguro que acertaron.
M u n d a n i z a r l a f il o s o f ía
Cuando se habla del periodismo marxiano a propósito de sus
artículos en la G aceta Renana conviene precisar. No se trata de cró
nicas, ni de informes, ni de lo que hoy llamamos periodismo de
investigación, sino más bien de ensayos en los que el punto de par
tida es la crónica socio-política inmediatamente doblada de refle
xión político-filosófica: al análisis de la situación o de determinados
acontecimientos político-culturales se superpone constantemente
en él la afirmación del punto de vista [Escritos de juventud, 1, 173-
295]. El periodismo de este Marx es filosofar mundanizado, refle
xión al hilo del análisis de las realidades alemanas del momento.
Hoy diríamos tal vez: crítica de la cultura.
El mismo Marx nos ha dejado una página espléndida sobre esta
idea del filosofar mundanizado, una página publicada, en un con
texto polémico, en la G aceta Renana del 14 de julio de 1842. Decía
Marx a llí que la filosofía, y m uy particularm ente la alemana, tiene
propensión a la soledad, al espíritu de sistema, a la autocontem-
plación. Y que esa propensión tiende a alejarla de las pasiones y
conflictos cotidianos de los cuales se ocupa mayormente el perio
dismo. Es este espíritu de sistema, materializado en jergas muchas
veces incomprensibles para los más, lo que hace por lo general de
la filosofía algo antipático al ojo del profano. El hombre de la calle
tiende a ver en la filosofía especulativa y sistemática algo así como
un ejercicio autocomplaciente cuyos fórmulas no logra distinguir
de las artes mágicas.
La razón de que esto haya sido tradicionalmente así es doble: de
un lado, la ignorancia, la falta de formación; de otro, la persisten
cia de la filosofía licenciada en el espíritu de sistema meramente es
peculativo. Pero, en opinión de Marx, ni los filósofos nacen de la
tierra como hongos ni la filosofía está fuera del mundo. Al con
trario: las ideas filosóficas son fruto de la época, expresión de los
más sutiles humores del pueblo en que han nacido. Y los de abajo
deberían saber que tampoco el cerebro está fuera del hombre por el
hecho de no estar ubicado en el estómago. Ahora bien, para que ese
sím il resulte verdaderamente comprensible a los más es menester
algo así como una reforma de la filosofía. Y los filósofos tienen que
ser conscientes de esa necesidad para estar a la altura de los tiem
pos. La reforma de la filosofía es precisamente su mundanización.
Por “mundanización” entiende Marx pasar del supuesto según el
cual la filosofía es la quintaesencia del espiritu de una época al con
tacto directo con los problemas, preocupaciones, aspiraciones y
sufrimientos del mundo realmente existente en la época. Ese con
tacto tiene que ser una interrelación, una osmosis, entre filosofía y
mundo real.
Marx no ignoraba que los sistemas históricos y la especulación
filosófica en general, por abstractos que parezcan, tienen siempre
una relación, un contacto, con el mundo real, con los problemas y
los males del mundo. No está proponiéndose ni proponiendo a los
otros la trivialidad de criticar todo filosofar por su carácter sólo
especulativo o teórico. Lo que quiere decir lo dice con precisión: el
contacto de la filosofía con el mundo real no debe ser sólo interio
rización teórica de los problemas; tiene que ser también exteriori-
zación de las ideas filosóficas, intervención en los asuntos del
mundo cotidiano de la propia época. La relación que se propone no
es de dirección única, sino intercambio recíproco. El valor del filó
sofo no se le supone, como el valor del recluta en el servicio m ili
tar. Hay que demostrarlo. Y la carga de la prueba está precisamen
te en el acercamiento a las cosas del mundo. Para el contexto ale
mán en que vivía Marx eso quería decir: la filosofía deja así de ser
sistema (especulativo) que se opone a otro sistema (también espe
culativo) y se hace filosofar del mundo presente.
Esta página de Marx terminaba con dos alusiones breves, pero
muy concretas, sobre la mundanización del filosofar en la Alema
nia de 1842: ocuparse de los asuntos del derecho y del estado (lo
que da un particular sesgo a la propuesta en el marco de las orien
taciones filosóficas de la época: el mundo real, se podría decir, no
es sólo eso) y disputar el campo al otro gran saber, al saber del otro
mundo, a la religión [Escritos de juventud, 1, 230-236].
C o n t r a l a l ó g ic a del e g o ísm o
Formalmente, las primeras colaboraciones periodísticas de Marx
fueron una serie de ensayos dedicados a la sexta Dieta renana que
había celebrado sus sesiones en Dusseldorf entre mayo y junio de
1841. Pero ya el hecho de que los artículos de Marx aparecieran al
gunos meses después de los hechos y de haber sido escritos prueba
que su objeto no era la mera crónica o el comentario periodístico
de actualidad.
Sus temas eran la libertad de prensa, los conflictos eclesiásticos
surgidos en Colonia, la evaluación de la ley prusiana que prohibía
la recogida de leña en los antiguos bosques comunales o el análisis
de las causas de la miseria de los viñadores del valle del Mosela, su
tierra de nacimiento. Después de la expulsión de Bauer de la Uni-
vesidad la crítica de la censura prusiana se convirtió en un asunto
clave para Marx. Consideraba que la libertad de prensa es como un
espejo espiritual en el que el pueblo se descubre a sí mismo. La
prensa era para el joven Marx el más potente motor de la cultura,
el tornasol que revela el índice de la educación espiritual de las
gentes en un momento histórico dado. Coherentemente con ello, la
censura, la obligación de enviar a las autoridades lo que iba a ser
publicado en el periódico, la ausencia, por tanto, de libertad real
en la prensa, es vista como un síntoma de la miseria espiritual del
prusianismo.
En cierto modo se puede decir que con estos artículos de Marx el
idealismo de raíz hegeliana empezaba a descender desde las alturas
etéreas de la Idea para confrontarse con los problemas, tensiones,
preocupaciones y sufrimientos de las gentes de abajo. La filosofía,
ya se ha dicho, tiene que dar la medida de sí y ser realizada en el
mundo real. Y el mundo real de los hombres es, sobre todo, la so
ciedad, el mundo social. Esta idea se hace patente en los ensayos
por él dedicados, respectivamente, a la legislación sobre los robos
de leña (publicado en octubre y noviembre de 1842) y a la situa
ción de los viñadores del Mosela (publicado en enero de 1843).
En el primero de estos ensayos Marx se remite al derecho con
suetudinario en favor de los pobres y critica una ley que pretendía
castigar, como si de crímenes se tratara, acciones (la recogida de la
leña seca en los bosques) que el pueblo, acostumbrado a ejercer el
antiguo derecho, no podía considerar entonces sino como faltas
leves. El conflicto estaba motivado por un asunto a primera vista
trivial, pero importante para los campesinos pobres: qué conside
rar gratuitam ente recogible, si las ramas caídas o también los ár
boles secos. Algunos propietarios presionaron al gobierno para que
prohibiera por ley la vieja práctica. Muchos campesinos se m ani
festaron en contra.
La postura de Marx, al abordar este conflicto, recuerda la protes
ta de Thomas More cuando, en un pasaje célebre de Utopía, sale al
paso del egoísmo de los poderosos en el surgimiento de las enclo-
sures en la Inglaterra de principios del siglo XVI. Se trata de una
vieja y persistente tendencia del capitalismo: privatizar y hacer ob
jeto de cambio mercantil aquellos bienes naturales que en el pasa
do fueron n u lliu s, bienes comunales al alcance de todos, sobre cuyo
usufructo no había por lo general legislación escrita. Como More,
también Marx defiende los derechos de los agricultores, estable
cidos por la costumbre, sobre determinados productos de las tierras
comunales. En su ensayo criticaba la nueva legislación con la con
sideración de que ésta favorecía a los propietarios privilegiados. En
ese contexto comparaba a los querían crim inalizar penalmente el
insignificante robo de leña en los montes con un hombre al que se
le ha pisado un callo y hace de su callo el ojo por el que ve y lo
juzga todo. Marx consideraba injusticia del legislador castigar con
el rigor de la ley penal actos que en otros tiempos habían sido tole
rados. Argumentaba que tal criminalización degrada la noción
misma de Estado porque éste, al intervenir en el conflicto, se pone
al servicio exclusivo del interés privado y utiliza luego un doble
rasero a la hora de juzgar, desde el egoísmo de intereses particulares,
las acciones y derechos de los unos y los otros. El Estado, en su
opinión, se convierte así en instrumento de las clases gobernantes,
pues los propietarios utilizan sus aparatos represivos como garante
no sólo de su madera sino de sus beneficios. En ese contexto escribe
Marx: “Nada es más horroroso que la lógica del egoísmo”.
A n a t o m ía d e l a so c ie d a d
Marx apoyó también el memorial de agravios de los cultivadores
de viñas del Mosela, la zona comprendida entre Tréveris y Coblen-
za, entre el Eifel y el Hundsriicker. En este caso el conflicto tenía
su origen más inmediato en la unión aduanera impuesta por Pru-
sia, que hacía difícil a los cultivadores del Mosela aguantar la com
petencia de los vinos baratos del sur de Alemania. La censura pru
siana había ahogado las protestas de los ediles de la región, por lo
que la R heinische Z eitung decidió intervenir en favor de los viña
dores silenciados. Marx trataba ahí de cosas que conocía muy de
cerca. Nuevamente pasó del análisis del motivo inmediato del con
flicto a la búsqueda de las causas de fondo del empobrecimiento de
los viñadores, en este caso de su propia tierra. Estimó que la protes
ta de aquellos agricultores tenía que interpretarse como acta de
acusación contra la labor político-adm inistrativa del Estado, cuyos
funcionarios, en su burocratismo, no querían enterarse de la pe
nuria de las gentes que vivían lejos del aparato gubernamental. No
ignoraba Marx que la espoleta que había desatado la protesta era la
concurrencia de intereses en la comercialización de los vinos, pero
frente a la objeción de que dichas quejas habían estado motivadas
también por la defensa de intereses particulares, argumentó que el
contraste de intereses, comprensible, sólo puede resolverse estable
ciendo otro tipo de relación entre administración y administrados.
Eso exige libertad y, particularmente, prensa libre en la que pue
dan discutirse, con razones, los intereses de unos y de otros.
Lo dicho en esos ensayos tiene que entenderse en el marco más
general de una crítica al estado corporativo y censor prusiano. Y así
lo leyeron las autoridades en Berlín. Cuando se compara el hilo ar-
gum ental de estos trabajos con el de un ensayo de Marx un poco
posterior, sobre la cuestión judía, se ve enseguida la relación que
hay entre el análisis sociopolítico de los asuntos que trata y la c ríti
ca más de fondo, teórico-filosófica, del estado en su forma prusiana.
El lector actual de estos ensayos seguramente se sorprenderá inclu
so de la rapidez con que Marx pasa de una cosa a otra. Pero con
viene preguntarse cuál era el punto de vista de estas críticas. La res
puesta más precisa a esta pregunta es: un humanismo filantrópico
que en lo político podría definirse como democratismo radical.
El democratismo radical significaba, en la Alemania de la época,
crítica del romanticismo coronado y del liberalismo aguado por la
presencia de un Estado interventor y censor. Las autoridades ale
manas de entonces empezaban a llam ar a eso, despectivamente, so
cialismo o comunismo. En efecto, ya entonces la G aceta Renana fue
acusada por los censores de propugnar ideas comunistas. Y como
esta acusación coincide con el posterior ideario de Marx algunos
intérpretes se han dejado llevar al anacronismo haciendo de Marx
un comunista ya en 1842. Pero la verdad es que ni la G aceta Renana
ni Marx eran entonces comunistas en el sentido moderno de la pa
labra. Nada hay, en esas páginas, que tuviera que ver todavía con
el socialismo y con el comunismo modernos, cuyas primeras m ani
festaciones empezaban a llegar a Alemania desde Francia e Ingla
terra. Los colaboradores de la G aceta Renana eran, por así decirlo,
liberales sin liberalismo, liberales de corazón que no podían ejercer
de tales por las condiciones sociopolíticas del país en que les tocó
vivir. Y, en ese sentido, sólo en ese sentido, demócratas radicales en
tránsito hacia el ideal republicano. Incluso las alusiones marxianas
a un comunitarismo restringido, avalado por el derecho consuetu
dinario, tienen que leerse en este caso como mero recuerdo, hecho,
eso sí, con simpatía, de los derechos tradicionales de los de abajo,
de una “economía moral” de la m ultitud empobrecida que estaba
siendo socavada por los intereses de los privilegiados con la colabo
ración del Estado.
Marx diría, años después, que la tem ática de aquellos artículos le
ayudaron a entender “la anatomía de la sociedad”. Pero aunque
Marx empezaba a tener noticia de las obras de socialistas y comu
nistas ingleses y franceses (Owen, Cabet, Fourier, Proudhon) se
opuso terminantemente, mientras fue su director, a la asimilación
de la G aceta con el comunismo. De esto hay abundantes testimo
nios. Y no sólo en la correspondencia con las autoridades a propósi
to de la revista, en la que, como es natural, Marx quita hierro al
supuesto objetivo crítico de la publicación, sino también —y esto es
más importante—en las cartas y recuerdos de las conversaciones
privadas que sobre este tema nos han llegado. Siempre ha habido
entre los intelectuales adelantados de la novedad que hablan de la
últim a de oídas. La ú ltim a de la época, las nociones de comunismo
y socialismo, estaban naciendo, en Inglaterra y Francia, con el cam
bio de década. Y, a lo que parece, también en la G aceta R enana hu
bo algún eco vaporoso de esta últim a noticia. Pero Marx defendía
entonces la necesidad de tener bien distinguidos los planos en la
hora de la crítica: “Declaré —le dice a Ruge en una carta de no
viembre de 1842, a propósito de una polémica en la redacción del
periódico- que consideraba inoportuno, e incluso inmoral, meter
de contrabando, en incidentales críticas de teatro, dogmas comu
nistas y socialistas, o sea, una nueva concepción del mundo”. La
frase que sigue en ese párrafo es igualm ente significativa: “Si un
día hay que discutir de comunismo quiero que se haga de otra ma
nera, con más profundidad”.
“No PUEDO HACER NADA EN ALEM ANIA”
Cuando apareció el artículo sobre los robos de leña Marx era ya
el director de la G aceta Renana. Cuando se publicó su opinión sobre
la miseria de los viñadores del Mosela ya habían empezado los pro
blemas serios del periódico con la censura. Mientras tanto, en esos
pocos meses, la tirada de la publicación había aumentado conside
rablemente y tenía cerca de tres m il suscriptores. En ese tiempo
Marx comprendió que no iba a poder seguir escribiendo libremen
te en Alemania. Empezaba a ser un exiliado interior. En cartas a
Jenny von Westphalen y a Arnold Ruge se queja amargamente de
la miseria y de la ignorancia de los funcionarios prusianos. Siente
que la miseria intelectual y la ignorancia son un obstáculo defini
tivo contra la libre expresión de sus pensamientos: ”No puedo ha
cer nada en Alemania. A quí se corrompe uno mismo. Estoy harto
de la hipocresía, de la estupidez y de las brutalidades de la autori
dad. Pero también lo estoy de las obsequiosas reverencias a las que
me veo obligado, de andar con rodeos, contorsiones y verbalismos”.
Es el preámbulo de su dimisión como director del periódico, que
finalmente dejaría de publicarse el 31 de marzo de 1843. Marx
había presentado la dim isión, “por incompatibilidad con la censura
existente”, sólo dos semanas antes. Su declaración lleva la fecha del
17 de marzo de 1843. La G aceta R enana se despidió en verso:
Que la cólera de los dioses nos haya alcanzado
no nos asusta, ni que nuestro mástil se venga abajo.
Porque también al principio fue despreciado Colón
pero al fin vio el Nuevo Mundo.
El hecho de que la prohibición definitiva de la G aceta Renana se
haya debido a una intervención de la diplomacia zarista escuchada
por los ministros de Federico Guillermo IV es también un síntoma
de las dificultades del liberalismo en la Alemania de entonces y ha
dejado en Marx muy honda huella. Pues a partir de aquel momen
to, y durante mucho tiempo, se acostumbró a criticar juntos el pru-
sianismo y el absolutismo zarista. La renuncia, unos meses después,
a la nacionalidad alemana será una de sus consecuencias; el odio a
todo lo ruso, que le acompañaría hasta bien mediada la década de
los sesenta, otra. Pero no fueron éstos los únicos efectos de aquella
aventura. El final de la G aceta Renana convenció a Marx de que lo
único que podía dar sentido a la filosofía en Alemania era su alian
za con la política. Filosofía política, pues. Lo que traducido a las po
sibilidades prácticas de actuación en la época significaba para Marx
una aproximación a la teoría política francesa, republicana, y la pro
puesta de una nueva publicación, no sólo alemana, sino franco-ale
mana, en la que dar cabida a todo aquello que no podía tener curso
legal en Alemania. La radicalidad democrática, en una palabra.
1843 fue un año memorable para Marx: dejó Colonia, donde
había residido mientras ejerció como director de la G aceta R enana,
se casó con Jenny von W estphalen, recuperó el equilibrio senti
m ental, se exilió de Alemania y escribió varios papeles de teoría
política (sobre la cuestión judía y sobre la idea hegeliana del esta
do y del derecho público) que él mismo consideraría luego, en el
prefacio a la C rítica de la economía p o lítica , como el arranque de su
concepción madura de la sociedad y de la historia.
Karl Marx y Jenny von W estphalen se casaron finalmente el 19
de junio de 1843 en una pequeña iglesia luterana de Kreuznach,
la ciudad-balneario donde entonces residía la novia con su fam i
lia. Parece que la boda sólo entusiasmó a los novios. Hubo pocos
asistentes: de la fam ilia de Marx, nadie. Jenny tenía entonces
veintinueve años; Karl veinticinco. Tuvieron que hacer concesio
nes a las fam ilias. Marx, que se declaraba ateo, tuvo que pasar por
la iglesia. Pero no hay indicios de que eso haya representado nin
gún trauma psicológico para él. Dada la m ala relación con los
suyos después de la muerte del padre y teniendo en cuenta la si
tuación económica de la madre, nada boyante ya, renunció a la
parte que le tocaba de la herencia familiar. A cambio pudo desoír
las quejas de la madre que le pedía que abandonara las actividades
“políticas” e hiciera algo para ayudarla a mantener a sus otros
hijos. Jenny von W estphalen, por su parte, tuvo que vencer la
resistencia de su hermanastro Ferdinand después de la muerte de
Ludwig.
De la resistencia de los Von W estphalen a aquella boda ha queda
do un curioso contrato matrimonial. En él se dice que la pareja
viviría bajo el régimen de comunidad de bienes pero ateniéndose,
como excepción, a una cláusula que reza así: ”Cada uno de los es
posos es personalmente responsable de las deudas contraidas, here
dadas o asumidas de cualquier otra forma antes del matrimonio.
Estas deudas quedan excluidas de la comunidad de bienes”. Que se
sepa, Jenny no tenía deudas anteriores al matrimonio, de manera
que el objeto de la susodicha cláusula es manifiesto. Se ve ahí la
mano del hermanastro, Ferdinand von W estphalen, funcionario del
gobierno y más más tarde ministro del Interior. Tampoco hay noti
cia de que los novios hayan dado nunca importancia alguna a aquel
contrato, de modo que, en la práctica, fue papel mojado. Pero tam
bién se puede considerar una premonición acertada de lo que les
esperaba en el plano económico.
REBELIÓN EN LA NAVE DE LOS LOCOS
Si no estoy equivocado en este punto, la “Introducción” marxiana
de 1843 a Z ur Kritik der Hegelschen Rechsphilosophie tiene que leerse
también como un documento de esta discusión con Ruge sobre
espera y esperanza, como una continuación de la polémica de Marx
contra el pesimismo elegiaco. La congelación en el presente de la
idea hólderliniana del pueblo callado y adormecido tiene que poner
toda esperanza en algún regreso de los dioses para que los hombres
alienados vuelvan también a su ser, a ser lo que un día fueron; esta
esperanza elegiaca, ideal, supone, en últim a instancia, algún tipo
de creencia religiosa, por metafórica que tal religiosidad sea en una
edad moderna que ha conocido ilustración y romanticismo. De
hecho, ésta es la atmósfera de tenue religiosidad naturalista, nada
agobiante por otra parte, que se respira en algunos de los grandes
poemas de Hólderlin, empezando por los célebres y tantas veces
citados versos de “Patmos”:
Cercano está el dios
y difícil es captarlo.
Pero donde hay peligro
crece lo que nos salva.
La rebelión en la nave de los locos supone, en cambio, una es
pera sin dioses, una esperanza activa en la que habrá de jugar un
papel esencial la subjetividad del hombre que quiere volver a
poner sobre sus pies el mundo ahora invertido de los animales
políticos. Esta es una esperanza que, antes o después, brota de la
desesperación; de la desesperación de hombres que se hacen sujetos
de la historia no porque la historia tenga sujetos a p rior i o porque
éstos, como los “elegidos”, hayan recibido mandato alguno, sino
precisamente porque, al desesperarse, dejan de tratarse entre ellos
como objetos, como meras mercancías, para convertirse en personas
y actuar como tales. Teniendo en cuenta la diferencia mentada, se
comprende mejor que la controversia político-filosófica entre pesi
mismo elegiaco y optimismo histórico acabe en una consideración
acerca del vínculo existente entre política y religión en el mundo
moderno. Pues en los tiempos difíciles sólo suele haber dos tipos
de tensión moral humana traducibles en formas de comportamien
to capacitadas para manifestar en público el “sufriendo aquello que
decir no puedo” (o sea: que el Emperador está desnudo en plena
plaza pública).
En la modernidad estos dos tipos de conducta se basan, a su vez,
en dos tipos de creencias o de convicciones fuertemente sentidas por
el individuo: creencia en los dioses que retornan o creencia en el
sentido de la historia que se está haciendo. Tal vez tenga razón Mir-
cea Elíade cuando dice que Marx recogió y continuó uno de los
grandes mitos escatológicos del mundo asiático-mediterráneo, el
del papel redentor del Justo cuyos sufrimientos están llamados a
cambiar el estatuto ontológico del mundo. Pero, si así fuera, una
consideración histórico-crítica de la renovación del viejo mito está
obligada a precisar que la otra creencia fuerte, la creencia en el sen
tido de una historia hecha por los propios hombres que no pueden
ya soportar la desesperación, nació sin dioses y polemizando abier
tamente no sólo con la escatología sino con toda creencia religiosa,
con la esperanza en el retorno de los dioses. Cosa que conviene re
cordar en estos otros tiempos menesterosos de ahora, en los cuales
la cultura euroamericana está viviendo una nueva alianza entre el
dogmatismo de las viejas iglesias (o de las nuevas sectas) con el fun-
damentalismo liberal laico para difum inar la diferencia entre aque
llos dos tipos de convicciones fuertes que entran en la crítica de la
contemporaneidad.
A este respecto tiene todo el valor de un síntoma el que en esta
continuación de su polémica con Ruge, o sea, en la Introducción a la
crítica de la filo so fía hegeliana d el derecho (1843), Marx haya conside
rado precisamente la crítica de la religión como el germen de la
crítica de este valle de lágrim as. Marx interpretó la lectura del
Hyperion propuesta por Ruge como un programa en el que la idea
griega de la aceptación del destino histórico acaba fundiéndose con
el concepto de resignación de origen cristiano. Y quiso oponer a
este concreto resultado del encuentro entre culturas la crítica de la
religión, por un lado, y la revitalización del espíritu prometeico,
por otro.
Significativamente ése es también el momento de la definitiva
inclinación de Marx por la poesía crítica y satírica de Heine. Esta
inclinación tiene mucho que ver con el problema de la forma que
ha de adoptar la denuncia de la realidad existente. Pues el espíritu
prometeico exige coherencia. Se explica, pues, que de la discusión
sobre el talante se pase a la controversia sobre la concepción del
mundo y de ésta al tema del estilo. Marx, que en 1843 había re
petido una vez más aquello de que el estilo es la obra, publicó ya
en París, en Vorwarts [Adelante] dos glosas críticas contra Ruge. El
tema de ellas es: ¿qué ocurre cuando un escritor se concentra en el
problema de refinar su estilo en lugar de pensar seriamente en lo
que debe decir? Que se convierte en un pingo almidonado, viene a
contestar el autor de la pregunta. Sabemos también qué es lo que
molestaba a Marx del estilo de Ruge: que pierde la veracidad por
amor a las antítesis estilísticas, por la búsqueda constante de una
fraseología desenvuelta que se queda en vacía autocomplacencia
[M EW 1, 405]. Es evidente que Marx estaba buscando su propio
estilo para la crítica política discutiendo la forma literaria del otro.
A juzgar por lo que sabemos, lo encontró, de momento, fundiendo
en su filosofar el lenguaje especulativo hegeliano con las potentes
metáforas de Heine.
Marx pudo haber leido a Hólderlin el año de la muerte de éste,
en 1843. Probablemente no lo leyó. Es posible que no lo haya leído
por el desagrado que le produjo la traducción política que hizo
Ruge del Hyperion. También es posible otra explicación: que su
optimismo histórico le haya hecho simplemente preferir a Heine.
Marx, influido por la filosofía de Feuerbach, pone, en septiembre
de 1843 (un mes antes de abandonar Alemania con destino a París)
el espíritu crítico y la independencia de criterio en el frontispicio
de su programa de reforma moral e intelectual:
En esto precisamente consiste la ventaja de la nueva tendencia: no
sotros no anticipamos dogmáticamente el mundo, sino que queremos
encontrar el mundo nuevo a partir de la crítica del viejo. Hasta ahora
los filósofos habían tenido lista en sus pupitres la solución de todos
los enigmas, y el estúpido mundo exotérico no tenía más que abrir su
morro para que le volasen a la boca las palomas ya guisadas de la
Ciencia absoluta. Ahora la filosofía se ha mundanizado. La demos
tración más evidente de ello la da la misma conciencia filosófica afec
tada por el tormento de la lucha no sólo externa sino también inter
namente. No es cosa nuestra la construcción de futuro o de un resul
tado definitivo para todos los tiempos; pero tanto más claro está, en
mi opinión, lo que nos toca hacer actualmente: criticar sin contem
placiones todo lo existente; sin contemplaciones en el sentido de que
la crítica no se asuste ni de sus consecuencias ni de entrar en conflic
to con los poderes establecidos. De ahí que no esté a favor de plantar
una bandera dogmática; al contrario: tenemos que tratar de ayudar a
los dogmáticos para que se den cuenta del sentido de sus tesis.
Si hay algo a lo que valga la pena llam ar marxismo ese algo nació
de este talante, como vió m uy bien, por cierto, el poeta y dra
maturgo Bertolt Brecht y como recordaba hace ya algunos años el
marxólogo M axim ilien Rubel.
DE LA CRÍTICA DE LA RELIGIÓN
A LA CRÍTICA DE LA POLÍTICA
Marx es de naturaleza muy particular, indicadísima para
un erudito y escritor, pero completamente inservible para un
periodista.
Lee muchísimo, trabaja con enorme intensidad y posee un
talento crítico que en ocasiones se convierte en dialéctica que
desemboca en arrogancia. Pero nunca lleva las cosas a su tér
mino: las interrumpe continuamente y se arroja una y otra
vez a un inmenso mar de libros. Su predisposición erudita le
adscribe por entero al mundo alemán, mientras que su pen
samiento revolucionario hace que quede completamente ex
cluido del mismo.
A rn old R uge a Ludwig Feuerbach, 15 -V -18 4 4
E n P a rís
A finales de octubre de 1843 Karl y Jenny parten finalmente
hacia París, donde vivía ya Ruge. A llí entraron en contacto con los
poetas Georg Herwegh y Heinrich Heine. La divisa de los Anales
Francoalemanes, que tenía que concretarse en una revista bilingüe,
no llegó a cuajar. N i Lamennais, ni Lamartine, ni Louis Blanc, ni
Leroux, ni Cabet, ni Considerant, ni Proudhon, que fueron consul
tados, mostraron buena disposición al respecto. De modo que de la
nueva publicación sólo salió un único número, dirigido por Marx.
Herwegh y Heine sí colaboraron. En este número, publicado a fi
nales de febrero de 1844, aparecieron un intercambio epistolar de
Marx y Ruge con Bakunin y Feuerbach y dos ensayos del propio
Marx: su introducción a la contribución a la crítica de la filosofía
hegeliana del derecho y un artículo sobre la cuestión judía.
De la relación entre los Ruge, los Herwegh, Heine y los Marx en
el París de 1844 han llegado hasta nosotros algunas anécdotas
curiosas que arrojan cierta luz sobre la vida de los intelectuales ale
manes exiliados en París y muestran, de paso, el talante del filóso
fo de Tréveris. La prim era de estas anécdotas es el fracaso de una
propuesta de R uge, que quería crear algo así como una comuna o
un falansterio con su mujer, los Herwegh y los Marx. Las mujeres
se opusieron alegando incompatibilidad de caracteres. Pero a pesar
de la proximidad intelectual y de las preocupaciones políticas tam
poco los varones podían entenderse, y menos vivir en comunidad.
Primera comprobación de que la comunión de los santos laicos no
es de este mundo.
Ruge criticaba a Marx porque se pasaba el día devorando libros y
al poeta Herwegh por su carácter bohemio y derrochador y porque
le consideraba un vago indecente y oportunista. El ya maduro Hei
ne, enamoradizo, vanidoso e hipersensible a cualquier crítica, iba
casi diariamente a casa de los Marx, les leía sus versos y congeniaba
sobre todo con Jenny von Westphalen, pero despreciaba a Ruge, al
que tenía por un hipócrita defensor de la desnudez helénica pero
incapaz de ponerse en traje de baño o de aceptar las nuevas prendas
interiores masculinas. Marx, cuya lengua y cuya plum a eran de lo
más afilado, defendió siempre a los poetas contra todos, en toda cir
cunstancia, incluso en sus incoherencias políticas y a pesar de sus
vanidades. Esto últim o contribuyó a la ruptura definitiva con Ruge.
El año de estancia en París fue, en varios aspectos, decisivo para
los Marx. A llí nació, el primero de mayo de 1844, su prim era hija.
Le pusieron Jenny, el nombre de la madre, por deseo de Karl. En
París anudaron relaciones con el poeta Heinrich Heine, quien,
justo en los meses en que frecuentaba la casa de los Marx, propor
cionó a éste el manuscrito de su canto a los tejedores de Silesia y
escribió Alemania, una leyenda invernal. De todos los inmigrantes
alemanes en París, Heine ha sido el único con el que Marx intimó
y con el que mantuvo buenas relaciones hasta el final. Y esto, a pe
sar de las diferencias políticas (Heine se consideraba entonces saint-
simoniano y aunque esperaba un estallido revolucionario en Ale
m ania tem ía el papel que pudieran jugar los obreros) y de las d i
ferencias de talante. Lo que se sabe de aquella relación confirma
que Marx apreciaba más la vena satírica de Heine que su lírica
amorosa y sentimental.
A llí, en París, capital intelectual de la Europa de la época, tra
taron los Marx con Proudhon, con Bakunin y con otros teóricos del
socialismo europeo. A llí empezó Marx a leer a los clásicos de la
economía política y se aficionó por una disciplina, la economía,
que habría de ser su principal dedicación científica en lo sucesivo.
A llí empezó Marx a vincularse al movimiento obrero organizado,
hizo suya la causa del proletariado y escribió sus primeras refle
xiones sobre el comunismo. A llí, en junio de 1844, recibió Marx
la noticia de la insurrección de los tejedores de Silesia, que habían
destruido la nueva m aquinaria recien introducida porque ésta
redujo sus menguados salarios y les condenaba al paro. Aquella
insurrección, cruelmente reprimida por el Estado prusiano, fue in
terpretada por Marx como la primera muestra de que algo serio
empezaba a moverse en Alemania fuera de los círculos intelec
tuales, decantó definitivamente su filosofía política a favor de los
trabajadores y acabó reforzando su cosmopolitismo.
La interpretación hecha desde París de lo ocurrido en Silesia fue,
por otra parte, el acto final de la relación de Marx con Ruge. Este,
fiel a su pesimismo elegiaco, quitó importancia a la insurrección de
los tejedores aduciendo que una rebelión social no podía triunfar
en un país subdesarrollado políticamente, sin conciencia política.
Marx, en cambio, volvía a decantarse por Heine. Hizo publicar su
Canto a los tejedores:
Sin lágrima en el ceño duro
están junto al telar y aprietan los dientes:
Alemania, tejemos tu sudario,
y en él la triple maldición.
Tejemos, tejemos.
Maldito el ídolo que impetramos
en fríos de invierno y angustias de hambre,
en vano creimos y le miramos,
nos ha vendido, nos ha engañado.
Tejemos, tejemos.
Maldito el rey, el rey de los ricos,
que no ablandó nuestra miseria,
que nos arranca lo que sudamos,
que como perros nos manda matar.
Tejemos, tejemos.
Maldita sea la patria falsa,
para nosotros humillación,
siega temprana de toda flor,
festín podrido de los gusanos.
Tejemos, tejemos.
Cruje el telar, la lanzadera vuela,
siempre tejemos, de día y de noche,
vieja Alemania, es tu sudario,
y en él la triple maldición.
Tejemos, tejemos.
Pero el Marx de París no se quedó en la “triple m aldición” de
Heine. También en este caso optó por elevar la interpretación de lo
acontecido en Silesia para compararlo todo con todo: la actitud de
los trabajadores alemanes con los de Francia e Inglaterra y el com
portamiento histórico de los principales Estados europeos ante las
reivindicaciones de los de abajo. El resultado de ese análisis com
parativo es doble. De una parte, Marx reafirma su optimismo his
tórico en relación con las posibilidades de revolución en Alemania,
ve en los hechos de Silesia el aldabonazo que anuncia un golpe de
timón ”en la nave de los locos” y a continuación se lanza a las aseve
raciones contundentes: “el proletariado alemán es el teórico del
proletariado europeo”, “Alem ania tiene vocación por la revolución
social precisamente porque es incapaz de revolución política”,
“sólo en el socialismo y en el proletariado puede un pueblo filosó
fico encontrar la actividad que le corresponde, el elemento activo
de la libertad”. Y en ese contexto aprovecha para avanzar una ulte
rior delim itación del papel de la conciencia en las crisis históricas:
en la perspectiva revolucionaria la conciencia política no es sufi
ciente (como lo muestra el caso de Inglaterra), es necesaria la con
ciencia social, la conciencia de la interrelación entre lo político y lo
económico. Toda revolución es al mismo tiempo política (en la me
dida en que tiende a destruir el antiguo poder) y social (en la m edi
da en que tiende a destruir a la vieja sociedad).
En París, conocieron los Marx, entre agosto y septiem bre de
1844, al que iba a ser el mejor am igo y protector de la familia:
Friedrich Engels, otro aspirante a poeta y hegeliano en su juven
tud, particularmente dotado para las lenguas, que, sin embargo,
siendo hijo de un rico industrial de las proximidades de Düsseldorf
con empresas de hilaturas de algodón en Barmen (Alemania) y en
Manchester, había adquirido ya experiencia en los negocios y co
nocía de prim era mano la vida en las fábricas y en los barrios obre
ros. En muchos aspectos personales Engels era lo contrario de
Marx: ordenado en sus cosas, práctico, economizador en el mejor
de los sentidos y por eso generoso, con don de gentes, nada con
vencional, liberado en sus relaciones íntim as, en una palabra: “libe
ral” en todo menos en lo político (como diría irónicamente nuestro
Bergamín). Tal vez por eso, porque era tan distinto en lo personal,
congenió tan bien con Karl Marx. O, tal vez, porque, como él m is
mo escribió varias veces (y a tenor de las diferencias existentes en
varios asuntos sentimentales importantes para las vidas de los am i
gos) estaba de acuerdo con Marx en todo lo otro, y eso otro era lo
que a él le parecía esencial. El prim er resultado de aquella colabo
ración fue otro ajuste de cuentas intelectual con el reciente pasado
alemán compartido: La sagrada fa m ilia o (de acuerdo con el título
que quisieron dar inicialm ente a esta obra) La crítica de la crítica
crítica.
Finalmente, desde allí, desde París, fracasada la experiencia de los
Anales F ranco-alem anes, los Marx (y digo los Marx porque sin la
contribución económica de Jenny eso no hubiera sido posible) ayu
daron a sacar Vorwárts {Adelante], un periódico quincenal pensado
para que pudieran leerlo los obreros de lengua alemana, foro, por
tanto, de discusión entre inmigrantes y exiliados, publicado sin
previa autorización oficial. Y Vorwdrts fue precisamente el motivo
de que el exilio de los Marx no acabara en París. El gobierno pru
siano presionó para que fuera prohibido, Luis Felipe aceptó las pre
siones y Guizot, m inistro del Interior, lo clausuró decretando la
expulsión de Francia del colectivo de dirección: Marx, Heine y Ru
ge. El 25 de enero de 1845 a Marx le dieron veinticuatro horas para
abandonar París. En total, los Marx habían vivido a llí catorce fruc
tíferos meses (Jenny, que entretanto fue a Tréveris, un poco menos).
Los dos principales escritos de Marx publicados, durante la
estancia en París, en los Anales Franco-alem anes de 1844, “Zur Ju -
denfrage” y “Zur kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie”, reco
gen todavía, no obstante, procupaciones y reflexiones relacionadas
con las lecturas del período de Kreuznach, aunque parcialmente re
visadas en Francia. El segundo de estos escritos, terminado en Pa
rís, es en realidad la conclusión de la crítica a la filosofía del dere
cho de Hegel, pero en él se percibe ya la influencia de las nuevas
lecturas de Marx, hechas en Francia, que se combinan y entrelazan
con las preocupaciones anteriores. Ambos escritos tienen un hilo
común: el paso a primer plano de la filosofía política y la crítica del
estado. Es la insistencia en esto lo que diferencia mayormente a
Marx de aquellos autores que más le habían influido hasta ese
momento: Hegel, Bauer y Feuerbach. De la filosofía hegeliana del
derecho y del estado Marx se distancia por su idealismo. Y en esta
crítica sigue, en lo esencial, a Feuerbach. De Bauer se distancia con
la consideración de que éste se mantiene en el ámbito del análisis
crítico de la religión, en el campo de la filosofía de la religión, par
ticularmente al analizar el futuro de la emancipación del pueblo
judío. Y de Feuerbach empieza a distanciarse también porque su
concepción de la filosofía no incluye la dimensión estrictamente
política, la práctica política revolucionaria. La sagrada fa m ilia,
escrita por Marx en París, en septiembre de 1844 y en coloboración
con Engels, no se publicaría hasta febrero de 1845, en Frankfurt.
Y la parte de esta obra escrita por Marx se puede leer como una
ampliación y aclaración de la polémica contenida en los dos en
sayos anteriores.
Pero el escrito marxiano más representativo del período de París,
el que más relevancia iba a tener en este siglo X X y el que inaugu
ra el interés de Marx por cuestiones económicas, tampoco llegó a
ver la luz entonces. Ni entonces ni en vida de Marx. Se quedó en
forma manuscrita. Ese texto, también incompleto, se conoce, desde
su publicación en 1932, con el nombre de M anuscritos económico-
filosóficos o M anuscritos de Parts.
L a c u e st ió n j u d í a
Z ur Ju d en fra ge fue escrito en Kreuznach en agosto de 1843,
aunque probablemente revisado, ya en París, en diciembre de aquel
año. Formalmente este ensayo de Marx ” [Escritos de ju ven tu d 1,
463-490] es un comentario a dos trabajos de Bruno Bauer publi
cados unos meses antes y respectivamente titulados “La cuestión
judía” y “¿Son capaces de libertad los judíos y los cristianos ac
tuales?”. Bauer había respondido de forma negativa a esta últim a
pregunta: mientras el cristiano siga siendo cristiano y el judío siga
siendo judío ambos serán incapaces de emanciparse debido a sus
prejuicios religiosos. El estado cristiano alemán no puede emanci
par propiamente a los judíos porque sólo reconoce privilegios sepa
rados y el judío tampoco puede pretender la emancipación ciu
dadana y política mientras siga siendo judío, porque su exigencia
está tarada por el egoísmo. Según Bauer, en las exigencias de eman
cipación de los judíos en la Alemania de la época había una con
tradicción, una inconsecuencia: criticaban su yugo particular pero
aceptaban el yugo general; exigían que el estado cristiano alemán
abandonara el prejuicio religioso pero ellos conservaban el suyo.
La crítica de Bauer a las peticiones de los judíos alemanes se cen
tra en el tema judaísmo/Estado y se basa en la consideración gene
ral de que, para emancipar a otros, los hombres tenemos que empe
zar por emanciparnos a nosotros mismos. Pero como Bauer consi
deraba que las dos religiones del Libro son meros estadios, aunque
diferentes, en la evolución del espíritu humano, su conclusión en
este punto es muy simple y muy directa: la emancipación exige
superar y suprim ir la religión.
En su comentario a Bauer, Marx acepta inicialm ente, como pun
to de partida, el tema ilustrado de la relación judaísmo/Estado. De
hecho, la mayor parte de su escrito está dedicada al análisis del Es
tado. Pero, en cambio, considera unilateral, por incompleto, el
planteamiento que hacía Bauer de la cuestión judía. Le parece a
Marx que la respuesta que da Bauer está ya im plícita en la pregun
ta que él mismo se hace. Y opina que hay que introducir otro inte
rrogante: ¿de qué tipo de emancipación se está hablando? Al for
mularse esta otra pregunta, Marx se propone am pliar la crítica de
Bauer al Estado cristiano alemán. Generaliza la crítica a todo tipo
de Estado existente, pero introduce interesantes distinciones entre
los Estados existentes en su época al comparar el Estado alemán
con el francés y con la Norteamérica contemporánea. En este punto
Marx aprovechaba lecturas que había hecho en Kreuznach: H am il-
ton, Beaumont y Tocqueville. Marx toma en consideración no sólo
la situación de los judíos en el estado confesional cristiano alemán
sino también la situación de éstos en otros países, particularmente
en Francia y en Norteamérica, donde las revoluciones habían con
tribuido a crear un tipo de Estado distinto, no confesional.
E m a n c ip a c ió n p o l ít ic a y e m a n c ip a c ió n h u m a n a
Lo más relevante de la argumentación de Marx en este punto es
la distinción que establece entre emancipación política y emancipa
ción humana. La emancipación política es, en lo sustancial, eman
cipación del Estado respecto de la religión, o, mejor aún, de las re
ligiones. La emancipación humana es liberación del hombre de las
alienaciones derivadas del modo de vida de la sociedad burguesa,
en particular respecto de la doble moral, en lo público y en lo pri
vado, como burgués y como ciudadano, que caracteriza la existen
cia de las personas en el Estado político.
Al tratar de la emancipación política Marx invierte el punto de
vista de Bauer. Pone en discusión justamente lo que era la conclu
sión de su antiguo tutor académico preguntándose si, en este ám
bito, se puede exigir del judío la superación del judaismo, y, más
en general, si se puede exigir del hombre, en el Estado político, la
superación de la religión. La contestación a esta nueva pregunta
pasa por la comparación entre lo que estaba ocurriendo en Alema
nia, donde existía un Estado declaradamente religioso, confesional,
lo que ocurría en Francia (en un Estado constitucional) y lo que
ocurría en Norteamérica.
Partiendo de esa comparación Marx aduce que la cuestión de la
emancipación política de los judíos no puede plantearse plena
mente en Alemania, ni siquiera en la Francia de 1840, porque en
estos países no hay todavía un Estado maduro que haya roto sus
vínculos con las religiones. Por eso quedarse en la referencia a Ale
mania, al abordar el asunto de los judíos, supone no rebasar el pla
no de la discusión teológica de origen ilustrado. Marx interpreta a d
hoc algunas de las noticias sobre Norteamérica, procedentes de los
libros de Hamilton, Beaumont y Tocqueville, para defender a con
tinuación que sólo en algunos de los Estados libres de Norteamérica
pierde la cuestión judía su significación predominantemente teoló
gica para convertirse de verdad en una cuestión profana, laica, porque
allí, al otro del Atlántico, existe el Estado político en su madurez y
puede hablarse ya de la relación del judío, y en general del hombre
religioso, con el Estado político.
A sí pues, Marx se niega a hacer de la cuestión judía un problema
específico diferenciado cuando se discute acerca de la emanci
pación. La emancipación política del judío, del cristiano, del hom
bre religioso en general, es en realidad la emancipación del Estado
frente al judaismo, el cristianismo y, más en general, frente a la re
ligión. La separación del Estado respecto de la religión institucio
nalizada no equivale a la emancipación completa del hombre, a lo
que se llam a la emancipación del género humano; pero sí es, por
así decirlo, un requisito, una precondición de la misma. Los ejem
plos de Francia y Norteamérica muestran que el Estado puede ser
libre (de la religión institucionalizada) sin que el hombre individual
y concreto sea libre (de las alienaciones, religiosas o no). El Estado
puede, en efecto, haberse emancipado de la religión mientras que la
mayoría de los hombres sigue siendo religiosa. Eso es precisamente
lo que ocurre en la Norteamérica contemporánea de Marx.
En este sentido, y sólo en este sentido, la emancipación política es
un medio, un rodeo, aunque, en opinión de Marx, necesario para la
emancipación humana. El Estado (laico, diríamos hoy) hace aquí de
mediador. El nivel político, que el hombre logra a través del Esta
do, es, en la concepción de Marx, una fase intermedia entre la re
ligión y la emancipación propiamente humana. En esa situación
sigue habiendo inconvenientes y contradicciones, pero al menos el
Estado hace abstracción formal de las diferencias de nacimiento, de
estamento, de ocupación y de cultura al declarar estas diferencias
apolíticas o prepolíticas y proclamar la igualdad de cada miembro
del pueblo y al dejar que propiedad, cultura y ocupaciones actúen
a su modo y hagan valer su ser específico. En el estado político ma
duro el hombre lleva una doble vida: la vida en la comunidad po
lítica, en la que vale como ser comunitario, y la vida en la sociedad
burguesa en la que actúa como hombre privado. La emancipación
política es por ello un gran progreso: aunque no sea la últim a for
ma de la emancipación humana, lo es, comparativamente, en el ac
tual orden del mundo.
Por emancipación política se entiende aquí el hecho de que al
menos existen las condiciones de posibilidad genéricas para libe
rarse políticamente de la religión, al trasvasar ésta desde el derecho
público al derecho privado. Pero Marx añade a renglón seguido
que no hay que engañarse sobre los lím ites de la emancipación sólo
política: ni ésta term ina con la religiosidad real del hombre indi
vidual ni siquiera lo pretende. La emancipación política de la
religión deja a ésta en pie, aunque, eso sí, pierde su anterior posi
ción de privilegio. De ahí que la contradicción en que se encuen
tra el fiel de una religión particular con su ciudadanía no es más
que un aspecto de la más general contradicción laica entre el Esta
do político y la sociedad burguesa.
S u p e r a r el e n f o q u e t e o l ó g i c o - r e l i g i o s o
De estas consideraciones deriva Marx su específico punto de vista
sobre la emancipación de los judíos. Y es en este punto en el que
el conflicto con Bruno Bauer se hace más patente. Pues no se trata
de decir a los judíos: “hasta que no os liberéis radicalmente del ju
daismo no podéis ser emancipados políticam ente”; lo que se les
viene a decir es lo contrario: “el hecho de que en la práctica podáis
ser emancipados políticamente sin que abandonéis de forma total
y coherente el judaismo pone de manifiesto que la emancipación
política no es por sí m isma la emancipación humana”. La cuestión
ju d ía queda a s í subsumida en el problem a de la gen era lid a d de los ciu
dadanos en la civilización burguesa. La inconsistencia y la contradic
ción interna de quienes quieren ser emancipados políticamente sin
emanciparse humanamente no es cosa propia y exclusiva de los
judíos sino que se deriva de la realidad de la emancipación p o líti
ca. Los judíos no están solos en esto; viven presos en esa contradic
ción, pero como todos.
Refiriéndose todavía al plano de la emancipación política Marx
niega que el judío (lo mismo que el cristiano en esto) tenga que
sacrificar el privilegio de la fe para poder recibir el beneficio de
los derechos generales del hombre. La conquista de los derechos
del ciudadano, que es característica de la revolución francesa y de
los Estados libres nortamericanos, no im plica la abolición del
judaismo; la proclamación de los derechos del hombre (de la li
bertad, de la igualdad, de la seguridad) no se contrapone a la práctica
del judaismo. Los derechos políticos, los derechos del ciudadano,
paradigm áticam ente alcanzados por franceses y norteamericanos,
no presuponen en modo alguno la abolición coherente y positiva
de la religión, y, por consiguiente, tampoco la abolición del ju
daismo.
El hilo conductor de la argumentación de Marx es tratar de su
perar el enfoque sólo teológico-religioso, aunque ilustrado, de la
cuestión judía. Pues, en su opinión, este enfoque repite en una for
ma sólo aparentemente nueva el viejo escrúpulo que en el siglo
XVIII se manifestó, sobre todo en Alemania, en la pregunta acerca
de quién tiene mejor perspectiva de salvación: si el judío o el cris
tiano. Según Marx, la versión ilustrada de la vieja pregunta teo
lógica, aunque se ha hecho crítica de la religión en general, tam
poco rebasa el ámbito preferencial de lo teológico. El ilustrado se
preguntaba, en efecto, quien de los dos, si el cristiano o el judío, es
más capaz de emancipación. Y el crítico ilustrado de la teología y
de la religión —al preguntarse qué es lo que hace más libre: si la ne
gación del judaismo o la negación del cristianismo—invierte la pre
gunta pero no se sale del ámbito de las preocupaciones preferen
temente religiosas.
Marx, por su parte, dice estar pasando del ámbito de la crítica de
la religión al campo de la crítica de lo político cuando él mismo se
pregunta por el elemento social específico que debería ser supera
do para term inar con el judaismo. Ahora bien: esta otra pregunta
obliga a dilucidar la posición específica, concreta, socioeconómica,
del judaismo en el mundo alienado del presente. Lo que Marx pro
pone es, pues, fijarse en el judaismo real y terrenal, no sólo en el “ju
dío sabático” que, en su opinión, es el único en el que se fija Bauer.
JUDAIZACIÓN DE LA SOCIEDAD CRISTIANO-BURGUESA
Con esta propuesta empieza la segunda parte de su ensayo. En la
caracterización del judaismo en la vida práctica, en lo profano, el
escrito de Marx mantiene la orientación crítica de la primera parte,
pero cambia de tono: deja de ser analítico-descriptivo y se va ha
ciendo cada vez más sentencioso y cortante.
La base profana del judaismo —se argumenta en esas páginas—es
el interés; el culto profano del judío es la usura, el chalaneo; el dios
profano del judío es el dinero. Tanto en el judaismo histórico como
en el judaismo del momento presente se pone de manifiesto un ele
mento antisocial que ha alcanzado su apogeo generalizándose a
través de un proceso histórico en el que los judíos no sólo han sido
víctimas sino que han colaborado con todo empeño.
Vistas así las cosas, el judaismo pierde su especificidad religiosa
para convertirse en la imagen, en la metáfora, e incluso el paradig
ma, de la cultura o civilización burguesa. El judaismo alcanza su
apogeo, según Marx, con la maduración de la sociedad burguesa.
Pero como la sociedad burguesa ha madurado precisamente en el
seno del mundo cristiano, judaismo y cristianismo se convierten,
en últim a instancia, en dos caras de la m isma moneda. Toda la so
ciedad cristiano-burguesa se ha judaizado porque, gracias al judío,
e independientemente de él, el dinero ha pasado a ser un poder
universal; el espíritu práctico de los judíos ha engendrado el espí
ritu práctico de los pueblos cristianos. La acentuación del elemen
to práctico, profano, socioeconómico y sociocultural de la cuestión,
im pulsa a Marx hacia una afirmación m uy tajante que, sin duda,
había de sonar a paradoja en su tiempo y en su país, sobre todo si
se tiene en cuenta que el origen del debate había sido la exigencia
de emancipación de una cultura m inoritaria. La afirmación es ésta:
“Los judíos se han emancipado ya; y se han emancipado hasta el
punto de que los cristianos se han convertido en judíos”.
En ese punto retorna Marx a su particular lectura de las noticias
relativamente recientes sobre la sociedad norteamericana para
reforzar la parte analítica de la argumentación y así avanzar una con
clusión propia, m uy alejada, desde luego, de lo que eran sus fuentes
de información. El caso de Norteamérica le sirve para sugerir una
prueba de la dominación de hecho del cristiano por el judaismo.
A llí, en Norteamérica, esta dominación se expresa inequívocamente
en la vida cotidiana, de tal manera que incluso el magisterio ecle
siástico, la predicación del evangelio, se mercantiliza, toma la forma
de un artículo de compraventa comercial: el comerciante en quiebra
hace con el evangelio lo que el evangelista enriquecido con sus ne
gocie jos.
Si el judaismo se ha mantenido históricamente junto al cristia
nismo no ha sido, en opinión de Marx, como crítica religiosa de
este últim o, ni sólo como encarnación de la duda acerca del origen
religioso del cristianismo, sino precisamente por el espíritu prácti
co de los judíos. No es, pues, a pesar de la historia y contra ella co
mo se ha mantenido el judaismo, sino a favor de la misma. El dios
idolatrado por la sociedad burguesa, el dinero, es el celoso Dios de
Israel; el Dios de los judíos se ha hecho terrenal, profano, y se ha
convertido en el Dios de este mundo de aquí abajo, de manera que
la letra de cambio, quintaesencia del capitalismo, es el dios real de
los judíos. No deja de ser curioso que al llegar ahí Marx, que dice
querer rebasar en su análisis de la cuestión judía el enfoque teológi-
co-religioso, vuelva sus ojos hacia el teólogo de la revolución, Tilo
mas Münzer, para citar unas palabras de éste en las que declaraba,
en el siglo XV I, que es intolerable el que “todas las criaturas se
hayan convertido en propiedad: los peces del agua, los pájaros en el
aire, la vegetación sobre la tierra” y que también la criatura tie
ne, por tanto, que ser liberada. Pues ese paso pone en comuni
cación directa la idea m arxiana, laica y profana, de la emancipa
ción con la vieja crítica teológica de la usura en los comienzos de
la modernidad.
Este pasaje de la Ju d en fra ge marxiana está, efectivamente, más
cerca de la crítica anticapitalista, de origen religioso, compartida
por los teóricos de la reforma radical y por los teólogos-economis
tas españoles del siglo XVI que del punto de vista ilustrado defen
dido, por ejemplo, por Lessing en su célebre N atán el sabio. Es
Marx quien traduce a términos laicos, profanos, la crítica teológi
ca de la usura cuyo origen, hablando con propiedad, es anticapita
lista por precapitalista (y tendencialmente antijudía, como puede
probarse estudiando con calma, por ejemplo, el hilo rojo que une
en Europa las obras de Girolamo Savonarola, Bartolomé de las
Casas y Thomas Münzer, todos ellos críticos heterodoxos, pero reli
giosos, de la modernidad en sus orígenes). Siguiendo esa línea de
pensamiento, sin plena conciencia de ello, Marx mantiene que una
organización de la sociedad que suprimiera los presupuestos de la
usura habría acabado con el judaismo, de manera que la conciencia
religiosa judía se disolvería como un jirón de niebla en el aire real
que respira la sociedad burguesa.
Y eso es, precisamente, lo que estaba haciendo la civilización bur
guesa, en sus puntas más avanzadas, en la década de 1840. Al mer-
cantilizar de manera progresiva la mayoría de las relaciones sociales,
incluida la relación misma entre hombre y mujer, esta civilización
da forma m aterial a la abstracción encerrada en la religión judía. La
mercantilización de las relaciones sociales, que es propia del capi
talismo, hereda de aquélla el desprecio por la teoría, por el arte, por
la historia y por el hombre como fin en sí mismo. Todo, o casi todo,
se convierte en objeto de tráfico mercantil y la única nacionalidad
que así queda es la nacionalidad del dinero y del comerciante. La
conclusión de esta crítica de la civilización burguesa, en la que que
dan, como se ve, asimilados capitalismo y judaismo, es ya tan espe-
rable como resuelta. Puesto que la esencia religiosa del judío se ha
universalizado al materializarse en la sociedad burguesa la emanci
pación propiamente humana será, a los efectos de la cuestión trata
da, dual y simultánea: emancipación respecto del capitalismo y
emancipación respecto del espíritu del judaismo.
Marx lo dice en una forma muy tajante: la emancipación de los
judíos significa, en últim a instancia, la emancipación de la huma
nidad frente al judaismo. Y luego precisa: la liberación del hombre
respecto del fetiche del dinero hace decaer la base subjetiva del
judaismo, esto es, su atención a las necesidades prácticas del hom
bre. La emancipación humana no es contemplada, sin embargo, co
mo una mera superación, sin resto, del fetichismo capitalista y del
judaismo, sino como una humanización de las necesidades prácticas
del hombre que esos dos momentos han expresado, en la práctica,
de una manera exagerada y deformada {OME 5, 178-208}.
¿F ue M a r x a n t ise m it a ?
Atendiendo a la dureza de los adjetivos con que Marx juzgaba en
su escrito el “judaismo práctico” está más que justificada la pre
gunta acerca de si fue o no un antisem ita. Esa pregunta ha hecho
correr ríos de tinta, sobre todo desde los años treinta para acá. Y no
es fácil contestarla con ecuanimidad cuando, como suele ocurrir, se
tiene la mente dividida entre la valoración de lo que Marx dijo y
escribió y el horror en que derivó el antisem itismo de la época del
nacional-socialismo. Pero, aun así, se puede y se debe intentar dar
a esta pregunta una respuesta plausible. La m ía es ésta: Marx fue,
efectivamente, antisem ita aunque no en la acepción que este tér
mino ha adquirido desde 1930. Esta respuesta no pretende, por
otra parte, obviar las responsabilidades morales, prácticas, de mar-
xistas, o de personas que se han inspirado en la obra de Marx, en el
crecimiento del antisemitismo en Alem ania y el mundo desde los
años treinta. Sólo dice que ésta es otra cuestión, distinta de la que
aquí se plantea, y que tiene que ser analizada con cuidado en otro
marco, en otro contexto histórico.
Es un anacronismo sin fundamento la afirmación de Dagobert D.
Ruñes, que todavía podía leerse en la cuarta edición de la traduc
ción norteamericana de la Ju d en fra ge (New York, Philosophical Li-
brary, 1960), según la cual “el sangriento sueño de Marx de lograr
un mundo sin judíos está detrás de las prácticas terroristas de Tor-
quemada y Tito, de H itler, de Jruschef y de Mao Tsé Tung”. Ese
anacronismo mete demasiadas cosas en el mismo saco. La historia
del prejuicio antijudío es, como se sabe, m uy anterior a Marx y a
los marxismos; en la época moderna, el antijudaism o ha estado
m uy extendido en el seno del movimiento obrero y popular, tanto
en la Europa occidental como de la Europa oriental, antes, durante
y después de Marx: Fourier, Blanqui y Bakunin, para mencionar
tres nombres habitualmente vinculados a corrientes diferentes del
movimiento obrero moderno, han compartido el prejuicio anti
judío desde puntos de vista que no se dejan reducir en absoluto ni
al de Marx, ni al de Torquemada en el siglo X V I, ni al de H itler en
el siglo XX . Por otra parte, la historiografía de estas últim as dé
cadas ha puesto de manifiesto que el término “antisem itism o” no
fue utilizado en Europa antes de 1880, o sea, bastante después de
que Marx escribiera la Ju d en fra ge y, desde luego, sin relación con
ella. Es cierto que ha habido a lo largo de la historia un hilo rojo
que correlaciona el prejuicio anti judío, la crítica moral-cristiana de
la usura, casi siempre identificada con el judaismo práctico, y la
crítica moderna anticapitalista que tiende a identificar judaismo y
dominación del capital financiero a través de las instituciones ban
cadas. Pero si no se quiere caer en la selva de los tópicos, invir-
tiendo por retorsión la persistencia del viejo prejuicio, hay que dis
tingu ir entre las diversas formas históricas del mismo, que han
acentuado alternativamente la diferencia religiosa, la diferencia
cultural, los aspectos socioeconómicos y el tema de la sangre.
Para argumentar con precisión y ecuanimidad la respuesta que
aquí se propone conviene advertir, además, que quedarse en lo que
dice Marx en la Ju d en fra ge es m uy insuficiente; y que mezclar lo
que se dice en este escrito con otras declaraciones de Marx a pro
pósito de los judíos descontextualizadamente, sin mención de fe
chas y momentos, no pasaría de ser una contribución más a la fi
losofía periodística de la historia que se ha ido imponiendo en estos
últimos años. A propósito de Z ur Ju d en fra ge se han escrito muchas
cosas inexactas, que tienen poco que ver con el escrito y que se de
moran a veces en aspectos psicológicos o en la consideración de lo
que pensaban a este respecto amigos, compañeros y correligiona
rios de Marx. Así que conviene atenerse a lo que fue su propia posi
ción. Lo más adecuado parece seguir los resultados de una línea de
investigación historiográfica que combina espíritu crítico, buena
filología y método comparativo. Con matices, y con algunas dife
rencias que no son ahora del caso, eso es lo que han hecho Maximi-
lien Rubel, Helm ut Hirsch y Román Rosdolsky, los cuales dialo
gan en esto con historiadores de la cuestión como Salomon F. Bloom,
E. Silberner y Werner Blumenberg.
Es cierto que Marx manifestó en varias ocasiones su “repugnan
cia hacia la creencia israelita” antes y después de escribir la J u d en
fra ge. Una de esas veces fue precisamente pocos meses antes de po
nerse a escribir sobre la cuestión judía, en carta a Arnold Ruge.
Pero esta carta que es, efectivamente, un documento capital para
conocer su actitud y que está en la base del posterior ensayo, con
tinúa diciendo que él mismo, Marx, está dispuesto a redactar una
petición a la Dieta renana en favor de los judíos por sugerencia del
presidente de la comunidad de Kreuznach. ¿Lo hizo realmente? No
está claro. Lo que si está claro es su motivación en aquel caso: no
iba a hacerlo por sim patía hacia los judíos del lugar ni tampoco
porque creyera particularmente justa la petición, sino para echar
arena en las ruedas del carro del estado cristiano, porque “cada
petición en este sentido rechazada por el Estado —son sus palabras-
hace aumentar la indignación y suscita protestas”.
Esta visión instrumental de una causa que debemos considerar
justa (puesto que en este caso se trataba de la lucha en favor de los
derechos de una minoría acosada) está en línea con la visión muy
esquemática e injusta que Marx ha tenido del pueblo judío. Ya se
ha visto que en 1843 Marx se niega a reconocer la especificidad del
pueblo judío, su particularidad diferenciada en la sociedad alema
na, y luego identifica abruptamente su historia con la historia del
dinero y de la mercantilización general de la sociedad capitalista.
Este desprecio fue en aumento con los años. En El capital Marx ha
comparado a los usureros judíos con los dioses de Epicuro que ha
bitan en los intersticios del universo. Y la correspondencia privada
de Marx con Engels y con otras personas está plagada de expre
siones despectivas hacia los judíos que ponen de manifiesto la per
sistencia del prejuicio. En 1864, por ejemplo, en carta a Engels,
calificaba a Ferdinand Lassalle de “itzig ”, haciendo suyo uno de los
términos más despreciativos de los que se empleaban en la Ale
m ania de entonces para calificar a los judíos.
Tampoco se puede negar, por otra parte, que en ocasiones Marx
ha defendido reivindicaciones y pensamientos de judíos concretos,
pero esto lo hizo casi siempre condicionándolo a la reinvindicación
más general de una humanidad libre, por ejemplo, en el marco de
la Declaración francesa de los Derechos del Hombre (en 1843), o
en el marco del establecimiento de una sociedad alternativa, comu
nista, en la que el problema habría de quedar, por hipótesis, sub-
sumido.
En la medida en que considera que la emancipación de los judíos
es parte, y sólo parte, de la más general emancipación humana, la
cuestión judía específica, histórica, se diluye y el tratamiento
político, concreto, racional, del asunto queda velado por la afirma
ción, varias veces repetida, de aquel sentimiento de repugnancia
ante la usura, el chalaneo y el mercantilismo. Hoy sabemos, sin
embargo, que la subsunción de un problema sociocultural especí
fico, muy concreto, en el marco más general de la realización de los
Derechos del Hombre o de la Sociedad Desalienada no resuelve el
asunto: lo deja abierto. Y lo que es peor: lo deja abierto como heri
da que unos, la minoría, seguirán sintiendo en carne propia, y
otros, la mayoría, tenderán a ignorar o a negar. Esa ignorancia tien
de a coincidir, por lo demás, con prejuicios m uy extendidos por
abajo, en la base de la sociedad, de modo que, finalmente, la iden
tificación, más o menos inconsciente, de anticapitalism o y anti
semitismo puede operar en un sentido directamente contrario al de
la emancipación buscada del género humano. La transformación de
la repugnacia frente a lo judío en una forma de antisem itismo lar
vado era ya muy patente en algunas revistas obreras europeas de las
décadas que siguieron a la publicación de Z ur Ju d en fra ge. Román
Rosdolsky lo vió m uy bien al acuñar, a propósito del antisemitismo
de la N ueva G aceta Renana, este rótulo: la enferm edad in fa n til del
movimiento obrero.
En efecto, al fijarse exclusivamente en un aspecto de la realidad
profana del judaismo contemporáneo, esto es, en el importante nú
mero de judíos entonces relacionados con el comercio, la banca y la
industria, una parte del movimiento obero moderno, en Alemania,
y en Francia, en Rusia, y en España, hizo suyo un precipitado argu
mento inductivo (tomar la parte por el todo) para identificar ju
daismo y capitalismo. Marx no fue ajeno a esta precipitación induc
tiva, que compartió con Fourier, Proudhon, Blanqui y Bakunin.
Pero la mayoría de los estudios historiográficos fiables sobre esa
época ponen de manifiesto que ya para entonces tal identificación
generalizadora era inexacta y que el mismo desarrollo del capi
talismo en Europa estaba haciendo perder a los judíos el carácter de
“pueblo comerciante y m ercantil” para convertirlos en una na
cionalidad en sentido moderno. Está justificado, por tanto, el juicio
de Rosdolsky.
Ahora bien, el reconocimiento de la pertenencia a un mismo
humus cultural y de la asunción de un prejuicio tampoco tiene por
qué obstaculizar la comprensión de las diferencias particulares, o
sea, del particular punto de vista de Marx en el asunto respecto del
conjunto del movimiento obrero de la época y de varias de las per
sonalidades que más influyeron en él. El motivo por el que operó
como lo hizo tampoco puede reducirse a una cuestión psicológica,
a saber: la tendencia del que ha nacido en el seno de una fam ilia
judía a volverse contra los suyos después de abandonar la propia
religión o la propia cultura. El hecho de que Engels, que no era
judío, haya compartido en lo esencial el prejuicio de Marx sugiere,
a contrario, que tal explicación es insuficiente, unilateral.
Lo específico del punto de vista de Marx es que, al subsumir el
problema judío en el problema del capitalismo contemporáneo,
capta sólo un aspecto del proceso y hace suyo el prejuicio popular.
Pero la crítica histórica, en este punto, tiene que resaltar también
la diferencia, a saber: que tratar de superar aquel aspecto profano
de “lo judío” generalizado por el capitalismo no im plica un ataque
particular contra el pueblo judío del tipo de lo que conocemos co
mo antisem itismo desde los años treinta de este siglo. Esta dife
rencia puede explicar, entre otras cosas, el vínculo de relevantes
personalidades judías al ideario socialista de raíz marxista durante
los últimos cien años. Y, secundariamente, puede dar cuenta del
hecho, porque es un hecho, de que el antisem itismo nacional-so-
cialista no haya sido sólo antijudío sino también, como se sabe, an
tim arxista, anticomunista.
La crítica histórica, atenta a las diferencias, tiene, pues, que mo
verse en otra dirección. Formulando la cosa en términos generales
se podría decir que d ilu ir las reivindicaciones de las minorías na
cionales en el marco más general de las reivindicaciones sociales
comporta siempre la negación del problema específico. Y concre
tando al caso de Marx: que la disolución del problema específico de
una minoría como la judía en el problema más general de la aliena
ción humana equivalía, en las condiciones dadas, a ignorar o pasar
por alto también una injusticia.
De l a c r í t i c a d e l a r e l i g i ó n a l a c r í t i c a d e l a p o l í t i c a e st a t a l
La “Introducción” de Marx a la crítica de la filosofía del derecho
de Hegel puede considerarse como el manifiesto de un proyecto de
filosofía política con corazón alemán y cabeza francesa. No hay du
da de que el corazón de Marx seguía estando en Alemania. Tam
poco la hay de que ha sido el análisis de la revolución francesa y la
comparación entre las realidades político-sociales de Francia y la
filosofía alemana lo que acabó decantando, entre 1843 y 1844, su
punto de vista. La Introducción publicada en los A nuarios, “Zur
kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie”, es, en más de un senti
do, la conclusión crítica de su diálogo con la filosofía alemana de
origen hegeliano. El título mismo de este ensayo puede dar lugar
a un equívoco, pues, a diferencia del texto [ “K ritik des hegelschen
Staatsrechts”} de lo que fue su crítica de la filosofía hegeliana del
derecho, realizada en Kreuznach, donde Marx discutía punto por
punto algunos de los parágrafos de la obra de Hegel, en este otro
escrito Marx se eleva por encima de los libros y lo que hace real
mente es un ajuste de cuentas con la cultura alemana, en un senti
do amplio, desde la época de Hegel.
Marx cree, ya en 1843, que la crítica de la religión ha alcanzado
su fin en Alemania, pero afirma al mismo tiempo que esa crítica ha
sido la condición prelim inar de toda crítica, de la crítica que ha de
seguir, que es filosófico-política. Al justificar el sentido de la críti
ca a la religión, Marx afirma, desde una perspectiva feuerbachiana,
que el fundamento de la crítica irreligiosa es el reconocimiento de
que el hombre hace la religión y no la religión al hombre. Todo el
análisis crítico de la religión se basa en esta idea, a saber: que la
religión es al mismo tiempo autoconciencia y autosometimiento
del hombre en una fase en la cual el hombre no se ha encontrado
todavía a sí mismo o ha vuelto a perderse. La religión es concien
cia invertida del mundo producida por el hombre en una sociedad
y un estado que son precisamente el mundo al revés. La religión
aparece como teoría general del mundo invertido, lo que ha dado
entusiasmo y consuelo popularmente a los hombres. Por eso la re
ligión expresa al mismo tiempo la m iseria realmente existente y la
protesta contra esa miseria, es el suspiro de la criatura abrumada y
a la vez el sentimiento de un mundo sin corazón, el espíritu de una
situación sin espíritu. En ese contexto ambivalente aparece la frase
de Marx tantas veces citada: la religión es el opio del pueblo.
Ahora bien, precisamente porque la religión es la expresión de un
mundo invertido y miserable, la crítica de la religión, la lucha con
tra la religión, es ya lucha contra este mundo. La crítica de la reli
gión expresa, pues, la exigencia de la verdadera necesidad del hom
bre: superación de las ilusiones en una situación que necesita ilu
siones, crítica de este valle de lagrim as. A lo que aspira la crítica es
a configurar un hombre sin ilusiones que ha alcanzado ya la mayo
ría de edad de la razón. Pero una vez desenmascarada la autoaliena-
ción en sus formas profanas hay que pasar de la crítica del cielo a
la crítica de la tierra. Esto, en la concepción de Marx, significa pa
sar de la crítica de la religión a la crítica del derecho, y de la críti
ca de la teología a la crítica de la política {OME 5, 209-211}.
Hasta aquí se puede decir que Marx desarrolla epigramáticamen
te ideas ya expresadas en la época de la G aceta Renana. Lo que sigue
en la “Introducción” es, en cambio, una reflexión motivada por el
fracaso de aquel proyecto publicístico y tiene relación directa con
su controversia con Ruge. En principio, uno tendería a pensar que
si lo que se ha de hacer es crítica del estado, del derecho y de la po
lítica existentes el programa teórico debería consistir simplemente
en prolongar la “anatomía de la sociedad” en la línea iniciada por
el propio Marx en 1842; o sea: criticar a fondo la situación socioe
conómica alemana de la época. Pero en este punto Marx vuelve a
dar un rodeo, motivado ya por la comparación entre la situación
socioeconómica alemana y la francesa, de una parte, y la compara
ción entre la filosofía especulativa alemana y la teoría política
francesa, de otra. De ahí que el paso siguiente no sea, como uno
esperaría, la crítica directa de la situación material alemana sino la
consideración de lo que Marx llam a “su copia” teórica. La argu
mentación de este rodeo es que rechazar directamente el status quo
alemán de 1843-1844 sería un anacronismo, algo así como ocu
parse de la Francia anterior a 1789: “Quien niega la peluca empol
vada conserva la peluca sin polvos”. Pues los alemanes no han he
cho la revolución y sólo se han encontrado en una ocasión con la
libertad, “el día de su entierro”.
Se puede desarrollar este argumento sin metáfora. Y Marx lo
hace: ocuparse de lo que Alemania estaba produciendo teóricamen
te (filosofía del derecho, filosofía del estado, crítica de la religión,
etc.), en lugar de pasar directamente a la crítica de la situación
m aterial alemana, supone tener conciencia de que franceses y ale
manes no son propiamente contemporáneos; viven en el mismo
año desde el punto de vista de la cronología, pero en situaciones
muy diferentes. La situación alemana de las décadas anteriores se
ha caracterizado por el atraso y la miseria política. Expresión de
ello habrían sido la Escuela Histórica del Derecho y el romanticis
mo medievalizante que se vuelve con añoranza hacia las prim itivas
raíces teutónicas. La crítica a la situación alemana no puede hacerse
en primera instancia desde la perspectiva de la contemporaneidad
de lo real porque ello significaría ponerse por debajo del nivel de
la historia, sería mera justificación del pasado para enlazar con el
presente de la censura y la ignorancia, otra forma, por tanto, de a li
mentar ilusiones.
En ese paso Marx repite algo que ya había dicho en polémica con
Ruge pero agudizando la forma: “Hay que enseñar al pueblo [ale
mán} a espantarse de sí mismo para darle coraje”. La fórmula es
paradójica. Se puede leer como una variante del programa posti-
lustrado contra las idealizaciones románticas. Ni populismo ni
elitism o. La paradoja trae a la memoria ciertos pensamientos de
Leopardi. En cualquier caso, esto quiere decir que, para Marx, la
crítica de la filosofía política tiene que enlazar, en Alem ania, con
la conciencia de lo que ha sido la propia historia. Y la conciencia
de la historia retrotrae a la concepción dialéctica de Hegel: de la
tragedia a la comedia y de la crítica de la comedia contemporánea
al trabajo de desalienación humana propiamente dicho. La m etá
fora sigue, en lo esencial, la crítica, que ya conocemos, a la nave
de los locos para provocar la rebelión de los navegantes.
Ahora Marx lo dice generalizando: “El Ancien Régim e moderno
es el comediante de un orden universal cuyos verdaderos héroes
han muerto”, el equivalente del paso del espíritu trágico del Pro
meteo encadenado a los diálogos de los muertos de Luciano. Marx está
dando nueva forma a una preocupación expresada en la tesis doc
toral. De ahí deduce que los alemanes son contemporáneos filosó
ficos del presente sin ser sus contemporáneos históricos. Todo el
rodeo se sintetiza en esto: la crítica de las obras postumas de la his
toria alemana de las ideas, en vez de la crítica de las obras incom
pletas de la historia alemana real. Esto justifica que el acento tenga
que ponerse en la crítica del reflejo, esto es, en la crítica de la
filosofía jurídica y política de Alemania.
En este punto Marx hace su particular ajuste de cuentas con las
filosofías poshegelianas que le eran contemporáneas, lo que llam a,
respectivamente, el partido político práctico y el partido político
teórico. Los unos intentan superar la filosofía sin realizarla; los
otros realizar la filosofía sin superarla. Y concluye: en Alemania no
se puede superar la filosofía sin realizarla (en el mundo) ni se puede
realizar la filosofía sin superarla. A quí surge la pregunta esencial:
¿puede Alemania alcanzar una práctica a la altura de los princi
pios? Para Alemania, en comparación con Francia e Inglaterra, po
nerse a la altura de los tiempos significaría no sólo alcanzar su nivel
político sino alcanzar la altura humana que representará el futuro
próximo de los pueblos. No m irar hacia atrás, sino adelante, a lo
que se avecina en la Francia de 1844.
A hí es donde la inspiración feuerbachiana de la praxis teórica
empieza a desembocar en una filosofía de la práctica, en una filo
sofía de acción, atenta también a los problemas político-sociales: el
arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas; la
fuerza m aterial debe ser abatida por la fuerza m aterial. No basta,
por tanto, con la teoría ni con la crítica teórica, sino que la teoría
tiene que transformarse en fuerza m aterial y esto sólo ocurre, en
opinión de Marx, cuando toma cuerpo en las masas, en la mayoría
de la población. Para que eso se cumpla la crítica tiene que hacerse
radical. Lo que quiere decir: ir a la raíz de las cosas. Pero para el
hombre auténtico, desalienado, la raíz de las cosas es el hombre
mismo. La crítica filosófica ha de desembocar, por tanto, en una an
tropología, en una filosofía del hombre, en un nuevo humanismo.
Es así como la crítica se hace revolucionaria. Pero, dada la situa
ción alemana, parece natural que la revolución empiece en la cabe
za del filósofo de la misma manera que la reforma histórica em
pezó, tres siglos antes, en la cabeza del fraile (Lutero). Eso es lo que
está ocurriendo ya. Sólo que Marx, que ha estado leyendo en los
meses anteriores diversas obras sobre las revoluciones inglesa,
francesa y norteamericana, se desvía en este punto de considera
ciones idealizadoras anteriores, según las cuales bastaba con que la
teoría filosófica se hiciera crítica. Al introducir ahora el concepto
de revolución (todavía con una formulación muy vaga, muy gene
ral) enlaza Marx con el resultado de su análisis de las revoluciones
históricas.
La teoría, por crítica que sea, es insuficiente; la cabeza del filóso
fo crítico tampoco basta. Las revoluciones necesitan, para su reali
zación, una base material. Para que la teoría crítico-filosófica se
realice, tome cuerpo en un pueblo, tiene que ser realización de las
necesidades de ese pueblo. Y aquí vuelve la comparación de Ale
mania con otros pueblos europeos. En Alemania faltan las condi
ciones que han llevado a la revolución en Inglaterra, en Francia, en
los EE.UU. En Alemania haría falta algo más de lo que ha hecho
falta en aquellos otros países. En Alemania ninguna de las clases de
la sociedad civil, burguesa, puede representar los intereses y necesi
dades generales de la sociedad y desempeñar el papel histórico que
la burguesía jugó en aquellos otros países. La causa de esta imposi
bilidad la conocemos ya: el egoísmo lim itador de los intereses de
las distintas capas burguesas, el predominio del filisteísmo. No
cabe, pues, la revolución política sin más.
Al llegar aquí Marx parece dar un salto mortal en su razona
miento. Argumenta así: como no cabe la revolución política a la
francesa, porque no hay en Alemania una clase burguesa capaz de
hacer lo que se hizo en Francia, la revolución esperable tiene que
ser una revolución radical, no parcial, como ha sido la francesa, sino
una revolución de las necesidades radicales del hombre, una eman
cipación general de los hombres, de manera que la emancipación
universal pasa a ser la condición imprescindible de la emancipación
parcial o política. El prerrequisito para ello lo ve Marx, otra vez de
forma paradójica, en la formación de “una clase con cadenas radi
cales”, de una clase de la sociedad civil que no es una clase de la
sociedad civil, burguesa, en una disolución de la sociedad como
clase particular. Eso es precisamente lo que representaría el prole
tariado: un sector de la sociedad que no puede emanciparse sin
emancipar a todos los otros ámbitos de la sociedad.
La alianza entre filosofía (hegeliana) y política (liberal) propug
nada por Marx en 1842 toma ahora nuevo cuerpo. Ahora se trata
de una alianza entre la filosofía (de la praxis, de la acción) y el
proletariado. Pero ¿qué era el “proletariado” para Marx en este mo
mento? Marx emplea en este contexto sucesivamente los términos
“clase”, “estamento”, “sector” y “ám bito”. Pero los rasgos que le
atribuye no son los habituales de la consideración sociológica. El
proletariado es una clase social “que no es una clase social”; es un
estamento que es la disolución de los estamentos; es un sector, pero
no particular de la sociedad, sino universal. Es, sobre todo, un “ám
bito”, una forma de estar en el mundo que no se caracteriza, socio
lógicamente, por el estatus, sino, filosóficamente, por rasgos como
estos: tener cadenas radicales, expresar la disolución de la sociedad
burguesa, representar el sufrimiento universal, ser la pérdida total
del hombre, ser la consecuencia de la desintegración de la sociedad,
ser la disolución de hecho del orden actual del mundo. Y, preci
samente por ser todo eso, puede ser el sujeto universal de la
emancipación, o sea, la realización de la filosofía (hum anista) que
proclama que el hombre es el ser supremo para el hombre. El pro
letariado encuentra en la filosofía sus armas espirituales y la filo
sofía encuentra en el proletariado sus armas materiales. La cabeza
de la emancipación es la filosofía; su corazón es el proletariado
[OME 5, 213-224],
UN HUMANISMO CRÍTICO
PERO TAMBIÉN POSITIVO
Marx nunca estaba contento con su trabajo: siempre estaba
cambiando cosas y siempre pensaba que la exposición lograda
quedaba por debajo de la representación del asunto. Le impre
sionó profundamente un estudio psicológico de Balzac, “La obra
maestra desconocida”, porque describía sentimientos que él
mismo había experimentado. En esa obra se ve a un pintor ge
nial, tan torturado por la necesidad de presentar las cosas tal
como éstas se presentan en su cerebro, que no para de retocar su
cuadro; y tanto lo hace que, al final, éste ya no es sino una masa
informe de colores, que, sin embargo, a sus ojos velados es la re
presentación más exacta de la realidad.
P au l La f a r g u e , K a rl Marx. Recuerdos personales
D e sc r ip c ió n d e lo s M a n u s c r it o s de 1844
Conviene empezar en este caso con una descripción del texto de
Marx porque todavía hoy produce cierta confusión y se han escrito
un montón de inexactitudes a este respecto. Lo que conocemos con
el nombre de “Manuscritos de París”, o “Manuscritos económico-
filosóficos de 1844” no es una obra acabada. Ni siquiera es una
“obra” en sentido propio. Lo que desde 1932 se suele editar con ese
título [OME 5, 301-432} consta en realidad de tres manuscritos
redactados por Marx entre abril y agosto de 1844. Parte de ese
tiempo Jenny von Westphalen y la hija recien nacida lo pasaron en
Tréveris, de modo que “el devorador de libros”, solo en París y sin
compromisos familiares, pudo m ultiplicar su ya frenética actividad
intelectual. Anunció un libro, explicó incluso en qué iba a consis
tir, pero no llegó a escribirlo. Cuando en agosto de aquel año cono
ció a Engels en París su actividad derivó hacia nuevas lecturas, ma
yormente económicas, y cuando, en septiembre, Jenny y la hija re
gresaron de Tréveris Marx ya había subsumido parte de su proyec
to en lo que habría de ser La sagrada fa m ilia , o sea, varios ensayos
fragmentarios para criticar la evolución intelectual de lo que había
sido la izquierda hegeliana. Unos pocos meses después los Marx
tuvieron que abandonar París, de modo que Karl volvió a encon
trarse con su problema: tenía m aterial en bruto para una obra mo
numental que no acabaría de cuajar en la forma apropiada.
El primero de los manuscritos es un cuaderno con las anotaciones
y extractos de Marx sobre algunos de los temas de la economía na
cional o economía política: salario, beneficios del capital y renta de
la tierra. “Economía nacional” designaba entonces la ciencia de la
riqueza de las naciones; por “economía política” se entendía sus
tancialmente la política económica de los gobiernos. En 1844
Marx emplea habitualmente el término “economía nacional” refi
riéndose, en la mayoría de los casos, a La riqueza de las naciones de
Adam Smith (1723-1790), pero también a David Ricardo (1772-
1823), James M ili (1773-1836), Jean-Baptiste Say (1767-1832) y
Jean-Charles-Léonard Sismondi (1773-1842).
En este primer manuscrito Marx describe, analiza y critica algu
nas de las ideas principales de la Economía sobre el trabajo, enten
dido como mercancía, y sobre la relación existente entre capital y
trabajo. El desarrollo principal del manuscrito se refiere al trabajo
alienado o enajenado partiendo de lo que los economistas solían
presentar como un hecho. Al calificar críticamente el hecho, Marx
presenta la enajenación del trabajo como la esencia de todo el pro
ceso característico del capitalismo fabril. Marx pone ahí en relación
su crítica de la enajenación del trabajo con la crítica feuerbachiana
de la religión. Las metáforas que emplea las toma en préstamo de
Feuerbach, pero todo el desarrollo del manuscrito se mantiene en
el ámbito de la filosofía crítica de la Economía nacional o política
(económica).
El segundo manuscrito, tal como lo conocemos, es un fragmento
de cuatro páginas de un escrito más amplio; también está in
completo y trata nuevamente de la relación entre capital y trabajo.
En la forma que tiene parece una reformulación sintética del mis
mo tema de la enajenación recíproca, aunque desarrolla un poco
más el motivo por el cual también el terrateniente se convierte
necesariamente en capitalista en el proceso histórico real. En ese
contexto Marx explica por qué la hazaña intelectual de la Econo
m ía nacional o política ha sido ver, y propiciar a la vez, esta evolu
ción históricamente necesaria.
El tercer manuscrito es un cuaderno de diecisiete folios con va
rios temas: propiedad privada y trabajo, propiedad privada y co
munismo, necesidades del hombre, carácter de la producción,
división del trabajo y papel del dinero. Luego pasa, sin transición,
a una crítica a la filosofía hegeliana y term ina con algunas notas de
lectura de la Fenomenología de Hegel. Este extracto comentado del
últim o capítulo de la Fenomenología d el espíritu de Hegel (cuatro pá
ginas) está cosido al tercer manuscrito, pero no es su continuación
(razón por la cual algunos autores, por ejemplo David McLellan,
hablan de cuatro manuscritos y no de tres).
El tercer manuscrito empieza con una traducción a lenguaje
hegeliano de las consideraciones de los otros dos manuscritos sobre
propiedad privada y trabajo. Esta traducción sirve para poner de
manifiesto “el cinismo progresivo” de la economía política. Para
Marx este cinismo científico es el reflejo intelectual de la hipocre
sía reinante en la realidad capitalista. Luego pasa al análisis de la
idea de comunismo y aquí enlaza con el tema de la superación de
la alienación o extrañamiento, que era el final del primer manus
crito. Las distintas formas del comunismo histórico moderno son
presentadas como expresión positiva de la propiedad privada su
perada. Y en ese contexto Marx comenta ideas de Proudhon, Fou-
rier, Saint-Simon, Cabet, etc., centrándose en la crítica de lo que
denomina comunismo basto o crudo.
Al final del tercer manuscrito figura un prólogo, destinado ya a
una obra más am plia, en el que Marx enlaza sus preocupaciones de
la época de la G aceta Renana con las reflexiones de los otros dos ma
nuscritos y con un proyecto crítico omniabarcador del que se su
pone que el tercer manuscrito es m aterial en bruto.
Así, pues, puede decirse que en los M anuscritos de P arís están
superpuestos extractos de lecturas de otros y reflexiones propias
sobre temas varios: algunos de los conceptos básicos de la economía
política, una dilucidación tentativa del propio punto de vista de
Marx sobre esa misma economía política, la continuación de su
crítica a la filosofía hegeliana del derecho y del estado (que ahora
se presenta ya como un bosquejo crítico de todo el sistema hege
liano) y un interesantísimo diálogo intelectual con Feuerbach so
bre naturalismo y humanismo cuyo tema principal es lo que hoy
consideraríamos supuestos básicos para una antropología filosófica.
CÓM O LEER LOS MANUSCRITOS DE 1844
Desde su publicación en los años treinta y, sobre todo, desde el
término de la segunda guerra m undial, los M anuscritos de 1844 han
suscitado numerosísimos comentarios. Varios de los exponentes de
la intelectualidad europea (de Lukács a Fromm, de Merleau Ponty
y J.P. Sartre a A. Schaff, de E. Bloch a los principales representan
tes de la Escuela de Frankfurt, pasando por Hannah Arendt y por
el Heidegger de los años cincuenta) han dedicado a estos escritos
marxianos una atención preferente. Tanto es así que, a estas alturas,
puede decirse que éste habrá sido el texto de Marx más reiterada y
favorablemente analizado en la segunda m itad del siglo X X .
Hay al menos dos motivos por los que puede explicarse tal in
terés. Uno es de tipo teórico: el notable cruce, que hay en ellos, de
ideas económico-sociales con consideraciones filosóficas, filosófico-
politicas y de antropología filosófica. Este carácter híbrido da a los
conceptos de trabajo, enajenación, anudamiento de las relaciones
del ser humano con la naturaleza y comunismo, tal como están
bosquejados en los M anuscritos, una textura polimórfica que no
tendrían ya en otras obras de Marx (más claras y precisas en la
exposición, pero también más rotundas) escritas en los años poste
riores. El otro motivo que explica el interés suscitado por el texto
desde el momento mismo de su publicación es de tipo político: el
humanismo, crítico pero positivo, perceptible en algunos pasos de
los M anuscritos enlazaba bien no sólo con el intento de fundamen
tar una filosofía existencial sino incluso con la formulación alter
nativa de un socialismo de rostro humano que oponer a lo que ya
desde los años años treinta se conocía del terrorismo de Estado
estalinista. El humanismo de la M anuscritos podía oponerse, desde
este punto de vista, y así se hizo, al positivismo determinista y
cientificista que parecía inspirar la política socioeconómica del so
cialismo estalinista.
Y, sin embargo, si se deja por un momento a un lado este últim o
motivo (que difícilm ente puede atraer ya al lector del siglo X X l),
hay que decir enseguida que no es nada fácil establecer cuál era el
hilo conductor de los M anuscritos. Es cierto que se puede recons
truir analíticam ente ese hilo conductor desde fuera, atendiendo a
lo que sabemos que eran las preocupaciones de Marx en aquellos
meses de estancia en París y a sus declaraciones posteriores. Pero
también lo es que esta tarea de reconstrucción analítica, como se
ñaló en su momento Paul Kági, tiene que solventar varios obstácu
los. El primero de ellos es que los tres manuscritos que han llega
do hasta nosotros están incompletos: faltan bastantes folios que
presumiblemente el mismo Marx debió sacar de a llí para utilizar
los en otros escritos. El segundo obstáculo al que tiene que hacer
frente esa reconstrucción es que, a m edida que Marx iba avanzan
do en su lectura comentada de los clásicos de la economía política,
concibió la idea de relacionar ésta con la crítica de la filosofía he
geliana del derecho y del estado a la que se había dedicado en los
dos años anteriores. De hecho, el prólogo con que term ina el tercer
manuscrito anuncia un plan mucho más amplio (toda una crítica
de la economía y de la política) que lo que contienen los manus
critos propiamente dichos.
Este prólogo se suele editar encabezando los M anuscritos {OME 5,
303-306], lo cual contribuye a crear un equívoco, pues, bien m i
rado, no es en realidad un prólogo a lo que hay en los M anuscritos
de 1844 sino un epílogo recapitulador que sitúa el pensamiento de
Marx en un nivel distinto al que había alcanzado cuando empezó a
redactar el prim er manuscrito. Efectivamente, este prólogo enlaza
un proyecto editorial anterior que no se materializó (o sea: la críti
ca general de la filosofía hegeliana del derecho y del estado) con
otro proyecto mucho más amplio, que tampoco acabó de tomar la
forma anunciada: una serie de folletos que deberían ocuparse suce
sivamente de la crítica del derecho, de la moral y de la política para
term inar con una exposición de conjunto que tenía que relacionar
todo con todo.
Marx empieza aclarando en ese prólogo (que, como digo, es en
realidad un epílogo) la razón por la cual no llegó a imprimirse su
crítica de la filosofía hegeliana del derecho y del estado, a saber: que
al mezclar la crítica de la filosofía especulativa hegeliana con otras
materias distintas el resultado iba a ser totalmente inadecuado por
que “entorpecería el desarrollo y dificultaría la comprensión”. Re
cogiendo seguramente críticas que le habían hecho otros, Marx
llegó a la conclusión de que era mejor hacer a un lado su anterior
escrito sobre la filosofía de Hegel. Pero, por otra parte, juntar y con
densar, en una exposición de tipo positivo, todo lo que estaba
bosquejado en los M anuscritos obligaría a un tratamiento “muy afo
rístico” y daría la impresión de “sistematización arbitraria”.
En tales circunstancias Marx concibe, pues, la idea de volver a
empezar yendo por partes, o sea, manteniendo la orientación críti
ca original pero ocupándose, en escritos separados e independien
tes, de la crítica del derecho, de la moral y de la política para luego,
en un trabajo recapitulatorio, exponer la relación de unas cosas con
otras, la conexión del todo y una síntesis crítica de la elaboración
especulativa. Entretanto, el interés principal de Marx (sobre todo
después de contactar con Engels en París) se había desplazado hacia
la economía política y el socialismo, razón por la cual presenta una
parte de lo contenido en los M anuscritos de 1844 como algo dedi
cado a la conexión de la economía política con el estado, la moral,
el derecho, la vida civil, etc.
En suma, cuando acaba los M anuscritos y escribe este breve prólo
go Marx tenía ya en la cabeza el proyecto de su vida. Enseguida
tendría incluso un contrato editorial (y un adelanto económico)
para llevarlo a cabo. Pero la forma de hacerlo, para evitar el trata
miento meramente aforístico y la sistematización arbitraria, le se
guiría atormentando. Hablando con propiedad, no acabaría de en
contrar esa forma nunca. Los principales escritos de Marx en los
años siguientes son sólo aproximaciones a aquel prim er proyecto:
su parte de La sagrada fa m ilia , redactada nada más terminar los
M anuscritos, aborda indirectamente, por vía crítica, algunos de los
asuntos que tenían que haber sido objeto de folletos independien
tes; las Tesis sobre Feuerbach (1845), que son un texto capital para
entender la evolución de Marx, han sido redactadas precisamente
con la brevedad de la forma aforística; y La ideología alem ana (1845,
en colaboración con Engels) vuelve a ser un texto híbrido en el que
la polémica con los partidarios de Bruno Bauer y el diálogo con
Feuerbach todavía ocupa mucho más espacio que la formulación en
positivo del materialismo histórico. La crítica de la economía
política, que, según el proyecto de 1844, tenía que haber sido lo
primero, se fue dilatando y ocupó a Marx veinte años (hasta la pu
blicación del volumen primero de El capital) y la síntesis crítica de
la elaboración especulativa, el trabajo recapitulatorio anunciado,
quedó integrado en las otras cosas.
Partiendo de la observación de que no se trata de una obra acaba
da, los M anuscritos de 1844 se tienen que leer con una doble pers
pectiva. En primer lugar, como documento para el estudio de la
génesis del pensamiento de Marx en casi todos los temas teóricos
importantes de su obra. En este sentido, lo contenido en ellos es,
por así decirlo, m aterial en bruto para la elaboración más precisa y
detallada de su pensamiento. En segundo lugar, como texto en sí,
por la formulación de ideas y conceptos nuevos en constante diálo
go con algunos de los autores que más contribuyeron a su forma
ción: los economistas ingleses y franceses clásicos (Adam Smith,
David Ricardo, John Ramsay Mac Culloch, Jam es M ili, Pierre Le
Pesant Boisguillibert, J.B . Say), los socialistas ingleses, franceses y
alemanes contemporáneos que elaboraron el concepto de socialis
mo moderno, el propio H egel, nuevamente revisitado, los expo
nentes de la izquierda hegeliana en su evolución y, sobre todo, la
filosofía de Feuerbach.
Toda la aportación personal de Marx al bosquejo de un punto de
vista propio en el análisis de la relación entre capital y trabajo, o a
la formulación de la idea de comunismo, o a la caracterización del
concepto de enajenación, o a la formulación de una antropología fi
losófica y de un nuevo humanismo positivo, es deudora de este diá
logo con los autores mencionados. La novedad que Marx representa
respecto de ellos se aprecia m etodológicamente en tres aspectos.
Primero, en la afirmación del punto de vista adoptado, muy ex
plícito en favor de los de abajo y particularmente en favor de los
trabajadores asalariados, lo que le separa de la economía política
entendida como ciencia económica descriptiva y le permite sacar
conclusiones sociopolíticas distintas de las establecidas por Smith
y Ricardo y próximas a las de los socialistas contemporáneos (Sis-
mondi, Proudhon, etc.).
Segundo, en la capacidad de poner en contacto conceptos proce
dentes de distintas áreas de conocimiento y de establecer, a partir
de éstos, relaciones imprevistas; lo cual tiene como consecuencia
una interesante invención de conceptos nuevos. Eso es lo que ocu
rre, por ejemplo, con el concepto de alienación o enajenación (que
pasa del campo teológico o estrictamente filosófico a un área teóri
ca nueva, el de la filosofía de la economía).
Tercero, en la orientación crítica de todos los desarrollos teóricos.
Marx no se lim ita en ningún caso a asim ilar conceptos acuñados
por sus antecesores, sino que o bien compara las conclusiones de és
tos con lo que está ocurriendo en la realidad económico-social, y
desde ahí propugna variaciones teóricas, o bien, al juntar las dife
rentes perspectivas (filosofía alemana, socialismo francés, economía
política inglesa), indica a continuación, en el diálogo con los eco
nomistas, los filósofos o los socialistas, aquello que le parece el lí
m ite teórico de estos últimos.
Esta estrategia intelectual de Marx plantea un obstáculo adi
cional en la lectura actual de los M anuscritos, un obstáculo añadido
al de la fragmentariedad, y que no debe ocultarse; a saber: que los
economistas de profesión se encuentran enseguida con un vocabu
lario filosófico que les es ajeno e incluso les desagrada (las referen
cias explícitas o im plícitas a la filosofía de Hegel y sus discípulos)
y que los filósofos de profesión chocan ahí con conceptos económi
cos superpuestos al análisis filosófico tradicional, que les perturba.
Por todo ello la lectura seguida de los M anuscritos resulta hoy en
día particularmente difícil.
Lo que sigue es sólo un intento de reconstruir el contenido de los
mismos subrayando lo que hay en ellos de pensamiento propio,
positivo, y haciendo a un lado las críticas particulares de Marx a ta
les o cuales autores con los que dialoga. Esa tentativa parecerá
razonable siempre y cuando se haga constar desde el principio que
no hay unidad en el texto y que todo él está recorrido por un espí
ritu polémico, nada dogmático o sistemático.
A l ie n a c ió n del t r a b a j o , a l ie n a c ió n h u m a n a
El concepto de alienación o enajenación ocupa un lugar central en
los M anuscritos. Este concepto tenía ya su pequeña historia en la fi
losofía alemana. Hegel entendía por alienación (o mediación) el
proceso por el cual el ser se constituye en objeto; alienación era, por
tanto, en la filosofía de Hegel, realización, hacerse cosa, un paso im
prescindible para ser de verdad y para ser dueño de sí mismo, una
vez superada la escisión entre el ser sólo sujeto y el ser sólo objeto.
Feuerbach dió otra acepción al mismo término: el hombre se aliena
al tomar por ser ajeno lo que es construcción propia, se pone a sí
mismo en otro, al que transfiere sus potenciales virtudes; alienación
o enajenación se equipara en Feuerbach a creencia religiosa.
El concepto marxiano de alienación incorpora la dimensión eco
nómica y se materializa, por así decirlo. Se diferencia del concepto
de Hegel por el punto de vista m aterialista con que se formula; y
se diferencia del de Feuerbach porque cobra mayor extensión o
am plitud al salir del ámbito de la religiosidad. Para Marx, la alie
nación es un hecho que, en la sociedad capitalista, corroe toda la
vida de las gentes, desde los sentidos hasta la inteligencia. La raíz
de la alienación se encuentra en el carácter cosificador, mercantili-
zador, que tiene el trabajo en nuestras sociedades. En ellas no sólo
se divide o diferencia el trabajo por la simple y cambiante razón de
lograr la mayor eficacia productiva en cada caso, sino que a esta
división, que podemos llam ar técnica, se superpone otra: la división
de la sociedad en clases de individuos definidas por la peculiar
relación de cada una con los medios de producción, esto es, con los
bienes destinados a producir más bienes (tierra, energía, utensilios,
máquinas, etc.). Esta otra división del trabajo es una división social.
Marx observó que tal división tiende a hacerse fija y permanente
en el capitalism o (más tarde añadiría que la división social tam
bién cambia de forma con la evolución de este sistema socioeco
nómico). Pues bien: la alienación humana básica, la alienación del
trabajador en el trabajo, se generaliza y se agudiza en este modo
de producir y de vivir: el trabajo, y, con él, el trabajador, se con
vierten en objeto de compra-venta, en una mercancía más, y el
producto del trabajo en cosa ajena al trabajador. La división de la
sociedad en dos clases principales y polarizadas es el correlato
social de la completa mercantilización de la vida, de su alienación
extrema. En las modernas sociedades divididas en clases el dinero,
en tanto que equivalente general para el intercambio de mercancías,
pasa a ser el instrumento de esa desnaturalización del vivir, se con
vierte en un fetiche, en el símbolo principal del desvivirse de los
hombres.
El punto de vista de Marx en los M anuscritos de París es muy ex
plícito: los teóricos de la economía nacional (o política) dan cuenta
de lo que realmente ocurre en la sociedad capitalista pero se limitan
al análisis de lo que hay, no lo critican. Lo que hay es lo siguiente:
el tipo de relaciones entre el empresario, propietario del capital, y
el obrero que aspira a trabajar se establece a través del salario. Pero
precisamente el trabajo asalariado convierte al obrero en una mer
cancía más. En este sistema es una suerte para el obrero poder lle
gar hasta el comprador, ser comprado; pero, por otra parte, esta
suerte se convierte en una desgracia, pues el obrero se ve rebajado
en lo espiritual y en lo corporal a la condición de máquina. Tiene
que competir con otros potenciales trabajadores para conseguir tra
bajo y tiene que competir con las máquinas para conservarlo. En
ese proceso, que hace de él una mercancía más, el obrero se deshu
maniza y se hace cada vez más dependiente de factores externos que
le rebasan: las fluctuaciones del precio de mercado, del empleo de
los capitales y del humor de los ricos.
Incluso en las situaciones más favorables, cuando la economía en
general (hoy diríamos: los indicadores macroeconómicos) marcha
bien, el obrero continúa alienado. En los ciclos depresivos o decli
nantes el obrero vive la miseria progresiva; en las situaciones flore
cientes, una m iseria complicada; y en situación de plenitud, una
m iseria estacionaria. Visto en una perspetiva evolutiva, los contras
tes entre riqueza y pobreza se agudizan en el sistema, la pobreza re
lativa de los obreros crece incluso cuando se aminora la pobreza
absoluta. Uno de los problemas característicos de este tipo de
sociedad es que la tasa de beneficios de los capitalistas no sube
necesariamente con el bienestar de la sociedad ni desciende con
aquellos, de modo que -argum enta M arx- el interés general de los
capitalistas deja de estar vinculado al interés general de la socie
dad; su interés es distinto del interés público y con frecuencia
abiertamente opuesto a éste.
La generalización del trabajo asalariado y la tendencia a la mer-
cantilización de las relaciones en la sociedad va diluyendo progre
sivamente la diferencia entre capitalistas y terratenientes. La co
mercialización de la propiedad territorial y la transformación de la
propiedad de la tierra en mercancía trae como consecuencia la de
saparición de la vieja aristocracia de la tierra, de manera que ésta es
sustituida por la aristocracia del dinero. A sí se reduce también el
abanico de los estratos sociales y aumenta la polaridad entre capi
talistas y obreros asalariados.
Esto es un proceso histórico en curso en 1844. No se da en todas
partes al mismo tiempo ni con el mismo ritmo. Al comentar los
textos de los economistas Marx se fija sobre todo en el modelo in
glés. Pero tiene también en cuenta las quejas a las que este proce
so da lugar en aquellos otros países europeos en los cuales el pro
ceso mismo es todavía incipiente. Compara la descripción de los
teóricos de la economía política inglesa, que ven el proceso de diso
lución de la vieja aristocracia terrateniente en su fase de culminación,
con las quejas de otros autores (economistas o no) que, fijándose sólo
en el lado malo de ese proceso, optan por “el todo tiempo pasado fue
mejor”. Ante estas quejas Marx aclara que su propia crítica al pro
ceso en marcha es distinta de la añoranza de aquellos otros que “vier
ten sentimentales lágrim as”. En el plano estrictamente analítico
afirma que los cínicos economistas tienen razón contra los románti
cos añorantes. Y lo dice muy explícitamente: “Es necesario que el
sucio egoísmo aparezca también en su cínica figura”.
Marx se demora en el análisis del trabajo alienado o enajenado.
Advierte una diferencia entre la relación que el antiguo artesano
tenía con el producto de su trabajo y la que tiene el obrero asalaria
do. En este últim o caso el producto del trabajo se le aparece al pro
ductor, al obrero, como un ente extraño, como un poder indepen
diente sobre el que no tiene control. Esta es una primera forma de
extrañamiento o enajenación. Puesto que la mercantilización do
mina todo el proceso, cuando más objetos produce el trabajador
tanto más atado queda a la dominación de sus propios productos,
del capital. Marx compara esto con lo que ocurre con la religión:
cuanto más pone el hombre en Dios tanto menos guarda para sí
mismo.
Pero la enajenación o alienación del trabajador en su producto
im plica no sólo dependencia respecto del capitalista, del empre
sario o del capital, sino también pérdida de la propia identidad en
la medida en que lo que produce se convierte en algo extraño para
él, en un poder independiente que se le enfrenta: da vida al objeto
y al dársela la pierde, pues el objeto se le enfrenta como cosa extraña
y hostil. El trabajador se convierte en siervo de su objeto, de su pro
ducto, en un doble sentido. Cuanto más produce menos ha de con
sumir; cuanto más valores crea tanto más sin valor queda. Cuanto
más elaborado es su producto, más informe es el trabajador. Cuan
to más civilizado su objeto, más bárbaro resulta ser él mismo. Y
cuanto más rico espiritualmente se hace el trabajo tanto más deses
piritualizado y ligado a la sola naturaleza queda el trabajador. Marx
establece ahí [OME 5, 351} una polaridad que la economía nacio
nal o política oculta pero que, con el paso del tiempo, sigue vigen
te para un amplio abanico de trabajos manuales realizados por
cuenta ajena:
El trabajo produce maravillas para los ricos, pero expolia al traba
jador. Produce palacios, pero al trabajador le da cuevas. Produce be
lleza, pero para el trabajador deformidad y mutilación. Sustituye al
trabajador por las máquinas, pero devuelve violentamente a muchos
a un trabajo brutal y convierte al resto en máquinas. Desarrolla la
mente, pero en el trabajador desarrolla la estupidez y el cretinismo.
Todo esto por lo que hace a la relación del trabajador con el pro
ducto del trabajo. Pero hay otro aspecto de la enajenación: la que
se refiere al acto mismo de la producción, dentro de la misma ac
tividad productiva. En su trabajo el trabajador no se afirma sino
que se niega; no se siente feliz sino desgraciado. Sólo se siente en
sí fuera del trabajo y en el trabajo fuera de sí. Se siente como en ca
sa precisamente cuando no trabaja y cuando trabaja se siente fuera
de ella. Ve el trabajo como algo forzado. El ser humano como tra
bajador sólo se siente libre en sus funciones animales (comer, beber,
procrear) y en cambio en sus funciones especifícamente humanas se
siente como anim al. Lo bestial se convierte en lo humano y lo
humano en bestial.
Hay todavía una tercera característica del trabajo enajenado. El
ser humano es un ser genérico en constante interrelación con la na
turaleza y naturaleza él mismo. Pero el trabajo enajenado (1)
convierte la naturaleza en algo ajeno al hombre, y (2) lo hace ajeno
a sí mismo; por eso (3) le enajena al hombre la especie, le convierte
la vida de la especie en un medio para la vida individual. El traba
jo enajenado invierte la relación entre conciencia y anim alidad, de
manera que el ser humano, precisamente por ser un ser consciente,
hace de su actividad vital, de su esencia, un simple medio para su
existencia. El trabajo enajenado, arrebatándole al hombre el objeto
de su producción, le priva de su vida de especie y convierte lo que
es su ventaja sobre el animal en su contrario. La vida como especie
se le convierte en un medio. De esta forma la enajenación afecta a
la especie en su conjunto, a la humanidad: los seres humanos se
hallan enajenados entre sí como lo está cada uno de ellos de su ser
humano. Cada ser humano ve al otro tal como él mismo se ve en el
trabajo. Lo que el ser humano pierde, el producto de su propio tra
bajo, no pertenece a los dioses o a la naturaleza, sino a otros seres
humanos. Lo que para el ser humano trabajador es un tormento
resulta ser satisfacción y alegría de vivir para otro ser humano.
La perspectiva feuerbachiana preside también el análisis que
Marx hace de la relación entre trabajo alienado y propiedad priva
da. En la economía política el trabajo enajenado aparece como un
resultado de la evolución o desarrollo de la propiedad privada. Pero
el análisis del concepto muestra que la propiedad privada, aunque
aparece como fundamento y causa del trabajo alienado, es en reali
dad una consecuencia de éste, del mismo modo que originaria
mente los dioses no son causa sino efecto de la confusión del
entendimiento humano y sólo posteriormente esa relación pasa a
ser interactiva. Eso se ve desde el momento en que la propiedad
privada ha llegado a su culminación. Entonces revela su secreto, el
ser producto del trabajo extrañado y el medio a través del cual se
realiza esta extrañación.
E m a n c ip a c ió n y c o m u n is m o
Como para Marx toda la servidumbre y enajenación humanas
está encerrada en la relación del trabajador con la producción, y
como todas las relaciones serviles son sólo formas modificadas y
consecuencia de esta relación dominada por el trabajado asalariado,
es lógico que la emancipación social se exprese en la forma po líti
ca de la emancipación de los trabajadores respecto del trabajo
asalariado y la propiedad privada, y no sólo en la afirmación del
trabajo contra la propiedad privada o en la igualación de los
salarios (como pretendía Proudhon) o en la igualación de los talen
tos. Éste es el otro tema central del tercer manuscrito. En él Marx
afirma que el comunismo es la expresión positiva de la superación
de la propiedad privada. Y al llegar ahí, puesto que, sociológica
mente hablando, no hay experiencias presentes de sociedades
comunistas propiamente dichas, tiene que volverse a lo que ha ha
bido o a lo que hay (en 1844) en el ámbito de la teoría y a lo que
estaba apuntando en los incipientes movimientos organizados en la
época.
Marx distingue tres niveles histórico-teóricos de esta “supe
ración” (palabra que hay que tomar cum grano sa lís, pues la exposi
ción no siempre distingue con claridad cuándo se está hablando de
“superación” en las cabezas de los otros teóricos, cuándo de las con
diciones de posibilidad para tal superación y cuándo de superación
real de la propiedad privada).
El primer nivel es la mera generalización y universalización de la
propiedad privada. Este “comunismo” se caracteriza por aniquilar
todo lo que como propiedad privada no pueda ser posesión de
todos y por hacer violentamente abstracción del talento. Con ello
se am plía y extiende la condición de obrero a todos los hombres,
no se la supera propiamente. La extensión de la propiedad privada
a la generalidad se expresa en la idea —que Marx considera “bes
tia l”—de que las mujeres deben ser tenidas en común: la mujer
queda así convertida en propiedad común y vulgar. Esa es la quin
taesencia, o el secreto, de un comunismo todavía tosco, vulgar e in
consciente, prim itivam ente nivelador: “Lo mismo que la mujer
pasa del matrimonio a la prostitución universal, así el mundo ente
ro de la riqueza pasa de la situación de matrimonio exclusivo con el
propietario a la prostitución universal con la comunidad” {OME-5,
375-376}.
Marx ha dedicado palabras muy duras a esta primera forma de
comunismo:
Este comunismo [el comunismo basto, tosco, inconsciente} que lo
recorre todo negando la personalidad del hombre no es sino conse
cuente expresión de la propiedad privada, que es esa misma negación.
La envidia, universal y constituida en poder, es la forma larvada en
que se produce y en que se satisface la codicia, si bien de otro modo.
La idea de la propiedad privada como tal siempre se ha vuelto por lo
menos contra la propiedad privada más rica en la forma de envidia y
ansia de nivelación, hasta el punto de que éstas constituyen incluso el
núcleo de la competencia. El comunismo basto no es más que el col
mo de esta envidia, de esta nivelación. Su punto de partida es la idea
de un m ínim um y, por tanto, tiene su medida delimitada, precisa.
Esta supresión de la propiedad se halla lejos de ser una apropiación
real, como lo demuestra su abstracta negación del mundo entero de
la cultura y de la civilización, así como la vuelta a la simplicidad
antinatural de un hombre pobre y sin necesidades, que no sólo no ha
superado la propiedad privada, sino que ni siquiera ha llegado aún a
ella. [...} La primera superación positiva de la propiedad privada, el
comunismo basto, no es más que una de las formas en que aparece la
vileza de la propiedad privada, que trata de establecerse como la co
munidad positiva.
Un segundo nivel es el comunismo político, que puede ser de cuño
democrático o despótico y que va acompañado de la propuesta de
supresión del Estado, pero que todavía se halla afectado por la pro
piedad privada y la enajenación del hombre. A este nivel puede
decirse que se ha comprendido ya la idea de comunismo, lo que
significa el reencuentro del hombre con el hombre mismo y la su
peración de la enajenación, pero al no haberse comprendido toda
vía lo que es la propiedad privada ni el carácter humano de las ne
cesidades, aún se halla preso de aquélla. Se ha comprendido la idea,
pero no la realidad del comunismo. El comunismo no es así todavía
un humanismo positivo.
Por último, está el comunismo como superación de la propiedad
privada en cuanto extrañamiento del ser humano, o sea, en cuanto
enajenación del ser humano mismo. Comunismo significa entonces
apropiación real del ser humano por y para el hombre, con conden
sación de toda la riqueza cultural del desarrollo precedente. Este
comunismo es, para Marx, humanismo por ser naturalismo con
sumado y naturalismo por ser humanismo consumado. Y es la ver
dadera solución en la pugna entre el hombre y la naturaleza y con
el hombre. “El es la solución del enigma de la historia y lo sabe”.
A partir de aquí Marx se ocupa de la génesis de la idea de comu
nismo. Está escribiendo acerca de este asunto sobre la marcha,
empapándose en París de las teorías comunistas de las décadas an
teriores y comparando con lo que ve en las organizaciones obreras
con las que ha tomado contacto. Ese escribir sobre la marcha expli
ca que la anterior afirmación según la cual “el comunismo es la
solución del enigm a de la historia, y lo sabe” quede corregida unas
páginas más adelante, justo después de pasar revista a los idearios
comunistas de la época [OME 5, 378, punto 3, final y OME 5,
388]. En este otro paso Marx critica a Cabet, Villegarde y Owen pa
ra afirmar que el auténtico comunismo no puede partir de figuras
históricas aisladas que se opusieron a la propiedad privada, ni de un
comunismo prim itivo del que hay dudas de que haya existido
alguna vez, ni de la identificación con el ateísmo, sino del recono
cimiento de la necesidad histórica de la propiedad privada. El co
munismo —así termina Marx ese paso—es la afirmación como ne
gación de la negación y, por consiguiente, en la próxima evolución
histórica, el factor real, necesario, de la emancipación y recuperación
del hombre. “El comunismo es la figura necesaria y el enérgico
principio del próximo futuro, pero el comunismo no es como tal la
meta del desarrollo humano, la figura de una sociedad humana”.
Hay todavía un últim o paso, en el tercer manuscrito, en que
Marx vuelve sobre el concepto de comunismo [OME 5, 395-396}.
El fragmento muestra hasta qué punto las formulaciones de Marx
son tentativas, a pesar de la contundencia formal con que fueron
expresadas. Algo parecido le ocurriría, al final de su vida, cuando,
en carta a Vera Zasulich, quiso traducir a las condiciones rusas de
1880 su idea europeo-occidental de comunismo. Tantea formula
ciones varias con contundencia, pero sigue dudando de haber en
contrado la forma más adecuada de decir. Esa vacilación tiene la
misma respuesta en 1844 y en 1881: en el prim er caso abandona
el manuscrito; en el segundo no llega a enviar la carta decisiva. Es
una paradoja el que los marxismos como doctrinas hayan pasando
por alto estas vacilaciones. Al editar lo que su autor no publicó, lo
que ha quedado para el lector contemporáneo ha sido sólo la con
tundencia de las expresiones.
Pero volviendo al caso: en 1844 Marx es consciente de que al
tratar el tema de la emancipación humana se está moviendo en la
incomodidad de hacer mutuamente traducibles tres lenguajes: el
de la economía política inglesa, el de la teoría política revolucio
naria francesa y el de la tradición filosófica, dialéctica, hegeliana.
Por eso inmediamente después de haber escrito que el comunismo
es “negación de la negación” y, en cuanto tal, apropiación del ser
humano a través de la negación de la propiedad privada, se ve im
pulsado a precisar que no se trata de considerar el comunismo co
mo mera superación “teórica”, a la vieja usanza alemana, o sea, en
la línea de la hegeliana Fenomenología d el Espíritu, y darse por satis
fechos con incorporar la idea de comunismo como un momento de
la autoconsciencia, sino que de lo que se está tratando es de una
superación real, práctica. Pensar la posibilidad del comunismo es
ya un progreso, pero ahora no se trata de eso sino de “la acción
comunista real”, de un proceso histórico, lento y duro, vinculado a
la actividad de hombres de carne y hueso, de los proletarios real
mente existentes.
“Proletario” ya no es ahora para Marx una forma genérica de estar
en el mundo vagamente aludida; es algo más preciso: es el hombre
que, desprovisto de capital y de rentas de la tierra, vive sólo de su
trabajo y es considerado únicamente como obrero. Marx sabe ya de
qué está hablando. Tiene no sólo el concepto sino la experiencia vivi
da de lo que puede ser el proletariado (tendencialmente) comunista.
En París había conocido la fraternidad del comunismo obrero fran
cés. De la impresión que le causó la fraternidad de aquellas gentes
nos ha dejado una página luminosa en los M anuscritos de 1844:
Cuando se reúnen los trabajadores manuales comunistas su objetivo es
por de pronto la doctrina, la propaganda [...] Pero al mismo tiempo, al
reunirse, les nace una nueva necesidad: la necesidad de comunidad. Y de
este modo lo que parece ser un medio se les convierte en un fin. Se puede
uno hacer una idea del formidable resultado de este movimiento prácti
co viendo una reunión de ouvriers franceses. A llí el fumar, el beber, el
comer, etc., no son ya medio de contacto, de unión, sino que les basta la
compañía, la asociación, la conversación, cuyo objetivo vuelve a ser la so
ciedad; la fraternidad de todos los hombres no es entre ellos una frase he
cha sino realidad, y la nobleza del ser humano irradia de esos cuerpos
endurecidos por el trabajo.
Cuando escribió esto, Marx tenía veintiséis años.
P r e c i s a n d o l o s s e n t i d o s d e l t é r m i n o “c r í t i c a ”
Tiene importancia clarificar el punto de vista de Marx en 1844
en relación con la economía nacional, economía política o ciencia
económica porque también a este respecto se han escrito algunas
inexactitudes y no pocas exageraciones. En primer lugar hay que
decir que por entonces la economía política era generalmente con
siderada como una parte de la filosofía moral y política. Los pri
meros economistas escoceses e ingleses han sido sobre todo filóso
fos morales; los primeros economistas franceses críticos, también.
Eso sí, filósofos morales ilustrados con aspiraciones científicas, con
la presunción de convertir la filosofía social en una ciencia. “Cien
tífico”, en el lenguaje de la época, y en este contexto, quiere decir
sobre todo pensamiento descriptivo y empírico, teoría basada en la
observación empírica, no mera especulación o conjetura por hipó
tesis sin fundamento. Cuando Marx emplea en esa época los térm i
nos “empiria” y “empírico” no los opone a “hipótesis” e “hipotético”
sino a “especulativo” o “metafísico”, a la mala hipótesis, a repre
sentación invertida de la realidad en la conciencia.
No es cierto, en cambio, que, al aceptar como punto de partida
el análisis de las relaciones de producción realizado por los econo
mistas cuyas obras comenta, Marx, para convertirse en “un eco
nomista científico”, haya hecho a un lado las razones filosóficas y
político-morales que habían presidido su crítica de la religión y del
Estado en Alemania. En lo esencial Marx sigue siendo, en agosto
de 1844, un filósofo moral (en sentido amplio) o un filósofo po líti
co que empieza a ocuparse preferentemente de cuestiones económi
cas. Hoy diríamos, buscando la precisión: de cuestiones socioeco
nómicas y de filosofía de la economía. Su interés por Sm ith, Ricar
do y M ili radica en el hecho de que el análisis que éstos hicieron de
la riqueza de las naciones, de los valores económicos, de la produc
ción y del trabajo humano, le parece mucho más empírico (y, por
tanto, realista) que la crítica fílosófico-cultural de tradición alem a
na en la que él mismo se había formado. Pero hay que añadir en
seguida que Marx no pretende ser un economista político en el sen
tido de los mentados, o sea, un economista sólo teórico-descripti-
vo. Por eso conviene subrayar aquí, una vez más, la importancia
que sigue teniendo para él la palabra crítica.
En 1844, y como consecuencia de la acumulación de lecturas tan
distintas y procedentes de ambientes intelectuales tan diversos,
Marx está usando la palabra “crítica” en una acepción muy am plia,
polimórfica, que no es la habitual en nuestro lenguaje cotidiano.
Crítica es para Marx, en una primera acepción, denuncia del pen
samiento filosófico especulativo que se evade del mundo real o nos
lo presenta invertido, como en un espejo. Pero crítica es también,
para Marx, denuncia de lo que pasa en el mundo realmente exis
tente (en sus aspectos político-social, económico y cultural). Pero
crítica es también denuncia del pensamiento que se lim ita a decir
nos lo que hay en el mundo de las relaciones materiales entre los
hombres sin ir más lejos. Pero crítica es también denuncia del pen
samiento que navega bajo el nombre de “crítica” cuando éste, a
pesar de su pretensión, ni siquiera se da cuenta de que los que se
lim itan a decir lo que hay están, sin embargo, más cerca de la reali
dad, del mundo realmente existente, que sus denunciantes.
Este últim o sentido del término crítica es el que tiene, por ejem
plo, la crítica de “la crítica crítica” (es decir, la crítica a los discí
pulos de Hegel que, como Bauer y sus amigos, seguían quedán
dose, en opinión de Marx, en la especulación o en la fraseología
más o menos moralizante cuando había ya otros contemporáneos
que estaban diciendo lo que hay); o el que tiene, un poco después,
la crítica de la filosofía de la m iseria de Proudhon. Y en esa direc
ción va también la crítica de la “ideología alem ana” como concien
cia invertida o falsa de lo que hay en el mundo. De hecho, Marx ha
puesto la palabra “crítica” en el título o subtítulo de casi todo lo
que ha escrito a lo largo de su vida sobre filosofía política, sobre
ideologías, sobre economía y sobre política programática.
CÓM O SE PASA, ARGUMENTALMENTE, DEL HUMANISMO POSITIVO A LA
IDEA DE COMUNISMO
Pero precisamente porque en 1844 Marx sabía ya que la “crítica”
se dice de muchas maneras, y que alguna de las maneras en que se
dice es, desde el punto de vista del conocimiento, peor que la mera
y simple descripción de lo que hay en el mundo de las relaciones
económico-sociales, el humanismo que propugna no se presenta
solamente como crítico, sino que quiere ser a la vez positivo. Crítica
no es siempre conocimiento en sentido propio; puede ser también
mero verbalismo: palabra sin concepto. Por eso humanismo p ositi
vo, en este contexto, se tiene que entender así: humanismo basado
en una antropología filosófica realista (m aterialista), que atienda a
lo que han sido y son las necesidades materiales de los hombres a lo
largo de su evolución (no exclusiva o prioritariamente a los proble
mas de su conciencia) y basado, también, en una consideración
macroeconómica de las relaciones humanas en la sociedad presente,
capaz, por tanto, de ver con distancia en qué se ha convertido, en
nuestra cultura específica, ese factor diferenciador esencial de lo
humano que es el trabajo.
Para un lector atento no hay duda de que la antropología filosófi
ca y la consideración macroeconómica que sirvieron para funda
mentar este humanismo positivo las tomó Marx en préstamo, res
pectivamente, de Feuerbach y de los economistas ingleses. Pero hay
dos cosas que complican esa percepción cuando se contempla el con
junto de escritos que va desde los M anuscritos de 1844 hasta las Tesis
sobre Feuerbach y La ideología alem ana (1845). Una de esas cosas es
que, precisamente en su afán crítico, Marx, que no deja pasar ni una
cuando se trata de ideas, o sea, de los contenidos básicos de obras
de otros, sin embargo no se distancia lo suficiente de los lenguajes
en que esas ideas han sido expresadas: se deja llevar casi siempre
(¿manía hegeliana o idiosincrática?) por la propia re-torsión de las
formulaciones de los otros. Y esto, al juntar dos mundos intelec
tuales tan distintos como son el de la economía política inglesa y el
de la filosofía especulativa (incluso crítica) alemana, tiene efectos un
tanto perturbadores. No sólo para el lector de hoy, sino también
para el contemporáneo de Marx. Esa estrategia intelectual funciona
bien desde el punto de vista de la polémica: Marx ha construido así
excelentes críticas de pasos concretos de los economistas clásicos a
partir de su dominio del lenguaje de la filosofía alemana y también
sabrosas críticas de los neohegelianos alemanes (y de Proudhon)
haciendo suyo el lenguaje de los economistas ingleses. Pero no fun
ciona, o funciona mucho peor, en la parte constructiva, a la hora de
comunicar en positivo las propias ideas a los demás.
La segunda cosa que viene a complicar la comprensión de los M a
nuscritos, cuando se leen como texto independiente, por separado, es
que en ellos no hay transición argumental entre las consideraciones
de base para una antropología filosófica realista (feuerbachiana) y la
crítica de la economía política, de un lado, y las implicaciones del
carácter positivo del humanismo, o sea, la fundamentación de la
idea de comunismo, de otro lado. A hí faltan no sólo páginas en el
manuscrito sino también mediaciones en la argumentación. En los
M anuscritos no se explicita todo lo que Marx ha tomado de la
antropología filosófica de Feuerbach ni está claro en todos los casos
con quiénes discute Marx sobre comunismo (quiénes son, por
ejemplo, los exponentes del “comunismo crudo” y quiénes los ex
ponentes del “comunismo sólo teórico”, etc.). De modo que, al aca
bar de leer los M anuscritos de 1844 sabemos que Marx ha consuma
do en su cabeza el paso de la crítica de la filosofía del derecho y del
estado a la crítica de la economía política a través de la antro
pología filosófica de Feuerbach, pero no sabemos todavía con qué
argumentos se puede pasar de la crítica del trabajo enajenado y de
la afirmación del humanismo positivo a la formulación de un
ideario comunista alternativo.
Parece que lo lógico, una vez consumada la parte crítica, habría
sido precisar primero con calma la base antropológica, histórica y
económica para después discutir, ya particularizadamente, qué se
entiende por sociedad alternativa, qué es el comunismo y qué co
munismo es el que se propugna. Ese hilo lógico no está en los
M anuscritos, ni siquiera en el epílogo que se suele publicar como
prólogo a los mismos. Así que el lector de los M anuscritos puede
experimentar la misma perplejidad que sintieron Ruge y el propio
Feuerbach ante las intenciones de Marx durante aquellos meses. El
hecho de que Marx guardara los cuadernos escritos en 1844 se
puede interpretar en el sentido de que él mismo sentía también
aquella falta de mediaciones. Lo cual es una buena razón para mo
derar la euforia con que tradicionalmente fue acogido este texto
por comparación con otros escritos de Marx.
Para salir de esa perplejidad y encontrar el hilo argumental que
conduce desde la afirmación del humanismo positivo a la funda-
mentación del ideario comunista el lector actual de los M anuscritos
necesita otras pistas. Necesita saber en qué consistía aquella antro
pología materialista que da pie para calificar su humanismo de posi
tivo. Necesita saber por qué Marx ha descartado la idea de ilustración
y el potencial papel ilustrado y transformador del Estado a la hora de
plantearse la superación del extrañamiento y de la enajenación.
No puede haber un paso directo desde tal o cual humanismo
m aterialista a la afirmación de la idea de comunismo. O dicho de
otra manera: de una determinada antropología filosófica, por bien
fundada que ésta esté empíricamente, no se deriva, en el sentido de
“no se sigue necesariamente”, tal o cual idea de comunismo. Una
prueba indirecta de esto es que Feuerbach, siendo humanista en ese
sentido positivo y m aterialista, no es comunista. Por tanto, en ese
punto no se puede ir más allá de lo siguiente. La concepción his
térico-m aterialista acerca de la especie humana afirma: 1) que la
naturaleza hum ana es plástica, pero siempre (y también) naturaleza
ella misma: el ser humano no puede rebasar su ser naturaleza; 2)
que el ser humano, como ser eminentemente social, sigue evolu
cionando culturalmente: lo que conocemos es uno de los estadios
de su evolución.
A partir de lo cual se sugiere: 3) que es razonablemente posible
anticipar esa evolución en términos de reconciliación del ser
humano con la naturaleza y del hombre con el hombre superando
o limitando el extrañamiento y la enajenación; 4) que, dadas las
características de la sociedad presente, que es una sociedad dividi
da, esa reconciliación tendrá que ocurrir en otra sociedad, con otra
forma de producir y de vivir distintas de las que conocemos; 5) que
este “tendrá que” es una cuestión práctica, dependiente de la sub
jetividad y de la acción de los hombres, no resoluble por vía teóri
ca, en la medida en que im plica proponerse transformar el mundo
que conocemos; y 6) que, precisamente por tratarse de una cuestión
sólo resoluble, si es que es resoluble, en la práctica, el nombre de
tal sociedad alternativa, los rasgos característicos y principios que
han de regir en ella sólo pueden bosquejarse a partir de otras dos
cosas: las circunstancias y necesidades económicas existentes y lo
que dicen querer precisamente los que están en peor situación en
ese mundo.
Supongamos ahora que estamos de acuerdo con esta concepción
de la naturaleza humana y con lo que a partir de ella se sugiere.
¿Por qué descartar otras formas de reconciliación del hombre con
la naturaleza y de superación de la enajenación humana? Marx no
se plantea aquí la posibilidad de una reconciliación del hombre
in d ivid u a l con la naturaleza, la posibilidad de un individualismo
ilustrado positivo: la perspectiva goethiana. Ha adoptado un punto
de vista griego, aristotélico, el de la comprensión del hombre como
ser social, como ciudadano que se realiza a sí mismo en la polis.
Pero, aún así, aún caben otras dos posibilidades de reconciliación,
de superación de la escisión: la instrucción de los ciudadados en el
marco de la sociedad civil y la potenciación del papel educador del
Estado. Ambas posibilidades eran contempladas, de forma im plíci
ta o explícita, en algunos de los idearios socialistas de la época. Se
puede decir que, en 1844-1845, Marx no descarta del todo la fun
ción positiva de la educación en la sociedad civil en un sentido
ilustrado, pero, de todas formas, objeta: para ello el educador tiene
que ser, a su vez, educado. Y, previsiblemente, no sólo por vía teó
rica. En cambio, en lo que respecta a la posible función educadora
del Estado cuando el conflicto entre capital y trabajo ya ha empeza
do a aflorar (en Inglaterra, Francia y Alemania), su punto de vista
es abiertamente libertario.
Y ahí se encuentra el últim o eslabón argum ental por el que Marx
puede pasar de la afirmación del humanismo positivo a su primera
fundamentación, revolucionaria, del ideario comunista: la nega
ción de la posibilidad misma, en las condiciones históricas del
momento, de lo que hoy llamamos el “Estado social”. Para Marx,
ni el Estado, ni los partidos políticos existentes en el ámbito es
tatal, que afirman su com patibilidad con el Estado, pueden supe
rar la situación de enajenación y empobrecimiento de los traba
jadores. Ante la pauperización y la miseria de las gentes, el Estado
sólo reconoce la existencia de defectos formales y accidentales en la
administración, nunca reconocerá que él mismo, como elemento
articulador de lo social, es causa de esas dolencias. Reconocerlo, y
actuar en consecuencia, equivaldría a suicidarse. Y los Estados no
se suicidan. Por su parte, los partidos políticos, allí donde existen,
tienden a encontrar la razón de todos los males en el hecho de que es
el partido adversario y no el propio quien se encuentra en ese momen
to al timón del Estado. De modo que la razón política, característica
de Estado y partidos, por serlo, no puede salirse de los límites de la
política para cambiar el mundo en lo social [OME 5, 227 y ss.}.
Sería un anacronismo aducir ahora, contra Marx, lo que sabemos,
siglo y medio después, acerca del “Estado social de derecho” o, in
cluso, de Estados que llegaron a planificar el propio “suicidio”
como siguiendo el consejo del conde de Lampedusa. Lo que Marx
tenía enfrente en aquellas fechas era el Estado prusiano, el despo
tismo zarista, la administración de Guizot y lo que Engels le había
contado sobre las actuaciones estatales contra los obreros en el Rei
no Unido. Y teniendo eso en cuenta no parece que su perspectiva
fuera irrealista o especulativa, sino, como él pretendía, más bien
“em pírica”.
Hay que deplorar el que no sólo los críticos burgueses de las
pretendidas contradicciones marxianas sino también los que se
tienen por más fieles seguidores de la ciencia materialista de
Marx hayan citado hasta el presente sus diversas proposiciones
teóricas sin atender al momento en que fueron redactadas, ni al
público al que en su origen estaban dirigidas ni a otras conside
raciones históricas exigidas por su interpretación materalista.
Lo diré con toda claridad: esa forma de citar a Marx, exacta
mente de la misma manera en que los escolásticos citaban a
Aristóteles o la Biblia, no conviene en absoluto al estudio his
tórico y materialista de una teoría social.
K a r l K o r sc h , K arl M arx [ 1 9 3 8 ]
En B ru se la s
Los Marx vivieron en Bruselas tres años, desde febrero de 1845
hasta marzo de 1848. El período de Bruselas ha sido para Karl
Marx muy productivo desde el punto de vista intelectual y satis
factorio en lo personal y familiar. Bélgica era entonces un país de
acogida, con relativa libertad política en comparación con Francia
y Alemania. Marx no tuvo demasiadas dificultades para obtener
a llí un permiso de residencia, aunque hay constancia de que la
policía le vigiló con discreción. En Bruselas Jenny von Westphalen
pidió y obtuvo de su madre la ayuda de Helene Demuth, que había
sido desde niña asistenta de su fam ilia en Tréveris. Eso fue algo
más que una ayuda. Durante aquellos años la pareja tuvo dos hijos:
Laura, que nació en septiembre de 1845, y Edgar, que vio la luz a
finales del año siguiente. Tanto lo que ha quedado de la corres
pondencia de los meses en que Karl y Jenny estuvieron lejos uno
del otro como los testimonios de visitantes y huéspedes de la casa
de los Marx en Bruselas hablan de un matrimonio amoroso y bien
avenido. El tipógrafo alemán Stephan Born escribió al respecto:
“Marx amaba a su mujer y ella compartía su pasión. Rara vez he
conocido una pareja tan feliz, en la que las alegrías y las penas fue
ran tan compartidas y en donde todo dolor se vencía con la plena
conciencia de una completa entrega m utua” [ H .M . Enzensberger,
1974, 1, 78-88}.
Económicamente los Marx se defendían entonces bastante bien.
Contaban con lo obtenido por la venta de algunas de las cosas de
París, con la ayuda de Engels (que cedió al amigo parte de los dere
chos de autor de La situación de la clase obrera en Inglatera) y con la
colaboración de otros amigos alemanes, además de lo ingresado por
Karl a cuenta del libro sobre economía y política que había em
pezado a escribir. Algo más tarde, cuando en Bruselas empezaron a
pasar agobios, contaron con aportaciones de las madres de ambos.
Salvo al final de ese período, cuando los acontecimientos revolu
cionarios de 1848 cambiaron también en Bélgica el ambiente
relativamente tolerante y los exiliados hubieron de sufrir nueva
persecución policiaca, Karl Marx y Jenny von W estphalen parecen
haberse sentido a gusto en Bruselas. Vivían modestamente, pero
mejor que en París y, desde luego, mejor de como vivirían luego
en Londres.
De la época de Bruselas datan la mayoría de las amistades que
Karl Marx conservó. Y, a diferencia de lo ocurrido luego en Lon
dres, incluso logró cierta intim idad con otros, en particular con
W ilhelm Wolff, George Weerth y Pavel Annenkov. Además, en
esos años Marx estrechó definitivamente la relación de amistad y la
colaboración intelectual con Engels.
Pero ¿cómo veían a Marx los otros? El poeta Ferdinand Freili-
grath dejó dicho de él que era “un tipo interesante y simpático”; el
sastre y dirigente obrero W ilhelm W eitling, al que Marx había
alabado un año antes y con el que se discutió por entonces, le veía
como “una cabeza enciclopédica pero sin genio”; George W eerth,
otro poeta vocacional, que se ganaba la vida haciendo de represen
tante de una firma comercial, le vio como “un auténtico Jú p iter de
frente marmórea e indómito cabello, que se mata estudiando para
ayudar a los obreros”; M ijail Bakunin, “como un burgués provin
ciano en cuya compañía es imposible respirar con libertad”; Frie-
drich Lessner, como “un tribuno del pueblo, sarcástico, en el que
cada frase era una idea y cada idea un eslabón imprescindible en la
cadena de su argumentación”. De todos los testimonios de esa épo
ca sobre Marx acaso el más completo sea el del ruso Pavel Vasi-
lievich Annenkov, de quien procede esta semblanza: enérgico, con
una fuerza de voluntad inquebrantable y fuertes convicciones, de
movimientos torpes pero atrevidos y seguros, descuidado en el
vestir y con modales que contravenían directamente todas las con
venciones sociales, de voz m etálica, tono duro y juicios radicales
sobre las personas y las cosas, sentencioso en el hablar. Annenkov
concluía así su semblanza:“Marx es la personificación de un dicta
dor demócrata, tal como pudiera haberlo imaginado la fantasía”
[H .M . Enzensberger, 1974, 1, 53-78].
Poco después de establecerse en Bruselas Marx tenía ya un con
trato para publicar un libro sobre economía y política. En princi
pio ese libro estaba pensado como una reelaboración y ampliación
de los m ateriales contenidos en los M anuscritos de P arís y su cen
tro tenía que ser una crítica de la economía política. En julio de
1845 Marx viajó a Inglaterra con Engels y permaneció, en Man-
chester y Londres, seis semanas leyendo y recogiendo m aterial
para su proyecto pero también estableciendo contactos con los car-
tistas ingleses. Durante las semanas pasadas en Manchester, Marx
se dedicó a estudiar las obras de W. Petty y de W. Thompson y se
interesó por la bibliografía reciente sobre un am plio abanico de
temas: asuntos monetarios, demográficos, bancarios, comerciales,
fiscales y agrícolas. En Bruselas, antes y después del viaje a Ingla
terra, amplió sus conocimientos económicos dedicándose sobre
todo al estudio de la historia de la economía política así como de
la literatura disponible sobre historia de la manufactura y de la
m aquinaria relacionada con la gran industria. En esos meses leyó
a Quesnay y a J.S . M ili. Y completó esas lecturas con la de autores
críticos de la economía o que propugnaban alternativas sociales:
Sismondi, Proudhon y Owen, principalm ente. En sus cuadernos
de notas Marx dejó juicios interesantes y positivos sobre aspectos
concretos de las obras de Petty, Thompson y Quesnay. De todos
estos autores el que más le interesó fue, sin duda, Sismondi.
En Bruselas Marx repartía su tiempo entre la lectura, la actividad
política, el publicismo y la preparación de su obra económica. En
esa época Marx no dormía más de cuatro horas diarias [McLellan,
1983, 161-205}. Pero pronto empezó a quedar claro que su pro
yecto principal se retrasaría más de la cuenta, a pesar de que había
cobrado ya un adelanto y de las presiones del editor para que entre
gara el libro. En 1845 el retraso estuvo motivado sobre todo por la
necesidad que Marx sentía de ajustar cuentas con la herencia cultu
ral hegeliana y precisar, de paso, su propia concepción del mundo.
De esa necesidad, y con la inestimable colaboración de Engels, sa
lieron dos cosas importantes: las Tesis sobre Feuerbach y La ideología
alem ana. Marx quería salir de dudas, ajustar cuentas con lo que
había sido su anterior conciencia filosófica, y lo logró. No logró, en
cambio, un editor para La ideología alem ana, de modo que también
este texto (primera exposición completa del nuevo materialismo)
quedó para “crítica roedora de los ratones”.
Posiblemente la mala experiencia editorial con La ideología a le
m ana haya condicionado también el nuevo retraso del proyecto
principal. Ya en 1846 Marx volvió a incum plir el compromiso edi
torial por su dedicación a la actividad política, cultural y rela
cionada con la formación de los trabajadores, aunque también es
cierto que las lecturas de contenido económico que estaba hacien
do para la redacción de su libro tienen su reflejo, evidente y posi
tivo, en esta otra actividad. Aquel mismo año, junto con Engels,
W eerth, Hess, Wolff, Annenkov y otros exiliados, Marx creó en
Bruselas un comité de correspondencia comunista. El objetivo de
este comité era doble: disponer de algo así como un foro de discu
sión científica (sobre temas económicos prioritariam ente) y crear
una red para el intercambio de información e ideas entre socialis
tas alemanes, ingleses y franceses. En los meses que siguieron
Marx y Engels dedicaron buena parte de sus energías a la consoli
dación organizativa y política de aquel comité m ultiplicando los
contactos con los cartistas ingleses y con los socialistas y comu
nistas franceses y alemanes. Para esta red quisieron contar con
Proudhon, el socialista francés más influyente en la época, pero
r
sin éxito. Proudhon declinó la oferta con buenas palabras.
Este fracaso volvió a desviar a Marx, en 1847, de su proyecto
principal. Aparcó su “Economía”, como empezaba a llam arla, y se
dedicó a leer y criticar el últim o libro de Proudhon. A quella críti
ca, redactada en francés, se tituló M iseria de la Filosofía (réplica del
subtítulo del libro de Proudhon, “Filosofía de la m iseria”). Si La
ideología alem ana contiene ya lo esencial de la teoría marxiana de la
historia y de la sociedad, la parte de la M iseria de la Filosofía escri
ta en positivo, más allá de la polémica, adelanta cosas esenciales de
lo que acabaría siendo la C rítica de la economía p o lítica , es decir, su
anunciada “Economía”: ahí está lo básico de la metodología de
Marx, su valoración de los economistas clásicos y su peculiar forma
de juntar filosofía social y economía.
“N u n c a l a i g n o r a n c i a a y u d ó a n a d i e ”
Al fallar algunos de los contactos deseados con los representantes
del socialismo francés, Marx y Engels intentaron, cada vez con más
dedicación, anudar relaciones con los comunistas y socialistas de
Londres. Por entonces a llí estaba establecida una de las principales
colonias de trabajadores alemanes. De la colaboración del grupo de
Bruselas, el grupo establecido en Londres y el grupo de Colonia, a
través de la red establecida por el comité de correspondencia, na
ció, no sin dificultades y diferencias ideológicas, la Liga de los Co
munistas.
Marx tenía dos objeciones importantes que oponer a la orien
tación de algunos de los dirigentes de estas primeras asociaciones
obreras de orientación comunista y socialista: no quería sectas clan
destinas en lo organizativo ni quería vaguedades de tenor sólo
filantrópico moralizador en lo político. Concretando más: le repelía
“el uso de la palabra ‘amor’ treinta y cinco veces en un mismo fo
lleto” y la profusión de proclamas exclusivamente dirigidas a los
sentimientos de los de abajo para crear en ellos ilusiones de libe
ración. A eso es a lo que Marx llam aba utopismo. Y por eso chocó
con W eitling, al que había admirado en los días de la sublevación
de los tejedores de Silesia, y con algunos otros de sus compañeros.
Marx quería aproximar a los trabajadores a la ciencia, no dejar ésta
en manos de los representantes del capital. En esa crítica fue, como
de costumbre, tajante: “Nunca jamás la ignorancia ayudó a nadie”.
Como alternativa pretendía basar la actividad política de los traba
jadores en “la comprensión científica de la estructura económica de
la sociedad burguesa” y potenciar la memoria histórica mediante
una colección de clásicos del pensamiento socialista y comunista.
En junio de 1847 la Liga de los Comunistas celebró su primer
congreso en Londres. Marx no asistió pero se sintió representado
por Engels. A llí se adoptó el lema “Proletarios de todos los países,
unios”. Sintomáticamente este lema sustituía otro anterior: “Todos
los hombres son hermanos”. Marx consideraba que esto último,
dicho del hermano lobo, es mucho decir. El comité de correspon
dencia de Bruselas pasó a presentarse entonces como una rama de
la Liga de los Comunistas y firmó papeles con varios títulos: “Aso
ciación democrática”, “Comunidad de Bruselas de la Liga”, “Socie
dad democrática por la unificación y confraternización de todos los
pueblos”.
La insistencia en el carácter democrático de la nueva organización
y en los objetivos también democráticos de su actividad política
tiene relevancia para la comprensión del pensamiento de Marx en
esa época. En una nota escrita en agosto de 1847, en nombre pre
cisamente de la “Asociación democrática por la unificación y con
fraternización de todos los pueblos”, Marx alababa la democracia
suiza, calificaba ésta de tesoro del pueblo y la consideraba como
“un modelo para em ular” subrayando, en ese contexto, la impor
tancia que para los pueblos de Europa tenía la elección de los d iri
gentes del estado por sufragio universal, la ausencia de un ejército
permanente, la aconfesionalidad de los poderes públicos, la liber
tad de credos y la erradicación del parasitismo, logrado, en aquella
democracia, mediante una sana administración del estado sin en
deudamiento [OME 9, 397}.
Las actividades principales de la sección de la Liga en Bruselas
eran teóricas, de formación, en lo esencial político-culturales: con
ferencias los viernes sobre temas científicos y discusión los domin-
gos sobre la actualidad política europea. Marx, para quien estas
actividades eran “muy refrescantes”, dió varias conferencias sobre
temas económicos de actualidad, señaladamente una, en septiem
bre de 1847, sobre librecambismo, de considerable enjundia. Han
quedado algunos documentos que prueban la importancia que
Marx concedía a esta actividad y el rigor y el detalle con los que
preparaba sus conferencias COME 9, 91-116]. Dos meses después,
en diciembre y durante diez días, la Liga de los Comunistas volvía
a reunirse en Londres, en su segundo congreso. Fue allí donde Marx
y Engels recibieron el encargo de redactar el M anifiesto comunista.
De l a c r ít ic a de la id e o l o g ía a l a f o r m u l a c ió n del n u e v o
MATERIALISMO
Mientras tanto, en aquellos años vividos en Bruselas, Marx ha ido
perfilando la propia concepción del mundo, de la historia, del
hombre y de la sociedad. Como en el período de París, lo ha hecho
trabajosamente, discutiendo, dialogando y midiéndose con aque
llos autores que habían contribuido a su propia formación, siste
matizando y exponiendo las propias ideas siempre al hilo de la
polémica y de la crítica. En las Tesis sobre Feuerbach Marx dice lo que
piensa, en el plano ontológico, midiéndose con otros; en La ideo
logía alem ana Marx (en colaboración con Engels) expone su concep
ción de la historia al hilo de la crítica de las ilusiones, fantasías y
ensoñaciones que han producido en la conciencia el atraso y la m i
seria alemanes; en M iseria de la filosofía Marx aclara su concepción
sociológica y económica discutiendo con Proudhon.
Sin duda se puede, y tiene además interés hacerlo a efectos de la
exposición, recapitular y sistematizar las conclusiones a las que
Marx llegó en esos años con independencia de las referencias a los
autores con los que discutía, saltándose, por así decirlo, sus deudas
intelectuales y sus polémicas. Pero al operar así, a efectos expositi
vos, para resumir y sintetizar su pensamiento, hay que advertir an
tes, al lector interesado, de unas cuantas cosas.
Primera: que la formulación de lo que Marx llamó “nuevo mate-
rialism o”, y que suele caracterizarse como humanismo práctico y
revolucionario, es consecuencia de su diálogo con Feuerbach.
Segunda: que lo que habitualmente se denomina materialismo
histórico, atendiendo a la sustancia de La ideología alem ana, es con
secuencia de la elaboración por Marx de la crítica a las concep
ciones idealistas de la historia en la filosofía alemana.
Tercera: que la formulación de la nueva concepción marxiana que
pone el acento en el carácter determinante que en las vidas de los
hombres tienen las relaciones económicas es consecuencia de un
diálogo crítico simultáneo con Ricardo y con Proudhon.
Cuarta: que su concepción del socialismo como movimiento real
de las clases trabajadoras y como sociedad alternativa al capitalismo
es consecuencia de una integración de las tres cosas anteriores, del
diálogo crítico con los utopistas y de una comprensión de los pro
cesos revolucionarios que debe mucho a los pensadores franceses.
Y quinta: que desde el punto de vista metodológico, o sea, en lo
que atañe a eso que habitualmente se suele llam ar método dialéc
tico, Marx siguió siendo deudor de Hegel porque, aunque ha criti
cado la sumisión de los otros al sistema hegeliano y se ha distancia
do de la especulación idealista, ni entonces ni luego ha encontrado
entre sus lecturas una forma mejor de articular sintéticamente sus
propias conclusiones (y de expresar lo que quería decir y proponer)
que las metáforas de Hegel acerca de la “negación”, la “superación”
y la “reconciliación”.
Marx ha criticado en esta época la orientación general del sistema
hegeliano y sus derivaciones políticas, pero, al criticar el idealismo
de la ideología alemana, ha seguido distinguiendo con mucha cla
ridad entre los conocimientos históricos del maestro y las ignoran
cias de los discípulos en lo que hace a la historia {IA, 202}:
Quien, como Hegel, se lanza por primera vez a una construcción
que quiere ser válida para toda la historia y para el mundo actual en
toda su extensión, tiene necesariamente que disponer de amplios
conocimientos positivos, referirse, por lo menos de vez en cuando, a
la historia empírica y poseer una gran energía y seguridad en el asun
to. En cambio, quien se lim ita a explotar y adaptar para sus propios
fines una construcción recibida de otro y trata de demostrar esta
concepción a la luz de unos cuantos ejemplos no necesita ya saber
nada de historia. El resultado de semejante explotación tenía que ser
cómico [...}.
No hay, pues, ruptura ni corte epistemológico de nota entre estos
escritos y los del período de París. Hay, mayormente, continuidad,
evolución, clarificación de conceptos. Las Tesis sobre Feuerbach y la
parte dedicada a Feuerbach en La ideología alem ana resumen, pri
mero de forma aforística, y recapitulan y am plían luego la antro
pología filosófica que había en M anuscritos de 1844 para convertir
la, por extensión de los temas abordados, en una verdadera filosofía
de la historia. La parte crítica de La ideología alem ana es, en lo esen
cial, la continuación de la polémica contra la metafísica y contra el
carácter especulativo del pensamiento de los jóvenes hegelianos. Al
salir de París Marx dijo que lo único que le hubiera gustado lle
varse consigo de allí, aparte de la fam ilia, era al poeta Heine. Se
llevó su inspiración: Alemania, un cuento de invierno. Hay unos ver
sos de Heine, en ese texto, que sintetizan mejor que cualquier otra
cosa la orientación de Marx en su critica de la ideología alemana.
Son estos:
La tierra pertenece a los franceses y a los rusos,
el mar pertenece a los británicos
pero a nosotros nadie nos disputa
la primacía en el reino etéreo de los sueños.
A quí sí tenemos nosotros la hegemonía,
aquí sí somos nosotros dueños soberanos.
Los otros pueblos se han desarrollado
sobre la tierra firme; nosotros en el aire.
Marx ironiza sobre el etéreo reino de los sueños, en el que se in
vierte la recta comprensión de las cosas, y compara la ideología ale
mana con el “listo” que cree que los hombres se hunden en el agua,
y se ahogan, porque se dejan llevar por la idea de gravedad. Pero
enseguida traduce esa inspiración a un lenguaje filosófico que, al
generalizar la crítica del idealismo más allá de la “m iseria alema
na”, recuerda al de Francis Bacon. La fábula es de origen alemán
pero su mensaje pretende ser universal. De lo que se trata es de li
berar a los hombres de los fantasmas que llevan en sus cabezas, de
las sombras de la realidad, de los dogmas e ídolos que les impiden
pensar bien, de la especulación en el aire.
Marx no ha escrito una teoría de las ideologías sino una crítica de
las ideologías. Y, aunque pueda sonar a paradoja, hay que decir que
su intención era tan antiideológica como la de los teóricos actuales
del fin de las ideologías. Solo que la crítica marxiana de las ideo
logías sigue una dirección distinta, y hasta contraria, de la actual.
En la mayoría de sus escritos, cuando quiere precisar, Marx no
entiende por “ideología” un simple conjunto articulado de ideas y
valores o una concepción del mundo sin más. Tampoco pretende
que pueda haber representaciones de la realidad sin valores o su
puestos. Usa por lo general el término “ideología” en un sentido
peyorativo: ideología es un cuerpo de ideas que aspiran a la uni
versalidad y a la verdad más abstracta, pero que representan sólo
(unas veces de manera inconsciente y otras de manera dogmática)
intereses parciales, particulares, de una muy determinada clase so
cial. “Ideología” es, en suma, para Marx, falsa consciencia, elabo
ración, más o menos teórica, de las ilusiones de una clase.
Dado el tipo de división del trabajo que en las sociedades capi
talistas modernas ha caracterizado el paso de las manufacturas a la
gran industria, la ideología se ha convertido, por así decirlo, en una
especialidad. En ella surgen los ideólogos profesionales. La ideo
logía se hace explícita y consciente. Y así se particulariza también
el sentido concreto en que, en estas sociedades, las ideologías repre
sentan las ilusiones que la clase hegemónica se hace de sí misma y
de su papel en el mundo. También la clase social dominante se des
dobla en función de la división entre trabajo m aterial e intelectu
al. Independientemente de que compartan las mismas ilusiones, la
m isma falsa conciencia, no todos los miembros de esa clase son,
hablando con propiedad, ideólogos. Muchos de ellos bastante tie
nen con la dedicación al negocio y al comercio: son, en cuanto a las
ideologías, pasivos, aunque interesados, receptores. Los ideólogos
en sentido propio son, en la sociedad moderna, pensadores e histo
riadores que interiorizan y sistematizan aquellas ilusiones, que las
hacen activas y las potencian en la sociedad, ya sea dando la versión
sociológica conveniente de lo que hay, ya sea mediante la recons
trucción acrítica de la historia, “haciendo creer a cada época por su
palabra, por lo que ella dice de sí m isma” [IA, 50-52}.
Puede ocurrir incluso que los ideólogos en sentido propio, los re
presentantes activos de las ideologías, entren en conflicto con los
receptores pasivos de las mismas en el seno de la propia clase social.
Se crea entonces una interesante situación de hostilidad entre
ideólogos de profesión y receptores pasivos que, en el lím ite, puede
dar la sensación de que las ideologías se autonomizan y crear la apa
riencia de que las ideas dominantes han dejado de ser las de la clase
dominante. Pero esas situaciones, en opinión de Marx, duran poco
y se resuelven favorablemente a los de arriba en los períodos críti
cos, cuando la parte de la clase anteriormente pasiva en este aspec
to, industriales, comerciantes, etc. toman en su manos las riendas
de la dirección social y política.
En otros contextos Marx distingue entre estas ideologías, enten
didas como elaboraciones teóricas de los ideólogos de profesión, y
lo que llam a “las ilusiones de la época”, que no son necesariamente
interiorizaciones conscientes sino más bien resultado de la igno
rancia o del ocultamiento de las distintas circunstancias en que los
hombres viven, producen y se relacionan. Estas “ilusiones de la
época” son, a su vez, diferenciadas desde el punto de vista de las
nacionalidades. Por eso puede hablarse de ideología alemana como
de algo específico en el mundo moderno. Pues hay diferentes for
mas de im aginarse ilusoriamente lo que se está haciendo en este
mundo. En esta especie de bosquejo sociológico de la contempo
raneidad Marx contrapone las “ilusiones del espíritu puro”, la
principal de las cuales es la ilusión religiosa, a las “ilusiones po
líticas”. Las primeras son típicas de los alemanes; las segundas, de
ingleses y franceses. También en esto hay una diferencia de grado:
las ilusiones políticas están más cerca de la realidad que las reli
giosas.
La parte más discutida y discutible de la crítica marxiana de las
ideologías es aquella en que mantiene el carácter no-ideológico o
antiideológico del proletario. Pues por mucho que se reduzca el
significado del término “ideología” a la acepción peyorativa antes
dicha (o sea, sin pretender identificar ideologías y concepciones o
visiones del mundo), el argumento de Marx en ese punto es muy
débil. Marx dice dos cosas: que el proletariado no tiene esas ideas
teóricas asim ilables a ilusiones imaginarias, y que si alguna vez las
ha profesado, por ejemplo, en el caso de aceptación de ideas reli
giosas, ya no las tiene porque las circunstancias mismas se han en
cargado de elim inarlas de sus cabezas [IA, 43}. Es muy posible que
lo que Marx quisiera decir es algo parecido a esto: que los de abajo,
la mayoría de los hombres no se montan los “rollos” y “películas”
con los que los ideólogos de los de arriba justifican teóricamente lo
que hacen en este mundo. Pero aun dando una versión así de sus
palabras (una versión que, por cierto, sigue estando m uy extendi
da) la idea es falsa. Es falsa y era falsa en el momento en que fue
escrita: ni las circunstancias habían eliminado de las cabezas de los
proletarios las ilusiones religiosas en 1845 ni los de abajo estaban
entonces inmunizados contra las ideologías dominantes. Hay que
suponer que Marx confunde ahí sus deseos con la realidad.
La única manera en que se puede dar un sentido aceptable a la
afirmación sobre el carácter anti ideológico del proletariado es for
mulándola en términos normativos o prescriptivos, como una as
piración, como algo que se considera conveniente o deseable. En
ese caso, lo mismo que resulta bastante plausible desde la perspec
tiva laica la preferencia por las ilusiones “políticas” en comparación
con las ilusiones “religiosas”, también lo resultaría la preferencia
por un proletariado con el menor bagaje ideológico posible. Si, en
cambio, se introduce una preferencia valorativa como si fuera un
hecho sociológicamente comprobado, el riesgo que se corre es pre
cisamente fomentar un nuevo tipo de ilusiones sobre lo que se es,
o sea, una nueva ideología. Y en ese caso, una vez adm itido que hay
también ideologías proletarias, el discurso tendría que versar ya
sobre ideologías comparadas, no sobre ideologías (de un lado) y
ciencia (de otro). Los dos únicos marxistas relevantes que han visto
esto con claridad han sido Antonio Gramsci y Karl Korsch.
M a t e r ia l ism o p r á c t ic o
Marx empieza a construir el nuevo materialismo a partir de la
crítica de las ideologías. ¿En qué sentido es “nuevo” este m aterialis
mo? Desde luego, en el sentido, siempre relativo, en que se puede
hablar de novedad en la historia de las ideas. Si volvemos a pres
cindir por un momento del marco polémico en que este materialismo
ha sido construido es posible establecer tres niveles o especificacio
nes positivas del mismo. Se trata, para empezar, de un m ateria
lismo práctico', de una filosofía m aterialista de la práctica. Es, en un
segundo nivel, un materialismo histórico', una teoría de la historia
natural y cultural que contempla el mundo como un continuo físi
co-biológico, biológicosocial y sociocultural en el que la particu
laridad de la especie humana consiste en producirse a sí misma y
producir socialmente los propios medios de vida. Y es, en tercer lu
gar, un materialismo económico', una concepción de las relaciones en
tre los hombres, señaladamente en el mundo moderno, que toma
nota de la primacía que en ellas tienen las relaciones de propiedad,
producción, distribución y consumo de los bienes, así como la d i
visión del trabajo que se ha ido configurando históricamente.
Marx no llegó a emplear la fórmula “materialismo dialéctico”.
Esta se puede deducir de sus escritos y podría hablarse, por tanto,
de materialismo dialéctico, teniendo en cuenta otras dos especifica
ciones de su punto de vista; a saber: que en el aspecto metodológi
co, o sea, al ser expuesta, la nueva concepción usa profusa y hasta
retóricamente categorías de la dialéctica hegeliana {“superación/
abolición” (aufhebung), “negación de la negación”, etc.]; y que, al
referirse a la evolución, desarrollo o progreso de las sociedades hu
manas, matiza la idea del continuo, de la continuidad físico-bio-
lógica y sociocultural, para dar la prim acía al papel que juegan en
esta evolución las contraposiciones, los conflictos, las crisis y los
saltos históricos. Así entendido, lo dialéctico sería el humus, el
abono cultural sin tratar específicamente, sobre el que ha crecido
la planta del materialismo práctico, histórico y económico.
Materialismo práctico quiere decir para Marx un materialismo que
no se lim ita a captar la realidad bajo la forma de objeto o como mera
contemplación; que rompe con la oposición fijista sujeto/objeto y
concibe, alternativamente, la actividad humana como una actividad
objetiva y transformadora al mismo tiempo. Es un materialismo
que atiende a la subjetividad del hombre real. Este materialismo afir
ma que el asunto de dilucidar la verdad y la objetividad de las re
presentaciones humanas es un problema, pero añade que es un pro
blema sólo resoluble en el ámbito de la praxis, de la actividad, pues
es en ella, y sólo en ella, donde el hombre puede probar (no en el
sentido lógico formal, sino como experimentación) la verdad de su
pensamiento.
El materialismo práctico postula que el hombre es, a la vez, fruto
de las circunstancias históricas y agente del cambio de las mismas
y, por, ello no se queda en el reconocimiento de la enajenación real
de los miembros de la especie, en el hecho de que, en general, los
hombres vivamos demediados, como el vizconde de Italo Calvino,
sino que aspira a la conciencia plena de esa contradicción y a supe
rarla por vía revolucionaria.
El materialismo práctico sabe que el hombre es naturaleza, cono
ce la tensión entre naturaleza e historia cultural humana, pero con
templa esa tensión desde una perspectiva evolutiva, porque sabe
también que, en el mundo moderno, gran parte de lo que llam a
mos naturaleza exterior al hombre es ya naturaleza humanizada, ar-
tificializada por la actividad de los seres humanos. El materialismo
práctico niega la idea de que la naturaleza humana sea em pírica
mente verificable o tenga que reducirse a lo que llamamos con
ciencia y postula que puede hablarse de esencia humana siempre
que por ésta se entienda el conjunto de las relaciones sociales.
Por últim o, a diferencia de los materialismos anteriores, el ma
terialismo práctico cree poder explicar lo que los individuos son y
las formas que han tomado sus sentimientos religiosos a partir de
la comprensión de las formaciones sociales en que estos sentimien
tos han nacido. Y puesto que el criterio de la práctica es esencial
para él, este m aterialismo no se quiere lim itar a la comprensión de
lo que hay o de lo que ha habido históricamente, sino que aspira a
transformar el mundo teniendo en el horizonte ya no la sociedad
civil, burguesa, sino una sociedad o comunidad auténticamente
humana, la humanidad social.
Lo que acabo de escribir es una versión sintética y formalmente
moderada de lo que Marx dice en las Tesis sobre Feuerbach [IA, 665-
668]. Y ahí se ve bien lo que ocurre cuando, por razones expositi
vas, hay que prescindir del contrapunto polémico: las aristas expre
sivas se pierden, los matices también. Si, en cambio, recuperamos
ahora la tensión polémica de ese texto habría que decir, dialogan
do con Marx, que no es cierto, como reza la célebre tesis XI sobre
Feuberbach, que los filósofos se hubieran lim itado hasta entonces a
interpretar el mundo. En su literalidad, esta tesis es falsa, es un
contrafáctico: va contra los hechos. Aceptar en su literalidad, y fue
ra de contexto, la tantísimas veces repetida sin crítica tesis once
sobre Feuebarch es contribuir a crear un ismo, a construir el Tem
plo. De hecho, antes de Marx muchos filósofos a lo largo de la his
toria han tratado de encontrar un vía para cambiar el mundo y
mejorar la situación de sus contemporáneos. Y hasta lo han dicho
así. Marx tenía que saberlo.
Así, pues, si la afirmación del materialismo práctico de Marx
tomó aquella forma abrupta y contundente es precisamente por la
tensión polémica con que fue expuesto. El carácter cortante de sus
apogtemas principales es característico de toda filosofía mundana y
programática que se presenta como cosa nueva. Los científicos sue
len ser, en esto, más modestos: dicen andar a hombros de gigantes
recordando las aportaciones de quienes les precedieron. Pero el ma
terialismo práctico del aún filósofo Marx quería ser novedad radi
cal. Lo razonable, hoy en día, es volver a poner aquella tesis en su
contexto y corregirla así: “La mayoría de los filósofos alemanes con
los que estoy discutiendo (incluido Feuerbach) se han lim itado a
interpretar el mundo de diversas maneras; lo que yo propongo es
mejorar esa comprensión del mundo y llam ar la atención sobre la
necesidad de cambiarlo”.
Esta corrección, por lo demás, enlaza bien con lo que el propio
Marx escribió poco después en el apartado que dedicó a Feuerbach
en La ideología alem ana, pasando ya de la forma aforística o senten
ciosa a la explicación de lo que le diferenciaba de él. “Feuerbach,
dice entonces Marx [IA, 49}, no nos ofrece ninguna crítica de las
condiciones de vida actuales” y, como sólo ve hombres hambrien
tos, escrofulosos, tuberculosos y agotados por la fatiga, acaba bus
cando una “compensación hum anitaria ideal” a llí donde el mate
rialista práctico, es decir, comunista, ve la necesidad y la condición de
una transformación radical de la organización social. Nótese que en
lo esencial esta objeción de Marx a Feuerbach es la misma que ha
bía hecho a Arnold Ruge un par de años antes a propósito de la cita
del Hyperion de Holderlin. Pero tampoco aquí el uso de las palabras
es inocente. Ese “ver” la necesidad de la transformación social radi
cal es algo más que el mero ver con los ojos. De modo que lo que
diferencia el materialismo práctico marxiano del materialismo de
Feuerbach no es sólo una cuestión ontológica o de teoría del cono
cimiento (de concepción del mundo sensible), de representación e
interpretación del mundo, cuestión del “ver lo que hay”; es tam
bién, y, sobre todo, una cuestión del querer ver, de la decisión, de la
voluntad: se puede ver lo mismo o casi (el mal social en este caso)
y querer mejorarlo por vías diferentes.
M a t e r ia l is m o h is t ó r ic o
El materialismo práctico se hace histórico porque decide man
tenerse en el terreno de la evolución y el desarrollo real de los hom
bres. Para ello hay que dejarse de abstracciones especulativas y par
tir de lo que pasa con los individuos reales, de su acción y de las
condiciones materiales de su existencia. Marx ya había escrito polé
micamente, en La sagrada fa m ilia , que la Conciencia, el Espíritu e
incluso la Historia (con mayúsculas y en abstracto) no actúan. La
Historia no hace nada; no es Ella la que libra combates: es el hom
bre real quien lo hace. No es la Historia la que se sirve id eo ló gi
camente de los hombres para realizar sus supuestos fines, como si
fuera una persona aparte. La historia, con minúscula, no es otra
cosa que la actividad del hombre persiguiendo sus propios fines.
La concepción m aterialista de la historia trata de captar el proce
so real de producción partiendo de la producción material de la
vida y de la forma de intercambio que corresponde a cada modo de
producción. A partir de ahí, y en base a ello, esta concepción expli
ca los diversos productos teóricos y las formas de conciencia (re
ligión, filosofía, moral) y estudia la relación recíproca entre ellos.
La concepción m aterialista de la historia explica las producciones
espirituales e ideológicas tomando como base de ellas la práctica
material.
Para hablar con propiedad de historia humana, dice La ideología
alem ana, hay que atender a la existencia de los individuos humanos
vivientes. El hombre es naturaleza, pero se diferencia de los ani
males a partir del momento en que comienza a producir sus medios
de vida. Es así como el hombre mismo produce su propia vida ma
terial. Lo que los individuos son o llegan a ser depende de las con
diciones materiales de producción. Éstas se hallan, a su vez, condi
cionadas por la división del trabajo, por el nivel de las fuerzas pro
ductivas, y por las distintas formas de propiedad. Las formas que
ha adoptado la división del trabajo a lo largo de la historia son muy
variadas. Hay dos formas prim arias por así decirlo: la división en
función del sexo y la división entre trabajo físico, manual o corpo
ral y trabajo intelectual. Lo que caracteriza al mundo moderno es
el paso de la división del trabajo propia de las manufacturas a la d i
visión del trabajo en la gran industria. Al consolidarse ese paso la
división técnica del trabajo se hace fija y cristaliza socialmente. Así
se profundiza, de un lado, la separación entre ciudad y campo y, de
otro, la separación entre las clases sociales, ente los que trabajan
con sus manos y los otros {IA, 55-70}.
Es en ese marco cambiante, y condicionados por él, donde los
hombres producen sus representaciones, sus ideas. Y lo hacen
siempre en función del desarrollo alcanzado por las fuerzas produc
tivas y por el intercambio que a él corresponde. Lo que llamamos
conciencia es, por tanto, un producto social que para empezar se
expresa bajo la forma del lenguaje: el lenguaje es la conciencia
práctica. Es en este sentido en el que se puede decir que la histo
ria de la moral, de la religión, de la m etafísica, incluso de la cien
cia, sólo es autónoma relativamente. Pues las ideas de los hombres
cambian de acuerdo con las cambiantes relaciones socioeconómi
cas. Y las ideas que dominan en cada época son las ideas de la
clase dominante, de la clase poseedora de los principales medios
de producción. A sí estas ideas, estas categorías, resultan tan poco
eternas como las relaciones que expresan: son productos históri
cos y transitorios.
En el plano sociocultural la especie humana está en constante
evolución, no ha alcanzado un estado definitivo sino que es sus
ceptible de autotransformación. Los motores de esa transformación
son dos y están interconectados. De un lado, el conflicto entre de
sarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción (y
de propiedad) existentes; de otro, las revoluciones. Las relaciones
sociales se hallan íntimamente vinculadas a las fuerzas productivas
y, en particular, al nivel alcanzado por las técnicas aplicadas a la
producción. Al crear y desarrollar nuevas fuerzas productivas los
hombres cambian su modo de produccción y al cambiar el modo
de producción cambia también, con él, la manera de ganarse la vi
da, cambian todas las relaciones sociales: “El molino a brazo os dará
la sociedad con el señor feudal; el molino a vapor, la sociedad con
el capitalismo industrial” [M iseria de la filoso fía , 119}.
Estas son las premisas o postulados de la concepción m aterialista
de la historia. Pero cuando queremos pasar de la teoría m aterialista
de la historia a la historiografía propiamente dicha hay que concre
tar, hay que especificar: la relación entre la producción y la división
social y política de la sociedad tiene que ser observada en cada caso
empíricamente en conexión con la historia de la industria y del
intercambio. El paso de un modo de producción a otro no se ha
dado en todos los países simultáneamente; la separación entre ciu
dad y campo tiene diversas formas históricas; los antiguas formas
campesinas de producir permanecen y se enquistan en unos países
con mucha fuerza y en otros con menos fuerza; las formas de la
división del trabajo se superponen e interrelacionan; hay diferentes
formas de comerciar y diferentes formas de garantizar la obtención
de beneficios nacionales a través del comercio; hay diferentes for
mas de manifestación del conflicto entre capital y trabajo en la
sociedad moderna; las expresiones ideológicas tienen también sus
particularidades nacionales. Todas estas diferencias tendrán que ser
estudiadas con atención y por separado.
Lo que la concepción m aterialista de la historia se atreve a afir
mar, aún antes de entrar en esas concreciones, es la tendencia gene
ral de la evolución en la sociedad moderna. Si un hombre como
Marx, que ha dado tanta importancia al criterio de la práctica y que
ha puesto tanto el acento en la necesidad del análisis empírico, se
atreve a anticipar un esquema teórico así es porque está convenci
do de la dirección que sigue esta tendencia: la existencia y genera
lización de la gran industria permite hablar ya con fundamento de
mundialización, de historia m undial. Y, en opinión de Marx, la
gran industria, en 1845, ha empezado a destruir el carácter natu
ralmente lim itado de las naciones. La complicación del asunto
(cosa que tendrá que estudiarse aparte) es la no-contemporaneidad
de los procesos nacionales en esa tendencia general: países europeos
como Alemania e Italia ni siquiera han alcanzado la unificación
nacional en el momento en que la gran industria apunta hacia la
mundialización del mercado.
E c o n o m í a y é t ic a
La crítica de las ideologías y la formulación, alternativa a ellas,
de la concepción m aterialista de la historia deja al lector actual de
La ideología alem ana con una duda. Esta obra apunta a la sustitu
ción del filosofar sólo especulativo, ideologizado, por la ciencia.
Pero, de qué ciencia se trata. En un determinado momento, en el
capítulo dedicado a Feuerbach, Marx y Engels escriben que sólo
reconocen una ciencia, la ciencia de la historia. Y preconizan ten
tativamente la unificación de la historia natural y de la historia
humana, sociocultural (IA, 676). Pero esta afirmación fue luego
tachada en el manuscrito. ¿Por qué? Se puede sugerir una expli
cación a esto.
En pimer lugar, Marx no tiene todavía claro en 1845 con qué
teoría naturalista enlazar su concepción m aterialista de la historia.
Sólo dispone de una antropología filosófica y esa antropología pro
cede precisamente del autor que está criticando. En segundo lugar,
Marx ha empezado a considerar por entonces que “su ciencia” era
la economía política. Y en tercer lugar, el libro que Engels acaba
ba de publicar y que a Marx le parecía un excelente punto de par
tida, La situación de la clase obrera en Inglaterra, no era propiamente
una obra historiográfica ni tampoco una obra de análisis económi
co sino lo que hoy llamaríamos una obra sociológica. Teniendo es
tas tres cosas en cuenta se comprende que les haya parecido excesi
vo decir que sólo conocían una única ciencia, la ciencia de la his
toria. De ahí seguramente se puede concluir que en aquella fecha
Marx aspiraba a ser un científico (un científico social, sobre todo)
que tenía en la cabeza contribuir a una ciencia nueva, como que
riendo renovar el proyecto de Vico: una ciencia hecha a la vez de
economía, sociología e historia.
La lectura, unas veces apresurada y otras interesada, de Marx
como científico social y como teórico de la política revolucionaria
tiende a olvidar el papel que ha jugado en su obra la crítica moral
del capitalismo. Son muchos los autores (desde Isaiah Berlin a los
principales representantes del llamado marxismo analítico pasando
por Louis Althusser) que han exagerado este punto. Se ha insistido
en que el determinismo histórico de Marx subvalora el papel de la
subjetividad de los hombres y deja fuera de consideración las
razones morales tanto en la crítica del capitalismo como en la pro
puesta de sociedad alternativa, en la argumentación acerca de qué
deba ser la sociedad comunista.
Esa lectura es filológicamente inmantenible. No sólo porque la
adhesión de Marx a la causa del proletariado se ha debido a razones
éticas, ideales, y porque esta adhesión es cronológicamente anterior
a la justificación científica de la misma, sino también porque estas
razones no desaparecen cuando formula la crítica de la economía
política. Marx no opone las razones del análisis científico (econó
mico, sociológico o historiográfico) a las razones morales. Sólo dice
que estas últimas son insuficientes para comprender cómo funciona
el mundo moderno, qué es en él la propiedad privada de los me
dios de producción, qué papel tienen el dinero y el crédito en el sis
tema capitalista, cómo se desarrolla el conflicto de intereses entre
capital y trabajo.
Es verdad que hay frases sueltas, escritas por Marx en esos años,
contra el “sentimentalismo filántrópico” y contra el “moralismo
hum anitarista” de los que llam a “utópicos” o “utopistas” que pue
den sonar a amoralismo o inmoralismo. Pero la crítica moral está
constantemente presente en Marx. Por lo que hace a los escritos de
aquellos años, esta crítica moral se puede percibir en tres niveles
distintos. Primero, en su consideración crítica de las instituciones
principales de la sociedad capitalista: dinero, sistema crediticio,
forma de producir y distribuir los bienes, trabajo asalariado; des
pués, en su crítica de la línea evolutiva principal que han seguido
los economistas clásicos (Ricardo, Jam es M ili y Bentham, princi
palmente); y, por últim o, en la argumentación de las razones por
las cuales se manifiesta a favor del comunismo.
En su crítica a las instituciones de la sociedad capitalista Marx ha
denunciado “la bajeza” que encierra la estimación del hombre en
términos dinerarios. En el sistema capitalista “la individualidad y
la moral humanas se han convertido en un artículo comercial” y la
consecuencia últim a de “esa vileza” es la teatralidad m utua en las
relaciones entre los hombres, el dominio “del disim ulo y de la hi
pocresía”, que conducen hasta el extremo de que sobre el hombre
sin crédito no sólo recae el sencillo juicio de que es pobre, sino
también el veredicto condenatorio de que, además, no merece con
fianza y estima, de modo que se le convierte en un paria sin sociali-
dad, en un mal hombre. En ese sistema el hombre no es juzgado
por lo que realmente es, sino por lo que tiene, por lo que posee: el
juicio moral sobre el hombre, tanto en el estado y como en la so
ciedad civil, queda así determinado por el crédito que concedan al
particular las instituciones bancarias, de modo que, en la realidad,
lo que ahí se llam a moral es la m entira institucionalizada, la hi
pocresía y el egoísmo de la mera utilidad [OME 5, 184, 280-282}.
Esta situación tiene su reflejo también en el lenguaje cotidiano: el
lenguaje se deshumaniza hasta tal punto que el llam ar a las cosas
por su nombre parece un atentado contra la dignidad humana
mientras que, en cambio, el lenguaje enajenado de los valores co-
sificados parece dignidad humana justa, segura de sí y conforme
consigo misma {OME 5, 292}.
Cuando se repasan con cuidado las especificaciones de la crítica
marxiana a la economía nacional o política se da uno cuenta en
seguida de la importancia que en ella tienen también las conside
raciones de tipo moral. El hecho de que Marx haya escrito muchos
sarcasmos sobre la forma dominante de moralidad en la sociedad de
su época no debe llam ar a engaño. Es absurdo decir que el concep
to marxiano de explotación no tiene connotaciones morales. El sig
nificado primario de la explotación que caracteriza el sistema del
trabajo asalariado es moral. Precisamente los fríos conceptos de la
economía política han puesto de manifiesto, en opinión de Marx,
que, bajo el capitalismo, el trabajador queda rebajado a mera mer
cancía; que la m iseria del obrero está, por lo general, en razón
inversa a la potencia y m agnitud de su producción; que el resulta
do de la competición capitalista es el monopolio, la acumulación
de riqueza en pocas manos; que la diferencia entre capitalistas y te
rratenientes tiende a desaparecer; que la sociedad toda tiende a la
polarización entre la clase de los propietarios y la de los obreros
desposeídos; que la hegemonía de la propiedad privada y del tra
bajo asalariado es un hecho.
Todas estas comprobaciones facilitadas por la economía política
son para Marx m uy apreciables en comparación con las especula
ciones del historicismo y del romanticismo alemán, que en vez de
ocuparse de lo profano idealizan el pasado y se quejan del presente.
Marx ha escrito m uy explícitam ente, ya en 1844, que no quiere
que nadie confunda su crítica de la economía política con la críti
ca romántica a la comercialización de la tierra. El no quiere senti
mentalismos ni añoranzas porque sabe que los que mandan no se
andan con sentimentalismos y añoranzas. Pero cuando Marx dice
que estas comprobaciones de los economistas sobre la sociedad mo
derna son “apreciables” hay que entender que lo son analíticam ente,
o sea, desde el punto de vista del análisis, no moralmente. Marx ha
llamado varias veces “cínico” ese análisis de los economistas que le
precedieron: cínico por la precisión y claridad descarnadas con que
ha puesto de manifiesto el tipo de intercambio basado en la pro
piedad privada.
En efecto, lo que hace “cínico” el realismo descriptivo de la eco
nomía política es precisamente el que los cultivadores de esa cien
cia se queden por lo general en el análisis de lo que hay. Y ahí em
piezan los reproches morales de Marx. Algunos de ellos son muy
duros. La economía, según Marx, parte del hecho de la propiedad
privada, pero no lo explica. Y no lo explica porque acepta como
fundamento últim o el interés del capitalista y hace suyos los valo
res de éste: el egoísmo, la codicia, la guerra desatada entre codicio
sos, la competición constante. En ese sentido el economista polí
tico sigue siendo, para Marx, un hombre de negocios empírico en
la m edida en que representa la manifiestación, en forma científica,
de los valores del sistema. Cuando calcula, el economista introduce
superficiales porcentajes o términos medios cuyo objetivo es en
gañar o desinformar a la parte más numerosa de la población.
Cuando trata del salario o de la relación entre capital y trabajo el
economista oculta la figura de la enajenación porque, aunque parte
de que el trabajo es el alm a verdadera de la producción, se lo da
todo a la propiedad privada, se pone de esta parte.
El economista no se interesa por los sufrimientos y las angustias
del trabajador en paro porque, al encontrarse ése fuera de la rela
ción laboral, le parece un fantasma que queda fuera de su reino.
Sólo conoce al obrero en la figura que le interesa, en cuanto animal
de trabajo, como bestia reducida a las más estrictas necesidades vi
tales. Por eso hace del obrero un ser sin sentidos, sin sensibilidad.
El economista reduce las necesidades del hombre trabajador a lo
imprescindible para el mantenimiento de la vida física porque la
única necesidad que de verdad le importa es la del dinero. Y, al
comportarse así, la economía política (que no es crítica) colabora a
la infelicidad de la sociedad, al sufrimiento de la mayoría.
Pero la economía, como ciencia de la riqueza y del dinero, no es
neutral u objetiva en el conflicto entre trabajo y capital. Sigue sien
do, en el fondo, una filosofía moral. Una filosofía moral demedia
da, desdoblada. Es filosofía moral que predica el egoísmo y la u ti
lidad para unos, para los de arriba, y la utilidad y la resignación
para otros, para los de abajo. Es al mismo tiempo una filosofía mo
ral de la renuncia, de la privación y del ahorro. De manera que la
economía, en lo que tiene de prescriptiva, de política económica,
es una ciencia con ideales morales: de un lado, predica la desmesura
y el exceso, cuando habla de dinero; de otro, predica la autorrenun-
cia a toda humana necesidad, la exaltación de la figura del obrero
que lleva a la caja de ahorros una parte de su salario. Por eso Marx
puede concluir: “Pese a su mundana y placentera apariencia la
economía es una verdadera ciencia moral, la más moral de las cien
cias. La moral de la economía nacional es el lucro, el trabajo y el
ahorro, la sobriedad. La economía nacional de la moral es la riqueza
con buena conciencia, con virtud”, etcétera. {OME 5, 392).
Lo que no le convence a Marx es el reproche genérico según el
cual David Ricardo, James M ili, Jerem y Bentham y los economis
tas ricardianos prescinden de la moral porque sus proposiciones no
suenan moralizadoras. De la misma manera que cuando dialoga
con los filósofos Marx quiere explicar su representación invertida
de la realidad a partir de lo que pasa en la realidad misma, así tam
bién cuando dialoga con los economistas pretende dar una explica
ción de la deshumanización y el carácter cínico de su lenguaje. En
tres años, entre 1844 y 1847, Marx ha perfilado su propio punto
de vista. Y lo ha hecho por comparaciones sucesivas. En un primer
momento, al poner el acento en la crítica al carácter científico de la
economía política, ha aceptado sin más el calificativo de “cínicos”
endosado por otros filosófos sociales (mayormente franceses) a R i
cardo y los ricardianos. En un segundo momento, al comparar ideo
logías en este campo, ha explicado (que no justificado) ese cinismo
con la consideración de que el lenguaje de Ricardo y de los ricar
dianos no podía sino traducir lo que estaba pasando en el hogar
clásico del capitalismo, Inglaterra, o sea, expresar las leyes morales
“a su modo” {OME 5, 393]. Y en un tercer momento, discutiendo
ya con Proudhon y otros escritores franceses, ha acabado eximiendo
a David Ricardo de que su lenguaje suene cínicamente.
En este caso {M Ph., 83} Marx sigue afirmando que ciertos pa
sajes de los P rincipia ricardianos son la expresión más acabada del
cinismo porque pone, por ejemplo, al mismo nivel los gastos de
fabricación de sombreros que los gastos de mantenimiento del
hombre trabajador, lo que significa “transformar al hombre en
sombrero”. Pero al llegar ahí, siendo ahora su objetivo polémico la
crítica sólo moralizadora, Marx da un paso más: no hay que gritar
tanto sobre ese cinismo porque, al fin y al cabo, el cinismo está en
las cosas y no en las palabras que expresan las cosas. Ricardo es,
pues, el mensajero de las malas noticias. Y no hay que m atar al
mensajero, sino interpretar su mensaje en el sentido de que, con su
cinismo, está revelando los misterios de la burguesía.
Finalmente, al argumentar en esos años la misión histórica del
proletariado Marx ha juntado razones de tres tipos: histórico-fi-
losóficas, analíticas y morales. El peso de esos argumentos es dis
tinto según los contextos, pero no hay duda de que el origen de su
justificación es ético-político, aunque, como he dicho ya, no nece
sariamente profético ni secularizador de otros mesianismos. En La
sagrada fa m ilia , por ejemplo [OME, 6, 36], Marx ha escrito, en de
fensa de la pespectiva socialista, que cuando se asigna al proletaria
do una misión histórico-universal no es porque se considere que los
proletarios son dioses o están destinados a ir al Paraíso, sino más
bien p or todo lo contrario: porque en las condiciones de vida del pro
letariado (de aquel momento) se compendiaban todas las condi
ciones de vida de la sociedad contemporánea en su extremo más
inhumano; porque en el proletariado el hombre se ha perdido a sí
mismo, se ha deshumanizado, pero a la vez ha adquirido concien
cia teórica de esa pérdida; porque se ve forzado a rebelarse contra
esa inhumanidad ante una indigencia que ya no es posible negar ni
encubrir; porque para liberarse a sí mismo tiene que suprim ir sus
propias condiciones de vida; porque para suprim ir sus propias
condiciones de vida tiene que suprim ir todas las condiciones de
vida inhumanas en la sociedad actual.
Todas esas cosas juntas pueden ser mucho, y difíciles de realizar,
y alguna de ellas discutible si se formula como un nivel de concien
cia ya alcanzado entonces por el proletario, pero no son ninguna
truculencia económicamente determ inada o teleológicamente
prescrita.
Se podría decir, para concluir, que de la misma manera que Ma-
quiavelo, al distinguir analíticamente en su época entre moral y
política, no estaba implicando el desprecio de toda ética sino pos
tulando precisamente otra ética para los asuntos públicos, así tam
bién Marx, al fijarse en la importancia que lo económico tiene en
nuestras sociedades modernas, no despreció las consideraciones mo
rales sino que postuló otra ética, una ética, por asi decirlo, del inte-
rés-deber. No era intención de Marx escribir en positivo esa otra
ética del interés-deber, sino llam ar la atención acerca de los estragos
que producen en la sociedad dos formas de interiorizar las relaciones
socioeconómicas que son simétricas por ser ambas ideológicas: la de
los que dicen lo que hay en las relaciones económicas típicas del
capitalismo y se quedan tan anchos (o añaden que eso es lo que co
rresponde a la naturaleza humana) y la de los que critican a los eco
nomistas por su cinismo en la descripción de las relaciones entre
capital y trabajo para luego instalarse en la especulación acerca de la
autoconciencia del hombre sin necesidades materiales (o casi).
“UN FANTASMA RECORRE EUROPA.
El Manifiesto. / Las guerras destruyen el mundo y un fantas
ma recorre campos de escombros. / No nació en la guerra; tam
bién ha sido avistado en la paz, desde hace mucho. / Terrible
para los que gobiernan, pero amable con los niños de los subur
bios. / Asomándose a una pobre cocina y meneando la ca beza
ante platos semivacíos. / Esperando luego a los agotados junto a
la verja de minas y astilleros. / Visitando amigos en la cárcel, y
pasando allí sin salvoconducto. / Ha sido visto incluso en ofici
nas, / oído incluso en salas de audiencias, a veces ascendiendo a
gigantescos tanques / y volando en mortíferos bombarderos, /
hablando muchos idiomas, todos. Y callando en muchos. / Hués
ped de honor en los tugurios y temor de los palacios. / Venido
para quedarse eternamente: su nombre es comunismo.
B e r t o l t B r e c h t , El M anifiesto en verso [19 4 5 ]
Marx escribió (con Engels) el M anifiesto comunista a finales de
1847. En los meses inmediatam ente anteriores las consecuencias
de la crisis económica empezaban a hacerse patentes en varios paí
ses de Europa y la guerra civil en Suiza parecía anunciar un nuevo
ciclo de conflictos sociopolíticos. Cuando el texto alemán del M a
nifiesto vio la luz, en Londres, a finales de febrero de 1848, ya había
comenzado, en Italia y en Francia, la más europea de las revolu
ciones de la historia. Por aquellos días la insurrección popular
triunfaba en París, la monarquía de Luis Felipe era derrocada y se
formaba en Francia un gobierno republicano con participación de
socialistas.
U n TEXTO EXCEPCIONAL
El M anifiesto comunista es un texto de carácter excepcional: por su
brevedad; porque inauguraba un género nuevo en la filosofía po
lítica al juntar consideración histórica, análisis sociológico y pers
pectiva política con la defensa explícita de los intereses de una clase
social, el proletariado industrial, que por entonces no tenía en Eu
ropa casi nada; por lo que en su momento representó en el conjun
to de la obra de Marx y Engels; por lo que ha significado para el
movimiento obrero organizado en los cinco continentes; por el he
cho de haber sido traducido repetidamente a todas las lenguas y en
todos los países; por la gran audiencia que ha alcanzado a lo largo
de siglo y medio.
Pocas veces en la historia de las ideas se habrá dicho tanto en fa
vor de los de abajo, de los explotados y oprimidos, en tan poco
espacio. Si el viejo refrán dice verdad, el M anifiesto comunista es dos
veces bueno: sólo veintitrés páginas (en la edición alemana origi
nal) para tratar uno de los asuntos que más permanentemente ha
conmovido a aquella parte de la humanidad preocupada por el mal
social en el mundo moderno: el de las causas de la desigualdad
social y la lucha de clases.
Pues bien: el viejo dicho debe decir con verdad, puesto que el
M anifiesto comunista ha sido, con la Biblia, el escrito que más traduc
ciones y reimpresiones ha merecido en los últimos ciento cincuenta
años. El mismo año (1848) en que apareció la edición original ale
mana el M anifiesto se había traducido ya al francés, al polaco, al ita
liano, al danés, al flamenco y al sueco; en 1850 fue publicado por
primera vez en inglés; en la década siguiente apareció la primera
traducción en ruso, hecha por Bakunin. La primera traducción
castellana se publicó en La emancipación de Madrid, en 1871.
U n c lá s ic o p a r a lo s d e a b a jo
La historia de las formas y circunstancias en que ha sido leído el
M anifiesto comunista desde 1848 hasta nuestros días, de los lugares
insólitos por los que circularon sus páginas y de las biografías de
algunos de sus lectores eminentes se entrecruza con la historia del
romanticismo contemporáneo y ella sola daría m aterial más que
suficiente para am pliar todos los géneros de la literatura, incluyen
do todo transversalismo entre géneros: desde la comedia a la trage
dia, desde el ensayo al drama y desde la lírica al esperpento.
Lector egregio hubo, en tiempos de entreguerras, cuando los de
abajo se proponían asaltar los cielos de la igualdad, al que ocupó la
ocurrencia de poner el M anifiesto en verso. La idea, explorada por
Bertolt Brecht en 1939 y en 1945, no llegó a cuajar del todo. Pero
no era descabellada. Tradicionalmente la poesía ha fijado el recuer
do de una colectividad, contribuye a reforzar la memoria de las
creencias compartidas. Y hasta es posible que ésa, o la forma dra
m ática, sean precisamente las más adecuadas para hacer llegar las
ideas del M anifiesto a los jóvenes posmodernos de la cultura euro
pea, a las gentes que sólo han conocido ya la lucha entre las clases
como algo latente o como am bigua pugna en la que los antiguos
luchadores decimonónicos siguen reconociéndose mutuamente
como adversarios al tiempo que se atraen con cierto erotismo de
viejos mientras desvían, ambos, la mirada hacia el otro mundo: ha
cia el mundo de la dependencia absoluta, de la esclavitud renova
da y del estar-por-debajo-del-umbral-de-la-explotación del asala
riado moderno.
A diferencia del “Libro de los Libros” (y a diferencia también de
otras obras de Marx, más científicas o más enrevesadas), la lectura
del M anifiesto comunista no necesita intérpretes, glosadores, exége-
tas o sacerdotes que hagan de intermediarios entre el texto y el
pueblo lector, entre los cultos autores que lo escribieron y las gen
tes a quienes va dirigido el mensaje. El M anifiesto es la expresión
anticipada de una intuición muchísimas veces repetida por los tra
bajadores en un canto que todavía se canta, el de La Internacional'.
“Ni dioses, ni reyes, ni tribunos. No hay supremo salvador”. Una
de las ideas centrales contenidas en la parte del M anifiesto que trata
del socialismo como movimiento es que los de abajo tienen que
liberarse a sí mismos autoorganizándose políticamente.
Razonar ahora el interés de la lectura del clásico puede hacerse de
dos maneras igualm ente válidas, en mi opinión. La primera consis
tiría en distanciarse lo más posible del texto y considerar el M ani
fiesto como uno más de los libros que han configurado el cánon de
la filosofía política europea para tratarlo como se suele tratar
académicamente a los clásicos: con rigor filológico, espíritu com
parativo y atención preferente al momento histórico en que la obra
fue escrita. Como se trata a Maquiavelo, a Hobbes, a Montesquieu
o a Tocqueville. La segunda manera de razonar ese interés actual,
sin despreciar la primera, consiste en leer al clásico en el marco de
la tradición liberadora que él mismo ha inaugurado, haciendo pro
pios, por tanto, las preocupaciones y el punto de vista de Marx y
de Engels en una situación ya m uy cambiada respecto del momen
to histórico en que ellos escribían. Sé que esta otra manera de ver
la cosa no está de moda y que ir contra las modas es como afiliarse
a la Compañía de la Soledad; pero también sé, por Leopardi, que la
moda, por efímera, es hermana de la muerte.
En la t r a d ic ió n l ib e r a d o r a , m á s a l l á de l a u t o p ía
En la tradición que Marx y Engels inauguraban con el M anifiesto
el prim er paso para la liberación de los de abajo, de los explotados
y oprimidos, es tener conciencia; tener conciencia de lo que se ha
sido y de lo que se es. Tener conciencia significa saber situarse en
la historia de la humanidad y en su presente. Hasta 1847, hasta
que se escribió el M anifiesto, la literatura política que los intelec
tuales cultos, humanitarios o compasivos, habían producido en fa
vor de las pobres gentes osciló entre la profecía, el mesianismo, la
utopía y el sarcasmo crítico a costa de los de arriba, de las clases
dominantes. La idea misma de una sociedad de hombres social
mente iguales y libres se identificaba con un pasado idealizado,
anterior a la existencia m isma de la propiedad privada, con lo que
se llam ó la “edad dorada”, o bien se concluía, como en el caso de
la utopía de Thomas More, con alguna broma irónica, como d i
ciendo: “He aquí lo mejor, pero como eso no es realizable entre
nosotros, tomémonos unas copas, mientras tanto, y esperemos”.
Thomas More murió asesinado por el poder de su tiempo. Otros
dijeron: “Vendrán tiempos mejores en que los viejos y repetidos
anhelos de los pobres y expoliados se verán por fin satisfechos”.
Pero esos tiempos pasaron, el viejo régimen de la monarquía abso
lutista cayó y los nuevos pobres sólo vieron repetida la eterna es
peranza. Dice Szymborska:
A la derecha, la caverna en la que se encuentra el sentido.
A la izquierda, el lago de la Convicción Profunda
Eran, aquéllos, libros admirables que los de arriba, los que man
daban y los que mandan, pueden leer hoy casi siempre sin turba
ción. Pasado el tiempo en que fueron escritos, y limadas sus aristas
críticas, pueden ser leídos desde el Olimpo incluso con delectación
y placer estético. Los profesores pusieron al pie de sus páginas notas
cultas y convenientes, y ahora algunos de estos libros pueden ser
comprensiblemente entendidos incluso como lo contrario de lo que
sus autores pretendían decir a sus contemporáneos.
No así el M anifiesto comunista.
Este valora equilibradamente [OME 9, 164-169] lo que han sido
la literatura y las actividades de los primeros socialistas y comunistas
modernos, de Babeuf, Saint-Simon, Fourier y Owen, principal
mente. Se enclava de manera explícita en esa tradición liberadora que
ha surgido en Europa cuando todavía no se había desarrollado la
lucha entre el proletariado y la burguesía. Alaba la intención de
todos aquellos en su esfuerzo por buscar una ciencia social en la que
basar las condiciones ideales para la liberación de los de abajo, su
papel histórico en la ilustración y esclarecimiento de los obreros, el
carácter de su crítica al orden establecido y, sobre todo, los princi
pios positivos, alternativos, que han propugnado: la proclamación
de la armonía social, la abolición de la oposición entre ciudad y
campo, la abolición de la fam ilia tradicional y del beneficio priva
do, su idea de que el estado debe transformarse en una mera adm i
nistración de la producción.
Pero, una vez más, también en el M anifiesto, Marx se hace críti
co de los críticos que han fundado la propia tradición liberadora y,
sobre todo, de los principales discípulos de éstos, que son sus con
temporáneos. En el M anifiesto hay dos críticas distintas a la utopía
y a los utopistas. La primera, a la naturaleza fantasiosa o fantástica
de algunas de las construcciones teóricas de los utopistas y de algu-
ñas de las medidas que éstos propugnaron. La segunda, al anacro
nismo que representa seguir pidiendo a los de arriba que hagan
algo por cambiar la sociedad en una fase histórica en la que los de
abajo empiezan a tener voz propia, a organizarse políticamente. El
tono de estas dos críticas es también diferente. En el prim er caso se
disculpan las fantasías de los clásicos de la utopía atendiendo al
momento histórico en que fueron formuladas. En el segundo caso,
al referirse a cabetianos, owenistas y fourieristas contemporáneos,
se acentúa el distanciamiento con el sarcasmo: Icaria y los falanste-
rios son ya, para Marx, “un edición en dozavo de la nueva Jeru-
salén”. Aún así, al anunciar ese distanciamiento, el M anifiesto no ha
puesto el acento en la contraposición entre la “utopía” de los otros
y la “ciencia” propia, sino en la distinta valoración del momento
histórico y en la prim acía que, en éste, cobra el elemento político.
La superación de la utopía social, viene a decir Marx, pasa por la
elevación del proletariado a clase independiente y ésta im plica la
autonomía política de los trabajadores en la lucha social.
Un texto perturbardo r
La lectura del M anifiesto siempre produce turbación, inquietud.
Desde su primera frase: “Un fantasma recorre Europa: es el fantas
ma del comunismo” hasta la última: “Proletarios de todos los países,
unios”, el lector quedará siempre cogido por la impresión de que
aquello va con él y, además, en serio. El cuento cuenta de algo que
nos afecta profundamente. Todavía ahora, cuando las bromas inte
lectuales acerca del “fantasma que recorre Europa” están a la orden
del día, y el nombre mismo de “comunismo” sumamente desacre
ditado, las veintitantas páginas del M anifiesto siguen provocando
turbación en el lector y en el profesor que ha de explicar a sus
alumnos, contextualizadamente, las ideas a llí contenidas.
¿Por qué eso? ¿Por qué esta turbación y el sucederse de las sonri
sas nerviosas contenidas cada vez que se abre el M anifiesto y se lee
aquello de que la historia de todas las sociedades existentes hasta el
presente es la historia de la lucha de clases o aquello otro de que
los obreros no tienen patria? ¿Por qué tanta crispación si el prole
tariado del que a llí se habla ya no existe, si el capitalismo del que
a llí se habla ya no existe, si la lucha de clases de la que a llí se habla
ya no existe, si el comunismo del que a llí se habla no llegó a exis
tir y donde se dijo que existió acabó hundiéndose?
No es fácil contestar a esta otra pregunta directamente. Pero
sospecho que eso ocurre por motivos parecidos a los que llevan a la
conmoción del lector cada vez que se enfrenta a obras clásicas como
la B ib lia , la Apología de Sócrates, la Utopía de Thomas More, El P rín
cipe de Maquiavelo o la Brevísim a relación de la destrucción de las In
dias de Bartolomé de las Casas. Algo hay allí, en esos textos, que
comparten con el M anifiesto la pasión por la liberación del hombre;
algo hay que, por encima de nuestros intereses y de nuestras con
vicciones, nos hace oscilar, como divididos, entre dos sentimientos:
nuestro autor -pensamos desde la experiencia histórica acumula
da—exagera, generaliza en demasía, pero de esta pasión exagerada
brota alguna verdad, alguna verdad sustantiva, que quienes no
exageran nos quieren ocultar. ¿Tal vez porque la mesotés, el equili
brio, la mediocritas, la discreción, el olimpismo estético y la razón
pura, a que aspiramos y aspiraremos siempre, son atributos del es
tar a bien con el mundo mientras que la hybris, la demasía, en cam
bio, es el estado de necesidad del hombre que no puede reconci
liarse con un mundo lacerado por las desigualdades y demediado
por la dominación de clase?
Lo que nos turba, cuando leemos clásicos como los mencionados,
es acaso tener que reconocer que no todas las opiniones valen igual
en todo (y que, por tanto, la democracia establecida, esta o aquella
democracia, no cuenta en eso del saber). Lo que nos turba es tener
que reconocer que no somos lo que decimos ser cuando actuamos
en público (y, que, por tanto, metodológicamente, hay que saber
distinguir entre ética y política). Lo que nos turba es aprender con
escándalo que los nuestros se comportan a veces peor que los bár
baros (y que, por tanto, si queremos superar la hiprocresía reinante,
necesitamos otro concepto de barbarie).
Lo que nos turba, en el caso del M anifiesto, es que alguien se haya
atrevido a decir que, en este mundo de aquí abajo, los que no
tienen nada podrían tener conciencia, y voz propia, y unirse políti
camente para configurar una nueva hegemonía político-cultural y
una sociedad de iguales socialmente considerados. Y nos turba, pre
cisamente, porque esto no ha sido dicho como las gentes de abajo
estaban acostumbradas a que se lo dijeran los amigos del pueblo en
los siglos anteriores: con el acompañamiento de la promesa sobre
la llegada de un mesías, o pregonando la confianza en la buena vo
luntad de aquellos a los que todo les sobra, o mientras se les indi
caba con el dedo índice de la mano derecha, desde la balsa de
naúfragos, el nuevo mundo y se señalaba con el reluciente dedo ín
dice de la mano izquierda el propio pecho, el del héroe de siempre
que ha de conducirles, una vez más y por derecho de casta, al mun
do de los iguales.
M a n if ie st o , n o c a t e c ism o
El programa comunista pudo haber sido un catecismo elaborado
por cultos en forma de preguntas y respuestas para los simples, al
estilo de tantos y tantos catecismos religiosos. Engels pensó en esa
forma, tan socorrida, para el programa comunista. Y redactó, efec
tivamente, un catecismo {OME 9, 3-21}. Pero luego se desdijo con
buen acuerdo: “A mi parecer, sería mejor rechazar la forma cate
quística y llam ar al asunto manifiesto comunista. Como habrá que
incluir una cierta cantidad de historia, creo que la forma actual es
inadecuada. Voy dando vueltas a lo que he hecho aquí. Está en una
forma narrativa sim ple” {MEW, XXVII, 107}. Engels acertó al
dejar la redacción final del M anifiesto en manos de Marx, quien pa
só de la forma narrativa simple al relato de la complejidad dia
léctica del drama histórico en el que la voluntad y la conciencia de
los hombres divididos y socialmente enfrentados juegan (o pueden
jugar) tanto como los condicionamientos externos.
Un manifiesto es siempre, por definición, esquemático y proposi
tivo. El M anifiesto comunista también lo es. Cuando describe, en su
relato del drama histórico de la lucha de clases, está, al mismo tiem
po, interpretando, afirmando un punto de vista acerca de la his
toria toda. En este caso se trata del mundo, sobre todo del mundo
del capitalismo, visto desde abajo. Y cuando propone, un m ani
fiesto tiene que hacerlo mediante tesis o afirmaciones m uy taxati
vas, sin ambigüedades, sin oscuridades. Un manifiesto no es un
tratado ni un ensayo; no es el lugar para el matiz filosófico ni para
la precisión científica. Un manifiesto no es tampoco un programa
detallado de lo que tal o cual corriente o partido se propone hacer
mañana mismo. Un manifiesto tiene que resumir la argumenta
ción de la propia tendencia a lo esencial; es un programa funda
mental, por así decirlo.
Y, en este sentido, lo que ha hecho duradero al M anifiesto comu
nista, lo que le ha perm itido envejecer bien, es la gracia con que sus
autores supieron integrar la concepción filosófica acerca de la his
toria y la vocación científica del economista-sociólogo que, por en
de, pone su saber al servicio de otros, de los más. En la lucha entre
burgueses y proletarios el M anifiesto toma partido. Sus autores sa
ben que la verdad es la verdad dígala Agamenón o su porquero.
Pero saben también que el moderno porquero de Agamenón segui
rá inquieto, desasosegado, después de escuchar de labios de su amo,
de su burgués, las viejas palabras lógicas sobre la verdad: “de acuer
do”. Seguirá inquieto porque el porquero de Agamenón, que quie
re liberarse, tiene ya su cultura, está adquiriendo su propia cultura:
ha sido informado de que la verdad no es sólo cosa de palabras, sino
también de hechos, de haceres y quehaceres, de voluntades y reali
zaciones: verum -factum .
Esto últim o es una clave para entender bien el texto. El M ani
fiesto no se lim ita a describir: califica, da nombre a las cosas.
D a r n o m br e a las c o sas
Cuando Marx y Engels dicen tan contundentemente, por ejem
plo, que los obreros no tienen pa tria, no están haciendo, en este caso,
sociología; no están describiendo la situación del proletariado; no
están diciendo algo que se derive de tal o cual encuesta sociológi
ca recientemente realizada. Están polemizando con quienes repro
chaban y reprochan a los comunistas el querer abolir la patria, la
nacionalidad. Marx y Engels sabían, cómo no, de los sentimientos
nacionales de los trabajadores de la época, y ellos mismos, que vi
vieron en varios países de Europa, se han afirmado también, en oca
siones —como todo hijo de vecino con sentimientos—frente a otros,
como alemanes que eran. Pero, como al mismo tiempo conocían
bien la uniformización de las condiciones de vida a que conducen
la concentración de capitales y el mercado m undial, tenían que
considerar un insulto a la razón la manipulación de los sentimien
tos nacionales por los de arriba en nombre de las patrias respecti
vas. De modo que quien lea aquella afirmación del M anifiesto como
si fuera la conclusión de una encuesta sociológica, o no quiere en
tender, porque le ciega la pasión, o no se ha enterado de nada. Para
su mejor comprensión aquella controvertida frase se podría tra
ducir ahora así: los obreros no tienen patria porque los que man
dan ni siquiera se la han dado o se la han quitado ya. Pues, como
escribió el poeta:
Un país sólo no es una patria;
una patria es, amigos, un país con justicia.
Cuando, por poner otro ejemplo, Marx y Engels hablan, en el
M anifiesto, de la burguesía como clase social tampoco se lim itan a
describir: califican. Pero no insultan por eso al adversario, ni le
quitan valor, ni le desprecian. Al contrario: construyen el relato de
la configuración histórica de la cultura burguesa como un canto
imponente a sus conquistas: técnicas, económicas, civilizadoras. La
forma en que se ha construido ese canto, contrapunteando, una y
otra vez, pasado y presente, economía y moralidad (sentimiento y
cálculo, exaltación de la técnica y conciencia de la deshumaniza
ción) es lo mejor del M anifiesto com unista, su cumbre {OME 9, 138-
142}. Porque ahí, efectivamente, es donde sentimos que estamos:
en las gélidas aguas del cálculo egoísta, en la división del alma
entre técnica y moralidad, entre progreso técnico y desvalorización
del sentimiento.
Y si este canto acaba siendo, en el M anifiesto, un réquiem por la
cultura burguesa no es sólo debido a la sim patía que sus autores
sienten por la otra clase, por la clase de los que no tienen nada. Lo
es también por otras razones que ahí están sólo apuntadas pero
que cuentan mucho. Es porque la sociedad burguesa crea dem asia
da civilización (demasiados medios, demasiada industria, demasia
do comercio); cosa que, antes o después, tiene que conducir a la
crisis económica y cultural. Y es porque Marx y Engels, que eran
personas ilustradas, herederas del humanismo renacentista, pero
con una punta romántica, no desean, no quieren, la otra posible
conclusión de la lucha de clases que su formación historiográfica
les sugiere en esas circunstancias: la destrucción m utua de las cla
ses en lucha. No la desean precisamente porque saben historia,
porque conocen la historia de Europa: porque saben que eso trae
consigo la barbarie. No quieren una igualación sin cultura, una
tabla ra sa , una nivelación sin méritos, un comunismo sin necesi
dades. Quieren enlazar con el ideal del buen gobierno renacentista
e ilustrado.
He dicho que el M anifiesto califica, da nombre a las cosas. Hay
que precisar que nombra las cosas como se ven éstas desde abajo,
como las veían en 1847 los que vivían de sus manos, del trabajo
asalariado [OME 9, 143-148], Dar nombre a las cosas es funda
mental para ser alguien. En el amor no eres nadie sin oír tu nom
bre en los labios de la persona amada. En las cosas de la política y
de la lucha social no eres nadie si aceptas el nombre que dan a la
cosa, a su cosa, los que mandan. La lucha por nombrar correcta
mente y con precisión es el prim er acto de la lucha de clases con
consciencia. Marx y Engels sabían esto.
1848
El M anifiesto comunista no fue escrito para la eternidad, ni pen
sando en lo que podrían llegar a hacer los obreros y campesinos
rusos en 1917, ni para resolver los problemas de los pobres y ex
cluidos en el mundo del hoy. Perdóneseme la obviedad. El M ani
fiesto comunista fue escrito para ayudar a los trabajadores europeos
de 1848. El que muchas de sus afirmaciones nos sigan conmovien
do se debe a que en él hay verdades sobre la historia de los hom
bres, sobre la evolución de la industria y del capitalismo, sobre la
lucha entre las clases y sobre cómo intervenir en ella desde abajo
que rebasan, todas, lo que era la intención inmediata de sus auto
res. Pero esto últim o no debe hacernos olvidar que incluso el dar
nombre a las cosas tiene una validez lim itada y que, como ocurre
casi siempre, esos mismos nombres han cambiado de significado
con el tiempo, por el uso y abuso posterior de los mismos. En la
política laica el nombre que se da a las cosas no se confirma en las
iglesias, se confirma en la calle.
La intención del M anifiesto era intervenir en las luchas político-
sociales del momento; sus propuestas concretas y sus críticas a otras
formas de ver las cosas, a la literatura socialista y comunista con
temporánea, se tienen que entender en ese contexto. Tan ilusorio es
pretender que el M anifiesto es un texto “perenne”, “que no enveje
ce”, porque nada ha cambiado en la sustancia del capitalismo,
como buscar en el M anifiesto las causas de posteriores degradacio
nes del socialismo. Cuando Marx y Engels volvieron sobre su texto,
en 1872 y en 1882, para prologar nuevas ediciones, ratificaron la
concepción de la historia y la intencionalidad revolucionaria que
hay en él, pero no dejaron de subrayar sus limitaciones. El tiempo
no pasa en balde. Tampoco para las cosas grandes.
El M anifiesto es un texto anterior a las rebeliones, motines, insu
rrecciones, revoluciones, luchas en favor de la liberación nacional y
contrarrevoluciones europeas de 1848-1849. La valoración de las
anticipaciones del M anifiesto y de sus prognosis se tiene que hacer
comparando lo que el texto dice con lo que realmente ocurrió en
aquellos dos años, no con lo que ocurriría luego, en los años de la
Comuna de París o en octubre de 1917. Lo acontecido en Francia
y en Alemania entre 1848 y 1849 confirmaba en parte una de las
previsiones principales del M anifiesto: la prim era incorporación del
proletariado como clase a la lucha revolucionaria. Ya es notable que
eso haya sido así. Pero sería excesivo deducir de tal acierto alguna
relación de causa a efecto entre lo dicho por Marx y lo que real
mente ocurrió en las calles de París, de Berlín o de Colonia. En
Londres el M anifiesto pasó prácticamente inadvertido. Probable
mente no tuvo más de quinientos lectores en aquella Europa revo
lucionaria. Los clásicos no empiezan como clásicos. Pero las ideas
de Marx empezaban a difundirse también entre los trabajadores
por vía oral, a través de la palabra.
P a r t id o
Vayamos, pues, al significado de las palabras, ya que éstas impor
tan. El M anifiesto lo es de un partido, del partido comunista. Hoy
en día asociamos la palabra “partido” a un tipo de organización po
lítica que los europeos hemos llegado a conocer muy bien en las
últim as décadas. Pero ¿qué se entendía en 1848 por partido y qué
entendían por ello Marx y Engels? Antes de las revoluciones de
1848, durante ellas e incluso después de su derrota, “partido” de
signaba cosas bastante diversas. Se daba a veces ese nombre a un
conjunto de ciudadanos que se veían y trataban en base a afinidades
filosóficas o político-ideológicas sin organización, ni periodicidad
ni estatuos compartidos. El propio Marx había hablado, en este
sentido, del partido filosófico en Alemania. “Partido” era también,
en aquel contexto, el conjunto de partidarios de una determinada
personalidad con influencia ciudadana o cívica: no el partido tal o
el partido cual, con un programa definido y explícito, sino el par
tido de. Por “partido” se entendía asimismo el grupo que formaban
determinadas personas en torno a revistas de orientación vagamen
te político-cultural. Pero, en un sentido más amplio, y más abier
to, partido se identificaba con tal o cual clase social o fracción de
clase; se denominaba así la organización de una clase o estamento
social con intereses definidos en su enfrentamiento con otras clases.
Marx emplea la palabra en esa acepción en el M anifiesto. Y “par
tido” era, finalmente, la organización política o sociopolítica es
tructurada de una manera estricta: con afiliación, estatutos, reglas
internas de funcionamiento y programa propio.
La mayor parte de las organizaciones de trabajadores demócratas,
socialistas o comunistas, de aquella época han sido todas esas cosas
o varias de ellas a la vez sin llegar a autodenominarse “partidos”.
Unas veces porque los poderes existentes no les habría permitido
mantenerse con ese nombre en la legalidad vigente; otras porque
sus dirigentes tenían asumido el carácter clandestino y conspirato-
rio de la organización y preferían relacionarse y actuar de forma
parecida a lo que hoy llamamos “sectas”; otras, tal vez, porque tales
organizaciones aspiraban a ser “enteros” o “uniones”. En cualquier
caso, esas organizaciones se han llamado a sí mismas “sociedad”, “aso
ciación”, “comuna”, “comunidad” o “fraternidad”, casi nunca partido
en el sentido propio o restringido que hoy día damos a la palabra. Lo
más parecido a un partido (en el sentido moderno de la palabra) en
tre las organizaciones socialistas de la época era precisamente la
asociación que encargó a Marx y Engels la redacción del M anifiesto
com unista, pero ésta tampoco se llam aba partido, sino “lig a”.
Hablando con propiedad Marx no tuvo partido nunca. Puede pa
recer paradójico a todos aquellos que durante algún tiempo han
asimilado el término “partido” a la realidad del partido comunista,
pero es así. Las dos únicas veces en su vida que Marx se ha dedica
do a la política activa, primero entre 1848 y 1850 y luego entre
1864 y 1872, lo ha hecho en el marco de organizaciones que no son
asimilables al partido político en sentido moderno. Si hubo un
momento en que la Liga de los comunistas pudo ser eso, la verdad
histórica es que no llegó a serlo. Y la Primera Internacional fue, co
mo reza su nombre, una asociación de trabajadores con vocación
m undialista, secciones que eran algo más que corrientes internas y
una organización más parecida a la de los movimientos sociopolíti-
cos que a la de los partidos. Pero es que, además, después de haber
sido miembro de su comité central por unos pocos meses (no más
de seis) Marx divolvió la organización de la Liga comunista, en
Colonia, durante el verano de 1848 y volvió a apartarse de ella (di
solviendo su propia corriente) cuando, ya en Londres, un par de
años después, se produjo un intento de reconstitución de la misma
que no compartía.
Desde 1970, gracias al trabajo de investigación de Bert Andreas,
empieza a conocerse bastante bien lo que fue la historia de la Liga
de los comunistas entre 1847 y 1852, el papel que jugaron en
aquella organización Marx y Engels y los motivos por los cuales
éstos llegaron a pensar que la Liga no era, en las circunstancias
dadas, el partido de la revolución. Estos motivos, los suyos, los
aducidos por ellos, pueden o no ser compartidos y pueden o no ser
considerados razonables, pero, en cualquier caso, no son motivos
abstractos contra el partidismo en general, sino que tienen que ver
precisamente con el desarrollo de la revolución y la contrarrevolu
ción en Alemania y Francia. Marx no argumentó en esos años ni
contra la existencia de los partidos políticos ni a favor del partido
único. Considerando lo que había, argumentó sencillamente a
favor de un tipo o forma de partido que todavía no existía.
Hay un elemento de continuidad entre lo que se dice en el M a
nifiesto que había que hacer y lo que realmente hicieron Marx y
Engels entre 1848 y 1849. En efecto, en el apartado cuarto del M a
nifiesto, al tratar de la posición de los comunistas, es decir, de la Li
ga, frente a los diversos partidos opositores, Marx y Engels habían
escrito que en Francia se adherían al Partido Socialista Demo
crático de Ledru-Rollin y de Louis Blanc y que en Alemania ac
tuaban conjuntamente con la burguesía contra la monarquía abso
luta [OME 9, 168-169]- Como Marx y Engels consideraban una
cuestión básica el que los comunistas no ocultaran a nadie sus
ideas, en ambos casos, al declarar su adhesión a otros partidos, o su
colaboración con ellos, se han regido por un principio que se puede
expresar así: “aliados pero críticos”; o sea, declarando en cada mo
mento y en cada caso los objetivos propios, autónomos, que se per
siguen y las diferencias tácticas y estratégicas respecto de los otros.
Eso es lo que han hecho ellos mismos en los meses que siguieron.
Con ese criterio han actuado en los lugares en que les cogieron los
hechos, en Bruselas, en París, en Colonia, otra vez en París y luego
en Londres; y ateniéndose a ese criterio han analizado el desarrollo
de los acontecimientos y han intentado influir en ellos.
En los primeros meses de 1848 la Liga de los comunistas creció.
Algunos de sus miembros, particularmente en Alemania, llegaron
a jugar un papel de cierta importancia en los levantamientos revo
lucionarios. Pero, a lo que parece, el total de los efectivos de la Liga
nunca llegó a rebasar la cifra de cuatrocientos, contando las redes o
comunidades establecidas en Colonia, París y Londres. En Alema
nia, los miembros de la Liga debían ser aproximadamente un cen
tenar, tal vez algo más: muy pocos para un partido de obreros con
objetivos tan altos como los proclamados en el M anifiesto; y, ade
más, divididos acerca de la mejor forma de intervenir después de la
insurrección de marzo en Berlín, de la abdicación de Luis de Ba-
viera y de que empezaran a tomar cuerpo las promesas de reforma
política.
En esas condiciones Marx se ha visto obligado a concretar la fór
mula del M anifiesto sobre la actuación conjunta de los comunistas
con la burguesía contra la monarquía absoluta y contra la pro
piedad feudal de la tierra, en la revolución democrática. Es en ese
contexto, al hilo de los acontecimientos de 1848, y mientras trata
ba de propiciar con los suyos la consolidación de las revoluciones
democráticas, cuando Marx ha hecho su elección en lo que con
cierne al partido.
En vez de potenciar aquel partido (organizado pero m uy minori
tario), que era la comunidad alemana de la Liga de los comunistas,
Marx ha optado por una publicación periódica que perm itiera
aumentar la difusión de sus ideas: la Nueva G aceta Renana. Y, desde
ella, esto es, a través de un periódico que se presentaba como “ór
gano de la democracia”, ha propuesto a los miembros de la Liga
actuar políticamente como ala izquierda del partido demócrata
alemán manteniendo al mismo tiempo las asociaciones o comuni
dades propiamente obreras. El partido demócrata era en la Ale
mania de entonces un conglomerado de fuerzas sociales y políticas,
intelectuales y pequeño burguesas, pero también de extracción
popular, que aspiraban a la democracia representativa y constitu
cional. De modo que, en la perspectiva de Marx, actuar en aquellas
condiciones como ala izquierda de este otro partido significaba
intentar radicalizar sus objetivos (sobre la forma del sufragio, sobre
la forma de Estado y sobre el tipo de impuestos alternativos a los
feudales, principamente) para llevar la revolución alemana en curso
a sus últimas consecuencias. Esto suponía reconocer, de un lado,
que el proletariado era todavía en Alemania una minoría, pero pro
clamar, de otro lado, que la minoría organizada en las asociaciones
y comunidades obreras era el sector más consecuentemente intere
sado en acabar con el antiguo régimen absolutista y feudal.
Con tal composición de lugar y con esta perspectiva disolvió
Marx el comité central de la Liga de los comunistas del que forma
ba parte. Su argumento principal para actuar así no ha sido doctri
nario sino circunstanciado: aunque el proletariado aspira a ser una
clase autónoma y, por tanto, a la propia organización política, el
sentido común exige unirse a otro partido igualm ente de oposición
para impedir la victoria del adversario, en este caso para impedir la
permanencia de la monarquía absoluta y del burocratismo prusiano
o su restauración de hecho. Con esa idea, y en los meses que van de
mayo de 1848 a enero de 1849, Marx ha desplegado, a través de la
Nueva G aceta Renana y de la Asociación democrática de Colonia
una intensa actividad política tratando de coordinar sim ultánea
mente diferentes asociaciones obreras de los estados alemanes.
¿Disolver la Liga y constituir su sección alemana como ala iz
quierda, radical, del partido demócrata no significaba renunciar al
proyecto de autoorganización autónoma del proletariado? Algunos
compañeros de Marx en la Liga responderían afirmativamente a es
ta pregunta. Y algunos otros, partidarios igualm ente de la auto
nomía política proletaria, se lo echaron en cara. En esos meses, y
luego en Londres, Marx ha sido acusado varias veces de “reaccio
nario” y de “liquidador”. Debe añadirse, sin embargo, que el propio
Marx, en la época de la Nueva G aceta R enana, ha seguido escribien
do sobre la necesidad de consolidar el partido de los proletarios,
sobre todo a partir del momento en que el reflujo de la oleada re
volucionaria se hizo evidente tanto en Francia como en Alemania.
Toda la documentación disponible acerca de los debates en las
varias asociaciones de las que formó parte y el contenido de sus ar
tículos y sueltos en la Nueva G aceta Renana [OME 9, 235 y ss. y
OME 10, 73, 156, 284, 319, 345, 371 y ss.} inclinan a concluir
que, en esa época, Marx no ha considerado excluyente ni contradic
torio actuar en el marco de un partido demócrata, como corriente
de extrema izquierda, y potenciar al mismo tiempo la organización
autónoma de las asociaciones obreras. A lo sumo, ha acentuado su
dedicación a una u otra cosa en función de consideraciones tácticas
vinculadas al análisis de la coyuntura. Antes de febrero de 1849
puso el acento en lo primero y desde la primavera de ese mismo año
en lo segundo. Entonces decidió retirarse del comité regional de los
demócratas renanos para dedicarse a cohesionar las asociaciones
obreras de la provincia.
D e m o c r a c ia y r e v o l u c ió n
La otra gran palabra cuyo significado conviene precisar en este
contexto es “democracia”. ¿Era Marx demócrata? Y si lo era, ¿en
qué sentido?
Sobre esto se ha discutido al menos tanto como acerca de sus con
vicciones sobre el judaismo. Pero en muchos casos esta discusión
está mediatizada por el significado que nos hemos acostumbrado a
dar a las palabras “democracia” y “demócrata” en la segunda m itad
del siglo X X y por las declaraciones explícitas de muchos comunis
tas de este siglo en el sentido de que, socialmente hablando, hay o
puede haber otra cosa mejor que la democracia política representa
tiva: la dictadura del proletariado. Debemos aclarar, pues, prelim i
narmente dos cosas. Una: que el concepto de democracia en el len
guaje y la práctica políticas de 1848 (no sólo en el lenguaje y la
práctica de Marx) tiene m uy poco que ver con la concepción formal
y normativa de la democracia imperante en este fin de siglo. Y dos:
que la dictadura proletaria, de la que Marx empezó a hablar en
1849, no es una forma de estado, ni un régimen político que se
oponga a la democracia, sino la postulación de una situación tran
sitoria en un proceso revolucionario inspirada en el modelo jacobi
no francés.
Lo que hoy entendemos habitualm ente por democracia (a saber:
sufragio universal, división de poderes, existencia de un parlamen
to, existencia de una carta constitucional mayoritariamente apro
bada y alternancia en la gobernación) no existía en 1848 en ningún
país. A llí donde existía el sufragio éste no era universal, la elección
de los representantes de la parte de la ciudadanía con ese derecho no
era directa, los poderes judicial y legislativo estaban mediatizados
por otros poderes materiales, los textos constitucionales no habían
sido votados por el pueblo y la alternancia no estaba garantizada.
Por lo general, los partidos democráticos y las personas demócratas
de la época se autodefinían así con la consideración de que en sus
países no había democracia o los parlamentos y constituciones exis
tentes, bajo la monarquía absoluta o constitucional, no merecían el
nombre de democráticos hablando con propiedad.
La mayor parte de los demócratas franceses ha compartido con
Marx la idea de que la monarquía parlamentaria de Luis Felipe no
era una democracia; buena parte de los demócratas alemanes de
1848 ha compartido con Marx la idea de que el sistema representa
tivo constitucional al que aspiraba la burguesía alemana no era de
mocrático; y muchos trabajadores y sufragistas, cartistas o no, han
compartido con Marx la idea de que el sistema parlamentario en
tonces existente en Inglaterra, al excluir del mecanismo electoral a
la clase obrera y a las mujeres, sólo podía ser considerado una
democracia demediada. Los partidos y las personas demócratas de
la época compartían, además, otras dos convicciones. Una: que de
mocracia y revolución eran inseparables, que sin revolución no ha
bía democracia porque en ninguna parte los derechos son otorgados
a los de abajo sino que se conquistan. Y dos: que mirando alrededor
sólo había tres ejemplos contemporáneos en los cuales inspirarse,
y aún con reservas, Suiza, Inglaterra y los Estados Unidos de Nor
teamérica.
Marx ha expresado también estas convicciones. En 1847 ha ala
bado la democracia suiza al tiempo que llam aba la atención acerca
de los peligros por los que ésta estaba pasando; y en 1848, discu
tiendo con burócratas prusianos y liberales alemanes que después
de la revolución defendían una democracia restringida, ha señala
do las diferencias de esta propuesta típicamente alemana con la mo
narquía parlamentaria inglesa y con la federación de estados unidos
de Norteamérica. Pero —y ahí empiezan las diferencias con los
demócratas sólo liberales—ya antes de 1847 Marx había llamado la
atención acerca de los límites de estas otras democracias (particular
mente la inglesa y la norteamericana) en el plano social. En 1848
insistiría en esa misma línea polemizando con los liberales alemanes
que ponían como modelo la democracia belga de la que él mismo,
siendo refugiado político, había sido expulsado [OME 10, 194].
La convicción de que democracia y revolución son inseparables y
la observación de que las democracias entonces realmente existen
tes presentaban algo más que un déficit en la cuestión social llevó
a Marx a una conclusión que le alejaba definitivamente del libera
lismo político del momento, a saber: que, en el futuro, sólo la par
ticipación directa del proletariado en los asuntos políticos, y ésta
por vía revolucionaria, podía garantizar realmente la democracia.
Tal conclusión adm itía matices: siendo la democracia el gobierno
del pueblo y siendo el proletariado la mayoría del pueblo en aque
llos lugares en los que, como Inglaterra, ya se había consumado la
revolución burguesa, se podía prever algo así como una consoli
dación/ampliación de la democracia por vía relativamente pacífica,
a través de la universalización del sufragio; en cambio, donde el
proletariado no era todavía mayoría y además reinaba el abso
lutism o, la democracia tendría que ser conquistada por vía revolu
cionaria en alianza con la burguesía. Habría otras precisiones que
hacer, pero la más importante en este contexto es que al calibrar la
importancia del proletariado, tanto por el número como por su
función en la sociedad, Marx ha deducido de ahí que, en general,
la conquista de la democracia empezaba a identificarse con la con
figuración del proletariado como clase social y con la conquista del
poder político por esa clase.
Por eso en el M anifiesto se identifica la elevación del proletariado
a clase dominante con “la conquista de la democracia” [OME 9,
156}. Si nos regimos por el lenguaje de hoy en día habría que decir
que las medidas que Marx propuso para caracterizar la conquista de
la democracia son de dos tipos: profundizadoras de anteriores con
quistas de la revolución francesa unas (educación general pública y
gratuita, imposición progresiva, lim itación del derecho de heren
cia) y socializadoras otras (estatalización de la banca, del crédito y
de los transportes, nacionalización de las fábricas) ; o sea, medidas
propias de lo que llamamos un estado social de derecho unas, y
propias de lo que sería un estado socialista otras. Si se prefiere otro
lenguaje, también se podría decir que éste era un programa de
mocrático radical, el propio de la extrema izquierda política del
momento. Pero lo esencial no es eso. Lo esencial es que el M ani
fiesto no dice nada, o casi nada, acerca de la forma política de esa
democracia. Sólo dice que para conquistar la democracia hará falta
la revolución y algunas “intervenciones despóticas”. N inguna de
las medidas que se proponen en el M anifiesto tiene nada que ver con
la organización política del Estado; son medidas de tipo económi-
co-social, y, por consiguiente, sólo políticas en sentido derivado.
La comparación de las diez medidas propuestas en el M anifiesto
con las diecisiete reivindicaciones de la Liga, contenidas en un do
cumento firmado por K. Marx, F. Engels, K. Schapper, H. Bauer,
J. Molí y W. Wolff, al comienzo de la revolución del 1848 [OME
9, 225-227} es instructiva. Varios estudiosos han escrito que aque
llas medidas y estas reivindicaciones son prácticamente las mismas,
pero el lector atento se da cuenta en seguida de que eso es inexac
to. Las dos diferencias más significativas se refieren al derecho de
herencia y a la justificación de la necesidad de un banco estatal. Ya
no se dice “abolir”, sino “restringir” el derecho de herencia. Y se
especifica, por otra parte, que la nacionalización de la banca no sólo
tiene como objetivo minar la dominación de los grandes finan
cieros sino también “vincular a la revolución los intereses de los
burgueses conservadores”.
Pero la diferencia más importante está en lo que este documento
añade a lo dicho en el M anifiesto. Pues, en efecto, el nuevo docu
mento sí especifica algo en el plano político y sobre la organización
del Estado. En prim er lugar propugna que Alemania sea una re
pública “única e indivisible”; en segundo lugar exige el derecho a
voto y a ser elegido para todos los mayores de 21 años; en tercer
lugar reivindica que el principal aparato estatal, el ejército, sea
popular y el servicio regular en él compatible con la producción;
en cuarto lugar propone la remuneración de los representantes
populares con la intención de que los obreros puedan entrar en el
parlamento; en quinto lugar establece la gratuidad de la justicia;
en sexto lugar propugna la igualación de los sueldos de los fun
cionarios del Estado; y en séptimo lugar proclama la total separa
ción de Iglesia y Estado, de modo que los sacerdotes de las distin
tas confesiones fueran remunerados opcional y voluntariamente por
la comunidad a la que pertenecieran.
Tal es la democracia que quería Marx, como comunista, en 1848.
En lo que ha escrito durante los avatares de ese año y el siguiente
no ha añadido nada sustancial en lo referente al contenido socio
económico de la democracia. Pero sí ha precisado todavía algunas
cosas más en el plano político. Por ejemplo, se ha ratificado en la
defensa de la libertad de prensa frente a la censura encubierta o in
directa {OME 10, 114}; ha defendido la constitución, frente a las
interpretaciones restrictivas de la misma, como una consecuencia
del movimiento revolucionario; y ha perfilado su opción republi
cana criticando también la monarquía constitucional. En este caso,
además, con la gracia del lenguaje esópico que requerían las cir
cunstancias [OME 10, 320}:
Los reyes constitucionales son irresponsables , con la condición de no
merecer la confianza... en el sentido constitucional, naturalmente. Sus
acciones, sus palabras sus gestos, no les pertecen a ellos mismos, sino
a los m inistros responsables.
{...} Después de haber creado el mundo y los reyes por la Gracia de
Dios, éste dejó la industria menor en manos de los hombres. Las “ar
mas”, inclusive, y los uniformes de teniente se fabrican de manera
profana, y el modo de fabricación profano no crea a partir de la nada,
como la industria celestial. Requiere materia prima, instrumentos de
labor y salario, cosas codas ellas que se reúnen bajo el sencillo nom
bre de costos de producción. El estado se procura estos costos de produc
ción mediante los impuestos, y éstos se producen mediante el trabajo
nacional. Por lo tanto, en el sentido económico sigue siendo un enigma
cómo rey alguno pueda darle nada a pueblo alguno. El rey sólo puede
dar lo que se le da a él. Eso, en el sentido económico. Pero los reyes cons
titucionales surgen precisamente en el instante en que se está hallan
do el rastro de estos secretos económicos. Por eso, los primeros mo
tivos precipitantes de la caída de los reyes por la Gracia de Dios
fueron siempre... cuestiones im positivas . [...) Seguid, por ejemplo, la
historia inglesa a partir del siglo XI y podréis calcular con bastante
exactitud cuántos cráneos partidos y cuantas libras esterlinas costó
cada privilegio constitucional.
Todavía en el plano político, y definiéndose en el debate del mo
mento sobre las dimensiones territoriales y la forma de estado que
más convenía a Alemania, Marx ha ido madurando su argumen
tación contraria al federalismo. Ha subrayado las diferencias de
partida (histórico-culturales) entre Alemania y los Estados Unidos
de Norteamérica y se ha manifestado a favor de un estado republi
cano unitario aduciendo, de un lado, motivos económicos y geo-
políticos pero rechazando, por otra parte, el nacionalismo patrióti
co de los partidarios de la Gran Alemania. En su crítica de la solu
ción federal para el estado alemán hay tres aspectos que vale la pena
considerar. El primero es el jacobinismo de Marx (que quedará
patente también en su concepción de la inevitabilidad del terror en
la prim era fase de la revolución). El segundo, la rusofobia (com
partida, por cierto, por la mayoría de los demócratas europeos con
temporáneos suyos): la defensa del estado unitario alemán la hizo
Marx en nombre de la democracia y la civilización europeas contra
la barbarie que representaba el absolutismo zarista. En esto Marx
es un discípulo de Michelet. Y el tercero, la importancia concedi
da a la comparación de Europa con los Estados Unidos de América:
Marx pensó que el equivalente del federalismo norteamericano sólo
podía ser una Europa federal y que para llegar a eso antes había que
crear estados unitarios donde no existían (Alemania e Italia).
Teniendo en cuenta lo que se ha dicho hasta aquí sobre la diso
lución de la Liga de los comunistas y que el programa comunista
de 1848 es esencialmente un programa democrático radical, se
puede concluir ya que, en este contexto, lo que diferencia a Marx
de los demócratas liberales contemporáneos suyos son dos cosas: la
prim acía que él da al contenido social de la democracia y su insis
tencia en la necesidad del despotismo y de la violencia en la con
quista de la misma. Esta diferencia se hace mayor cuando se pasa
de considerar el q u é de la democracia a considerar el cómo. Lo que
hace problemática la concepción marxiana de la democracia ya
entonces es precisamente ese cómo.
Sobre el cómo, es decir, acerca de la posibilidad de consolidación
de las conquistas revolucionarias, Marx ha escrito mucho en aque
llos meses y ha consolidado su pensamiento de una forma casi de
finitiva. Tanto como para atreverse a declarar esto ya en 1852: “No
es mérito mío el haber descubierto la existencia de las clases en la
sociedad moderna ni el haber descubierto la lucha entre las clases.
La novedad que yo he añadido ha sido demostrar: I a, que la exis
tencia de las clases está vinculada a ciertas luchas definidas, históri
cas, vinculadas al desarrollo de la producción; 2a, que la lucha de
clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3a,
que esta dictadura es sólo el período de transición hacia la supre
sión de todas las clases y hacia una sociedad sin clases”.
Hoy en día cuando uno llega ahí cierra el libro. Se pregunta, a lo
sumo, cómo pudo un hombre inteligente, culto e informado tratar
de hacer compatibles los dos conceptos contradictorios por antono
masia de la teoría política: “dictadura” y “democracia”. Intente
mos, pues, al llegar aquí aquella forma de captatio benevolentiae que
propuso el poeta Brecht en los versos de Techo p a ra una noche'. “No
cierres todavía el libro/tú que lo estás leyendo”. Intentemos leer a
este Marx con el mismo criterio histórico-crítico y la misma dis
tancia con que leemos las páginas tremendas de El príncipe de Ma-
quiavelo al tiempo que nos preguntamos por qué este patriota
republicano, culto y renacentista, derrotado además en la vida po
lítica, da tales consejos a un príncipe. Lorenzo de Médicis ya no exis
te; el fantasma del comunismo parece haberse evaporado. Inten
témoslo, pues. También en este caso se trata de palabras de un de
rrotado en las luchas políticas de su tiempo.
¿Por qué un hombre que defiende la democracia política y social,
que en lo filosófico se considera un humanista, que se ha manifes
tado a favor del sufragio universal, que ha combatido las lim ita
ciones a la libertad de prensa en varias circunstancias, que ha criti
cado con palabras durísimas el burocratismo estatalista, que quiere
una república constitucional para Alemania, propugna a l mismo
tiempo una dictadura?
He dicho antes que en 1848-1849 Marx no emplea ese término
para caracterizar un régimen político determinado. Ahora querría
precisar: el término “dictadura” aparece en los artículos y docu
mentos de la Nueva G aceta Renana cuando Marx percibe que la con
trarrevolución avanza, que la libertad de prensa vuelve a ser lim ita
da, aunque de otra manera, que las medidas impositivas que se
están proponiendo dejan en pie muchas de las anteriores relaciones
feudales, que los demócratas con quienes ha estado trabajando va
cilan y que la burguesía de su país deja que el poder del monarca
aún impere por encima de la voluntad expresada en las asambleas
populares.
En esa situación, cuando Marx se da cuenta de que el doble poder
que caracteriza las fases revolucionarias se estanca en Alemania y el
gobierno legalm ente establecido detiene a los dirigentes de los tra
bajadores y se imponen cambios que dejan en pie muchas cosas
esenciales del antiguo régimen y se desvía la atención del pueblo
con proclamas patrióticas que incitan a la guerra contra las nacio
nalidades que quieren liberarse, mientras se secretea diplom ática
mente con el absolutismo ruso, entonces, y sólo entonces, él mismo
vuelve sobre los acontecimientos de la revolución francesa de
1789-1793 y compara. La alianza para hacer la revolución demo
crática con la clase que está propiciando todo eso deja de parecerle
factible. Lo dicho en el M anifiesto tiene que corregirse. Y escribe
ahora: ”En Alemania la burguesía se hum illa para que no triunfe el
pueblo. En toda la historia no se exhibe cosa más ignominiosa
mente lamentable que la actuación de la burguesía alemana”.
La comparación entre las revoluciones de Francia y Alemania ha
reafirmado, desde noviembre de 1848, el jacobinismo de Marx.
Piensa en Robespierre y en Marat. En un prim er momento “dicta
dura” es, en ese contexto, un término situacionista cuya conno
tación principal sería la siguiente: necesidad de la violencia revo
lucionaria, en Alemania, para resolver una situación de doble poder
que se estanca y que está paralizando la revolución democrática.
Pero enseguida Marx generaliza y vincula esta idea a otra que le ha
estado rondando por la cabeza desde unos años atrás, la idea de revo
lución permanente. En una primera acepción, este concepto de revo
lución permanente dice: si la revolución se para, se pierde; su con
tenido social decae y la contrarrevolución se impone. En una se
gunda acepción este concepto, tal como fue formulado por Marx
entonces, se puede expresar, esquemáticamente, así: para que la re
volución democrática se imponga tiene que hacerse social, am pliar
su contenido socializador, duplicarse, hacerse doble, y para eso el
espíritu revolucionario tiene que permanecer. En ese punto el pen
samiento de Marx vuelve a enlazar con el jacobinismo francés para
generalizar ya con toda contundencia [OME 10, 345-348]:
Las carnicerías sin resultado que se han producido desde los días de
junio y octubre, el aburrido festín de sacrificios que se ha desarrollado
desde febrero y marzo, el canibalismo de la propia contrarrevolución,
convencerá a los pueblos de que sólo hay un medio para abreviar, sim
plificar y concentrar los criminales estertores agónicos de la antigua
sociedad y los sangrientos dolores de parto de la nueva sociedad: el te-
rrorisno revolucionario.
“A los pueblos”, así, en general, es mucho decir, mucho genera
lizar. El propio Marx iría introduciendo luego muchos matices
sobre el significado del terrorismo, sobre la violencia política, so
bre la posibilidad de llegar al socialismo en determinados países,
en los que el proletariado es mayoría, a través del sufragio univer
sal. No seré yo, cómodamente instalado aquí, delante del ordena
dor, y en una Europa capaz de tolerar lo intolerable mientras deni
gra a Robespierre y a Marat y vuelve a ensalzar a reyes y monarcas
absolutos, quien enmiende la plana a Marx diciendo cómo hay que
comportarse, alternativamente, en situaciones de doble poder,
cuando revolución y contrarrevolución se entrelazan y uno no es
a llí mero observador. Lo que sí diré es que la lectura del M anifiesto
comunista y del conjunto de artículos escritos para la N ueva G aceta
Renana invalida todas las interpretaciones de Marx que hacen de él
sólo un científico social y todas las interpretaciones de Marx que
hacen de él sólo un filósofo. Por lo demás, cuando Marx escribía es
tas cosas, algunas de ellas tremendas, desde luego, ya no era “un
joven”: era un hombre de treinta años, con dos hijos, responsabili
dades familiares e intelectualmente muy formado. Si lo que dijo e
hizo era un pecado, ese pecado no era de juventud precisamente.
ECONOMÍA Y CRÍTICA DE LA CULTURA BURGUESA
Nunca se ha escrito sobre el dinero careciendo de él hasta este
extremo. La mayoría de los autores que han tratado de este tema
vivían en buenas relaciones con el objeto de su investigación.
K a r l M a r x , 2 1 - 1- 18 5 9
Un examen atento de los ingresos de Marx da la fuerte impre
sión de que sus dificultades económicas no procedían tanto de
su pobreza real cuanto del deseo de conservar las apariencias y
de su incapacidad para manejar recursos financieros.
D a vid M c L ellan , K a rl Marx. Su vid a y sus ideas
E n L o n d r e s : l a d e r r o t a y el d r a m a
Cuando después de la derrota de la revolución en Alemania,
Marx, nuevamente en el exilio, vuelve a actuar en el marco de la
Liga de los comunistas, él mismo estaba pasando por un momento
malo y seguramente de vacilaciones sobre lo que iba a ser su futuro.
En Alemania, había sido acusado de incitar a la insurrección, juz
gado y expulsado de Prusia. Era ya la tercera vez en su vida, y en
sólo cinco años, que la policía política le expulsaba del país en que
residía. La situación de 1849 en Francia tampoco le perm itía per
manecer en París. Pero a pesar del cariz que habían tomado los
acontecimientos en Alemania y en Francia, en los primeros meses
de su estancia en Londres, por lo menos hasta finales del año 1849,
Marx ha pensado que el éxito de la contrarrevolución era sólo mo
mentáneo y que la situación económica europea desembocaría
enseguida en una nueva oleada revolucionaria.
Con ese pensamiento, y desde la experiencia adquirida en París,
Bruselas y Colonia, se puso a historiar los acontecim ientos de
1848: no hay elegía ni pesimismo en ese análisis de los hechos;
tampoco autocrítica, sino reafirmación. Marx pretende dar su con
tribución a la memoria histórica de los perdedores para enlazar, en
positivo, con el futuro. Reserva los sarcasmos para los otros. In
terpreta lo ocurrido como el bosquejo de un nuevo comienzo. Y
con ese mismo pensamiento volvió Marx a la dirección de la orga
nización de la Liga en Londres. Si en esa época Marx escribió, en
Las luchas de clases en Francia y en El 18 B rum ario de Luis Bonaparte,
páginas luminosas para la comprensión analítica de las revolu
ciones y contrarrevoluciones del período inmediatamente anterior
(páginas que en general los historiadores del siglo XX han valorado
positivamente), su pensamiento político, en cambio, se hizo zig
zagueante en los meses que van de 1850 a 1852. En un principio,
y probablemente haciendo de la necesidad virtud, se dejó llevar por
su vena jacobina y llegó a considerar que la estrategia conspirativa
de los blanquistas franceses y de una parte de los m ilitantes de la
Liga era la única posible; pero pronto, y casi como de golpe, prefi
rió retirarse al estudio, a la actividad teórica y publicística.
Varios factores han debido contribuir a este importante cambio
de orientación. Uno de ellos, el más genérico, aunque, desde luego,
nada irrelevante, ha sido mencionado por el propio Marx: la recu
peración económica que siguió a la derrota de las revoluciones en
los principales países europeos no perm itía ya hacerse ilusiones
revolucionarias a corto plazo. Marx quedó m uy sorprendido por la
falta de respuesta del proletariado francés en aquellos meses y rela
cionó esto con el paso a otra coyuntura económica. Otro de los fac
tores que influyeron en el cambio de orientación de Marx nos es
conocido a través de la versión que dio Engels en su reconstrucción
histórica de la Liga de los comunistas: las discrepancias surgidas en
el seno de la organización hicieron de ella un instrumento ineficaz
y la pusieron ante el riesgo de quedar convertida en una secta más.
Y una secta era lo contrario del tipo de partido que Marx tenía en
la cabeza desde los meses pasados en Colonia.
Pero hubo tam bién otras cosas que contribuyen a explicar la
progresiva retirada de Marx al trabajo científico y publicístico, su
aislam iento de entonces, incluso entre los inm igrantes alemanes,
y el que acabara haciendo de la sala de lectura del Museo B ri
tánico su propia casa: motivos fam iliares.
El primero de ellos, desde luego, la m alísim a situación de la eco
nomía doméstica de los Marx: seis personas (Karl y Jenny tenían ya
tres hijos y Helene Demuth les acompañaba) sin ningún ingreso
fijo, sin perspectivas inmediatas de mejora, continuamente aco
sadas por caseros, prestamistas y acreedores. Jenny von Westphalen
ha descrito en una carta a Weydemeyer los avatares de uno de los
días de aquel período en Londres. Lo que dice en ella [McLellan,
1983, 261-262} pone los pelos de punta. El tono de las cartas
escritas a otros por Marx entonces resulta patético cuando se refiere
a los apremios económicos y a la situación de su m ujer e hijos. El
testimonio de los amigos y conocidos confirma que hasta el carác
ter de Marx cambió: se hizo amargo. Y esa amargura tiene también
su reflejo público en los sarcasmos que se deslizan en sus análisis
políticos e historiográficos de entonces.
Hubo, además, un últim o motivo, importante, que contribuye a
explicar la retirada temporal de Marx a los estudios y su relativo
aislamiento voluntario: el drama que debió representar, en aquel
ambiente de precariedad y teniendo en cuenta el vínculo erótico de
la pareja, el embarazo de Helene Demuth a consecuencia de su
relación con Marx y mientras Jenny von Westphalen esperaba su
cuarto hijo. Este nació en marzo de 1851; Frederick Lewis De
m uth, el hijo de Karl y Helene, nunca reconocido por el padre, el
23 de junio del mismo año. La lista de libros que Marx devoró du
rante aquellos meses en la biblioteca del Museo Británico, con las
dos mujeres embarazadas en casa, es impresionante [se puede ver
esa lista en Rubel, 1963, 49].
Todos los testimonios del drama familiar, que quedó en el secre
to de la fam ilia, fueron destruidos. Unos por los Marx y otros por
Engels después de la muerte de Jenny y Karl. Pero no pueden ser
ajenos a este drama ni el aislamiento buscado por Marx en aquellas
fechas, ni su amargura (observada por los amigos y conocidos), ni
el tono apesadumbrado con que Jenny von Westphalen redactó sus
recuerdos del Londres de 1851-1852 o escribió a los amigos sobre
los padecimientos pasados por entonces. Incluso la impresión que
produce la mole de lecturas hechas por Marx en aquellos meses es
difícilm ente separable de las consecuencias inmediatas de aquella
herida afectiva. Tanto más cuanto que es conocido, a través de nu
merosas anécdotas que se han conservado, el alto concepto queJen-
ny von Westphalen tenía de la lealtad en el matrimonio y de la per
sonalidad de Karl Marx.
Es difícil saber qué es lo que hizo de aquella herida un drama pa
sajero.
Pero ya fuera por la superposición inmediata de otras desgracias
(dos hijos muertos en circunstancias deplorables), por la necesidad
de hacer frente a una situación doméstica que iba de mal en peor,
porque la contención sentimental de Marx y su desprecio del sen
timentalismo declamatorio no se correspondiera con su compor
tamiento en lo más íntimo, o por el carácter de la ofendida, Jenny
von W estphalen, o por la importancia que ambos daban a las apa
riencias, o porque el amor que se tenían aquellas dos personas esta
ba por encima de la infidelidad, lo cierto es que aquella herida ha
bía quedado cerrada pocos años después de que se produjera. Lo
prueban las piezas de la correspondencia entre Karl y Jenny en las
pocas ocasiones en que se separaron durante los años cincuenta.
Estando Jenny en Tréveris, Marx ha escrito desde Manchester, en
1856, una carta que recuerda el tono irónico-romántico de su ju
ventud y que muestra hasta qué punto aquella herida parecía ce
rrada {MEW, 29, 552]:
Cariño mío:
Tengo delante de m í tu viva imagen, te acojo en mis brazos, te beso
desde la cabeza a los pies, caigo ante tí de rodillas y musito “Señora,
te amo”. Y te quiero mucho más de lo que el Moro de Venecia amó
nunca. El mundo falso y corrupto concibe los caracteres de todos los
hombres igual de falsos y corruptos. ¿Quién de mis muchos enemi
gos calumniadores y con lengua de serpiente pudo jamás acusarme de
poseer vocación para representar el principal papel de amante en un
teatro de segunda clase? Y, sin embargo, es verdad {...] El amor, no del
hombre feuerbachiano, ni de los metabolismos de Moleschott, ni del pro
letariado, sino el amor del cariño de uno, o sea, tú, convierte al hombre
de nuevo en hombre. De hecho, hay muchas mujeres en el mundo y algu
nas de ellas son hermosas. Mas ¿dónde encontrar otro rostro de cuyos ras
gos únicos, incluso pliegues, no vengan los más grandes y dulces recuerdos
de mi vida? Puedo incluso leer en tu dulce rostro mis infinitas tristezas,
mis irreemplazables pérdidas, y besando tu rostro alejo mis tristezas. “Se
pultado en tus brazos, despierto por tus besos.” Esto es: en tus brazos y por
tus besos. Y guarden los brahamanes y pitagóricos su doctrina de la reen
carnación y el cristianismo la de la resurrección.
El l a r g o a d ió s a l p a r t id o
Aunque formalmente la Liga de los comunistas fue disuelta en
noviembre de 1852, de hecho Marx abandonó el grupo de Londres
en el invierno de 1850, después de que se hubiera producido en
ella una escisión irreparable y, con toda probabilidad, mientras
empezaba a desarrollarse el drama fam iliar mentado. No es fácil
decidir hasta qué punto esa fue una decisión estrictamente p o líti
ca. Marx había firmado poco antes, como miembro del comité cen
tral de la Liga, una circular que, en sus líneas esenciales, ratificaba
las convicciones expresadas al final del período de Colonia y que en
muchos aspectos, efectivamente, se puede considerar blanquista, si
por blanquismo se entiende defensa del voluntarismo revolucio
nario y espíritu conspirativo en lo organizativo. Lo cierto es que en
el otoño de ese mismo año Marx había cambiado ya de opinión y
se encontró con que él y Engels eran acusados de reaccionarios, lite
ratos y burgueses. Algunas referencias sibilinas de Marx, en la co
rrespondencia, a esas discusiones obligan a relacionar las acusacio
nes políticas con “cotilleos” y “maledicencias” acerca de su vida
privada que pudieron llegar, “peligrosamente” dice él, a oídos de
Jenny von Westphalen.
En cualquier caso, viendo que las discusiones políticas derivaban
a enfrentamientos personales y que éstos, en algún caso, provoca
ban incluso violencia física entre compañeros, Marx tomó una de
cisión bastante inusual en él: propuso transferir el comité central
de la Liga a Colonia, separar la organización de Londres en dos
grupos y vincular ambos, por separado, al centro alemán; y, una
vez aceptada parcialmente su propuesta, dejó de trabajar en la
Liga para dedicarse preferentemente a los estudios económicos y a
escribir.
Marx se quedó nuevamente sin partido. Pero en este caso no para
integrar el propio en un partido mayor, como en 1848, sino con la
intención de permanecer al margen. Esto no quiere decir que le
abandonara de repente la pasión política, ni siquiera en aquellos
meses aciagos. Siguió actuando políticamente. Apoyó, en cierto
momento, a los blanquistas franceses; estableció relaciones con el
ala izquierda del cartismo inglés; ayudó en lo que pudo a algunos
de los emigrados alemanes; y volvió a poner en juego toda su pa
sión política en cada una de las ocasiones en que se puso en duda
la actividad desarrollada por las asociaciones obreras a las que
perteneció en los años anteriores.
Durante aquel largo adiós que se iniciaba en 1850-1851 Marx
siguió pensando en la necesidad del partido, pero de otra manera.
Y siguió hablando, en la correspondencia de aquellos años, del par
tido, de “su” partido. En muchas de las ocasiones en que tuvo que
justificar la “Economía” que estaba escribiendo y los retrasos de es
te proyecto dejó dicho que trabajaba también para el partido o que
era una lástim a la inconclusión de la obra porque su intención era
ilustrar al partido. Un solo ejemplo bastará. Cuando Marx cree que
ha conseguido ya dar forma a su obra, el 12 de noviembre de 1858,
le escribe a Lassalle: ”Le debo al partido el que la cosa no quede
deslucida por el estilo rígido, pesado, característico de un hígado
enfermo” [MEW 29, 567}.
Aquella decisión de 1850 y estas otras alusiones al partido, cuan
do ya no existía de hecho, han creado muchos equívocos entre los
seguidores y amigos de Marx. Y es que en esos años Marx no siem
pre ha distinguido bien entre partido como clase organizada, parti
do como sector más resuelto del proletariado y partido en el senti
do más restringido de organización propia y separada del conjunto
de la clase a la que se dice representar. Uno tiene la impresión de
que en esa época Marx hablaba a veces del partido un tanto vaga
mente, como se habla de “los nuestros”, de los amigos políticos en
un sentido amplio, en una acepción parecida a la que daba Einstein
a la palabra “tribu” cuando se refería a sus próximos, a los solita
rios buscadores de la verdad o a los judíos sufrientes. Pero, en fin,
el propio Marx dió una explicación plausible, aunque problemá
tica, de esta otra manera que él tenía de entender “el partido” en
una carta escrita a Ferdinand Freiligrath, en 1860, a propósito de
una alusión de éste, según la cual el poeta, como los pájaros, canta
mejor fuera que dentro de la jaula [MEW, 30, 489):
Por de pronto te recuerdo que a partir del momento en que la Liga
de los comunistas se disolvió, a propuesta mía, en noviembre de
1 8 5 2 , yo no he formado parte nunca ni formo parte ahora, de ningu
na asociación, ni secreta ni pública. Así que el “partido", en este sen
tido absolutamente transitorio [in diesem ganz ephemeren Sinne} ha
dejado de existir para m í desde hace ocho años. [...] Repito: del “par
tido”, en el sentido de tu carta, no sé nada desde el 52. Si tu eres poeta
yo soy crítico y, sinceramente, ya he tenido suficiente con las expe
riencias del 4 9 -5 2 . La Liga de los comunistas lo mismo que la
Sociedad de las Estaciones y otras cien sociedades parecidas son sólo
un episodio en la historia del partido que se construye naturalmente
en el ámbito de la sociedad moderna. 1...} He intentado en esta carta
eliminar el equívoco de que por “partido” entiendo una Liga muerta
hace ocho años o la redacción de un periódico que se disolvió hace
doce años. Cuando hablo de “partido” me refiero al partido en el
amplio sentido histórico del término.
P e r io d ism o y c r ó n ic a h is t ó r ic a
Como se dijo, el M anifiesto comunista vio la luz m uy poco antes de
las revoluciones europeas de 1848. De manera que, inicialmente,
los hechos parecían dar la razón a las previsiones de aquel texto.
Pero, como ha ocurrido tantas veces con la protesta de las pobres
gentes que se levantan en nombre de la libertad y de la igualdad,
las revoluciones de 1848 fueron derrotadas. Y con esta derrota em
pieza una nueva fase en la vida de Marx: años —los que van de 1850
a 1864—,difíciles; años de polémicas y controversias con aquella
parte de la “humanidad sufriente y pensante” que no quería adm i
tir la derrota o el efecto psicosocial de la derrota. Para Marx, es
tablecido en Londres desde 1850, fueron, éstos, años de estudio, de
lectura (metódica y ordenada en la biblioteca del Museo Británico)
de montañas de libros, legajos y documentos sobre los temas más
diversos: económicos, estadísticos, socológicos, políticos, geográfi
cos, acerca de los debates parlamentarios; años de preparación de
los materiales para la redacción de lo que él consideró siempre la
obra de su vida, El capital, la crítica de la economía política; años,
también, de dedicación, nuevamente, al periodismo para m alga-
narse la vida y a la polémica política (a veces con la protesta deses
perada de Engels, quien veía en la constante reproducción de tales
polémicas una paralización del trabajo científico del amigo).
En la primera década de su estancia en Londres Marx ha combi
nado los estudios económicos con el periodismo y con las interven
ciones políticas intermitentes. Ha vuelto sobre los acontecimientos
en Francia y en Alemania para proponer una interpretación históri
ca de los mismos (1850-1852). Ha aprendido español (en 1854)
para tratar de entender lo que estaba pasando en el extremo occi
dental de Europa. Ha empezado a dar importancia a la llam ada
“cuestión de Oriente”, llamando la atención sobre el desconoci
miento occidental de Turquía y subrayando cómo cuando la marea
revolucionaria decae en los países de la Europa occidental el pén
dulo de la historia gira hacia Oriente y vuelven a pasar a primer
plano las diferencias religiosas y étnicas (1853-1854). Se ha su
mergido (1854-1856) en la documentación existente sobre el otro
extremo europeo para analizar el papel del absolutismo zarista des
de el punto de vista de la política internacional. Se ha ocupado de
la cuestión colonial al hilo del análisis de la dominación británica
en la India. Ha leído sobre China. Ha sistematizado el m aterial
para la Contribución a la crítica de la economía p olítica (1859), primera
concreción de lo que él llamaba su “Economía”. Todo eso, salvo lo
últim o, lo ha hecho Marx sin un plan definido: al hilo del tiempo,
por imperativos externos y para cumplir, casi siempre, con com
promisos periodísticos en el N ew York D aily Tribune.
Entre 1853 y 1861 el Tribune publicó alrededor de quinientos
artículos de Marx (contando los firmados por él, los que escribió
Engels pero fueron firmados por Marx y los que aparecieron allí
como editoriales sin firma). Después de una primera fase en la que
Engels le hizo de traductor, Marx ha empezado a escribir para el
Tribune directamente en inglés. Pero a diferencia de su actividad en
la Nueva G aceta R enana, Marx no amaba este trabajo. Consideraba
que hacer periodismo era “ennegrecer papel” y que eso no servía
para nada. Lo hizo pane lucrando, pero, a pesar de los apremios eco
nómicos, ni siquiera llegó a formarse una idea exacta de lo que le
pagaban por ello. En cambio, aprendió mucho con la preparación
de esas colaboraciones. Mucho más de lo que él mismo estaría dis
puesto a admitir.
En efecto, hasta 1848 Marx era un revolucionario ilustrado que
conocía bastante bien la historia de lo que habían sido los pilares
de la cultura europea (Francia, Inglaterra, Alemania). Gracias a las
obligaciones periodísticas de la primera década londinense en una
publicación neoyorquina amplió sus conocimientos: no sólo se in
trodujo en la historia de dos de los grandes países europeos des
conocidos, Turquía y España, sino que se hizo un experto en histo
ria rusa y pudo empezar a escribir, con cierto conocimiento de cau
sa, sobre los Estados Unidos de Norteamérica, sobre Suramérica,
China y la India. Aprendió a relacionar los avatares económicos del
hogar clásico del capitalismo con lo que estaba ocurriendo en las
colonias. Obtuvo, en suma, para decirlo con sus propias palabras,
una perspectiva histórico-mundial, que era la que correspondía a la
consolidación de un mercado que empezaba a ser también m un
dial. Y aunque la asimilación de tales conocimientos no obedeciera
a un plan preconcebido, éstos sí tendrían una notable repercusión
en la materialización de su plan de estudios económicos. Pues m u
chos de los ejemplos y no pocos de los argumentos de El capital
reproducen escritos que habían aparecido antes en aquellos artícu
los periodísticos y materiales que les habían servido de base.
Leyendo la mole que constituyen estos artículos y comparándo
los con los ensayos de más entidad, como Las luchas de clases en
F rancia y El 18 Brum ario de Luis Bonaparte, es posible hacerse una
idea precisa de la composición de lugar sobre la situación europea
y m undial que Marx se hizo durante aquellos años. La pespectiva
m undialista que apunta ya en El capital am plía el horizonte del
L
M anifiesto. Las características del “fantasma” no son aún definidas,
pero una cosa parece insinuarse: recorre algo más que Europa.
Analizadas las causas de la derrota de 1848-1849 y después de
adm itir que el nuevo ciclo restaurador iba a ser largo, Marx siguió
manteniendo, sin embargo, la perspectiva revolucionaria. En su
opinión, una cosa era la crítica de las ilusiones (del pasado y del
presente) y otra, m uy distinta, el mantenimiento de la previsión
revolucionaria. Las esperanzas de Marx, en este aspecto, fueron va
riables. Podría decirse que cada uno de los levantamientos, luchas
de liberación nacional, movimientos de rebeldía, insurrecciones de
los de abajo y guerras de ese período fue interpretado por él como
un aldabonazo, como una señal de la futura revolución europea. La
imbricación existente entre revolución y restauración era tal para
Marx que en aquellos años incluso en los movimientos reacciona
rios o contrarrevolucionarios llegó a ver anuncios de un cambio de
ciclo o de época. No por lo que eran en sí, sino por lo que podían
suscitar en la otra parte.
Hay, sin embargo, una variación importante respecto de lo que
había pensado durante el ciclo de 1848-1849: la revolución per
manente, que tenía que haber enlazado revolución democrática y
revolución proletaria, no era vista ya por Marx como un proceso
ininterrumpido y rápido, sin solución de continuidad, sino como
un horizonte, como un marco general definidor de todo un perío
do histórico. A comienzos de la década, Marx tenía sus esperanzas
puestas en la guerra de las que llam aba potencias de la civilización
(Alemania, Inglaterra y Francia) contra Rusia, siempre con la con
sideración de que el acabamiento por la fuerza de la barbarie abso
lutista que representaba el zarismo volvería a encender la chispa
revolucionaria en Europa. Hacia 1854 Marx había llegado al con
vencimiento de que Europa, la Europa de las instituciones ofi
ciales, la Europa diplom ática, estaba podrida. Y en esa fase Marx se
ha convertido en un rusófobo, obsesionado por las maniobras d i
plomáticas del zarismo, por el expansionismo ruso y por la conni
vencia de las cancillerías occidentales, en particular de Inglaterra,
con aquel absolutismo.
A partir de entonces, y hasta 1864, momento en que se crea la
Internacional, todo lo que se moviera en los márgenes del sistema
capitalista le pareció a Marx una buena noticia: los motines y pro
nunciamientos en España, por lo que podían tener de contagio en
Europa; las luchas de liberación en Italia, por lo que debilitaban a
las monarquías y por lo que podían significar para la revolución en
Alemania y en Austria; la resistencia irlandesa, por su carácter ten-
dencialmente proletario y por lo que podía significar en el soca-
vamiento de la estabilidad en Inglaterra; la resistencia polaca,
porque recuperaba los ideales democráticos contra el prusianismo
y el zarismo; la resistencia en la India, porque ponía de manifiesto
las contradicciones del capitalismo colonialista; el incipiente mo
vimiento en favor de la emancipación de los siervos en Rusia,
porque daba la señal de una nueva época en el bastión de la barba
rie; la mera existencia de la izquierda cartista en Inglaterra, porque
ponía de manifiesto que no se había perdido del todo el espíritu de
la transformación social en un sentido socialista. Y así sucesiva
mente.
Pero, insisto, para el Marx de la década de 1850 todo eso eran
meras señales, indicios o aldabonazos que suscitan esperanzas. Lo
verdaderamente nuevo en este período es la gestación de una pers
pectiva m undialista. Y en ella se incuban también algunas dudas.
Incluso en los momentos en que Marx ha pensado que el horizonte
revolucionario volvía a abrirse en Europa, esta nueva perspectiva
fue acompañada de dudas sobre su resolución. Véase si no el inte
rrogante con que Marx acaba una carta escrita a Engels en octubre
de 1858: “La tarea propiamente dicha de la sociedad burguesa es la
creación de un mercado m undial, al menos en sus líneas más gene
rales, y de un sistema de producción basado en él. Puesto que la
tierra es redonda, esa tarea parece finalizada con la colonización de
California y Australia y con la apertura de China y Japón. Para no
sotros el problema clave es el siguiente: la revolución parece inm i
nente en el Continente y ésta adquirirá enseguida un carácter
socialista, pero ¿no será aplastada necesariamente en este pequeño
espacio, teniendo en cuenta que, en un terreno mucho más amplio,
el movimiento de la sociedad burguesa es aún ascendente?”.
Si hemos de contar desde el prim er anuncio de su proyecto, en
los M anuscritos de P arís, hasta la aparición del libro primero de El
capital, en 1867, habría que decir que Marx trabajó durante vein
tidós o veintitrés años en la preparación y redacción de lo que a ve
ces llam aba su “Economía”. No pudo, sin embargo, dedicarse con
continuidad a ello. Entre 1845 y 1850 sólo pudo dedicar algunas
semanas, durante el viaje de Bruselas a Manchester y Londres, al
estudio de m aterial económico. Una vez establecido Marx en Lon
dres, desde 1850, este trabajo avanzó entre períodos de dedicación
casi exclusiva a la redacción de lo que sería El capital y nuevas
interrupciones motivadas por su intervención en asuntos políticos,
por las dificultades familiares, por diversas enfermedades y, desde
1864, por los compromisos adquiridos en la organización de la Pri
mera Internacional.
En cualquier caso, contando desde que se puso realmente a la
obra hasta que consiguió dar forma definitiva al libro primero de
El capital, Marx habrá dedicado a este proyecto catorce o quince
años. Y como no dejó de trabajar en la “Economía” hasta que le
abandonaron las fuerzas, en el verano de 1878, está justificado aña
dir que la suma de la Contribución a la crítica de la economíaapolítica
(1859) más los manuscritos de 1858-1859 conocidos con el nom
bre de G rundrisse más las Teorías de la p lu sva lía (redactadas en lo
esencial entre 1862 y 1863) más el m aterial reunido por Engels en
los libros segundo y tercero de El capital (en el que Marx trabajó
hasta 1878) constituye, en efecto, la obra de su vida. Una obra de
dimensiones más que notables aunque de redacción desigual y,
desde luego, inacabada.
Un trabajo de tales dimensiones parece que merece el nombre de
“investigación”, aunque muchos de los que hoy investigan durante
el cuatrimestre libre en nuestras facultades de economía tiendan
ahora a negar tal título al trabajo del viejo trueno. Schumpeter, que
era de otra estirpe, sabía más de eso y así lo dejó dicho en su histo
ria del análisis económico. Pero también es verdad que Marx con
sideró aquel trabajo científico suyo, aquella investigación de eco
nomista sobre el economizar realmente existente bajo el capitalis
mo, como la fundamentación de una práctica integralm ente social.
En el conjunto de materiales (definitivamente redactados, en curso
de redacción o sólo pergeñados) que constituye su Economía Marx
trató de hacer complementarias teoría y decisión político-moral,
proposiciones sobre lo que hay y valoraciones, juicios de hechos y
juicios de valor, probablemente porque, como él mismo dijo en
cierta ocasión que viene al caso, para entender los conflictos entre
capital y trabajo hace falta cierta penetración científica y algo de
am or a los hombres.
No subrayaría esto últim o si no fuera porque así como en lo de
la penetración científica para entender las manifestaciones sociales
hoy en día todos estamos de acuerdo, en cambio, en aquello otro
del “algo de amor a los hombres” no suelen fijarse mucho sus intér
pretes de ahora. Pues se ha ido extendiendo la tendencia a leer esta
parte de la obra de Marx, cuando se la lee, como si se tratara de un
científico amoralista, candidato a hacer de caricatura de la desvin
culación axiológica weberiana, el cual, de tarde en tarde, escribiera
panfletos incendiarios para librarse del malhumor que le producían
sus forúnculos. Como el propio Marx hizo alguna broma sobre esto
(“la burguesía no olvidará mis forúnculos”), en el pecado lleva la
penitencia. La conversión académica de Marx en esa caricatura y, de
otra parte, la particular noción de aquel “algo” de amor (y de odio)
a los hombres que tuvieron algunos de los ismos que navegaron
con el nombre de marxismo en el siglo X X han dado como resulta
do una situación intelectualmente catastrófica en lo que hace a la
recepción de la Economía de Marx.
Solo aduciré un dato a este respecto. En la fase de implantación
de la ideología conocida con el nombre de marxismo-leninismo se
ignoró casi por completo la mejor reconstrucción histórico-crítica
del proyecto científico de Marx, la llevada a cabo por Henryk
Grossmann en 1929- Cuando el marxismo se convirtió casi en una
moda intelectual, entre 1968 y 1977, se impuso la peor de las lec
turas de El capital, el Lire Le capital althusseriano (como hoy sabe
mos bien a partir de esa tremenda confesión que es L 'aven ir dure
longtemps) y apenas se prestó atención a los autores que de verdad
sabían de qué iba la cosa, a los autores que estaban estudiando a
Marx como a un clásico: a Otto Morf, a Román Rosdolsky, a Ma-
xim ilien Rubel y, entre nosotros, a Manuel Sacristán. Y cuando,
pasados los furores academicistas y politicistas, ya en los años
ochenta, parecía que, por fin, se iba a estar en disposición de poder
leer la obra científica de Marx con las garantías de una nueva edi
ción histórico-crítica de todos sus manuscritos [véase la nota edi
torial de Sacristán en OME 42, XIV-XV}, el mundo del marxismo
se vino abajo, un nuevo politicism o, de signo contrario, se impuso,
se perdieron hasta las huellas del trabajo crítico de los mentados y
el “siglo corto” quedó a la espera.
Aunque sólo sea por eso ya se puede decir que el Marx de la Eco
nomía (y el Marx de los estudios etnológicos y el Marx “tardío” de
los estudios sobre Rusia) será un descubrimiento para las personas
cultas del siglo XXI.
Ec o n o m í a e h i s t o r i a e c o n ó m i c a
En su obra principal Marx pretendía hacer demasiadas cosas
como para que éstas cupieran en un solo libro. Quería, desde luego,
desvelar el misterio del capital. Quería establecer las leyes por las
que se ha regido y se rige la evolución del modo capitalista de pro
ducción. Y, concretando más, quería analizar la conversión del
dinero en capital. Quería mostrar el proceso por el cual los valores
se transforman en precios. Quería dilucidar qué es realmente la
plusvalía y poner de manifiesto las diferentes formas de la misma.
Quería analizar el proceso de circulación del capital.
Pero no quería quedarse en la exposición del análisis teórico de
estos conceptos. Quería también hacer historia: historia del capita
lismo en acto e historia de las doctrinas económicas. Quería mos
trar cómo se ha producido la acumulación originaria de capital y
cómo se ha pasado de la época de las manufacturas a la época de la
gran industria. Quería hacer historia del colonialismo. Quería
hacer historia de la división del trabajo. Quería hacer historia del
conflicto entre capital y trabajo: historia de la legislación e histo
ria de las luchas en torno a la reducción de la jornada de trabajo.
Quería hacer historia de las formas de Estado en relación con los
conflictos sociales.
Pero tampoco quería quedarse en la historia meramente descrip
tiva de lo acontecido, ni en el plano práctico ni en el plano teóri
co. Quería demostrar por qué estos conflictos han de conducir a un
nuevo modo de producir y de vivir. Quería demostrar por qué esta
nueva forma de producir y de vivir no necesitaría ya un Estado
represivo sino sólo la administración regulada de los bienes en fun
ción de las necesidades sociales. Quería criticar con detalle y docu
mentadamente el método y las categorías de los economistas que le
precedieron, sobre todo en lo que hace a la formulación del con
cepto de plusvalía. Y, además, quería enlazar, en su exposición,
todo eso con su anterior crítica de la alienación del trabajo y del
fetichismo de las mercancías dando al todo, al resultado, una forma
arquitectónica. Quería coronar la cosa con una teoría de la historia
y una filosofía política alternativas. Y como quería tanto, sólo pudo
dejar un libro hecho (el libro primero de El capital), un programa
de investigación monumental para los por nacer y un montón de
“m ateriales” (más o menos en bruto) para tanta querencia.
Marx quería que entendieran su proyecto a la vez los economis
tas académicos y los trabajadores. Pensando en los primeros es
tudió álgebra durante algún tiempo para poder pasar de la argu
mentación verbal a la argumentación formal haciendo suya la vieja
divisa newtoniana de la Royal Society. Y pensando en los segundos
no paró de hacer correcciones y de modificar la estructura de su
obra para hacerla más comprensible. En este sentido hizo incluso
recomendaciones sobre cómo leer el libro primero de El capital para
solventar algunas de sus dificultades. Recomendó empezar por los
capítulos dedicados a la jornada de trabajo [OME 40, 251-321] y
a maquinaria y gran industria COME 41, 1-140].
Sobre el f u n c io n a m ie n t o del c a p it a l is m o
La obra principal de Marx analiza el capitalismo como un sistema
basado en la separación entre trabajo y medios de producción, sepa
ración que funda otra división: la que existe entre una clase de ca
pitalistas propietarios y una clase de trabajadores que no tienen
nada. El capitalismo es, pues, un sistema constituido por clases en
conflicto y no (o no sólo) por un mercado entendido como palestra
libre para la contratación en la que los individuos afirman las
propias preferencias y defienden los propios intereses. Pero, puesto
que este sistema social basado en la separación de capital y trabajo
perdura históricamente, hay que descubrir las reglas de su super
vivencia, las verdaderas condiciones del equilibrio del sistema eco
nómico. Esta es la razón por la que no es suficiente ni conveniente
quedarse en la denuncia del sistema en términos morales (“la pro
piedad es un robo”, “la mercantilización es un escándalo”, “la ex
pansión del dinero es la liquidación de los sentimientos y de la
sensibilidad”). De lo que se trata, para Marx, es de explicar racio
nalmente las condiciones de reproducción del sistema.
El concepto clave para explicar el tipo de intercambio entre capi
tal y trabajo que sirve de base a la producción capitalista es el de
plusvalía. Marx ha descrito plásticamente la obtención de plusvalía
así: “Al adelantar un valor en el que hay cristalizadas seis horas de
trabajo del obrero el capitalista recibirá a cambio un valor en el que
hay cristalizadas doce horas de trabajo del mismo obrero. Y, al
repetir día tras día esta operación, el capitalista adelantará diaria
mente tres chelines y se embolsará cada día seis, la m itad de los
cuales volverá a invertir en pagar nuevos salarios, mientras que la
otra m itad forma la plusvalía, por la que el capitalista no abona
ningún equivalente”.
Plusvalía es, por tanto, la diferencia entre el dinero desembolsa
do por el capitalista para adquirir medios de producción y el dinero
obtenido al final de este proceso. Es el tiempo de trabajo suple
mentario del obrero, que vende su fuerza de trabajo, lo que, en úl
tim a instancia, crea ese valor excedente. Dado que el obrero perte
nece a una clase de hombres que no dispone de otra mercancía que
vender que su fuerza de trabajo, el capitalista puede apropiarse de
este excedente en condiciones de igualdad jurídica. Formalmente,
no se trata de un “robo” sino de una relación entre iguales. Pero la
cuota de plusvalía es variable. Dependerá de la proporción en que
la jornada de trabajo se prolongue más allá del tiempo durante el
cual el obrero, con su trabajo, se lim ita a reproducir el valor de su
fuerza de trabajo o a reponer su salario [OME 40, 235-236}.
Marx distingue, de todas formas, entre plusvalía absoluta y plus
valía relativa. Llama plusvalía absoluta a la producida mediante la
prolongación de la jornada de trabajo. Pero esto, dado el conflicto
entre capital y trabajo, no siempre es posible. Plusvalía relativa es,
en cambio, el excedente obtenido mediante la abreviación del tiem
po de trabajo necesario y la alteración correspondiente de la razón
cuantativa entre los elementos de la jornada de trabajo. En este caso
el capital tiene que subvertir las condiciones técnicas y sociales del
proceso de producción, o sea, el modo de producción mismo, para
aumentar la fuerza productiva del trabajo, rebajar el valor de la
fuerza de trabajo y abreviar así la parte de la jornada de trabajo
necesaria para reproducción de ese valor [OME 40, 340-346].
El proceso económico capitalista en su conjunto aparece como un
circuito monetario comprensible en los términos siguientes, que
tomo del economista italiano Augusto Graziani: Io) Sin medios de
producción los trabajadores no pueden poner en marcha actividad
productiva alguna; 2o) Por su parte, las empresas sólo pueden ha
cerlo después de haber adquirido fuerza de trabajo, para lo cual
necesitan una financiación monetaria procedente del sector banca-
rio que reintegrarán cuando, habiendo vendido las mercancías pro
ducidas, entran en posesión del equivalente en moneda; pero 3o) La
moneda no es un simple intermediario del intercambio introduci
da como perfeccionamiento técnico del mismo; la moneda es, en el
capitalismo, el capital inicial de que se vale el empresario para
adquirir fuerza de trabajo; por consiguiente, la moneda —en tanto
que capital—, o la circulación monetaria, no sólo agiliza el inter
cambio y las relaciones comerciales, sino que cumple la función de
poner en relación a la clase de los capitalistas con la clase de los tra
bajadores.
La definición del proceso económico como circuito monetario
permite también analizar el fenómeno de las crisis como parali
zación o detención de aquel mismo circuito. Nada garantiza, en
efecto, que en el curso del proceso económico las rentas monetarias
percibidas sean gastadas enteramente. De modo que cuando, por
razones varias, la riqueza monetaria deja de fluir, el circuito se para
y se produce una crisis. La crisis se manifiesta en seguida mediante
la presencia de mercancías producidas y no vendidas. Si la crisis se
prolonga, el volumen de producción acaba adaptándose al nivel de
la demanda y el fenómeno de las mercancías no vendidas desapa
rece. Pero al llegar a cierto punto la crisis se manifiesta sólo en el
mercado de trabajo en forma de desocupación.
De acuerdo con esta reconstrucción de la teoría marxiana del pro
ceso económico como circuito monetario, y a diferencia de lo que
postulan otras teorías económicas, la desocupación sólo desaparece
cuando los empresarios deciden ponerle fin volviendo a poner en
movimiento el proceso productivo. De donde se sigue la posibili
dad (tantas veces realizada) de un uso capitalista de lo que llam a
mos crisis económicas.
M étodo, e st il o , p u n t o de v is t a
El análisis macroeconómico del capitalismo se hace - y así lo de
clara Marx explícitamente—desde un punto de vista de clase. Unos
lo dicen y otros no lo dicen. El es de los que lo dice de entrada. Sólo
que lo dice de una forma difícilm ente aceptable hoy en día: con
fundiendo método con programa intelectual y programa intelec
tual con punto de vista clasista. En el contexto de la redacción de
El capital Marx ha presentado el método dialéctico, la dialéctica,
como elemento intelectual diferenciador de su trabajo científico
por comparación con el de otros economistas, como Sm ith o R i
cardo. Marx ha pensado (y así lo ha repetido en muchas ocasiones
desde su polémica con Proudhon en M iseria de la filosofía ) que la
dialéctica, en lo tocante a la economía política, era un método en
sentido propio.
Es cierto que cuando Marx se puso a pensar un poco más en con
creto sobre ello, lo matizó. Por ejemplo, distinguió entre método
de investigación (o de captación de datos, diríamos hoy) y método de
exposición {OME 40, 18-19, Epílogo a la segunda edición de El
capital}. Pero, aún así, dio tanta importancia al valor de la dialéc
tica como método de exposición de los resultados alcanzados (sin
distinguir del todo entre esto y programa, punto de vista, para
digm a, concepción del mundo o ángulo de la mirada) que los resul
tados han sido muy negativos. Escribió (negro sobre blanco) que
aquel “método” suyo (tomado de H egel e invertido) era un “escán
dalo y un horror” para la burguesía.
Pues bien, el capitán de la compañía se tomó esto literalm ente en
serio e interpretó que un método así, capaz de horrorizar a la bur
guesía, tenía que ser algo gordo, m uy gordo: un arma teórica m u
cho mejor que las que usaba el enemigo en las universidades, una
sartén bien agarrada por el mango. Como se estaba hablando de
asuntos lógico-teóricos, el sargento de la compañía interpretó que
aquel instrumento-aterra-burgueses tenía que ser por lo menos una
lógica distinta de las habituales (en particular de la lógica formal)
y lo llamó “Lógica D ialéctica” con capitales áureas. Constructo
magnífico que, en manos del cabo de la compañía, produjo ya la
transmutación esencial que sólo logran las verdaderas creencias m i
tológicas: una Lógica Alternativa que es a la vez un arma arrojadiza
contra la burguesía y de tan fácil uso que basta con repetir las pala
bras rituales de tesis/antítesis/síntesis para que se abra de golpe la
cueva de los ladrones. En el futuro la soldadesca ya sólo tenía que
decir: “Abracadabra-pata-de-cabra”.
Debería añadir por mor de la precisión: el capitán de la compañía
de que estoy hablando no es Engels, el amigo de Marx. Al con
trario: cuando a Engels le encargó el propio Marx que hiciera una
reseña de la Contribución a la crítica de la economía p olítica (porque en
Alemania esta obra había pasado desapercibida), aquél escribió una
cosa bastante plausible: comparó los distintos materiales meto
dológicos existentes en la época y dijo que no había entonces nada
adecuado para articular teóricamente el amplísimo proyecto eco-
nómico-sociológico-histórico de Marx, razón por la cual su amigo
se había visto obligado a usar (invirtiendo su sentido original) el
mejor, o menos malo, de los materiales metodológicos disponibles,
la dialéctica de Hegel.
Esta versión de la cosa se corresponde bastante bien con los he
chos. A Marx no le gustaba el proceder inductivo-deductivo de los
grandes economistas ingleses porque no eran críticos (o suficiente
mente críticos). Tampoco le gustaba la utilización formal y es
peculativa que Proudhon había hecho de la dialéctica hegeliana y
ridiculizó ese uso. Tampoco le gustaba el modo de proceder de los
positivistas contemporáneos porque mezclaban el principio de
“atenerse a los hechos” con cierto misticismo. Cuando estaba ya en
la recta final de la redacción del libro primero de El capital, en julio
de 1866, Marx le escribió a Engels: “Comparado con H egel, Com-
te es digno de compasión”. Tampoco le gustaba el modo de exposi
ción de Darwin, el naturalista que más ha leído Marx en esa época
y del que se ha sentido más próximo: la forma de El origen de las
especies (1859) le parecía “plana”, “roma”, sin gracia. El lector que
conozca esta obra de Darwin se preguntará enseguida: ¿en com
paración con qué? La respuesta es clara: en comparación con los
altos vuelos del lenguaje de Hegel, que escribía (en más de un sen
tido) como Dios.
Entretanto, Marx, como el pintor de Balzac, seguía dando vueltas
y vueltas al asunto de la forma que debía tener su obra. Buscaba
una forma artística, arquitectónica, como un todo orgánicamente
articulado, como para cuadrar el círculo de sus pensamientos. La
correspondencia de aquellos años con Lassalle, que tenía también
aspiraciones artísticas, y con el que se metió en discusiones de ese
tipo, recoge detalles de la búsqueda formal de Marx. En el período
de preparación de los principales materiales para su obra había caí
do en sus manos, casi por casualidad (en 1857), la Lógica de Hegel.
Marx volvió a sentir el viejo flechazo: las divagaciones artístico-
literarias, tam bién inacabadas, en las que Marx se mete en un
contexto, el prólogo (1858-1859) a la C ontribución, en el que está
hablando del método de la economía política, ponen de manifiesto
que, en esto, Marx no había olvidado sus orígenes intelectuales
románticos; y muchos pasos de los G rundrisse [OME 21, passim]
son un testimonio inequívoco de la persistencia del enamoramien
to intelectual de Marx por Hegel. Odiosas comparaciones, pues.
Si bien se m ira, en lo que hace a la captación y elaboración de los
principales datos económicos que integran El capital, Marx trabajó
de una forma muy parecida a como lo hacían y lo hacen habitual
mente los economistas en general. Por ello, hablando con propie
dad, “dialéctica” no se debe entender como un “método”; es más
bien, como decía Sacristán, una “metódica”, un punto de vista, un
programa, un estilo intelectual, y también un procedimiento de
coronación de resultados científicos, o, si se prefiere, una forma ar
quitectónica de exposición del resultado logrado en la investiga
ción empírica que incluye la reflexión filosófica más general acerca
de ellos.
Precisamente porque “dialéctica” no es tanto un “método” (en la
acepción que hoy damos a esta palabra) cuanto un estilo y un punto
de vista (insisto: de clase, favorable a una clase social) pudo escribir
Marx, en el epílogo a la segunda edición de El capital {OME 40,
19] que, en “su forma racional”, aquélla, la dialéctica, era “un ho
rror para la burguesía”. ¿En qué sentido puede serlo? Sólo en el
sentido de que la exposición detallada del punto de vista, además
de perm itir comprender lo que hay, da argumentos para captar su
lado perecedero, su ocaso. Sólo bajo el supuesto de la centralidad
que tiene para Marx la lucha de clases se puede entender que las
conclusiones a las que llega este punto de vista (analítico y crítico
a la vez) puedan ser un horror para la burguesía.
Lo que propongo es una lectura moderada (y escamada) de aquel
texto, muchas veces citado y convertido en llave maestra para abrir
todas las puertas (por desgracia, al campo). Pues no es seguro que
haya estilos intelectuales o puntos de vista que horroricen a clases
sociales enteras. Pero sí es seguro que ningún “método”, en el sen
tido convenido de la palabra, logrará nunca tal cosa. La mode
ración, en este asunto del “método dialéctico”, no es cosa baladí.
Tiene implicaciones prácticas, ya que la monumental confusión
reinante durante cierto tiempo sobre este punto ha sido causa de
que intelectuales, por lo demás inteligentes, pasaran en cuatro días
de exaltarse a sí mismos como marxistas a proclamar la crisis
definitiva del marxismo, y de que trabajadores, por los demás sen
sibles, al comprobar que “el método” no funcionaba como pasa
porte para entenderlo todo, cayeran en el desánimo y perdieran las
ilusiones que un día habían puesto en la “verdadera ciencia”.
C r ít ic a del c a p it a l is m o y de l a c iv il iz a c ió n b u r g u e s a
En sus escritos económicos Marx no ha pretendido hacer una crí
tica de los comportamientos de los capitalistas como individuos,
como personas consideradas en su individualidad. El que tales o
cuales personas aparezcan a veces descritas en estas obras con un to
no poco afable es secundario. De hecho, si bien se m ira, Marx ha
reservado sus adjetivos más duros para los ignorantes pretenciosos
de la propia tribu o para aquellos otros con los cuales polemizaba
por motivos políticos o científicos: para quienes, como él decía, “se
encasquetan la capucha de niebla, se tapan bien los ojos y los oídos”
y pueden así negar la existencia del monstruo. El capital, y más en
general, los escritos que él incluiría bajo el rótulo de “Economía”,
sólo se ocupan de personas en la medida en que éstas son personi
ficaciones de categorías económicas, portadores de determinadas
relaciones e intereses de clase. Marx ha querido ver el desarrollo de
las formaciones económicas, y de la sociedad capitalista en particu
lar, como un “proceso histórico-natural”, del que, subjetividad
aparte, el capitalista como persona, igual que los demás, es criatu
ra [OME 40, 7-8],
El que Marx pueda ver las cosas de los humanos como un proce
so histórico-natural es consecuencia de una doble opción teórica
previa. En primer lugar, consecuencia de la voluntad de establecer
un corte analítico determinado al hablar de las relaciones entre los
hombres. De la m isma manera que el botánico, al tratar de cipre-
ses, no se fija en el “enhiesto surtidor de sombra y sueño” que es,
según el decir del poeta, el ciprés de Silos, sino en los rasgos o ca
racterísticas compartidas por todos los árboles de esa especie, así
también el economista Marx hace abstracción de la particularidad
del capitalista individual. Y, en segundo lugar, es consecuencia de
su propia concepción m aterialista de la historia, según la cual no es
la consciencia de los hombres lo que determina su existencia, sino,
al contrario, la existencia social lo que determina la consciencia.
En sus obras económicas, Marx ha perfilado así una conclusión a
la que ya había llegado en La ideología alemana', el conjunto de las
relaciones de producción históricamente determinadas configura la
estructura económica de la sociedad, es decir, la base real sobre
la cual se eleva un edificio jurídico y político. A este últim o le
corresponden determinadas formas de la consciencia social. De ma
nera que, hablando en general, puede decirse que el modo de pro
ducción de la vida m aterial de los hombres domina o condiciona el
desarrollo de la vida social, política e intelectual. Como se ha dicho
tantas veces y subrayó Gerald Cohén con eficacia en uno de los
mejores libros que se han escrito sobre Marx en las últimas décadas
[G.A. Cohén, 1978], ahí está el meollo de la concepción marxiana
de la historia.
Pero adm itir tal determinación no im plica hacerse economicista
ni reducir la historia al factor económico, ni conlleva desprecio
alguno del papel de la subjetividad en la historia de los humanos.
Paralelamente, Marx ha hecho observar, en diferentes ocasiones, la
importancia del azar, de la casualidad y de las opciones personales
en los acontecimientos históricos. El “viejo topo” que, según él,
m ina los cimientos del sistema no era un “topo mecánico” que hur
ga, ciego, insconscientemente, en las contradicciones económicas
del modo de producir, ajeno a los sentimientos y deseos de las per
sonas, de las gentes y de las clases sociales; era, como les dijo a los
cartistas de izquierda en un m itin londinense y como le repitió
luego a su amigo Kugelmann bromeando sobre la irrelevancia de
una historia entendida como mera necesidad, un anim al vivo, hace
dor, activo. Eso sí, bifronte y demediado: que hace a veces sin saber
lo que hace y que, al hacer, se deja llevar naturalmente por la hybris.
No veo, pues, que sea obligado presentar la crítica marxiana del
capitalismo atendiendo mecánicamente a lo que sugiere la socorri
da metáfora que opone la base económica a las sobrestructuras
ideológicas. De hecho, Marx ha analizado y criticado la cultura o
civilización burguesa, en un sentido amplio, antes de llegar a for
mular las tendencias evolutivas por las que se rige la base m aterial
de la sociedad capitalista. Y no sólo cuando, en tanto que periodis
ta, tuvo que escribir sobre culturas, etnias, costumbres, ideas, po
líticas y políticas socioeconómicas de tales o cuales países concre
tos. Lo cual es natural: nadie, ni siquiera de su cuerda, le hubiera
publicado rollos economicistas cuando de lo que se trataba era de
ilustrar a los lectores sobre acontecimientos de actualidad. Pero lo
que es más importante: también hablando en general, no sólo de
tal o cual país concreto, el análisis crítico de la cultura dominante
o hegemónica es anterior (o simultáneo) en Marx a la dilucidación
detallada de lo que era la estructura económica del capitalismo.
Hay por lo menos tres aspectos de la cultura o civilización bur
guesa a los que Marx ha prestado atención.
El primero se refiere a la imbricación existente en ella entre
aspiración tecnocientífica y alienación. Matizando el canto a las
conquistas de la civilización industrial y productivista que había
escrito en el M anifiesto, Marx se ha dado cuenta, en 1856, de que
en sus días aquella cultura estaba conduciendo a una plétora mise
rable en la que la maquinaria, además de hacer fecundo el trabajo
humano, lo m utila y lo devora transformando las fuentes mismas
de la riqueza en fuentes de miseria. Ha visto que, en esa plétora
miserable, los progresos de la ciencia se pagan con la pérdida de
carácter y que, a medida que domina la naturaleza, el hombre do
m ina también a otros hombres y se envilece, de manera que “todos
nuestros inventos y todo nuestro progreso parecen desembocar en
un dotar a las fuerzas materiales de vida espiritual y en la conver
sión de la vida en estúpida fuerza m aterial”.
Después, mientras redactaba el volumen primero de El capital,
Marx ha relacionado esta ambivalencia del progreso tecnocientífi-
co característico de la civilización burguesa con la persistencia de
dos actitudes complementarias que se reiteran a lo largo de todo un
período histórico: la resignación positivista ante lo dado, ante lo
que hay, y la añoranza romántica del pasado. En esta civilización el
hombre se da cuenta de la deshumanización, del vacío y del envi
lecimiento que comporta la plétora miserable y vuelve sus ojos
hacia el pasado idealizado, hacia otras épocas en las que el indivi
duo, pobre en necesidades, parecía más pleno, más auténtico. De
ahí brota la nostalgia romántica, siempre enfrentada al realismo
positivista de quienes oponen este mundo nuestro, considerado
presuntuosamente como el mejor de los mundos posibles, al ideal
retorno de los otros a la naturaleza (o a las cavernas, como se suele
decir). La conclusión de Marx es radical: ésta es una civilización
que m ira hacia el pasado o se queda en el presente, que no quiere
verse a sí misma como un tránsito, que no mira hacia el futuro.
Mucho antes de que el “no hay futuro” se convirtiera en otra de las
ideologías explícitas de nuestra cultura, Marx escribió en los G run-
drisse: “La visión burguesa no ha ido nunca más allá de la oposición
a aquella otra visión romántica, y por eso ésta la acompañará, como
justificado contrario, hasta que descanse en paz”. Y por eso noso
tros, hombres del siglo X X , hemos podido oír hablar de “neorro-
manticismos”, “posromanticismos” y “neoposromanticismos”.
Y, por último, al analizar, ya en El capital, la industrialización del
campo y el proceso de introducción de la química en la agricultura
Marx ha precisado un aspecto nuevo, y muy relevante, en la consi
deración de todo sistema económico productivista. Esta precisión
enlaza igualmente con la idea del carácter ambivalente de todo pro
greso tecnocientífico, pero añade que en el caso de la agricultura, las
fuerzas productivas no sólo se convierten en destructivas en el sen
tido de ser liquidadoras de trabajo y devastadoras del trabajador, co
mo en el caso de la industria, sino también depredadoras de la natu
raleza. De modo que, en el marco de la cultura productivista que
caracteriza al capitalismo, y a medida que las otras fuerzas produc
tivas (tecnocientíficas) se imponen a la fuerza productiva hombre,
todo progreso en el aumento de la fecundidad del suelo para un
plazo determinado es al mismo tiempo un “progreso” en la ruina de
las fuentes duraderas de esa fecundidad, o sea, un retroceso.
Sería un anacronismo derivar de ese paso [OME 41, 140-142]
que Marx se ha ido haciendo ecologista con los años. No es eso. Ha
captado, leyendo a Justus Liebig, el aspecto negativo de la agricul
tura moderna conectada a la gran industria. Pero en la crítica de
ciertas implicaciones culturales del productivismo capitalista Marx
no sólo era hombre de su tiempo. Otros hubo, en su tiempo, más
sensibles al problema de la destrucción de la naturaleza. Como
hubo otros, también en su tiempo, más sensibles a los problemas y
reivindicaciones de las mujeres. O más sensibles a los sufrimientos de
los humanos ante otros males que la cultura burguesa ha acentuado.
Marx siempre pensó que, ya en sus días, naturaleza en estado pu
ro había poca, que casi todo lo que se llam a “naturaleza” es, de he
cho, naturaleza humanizada, artificializada por el hombre (aten
ción: para mal y para bien) y que esto mismo es consecuencia de un
larguísim o proceso histórico del que el productivismo capitalista
es sólo el final conocido. Por lo demás, en todos los contextos en
que aparece esta crítica a la civilización burguesa, incluido el paso
en que Marx habla de los efectos negativos de la quím ica y de la
técnica sobre el suelo cultivable, queda clara la centralidad que él
concedía al trabajo, a la tecnología y a la producción de bienes en
otras condiciones. Marx sugiere, eso sí, que puede haber otra forma
de relación entre el hombre y la naturaleza más respetuosa de ésta
y menos alienante para el hombre. No dice cuál. Sólo imaginó que
la abolición de la separación drástica entre ciudad y campo, en una
sociedad comunista, podía contribuir a ello.
Hay, sin embargo, un aspecto de la reflexión incoada en esa crí
tica m arxiana de la cultura o civilización burguesa que puede
interesar al otro ecologismo, al de la ecología política de la po
breza del siglo X X I. Aun manteniendo la centralidad del trabajo
(desalienado) y de la técnica (con toda su am bivalencia) en otras
condiciones sólo genéricam ente definidas, esta preocupación por
los efectos negativos de la agricultura moderna llevó a Marx a in
teresarse progresivamente por otros tipos de comunidades agra
rias. Y desde ahí recaló en el estudio de otras culturas: de viejas
culturas precapitalistas y de culturas agrarias viejas pero contem
poráneas del capitalism o y cuya vitalidad podía ser observada aún
al lado mismo de algunos centros industriales. Volvió sobre su
pregunta, tan decisiva, acerca de lo que podía pasar en un mundo
en el que el movimiento de la sociedad burguesa era todavía as
cendente y se puso a devorar libros de etnología y sobre las co
munidades campesinas.
MATICES, PRECISIONES, SUGERENCIAS:
UNA OBRA ABIERTA
Para tratar con la debida consideración al gran estudioso revo
lucionario debemos verlo tal cual es, y no como en las caricatu
ras e iconos levantados por enemigos y adoradores. Conocerle es
verle cambiar y comprender en qué sentido no cambió. Estar
“de su lado” es luchar para heredar lo mejor de él, su compren
sión de los nuevos mundos que iban surgiendo, su capacidad
crítica y autocrítica, la despiadada honestidad de su trabajo
intelectual, su tenacidad y su moral apasionada.
T e o d o r S h a n in , El Marx tardío y la vía rusa
D e ratones y hom bres
Los años que van desde la creación de la Asociación Internacional
de Trabajadores (AIT), en 1864, hasta la muerte de Marx, en 1883,
se pueden dividir en dos fases bien diferenciadas. En la primera de
ellas, hasta 1873, Marx desplegó una actividad casi frenética, tanto
desde el punto de vista científico como en lo que hace a las cosas
de la política. Además de redactar el libro primero de El capital y
de perfilar esa “obra abierta” que es el conjunto de su Economía,
Marx escribió muchas cosas de gran interés para la teoría política.
Esto últim o lo hizo al hilo de su actividad en la Asociación Inter
nacional de Trabajadores, a través del análisis de los principales
acontecimientos de la época, señaladamente de la guerra franco-
prusiana y de la Comuna de París, dialogando y discutiendo con
otros, como siempre. De este modo revisó su teoría de la revolu
ción formulada en 1848 y dió concreción al concepto de sociedad
alternativa, a la idea de la sociedad de iguales, a la idea del comu
nismo moderno.
El año 1873 marca una inflexión en la vida de Marx. Seriamente
enfermo y psicológicamente agotado, se vió obligado a seguir el
consejo de los médicos y tuvo que reducir de manera drástica todas
sus actividades. Este agotamiento coincidió con la crisis de la Pri
mera Internacional. En los diez años que le quedaban de vida,
Marx ya no publicó nada comparable a las obras de los períodos
anteriores. Incluso su C rítica del Program a de G otha, un documento
clave para la historia del socialismo, sólo vió la luz años después de
que Marx hubiera muerto. Esta constatación ha llevado a algunos
biógrafos a hablar de una lenta agonía o de la decadencia intelec
tual del viejo Marx.
La idea de que el último Marx, el Marx enfermo, el Marx de los
años 1873-1883, ya no era lo que fue, porque había entrado en fase
declinante, tiene que ser discutida. Esta idea se basa en la obser
vación, justa, según la cual, durante estos años, publicó muy poco.
Apenas unos cuantos folletos y prólogos: un artículo sobre indife
rencia en materia política (1873), la crítica al programa de Gotha
(1875), un trozo del A nti-D ühring (1877), algunas cartas de interés
político-social y el prólogo (con Engels) a la segunda edición rusa
del M anifiesto (1882). Pero a m edida que ha ido avanzado la nueva
edición crítica de la obra de Marx y se han recuperado manuscritos
que estaban depositados en el Internationaal Institut voor Sociale
Geschiedenis de Amsterdam, esta visión del últim o Marx tiene
que ser revisada. Hay motivos para considerar que aquel juicio era
precipitado. Publicar no lo es todo en este mundo. No lo era todo
en aquel mundo. Y menos en el caso de un hombre que ya antes
había renunciado a editar los M anuscritos de P arís y los papeles crí
ticos de la ideología alemana (tan apreciados luego: no sólo por los
ratones sino también por los hombres cultos). La historia del viejo
Marx, del Marx “tardío”, como se suele decir, es, pues, otra histo
ria de ratones y hombres.
Para explicarla hay que retroceder un poco.
El año en que se creó la Asociación Internacional de Trabajado
res, 1864, fue también un año bueno para los Marx desde el punto
de vista de la economía doméstica. Como a veces ocurre, eso estuvo
precedido por dos desgracias: la muerte de la madre de Marx, en
Tréveris, y la muerte del amigo de la fam ilia W ilhelm W olff (al
que Marx dedicaría El capital), en el exilio de Manchester. Marx
heredó de los dos y la fam ilia pudo pagar las deudas y trasladarse a
una casa grande con jardín, en Modena Villas, que a Jenny von
Westphalen le pareció un palacio. Marx escribió El capital en un
despacho muy luminoso de esa casa presidido por un busto de Zeus
y una pieza de tapicería que había sido de Leibniz (regalos ambos
del doctor Kugelmann). La euforia llegó a tanto que casi al mismo
tiempo que se creaba la AIT Marx se decidió a especular en bolsa
con valores americanos y ganó 400 libras. Pero el optimismo duró
poco. Los Marx gastaron tanto en unos meses que un año después
Karl Marx ya estaba pidiendo dinero otra vez a Engels.
Es a partir de datos como éste, con un simple cálculo sobre ingre
sos y gastos anuales y una referencia al coste de la vida en el Lon
dres de aquellos años, como McLellan llegó a la razonable con
clusión de que Marx era bastante inútil en la administración del
dinero. La madre de Marx pensaba lo mismo de su hijo. Y una vez
se atrevió a decirlo: “Tenía que haber hecho capital en lugar de dedi
carse sólo a escribir sobre el capital” {McLellan,1983, 410}.
Desde 1866 Marx ha vivido fundamentalmente de las aporta
ciones de Engels cuya generosidad no tenía lím ites. Marx declaró
una vez que sin la ayuda de Engels nunca habría llegado a escribir
su obra. Tenía razón. Y la tenía incluso por encima de la situación
concreta en la que él pensaba en ese momento: no sólo porque la
redacción definitiva del libro primero de El capital seguramente
habría sido imposible sin la ayuda económica de Engels, sino tam
bién porque los libros segundo y tercero se habrían quedado, sin el
trabajo de Engels, en m aterial en bruto para la roedora crítica de
los ratones, como La ideología alem ana. Independientemente de la
leyenda que luego se fue construyendo acerca de la total identidad
de criterio e ideas entre Marx y Engels (como nuevos dióscuros del
socialismo moderno), lo cierto es que aquella relación fue un ejem
plo de lealtad mutua. Los trabajadores comunistas del siglo X X
tenían razón al exaltar esa amistad hasta provocar la confusión de
los ignorantes de la policía política que les perseguía y que llegó a
creer que Marx y Engels eran un solo hombre. Pues la amistad
entre aquellas dos personas sólo vaciló una vez, en 1863, en ocasión
de la muerte de la compañera de Engels, Mary Burns. Y por culpa
de cierta insensibilidad de Marx, egoístamente agobiado por las
deudas propias y por la propia situación familiar. El traslado de
Engels desde Manchester a Londres en los años siguientes sirvió
para anudar aún más los lazos con el trato personal diario.
Para cuando Marx publicó el libro primero de El capital dos de
sus hijas, Laura y Jenny, estaban ya pensando en independizarse.
En los años siguientes Laura se casó con Paul Lafargue y Jenny
buscó un trabajo a tiempo parcial. A sí las cargas económicas de los
Marx fueron disminuyendo y la situación estabilizándose relativa
mente, eso sí, siempre con la ayuda de Engels. Pero entonces la sa
lud de Marx, que ya llevaba años sufriendo de forunculosis y que
había tenido un cólico biliar en 1865, se deterioró seriamente. El
esfuerzo intelectual realizado para terminar la redacción de su libro
y el desgaste psicológico que le produjo la actividad desarrollada
en la dirección de la Internacional en el paso de una década a otra
acabó haciendo crisis en 1873. Como Engels le venía recomendan
do desde años atrás, Marx tuvo que cambiar su modo de vida, ahora
por prescripción facultativa: una hepatitis latente desde hacía una
década le lesionó el hígado. Y desde entonces tuvo que convivir
diariamente con diviesos, jaquecas, cefaleas e insomnios. Los m édi
cos le prohibieron que trabajara más de cuatro horas al día. Marx
comentó así la prohibición: “Una sentencia de muerte para todo
hombre que no sea una bestia”. Eso le obligó a modificar sus há
bitos anteriores y también a revisar todos sus planes, empezando
por el plan monumental que tenía para la Economía.
En la recta final de su vida Marx decidió no perder tiempo con
polémicas inútiles y empezó a distinguir con claridad entre amigos
políticos y amigos científicos. Llamaba “canallas” a los que acomo
dan los resultados de la investigación científica a las propias ideas
políticas: otra forma de criticar la ideología. El contacto obligado
con la naturaleza le llevó a interesarse más por las ciencias de la
naturaleza y también por la teoría evolucionista y sus derivaciones.
Algunos de los que le trataban en esa época empezaron a decir, en
privado, que se había hecho más tolerante. El protestaba. Es posi
ble, sin embargo, que eso de la tolerancia fuera cierto en lo que ha
ce al trato que tenía entonces con los amigos “científicos”. El mismo
pensaba que, de viejo, había logrado algo así como cierta ecuan.im.i-
dad. Se hizo menos sarcástico, pero no le abandonó la autoiro-
nía: ”La vejez trae la sabiduría. Por lo menos en el sentido de que
uno evita m algastar inútilm ente energías”. Y también se hizo un
tanto más escéptico. Solía repetir aquello de “hay que dudar de to
do”. No he visto, en cambio, documentos que permitan concluir
nada parecido en lo referente a sus juicios políticos. Al contrario:
la mayor parte de las intervenciones y declaraciones de Marx en
este aspecto, entre 1875 y 1882, dan más bien la impresión de que,
con los años, se hizo más radical.
Desde 1875 Marx tuvo que peregrinar a distintos balnearios to
dos los años, buscando en las curas de aguas y en los climas tem
plados un alivio a sus males hepáticos y bronquiales. Varias veces
le acompañó su hija menor, Eleonor, con la que ha tenido una
relación excelente en esa época. En general la vida de Marx, guia
do ahora por los médicos, se hizo más regular y ordenada, el víncu
lo fam iliar más profundo, aunque, como suele ocurrir en estos ca
sos, a veces también más conflictivo. Aquel mismo año, 1875, los
Marx se cambiaron a una casa más pequeña, aunque también ajar
dinada, en el mismo barrio londinense. Y pronto a la enfermedad
de Marx se unió la enfermedad de Jenny von Westphalen. Los re
cuerdos de ésta tienen en esa época un tono melancólico. En 1879
los médicos le diagnosticaron un cáncer de hígado. Desde 1880
Karl Marx y Jenny von Westphalen estuvieron ya muy enfermos y
la relación entre ellos se hizo difícil en aquellas condiciones.
Eleanor ha dejado un página m uy hermosa sobre los últimos mo
mentos de Karl y Jenny:
Fue una época horrible. Nuestra querida madre estaba en la gran
sala de enfrente. Moro en la pequeña habitación de atrás. Y los dos,
tan acostumbrados el uno al otro, tan próximos entre sí, no podían
siquiera estar juntos en la misma habitación [...} Nunca olvidaré la
mañana en que [Karl] se sintió suficientemente fuerte para ir a la ha
bitación de mamá. Cuando estuvieron juntos de nuevo eran hombres
jóvenes: ella una muchacha joven y él un joven amante, ambos en el
umbral de la vida, no un viejo devastado por la enfermedad y una
vieja agonizante que se separaban el uno del otro para siempre.
Cuando murió Jenny von Westphalen, en diciembre de 1881,
Engels dijo: “Karl también ha muerto”. Pero el Moro aún vería mo
rir a su primogénita, la otra Jenny, antes de irse definitivamente.
O tra a m b iv a l e n c ia : o b r a a b ie r t a y sis t e m a
En los meses inmediatamente anteriores a la publicación del li
bro primero de El capital Marx tenía, como se ha visto, un proyec
to de investigación económica monumental. Este proyecto había
cuajado incluso en un plan definido de publicaciones: la “Eco
nomía”, bajo el título general de El capital, iba a tener, según ese
plan, cuatro libros. El primero dedicado al proceso de producción
del capital; el segundo al proceso de circulación del capital; el ter
cero a la configuración del proceso global; y el cuarto a la historia
de la teoría [carta a Kugelmann del 13-X-1866}. En aquel mo
mento, y en los meses que siguieron, Marx era muy optim ista acer
ca del progreso de su trabajo: esperaba tener lista toda la obra para
su publicación en 1868 lo más tarde.
A pesar de la enorme cantidad de m aterial acumulado para cada
uno de los libros y de la ambición del proyecto, tal plan no era del
todo descabellado para un adulto entonces todavía sano y traba
jador como Marx, pues la parte dedicada a la historia crítica de las
teorías de la plusvalía había quedado muy avanzada en los años
anteriores y la síntesis o configuración del proceso global parecía
cosa relativamente fácil de redactar a tenor de lo escrito en la Con
tribución a la crítica de la economía política y de los materiales conte
nidos en los G rundrisse. Engels, sin ir más lejos, ha creído que, efec
tivamente, aquel plan era practicable a condición de que Marx
pudiera dedicarse fundamentalmente a escribir. Y hay que decir
que Engels hizo todo posible para que fuera así: desde 1866 pasó a
Marx una pensión anual con ese objetivo e intentó en todo momen
to que el am igo pudiera concentrarse en el trabajo científico. La
mayor parte de sus conocidos, tanto políticos como científicos
(empezando por Kugelmann, que lo hizo hasta la impertinencia),
le insistieron en el mismo sentido, y en diversas ocasiones Marx les
hizo creer que, en efecto, los siguientes volúmenes de la obra esta
ban a punto de ser terminados.
Pero no fue así. Marx no llegó a term inar nunca los otros libros
y, a su muerte, Engels se encontró con una enorme cantidad de
manuscritos a medio redactar y de materiales en bruto que le obli
garon a un trabajo de once años para dar forma a lo que había sido
el plan original de Marx. Si cumplió o no cumplió el plan previs
to y si ordenó o no los materiales como Marx lo hubiera hecho, es
otra cuestión. Una cuestión discutida e interesante no sólo para la
marxología sino también para la historia de los “ismos” [Rubel,
1973 y 1974; Sacristán, 1976 y 1983]. Pero no entraré en ella aquí.
Inicialmente el motivo por el cual no iban a cumplirse las previ
siones de Marx fue su dedicación a las tareas de organización de la
Primera Internacional.
Si entre 1864 y 1867 esta actividad ya había retrasado la term i
nación del primer volumen de El capital, a partir de 1868 las res
ponsabilidades políticas de Marx en el Consejo General de la AIT
acabarían imposibilitando la realización del proyecto. El estallido
de la guerra franco-prusiana, la proclamación de la Comuna de
París y su represión posterior fueron acontecimientos que ocuparon
preferentemente a Marx durante los años 1868 a 1872. En 1871 ya
había renunciado a la publicación inmediata del libro segundo de
El capital. Pero esta renuncia estaba motivada por una combinación
de factores que no hacía augurar todavía la definitiva inconclusión
del proyecto. Eran los motivos de siempre en el aplazamiento del
trabajo teórico de Marx: de un lado, la dedicación política; de otro,
su necesidad de analizar las tendencias económicas recientes, tanto
en el plano de los hechos como en el ámbito de los estudios, ten
dencias en curso que él consideraba ahora decisivas para su trabajo.
Debe decirse que, por lo que hace a la difusión de El capital, los
meses que van de 1872 a 1874 han sido los mejores: se había ago
tado la primera edición alemana, se comenzó a traducir el texto al
francés para publicarlo en fascículos y se editó con éxito la traduc
ción al ruso. Si en 1868 la difusión y recepción de la edición ale
mana de El capital había sido un fracaso bastante clamoroso [R u
bel, 1974], en 1872 los vientos habían cambiado. El papel jugado
por la AIT en la Comuna de París, la implantación lograda por los
primeros partidos obreros en Alemania y, sobre todo, las expecta
tivas creadas en Rusia (tanto en ambientes académicos como en
ambientes políticos) favorecieron la difusión de El capital y dieron
nuevos ánimos a Marx. Un solo dato: la primera edición alemana,
de m il ejemplares, tardó cinco años en agotarse; la edición rusa, de
tres m il ejemplares, llevaba vendida su tercera parte seis meses
después de que viera la luz. Entre 1872 y 1873, precisamente ante
la previsión de la publicación de las ediciones rusa y francesa y de
la segunda edición alemana, Marx dedicó muchas horas a mejorar
algunos capítulos del libro primero y eso le llevó a replantearse de
nuevo el plan para los libros segundo y tercero. Pero ahí se rompió.
Cuando, derrotada ya la Comuna de París, empezó la fase decre
ciente de la Internacional hasta llegar a su práctica liquidación, el
agotamiento de Marx y la seriedad de su enfermedad hepática eran
tales que lo prioritario pasó a ser tratar de recuperar, al menos par
cialmente, la salud perdida. Aquel proyecto necesitaba mucha con
centración intelectual y aunque Marx siguió leyendo muchísimo e
informándose sobre la evolución de la situación económica en el
mundo, y a pesar de que su capacidad para relacionar todo con todo
le perm itía producir aún ideas im aginativas, no volvió a tener la
cabeza que tuvo en las décadas anteriores. Al menos la cabeza que
había que tener para resolver los problemas que se había planteado
en el plano teórico. Por eso la obra de su vida quedó abierta. Y tal
vez por eso, porque en aquellas condiciones era más fácil hacer la
síntesis divulgadora de lo logrado en las décadas anteriores que
concentrarse en la continuación de una investigación en curso,
aquella concepción del mundo, de la historia y de la sociedad, la
marxiana, que había empezado de forma crítica y se había formu
lado de forma polémica, empezó a tomar (con obras como el A nti-
D ühring y D el socialism o utópico a l socialism o científico) la forma de un
sistema. Esta es la otra cara de la obra abierta, inconclusa.
El que eso llegara a ocurrir no es, en efecto, sólo responsabilidad
de Engels. Es también una consecuencia de la enfermedad de Marx
y de la lealtad del amigo con el amigo. Marx escribió un trozo del
A nti-D ühring y revisó con Engels toda la obra (1877-1878). Tam
bién escribió, en 1880, un prólogo para la edición francesa del en
sayo de Engels sobre el paso del socialismo utópico al socialismo
científico. La expresión misma, “socialismo científico”, aparece re
currentemente en la correspondencia de Marx durante esos años.
Sólo que al mismo tiempo, mientras que Engels se dedicaba a
aquella tarea (en lo esencial político-cultural, de ilustración de los
trabajadores) que Marx compartía, la cabeza de este últim o empe
zaba a poner en relación otras tres cosas: la evolución histórica de
la renta de la tierra en distintas sociedades, la persistencia del co-
munitarismo rural junto a la cultura burguesa y los recientes estu
dios etnológicos y antropológicos que estaban apareciendo en Ale
mania, Estados Unidos, Inglaterra y Rusia.
P r e c isio n e s so b r e f r a t e r n id a d e in t e r n a c io n a l is m o
Los ocho años (1864 a 1872) dedicados a la organización y desa
rrollo de la Asociación Internacional de Trabajadores fueron tan
decisivos para la configuración de la filosofía política de Marx
como lo habían sido los inmediatamente anteriores y posteriores a
las revoluciones europeas de 1848. En lo esencial, su pensamiento
político estaba ya formado entonces. Pero los matices y precisiones
que sobre el concepto de revolución y sobre la idea misma de co
munismo Marx introdujo a partir de esta otra experiencia tienen
mucha importancia. No voy a entrar ahora en el detalle de las po
lémicas entre las distintas corrientes ideológicas (prudonianos,
blanquistas, bakuninistas y marxistas) de aquella organización. No
es ese el tema aquí. Solo diré a este respecto que la tradición eman
cipadora moderna que durante décadas se ha inspirado en Marx no
podría entenderse sin lo que éste aprendió y produjo gracias al con
tacto directo con dirigentes de las diversas organizaciones obreras
europeas de esa época, algunos de los cuales (empezando por Ba-
kunin) no pensaban como Marx.
Lo que dio nuevo perfil a la filosofía política de Marx fue la ne
cesidad de sintetizar las reivindicaciones básicas de los trabajadores
del momento, la voluntad de pasar desde un programa fundamen
tal o de principios, como era el M anifiesto, a un programa de acción
con el que se sintieran realmente identificados trabajadores de muy
distintas nacionalidades. Esto, si se tiene en cuenta lo dicho a
propósito del carácter normativo (no sociológico) de la repetida
frase del M anifiesto —“los trabajadores no tienen patria”—, ha sido
siempre sumamente complicado. Lo era ya entonces. Tal vez la me
jor manera de llam ar la atención sobre esta dificultad, desde lo más
primario, las lenguas de uso, sea recordar la ironía del propio Marx,
a propósito de Paul Lafargue, cuando éste, en una de las reuniones
de la Internacional, en Londres, se suelta un inflamado discurso
sobre el fin de las nacionalidades, y lo hace en francés (una lengua,
comenta Marx, que no entendía ni el veinte por ciento de los pre
sentes).
Primera precisión, por tanto: cómo se compagina la declaración
normativa, intem acionalista, con el hecho, puesto que era un he
cho, de que los trabajadores europeos integrados en aquella Asocia
ción hablaran diferentes lenguas y expresaran en ellas sentimien
tos, ilusiones y reivindicaciones que, por compartidos que fueran
en lo sustancial, se hallaban condicionados por diferencias nacio
nales y étnicas muy notables. En los documentos que redactó para
la AIT Marx ha establecido, en aras de esta compaginación, tres
criterios: autonomía política, vínculo fraterno y política interna
cional propia.
Su argumentación en favor de la autonomía política reafirma la
idea de que la emancipación de la clase trabajadora tiene que ser
obra de la clase trabajadora misma. Pero ahora, conociendo la d i
versidad de aquel movimiento sociopolítico, Marx precisa que la
tarea de la AIT es coordinar y generalizar los movimientos espon
táneos que surgen en los distintos países. Coordinar y generalizar,
no ordenar o imponer nada al conjunto. Si se compara esto con lo
dicho en el M anifiesto se verá que la precisión es bastante más que
un matiz. Pues im plica la renuncia a imponer “un sistema doctri
nario determinado” o a proclamar ya cuál debe ser el sistema de
cooperación alternativo en el futuro. Basta, piensa Marx, con lim i
tarse al enunciado de unos pocos principios generales.
Esta lim itación, que para alguien que tiene punto de vista sobre
la sociedad del futuro (y Marx lo tenía) se tiene que entender como
una autolim itación, se hace en aras del segundo criterio que es, en lo
sustancial, un criterio político-moral: el del vínculo fraterno. Por
su número el proletario es ya o empieza a ser (según los países), en
esa época, la mayoría de la población. Pero, dada la diversidad de
formas políticas, la inexistencia todavía de un sufragio universal y
la experiencia de que los poderosos, en los momentos de crisis,
tienden a liquidar la propia legalidad (“la legalidad nos m ata”,
decían por entonces poderosos que se llamaban a sí mismos libe
rales), el número no es suficiente. Hace falta la unidad de los de
abajo. Y ésta no se construye en días. Se edifica pacientemente en
el plano cultural cultivando la fraternidad de clase.
Pero, puesto que fraternidad es una hermosa palabra que se pue
de decir de muchas maneras (y en esa época se hablaba, entre otras
cosas, de la “fraternidad que produce el librecambio”), para com
paginar especificidades nacionales y voluntad intem acionalista
hace falta todavía un tercer criterio político-moral: meterse en los
“m isterios” de la política diplom ática e internacional. En lo que
tiene de político este criterio exige: considerar la política interna
cional como la otra cara de las luchas sociales y, en consecuencia,
denunciar las maniobras gubernamentales que arrastran a las gen
tes a las guerras y ponen a los proletarios, en cada país, detrás de
quienes las declaran. También en esto Marx precisa: critica el na
cionalismo de los gobiernos imperiales y de las naciones grandes
pero comprende y alienta las reivindicaciones nacionales de pola
cos (frente a Rusia y Prusia), irlandeses (frente a Inglaterra) e italia
nos (frente a Austria).
Este criterio tiene, además, una connotación ética en la medida
en que pretende aproximar dos ámbitos cada vez más separados en
aquel mundo (que es el nuestro): el mundo de las relaciones entre
los ciudadanos y el mundo de la alta política internacional. Por eso
el manifiesto inaugural de la AIT también se autolim ita: sólo
quiere (pero ese “sólo” ya es mucho en aquellas circunstancias y en
las nuestras) que las “sencillas leyes de la moral y del derecho” re
gulen a la vez las relaciones entre las personas y las relaciones entre
las naciones. Así se precisa el viejo lema de Flora Tristán y del
M anifiesto comunista'. “Proletarios de todos los países, unios”. Unios,
se dirá ahora, a sabiendas de que el proletariado necesita otra polí
tica también para las relaciones internacionales. La cultura autóno
ma de la clase ascendente va tomando así forma propia.
En una entrevista que concedió, en 1871, a la publicación neo
yorquina The W orld Marx amplió su argumento sobre la forma de
compaginar las diferencias nacionales en una am plia red interna
cional. Después de señalar que el objetivo principal de la AIT era
la emancipación económica de la clase obrera mediante la con
quista del poder y la utilización del mismo para la realización de
sus fines sociales, el entrevistado acaba con estas palabras:
Nuestros objetivos tienen que ser necesariamente tan amplios como
para abarcar todas las formas de actividad de la clase obrera. Dar a
estos objetivos un carácter particular habría significado reducirlos a
las necesidades de una sola sección, a las necesidades de los traba
jadores de una sola nación. Pero entonces ¿cómo convenceríamos a
todos de que se unieran si el objetivo fuera alcanzar sólo las metas de
algunos? Si nuestra AIT fuera así no tendría derecho a llamarse
Internacional.
La AIT no impone ninguna forma fija al movimiento político. Sólo
exige que este movimiento se oriente hacia un mismo fin. La AIT está
formada por una red de sociedades afiliadas que abarca todo el mundo
del trabajo. En cada una de las partes del mundo aparecen aspectos par
ticulares del problema del trabajo; los obreros los tienen en cuenta y
tratan de resolverlos a su manera. Pues las organizaciones obreras 110
pueden ser absolutamente idénticas en Newcastle y en Barcelona, en
Londres y en Berlín. La Internacional no tiene la pretensión de impo
nerles su voluntad, ni siquiera pretende dar consejos: ofrece a todo
movimiento en curso su simpatía y su ayuda, dentro de los límites
establecidos por sus estatutos.
P r e c isio n e s so b r e v io l e n c ia y r e v o l u c ió n
La conquista del poder. He ahí la madre del cordero. Ese es otro
de los puntos en que el hipotético lector actual de Marx sentirá la
tentación de pasar página o de cerrar el libro. Sí, sabemos: las revo
luciones devoran a sus hijos; el poder corrompe; la lucha violenta
contra la violencia hace violentos a quienes no querían serlo; los
rebeldes dejan de serlo; las revoluciones no hacen progresar a la hu
manidad... Pero también sabemos desde Tocqueville: antes de so
meter a juicio sumarísimo a los revolucionarios de un día, entérate
de qué había antes de las revoluciones. Tanto como eso no cabe
aquí. Para aproximarse simpatéticamente a esa comprensión se
puede sugerir, sin embargo, la lectura de algún médico o filántropo
de la época sobre las condiciones de vida de los trabajadores en
Manchester, en París, en Barcelona o en las minas de Río Tinto. O
escuchar alguna cinta con los cantos de Eugéne Pottier para la Co
muna de París: el heavy m etal de la época. O leer algo serio sobre
cómo se reprimió a los comuneros y qué repercusión tuvo eso en
los otros países de Europa, incluido el nuestro.
Supongamos que somos pacifistas. No de la rama del pacifismo
fundamentalista, que se dice, ni de la rama del pacifismo acciden
tal: gandhianos, por ejemplo. ¿Hay, desde ahí, motivos para cerrar
el libro de Marx y dejar de dialogar con él? Creo que no.
Empecemos por el concepto de violencia. Marx ha escrito en esos
años, por ejemplo esto: la violencia es la comadrona de la historia.
¿Estaba, pues, a favor de la violencia, así, sin más? Por supuesto,
no. No a favor de la violencia individual: escribió contra prácticas
de ese tipo, como el duelo, que era un hábito en la cultura prusiana
que él había conocido de cerca (un hábito mediante el que com
pañeros suyos quieron resolver las diferencias en la Liga comunista;
un hábito por el que murió uno de los grandes del movimiento
obrero alemán, Ferdinand Lassalle). Tampoco a favor de la violen
cia verbal o demagogia: no era su estilo, lo suyo era denunciar la
demagogia de los hechos. Tampoco a favor de la violencia terrorista
indiscriminada de aquellos a los que, como al Netchaiev literaturi-
zado por Dostoievski, les salían sobrando dos tercios de la huma
nidad: Marx escribió contra eso en varias ocasiones y no lo quería
para “su” partido. Tampoco a favor de la violencia supuestamente
legal que exige la pena de muerte para castigar al crim inal: escribió
contra la pena de muerte, en 1853, y llamó “m iserable” a una so
ciedad que no ha encontrado otro medio de defenderse que el ver
dugo y que proclam a su propia brutalidad como una ley eterna.
Tampoco era Marx de los que justifican la necesidad de la vio
lencia porque ésta parece estar en los genes del hermano lobo. ¿Qué
quería decir entonces con eso de que la violencia es la “comadrona”
de la historia? ¿Y de qué historia? Él hablaba de una historia muy
concreta, que es lo que sigue a la frase que siempre se corta cuan
do se cita (precipitada o interesadamente) a Marx: “la comadrona
de toda vieja sociedad preñada de una sociedad nueva,”. ¿Qué sociedad
es esa? M ayorm ente la que Marx tenía ante los ojos: una socie
dad cuyos protagonistas, los miembros de las principales clases
sociales, se enfrentan en condiciones de igualdad jurídica: derecho
contra derecho. En esas condiciones, piensa Marx, que es en esto
hegeliano, lo que decide es la violencia, la fuerza (Gewalt). No se
trata, pues, de una violencia cualquiera, sino de violencia social
{OME 40, 255; OME 41, 260].
Pero ¿toda violencia social tiene que cristalizar en violencia po
lítica? Desde luego, no. Para empezar hay sociedades que no pa
recen quedar preñadas nunca de lo nuevo. Y luego, incluso en las
sociedades, hay embarazos y embarazos. Puede haber, por tanto, en
circunstancias concretas, otras comadronas de la historia distintas
de la Doctora Violencia. Marx no niega eso. Siendo dirigente de la
AIT ha pensado que en algunos países (incluido aquel en el que él
estaba viviendo) los proletarios podían conquistar el poder pacífi
camente. Y con esa idea ha estado a favor de la universalización del
sufragio cuando muchos de los poderosos de su época estaban en
contra. Incluso después de ver lo que pasaba en la ciudad de París
en 1870-1871, cuando los liberales decían aquello de “la legalidad,
nuestra legalidad, nos m ata”, incluso después de ver el significado
de las leyes antisocialistas que dejaban fuera de la legalidad al par
tido obrero en Alemania, Marx ha seguido diciendo, cuando se lo
han preguntado, que en los países preñados de lo nuevo pero de
otra manera, como Inglaterra, EE.UU. y tal vez Holanda, los traba
jadores podrían hacerse con el poder por vía pacífica.
Solo que los tres ejemplos que él ha seguido con más atención en
sus últimos años, Francia, Alemania y Rusia, no llevaban precisa
mente ese camino. En 1851 siete millones y medio de franceses
(frente a seiscientos m il) han aprobado en plebiscito un golpe de
estado. El primer embrión de lo que llamamos seguridad social no
ha llegado a Alemania de la mano del liberalismo sino limitando las
libertades desde arriba y prohibiendo la prensa socialista. Y, m ien
tras tanto, en EE.UU. asesinaban al líder antiesclavista Lincoln (en
el que la AIT había puesto muchas esperanzas). Y el gobierno inglés
no quería ni oír hablar de parlamento y sufragio en las colonias.
Marx, como sus contemporáneos, ha vivido desde 1848 hasta
1880 en una Europa en la que la forma más alta de la violencia
humana, la guerra, fue un hecho casi cotidiano. La observación del
continuo entrelazarse de guerra y revolución en Europa ha marca
do su pensamiento. Marx ha sido testigo (y analista) de la guerra
de Crimea (1855-1856), de las guerras en favor de la unidad ita
liana, de la guerra francopiamontesa contra A ustria (1859), de la
guerra de secesión americana (1861-1865), de la guerra austropru-
siana (1866), de la guerra franco-alemana (1870-1871), de la crisis
de los Balcanes que dió lugar a la guerra serbo-turca y luego ruso-
turca (1875-1878). Es imposible separar su noción de la violencia
de una vivencia como ésa. Al final de la guerra ruso-turca, en una
entrevista que le hicieron en diciembre de 1878, Marx dijo que no
hacía falta ser socialista para prever que en Rusia, Alemania,
Austria y tal vez Italia se producirían revoluciones parecidas a las
que habían tenido lugar en Francia. Pero matizó: “Tales revolu
ciones serán realizadas por la mayoría de la población, no por un
partido” [H .M . Enzensberger, 1973, II, 441}.
Queda la pregunta, fundada, que unos se hacen como cuestión de
principios y otros accidentalmente, acerca de si los de abajo tienen
necesariamente que proponerse tomar violentamente el poder para
lograr la igualdad social. En este caso conviene ponerse la mano en
el corazón y distinguir: ¿de qué estamos hablando: de nuestros
tatarabuelos o de nosotros mismos? Hay preguntas que no tienen
sentido en determinados momentos históricos. Si no hay preñez no
perdamos el tiempo discutiendo el nombre que se debe poner al ni
ño. Pero si, a pesar de ello, se quiere seguir hablando en serio acer
ca de lo que no dejará de ser un gran asunto para el animal cívico
que es el hombre preocupado por lo social, por la existencia de la
desigualdad y de la violencia social, entonces no queda más reme
dio que seguir mirando a la historia: a la historia de las revolucio
nes y de las guerras y a la otra; a la de la Comuna de París, que fue
el referente de Marx, y a la de las sociedades que quedaron emba
razadas de lo nuevo de otra manera. Contra lo que se suele decir, la
historia no demuestra casi nada. La Historia, el gran relato de la hu
manidad, se compone de demasiadas historias como para buscar en
ella demostraciones. Pero sugiere, al menos, lo que no nos conviene
hacer: hablar por hablar (a destiempo) o negar los problemas de
otros porque ya no son los nuestros.
P r e c isio n e s s o b r e c o m u n is m o
De la experiencia de la Comunne Marx sacó algunas lecciones
que le iban a servir para acabar de perfilar su idea de comunismo.
Ahora se puede recapitular sobre esto.
Comunismo es, para Marx, por de pronto un movimiento p o líti
co y social: una vieja tradición en favor de la emancipación humana
con una forma moderna. Luego, también, un partido en sentido
amplio: el sector de los trabajadores que quiere ser más consciente
y más resuelto en la lucha entre las clases. Subrayo esto: que quiere
ser. No que lo sea ya siempre y de una vez por todas. Para serlo hay
que estudiar, hay que fajarse y hay que demostrar en la práctica lo
que se quiere ser. N i la clase obrera va a ir al Paraíso por el lugar
en que ha nacido o por la fábrica en que trabaja, ni los comunistas
van a ser los más resueltos y los más conscientes entre los trabajadores
y quienes están con los trabajadores por el mero hecho de proclamar
lo. Hacer es la mejor forma de decir. Y la mejor forma de decir no
es siempre, según el Marx ya crepuscular, el programa: “Cualquier
paso del movimiento real es más importante que una docena [no
“m il”, como se escribe a veces exagerando el voluntarismo acti
vista] de programas” £C rítica d el program a de G otha, 1978, 78}.
De ninguno de los movimientos o partidos organizados que él
conoció o en los que estuvo hubiera dicho Marx que reunían ya las
características suficientes como para ser llamados movimiento o
partido comunista. Todo lo que conoció (desde la Liga al partido
obrero alemán pasando por la Internacional y por las distintas aso
ciaciones de trabajadores) le pareció embrión o bosquejo de eso. Y,
por unas u otras razones, todo lo criticó también. A veces, porque
quería mantener sosegada lo que le parecía en parte que podía lle
gar a ser su propia casa, con discreción, casi como desde dentro:
llamando a las cosas por su nombre pero sin dar publicidad a la dis
crepancia. O para “salvar su alm a” sin perjudicar a los amigos. Tal
es el caso de la crítica al programa de Gotha del partido alemán.
Comunismo era, además, para Marx, hablando filosóficamente,
libertad concreta. O sea, no sólo conciencia de la libertad frente a
la constricción política o externa, sino también libertad en un sen
tido positivo, a saber: superación de las alienaciones, hombre nue
vo, nueva cultura, nuevo modo de vivir, nueva red de relaciones
sociales. Dónde y cuándo. En la década de los setenta, desde 1871,
Marx puso el ejemplo de la Comuna de París, alabó el espíritu de
fraternidad que a llí se creó, las medidas que a llí se tomaron y los
objetivos que los comuneros se propusieron: la supresión del ejérci
to permanente, el que todos los cargos públicos fueran desempeña
dos con salarios de obreros, la separación Iglesia/Estado, la elec
tividad y revocabilidad de magistrados y jueces, la autonomía de
las asambleas de base, la ampliación de la democracia representati
va en democracia directa, el control obrero de la producción, etc.
[La gu erra civ il en F rancia, 1968, 90-104].
En algunos escritos posteriores a la Comuna de París, y señala
damente en uno de 1873, “Indiferencia en m ateria política”, para
la revista italiana La Plebe (dirigida por Enrico Bignani), Marx
siguió relacionando el viejo tema del M anifiesto sobre “la conquista
de la democracia” con la construcción del socialismo. En ese con
texto propugnó un programa de reformas que habrían de ser lle
vadas a cabo por vía pacífica y aplicación de medidas legales. Este
programa, que pone el acento en la reforma del sistema producti
vo y de instrucción, resume bien la idea que Marx se había hecho
entonces de lo que podía ser una democracia radical en tránsito ha
cia el socialismo: enseñanza prim aria obligatoria, prohibición del
trabajo de los niños, gratuidad de la enseñanza hasta los estudios
universitarios, neutralidad de la instrucción desde el punto de vista
ideológico y político, reducción de la jornada de trabajo, lim i
tación del derecho de herencia.
Ahora bien, como también la Comuna de París había acabado en
derrota, Marx insistió durante esos años en su idea de vincular la
conquista de la democracia y el comunismo a la consolidación del
poder político de la clase obrera. Precisamente la reflexión sobre la
nueva derrota le llevó a un tema decisivo, el del Estado. En sus ú l
timos años Marx leyó y pensó mucho sobre el Estado. Pero leyó y
pensó sobre las formas históricas de Estado anteriores al capitalis
mo o, críticamente, sobre las formas de Estado existentes bajo el
capitalismo. Escribió poco acerca de qué contraponer a éste. No
hay, desde luego, en el últim o Marx, una teoría alternativa del Es
tado. Hay afirmaciones sueltas, contenidas, unas, en sus comenta
rios marginales al libro de Bakunin Estatismo y anarquía (1874) y,
otras, en sus comentarios al programa de Gotha del partido obrero
alemán (1875). Estas afirmaciones sugieren al lector actual la exis
tencia de una contradicción (antiestatalismo, de un lado, dictadu
ra del proletariado, de otro); pero la proximidad temporal de los
textos pone de manifiesto que Marx no vió ahí o no se dio cuenta
de la ambivalencia de sus formulaciones. Por una parte, proclamó
que en el comunismo no habrá Estado; no habiendo clases sociales
no será necesario el Estado. Marx conocía demasiado bien la buro
cracia y el estatalismo prusianos como para hacerse él mismo es-
tatalista. Vinculó, por tanto, la consecución de la libertad concreta
a la lim itación de las funciones del Estado. Por eso escribió: “La
libertad consiste en que el Estado deje de ser un órgano super
puesto a la sociedad para convertirse en órgano completamente
subordinado a ella. Ya hoy las formas de Estado son más o menos
libres según la medida en que se lim ite la [llam ada] "libertad del
Estado”. Sin embargo, en el mientras tanto, para llegar a esa si
tuación deseable, Marx consideró necesaria una inversión previa
del sentido de dominación de clase existente bajo el capitalismo y
siguió llamando a esto dictadura del proletario. El resultado es algo
así como un pez cornudo al que Lenin describiría con las palabras
“dictadura democrática del proletariado”, o sea, una forma política
autoritaria (inspirada en el jacobinismo francés) superpuesta a una
democracia económico-social.
Seguramente a Marx le parecía demasiado pronto para concretar
más. Marx no apreciaba los programas detallados sobre la configu
ración de la sociedad del futuro. Creía que eso es precisamente la
utopía. Prefería el programa de principios cuando hay un acuerdo
sustancial entre quienes lo hacen o el programa de acción, resulta
do de un pacto, cuando tal acuerdo no se puede garantizar. Sí dejó
enunciados, en cambio, los principios más generales de lo que
podía ser una sociedad comunista. A saber:
Una sociedad en la que se habría reducido drásticamente la jorna
da de trabajo; una sociedad de la abundancia; una sociedad en la que
la producción de bienes estaría regulada en función de las necesi
dades sociales de la mayoría de la población; una sociedad igu ali
taria en la que no habría ya clases sociales; una sociedad de hombres
libres en la que la admistración en común de las cosas habría susti
tuido a los aparatos represivos del poder político; una sociedad en la
que la que se habría abolido la división social fija del trabajo, que
dando sólo división técnica del trabajo, la necesaria por razones de
organización y distribución de las tareas entre personas dignas; una
sociedad en la que que todos tendrían instrucción politécnica y no
existiría ya la división entre trabajo manual y trabajo intelectual;
una sociedad, además, enmarcada en un mundo en el que no habría
fronteras, ni ejércitos permanentes, ni diplomacias secretas, ni Es
tados al servicio de las clases; una comunidad universal en la cual las
palabras “género humano” habrían de cobrar una dimensión global.
La penúltim a palabra de Marx, escrita en 1875, sobre la sociedad
comunista fue ésta:
Sólo cuando haya desaparecido la subordinación de los individuos a
la división [social] del trabajo así como la oposición entre trabajo
intelectual y trabajo corporal, cuando el trabajo no sea ya medio de
vida, sino la primera necesidad de la vida, cuando todas las fuentes
de la riqueza cooperativa fluyan en abundancia, o sea, en una fase
superior de la sociedad comunista, sólo entonces la humanidad podrá
escribir en sus banderas: De cada cu a l según sus capacidades, a cada cu a l
según sus necesidades.
En la década de los setenta, y hasta sus últimos días, Marx se in
teresó profundamente por la evolución socioeconómica que se esta
ba produciendo en Rusia después de la liberación de los siervos.
Aquel hombre, que siempre había pensado que el absolutismo
ruso, durante siglos, sólo tuvo política exterior (y que había llega
do a escribir que todos los rusos emigrados eran policías o agentes
secretos del zarismo) iba a actuar en la Internacional, paradójica
mente, como representante de los nuevos revolucionarios rusos
después de declarar que, por entonces (1874), empezaba de verdad
“la historia interior rusa”. Como escribió Maxim Maximovich Ko-
valevski, no parece que antes de 1870 Marx haya prestado mayor
atención a aquella “historia interior”, pero la historia de las rela
ciones de Marx con los rusos y de los rusos con Marx es, en verdad,
uno de los capítulos más apasionantes de la historia de las ideas en
el últim o tercio del siglo XIX.
Entendámonos. La idea que Marx se hizo, ya en los años cuarenta,
acerca del papel histórico de Rusia y del absolutismo zarista no
cambió; esa idea le acompañó hasta el final de sus días. En la época
de las revoluciones europeas de 1848 Marx vinculó la democrati
zación de la Europa occidental, e incluso el éxito de las revolucio
nes proletarias, a la necesidad de la guerra contra Rusia para acabar
con el despotismo de los zares. Y pensó siempre, hasta el final, que
la desaparición del absolutismo ruso era algo así como un prerre-
quisito para el triunfo de la revolución en Occidente. Como tantos
otros europeo-occidentales de la época, Marx creyó durante décadas
que Rusia era sólo la representación de la barbarie: una mezcla de
ignorancia y prim itivism o en la sociedad y de peligroso expan
sionismo imperial hacia Oriente y Occidente. De la gran literatura
rusa que se estaba incubando en aquellas condiciones Marx apenas
sabía nada. Cada vez que la Rusia de los zares entró en guerra con
algún otro país, entre 1850 y 1880, Marx estuvo a favor de los
adversarios de Rusia. La últim a vez, con ocasión de la guerra ruso-
turca de 1877-1878, Marx declaró su sim patía por los turcos, exal
tó los valores del campesinado turco y esperó y deseó que aquélla
fuera la oportunidad definitiva para acabar con el absolutismo
zarista mediante una combinación de presiones externas e internas.
No es, pues, que con la edad Marx haya pasado de la rusofobia de
los años cuarenta y cincuenta a una supuesta rusofilia en los seten
ta y los ochenta.
Dostoievski escribió una vez en la revista Vrernia que lo caracte
rístico de casi todos los alemanes cuando opinaban sobre Rusia era
un cierto sentimiento de morboso recelo. Marx, que ha sido desde
su juventud un cosmopolita, no parece, en cambio, que se haya
librado tampoco, por lo que hace a los rusos, de la selva de aquel
los tópicos hasta bien entrado en años. Basta con leer el menos co
nocido (casi universalmente ignorado) de sus escritos, las R evela-
tions o fth e D iplom atic H istory o fth e Eigtheent C entury, publicadas por
entregas en la Free Press de Londres entre 1856 y 1857, para darse
cuenta de eso. Lo que él llamaba entonces su “lucha contra R usia”
se le convirtió en una obsesión tan grande que hasta tuvo que dar
explicaciones a Engels sobre sus relaciones con rusófobos ingleses
habitualmente considerados como “reaccionarios”. Y como la selva
de los tópicos y la persistencia de los prejuicios etnocéntricos,
incluso en las mejores familias, suelen complicar la búsqueda de la
verdad histórica (con perdón por el palabro demodé), nada tiene de
extraño que estas R evelations, a las que Marx dedicó considerables
esfuerzos y que muy probablemente constituyeron su mayor éxito
como publicista en Inglaterra, quedaran fuera de la edición de las
obras que se hizo en la Unión Soviética. No fueron publicadas en
Rusia hasta la Perestroika.
Pero después de las reformas que condujeron a la emancipación
de los siervos y al percibir que empezaban en Rusia los primeros
movimientos de protesta tanto en el campo como en las ciudades,
Marx empezó a matizar su opinión. Relacionó estos movimientos
de reforma y protesta con el giro del péndulo histórico hacia
Oriente que suponía la Guerra de Crimea mientras la restauración
y el estancamiento político reinaban en la Europa occidental. Des
pués se interesó por la orientación de los cambios socioeconómicos
que empezaban a producirse en Rusia a finales de la década de los
sesenta. Pero el hecho que iba a cambiar el punto de vista de Marx
sobre lo que a llí estaba ocurriendo fue la recepción en Rusia de la
Contribución a la crítica de la economía política y del volumen primero
de El ca p ita l casi nada más publicarse en alemán. Este hecho sor
prendió tanto a Marx como le había sorprendido la falta de reac
ción del proletariado francés en la década de 1850. Y dió un giro
considerable a sus pensamientos y a sus estudios. Lo que escribió
entonces, en cartas a Kugelmann y a Engels, sobre ese hecho es tan
revelador como su declaración de irónica sorpresa cuando un grupo
de rusos del exilio le propuso, ya en 1874, que fuera su represen
tante en la AIT.
Es el mismo Marx quien habla de ironía de la historia al relatar
esos hechos a los amigos. Y realmente lo es; es una ironía de la
historia el que desde 1870 varios de los más asiduos visitantes de
Marx en Londres, de sus corresponsales y de sus amigos “científi
cos” hayan sido rusos: el revolucionario populista Germán Ale-
xandrovich Lopatin, el escritor (también populista) N ikolai Fran-
cevich Danielson, el historiador y sociólogo liberal Maxim Maxi-
movich Kovalevski, el economista académico N ikolai Ivanovich
Sieber, el filósofo e ideólogo de los narodniki Pétr Lavovich Lavrov,
el revolucionario populista Nicolai Alexandrovich Morozov y los
también revolucionarios Lev Hartmann y Vera Ivanovna Zasulich,
entre otros. El predicamento de los “amigos rusos” y la enorme
cantidad de tiempo que Marx dedicó en sus últimos años al estu
dio de las estadísticas y de la documentación historiográfica, socio
lógica, etnológica y económica rusa llegó a incomodar a Engels que
vió en eso un obstáculo para que el amigo hiciera lo que, en su
opinión, tenía que hacer: acabar el volumen segundo de El capital.
Una ironía de la historia, ésta, con consecuencias históricas im
portantísimas. Pues en ella está la clave para explicar el que una
concepción que, como se ha visto, había nacido de las reflexiones
de un ilustrado europeo-occidental sobre el hogar clásico del capi
talismo y sobre las posibilidades de la revolución en esta parte de
Europa acabara implantándose de la forma en que lo hizo en aquel
otro extremo de Europa al que Marx había considerado la quintae
sencia de la barbarie. Claro que tampoco era la primera vez en la
historia que ocurría una cosa así: el cristianismo, que había nacido
de los problemas y esperanzas de los campesinos y artesanos de Ga
lilea, acabó cuajando, de forma no menos sorprendente, en la Pe
nínsula Itálica, en Roma, o sea, en el centro cultural mismo del
Imperio de la época.
Tanto le apasionó a Marx aquel entrecruzarse, en Rusia, de las
formas culturales premodernas con la expansión acelerada de los fe
rrocarriles y con la nueva teoría que estaba brotando a llí de la mez
cla entre socialismo y populismo revolucionario que, siendo ya
viejo, casi a los sesenta años, aprendió la lengua rusa para conocer
mejor las posibilidades que podía tener el socialismo en un marco
caracterizado por la conservación relativa de las viejas comunidades
rurales. Precisamente a partir de aquellos estudios y de su diálogo
ininterrumpido con los amigos rusos, que le visitaban en Londres,
le escribían desde San Petersburgo o desde Ginebra e inundaban su
biblioteca de materiales económicos y políticos, empezó Marx a
matizar la idea del desarrollo histórico que se había hecho en la
década de los cincuenta al analizar lo que él llamaba el hogar clási
co del capitalismo europeo. A este análisis añadió, en los últimos
años, su propia consideración acerca del capitalismo atrasado. Y lo
hizo con la m isma atención empírica que antes había dedicado a los
“libros azules” en la biblioteca del Museo Británico.
Ú l t im a s p r e c isio n e s
Este Marx crepuscular, todavía insuficientemente conocido hoy
en día, estaba ya muy lejos de aquel otro Marx que escribió, en el
M anifiesto y en el prim er volumen de El capital, el canto (funerario
sí, pero canto) al progreso capitalista. M uy lejos ya de aquel Marx
que había justificado, citando a Goethe, la destrucción de viejas
culturas que acompañó, en la India y en otros lugares, la expansión
del capitalismo colonial británico. Tan lejos estaba de aquella glo
rificación del progresismo que, a finales de los años setenta, llegó
a presentar como ejemplo, para los europeos occidentales cultos, el
pensamiento de N ikolai G. Chernichevski, un hombre, admirado
por los populistas rusos del movimiento Tierra y L ibertad, que ha
bía escrito: “La historia es para nosotros como una vieja abuela que
siente un gran amor por sus nietos más pequeños. A los que a ella lle
gan tarde no les da los huesos (para romper los cuales la Europa occi
dental tuvo antes que desollarse las manos), sino medullam ossium",
lo mejor de lo que tiene.
Lopatin ha contado en sus Recuerdos que Marx le dijo más de una
vez que de todos los economistas contemporáneos Chernishevski
era el único pensador realmente original; que los libros de N ikolai
Chernishevski, cuyos pensamientos consideraba sólidos y profun
dos, eran en esta rama las únicas obras modernas que realmente
merecían ser leídas y estudiadas; que los rusos deberían avergon
zarse de que no hubiera habido ningún compatriota que se ocupara
de dar a conocer este gran pensador a Europa; y que la muerte po
lítica de Chernishevski, encarcelado por el zarismo, no sólo era una
pérdida para el mundo científico de Rusia, sino también para la
otra Europa. Puede que Lopatin, quien se jugó la vida en un inten
to frustrado de liberar a Chernichevski, haya exagerado algo al
recordar. Pero hay cartas de Marx que confirman esa opinión en lo
esencial.
Ahora bien, ¿no era lo que decía Chernichevski justamente lo
contrario de lo que había dicho Marx en las décadas anteriores?
¿No era esta Abuela-Historia, bondadosa con los menos desarrolla
dos desde el punto de vista de la modernización y la industriali
zación, precisamente una inversión de la concepción histórica del
M anifiesto y del volumen primero de El ca p ita l? Algunos revolu
cionarios rusos inteligentes, marxistas o no marxistas, que habían
leído a Marx mucho mejor que sus contemporáneos alemanes, in
gleses o franceses, lo pensaron así, efectivamente, durante aquellos
años. Y en su diálogo con ellos Marx ha corregido y precisado algu
nas cosas esenciales de su pensamiento anterior. Para empezar por
lo más importante: Marx ha precisado, en ese diálogo con los rusos,
el verdadero alcance de su concepción del desarrollo histórico y de
su método. En una carta de 1878 dirigida a N.K. M ijailovski, d i
rector de Otieschestvienie Zapiski [Anales de la P atria], Marx ha lim
itado el alcance de lo dicho en el libro primero de El capital a los
países capitalistas desarrollados; ha afirmado que el caso ruso exi
g ía un estudio especial, particularizado; ha añadido que él mismo
se puso a aprender ruso precisamente para introducirse en ese estu
dio; y ha anunciado que esta otra investigación le había llevado a
conclusiones específicas para el caso. El final de la carta a Oties-
chestvienie Zapiski contiene igualm ente una precisión de mucha im
portancia para la debatida cuestión del método [Escritos sobre Rusia,
II, 62-65}:
Acontecimientos de una semejanza extraordinaria, que tienen lugar
en diferentes contextos históricos, llevan a resultados totalmente dife
rentes. Estudiando cada uno de esos desarrollos por separado, y luego
comparándolos, se puede descubrir fácilmente la clave del fenómeno.
Pero nunca se a lcan z ará e l éxito con la lla v e m aestra de una teoría históri-
co-filosófica general, cuya suprema v irtu d consistiera en ser supra-histórica
Esta precisión acerca de la necesidad de realizar estudios específi
cos y comparados sobre distintos países con desarrollos económi-
cosociales parecidos y/o diferentes en un mismo momento histórico
tiene que relacionarse con la pregunta, más concreta, que todos los
populistas rusos se hacían y le hicieron a Marx en aquellos años: ¿es
posible o no es posible la regeneración de la obschina, la vieja comu
na rural rusa, mientras la modernización capitalista avanza en todas
partes? Y si es posible ¿se podría pasar desde ella al socialismo sin
tener que sufrir los traumas a que ha dado lugar el desarrollo capi
talista en la Europa occidental? Para los visitantes y corresponsales
rusos de Marx, que apreciaban a Chernichevski tanto como El capi
ta l, y al campesinado tanto como al naciente proletariado industrial,
esta pregunta era vital. La mayoría de los rusos idealizadores del
alm a y las instituciones eslavas estaban convencidos en esa época de
que aquella pregunta tenía que ser contestada de modo afirmativo,
justamente porque pensaban que la obschina aún representaba algo
así como la quintaesencia de lo ruso, que era una particularidad
específicamente rusa o eslava, esencialmente diferenciadora respec
to de todos los demás pueblos. Pero los populistas con los que se
relacionaba Marx, los integrados en la organización N arodnaia Volia
[La Voluntad d el Pueblo~\, no estaban ya tan seguros de eso.
Cuando Marx se enfrentó al tema de la obschina por primera vez,
ya en la década de los sesenta, había reaccionado todavía con su
habitual crudeza contra todo lo que consideraba esencialismo pa-
neslavo. Insistió entonces en que la comuna rural o aldeana no te
nía nada de específicamente ruso y puso de manifiesto que formas
comunitarias campesinas parecidas existían en otros lugares de Eu
ropa y de Asia. Llegó a decir incluso que alguno de estos autores
eslavófilos había descubierto la existencia de la comuna rural, no
en el campo ruso, sino leyendo un libro de Haxthausen, un conse
jero del gobierno prusiano, sobre estos temas. Y, en polémica con
los eslavófilos, Marx siguió manteniendo aquella misma idea hasta
1878. Pero en esta últim a fecha la preocupación de sus amigos
populistas y revolucionarios rusos conectaba ya directamente con el
horizonte socialista, era una preocupación esencialmente sociopolí-
tica, no de autoafirmación nacionalista, y se formulaba relacionán
dola abiertamente con el tema de la estrategia a seguir acerca de la
industrialización y del capitalismo incipiente en el océano de cam
pesinos que era todavía la Rusia de entonces.
Para Marx, en cambio, lo que estaba en discusión en esos años no
era un asunto sólo político, de la voluntad y de la decisión de los
sujetos, sino de estudio científico. A que esto fuera así ha contri
buido mucho su relación con el historiador y sociólogo liberal ruso
Maxim Kovalevski, un “amigo científico” con el que coincidió en
el balneario de Karlsbad y al que trató con asiduidad también en
Londres en sus últimos años. Kovalevski estaba estudiando en par
ticular la historia y el presente de las comunidades rurales en
Rusia, pero, por su participación en congresos científicos interna
cionales, conocía también otros estudios etnológicos que podían
arrojar luz sobre este tema. Fue él quien incitó a Marx a leer la lite
ratura etnológica anglosajona reciente, quien le proporció el libro
de Morgan sobre las sociedades antiguas, publicado en 1877, le lle
vó de Nueva York a Londres otros materiales y le dió indicaciones
bibliográficas en el mismo sentido.
A comienzos de 1881, Vera Zasulich hizo por carta a Marx, desde
Ginebra, la pregunta política directa. Seguramente ella, una revo
lucionaria que había tenido que exiliarse de Rusia por su parti
cipación en atentados antizaristas, esperaba una contestación tam
bién directa, o sea, políticamente utilizable en las polémicas entre
marxistas y populistas rusos y entre los mismos populistas de
N arodnaia Volia (entonces ya divididos). Para entonces Marx ya
había leído el libro de Maxim Kovalevski sobre la evolución de la
sociedad rusa y probablemente acababa de leer también, o estaba
leyendo, el libro de Lewis Henry Morgan sobre la sociedad an
tigua. Sus apuntes de lecturas etnológicas, otro enorme montón de
páginas en las que Marx extractó obras de John Budd Phear sobre
la India y Ceilán, de Henry Summer Maine sobre las instituciones
prim itivas y de John Lubbock sobre los orígenes de la civilización,
han sido redactados entre 1880 y 1882. Estos cuadernos de tema
etnológico contienen pocas ideas originales del propio Marx, pero
ponen de manifiesto qué es lo que le interesaba entonces [L. Kra-
der, 1988], Todo indica que con esos resúmenes Marx pretendía
relacionar el tema de la renta territorial (que iba ser parte del vo
lumen segundo de El capital) con el estudio comparado de las for
maciones sociales precapitalistas, pero también con el estudio
específico de la comuna rural rusa y con el problema esencialmente
político que le estaban planteando los populistas.
Han quedado cuatro borradores, con variantes, de la contestación
de Marx a la carta de Vera Zasulich [Escritos sobre Rusia II, 31-60; T.
Shanin, 1990, 131-160]. Marx los escribió entre los meses de fe
brero y marzo de 1881. La lectura comparada de los mismos es aún
hoy un ejercicio interesantísimo para el historiador de las ideas. Esta
lectura pone de manifiesto, en primer lugar, que a pesar de lo avan
zado de su enfermedad, Marx ha conservado hasta esa fecha una
muy notable capacidad de reflexión. En segundo lugar, que aquella
cabeza estaba haciendo un esfuerzo por encima de lo que daban de
sí las fuerzas físicas. Y en tercer lugar, que Marx no quería liquidar
el asunto planteado por Vera Zasulich con una contestación sólo
política o sólo diplomática. Quería distinguir la cuestión histórico-
científica (el estudio de la especificidad y/o carácter compartido de
la comuna rural rusa con otras comunidades campesinas) de la cues
tión estrictamente política (cómo actuar a partir del papel que hu
biera que atribuir a la obschina en la futura revolución en Rusia).
La carta que le acabó saliendo a Marx, y que lleva la fecha del 8
de marzo de 1881, es mucho más breve que los borradores. Alude
a su enfermedad, pero significativamente se refiere a aquel aspecto
de la misma que más le ha afectado en ese momento (y que más se
nota, por cierto, en la redacción tortuosa de los borradores) para dar
una respuesta al problema planteado: “una dolencia nerviosa” (sin
duda, los persistentes dolores de cabeza). Luego esa carta elim ina
un equívoco doctrinario: el análisis realizado en El capital no da
ninguna razón, ni a favor ni en contra, de la vitalidad de la comu
na rural rusa. Pero en lo que sigue, la redacción, a pesar de su bre
vedad, se enreda: Marx no acaba de dar con la formulación precisa
de lo que quiere decir. Escribe unas pocas líneas en las que repite
que hay que estudiar la cuestión en concreto, que él lo ha hecho, y
finaliza dando su propia opinión al respecto. Que es esta: la comu
na rural puede ser el punto de partida de la regeneración social en
Rusia, siempre que se tomen medidas para elim inar las influencias
“deletéreas” que desde hace tiempo ya la están desestructurando.
Aunque con una redacción m uy vacilante, la carta de Marx a Vera
Zasulich adelanta sin más el tipo de condicionales hipotéticos que
aparecen también en el prólogo (casi con toda probabilidad redac
tado por Engels) que los dos amigos pondrían a la edición rusa del
M anifiesto, en 1882. Este prólogo es ya, sin ninguna duda, la ú lti
ma palabra de Marx y Engels juntos sobre el asunto: “Si la revolu
ción rusa da la señal para una revolución proletaria en Occidente,
de modo que ambas se complementen, la actual propiedad común
de la tierra en Rusia podrá servir de punto de partida a una evolu
ción comunista”.
Pero ¿fue realmente ésta la últim a palabra de Marx? Sobre ese
punto queda una duda razonable. Marx discutió sobre la obschina y
sus posibilidades futuras con Engels. Si se compara todo lo que uno
y otro escribieron a este respecto durante aquellos años se llega a la
conclusión de que hay, como mínimo, cierta diferencia de acentos:
en 1880-1882 Engels esperaba menos que Marx del futuro de aque
lla institución, creía menos que Marx en su regeneración. Es muy
posible que el carácter tentativo y vacilante de la carta de Marx a
Vera Zasulich se haya debido sólo a la arterioesclerosis de Marx.
Pero también es posible que haya tenido que ver con esa diferencia
de acentos y con lo que el propio Marx esperaba obtener todavía de
sus lecturas etnológicas de 1881-1882. Así lo han sugerido, con
distintos énfasis, los autores que se han ocupado del asunto: pri
mero M axim ilien Rubel en su edición de los escritos de Marx sobre
Rusia; depués Lawrence Krader en su edición de los apuntes etno
lógicos de esa época; y finalmente Teodor Shanin en su antología
de escritos sobre “el Marx tardío” {Rubel, 1969; Krader, 1988;
Shanin, 1990].
A este respecto es interesante apuntar el hecho de que, en el pri
mero de los borradores de la carta a Vera Zasulich, Marx haya
puesto en relación sus propios estudios sobre la comuna rural, el
tema de la renta territorial y los estudios de un autor norteamerica
no “nada sospechoso de tendencias revolucionarias y apoyado en
sus trabajos por el gobierno de W ashington” (que tiene que ser
Morgan, como ha indicado Krader al editar los apuntes etnológi
cos de Marx de los años 1880-1882), para concluir, al argumentar
a favor de la conservación de la comuna rusa, algo inquietante, algo
que no sabemos si le hubiera gustado a Engels, pero que con toda
seguridad le habría encantado al joven Unamuno socialista, a sa
ber: que la comunidad campesina de aquel momento histórico es
contemporánea de un capitalismo en crisis que no concluirá más
que con la supresión de éste, con la vuelta de la sociedad moderna
al tipo arcaico de la propiedad colectiva; de manera que el nuevo
sistema al que tiende la sociedad moderna será “una resurrección {a
revival] del tipo arcaico de sociedad en una forma más elevada [in
a superior form]”. Después de citar a Morgan, Marx añadió: “No
hay que asustarse demasiado de la palabra arcaico”.
De lo que no hay duda es de que Marx, en sus últimos años, se
ha sentido atraído no sólo por el tema de la persistencia de las vie
jas comunidades rurales y por lo que esto significaba a la hora de
valorar el futuro papel de los campesinos en la revolución, sino
también por la dimensión político-cultural del populismo revolu
cionario ruso. Marx vió en los populistas rusos de aquella década
revolucionarios auténticos, gente valiente, sin pose, con ideas cla
ras y liberados del amor a la frase de otros movimientos europeos
contemporáneos. En ese contexto justificó las actuaciones terroris
tas del populismo contra el absolutismo zarista. Y ése, y no otro,
es el contexto en el Marx dijo a Engels y a otros amigos aquello de
“yo no soy m arxista”. Quería decir que no era marxista en el senti
do en que decían serlo los posibilistas franceses contemporáneos, o
en el sentido en que decían serlo algunos de los estudiantes e inte
lectuales del partido alemán, o en el sentido en que decían serlo los
marxistas rusos que no veían porvenir alguno a la comuna rural
[Rubel, 1974, 21}.
¿Era esta la evolución natural de un jacobino en lo político o sim
plemente la últim a palabra de un goethiano que, como Fausto,
sabe ya: “He aquí la sabiduría final y verdadera: sólo se gana la li
bertad y la vida aquél que cada día debe conquistarlas”. No sabría
yo decidir sobre eso. Karl Korsch, al que se debe una de las más in
teligentes y documentadas lecturas de Marx, sugirió un día que el
origen de los males del marxismo del siglo X X había que buscarlo
en las concesiones que Karl Marx hizo a los populistas rusos entre
1877 y 1882, a gentes, precisamente, como Germán Lopatin y
Vera Zasulich. Yo no lo creo así. Quien haya leído el apasionante
libro de Franco Venturi sobre las reflexiones, discusiones y actua
ciones de los populistas rusos en aquella época y sepa comparar esto
con lo que decían y hacían los dirigentes de otros movimientos so-
ciopolíticos contemporáneos en Europa entenderá enseguida el por
qué de las simpatías del viejo Marx, de sus precisiones y de sus
matizaciones.
Aunque, claro está, todo esto lo entenderán mejor, sin nuestras
pedanterías, las gentes de aquellos pueblos de los que un día se dijo
que no tenían historia y hoy sabemos que tenían otra historia.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
I. O B R A S DE K A R L M A R X
Siempre que estaban disponibles, he utilizado las traducciones de
la edición de Obras de K arl M arx y Friedrich Engels dirigida por
Manuel Sacristán y publicada por Editorial Grijalbo/Grupo Edi
torial Crítica, entre 1973 y 1980, en Barcelona. En el texto cito es
ta edición por la sigla OME seguida del número del volumen y de
la página o páginas correspondientes.
El detalle es el siguiente:
OME—5 {Manuscritos de P arís y Anales Franco-alemanes, 1844],
Traducción de J.M . Ripalda. Barcelona, 1978.
OM E-6 {,Sagrada F am ilia, 1844]. Traducción de Pedro Scaron.
Barcelona, 1978.
OM E-9 [M anifiesto Comunista y otros escritos de 1847-1848].
Traducción de León Mames, Barcelona. 1973.
OME-IO[Nueva Gaceta R enana, 1848-1849]- Traducción deLeón
Mames. Barcelona, 1979-
OME—21 y 22 [Grundrisse=Líneas fundam entales de la C rítica de la
Economía P olítica, 1857-1858]. Traducción de Javier Pérez Royo.
Barcelona, 1977.
O ME-40, 4 1 ,4 2 [El capital, libros primero y segundo, 1867 y ss.].
Traducción de Manuel Sacristán. Barcelona, 1976-1980.
Por desgracia, la edición OME quedó interrumpida en 1981. Así
que para el resto de las obras de Karl Marx no traducidas en esta
edición he utilizado las siguientes versiones:
P om a s a J en n y [1 8 3 6 -1 8 4 1 } . Traducción de Tania Grass. Barce
lona, Ediciones S, 1991 -
Escritos sobre Epicuro {1838-1840}. Traducción de M. Candel. Bar
celona, Crítica, 1982.
Escritos de ju ven tu d [1837-1844}. Traducción de W. Roces. México,
Fondo de Cultura Económica, 1982.
La ideología alem ana [1846}. Traducción de W. Roces. Barcelona,
Grijalbo, 1980.
M iseria de la Filosofía [1847}. Traducción de D. Negro Pavón. Ma
drid, Aguilar, 1969-
Las luchas de clases en Francia [1850}. Traducción de A.C. Cuper.
Madrid, Espasa-Calpe, 1992.
El 18 Brum ario de Luis Bonaparte [1852}. Barcelona, Ariel, 1985.
On C hina [NYDT, 1853-1860}. Londres, Lawrence and W ishart,
1951.
Revolución en España [NYDT, 1854}. Traducción de M. Sacristán,
Barcelona, Ariel, 1960.
Escritos sobre España [NYDT, 1854}. Edición de Pedro Ribas. Ma
drid, Editorial Trotta/Fundación de Investigaciones Marxistas,
1998.
Escritos sobre Rusia, I [1857}. Edición de José Aricó. México, Cua
dernos de Pasado y Presente, 1980.
Contribución a la crítica de la Economía P olítica [1859}. Traducción
de J . Merino. Madrid, Alberto Corazón, 1970.
Teorías sobre la p lu sva lía [1 8 6 2 -1 8 6 3 } . Traducción de W. Roces.
México, Fondo de Cultura Económica, 1980.
La guerra civ il en F rancia [1871}. Barcelona, Ediciones de Cultura
Popular, 1968.
C rítica d el program a de Gotha [1 8 7 5}. Traducción de Gustavo Mu
ñoz. Barcelona, Materiales, 1978.
Escritos sobre Rusia, II [1876-1882}. Edición de José Aricó. México,
Cuadernos de Pasado y Presente, 1980.
Apuntes etnológicos [1880-1882}. Edición de L. Krader y traducción
c a ste lla n a de J.M . Ripalda. M adrid, Editorial Pablo Iglesias/
Siglo XXI, 1988.
En las referencias biográficas he utilizado, por lo general, la obra
de D a v i d M c L e lla n [1973], K arl Marx. Su vid a y sus ideas. Tra
ducción de José Luis García Molina. Barcelona, Crítica, 1977 y
1983, que sigue siendo, por lo que conozco, la biografía más com
pleta (salvo, tal vez, para los últimos años de Marx).
En el caso de algunos puntos en discusión he comparado la obra
de McLellan con estas otras tres:
F ra n z M e h rin g [1918], Carlos Marx. H istoria de su vida. Traduc
ción de W. Roces. Barcelona, Grijalbo,1968.
B. N i c o l a e v s k y y O. M a e n c h e n - H e l f e n [1965] K arl Marx. Tra
ducción de R. Drudis Baldrich y R. Sánchez Ortiz de Urbina.
Madrid, Ediciones Cid, 1965.
M. R u b e l, Éssai de biographie intellectuelle. París, Riviére, 1971.
Para la datación de las obras de Karl Marx y para algunas preci
siones de interés en lo concerniente a la contextualización de de
bates y polémicas he utilizado también:
M. R ubel [ 1 9 6 5 ], Crónica de Marx. Datos sobre su vida y su obra.
Traducción de Jordi Marfa. Barcelona, Anagrama, 1974.
Para los juicios de contemporáneos sobre Marx he utilizado:
H. M. E n z e n s b e r g e r [1973] Conversaciones con M arx y Engels. Tra
ducción de K. Faber-Kaiser, Barcelona, Anagrama, 1974. Es una
útilísim a fuente de información sobre las opiniones de am igos,
conocidos y adversarios de Marx.
Y para algunos aspectos íntimos de la vida de Marx he tenido en
cuenta:
H.F. P e t e r s ,Jen n yla rouge. París, Mercure de France, 1986.
O . M e i e r (E d .), The D aughters o f K a rl M arx: fa m ily corresponden-
ce, 1866-1898. Londres, Penguin, 1984.
P. D u r a n d , La vida amorosa de M arx [ 1 9 7 6 } . M ad rid , Libros D o
g al, 1 9 7 7 .
P. L a f a r g u e , K a r l M arx . Traducción de José Viana. Barcelona,
A IL , 1 9 3 2 .
III. INTERPRETACIONES DE LA O B R A DE M A R X
La literatura disponible es inmensa, de manera que el problema
hoy en día es orientarse en el maremágnum de las interpretaciones
de la obra de Marx. No he tenido en cuenta, en este ensayo, lec
turas o interpretaciones recientes cuyo objeto fuera leer a Marx con
los ojos puestos en los problemas de hoy, bien sea para negar o pro
bar la vigencia del marxismo, bien para pensar en continuidad con
Marx o para responder a la pregunta de qué queda hoy en día de
Marx y del marxismo. Por interesante que eso sea, creo que es otro
tema, otro asunto. De acuerdo con este criterio, en las indicaciones
bibliográficas que siguen no hay referencia ni a las tentativas del
llamado marxismo analítico, ni a sus contradictores, ni a los Espec
tros de Derrida, ni a las obras de Toni N egri, ni a Enrique Dussel,
ni a Hinkelam m er (por poner unos cuantos ejemplos de autores
que han escrito cosas tan notables como discutibles para ese otro
tema).
También he descartado algunos ensayos muy conocidos y muy
citados: por ejemplo, el libro de I. Berlin, K. Marx. His Life a n d
Environment. Oxford University Press, 1963 (traducción castellana,
Alianza Universidad, Madrid, 1988), porque contiene errores de
bulto (no corregidos en ediciones posteriores de la obra de 1939) y
varias exageraciones notables sobre el antirromanticismo y el amo-
ralismo de Marx. Por razones que habrán quedado claras, espero,
en el texto mismo, tampoco he prestado atención a la línea inter
pretativa que arranca de Louis Althusser en Lire Le capital y enlaza
con la obra de Jon Elster, Una introducción a K a rl M arx (traducción
castellana: Madrid, Siglo XXI, 1991). Opino que esa línea tiene
interés como reconstrucción de tales o cuales conceptos sueltos de
la obra de Marx, pero es historiográficamente inmantenible como
lectura de la obra de Marx en su conjunto. He argumentado por
qué opino así en Contribución a la crítica d el marxismo cientificista
(Barcelona, 1984) y “Marxismos y neomarxismos en el final del
siglo x x ” (M adrid, Boletín de la Fundación Juan March, 1998).
En general, la lectura de M arx (sin ismos) se inspira en:
K . K orsch [1938] K arl Marx. Traducción castellana de M. Sacris
tán. Barcelona, Ariel, 1978 y 1981.
M. R ubel , Marx critique du marxisme. París, Payot, 1974.
M. S a c r is t á n , Sobre M arx y marxismo. Barcelona, Icaria, 1 9 8 3 .
Para la estimación del romanticismo del joven Marx he tenido en
cuenta:
S. S. P r a w e r , K arl M arx a n d W orld Literature. Oxford University
Press, 1976.
M . LlFSCHlTZ, La filo s o fía d el a rte en K a rl M arx. Barcelona, Fon-
tamara, 1982.
Para las evolución de las ideas de Marx desde 1838 a 1848 he
tenido en cuenta:
P. KAGI [1965], La génesis d el m aterialism o histórico. Barcelona, Pe
nínsula, 1974.
D. M c L ellan [1969], M arx y los jóvenes hegelianos. B arcelona, E di
ciones M artín e z R oca, 1971.
M. ROSSI [1 9 6 3 ], La génesis d el m aterialism o histórico. Madrid, A l
berto Corazón Editor, 1971.
M. L ó w y [ 1 9 7 0 ] , La teoría de la revolución en el joven Marx. Madrid,
Siglo XXI, 1973
F. C l a u d ín , Marx, Engels y la revolución de 1848. M adrid, Siglo
XXI, 1978.
Para la concepción de la historia y la idea marxiana de dialéctica:
G. A. C o h é n [1978], La teoría de la historia en Marx. Una defensa.
M adrid, Siglo XXI, 1986
P. V i l a r , “Marx y la historia”, en H istoria d el marxismo, 1 ,1 , Bar
celona, Bruguera, 1979-
M. D a l P r a [1 965], La d ia léctica en M arx. Barcelona, Ediciones
Martínez Roca, 1971.
Para la lectura de la obra económica de Marx he utilizado:
E. M a n d e l C197 ()}, La form ación d el pensamiento económico de Marx.
M adrid, Siglo XXI, 1973.
M . R u b e l, “Plan et méthode de rÉconomie”, Économies et Sociétés,
Cahiers de TI.S.E.A, tomo vil, n°10, 1973-
M. D o b b , “La crítica de la economía política”, en Historia d el mar
xismo, 1,1, Barcelona, Bruguera, 1979-
H. G r o s s m a n n , Ensayo sobre la teoría de las crisis. D ialéctica y m eto
dología en El capital. México, Pasado y Presente, 1979-
R . ROSDOLSKY [1968}, The M aking ofM arx's Capital. Londres, Plu-
to, 1980.
Para la intervención de Karl Marx en la Primera Internacional:
Recueil de documentspubliésous la di-
L a P r f.m ié r e I n t e r n a t i o n a l e .
rection de Jacq ues Freymond. Ginebra, Librairie E. Droz y Instituí
U niversitaire des Hautes Etudes Internationales, tomos I-IV,
1962-1971.
M . M o l n a r , Le déclin de la Premiere Internationale: la Conférence de
Londres de 1871. Ginebra, Droz, 1963
A . A r r u , Clase e partito nella Prima Intemazionale. Bari, De Donato,
1972.
Para el estudio de los últimos años de Marx:
M. R ubel (Ed.), K. Marx, E Engels: Écrits sur le tsarisme et la Commune
russe. Cahiers de l’I.S.E.A, tomo ffl, n° 7, 1969.
L. K r a d e r , “Evolución, revolución y Estado: Marx y el pensa
m iento etnológico”, en H istoria d el m arxismo, 2, 2, Barcelona,
Bruguera, 1980.
F. V e n t u r i , E lpopulismo ruso. Madrid, Alianza, 1 9 8 1 .
P. P. POGGIO, L 'obscina. Comune contadina e rivoluzione in Rusia. Milán,
Jaca Books, 1978.
T. SHANIN [1 9 8 4 ], El M arx tardío y la vía rusa. Editorial Revo
lución, Madrid, 1990.
INDICE ONOMÁSTICO
AIT: 158, 181, 182, 197, 198, Blanc, Louis, 68, 159
203, 204, 205, 206, 207, 208, Blanqui, 83, 86
2 1 0 , 2 1 1 , 2 1 6 , 232 Bloch, E., 97
Alemania, una leyenda in vern al, Bloom, Salomon F., 84
69, 127 Blumenberg, Werner, 84
Althusser, Louis, 138, 230 Born, Stephan, 120
Amelio, Gianni, 23 Brecht, Bertolt, 11, 20, 21,
Anales de la P atria, 220, 221 67, 145, 147, 168
Anales Franco-alem anes, 54, 72 B revísim a relación de la destrucción
Andreas, Bert, 158 de las Indias, 151
Angelopoulos, 22 Burns, Mary, 199
Annenkov, Pavel, 120, 121, 122
A nti-D ühring, 198, 204 Cabet, 61, 68, 96, 109
A pología de Sócrates, 151 Calvino, Italo, 132
Arendt, Hanna, 97 Canto a los tejedores, 70ss
Aristóteles, 42, 119 Cervantes, 30
Armin, Bettina v., 32, 40 Chernishevski, N ikolai G., 219,
Arru, A., 232 ch, B., 49 22 0 , 2 2 1
Cicerón, 46
Babeuf, 149 Claudín, F., 231
Bacon, Francis, 128 Clemente de Alejandría, 46
Bakunin, M ijail, 68, 70, 83, 86, Cohén, Gerald, 193, 232
120, 1 4 6 ,2 1 4 Comuna de París, 12
Balzac, 20, 94, 190 Considerant, 68
Bauer, Bruno, 32, 42, 43, 44, Contribuáón a la crítica de la economía
46, 48, 49, 51, 52, 57, 73, 74, política, 178,182,189,190,202,218
75, 77, 79, 1 0 0 ,1 1 3 Crítica de la economía política, 63,123
Bauer, H ., 165 C rítica de la filo so fía hegeliana del
Beaumont, 75, 76 Derecho, 87
Bentham, 139, 142 C rítica d el program a de G otha,
Bergamín, 72 198,212
Berger, John, 21, 23
Berlín, Isaiah, 18, 138, 230 Danielson, N ikolai F., 218
B iblia, 146, 151 Dante, 30, 45
Bignani, Enric, 213 Darwin, 190
D el socialism o utópico a l socialismo Enzensberger, H. M., 120, 121,
científico, 204 211, 229
Demócrito, 42, 46 Escorpion u n d Félix, 34
Demuth, Helene, 119, 173 Escritos de ju ven tu d, 27, 32, 55,
Derrida, Jacques, 230 57, 74
Diderot, 11, 25 Escritos sobre Epicuro, 48
Diógenes Laercio, 46 Escritos sobre R usia, 221
D ivina Comedia, 45 Escuela histórica del Derecho,
Dobb, M ., 232 3 1 ,8 9
Dostoievski, 46, 209, 217 Esencia d el cristianismo, 50, 51
Durand, P., 230 Estatismo y anarquía, 214
Dussel, Enrique, 230 Estética, 31, 40
Estobeo, 46
Educación estética, 27
Einstein, 176 Federico Guillermo IV, 40, 43, 62
El capital, 13, 16, 54, 84, 100, Fenomenología d el Espíritu, 34,
178, 179, 182ss, 185, 188, 96,110
189, 190, 191, 192, 194, 195, Feuerbach, Ludwig, 50, 51, 67,
197, 198, 199, 200, 202, 204, 68, 73, 95, 97, 100, 102, 114,
218, 219, 220, 221, 223, 224 115, 126, 133, 1 3 4 ,1 3 7
El 18 brumario de Luis Bonaparte, Fourier, 61, 83, 86, 96, 149
1 7 2 ,1 7 9 Freiligrath, Ferdinand, 120, 177
El M anifiesto en verso,\45 Fromm, E., 97
El origen de las especies, 190
El Príncipe, 151, 168 G aceta Renana, 43, 44, 46, 48,
Elíade, Mircea, 65 52, 5 5 ,6 1 ,6 2 , 6 3 ,8 9 , 96
Elster, Jon, 230 G alli, Giorgio, 19
Emilio, 27 Gans, Eduard, 31
Engels, 16, 52, 72, 85, 86, 94, Goethe, 11, 12, 27, 34, 35, 40,
100, 118, 120, 121, 122, 124, 5 0 ,2 1 9
125, 137, 138, 145, 146, 148, Goldsmith, 34
152, 153, 154, 156, 157, 158, Gramsci, Antonio, 131
159, 165, 172, 175, 178, 179, G randes ambiciones, 21, 23
181, 189, 190, 198, 199, 200, Graziani, Augusto, 187
202, 204, 205, 217, 218, 224, Grossmann, Henryk, 183, 232
2 2 5 ,2 2 6 G rundrisse, 182, 190, 195, 202
Epicuro, 42, 46ss, 48, 84 Guizot, 72, 118
Hamilton, 75, 76 La em ancipación, 146
Hartmann, Lev, 218 La guerra civ il en Francia, 213
H egel, 1 1 ,3 1 ,3 4 ,4 2 ,4 3 ,4 6 ,4 9 , La ideología alemana, 41, 54,
50, 51, 73, 87, 90, 96, 99, 100, 100, 114, 122, 125, 126, 127,
1 0 1 ,1 0 2 ,1 1 3 ,1 2 6 ,1 8 9 , 190 134, 135, 137, 193, 199
Heidegger, M ., 97 La m irada de Ulises, 22
Heine, H., 12,34, 38,40, 50,51, La sagrada fa m ilia (o La crítica
6 6 ,6 7 ,6 8 ,6 9 ,7 0 ,7 1 ,7 3 ,1 2 7 de la crítica crítica ), 72, 73, 95,
Herwegh, Georg, 68, 69 99, 134, 143
Hess, Moses, 44, 49, 51, 55, 122 La situación de la clase obrera en
Heubel, Karoline, 30 Inglaterra, 120, 138
Hinkelammer, 230 La tierra de la gra n promesa, 21ss
Hirsch, H elm ut, 84 La voluntad d el Pueblo, 221
Hobbes, 148 Lafargue, Paul, 94, 200, 206, 230
Hoffmann, E.T.A., 34 Lamartine, 68
Holbach, 50 Lamennais, 68
Hdlderlin, 2 7 ,3 4 ,4 2 ,6 4 ,6 6 , 134 Lamerica, 23
Homero, 28, 29 Las Casas, Bartolomé de, 81, 151
Hume, 42 Las luchas de clases en Francia,
Hyperion, 27, 66, 67, 134 1 7 2 ,1 7 9
Lassalle, Ferdinand, 85,1 76,190,
Impresiones de viaje, 34 209
Introducción a la crítica ck la filosofía Lavrov, Pétr L., 218
hegeliana del derecho, 64, 66, 73, 87 Le Pesant Boisguillibert, Pierre,
100
Jesús de Nazaret, 17 Lecciones sobre la filo so fía de la his
Jruschef, 83 toria universal, 34
Lecciones sobre la historia de la
Kagi, Paul, 98, 231 filosofía , 46
Kant, 42 Leibniz, 42, 199
Kóppen, J.F., 32 Leigh, M ike, 21
Korsch, Karl, 18, 119, 131, 226, Lenin, 22, 23, 214
231 Leopardi, G., 33, 41, 90
Kovalevski, Maxim M., 216,218, Leroux, 68
222,223 Lessing, 11, 12, 25, 31, 50, 81
Krader, Lawrence, 223, 225, 232 Lessner, Friedrich, 121
Kugelmann, 193, 199, 202 Libro negro d el comunismo, 19
Kusturica, Emir, 22 Liebig, Justus, 195
Lifschitz, M ijail, 36, 40, 231
L 'avenir dure longtemps, 183 Liga de los Comunistas, 123,
124, 125, 158ss, 167, 171, 175, cismo, 33ss; tesis doctoral (Epi-
177,209 curo, Demócrito), 46ss; G aceta
Lincoln, 211 Renana, 49ss y 55ss; estilo lite
Lire Le C apital, 183, 230 rario juventud, 52ss; Introduc
Lógica, 190 ción a la crítica de la filo so fía he-
Longuet, Charles, 30 gelia n a d el derecho, 66ss y 87ss;
Lopatin, Germán A., 218,220,226 París, 68ss; La cuestión ju día,
Lorenzo de Médicis, 168 74ss; Manuscritos de 1844, 94ss;
Lowy, M., 231 Bruselas, 119ss;L¿z ideología ale
Lubbock, John, 223 mana, 125ss; crítica: 130; M ani
Luciano, 90 fiesto Comunista, l45ss; Londres,
Lucrecio, 46, 47 171ss; el Marx tardío, 197ss; pre
Luis de Baviera, 160 cisiones sobre el comunismo,
Luis Felipe, 72, 145, 163 212ss; sobre Rusia, 2l6ss; Marx
Lukács, G., 97 crepuscular, 219ss; nota biblio
Lutero, 91 gráfica, 227ss
Luxemburg, Rosa, 13 Marx, Laura, 119, 200
McLellan, David, 96, 122, 171,
Maenchun-Helfen, O., 229
1 7 3 ,1 9 9 ,2 2 9 ,2 3 1
Maine, Henry S., 223
Meneceo, 47
Mandel, E., 232
M anifiesto C om unista, 17, 19, M ehring, Franz, 36, 40, 229
125, I45ss, 177, 194, 198, 206, Meier, H.F., 229
2 0 8 ,2 1 3 ,2 1 9 , 220, 224 Merleau Ponty, 97
Mann, Thomas, 49 Michelet, 167
Manuscritos económico-filosóficos (o M ijailovski, N. K., 220
M anuscritos de París), 27, 54, 74, M ili, James, 95, 100, 112, 139,
94ss, 121, 127, 182, 198 142
Mao Tsé Tung, 83 M ili, J . S., 121
Maquiavelo, 10,144,148,151,168 Miseria de la Filosofía, 123, 125,
M ar d el Norte, 34 188
Marat, 169, 170
Molnar, M ., 232
Marx, Edgar, 119
Marx, Eleonor, 201 M olí, J ., 165
Marx, Hirschel, 25, 30 Montesquieu, 148
Marx, Jenny, 69, 200, 202 More, Thomas, 58, 148, 151
Marx, Karl, faro intelectual, 9; Morf, Otto, 184
clásico, lOss; hombre del Rena Morgan, Lewis H. 222, 223, 225
cimiento, 10; ilustrado, 12; in Morozov, N ikolai A., 218
fancia, juventud, 25ss; romanti Müller, Heiner, 16
Münzer, Thomas, 80, 81 Rossi, M., 231
Rousseau, 25, 27, 50
New York D aily Tribune, 178, 179 Rubel, Maximilien, 15, 18, 67,
N egri, Toni, 230 8 4 ,1 8 4 ,2 0 3 ,2 2 5 ,2 2 6 ,2 2 9 ,2 3 1 ,
Nicolaevsky, B., 229 232
Novalis, 36 Ruge, Arnold, 44, 51, 52, 54,
Nueva G aceta R enana, 86, 160, 55, 61, 64, 66, 67, 68, 69, 70,
161, 1 6 8 ,1 7 9 73, 84, 89, 90, 115, 134
Ruñes, Dagobert D., 82
Operete morali, 41 Rutenberg, Adolf, 32
Oulanem, 34, 41
Ovidio, 31, 34 Sacristán, M., 11, 18, 25, 184,
Owen, 61, 109, 121, 149 1 9 1 ,2 0 3 , 227, 231
Saint-Simon, 96, 149
Peters, H. F., 229 Sartre, J.P., 97
Petty, W ., 121 Savigny, F.K., 31
Phear, John B., 223 Savonarola, Girolamo, 81
Plutarco, 46 Say, Jean-Baptiste, 95, 100
Poggio, P. P., 233 Schapper, K., 165
Pottier, Eugéne, 209 Schiller, 27, 36
Pra, M. dal, 232 Schlegel, August W., 28
Prawer, S.S., 231 Schumpeter, 182
Pressburg, Henriette, 25 Séneca, 46
Primera Internacional: véase AIT Sexto Empírico, 46
Prometeo, m ito de, 47ss Shakespeare, 11, 30, 34
Propercio, 28 Shanin, Teodor, 197,223, 225, 233
Proudhon, 61, 68, 70, 86, 96, Sieber, N ikolai I., 218
101, 107, 113, 114, 121, 122, Silberner, E., 84
123, 125, 126, 142, 188 Sismondi, Jean-Charles-Léonard,
9 5 ,1 0 1 ,1 2 1 , 122
Quesnay, F., 121 Smith, Adam, 95, 100, 101, 112
Sobre la cuestión ju d ía , 73, 74
Ramsay Mac Culloch, John, 100 Solger, 31
Revelations ofth e Diplomatic History Sterne, 34
ofth e Eigtheent Century, 217 Szymborska, 149
Ricardo, David, 95, 100, 101,
112, 126, 139, 142, 143 Tácito, 31
Robespierre, 169, 170 Teorías de la p lu sva lía , 182
Rosdolsky, Román, 84, 85, 86, Tesis sobre Feuerbach, 100, 114,
1 8 4 ,2 3 2 1 2 2 ,1 2 5 ,1 2 7 ,1 3 3
Thompson, W ., 121 W eerth, George, 120, 122
Tito, 83 W eitling, W ilhelm , 120, 123
Tocqueville, 75, 76, 148 Welcker, F.G., 28
Tolstoi, 20 W estphalen, Ferdinand v., 30,
Torquemada, 83 63, 64
Tristam Shandy, 34 Westphalen, Jenny v., 28ss, 32,
Tristán, Flora, 207 33, 35, 36, 37, 38, 40, 48, 50,
Turgueniev, 46 6 1 ,6 3 ,6 8 ,6 9 ,7 3 ,9 4 ,1 1 9 ,1 2 0 ,
173, 174, 175, 198, 201, 202
Unamuno, 225 W estphalen, Ludwig v., 28ss,
U nderground, 22 48, 49, 63
Utopía, 58 W eydemeyer, 173
W ilhelm M eister, 27
Venturi, Franco, 226, 233 W inckelm ann, 31, 34
Vico, 138 W olff, W ilh elm , 120, 122,
Vilar, Pierre, 232 165, 198
Villegarde, 109 W orwarts, 66, 72
Voltaire, 25, 50
Zasulich, Vera I, 1 1 0 ,2 1 8 ,2 2 2 ,
Wackenroder, 36 223, 2 2 4 ,2 2 5 ,2 2 6
W ajda, 22 Zinoviev, Alexander, 19
INDICE ANALÍTICO
Alienación, 26, (en Feuerbach) Clásicos, 9ss, 47, 147, 157
51, 75, 87, 95, 96, 100, 101, Clinamen, 47,
102ss, 107, 115, 132, 141, (y Comuna rural rusa (obschina),
tecnociencia) 194 221ss, 224
Anticapitalism o, 81, 85, 221ss Comuneros (Comuna de París),
Antisemitismo (en Marx) 82ss, 2 0 4 ,2 0 8 , 212, 213
85, 87 Comunismo, 14, (como culto re
Antropología filosófica, 113, ligioso) 15, (prostitución del tér
114, 1 1 5 ,1 1 6 mino) 17, (¿desaparición?) 19,
Anudamiento, 97 (m ovim iento de liberación)
Ateísmo, 50, 63, 109 19ss, 6 0 ,6 1 ,7 0 ,7 1 ,9 6 , 100, (ca
Aufhebung (superación/aboli racterización Manuscritos) 107ss,
ción), 131 (fundamentación) 115, (progra
Autoconciencia, 47, 110 ma) l6 4ss, (y democracia) 166,
Autonomía política, 206, 208 (ciudad-cam po) 196, (preci
siones) 212ss, (descripción) 215
Barbarie, 14, 167, 216, 218 Comunitarismo, 60, 111
Concepción del mundo, 125,
Capitalismo, 80, 81, (y judais (marxiana) 126, 134, 189
mo) 86, (e interés público) 104, Concepción materialista de la his
(denuncia moral) 139ss, (con toria: veáse materialismo histó
quistas) 154, 1 8 6 ,1 8 7 rico.
Cartismo, 122, 176, 181
Conciencia, 71, 106, (invertida)
Categorías, 136 113, 132, 135, 148, (y ser social)
Ciencia (absoluta) 67, 112, (e 192
ignorancia) 124, (de la historia)
Contemporaneidad, 65, 89, 129
137, (nueva) 138, (ambivalen
cia) 195 Contradicción, 119, 132
Circuito monetario, 187, 188 Contraposición, 131
Ciudadanía, 78, 117 Corte epistemológico:véase rup
Civilización burguesa, 78, (y ju tura epistemológica
daismo) 79ss Cosmopolitismo, 70
Clase social, 92, (hegemónica) Crisis (históricas) 71, (económi
128, (dominante) 129, 168 cas) 155
Cristianismo, 218, 219 Escatología, 65
Crítica, 112ss Escepticismo, 45
Esencia (del ser humano) 106, 132
Democracia, 124, l62ss, (con Estado, 59, 75, 77, 109, 117,
quista de la) 213, 214 118, 2 l4 ss
Democratismo, 60 Estalinismo, 20, 98
Determinismo, 47, 138 Estamento, 92
D ialéctica, 14, 51, 90, 110, Estoicismo, 45
126, 131, 132, 188ss, 231, 232
Estructura económica, 193
Dictadura del proletariado, 14,
Ética (del interés-deber) 144
162, I68ss, 214
Existencia, 106
Dictadura democrática del pro
letariado, 2 1 4 ,2 1 5 Explotación, 140
Dinero (idolatrado) 80, (fetiche) Extrañamiento: véase alienación.
82, 103
Dios (dioses), 105, 107 Falacia naturalista, 116
División del trabajo, 128,131,135 Falsa consciencia, 128
División social del trabajo, 102,103 Federalismo, 167
División técnica del trabajo, 102 Fetichismo, 82
Dogmatismo, 13 Filosofía (como sistema) 54, (mun-
danizada) 54ss. y 67, (política)
Economía nacional, 95, 103, 62, (realización) 90ss, (especula
105,111 tiva) 114
Economía política, 95, 96, 101, Filosofía analítica (sobre Marx)
103, 104, 110, 138, 140, (denun 53, 230s
cia) 141 Filosofía de la historia, 13
Economicismo, 193 Filosofía de la práctica, 91, 92
Educación, 117 Filosofía moral, 111, 112, 141,142
Emancipación, 75, 76, (humana) Fin de las ideologías, 128
77, (de los judíos) 77,78, 85, (pro Fraternidad, 111, 207, 213
letaria) 92, 107, 110, 206, 208 Fuerzas productivas, 135, 136,
Empírico, 112, (perspectiva) 118 (y destructivas) 195
Enajenación: véase alienación.
Epicúreos, 14, 45 Gandhismo, 209
Hipótesis, 112 Mal social, 134
Historia, 134, (concepción mate Marxismos, 15ss, 110, 226
rialista) 135 Marxismo analítico, 138
Historia de las ideas, 131, 136 Materialismo (ontológico)47, 51,
Historicismo, 140 113, (concepción histórica) 116,
Holismo, 52 (nuevo) 126, (histórico) 131, 132,
Humanismo, 60, (y necesidades) 133, (comunista) 134, 136, 137
82, 9 7,1 00,109, (positivo) 113ss, Materialismo dialéctico, 131
115, 117, (práctico) 126, 133 Mediación: véase alienación.
H ybris, 151 Mercado, 12
Mercantilización, 81, 85, 103, 105
Idealismo (moral) 47, 48, (he-
Mesianismo, (marxiano) 48, 148
geliano) 57, 126, 127
Mesotés, 151
Ideología, 125, 127, (definición)
128ss, 136 Metafísica, 127
ídolos, 128 Metódica, 191
Igualdad, 77, (jurídica) 210 Método dialéctico: véase dialéctica.
Ilusiones de época, 129 Metodología, 123, (de exposición
y de investigación) 189, 221
Individualismo, 117
Modo de producción, 136
Internacionalismo 206, 207
Moral, (razones) 138ss, (y econo
Ismos, 11, 15, 133
mía) 142, 144
Izquierda hegeliana, 43ss, 49,95,100
Movimiento obrero, 70, (y el an
tisemitismo) 83
Jacobinismo, 167, 169, 170
Mundanización, 56, 137, 154
Judaism o, 25ss, 51, 74ss, 162
Lenguaje, 135, 139, 140 Naturaleza (humana) 116, 132,
Liberal (fundamentalismo) 65 1 4 4 ,1 9 6
Libertad, 14, (en Epicuro) 47, Naturalismo, 97, 109
50, (concreta) 213, 214 Negación de la negación, 110
Libertario, 117 N ihilsim o, 46
Lógica dialéctica: véase dialéctica. Nombrar, 153ss
Lucha de clases, 21, 23, 150, 151,
155, 168,212 Obrero (como mercancía) 103ss
Pacifismo, 209, 210 cracia) l63ss, (permanente) 169,
Paradigma, 189 180,209
Partido, 90, 117, 157ss, 176, Romanticismo, 140, (añoranza)
2 1 2 ,2 1 3 1 9 4,231
Patria, (pertenencia) 153ss, 206, Ruptura epistemológica, 127
207, 208
Pauperización, 117 Ser humano, 106, 110, 116,
(como ciudadano) 117, (concep
Pensamiento único, 11
ción materialista) 132, (ser y
Pena de muerte, 14, 209 tener) 139, (como mercancía) 140
Plusvalía, 186, (relativa y abso Socialismo, (como herejía del li
luta) 187 beralismo político) 12, (ciencia)
Poder, (conquista) 208ss, 214 14, (real) 22, 60, 61, (de rostro
Populismo (ruso) 219, 220, humano) 97, 100, 123, (como
221, 222, 225, 226 movimiento real) 126, 147, (y
Postmodernismo, 147 sufragio universal) 170, 213
Práctica, 116, (filosofía materia Sociedad civil, 117
lista de la) 131, 132, (criterio de Sociedad humana, 133
la) 133, 137 Subjetividad, 116, 132
Profetismo, 48 Sujeto (de la historia) 65
Programa de transición, 213, 214
Proletariado, 70, 71, 92ss, (y pro Tercera guerra m undial, 22
cesos históricos) 111, 124, (e Terratenientes, 104
ideología) 130, 143, 146, (como Trabajador, 105, 106
clase independiente) 150, 161 Trabajo (enajenado) 95, (raíz de
Propiedad privada, 106, 107, 108, la alienación) 102, 103, 104, (ma
109 nual) 105ss, 114, 115
Tradición 17
Radical, 91
Razón política, 117 Utopía, 148, (críticas) l49ss, 215
Relaciones sociales de produc Utopismo, 123,139, (críticas) 149ss
ción, 112, 126, 131, 1 3 2 ,1 3 6
Religión, 75, 76, (crítica) 78ss y Verdad, (verum-factum)153, 217
87ss, 132 Violencia, 14, 169, 209ss
Revolución 72, 92, 136, (y demo Voluntad, 134, 152
INDICE
Prólogo 9
Un joven romántico buscando su estilo 25
En la nave de los locos 49
De la crítica de la religión a la crítica de la política 68
Un humanismo crítico pero también positivo 94
Un nuevo materialismo. 119
“Un fantasma recorre Europa...” 145
Economía y crítica de la cultura burguesa 171
Matices, precisiones, sugerencias: una obra abierta 197
Nota Bibliográfica 227
Indice nombres 234
Indice analítico 240
Ellen Meiksins Wood
EL IMPERIO DEL CAPITAL
John Bellamy Foster
LA ECOLOGÍA DE MARX
Manuel Monereo
DE LA CRISIS A LA
REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA
Samir Amin
EL CAPITALISMO
CONTEMPORÁNEO
Andrés Piqueras y
Wim Diercksens
EL COLAPSO DE
LA GLOBALIZACIÓN
La humanidad frente
a la Gran Transición
Lucio Magri
EL SASTRE DE ULM
El comunismo del siglo XX
Sándor Kopácsi
EN NOMBRE DE LA
CLASE OBRERA
Serge Latouche
DECRECIMIENTO
Y POSDESARROLLO
Domenico Losurdo
CONTRAHISTORIA
DEL LIBERALISMO
Lin Chun
LA TRANSFORMACIÓN
DEL SOCIALISMO CHINO
MARX (sin ismos) es una biografía intelectual de Marx que
pretende atender por igual a lo que escribió y a lo que hizo.
MARX (sin ismos) es una lectura de la obra de Karl Marx en
su conjunto, en su evolución y en su contexto.
MARX (sin ismos) es una sugerencia de lectura de Marx co
mo se lee a un clásico.
MARX (sin ismos) es una propuesta de recuperación del
Marx crítico en el marco de una tradición liberadora de los
de abajo.
MARX (sin ismos) es un ensayo que analiza la vida y la obra
de Marx para lectores que no se dan por satisfechos con lo
que han oído sobre él y su herencia política e intelectual.
MARX (sin ismos) es un diálogo intelectual con Marx, en el
que su autor no ha pretendido cargar al clásico con nues
tras preocupaciones de hoy sino entender por qué las preo
cupaciones del clásico fueron las que fueron.
MARX (sin ismos) no es una hagiografía, ni un libro para
beatos, ni una nueva aportación a la historia de los arrepen
timientos. Es un libro para personas que dan importancia a
las tradiciones y que no tienen miedo de las revisiones.
MARX (sin ismos) no es un libro marxista ni antimarxista. Es
una aportación a la interpretación de un capítulo esencial de
la historia de las ideas y de los movimientos sociales.
MARX (sin ismos) presenta un Marx problemático, ambiva
lente, contradictorio. Es un libro que explica.