Quaderns. Rev. trad.
17, 2010 271-281
Entrevista a Julio César Santoyo
Anna Gil Bardají
Universitat Autònoma de Barcelona
Facultat de Traducció i d’Interpretació
08193 Bellaterra (Barcelona). Spain
[email protected]Julio César Santoyo es catedrático de Filología Inglesa y de Traducción e
Interpretación en la Universidad de León. Autor de más de 130 artículos y capí-
tulos de libros sobre teoría, historia y bibliografía de la traducción, literatura
inglesa e historia de la imprenta, es también traductor de obras de J. R. R. Tolkien,
R. L. Stevenson, Oscar Wilde, E. A. Poe, Christopher Marlowe, Rudyard Kipling,
Washington Irving, entre otros, y autor de numerosos libros, entre los que desta-
can Ediciones y traducciones inglesas del Lazarillo de Tormes, 1568-1977 (1978),
La cultura traducida (1983), El delito de traducir (1985), De clásicos y traduc-
ciones (1987), Teoría y crítica de la traducción: Antología (1987), Bibliografía
española de la traducción (1996), Las páginas olvidadas: Reflexiones sobre
canon, literatura y traducción (1998), Historia de la traducción: Quince apun-
tes (1999), e Historia de la traducción: viejos y nuevos apuntes (2008). Su últi-
mo título, La traducción medieval en la península ibérica, siglos III-XV, publicado
en 2009, es el fruto de numerosos años de trabajo y la culminación de toda una
trayectoria investigadora en torno a la historia de la traducción en el Medievo
peninsular.
En primer lugar, muchas gracias por haber escrito esta apasionante historia
de la traducción medieval en la península ibérica. Con su publicación, me
parece que no sólo se colma un enorme vacío investigador, sino que se con-
vierte en una obra de referencia ineludible para los estudios medievales, en
general, y en los estudios de traducción, en particular. De nuevo, muchísimas
gracias y enhorabuena por su excelente trabajo.
Empecemos por el final. Usted concluye su libro planteando la siguiente
pregunta: ¿Hasta cuándo la historia de la traducción va a seguir ausente, como
lo ha estado hasta ahora, de las respectivas historias de la literatura, de la cien-
cia, de la religión, de la cultura medieval peninsular en general, y de la catala-
na, castellana, gallega o portuguesa en particular? ¿Cree que los estudios
medievales no han tenido en cuenta suficientemente el papel desempeñado
por la traducción en la Península Ibérica?
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Parece evidente que así es. Basta echar un vistazo a la historiografía medieval de
la Península: las bibliotecas rebosan de volúmenes que tratan del arte, la religión,
la política, las dinastías reales y guerras entre reinos, la población, la diplomacia,
el comercio, la navegación y mil y un aspectos más del Medievo peninsular, pero
muy raramente del papel que la traducción ha desempeñado en la mayoría de esas
historias sectoriales, y menos aún en el desarrollo de las ideas y de la cultura medie-
val. Basten dos ejemplos: el investigador que lo desee hallará una vasta bibliogra-
fía sobre el marqués de Santillana: ediciones y reediciones de sus obras, casi todas
con eruditos prólogos y notas, estudios críticos, históricos, biográficos y biblio-
gráficos, documentación coetánea y demás, pero muy rara vez, si alguna, una mono-
grafía sobre su figura como impulsor directo de un amplísimo número de
traducciones y como centro de todo un círculo nacional e internacional de traduc-
tores, de considerable repercusión literaria y cultural. O bien, como segundo ejem-
plo, en el mismo s. XV, el de la extraordinaria abundancia de traducciones de textos
de condición religiosa, traducciones que Lola Badía considera de «tanta o més
importància per a la formació de la llengua literària i del clima cultural de la tardor
medieval que les de tema clàssic», pero que, sin embargo, como reconoce Charles
B. Faulhaber, «a pesar de su popularidad, son textos que jamás se estudian hoy».
Y es que, como ha escrito uno de los más conocidos teóricos de los Estudios de
Traducción, Gideon Toury, «the role played by translation in the stimulation and
dissemination of ideas… has been frequently overlooked and seldom acknowled-
ged». Y ese es precisamente el caso.
¿Podría explicar brevemente por qué «al extenso mosaico de más de mil años»
de la historia de la traducción medieval en la Península Ibérica le faltan tan-
tas teselas? ¿En qué disciplinas o lenguas estas teselas están más ausentes?
Yo diría que pueden apuntarse al menos dos razones probables, si no posibles:
en primer lugar, por la carencia de estudios, que sólo últimamente ha comenzado
a remediarse; si ya la historia de la traducción en general ha estado prácticamente
olvidada hasta nuestros mismos días, mucho más lo ha estado esa historia por lo
que respecta a los tiempos medievales. Y en segundo lugar, por la propia condi-
ción de la documentación medieval, tan fragmentaria: la historia del Medievo, en
su conjunto, es un gran tapiz, pero en su urdimbre faltan muchos hilos, y se apre-
cian amplios huecos y desgarros. Lo cierto es que disponemos tan sólo de un «cono-
cimiento mutilado», como dice Paul Veyne, de la traducción medieval en la
Península Ibérica, y así lo subrayo desde la primera página del libro. Si se me per-
mite, vuelvo a decir aquí lo que allí digo: Los textos están ahí, unos y otros, ori-
ginales y traducciones (cuando están, naturalmente, porque muchos han desaparecido
y sólo sabemos de ellos por referencias); pero más allá de los propios textos, en
muy raras ocasiones nos es dado acceder a conocimientos meta-, co- y con-tex-
tuales: a instancias de quién se traducía, por qué, cómo y dónde se llevó a cabo la
traducción, quién la hizo, qué competencia textual, temática, lingüística o cultu-
ral poseía, con qué medios contaba, qué colaboradores tuvo, de qué original(es)
dispuso, a qué lector(es) destinaba su trabajo…; datos, en definitiva, de condición
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histórica, en muchos casos tan importantes como los de condición lingüística. De
ahí, por ejemplo, el gran vacío traductor de los ss. VII, VIII y IX, la penuria de datos
en los siguientes ss. X y XI, el silencio traductor gallego-portugués hasta casi el
s. XIV, el vacío traductor que envuelve a la lengua vasca durante toda la Edad Media,
la ausencia de información, salvo detalles dispersos, sobre la traducción oral, o
interpretación, que ineludiblemente hubo de practicarse a lo largo de todo el
Medievo, nuestro desconocimiento casi total de la traducción de índole diaria, no
erudita, sino estrictamente práctica en su misma cotidianidad…
Sorprende descubrir la escasez de traducciones del árabe al latín en el s. XI,
un siglo en el que precisamente la producción cultural en lengua árabe alcan-
za su apogeo. De hecho, la época de los Taifas es el período más fructífero no
sólo de la literatura andalusí en lengua árabe (con poetas e intelectuales de la
talla de Ibn Zaydún o Ibn Ammar, por citar sólo dos), sino también del pensa-
miento, la medicina o la historia en esa lengua (con intelectuales como Ibn
Hazm o Avicena, entre otros). ¿Cómo explica esta falta de traducciones?
No hay modo de explicar tal escasez, o al menos yo no sé explicarla. Puesto a elu-
cubrar, y dado que la traducción es el resultado de determinada competencia inter-
lingüística y de intereses y contactos interculturales, uno sospecha que ni tal
competencia en árabe fue común aquel siglo en la sociedad cristiana de la Península,
ni la competencia en latín lo fue en la sociedad musulmana. Por otro lado, el inte-
rés por la traducción únicamente lo sintió en el Medievo la sociedad cristiana
(y en mucha menor medida ciertas comunidades judías): eran textos en árabe los que
se vertían al latín, no a la inversa. La sociedad musulmana peninsular nunca se
interesó por los textos de los cristianos: tan sólo hay noticia de una obra latina tra-
ducida en la Península al árabe, las Historiae adversus paganos, de Paulo Orosio.
Es evidente, pues, que ese interés cristiano no se dio a lo largo de todo el s. XI y
que sólo comenzó a manifestarse en los primeros decenios del siguiente s. XII. ¿Las
causas? Muy probablemente, el propio estado de la sociedad cristiana de la
Península, ocupada aquel siglo más en cuestiones de supervivencia que de cien-
cia o cultura (primum vivere…), ocupada también en sus propias rencillas, que no
fueron escasas, y en contrarrestar los continuos ataques musulmanes que llegaban
desde el sur, entre ellos los bien conocidos de Almanzor, que a lo largo de casi
veinticinco años asoló todo el norte de la Península, desde Barcelona a Santiago
de Compostela. Queda, como último recurso explicativo, la posibilidad de que sea-
mos nosotros los que desconozcamos, por falta de documentación, la realidad de los
hechos. Vernet ya dice que «hay muy pocos testimonios, por no decir ninguno»,
de la actividad traductora de ese siglo. Poco antes Lemay aseguraba también que
«durante todo el s. XI no hay prácticamente ningún vestigio de intercambio cientí-
fico o filosófico entre latinos y árabes o mozárabes». Pero que haya muy pocos
testimonios, por no decir ninguno, o que no haya prácticamente ningún vestigio,
puede que tan sólo se deba a que unos y otros se han perdido, o aún no han sido
hallados. Que, personalmente, no creo que sea el caso.
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En la primera parte del libro usted se refiere en varias ocasiones al papel pre-
ponderante que desempeñó el scriptorium del monasterio de Santa Maria
de Ripoll en el s. X. ¿Podría resumir en algunas líneas el tipo de trabajo que
se realizó en Ripoll, así como el porqué de su importancia?
De Ripoll es muy poco lo que sabemos, algo más lo que deducimos y bastante más
lo que suponemos. Ni siquiera sabemos si allí hubo un scriptorium como tal, en
el que se hicieran traducciones del árabe al latín. Lo que sí sabemos es que la biblio-
teca del monasterio contaba a finales del s. X con 66 códices, que pocos años des-
pués eran 121, y que a la muerte del abad Oliva, en 1046, la biblioteca contaba ya
con 246 volúmenes, número ciertamente muy notable para la época. La importan-
cia de Ripoll en la historia de la traducción medieval es la de una condición pione-
ra, porque entre aquellos primeros 66 códices de los últimos decenios del siglo X
había al menos trece traducciones o reelaboraciones latinas de originales árabes,
todas de carácter práctico o «científico»: tratados sobre el astrolabio, sobre el clima,
sobre geometría, sobre relojes…, tratados que nos han llegado en un estado muy
fragmentario (102 folios en total) y que hay que considerar como restos supervivien-
tes de una compilación sin duda mucho más amplia y completa. ¿Se hicieron tales
traducciones en el propio monasterio, o fue su biblioteca únicamente el lugar donde
acabaron depositadas y guardadas? No lo sabemos. Cuando en el 984 Gerberto de
Aurillac, futuro papa Silvestre II, necesitó en Reims un tratado sobre la multiplica-
ción y división de los números traducido por cierto Joseph ispano, se lo pidió al
obispo de Gerona, Miró Bonfill; y cuando años después se interesó por un trata-
do de astrología, se lo pidió a cierto Lupitus Barchinonensis, probablemente
el arcediano de la catedral de Barcelona Sunifred Llobet. ¿Cabe deducir de estos
pocos datos que en Ripoll hubo un scriptorium y que en él se hicieron aquellas tra-
ducciones del árabe al latín? Puede resultar arriesgado.
En uno de los pasajes más interesantes, a la vez que controvertidos, de su libro,
usted niega la existencia de las famosas escuelas de traductores de Toledo y
de Bagdad (Bait al-Hikma). ¿Qué es lo que, a su parecer, motivó la creación de
ambos mitos? ¿Por qué la «bola de nieve» de la que usted habla se originó en
ciudades como Toledo y Bagdad, y no en otras localidades de la Península?
¿Cuáles fueron, según usted, las ciudades, tanto peninsulares como de fuera de
la Península, en las que se desarrolló de forma más notoria la traducción
durante el período medieval?
No hay fácil respuesta a tanta pregunta. ¿Qué motivó la creación de ambos mitos?
En lo que a España se refiere, probablemente cierta inveterada admiración por todo
lo que llega con etiqueta ultrapirenaica. En el caso de Toledo, la «cronología» del
mito de una escuela de traductores se inicia en Francia, y a grandes rasgos está
bastante clara: ninguna mención, ni la más mínima, a tal entidad hasta comienzos
del s. XIX, la alusión primera (1819, 1843) del francés Jourdain a un «collège de
traducteurs», su adopción por Renan en 1852, luego en Alemania por Rose en 1874,
y finalmente su paso a España con Menéndez Pelayo en 1881 y posteriormente,
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ya en el s. XX, con Menéndez Pidal. En cuanto a la inexistencia de una escuela de
traductores en Bagdad, son voces mucho más autorizadas que la mía las que así
lo aseguran. Hunayn ibn Ishaq (+ 873), quizá el más notable traductor (en Bagdad)
de todos los tiempos, en ningún momento menciona a lo largo de su extensísima
obra, original y traducida, la existencia de una escuela de traductores en aquella
ciudad. La crítica actual más sólida rechaza asimismo tal existencia, y quien de
ello discrepe tendrá primero que contrarrestar los argumentos de Myriam Salama-
Carr (La traduction à l’époque abbaside, 1990) o de Dimitri Gutas (Greek Thought,
Arabic Culture: The Graeco-Arabic Translation Movement in Bagdad, 1998).
Entonces, ¿Qué fue lo que motivó la creación de ambos mitos? Supongo que en
uno y otro caso la presencia en ambas ciudades y en determinado momento (Bagdad
s. IX, Toledo s. XII) de cierto número de traductores que allí llevaron a cabo su tarea,
a veces en solitario, otras veces «a duo». Si a esa simultaneidad en el tiempo se la
quiere llamar «escuela», bien está; pero sea cada cual responsable de sus propias
afirmaciones. Y sobre la última de sus preguntas: la Edad Media es un período tan
extenso que casi no hay localidad de la época en la que, al menos en Europa, no
se halle(n) algún(os) traductor(es), y ello desde Braga, en un extremo del conti-
nente, hasta Constantinopla en el otro, y desde Oxford en el norte hasta Sicilia en
el sur. Aun así, creo que, por distintas razones, han entrado en la historia medie-
val de la traducción: en el s. VI, Squilace, en la Catania italiana, con la primera y
ejemplar «casa del traductor», Vivarium, que allí estableciera Casiodoro; en el s. XI,
Salerno, con, entre otras, la figura sobresaliente de Constantino el Africano; obvia-
mente Tarazona, Toledo, Barcelona y Tudela (¿) en el s. XII peninsular; a caballo de
los ss. XII-XIII, Lunel, en el Languedoc, con la familia judía de los Tibbon; en el
s. XIII, Palermo, en Sicilia, y de nuevo Toledo, y también Murcia y Sevilla, en
la Península Ibérica…
Después de leer detenidamente todo el pasaje dedicado a la extraordinaria figu-
ra de Gerardo de Cremona (1114-1187), una se pregunta si el hecho de haber
impartido enseñanzas en la escuela catedralicia (magister), el hecho de haber tra-
ducido más de 70 obras del árabe al latín y el hecho de contar con un cierto
número de colaboradores (socii) para algunas de sus traducciones no contri-
buyó a construir la idea de una «escuela» de traductores de Toledo, hecho que
además un siglo más tarde se vería apoyado por la presencia en Toledo de tra-
ductores como Marcos de Toledo, Salio de Padua, Miguel Escoto, Juan de
Toledo o Hermann el Alemán.
Es muy posible, sí, que todo ello haya contribuido a crear el tópico de tal «escue-
la». Pero, caso de haberla, en una «escuela» así ha de darse al menos una presen-
cia simultánea de cierto número, y no escaso, de traductores, y cierta interrelación
entre ellos. Y desde luego tal presencia simultánea no la hubo en Toledo, donde sí
asistimos a una presencia sucesiva de traductores, y a escasísimos casos de cola-
boración. Así, Iohannes Hispalensis reside en Toledo aproximadamente 20 años
(ca. 1136-ca. 1155), coincidiendo allí muy poco tiempo con un joven Domingo
Gundisalvo, que llega a la ciudad a mediados de siglo y no fallecerá hasta ca. 1190;
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Gerardo de Cremona llega a Toledo en torno a 1150 y allí reside más de 25 años,
hasta su fallecimiento en 1187, sin que en ningún momento mencione a otros tra-
ductores; tras cursar estudios de medicina en Montpellier, Marcos de Toledo tradu-
ce en su ciudad entre ca. 1180 y 1213, sin que tampoco hable de ningún otro colega
traductor; Miguel Escoto tan sólo estuvo cinco años en Toledo, entre 1214? y 1219?;
menos tiempo aún estuvo el italiano Salio de Padua, del que sólo consta con segu-
ridad su estancia en 1218; y mucho más tardío aún es Hermann el Alemán, que no
conoció a ninguno de los anteriores, dado que sus traducciones están fechadas en
1240-46 y en 1256... A lo largo de más de un siglo, pues, en Toledo parece haber
habido una sucesión de muy pocos traductores, pero en ningún caso una escuela,
ni siquiera lo que podríamos denominar «un grupo».
Usted llama la atención sobre la ausencia de fondos árabes a lo largo de todo
el s. XII (p. 136 y 137), lo que le lleva a preguntarse: «¿De dónde se obtuvie-
ron tantos textos en árabe como los que se tradujeron del latín durante aquel
siglo?». Para ilustrar su reflexión, aporta los testimonios de clérigos, arcedia-
nos, capiscoles y nobles castellanos (como la condesa Mumadona Dias), y cita
bibliotecas, armarios y arcas, todos ellos situados en territorios bajo control
cristiano, todos ellos con textos latinos. Yo me pregunto si esa falta de libros
en árabe no se explica por el hecho de que los originales se hallaran en biblio-
tecas, mezquitas y cortes de los distintos reinos de taifas. ¿Podría decirnos si
hay sobre ellos algún tipo de documentación?
No hubo, al parecer, falta de libros en árabe en los territorios cristianos reconquis-
tados, puesto que muchos fueron los que en aquel siglo, y en el siguiente, se ver-
tieron al latín. Lo que escasea es la documentación sobre las bibliotecas de los
reinos de taifas en los ss. XI y XII, sobre lo que de ellas pervivió y sobre el trasva-
se de tales libros a manos cristianas, y en particular a las manos de los traducto-
res. Es una documentación que nos llega a cuentagotas. En 1087 Paterno, obispo de
Coimbra (reconquistada en 1064), dejó en testamento «un libro de cánones escri-
to en árabe, y otros libros hispalenses» (quizá la colección de cánones y decretos
pontificios traducidos del latín al árabe por el presbítero mozárabe Vincentius ca.
1050). En los primeros decenios del s. XII el entonces joven Iohannes Hispalensis
reconoce haberse trasladado desde la Limia gallega a otras partes de España
(Hispanas partes) en busca de libros de astronomía, y haber vivido en esos luga-
res «entre gentes desalmadas que no creían en Dios», y allí haber leído y releído tales
libros de astronomía, «como es el caso de los cursos de los planetas, y otros que
también parecían referirse a ese arte». ¿Alude a alguno de los territorios de las tai-
fas musulmanas, y a sus bibliotecas? Parece lo más probable, y personalmente no
me caben dudas al respecto. Pero carecemos de más detalles. A su vez, Charles
Burnett apunta la posibilidad de que los originales árabes que Hugo de Santalla
tradujo en Tarazona procedieran de la biblioteca de los Banu Hud, reyezuelos de la
pequeña taifa de Rueda de Jalón entre 1110 y 1131, biblioteca (in Rotensi arma-
rio) quizá disponible a partir de esa última fecha, cuando el último representante
de la dinastía, Ahmad Sayf al-Dwala (Zafadola), prestó vasallaje a Alfonso VII
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y entregó Rueda al monarca cristiano. Pero tan sólo es, de nuevo, una conjetura.
Los socii de Gerardo de Cremona aseguran que en Toledo, taifa reconquistada en
1085, todavía un siglo después había «abundancia de libros en árabe sobre todos los
saberes». Datos demasiado nebulosos en todos los casos. Pero sobre las bibliotecas
que pudo haber en las cortes y mezquitas de las taifas de Murcia, Albarracín, Niebla,
Sevilla, Almería y demás reconozco que nada sé, salvo lo poco que de ellas ya
dijeron Julián Ribera, Menéndez Pidal o Sánchez Albornoz.
Vista la gran cantidad de traductores (dieciséis que se conozcan) y obras tra-
ducidas en el entorno cortesano de Alfonso X el Sabio, el lector puede que se
pregunte si existió en la Edad Media peninsular una actividad traductora
mayor —por número e importancia— que la que hubo en aquella corte.
Por otra parte, ¿sería exagerado afirmar que la traducción fue la actividad
cultural que más impulsó este monarca?
Depende de qué entendamos por importancia, y a qué se la demos. Desde luego,
mayor trascendencia internacional alcanzaron las traducciones peninsulares del
s. XII (todas al latín), muchas de las cuales siguieron copiándose en los siglos
siguientes, e imprimiéndose luego hasta bien entrado el s. XVI. Numerosos ejempla-
res manuscritos e impresos de tales traducciones se hallan todavía hoy en las biblio-
tecas más importantes de Europa y América. En cambio, las traducciones del entorno
del rey Alfonso, de escasa trascendencia internacional dado que la mayoría lo fue-
ron al castellano, resultan ser de notable importancia nacional, como bien sabe,
entre otros, cualquier historiador de la lengua castellana. Por lo que respecta al
número de textos traducidos, de nuevo los del s. XII superan con mucho a los del
entorno cortesano alfonsino. Y más numerosas que las de este monarca son también
las traducciones que en la primera mitad del s. XV se llevaron a cabo por indica-
ción y encargo directo del marqués de Santillana. En cuanto a su pregunta, creo
que no, que no resulta exagerado afirmar que la traducción fue la actividad cultu-
ral que más impulsó Alfonso el Sabio: hay que tener en cuenta que, además de las
versiones exentas, buena parte de los textos históricos hechos compilar por el
monarca, sobre todo la General Estoria y la Crónica General, están en gran medi-
da compuestos por material traducido inserto, procedente de originales árabes y/o
latinos (Lucano, Orosio, san Isidoro, Plinio, san Jerónimo, etc.).
Pasemos ahora a hablar del a menudo ignorado alcance cultural de que gozó
la ciudad de Murcia durante buena parte del s. XIII. ¿A qué se debió este flo-
recimiento murciano de las artes y las letras? ¿Cuánto tiempo duró y por qué
ha quedado relegado a un segundo plano, después de ciudades como Toledo
o Burgos?
Se debió, sin duda, a la conjunción de tres distintos factores: un importante sus-
trato cultural previo en la taifa de Murcia, la frecuente residencia allí de Alfonso X
el Sabio y la coincidencia en el tiempo (segunda mitad del s. XIII) de varias insti-
tuciones y personas. En Murcia pasó Alfonso X largas temporadas en 1254, 1257,
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1270, 1272-73, etc., quizá porque, como dice el propio monarca, «amamos et deue-
mos querer este regno entre todos los otros». Nada extraña, pues, que en Murcia
y en Cartagena sitúe el rey varias de sus Cantigas. Y que el monarca dotara allí un
centro de estudios en el que Mohamed ibn Ahmed Abubequer al-Ricotí enseñó
muchos años medicina, lógica, geometría y filosofía, y lo hiciera indistintamente
en árabe, romance o latín, porque sus estudiantes eran indistintamente musulmanes,
judíos y cristianos. Pero es que también en Murcia fundaron los dominicos en 1265
un «studium arabicum et hebraicum», y a él es probable que pertenecieran los frai-
les Domingo Marroquino y Rufino Alejandrino, traductores uno y otro al latín de
varios tratados árabes de medicina. Y de Cartagena fue primer obispo desde 1250
el propio confesor del monarca, fray Pedro Gallego, que tradujo o mandó traducir
del árabe al latín varias obras de medicina, una Summa de astronomía y el Liber
de animalibus aristotélico. Y en el studium de Murcia parece haber residido asi-
mismo Raimundo Martí, al que se considera autor, ca. 1275, de un pionero glosa-
rio latín-árabe vulgar, el Vocabulista in arabico. Y en Murcia residió muchos años
el italiano Giacomo Giunta (Jacobo de la Junta), famoso jurista, redactor de parte
de las Siete Partidas alfonsinas y traductor del latín al castellano de dos obras de
Derecho… Lo cierto es que en Murcia se llevó a cabo una actividad traductora
propia, paralela y contemporánea de la que se llevaba a cabo en la corte. Fue una
lástima que ese «florecimiento murciano» no perdurara más allá de la muerte del
monarca en 1284, pero lo cierto es que tras ella Murcia desaparece casi por com-
pleto de la historia de la traducción medieval, por lo que hay que pensar que sin
duda fue la brevedad de ese «florecimiento» lo que la relegó, creo que injustamen-
te, a un segundo plano.
Usted califica a Ramón Llull de uno de los más notables traductores del s. XIII.
Además del célebre Llibre de la contemplació en Déu, traducido al catalán
desde un original árabe desaparecido, ¿qué otras obras tradujo o ayudó a tra-
ducir? ¿Qué autores, aparte de él, se dedicaron también a la traducción del
árabe al catalán en aquel siglo y posteriores?
Notable por sus muchas traducciones y notable por la versatilidad lingüística que
demostró, ya que lo mismo escribía sus obras (la Lógica de Algazel, el Libre del
gentil e los tres savis, el Liber de Deo et mundo, el Ars consilii, etc.) en árabe, en
catalán o en latín, para después traducirlas él mismo a los otros dos idiomas (caso
temprano de doble autotraducción). Algo nada común, desde luego, y no sólo en
aquella época, sino en cualquier otra. Anciano ya (parece ser que le fallaba la vista)
y residente en Túnez, todavía solicitaba la ayuda de fray Simón de Puigcerdà para
traducir al latín más de una docena de tratados que primero había redactado en
árabe (primo in arabico) y luego él mismo había traducido al catalán (et postmo-
dum in romancio translatauit). En cuanto a otros traductores del árabe al catalán,
en los últimos decenios del s. XIII hallamos a Berenguer Eymeric, Arnau de Vilanova,
Benvenist Saporta, Benvenist Avenbenvenist, Mahomat Abenguabarrig y Samuel
Abenvives; a finales del XIII y comienzos del XIV, Jahuda Bonsenyor; ya en el
s. XIV, Joan Jacme, traductor de un tratado de oftalmología; y Joan de Bònia en el s. XV,
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traductor en Paterna, al valenciano, de un tratado sobre el sexagenarium, un ins-
trumento de la familia de los ecuatorios. Ello, claro, al margen de numerosos intér-
pretes árabe-catalán/valenciano.
En su libro dice, en una ocasión, que «el texto traducido es un texto difundi-
do» y que sobre tal difusión «los poderes públicos o religiosos siempre han
querido tener control». Sorprende constatar que incluso en un período tan
temprano como el medieval el control sobre la producción y difusión escrita
estuviera ya presente. ¿Podría citarnos algunos ejemplos?
En el libro cito ya un buen número de ellos de los ss. XIII, XIV y XV, ejemplos penin-
sulares y europeos en general: en 1210 el sínodo de París prohibió los escritos de
Aristóteles (en su traducción latina, evidentemente); en 1233 Jaime I de Aragón
prohibió la posesión de libros religiosos «in romancio»; en Valencia, en 1447,
ardieron en la hoguera veinte biblias «falses», sin duda por estar traducidas; como
también a finales de ese siglo se hizo desaparecer, casi de raíz, la traducción de la
biblia al valenciano hecha por Bonifaci Ferrer & al.; son sólo algunos ejemplos,
porque los citados no son los únicos casos que se dieron a lo largo de la Edad
Media, ni en la Península ni en el resto de Europa. Sirva de nuevo ejemplo la orden
del rey Afonso V de Portugal, de 18 de agosto de 1451, en la que manda quemar los
libros de John Wycliff, Jan Hus, Pierre Valdo «y otros»: «Por quanto… son tras-
ladados alguns libros de Joanne Velif e de Ioane Hus e de frei Gaudio e doutros
alguns que… son reprobados por falsos e heréticos, que os ditos libros fossem que-
mados e non fossem mais achados em os nossos reinos…» Y todo ello sin contar
la autocensura, de la que también hay ejemplos. Recuérdese la versión al francés
de la Historia de Alejandro el Grande, de Quinto Curcio, en la que el traductor,
Vasco Fernandes de Lucena, censuró los pasajes de homosexualidad convirtiendo
al joven Nicómaco en la joven Bagoie, «pour eviter mauvais exemples».
Hablemos ahora del s. XIV y del escaso interés que ha suscitado entre los espe-
cialistas la actividad traductora española, sobre todo si lo contrastamos con
los siglos anteriores y con el siglo siguiente. Coincido con usted en que «uno
acaba pensando que, al término de la mal llamada Escuela de Traductores de
Toledo, se produjo en la Península un gran vacío traductor, del que no se
comenzó a salir hasta bien entrado el s. XV, en vísperas y por influencia direc-
ta del movimiento renacentista que se vivía en Italia». Usted asegura que nada
de ello indica que fuera así. ¿Por qué?
Porque considero que el s. XIV es un período clave en la historia de la traducción
en la Península Ibérica: «clave», porque a lo largo de ese siglo todo cambió. Rara
vez, si alguna, ha experimentado la historia de la traducción cambios tan radica-
les y decisivos como los vividos a lo largo de ese siglo. Téngase en cuenta, en
brevísimo resumen y recapitulación, que durante ese siglo prácticamente desapa-
rece el árabe como lengua origen de las traducciones, progresivamente sustitui-
do por el latín, el griego y las lenguas romances intra- y extra-peninsulares (prueba
280 Quaderns. Rev. trad. 17, 2010 Anna Gil Bardají
del profundo cambio de intereses que entonces se experimentó); que, en conse-
cuencia, desaparece también la figura intermediaria, frecuente en siglos anterio-
res, del colaborador judío o mozárabe; que el «centro» traductor se desplaza
durante este siglo desde el reino de Castilla al de Aragón; que se traduce ya abun-
dantísimamente, sobre todo en Cataluña, que con harta frecuencia actúa de puen-
te cultural para el resto de la Península; que esa creciente actividad traductora no
se limita ya a una corte ni depende del patronazgo real, sino que aparece descen-
tralizada y dispersa por toda la geografía peninsular; que por esa misma dispersión
la traducción se consolida en todas las lenguas romances (catalán, castellano,
gallego-portugués y aragonés) como vehículo habitual de difusión cultural; que
a través del aragonés se inician las traducciones del griego; que asimismo se ini-
cian las traducciones desde otras lenguas romances extrapeninsulares: francés,
italiano y provenzal; que a su vez dan comienzo las traducciones intrapeninsu-
lares; que al término de este período surgen las primeras reflexiones y críticas
traductoras; y que con ellas comienza también a desarrollarse un primer metalen-
guaje traductor. ¿Hay quien dé más? El contraste con los dos siglos anteriores no
puede ser mayor, ni el corte más profundo.
Usted afirma, apoyándose en García Yebra y otros, que la mayoría de los escri-
tores del s. XV son a la vez traductores. También que el s. XV peninsular es
«un mar de traducciones». ¿Cuáles fueron las lenguas más traducidas y a las
que más se tradujo durante ese s. XV? ¿Qué traductores destacaron en aquel siglo?
De modo más o menos extenso, en el libro se traen a colación más de ciento cin-
cuenta traductores del s. XV y más de trescientas cincuenta traducciones llevadas a
cabo a lo largo de esa centuria: no es corto número, y creo que desde luego igua-
la, si no supera, al de autores y textos originales. Sin la menor duda, la lengua más
traducida fue el latín, seguida, aunque de lejos, por el italiano y el francés; pero
también constan traducciones del árabe, del hebreo, del catalán (al castellano) y
del castellano (al catalán y al portugués). A su vez, las dos grandes lenguas meta del
siglo fueron (yo diría que a partes aproximadamente iguales) el castellano y el cata-
lán/valenciano, y en menor medida el portugués. Muy escasamente representati-
vas son las traducciones al gallego, anecdóticas las versiones al aragonés e
inexistentes al vascuence. En cuanto a los traductores más destacados, sus nom-
bres son bien conocidos en el ámbito de una y otra lengua y cultura: en la
catalana/valenciana, entre otros, Guillem de Copons, Andreu Febrer, Ferran Valentí,
Francesc Alegre, Joan Roís de Corella y Bonifaci Ferrer; y en la castellana, también
entre otros, Enrique de Villena, Moisés Arragel de Guadalajara, Alonso de Cartagena
y Alonso de Madrigal (el Tostado), este último sobre todo por sus extensas reflexio-
nes en torno a la traducción, Pedro Díaz de Toledo, Alfonso de Segovia, Alfonso de
Palencia…
Es evidente que una obra de esta magnitud no se escribe en dos días: ¿cuán-
tos años le ha llevado la elaboración de la misma? ¿Qué recuerdos tiene de
Entrevista a Julio César Santoyo Quaderns. Rev. trad. 17, 2010 281
todo el proceso? Y, finalmente, permítame que le haga una pregunta un tanto
personal: después de un trabajo tan monumental como éste, ¿piensa tomarse
unas vacaciones o tiene otros proyectos entre manos?
El tiempo: varios años, desde luego; yo diría que al menos desde 1995. No en vano
han sido más de 500 los libros y artículos consultados, y ahí está la bibliografía y
las citas, página a página, para demostrarlo. Ha sido, necesariamente, un proceso
lento en el que, con anterioridad a la publicación del libro, he ido desgranando dis-
tintos aspectos del mismo en conferencias y artículos a uno y otro lado del Atlántico,
y que luego he reunido, hilvanado y encajado en este único volumen. ¿Recuerdos
del proceso? Muchos, como es natural: la sensación de ir viendo crecer el libro, el
reto que día a día suponía encontrar este o aquel artículo (porque necesitaba verlo
y tenerlo en las manos, no me bastaba con saberlo citado por otros)… Pero quizá
haya tres recuerdos que emergen sobre todos los demás: los errores, a veces con-
siderables, que iba hallando en trabajos anteriores; los «vacíos» de información
con que en ocasiones me encontraba (y pongo de ejemplo la traducción cotidiana
y/o documental, no la libresca, o bien la traducción oral o interpretación); y, por
último, las notables discrepancias que con frecuencia advertía en la estimación crí-
tica de ciertos textos, como en el caso de las Bucólicas de Virgilio en la versión
castellana de Juan del Enzina, valorada por unos como traducción, por otros como
imitación, o como adaptación, o como obra original, o incluso como parodia de la
obra de Virgilio… ¿Tomarme unas vacaciones? La verdad es que no, porque de
momento tengo tres cosas entre manos (soy incapaz de trabajar constantemente en
un solo tema): una, ya en puertas de imprenta con el título de La traducción: Textos
clásicos y medievales, donde he recogido cerca de 200 reflexiones sobre la traduc-
ción de autores árabes —tan desconocidos, Hunayn ibn Ishaq, entre ellos—, lati-
nos, ingleses, franceses, italianos, portugueses, alemanes, etc., desde el 400 a. C.
hasta el año 1500 (lo malo va a ser editarlo, porque suman más de 500 páginas); otra,
una edición crítica de los textos de Alonso de Madrigal, el Tostado, sobre la tra-
ducción, ya casi terminado; y la tercera, una monografía sobre la autotraducción,
trabajo todavía en proceso de elaboración. De momento todo ello ya me tiene bas-
tante ocupado.