LA ISLA BLANCA (fragmento)
—Iremos hasta El Ferrol —dijo—. Allí me esperarás tú con el bote, y yo cruzaré a nado la Bocana. —¿A nado? ¿Y por qué
harás eso si podemos ir directamente a la isla Blanca en el bote?
—Es que… —carraspeó— el viejo guardián no deja acercarse a nadie a la isla Blanca. Ninguna embarcación, ni chica ni
grande, puede hacerlo si no está debidamente autorizada por la capitanía. El viejo tiene escopeta. Dispara, me han dicho,
sin miedo. Por eso desde El Ferrol iré a nado hasta la isla Blanca. Así no se dará cuenta. Ya en la isla, ocultándome entre las
peñas, buscaré a Hercilia Lazarte. Será fácil dar con ella.
Yo estaba desconcertado. Su optimismo no lograba contagiarme. —¿Pero estás seguro de que la encontrarás allí? —
Completamente seguro. Ningún domingo deja pasar Hercilia Lazarte sin visitar a su padre. Y es que es el único día que
puede llevarle sus víveres. Dicen que el día entero lo pasa allí, estudiando, bañándose o, simplemente, paseando. Hasta
que a eso de las seis un remolcador de la capitanía la traslada de vuelta al muelle.
El viento que venía del mar se traía el olor salobre de las aguas. No era un viento fuerte como el que arreciaba otros días a
esa misma hora. Era un viento moderado que generaba en el agua ondulaciones bajas y tranquilas. —Francamente —dije—
si fuera por mí, yo no iría ni a El Ferrol, Maguiñita.
Tengo cierto temor. Yo he navegado en pangas desde los muelles hasta donde las lanchas yacen fondeadas y, aunque es
corta la distancia, he sentido un miedo atroz cuando vientos fuertes intentaban voltearlas.
—Sí, claro, es peligroso cuando se corta directamente las olas, pero nosotros navegaremos casi de costado, bordeando la
bahía. El cerro y las islas nos protegerán del viento. Ya verás. No te preocupes.
Era indudable: estaba decidido. —Dime —insistí—, ¿por qué ninguno de tus compañeros de trabajo quiso acompañarte?
—Porque es domingo. Y ellos jamás quieren pasar los domingos por la tarde en el mar. En estos momentos deben estar
dirigiéndose a tomar y comer a alguna picantería de Villa María.
Se puso de pie. —Hemos descansado bastante —dijo—. Es hora de partir.
Me levanté y caminé despacio, a la zaga, pensativo y temeroso siempre. —¿Nunca has ido a esperarla a la salida de su
colegio?
—¿A quién? ¿A Hercilia Lazarte? —Sí. —He ido varias veces. Pero no he podido abordarla porque siempre está acompañada
de sus amigas; y yo me azareo, hermano. Hasta ahora jamás he podido encontrarla sola.
—Pero ¿te conoce?
—Pienso que sí. Varias veces me ha sorprendido observándola en la calle; pero no podría asegurar si mi figura se le ha
grabado o no.
—Entonces, si no te conoce muy bien, a lo mejor al verte en la isla llamará a su padre.
—No creo. Ya verás cómo la convenzo. Ahora ayúdame a rodar el bote.
Con un poco de fuerza, el bote lamió la resaca y aligeró su peso.
—Vamos, sube.
Tan luego salté al bote, empezó a remar dueño de un extraño furor. No enfiló por el lado de los cerros, como dijera en un
principio, sino de frente hacia la isla El Ferrol. Sólo entonces me di cuenta que, después de todo, esto era lo más
conveniente, ya que, si arreciaba el viento, aquí sólo había el peligro de voltearse; pero allá, el de estrellarse contra las
peñas. El Dorado se iba quedando lejos sin que pudiéramos saber lo que acontecía en su cima. Ahora yo lo veía hermoso,
bañado de luz blanca por el fuerte sol. Maguiñita parecía ausente del mundo. Sus ojos miraban, pero no veían. Remaba y
remaba furiosamente sin pronunciar palabra. Su mente debía estar ocupada en la esbelta y grácil muchacha de sus sueños,
a quien yo me la imaginaba de cabellos cortos, semblante pálido y mirada bondadosa.
RECONSTRUIMOS EL CUENTO LA ISLA BLANCA
INSTRUCCIÓN. - observa las imágenes y escribe en los recuadros la secuencia del cuento, según lo hayas entendido. Escribe
y dibuja en el último recuadro el final del cuento.