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Misterio y Caos en Ashton

Este documento presenta una introducción a una historia de ficción que se desarrolla en un pequeño pueblo estadounidense durante su festival anual de verano. Describe las festividades caóticas y la multitud que se reúne, así como la llegada de dos extraños visitantes misteriosos que buscan a alguien entre la multitud. Luego, los visitantes se dirigen a una iglesia en la colina desde donde observan el pueblo, sintiendo una fuerza maligna. Mientras observan, ven acercarse a una criatura oscura y deforme que

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Misterio y Caos en Ashton

Este documento presenta una introducción a una historia de ficción que se desarrolla en un pequeño pueblo estadounidense durante su festival anual de verano. Describe las festividades caóticas y la multitud que se reúne, así como la llegada de dos extraños visitantes misteriosos que buscan a alguien entre la multitud. Luego, los visitantes se dirigen a una iglesia en la colina desde donde observan el pueblo, sintiendo una fuerza maligna. Mientras observan, ven acercarse a una criatura oscura y deforme que

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Dedicado a Bárbara Jean, esposa y amiga, que me quiso, y supo esperar.

Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados,


contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este
siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.

Efesios 6:12
Capítulo 1

Muy avanzada la noche, un domingo de luna llena, dos personajes


en ropas de trabajo aparecieron en la carretera 27, en las afueras
de la ciudad universitaria de Ashton. Eran muy altos, como de un
par de metros de estatura, sólida musculatura y excelente
apariencia. Uno, tenía el pelo oscuro, con rasgos pronunciados; el
otro era rubio y poderoso. Como a un kilómetro de distancia
todavía, miraron hacia el pueblo, pensando en los sonidos
cacofónicos de la algazara de los almacenes, las calles y callejones.
Comenzaron a caminar.
Era el tiempo del Festival de Verano de Ashton, la ocasión anual
para que el pueblo diera rienda suelta a la frivolidad y al caos; su
peculiar manera de decir “gracias”, “vuelvan otra vez”, “buena
suerte” y encantado de conocerles”, a los ochocientos estudiantes
de la Universidad de Whitmore, que se despedían para las
vacaciones de verano. La mayoría de ellos empacarían sus
pertenencias y se marcharían a casa, pero casi todos,
definitivamente, harían lo posible por quedarse por lo menos para
tomar parte de las festividades, el baile en las calles, los parques de
diversiones, cines a precios reducidos, y cualquier cosa de la que se
pudiera participar procurando divertirse. Era la oportunidad para
dar rienda suelta a los deseos y las pasiones, ocasión para
emborracharse, quedar encinta, enredarse a puñetazos o caer
enfermo por los excesos, todo en la misma noche.
Cerca del centro del pueblo alguien tenía un lote vacío. Con el
pretexto de servir a la comunidad, había puesto su terreno a
disposición de un grupo ambulante de extranjeros con espíritu
empresarial para que instalaran allí un parque de diversiones, con
aparatos mecánicos, quioscos y hasta con servicios sanitarios
portátiles. Los juegos mecánicos, un conjunto herrumbroso
alegremente iluminado, daban mejor espectáculo en la oscuridad.
Impulsados por ruidosos motores de tractor, competían con el
estruendo de la música de los altoparlantes, que rugía desde alguna
parte en medio de toda la confusión. Sin embargo, en aquella
noche cálida de verano, las masas se apretujaban mientras
deambulaban de un lado a otro, procurando divertirse. Una
montaña rusa daba vueltas lentamente, se detenía para que
algunos se bajaran, y otros subieran; luego, daba otras vueltas
como para desquitar lo que los pasajeros habían pagado para
subirse en ella. Un carrusel de caballos, con pintura
descascarándose y hasta faltándole una pata aquí y otra allá, daba
vueltas en un círculo brillantemente iluminado al son de la música
cansona de un organillo. La gente tiraba pelotas a un aro, monedas
a un cenicero, dardos a los globos, y el dinero al viento, en
cobertizos armados al apuro en media calle, donde algunos
trataban de seducir con su labia melosa a los que pasaban para que
probaran su suerte.
Los dos visitantes, se detuvieron silenciosos en medio de todo
esto, preguntándose cómo un pueblo de doce mil habitantes –
incluyendo a los estudiantes universitarios- podía producir tan
enorme multitud. La población, normalmente tranquila, se había
volcado por miles a las calles, aumentada por los visitantes que
venían de todas partes que venían en busca de diversión. Todas las
cantinas, los salones de baile, los almacenes, las calles y los
callejones estaban completamente abarrotados. Se permitía todo, y
se hacían de la vista gorda a lo ilegal. La policía estaba muy
atareada, pero cada ratero, borracho o prostituta que arrestaban
significaba solo que había una docena más todavía sueltos y
rondando por el pueblo. El festival, alcanzando casi el clímax en
esta última noche era como una terrible tormenta que no era
posible contener. Lo único que se podía hacer era esperar que
siguiera su curso, y que tendrían bastante trabajo de limpieza una
vez que todo pasara.
Los dos visitantes se abrieron paso lentamente por entre la
apretada muchedumbre, escuchando la charla y observando las
actividades. Querían saber todo lo que pudieran sobre el pueblo, de
modo que se tomaban tiempo para observar aquí y allá, a la
derecha, a la izquierda, hacia adelante y hacia atrás. El gentío se
movía en oleadas a su alrededor, como si fueran vestidos agitados
dentro de una máquina lavadora, agrupándose a un lado de la calle
por un momento, y al otro lado al siguiente, en un ciclo imprevisible
e incesante. Los dos gigantes buscaban afanosamente entre la
multitud. Buscaban a alguien.
-¡Allí está! –dijo el personaje de pelo negro.
Ambos la vieron al mismo tiempo. Era joven y muy hermosa, pero
también muy inquieta, mirando hacia aquí y hacia allá, con una
cámara fotográfica en la mano, y una expresión firme y severa en el
rostro.
Los dos hombres se abrieron paso apresuradamente por entre la
multitud, y se le acercaron. Ella no los notó.
-¿Sabes una cosa? –le dijo el de pelo negro-, podrías tratar de
mirar a este otro lado.
Con aquel simple comentario, y poniendo ligeramente la mano
sobre su hombro, la guió hacia cierto quiosco en particular al otro
lado de la carretera. Ella avanzó por entre hierbas y envolturas de
caramelos, dirigiéndose al quiosco donde varios jovencitos trataban
de ganarse mutuamente en el lanzamiento de dardos a los globitos.
Nada de eso le interesaba a ella, pero de pronto, una sombra que
se movía furtivamente detrás de la caseta le llamó la atención.
Preparó su cámara, avanzó cautelosamente unos pasos más, y
enfocó el objetivo.
El fogonazo del bombillo iluminó los árboles detrás de la caseta
mientras que los dos hombres se apresuraban a encaminarse a su
próxima cita.
Avanzaban raudamente, sin detenerse, atravesando a grandes
pasos la parte principal del pueblo. Su destino final estaba como a
un kilómetro y medio de distancia del centro, doblando a la
derecha sobre la calle Popular, y avanzando luego casi otro
kilómetro más, hasta la parte más alta de la colina Morgan. Pocos
minutos más tarde, se hallaban frente a una pequeña iglesita
blanca, con su césped bien recortado, y un enorme letrero que
anunciaba los cultos dominicales. En la parte superior del letrero se
leía: Iglesia de la Comunidad de Ashton; y, en letras negras pintadas
apresuradamente sobre el nombre que había constado allí
anteriormente, se leía: Pastor: Enrique L. Busche.
Miraron hacia atrás. Desde esta elevada colina se podía observar
casi toda la ciudad de extremo a extremo. Hacia el oeste se
extendía la brillante feria multicolor. Hacia el oeste se destacaba la
señorial ciudad universitaria de Whitmore. A lo largo de la carretera
27, llamada Calle Principal, dentro de los límites urbanos, había
muchos almacenes, una tienda por departamentos no muy grande,
algunas gasolineras, una ferretería, el edificio del periódico local, y
algunos negocios de familias de aquel lugar. Desde la colina, la
ciudad parecía ser un pueblito típico de los Estados Unidos:
pequeño, inocente e inofensivo; como cualquier trasfondo de las
pinturas del famoso Norman Rockwell.
Pero los dos visitantes no percibían sólo con sus ojos. Desde este
precioso puesto de observación, la verdadera trama del pueblo
pesaba grandemente en sus espíritus y en sus mentes. Podían
sentirla: intranquila, formidable, creciente, diseñada precisamente
para cierto propósito… una clase muy especial de maldad.
Para ellos no era raro hacer preguntas, estudiar, hacer pruebas.
Más frecuente que lo normal era parte de su trabajo. De modo que,
en forma natural se detenían en su tarea, haciendo una pausa para
preguntarse: ¿Por qué aquí?
Pero solo por un instante. Bien podía tratarse de alguna
sensibilidad aguda, algún instinto, una impresión muy débil, pero
para ellos muy discernible, suficiente como para hacer que los dos
desaparecieran instantáneamente por una esquina de una iglesia,
ocultándose contra una pared, casi invisible en la oscuridad. No
hablaban, ni se movían, sino que observaban con mirada
penetrante algo que se acercaba.
La escena nocturna de la quieta calle era una combinación de la
tenue luz de la luna y de sombras indefinibles. Había, sin embargo,
una sombra que no se movía con el viento, como lo hacían las
sombras de los árboles, ni estaba tampoco inmóvil, como las
sombras de los edificios. Se deslizaba, agazapada, por la calle y
hacia la iglesia, y cualquier luz que cruzaba parecía sumergirse en
su oscuridad, como si fuera una brecha abierta en el espacio. Pero
esa sombra tenía forma, una forma animada como la de una
criatura, y a medida que se acercaba a la iglesia se podía oír un
sonido: el ruido peculiar de garras que rasguñaban la tierra, el
monótono aleteo de las alas membranosas que se agitaban por
encima de los hombros de la criatura.
Tenía brazos y piernas, pero parecía que se movía sin hacer uso
de ellos, cruzando la calle y subiendo por los peldaños de la iglesia.
Sus ojos desconfiados y abultados reflejaban la luz azul de la luna
llena, con un brillo pálido peculiar. La deforme cabeza sobresalía
sobre sus hombros, y bocanadas de rancio aliento brotaban en
desiguales silbidos a través de las hileras de acerrados colmillos.
Se rió o tosió. El resoplido que brotaba desde lo más hondo de su
garganta bien podía ser lo uno o lo otro. Después de sentarse en
cuclillas sobre sus piernas, se quedó mirando la tranquila vecindad.
Sus quijadas negras y como cuero se apretaron en una malévola
mueca macabra. Avanzó hacia la puerta de enfrente. La mano
negra traspasó la puerta como si fuera una lanza atravesando un
líquido; movió el cuerpo hacia adelante, y trató de penetrarlo, sin
lograrlo.
De súbito, como si se hubiera estrellado contra una pared en
movimiento, la criatura salió lanzada hacia atrás, y cayó dando
furiosos tumbos por las gradas. El rojizo brillo de su aliento dejó
una huella en forma de tirabuzón en el aire.
Con un grito de furia e indignación, se levantó de la acera donde
había caído, y se quedó mirando a la extraña puerta que no le
permitía pasar. Entonces comenzó a agitar vertiginosamente las
membranas de su espalda, agitando con furia el aire, y lanzándose,
de cabeza, con un tremendo rugido, hacia la puerta, a través de la
puerta, al vestíbulo, y hasta una nube de luz blanca
resplandeciente.
La criatura lanzó un tremendo grito y se cubrió los ojos, luego
sintió que una mano enorme y poderosa la agarraba por el
pescuezo y se lo apretaba. Un instante más tarde salía despedida
hacia el espacio, como si fuera un muñeco de trapo expulsado por
la fuerza.
Dios media vuelta vertiginosamente y, con las alas zumbando por
la velocidad del aleteo, se lanzó de nuevo como si fuera un
proyectil contra la misma puerta, despidiendo vapor rojizo por la
nariz, con sus espolones al aire y en posición de ataque; un
fantasmagórico silbido salía de su garganta como si fuera una
sirena. Como una flecha que atraviesa el blanco, como una bala que
atraviesa un tablero, atravesó la puerta y al instante sintió que
todas sus entrañas se hacían pedazos.
Hubo una explosión de vapor sofocante, un grito final, y luego los
estertores finales de brazos y piernas que languidecían. Después,
no hubo nada más, excepto el sofocante olor a azufre, y los dos
extraños, súbitamente dentro de la iglesia.
El gigante rubio envainó una reluciente espada, mientras que la
luz brillante que le rodeaba se desvanecía.
-¿Un espíritu de persecución? –preguntó.
-O de duda… o de temor. ¿Quién sabe?
-Y eso que fue uno de los más pequeños.
-No he visto ninguno más pequeño.
-En realidad, no. ¿Cuántos dirías que hay?
-Muchos, muchos más que nosotros; y por todas partes. Jamás
descansan.
-Eso veo –dijo el otro.
-¿Qué andan haciendo aquí? Nunca los hemos visto en
semejante concentración; al menos, no por aquí.
-La razón no estará oculta por mucho tiempo.
Miró por el vestíbulo y hacia el santuario.
-Vamos a este hombre de Dios.
Se alejaron de la puerta, y cruzaron el pequeño vestíbulo. En el
tablero de anuncios que se veía en la pared se podían leer varias
solicitudes. Un pedido de víveres para una familia necesitada; una
persona para ayudar a cuidar niños; oración por un misionero
enfermo. Un gran rótulo anunciaba una reunión de negocios de
toda la congregación para el viernes siguiente. En la pared opuesta,
el tablero de registro de las ofrendas indicaba que la colecta había
disminuido la última semana, igual que la asistencia de sesenta y
uno a cuarenta y dos personas.
Avanzaron por el angosto pasillo, por entre las ordenadas filas de
bancas de madera oscura barnizada, encaminándose hacia el frente
del santuario, donde un pequeño reflector iluminaba una rústica
cruz que colgaba sobre el bautisterio. En el centro de la plataforma
recubierta de una vetusta alfombra, se levantaba un pequeño
púlpito, con una Biblia abierta encima. El mobiliario era pobre, a
todas luces; funcional, eso sí, pero nada elaborado, revelando
humildad de parte de la gente, o sencillamente, descuido.
Entonces surgió el primer sonido en el lugar: un gemido suave,
apagado, que procedía del extremo de la banca a la derecha. Allí,
arrodillado, en ferviente oración, con la cabeza apoyada en la dura
madera de la banca, y con sus manos juntas con evidente fervor, se
hallaba un joven, tan joven; que el rubio pensó en un principio:
joven y vulnerable. En su semblante se notaba todo, el mismo
cuadro de dolor, sufrimiento y amor. Sus labios se movían sin emitir
ningún sonido, mientras que nombres, peticiones y alabanzas
brotaban a raudales con pasión y lágrimas.
No pudieron evitar quedarse contemplándolo por un instante,
observándolo, estudiándolo, asombrados.
-El pequeño guerrero –dijo el de pelo negro.
El rubio pronunció sus palabras en silencio, mirando al contrito
hombre que oraba.
-Sí –observó-, este es. Ahora mismo está intercediendo de pie
delante del Señor por la gente, por el pueblo…
-Casi todas las noches está aquí.
Ante tal comentario, el hombre grande sonrió.
-No es tan insignificante.
-Pero es el único. Él está solo.
-No.
El hombre alto sacudió la cabeza.
-Hay otros. Siempre hay otros. Solo hay que encontrarlos. Por
ahora, su solitaria y vigilante oración es el principio.
-Va a sufrir, eso lo sabes.
-También sufrirá el periodista, y nosotros.
-¿Pero ganaremos?
Los ojos del hombre alto parecieron arder con renovado fuego.
-Lucharemos.
-¡Lucharemos! –repitió su amigo.
Avanzaron hasta quedar junto al guerrero arrodillado, uno a cada
lado; y en ese momento, poquito a poquito, como una flor que se
abre, una luz blanca comenzó a llenar la sala. Iluminó la cruz de la
pared posterior, lentamente, haciendo relucir los colores y el grano
de cada tablón de las bancas, aumentando en intensidad hasta que
el santuario, con toda su sencillez y humildad, revivió con una
hermosura no terrenal. Las paredes relucían, la vetusta alfombra
brillaba, el pequeño púlpito se erguía como si fuera un centinela
iluminado desde atrás por el sol.
Y ahora los dos hombres eran brillantemente blancos, y sus
vestiduras transfiguradas en vestiduras que parecían arder con
intensidad. Sus rostros semejaban bronce bruñido, sus ojos
brillaban como fuego, y cada uno llevaba un reluciente cinturón del
que colgaba una centelleante espada. Colocaron sus manos sobre
los hombros del joven y luego, como un toldo de seda brillante que
se extiende con gracia, membranas casi transparentes empezaron a
desplegarse de sus espaldas y hombros, abriéndose hasta llegar a
encontrarse por sobre sus cabezas, ondulando suavemente en un
viento espiritual.
Juntos ministraron paz a su joven protegido, y las muchas
lágrimas de este comenzaron a correr por sus mejillas.

El Clarín de Ashton era un periódico típico de un pueblo chico,


pequeño y original, a veces con un toque de desorganización, y sin
pretensiones. En otras palabras, era la expresión impresa del
pueblo de Ashton. Sus oficinas ocupaban un local en la Calle
Principal, en el centro del pueblo. Se trataba de un local de apenas
un piso, con un enorme ventanal, y una pesada puerta vencida
hacia un lado, que tenía en medio una ranura para buzón. El
periódico aparecía dos veces por semana, los martes y los viernes, y
casi no dejaba ganancia alguna. Por la apariencia de las oficinas y
los enseres. Era fácil decir que se trataba de un negocio de
limitados recursos económicos.
En la parte delantera del edificio se hallaba el área de la oficina y
la sala de noticias. Consistía de tres escritorios, dos máquinas de
escribir, dos cestos de basura, dos teléfonos, una cafetera eléctrica
sin cordón, y lo que parecían ser notas esparcidas por todas partes,
papeles, y otros artículos de oficina. Un viejo y gastado mostrador,
obtenido de una antigua estación de ferrocarril, formaba una
división entre las oficinas y la recepción; y, por supuesto, había una
campanilla, que sonaba cada vez que alguien entraba o salía.
Detrás de este laberinto de actividad en pequeña escala, había
algo que parecía demasiado lujoso para un pueblo tan pequeño:
una oficina de paredes de cristal para el editor. Era, en realidad,
una adición reciente. El nuevo editor y propietario había sido
anteriormente reportero de una ciudad grande, y tener una oficina
con paredes de cristal había sido uno de sus sueños más
acariciados.
Este nuevo se llamaba Marshall Hogan, un grandulón inquieto y
dominante, a quien sus colegas –es decir, el linotipista, la secretaria
(que era a la vez la reportera y la encargada de anuncios), el
diagramador, (que también era columnista- habían apodado con
cariño “Atila Hogan”. Había comprado el periódico pocos meses
antes, y el contraste entre el pulimiento de la gran ciudad y de la
manera tranquila del pueblo pequeño producía confrontaciones de
tiempo en tiempo. Marshall quería un periódico de calidad, que
funcionara con eficacia y rapidez, y en el que se respetaran los
plazos señalados, con un lugar para cada cosa y cada cosa en su
lugar. Pero la transición del periódico The New York Times a El
Clarín de Ashton era como saltar de un tren que corre a toda
velocidad y dar contra una pared de gelatina medio cuajada. Las
cosas, sencillamente, no se movían con igual rapidez en la oficinita,
y la eficiencia impulsiva de Marshall solía rendirse a las rarezas de El
Clarín de Ashton, tales como la de guardar la borra del café para
ponerla en la pila de abono del jardín de la secretaria, o que alguien
al fin presentara una largamente esperada crónica de intenso
interés humano.
Los lunes por la mañana la actividad era febril, y no había tiempo
para malestar de fin de semana. La edición del martes estaba en
preparación, a toda prisa, y todo el personal sentía los dolores de
parto, corriendo de escritorio en escritorio, escurriéndose entre
apretujones por el estrecho corredor, llevando los borradores de
los textos para artículos y anuncios al linotipista, leyendo las
galeradas ya terminadas, y revisando y escogiendo toda clase de
fotografías de todos los tamaños, las que constarían como puntos
destacados de las nuevas páginas.
En la parte posterior, entre luces brillantes, mesas atiborradas y
cuerpos que se movían de prisa, Marshall y Tomás, el encargado de
emplanaje, trabajaban sobre una mesa inclinada, medio parecida a
una enorme atril, armando El Clarín del martes, con los recortes
que se veían esparcidos por todas partes. “Esto va aquí, esto no
cabe acá, de modo que tenemos que ponerlo en otra parte, esto es
demasiado grande. ¿Qué podemos usar para rellenar este espacio
vacío?”. Marshall empezaba a enfadarse. Todos los lunes y jueves
se enfadaba.
-¡Edith! –llamó a gritos.
La secretaria respondió:
-¡Ahí voy!
Él le dijo por enésima vez:
-Las galeradas van en las papeleras que están sobre la mesa, no
sobre la mesa, ni tampoco en el piso, ni tampoco en el…
-¡No puse las galeradas en el piso! –protestó Edith, mientras
entraba apresurada en la oficina con más galeradas en la mano.
Era una mujer pequeña y fornida, con unos cuarenta años, con la
personalidad precisa para soportar la brusquedad de Marshall. Era
quien sabía mejor que nadie en la oficina dónde encontrar las
cosas, sobre todo mejor, que su nuevo jefe.
-Las puse exactamente en sus preciosas papeleras, precisamente
en el lugar donde usted las quiere tener.
-Entonces, ¿cómo es que están en el piso?
-El viento, don Marshall, y no me haga decir de dónde vino ese
viento.
-Está bien, Marshall –dijo Tomás-. Eso completa las páginas tres,
cuatro, seis, siete… ¿cómo van las páginas uno y dos? ¿Qué vamos
a hacer con estos espacios vacíos?
-Pondremos allí la crónica escrita por Berenice sobre el festival,
con un buen relato, fotografías de interés humano, lo más
completa posible, tan pronto como ella ponga sus pies en este local
y nos la entregue. ¡Edith!
-¡Sí, señor!
-Berenice está atrasada ya más de una hora; por decir lo menos.
¡Llámela otra vez!
-Ya lo hice. Nadie contesta.
-¡Rayos!
Jorge, el linotipista jubilado que trabajaba sencillamente por el
gusto del trabajo, se dio vuelta en su silla giratoria, y sugirió:
-¿Qué tal si empleamos una historia sobre la parrillada de la
auxiliar de damas? Estoy a punto de terminarla, y la fotografía de la
señora Marmaselle es suficientemente picante como para que nos
entablen un buen juicio.
-¡Claro! –gruñó Marshall-. Precisamente en la primera página.
Eso es lo que necesito, una tremenda impresión.
-Entonces ¿qué? –preguntó Edith.
-¿Alguien asistió al festival?
-Yo me fui a pescar –dijo Jorge-. Ese festival es demasiado
frenético para mí.
-Mi esposa no me deja ir –dijo Tomás-.
-Yo pude ver algo –dijo Edith.
-Empieza a escribir –le dijo Marshall-. El espectáculo más grande
de todo el pueblo, y tenemos que poner algo de eso.
El teléfono sonó.
-¡Salvado por la campana! –dijo Edith al levantar el auricular de
la extensión de la sala.
-El Clarín. ¡Buenos días!
De súbito esbozó una enorme sonrisa.
-¡Berenice! ¿Dónde estás?
-¿Dónde está ella? –preguntó Marshall al mismo tiempo. Edith
escuchó, y su semblante se llenó de horror.
-Sí… bueno… cálmate, por favor… Sí… bien… no te preocupes…
¡Vamos para allá!
Marshall volvió a preguntar:
-Y bien, ¿dónde rayos está?
Edith le lanzó una furibunda mirada, y le respondió:
-¡En la cárcel!
Capítulo 2

Marshall bajó de prisa el primer piso de la Estación de Policía de


Ashton, e inmediatamente pensó que debía haberse tapado la nariz
y los oídos. Detrás de la pesada reja que lo separaba de las celdas,
atiborradas de detenidos, se dio cuenta que estas, no sonaban ni
olían nada diferente de la fiesta de la noche anterior. En su trayecto
hasta aquí había notado cuán quietas estaban las calles esta
mañana. No era de sorprenderse. Todo el bullicio estaba
concentrado en esta media docena de celdas, de paredes de
concreto frío, duro y con la pintura descascarándose. Aquí se
hallaban todos los vendedores de drogas, los maleantes,
escandalosos, borrachos y antisociales que la policía pudo arrebatar
del pueblo; reunido en lo que parecía ser un atiborrado zoológico.
Para algunos la fiesta parecía continuar, jugando póquer y
apostando cigarrillos, y tratando de ganarse el cuestionable honor
de contar el cuento más descabellado de aventuras ilícitas. En una
de las celdas del fondo, una pandilla de mozalbetes vociferaba a
voz en cuello, lanzando toda clase de obscenidades a un grupo de
prostitutas, encerradas en la celda contigua, a falta de otro lugar
mejor para ponerlas. Otros, sencillamente, dormitaban en los
rincones, amodorrados por la borrachera, por la depresión, o por
ambas cosas. Los restantes miraban desde detrás de los barrotes,
haciendo comentarios injuriosos y pidiendo caramelos. Se alegró de
haber dejado a Caty en el piso de arriba.
Jaime Dunlop, el guardia de turno, estaba en el escritorio de
vigilancia, llenando formularios y bebiendo a grandes sorbos un
café espeso.
-¡Hola, señor Hogan! –dijo-. Tenga la bondad de pasar.
-No podía esperar… ¡ni voy a esperar! –replicó al instante.
Se sentía mal. Habiendo llegado al pueblo pocos meses antes,
este había sido su primer festival, y eso ya era suficiente; pero
jamás se había imaginado, ni siquiera soñado en esta prolongación
de su agonía. Se acercó al escritorio, con su voluminoso cuerpo
acentuando su impaciencia.
-¿Y bien? –exigió.
-¡Uhmmmm!
-Vengo a sacar a mi periodista del encierro.
-¡Claro, ya lo sé! ¿Tiene ya la boleta de libertad?
-Escuche. Acabo de pagar la multa a los de arriba. Me dijeron
que iban a llamarlo para decírselo.
-Bueno, pues… No he oído nada, y tengo que tener la
autorización respectiva.
-Jaime…
-¡Dígame!
-Su teléfono está descolgado.
-¡Oh...!
Marshall le colocó el teléfono frente a donde Jaime estaba
sentado, asentándolo con tanta fuerza que el timbre del teléfono
sonó por el impacto.
-¡Llámelos!
Marshall se enderezó, y observó marcar a Jaime un número
equivocado, volver a marcar, y hacerlo otra vez, tratando de
comunicarse. Igual al resto del pueblo, pensó Marshall pasándose
nerviosamente los dedos por la cabeza, que empezaba ya a
blanquear. Es un lindo pueblo, por supuesto. Atractivo, tal vez un
poco tonto, parecido a un muchacho atolondrado que siempre
anda metiéndose en problemas. Las cosas no eran mucho mejor en
la ciudad, trató de recordarse a sí mismo.
-Este… señor Hogan –volvió a preguntar Dunlop, con su mano
sobre el receptor-, ¿con quién dice usted que habló?
-Kinney.
-El sargento Kinney, por favor.
Marshall estaba impaciente.
-Deme las llaves de la reja. Voy a decirle a mi reportera que
estoy aquí.
Jaime le alargó las llaves de la reja. Ya se las había visto antes con
Marshall Hogan.
Una andanada de burlona bienvenida brotó de las celdas, junto
con un aluvión de colillas de cigarrillos y silbidos de música marcial
acompañando su caminar. No perdió tiempo para hallar la celda
que buscaba.
-Está bien, Berenice. ¿Dónde está usted?
-Sáqueme de aquí, Hogan –vino la réplica de una voz femenina
desesperada y enfurecida, casi desde el fondo.
-Bien, pues alargue el brazo, mueva la mano, o haga algo.
Una mano sobresalió por entre los cuerpos y los barrotes,
agitándose desesperadamente. Marshall se acercó, le dio una
palmada a la mano extendida, y se encontró frente a frente a
Berenice Krueger, su preciada reportera y columnista, que estaba
detenida. Era una joven hermosa y atractiva, de unos veinticinco
años. Su cabellera castaña y larga estaba toda alborotada y en
desorden, igual que sus anteojos de marco metálico. Obviamente
había tenido una noche terrible, y se hallaba en compañía de una
docena de mujeres, algunas de más edad, otras sorprendente-
mente más jóvenes, casi todas ellas prostitutas arrestadas la noche
anterior. Marshall no supo si reírse o escupir.
-No voy a andar con rodeos. Usted luce terrible –dijo.
-Fiel a mi profesión. Ahora soy una buscona.
-Exacto, eso mismo; como una de nosotras -replicó una mucha-
cha regordeta.
Marshall hizo una mueca, y sacudió la cabeza.
-¿Qué clase de preguntas andaba haciendo por allí?
-Ninguna anécdota de anoche es chistosa. No es para reírse. La
tarea asignada fue un insulto, en primer lugar.
-Alguien tenía que cubrir el festival.
-Pero todos teníamos razón en nuestros pronósticos; nada
nuevo hubo debajo del sol, ni debajo de la luna.
-Pero la arrestaron.
-Todo por lograr captar la atención del lector con alguna noticia
escandalosa. ¿Qué otra cosa había allí que valga la pena usar para
noticia?
-Dígamelo, por favor.
Una muchacha con acento latino replicó desde atrás de la celda:
-Ella trató de pescar con el señuelo equivocado.
Todo el mundo que escuchó el comentario estalló en carcajadas.
-¡Exijo que me saquen de aquí! –dijo Berenice echando chispas-
¿Acaso se le han pegado los pies al piso? ¡Vamos! ¡Haga algo!
-Jaime está hablando por teléfono con Kinney. Ya pagué la
fianza. Ya vamos a sacarla de allí.
Berenice se tomó unos instantes para serenarse, y luego le
informó:
-En respuesta a su pregunta, le diré que estaba haciendo
entrevistas cortas, tratando de obtener fotografías, y anécdotas
buenas, alguna cosa positiva. Pensé que Nancy y Rosita, estas dos
jóvenes –señaló a las dos mujeres, que bien podrían pasar por
gemelas, las cuales le sonrieron a Marshall- se preguntaban qué
andaba yo haciendo, dando vueltas por los predios de las ferias
como si estuviera asustada. Entablamos una conversación que en
realidad no nos conducía a nada que valiera la pena para noticias,
pero sí nos metió en problemas cuando Nancy se le ofreció a un
policía en traje de civil, y nos arrestaron a todas.
-Pienso que ella será buena para eso –replicó Nancy mientras
Rosa le propinaba un codazo jugando.
Marshall preguntó:
-Pero, ¿no les mostró su carnet de identificación de prensa?
-Ni siquiera me dieron la oportunidad. Claro que les dije quién
era.
-Pero, ¿pudieron oírla?
Marshall entonces les preguntó a las otras mujeres.
-¿Pudieron oírla?
Todo lo que hicieron fue encogerse de hombros. Berenice alzó la
voz y gritó:
-¿Es esta voz suficientemente fuerte como para que se me oiga?
La usé anoche cuando me ponían las esposas.
-Bienvenida a Ashton.
-¡Voy a hacer que lo despidan!
-Todo lo que conseguirá es ponerse verde de rabia.
Hogan alzó su mano para calmarla e impedir otro estallido.
-¡Vamos! Escuche. No vale la pena…
-¡Hay diferentes escuelas de pensamiento!
-Berenice…
-Tengo unas cuantas cosas que me encantaría imprimir, a cuatro
columnas, sobre un superpolicía, y ese cretino inútil que tienen por
jefe. ¿Dónde está él, después de todo?
-¿Quién? ¿Se refiere a Brummel?
-Él tiene una linda manera de desaparecer cuando le conviene. Él
sabe quién soy yo. ¿Dónde está?
-No lo sé. No pude localizarlo esta mañana.
-¡Y me dio las espaldas anoche!
-¿A qué se refiere?
De súbito ella apretó los labios, pero Marshall leyó en su
semblante claro como el día: “no se olvide de preguntármelo más
tarde”.
En ese momento se abrió la enorme puerta, y entró Jaime
Dunlop.
-Hablaremos de eso más tarde –dijo Marshall-. ¿Todo listo,
Jaime?
Jaime estaba demasiado intimidado por los gritos, demandas,
insultos y mofas que procedían de las celdas, como para contestar.
Pero tenía la llave de la celda en su mano, y eso era suficiente.
-Aléjense de la puerta, por favor –ordenó.
-¿Cuándo vas a cambiar la voz? –fue la respuesta que recibió.
Las mujeres se alejaron un poco de la puerta. Jaime la abrió, y
Berenice salió rápidamente, cerrándola de nuevo con un tirón.
-Está bien –dijo Jaime-. Usted está libre bajo fianza. Ya recibirá la
notificación para su proceso judicial.
-¡Simplemente devuélvame mi cartera, mi identificación de
periodista, mi cuaderno de apuntes y mi cámara! –dijo Berenice
entre dientes, encaminándose hacia la puerta.

Caty Hogan, una pelirroja esbelta y distinguida había tratado de


emplear lo mejor posible el tiempo de espera en la sala del tribunal.
Había mucho que observar después del festival, aun cuando en
realidad no era nada placentero: algunas almas que daban lástima
eran escoltadas y arrestadas al encierro, retorciendo sus muñecas
esposadas, y lanzando toda clase de obscenidades; muchos otros
acababan de quedar en libertad, después de pasar la noche tras las
rejas. Parecía casi como un cambio de turnos en alguna fábrica
extravagante; el primer turno saliendo, avergonzados, llevando sus
escasas pertenencias en bolsas de papel, y el segundo turno
entrando, esposados y furiosos. La mayoría de los agentes policía-
acos eran extraños, traídos de otras partes, contratados para
reforzar la escasa fuerza policial de Ashton; y no se les estaba
pagando para que fueran amables y corteses.
La mujer de cara abultada que se hallaba en el escritorio principal
tenía dos cigarrillos que humeaban en su cenicero, pero no tenía
tiempo que perder recibiendo los papeles de cada caso que entraba
o que salía. Desde el punto de vista de Caty toda la operación
parecía hecha al apuro y al descuido. Había unos cuantos
abogadillos repartiendo sus tarjetas personales, pero una noche en
la cárcel parecía ser lo máximo que la mayoría de esta gente podía
soportar, y ahora, todos querían poder marcharse del pueblo en
paz.
Caty inconscientemente, sacudió la cabeza. Pensar que la pobre
Berenice había sido arrestada hasta este lugar al igual que tanta
basura. De seguro que estaría furiosa.
Sintió un brazo gentil que la abrazaba fuertemente, y se dejó
apretar por el abrazo.
-¡Uhmmmm! –dijo-. Eso es un cambio agradable.
-Después de lo que me ha tocado ver allá abajo, necesito a al-
guien que me cure –le dijo Marshall.
Ella le puso los brazos encima y le dio un fuerte apretón.
-¿Es así todos los años? –preguntó ella.
-No. He oído decir que cada vez se pone peor.
Caty sacudió la cabeza de nuevo, y Marshall añadió:
-Pero El Clarín tiene que decir algo sobre esto. Ashton necesita
un cambio de dirección; deberían poder verlo ahora.
-¿Cómo está Berenice?
-Ella va a ser una excelente escritora de editoriales por un buen
rato. Se encuentra bien. Sobrevivirá.
-¿Vas a hablar con alguien en cuanto a esto?
-Alfredo Brummel no está por aquí. Es muy listo. Pero ya lo
pescaré más tarde, y veré que puedo hacer. En realidad, no me
haría mal poder recuperar mis veinticinco dólares.
-Bueno, tal vez está ocupado. No me gustaría nada ser el jefe de
policía en un día como estos.
-Le va a gustar menos con nuestra contribución.
La salida de Berenice de su noche de cárcel venía marcada por un
semblante furibundo, y pasos cortos y ligeros sobre el linóleo. Tam-
bién venía trayendo su bolsa de papel, rebuscando furiosamente
para asegurarse de que todo estaba allí.
Caty le extendió los brazos para darle un reconfortante abrazo.
-Berenice, ¿cómo estás?
-El nombre de Brummel pronto andará por los suelos, y el
nombre del alcalde quedará lleno de fango, y ni siquiera voy a po-
der escribir el nombre que le voy a poner a ese policía. Estoy
furiosa. Pude haber pescado un resfriado, y necesito
desesperadamente un buen baño.
-Bueno, pues –dijo Marshall-, desquítese en la máquina de
escribir, mate unos cuantos pájaros de un tiro. Necesito la crónica
del festival para la edición del martes.
Berenice rebuscó de inmediato en sus bolsillos, y sacó un puñado
de papel higiénico arrugado, y se lo extendió a Marshall con gesto
firme.
-Su leal reportera, siempre trabajando –dijo. ¿Qué más había
para hacer allí adentro, aparte de contemplar las peladuras de la
pintura de la pared y esperar en línea para usar el excusado? Creo
que usted encontrará que la narración es muy descriptiva, y para
añadirle un poco más de sabor he intercalado alguna de las
entrevistas cortas que logré hacerles a algunas de las prostitutas
que estaban presas también. ¿Quién sabe? Tal vez hará que este
pueblo empiece a preguntarse hacia dónde se dirige.
-¿Hay alguna fotografía? –preguntó Marshall.
Berenice le extendió un rollo de película.
-Aquí encontrará algo que puede usar. Todavía tengo película en
la cámara, pero eso es algo que me interesa personalmente.
Marshall sonrió ampliamente. Estaba impresionado.
-Tómese el día libre. Las cosas parecerán mejor mañana.
-Tal vez para entonces habré recobrado mi objetividad personal.
-También olerá mejor.
-¡Marshall! –dijo Caty.
-Está bien –dijo Berenice. Él siempre anda diciéndome cosas
como esas.
Para entonces ya había recobrado su cámara, su cédula de
identificación y su cartera, y arrojó la bolsa de papel
desdeñosamente a un cesto de basura.
-Bien, ¿cuál es la situación en cuanto a automóviles?
-Caty trajo su auto –explicó Marshall-. Si usted puede llevar a
Caty a casa, eso me ayudaría enormemente. Debo regresar al
periódico para tratar de salvar unas cuantas cosas, y luego tengo
que tratar de encontrar a Brummel.
Los pensamientos de Berenice engranaron de inmediato.
-Brummel… ¡Exacto! Tengo que hablarle sobre eso.
Antes de darle tiempo a que replicara con un sí o un no, ella
empezó a halar a Marshall, y él apenas pudo darle a Caty una
mirada como pidiendo disculpas antes de que él y Berenice dieran
vuelta a la esquina del corredor, y quedaran fuera de la vista, cerca
de las puertas de los servicios sanitarios.
Berenice hablaba en voz baja.
-Si usted va a acosar al jefe Brummel hoy, quiero que sepa lo que
yo sé.
-¿Además de lo que es obvio?
-¿Que es un don nadie, un cobarde y un cretino? Sí, además de
eso. Son observaciones a retazos, sin mayor conexión, pero tal vez
algún día tengan sentido. Usted siempre dice que hay que tener los
ojos abiertos para los detalles. Creo que vi a su pastor y al jefe
juntos anoche en el festival.
-¿El pastor Young?
-De la Iglesia Cristiana Unida de Ashton, ¿verdad? Presidente de
la agrupación ministerial, que aprueba la tolerancia religiosa y
condena la crueldad para con los animales.
-Sí, es verdad.
-Pero Brummel ni siquiera asiste a su iglesia, ¿verdad?
-No, él asiste a otra, la chiquita de la colina.
-Ellos estaban detrás de la caseta de lanzar dardos, en la
semioscuridad con otras personas, una mujer rubia, un viejo
rechoncho y pequeño, y una que parecía un fantasma con gafas
oscuras. ¡Gafas oscuras de noche!
Marshall no parecía impesionado.
Ella continuó como si tratara de vender algo.
-Creo que cometí un pecado capital contra ellos: les tomé una
fotografía, y por todas las apariencias ellos no querían que lo
hiciera. Brummel se puso muy nervioso y tartamudeaba al hablar.
Young me dijo con tono firme que me alejara: “Esta es una reunión
privada”. El vejete se alejó como para que no lo viera, y la mujer
que parecía fantasma se quedó boquiabierta mirándome.
-¿Ha pensado usted en cómo le va a parecer todo eso después
de un buen baño y una noche de sueño decente?
-Solamente déjeme terminar, ¿le parece? Ahora, pocos momen-
tos después de aquél pequeño incidente fue cuando Nancy y Rosa
me engatusaron. Quiero decir, no fui yo quien se acercó a ellas;
ellas me buscaron, y pocos momentos más tarde vinieron los
policías, me arrestaron y me confiscaron la cámara.
Ella podía notar que no estaba llegando a ninguna parte. Marshall
miraba a todos lados impacientemente, tratando de regresar al
vestíbulo.
-Está bien, está bien. Una cosa más –continuó ella, tratando de
detenerlo-. Brummel estaba allí, Marshall. Él lo vio todo.
-¿Qué todo?
-Mi arresto. Trataba de explicarle al policía quién era yo, y quería
mostrarle mi cédula de identificación; pero todo lo que hizo fue
quitarme mi cámara, y ponerme las esposas. Volví a mirar hacia la
caseta de los dardos, y vi a Brummel observando. Se agazapó en
seguida, pero le juro que lo vi contemplando todo el asunto.
Marshall, lo repasé todo otra vez anoche, y lo volví a repasar vez
tras vez, y pienso…, bueno, no sé qué pensar, pero tiene que
significar algo.
-Para continuar la escena –se aventuró a decir Marshall-, la
película ha desaparecido de la cámara. Berenice verificó.
-Todavía está allí pero eso no significa nada.
Hogan lanzó un suspiro, y se quedó pensando por unos momen-
tos.
-Bien, pues, use el resto del rollo, y trate de conseguir algo que
podamos usar. ¿De acuerdo? Luego lo revelaremos y veremos qué
tenemos. ¿Podemos irnos ya?
-¿Alguna vez ha cometido antes una equivocación impulsiva,
imprudente o atolondrada como esta?
-Por supuesto que sí.
-¡Vamos! ¡Por lo menos concédaseme un poco de gracia esta
vez!
-Trataré de cerrar los ojos.
-Su esposa lo espera.
-Ya lo sé.
Marshall no supo qué decirle a Caty cuando regresó al lado de
ella.
-Lo lamento… -murmuró.
-Bien, veamos –dijo Caty, tratando de reiniciar la conversación
en el punto que la habían dejado-, estábamos hablando referente a
vehículos. Berenice, yo tuve que traer tu auto, para que tengas en
qué irte a casa. Si de paso me dejas en mi casa…
-Por supuesto –dijo Berenice.
-Marshall, tengo un montón de cosas que hacer esta tarde.
¿Puedes recoger a Sandra después de su clase de Psicología?
Marshall no respondió palabra, pero su expresión respondió un
rotundo no.
Caty sacó el llavero de su cartera, y se lo dio a Berenice.
-Tu auto está a la vuelta de la esquina, junto al nuestro, en el
espacio reservado para la prensa. ¿Qué tal si te vas a buscarlo?
Berenice comprendió la indirecta, y salió. Caty se acercó a
Marshall con un gesto cariñoso, y se quedó mirándolo por unos
instantes.
-¡Vaya! ¡Vamos! Haz el intento. Por lo menos esta vez.
-Pero las peleas de gallos son ilegales en este estado.
-Si me lo preguntas, ella no es muy diferente de su viejo
progenitor.
-No sé por dónde empezar –respondió él.
-Simplemente ir a recogerla significará mucho. Trata de sacarle
provecho a eso.
Mientras se dirigían a la puerta, Marshall miró alrededor, y dejó
que sus sentimientos encontraran expresión.
-¿Puedes figurarte qué es lo que ocurre en este pueblo, Caty?
Parece ser cierto tipo de enfermedad. Por aquí todo el mundo ha
pescado la misma extraña enfermedad.
Una mañana de sol siempre hace que los problemas de la noche
anterior parezcan menos severos. Esto fue lo que el pastor Enrique
Busche pensó mientras abría la puerta de tela metálica del frente, y
salía al pequeño descanso de cemento. Vivían en una casita de un
solo dormitorio, de vivienda barata, no lejos de la iglesia. La casa
parecía una cajita de fósforos colocada en una esquina, con sus
paredes de tablas, un diminuto patio y techo musgoso. No era
mucho, y a menudo parecía todavía menos, pero era todo lo que
podía pagar con su sueldo como pastor. Bueno, no estaba
quejándose. Por lo menos María y él se habían acomodado, tenían
un techo sobre su cabeza, y la mañana era hermosa.
Este era su día de dormir hasta tarde, y dos litros de leche lo
esperaban junto a los escalones. Los recogió, vislumbrando ya su
tazón de cereal con leche, un ápice de distracción de sus problemas
y tribulaciones.
Había atravesado problemas antes. Su padre había sido pastor
mientras Enrique crecía, y ambos habían tenido muchas glorias y
contratiempos, del tipo que vienen cuando se empieza iglesias, o
cuando se es pastor itinerante. Enrique supo, desde joven, que esta
era la clase de vida que quería para sí mismo, que esta era la
manera en que quería servir al Señor. Para él, la iglesia siempre
había sido un lugar emocionante para trabajar, emocionante al
ayudar a su padre años atrás, emocionante al asistir a la Escuela
Bíblica y al seminario, y luego, al tener dos años como aprendiz
interno de pastor. Era emocionante también ahora, pero se
asemejaba a la emoción que deben haber sentido los tejanos en el
Álamo. Enrique tenía apenas veintiséis años, y por lo general estaba
lleno de energía. Pero este sitio, su primer pastorado, parecía ser
un lugar difícil para encender o esparcir ningún fuego. Alguien
había empapado toda la leña, y todavía no sabía qué hacer con la
situación. Por alguna razón lo habían elegido como pastor, lo cual
significaba que alguien en la iglesia quería su estilo de ministerio,
pero, también estaban los demás, aquellos que hacían el asunto
emocionante. Lo hacían emocionante cada vez que predicaba sobre
el arrepentimiento; lo hacían emocionante cada vez que los
confrontaba con el pecado de la congregación; lo hacían
emocionante cada vez que él traía a colación la cruz de Cristo y el
mensaje de salvación. En este punto era la fe de Enrique, y su
seguridad de hallarse donde Dios lo quería tener, más que
cualquier otro factor, lo que lo mantenía en su puesto, firme,
incluso mientras lo acribillaban por todos lados. Bueno, pensó
Enrique, disfrutemos por lo menos de la mañana. El Señor la puso
allí precisamente para disfrutarla.
Si hubiera entrado a la casa retrocediendo, sin darse vuelta, se
habría ahorrado el ultraje, y conservado su espíritu alegre. Pero se
le ocurrió darse vuelta, e inmediatamente se topó con las enormes
letras negras, desiguales y pintadas en el frente de la casa: “DENSE
POR MUERTOS, ___________”. La última palabra era obscena. Sus
ojos la vieron, luego recorrieron lentamente la casa de lado a lado.
Era una de esas cosas que la mente no registra de inmediato. Todo
lo que pudo hacer fue quedarse contemplando la pared por unos
instantes, primero preguntándose quién podía haberlo hecho,
luego preguntándose por qué, después, si acaso se podría limpiar la
pintura. Se acercó a mirar, y tocó la pintura con un dedo. Tenía que
haber sido pintado durante la noche. La pintura estaba completa-
mente seca.
-Cariño –vino la voz de María desde adentro-, dejaste la puerta
abierta.
-¡Uhmmmm…!
Fue todo lo que respondió él, no teniendo mejores palabras. En
realidad, no quería que ella se diera cuenta.
Entró en la casa, cerrando firmemente la puerta, y se sentó junto
a la hermosa y joven María, frente al tazón de cereal y las tostadas
con mantequilla.
Para Busche este era su rinconcito soleado, su juguetona esposa
con su risita melódica. Era como una preciosa muñeca, pero
también tenía agallas reales. Enrique a menudo lamentaba que ella
tuviera que atravesar los problemas que los acosaban ahora.
Después de todo, bien pudo haberse casado con un comerciante
estable y aburrido, o algún vendedor de seguros. Pero ella le daba
un excelente respaldo, siempre a su lado, siempre confiando en
que Dios haría lo mejor y siempre creyendo en Enrique también.
-¿Qué ocurre? –preguntó ella inmediatamente.
¡Rayos!, pensó Enrique, uno hace lo posible por ocultarlo, uno
trata de actuar con normalidad, pero ella todavía se da cuenta.
-Ummmmm… –empezó él.
-Todavía molesto por la reunión de la junta.
Allí está tu salida, Busche.
-Sí, un poco.
-Ni siquiera te oí llegar anoche. ¿Duró realmente la reunión
hasta tan tarde?
-No. Alfredo Brummel tuvo que salir para asistir a alguna otra
reunión importante, acerca de la cual ni siquiera quería hablar; y los
otros, bueno, ya sabes, dijeron lo que querían decir y luego se
fueron a casa, dejándome como para que yo mismo me lamiera las
llagas. Me quedé por un rato para orar. Creo que dio resultado. Me
siento mejor ahora.
Su semblante se iluminó un poquito.
-A decir verdad, realmente sentí que el Señor vino anoche para
consolarme.
-Todavía pienso que fue un tiempo muy raro para citar a una
reunión de la junta, en medio del festival –dijo ella.
-¡Y domingo por la noche! –dijo él, mientras masticaba su cereal-
Ni siquiera había terminado la invitación, cuando ello ya estaban
llamando a la reunión.
-¿Acerca de lo mismo?
-Pienso que simplemente están usando a Luis como una excusa
para crear problemas.
-Bien, ¿qué les dijiste?
-Lo mismo de siempre, vez tras vez. Que hemos hecho
exactamente lo que la Biblia dice: Fui a hablar con Luis, luego Juan y
yo fuimos a hablar de nuevo con él, y después lo presentamos ante
la iglesia; luego lo separamos de la comunión de la iglesia.
-Parece que eso fue lo que la congregación decidió. Pero, ¿por
qué la junta no puede aceptarlo? ¿No saben leer? ¿Acaso los Diez
Mandamientos no dicen algo en contra del adulterio?
-Lo sé, lo sé.
Enrique dejó a un lado la cuchara, para poder hacer libremente su
ademán.
-¡Anoche estaban realmente enfadados contra mí! Empezaron a
mencionar todo eso de que no debemos juzgar para no ser
juzgados…
-¿Quién lo dijo?
-Los mismos del grupo de Alfredo Brummel: Alfredo, Sam
Turner, Gerardo Mayer… tú sabes; la vieja guardia.
-No dejes que te zarandeen de lado a lado.
-En todo caso, ellos no van a cambiar mi manera de pensar. No
sé con qué clase de seguridad de trabajo me deja eso a mí.
Ahora era María la que estaba indignada.
-Pero, ¿qué le pasa a Alfredo Brummel? ¿Tiene algo en contra de
la Boblia, o en contra de la verdad? ¿O qué? Si no es así, ¡tiene que
ser alguna otra cosa!
-Jesucristo también lo ama a él, María. –dijo Enrique. Es
sencillamente que él se siente culpable. Es un pecador, y lo sabe, y
gente como nosotros siempre le cae mal a la gente como él. El
pastor anterior predicaba la palabra de Dios, y a Brummel no le
gustaba. Ahora yo estoy predicando la Palabra, y tampoco le gusta.
Él tiene mucha influencia en la iglesia, de modo que me figuro que
piensa que él puede ordenar lo que se debe decir desde el púlpito.
-Pues bien, ¡no puede!
-No en mi caso, por lo menos.
-Entonces, ¿por qué simplemente no se va a otra iglesia?
Enrique levantó su dedo, apuntando dramáticamente.
-Esa, mujer querida, ¡es una muy buena pregunta! Parece haber
cierto método en su necedad, como si la misión de su vida fuera
destruir pastores.
-Es como el cuadro que andan pintando de ti. Simplemente tú no
eres así.
-Ummmmm… ¡Ah, sí, pintura! ¿Estás preparada?
-¿Preparada para qué?
Enrique aspiró hondamente, lanzó un suspiro y la miró con ternu-
ra.
-Tuvimos visitas anoche. Pintaron palabrotas en el frente de la
casa.
-¿Qué? ¿De nuestra casa?
-Bueno… del dueño de la casa.
Ella se levantó.
-¿Dónde?
Salió por la puerta del frente, con sus zapatillas de peluche
rozando el cemento.
-¡Oh, no!
Enrique se le unió, y se quedaron contemplando el espectáculo.
Allí estaba todavía, real y crudo.
-¡Eso sí que me enfurece! –declaró llorando-. ¿Qué les hemos
hecho nosotros?
-Pienso que acabamos de mencionarlo –sugirió Enrique.
María no captó lo que él quería decir, pero tenía su propia teoría,
la más obvia.
-Tal vez el festival… siempre incita lo peor de la gente.
Enrique tenía su propia teoría también, pero no dijo nada. Pensó
que tenía que ser alguien de la iglesia. Le habían puesto toda clase
de apodos y nombres: fanático, indeciso, buscapleitos con mora-
lidad excesiva. Lo habían acusado de homosexual y de golpear a su
esposa. Algún miembro de la iglesia enfurecido podía haber
pintado la leyenda, tal vez alguien amigo de Luis Stanley, el
adúltero, tal vez el mismo Stanley. Probablemente nunca lo sabría,
pero eso no importaba. Dios lo sabía.
Capítulo 3

Apenas unos pocos kilómetros al este del pueblo, sobre la


carretera 27, un lujoso automóvil negro corría a gran velocidad. En
el asiento posterior, un hombre rechoncho de mediana edad
hablaba de negocios con su secretaria, una joven esbelta de
cabellera larga y negra, y de piel clara. Hablaba en forma cortante y
escueta, mientras ella tomaba notas taquigráficas. Describía un
negocio en gran escala. De súbito, recordó algo.
—Eso me recuerda…–dijo, y la secretaria levantó la vista del
cuaderno de apuntes—. La profesora dice que me envió un paquete
hace unos días, pero no recuerdo haberlo recibido.
—¿Qué clase de paquete?
—Un libro pequeño. Un asunto personal. ¿Por qué no tomas
nota para que te acuerdes de verificarlo cuando regresemos al
rancho?
La secretaria abrió el cuaderno, e hizo como que anotaba algo. En
realidad, no anotó nada.

Era la segunda vez que Marshall iba a la Plaza de la Corte el


mismo día. La primera vez fue para prestar fianza para Berenice, y
ahora, era para ver al mismo hombre que Berenice quería colgar:
Alfredo Brummel, el jefe de policía. Cuando finalmente El Clarín fue
enviado a las prensas, Marshall estaba a punto de llamar a
Brummel; pero Sara, la secretaria de Brummel, llamó primero e
hizo la cita para las dos de la tarde. Esa fue una buena movida,
pensó Marshall.
Brummel pedía una tregua antes de que la artillería empezara a
rodar.
Estacionó su auto en el espacio reservado para la prensa, frente al
edificio de la corte. Se detuvo por un instante para contemplar la
calle, observando los estertores finales de la noche del último
domingo del festival. La calle Principal se esforzaba por volver a ser
la misma, pero el ojo observador de Marshall veía que el pueblo
parecía caminar cojeando, como si estuviera cansado, molido,
pesado. Los usuales grupitos de peatones medio apurados, ahora
se detenían, miraban, sacudían su cabeza, se lamentaban. Por
generaciones, Ashton se había enorgullecido de sus raíces bien
plantadas y su dignidad, y se había esforzado por ser un buen lugar
para criar a los hijos. Pero ahora había tensiones internas,
ansiedades, temores, como si algún tipo de cáncer estuviera
devorando al pueblo, y destruyéndolo de manera invisible. En el
exterior se veía el desagradable espectáculo de vitrinas recubiertas
de madera contrachapada, medidores de estacionamiento destro-
zados, y la basura y las botellas rotas regadas por toda la calle. Pero
aun, cuando los comerciantes barrían y recogían la basura frente a
sus tiendas y almacenes, parecía haber una convicción tácita de que
los problemas interiores persistirían, y que las dificultades conti-
nuarían. El crimen iba en aumento, especialmente entre la juven-
tud. La simple confianza en el vecino disminuía vertiginosamente.
Nunca antes se habían escuchado tantos rumores, escándalos y
chistes obscenos en el pueblo. A la sombra del temor y de la sospe-
cha, la vida iba perdiendo gradualmente su alegría y simplicidad,
incluso, cuando parecía que nadie sabía el cómo y el porqué.
Marshall se encaminó hacia la Plaza de la Corte. Esta consistía en
dos edificios cuidadosamente adornados con arbustos y plantas
que compartían un estacionamiento común. De un lado estaba la
corte, un edificio de ladrillo, de dos pisos. Allí también estaba el
departamento de policía, y en el sótano se hallaban las celdas. Un
auto patrullero estaba en el estacionamiento. Del otro lado se
hallaba el Palacio Municipal, también de dos pisos, con frente de
cristal. Allí se albergaba la oficina del alcalde, el concejo municipal y
otras autoridades. Marshall se dirigió a las oficinas de la corte.
Entró por la puerta que decía “Policía”, y encontró que la
pequeña área de recepción estaba vacía. Podía oír voces desde el
fondo del pasillo y detrás de algunas puertas cerradas, pero Sara, la
secretaria, parecía estar por el momento fuera de su oficina.
Detrás del mostrador de recepción se veía un enorme archivo que
se balanceaba lentamente, y se oían gruñidos y gemidos que
procedían de la parte baja del mismo. Marshall se asomó por sobre
el mostrador, para contemplar un espectáculo cómico. Sara, de
rodillas, con su vestido desarreglado, se hallaba en plena batalla
con una gaveta atascada que se había atorado contra su escritorio.
Aparentemente el marcador decía: Archivador 3, pantorrillas de
Sara 0, y ella había llevado la peor parte, igual que sus medias.
Sara dejó escapar una última maldición en el mismo instante que
alcanzaba a verlo asomado por sobre el mostrador. Para entonces,
ya era tarde para recobrar su acostumbrada compostura.
—Hola, señor Hogan…
—Póngase botas de soldado la próxima ocasión. Sirven mejor
para dar puntapiés a los muebles.
Por lo menos se conocían mutuamente, y Sara se sintió aliviada
por eso. Marshall había estado en su oficina tantas veces que era
conocido por la mayoría del personal.
—Estos —dijo ella con tono de turismo— son los preciosos y
célebres archivos del señor Alfredo Brummel, el jefe de policía. Él,
acaba de conseguir unos nuevos, flamantes, de modo que a mí me
tocó heredar estos. La razón por la que tenían que ponerlos en mi
oficina es algo que jamás podré entender, pero debido a sus
órdenes expresas es donde debe quedarse.
—Son demasiado feos para la oficina de él.
—Pero es que él… usted sabe. Bueno, pues, tal vez un tapizado
de papel les dará mejor presentación. Si tenían que trasladarlos a
este sitio, por lo menos deberían haber hecho que sonrieran.
En ese instante sonó el intercomunicador. Sara oprimió el botón y
contestó.
—Sí, señor.
Se escuchó la voz de Brummel.
—¿Qué pasa? Mi alarma de seguridad está sonando.
—Lo lamento. Fui yo. Estaba tratando de cerrar una de las gave-
tas de sus archivos.
—Entiendo. A ver si logra arreglar eso. ¿Eh?
—Marshall Hogan está aquí, y quiere verlo.
—Está bien. Hágalo pasar.
Sara levantó la vista hacia Hogan, y sacudió su cabeza en forma
patética.
—¿Tiene usted una vacante para secretaria? —musitó. Marshall
sonrió. Ella explicó:
—Él ha colocado estos archivos junto al botón de alarma silen-
ciosa. Cada vez que abro una de las gavetas, el edificio queda
sitiado.
Con un ademán de despedida, Marshall se encaminó hacia la
puerta más cercana, y entró en la oficina de Brummel. Alfredo
Brummel se puso de pie y le extendió la mano, exhibiendo una
enorme sonrisa.
—¡Vaya! ¡Allí está el hombre!
—¿Qué tal, Alfredo?
Se estrecharon las manos mientras Brummel hacía pasar a
Marshall y cerraba la puerta detrás de ellos. Brummel había sido
policía de una ciudad grande, se hallaba en los treinta, estaba
soltero y tenía un gusto especial por lujos que eran demasiado para
su salario de policía. Siempre se presentaba como un tipo agrada-
ble, pero Marshall nunca se confió de él. Pensándolo bien, ni
siquiera parecía caerle bien. Demasiados dientes mostrándose sin
ninguna razón.
—Bien —Brummel continuó— Tome asiento, tome asiento.
Empezó a hablar de nuevo, incluso, antes de que alguno de los
dos lograra acomodarse.
—Parece que cometimos una equivocación cómica este fin de
semana.
Marshall recordó la vista de su reportera encarcelada junto con
prostitutas.
—Berenice no pasó la noche riéndose, y yo he perdido
veinticinco dólares.
—Bueno —dijo Brummel, abriendo el cajón superior de su
escritorio—, por eso es que nos hemos reunido, para aclarar las
cosas. Tenga.
Sacó un cheque y se lo extendió a Marshall.
—Este es el reembolso del dinero de fianza y quiero que sepa
que Berenice recibirá una disculpa oficial firmada por mí y por esta
oficina. Pero, Marshall, por favor, dígame qué fue lo que pasó. Si yo
hubiera estado allí presente, habría podido evitar la equivocación.
—Berenice dice que usted estuvo allí.
—¿De veras? ¿Dónde? En realidad, en toda la noche estuve
yendo y viniendo de la estación, pero…
—No, ella lo vio a usted en la feria.
Brummel forzó una sonrisa más amplia todavía.
—Bueno, en realidad no sé a quién ella vio, pero no estuve en la
feria anoche. Estaba muy ocupado aquí.
Marshall tenía demasiada inercia como para detenerse en ese
momento.
—Ella lo vio precisamente en el sitio y en el momento en que la
arrestaron.
Brummel se hizo el desentendido.
—Siga, siga. Dígame qué pasó. Quiero llegar hasta el fondo de
este asunto.
Marshall detuvo súbitamente su ataque. No supo por qué. Tal vez
por cortesía. Tal vez por intimidación. Cualquiera fuere la razón,
empezó a restar importancia a la historia, en forma llana, como si
fuera noticia, más o menos en la forma en la que había escuchado
de Berenice, pero dejando afuera los detalles que comprometían a
Brummel.
Mientras hablaba, sus ojos estudiaban a Brummel, así como la
oficina, particularmente los detalles de la decoración y la distribu-
ción de muebles. Era algo casi inconsciente. A través de los años
había desarrollado un instinto para observar y recoger información
sin dejar ver lo que estaba haciendo. Tal vez era debido a que no
confiaba en este hombre, pero aun cuando confiara en él, un
periodista siempre es un periodista. Podía deducir que la oficina de
Brummel pertenecía a un hombre quisquilloso. Desde el escritorio
cuidadosamente brillante y ordenado, hasta los lápices en la
ranura, cada detalle contribuía a una perfecta agudeza.
En la pared, donde estaban los archivos, se veían nuevos estantes
y archivos de roble pulido, con puertas de cristal y cerrajería de
bronce.
—Subiendo la escala, ¿verdad, Alfredo? —acotó Marshall,
mirando hacia los archivos.
—¿Le gustan?
—¿Me encantan. ¿Qué son?
—Un reemplazo muy atractivo para los anteriores. Esto muestra
lo que se puede hacer si se ahorran los centavos. Me disgustaba
tener esos viejos archivos aquí. Pienso que una oficina debe tener
un poco de categoría, ¿verdad?
—Por supuesto. Hasta tiene su propia copiadora…
—Así es, y estantes para libros, y espacio para almacenar otras
cosas.
—¿Y otro teléfono?
—¿Teléfono?
—¿Qué es ese cordón que sale de la pared?
—Esa es la cafetera eléctrica. ¿Pero dónde estábamos?
—A ver, sí… estábamos hablando de lo que le ocurrió a
Berenice…
Marshall continuó su historia. Era experto en leer páginas al re-
vés, y mientras continuaba hablando examinó el calendario del
escritorio de Brummel. Los martes por la tarde se notaban clara-
mente, debido a que estaban siempre vacíos, ya que ese era el día
libre de Brummel. Un martes sí tenía una cita: Reverendo Oliver
Young, 2:00 p.m.
—Veo que va a visitar a mi pastor mañana —dijo como
descuidadamente.
De inmediato pudo ver que se había sobrepasado. Brummel se
quedó sorprendido e irritado al mismo tiempo.
Brummel forzó otra sonrisa, y dijo:
—Sí. Oliver Young es su pastor, ¿verdad?
—¿Lo conoce?
—Bueno, no realmente. Nos hemos vistos algunas veces, en
asuntos profesionales, me parece…
—Pero, ¿no asiste usted a la otra iglesia, la pequeña?
—Sí, la de la Comunidad de Ashton. Pero cuénteme el resto de la
historia.
Marshall quedó impresionado por la facilidad con la que este
hombre se dejaba confundir, pero no quiso presionar más la
cuestión. No todavía, por lo menos. En lugar de eso, volvió al relato
en el punto donde lo había dejado, y continuó hasta terminarlo,
incluyendo el enfado de Berenice. Notó que Brummel había
encontrado importantes papeles en los cuales fijar la vista; papeles
que cubrieron todo el calendario del escritorio.
Marshall preguntó:
—¿Quién es este ingenuo policía que ni siquiera le permitió a
Berenice que se identificara?
—Uno que ni siquiera pertenece al cuerpo de aquí. Si Berenice
puede darnos el nombre o el número de la insignia del agente, veré
que se le castigue por su conducta. Es que tuvimos que traer varios
auxiliares desde Windsor, para reforzar la vigilancia durante el
festival. En cuanto a nuestros propios hombres, todos conocen bien
quien es Berenice Krueger.
Brummel dijo la última frase con un tono que sonaba a solapado.
—Entonces ¿por qué no es ella la que está sentada aquí
escuchando una disculpa, en lugar de ser yo?
Brummel se inclinó hacia delante en su silla, con la mirada más
bien seria.
—Pensé que era mejor hablar con usted, Marshall, en lugar de
obligarla a ella a desfilar por esta oficina después de pasar por tal
vergüenza. Supongo que podrá comprender lo que esa muchacha
ha tenido que atravesar.
Está bien, pensó Marshall, preguntaré.
—Soy nuevo en la ciudad.
—¿No se lo ha dicho ella?
—A usted le encantaría decirlo, ¿no es así?
Se le salió, y puso el dedo en la llaga. Brummel se reclinó en su
silla, y se quedó estudiando la cara de Marshall.
Marshall pensaba que no lamentaba haberlo dicho.
—Estoy enfadado, por si acaso usted no lo ha notado.
Brummel empezó otra frase.
—Marshall… quise verlo personalmente hoy, ya que quiero…
arreglar todo este asunto.
—Oigamos entonces lo que usted tiene que decir en cuanto a
Berenice.
Brummel, escoja cuidadosamente sus palabras, pensó Marshall.
—Bueno, pues —carraspeó Brummel de súbito viéndose sin
salida—. Pensé que quería saberlo en caso de que la información
pudiera serle útil para tratarla. Debo decirle que, algunos meses
antes de que usted comprara el periódico, Berenice llegó a Ashton.
Algunas semanas antes, la hermana de ella, que había estado
asistiendo a la universidad aquí, se suicidó. Berenice llegó a Ashton
buscando venganza, tratando de resolver el misterio que rodeaba
la muerte de su hermana, pero es sabido que fue una de esas cosas
para las cuales nunca hallaremos respuesta.
Marshall se quedó en silencio por un largo rato.
—No lo sabía.
La voz de Brummel sonaba apagada y doliente al decir:
—Está segura de que tiene que haber sido un crimen. La
investigación que anda realizando es verdaderamente agresiva.
—Bueno…, ella tiene olfato de reportera.
—¡Vaya que lo tiene! Pero usted ve, Marshall… su arresto, fue
una equivocación, un error humillante, francamente. En realidad,
no pienso que ella querrá volver a ver las paredes del interior de
este edificio por un buen rato. ¿Me entiende?
Marshall no estaba seguro de entenderlo. Ni siquiera estaba
seguro de haberlo escuchado todo. De súbito se sintió débil, y no
podía entender por qué su furia se había desvanecido tan
rápidamente. Y ¿qué pasó con sus sospechas? Sabía que no podía
creer todo lo que este individuo estaba diciendo, ¿o acaso lo creía?
Sabía que Brummel había mentido en cuanto a no haber ido a la
feria, ¿o de verdad no había ido? ¿Le habría acaso oído mal? O…
¿Dónde estábamos, al fin y al cabo? Vamos, Hogan, ¿no dormiste lo
suficiente anoche?
—¿Marshall?
Marshall miró a los grisáceos ojos de Brummel, y se sintió como si
estuviera soñando.
—Marshall —dijo Brummel—, espero que usted me entienda.
¿Lo entiende, verdad?
Marshall tuvo que hacer un esfuerzo para ordenar sus
pensamientos, y halló que era mejor no mirar a los ojos de
Brummel por unos momentos.
—Este…
Era una manera tonta para empezar, pero fue lo mejor que pudo
hacer.
—¡Ah, sí, Alfredo, creo que veo su punto de vista! Supongo que
lo que usted hizo era lo correcto.
—Pero quiero resolver todo este asunto, particularmente, entre
usted y yo.
—No se preocupe por eso. No es gran cosa.
Aun cuando Marshall lo dijo, se preguntó si realmente lo había
dicho…
Los dientes de Brummel volvieron a dejarse ver.
—Me alegra mucho oír eso, Marshall.
—Pero, escuche, tal vez debería llamarla por teléfono por lo
menos. Ella está personalmente muy sentida.
—Así lo haré, Marshall.
Entonces Brummel se inclinó hacia delante con una extraña
sonrisa en su rostro, y con sus manos apretadas sobre su escritorio,
y sus ojos grises mirando a Marshall con aquella mirada penetrante,
extrañamente pacificadora.
—Marshall, hablemos de usted y del resto del pueblo. Usted
sabe, estamos realmente contentos de que se haya hecho cargo de
El Clarín. Sabemos que su estilo periodístico será bueno para la
comunidad. Puedo decirle que el último edito fue… más bien
injurioso para la forma de ser de esta ciudad, especialmente en sus
últimos tiempos.
Marshall se sintió como que quería seguirle la corriente, pero
podía sentir que algo más se avecinaba.
Brummel continuó:
—Necesitamos personas como usted, Marshall. Ustedes ejercen
enorme poder por medio de la prensa, y todos sabemos eso; pero
se requiere de un hombre adecuado para guiar ese poder en la
dirección apropiada, para el bien común. Todos en la oficina de
servicio público estamos para servir a los mejores intereses de la
comunidad, de la raza humana, si vamos a lo básico. Pero usted es
lo mismo, Marshall. Usted está aquí para servir a la gente, así como
el resto de nosotros.
Brummel se pasó la mano por el cabello, con un gesto nervioso, y
luego preguntó:
—Bien, ¿entiende lo que estoy diciendo?
—No.
—Este…
Brummel rebuscó otra manera de empezar.
—Creo que es como usted lo dijo; usted es nuevo en la ciudad.
¿Por qué no usar sencillamente una manera directa?
Marshall se encogió de hombros como diciendo “¿por qué no?” y
dejó que Brummel continuara.
—Este es un pueblo pequeño, en primer lugar, y eso significa
que cada problema, por minúsculo que sea, incluso entre pocas
personas, va a ser sentido y va a preocupar a todo el mundo. Y
nadie puede esconderse detrás del anonimato, porque aquí no hay
tal cosa. Ahora bien, el anterior editor no se dio cuenta de eso, y
realmente causó algunos problemas que afectaron a toda la
población. Era un buscapleitos patológico. Destruyó la buena fe de
la gente en su gobierno local, en sus servidores públicos, entre ellos
mismos, y finalmente, hacia él mismo. Eso duele. Fue una herida
que se nos asestó, y tiene que tomar tiempo para curarse. Para
culminar el asunto, y para su información, déjeme decirle que el
hombre tuvo que abandonar en desgracia el pueblo. Violó a una
niña de doce años. Hice lo que pude para trata de resolver el caso
lo más calladamente posible; pero este pueblo es realmente
extraño, difícil. Hice lo que pensé que causaría la menor cantidad
de problemas y sufrimiento para la familia de la muchacha y para el
resto de la gente. No presenté acusación formal contra aquel
hombre, siempre y cuando se fuera de Ashton y jamás regresara. Él
aceptó hacerlo así. Pero nunca olvidaré el impacto que eso causó, y
dudo que el pueblo lo haya olvidado. Lo cual nos trae de regreso a
usted y a mí, y nosotros, los servidores públicos, y también los
ciudadanos de esta comunidad. Una de las razones más grandes
por las cuales lamento esta equivocación con Berenice es que
realmente quiero tener una buena relación entre esta oficina y El
Clarín, y entre usted y yo personalmente. Me disgustaría mucho
que algo arruinara esa relación. Lo que necesitamos aquí es
compañerismo, un buen espíritu de comunidad.
Se detuvo como para dejar que sus palabras surtieran efecto.
—Marshall, nos gustaría saber que usted está de nuestro lado,
trabajando hacia esa meta.
Entonces vino una pausa, y la mirada larga, penetrante, en
expectativa. Era el turno de Marshall. Hizo girar un poco su silla,
ordenando sus pensamientos, examinando sus sentimientos, casi
huyéndole a esa mirada torva. Tal vez este individuo quería seguir
subiendo, y tal vez este pequeño discurso era nada más que un
truco diplomático para despistarlo de cualquier cosa que Berenice
hubiera descubierto.
Pero Marshall no podía pensar con imparcialidad, y ni siquiera
sentir imparcialmente. Su reportera había sido arrestada injusta-
mente, y echada en una denigrante cárcel por una noche, y le
parecía que eso ya no le importaba en realidad. Este jefe de policía
que mostraba los dientes con una sonrisa estaba diciendo que ella
era una mentirosa, y Marshall estaba empezando a creerlo. Vamos,
Hogan, ¿recuerdas por qué viniste acá?
Pero se sentía muy cansado. Se puso a rememorar por qué se
había mudado a Ashton, en primer lugar. Se suponía que iba a ser
un cambio de vida para él y su familia, tiempo para dejar de luchar
y arañar en las intrigas de la gran ciudad, y embeberse en historias
simples, cosas como el programa de la escuela elemental para
levantar fondos, y gatos encaramados en árboles. Tal vez era nada
más que la fuerza del hábito, por los años pasados en el Times, que
le hacía pensar que tenía que enfrentarse a Brummel como si fuera
un inquisidor. ¿Para qué? ¿Para más dificultades? ¿Qué tal sería un
poquito de paz y quietud como un cambio?
De súbito, y contrario a sus mejores instintos, sabía que no había
nada de qué preocuparse; la película de Berenice debía estar bien,
y las fotografías comprobarían que Brummel tenía razón y que
Berenice estaba equivocada. Marshall realmente deseó que eso
fuera así.
Pero Brummel estaba esperando por la respuesta, todavía
clavándole aquella torva mirada.
—Yo… —empezó Marshall, y se sintió neciamente incómodo
tratando de explicar—. Escuche. Estoy realmente cansado de
pelear, Alfredo. Tal vez fue porque me crié de esa manera, tal vez
eso fue lo que me hizo tener éxito en mi trabajo en el Times; pero
decidí venir a esta ciudad, y eso dice bastante. Estoy cansado,
Alfredo, y ya no soy ningún jovencito. Necesito reposo. Necesito
aprender cómo sentirme, un ser humano, viviendo en un pueblito
junto con otros seres humanos.
—Así es —dijo Brummel—, eso es. Exactamente así es.
—De modo que… no se preocupe. Todo lo que quiero es paz y
quietud, como cualquier otro. No quiero peleas. No quiero
problemas. No tiene que temer nada de mi parte.
Brummel se quedó extasiado, y extendió la mano para sellar el
asunto. Cuando Marshall le estrechó la mano, sintió como si le
hubiera vendido una parte de su alma. ¿Dijo Marshall Hogan todo
lo que dijo? Debo de estar cansado, pensó.
Antes de que pudiera darse cuenta, estaba de pie fuera de la
puerta de la oficina de Brummel. Evidentemente, la reunión había
terminado.

Después que Marshall se hubo marchado, y la puerta estuvo bien


cerrada, Alfredo Brummel se hundió en su silla, con un suspiro de
alivio. Se quedó inmóvil por un buen rato, mirando al vacío,
recuperándose, reuniendo el valor para su próxima tarea difícil.
Marshall Hogan había sido apenas un ejercicio de calentamiento. La
verdadera prueba se avecinaba. Alcanzó el teléfono, lo acercó un
poco, se quedó pensativo un instante, y marcó el número.
Enrique acababa de concluir la labor de repintar el frente de la
casa cuando el teléfono sonó, y María lo llamó:
—Enrique, es Alfredo Brummel.
¡Vaya!, pensó Busche. Y aquí estoy yo con una brocha llena de
pintura en mis manos. Quisiera que él estuviera aquí.
Confesó su irritación mientras se dirigía a contestar el teléfono.
—¡Hola! —dijo.
En su oficina, Brummel hizo girar su silla, dando espaldas a la
puerta, para asegurarse de que la conversación fuera realmente
privada, aun cuando no había nadie con él, y hablaba en voz baja.
—¡Hola, pastor Busche! Soy Alfredo Brummel. Pensé que
debería llamarlo esta mañana, y saber cómo le va… desde anoche.
—¡Oh! —exclamó Busche, sintiéndose como un ratón en la boca
del gato—. Estoy bien, creo. Mejor, tal vez.
—¿Lo ha pensado ya?
—Claro que sí. Lo he pensado mucho. He orado sobre el asunto,
y he vuelto a buscar en las Escrituras con respecto a ciertas
preguntas…
—¡Uhmmmm! Suena como que usted no ha cambiado de
parecer.
—Así es; si la Palabra de Dios cambiara, entonces yo también
cambiaría; pero creo que el Señor no quiere que me eche para
atrás de lo que él dice, y usted comprende dónde me pone eso a
mí.
—Pastor Busche, usted sabe que habrá una reunión congrega-
cional el viernes que viene.
—Sí, lo sé.
—Pastor, en realidad yo quiero ayudarlo. No quiero ver que se
destruya a sí mismo. Usted se ha portado bien con la iglesia. Pienso
que… pero, ¿qué puedo decir? La división, los pleitos… todo eso
está destruyendo la iglesia.
—¿quién está pleiteando?
—¡Oh, vamos!
—A propósito, ¿quién fue el que llamó a la reunión
congregacional, en primer lugar? Usted. Turner, Mayer. No me ca-
be la menor duda de que Luis Stanley anda todavía por allí
haciendo de las suyas, tanto como aquél que pintó el letrero soez
en el frente de mi casa.
—Simplemente nos preocupa, eso es todo. Usted está… este…
luchando contra lo que es mejor para la iglesia.
—Eso es curioso. Pensé que estaba luchando contra usted. ¿Me
oyó lo que dije? Dije que alguien pintó una leyenda soez en el
frente de mi casa.
—¿Qué? ¿Qué pintaron?
Enrique se lo dijo todo.
Brummel dejó escapar un gruñido.
—Pastor, ¡eso es terrible!
—¡Claro que lo es! ¡Póngase usted en mi lugar!
—Pastor, si yo estuviera en su lugar, reconsideraría el asunto.
¿No puede ver lo que está sucediendo? Los rumores corren, y usted
está ganándose la enemistad de todo el pueblo. Eso también quiere
decir que el pueblo entero va a estar contra la iglesia antes de lo
que nos imaginamos, y nosotros tenemos que sobrevivir en esta
ciudad. Pastor Busche, estamos para servir a la gente, para procurar
ayudarles; no para meter una cuña entre nosotros mismos y la
comunidad.
—Yo predico el evangelio de Jesucristo, y hay muchos que lo
aprecian. ¿De qué cuña me está hablando?
Brummel estaba poniéndose impaciente.
—Busche, aprenda la lección de lo que le pasó al pastor anterior.
Él cometió el mismo error. Fíjese lo que le pasó.
—Ya aprendí de él. Aprendí que todo lo que hay que hacer es
darse por vencido, empacar las maletas, sepultar la verdad en una
gaveta en alguna parte, de modo que no ofenda a nadie. Luego me
irá bien, todo el mundo me verá con buenos ojos, y todo seremos
nuevamente una familia feliz. Al parecer Jesús estaba equivocado.
Él podía haber tenido un montón de amigos simplemente andando
con cuidado y usando la diplomacia y la política.
—¡Pero usted está buscando que lo crucifiquen!
—Lo que yo estoy buscando es salvar almas. Quiero despertar
convicción en los pecadores, quiero ayudar a los nuevos creyentes
a que crezcan en la fe. Si no lo hago, tendré que temer más de lo
que temen usted y el resto de la junta.
—Pastor, yo no llamaría a eso amor.
—Yo los quiero mucho, y también lo aprecio mucho a usted,
Alfredo. Por eso es que les doy su medicina, y eso va especialmente
para Luis.
Brummel sacó a relucir su arma especial.
—Pastor, ¿ha considerado usted que él puede demandarlo?
Hubo un silencio en el otro extremo de la línea.
Finalmente, Busche contestó:
—No.
—Él puede demandarlo por daños y perjuicios, por calumnia,
difamación de carácter, angustia mental, y quién sabe por cuantas
cosas más.
Enrique respiró profundo y pidió a Dios paciencia y sabiduría.
—¿Ve usted el problema? —dijo finalmente—. Mucha gente no
sabe, o no quiere saber, la verdad. Al no tomar partido por nada,
caemos por cualquier cosa, y ahora las personas como Luis se
meten en una zona llena de sombras, donde pueden causar daño a
sus propias familias, empiezan sus propios chismes, arruinan su
reputación, sufren en su propio pecado… ¡y luego buscan a quién
echarle la culpa! ¿Quién está haciendo qué a quién?
Brummel se limitó a lanzar un suspiro.
—Hablaremos sobre eso el viernes por la noche. Usted sí estará
allí, ¿verdad?
—Sí, allí estaré. Estaré en una sesión de consejería con alguien, y
luego iré a la reunión. ¿Alguna vez ha participado en una reunión
de consejería y orientación?
—No.
—Cuando uno se ve obligado a tener que ayudar a limpiar vidas
que han estado basadas en una mentira, uno adquiere un respeto
real por la verdad. ¡Piense en eso!
—Pastor Busche, tengo que tener en cuenta también, los deseos
de otras personas.
Brummel colgó violentamente el teléfono, y se limpió el sudor de
las manos.

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