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Veraneo, de José Donoso

Cuento del escritor chileno José Donoao

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1 =L¥ QUE DIJO? —pregunt6, mientras tejia, la mas smdura de las dos nifieras que reposaban sobre un chal con In parte seca de la playa. La respuesta de su compa- flera tardé unos segundos. Con la vista recorria la orilla del mar en busca de Raulito, a quien no-veia en el gru- po de sus primos. Pronto lo dvisé en cuclilas junto al hey que cavaba. Sélo entonces respondié, remedando Gu patrona: —«| Cémo se atreve a arrendar casa aqui esa bachi- cha indecente! {Como si la gente no supiera qué traza de sinvergiienza es! » ; Estaba tan enojada, Juanita, por lost El caballero ni mirarla queria. ; Habia que ofr las 980s que dijo! ;Ni una! No sé cémo la sefiora no se (raga los celos no mas. Claro que la otra es linda, Ru- bla, Parece artista. Para quedar més cerca de su compafiera, que era joven y usaba aretes tintineantes, Juana se arrellané en ! chal, diciendo: ~ mLa conozco. Es aclarada. ¢ Pero seré cierto lo que | seflora cree, Carmen, por Dios? Puede que si y puede que no. —Carmen habia pe- ado la pregunta—. Pero deben ser cosas de estas ricas. No tienen nada que hacer y se lo pasan imaginando. Claro que antes que la otra Hegara aqui anteanoche, Won Raul siempre tenfa tantisimo que hacer en Santia- 40. Vamos a ver cémo se.nos porta ahora. Juana no dudaba de que Carmen lo contarfa todo. espués de un silencio breve, la interrogé nuevamente: —~Cémo empezaria todo el boche, ¢n0? —Dicen..., bueno, esto lo sé por fuera yo, ah. Dicen, que fue para la altima Pascua, en un baile. Asf que el asunto €s nuevecito, ¢Se acuerda cuando le conté que la setiora se hizo ese traje negro que por suerte Ia hace verse mds flaca? Fue para entonces. Dicen que don Ratil se me anduvo curando, y bailé todita la noche con la bachicha. La sefiora volvié temprano, sola, y él llegé, calladita mi alma, a las ocho de la mafiana, —Por Dios, lo que son algunos hombres —suspiré Juana—. Con lo buena que es la sefiora Adriana. Tan de su casa, tan creyente y todo. + —Pero fijese, Juanita, yo no sabria a quién echarle Ja culpa —dijo Carmen. Tenfa un lunar junto al labio y ‘su cabello largo cubria a medias los aretes. Una revista de cine reposaba en su falda—. Yo comprendo al ca- ballero. Tan poco que se cuida ella, con el tiempo y la Plata que le sobran. jNo s¢ como! {Y una la tonta que tiene que hacer lo que puede con las cuatro tiras que ha podido comprar! La sefiora se lo pasa lateada, metida en los asuntos de la casa, sin tener para qué. Y no rea que es de las que se preocupan mucho del ‘No. A veces le da con él, pero otras veces ni lo mira. No Je gusta salir y se lo pasa amurrada porque él se lo Neva en el Club. ¢Qué va a hacer el otro, entonces? jBuscarse una rucia, pues! Tendiéndose en el chal, Carmen abrié la revista. Juana qued6 pensativa, miréndola. No sabia qué creer de estas chiquillas jévenes sin principios, empleadas un mes aqui, otro all4, preocupadas sélo de fumar a escondidas y de ir al cine. Apostaria que el lunar de Carmen era pintado. Las siluetas de los nifios comenzaron a oscurecer frente al cielo y al mar, que no habfan enrojecido aun. Dispersos sobre la arena, grupos de empleadas conver- seban y tejian. Pero no perdian de vista a los nifios que corrian por el agua o hacian castillos en la arena hi- meda. Atras, las casas del balneario familiar y tranquilo se ocultaban a medias entre los pinos, o Iucfan entre 28 cercos de cardenales y buganvillas al remontar Ia co- lina. En el extremo opuesto de la gran playa, a varios kilémetros de distancia, se divisaban las colinas de otro balneario, grande, bullicioso y vulgar, coronado por sus. hoteles y torreones de pacotilla. —éVa a ir a pasear a Santa Cruz este domingo? —pregunté Juana a su compaiiera. Carmen levanté la cabeza, y mirando la puntilla lejana, dijo: —No tengo con quién ir... . Antes de volver a la lectura, la mirada de Carmen topé con una empleada joven, que avanzaba conducien- do a un nifio. Al verlos, susurré: —Mire, Juanita, mire. Hablando del diablo, luego asoma. Ese es el nifio de la bachicha. Yo soy amiga de la empleada. 7 Hizo una sefial a su conocida, poniéndose de pie para recibirla. Juana observé el abrazo. Se dijo: «Tal para cual», ya que Ia recién legada era mas joven que Car- men, ¥ de aspecto atin mas moderno. El nifio que venta, con ella era alto y moreno, muy fuerte para los nueve afios que debfa de tener. Mientras su nifiera saludaba a ‘Carmen, el muchacho hacia silbar en el aire una varilla recién pelada, todavia reluciente y hiimeda, Luego se senté en la arena para quitarse las sandalias. Carmen presenté la recién Hlegada a Juana, y a los pocos minu- tos las tres charlaban animadamente. —Supongo que pedirias los domingos libres, pues, Rosa —dijo Carmen. —Claro, pues, nitia, no faltaba més. Fue lo primero que le dije a la sefiora cuando supe que fbamos a estar cerca de Santa Cruz. —Regio, entonces. Ahora no més le estaba diciendo a la Juanita que no tenia con quién ir. Vamos este do- mingo sin falta. El nifio se habia sentado en la arena, a pocos pasos. Con el cuerpo muy derecho, mantenia el perfil fijo en el horizonte. Llenando sus sandalias con arena seca y 29 alzdndolas, dejaba que se’escurriera en chorros por los ‘muchos calados y orificios. —"Yaime, anda a mojarte los pies antes que haga frio. Se esta haciendo tarde —dijo Rosa. —No quiero. —Tan pavo este chiquillo... : Tes 'que no conoce a los demés y no le gustaré ju- gar solo ~murmuré Juana, somriendo al nifo. “Voy a llamar a Raulito para que juegue con él. ‘Al levantarse para lamarlo a gritos, Carmen dio a Juana una mirada de complicidad. * ‘m*jucza con este nifito, Ral —dijo al chico de grandes ojos amiles y confiados que Megara con las Piemas himedas y el balde en la mano—. Préstale tu Pall oe nifos se sentaron sin saludarse. El reflejo del sol, horizontal sobre el mar, hacia fruncir el cefio a los dos muchachos, de manera que quien los viese diria ‘que estaban enfurrufiados. 2 Quieres jugar con mi pala? —pregunté Rail. —No. —Toma mi balde para que hagas un cerro —in- sists, q —No quiero. Jaime se puso de pie. Hizo silbar la varilla en el aire. —Y haces eso? TAL Rigo ‘in al campo -—fue la respuesta de Jai- me. Luego aclaré-—: Para cortar los brotes de la zar- zamora. para que? —Porque si, La:zarzamora es mala. Quien te dijo? Nate Yo 36 lo que es malon Raul parecia fragil y manso, muy », junt sarrollo sélido del recién Iegado. Deseaba volver al mar, al castillo que estaba construyendo con sus Pri 30 mos Pia y Antonio, reConoves el palacio de las dunas? —pregunté Rati. Jaime negé con la cabeza. —Es por Ja playa para alla —explicé el nifio, alar- gando el labio inferior en direccién a Santa Cruz—. Yo Io hice igual en la arena. Claro que Ia Pia me ayudé, pero no mucho. Ella hizo el jardin, no mas. ¢ Vamos a verlo? —No tengo ganas. Tenfa Jaime algo de gavildn en el perfil, como si lo viera todo volando a grandes alturas, abarcando dis- tancias inmensas. El rostro del hombre que seria se hallaba preciso en sus rasgos de nifio y en Ia oscuri- dad fija de sus ojos serios, muy hundidos. —No tengo ganas —repitié. —Anda, tonto —dijo Rosa, que escuchara algo de la conversacién. Pero Ratil ya habia partido, Se le vefa brincar y correr por Ia orilla del mar, junto a los demas chicos. Jaime se senté en la arena y sacé una honda del dolsillo. Contemplandola, la estiré varias veces. Luego la guardé y volvié a su juego con las sandalias y la arena seca. Miraba hacia Ia orilla del mar de vez en cuando. —iQue*hay un palacio de veras por aqui cerca? —pregunté Rosa. —Si no es palacio —respondié Juana—. Es pura ton- tera de los chiquillos. Es una casa toda hecha tiras que hay un poco por la playa para all4. —eCerea de Santa Cruz? —pregunté Rosa. —Es por Ia playa en ese camino. Pero es cerquita de aqui, Mafiana en Ja tarde podiamos llevar a los ni- fios —propuso Carmen. —Claro —asintié Juana, que estaba encantada con Rosa. Cuando el sol desaparecié, fundiendo el pueblo en vislumbre liquida, las empleadas llamaron a los nifios. 31 La brisa se habia levantado y Iegaba la hora de par- tir, Mientras reunfan sus pertenencias, Pfa quiso endil- gar una conversacién con Jaime, pero él no le prest6 atencién. Calzéndose, sentados en los escalones que su- bbian desde la arena hasta el camino, Jaime se acercé a Radl y le mostré la honda. —¢ Qué es? —pregunté Rati, tocandola con un dedo. —Una honda —respondié Jaime. —¥ para qué es? —Mafiana te cuento. —Bueno. En el momento de despedirse, Jaime dijo a Rati al ofdo: —éSabes cantar? —No. is —Yo sé. Te voy a ensefiar. —Ya. —Pero con una condicién —continué Jaime, mien- tras las empleadas terminaban sus despedidas. —¢Cual? —Que me hagas caso en todo, y que no te juntes mas que conmigo. Todo recelo se desvanecié en Raul. Ya no deseaba separarse de su amigo. Esa noche, cuando Carmen lo estaba peinando para que bajara donde sus padres, Ratil le pregunté qué era una honda. —Un palo con eléstico —fue la explicacién de la nifiera. —¢Pero para qué sirve? —Los chiquillos malos la usan para matar péjaros. Después, al secarse las manos, Ratil volvié a inte- rrogarla: —<¥ usted sabe cantar, fiafia? Carmen respondié que sf, pero que no muy bien. z¥ los chiquillos malos no més cantan? ‘Qué molestoso este tonto! Baja donde tu mam, mejor, preguntén —exclamé Carmen, beséndolo. Eran muy buenos amigos. La madre de Rauil estaba con dolor de cabeza. Su padre no habia legado atin. Comieron solos, sin espe- rar su llegada. Esa noche, Ratil no pudo conciliar el suefio. Pensa- ba en la honda. Al contar once campanadas en la igle- sia, vio que su madre abria suavemente la puerta del ‘cuarto, apagando un cigarrillo antes de entrar. Al sen- tirla avanzar hasta la oscuridad que rondaba su cama, Raul murmuré: —Mi papé no ha Iegado todavia. Ella no respondi6. Arropandolo, le dio las buenas noches. Ratil vio su silueta, algo gruesa, recortada en la luz de la puerta. Al dia siguiente, camino del palacio, Jaime y Raul se quedaron atrés. Los otros, junto al mar blanco, bajo un gran cielo abierto, saltaban en el agua, mientras las gaviotas giraban altas sobre presas visibles s6lo para sus ojos. Con los pies desnudos los nifios iban aplas- tando las babosas que yacian junto a la blonda de es- puma que la marea dejaba. “it! gia dice que las hondas son malas —dijo a —Tontera. Hay que matar los gorriones —repuso su compafiero, —2Y por qué? —Yo sé lo que es malo. —éY cémo se hace? —Si me prometes obedecerme en todo, te muestro. —Ya. Se acercaron a la orilla del mar y caminaron por el agua. Con un golpe de su varilla, el nifio més alto des- hizo un mofio de espuma. Sus ojos negros, como dos piedras pesadas, cafan sobre todas las cosas, sobre el mar, sobre Raiil, sobre troz0s de conchas y guijarros, apoderandose de todo: Llevaba los pufios muy cerra- dos, de modo que sus coyunturas relucfan. —Yo sé dos cantos —explicé su compafiero—. Cuan- do cante el primero, tit tienes que refrte, ¢ quieres? Ratil acepté, Jaime toms vigorosamente del brazo al més peque- fo y comenzé a canturrear. Era una melodia muy mo- nétona la que su voz trazaba, casi sin altos ni bajos. Al principio, Rail intenté soltar su brazo, pero luego, acercdndose mucho a Jaime, escuché. Una sonrisa rozé el contorno de sus ojos claros, mientras la linea melé- dica, leve y corta, se repetia y se repetia. Jaime fijé en 41 las dos piedras negras de sus ojos, que lo apresaron. Sin poder contenerse, Rail rompié a reir. Refa y réfa y refa. Jaime, que habfa retirado de su amigo la mirada seria, la fij6 en el horizonte, repitiendo la cantinela. Rail refa atin cuando cesd. —Ya —dijo—. Ahora la honda. —No —respondié Jaime—. Falta, Ahora tienes que Morar. —¥a. Ratil se acercé a su amigo, no sin antes observar que llegaban al palacio. La nueva melodia era un tra- lalé lento, més tenso que triste. Sus ojos se colmaron de lagrimas, y su mano colorada subié a ellos como para retenerlas. A medida que el tralald se repetta, ha- ‘ciéndose més y més lento, los Tlantos del chico se trans- formaron en sollozos. —Ya —dijo Jaime—, esta bueno. Pero el Ianto de su amigo continuaba. —No lores més, tonto. Mira, abi est4 tu fiafla mi- randote. Te va a retar si te ve lorando. Mira, toma la honda, E} Ilanto de Rati! amaind. Se secé las Lagrimas y se- falé Ja casa a Jaime. —Mira. El palacio. Estaba en lo alto de una duna pequéfia. Habia sido, quiz4s a principio de siglo, un gran caser6n de madera, con un corredor importante y dos torrecillas en la fa: chada, frente al mar. Pero de casa le quedaba poco. Los pajaros habian anidado durante afios entre sus. vigas plomizas, volando por lo que fuera comedor, sala, dor- mitorio, Era sélo un esqueleto. No mas de treinta afios haria que nadie la habitaba, que el viento estaba circu- lando por esos cuartos donde antes sonaran voces; que la arena se habia encargado de ahogar el espectro de sus jardines; que los temporales del invierno hicieran volar sus techos; que la necesidad de calentarse de los pobres la habfa despojado de puertas, paredes, venta- nas; y sobre todo, que las deslealtades del gusto y de la moda la transformaron en cosa rid(cula. Pero absur- da, pobre, inutil, habia sido rescatada por la compasién de’ aquellos nifios que en el balneario vecino vivian en casas limpias y precisas, para vestirla con colores de leyenda. En las ventanas de las torrecillas, a ambos extremos de la fachada, quedaban algunos trozos de drios de colores, donde en otros tiempos brillaban cin- tas, esclavas, lotos. Por las tardes, la hora maravillada del palacio, el sol se quebraba en estos pobres restos de vidrios. Entonces, fugazmente, las dos torrecillas ar- dian de glgria, rompiendo la luz en mil resplandores y hundiendo en penumbra los melancélicos huesos cho- rreados que de Ia casa quedaban. —¢Juguemos a buscar tesoros? —Ya —exclamé Pia, déjandose caer junto a Jaime. —2Y cémo se juega? —pregunt6, —£Ta también quieres jugar? —Pia le hablaba con un tonito socarrén. No olvidaba su falta de interés por ella el dia anterior—. Yo crefa que eras grande. —Tiene la misma edad que yo —Ratil defendis a su amigo. —Hay que buscar vidriecitos de colores en la are- na —explicé Pia—, de los que se han caido del palacio. 35 Los verdes son Jos que valen més porque son esme- raldas. Se juntan en el, balde. —No tengo baide —dijo Jaime. Ratil propuso que juntara con él. —Conmigo, amigo, conmigo —chillé Antonio, her- mano menor de Pfa, que tenia la nariz pecosa y rodillas’ huesudas en sus piernas flacas. jo Rati. Jaime va a juntar con- migo. —No —repuso éste—, voy a juntar con el més chico. . Los labios de Ratil se fruncieron en un gesto de desagrado. Jaime comenz6 a canturrear. Tenia la mirada fria fija en el mar, y, sin embargo, también Rail. A medida que el canto subia de tono, los ejos de Raul comenzaron a Ilenarse de lagrimas. Pero antes que los demas lo pudieran notar, el muchacho partié a escape en busca de tesoros. Los demds se dispersa- ron tras él. Después de un rato, una vez terminada la busqueda, los nifios salieron de entre las tablas. Tranquilos, se sentaron a contemplar contra el sol sus tesoros trans- parentes. Comparaban formas, tamaiios, colores. En uno que Jaime hallara habia la mitad de Ia cara y el ojo de una mujer. Otros eran color puro. Resulté que Jaime habia encontrado mas vidrios que los demas, lo que parecié natural: Después de ensefar a los nifios a hacer figuras con ellos en la arena, repartié sus tesoros, diciendo que él no los queria. Luego, los ‘cuatro se sentaron callados, en fila frente al mar. Una lampara, una botella, un barco, una casa: el sol gas- tado cambiaba de formas cayendo al horizonte. Lleg6 la hora de partir. Juana froté el rostro asoro- chado de Pia con ungiientos especiales. Ella se sometié muy oronda con el privilegio. Jaime y Raiil hicieron juntos el camino de vuelta, aparte del resto. Rail pidié a su amigo que cantara, y éste accedi6, haciendo reir 36 © Lorar al mas pequefio, segin la melodia. Después Je ensefié a usar la honda. 37 2 Pasé el tiempo y el verano mediaba. Jaime y Ravi se juntaban en la playa todas las tardes. Pero las ma- Sanas eran distintas. A esa hora los nifios bajaban a Ja playa muy emperifollados en compafifa de sus pa- dres, instalindose en las carpas de familia: era su hora del deber por cumplir, ya que luciéndose cerca de sus padres casi no jugar entre si. Una ma- fiana la madre de Rail lo vio en compafifa de Jaime. Le prohibié terminantemente que volviera a hablar con él. Esto no importé gran cosa a Ratil, puesto que ella jamés bajaba a la playa en la tarde, y eran ésas, sobre todo, las horas encantadas. Juntos solfan ale- Jarse buscando caracolas y guijarros. Cuando el aire de la tarde comenzaba a inquietarse y el sol alisaba las colinas cubiertas de pinos, ambos nifios se senta- ban en la arena y Raill decia que queria reir. Jaime cantaba y el nifio aullaba de risa. Después de hablar sobre muchas cosas y de jugar con la honda, Raiil de- fa que queria lorar. Entonces Jaime entonaba la otra melodia y su compafiero sollozaba desconsoladamente. Una tarde, al bajar a la playa, Radl pregunté a su nifiera: —¢Por qué no quieren que me junte con Jaime? —eCémo sabes? —Porque mi mamé estaba peleando con mi papé. Mi pap conoce a Jaime, pero mi mamé no lo quiere. =No creo... Por qué no quieren que me junte con él? —Porque juega con hondas, igual que los chiqui- Hos pobres. 38 —Mentira —replicé Raiil, subitamente indignado—. No es por eso, Es porque me canta. Usted me acus6. No la quiero. Corrié cerro abajo para juntarse con su prima. Instalados en la playa, Jaime y Ratil permanecie- ron junto a las empleadas. Jaime habia traido dulces, ¢ insistia en compartirlos con Juana y Carmen. —Pasa una cosa terrible, Rosa —exclamé Carmen—. Fijate que a la sefiora se le ha puesto hacer un paseo ‘al campo este domingo. No voy a poder ir a Santa ‘Cruz, ¥ nosotras que habfamos quedado de juntarnos con los cabros. Mira qué léstima, cuando nos. convi- daron al teatro y todo. ¥ Io peor es que se van el lunes. i Qué vamos a Carmen, por Dios? —excla- mé Rosa, consternada—. Yo no me atrevo a ir sola y no sabemos su direccién en Santa Cruz. Ni en Santiago tampoco —agregé la otra. —Cuidadito con los pijes, chiquillas —amonest6 Tuana. La tarde siguiente no hubo playa para Ratil. Ni la siguiente, ni la siguiente, Por una raz6n que no com prendia, era enviado todas las tardes, en compafiia de sus primos, a pasear por los cerros. Una noche, después de comida, Carmen se incliné sobre Rail para darle un beso después de acostarlo. #1 Je mordié la oreja y la hizo orar. —Mala le dijo—, ti me acusaste. Carmen juré que no habia sido ella. Llorando, ase- §uré que era inocente, y por fin hicieron las paces. Besé la frente de Rail y apagé la luz del velador. Cuando en Ja oscuridad la muchacha sc levantaba para retirarse, el nifio retuvo su mano. —Quédate.., —murmuré. Afuera habia una noche muy clara, Una rama del- sada cruzabs la ventana ablerta, y en los rincones del Cuarto. las sombras jugaban apenas, agazapandose junto a los muebles infantiles. El mar juntaba todo 39 dentro del nudo de su son insistente, Rail no solté la mano de Carmen: acaricié su brazo desnudo, y lue- g0 colocé la mano de la muchacha sobre su pecho, que se agitaba bajo el pijama a listas, La retuvo alli, —Usted quiere ir a Santa Cruz este domingo, ¢no es cierto? ¢Para ir al teatro con los cabros? Carmen se sobresalté, Nada le gustaria que la se- Sora, con toda su moral y sus misas, oyera de sus an- danzas domingueras. Pregunté a Raul: —Cémo sabes? OF que usted decia, Rauil gui la mano de la mujer de modo que en Ia penumbra acariciara su cuello tibio, sus orejas, sus cabellos salados. En Ia transparencia del aire, las,cor- tinillas tenfan un leve y dulce vaivén. El nifio ‘con- tinud: Si quiere, yo me enfermo el domingo y asi no habré paseo y usted podré ir al teatro con los cabros. Carmen .no respondi6 en seguida. Sentia el azul de los ojos de Rail fijos sobre los suyos en la oscuridad. Acariciaba lentamente su cuello, mientras él rozaba su brazo desnudo. Era el nifio mas encantador del mundo, Pero no era dificil adivinar que queria algo. Se lo pregunt6. Apretando el brazo de Carmen hasta hacerle daiio, dijo: —Que me Ileve a la playa el lunes en Ia tarde, Hubo un silencio. En el fondo de éste, el mar con- tinuaba rompiendo tranquilamente y muy cerca. Car- men asintié. Del piso bajo subia ruido de voces. La madre de Ratil tenia invitados esa noche. —Tengo que irme a servir los tragos. —Buenas noches —murmuré Rail. —Buenas noches —respondié ella. Cuando se incliné en Ia oscuridad para besarlo, Raiil lanz6 sus brazos alrededor del cuello de Carmen y sintié la forma tibia de sus labios junto a los suyos. Lindo —susurré Carmen al apartar los brazos del nific. Salié, y él se quedé dormido instantanea- mente. E] sdbado, Raul mostré a su madre un gran tajo ‘sangrante en el pie. Consternada, dijo que seria mejor que al dia siguinte se quedara en casa. El paseo se suspenderfa. Esa noche, Carmen, atemorizada ante lo que el nifio habia hecho, subié a su cuarto para hablar con él. Lo hallé apaciblemente dormido, con una gran sonrisa ronddndole los ojos cerrados. BI domingo, su madre levant6 tarde a Rail, ¥ lo hizo estar quieto todo el dia. Su padre habia partido sibitamente a Santiago, y ella, de mal humor y desgre- fiada, pas6 la tarde tejiendo junto a Radi, La herida del pie estaba casi curada al dia siguien- te. Ratil dijo que aunque no le dolia, preferia mas bien bajar a la playa en la mafiana, para asf ir al bos- que en la tarde y recoger pifiones. : En la tarde, muda y algo enojada, Carmen Ilevs a Raul a la playa. En el camino, él le.pregunté: —¢Cémo lo pasé, fiafia? Carmen fruncié et cefio y no respondié. En la playa tuvieron que buscar a Jaime, que n0 se hallaba en el lugar acostumbrado. Rosa se extrafié al verlos Iegar, saludando a su amiga con escasa amabi- lidad. Dijeron a los nifios que no se alejaran, ya que Ja tarde estaba fria y debian volver a casa temprano. Juntos, los nifios comenzaron a disparar piedrecillas con la honda. Rail habia aprendido el manejo, pero le faltaba destreza. Hablaban muy poco. —Cantame —dijo Rail. Jaime comenzé a entonar su cantinela. Alzaba y hundia Ia voz monétonamente, una y otra vez, con el perfil duro en cl horizonte. Soplaba un viento frfo, y el pueblo, opaco, aguardaba Ja luvia. Casi no habia gente en la playa. Ratil, con las manos enterradas en Ja arena seca pero dura de frio, comenz6 a lorar. La’ cancién de Jaime se tornaba mds mélancélica a cada a instante, mientras el lanto de Rail se transformaba en sollozo. Sollozaba como nunca antes lo hiciera. Carmen, que estaba pensativa y s6lo a medias concen- trada en la lectura de su revista, lo. vio y acudié a él inmediatamente. : —eQué te pasa? —le pregunté—. ¢Que te duele el pie? La cancién de Jaime seguia. Cerré los ojos, y su rostro adguirié una expresién hermetica. No vela, no sentfa. Los sollozos de Ratil se hicieron gemidos, con una fuerza, con una necesidad antes desconocidas, Indignada, grité a Jaime: —Tii estas haciendo Ilorar a Raulito, chiquillo de porqueria —y lo tomé para castigarlo. Rosa acudi6, y al ver que Carmen iba a azotar a Jaime, se lo arre- bat, diciendo: —gCon qué derecho le vienes a pegar al nifio? —Mira, no més, como est4 haciendo llorar al nifio. Habrase visto, chiquillo peleador. Hijo de esa bachicha asquerosa tenia que ser. Pero eres ti que lo tienes ensefiado as{ de pendenciero. Con razén te dije ayer que después de la porquerfa que me hiciste, no queria hablarte més. —Vamos, mejor, mi hijito —dijo Rosa a Jaime. Se levant6, y partié con Rosa, sin mirar atrés. Rauil atin gemia cuando Heg6 a casa. Estaba algo afiebrado. Su madre lo acosté, permaneciendo junto a él al verlo en tal estado. El nifio tard6 en dor- mirse. Al dia siguiente, después de una noche agitada, la fiebre y los Hantos continuaron. Le preguntaban qué sentia, pero el nifio estaba mudo. Carmen fue despedida cuando, atemorizada ante lo que estaba sucediendo, confes6 todo. A medida que el verano avanzaba, la madre se dedicé mas y mas al cuidado de su hijo. La fiebre fue bajando y ios sollo- 205 amainaron. Quedaron sélo hinchazones leves bajo, los ojos encarnados. A la semana, cuando estuvo res- tablecido, el nifio pidié por favor a su madre que bajaran a la playa en la tarde, Resulté ser una tarde particularmente agradable. Una brisa, apenas, hacia sentir las mejillas y el con- torno de los brazos en el aire. Las antorchas de carde- nales y buganvillas ardian en cercas y balcones. El horizonte era preciso y leve, como rajado con un solo golpe de navaja, y el mar moria sosegado en la playa. Madre ¢ hijo se instalaron en la arena caliente. Antonio, que los viera venir, s¢ acercé a saludar a su ‘Ua, y luego se senté junto a su primo. Comenzé a ‘anturrear, y Antonio a refr, hasta que Juana Io lamé desde lejos. Rail pensé que .quizé prohibieran a An- tonio juntarse con él, Entonces jugo a echar arena en sus sandalias, dejando que se escurriera dulcemente por los orificios. —Tu pap4 va a bajar en un rato m4s. Vamos a salir a caminar los tres un poquito... —dijo su madre. Ratil no respondié. Ella estaba sonriente, y, cosa tnusitada, se habia peinado con esmero. Pero ei nifio Bo Ja miraba. Sabia, simplemente. Sabia como sabia ahora tantas cosas. Habfa adelgazado y sus facciones estaban acusadas con la misma firmeza que las de un hombre. Fenfa el perfil, los enormes ojos azules, cla- “vados en el horizonte. Casi no habia hablado desde su mejoria, ‘Sin volverse, dijo a su madre: Mi pap4 va a bajar porque Jaime se fue, ¢n0 €8 cierto? —(Cémo sabes que se fueron? Lo ayudé a iniciar un cerro de arena. —Y¥ por eso usted esta tan contenta, ¢no es cierto? —S{ —respondié la mujer joven, pero ya algo aja- do—, Su familia se aburria aqui. Bl nifio habl6é poco el resto del verano. Sus padres ¢staban ocupados de otras cosas y no lo notaron, Slo 43 notaron cuanto habia crecido. A veces Rail cantaba Para su primo Antonio, pero éste se desligaba: en realidad preferia jugar al caballo. Pia dijo que esos cantos no estaban de moda, y ademis, a ella le gus- taban las canciones con palabras. Todos tenian los gustos muy marcados, eran muy «persona», como decian los grandes. Ratil pasé casi todo el resto del verano sentado en Ia arena, solo, tarareando algo que nadie conocia. Con el perfil fijo en el horizonte, pa. recia aguardar a alguien, algo. TocaYos

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