0% encontró este documento útil (1 voto)
127 vistas24 páginas

Cristianismo y Filosofía: Un Encuentro

El documento describe la relación entre el cristianismo y la filosofía. Explica que aunque el cristianismo usó términos filosóficos para expresar su fe, sustituyó su significado original filosófico por uno religioso. También discute cómo el Evangelio de Juan usó el término filosófico "Logos" para referirse a Jesucristo, apropiándose el término para la interpretación filosófica de la fe en lugar de absorber el cristianismo en el helenismo.

Cargado por

jonathan
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (1 voto)
127 vistas24 páginas

Cristianismo y Filosofía: Un Encuentro

El documento describe la relación entre el cristianismo y la filosofía. Explica que aunque el cristianismo usó términos filosóficos para expresar su fe, sustituyó su significado original filosófico por uno religioso. También discute cómo el Evangelio de Juan usó el término filosófico "Logos" para referirse a Jesucristo, apropiándose el término para la interpretación filosófica de la fe en lugar de absorber el cristianismo en el helenismo.

Cargado por

jonathan
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 24

HHL

INTRODUCCIÓN

La religión cristiana ha entrado en contacto con la filosofía en el si-


glo I I de nuestra era, desde el momento en que hubo conversos de cultura
griega. Sería posible remontarse más arriba todavía y buscar qué nocio-
nes de origen filosófico se hallan en los libros del Nuevo Testamento, el
Cuarto Evangelio y las Epístolas de San Pablo, por ejemplo. Estas inves-
tigaciones tienen su importancia, aun cuando quienes se entregan a ellas
están expuestos a muchos errores de perspectiva. E l Cristianismo es una
religión; al usar, a veces, ciertos términos filosóficos para expresar su fe,
los escritores sagrados cedían a una necesidad humana, pero sustituían el
antiguo sentido filosófico de estos términos por un sentido religioso nue-
vo. Es este sentido el que se les debe atribuir cuando se les encuentre en
libros cristianos. Tendremos frecuentes ocasiones de verificar esta regla
a lo largo de la historia del pensamiento cristiano, y resulta siempre pe-
ligroso olvidarla.
Reducida a lo esencial, la religión cristiana se fundaba, desde sus co-
mienzos, sobre la enseñanza de los Evangelios, es decir, sobre la fe en la
persona y en la doctrina de Jesucristo. Los Evangelios de Mateo, Lucas y
Marcos anuncian al mundo una buena nueva. Ha nacido un hombre en
circunstancias maravillosas: se llamaba Jesús; ha enseñado que era el
Mesías anunciado por los profetas de Israel, e Hijo de Dios, y lo ha de-
mostrado con sus milagros. Este Jesús ha prometido el advenimiento del
reino de Dios para todos aquellos que se preparen a él con la observancia
de sus mandamientos: el amor al Padre que está en los cielos; el amor
mutuo de los hombres, hermanos desde ahora en Jesucristo e hijos del
mismo Padre; la penitencia de los pecados; la renuncia al mundo y a todo
lo que es del mundo, por amor al Padre sobre todas las cosas. E l mismo
Jesús ha muerto en la Cruz para redimir a los hombres; su resurrección
ha demostrado su divinidad, y vendrá de nuevo, al fin de los tiempos,
para juzgar a los vivos y a los muertos y reinar con los elegidos en su
reino. N i una palabra de filosofía en todo esto. E l Cristianismo se dirige
HHL
HHL

12 Introducción
al hombre para aliviarle de su miseria, mostrándole cuál es la causa de
ésta y ofreciéndole el remedio. Es una doctrina de salvación, y por ello
precisamente es una religión. La filosofía es un saber que se dirige a la
inteligencia y le dice lo que son las cosas; la religión se dirige al hombre
y le habla de su destino, ya sea para que se someta a él, como la religión
griega, ya sea para que lo realice, como la religión cristiana. Por lo demás,
ésa es la razón por la cual, influenciadas por la religión griega, las filoso-
fías griegas son filosofías de la necesidad, mientras que las filosofías in-
fluidas por la religión cristiana serán filosofías de la libertad.
Así, desde el origen de esta historia, el resultado de su episodio central
venía decidido por la naturaleza misma de las fuerzas que debían crearlo.
Este momento crítico se situará hacia el fin del siglo x i i i , cuando el mundo
occidental tenga que elegir entre el necesitarismo griego de Averroes y
una metafísica de la libertad divina. La elección estaba hecha de antemano
para todos cuantos profesaban la doctrina de Jesucristo. Mesías de Dios,
el último de los profetas de Israel, y el más grande, no había venido a su-
primir el Antiguo Testamento, sino a cumplirlo. Mantener y confirmar el
Antiguo Testamento era al mismo tiempo situar la historia del hombre,
tal como la entenderían los cristianos, en el conjunto de la historia del
mundo, tal como la habían entendido los judíos. La doctrina cristiana de
la salvación venía a insertarse así en una cosmogqnía. E n la cima de todo,
Yahveh (Jehováh), que es Dios. Cuando Moisés le pregunta cuál es su nom-
bre, ese Dios le responde: «Yo soy el que soy», y añade: «Hablarás así a
los hijos de Israel: el que es me envía a vosotros» (Éxodo, III, 12-15). Por
el hecho de que es, y de que es E l que Es, este Dios es único. Yo-Soy es
Dios, y no hay otro Dios que Él. E n el principio, Yahveh creó el cielo y la
tierra, incluso el hombre; el mundo, que es obra suya, le pertenece y en él
puede intervenir en todo momento, según su voluntad. De hecho, no cesa
de intervenir, gobernándolo por su providencia, escogiéndose libremente
un pueblo elegido al que promulga su ley y cuya historia conduce conti-
nuamente, castigando y premiando alternativamente. Porque nada se le
oculta. Yo-Soy es un Dios vivo y todopoderoso que tiene el mundo en su
mano. Ninguna de sus obras puede sustraerse en nada ni por un solo
momento a la vista de Aquel que las hace existir; Él penetra los ríñones
y los corazones; ni un acto, ni un pensamiento siquiera, se le escapa; pa-
dre buenísimo de los que le aman y de los que ama, es también juez sin
apelación de los que le niegan el culto exclusivo al que tiene derecho, sus-
trayéndose de su ser\dcio. Pero ¿cómo negárselo? Su existencia y su gloria
brillan en toda su obra. La tierra y los cielos confiesan su poder, porque
este poder es una sabiduría. Más ágil que todo movimiento, única y pre-
sente en todas partes, lo ha dispuesto todo según su naturaleza, su peso
y su orden; penetrando el mundo de parte a parte con fuerza y condu-
ciéndolo con dulzura, ella es quien revela al espíritu el sentido secreto
de las cosas, la estructura del universo y las propiedades de los elemen-
tos. Del mismo modo que explica el mundo al pensamiento del sabio, le
desvela también el sentido de su historia, el comienzo, el medio HHLy el fin
HHL

Introducción 13

de los tiempos. Artífice de todos estas cosas, la Sabiduría de Dios es la


única que las puede enseñar. También aquí, cualquier verdad que se pre-
sente al término de una investigación conducida por la razón humana, e
igualmente el mundo y la misma sabiduría, no son sirio la obra y el don
de Dios.
Este hecho capital, cuyo olvido es fuente permanente de confusiones,
debe ser para nosotros regla de interpretación en el caso, en apariencia
más complejo, del principio del Evangelio de Juan. Allí se ve aparecer, en
efecto, toda una serie de términos y de nociones cuyas resonancias filosó-
ficas son innegables, y en primer lugar la del Logos o Verbo. En el prin-
cipio era el Verbo; estaba con Dios; todo ha sido hecho por Él; en Él
estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Esta noción griega de
Logos es manifiestamente de origen filosófico, principalmente estoico, y
había sido ya utilizada por Filón de Alejandría (muerto hacia el 40 después
de J. C ) . Pero ¿qué papel desempeña esta noción en el principio del cuarto
Evangelio? Puede admitirse, como con frecuencia se ha hecho, que una
noción filosófica viene a ocupar aquí el lugar del Dios cristiano, imponien-
do así a la corriente del pensamiento cristiano una desviación primitiva que
ya nunca será capaz de enderezar. E l momento es, pues, decisivo; Hele-
nismo y Cristianismo están desde entonces en contacto. ¿Cuál de ellos ha
absorbido al otro?
Supongamos que el Helenismo hubiera triunfado entonces. Debería-
mos asistir a este acontecimiento de importancia ciertamente capital: una
filosofía del Logos, que explica la formación del mundo por la acción de ese
supremo inteligible, y que quizá incluso ve en él un principio de liberación
y de salvación, encuentra una secta judía que predica un Mesías, absorbe
a ese Mesías y hace de él una manifestación del Verbo. Los gnosticismos
que han de nacer serán fruto de una operación de este género, pero precisa-
mente por eso la religión cristiana se negará tan firmemente a confimdirse
con ellos. La cosa era, pues, posible, y se produjo; pero, en el Evangelio
de Juan, no es esto lo que se produjo. Fue exactamente todo lo contrario.
Partiendo de la persona completa de Jesús, objeto de la fe cristiana, Juan
se vuelve hacia los filósofos para decirles que lo que ellos llamaban Logos
era Él; que el Logos se ha hecho carne y que ha habitado entre nosotros,
de tal modo que —escándalo intolerable para espíritus en busca de una
explicación puramente especulativa del mundo— nosotros lo hemos visto
(Juan, I, 14). Decir que el Cristo es el Logos no era una afirmación filo-
sófica, sino religiosa. Como dijo excelentemente A. Puech: «Lo mismo que
en todas las nociones que el Cristianismo ha. tomado del Helenismo a
partir de ésta, que es, por lo que conocemos, la primera, se trata de apro-
piarse una noción que servirá para la interpretación filosófica de la fe,
más bien que de un elemento constitutivo de esta fe.»
E l solo hecho de que la religión cristiana se haya apropiado una noción
filosófica de tanta importancia desde el tiempo del cuarto Evangelio no
deja, por eso, de ser un acontecimiento decisivo. Por lo mismo (y es, con
mucho, lo más importante), la revelación cristiana misma, con anterioridad
HHL
HHL

14 Introducción
a toda especulación teológica y filosófica, no solamente legitimaba, sino
que imponía semejantes apropiaciones. Esta es la razón por la cual nece-
sariamente debía resultar de ello una especulación teológica y filosófica.
Afirmar que, en cuanto Logos, el Cristo es Dios, que todo ha sido hecho
en Él y por Él, que Él es la vida y la luz de los hombres, era como re-
clamar anticipadamente no sólo una teología del Verbo, sino también una
metafísica de las Ideas divinas y una noética de la iluminación.
Esto, que es válido para el Evangelio de San Juan, lo es también para
las Epístolas de San Pablo, judío de nacimiento, pero originario de Tarso,
en Cilicia, que era una ciudad abierta a las influencias griegas; Pablo ha
oído con seguridad «diatribas» estoicas, de las que ha conservado el tono
vehemente y determinadas expresiones; pero también aquí encontramos
algo más que reliquias de metafísicas anteriores; dos o tres ideas sim-
ples, casi brutales, en todo caso fuertes, y que son otros tantos puntos de
partida. En primer lugar, una cierta noción de la Sabiduría cristiana. Pablo
conoce la existencia de la sabiduría de los filósofos griegos, pero la con-
dena eñ nombre de una Sabiduría nueva, que es una locura para la razón:
la fe en Jesucristo: «Los judíos exigen milagros y los griegos buscan la
sabiduría; nosotros, en cambio, predicamos un Cristo crucificado, escán-
dalo para los judíos y necedad para los gentiles, pero para aquellos que
han sido llamados, sean judíos o griegos, poder úe Dios y Sabiduría de
Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hom-
bres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres»
(I Cor., I, 22-25). De este doble ataque, el que se dirige a los filósofos tendrá
prolongado eco durante la Edad Media, tanto más cuanto que San Pablo
lo repite varias veces (I Cor., I, 21; II, 5, 8). Sobre la sabiduría humana, y
reduciéndola a necedad, está la locura de la predicación. Sabiduría que
salva.
Este alegato contra la sabiduría griega no era, sin embargo, una con-
denación de la razón. Subordinado a la fe, el conocimiento natural no
queda excluido. Por el contrario, en un texto que será citado constante-
mente en la Edad Media (Rom., I, 19-21), y del que el mismo Descartes se
aprovechará para legitimar su empresa metafísica, San Pablo afirma que
los hombres tienen de Dios un conocimiento natural suficiente para jus-
tificar la severidad eterna para con ellos: «pues la cólera de Dios estalla
desde lo alto del cielo contra toda impiedad y toda injusticia de los hom-
bres, los cuales, por su injusticia, retienen cautiva la verdad; ya que lo
que se puede conocer de Dios, está manifestado entre ellos; Dios se lo ha
manifestado. E n efecto, sus perfecciones invisibles, su eterno poder y di-
vinidad se han hecho visibles a la inteligencia, desde la creación del mun-
do, por medio de sus obras». Sin duda, lo que San Pablo quiere probar
aquí es que los paganos son inexcusables; pero lo establece en virtud del
siguiente principio:. la razón puede, mediante la inteligencia y partiendo
del espectáculo de las obras divinas, conocer la existencia de Dios, su
eterno poder, y otros atributos más que no nombra. HHL
HHL

Introducción 15
La tesis no era nueva, ya que se encuentra explícitamente afirmada en
el libro de la Sabiduría (XIII, 5-9); pero, gracias a San Pablo, desde ahora
impondrá a todo filósofo cristiano el deber de admitir que es posible para
la razón humana adquirir un cierto conocimiento de Dios, a partir del
mundo exterior.
Otro texto de la Epístola a los Romanos obligaba, de manera semejante,
a admitir que todo hombre encuentra en su conciencia el conocimiento
natiural de la ley moral (Rom., II, 14-15); otros, por fin, contenían algu-
nas indicaciones de alcance esencialmente religioso en el tekto de las
Epístolas, pero cuyas fórmulas eran de origen estoico y que nosotros ve-
remos utilizadas después por numerosos autores cristianos. Tal, sobre
todo, la distinción del alma (psyché, anima) y el soplo (pneuma, spiritus),
que más tarde servirá de base a muchas especulaciones psicológicas ins-
piradas en la primera Epístola a los Tesalonicenses, V , 23. Así, pues, asis-
timos aquí, sencillamente, a otra de estas apropiaciones filosóficas, de las
cuales San Juan acaba de darnos un ejemplo tan notable. De igual manera
que San Juan dice a los paganos: «lo que vosotros llamáis Verbo es nues-
tro Cristo», San Pablo dice a los estoicos: «lo que vosotros llamáis Sabi-
duría es nuestra fe en Cristo, y esa conciencia de que vosotros tanto ha-
bláis rinde homenaje al Cristo, sin saberlo». Estos puntos de contacto no
permiten descubrir la introducción de ningún elemento griego en la sus-
tancia de la fe cristiana; la persona del Cristo y eí sentido de su misión
no se ven afectados por ello en modo alguno; los acontecimientos que el
Evangelio refiere y la doctrina que enseña seguirán siendo, en su integri-
dad primitiva, la materia sobre la que se va a ejercer la reflexión de los
Padres y de la Iglesia.
Se llama literatura patrística, en sentido amplio, al conjunto de las
obras cristianas que datan del tiempo de los Padres de la Iglesia; pero no
todas tienen a los Padres de la Iglesia como autores, y ni siquiera se en-
cuentra rigurosamente precisado este título. E n un primer sentido, designa
a todos los escritores eclesiásticos antiguos muertos en la fe cristiana y en
comimión con la Iglesia; en sentido estricto, un Padre de la Iglesia debe
pTesentar cuatro caracteres*, ortodoxia doctrinal, santidad de vida, apro-
bación de l a Iglesia, antigüedad relativa (.hasta el fin del siglo i i i , aprow.-
madamente). Cuando falta la nota de antigüedad, si el escritor ha repre-
sentado de manera eminente la doctrina de la Iglesia, recibe el título de
Doctor de la Iglesia; pero el uso autoriza a llamar Padres a los más anti-
guos de entre ellos, hasta Gregorio Magno; en la Edad Media se desig- S
naba a todos con el título de Sancíi. Cuando se distinguía a los «santos»
de los «filósofos», se entendía que se hablaba de los Doctores de la Iglesia.
E n 1298, Bonifacio V I H elevó al rango de Doctor de l a Iglesia a Ambrosio,
Agustín, Jerónimo y Gregorio Magno. Muchos otros, como Tomás de Aqui-
no, son relativamente recientes; Buenaventura recibió este título de Six-
to V, ya en. 1587. Recordemos que el Doctor de la Iglesia no es infalible^ y
que cuando yerra no habla como Doctor. Por debajo de los Doctores de
la Iglesia están los Escritores eclesiásticos, cuya autoridad doctrinal es
HHL
HHL

16 Introducción
mucho menor y cuya ortodoxia puede, incluso, no ser irreprochable, pero
que son testigos antiguos e importantes de la tradición; Orígenes y Eusebio
de Cesárea pertenecen a este grupo. Estas precisiones son de origen mo-
derno; la Edad Media, si bien no colocaba a todos estos autores en el mismo
nivel, tampoco los distribuía con arreglo a una clasificación precisa. A l
hablar de la actitud de los Padres griegos y de los Padres latinos respecto
de la filosofía, incluiremos juntamente, bajo esta denominación común, a
los Escritores eclesiásticos y a los Doctores de la Iglesia.

BIBUOGRAFÍA

Se encontrará una excelente introducción al estudio de estos problemas en Aimé


PUECH, Histoire de la Uttérature grecgue chrétienne depuis les origines jusqu'á la fin
du IV' siécle, t. I, Le Nouveau Tesíament, París, Les Belles-Lettres, 1928 (para un com-
plemento bibliográfico, op. cit., p. 5; Histoire Uttéraire).—S. LEBRETON, Les origines du
dogme de ta Trinité, 4.' ed., París, 1919.—C. TOUSSAINT, L'Hellénisme et l'apótre Paul,
París, 1931.—F. PRAT, Le théologie de Saint Paul, 6.' ed., París, 1924.

HHL
HHL

CAPÍTULO PRIMERO

LOS PADRES GRIEGOS Y L A FILOSOFIA

La filosofía no aparece en la historia del Cristianismo hasta él momear


to en que ciertos cristianos toman posición ante ella, sea para condenarla,
sea para absorberla en la religión nueva, sea para utilizarla con fines de
apologética cristiana.
E l término «filosofía» presenta desde esta época el sentido de «sabidu-
ría pagana», que conservará durante siglos. Incluso en los siglos x i i y x i i i ,
los términos philosophi y sancti significarán directamente la oposición
entre la visión del mundo elaborada por hombres privados de las luces
de la fe y la visión de los Padres de la Iglesia, que hablan en nombre de
la revelación cristiana. No es menos verdad que el Cristianismo hubo de
tomar muy pronto en consideración las filosofías paganas y que, según
sus temperamentos personales, los cristianos cultos de los primeros siglos
adoptaron actitudes muy diferentes respecto de ellas. Algunos, que se con-
virtieron al Cristianismo tardíamente, después de haber sido educados
en la filosofía griega, se sentían tanto menos inclinados a condenarla en
bloque cuanto que su propia conversión les parecía más bien la peripecia
final de una búsqueda de Dios que ellos comenzaron de la mano de los
filósofos. Por un inevitable efecto de perspectiva, consideraban a los pensa-
dores paganos de los siglos pasados como encarrilados ya en la vía cuyo
término acababa de revelar, por fin, el Cristianismo. Otros, por el contra-
rio, a quienes ninguna necesidad especulativa inclinaba a las investigacio-
nes filosóficas, adoptaban una actitud resueltamente negativa ante doc-
trinas que no despeítaban en ellos interés alguno. De todas formas, puesto
que la filosofía sigue siendo considerada como una realidad distinta de la
fe cristiana, todavía es posible escribir su historia, es decir, la historia
de lo que los primeros cristianos han pensado de ella. HHL

nujsoFíA.—2
HHL

Padres griegos

I, Los PADRES APOLOGISTAS

Desde el siglo n de la era cristiana aparecen los Padres apologistas,


o apologetas, llamados así porque sus obras principales son apologías de
la religión cristiana. E n el sentido técnico del término, una apología era
un alegato jurídico; y estas obras son, en efecto, alegatos para obtener de
los emperadores romanos el reconocimiento del derecho legal que los cris-
tianos tenían a existir en un imperio oficialmente pagano. Se encuentran
en ellas exposiciones parciales de la fe cristiana y algunos intentos de jus-
tificarla ante la filosofía griega.

De las dos apologías más antiguas, que datan ambas del año 125, apro-
ximadamente, la de Quadrato no ha sido encontrada. Por otra parte, pa-
rece que se había apoyado, sobre todo, en los milagros de Cristo, y ningún
testimonio sugiere que haya tomado posición frente a los filósofos. Por
el contrario, se conserva la traducción de la de Arístides, que contiene
algimas tesis de manifiesta inspiración filosófica. Partiendo de la consi-
deración de las cosas en su conjunto y del orden que en ellas se observa,
Arístides hace notar que todo el movimiento ordenado que reina en el
imiverso obedece a una cierta necesidad, de donde concluye que el autor
y el ordenador de este movimiento es Dios. Inmóvil, incomprensible e
innombrable, este Dios envuelve con su poder el universo que ha creado.
N i los elementos ni los astros son divinidades; no hay más que un solo
Dios, al que todas las razas humanas deben igualmente homenaje: bár-
baros, griegos, judíos y cristianos. L a visión cristiana del universo queda,
pues, fijada en sus líneas generales desde el primer cuarto del siglo i i ;
se la podría llamar «judeo-cristiana» sin inexactitud, porque es la misma
que el Cristianismo había heredado del Antiguo Testamento. La noción de
un Dios único, creador del universo, es su rasgo dominante. Se impuso
iiunediatamente al espíritu de los primeros escritores cristianos, puesto
que se la vuelve a encontrar, expresada con un vigor inesperado en estas
fechas, en el Pastor, de Hermas (hacia 140-145): «Ante todo, creo que no
existe más que un solo Dios, que ha creado y acabado todas las cosas, y ha
producido todas las cosas en el ser partiendo de la nada» (Preceptos, I, 1).
Por otra parte, esta misma fórmula de la creación ex nihilo tenía origen
bíblico (// Macch., VII, 28) y había de convertirse en el término técnico
que todos los escritores cristianos emplearían para designar el hecho de la
creación.

La obra de San Justino Mártir es contemporánea del Pastor, de Hermas.


Nacido en Flavia Neápolis (Naplusa), de padres paganos, Justino se con-
virtió al Cristianismo antes del 132, y fue martirizado en Roma bajo el
prefecto Junio Rústico (163-167). Entre los escritos que se han conservado
de él, los más importantes son la Primera Apología (150), dirigida al em-
perador Adriano, pronto seguida de su complemento, la Segunda HHLApología,
HHL

Apologistas: San Justino 19


dirigida al emperador Marco-Aurelio, y el Diálogo con Trifón, compuesto
hacia 160. Él mismo nos ha contado su evolución religiosa, y aun cuando
el relato que nos da de ella en el Diálogo con Trifón resulte estilizado, no
por eso expresa menos fielmente las principales razones que podía tener
para convertirse al Cristianismo un pagano de cultura griega hacia el
año 130 después de J. C. Las preocupaciones religiosas ocupaban entonces
una gran parte de la especulación filosófica griega. Convertirse al Cristia-
nismo era, con frecuencia, pasar de ima filosofía animada de espíritu re-
ligioso a una religión capaz de consideraciones filosóficas. Para el joven
Justino, la filosofía era «lo que nos conduce hacia Dios y nos une a Él».
Primeramente asistió a las explicaciones de los estoicos; pero estos hom-
bres ignoraban a Dios y llegaron a decirle que no era necesario conocerle.
Habiéndose dirigido luego a los peripatéticos, dio con un maestro que
le preguntó, en primer lugar, qué salario le daría «para que sus relacio-
nes no resultasen inútiles»: no era, pues, filósofo. Justino quiso entonces
instruirse con un pitagórico, pero este maestro exigía que supiese antes
la música, la astronomía y la geometría, y Justino no podía decidirse a
consagrar a estas ciencias el tiempo necesario. Mejor éxito le esperaba
con los discípulos de Platón. Allí se instruyó verdaderamente en lo que
deseaba aprender: «La inteligencia de las cosas incorpóreas —dice Jus-
tino— me cautivaba en el más alto grado; la contemplación de las Ideas
daba alas a mi espíritu; tanto, que al poco tienipo creía haberme hecho
un sabio; llegué a ser tan tonto como para esperar que iba a ver a Dios in-
mediatamente, ya que tal es el fin de la filosofía de Platón.»
Lo que Justino buscaba en la filosofía era una religión natural; nadie
se extrañará, pues, de que más tarde haya cambiado el platonismo por
otra religión. En un lugar solitario al que se había retirado para meditar,
Justino encontró un anciano que le preguntó acerca de Dios y del alma,
y como él respondiese exponiendo los puntos de vista de Platón sobre
Dios y sobre la transmigración de las almas, el viejo le hizo ver su incohe-
rencia: si las almas que han visto a Dios han de olvidarle después, su
dicha no es más que miseria, y si las que son indignas de verle permane-
cen ligadas al cuerpo en castigo de su misma indignidad, este castigo es
inútil, puesto que no saben que están castigadas. Allí mismo delineó Justino
una justificación del Timeo, pero el anciano le respondió que a él no le
preocupaban ni el Timeo ni la doctrina platónica de la inmortalidad del
alma. Si el alma vive inmortalmente, no es porque ella sea vida, como
Platón enseña, sino porque la recibe, según enseñan los cristianos: el alma
vive porque Dios lo quiere y por todo el tiempo que Él quiere. Esta res-
puesta nos parece hoy de una sencillez rayana en la banalidad, pero se-
ñalaba netamente el límite que separa al Cristianismo del platonismo.
Justino preguntó entonces dónde podía leer esta doctrina, y como se le
respondiese que no estaba en los escritos de ningún filósofo, sino en los
del Antiguo y Nuevo Testamento, Justino se abrasó al instante en deseos
de leerlos: «Súbitamente se encendió un fuego en mi alma, quedé herido
de amor por los profetas y por aquellos hombres amigos del Cristo; y.
HHL
HHL

20 Padres griegos
meditando conmigo mismo en todas estas palabras, descubrí que esta
filosofía era la única segura y provechosa.»
Este texto del Diálogo con Trifón es de importancia capital, pues nos
hace ver, en i m caso concreto e históricamente observable, cómo la reli-
gión cristiana ha podido asimilarse inmediatamente un dominio reivindi-
cado hasta entonces por los filósofos. E l Cristianismo ofrecía una nueva
solución a los problemas que los mismos filósofos habían planteado. Una
religión fundada sobre la fe en una revelación divina se presentaba como
capaz de resolver los problemas filosóficos con mejores títulos que la
filosofía misma; sus discípulos tenían, pues, derecho a reclamar el título
de filósofos y, puesto que se trataba de la religión cristiana, a declararse
filósofos en tanto que cristianos.
Tal pretensión no se hallaba, sin embargo, a cubierto de cualquier
objeción. E n primer lugar, si se admite que Dios ha revelado la verdad a
los hombres únicamente por medio del Cristo, parece ser que aquellos y
'que hem vivido antes de Crist^jiojian sido culpables de haberle ignorado.j
Planteando él también este problema en la Primera Apología, Justino se
comprometía a definir la naturaleza de la revelación cristiana y su lugar
en la historia de la humanidad. E l principio de solución que propone está
tomado del prólogo del Evangelio de San Juan. «Hemos aprendido —de-"]
clara, en efecto— que el Verbo ilmnina á todo hombre que viene a este /
mundo, y que, por consiguiente, todo el género humano participa del
Verbo.» Existe, por tanto, una revelación tmiversal del Verbo divino ante_-
rior a la que se produjo cuando el mismo VefEó se hizo carng. Esta tesis
será nuevamente expuesta por Justino, en términos tomados del estoicis-
mo, al afirmar, en su Segunda Apología, que la verdad del Verbo es como
tma «razón seminal», es decir, un germen del cual cada hombre ha recibido
una_£artí£iila. De cualquier manera que imo se exprese, el hecho siempre
es el mismo, y, puesto que el Cristo es el Verbo hecho carne, todos los
hombres que han vivido según el Verbo, sean judíos o paganos, han vivido
según el Cristo, mientras que aquellos que, por sus vicios, han vivido
contra el Verbo, han vivido también contra el Cristo. H a habido, pues,
crístizmos y antiyistianos antes de Cristo, y, consiguientemente, ha habido
asunismo mérito y demérito. Añadamos que los filósofos griegos han toma-
do con frecuencia sus ideas de los libros del Antiguo Testamento, y ten-
dremos derecho a concluir que la revelación cristiana es el punto culmi-
nante de ima revelación divina tan antigua como el género humano. ~'
Si esto es así, el Cristianismo puede asumir la responsabilidad de toda
la historia, pero también recaba para sí su beneficio. Todo lo que se ha
hecho mal, se ha hecho contra el Verbo; todo lo quéf se ha hecho bien, se
ha hecho por el Verbo; ahora bien, el Verbo es el Cristo; luego —con-*
cluye Justino en nombre de los cristianos— «cuanto de verdad se ha dicho
nos pertenece». Esta sentencia, justamente famosa, de la Segunda Apolo- •
gía (cap; XIII) justificaba de antemano el uso que los pensadores cristia-
nos de los siglos venideros habían de hacer de la filosofía griega. A l menos
se ve por qué no resultó esto sorprendente para el mismo Justino. Según
HHL
HHL

Apologistas: San Justino 21


él, Heráclito y los estoicos no son extraños al pensamiento cristiano; Só-
crates ha conocido «parcialmente» al Cristo: en efecto, ha descubierto
ciertas verdades por el esfuerzo de la razón, la cual es una participación
del Verbo, y el Verbo es el Cristo; Sócrates pertenece, pues, a los discí-
pulos del Cristo. E n resumen, se puede decir lo mismo de todos los filó-
sofos paganos que, habiendo pensado la verdad, han poseído los gérme-
nes de esta verdad plena que la revelación cristiana nos ofrece en estado
perfecto.
Los principios rectores de Justino son más importantes que las apli-
caciones que hace de ellos. L a misma naturaleza de sus escritos no se
prestaba, por otra parte, a exposiciones generales ni a discusiones profun-
das. E l Diálogo con Trifón y las dos Apologías no pretenden exponer la
doctrina cristiana en su conjunto, y menos aún desarrollar las concep-
ciones filosóficas a que su autor se adhería. Justino no hace más que tocar",
de paso los puntos sobre los cuales juzga útil justificar la fe cristiana; y
nosotros sólo podemos recoger estas indicaciones fragmentarias, agru-
pándolas según un orden que ni siquiera se debe a él.
Dios es un ser único e innombrable; Justino dice «anónimo». Llamarle
PadreTCreador, Señor, Maestro, más bien significa designatTó que Él es o
hacejara nosotros que lo que es en sí. Este Dios oculto es el Dios Padre.
"¡Creador del mundo, nadie le ha hablado jaiñás n i Je ha vistoTpero se hia
dado a conocer al hombre enviándole «otro Dios distinto del que lo ha
hecho todo: digo distinto en cuanto al nombre, pero no en cuanto á la
noción». Este otro Dios es el Verbo, que se ha aparecido a Moisés, así como
a otros patriarcas, y del cual hemos dicho que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo. E l Verbo es el «primogénito» de Dios, que lo ha esta-
blecido o «constituido» antes que toda criatura. Cuando intenta expresar
la relación del Verbo al Padre, Justino emplea comparaciones necesaria-
mente deficientes, como la de un fuego que enciende a otro sin disminuir
él, o aquella —a todas luces estoica— del pensamiento (verbo interior) quft
se expresa en palabras (verbo hablado) sin separarse por eso de sí mismo ^
Esta generación del Verbo por el Padre se produjo antes de la creación
d d mundo. Un texto oscuro, traducido de diversas maneras por los dis-
tintos intérpretes, autoriza a irnos a decir que, según Justino, el Verbo
fue engendrado antes de la creación, pero con vistas a la creación, y a
otros a no atribuirle esta doctrina de la generación temporal del Verbo.
Sea de ello lo que fuere, Justino ha subordinado expresamente el Verbo '
al Padre y Creador de todas las cosas. E l Dios demiurgo, para decirlo como
él con el lenguaje del Timeo, ocupa el primer lugar; el Verbo, que Él ha
engendrado según su voluntad, es también Dios, pero de segundo orden.
En cuanto al Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad cristiana, es
Dios «en tercer lugar». Por lo demás, la maniera como Justino habla de Él,
invita a pensar que nuestro autor no ha definido nunca con claridad ni
la naturaleza, ni el lugar, ni el papel del Espíritu Santo.
Del hombre, Justino apenas ha considerado otra cosa que el alma. E l
pasaje del Diálogo con Trifón, en que habla de su naturaleza, esHHLbastante
HHL

22 Padres griegos
oscuro: «Así como el hombre no existe perpetuamente y el cuerpo no
subsiste siempre unido al alma, sino que, cuando esta armonía debe ser
destruida, el alma abandona al cuerpo y el hombre ya no existe, de la
misma manera, cuando el alma debe cesar de existir, el espíritu de vida
huj'e de ella; el alma-no existe ya y vuelve, a su vez, al principio de donde
había sido sacada.» Esta concepción tripartita de la naturaleza humana
(cuerpo, alma, espíritu o pneuma) es de origen paulino y estoico. Por otra
parte, se advierte que Justino no considera imposible la muerte del alma.
E n efecto, como le había enseñado el anciano a quien debía su conversión,
el alma no es vida, la recibe de Dios; luego no es inmortal con derecho
pleno, sino que dura tanto tiempo como plazca a Dios conservarla. Un
curioso texto del Diálogo con Trifón (V, 3) dice que las almas de los justos
van a un mundo más feliz, en que no mueren, mientras que las de los malos
son castigadas tanto tiempo cuanto Dios quiere que existan; pero como
Justino habla en otras partes de castigos eternos, no se puede afirmar que
haya tomado posición clara en esta materia. Sea de ello lo que sea, Justino
no duda que el alma deba ser recompensada o castigada en la otra vida,
con arreglo a sus méritos o deméritos. Por otra parte, nada más justo: ya
que su voluntad es libre, y no sometida al destino como pretenden los
estoicos, el hombre es responsable de sus actos. Justino ha insistido tan
fuertemente sobre el libre albedrío como fundamento necesario y sufi-
ciente del mérito y del demérito, y ha hablado tan poco y tan vagamente
del pecado original, que no se ve claro cómo ha podido concebir el papel
de la gracia. Sin embargo, habla de ella, y si recordamos que varios es-
critos de Justino se han perdido, sin duda se juzgará cuerdo no intentar
reconstruir arbitrariamente su posición en este punto. Ciertamente, Jus-
tino no pensó que sus obras le salvarían sin Cristo, ni que Cristo le sal-
varía sin sus obras, pero no se ve que haya sentido necesidad de funda-
mentar esta doble certeza sobre especulación alguna.
Justino se presenta como el primero de aquellos para quienes la reve-T
lación cristiana es el punto culminante de una revelación más amplia y,
a pesar de ello, cristiana a su modo, puesto que toda revelación viene del
Verbo y Cristo es el Verbo encamado. Se le puede, por tanto, considerar
como el antepasado de esta familia espiritual cristiana, para cuyo cris-
tianismo, ampliamente abierto, reclama como suyo todo lo verdadero y
todo lo bueno, esforzándose en descubrirlo para asimilarlo. Los miem-
bos de esta familia van a ser numerosos, y no todos serán santos; pero
Justino Mártir lo fue; la sangre que derramó por Cristo garantiza plena-
mente la autenticidad de un cristianismo de este género y se desborda
sobre testimonios menos puros que el suyo. Entre los testigos de Cristo '
que le habían confesado hasta el martirio, Justino gustaba de contar a
Sócrates, condenado y hecho morir por instigación del demonio a causa
de su inflexible anior a la verdad. Quizá sea necesario recordar esto para
interpretar correctamente la frase de Erasmo, porque Justino había jus-
tificado por anticipado cuanto hay de verdad en la invocación HHL —tantas
HHL

Apologistas: Taciano 23
veces citada y tan diversamente interpretada— del humanista: «San Sócra-
tes, ruega por nosotros.» y/

Los hechos históricos llevan a veces su capricho hasta simular el orden.


Después de Justino, Taciano, o sea, el prototipo y antepasado de esos
pensadores cuyo cristianismo, replegado sobre sí mismo, se halla más
dispuesto a excluir que ávido de asimilar. La educación de Taciano parece
haber sido la de un retórico griego. Por otra parte, conservó durante toda
su vida el gusto literario y el estilo —a menudo oscuro— que había asimi-
lado en su juventud. Después de haber viajado mucho y haberse iniciado
en diversas disciplinas, sobre todo en filosofía, se convirtió al Cristizmis-
mo por razones semejantes a las de Justino. Taciano se dirigió entonces a
Roma, conoció allí a Justino y se hizo discípulo suyo. Este maestro, que
él llama «admirabilísimo», ejerció profunda influencia sobre su pensa-
miento; pero los elementos que pasaron de Justino a Taciano cambiaron
grandemente de aspecto al integrarse en la obra del discípulo. Su obra
principal, el Discurso a tos griegos, está fechada por sus historiadores en-
tre 166 y 171, pero por razones muy abstractas. Cuanto más se subrayan
sus elementos heréticos, más se aproximan sus fechas a aquella en que
Taciano salió de la Iglesia; cuanto más se atenúa este aspecto de su obra,
más se aproxima la composición a la fecha en que. Taciano se convirtió al
Cristianismo. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que Taciano se encaminó
cada vez más a una especie de gnosticismo, y en 172 se adhirió a la gnosis
de Valentín. Más adelante debía fundar, o bien restaurar, la secta llamada
de los Encratitas, que profesaban un rigorismo moral absoluto, proscri-
bían el matrimonio y prescribían la abstinencia de carne y vino bajo pena ^
de pecado. Taciano exageró tanto la aplicación de sus principios, que llegó
a sustituir el vino por el agua en el Sacramento de la Eucaristía. Del úl-
timo período de su vida data una concordancia de los cuatro Evangelios,
el Diatessaron, cuyo éxito fue considerable, especialmente en Siria.
E l Discurso a los griegos es la declaración de los derechos de los Bár-
baros, es decir, de los Cristianos y del Cristianismo, contra los helenos y
su cultura. Taciano ha usado a menudo contra ellos un argumento que ya
hemos encontrado en Justino, pero que los polemistas de la escuela judeo-
alejandrina (JOSEFO, Contra Apión, I; FILÓN, Alegorías, I, 33) habían em-
pleado antes que ellos: los griegos han tomado de la Biblia gran número
de sus ideas filosóficas. Nada nos permite hoy pensar que semejante afir-
mación esté justificada; pero, considerada como hecho, prueba que los
primeros pensadores cristianos han tenido conciencia plena de que una
determinada área de problemas pertenecía simultáneamente a la juris-
dicción de los filósofos y a la de los cristianos. S i Taciano no ha inventado
el argumento, ha hecho de él amplio uso, de tal modo que en eso reside
el rasgo característico de su apologética. Por otra parte, ha generalizado
su empleo, inspirándose en un violento sentimiento antihelénico. Sostenía
que los griegos no habían inventado nvmca nada, ni, en particular, la filo-
sofía. Los capítulos 31, 36 y 110. del Discurso intentan probar que «nuestra
HHL
HHL

24 Padres griegos
filosofía», como llama Taciano a la religión cristiana, es más antigua que
la civilización de los griegos, y que éstos han extraído de ella muchas doc-
trinas, sin comprenderlas bien, por lo deáiás. Los sofistas griegos han ro-
bado sus ideas y disimulado sus robos. Lo que no han tomado de las
Sagradas Escrituras es absurdo; por eso no se ve de qué superioridad
pueden vanagloriarse los filósofos. Aristóteles, por ejemplo, negaba la pro-
videncia o, al menos, la limitaba al ámbito de lo necesario, con exclusión
de todo cuanto acontece en el mundo sublunar; además, enseñaba una
moral aristocrática y reservaba la felicidad para los que tienen riquezas,
nobleza, fuerza corporal y belleza. Los estoicos predicabím la doctrina
del eterno retomo de los acontecimientos: Anitos y Meletos tendrán, pues,
que volver necesariamente para acusar de nuevo a Sócrates; y, dado
que hay siempre más malos que buenos, siempre volverá a haber pocos
justos y muchos malos. Esto equivale a decir que Dios es responsable del
mal, o mejor —puesto que los estoicos identifican a Dios con la necesidad
absoluta de los seres—, que Dios mismo es la maldad de los malos. Por
otra parte, es totalmente inútil criticar al detalle los sistemas de los
filósofos; ellos mismos se han encargado de hacerlo, ya que se han pasa-
do el tiempo refutándose mutuamente. Taciano ha sido el primero en
desarrollar en toda su amplitud el argumento, continuamente repetido
después de él, «de la contradicción de los filósofos». Este tema constituirá,
a partir del siglo i i , toda la materia de la obra tradicionalmente atribuida
a Hermias: Irrisio philosophorum (Burla de los filósofos).
Las críticas dirigidas por Taciano contra la religión pagana no son muy
originales. Consisten, sobre todo, en poner de manifiesto la inmoralidad
de la naitología griega y lo absurdo de los actos que atribuye a los dioses,
cosa que los filósofos griegos no habían dejado de hacer antes que él. Su
crítica de la astrología se reduce a mostrar que es obra de los demonios
y que, de otra parte, es inconciliable con la idea cristiana de responsabili-
dad. Sus objeciones contra la magia son del mismo género. Justino había
dicho antes que él, en sus dos Apologías, que los demonios utilizaban la
magia para esclavizar a los hombres. Desarrollando esta idea, Taciano ex-
plica que, en general, las enfermedades proceden de causas naturales,
pero que los demonios se fingen capaces de curarlas: de ahí las recetas
mágicas. De hecho, nuestro apologista no tiene mayor confianza en la me-
dicina que en la magia, cosas que parece haber confundido en la práctica.
Su verdadero pensamiento es que un cristiano digno de este nombre consi-
dera la confianza en Dios como un remedio suficiente para los males que
sufre. Después de la crítica del politeísmo y de la magia, Taciano ha insis-
tido mucho en la de la fatalidad. Resulta muy curioso que sus objeciones
contra una tesis que podía presentarse como estoica rezumen un tono per-
ceptiblemente estoico. E l cristiano no puede someterse a la fatalidad —afir-
ma Taciano— porque es dueño de sí y de sus deseos.
La teología de Taciano no difiere sensiblemente de la de Justino. Las
expresiones que emplea, sin embargo, son más tajantes, a veces más bru-
tales, y no se sabe si debe leerse a Justino a la luz de Taciano oHHLsi el discí-
HHL

Apologistas: Taciano 25
pulo ha forzado el pensamiento de su maestro en algunos pimtos impor-
tantes. E l Dios de Taciano es único, invisible a los ojos humanos y puro
espíritu. Además, es «principio» de todo cuanto existe, o sea que, siendo
Él mismo inmaterial, ha causado la materia. Dios no tiene causa, pero todo
lo demás la tiene, y esta causa es Dios. Es interesante la manera que Dios
tiene de causar. No causa la materia como inmanente a ella, sino que la
trasciende. Por tanto, si hay un espíritu inmanente a las cosas, vai «alma
del mimdo», sólo puede ser un principio subordinado a Dios y que no es
Dios. Este rasgo, que apunta contra el estoicismo, caracteriza la posición
personal de Taciano. Puesto que todo debe su ser a Dios, podemos cono-
cer al creador partiendo de la criatura. Como dice Taciano, que recuerda
aquí a San Pablo (Rom., I, 20), «conocemos a Dios por su creación y,
gracias a sus obras, concebimos su poder invisible».
Antes de la creación del mvmdo. Dios estaba solo, pero ya estaba en Él
toda la virtud de las cosas visibles e invisibles. Todo cuanto se encontraba
en Él se encontraba allí «por mediación de su Logos», que le era interior.
Entonces se produjo el acontecimiento que ya hemos observado en Jus-
tino, pero descrito ahora con rasgos tan claros que no se puede dudar
acerca de su naturaleza: «Por un acto libre y voluntario de Dios, cuya
esencia es simple, sale de Él el Verbo, y el Verbo, que no fue a parar al
vacío, es la primera obra del Padre.» Taciano, que sigue recordando tam-
bién en esta ocasión a San Pablo (Coloss., I, 15), quiere decir que el Verbo
divino no se perdió en el vacío como las palabras (verba) que pronuncia-
mos, sino que, una vez proferido, permaneció y subsistió como ser real.
Sólo nos queda, entonces, preguntarnos por el modo como se ha produ-
cido esta generación. E l Verbo «proviene de una distribución, no de una
división. Lo que se ha dividido ha sido separado de aquello de donde se
ha dividido, pero lo que se ha distribuido supone una dispensación volun-
taria y no produce defecto alguno en aquello de lo que se ha sacado». Tal
es la producción del Verbo por Dios, a modo de una antorcha encendida
con otra antorcha, o como la palabra percibida por los oyentes de un
maestro: «Yo mismo, por ejemplo, os hablo y vosotros me oís, y yo, al diri-
girme a vosotros, no me veo privado de m i verbo por el hecho de que
éste se transmita de m í a vosotros, sino que, al emitir m i verbo, me pro-
pongo organizar la materia confusa que en vosotros hay.» Así, pues. Dios
ha proferido su Verbo, sin separarse de él, con vistas a la creación.
E l Verbo es, efectivamente, quien ha producido la materia; como dice
Taciano, la ha obrado en calidad de «demiurgo». E l Verbo cristiano, pues,
coincide aquí con el dios del Timeo, que, a su vez, se transforma en Dios
creador. A decir verdad, el Verbo de Taciano n i encuentra la materia to-
talmente hecha como el demiurgo de Platón, ni la crea de la nada como
el Dios de la Biblia. Más bien parece que la «proyecta» fuera de sí por una
especie de radiación; pero no se podría precisar más sin hacer decir a
Taciano más de lo que ha dicho sobre la cuestión. Por el contrario, se
sabe con certeza que; habiéndose representado la generación divina del
Verbo a manera de la generación himiana del pensamiento yHHL de la
HHL

26 Padres griegos
palabra, ha concebido, naturalmente, la creación como ima especie de
enseñanza: «Al emitir mi palabra me propongo organizar la materia
confusa que hay en vosotros, y de igual modo que el Verbo, que fue engen
drado en el principio, ha engendrado a su vez —como obra suya y mediante
una organización de la materia— la creación que tenemos a la vista, así
yo, a imitación del Verbo, habiendo sido regenerado y habiendo adquirido
la inteligencia de la verdad, me esfuerzo en poner orden en la confusión
de la materia de cuj'o origen participo. Porque la materia no carece de
principio como Dios, y, al no carecer de principio, no es el mismo poder
de Dios, sino que ha sido creada, es obra de otro, y no ha podido ser pro-
ducida sino por el creador del universo.» Inmediatamente de haber descri-
to así la creación, en el capítulo V de su Discurso, Taciano extrae de ella
argumentos en favor de la resurrección de los cuerpos. Para quien admite
la creación, el nacimiento de un hombre es exactamente lo que será la resu-
rrección; una tesis vale, pues, lo mismo que la otra a los ojos de la razón.
Las primeras criaturas son los ángeles. Por haber sido creados, no son
Dios. No poseen, pues, el Bien por esencia, pero lo realizan por su volun-
tad. E n consecuencia, merecen y desmerecen y pueden ser justamente
recompensados o castigados. Por tanto, la defección de los ángeles ha sido
castigada, porque era justo que lo fuese. ¿Cómo se produjo esta defec-
ción? Taciano habla, en términos abstractos, de preceptos impuestos por
el Verbo y de una rebelión del primer ángel contra la ley de Dios. Otros
ángeles hicieron entonces de.él un dios, pero el Verbo «excluyó de su tra-
to» al iniciador de esta defección y a sus partidarios. Esta determina-
ción del Verbo convirtió a los ángeles en demonios, y los hombres que
les siguieron resultaron mortales. De las expresiones que usa Taciano en
los capítulos V I I y X I I del Discurso debe concluirse que se ha esforzado
aquí por hacer inteligible a los paganos la doctrina cristiana de la caída.
Así, pues, todo esto no pasa de ser una narración de estilo apologético
para uso de sus lectores, y quizá resultase imprudente apurar demasiado
los detalles. Por el contrario, Taciano es muy firme en lo que se refiere
a las consecuencias de la caída de los ángeles y en lo concerniente al
hombre; porque tiene horror al estoicismo y a su doctrina de la necesi-
dad, y sostiene, en consecuencia, que los ángeles caídos han enseñado a
los hombres la noción de la fatalidad. Una vez aceptada, esta creencia
ha obrado como si el destino fuese una fuerza real, y los hombres han
llegado a ser verdaderos esclavos de esta diabólica invención.
De la antropología y de la teología de Taciano puede decirse que nos
exDone a la tentación de precisar en varios puntos la doctrina de Justino,
a riesgo de atribuir al maestro desarrollos que quizá son exclusivamente
achacables al discípulo. Sea de ello lo que quiera, sabemos que Taciano
descompone lo que llamamos alma en dos elementos: primero, lo que
él llama psyché, especie de espíritu —como el que en latín se llamará
animus—, que penetra la materia de todo cuanto existe: astros, ángeles,
hombres, animales, plantas y aguas. Aun siendo única en sí misma, esta
psyché asume naturaleza diferente según las diversas especies HHL de seres
HHL

Apologistas; Taciano 27
que anima. Es, por lo demás, material. Taciano declara que habla aquí
de acuerdo con la Revelación, es decir, prolfjablemente de acuerdo con los
textos del Antiguo Testamento que identifican el alma con la sangre de
los animales. La segunda parte del alma es el espíritu, o pneuma. Es la
parte superior, el alma propiamente dicha. Es inmaterial, y en ella reside,
en el hombre, la imagen y semejanza de Dios. Atendida su misma natu-
raleza, el alma es mortal; si no muere, se debe a la voluntad de Dios.
Saber qué suerte reserva Dios al alma es, desgraciadamente, tan difícil
en Taciano como en su maestro Justino. Se tiene la impresión de que nos
falta la clave para leer claramente lo que nos dicen de esta cuestión. Véa-
se, al menos, lo que se lee en el capítulo X I I I del discurso a tos griegos:
«Oh, griegos: el alma humana no es, de suyo, inmortal, sino mortal; pero
esta misma alma es también capaz de no morir. Muere y se disuelve con
el cuerpo si no conoce la verdad, pero debe resucitar más tarde, al fin
del mundo, para recibir con su cuerpo, en castigo, la muerte en la inmor-'
talidad; y, por otro lado, no muere, aunque se vea disuelta por un tiem-
po, cuando ha adquirido el conocimiento de Dios.» Semei'ante texto pue-
de ser glosado según el gusto de cada cual, pero ;cómo estar seguros de
hacerlo sin traicionar el pensamiento de su autor? E l único punto cierto
parece ser que la doctrina de la inmortalidad natural del alma, actual-
mente integrada en la doctrina cristiana, no se impuso como necesaria
al pensamiento de los primeros cristianos. Lo que más les importaba no
era establecer la inmortalidad del alma propiamente dicha, sino, en el
caso de que fuese mortal, asegurar su resurrección, y, si es inmortal, sos-
tener que no lo es por sí misma, sino por la libre voluntad de Dios.
Parece que Taciano ha encontrado el nrincÍDio de su moral en esta
concepción de la inmortalidad del alma. E n sí misma, el alma no es más
que tinieblas, pero ha recibido del Verbo a la vez luz y vida. Por su rebe-
lión contra Dios, la vida se ha retirado de ella y, desde ahora, tiene que
esforzarse para alcanzar su principio. Felizmente para los hombres, el
mismo Verbo intenta descender de nuevo hacia ellos por medio de hom-
bres inspirados, aquellos en que domina el pneuma, por oposición a aque-
llos en que domina la psyché. E n toda alma que acoge en sí nuevamente
al Espíritu divino, que ha sido rechazado por el pecado, se produce una
conversión (metdnoia). Esta conversión, o arrepentimiento, incita al alma
a desligarse de la materia y entregarse a un ascetismo que la librará de
ella en la medida de lo posible.
Aquí se ve cómo apuntan las nociones gnósticas que acabaron por con-
ducir a Taciano al encratismo, del que llegó a ser jefe. De la obra en que
expone su última doctrina, Sobre la perfección según el Salvador, sólo
conocemos, desgraciadamente, el título; pero las tendencias generales de
su obra están señaladas con claridad suficiente para que se pueda ver en
Taciano el tipo de un temperamento cristiano opuesto al de Justino. Todo
el Discurso a tos griegos es la obra de un «bárbaro» en lucha contra el
naturalismo helénico, sin distinción alguna entre lo que éste contenía
de sano o de malsano y, por tanto, sin esfuerzo de ningún género HHLpara
HHL

28 Padres griegos

asimilarse nada de su contenido. No se puede resistir a la tentación de


atribuir un sentido histórico al hecho, aparentemente paradójico, de que
el irreconciliable enemigo del naturalismo griego haya terminado en he-
reje, y que aquel que reducía toda su belleza, aunque fuese griega, a la
iluminación del Verbo, sea aún en la actualidad honrado por la Iglesia
con el título de San Justino.

Se sabe muy poco de la Apología dirigida a Marco-Aurelio por Melitón,


obispo de Sardes; pero este poco nos hace lamentar que no se haya con-
servado. Cuatro citas, de las cuales tres se encuentran en la Historia ecle-
siástica, de Ensebio, son todo cuanto nos queda de ella. Aimé Puech ha sub-
rayado el interés excepcional del tercero de estos textos: Melitón sería
el primero que, yendo más lejos que Justino por la vía de la conciliación,
«habría visto en la aparición del cristianismo en el seno del imperio un
designio providencial». Por lo demás, he aquí lo esencial del pasaje en
cuestión, que es, efectivamente, notable desde muchos puntos de vista,
y en primer lugar porque, coincidiendo con Justino, presenta al cristia-
nismo como la filosofía de los cristianos: «Nuestra filosofía ha florecido
primeramente entre los bárbaros; después se ha extendido entre los pue-
blos que tú gobiernas, en tiempo del gran reino de Augusto, tu antepasa-
do; y ha llegado a ser un bien de feliz augurio, en especial para tu impe-
rio. Porque a partir de entonces, sobre todo, se ha fortificado y ha bri-
llado el poder de los romanos, poder del que tú has llegado a ser, a tu
vez —y lo serás con tu hijo—, el detentador deseado si proteges la filo-
sofía que se ha desarrollado y ha comenzado con Augusto, y que tus ante-
pasados han honrado entre las demás religiones. La mejor prueba de lo
útil que fue para los felices principios del imperio la coincidencia de la
expansión de nuestra doctrina es que desde el reino de Augusto no ha
sobrevenido ninguna calamidad; antes al contrario, todo ha sido brillante,
glorioso y conforme a los deseos de todos. Nerón y Domiciano han sido
los únicos que, habiéndose dejado engañar por algunos envidiosos, han
querido difamar nuestra doctrina; culpa suya es si, por una actuación
irracional, las mentiras de los sicofantes se han extendido contra sus adep-
tos. Pero tus padres, que fueron piadosos, remediaron la ignorancia de
aquéllos... E n cuanto a ti, que tienes aún mejor visión que ellos de estas
cosas, y cuyos sentimientos son aún más humanos y filosóficos, estamos
convencidos de que harás todo cuanto te pidamos.»
Bien sabido es que esta convicción carecía de fundamento, y hay que
tener en cuenta, además, para explicar el liberalismo de Melitón, el inte-
rés que tenía en que el mismo Marco-Aurelio se mostrase liberal. Sin em-
bargo, su argumentación se apoyaba también en una idea, entonces toda-
vía nueva, que había de revelarse como fecunda: la fe cristiana tiene que
convertirse en la filosofía del imperio romano. Es lo que San Agustín de-
fenderá' más tarde en la Ciudad de Dios, y que llegará a ser un hecho en
tiempo de Carlomagno. No se puede dudar de que Melitón de Sardes
haya concebido como posible tal alianza entre el cristianismo y laHHL filosofía
HHL

Apologistas: Atenágoras 29
Se ignora qué clase de filosofía hubiera favorecido él mismo. Dado que
Genadio y Orígenes afirman .que, en un -tratado hoy perdido, Melitón
enseñaba que Dios es corporal, puede pensarse que sus preferencias se
dirigían a una especie de estoicismo; pero sólo podemos hacer meras
conjeturas en un punto tan importante.

Justino y Taciano. Dos concepciones, pero no necesariamente dos es-


cuelas ni dos líneas regulares de desarrollo que nos bastara seguir desde
ahora. La realidad profunda cuya historia diseñamos es el Cristianismo
mismo, en el esfuerzo creador —actualmente casi veinte veces secular—
que ha realizado para expresarse en términos filosóficos. Los inniunera-
bles colaboradores de esta obra inmensa pueden, ciertamente, agruparse
en im pequeño número de familias espirituales, sin que por ello pierda
cada uno su personalidad propia, y su obra lleva siempre la impronta del
tiempo y de los lugares que la han visto nacer. Y llegamos aquí a la segun-
da mitad del siglo segundo y a la famosa Súplica en favor de los cristia- ^ r
nos, compuesta por Atenágoras hacia 177. La dirige, como un discurso (ít^fiii'c^
de embajada (presbeia), al emperador Marco-Aurelio y a Cómodo, que
acababa de ser asociado al imperio en 176. Las circunstancias eran des-
concertantes para los cristianos. Desde el reinado de los Antoninos, el
imperio romano gozaba de ima administración sabia y ordenada; sin em-
bargo, bajo el mejor de estos emperadores, Marco-Aurelio, fueron cruel-
mente perseguidos. Este soberano estoico sólo vio en la entereza de alma
de los mártires cristianos una obstinación de alienados. Leamos de nuevo
el célebre texto de sus Pensamientos (XI, 3): «¡Qué alma aquella dispues-
ta a separarse del cuerpo sin dilación, si es preciso, o a extinguirse, o a
dispersarse, o a durar con él! Y esta disposición, por resultar de un juicio
personal, no debe ser una pura arbitrariedad combativa, como entre los
cristianos, sino que ha de ser razonada, grave, sin aparato trágico; ésa
es la condición para que los demás crean en ella.» E n realidad, los cris-
tianos del imperio se decían ciudadanos de un imperio que no era de este
mundo y subditos de un Dios que no era el emperador. Por eso les era
preciso justificarse del reproche de ateísmo, y la apología de Atenágoras
Ueva la marca de esta preocupación.
La Súplica no muestra, frente a la filosofía griega, n i la simpatía calu-
rosa de Justino ni la puntillosa hostilidad de Taciano; constata simple-
mente que en determinados puntos existe perfecto acuerdo entre los filó-
sofos y la Revelación. Atenágoras no explica estas coincidencias n i como
apropiaciones del texto de la Biblia hechas por los filósofos n i por una
iluminación universal del Verbo; pero se preocupa de demostrar, por
ejemplo, que, habiendo profesado Aristóteles y los estoicos el monoteís-
mo, la hostilidad que los cristianos mantenían contra el politeísmo no
se les podía imputar como una innovación criminal. Y lo mismo por lo
que hace a Platón. Si Atenágoras le concede haber entrevisto la verdad,
incluso la del dogma de la Trinidad, no lo hace tanto en interés de Platón
cuanto en el del dogma, para el cual podría resultar útil exhibir semejante
HHL
HHL

30 Padres griegos
predecesor. Por el contrario, si se miran las cosas desde el pimto de vista
del pensamiento cristiano, y suponiendo definitivamente adquiridas cier-
tas doctrinas como el monoteísmo y la espiritualidad de Dios, su obra
ofrece interesantes progresos.
Anotemos, en primer lugar, ima definición clara de las relaciones entre
la fe y la razón. L a fuente de todo conocimiento serio acerca de Dios es
el mismo Dios. «Es preciso —dice Atenágoras— documentarse sobre Dios
cerca de Dios», es decir, en la Revelación; pero, hecho esto, se puede re-
flexionar sobre la verdad revelada e interpretarla con ayuda de la razón.
Esto es lo que Atenágoras llama, en el capítulo V I I de la Súplica, la «de-
mostración de la fe». £1 mismo da imnediatamente el ejemplo de lo que
se entiende por esto, intentando justificar dialécticamente el monoteísmo
frente al politeísmo. L a argumentación no está exenta de ingenuidad, pero
el texto es venerable y merece ser analizado, porque contiene la primera
demostración, actualmente conocida, de la unicidad del Dios cristiano.
Para ver de qué modo se une el razonamiento a la fe debemos con-
siderar, según hacemos a continuación, el hecho de que desde el principio
no haya habido más que un solo Dios creador de este universo. S i al
principio hubiera habido varios dioses, o se hubieran encontrado en el
mismo lugar, o se hubiera encontrado cada uno en lugar distinto. Ahora
bien, no podían encontrarse en el mismo lugar, porque no podían ser de
naturaleza semejante, y no podían ser de naturaleza semejante porque
sólo se asemejan los seres que han sido engendrados unos de otros; pero,
siendo dioses, no pueden ser engendrados n i hechos a imagen y semejanza
de otro. Admitamos, pues, que cada uno de estos dioses haya ocupado su
propio lugar. Por hipótesis, uno de ellos es el creador o hacedor del mun-
do; ejerce en él, por todas partes, su providencia; por consiguiente, lo
envuelve totalmente. ¿Qué lugar queda entonces para otro u otros dioses?
E n el mundo en que vivimos, seguramente ninguno. Entonces será pre-
ciso relegar estos dioses a otros mundos; pero, puesto que no han de
ejercer ninguna acción sobre el nuestro, su poder será finito; no serán,
pues, dioses. Por otra parte, la hipótesis es absurda; no puede haber más
mundos, ya que el poder del creador lo abarca todo. A l no tener nada
que hacer ni conservar, estos dioses no existen. A menos, tal vez, que
se les mantenga ociosos; pero entonces, ¿dónde colocarlos? Decir de un
dios que no está en ningún sitio, que no hace nada ni vela por nada, equi-
vale a decir que no existe. No hay, por tanto, más que un solo y único
Dios, que fue desde el principio el autor del mundo y que vela él solo por
su creación. E l encarnizamiento dialéctico de la prueba merecía una base
más sólida. Parece que Atenágoras es incapaz de pensar en Dios sin re-
lación con el espacio. Por lo demás, se pueden encontrar huellas de su
influencia, en esta cuestión, en el De fide orthodoxa de Juan Damasceno
(lib. V , cap. 5); pero la prueba estaba demasiado mal fundada para augu-
rar un éxito duradero, y la intención de adoptar una prueba es lo único
que aquí resulta laudable.
HHL
HHL

Apologistas: Atenágoras 31
En lo que concierne a la teología del Verbo, Atenágoras representa un
avance respecto de sus predecesores. Insiste mucho sobre la eternidad
del Verbo en el Padre y ya no habla de Él como de «otro Dios», pero
conserva la noción de una generación del Verbo como persona distinta,
que habría sido producida con vistas a la creación. Lo que resulta decisivo
en este pimto, tanto para él como para los que le precedieron, es el texto
escriturístico de los Proverbios (VIII, 22): «El Señor me ha constituido
(ektisé) como principio de sus caminos y para sus obras.» E n cuanto al
Espíritu Santo, su pensamiento sigue siendo bastante oscuro. Atenágoras
se lo representa «emanando del Padre y revirtiendo a Él como un rayo
de sol». Nos hallamos, pues, lejos de una deñnición correcta del dogma
de la Trinidad.
Además de su Súplica en favor de los cristianos, Atenágoras compuso
im tratado Sobre la Resurrección, que se nos ha conservado y que no
carece de interés para la historia de las relaciones entre la fe cristiana y
la filosofía. Establece, en primer lugar, que no es imposible la resurrección
de los cuerpos. Dios puede, efectivamente, realizarla, ya que quien ha po-
dido crear puede, evidentemente, dar la vida a lo que ha creado; y puede,
además, quererlo porque en ello no hay nada que sea injusto o indigno
de Él. Este primer momento de toda apología es lo que Atenágoras llama
hablar «en favor de la verdad»; el segundo momento, que debe seguir
siempre al primero, consiste en hablar «sobre la verdad». E n el caso pre-
sente, este segundo momento consiste, una vez demostrado que la resu-
rrección de los cuerpos es posible, en probar que efectivamente tendrá
lugar.
Tres argmnentos principales lo prueban. Primero, si Dios ha creado al
hombre para hacerle participar en una vida de sabiduría y permanecer en
la contemplación de su obra, la causa del nacimiento del hombre nos
garantiza su perpetuidad y, a su vez, ésta nos garantiza su resurrección,
sin la cual el hombre no podría subsistir. Atenágoras insiste en el carácter
estrictamente racional de esta demostración, que él no considera sólo pro-
bable, sino evidente, por estar fundada en principios ciertos en conse-
cuencias que de ellos se deducen. Dicha prueba basta por sí sola. Por
eso Atenágoras la propone en primer lugar, y protesta, incluso con bro-
mas, contra quienes presentan primeramente pruebas que sólo debían ve-
nir a continuación. Por ejemplo, no es acertado decir que la resurrección
ha de darse para que sea posible el último juicio, ya que los niños que
mueren de muy corta edad, al no haber hecho nunca ni bien ni mal, no
tendrían que resucitar en el caso de que la resurrección se realizase úni-
camente con vistas al juicio.
E l segundo argumento de Atenágoras parte de la naturaleza del hom-
bre, que está hecho de un alma y de un cuerpo. Dios no ha creado almas,
sino hombres, tendiendo a un determinado fin. Es, pues, necesario que la
historia y el destino de los dos elementos que componen este todo sean
iguales. Semejante principio lleva a Atenágoras a formular, en términos de
vm vigor y de una claridad insuperables, una idea de importancia fundamen-
HHL
HHL

32 Padres griegos
tal para todo filósofo cristiano: el hombre no es su alma, sino el compuesto
de su alma y su cuerpo. S i bien se piensa, esta tesis implicaba desde su ori-
gen la obligación de no ceder al espejismo del platonismo, obligación de
la que los pensadores cristianos no se harán cargo hasta mucho más tarde.
O bien se admite, con el Platón del Alcibiades, que el hombre es un alma
que se sirve de un cuerpo y, a partir de este principio, se deberá asentir
progresivamente a todo el platonismo; o bien se afirma, con Atenágoras,
que el cuerpo forma esencialmente parte de la naturaleza humana, y habrá
que adherirse a una antropología de tipo aristotélico. E l dogma de la re-
surrección de los cuerpos era una invitación apremiante a incluir el cuerpo
en la definición del hombre; por muy paradójica que aparezca a primera
vista esta tesis, ciertamente parece como si este dogma hubiese justificado
de antemano el triunfo final del aristotelismo sobre el platonismo^ en el
pensamiento de los filósofos cristianos. Anotemos cuidadosamente la pri-
mera fórmula que encontramos de este principio: «Si el pensamiento y la
razón han sido dados a los hombres para que conozcan las cosas que per-
cibe el pensamiento, y no solamente la sustancia misma de esas cosas, sino
también la bondad, sabiduría y justicia de Aquel que se las ha dado, es
necesario que, permaneciendo las causas por las que les ha sido dado el
discernimiento de la razón, subsista este mismo discernimiento. No podrá
subsistir si no subsiste la naturaleza que lo ha recibido y en la que reside.
Ahora bien, lo que ha recibido el pensamiento y la razón no es el alma
por sí misma, sino el hombre. Es, pues, necesario que el hombre, compues-
to de alma y cuerpo, subsista siempre, y no puede subsistir si no resucita.»
Solamente entonces aparece el tercer y último argumento, válido también,
pero sobre todo ima vez admitidos los dos precedentes: a cada hombre
le es debido su justo salario, recompensa o castigo. S i se admite un Dios
creador, providencia de los hombres y justo, será necesario admitir tam-
bién un justo juicio, seguido de sanciones, y como, también en este caso,
no es el alma, sino el hombre, quien ha merecido o desmerecido, será
preciso que el cuerpo resucite para que el hombre todo entero sea recom-
pensado o castigado.
Así, pues, Atenágoras ha dado con el sentido exacto de ciertos datos
fundamentales del problema que el pensamiento cristiano tenía que resol-
ver. Distinción de los dos momentos de toda apologética: prueba de la
credibilidad, por la refutación de los argumentos que pretenden establecer
lo absurdo de la fe, y justificación racional directa de las verdades afirma-
das como posibles; distinción entre la prueba racional y el recurso a la
fe: por eso le hemos visto justificar la resurrección de los cuerpos sin re-
currir a la resurrección de Cristo, que es garantía de la de todo cristiano;
identificación del objeto mismo del cristianismo con la salvación del hom-
bre y, por vía de consecuencia, identificación del hombre con el compues-
to humano.

La apología de Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, no se dirige ya a un


emperador, sino a un particular, Autólico, que reprocha a Teófilo el haber-
HHL
HHL

Apologistas: Hermias 33
se convertido al Cristianismo. Se trata, pues, de una apología, tomando la
palabra en un sentido nuevo y más próximo al que hoy se le atribuye. L a
obra es, por lo demás, claramente inferior a las de Justino, y su autor ha
sido definido como «un Taciano sin talento». La fórmula no parece excesiva
cuando, al dejar a Atenágoras, se lee en Teófilo este argumento en favor
de la resurrección de los cuerpos: «¿No crees que los cuerpos han de re-
sucitar? Cuando suceda no tendrás más remedio que creerlo.» Evidente-
mente; pero entonces no hay por qué escribir ima apología, sólo hay que
esperar. Dios es afirmado como incomprensible para el entendimiento hu-
mano; la palabra Logos designa únicamente su dominio, y el nombre
«Dios» (Theos) sólo designa a Aquel que hace existir todas las cosas, in-
cluso la materia. Observemos que, a semejanza de Hermas y el Libro de
los Macabeos, Teófilo emplea la fórmula: «Dios ha producido todas las
cosas, de no existentes a la existencia» (I, 4), es decir, por una creación
ex nihilo.

Se sitúan igualmente en el siglo i i dos escritos anónimos, durante mu-


cho tiempo atribuidos erróneamente a Justino: el Discurso a los griegos,
cuya inspiración general se aproximaría más a la de Taciano, porque en
él se condena en bloque la cultura griega, y una Exhortación a los griegos,
que insiste sobre el tema de las apropiaciones que los -filósofos hicieron
de los textos de la Biblia, en la cual está contenida toda la verdad. Merece
lugar aparte el breve trabajo de Hermias, de tipo muy diferente, que de
ordinario se designa con el título de Burla de los filósofos (Irrisio philo-
sophorum), pero cuyo título exacto debería ser Burla de los filósofos de
fuera. E l filósofo de dentro es, pues, él mismo: un cristiano que, vol-
viendo después de Taciano y de Teófilo al tema de las contradicciones de
los filósofos, levanta toda su obra sobre estos fundamentos. Puede conser-
varse este título tradicional para designar un tema apologético del que
los pensadores cristianos hicieron frecuente uso: establecer una oposición
entre la confusión e incoherencia de las conclusiones a que conduce la razón
abandonada a sus propios recursos y la perfecta unidad de todas las doc-
trinas de la fe.

Los apologistas del siglo i i no se preocuparon nunca de construir sis-


temas filosóficos, mas no por ello interesa menos directamente su obra a
la historia de la filosofía. Nos enseña, en primer lugar, qué problemas de-
bían atraer más tarde la atención de los filósofos cristianos: Dios, la crea-
ción, el hombre considerado en su naturaleza y en sus fines. E n ellos
vemos, además, cómo ha obrado sobre la filosofía la acción del cristianis-
mo. La nueva fe impuso inmediatamente cambios masivos de perspectiva,
cuya previa aceptación motivó después su interpretación filosófica. No se
pasó del universo griego al universo cristiano por vía de evolución conti-
nua; más bien se tiene la impresión de que el universo griego se derrumbó
súbitamente, en el espíritu de hombres como Justino y Taciano, para dejar
paso al nuevo universo cristiano. Lo que presta mayor interés a estasHHLprí-
HLOSOFÍA.—3
HHL

34 Padres griegos
meras tentativas filosóficas es que sus autores parecen andar en busca no
de verdades por descubrir, sino más bien de fórmulas con que expresar
las que ya han descubierto. Ahora bien, sólo disponen de la técnica filo-
sófica de estos mismos griegos, cuya filosofía necesitan reformar y cuya
religión precisan refutar simultáneamente. Los apologistas del siglo i i han
emprendido, por tanto, ima tarea inmensa, cuya amplitud real no se
había de poner de manifiesto hasta los siglos siguientes: expresar el uni-
verso mental de los cristianos en una lengua concebida de propio intento
para significar el universo mental de los griegos. Nada de extraño tiene
que tropiecen a cada paso en esta primera búsqueda de una verdad que
abarcan globalmente, pero que no penetran en toda su profundidad. Es
que su verdad sobrepasa lo que saben de ella, y apenas bastarán once
siglos de esfuerzos y la colaboración de muchos genios para reducir a
fórmulas lo que los hombres pueden saber de esta verdad.

BIBLIOGRAFIA

SOBRE EL PERÍODO PATRISTICO E N GENERAL: UEBERwnc, D¡e patristische und


scholastische Philosophie, 11.' ed., por B. Geyer, Berlín, 1928. Instrumento de trabajo
admirable e indispensable para la historia de las ¡deas filosóficas en los Padres de la
Iglesia—De carácter totalmente distinto, pero e x c e l e n t e . t a m b i é n , es A. STOCKL, Ges-
chichte der christlichen Philosophie zur Zeit der Kirchenvater, Maguncia, 1891—M. DE
WuLF, Histoire de la philosophie médiévale, 6.' ed., t. I: Des origines jusqti'á la fin du
XII' siécle, Lovaina, 1934.—E. GILSON y P H . BOHNER, O. F . M . , Die Ceschichte der christ-
lichen Philosophie von ihren Anfdngen bis Nikolaus vun Cues, Paderbom, Schoning,
1937.—B. RoMEYER, S. J., La philosophie chrétienne jusqu'á Üescartes (Bibl. cath. des
Sciences religieuses), 3 vol., París, Bloud et Gay, 1935, 1936, 1937.
PATRISTICA GRIEGA: A. PUECH, Histoire de la littérature grecquc chrétienne,
3 vol-, París, Les Belles-Lettres, 1928-1930.—Aún es útil ver: J. HUBER, Die Philosophie
der Kirchenvater, 1859.—Para ima bibliografía de conjunto de este período, véase B. GE-
YER, Die patristische und scholastische Philosophie, pp. 640-644, y A. PUECH, op. cit.,
t. 1, pp. 5-6.
APOLOGISTAS DEL SIGLO II: A. PUECH, Les apologistes grecs du II' siécle de no-
tre iré, París, 1912.—Padres Apologistas Griegos (s. II), edición bilingüe, preparada por
D. Ruiz BUENO, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1954.
ARISTIDES: A. PUECH, Histoire de la littérature grecque chrétienne, t. II, pp. 126-130.
JUSTINO: Obras, en MICNE, P. G., t. Apologías, texto griego y traducción fran-
cesa, por Louis Pautigny (Textes et documents pour l'étude historique du Christianis-
me, publ. por H . Hemmer y P. Lejay, t. l).—Diálogo con Trifón, texto griego y traduc-
ción francesa de G. Archambault, París, 1909 (en la misma colección, t. IX).—J. RIVIÉRB,
Saint Justin et les apologistes du II' siécle, París, 1907.—PFXmsCH, Der Einfluss Platons
auf die Theologie Justins des Mártyrers, Paderbom, 1910.—M.-J. LAGRANGE, Saint Justin,
París, 1914.—E. GOODENOUGH, The Theology of Justin Martyr, Jena, 1923.—G. BARDY, Jus-
tin, en VACANT-MANGENOT-AMANN, Dictionnaire de theologie catholique, t. VIII, col. 2228-
2277 (Bibliografía de Justino, col. 2275-2277).
TACIANO: Textos en MIGNE, P. G., t. VI. Una traducción francesa del Discurso a
los Griegos, en el trabajo de A. PUECH, Recherches sur le Discours aux Grecs de Tatien,
suivies d'une traduction frangaise du^Discours avec notes, París, 1903.
MELITÓN: THOMAS, Melito von Sardes, Osnabruck, 1893.—A. PUECH, Histoire de la
littérature grecque chrétienne, t. II, pp. 189-195.
ATENAGORAS: Obras en MIGNE, P. G., t. VI.—J. GEFFCKEN, Zwei griechischen Apo-
logeten (Aristides und Athenagoras), 1907. HHL

También podría gustarte