Fernando Lalana - Marijuli y Gil Abad - Primera Plana
Fernando Lalana - Marijuli y Gil Abad - Primera Plana
LA GRAN ILUSIÓN
(Jean Renoir, 1937)
- Al final de la clase de hoy deberéis entregarme el
resumen del contenido que pensáis darle a vuestra sección
del periódico. Con todos los temas bien claritos. ¿De
acuerdo?
- ¡Sí, Marga! -respondimos todos a una.
- ¡Magnífico! -exclamó la profesora dando un saltito-.
Esto marcha. ¿A que es emocionante? Ya os lo dije: Como
un periódico de verdad. Por cierto: Deberíamos ponerle un
nombre. ¿Qué os parece: "El Heraldo Educativo"?
El resoplido de Planas debió de oírse en secretaría. Los
demás nos quedamos helados. O alelados. O heraldos. Por
suerte, doña Marga no era absolutamente impermeable a la
crítica silenciosa y, de inmediato, alzó las manos.
- Bueno, ya veo que no os entusiasma. Dejaremos lo
del nombre de nuestro periódico para más adelante. Y
ahora... ¡todo el mundo a trabajar! ¡Los lectores nos
esperan!
EL BORRÓN DE LA FAMILIA
(Josef Von Sternberg, 1939)
- Hooola, prima. Ya estamos aquí.
Por la cara que puso al abrinos la puerta de su casa,
deduje que nuestra visita la alegraba tanto como la del
cobrador del frac.
- Confiaba en que te hubieses olvidado -dijo. Luego,
me señaló con un gesto, mientras nos invitaba a pasar-.
¿Quién es este buen mozo?
- ¿Este? Es mi amigo Ernesto. Gil Abad: te presento a
mi prima Cova.
- No me llames Cova -gruñó Covadonga-. Sabes que lo
odio.
Cova me miró intensamente durante un par de
segundos y sentí que se me doblaban las rodillas. Fue como
si me hiciese una radiografía. ¡Buf! Si alguien me hubiese
preguntado cómo imaginaba yo a una reportera joven,
intrépida y de madre alemana, mostrar la foto de
Covadonga Martín Müller me habría ahorrado cualquier
comentario.
- ¿Qué hace alguien como tú junto a un impresentable
como mi primo? -me preguntó entonces, con cierto
sarcasmo, tendiéndome la mano.
Por toda respuesta, yo sonreí como un idiota.
BUS STOP
(Joshua Logan, 1956)
- Me dijiste que Naomi Rodríguez participaba hoy en
un desfile de modelos a beneficio de no sé qué. Y que sería
una buena ocasión para presentárnosla.
- Que sí, pelmazo -le respondió Covadonga a su primo
con voz destemplada desde su dormitorio, donde había
entrado para cambiarse de ropa-. Ahora mismo nos vamos.
Pero no me líes más. Yo os la presento y luego, vosotros
veréis.
Salió entonces vestida de cuero negro de los pies a la
cabeza. Y con un casco de motorista en cada mano.
- En la moto solo cabemos dos, así que tendrás que ir
en autobús, Nicasi.
- ¿Qué...? Pero ¿qué injusticia es esta? ¿Por qué yo?
- Porque no pienso dejar que te pongas en la cabeza
uno de mis cascos. A ver si lo de la caspa va a ser
contagioso y se me cae el pelo. Te esperamos en el Gran
Hotel. ¿Vamos, Ernesto?
- ¿Eh? Pues... sí. Voy, voy.
- ¡Eh, un momento! ¿Alguien puede prestarme dinero
para el autobús? ¡Cova! ¡Ernesto! ¡Eh! ¡Que no llevo ni un
céntimo!
TRÁFICO
(Jacques Tati, 1970)
- Agárrate fuerte a mí, no vaya a perderte en una
curva -me advirtió, mientras saltaba a la grupa de su
"Suzuki Katana 1100" plateada.
No tuvo que repetírmelo. Sentado a su espalda, le
rodeé la cintura con los brazos y me apreté con fuerza
contra ella. Era una agradable sensación.
O lo fue hasta que, de improviso, Covadonga abrió gas
a tope y la Suzuki arrancó levantando la rueda delantera un
palmo del suelo. Me pilló tan desprevenido que a punto
estuve de rodar por el negro asfalto. Y no es una metáfora.
- ¡Ostrás...! – gemí.
- ¡Ya te he dicho que te sujetes bien!
- ¡Uuuaaah...!
Pensé que la fuerza de inercia, esa que nos explicaba
don Valentín en clase sin que nadie lo entendiese, me iba a
arrancar la cabeza de cuajo. A los quince segundos, por el
contrario, un frenazo escalofriante ante un semáforo en
rojo me llevó a golpearme violentamente contra el casco de
Covadonga.
- ¡Hug...! Lo... siento.
Aproveché la detención para recolocarme en el asiento
-chiquitísimo, por cierto- y para abrazarme a Covadonga
con todas mis fuerzas.
- Sujétate fuerte... pero déjame respirar, hombre.
- Pe... perdona.
Verde. Allá vamos otra vez. De cero a cien en cinco
segundos. Huele a neumático despachurrado. Doblamos la
siguiente esquina con una "tumbada" bestial. Pero bestial,
bestial.
- ¿Qué tal vas?
- ¡Eeeuuuooo...! -logro responder.
El corazón, desbocado. El paisaje urbano es sólo una
imagen borrosa. Los árboles pasan tan deprisa que no se
pueden contar. El AVE a nuestro lado es una lombriz de
tierra. Otro semáforo cerrado. Menos mal. Unos segundos
para recuperar el aliento.
- Lo que anda esta moto ¿eh? –digo, intentando
mostrarme sereno.
- ¡Huy! Tendrías que verla cuando paso de tercera
velocidad.
Verde de nuevo. Se acabó la tregua. Aprieto los
dientes y me agarro a Covadonga como una lapa,
esperando la nueva arrancada.
Pero esta vez no se produce.
La reportera ha levantado la visera transparente de su
casco y parece seguir con la vista a uno de los coches que
acaban de cruzar ante nosotros, procedente de la avenida
perpendicular.
- Cambio de planes -murmura.
Mira a uno y otro lado y, pese a la señal que lo
prohibe, gira a la izquierda y avanza a velocidad moderada.
- ¿Qué ocurre? -me atrevo a preguntar al cabo de
unos segundos.
- ¿Ves aquel Peugeot gris? -me contesta-. El tercer
coche por delante de nosotros.
- Sí, lo veo. ¿Qué ocurre?
- Es el de Jacinto de la Menta.
- Ah. ¿Y ese quién es?
- El rey de las exclusivas en esta ciudad. Un auténtico
"buitre" del periodismo sensacionalista. Y tiene a Naomi
Rodríguez en el punto de mira desde hace dos meses. Si De
la Menta no va camino del desfile de modelos de esta tarde,
es porque ha sabido de algo más importante. Así que lo
vamos a seguir, a ver si también nosotros nos enteramos.
ADOSADOS
(Mario Camus, 1966)
Seguimos al Peugeot hasta un chalet adosado situado
en una urbanización de las afueras. Colocados a prudente
distancia pudimos ver cómo el tal De la Menta y otro tipo
bajaban del coche y preparaban parsimoniosamente su
equipo de cámaras fotográficas. Por último, sacaron del
maletero del automóvil una escalera plegable de cuatro
peldaños, con la que poder asomarse por encima de la
tapia y el seto que rodeaban la casa.
Covadonga observaba las evoluciones de sus colegas
con ayuda de unos pequeños pero potentes prismáticos que
había sacado del maletín trasero de su Suzuki.
- Parece que van a tomar unas fotos ¿no?
- Eso parece, sí -me respondió Covadonga
distraídamente.
- ¿Quién vive en esa casa?
- No lo sé.
La periodista guardó silencio durante unos segundos y,
de repente, se volvió lentamente hacia mí.
- ¡Oye! ¿Por qué no lo averiguas?
- ¿Quién? ¿Yo?
- Pues claro. Esos dos me conocen de sobra; pero tú
podrías acercarte hasta allí paseando sin levantar
sospechas, y mirar el nombre del propietario del chalet en
el buzón que hay junto a la puerta. ¿Me haces ese favor?
De inmediato, agité el dedo índice ante las narices de
la periodista.
- Ah, no. No, mira, Covadonga, es que no quiero líos.
Lo siento. Quizá soy demasiado precavido pero no voy a
hacerlo. Definitivamente, no. De ninguna manera. Ni hablar
del peluquín. Puedes llamarme cobarde, si quieres.
Posiblemente es lo que soy. Un cobarde. Qué le vamos a
hacer...
Covadonga me sonrió. Luego, me revolvió el pelo.
Parecía divertida.
- Al menos, eres un cobarde adorable.
EN EL PUNTO DE MIRA
(John Badham, 1993)
- Manuel Revuelta y Pilar Rebollo.
Cova sonrió y me dio un beso en la mejilla.
- ¡Fantástico! Gracias, majo. Lo has hecho muy bien.
¿Ves cómo no era para tanto?
- ¿Que no? ¡Si me temblaban hasta las orejas!
La rubia reportera se echó a reír mientras marcaba un
número de nueve cifras en su teléfono móvil.
- ¿Por qué me suena tanto ese nombre? -pregunté.
- ¿Manolo Revuelta? Era el cantante de... espera un
momento. ¿Oye? ¿Santi? Soy Covadonga. Coge el
teleobjetivo más largo que tengas y ven disparado a
Residencial "Los Tomillos"... ¿Por qué? porque le vamos a
chafar una exclusiva al Menta. Está aquí con su ayudante,
ese moreno con cara de bestia parda, montando guardia
ante el chalé de Manolo Revuelta. Me suena a montaje
porque se les ve la mar de tranquilos... de acuerdo.... ¡Oye!
Estoy pensando que... mejor aún si pasas la voz. Invéntate
lo que sea y que se presente aquí toda la "basca". ¡Se va a
enterar ese listillo del precio de los peines! ¡Y date prisa!
Cuando cortó la comunicación, a Covadonga le había
aparecido una malévola sonrisa en la cara.
- Estabas contándome lo de ese Manolo Revuelta.
La reportera se llevó los prismáticos de nuevo a los
ojos y habló sin dejar de vigilar a De la Menta y su
ayudante.
- Revuelta era el líder de un grupo musical de cierto
éxito llamado "Manolo y los frenéticos".
- ¿Manolo y los frenéticos? Caramba... yo no estoy
muy al tanto de asuntos musicales pero no me suenan de
nada. ¿Qué tocaban? ¿Tecno? ¿Máquina? ¿House?
¿Progressive?
- Pop.
- ¿Pop? ¿Qué es pop?
- Muy gracioso... ¿Te suenan los Brincos, los Bravos,
los Sirex?
- No.
- Sabrás por lo menos quiénes eran los Beatles.
- Sí, claro, esos sí. A uno lo mataron a tiros ¿no?
- En efecto: A John Lennon. Bueno, pues los
Frenéticos eran de la misma época que todos esos: los años
sesenta.
- ¡Ostrás...! La prehistoria, entonces. Tendré que
pedirle a mi padre que me ponga al corriente. ¿Cómo has
dicho? ¿Los Pyrex?
- Sirex.
- Ah.
SU NOMBRE EN LOS PERIÓDICOS
(Carol Reed, 1940)
Al cabo de diez minutos comenzaron a llegar
fotógrafos y más fotógrafos que se fueron apostando en
torno a la casa del ex cantante de "Los Frenéticos" como
cazadores en una montería. Eso sí: por indicación de
Covadonga, procuraron que Jacinto de la Menta y su
ayudante no se apercibieran de su presencia.
- ¿Por qué es tan importante ese Manolo Revuelta?
- No, si no lo es –me respondió Covadonga-. Eso es lo
raro: Desde que disolvieron el grupo musical, hace ya un
montón de años, es un tipo perfectamente anodino.
- Entonces... ¿A qué viene tanto interés por vuestra
parte?
- No lo sé. Por lo visto, único que lo sabe es Jacinto de
la Menta. Está claro que le han dado un soplo.
- O sea, un chivatazo.
- Eso es. Él y solo él sabe qué es lo que va a ocurrir
aquí y cuándo va a suceder. Los demás no lo sabemos pero
no creo que tardemos mucho en enterarnos. Y estando De
la Menta de por medio, te garantizo que va a ser
interesante. El Menta no se mueve por cualquier tontería.
En efecto, tal como Cova sospechaba, no tuvimos que
esperar mucho. A los cinco minutos, de repente, alguien dio
una voz.
- ¡Atentos!
Covadonga ajustó el enfoque de sus prismáticos
mientras Santi, su compañero, hacía lo propio con su
monstruoso teleobjetivo.
- Se está abriendo la puerta de la casa -susurró-. Ahí
está Manolo Revuelta. Sale de la mano de una mujer...
parece muy joven para ser su esposa... le da un beso...
muy acaramelados se los ve... ¿Quién puede ser? A ver si
consigo verle la cara...
Con el pulgar derecho, Covadonga movió la palanca
del "zoom" de sus gemelos hasta lograr el máximo
acercamiento.
- Vamos, chica, mira hacia aquí, seas quien seas... eso
es... ya te veo, ya... ya te... ¡atiza!
A nuestro lado, Santi emitió un gruñido de satisfacción
al tiempo que oprimía el botón de su "Nikon", que comenzó
a disparar a razón de dos fotos por segundo. Veinte o
treinta cámaras hicieron lo mismo en los alrededores y el
sonido de los motores de arrastre y de los obturadores lo
invadió todo, hasta semejar el de una lluvia intensa y
repentina.
- ¿Qué pasa, Covadonga? -pregunté intrigadísimo-.
¡Cuéntame qué ocurre!
Cova se había quedado como petrificada, apretando
los gemelos de tal forma que los nudillos se le quedaron
blancos. Por fin, se volvió hacia mí con la mirada brillante.
Habló como si no terminase de creer lo que decía.
- Hay que fastidiarse... La acompañante de Manolo
Revuelta... ¡es Naomi Rodríguez!
TODO ES MENTIRA
(Álvaro Fernández Armero, 1994)
Naomi permaneció muda y tensa, quizá hasta
comprobar que, efectivamente, nos dirigíamos al Gran
Hotel. Sólo entonces se volvió hacia mí y sonrió. Luego,
preguntó lo que menos podía yo esperar.
- ¿Y tú qué? ¿De dónde has salido?
- ¿Yo? Pues... pasaba por allí y me pareció que
estabas en apuros.
- ¡Y desde luego que lo estaba! Que se supone que ese
idiota iba a llevarme al desfile de modelos y a lo que
subimos al coche, que resulta que no arranca. ¡Que dice
que se ha quedado sin batería! ¡Será memo el tío!
- Mujer... un fallo lo tiene cualquiera. Tampoco es para
que insultes a tu novio de esa manera.
- ¿Mi novio? ¡Qué dices! -exclamó Naomi, entre dos
risotadas-. ¡Qué va a ser ese mi novio! ¡Qué va, qué va!
¿Qué piensas? ¿Que me voy a echar yo un novio de medio
siglo de edad? ¡Que te lo has creído!
- Entonces...
- ¡Que todo era un truco, mameluco!
- ¿Ah, sí?
- Un montaje para las revistas, hombre. ¿Que me
pagan una pasta gansa por hacerme un par de fotos con
ese señor o caballero o lo que sea? ¡Pues yo que lo hago y
mejor para todos!
- O sea... que te han pagado dinero por hacerte pasar
por su novia.
- Que sí. Bueno, a mi madre, que yo aún soy una
menor. ¿Tú también eres menor?
- Eeeh... No, bueno, yo soy hijo único.
- ¡Ay, qué risa! Hijo único, dice... ¡Qué majo eres! Qué
bien...
GRAN HOTEL
(Edmund Gouding, 1932)
- ¿Se puede saber dónde demonios os habíais metido?
Llevo aquí casi media hora preguntando por vosotros. ¿Y mi
prima? ¿Dónde está Covadonga?
- No lo sé, Nicasi. Nos separamos en... ¡Ah, mira! Por
allí llega.
En efecto, Cova entraba en ese momento por la puerta
principal del Gran Hotel. Me saludó con la mano al tiempo
que sonreía de un modo muy peculiar.
- No entiendo nada -confesó Nicasi-. ¿Cómo es que no
llegáis juntos? ¿Por dónde has entrado tú?
- ¿Yo? Hace un rato, por la puerta de las cocinas.
- ¿Por qué?
- Porque he venido con... oye, mira, ya te lo explicaré
más tarde. Vamos a ver el desfile, que ya son las siete y
debe de estar a punto de empezar.
- Bueno, Pero no pierdas de vista a mi prima. recuerda
que, sin ella, no hay entrevista.
- Tranquilo, Nicasi. Tranquilo.
NINOTCHKA
(Ernst Lubitsch, 1939)
Una de las cosas que aprendí ese día es que a los
desfiles de modas hay que llegar con mucha antelación si
no quieres ver a las modelos del tamaño de figuritas de
belén.
Cuando Nicasi y yo entramos en el salón donde se
había instalado la pasarela todas las sillas estaban ya
ocupadas por señoras entradas en años, sumamente
empingorotadas y pinturrujeadas, así que tuvimos que
conformarnos con seguir las evoluciones de Naomi y las
otras chicas desde un rincón, deslumbrados por los focos y
ensordecidos por la cercanía de uno de los altavoces, que
vomitaba watios musicales en cantidades inconcebibles.
Nicasi se limpiaba las gafas una y otra vez con un
pañuelito de papel, en un intento de mejorar su visión de
las chicas.
- Avísame cuando salga Naomi ¿eh? No quiero
perderme ni uno solo de sus movimientos.
- ¿Cuando salga...? Pero si ya ha salido dos veces,
Nicasi.
- ¡No me digas! ¿Era la que iba de amarillo, que
llevaba un gorro ruso?
- No. Y la de amarillo no llevaba ningún gorro ruso.
Era su pelo.
- ¿Ah, sí? Vaya... Creo que tengo que ir a graduarme
las gafas un día de estos.
- No tardes.
DE BOTE EN BOTE
(James Parrot, 1931)
Acabado el desfile, se produjo la desbandada. Las
señoras se lanzaron en picado hacia unas mesas llenas de
canapés dispuestas en el vestíbulo del hotel y los
periodistas salieron disparados hacia la zona habilitada
como camerinos para las modelos; y, en especial, hacia el
de Naomi Rodríguez.
Nicasi y yo, muy en nuestro papel, nos añadimos a
estos últimos. Nuestros esfuerzos, sin embargo, resultaron
inútiles. Era tan alta la concentración de reporteros por
metro cuadrado que mucho antes de haber podido alcanzar
nuestro objetivo, nos encontramos bloqueados en uno de
los pasillos de acceso.
- ¡Te lo dije! -me reprochó Nicasi, cada vez más
nervioso, tras recibir el sexto pisotón-. No teníamos que
haber perdido de vista a mi prima Covadonga. ¡Fijate qué
follón! ¿Cómo vamos a entrevistar ahora a Naomi sin su
ayuda?
- Ya veremos. Tranquilo, Nicasi...
- ¡Un cuerno, tranquilo!
De pronto, se escucharon siseos y, al fondo, una voz
femenina tratando de imponerse .
- ¡A ver! ¡Silencio, por favooor! -gritaba una mujer de
mediana edad, rubia teñida y alta como un castillo-.
¡Silencioooo! Gracias. Lamento comunicaros que Naomi se
encuentra muy cansada por lo que no concederá ninguna
entrevista esta tarde. Y tampoco habrá fotos. Lo
lamentamos.
Hubo algunos murmullos que parecieron más de
desilusión que de protesta y, en pocos minutos, los
reporteros comenzaron a retirarse.
- ¡Zas! ¡Se acabó! La hemos fastidiado -se lamentó
Nicasi-. Ya verás el genio que se le va a poner a Julia
cuando mañana le digamos que no hay entrevista con
Naomi. Eso, por no hablar de que mi plan de ligue se
desmorona por momentos. ¡Maldita sea mi estampa!
- ¿Quién ha dicho que no vamos a entrevistar a
Naomi? -exclamé-. Nicasi, un buen reportero jamás se
rinde ante las adversidades.
Urgull me miró, bizqueando ligeramente.
- ¿Qué te pasa? ¿Has bebido más cocacola de la
cuenta o qué? Más claro no lo ha podido decir la bruja esa:
Ni entrevistas ni fotos ni... ¡Eh! ¡Eh, Gil Abad! ¿A dónde
vas? ¿Te has vuelto loco?
Ya con el camino libre y con Nicasi haciendo
aspavientos detrás de mí, me dirigí resueltamente al
camerino de Naomi y llamé a la puerta con los nudillos.
Tuve que insistir durante un buen rato pero, al fin, se abrió.
- ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres? -preguntó la señora
altísima tras abrir la puerta de muy mal talante.
- Buenas tardes. Me llamo Ernesto Gil Abad y querría
hablar un momento con Naomi.
- Y yo me llamo Claudia Rodríguez y ya he dicho que
Naomi no va a hablar con nadie. ¡Fuera de aquí!
- ¡Dígale que soy el del taxi! -dije, en voz muy alta,
mientras intentaba impedir que la señora me cerrase la
puerta en las narices.
- ¿El del taxi? ¿Qué taxi? ¡Largo de una vez!
Se escuchó entonces una dulcísima voz. Una voz que
yo ya conocía bien.
- Que lo dejes entrar, mamá. Que es un amigo.
Tanto doña Claudia, frente a mí, como Nicasi, a mi
espalda, abrieron la boca. Y cuando Naomi Rodríguez, a
medio desmaquillar y embutida en un batín de raso rosado
se acercó hasta mí y me dio dos besos, mi compañero tuvo
que quitarse las gafas y frotarse los ojos para creer lo que
veía.
SI VOLVEMOS A VERNOS
(Francisco Regueiro, 1967)
"Unos sesos despachurrados sobre el asfalto o también
llamado carretera. Unos sesos manchando el suelo. Y
viceversa. Un asco muy grande. A mí me dan asco hasta
los sesos de cordero. Pero los sesos de ciclista, mucho más.
Los coches atropellan a los ciclistas y les despachurran los
sesos por la calzada. ¡Que asco! ¿No? Y viceversa. Todas
las semanas hay un ciclista con los sesos despachurrados.
¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! Desde esta página decimos: No más
despachurre. Basta. Los sesos de ciclista dentro del cráneo
y no despachurrados en el suelo, también llamado asfalto.
O carretera. Y viceversa.
Hoy les ha tocado el turno a los sesos de un ciclista
desconocido que nadie sabe quién es -por ser anónimo- y
que, encima, iba en bicicleta. Y un coche se los ha
despachurrado. Vaya faena. Gritemos ¡Basta, basta, basta,
basta, basta, basta, basta! Porque mañana pueden ser mis
sesos. O tus sesos. O viceversa. Ya basta. ¿No?"
Planas.
INTOLERANCIA
(David W. Griffith, 1916)
- A ver, a ver, ahora el grupo de Urgull, Nicasio.
- Es Nicasi, señora profesora. Terminat en i.
- Está bien, Nicasi terminado en i. Vamos a ver...
vosotros... os encargábais de Sucesos y Crónica de
Sociedad ¿no es eso?
- Sí, Marga -respondimos los cuatro como un solo
hombre.
- Hemos hecho una entrevista exclusiva a un
personaje de plena actualidad -explicó Marijuli- pero... aún
tenemos que afinar algunas cosillas sin importancia. Lo que
sí tenemos terminada es una crónica de sucesos.
- Ah. Eso está muy bien. ¿Puedo leerla?
Planas entregó a Marga Morán su brillante crónica
sobre el ciclista de los sesos despachurrados. Ella se caló
las gafas y, sin previo aviso, comenzó a leerlo en voz alta.
Muuuy despacio.
"Unos sesos despachurrados sobre el asfalto o también
llamado carretera. Unos sesos manchando el suelo. Y
viceversa. Un asco muy grande. A mí me dan asco hasta
los sesos de cordero..."
Y así, hasta llegar al final. No sé cómo lo hizo pero el
caso es que consiguió que sonase francamente mal.
Cuando nos devolvió el papel, el pitorreo más cruel se
había generalizado entre nuestros compañeros (lo de
"compañeros" es sólo un modo coloquial e inexacto de
referirse a los malditos traidores con los que compartíamos
aula en horas lectivas) y, en especial entre los del grupo del
empollón de Barrachina. Yo tomé buena nota de ello y me
propuse que algún día saldaríamos aquella afrenta. Sin
prisa. La venganza es un plato que se toma frío.
- Espero que esa entrevista exclusiva que preparáis
esté mejor que esto porque, por ahora, los cuatro estáis
"kapput" -sentenció Margarita Morán.
Marijuli apretó los dientes antes de replicar.
- "Kapput" no parece una palabra muy adecuada en
una clase de Lengua Española ¿no cree usted, Marga?
La profesora frunció el entrecejo.
- En ese caso, te lo diré en castellano viejo: Salvo que
demostréis saber hacer algo mejor que esa birria, estáis
suspendidos, que se decía antes de la LOGSE. O, en versión
romance: Tenéis un cero pelotero del tamaño de un
caldero. ¿Te parece mejor así, jovencita?
La última pregunta de Marga no buscaba una
respuesta, como quedó patente en el hecho de que la
profesora le diera de inmediato la espalda a Marijuli. Es lo
que se llama una pregunta retórica.
EN PIE DE GUERRA
(Frank Roddam, 1988)
Al llegar la hora del recreo, Marijuli estaba que echaba
chispas. Apretaba los puños, caminaba arriba y abajo, iba y
volvía lanzando imprecaciones. Y nosotros tres, tras ella.
- Lo siento, Julia, chicos... Lo siento de verdad. Creo
que la he vuelto a fastidiar.
Nicasi, Marijuli y yo nos volvimos entonces hacia un
compungido Planas que parecia a punto de echarse a llorar.
- ¿Qué dices? -preguntó entonces Marijuli-. ¿De qué
estás hablando?
- Hablo de mi crónica, Julia. A la profe no le ha
gustado ni un pelo, eso está claro. No hace falta ser muy
listo para darse cuenta. Eso, por no hablar de lo que se han
reído todos.
Hubo un silencio que pareció licuar el enfado de
Marijuli.
- No hagas ni caso, grandullón -dijo, al fin-. ¿No
conoces el dicho de los cerdos y las margaritas?
- No.
- Pues me parece que Marga Morán tampoco. Pero se
lo vamos a enseñar. De esta, se acuerda -prometió
solemnemente poco antes de que sonase la sirena que
anunciaba la reanudación de las clases-. ¡Que estamos
suspendidos, dice la tía! ¡Un cero pelotero del tamaño de
un caldero! ¿Será posible? Si se atreve a suspenderme le
pongo una denuncia ante la inspección. ¡Le mando una
tarjeta postal a la ministra, si es preciso!
Y echó a andar hacia el edificio con paso firme,
dejándonos estupefactos. Cinco zancadas después, se
volvió hacia nosotros.
- ¡Planas!
- ¿Qué?
- Esto no puede quedar así. ¿Me vas a ayudar?
- ¿Yo a ti? ¿Cómo?
- Quiero que escribas para mañana otro artículo sobre
el mismo tema. Intenta averiguar algo más sobre ese
ciclista; o sobre otros ciclistas que también hayan sido
atropellados; y cuéntalo a tu manera. ¿Vale?
El grandullón cruzó primero una mirada con Nicasi y
conmigo. Luego, se encogió de hombros.
- Vale, Julia. Lo que tú digas.
A continuación, Marijuli señaló a Urgull con el dedo.
- Necesito el teléfono de tu prima, la periodista.
- ¿Covadonga?
- Esa misma. ¡De inmediato! Quiero hablar
personalmente con ella esta misma tarde.
Yo no tenía ni idea de lo que Marijuli pretendía pero sí
recuerdo haber pensado que, en aquellas circunstancias, no
me gustaría estar en el pellejo de Margarita Morán.
EL TRAMPOSO
(Sydney Hayers, 1974)
- La verdad, a mí me parece espantosamente malo.
Tras tan cruel comentario, Covadonga le devolvió a
Marijuli la crónica de Planas sobre los sesos del ciclista por
encima de las tazas de té que nos estábamos tomando.
Aunque parezca imposible, en ocasiones también
Marijuli metía la pata. Por ejemplo, esa tarde, al llamar a
Covadonga por teléfono había cometido la imprudencia de
presentarse como "una buena amiga de su primo Nicasi".
Tras este resbalón, yo había tenido que desplegar todas
mis artes de convicción para que la periodista accediese a
charlar con ella diez minutos en el Café de Levante, a dos
pasos de la redacción de "El impertinente". Y acompañarla
a la cita, cosa que me apetecía tanto como afeitarme las
cejas.
- No voy a discutir eso contigo, Covadonga. Que el
artículo de nuestro compañero sea bueno o malo va en
gustos. La cuestión es: ¿puedes echarnos una mano para
que salga publicado mañana en las "Cartas al director" de
tu periódico?
Covadonga alzó las cejas, sin disimular ni un ápice su
sorpresa.
- Las "Cartas al director" las elige el director -
respondió evasivamente.
- Ya me lo imagino -dijo Marijuli, sosteniendo en sus
ojos la mirada de Covadonga-. Pero podrías hablar con él.
La periodista dio vueltas a su té, haciendo tintinear la
cucharilla contra el interior de la taza decorada con una
bandera inglesa.
- Lo siento -dijo, al tiempo que negaba con la cabeza-.
No voy a hacerlo. El texto es muy malo, ya os lo he dicho.
¿Qué le cuento al director para justificar mi interés por esa
bazofia?
- Dile que forma parte de... de un experimento
sociológico.
Covadonga llamó con un gesto al camarero y le
entregó un billete. Mientras esperaba el cambio, volvió a
leer las dieciséis líneas de Planas.
- Ni hablar. No intentéis liarme. Además, ¿qué objeto
tiene? La inmensa mayoría de los lectores de "El
impertinente" no presta la menor atención a las "cartas al
director". Y, menos, estando en el candelero el asunto de
Naomi Fernández y Manolo Revuelta. Lo que le gusta de
nuestro periódico a la gente son los cotilleos. Y que una
chica guapa, joven y famosa tenga un romance con un
señor de cincuenta años, vende más que una docena de
ciclistas atropellados.
- Y eso, que se trata solo de un montaje -dije
entonces, con toda la intención, siguiendo instrucciones
previas de Marijuli.
La réplica de Covadonga fue casi inmediata.
- ¿Un montaje publicitario? No lo creo. No en esta
ocasión. Llevo suficiente tiempo metida en este mundo
como para saber que un montaje se organiza cuando los
protagonistas tienen algo que ganar con él: Dinero, fama...
Y en esta ocasión no es así. A la imagen pública de Naomi
Rodríguez, a la que muchos consideran todavía una niña,
un asunto como este no le hace ningún bien. Y no digamos
a Manolo Revuelta, que no tiene vida pública desde hace
treinta años y que, de momento, lo único que ha sacado es
un grave enfrentamiento con su esposa.
- A pesar de eso, te garantizo que es un montaje -
insistí-. Naomi me lo dijo bien claro mientras íbamos ayer
en el taxi camino del Gran Hotel. Que era cosa de su madre
y que lo hacían por la pasta.
La periodista se me quedó mirando, quizá intentando
adivinar si le estaba tomando el pelo. Por fin, se encogió de
hombros.
- Bien, supongamos que tienes razón, que todo es un
montaje. ¿Y qué? Mientras no se demuestre, eso no cambia
el interés del público.
El camarero había aparecido ya con el cambio y
Covadonga, tras guardar las monedas, se puso en pie,
dejando bien clara su intención de marcharse. Así que
Marijuli decidió tomar las riendas de la conversación.
- ¿Y si Jacinto de la Menta fuera el organizador del
montaje? ¿Cambiaría eso algo? Por lo que me ha contado
Ernesto, yo diría que no te cae demasiado bien.
La sola mención del nombre de De la Menta bastó para
que Covadonga volviera a sentarse. Miró a su alrededor
antes de contestar, como asegurándose de que nadie podía
oírla.
- Es cierto que De la Menta me cae fatal. Todos
sabemos que es un marrullero y un gangster. Que tiene
"soplones" a sueldo y compra exclusivas. Algunos
compañeros sostienen que incluso ha llegado a "fabricar"
noticias falsas, aunque nadie haya podido demostrarlo. Sin
embargo... hay que reconocer que, en nuestra profesión, es
el mejor. Y hoy ha vuelto a dar una lección.
- Te refieres a la entrevista a Naomi que hoy publica
vuestro periódico, supongo -indicó Marijuli.
- Así es. Ese es su estilo: Ayer, mientras todos nos
marchábamos del Gran Hotel con el rabo entre las piernas,
él conseguía una entrevista exclusiva con la protagonista de
la noticia del día. Por muy mal que me caiga, reconozco
que es para quitarse el sombrero.
- El sombrero te lo puedes dejar puesto, Covadonga.
Esa entrevista es falsa -le espetó Marijuli-. Y podemos
demostrártelo.
La expresión de Covadonga se volvió repentinamente
impenetrable.
- Explícate -dijo enseguida, con voz suave.
- Te lo contamos todo, si prometes ayudarnos a que la
crónica de los sesos del ciclista se publique mañana en tu
periódico.
Nos miró intensamente. Primero, a Marijuli. Luego, a
mí.
- Si lo que decís es cierto, os doy mi palabra.
Marijuli sonrió satisfecha.
- Dime: ¿a qué hora se cerró ayer la edición en "El
Impertinente"?
- Como todos los días: Hacia las nueve y media de la
noche -respondió Covadonga.
- De modo que Jacinto de la Menta tuvo que entregar
su entrevista con Naomi antes de esa hora.
- Sí.
- El desfile del Gran Hotel terminó pasadas las ocho de
la noche.
- Un periodista experto como él tuvo tiempo sobrado
de hacer la entrevista y entregarla corregida antes del
cierre. En el arranque ya dice que conversó con Naomi en
su camerino, inmediatamente después de terminar el pase
de modelos.
- ¡Pero no es cierto! -intervine, de inmediato-. Quienes
estuvimos en el camerino de Naomi fuimos tu primo Nicasi
y yo. Nos fuimos de allí pasadas las nueve y cuarto.
Covadonga mostró su sorpresa en silencio. Buscó con
la mirada a Marijuli para que ella le confirmase con un leve
gesto que mi historia era cierta.
- Eso significa... -comenzó a decir.
- ...Que lo que dice no es cierto. O se ha inventado
esa entrevista... o la tenía hecha de antemano.
Tras unos instantes de perplejidad, una sonrisa suave
y maliciosa fue iluminando el rostro de la periodista vestida
de cuero.
SOPA DE GANSO
(Leo McCarey, 1933)
Dos horas después, a las seis y media, Nicasi y yo
habíamos quedado en la parada del 33 de la plaza de
España para ir juntos a casa de Naomi. Al verlo aparecer
por la esquina estuve a punto de echar a correr y no parar
hasta atravesar la frontera con Portugal.
- Dios mío, Nicasi... ¿Qué... qué te has hecho en el
pelo?
Urgull se atusó el cabello con sumo cuidado mientras
buscaba su reflejo en el escaparate más cercano.
- Me he dado fijador. Ya sabes que lo tengo un poco
rebelde.
- No me refiero a eso sino... al color. ¡Te lo has teñido!
¡Te lo has teñido de, de... rubio platino!
- Ah, sí... bueno, no: simplemente, me lo he aclarado
un poco. Y me he puesto unos reflejos. Creo que es mucho
más acorde con mi personalidad ¿no crees?
¿Qué se le dice a un amigo cuando la verdad puede
resultar tan cruel? Lo cierto es que estaba... horrible.
- Pues... no sé, Nicasi... si me das algún tiempo para
acostumbrarme, quizá... En fin...
Decididamente horrible. Horrible del todo. Horrible, sin
matización posible. Espantoso.
Aparte del lamentable cambio de color, que
aumentaba su natural parecido con el mudo de los
Hermanos Marx, y de que la brillantina le chorreaba hasta
el cuello, se había peinado hacia atrás, con raya en medio,
y con tanta fuerza que las cejas le trepaban hasta media
frente confiriéndole una expresión de constante sorpresa.
Por si eso fuera poco, había cambiado su habitual chaleco
de lana por otro de fantasía que le venía dos tallas grandes
y le hacía parecer un tahúr del Mississippi.
- ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué hoy, precisamente?
- Es que no puedo perder más el tiempo. Necesito ir
ganando puntos en el corazón de mi amada -respondió,
convencido-. No me parece bien que hagas tú todo el
trabajo, Ernesto, buen amigo.
- ¿Y eso que llevas ahí?
- Oh, esto... es un obsequio para Naomi, naturalmente
-dijo, mostrándomelo orgulloso.
Llené de aire mis pulmones intentando controlarme.
- Pero, Nicasi, yo... en fin, yo no entiendo mucho de
chicas pero... ¿de veras pretendes regalarle... un petardo?
- ¡Oye! Que no es un petardo cualquiera -replicó
Urgull, algo molesto-. Es uno de mis petardos especiales de
clase H. He pasado toda la tarde fabricándolo. Además,
como ves, lo he forrado con papel de plata. Y le he puesto
este lacito amarillo que los modelos normales no llevan.
- Ah, bueno. Siendo así...
LOS OLVIDADOS
(Luis Buñuel, 1950)
- Es aquí.
Era una casa de pisos, muy corriente. Lejos de lo que
cualquiera esperaría de la vivienda de una "top model".
Nos dirigíamos al ascensor cuando la vimos aparecer.
Estaba radiante, como siempre.
- ¡Anda! ¿Qué tal estáis? ¿Qué hacéis aquí?
- ¿Que qué hacemos...? Habíamos quedado a las siete
aquí, en tu casa. ¿No lo recuerdas?
- ¡Qué me dices! ¿Sí? ¡Qué cabeza la mía! Pues que
me había olvidado de vosotros y tengo que salir ahora
mismo. Es que tengo que hacer... bueno, que no se muy
bien qué tengo que hacer. Pero que tengo algo que hacer,
seguro. Cosas de mi madre. ¡Qué faena! ¿Y ahora qué
hacemos?
- Si quieres, quedamos otro día -propuse-. Cuando tú
nos digas.
Naomi se mostró indecisa durante unos instantes.
- ¡Bah, bueno...! Que seguro que no hay problema: Me
acompañáis y a ver qué cara pone mi madre. ¿Os parece
bien? ¡Taxiii!
- ¿Has visto qué estilazo tiene para parar taxis,
Ernesto? -me susurró Nicasi, encandilado-. Es... ¡perfecta!
Con un par de precisos empujones se las ingenió para
abrirle la puerta y sentarse detrás, a su lado. Yo opté por
sentarme junto al conductor.
- ¿A dónde vamos, chavales?
- Al Centro Comercial "Las Delicias".
- Vaaamos para allá -dijo el taxista, en un tono que
creí reconocer de inmediato.
Me bastó un vistazo para confirmarlo. Por increíble que
parezca, habiendo dos mil taxis en la ciudad habíamos
vuelto a encontrarnos con el tipo de la coleta.
- ¡Qué casualidad! -exclamé.
- ¿El qué? -preguntó el hombre.
- ¡Usted! ¡Nosotros! Somos los de ayer. Usted me
ayudó a rescatar a esta chica de las garras de un montón
de periodistas. En la urbanización "Los Tomillos", ¿se
acuerda?
El hombre me miró; luego, miró a Covadonga a través
del retrovisor.
- No, no lo recuerdo.
- Pero, hombre, fíjese bien: Ella es Naomi Rodríguez.
- ¡Vaya! Yo también me llamo Rodríguez. A lo mejor
somos parientes.
HUMO DE PÓLVORA
(Edward Sloman, 1931)
Pilar Rebollo toma impulso y, tras hacer un molinete,
lanza el bolso contra su marido con fuerza inaudita. El
bolsazo, sin embargo, es interceptado por la cabeza de
Nicasi Urgull que se cruza inoportunamente en la
trayectoria del peligroso proyectil. Nicasi cae derribado.
Segundos después, Naomi es arrollada por una maleta
"Samsonite" fuera de control.
Vuelan por los aires dos docenas de guantes de
Pertegaz.
Aparecen los primeros dos guardias de seguridad.
- ¡Quieto todo el mundooo! -gritan, justo antes de
recibir el impacto de un muestrario de relojes "Longines" y
de un cinturón de fantasía de dos kilos de peso.
El resto de los clientes huyen despavoridos del
establecimiento.
Los periodistas presentes en el local disparan sus
cámaras. Uno de ellos es abatido por un frasco gigante de
"Chanel Nº 5" en vuelo parabólico. Sus compañeros lo
retiran del campo de batalla.
Poniendo en grave riesgo mi propia vida, repto entre
los mostradores intentando acercarme a Urgull.
- ¡Vámonos de aquí, Nicasi! ¡Esto se pone feo!
- ¡Ni pensarlo, Gil Abad! -dice él, bizqueando aún a
causa del bolsazo recibido- ¡Es una cuestión de honor!
- ¡Cuidado con ese florerooo!
- ¡Huuuy...! ¿Pero has visto? ¡No nos ha roto la crisma
por cinco centímetros! ¡Mala bestiaaaa...!
Los de seguridad, impotentes ante la algarada, dan
aviso a su central. Medio minuto después, irrumpen en el
establecimiento otros seis fornidos guardias.
- ¡Quieto todo el mundooo! -gritan a un tiempo.
Dos de ellos, vienen a por nosotros.
Nicasi saca su petardo clase H con lazo amarillo y su
mecherito BIC.
- ¡Alto! ¡Si dan un paso más, volaremos todos en
trocitos chiquititos! -vocifera como un poseso mientras
acerca la llamita a la mecha.
Los guardias, ni inmutarse.
- ¡Que no paran! ¡Que no paran! -grita Urgull,
retrocediendo-. ¡A cubierto, Gil Abaaad!
- ¿Qué? ¿qué vas a hacer? ¡No! ¡Espera, Nicasiii¡!
Todo es inútil y, en cinco segundos, se consuma el
desastre. Nicasi prende la mecha del petardo, lo arroja
hacia los guardias y se echa al suelo cubriéndose la cabeza
con las manos mientras rueda sobre sí mismo.
- ¡Estás locooo! -grito, mientras le imito.
Tres segundos después, una deflagración solo
comparable a los ensayos atómicos de Álamo Gordo hace
temblar el establecimiento por entero, produciendo una
enorme nube de humo espeso y acre que lo inunda todo.
- ¡Huyamos, Nicasi! ¡Es nuestra oportunidad!
Un detector de humos comienza a parpadear. Suena
una alarma. Cinco segundos más tarde se disparan los
sistemas antiincendio y de las espitas repartidas por el
techo comienza a manar una lluvia intensa que nos cala
hasta los huesos antes de haber podido abandonar el
establecimiento.
Cuando, en medio de una confusión indescriptible,
Nicasi y yo logramos alcanzar la salida, parecemos los
supervivientes de un naufragio.
ENTRE TINIEBLAS
(Pedro Almodóvar, 1983)
Eran las diez menos cinco de esa noche cuando el
guardia de puertas de la Comisaría de Centro, alertado por
un ruido cercano y sospechoso, accionó el cerrojo de su
subfusil reglamentario.
- ¡Alto! ¿Quién vive? ¡Identifíquese de inmediato!
- Buenas noches. Soy yo. ¿Está el inspector Espada?
El agente alzó el arma, apuntando directamente al
muchacho moreno, alto y fortachón que parecía haber
surgido de la nada en medio de la oscuridad de la noche.
- ¿De parte de quién?
- De Planas.
- ¿Planas? -bramó el policía-. Planas ¿qué más?
- Solo Planas.
SIN PISTAS
(Tom Eberthard, 1988)
Aún no habían transcurrido ni diez minutos cuando
Samuel Espada, como quien no quiere la cosa, fue
conduciendo a Planas a través de los lóbregos corredores
de la comisaría de centro, camino de la salida. Ya ante la
doble puerta de cristal, le apoyó la mano en el hombro.
- Lo siento, Planas, pero no puedo ayudarte. No sé
más de lo que tú ya sabes. El caso no pertenece a la policía
sino a la Guardia Civil y no tengo apenas información sobre
él. Solo puedo asegurarte que es uno de esos asuntos
malos con los que nadie se quiere topar.
- ¿Por qué?
- Porque es como buscar una aguja en un pajar...
- ¿Por qué?
- Porque no hay pistas ni creo que llegue a haberlas...
- ¿Por qué?
- Como no hay móvil ni relación entre la víctima y el
homicida...
- ¿Por qué?
- ¡Planaaas!
- ¿Qué?
- ¡Eso es lo que intento explicarte, maldita sea!
- ¿El qué?
El policía se detuvo y dedicó medio minuto a morderse
los puños de la camisa. Luego, se volvió de nuevo hacia
Planas.
- Atiende. ¡Y no me interrumpas! Domingo. Amanece.
Alguien circula con su coche por una carretera comarcal. De
pronto, al salir de una curva, se encuentra con un ciclista
que circula sin luces. No puede esquivarlo, lo atropella y lo
mata. El conductor mira a uno y otro lado. No ve a nadie.
Nadie le ha visto. Monta de nuevo en su coche y se va. Eso
es todo. No hay indicios, no hay evidencias, no hay
testigos, no hay nada a lo que agarrarse para investigar. Si
fuera un crimen, sería el crimen perfecto.
- Comprendo. No hay nada ¿eh?
- Eso es: Nada de nada.
- Pues no sé si voy a poder escribir una crónica.
- Ya. Supongo que no.
- ¿Se sabe, por lo menos, quién es el muerto?
- Ni siquiera eso -contestó Samuel Espada-. No llevaba
documentación. Normal. Uno sale a hacer deporte y no se
le ocurre coger la cartera. Seguramente, tampoco yo lo
habría hecho.
- Yo, sí.
Samuel Espada sonrió. Planas sonrió, le tendió la
mano al inspector y luego comenzó a bajar los seis
escalones de acceso a la comisaría. Al llegar al tercero, se
volvió de nuevo hacia el policía.
- Inspector. ¿Por qué ha dicho usted "amanece"?
El policía respiró hondo, una vez más.
- ¿Que yo he dicho qué?
- Al empezar a contarme la historia del ciclista usted
ha dicho: "Domingo. Amanece. Alguien circula con su coche
por una carretera comarcal."
- Ah. Sí, sí...
- ¿Cómo sabe usted que estaba amaneciendo?
Espada miró a Planas de refilón.
- El forense determinó que la muerte del ciclista fue
instantánea y que se produjo hacia las siete y media de la
mañana. En esta época del año amanece a esa hora, más o
menos. Por eso he dicho "amanece".
Planas miró al suelo durante unos segundos.
- Buena explicación, inspector.
Bajó otro escalón. Volvió a detenerse y a mirar hacia
arriba.
- Entonces... le han hecho la autopsia al muerto.
- Pues... sí.
- Ah. Eso no me lo había dicho.
El policía miró a Planas con una sonrisa de Gioconda
en la boca.
- ¿Ah, no? Vaaaya por Dios -dijo, por fin, suavemente-
. Que descuido más tonto.
- ¿Me deja leer el informe, inspector? El de la
autopsia, digo. A lo mejor encuentro en él algo interesante
para mi artículo.
Espada suspiró hondo e hizo una seña a Planas para
que volviese a subir los escalones.
SOBORNO
(Robert Z. Leonard, 1949)
El policía cerró la puerta de su despacho y le indicó a
Planas que volviera a sentarse antes de encararse con él.
- Pongamos las cosas en claro, Planas. Hace dos años
que nos conocemos y sé de sobras que no voy a poder
librarme de ti. Que aunque ahora te echase de aquí con
cajas destempladas no conseguiría nada porque volverías
mañana y pasado mañana y al otro y al otro y siempre con
la misma matraca; y que aunque consiguiese una orden
judicial para encerrarte en el psiquiátrico de por vida, no
por eso acabarían mis penalidades porque entonces sería
Gil Abad quien aparecería para seguir dándome la tabarra
día tras día; y luego tomaría el relevo tu amigo Urdax que,
además de darme la brasa hasta límites inhumanos,
¡posiblemente me reventaría los tímpanos con alguno de
sus petardos! ¿Me equivoco?
- Solo en una cosa: No es Urdax sino Urgull. Nicasi
Urgull.
- ¡Lo que sea! -gritó un sudoroso inspector Espada-.
Bien. Calma... calma... Escucha, Planas, te propongo un
trato: El caso, ya te he dicho, lo lleva la Guardia Civil.
Tengo un buen amigo en la comandancia que quizá
accedería a enviarnos copia de los informes pero, claro,
habría que darle algo a cambio.
- ¿Un... soborno? Porque si es eso, mi padre tiene una
botella de coñac Independencia que no creo que echase de
menos.
- No me refería a un soborno sino... a echarle una
mano.
- ¿En qué?
- En la investigación del caso.
- ¿Quienes? ¿Usted y yo?
- ¡No! No precisamente, amigo Planas. Estaba
pensando... en nuestra amiga Julia.
Planas chasqueó los dedos.
- Ah, claro, no había caído. Seguro que ella, con lo
lista que es, encuentra al malo en un pispás.
- No pido tanto. Pero si pudiese echarnos una
manita... sólo para encarar correctamente en caso, ya me
entiendes.
- No se hable más. Trato hecho.
SUBLIME DECISIÓN
(Sam Wood, 1949)
A las doce de la noche, sonó el teléfono.
- Gil Abad, soy yo.
- ¿Nicasi? ¿Qué ocurre ahora?
Hablaba atropelladamente. Se le notaba muy
asustado.
- ¡Oye! ¿Has oído la radio? ¡No veas la que se ha
organizado con lo de mi petardo! ¡Menudo follón! Y hay
algunos testigos que me han visto huir de allí. Por suerte,
las descripciones no son buenas porque hablan de un chico
bajito y feo.
- ¿Y...?
- ¡Hombre! Yo seré bajito pero de feo, nada.
- Si tú lo dices...
- Sin embargo todos ¡todos los presentes! se han
fijado en mi hermoso cabello rubio platino. ¿Cómo es
posible?
- Me resulta inexplicable, Nicasi.
- ¡En qué mal momento decidí teñírmelo! -gritó Nicasi-
. ¡Con lo bonito que lo tenía además, maldita sea! ¡Qué
error! ¡Qué enorme error!
Caí entonces en la cuenta de un afortunado detalle.
- ¡De eso, nada, Nicasi! Haberte teñido el pelo
precisamente esta tarde ha sido una afortunada casualidad.
- No entiendo...
- ¡Sí, hombre...! Aparte de mí, ninguno de nuestros
amigos o conocidos te ha visto de rubio platino, de modo
que si esta misma noche le devuelves a tu pelo su color
original, mañana nadie te relacionará con "el rubio de Las
Delicias".
- ¡Así, en efecto! ¡Así me han llamado en el
informativo regional! "El rubio de Las Delicias". ¡Qué
espanto!
- ¿Qué te parece mi idea?
- La idea está bien, pero tiene un inconveniente: No
puedo volver a teñirme esta misma noche.
- ¿Por qué?
- En las instrucciones de uso dice bien claro que entre
dos cambios de tono hay que esperar al menos una
semana. Si no es así, los resultados pueden ser...
defectuosos.
- Pues tú verás lo que haces. Tal como yo lo veo tienes
tres opciones: O te encierras en casa durante una semana
o te cortas el pelo al cero... o te arriesgas.
UN VIERNES PARA OLVIDAR
SOMBRERO DE COPA
(Mark Sandrich, 1935)
- Por favor, Urgull, quítese ese gorro.
- Es que tengo frío, don Leandro.
- Ya sabe que, en mi clase, tengo terminantemente
prohibido usar prendas de cabeza.
- ¿No podría hacer una excepción, don Leandro? Mire,
yo le explico: Este gorro inca, de auténtica lana de llama,
fue un regalo de mi señor padre. Me lo regaló tras pasar
una larga temporada en el Perú huyendo del acoso de un
grupo de hinchas del Betis...
- Eso no hay quien se lo crea, Urgull.
- ¡Está bien! Está bien, le contaré la verdad: Lo
compré anoche en un tenderete de la Gran Vía a un vidente
indio, quien me aseguró que, si no me lo quitaba durante
los próximos quince días, lograría aprobar las Matemáticas
con notable.
- Que consiga usted sacar notable en Matemáticas,
sea con gorro o sin él, es muchísimo más increíble que la
historia de su padre. ¡Quítese ese gorro de una maldita vez
y no nos haga perder más el tiempo, hombre!
Cuando Nicasi se quitó su gorro de lana, dejando al
descubierto su brillante, terso y blanquísimo cuero
cabelludo recién afeitado, ni siquiera don Leandro pudo
contener la risa.
MUERTE DE UN CICLISTA
(Juan Antonio Bardem, 1955)
- Hola, Julia. Gracias por venir.
Cuando entramos en su despacho aquella mañana de
viernes, aprovechando nuestra hora libre, el inspector
Espada se encontraba hojeando "El Impertinente". Julia
había venido refunfuñando todo el camino desde el instituto
hasta la comisaría y ya me había advertido que no le diera
demasiada conversación al inspector, Al parecer, no estaba
dispuesta a perder demasiado tiempo con aquel asunto.
- Un trato es un trato, inspector -respondió con
desgana-. Pero me gustaría acabar con esto cuanto antes,
si no le importa. Gil Abad y yo tenemos clase de Literatura
a las once.
- Vale, vale, tranquila, que esto va rápido. Hablando
de literatura: ¿habéis leído el periódico? ¡Ju! Creo que ayer
se organizó un buen follón en el centro comercial "Las
Delicias".
Dejó abierto el ejemplar ante nosotros y, con sólo
echarle un vistazo, sentí que se me anudaban los
intestinos. En una foto de color a cuatro columnas, podía
verse, peleando a bolsazo limpio, a Naomi Rodríguez y su
madre y a Manolo Revuelta y su mujer. Y en medio de
todos ellos, cazado de lleno por el "flash" del fotógrafo, con
expresión de loco peligroso, los ojos casi fuera de las
órbitas y el tupé rubio platino brillando como el fuselaje de
un avión, aparecía Nicasi Urgull.
Intenté distraer a Marijuli. Lo juro. Pensé en
apoderarme del periódico, fingir un ataque de asma o
insultarla gravemente sin motivo alguno. Pero mucho antes
de que yo pudiera reaccionar ya pude ver cómo ella
contemplaba con sorpresa la foto del diario, tapaba luego la
cabellera de Nicasi con el dedo pulgar y, tras reconocer su
rostro sin ninguna duda, me lanzaba una furiosa mirada
interrogativa a la que yo respondí con una de mis estúpidas
sonrisas.
- Luego hablaremos tú y yo -me susurró
siniestramente, mientras Samuel Espada terminaba de
colocar sobre la mesa diversas fotografías y dos informes
escritos a máquina.
- Esto es todo lo que tengo por ahora -explicó el
policía-: Son las fotos tomadas el pasado domingo por la
Guardia Civil en el lugar del atropello del ciclista, el
atestado sobre el accidente y el informe del forense.
- Y... ¿qué quiere exactamente que haga, inspector?
- Pues no sé. Que le eches un vistazo a todo esto. A
ver si se te ocurre algo.
- Ya. A ver si se me ocurre algo -repitió ella con
evidente desgana.
- A lo mejor descubres algún detalle que nos haya
pasado desapercibido.
- ¿En unas fotos? Lo veo difícil. Si hubiera estado en el
lugar de los hechos, no le digo. Pero así...
- Vamos, Julia, hazlo por mí.
- Por usted lo hago, desde luego. Solo por usted,
inspector.
Colocó los brazos en jarras y comenzó la observación.
Durante tres o cuatro minutos examinó las fotos. Primero, a
cierta distancia. Luego, se fue acercando más. Y más. Pasó
a examinar alguna de ellas con minucioso detenimiento. Yo
cogía las que ella iba dejando y las miraba también con
profesional atención.
Una bicicleta escachuflada... Interesante. Creo.
Un tipo vestido de ciclista, más escachuflado aún...
Interesante también. Vamos, digo yo.
Una panorámica del lugar del accidente... Esto parece
menos interesante. Pero, por si acaso...
- Interesante -comenté en voz baja.
- ¿El qué? -me preguntó Marijuli al punto.
Está visto que no aprenderé nunca a cerrar la boca.
- ¿Eh? Pues... ¡ejem...! El... en fin, no sé... era por
decir algo. Ya sabes...
- Si eso es todo, más vale que te calles, Gil Abad.
- Sí, jefa.
Por último, Marijuli dedicó otros cinco o seis minutos a
leer con rapidez varias páginas de ambos informes.
El caso es que conforme pasaba el tiempo comenzó a
fruncir el ceño de ese modo peculair y encantador que a mí
tanto me gusta. Al final, las arrugas de la frente parecían
dibujadas sobre su piel con lápiz del 6B, sin que yo lograse
precisar si aquello era un signo de contrariedad, de
sorpresa o de recelo. Por fin, mientras Espada apuraba su
segundo café de máquina, Marijuli inspiró profundamente y
rompió a hablar. Ya no parecía molesta por estar allí. Ya no
tenía prisa por regresar al instituto. Es decir: Había
encontrado algo.
- Un asunto muy feo, inspector -fueron sus primeras
palabras.
- Estos accidentes casi siempre lo son -reconoció
Espada
- Si me parece un asunto muy feo es, precisamente,
porque no creo que se trate de un accidente.
El policía estuvo a punto de tirarse por encima los
restos de su café.
- ¿Cómo dices?
Marijuli carraspeó antes de seguir hablando.
- Fíjese en las fotos: El atropello del ciclista no se
produce a la salida de una curva o de un rasante sino en
una larga recta, con perfecta visibilidad. Extraño ¿no le
parece? O el conductor se despistó mucho, mucho,
mucho... o lo hizo intencionadamente,
- Bueno, Julia, sólo por ese detalle no creo que...
- Hay más. Según la Guardia Civil -dijo, alzando el
informe en la mano- no se aprecian marcas de neumáticos
en la calzada.
- ¿Y qué?
- En el momento del accidente la mayoría de los
conductores tendría como reacción dar un brusco frenazo.
Espada meditó unos segundos antes de encontrar una
réplica.
- ¿Y si el coche disponía de sistema ABS? ¿Eh? En ese
caso los neumáticos no dejan marcas en el suelo aunque el
conductor hunda el pedal hasta el fondo.
Marijuli aplaudió, sonriente.
- ¡Bravo, inspector! Muy original. Lo apuntaré como
posibilidad. Sin embargo, pensando en lo más sencillo, yo
creo que no hay marcas de frenazos simplemente porque el
conductor no frenó. Y no lo hizo porque su intención no era
frenar sino llevarse al ciclista por delante. ¿Sigo?
- Sigue -respondió un Espada cada vez más inquieto.
- En la mayoría de estos accidentes el ciclista es
alcanzado por otro vehículo y arrollado por detrás. O es
arrojado fuera de la carretera al intentar adelantarle. Sin
embargo... mire esta foto de la bicicleta de nuestra víctima,
inspector.
Espada, muy serio, contempló la fotografía durante
escasos segundos antes de asentir.
- Ya te comprendo. Parece claro que le embistieron
por delante.
- Exacto. Dígame: ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Acaso el
ciclista circulaba por la izquierda? Parece una absurda
temeridad ¿no cree?
Espada comenzó a morderse las uñas de la mano
derecha.
- Quizá... vamos a ver... quizá el conductor del coche
se durmió... e invadió el carril contrario justo cuando se
cruzaba con el ciclista.
- Puede ser -concedió Julia-. Y recuperó de inmediato
el control del coche, sin dar ningún frenazo ni salirse de la
carretera, por cierto, bastante estrecha. ¿No?
- Pueees... sí, eso es.
- Ya, ya, ya... oiga ¿ha preguntado si el domingo a esa
hora había maniobras del ejército del aire en la zona?
- No -respondió un atónito Espada-. ¿Por qué?
- Porque a lo mejor un F-18 en vuelo rasante se llevó
por delante al ciclista y a quien tenemos que buscar es a un
piloto de caza y no a un automovilista.
El policía parpadeó.
- Me... me estás tomando el pelo ¿verdad? -masculló,
tras una pausa.
- ¡Claro que le estoy tomando el pelo, inspector! -
exclamó Julia-. Es para ver si deja usted de decir cosas
raras. A mí me gusta trabajar con hipótesis razonables. Es
decir: Con lo probable. Y no con lo simplemente posible. Lo
del F-18, por ejemplo, es posible pero muy poco probable.
¿Comprende la diferencia?
Espada apretó los dientes, algo molesto.
- Sigue.
- Bien. Ahora, observe esta foto del cadáver, tendido
en la cuneta. Ha perdido el casco, que apareció, según el
informe, a más de diez metros del lugar del atropello y con
el barbuquejo desabrochado. Sin embargo, sí conserva
puestas las zapatillas. ¿Lo ve?
- Lo veo.
- Y fíjese ahora en la bicicleta -pidió Marijuli, alzando
otra foto-. Los pedales de las bicis modernas llevan unas
fijaciones que se sueltan fácilmente en caso de golpe o
caída; como las de los esquíes. Pero esta bicicleta es un
modelo antiguo y utiliza el sistema clásico de sujeción. Creo
que lo llaman "calapiés".
- Ah, sí. Sí, sí: calapiés. Aquí se ven.
- Los calapiés sujetan firmemente la puntera de la
zapatilla. Así que lo normal habría sido que, en el
accidente, el ciclista hubiera perdido las zapatillas, que
habrían quedado enganchadas en los calapiés.
- Ya te entiendo -admitió Espada-. Pero, sin embargo,
no fue así.
- No. Era imposible que eso sucediera porque, como
puede apreciarse en la foto, en el momento del impacto los
dos calapiés... estaban abiertos.
Espada miró a Julia con atención. Luego cogió una
lupa y examinó con ella la fotografía de la bicicleta.
- Cierto. Y eso significa...
- ...Que en el instante de ser arrollado, el ciclista no
iba pedaleando sino que se había detenido en aquel lugar.
- ¿Para... descansar, tal vez?
- ¡Inspector, por favor! -exclamó Marijuli-. Parece
claro que el ciclista y el conductor del coche tenían una cita
en aquel lugar. Imagino que nuestra víctima llegó el
primero, se quitó el casco, bajó de la bici y, sujetándola con
la mano, se puso a esperar la llegada del otro, al borde de
la carretera. A los pocos minutos aparecería el coche. El
ciclista, confiado, lo vio acercarse. Pero el auto, en lugar de
detenerse a su lado, aceleró en el último momento... y lo
embistió de frente y por sorpresa.
- Ostrás... -murmuré, con el estómago encogido.
Espada tragó saliva. Repasó las fotografías una a una,
quizá intentando encontrar algún error en las hipótesis de
Julia. Mientras lo hacía, ella continuó hablando.
- Según la Guardia Civil, el coche dio la vuelta
cincuenta metros más adelante, como se aprecia por las
marcas de neumáticos dejadas en el barro de las cunetas, y
emprendió regreso a la ciudad.
- Otro indicio claro de que no se dirigía a ningún lugar
concreto sino que acudió hasta aquel paraje solitario con el
único objeto de atropellar al ciclista, al que sabía que
encontraría esperándole. Esperando la muerte sin saberlo.
Samuel Espada llenó sus pulmones de aire.
- Entonces... si estás en lo cierto, el asesino y su
víctima se conocían.
- Sin duda -concluyó Marijuli, lacónicamente.
El policía se sentó ante su mesa, despacio. Juntó las
palmas de las manos y apoyó los índices sobre su boca.
- Dios mío... -musitó de modo casi inaudible-. Si
lográsemos identificar a ese ciclista...
Al instante, Marijuli se volvió hacia él, sin ocultar su
sorpresa.
- ¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Que no saben aún quién
es la víctima?
Espada abrió los brazos.
- Iba indocumentado y nadie hasta ahora ha
denunciado su desaparición.
- Pero... ¿y por las huellas dactilares?
Espada negó con la cabeza.
- No es tan fácil como lo pintan en los telefilmes
norteamericanos. La base de datos del Ministerio es muy
incompleta y no está apenas informatizada. Una búsqueda
puede tardar semanas o, incluso, no dar ningún fruto.
Hasta ahora no ha habido suerte.
Marijuli enarcó una ceja.
- ¿Quién le ha dicho eso?
- ¿Quién? Mi amigo Jenaro, el guardia civil que nos ha
proporcionado este material.
La mirada de Marijuli se oscureció.
- No se moleste, inspector, pero yo diría que su amigo
le ha metido una "bola" del tamaño de una rotativa.
- ¿Que Jenaro me ha mentido? ¿Por qué había de
hacerlo?
- Eso ya no lo sé. Quizá la eterna rivalidad entre
Guardia Civil y Policía haya tenido algo que ver. Pero hay
algo claro: Un ciudadano corriente y sin antecedentes quizá
no sea fácil de encontrar en esa base de datos de la que
usted habla; pero supongo que figurarán en ella todos los
expresidiarios del país.
- Sí, por supuesto. Si el nuestro hombre estuviera
"fichado" por cualquier delito, indudablemente estaría
incluido en la base de datos. Pero sería mucha casualidad
¿no?
Marijuli volvió a señalar la fotografía que mostraba al
ciclista muerto.
- Fíjese en los brazos de nuestro hombre, inspector.
¿Dónde diría usted que se hizo unos tatuajes tan
chapuceros como estos?
Espada cogió de nuevo la lupa y contempló con ella la
foto durante quince interminables segundos.
- Puede que tengas razón -admitió sordamente-. Tal
vez estuvo en la cárcel. O tal vez no.
- Seguro que estuvo en la cárcel, inspector. En el
penal de El Dueso, concretamente. En febrero del año
pasado estaba allí.
Espada y yo lanzamos sobre Marijuli una mirada
asombrada e interrogativa a la que ella respondió con una
nueva pregunta al policía.
- ¿No ha leído usted el informe del forense?
- Sí. Bueno... por encima -reconoció Espada.
- Demasiado por encima, inspector -alzó los cinco
folios y señaló uno de los párrafos-. Segunda página.
Descripción del cadáver. Leo: "...y sobre la muñeca
izquierda un quinto tatuaje con la leyenda: «El Dueso,
dulce hogar». Y las cifras dos y noventa y siete separadas
por un guión." Fin de la cita.
Espada carraspeó, notoriamente avergonzado.
- Ten en cuenta que... que el caso no es mío...
- Llame a su amigo Jenaro. Supongo que se habrá
tomado este asunto con más interés que usted y a estas
alturas ya sabrá quién es el ciclista muerto. Si accede a
decírselo, avíseme. Ahora, discúlpenos. Gil Abad y yo
tenemos que volver al instituto.
EMPIEZA EL ESPECTÁCULO
(Bob Fosse, 1979)
Las siguientes horas fueron pródigas en pequeños
acontecimientos sin demasiada importancia.
1
Los servicios secretos españoles. Actualmente, Centro Nacional de Inteligencia
(CNI)
que vaya corriendo a su casa. Ninguna explicación
adicional.
15:37:00 Llego a casa de Marijuli resoplando
como un búfalo.
15:45:10 El inspector Espada llama al portero
automático. Está abajo con el coche. Nos espera.
15:47:40 Nos ponemos en camino. Yo no sé si
preguntar a dónde vamos. Temo quedar como idiota. Pero
si no lo pregunto no me voy a enterar y quedaré como
idiota más adelante. Terrible dilema.
LA TERCERA PUERTA
(Álvaro Forqué, 1976)
La casa del Solfas era un pequeño desastre. Húmeda y
maloliente. Nada en ella parecía hallarse en su sitio y tanto
los muebles y electrodomésticos como las pertenencias
personales se encontraban desperdigados por las dos
habitaciones principales, de generosas dimensiones.
- Debajo de esa cama encontraron el dinero -nos
indicó Espada en cierto momento.
Marijuli lo examinaba todo con aparente ligereza. De
cuando en cuando chasqueaba la lengua. Incluso creí
entenderle entre dientes algo así como "vaya pérdida de
tiempo".
Todo cambió, sin embargo, al abrir la puerta de la
tercera habitación.
MÚSICA EN LA SANGRE
(Geza von Cziffra, 1957)
Tras asomarnos a aquel cuarto y con solo mirar la
expresión de Marijuli y escuchar un quedo "Dios mío"
saliendo de su boca, Espada y yo supimos que lo demás no
importaba. Que la clave de todo, fuera la que fuera, se
encontraba allí.
De inmediato, el hasta ahora misterioso ciclista
Martínez García empezó a desvelarse ante nosotros.
Música.
Aunque en precario estado, allí había un montón de
guitarras eléctricas, bajos, amplificadores, micrófonos,
altavoces... Un teclado Yamaha y otro Roland, una
desvencijada batería, un par de trompetas y hasta un
saxofón tenor... Pero eso no era todo.
- ¡Eh, mirad! Hay cientos de discos. Cajas y cajas
llenas de ellos. Y son todos discos antiguos, de los negros.
- Se llaman discos de vinilo, chaval -me corrigió
Espada, de mal talante-. Y no son tan antiguos, caramba.
Cuando yo era joven era lo mejor que teníamos. Y no hace
tanto tiempo de eso.
- Discúlpeme, inspector Carroza ¡digo...! inspector
Espada.
- ¡Menos guasa, Gil Abad, o te hago detener por
menosprecio de la autoridad!
Marijuli, dos pasos dentro de la habitación, miraba a
uno y otro lado con los ojos muy abiertos y una expresión
extraña en la cara. Como si estuviera ligeramente
asustada. Mientras, Espada y yo recorríamos fascinados
aquella estancia, que se nos antojaba la cueva del tesoro
de Alí Babá.
- ¡Eh, mirad! -gritó él, de pronto-. Aquí hay partituras.
Montones de partituras. Todos estos cajones están llenos.
Canciones de Los Beatles, Los Rollings... y también un
montón escritas a mano.
- ¿Os he dicho alguna vez que me encantaría saber
tocar el saxo? -pregunté, colgándome el instrumento del
cuello e imitando con la boca el sobrio estilo de Andreas
Pritwitz.
- ¡Qué barbaridad! -exclamó Samuel Espada,
entusiasmado, haciendo pasar los discos entre sus dedos a
toda velocidad-. ¡Menuda colección de música moderna
española de los sesenta y setenta! Grupos, solistas... En el
mercado de coleccionistas esto tiene que valer una fortuna.
Mirad, mirad: Los Brincos, Pekenikes, el Dúo Dinámico,
Karina, Miguel Ríos, Los Bravos, Los Relámpagos, Los
Sírex, Los Mustang... Virgen santa... ¡Pero si están todos!
Micky y los Tonys, los Roberts, los Módulos, los Mitos, Aute,
los No, Los Salvajes, Íberos, Condes, Yerba Mate, los
Canarios... ¡Por favor...! ¡Hasta José Guardiola y Manolo
Díaz! ¡Y Gelu! ¡Y Rosalía! ¡Y los Javaloyas...!
Como un niño en un bazar, el inspector siguió
desgranado con entusiasmo nombres y más nombres
absolutamente desconocidos para mí. Y lo hizo hasta que,
de repente, Marijuli, que aún seguía seria, callada y
temerosa, se volvió hacia él.
- Inspector ¿hay alguno de "Manolo y los Frenéticos"?
- ¡Pues claro! Tiene que haberlos. Grabaron dos o tres
"extensos", por lo menos.
- ¿Extensos? -pregunté.
- "Extended Played". Discos con cuatro canciones. A
medio camino entre los “sencillos” y los “elepés”. Vosotros
no los habéis conocido, claro... -hizo entonces una pausa y
aparcó de golpe todo su entusiasmo-. ¿Qué pasa? Julia
¿qué ocurre? ¿Por qué estás tan seria?
Marijuli le contestó sin mirarle.
- Tengo un presentimiento, inspector. Un mal
presentimiento. Por favor, busque esos discos. Es muy
importante.
JULIA
(Fred Zinnemann, 1977)
Después de una mandarina y un yogurt me acerqué
hasta el cuarto de Marijuli y llamé suavemente a la puerta.
- Pasa.
Se había tumbado sobre la cama. Se había quitado las
gafas y sus ojos grandes y grises brillaban como los
cromados de una "Harley".
- ¿Cómo vas?
- Bien. Bien...
- Me voy a casa. Si necesitas algo, me llamas. ¿sabes
mi teléfono?
- No, pero llamaré a información, tonto del bote.
- Pregunta por Gil Abad. Con ge, de genial.
Casi había salido cuando volví a escuchar su voz.
- Espera.
¡Zas! -me dije- Ya está. Seguro que ha estado todo
este rato pensando en mí y ahora me pide un beso y me
pregunta si quiero ser su novio formal.
- Dime, Julia...
- Creo que hay uno de cuarto con un nombre muy raro
que entiende una barbaridad de música y equipos de
sonido. ¿Sabes quién te digo?
Vaya una manera extraña de declararse. Le seguiré la
corriente, de momento.
- Sí. Se llama... Turcios. Nosecuantos Turcios, de
cuarto be. Cuando algún profesor quiere utilizar un
micrófono, lo llaman a él. Como Emiliano, el bedel, no se
entera de nada...
Marijuli sacó de un cajón el directorio del Instituto y
buscó la lista de Cuarto B.
- Serrano... Solsona... Temiño... aquí está: Turcios,
Eliseo. Y no vive lejos de aquí. Vamos a llamarlo, a ver si
podemos ir a su casa para que nos eche una mano.
- ¿A estas horas? Son casi las diez.
Marijuli me miró, acelerándome el pulso.
- Estamos a viernes, Gil Abad. A estas horas empieza
la "marcha" -dijo, marcando el número de Turcios.
- Ah... Oye, dile que eres amiga de Carmen Morientes
y lo tendrás a tu disposición. Se le cae la baba sólo con
verla de lejos.
- D'acord.
¿ARDE PARÍS?
(René Clément, 1966)
- ¡Atiza! La discografía completa de "Manolo y los
frenéticos". ¡Qué fuerrrte, colegas! ¿De dónde habéis
sacado esta maravilla?
La habitación de Eliseo Turcios parecía el puente de
mandos del "Enterprise". Aunque poseía muchísimos discos,
tanto compactos como de vinilo, y un buen número de
libros y revistas sobre temas musicales, lo que
verdaderamente impedía saber el color de las paredes era
la acumulación de artilugios electrónicos de última
tecnología relacionados más o menos lejanamente con la
producción, grabación, distorsión y reproducción de toda
clase de ruidos y sonidos no necesariamente musicales.
- Necesitamos algunas comprobaciones y cierta
información. Carmen Morientes nos ha dicho que eres la
persona indicada -mintió Marijuli con su habitual
desparpajo.
Turcios, un rubio grande y blando, de los de
pantalones anchísimos y gorra con la visera en la nuca,
sonrió como un bobo presuntuoso.
- Si ella lo dice, te aseguro que soy la persona que
buscas, tronca. ¿De qué se trata?
Marijuli, entonces, había ido colocando
cuidadosamente sobre la mesa de Eliseo los cuatro
“extensos” que recogían la trayectoria musical de "Manolo y
los Frenéticos". Las carpetas de los cuatro microsurcos eran
muy similares; carentes de cualquier atisbo de diseño, se
limitaban a presentar una foto estúpidamente convencional
de los componentes del conjunto. La única diferencia entre
ellas, aparte de ligerísimos cambios de postura, radicaba en
que el pelo y la barba les iba creciendo con el paso del
tiempo. En su último trabajo -el titulado "Hay que ver cómo
te amo, baby"- habrían pasado por compañeros de
naufragio de Robinsón Crusoe.
Acto seguido, de un modo ligeramente teatral, Marijuli
sacó un quinto disco del cartapacio que habíamos traído y
lo alzó ante la atónita mira de Eliseo.
- ¡Por san Elvis Presley! -exclamó nuestro compañero
de instituto, al cabo de unos segundos-. ¿Qué es eso?
- Otro disco. Pero este, como ves, es de "Los
Frenéticos" a solas. Sin Manolo.
- ¡Qué fuerteee, colegas! Esto hay que consultarlo.
Puede tratarse de una rareza discográfica. Puede valer
millones. ¡Oh, yeah...!
Eliseo Turcios se puso en acción de inmediato. Fue
derechito hacia su librería y sacó del tercer estante un
grueso volúmen titulado: "La edad de oro del Pop Español".
Tras hojearlo durante algo más de un minuto, lo colocó
abierto sobre la cama.
- ¡Aquí está! ¡Pero qué fuerrrte..! ¡Fijaos, colegas!
Leo: "...En mil novecientos sesenta y siete "Los Frenéticos"
grabaron un "single" titulado "Guateque en Santa Pola" del
que se vendieron menos de cincuenta copias. Tras este
fracaso, su compañía de discos decidió rescindirles el
contrato. Ocuparon los siguientes meses en arrastrarse de
pueblo en pueblo como teloneros de grupos de segunda
fila. Sin embargo, en mayo del sesenta y ocho, mientras
París ardía en tumultos estudiantiles, el grupo liderado por
José Luis Martínez dio con la clave del éxito al incorporar a
su formación al atractivo vocalista Manolo Revuelta. El
conjunto pasó a denominarse "Manolo y los Frenéticos" y
los éxitos llegaron de inmediato. En el plazo de un año
grabaron cuatro "extensos" con un buen puñado de
acertados temas y constituyeron uno de los primeros
ejemplos del fenómeno "fan" en España. El difícil carácter
de José Martínez, fundador y primer cantante de "Los
Frenéticos" condujo al grupo a una pronta disolución, que
se consumó en los primeros meses del sesenta y nueve".
Marijuli había fruncido los labios de un modo
encantador.
- Hay una cosa que no entiendo, Eliseo. Los Frenéticos
eran cinco. Aquí los tienes, en la carpeta de su primer
disco. El cantante, dos guitarras, el bajo y el batería. De
repente, incorporan a Manolo Revuelta... pero siguen
siendo cinco.
Turcios alzó las cejas y volvió a consultar el
voluminoso volumen.
- Seguramente se marchó uno de los componentes
iniciales del grupo -aventuró, mientras buscaba la
información-. Lo que está claro es que el primer cantante
era José , el líder del grupo, que luego pasó a tocar la
batería. Supongo que, con la incorporación de Manolo
Revuelta despedirían al batería anterior.
- O eso, o...
- ¿O qué?
En lugar de contestar, Marijuli sonrió.
- Me pregunto si, con todos estos aparatos que tienes
aquí podrías... comparar la voz del primitivo cantante de
"Los Frenéticos" con la voz de Manolo Revuelta.
- ¿Para qué?
- Cosas mías. ¿Puedes o no?
- Puedo hacer algunas cosas. Pero no sé si te servirá
para llegar a donde tú quieres.
- Vamos a intentarlo.
Según nos explicó Eliseo, lo mejor para comparar dos
voces es hacerlo en la pronunciación de dos frases
idénticas. Y fijarse especialmente en las erres y eses. En
eso, tuvimos suerte. Una de las canciones del primer y
único disco de "Los Frenéticos" se repetía un el segundo
"epé" de "Manolo y los Frenéticos":
LOLA
Mi joven amor
se llama Lola.
La conocí
el verano en Santa Pola.
Oh, Lola. Oh, Lola.
Lola, Lola, Lola.
En Santa Pola, en Santa Pola
conocí a Lola.
Estaba sola, sola, sola
Pero ya no.
Oh, oh, oh, oh.
Shalalá, Shalaló,
Shalalola.
CALLE MAYOR
(Juan Antonio Bardem, 1956)
Durante el camino de regreso a casa, ya mucho más
sereno, decidí plantearle a Marijuli todos los interrogantes
que me asediaban desde hacía algún tiempo... y recuperar
parte de mi prestigio, maltrecho ahora a causa del último
resbalón.
- Oye. Julia... ¿puedo preguntarte algo?
- Adelante.
- Quizá sea otra estupidez de las mías pero... quienes
sí creo que son la misma persona son el ciclista muerto y el
fundador de Los Frenéticos. ¿Estoy en lo cierto?
- ¿En qué te basas? –repreguntó Marijuli, mirándome
con interés.
- En que tienen aproximadamente la misma edad y se
llaman del mismo modo.
Marijuli rió alegremente.
- ¿José Martínez? ¡Pero, hombre, Gil Abad! ¿Cuántos
José Martínez crees que puede haber en España?
- No sé. Muchos, supongo.
- Muchísimos.
- Comprendo. Otra tontería de las mías ¿no?
- Sin embargo, esta vez has acertado.
- ¡No me digas! ¿En serio? ¿Cómo lo sabes?
- Es una mera cuestión de probabilidades. Desde
luego, José Martínez es un nombre muy corriente pero...
¿Cuántos cincuentones llamados José Martínez pueden
poseer un ejemplar de “Guateque en Santa Pola”, del que
solo se vendieron medio centenar de copias en mil
novencientos sesenta y siete, a no ser que se trate del
cantante de “Los Frenéticos?
- Estooo... a ver, a ver... ¿me lo podrías repetir?
- Prácticamente, ninguna – concluyó Marijuli,
seguramente creyendo que yo lo decía en broma-. La
conclusión, por lo tanto, es que nuestros dos José Martinez,
el ciclista atropellado y el fundador de Los Frenéticos, eran
la misma persona.
- ¡Justo! ¡Lo que yo decía! ¡Je!
Marijuli me dedicó una sonrisa tierna, un poquitín
compasiva.
- En efecto, Gil Abad. Lo que tú decías.
No me gustó nada el tonillo de leve rechifla que utilizó
Marijuli, así que decidí volver a la carga, dejarme de
tonterías y volver a la carga.
- Y, desde luego, quien acabó con su vida el pasado
domingo... fue Manolo Revuelta ¿no es así?
Marijuli dejó de andar y volvió hacia mí lentamente
sus ojos grises. Me miró con tanta intensidad que casi me
desmayo.
- ¿Qué te hace pensar eso? -me preguntó, hablando
muy despacio.
- Sé leer ¿sabes? El informe de la Guardia Civil sobre
el accidente decía que las marcas impresas en el barro de
la cuneta correspondían a un neumático mixto, un Michelín
M+X, sólo indicado para coches todoterreno. Además, en la
bicicleta de Martínez encontraron restos de pintura blanca,
de donde puede deducirse que el coche que lo atropelló fue
un todoterreno blanco.
- ¿Y qué? -preguntó Marijuli como un profesor
pasándome examen oral.
- Que Manolo Revuelta posee uno. ¿Recuerdas cuando
salvé a Naomi de las garras de los periodistas? Ella y
Revuelta estaban a punto de huir en un Lada Niva blanco
que no se puso en marcha.
Julia sonrió de nuevo. La vi dispuesta a atacarme por
el mismo flanco que antes. Pero en la esgrima es
fundamental advertir la estrategia del adversario. Y yo, no
sé si os lo he dicho, soy bastante bueno en esgrima.
- ¿No te parece una conclusión muy precipitada? – dijo
ella -. Debe de haber... no sé... quinientos todoterrenos
blancos en esta ciudad. Quizá más.
- DE acuerdo. Pero ¿cuántos de ellos pertenecen a
alguien que tocaba de joven en el mismo grupo musical que
la víctima?
Marijuli sonrió, ahora ya con toda franqueza.
- A veces resultas sorprendente, Gil Abad. ¿Por qué no
eres siempre así?
Estábamos ya muy cerca de su casa.
- ¿Cuándo le vas a contar todo esto al inspector
Espada?
- Todavía no. No tenemos pruebas. Y, más importante
aún, no tenemos un móvil.
- ¿Un móvil? Si es por eso, allí veo una cabina.
- ¡No me refiero a un teléfono! Me refiero a un motivo,
una razón para que Revuelta quisiera matar a su viejo
amigo Martínez.
- Ah, eso... Tranquila, ya pensaré en ello.
Por desgracia, estábamos ya muy cerca de su casa.
LA CONVERSACIÓN
(Francis Ford Coppola, 1974)
Eran casi las once de la noche cuando entré en mi
casa. Mi padre, aún no había llegado. El contestador
telefónico parpadeaba, atiborrado de mensajes.
El último de ellos era de Covadonga Martín Müller.
Llamaba desde la redacción de "El Impertinente" y quería el
teléfono de Marijuli para contarle algo muy, muy
importante.
¡Anda esta! ¿Y por qué no me lo cuenta a mí? -
recuerdo que pensé.
El tema era complicado. La llamada de Covadonga
rebosaba urgencia y si le daba el número de Marijuli me
quedaría sin saber de qué se trataba.
Durante diez minutos consideré varias posibilidades.
Por fin, surgió la idea. Con los teléfonos modernos se
pueden hacer auténticas diabluras y mi padre se había
dado de alta de todos los nuevos servicios con la excusa de
que así podría atender en casa parte del trabajo y pasar
más tiempo conmigo. El resultado, sin embargo, era que mi
padre pasaba en la oficina el mismo tiempo que antes y,
encima, cuando llegaba a casa, seguía atendiendo docenas
de llamadas con lo que apenas teníamos tiempo de cruzar
dos palabras.
Pero, mira por donde, eso me iba a venir ahora a las
mil maravillas.
Cogí el folleto de instrucciones de servicios telefónicos
y busqué "llamada a tres". Marqué el número de "El
Impertinente", pregunté por Covadonga y, tras unos
segundos, se puso al aparato.
- ¿Covadonga? Soy Ernesto Gil Abad.
- Hola, chato ¿cómo te va?
- Bien. Estoy con Julia. Hemos oído tu mensaje y se va
a poner ahora por otro teléfono. Espera un momento, que
se está quitando el abrigo, ¿vale?
- Vale.
"Pulse la tecla R" -decía el folleto-. "Al oír el tono de
invitación, marque el segundo número al que desea
llamar".
Marqué el de Marijuli.
Vamos, vamos, contesta de una vez...
- ¿Diga?
- ¡Marijuli! Digo, Julia... oye, escucha, estoy en la
redacción de "El Impertinente", con Covadonga. Dice que
tiene que contarte algo importante. Ahora va a ponerse por
otro teléfono ¿vale?
Julia tardó un par de segundos en contestar. Malo.
Sospechaba algo, seguro. Pero dijo vale.
"Para estrablecer una llamada a tres: Pulse la tecla R.
Al oír un tono continuo, pulse 3"
Erre... y... tres.
- ¿Covadonga? ¿Estás ahí?
- ¿Ernesto? -dijo ella.
- Sí, sí -dije-. ¿Julia?
- ¿Covadonga? -dijo Marijuli-. ¿Ernesto?
- ¿Julia?
- ¿Covadonga?
- ¿Julia?
- ¿Ernesto?
- ¿Hola? ¿Julia?
- ¿Covadonga?
- ¿Covadonga? ¿Oye?
- ¿Julia?
- ¡Que sí! -exclamé-. ¡Que ya estamos todos! ¡Hablad!
Y, por fin, Covadonga empezó a contarnos que
acababan de cerrar la edición de "El Impertinente" de
mañana, donde el asunto "Manolo Revuelta" seguía en el
candelero después de que Jacinto de la Menta, tan
oportuno como siempre, hubiera captado con su cámara el
momento en que Pilar Rebollo echaba de casa a su marido
tras haber arrojado por el balcón todas sus pertenencias. El
reportaje se completaba con espeluznantes fotos de los
trajes, los libros, el ordenador y la colección de discos de
Manolo Revuelta volando por los aires antes de aterrizar en
el jardín recién regado de su casa.
- Bueno, normal -comentó Marijuli-. Después de lo de
Naomi... ¿qué tiene eso de importante, Covadonga?
- No, no, eso no es lo importante. Lo importante es
que, a continuación, dos páginas después, se anuncia a
bombo y platillo la presentación de un disco recopilatorio
con temas "remasterizados" y con nuevos arreglos
digitales.
Cova hizo una pausa. Marijuli saltó enseguida:
- No me digas que...
- Sí te digo, sí: El disco lleva por título "Manolo y los
frenéticos: Grandes éxitos 1968". Esperan vender
quinientas mil copias en seis meses.
- ¡Eso era! -exclamó Marijuli tras cuatro segundos de
silencio-. Ahí tenemos nuestro móvil, Gil Abad. Ahora ya
todo empieza a tener sentido.
- ¡Ajá! -disimulé yo, más perdido que la guerra de
Cuba-. ¡Ajajá! ¡Por fin, sí!
- Medio millón de copias significa mucho dinero -
comentó Marijuli a renglón seguido-. ¿Quién sacaría la
principal tajada de ese negocio?
- Eso ¿quién? – pregunté yo, dispuesto a no perder
comba en la conversación.
- Como siempre, la compañía discográfica –aseguró
Covadonga-. Pero también habría un reparto de derechos
de autor entre el compositor de las canciones y los
intérpretes.
- O sea, "Los frenéticos".
- Sí. Sin embargo, me he informado rápidamente
sobre el particular. Tres de los antiguos componentes del
grupo fallecieron hace doce años en un accidente de coche,
al regreso de una actuación en Valencia, cuando formaban
parte de una orquesta de verbenas. Así que hoy en día solo
quedarían con vida Manolo Revuelta y un tal José Martínez,
el batería del grupo. Sobre el paradero de Martínez no
tengo ningún dato todavía.
- No te molestes, Covadonga –le aconsejó Marijuli, de
inmediato, lacónicamente-. Martínez también está muerto.
- Caramba... ¿también él? A ver si va a resultar que
Los Frenéticos tenían el gafe.
Escuché entonces a través del auricular un suspiro
largo y pensativo. Deduje que pertenecía a Marijuli, quien
volvió a hablar casi de inmediato.
- Dime, Covadonga: ¿Cuál es la compañía productora
del disco recopilatorio?
- Se trata de un sello nuevo – respondió la periodista-.
Producciones Lamentables, sociedad limitada.
- ¡Vaya nombrecito! -metí baza para que mis dos
interlocutoras recordasen que yo seguía allí-. ¡Producciones
Lamentables! ¡Bueno...! Espero que no se trate de una
declaración de intenciones.
- ¿Quién está detrás de esa compañía? -preguntó
Marijuli sin hacer el menor caso de mis inteligentes
comentarios.
- Aún no lo sé -respondió Covadonga-. ¿Quieres que lo
averigüe?
- Si fueras tan amable...
- Cuenta con ello. Hasta luego, Julia. Ernesto...
- Adiós, Covadonga.
- Adiós.
"Para finalizar la llamada a tres, pulse la tecla R",
decía el folleto.
Pulsé la tecla R.
"Al oír un tono continuo, pulse..."
- ¿Oiga? ¿Quién hay ahí? -escuché entonces por el
auricular.
- ¿Eh? ¿Marijuli? Soy yo, Gil Abad.
- ¿Qué demonios haces? ¿Por qué no has colgado aún?
- Porque... eeeh... resulta que se me ha enrollado el
cable en los pies y...
- Cuelga rápido, que necesito hacer una llamada.
- Bueno, mujer, bueno. Cuelga y espera medio
minuto. ¿Quieres?
- Date prisa.
"Para finalizar la llamada..." Un momento: ¿He
pulsado ya la tecla R? Maldita sea. La pulsaré otra vez por
si acaso. O un par de veces. Y luego, el número tres. ¿O
era el uno?
- Redacción de "El impertinente" Dígame.
- ¿Eh? No... lo siento, debe de haber un cruce.
Ya la he liado, me dije.
Intentando enmendar el error pulsé el tres, el dos y el
uno. Y la Erre. Y el asterisco. Y el cero, cero, ocho.
- ¿Quién es?
- ¿Y usted?
- Soy Coscollo, de Murcia. ¿Quién es usted?
- ¿Por quién pregunta?
- ¿Es la funeraria Restrepo?
- Parque de bomberos de Vigo. Dígame.
- ¿Oiga?
- ¿Diga?
- Te quiero, Sonia.
- Y yo a ti, Federico.
- ¡Cuánto em alegro! Pero yo no soy Federico.
- ¡Grita más, que no te oigo!
- ¡Herminiaaaaa...!
Colgué varias veces pero, cuando levantaba de nuevo
el auricular, allí estaba toda esa gente hablando los unos
con los otros. Y cada vez se añadían más.
- ¿Es la casa de Andalucía? Quería encargar una mesa
para cuatro...
- Los señores no están en casa. No insista.
- Bienvenido a la línea tórrida...
- ¡Elvira! ¿Quién es el hombre que ha contestado al
teléfono? ¡Te mato, Elvira!
- ¡Enhorabuena, señor Mendieta! En sorteo ante
notario le ha correspondido un magnífico reloj "Pomeroy"
sólo con venir a escuchar...
- ¡Papá! Papá ¿eres tú? ¡Ya era hora! ¿Dónde te has
mentido estos últimos quince años?
- Once horas, doce minutos, cincuenta segundos...
¡Piii!
TRAS EL CRISTAL
(Agustín Villaronga, 1985)
Eran apenas las nueve de la mañana cuando Marijuli y
yo subíamos los seis escalones de acceso a la comisaría de
centro.
PAJARITOS y PAJARRACOS
(Pier Paolo Pasolini, 1965)
Corrimos los cuatro como gamos hambrientos a la
comisaría de Centro.
Cuando el guardia de puertas nos vio llegar nos dejó
paso franco.
- Está en su despacho -nos indicó, sin necesidad de
que preguntásemos por el paradero del inspector Espada.
Entramos sin llamar. Lo pillamos durmiendo en el
butacón. Se dio tal susto que se cayó del butacón,
arrastrando en su caída el flexo, el teléfono y el retrato de
su majestad el Rey.
-¡Hola, inspector!
-¡Ay, ay...! ¡Ay, qué golpe! ¿Qué...? ¿Qué pasa? ¡Ay...!
-¡Ya encaja todo!
-¿El qué? ¿De qué estáis hablando? ¿Qué hora es?
-¡Bles! ¡Se llama Bles! -le informé-. Y son las doce.
Mediodía.
-Mediodía, ¿de qué día?
TITANIC
(James Cameron, 1977)
Esa tarde, para desconectar del asunto Revuelta, nos
fuimos los cuatro a ver Titanic. A Marijuli le gustó mucho.
Además dijo que el protagonista era guapísimo. Urgull,
Planas y yo nos encogimos de hombros diciendo eso tan
machote de «yo, de hombres no entiendo». Pero la verdad
es que sí, que no había que entender mucho para darse
cuenta de que era muy guapo. En cambio, la chica no nos
gustó gran cosa. A mí me parece mucho más guapa
Marijuli, dónde va a parar. Incluso cuando se pone las gafas
en lugar de las lentillas.
UN PLÁCIDO DOMINGO
JOUR DE FÊTE
(Jacques Tati, 1949)
Siempre me ha parecido curioso que los domingos,
que es el día en que menos cosas suceden, los periódicos
sean más caros y más gordos que el resto de la semana.
BLOW-UP
Tras el partido, Cova llevó sus carretes a revelar al
laboratorio de El Impertinente.
Mientras el encargado rellenaba el recibo con el que
podría pasar a cobrar su trabajo por administración, Cova
carraspeó varias veces, para hacerse notar.
-Oye, Marino... -dijo, al fin-, ¿quién estuvo encargado
del laboratorio el pasado domingo?
-Los fines de semana siempre estoy yo -respondió
Marino Brescia, lacónicamente.
-Y... ¿no recuerdas, por casualidad, si Jacinto de la
Menta te trajo unos carretes para revelar?
Marino era un tipo joven, algo gordo, siempre vestido
de negro de los pies a la cabeza. Le costó decidirse a
levantar la vista del papel que rellenaba.
-Tengo muy mala memoria, Covadonga. Me sería
imposible recordar tal cosa.
-Oh, vaya...
-Por eso lo apunto todo escrupulosamente.
-Ah, bien. Muy bien – dijo Covadonga, sonriendo.
-Sí, aquí lo tengo -confirmó Marino, tras consultar sus
papeles-. Me trajo un rollo de cuatrocientos ASA el domingo
por la tarde. Ahora recuerdo que le puse algunas pegas
porque me dijo que eran fotos particulares; pero que le
corrían prisa y, siendo domingo, no podía llevarlas a revelar
a otro sitio. Total, le dije que sí. A fin de cuentas, sólo
quería revelar el negativo.
-Sólo el negativo? O sea, que no hiciste copias en
papel.
-No.
-Ni tienes tampoco la menor idea de lo que había en
ese carrete.
-Desde luego que no. Aparte de que no me gusta
cotillear las fotos ajenas... ¿Sabes la cantidad de rollos que
pueden llegar aquí un domingo por la tarde?
-Me lo imagino. Seguramente, De la Menta contaba
con ello. Una lástima...
-¿Qué es una lástima?
-No, nada... Que no haya forma de averiguar qué
había en aquellos clichés.
-Ah. Bueno, si te interesan mucho, mucho...
-¿Qué?
-Claro que hay una forma de saber qué fotos eran
esas. Existe un duplicado de los negativos. Puedes verlo si
te dejas invitar a cenar mañana.
Covadonga miró a Marino con la sonrisa aflorando a
los labios, temiendo que le estuviese tomando el pelo.
-¿Lo dices en serio?
-Por supuesto. Esto no es una tienda de fotografía,
chata. Todos los clichés que aquí se revelan pasan al
archivo del periódico. Si el fotógrafo quiere llevárselos, se
hace siempre un duplicado para nosotros. Es la norma.
A Covadonga se le había iluminado el rostro.
-Una norma que De la Menta posiblemente no conocía.
-Yo, desde luego, no se lo dije. Me limité a hacer mi
trabajo, y punto.
YO CONFIESO
(Alfred Hitchcock, 1953)
Por segunda vez en menos de veinticuatro horas, el ex
cantante de Los Frenéticos se vio conducido a la comisaría
de Centro. En esta ocasión, tras contemplar la secuencia
fotográfica completa de su crimen ocultó la cara entre las
manos y, sin esperar siquiera la llegada de su abogado,
comenzó a declarar:
-El negocio de las corseterías, que tuvo una buena
época, había dejado de dar dinero hacía tiempo, así que,
cuando hace unos meses apareció Jacinto de la Menta
ofreciéndome reeditar los grandes éxitos de Manolo y Los
Frenéticos, no tuve que pensármelo demasiado. El trato era
bueno: su empresa se hacía cargo de todos los gastos de
producción y, naturalmente, se quedaría con todos los
beneficios. Pero yo cobraría lo correspondiente a los
derechos de autor de las canciones que en su día le compré
a Martínez. Si las ventas del disco se acercaban a sus
previsiones, sería más que suficiente para arreglarme la
vida.
-Así que accedió.
-Accedí al negocio y accedí también a poner en
práctica todas las ideas promocionales de De la Menta.
Quedó bien claro que, durante la semana anterior a la
presentación del disco, yo debería ser noticia diaria en la
prensa, por una causa o por otra.
-Y decidieron empezar «fabricándole» un idilio con
Naomi Rodríguez.
Revuelta hablaba con voz suave y monocorde.
-En efecto. Creo que la madre de esa chica le debía
algún favor, porque De la Menta consiguió convencerla para
que se prestase al engaño a cambio de algún dinero. Para
el día siguiente preparamos la pelea en el centro comercial
entre mi mujer, Naomi, su madre y yo.
-¿Estaban todos de acuerdo? ¿También su mujer?
-Por supuesto. Como también lo estuvo en presentar,
veinticuatro horas después, una demanda de separación,
aderezada con una tumultuosa discusión en nuestra casa.
- De modo que todo era mentira.
- Dos días más tarde, la discusión tendría que ser con
Naomi para, a continuación, llegar a la reconciliación con mi
esposa coincidiendo con la presentación pública del disco.
En ese momento, ya toda España conocería de sobra a
Manolo Revuelta, a Los Frenéticos y lo que su música había
significado tres décadas atrás. En resumidas cuentas: una
impecable campaña publicitaria con un coste prácticamente
nulo.
-Un plan perfecto, efectivamente. Pero, como todos los
planes perfectos, falló por un acontecimiento inesperado.
-Así es. La aparición de José Martínez trastocó todos
nuestros planes. Recién salido de la cárcel, tuvo noticia de
que preparábamos el disco y decidió instalarse en Villodán
del Campo, el pueblo de sus padres. Desde allí me llamó
para exigirme medio millón de pesetas a cambio de no
desvelar nuestro gran secreto.
-El gran secreto era... que usted nunca fue el cantante
de Los Frenéticos, ¿verdad?
Manolo Revuelta bajó la mirada hacia la puntera de
sus zapatos.
-Sí. La voz siempre fue la suya. Pepe cantaba bien,
pero tenía un físico tan desagradable que resultaba un
freno para las aspiraciones de Los Frenéticos. En aquel
tiempo, la imagen del cantante era primordial para
cualquier conjunto musical. Y José era demasiado feo. Hay
feos con gancho, como Mick Jagger, y feos sin ninguna
gracia, como Pepe Martínez. Por contra, no tenía ni un pelo
de tonto, así que pronto se dio cuenta del problema y
decidió poner los medios para solventarlo. Yo era el batería
del conjunto y en marzo del sesenta y ocho me propuso
intercambiar nuestros lugares; que yo fuera, en adelante,
la imagen de Los Frenéticos. Sin embargo, fue él quien
siguió grabando como cantante todos los temas; y en las
actuaciones en directo utilizábamos el playback. Funcionó
de maravilla. Nadie se dio cuenta del engaño y Manolo y
Los Frenéticos subieron como la espuma. Durante casi un
año conocimos el éxito. Luego, quizá demasiado pronto, la
afición de José al juego, a las drogas y a meterse en líos de
todo tipo nos llevó a una temprana disolución.
Samuel Espada se volvió hacia la estenotipista que
transcribía el diálogo. La mujer hizo un gesto afirmativo. Lo
tenía todo, por ahora. Bien. De improviso, Revuelta
prosiguió con su relato.
-Por increíble que pueda parecer, no había vuelto a
verle y apenas a saber de él en los últimos veinticinco años.
-¿Desde que le compró los derechos de sus canciones?
-En efecto. Su aparición ahora suponía un duro revés
para el negocio que De la Menta y yo teníamos entre
manos. Yo, por descontado, no disponía del medio millón
de pesetas necesario para pagar su silencio; así que tuve
que poner al corriente del chantaje a Jacinto de la Menta.
-¿Cuál fue su reacción?
-Primero se puso como loco. Pero pronto comenzó a
evaluar fríamente los nuevos acontecimientos. Se dio
cuenta de que si Martínez divulgaba su secreto, nuestro
negocio se hundiría sin remisión. Si el público tenía que
asociar las canciones de Los Frenéticos a la imagen de su
verdadero autor y cantante, un delincuente que acababa de
cumplir una condena de catorce años por homicidio, pocas
copias del disco íbamos a vender.
-Y decidieron pagar.
-Lo pagó De la Menta. Por desgracia, Martínez resultó
ser un chantajista muy clásico. Quince días después exigió
otras quinientas mil pesetas más, que también le fueron
pagadas. Cuando la semana pasada nos exigió otro millón
de pesetas adicional por su silencio, nos dimos cuenta de
que aquello ya no tendría fin...
-...Y decidieron matarle.
Manolo Revuelta contuvo un escalofrío.
-Sí.
-¿Usted y Jacinto de la Menta, de mutuo acuerdo?
-Sí -volvió a reconocer un abatido Revuelta-. Él lo
preparó todo para que pareciera un accidente y yo puse en
práctica el plan. Me cité con Martínez en la comarcal
veintidós veintitrés con la excusa de hacerle el último pago.
Todo salió tal como estaba previsto. Sin embargo, Jacinto
de la Menta decidió caminar un paso por delante de mí.
Quizá para evitar nuevas sorpresas. Él conocía el lugar y la
hora del encuentro y acudió con antelación. Desde
considerable distancia, tomó todas esas fotos. Al día
siguiente se presentó en mi casa y me las mostró. Dejó
bien claro que me tenía completamente atrapado. Si me
echaba atrás o, de algún modo, estropeaba el negocio del
nuevo disco, las fotos aparecerían en la prensa y yo
acabaría en la cárcel.
Espada miró a Revuelta con una mezcla de lástima y
desprecio.
-En realidad, nunca podría haberlas utilizado. Esas
fotos también son la prueba de que él conocía de antemano
el crimen y de que es, por tanto, inductor, colaborador y
encubridor del asesinato que usted cometió. Tomar esas
fotografías ha sido el mayor error de su vida. Sin ellas,
seguramente nunca habríamos podido demostrar su
crimen.