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JOB ATORMENTADO POR DIOS.
Un hombre de mal carácter
Todos han oído hablar del “santo Job” y de la grandiosa resignación con la que
supo enfrentar las tragedias de su vida. De la sumisión y conformidad que mostró
ante las pruebas terribles que Dios le envió. Al punto tal que hoy resulta proverbial
hablar de la “paciencia de Job”. Pero si nos ponemos a hojear el libro de la Biblia
que lleva su nombre, quedamos estupefactos. Nunca nadie insultó tanto a Dios
como Job. Ningún otro personaje bíblico le dirigió palabras tan injuriosas y
agraviantes.
Ni siquiera los enemigos de Dios en las Sagradas Escrituras se atrevieron jamás a
proferir los ultrajes e insolencias que oímos de labios de Job contra el Señor.
¿Dónde está la paciencia de Job? ¿De dónde hemos sacado esa figura callada y
sumisa que todos conocemos?
Empecemos aclarando que Job no existió realmente, sino que se trata de una
novela compuesta sólo para dejar una enseñanza sobre el dolor. Y para entender
esa novela hay que tener presente que el tema del dolor pasó por diferentes etapas
a lo largo de la historia de Israel.
En los tiempos más antiguos, los judíos pensaban que al morir el hombre se
acababa su existencia. La idea de la resurrección era completamente ignorada. Por
eso estaban convencidos de que Dios bendecía a los buenos y castigaba a los malos
mientras vivían en este mundo, ya que después de la muerte no esperaban nada
más. Es lo que enseñaban los Proverbios (11,3-8; 19,16) y repetían los Salmos (37,1-
9; 49,6-18).
Por culpa de un bisabuelo
Y para explicar por qué no siempre a los buenos les va bien y a los malos les va
mal, los israelitas recurrieron a un principio muy arraigado entre ellos: el de la
“personalidad corporativa”. Según éste, todo hombre es parte de una familia, de
un clan, de una tribu. Y los premios y castigos divinos no se daban de acuerdo con
la conducta del individuo, sino según el comportamiento de la familia o el grupo.
Es lo que el Éxodo decía: “Yo, Yahvé, soy un Dios celoso. El pecado cometido por
los padres, lo castigo en los hijos hasta la tercera y cuarta generación. Y a los que
me aman y cumplen mis mandamientos los perdono durante mil generaciones”
(20,5-6). Y en otras partes se repite: “Dios castiga el pecado de los padres en los
hijos y en los nietos, hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34,7; Nm 14,18; Dt
5,9). Por eso, en el famoso relato donde Abraham trata de salvar a Sodoma y
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Gomorra de la destrucción divina, le pregunta a Dios: “Si hay 50 justos
¿perdonarás a toda la ciudad?”
Y Dios contesta: “Sí; pero si no hay 50 justos destruiré a toda la ciudad”. “Y si hay
45 justos, ¿perdonarás a toda la ciudad?”. “Sí; pero si no hay 45 justos destruiré a
toda la ciudad” (Gn 18,23-32). Es decir, a Abraham no se le hubiera ocurrido
preguntar: “Si hay 50 justos, ¿salvarías sólo a esos 50?”, porque sabía que tanto el
perdón como el castigo era para toda la comunidad. Del mismo modo, dice el
Génesis que como Noé era un hombre justo (6,8) se salvaron también su mujer, sus
tres hijos y sus nueras (6,18).
El primero en desconfiar
Esta idea eliminaba todo posible escándalo frente a las injusticias de la vida. Si
algún inocente sufría, le respondían: “Estarás pagando la culpa de tu padre, tu
abuelo, o algún otro familiar”. Y si un malvado prosperaba, se decía: “Dios lo
bendecirá gracias a un antepasado suyo”. Y así vivieron felices muchas
generaciones de israelitas, convencidos de que Dios recompensaba a todo hombre
mientras vivía en este mundo.
Pero alrededor del siglo VII a.C. las cosas comenzaron a cambiar. El país atravesó
por circunstancias muy difíciles, y la angustia y el dolor se apoderaron de los
israelitas, debido a que empezaron a padecer sangrientas invasiones de pueblos
vecinos.
Entonces entró en crisis la respuesta tradicional que los teólogos daban al
sufrimiento. Por primera vez se planteó, entre la gente, la injusticia que significaba
que Dios hiciera pagar a los hijos buenos por las culpas de sus padres malvados, o
que premiara a hijos malos gracias a que habían tenido padres buenos. El primero
en criticar esta actitud divina fue el profeta Jeremías. Alrededor el año 620 a.C, en
una célebre queja contra Dios le decía: “Sé que si discuto contigo tú tendrás razón.
No obstante, quiero hacerte una pregunta: ¿por qué tienen suerte los malos, y son
felices todos los pecadores?” (Jr 12,1). La misma gente, molesta con este absurdo
comportamiento de Dios, había acuñado un proverbio que decía: “Los padres
comen frutas agrias, y a los hijos se les irrita la boca” (Jr 31,29; Ez 18,2).
El aporte de Ezequiel
Cuando en el año 587 a.C la catástrofe se abatió sobre Jerusalén, y la ciudad fue
destruida y saqueada, los teólogos se convencieron de que Dios no podía seguir
haciendo sufrir a unos por culpa de otros. Entonces un profeta llamado Ezequiel,
inspirado por Dios, empezó a predicar una idea revolucionaria: Dios nunca más
pedirá cuentas a nadie por los pecados de sus parientes, ni por las faltas de su
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familia. Cada uno será castigado únicamente por sus propios pecados y será
bendecido por sus propios actos buenos (Ez 12,14-23; 18,1-20). De esta manera
abandonaba para siempre el principio de la personalidad corporativa, e
inauguraba el de la “responsabilidad personal”. Ezequiel produjo un gran avance
en la revelación, y con él se inicia una nueva mentalidad en la enseñanza sobre el
dolor: que la salvación o condenación de una persona depende exclusivamente de
él, y no de sus antepasados o su familia.
Otra crisis de la teología
El nuevo principio enseñado por Ezequiel, si bien dejó más tranquilos a los
israelitas, no iba tampoco a durar demasiado. Porque a medida que transcurría el
tiempo, los judíos comprobaban que mucha gente pecadora y sin principios
religiosos, gozaba de mayor bienestar y prestigio, y tenían mejores ganancias en la
vida que quienes cumplían la Ley de Dios. Éstos, por mantenerse fieles a su fe,
muchas veces terminaban en la pobreza, o sufrían persecuciones.
A ello se agregaba el dolor de las muertes prematuras, de las viudas abandonadas
en la miseria, de los huérfanos obligados a mendigar en la calle. Para peor, la única
posibilidad que Dios tenía de hacer justicia entre buenos y malos era en este
mundo, porque no se conocía aún la existencia de otra vida posterior. Por eso,
cuando alguna persona buena sufría, no quedaba más remedio que decirle:
“Examina tu conciencia; algún pecado tendrás para que Dios te haya mandado
estos dolores”. Y si a un pecador le iba bien se pensaba: “Es que en el fondo será
una buena persona”.
Pero estas respuestas no eran muy convincentes, pues contradecían la realidad. Por
eso unos cien años más tarde, en el siglo V a.C, algunos judíos se revelaron otra
vez contra la enseñanza oficial del sufrimiento, y pusieron en duda el principio de
Ezequiel, según el cual Dios bendecía a los buenos y castigaba a los malos en este
mundo.
En medio de esta nueva crisis un escritor, perteneciente al ala progresista de los
teólogos de Israel, decidió escribir un libro para protestar contra los teólogos
tradicionales por la respuesta que daban ante el problema del sufrimiento (la única
que podían) y que era: “Examina tu vida, tienes que haber cometido algún pecado
para merecer estas desgracias”. Para ello se valió de un viejo cuento popular, en el
que un hombre bueno y justo llamado Job es atormentado por Dios con tremendas
pruebas y castigos; sin embargo no abre la boca, ni se queja, ni se rebela, sino que
acepta con resignación todo lo que Dios le manda. Entonces Dios, viendo su
paciencia, le devuelve el doble de lo que le había quitado.
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El relato narrativo (que abarcaba entonces sólo los capítulos 1-2 y 42 del actual
libro), era un exponente de la teología oficial, y quería mostrar cómo Dios siempre
recompensa en esta tierra a todos los buenos. Por eso presentaba a un Job sumiso,
paciente y resignado a lo que Dios le mandara, por doloroso e injusto que
pareciera.
Un relato partido en dos
El relato, así como estaba, era demasiado lindo para ser cierto. Enseñaba una moral
que no se basaba en los datos de la experiencia cotidiana. Un Job sereno y callado,
frente a tanto sufrimiento, no era real. Y un héroe irreal se convierte en inimitable.
Entonces el autor del libro decidió hacer hablar a Job y quejarse por el dolor y las
injusticias que le tocaba sufrir. Para ello tomó el viejo relato, lo partió por la mitad
y lo convirtió en un prólogo (capítulos 1-2) y en un epílogo (capítulo 42). Y en el
medio insertó una larga serie de lamentos y protestas de Job ante la injusticia que
sufría de parte de Dios (capítulos 3-41).
Por eso tenemos actualmente en el libro a dos Jobs. Uno, el antiguo héroe sumiso,
paciente y callado de la creencia popular, se halla en el prólogo y el epílogo
(capítulos 1-2 y 42). Y el otro, el Job rebelde, atrevido y antagonista de Dios, en el
medio de la obra, que es la parte más importante (capítulos 3-41).
Para poder hacer hablar a Job, el autor hace aparecer a tres amigos, llamados
Elifaz, Bildad y Sofar, que un día vienen a visitarlo en medio de su terrible
dolencia. Durante siete días Job se mantiene en silencio. Pero finalmente no resiste
más, y comienza a proferir amargas quejas. Maldice el día de su nacimiento,
maldice a sus padres por haberlo concebido, maldice a Dios por haberle dado la
vida, y lamenta no haber muerto en un aborto (c. 3). Ahora sí Job empieza a
parecer humano.
El enojo del autor
Toda el libro, pues, consiste en una larga discusión entre Job y sus tres amigos.
Éstos quieren convencerlo de que algún pecado debió haber cometido para sufrir
de esa manera, pues Dios no manda desgracias injustamente; Job haría bien en
revisar su vida y arrepentirse para que Dios lo perdone y le devuelva la felicidad.
La postura de los tres amigos representa, como hemos dicho, la teología oficial que
el autor quiere criticar, es decir, lo que los teólogos del siglo V ac., repetían a la
gente para explicar el problema del dolor. En cambio Job representa lo que el autor
pensaba.
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Y por eso, enfurecido contra sus tres visitantes, los tilda de “charlatanes”, “médicos
matasanos”, “que sólo muestran inteligencia cuando se callan”. Y a sus enseñanzas
las llama “recetas inservibles” y “fórmulas de porquería”. En sus largos y airados
discursos Job arremete incluso contra Dios, que en realidad no es más que la
imagen de Dios que la teología de la época mostraba. Y lo acusa de cosas
tremendas: de ser un malvado, una fiera, un triturador de cráneos; de gozar con el
sufrimiento inocente, de ser caprichoso, de no escuchar la oración de nadie, de
estar de parte de los malvados. Y en el colmo de su ira llega a negar las cualidades
principales de Dios: su bondad, su santidad, su sabiduría y su justicia. Jamás nadie
se había atrevido a insultar tanto a Dios.
La aparición de Dios
Después de nueve virulentos discursos, en los cuales por un lado los tres amigos se
empeñan en culpar a Job de pecador, y por el otro Job los acusa a ellos de querer
convencerlo con argumentos inconsistentes y prefabricados, el diálogo se agota.
¿Quién de los dos tiene razón? El autor del libro, al llegar al final,
debe hacer aparecer a Dios. Está en juego su prestigio. Ha sido desafiado, se le han
imputado graves cargos, y hasta su bondad y justicia han sido puestas en duda.
Pero el problema era que el autor no sabía qué hacerle decir a Dios, porque él
mismo no sabía la solución.
Ignoraba por qué los justos sufren tantas pruebas y desgracias en este mundo. Al
ser aún desconocida la idea de la resurrección, el autor no sabía que el fin de los
justos no es la muerte sino el premio de otra vida mejor, en la que Dios
recompensará a cuantos han sido fieles a su voluntad. Este descubrimiento llegará
varios siglos más tarde. Entonces, no sabiendo qué poner en boca de Dios, el autor
le hace decir: “¿Quién eres tú para pedirme explicaciones a mí? ¿Acaso tienes mi
sabiduría y mis conocimientos? ¿Acaso has vivido tantos años como yo? ¿Acaso
tienes mi poder? Entonces cállate. No debes cuestionarme”.
Y luego lo hace pronunciar un largo discurso formado con preguntas difíciles,
sobre los secretos más recónditos de la naturaleza y el cosmos, cuyas respuestas
sólo Dios puede conocer. De esta manera, éste le dice a Job que nadie debe pedirle
explicaciones de su obrar en el mundo.
Así, aunque el autor del libro no aporta ninguna solución al enigma
del dolor, al menos realiza un descubrimiento importante: que no todos los que
sufren son pecadores ni están pagando alguna falta personal; que puede haber
gente inocente y buena que esté sufriendo, como Job, aunque el porqué de este
sufrimiento no sea posible conocerlo por los hombres sino que está reservado
sólo a Dios.
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El amigo inesperado
El libro de Job, una vez terminado, resultó ser un libro violento, anticonformista y
provocativo. Y cuando lo leyeron algunos teólogos se sintieron molestos, no sólo
por lo que decía Job sino también por lo que decía Dios, ya que les parecía una
contestación insuficiente y pobre. Entonces un autor posterior, que creía tener una
respuesta mejor para el problema del dolor, compuso nuevos discursos y los
agregó como discurso de un cuarto amigo, llamado Elihú. Son los capítulos 32-37.
Que los discursos de Elihú son añadidos de un autor distinto se nota por varias
razones: Elihú aparece bruscamente y sin previo aviso, contradiciendo al prólogo y
al epílogo que mencionan sólo a tres amigos de Job; interviene en una discusión ya
cerrada como él mismo reconoce; además, el estilo y las expresiones de sus
discursos son diferentes a los del resto del libro. ¿Y cuál es la respuesta que tiene
para dar Elihú? A lo largo de su exposición, este nuevo visitante explica que el
sufrimiento posee un valor positivo para el hombre pues lo ayuda a crecer y
madurar; que todo dolor es educativo, y que forma parte de la pedagogía divina.
Si bien esta solución significó un cierto progreso (pues no encerraba en el misterio
divino el drama del sufrimiento sino que al menos trataba de hallarle una
respuesta), de todos modos aún no arrojaba la verdadera luz al problema. Será
Cristo quien traerá la solución.
Un libro precristiano
El libro de Job fue escrito para iluminar una de las cuestiones más
angustiantes de todos los tiempos: la de la enfermedad y el sufrimiento del
hombre. Y la respuesta de su primer autor era que cuando un hombre sufre, no por
eso es un pecador; que también los justos pueden sufrir. Pero que sólo Dios sabe el
por qué, y que no hay que pedir explicaciones porque es parte del misterio divino.
Esta era ya una buena respuesta. Pero en una segunda edición del libro, otro autor,
habiendo madurado mejor las cosas y avanzado un poco más en la revelación,
propuso una nueva solución: que el sufrimiento tiene un valor salvífico y que sirve
para purificar y santificar a los hombres.
Sin embargo ninguna de estas soluciones es del todo correctas. Aún faltaban unos
trescientos años para que llegara Jesucristo y diera la respuesta cristiana: que ni a
la enfermedad ni al sufrimiento los manda ni los quiere Dios; que tampoco los
“permite” (en el sentido de que podría impedirlos), ni envía “pruebas” al hombre.
Que los sufrimientos son causados por los seres humanos y que nos golpean a
todos por igual, porque estamos inmersos en el mismo mundo. Pero que con el
amor podemos reponernos y redimir el dolor, tanto el nuestro como el ajeno.
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Los cristianos no debemos, por lo tanto, emplear el libro de Job para consolar las
angustias de nuestra vida porque, como vemos, su respuesta aún es incompleta.
Pero conocer el trasfondo de esta obra ayuda a entender cómo Dios no violenta el
conocimiento de los hombres, sino que los va llevando mediante una pedagogía
progresiva, hacia una mejor comprensión de su proyecto, de sus ideas y de su
amor, a lo largo de la historia.