ARIADNA
(por Luis Ángel Campillos Morón)
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QUINTA PARTE
La palabra ‘llover’ ya comienza lloviendo…
No gané ningún concurso, que yo sepa. Aunque hubo un día en que
estuve de visita en un pueblo perdido en el Pirineo, sin cobertura. Quizá
me llamaron entonces, y al no dar conmigo le otorgaron el premio a algún
cantamañanas. Así que me quedé solito. Natalia confiaba en ese premio,
en pillar cacho. Ahora lo veo con claridad. Se agotó su paciencia, y su
bolsillo. Y con mi subsidio de cuatrocientos y poco pico de euros, adiós al
piso de alquiler en común y vuelta a casa. Papá, mamá, si no es mucha
molestia… vengo a pasar una temporadita. ¿Qué quieres para comer?
Nuestra habitación se hizo algo pequeña. Mi hermano ocupaba la
litera de arriba, yo la de abajo. Vuelta a los orígenes. Ahora sólo faltaba ya
que nos meáramos en la cama, como en tiempos. De madrugada, cuando la
humedad casi me encharcaba los pulmones, me acercaba sigiloso a la
habitación de mis padres. Mamá, me he hecho pis, no sé cómo ha sido…
Creo que Javier también.
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Y tanto que lo creía, pues su colchón goteaba. Y os recuerdo que yo
ocupaba la litera de abajo. Salíamos en barca de la habitación y mi pobre
madre a colocar toallas y toallas para empapar. Era bastante tétrico
observar al día siguiente los colchones desnudos, en el patio, como el
bacalao, secándose al sol… con aquellas manchas en forma de nebulosas
cósmicas. Sí que tiene poder de destrucción el pis. Todo un agente
corrosivo.
Mi hermano trabajaba en una empresa que fabricaba asientos para
coches. Llevaba la tira de años y vivía como Dios (dentro del Infierno,
claro). Mantenimiento, le llaman. Se ponía hasta el culo de cafés,
chocolates, chicles, maíces, pipas peladas, patatas fritas, donuts… para
matar el tiempo saturándolo de grasas.
Me aclimaté pronto a la nueva vida. A pesar de lo que dicen, que si
has vivido solo, es imposible volver con los padres. Y una Mierda. A las
nueve arriba, si te apetece. Desayuno con papá y mamá en la cocina. El
café venía a mí, no por arte de magia, sino gracias a mi madre, que era
toda una artista. El pillo de mi padre no se solía levantar mucho de la silla,
tampoco. Le costaba despabilarse lo suyo. Papá y yo simplemente
teníamos que decir cuánto de café y cuánto de leche. ¡Vale! Rosquillas nos
acompañaban, junto con galletas, mantequilla y mermelada de frambuesa.
¿Un hotel de cinco estrellas? No… un hotel en las estrellas.
Mientras desayunábamos, Javier estaría haciendo lo propio en la
fábrica, sólo que él pagando. Las máquinas expendedoras también
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desayunando: galletitas metálicas. El dinero no sabe lo que es pasar
hambre, aunque esté siempre hambriento.
La verdad es que me sentía un poco jeta. Unos ratos más que otros,
todo sea dicho. Así que, de vez en cuando, ayudaba a mi padre en el
campo. Qué bien se lo pasaba el cabrito en su huerta. Joder, se hubiera
comido las patatas con tierra y todo, aquel hombre. Amaba la Naturaleza.
No hace falta ser vegetariano para eso. Un tipejo harapiento, con una
peluca rubia a lo afro por cabeza, clavado en un par de cañas en forma de
cruz, como el mismísimo Jesucristo, vigilaba la huerta. Los pájaros no se
espantaban, ¡se partían el culo!, los bribones. Yo hice lo propio, en mis
adentros. ¿De dónde diablos habrá sacado esa peluca?, pensé.
Así que al tajo. Lo principal es quitar las malas hierbas. Mira cómo
lo hago, me decía. Joder, sí que lo hacía bien. No sé para qué me
necesitaba. Manos a la obra. A la media hora se me ponía una presión en
los riñones, que parecía que les fuera a dar un infarto, a mis riñones. Me
erguía, muy pausadamente, como rehaciendo mi cuerpo, volviendo a ser
homo erectus. La madre que me parió… le miraba y me preguntaba cómo
podía aguantar semejante esfuerzo, prejubilado a los sesenta y pico… Y yo
me quejaba de mis currelos…
Otra tarea: echar nitrato, abonar el maíz. De aquello me acordaba
bien. Entonces, de crío, me podía el carretillo. Ebrio de abono, cincuenta
quilos justos un saco entero. No guardaba muy buenos recuerdos de aquel
carretillo rojo, que vertía un hilillo de granitos, a izquierda y derecha,
mientras traqueteaba por los pasillos de los maizales. Aquellas gramíneas,
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en forma de uve, me rozaban a la altura de la cintura y me subía el picor
por todo el cuerpo. Por aquel entonces, ya estaba hecho yo todo un
señorito.
Seguía pesando el carretillo. Sólo que ahora era gris metálico.
Modernidades. No te imaginas la sed que me entraba, parecía tener el sol
todo enterito metido en mi garganta. Convencí a mi padre para que nos
llevásemos la neverita de camping, con unas cervezas. Le pareció bien,
pues también le iba la priva al mayor de los Azcona. No hablábamos
mucho. Yo repasaba mi novela mentalmente. Debía cambiar esto.
También lo otro. Él me preguntaba de vez en cuando por el mercado
laboral, por el mío propio, vamos… que si había alguna oferta por ahí, algo
que me pudiera interesar. Le hubiera dicho, papá, lo que realmente me
interesa ahora mismo es tu hotelito… pero le contestaba: no, no, nada, de
momento.
Debía rehacer mi novela, la no premiada. Ya no me acordaba a
cuántos concursos la había presentado. Los concursos, sólo dos besos,
hola, ¿cómo estás?... y si te he visto no me acuerdo. Debía ser gorda, con
granos, mi novela. Quizá sería mejor olvidarla de una vez y comenzar una
nueva, cavilaba. Necesitaba tiempo para pensar, para escribir, tiempo…
¡tiempo!, ¡tiempo todo para mí! Comerme el tiempo con patatas y escribir
hasta dejar a todos los habitantes del planeta congelados, en el tiempo, en
mi tiempo.
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No, no…, me animaba… no está tan mal, la novela, podría
reescribirla. De primeras, las gordas con granos asustan, pero pueden
llegar a ser preciosas. Habrá algún concurso que se fije en el interior…
Pensé en escritores que hubiesen cagado su primera novela y no se
me ocurrió ninguno. Está bien, señores, yo seré el primero.
Se iba a enterar, Natalia. Iba a ir buena. Como que me llamo Adrián.
Algún día leerá mi novela, se dará de bruces con ella. Mientras ojee los
escaparates, pasará por una librería... y le deslumbrará mi nombre, en
neón, con todos los colores del arco iris, intermitentes, en letras
Broadway, negrita, cursiva y subrayado. En mayúsculas, mi nombre,
Adrián Azcona, el escritor. Entrará a la librería y lo hojeará, seguro, mi
libro, de tapas duras más duras que mi… Lo abrirá por la página 793.
Aunque no sepa leer muy bien, la mujer, se tropezará casualmente con su
nombre. Natalia Piedrafrita Conejo. Se cagará ahí mismo, ¡su nombre y
sus dos apellidos!... ¡reales! Novela realista estilo Anna Karénina,
constará en la contraportada. ¡Toma ya! Comprará mi libro… ¡vaya si lo
comprará! No le quedará otra. La curiosidad mató al gato, y a la mujer, ni
te cuento. Aportará unos cuantos euros (o céntimos) a mi economía.
¡Gracias! Comeré pizza cuatro quesos a su salud. ¡Qué digo, pizza!, ¡de
mariscada toda la familia!
Aquella misma tarde, Natalia leerá mi libro. Bueno, eso va a estar
más complicado, porque no creo que haya leído muchos libros en su vida.
De todas maneras, da igual lo que le cueste, lo leerá y punto. No le quedará
otra. Y lo releerá, para no obviar ningún detalle. Arduo trabajo descifrar
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mis juegos de palabras, quizá contrate a un literato. Se le caerá el mundo
encima, el primero, el segundo y el tercero, a Natalia. Todos a una. Un
camión lleno de estiércol descargará en su sofá. Entrará en casa, Coco
Liso, su supernovio multimillonario. Se plantará delante del espejo, se
desanudará la corbata. ¡Pero bueno! ¡Cariño! Huele un poco mal aquí,
¿no?...
Ya te digo que sí, canelo.
Mi madre cosiendo como una loca. Horas y horas. Bastidor, hilo del
gordo, del fino, dorado, dedal, tijeras, metro, plancha. En la mesa del
brasero. Los pies calentitos, ¡sólo faltaba! Los curas, frotándose las
manos, más calientes aún que el brasero. A treinta y cinco euros la
casulla, le pagan. Eso sí que es benevolencia, dadivosidad, altruismo.
Todos los viernes por la tarde, mi madre se acercaba hasta la pequeña
tienda de la Plaza El Pilar (¿dónde si no?). Entregaba el material acabado
y recibía nuevos encargos. Pagaban en negro, dando ejemplo cristiano.
Hacienda metiéndole un palo a la iglesia, eso sí sería un milagro, no la
bomba sin explotar de la basílica.
Al poco tiempo, fui rememorando un millón de cosas de mi infancia.
Como si me hablasen las paredes. El salón me dijo que estaba hasta el
rodapié de que le cambiaran de sitio. Y tenía razón el hombre, pues mi
madre, cuando se aburría, intercambiaba el rol de todas las habitaciones.
Una vez, estuve a punto de mearme en la nevera. Sonámbulo. Mi padre
me cazó con la pilila en la mano, lista para irrigar. Increíble el bocadillo de
mantequilla, azúcar y plátano: mi almuerzo colegial. La receta llegó hasta
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Harvard, según tengo entendido, pero no la supieron apreciar esos
cerebritos. Mi época dorada de pesca. Mi padre me buscaba como un
poseso por todo el pueblo al anochecer. ¡Qué horas son éstas, joder!
¡Anda, tira para casa!, me gritaba, desde el coche. Yo aceleraba el paso
con mi bicicleta, acongojadito. Ahora que lo pienso. No iba a pescar a
Nessie, sino madrillas a una acequia que no cubría dos palmos. No
entiendo aquella obsesión por el peligro de la pesca. Un día de estos se lo
pregunto.
Mi madre y el rabino francés. No es que estuviera liada con un
rabino, mi madre, ni que éste fuera francés. Me refiero al juego de cartas.
En la sobremesa de los domingos, dale que te pego, los tres. A veinte
céntimos el reenganche. Mi padre roncaba en el sofá, el comodón. Yo me
guardaba los comodines debajo del culo, y aun así, no había manera de
ganarles. ¡Unos profesionales!... mamá y Javiercito.
Taladré a todo el mundo con mi novela. ¿Qué hago? ¿Tú qué harías?
Déjala así, me decía mi hermano, quitándoseme de encima. A por mi
madre. Mamá… ¿tú qué harías? Ay, hijo mío, yo de esas cosas no
entiendo, hazlo como mejor creas tú, me aconsejaba. A mamá no le dio
pena mi ruptura con Natalia. La vio por la ciudad, por casualidad, un día,
en un cochazo descapotable. Ya me imaginaba yo, que fuese así, esa chica,
te lo advertí… fue lo último que comentó sobre ella. A mi madre le
encantaba Claudia, para mí. Se le notaba a la legua, por la lengua... ¿sabes
algo de Claudia?, me solía decir. No, mamá, no sé nada. Claudia era mi ex.
Nos enfadamos un día, y así quedó la cosa. No en separación, sino en
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enfado. Quizá conste en el Libro Guinness de los Récords, nuestro enfado.
No me acuerdo ya del motivo, porque discutíamos por todo.
Hay amigos de verdad, y hay amigos que, de verdad, se dedican a
joder. Sólo se acuerdan de ti cuando tienen alguna mala noticia que darte.
Un miércoles, por la tarde, recibí una llamada de un pajarito de esos.
Total: ¿qué tal la vuelta a casa con tus padres?, ¿encuentras algún
trabajo?, patatín, patatán, y… Claudia se ha casado, de penalti. Así me lo
cascó, como quien no quiere la cosa. Me quedé de piedra. ¿Cómo?
Confiaba en que algún día se nos pasaría el enfado. El mío, de hecho,
se estaba disipando cada vez más rápido. Visto lo visto, el de ella no. Lo
comuniqué a mi familia, compungido. Lo sintieron, por ellos mismos y por
mí. Gracias, no os preocupéis, les dije. Mamá, que estaba segura de que
acabaríamos juntos, agachó la cabeza y se dirigió a su cuarto a planchar.
Yo me quedé tan planchado como aquellas camisas.
Me encerré en mi litera de abajo. Con candado. Abrí el portátil.
Engrasé mi cerebro con un palmero de café. Dos horas de escritura fluida.
Escribí algo sobre un pequeño pesquero a la deriva en el Mar de China.
Tras semejante esfuerzo me entró un hambre atroz. Empalmé la
merienda con la cena. Cuando arreciaba mi ansiedad me daba por comer.
Antes de acostarme, releí lo escrito. Basura, y de la buena. Demasiado
triste para crear. Aunque, según dicen, los nubarrones vienen bien,
porque luego, cuando escampa, el Sol te acaricia y las Diosas se sientan a
tu vera y te dan besitos por la nuca y por el cuello. ¡Pues que vengan de
una puta vez!
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Debía salir de casa, me aconsejaba mamá. Tenía mi tez color
amarillo verdoso. Así que me lanzaba a pasear por los campos. Mi madre
me acompañaba, es bueno para la circulación, el colesterol y esas cosas,
decía. Mi hermano se apuntó a la fiesta también. Mi padre nos observaba
desde el balcón. ¡Panolis!, pensaría… Aquello resultó brutal para mi
inspiración. Todos esos campos en barbecho, alfalfa insípida, cielo
remendón, acequias resecas, lombrices cabizbajas. Vamos, que cambiaba
de aires o la novela la reescribía Rita.
Así que le eché huevos. Me largué, debía afrontar mi nueva
situación. Claudia había rehecho su vida. Yo haría lo propio. Gracias por
todo, papá, mamá. Necesito estar solo. Lejos. Buscar inspiración, a la
mismísima Calíope (me apunto este nombre para otra novela), si hace
falta. Volveré a vuestro precioso hotel, de visita. Me debo a la escritura.
Calle Narcís Monturiol, número 29, cuarto izquierda. Girona. Sin
ascensor. Cuarenta y tres metros cuadrados. Sobra material. Allí me
apalanqué. El trabajo tenía buena pinta, de repartidor, con furgoneta.
Conocería a un montón de gente, cada cual con su rictus, con su chepa,
con su calva, uñas negras, corbata de cuadros, verruga, pelos en las
orejas, halitosis. Todos para mi novela. A quien primero conocí no fue a
ningún comercial, sino a mi vecina. ¿Qué te parece? El destino me recibía
con los brazos abiertos, mostrándome todos sus encantos. ¡Hola!, me dijo,
cuando nos cruzamos. Ella bajaba las escaleras, contoneándose. Yo las
subía, con esfuerzo. Madre mía, ¡qué mujer!... su aura casi me tira para
atrás. Me quedé observándola asomado a la barandilla. Era felina,
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silenciosa, se deslizaba cual pantera descendiendo de su árbol, en la
noche. ¿Dónde viviría? ¿En el Serengeti?
Al poco me enteré. En el cuarto, derecha, vivía la pantera. Justo
enfrente. Me lo ponía fácil la tía, sólo tenía que enamorarla. Hola, ¿qué
hay?, le diría, soy escritor. Le temblarían las piernas y lo que no es las
piernas. En breves, se pasaría a vivir conmigo. Mudanza fácil. Un
inconveniente menos para que diese el ‘sí’. Le contaría toda su vida, a mi
novela. Adelgazaría y se le irían los granos, a mi novela.
Pero me fui topando con alguna que otra traba. Su padre era
militar. Con toda una galería de galones, que tintineaban orgullosos. Se
oían desde que irrumpían en el edificio. Subían por las escaleras, los
galones primero; detrás él. Más cosas. El novio. Menuda bofetada me llevé
cuando los vi, entrando en el domicilio, uno detrás del otro. Me pregunté,
¿estará el militar en casa?, pues no tenía pinta de ser muy liberal, el
hombre. De la madre no había señal. Ni la vi, ni la escuché, nunca. Quizá
estuviese descuartizada en el congelador, en un falso fondo, a modo del
caníbal de Rotemburgo. Ni idea.
Mi trabajo iba bien, normal, digamos. Gracias por preguntar, de
todas formas. Con enchufe todo es más fácil. Te llega antes la electricidad,
el parné, la salvación de la ignorancia.
Pues bien, Manolo ‘el platanero’ me había contratado en su
empresa, aunque no era suya del todo, como él decía, sólo era un socio
más. También era tío mío, ‘el platanero’. Un tío de esos que no sabes muy
bien por dónde te viene el grado de consanguinidad… me parece que era
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primo segundo de mi madre, pero no estoy muy seguro. Era un gran
cabronazo, ‘el platanero’, de eso estoy completamente seguro. Un
transportista a la vieja usanza. De camión, vehículo longo. Tenía
semejante tripa que necesitaba otro camioncito volquete para
transportarla. Para almorzar: cuatro huevos fritos, con morcilla,
butifarra, una barra entera de pan tipo chapata y tres J.B con coca cola.
Vamos, un pozo sin fondo. Y divertido como pocos, tenía una risa más
contagiosa que un combinado de gripe aviar, sida y ébola. Siempre igual,
el tío, riendo y riendo, en su camión, en el bar, por la calle, en la cárcel,
donde fuese. Te estrujaba la mano y se reía. Parecía que se te quería llevar
el brazo a casa y comérselo aderezado con ajetes tiernos. Quizá sea mejor
no imaginártelo pasando hambre, a Manolo ‘el platanero’, seguro que no
reiría tanto. Buen tipo, de todas formas. Sobre todo para tenerlo de jefe.
Mi furgonetilla se caía a cachos, pero eso no importaba mucho. Lo
importante era el transporte en sí, como concepto universal. La logística,
que dicen ahora. Otra logia masónica barata. Iba y venía de La Bisbal a
Girona. Mala carretera, para transitarla tan a menudo. No adelantaba ni
una sola vez. No tenía ningún plus de peligrosidad en mi contrato, que yo
supiera. Material de oficina, transportaba. Cualquier gilipollez que os
podáis imaginar. Un pisapapeles con forma de culo, una grapadora
cangrejo, papel din-A4 de corazoncitos y pililas, clips fluorescentes,
trituradoras de papel… vamos… todo un arsenal químico para hacer más
glamuroso el triste mundo de la oficina. Mis destinos: colegios públicos,
ayuntamientos, delegaciones provinciales, museos, cuarteles o museos de
tortura, instituto de la mujer, universidades… Quede entre ustedes y yo
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que la empresa tenía agarrada una apetitosa contrata con la diputación
provincial. El cómo se llevó a cabo la adjudicación, ni idea. Como todas,
imagino.
¿Eduarda?, me dije. Se tambaleó el mito, ante semejante nombre de
yegua jorobada jubilada. No era el típico nombre de musa, que digamos.
Pues sí, así era: Eduarda Fornells Enrech. Mi vecina. Luego caí que en el
buzón constaba el nombre del militroncho: Eduardo Fornells Raventós.
Sin duda, era de esos padres que fabrican a los hijos a su imagen y
semejanza, uno de esos dioses modernos. ¿Y la madre?, me dije, ¿dónde
estará?
Así pues, cogí la carta del suelo, eso, que yo sepa, no es delito,
todavía... El delito fue no dejar la correspondencia en su buzón
correspondiente y llevármela a casa. Unos sellos muy raros, con la tinta
desparramada, constaban como remite. Inicié todo un ritual antes de
viviseccionarla. Primero me acompañó a la mesa, no tenía mucha hambre,
la carta, al parecer. Mientras me zampaba el postre, un flan de huevo, la
abrí, pues me estaba haciendo de rogar un huevo ya. ¡Vamos!, me decía
yo, ¡que sea el novio!... ¡que la deje porque se va a estudiar ruso a
Vladivostok! Pero no, no era su novio, era su padre. ¡De buten!, pensé.
Llega a ser un recibo bancario y menudo chasco me llevo.
Vaya con la letra que tenía el tío. Letra militar, ¡ahí no se canteaba
ni una ‘ese’! No había trazos curvos. ¡Le habría costado escribirla medio
siglo!, pensé. Os voy diciendo, mientras me fui enterando de cosas. Era un
pez gordo, teniente de la no sé qué ni cuánta comandancia de la fuerza
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aérea. Eso ya en el membrete, como aperitivo. Se gustaba el tío. Veamos.
Seguí leyendo. Dos folios por las dos caras. Al final, la firma ocupaba casi
media página. Era como el Guernica, pero no como el cuadro, sino como el
bombardeo. Total, que el capullito de alhelí se iba a tirar una temporadita
en Afganistán. Un paraíso turístico para la gente que le gusta vestir de
camuflaje. Me alegré, de no ser afgano.
Más cosas le dijo, pero que a mí me interesasen, sólo éstas: estudia
mucho, hija, vas a ser una gran abogada, y que no me entere yo de que te
llevas a nadie a casa. ¡Ahí le hemos dado!, pues ya te ha desobedecido
alguna que otra vez, padrecito, me dije. ¡Yo era testigo de aquello! Falta
grave, señorita Eduarda. ¡La pena va a ser pasar un fin de semana, aquí
en mi piso, escuchando mi novela!, pensaba… y seguido me descojonaba
yo solito. Qué pena.
Vamos que no le hacía ni caso a su padre. Aunque bien pensado, no
se había enterado de aquella advertencia. Era un placer tener a aquel
superhombre lejos, a pesar de que no las tenía todas conmigo. Quizá
hubiese minado todo el bloque con cámaras secretas. Ándate con ojo,
querida Eduarda, que este tío se presenta un día sin avisar y os manda, a
ti y a tu novio, con tu madre. No sé por qué, pero la daba por
desaparecida. A aquella pobre señora, que no me había hecho nada. Pero
me casaba en la historia, así, una trágica y misteriosa desaparición. Lo
único que sabía de ella: su apellido, Enrech. Pero no… no es lo que estáis
pensando, no me puse a buscarla por entre los Registros de todo el
mundo, ese tema está demasiado trillado ya.
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Digamos, que tenía historia, ahora sí, digna de una novela policíaca,
negra, esperaba que fuese. Negra y con unas refulgentes gotitas de
sangre, a poder ser. Me frotaba las manos… ¡Ojalá!
De vez en cuando me topaba con Eduarda por las escaleras. Hacía
todo lo posible, yo, por verla. Por la mañana no había manera, pues me
levantaba muy temprano, como fiel transportista que era. Lo primero, la
amamantaba, después llenaba su tripa, a la furgoneta, y luego carretera y
manta. ¡Menuda tartana!... me hacía gracia y todo. Como el techo se caía a
cachos, de vez en cuando, en alguna curva prolongada, me hacía
cosquillitas en la cabeza.
Me imaginaba un espejo gigante, colocado en el arcén. Yo me veía
reflejado ahí, dentro de la furgoneta, tan campante, con las dos manos en
el volante, sonriente, orgulloso de mi tarea logística. Me hacía mucha
gracia, la verdad. Cosas mías.
La franja horaria era de siete a nueve de la tarde noche. La pantera
bajaba de su árbol. Un gran invento: la mirilla. Unos días bajaba a comprar
cualquier cosa y subía enseguida. Otros, se escapaba con nocturnidad y
alevosía. De todas maneras, Eduarda, además de estar, parecía ser buena
chica. Estudiante aplicada, avispada, sería buena abogada para el crimen
organizado, sin duda.
Al principio, nada más que saludos. Sonreía al verme, y eso me
bastaba. Y me encantaba. Conque pasó el tiempo y pasé al tiempo… ‘¡qué
buen día hace hoy!’, ‘vaya, está lloviendo’, ‘refresca’… Original, yo, donde
los haya. Parecía hacerle gracia mi rudo acento maño. Quizá también se
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cuestionase ella de dónde diablos había salido yo. Pero no me preguntó, a
pesar de mi caballeresca disposición a explicárselo todo, con detalle.
De vez en cuando aparecía el maromo. Tenía llaves el muy cabrón y
todo. Para adentro, sin llamar. Llevarán juntos mucho tiempo, pensaba,
una pareja consolidada, que se dice en mi pueblo. Yo no hacía ni un ruido.
Sólo me faltaba el yogur en la oreja. Nada, una tumba, su casa. ¿Qué
estarían haciendo? ¿O es que en Girona hacen los edificios con paredes de
verdad? No, no creo.
Así que: o urdía un plan o me podía tirar años así. Con la mirilla y
con el yogur. Sin historia, sin novela.
Ilustrísimo Sr. Teniente D. Eduardo Fornells Raventós. El motivo de
esta breve carta es informarle a Su Señoría de las molestias que está
causando su hija Eduarda en la comunidad de vecinos. Se le ha llamado al
orden en varias ocasiones. Ante su reiterada actitud: ruidos hasta altas
horas de la madrugada, fiestas continuas en su casa, gemidos estridentes
y similares… esta comunidad de propietarios se ve obligada a extender la
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siguiente, solicitándole que reprenda a su hija a fin de que adecúe su
comportamiento a las normas de la buena conducta y convivencia vecinal.
Sin más que añadir, le saluda atentamente, el presidente. Firmado…
Albert Casadevall Agramunt.
¡Toma ya!, pensé, mientras introducía mentalmente la carta en el
buzón. Luego me dije, no, no… ¡para!… se liaría demasiado gorda… el
teniente se entera, se presenta aquí con su pelotón y acaba con mis
pelotas.
No sé muy bien por qué, pero sellé de nuevo la carta que rapiñé en
su día y la deposité en el buzón correspondiente. Ahí tienes, aunque
tardana, la carta de papaíto, querida Eduarda.
Aquel fin de semana regresé al hotel. Llamé para reservar. Sin
problema, me guardaban una cama. ¿Qué quieres para cenar? Lo que sea,
mamá, dije, no te preocupes. ‘El platanero’ me permitía utilizar su
furgoneta para asuntos propios. Haz lo que quieras con ella, mientras no
me la mates, me decía, y se desternillaba él solo, como siempre que
hablaba. Gracias, tío. En cuatro horas me planté en Zaragoza, llegué sobre
las nueve de la noche del viernes. De camino, combatí el tedio del viajecito
telefoneando a algunos amiguetes, por si se montaba jolgorio el sábado
noche. Nada, no había plan. Nos vemos.
Me traje regalito, de vuelta a Girona, aparte de millones de tuppers:
¡a mi hermano! Tenía expediente de regulación de empleo, ‘vacaciones
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obligadas’, según decía él… ¿Por qué no te vienes?, le insinué. Dicho y
hecho.
Total que el lunes, primer lunes de otoño, por la tarde, nos dimos
una vuelta por ahí. Una ciudad muy coqueta, Girona. El casco viejo se
apelotona para contemplar el río, el Onyar, que atraviesa la ciudad,
somnoliento, deprimido, ni putas ganas de llegar al mar, parece que tenga.
La catedral mira, aquí y allá, aburrida, como sedienta de sangre. Una
ciudad, triste, no sé cuánto tiempo lleva de luto, la pobre. Casi te dan
ganas de darle el pésame… pero como no sabíamos a quién dárselo, si a un
puente, a una plaza o al monumento de algún político, nos fuimos a un
bar. A alegrarnos un poco la vida, para contrarrestar semejante ambiente
funerario. Parece ser que toda la alegría estaba en aquel bar, borracha
perdida, la alegría, como loca, dándose cabezazos contra las paredes.
Habíamos dado en el clavo, por casualidad.
El único antro abierto el lunes, según nos dijo un camarero. ¡Una
barahúnda! Era una especie de tasca, a la vieja usanza, con mesas y
bancos de madera, muchas fotos colgadas de las paredes, una marabunta
de gentes sin complejos, algunos poniendo cara de borrachos, muy
logrados, otros enseñando la lengua, aspirantes a serpientes. Los tíos y las
tías cuando se emborrachan enseñan la lengua porque no tienen lo que
hay que tener para enseñar lo de abajo.
Nos unimos a la fiesta. Nos vimos obligados a pedir algo de beber,
con alcohol. Ocupamos la última mesa, tan cerca de los baños, que parecía
que nos mearan encima, los clientes. Me puse a destripar todas esas
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caras, gente joven, la mayoría, al parecer universitarios. Poco nos
duraron las primeras cervezas. Íbamos rezagados, teníamos que alcanzar
al pelotón. Me levanté a pedir otras dos jarras, haciéndome hueco
enfrente de los grifos. De ahí salía el dorado líquido espumoso, ¡oh, ácido
desoxirribonucleico de la excitación! Eché un vistazo en derredor.
Intentaba arrancar todos esos peinados, todos esos rictus, todas esas
vestimentas, todas esas conversaciones fútiles. Objetivo metérmelos en la
cabeza y cerrar con llave. Para mi novela. Era como si llevase un pajarito
escondido en la chaqueta y le tuviera que ir dando gusanos, al estilo del
vejete que se suicidó en Cadena Perpetua. Espero no acabar como él, la
verdad. Ahora que lo pienso, me arrepiento un poco del símil, pero
bueno…
Y me topé con ella. Vaya con el destino… ¡estaba de mi parte! No me
lo podía creer. Con un grupo de amigas, mi pantera Eduarda. Chupitos
arriba, abajo, al centro y adentro. ¿Qué diablos estarán celebrando un
lunes?, me pregunté. Mi vecina parecía de todo menos hija de un
acorazado militar. Estaba en su salsa, riendo, besando, hablando,
gesticulando. Muy morena de piel, con ojos rasgados, sus facciones eran
como pinceladas impresionistas. Vocalizaba mucho al hablar, como un pez
escupiendo burbujas, como si sus interlocutores fueran sordos. Vestía
pantalones vaqueros y una blusa roja con exageradas mangas. Muy corto,
su pelo, muy negro. Flequillo al ras, como cortado de un solo tijeretazo,
con unas tijeras gigantes, un dedo justo por encima de las cejas.
No divisé a su novio en el garito. Pillé las jarras, pagué. Cinco euros
del ala. Regresé junto a mi hermano. Observé que se le caía la baba, de ver
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tanta gachí feliz. Así que le expliqué, señalando a la pantera, que era mi
vecina, Eduarda. ¡Qué me dices!, exclamó, encantado. Ya tenía excusa
para entrar. Vamos a decirles que se sienten aquí con nosotros, a beber…
podemos enseñarles jugar al durito, nos echaremos unas risas, me
insinuó. Yo, no contesté. Tampoco él esperó mi respuesta. Al momento lo
vi, allí, hablando con Eduarda. Vino todo el grupo, hacia mí, yo
empequeñecía, pero no lo suficiente para escapar por debajo de las mesas.
¡Hola, vecino!, saludó muy amable, como alegrándose de verme. Me
pregunté, si sería Eduarda, o su alegría, la que se alegraba de verme. Nos
presentamos. Sus amigas: Ariadna, toda espaldas, lorzas se asomaban por
sus costados, como doblando la esquina. Tenía una buena frente, vamos…
para sacar las raquetas y jugar unas bolas. Era muy fea, y salpicada de
granos… pensé… ¡mi novela!... ¡ya tengo título para mi novela! Casi me
muero de gusto, ahí mismo, por mis adentros. Alabado sea el destino.
Alabado sea Dios y todos sus discípulos y Nerón y las llamas del Vesubio y
Barrabás. ¡Ariadna! ¡Ariadna! ¡Mi novela!
Luego estaba Virginia, con nariz de tucán y boca de pez gato, con
bigotitos y todo. Insípida como ella sola. Y por último, Carlota, rubia
teñida. Hacía tres meses que se tiñó, lo digo por los tres centímetros de
raíz marrón tierra que brotaban de su cuero cabelludo. No paraba de
cascar y de reír, la tía, era muy menuda, parecía estar hecha a otra
escala. Luego me enteré de que su padre era arquitecto, por tanto, mis
sospechas no iban muy desencaminadas.
Así que a jugar al durito. Encantadas estaban con el jueguecito, las
tres, porque Virginia nos abandonó a las primeras de cambio. Tenía que
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acabar un trabajo, alegó. Todas estudiaban Derecho. Celebraban el
cumpleaños de Eduarda, por cierto. Buena excusa para darle otros dos
besos. Se los di con ganas, como los que te dan las viejas del pueblo, con
ruido y todo. Me sonrió. Yo ya estaba ebrio con el descubrimiento del
título de mi novela. ¡Ariadna! Bueno la escribiría sin admiraciones, más
seria. El durito me dio un empujoncito, también. Vamos que si te quieres
poner ciego en diez minutitos, juega al durito. Básicamente, se trata de
juntar cuatro vasos de chupito (llenos) en medio de la mesa. Se lanza una
moneda, que debes encestar en los vasos, haciéndola rebotar primero en
la mesa. Si no eres muy diestro, date por jodido. Y cuanto más bebes,
menos diestro eres. Leyes de la naturaleza.
A la media hora de durito estábamos todos bastante blanditos. Los
chupitos los rellenábamos de calimocho. Sobre la mesa, en una esquina,
construíamos la torre de Pisa con los vasos de litro vacíos. Cuando lo vi
aparecer por la puerta se me cortó el rollo de cuajo. El maromo… ¡Ahora
no!... por dios, ¡no puede ser!, me decía yo. Iba con un grupete de amigos,
todo tíos. Se acercó hasta nosotros, Eduarda se levantó a saludarlo
efusivamente. Chicos, os presento, dijo, Eduardo, mi hermano. ¡Alabado
sea Dios señor nuestro todopoderoso!, fue lo primero que me vino a la
cabeza. ¿Por qué diablos me habría imaginado yo que eran novios? Cosas
de la vida. Siempre me imaginaba lo peor, era yo, intrínsecamente, un
pesimista ortodoxo. Aquello despejaba el camino, sin duda. Sin papá, sin
novio… de fiesta, conmigo… con el título de mi novela tatuado en mi
cráneo… ¿Qué más podía pedir? Mi pajarito (el ficticio), disponía de
excelente ración de gusanos.
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Su hermano se despidió enseguida, sólo pasaba a saludar, dijo, algo
cortado. A las once en punto sonó una campanita, con un badajo muy
pequeñito, a su vez, pero muy tocapelotas. El bar cierra en breves, fue lo
que dijo, la campanita. Mi hermano propuso seguir con el juego en su casa.
¿Su casa?, pensé yo. Genial idea, les pareció a todas. Otra baja, nada más
salir: Ariadna, mi novela, se fue. Supliqué a Dios que no fuera un mal
augurio. Jamás hubiese pensado que tenía novio, mi novela, pero eso es lo
que dijo, que había quedado con su novio. Me lo imaginé, al novio…
necesitaría otra novela entera para describirlo.
Mi hermano paró un taxi sin avisar. No quería que se enfriase el
ambiente, el bribón. Pagó él. Paramos en el chino de la esquina para
proveernos de vino peleón, y también cayó una botella de whisky. Javier
insistió de nuevo en apoquinar todo, es mi regalo de cumpleaños, le dijo a
Eduarda. Aquella insinuación no me gustó un pelo. Todo sea dicho, aunque
se trate de mi hermano.
Así que ahí nos tienes a los cuatro escaleras arriba, bueno, mejor
dicho, los tres y el gnomo. Porque Carlota parecía ir menguando cada vez
más. Nos instalamos, en MI casa. Ellas en el sofá, nosotros dos enfrente,
sobre sendas sillas. A darle de nuevo al durito. La botella de whisky
temblaba encima de la mesa. Se cumplieron sus crepusculares presagios,
acabamos con ella. El ambiente se fue calentando tan rápidamente que no
sé muy bien cómo, pero me vi discutiendo con Carlota apasionadamente
sobre los extraterrestres. Aquel fin de semana habían descubierto un
planeta, a ochocientos mil millones de años luz, por lo menos, con
condiciones parecidas a la Tierra. Con agua y toda la pesca. Pues bien, yo
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estaba firmemente convencido de que no estábamos solos. Y ella, dale que
te pego con que no. Que eso eran invenciones de la Nasa, excusas para
hacer más películas, reminiscencias de la guerra fría... En aquellos
momentos de efervescencia etílica, yo me sentía hermanado con todas las
criaturas ultraplanetarias del cosmos. Era su Portavoz.
Súbitamente, paré un momento en mitad de mi declamación, para
observar a Carlota. ¡Seguía disminuyendo!... ¡a pasos agigantados! No lo
podía creer. ¡Cabía toda ella en el asiento de la silla!... con las piernecitas
estiradas y todo. La hubiera podido coger, depositarla en la palma de mi
mano, hacerle caricias en el lomo, como a una gatita recién nacida. Fue
entonces cuando me empecé a reír a raudales. En mi vida me había reído
tan a gusto, ni con las setas de Amsterdam. No podía parar, la verdad. La
miraba de vez en cuando y la veía chiquitita, cada vez más chiquitita… se
me ocurrió en ese momento cantarle lo de chiquitita dime por qué… y aún
me reía más, casi me ahogo. Un géiser de carcajadas… ¡Ella! ¡Ella era la
extraterrestre! ¿Pero no se veía? Lástima que no hubiese un espejo cerca.
Seguía desternillándome. Me ardía la tripa, me faltaba el aire. Pensaba
una y otra vez en lo de chiquitita dime por qué, en lo de que ella era la
extraterrestre y me resultaba imposible parar de reír. La vi, entre risas,
coger el bolso, y marcharse por la puerta. Yo seguía a lo mío… pensaba…
¿pero para qué abre la puerta? ¡Si cabe por la ranura de abajo! Más y más
risas. Casi me da algo. Volví en mí, poco a poco. Todavía llegaban algunas
risas rezagadas, ya casi sin fuerza, hasta que se agotaron definitivamente.
Me di de bruces con el silencio, y luego con el sofá. Pero bueno, me
dije, ¿dónde diablos están mi hermano y la pantera? ¡Todavía no le había
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preguntado por su madre!, a la pantera… ¡tenía que saber qué fue de su
madre!... estaba algo obsesionado con aquello… ¡por Dios!, necesitaba que
me lo contara todo, yo mutis, le prometería, no diré nada a la policía…
explícame… ¿dónde la enterró?, ¿en cuántos trozos la seccionó?... ¡todos
los detalles! A Ariadna le encantará saberlo todo…
Me levanté como pude, apoyándome en los muebles de la casa, y me
asomé al dormitorio. Nada. La cocina y el baño, ambos minúsculos,
también vacuos. No había más habitaciones donde buscar. Un gemido,
femenino, de placer intenso, proveniente de la mismísima Sodoma,
atravesó la pared y se incrustó en mi cerebro. Me acerqué renqueante
hasta la mirilla: la boca del lobo. De repente, otro grito en la noche. Lo vi
salir del piso de enfrente, al grito, y desapareció zumbando escaleras
abajo. Me temí lo peor, y acerté, por supuesto. Pero no me quedé ahí, tras
la mirilla. Un borracho tiene la cabeza más dura de lo normal. Lo quería
ver con mis propios ojos, meter el dedo en la llaga. Sadomasoquismo puro
y duro.
Mi hermano, en calzoncillos, entreabriría la puerta. Me diría, no,
no, ahora no es buen momento. Se oiría a lo lejos una voz femenina, dulce,
lasciva… ¡vamos, Javier!, te estoy esperando… Javier dibujaría una
sonrisa pícara en su boca y me guiñaría el ojo, mientras muy lentamente
la puerta se cerraría suavemente… ¡en mi cara!
Más o menos, así debió ocurrir, tampoco me acuerdo bien de los
detalles. El caso es mi querido hermano pasó toda la noche en la sabana
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(¡sin tilde!) del Serengeti, durmiendo con la pantera en su árbol. Muy
hermoso, vaya que sí.
Me despertó un amigo tocapelotas, me contó algo de su trabajo, me
preguntó por el mío también…, y de repente va y me dice… ¿sabes algo de
Claudia o qué?, nada, le contesté, lo último lo que tú me contaste… ¿pero
te creíste lo que te dije, lo de que se había casado de penalti y eso?, me
dice el muy socarrón. Claro, por supuesto, contesté yo.
Él se rio un buen rato a mi costa. ¡Que era broma, hombre!, acabó
diciendo. Me cagué en su puta madre unas cuantas veces y colgué.
Aquella conversación elevó al cubo mi resaca. Tenía un yunque dentro de
mi cráneo. Me cepillé los dientes y una botella de litro y medio de zumo.
Todo me daba vueltas, en mi cerebro voltaico.
Estaba solo en casa. Decidí no llamarlo, ni molestarlo, a mi
hermano. Me lo imaginé desnudo, en la cama, abrigado con la piel de la
pantera. ¡¿Cómo no le preguntaría a Eduarda por su madre?!, me regañé.
¿Por qué siempre se me iba la pinza con los extraterrestres cuando me
emborrachaba?... Evoqué a la pequeña Carlota y no me quedó otra que
sonreír sobre el recuerdo. Buf, agujetas en la tripa.
Encendí mi portátil, miré el correo, alcahueteé cuatro cosas y abrí
el archivo de mi novela. Lo había titulado, provisionalmente, ¡Hatajo de
sueños!, sustituí aquel nombre por el de Ariadna. Fui al azar a una página.
Caí en la 53. Comencé a leer… Cuando iba por la 56, cerré el archivo.
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Me apareció el escritorio, de nuevo. Cliqué sobre el archivo de texto
ahora denominado Ariadna. Pulsé Suprimir. Mi ordenador, que no
entendía de resacas, en silencio, y muy correcto, me preguntó:
- ¿Está seguro de que desea mover este archivo a la papelera de
reciclaje?
Me acerqué con el ratón a la casilla del ‘Sí’ y cliqué. Ariadna
despareció del escritorio.
Abrí la papelera de reciclaje. Ahí estaba, otra vez, Ariadna. Repetí el
modus operandi.
- ¿Está seguro de que desea eliminar este archivo de forma
permanente? –me preguntó mi ordenador, esta vez con un tono algo
más solemne.
Dudé unos segundos… clicar sobre el ‘Sí’, o clicar sobre el ‘No’. Ésa
era mi cuestión. Justo entonces sonó el teléfono. Claudia, era quien
llamaba. Antes de responder, volví a mi portátil rápidamente. Ahí seguía
la misma interrogación en el aire. Me decidí y cliqué por fin.
Hola, Claudia, dije.
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PRIMERA PARTE
La soledad ayuda a crear el arte, el arte creado aniquila la soledad.
Adrián estaba solo en casa, en el patio, aposentado en una vieja hamaca
de tela. A su lado, una gélida lata de cerveza se erigía sobre un taburete
como de bar. Sus padres hacían la compra semanal en el hipermercado y
León andaba dando un voltio por las huertas. Adrián gobernaba el mundo.
Eran las diez y cincuenta y nueve y el viejo reloj de pared se inclinó y
susurró: ‘disculpe Señor Adrián, si no le importa, estoy a punto de marcar
las once horas’.
- Proceda.
Sábado rubio de ojos azules. Mediados de Agosto. Un día de esos en
el que el Sol se bebe un par de vinos antes de comer y está realmente
radiante. Emitían en la radio un programa especial sobre el genio oculto
Ervin Nyíregyházi… Una cálida voz femenina narraba anécdotas sobre la
vida del músico húngaro de nombre cuasi alienígena. Se ve que su madre
estaba obsesionada con que su hijito fuera un mito y lo esclavizó delante
del piano. Una de sus esposas descubrió que a sus cincuenta años, Ervin,
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tardaba más de media hora en abrocharse los zapatos. ‘¡Brutal!... ¿Cuánto
tardaría en desabrocharse la bragueta?... Aunque tocando el piano así
casi da igual mearse encima’ –pensó Adrián.
Sonaba una pieza, no me acuerdo del título. Aquel piano te
asesinaba lentamente y esparcía tus cenizas por el Cosmos. Después, te
resucitaba y te daba la bienvenida como un ser humano completamente
nuevo, libre, ingrávido.
Unas cuantas moscas conectaron el modo silencioso en sus motores
para escuchar al genio oculto durante sus vuelos geométricos.
Acabó la sonata y sobrevino un silencio conmovedor, como el
silencio de después de las guerras. De repente, un quejumbroso ladrido de
León, a lo lejos, desgarró aquella paz. Adrián se extrañó sobremanera y
fue raudo a su encuentro. En el zaguán, vio al pobre perro acurrucado
contra una pared, moribundo, jadeante y de color líquido refrigerante.
Adrián abrió tanto los ojos que le dolieron. ¿Pero qué broma sobrenatural
era esa? ¿El primer perro marciano? En ese momento se oyó rebuznar el
motor de un coche en la calle y enseguida aparecieron sus padres
cargados de compras. Al ver al raro perro verde, a su madre se le resbaló
de las manos la bolsa de los huevos. ¡Tortilla!
- Pero, ¿qué le ha pasado? ¿Qué coño le has hecho? –gritó su padre
furioso.
- Acaba de llegar ahora mismo de esta guisa. Yo no tengo nada que
ver con esto –respondió su hijo fingiendo sosiego, como si viese perros
verdes a diario.
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León tardó tres horas en morir. Adrián enterró al éxitus en un
campo yermo cercano. Sobre su tumba, en lugar de la típica cruz, clavó
una larga caña que cogió prestada de una empalizada de la huerta de
Julián. El animal no tenía mucha pinta de ser cristiano y el pequeño de los
Azcona tampoco lo era, desde luego. A los pocos días la familia se enteró
de que el can se había caído en un tanque de ácido de una empresa vecina.
¡Mala pata! Con su muerte, Adrián ya no sentía la necesidad de salir a
pasear, pues León tampoco había de sacar a pasear sus necesidades.
La necesidad de Adrián por aquella época era escapar. Pero para
poder escapar, debía trabajar. Y ahorrar no le resultaba muy fácil. De
trabajillo en trabajillo, raro era el mes que cobraba un sueldo de esos de
cuatro dígitos. El dinero le volaba como arena entre las manos bajo un
huracán, a pesar de que sus vicios tampoco eran muy caros: música, cine,
libros y cerveza, básicamente. Sus padres no soltaban mucha prenda, sólo
de vez en cuando, mamá, a escondidas de su progenitor, le propinaba
alguna moneda de dos euros.
- Gracias mamá –susurraba Adrián, guardando el secreto.
Adrián tenía un hermano tres años mayor que él. Ambos habían
nacido el mismo día: el seis de Enero. Javier vivía en Hanoi. Trabajaba
para una empresa de exportación de comestibles de alta gama, tal que
aceite virgen extra, jamón serrano y otros ibéricos. Adrián lo adoraba,
estaba orgulloso de él, de su inteligencia, pero, sobre todo, del arrojo con
que la usaba. No era como los demás. No se trata de acumular carreras
universitarias o conocimientos efímeros. Se trata de mantenerse vivo. Y
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sobre todo, de ser consciente de estarlo. Convertir cada instante en
eterno. A eso aspiraba Adrián, por aquello quería escapar del barrio, de
aquella vida fútil. Sólo se sentía vivo muy de vez en cuando, recibía como
descargas, chispazos de vida… que no hacían sino recordarle que debía
marcharse cuanto antes.
Los hermanos, aparte del contacto telefónico, se carteaban a
menudo, estilo vieja escuela: manuscritos, sobre y sello. Javier solía
visitar a su familia para las fiestas de año nuevo. Adrián se había
propuesto firmemente ahorrar para convivir un tiempo con su querido
hermano en Vietnam. Su escapatoria. Javier era como un ave migratoria,
sobrevolando otros mundos, respirando otras atmósferas, planeando
sobre sus cabezas. Adrián se sentía unidimensional ahí abajo, quería
tener la perspectiva de su hermano, volar con él.
Terminó su último trabajo a principios de Julio. Era de mozo de
almacén (sobre todo) y de repartidor (muy raras veces) en una pequeña
empresa de sistemas contra incendios. Sus mañanas transcurrían en un
pequeño taller vaciando y llenando extintores. Hasta las diez y media se
dedicaba a los de polvo. Después, a por los de CO2. Algún encargado
entraba de vez en cuando sigiloso, para intentar pillar a Adrián tocándose
los cataplines. La verdad es que al pobre le daban unos sustos del copón. Y
el tema no era de risa, porque con la presión que llevan esos aparatos, si
no se cerraban convenientemente, podía salir disparada la tapa con la
fuerza de un kalashnikov. De hecho, en el techo había una mancha de
sangre. Así se lo indicó a Adrián un compañero, describiendo el accidente
con toda suerte de detalles, cómo le había quedado la cara al pobre
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muchacho, el número de operaciones que necesitó y tal y cual… Desde
entonces, Adrián todos los días antes de empezar la faena echaba un
vistazo ahí arriba, para mantenerse alerta. Aquella era como su señal de
la cruz. Amén.
Había una banqueta, tipo de bar, en medio del taller. Parecía tener
siempre un foco apuntando. Cualquier día sonaría algo de jazz y
comenzaría el striptease. Mientras todo el taller rebosaba polvo y
suciedad, la banqueta residía en su brillante burbuja. En fin… que estaba
más protegida que la Gioconda en el Louvre. Al principio de los tiempos,
Adrián siempre asía a la diosa inmaculada y se sentaba sobre ella para
trabajar más descansado. Porque, aunque parezca mentira, se podía
hacer exactamente lo mismo con y sin banqueta. Pues ¡a joderse toca!
porque, cada vez que Adrián se sentaba (al poco le soplaron que había
cámaras en el taller), entraba algún encargado con la típica tontería:
- Oye, Azcona, estarás mejor de pie, que con la banqueta igual te
distraes más.
Luego, antes de salir, apuntillaban un ‘a ese extintor métele un poco
más presión’, ‘tienes afuera los de la empresa Walter Rodríguez, que hay
que lavarlos’, ‘ten bien recogidas las llaves’, ‘¡eh!, se te ha olvidado de
ponerle la pegatina a ése’, ‘antes de acabar haz un poco de limpieza’, ‘ojo
no te salte polvo’ y similares. Lo de saltar polvo era gracioso. Si llenaban
un extintor y antes de colocar el seguro rozaban mínimamente la maneta
de descarga significaba lluvia gris. En milésimas de segundo una nube
volcánica lo invadía todo. Apenas se podía respirar. Se cortaba el tráfico
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aéreo. No tardaba en entrar algún listo (a los que nunca les había pasado)
con el sermón:
- Ten cuidado con eso, hombre, que ya te lo hemos dicho unas
cuantas veces. Pon más atención. ¿No estarías sentado en la
banqueta?
Adrián no pasó el período de prueba y se lo finiquitaron.
Un miércoles lluvioso de Septiembre telefonearon por fin de una
empresa de trabajo temporal. Lo único bueno que tenían ese tipo de
empresas era su amenazante y fría claridad: ‘temporal’. Entraron unos
cuarenta, ya que añadían el turno de tarde para incrementar la
producción. Como el lugar de trabajo distaba unos setenta kilómetros de
Zaragoza, los reunieron a todos para firmar el contrato y, de paso, hacer
grupos para fletar coches (no pagaban los gastos de desplazamiento, por
supuesto). Setecientos cincuenta euros de sueldo. Pese a todo, para darse
con un canto en los dientes.
La faena consistía en grabar datos de expedientes de la tesorería de
la seguridad social. Cuando les explicaron en qué consistía, Adrián pensó:
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‘¡De buten! Pero de eso nada monada. Cada trabajador tenía su silla, su
mesa y su ordenador (¡un lujo!), y por la pantalla iban apareciendo
documentos varios, de los cuales debían transcribir el nombre de la
empresa o autónomo, el número de afiliación, la fecha de la solicitud, el
tipo de régimen de la seguridad social, entre otros. Por supuesto, exigían
mucha velocidad al teclear los datos, les martillaban con que eran
expedientes secretos y había unos cuantos prohibidos:
- Prohibido hablar entre los compañeros.
- Prohibido tener el teléfono móvil encendido, ni ningún otro
dispositivo de almacenamiento de datos (sólo podían usar radio
convencional, aunque no se captaba ninguna emisora).
- Prohibido comer o beber sobre las mesas.
- Prohibido ir al baño. Cada día les colocaban sobre la silla un orinal y
varios pañales… Eso ya hubiera sido brutal, aunque… ¡tiempo al
tiempo!
El horario: de tres a once de la noche, de lunes a viernes. Dos
pausas: una de quince minutos a las seis y otra de diez minutos a las
nueve. Los grupos de los coches se formaron rápidamente: por barrios. El
pequeño de los Azcona vivía muy a las afueras de la ciudad, en el barrio de
Las Huertas, y se unió a tres tipos del barrio de Las Delicias, cercano al
suyo.
El grupo estaba formado por Rosa, mujer adinosauriada, de unos
cuarenta años. Andaba cual pingüino gigante. Retumbaba la corteza
terrestre a su paso. Serios problemas con la dicción de las erres, que
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salían de su boca gorgoteando. Su cara era del mismo color de su nombre
y destacaba una extensa papada, a modo de estepa mongola, salpicada
con pequeños granitos rojos. Siempre iba embutida en su rácano traje de
ejecutiva. Luego estaba Daniel, de unos veinticinco. Parecía haber salido
del vientre materno hacía un par de años. Engominado y con caderas
pronunciadas y filosas. La tripa le hacía un bulto raro, como si tuviera
enrollado todavía el cordón umbilical bajo su camisa. Olían a perfume
hasta las suelas de sus zapatos. Siempre sonriente y con un bolso a modo
de zurrón atiborrado de panteras rosas. Y por último, Estefanía,
treintañera, con cara de pato, culo carpeta y espárrago-tetas (de esas que
se van acercando peligrosamente hasta el ombligo). Hubiera querido ser
princesa y estaba loca por pillar a un ricachón y pasearse muy pero que
muy pero que muy despacio en descapotable por la ciudad. Cogían el auto
un día cada uno.
Adrián era un tipo reservado y al principio apenas entraba en las
estúpidas conversaciones sobre el trabajo o el tiempo. Ellos le miraban
como a un bicho raro, como si te asomas por la ventana y ves un
Archeopterix: así. Adrián solía ir leyendo en la parte de atrás cuando no
le tocaba conducir. Por aquella época andaba con Hari Seldon y la
Psicohistoria. Pero poco a poco aquel microcosmos se le fue haciendo más
familiar. Bromeaban todos y se reían hasta de Cristo y la madre que lo
parió, sea virgen o no. Por supuesto, cuando alguno de ellos faltaba, iba
fino. Con Rosa tenían la coña de que si se estampaban algún día contra
algún jabalí (abundaban por aquella zona), saldría del coche, lo
despedazaría y se lo metería en el capó para la cena. Así fue pasando el
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tiempo y transcurrió el invierno, sin mucha novedad. Adrián ya le había
cogido tirria a unos cuantos del curro. Por supuesto, todos tenían apodo.
‘Acequias’ era uno de los jefes, un liliputiense que quería ser Gulliver. El
mote vino porque alguien dijo que le encantaría descuartizarlo y esparcir
sus restos por una acequia. ‘Premio Nobel’ era un tipo estirado con mirada
láser, al que le agradaba sobremanera arengar a sus lacayos. Se creía
físico nuclear e ingeniero de caminos pero era más tonto que alto. Y
muchos más: ‘Periquito’ (una pequeña jefa pájaro), ‘Volcán’ (otra
encargadilla madurita con excesivas ganas de copular), ‘Aborigen’
(supervisor que amaba el trabajo, del que decían que había nacido allí),
‘Cristóbal Colón’ (un encargado al que le habían extirpado el colon y
estaba todo el día evacuando), y algunos pajaritos más.
Viernes, mediados de Marzo. El cielo gris metálico parecía ser la
prolongación de la carretera. Si tuvieran que bajar unos cuantos ovnis
hostiles, seguro elegirían un día como ése. Ni rastro de nubes… debían
estar escondidas, por si las naves. Un frío quieto, rebelde, se resistía a
dejar paso a la primavera. Los prados, todo el invierno en stop, estaban en
pause, en play florecían. ¿Quién diablos tiene el mando?
Al pequeño de los Azcona le importaban un comino los prados si se
hallaban de camino al tajo. Subían Rosa y él. Él conducía. Estaba un poco
hasta el cataplín derecho de la dinosauria. Llevaba un tiempo lanzándole
directas de quedar a tomar algo después del trabajo, de lo guapo que estás
hoy recién afeitado, de ¿has tomado el sol el fin de semana?... porque
tienes un color de cara estupendo y sandeces por el estilo. Adrián siempre
ponía cara de asco y miraba hacia otro lado ignorándola. Pero nadie puede
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ignorar a un mamut. El mamut, en peligro de extinción por entonces,
necesitaba aparearse. Estefanía y Daniel se habían cogido el día de fiesta.
Aunque ellos lo pretendían guardar en secreto, todo el mundo sabía que
estaban liados. En el coche, Adrián y Rosa hablaban sobre alguna
mamarrachada de ‘Premio Nobel’ cuando, de repente, ella abortó la
conversación con una mirada fulminante que atravesó a Adrián. Le
estaba devorando. Adrián echó un vistazo y la vio con babero y con
cuchillo y tenedor. Géiseres de saliva emanaban de su horrible boca.
Temblaron las piernas de Adriancito, como si tuvieran vida propia y se
quisieran largar de ahí por patas, dejando solo al tronco. Intentó hacerse
el sueco y seguir con la charla pero notaba que ella no apartaba sus
pequeños ojos golosos sobre él. Con los nervios, presionaba tanto el
acelerador como para juntarlo con el asfalto. Por fin habló Rosa desde su
estómago hiperpotámico:
- Bueno, ¿qué? Vamos con el tiempo de sobgra, Adggrián ¿te apetece
que hagamos una paggadita en el camino? –dijo intentando parecer
dulce y lasciva, y guiñó lenta y torpemente su ojo izquierdo.
Adrián se quedó petrificado. Dejó de acelerar inconscientemente. Al
segundo, le dio un espasmo, retornó al universo y frenó bruscamente.
- ¡Larggggo de mi coche, ceggrda! ¡Larggggo! –gruñó, burlándose de
su problema con las erres y le indicó la puerta con su dedo índice
derecho.
Ella masculló algo incomprensible, sus ojos se humedecieron,
agarró el bolso y se apeó del vehículo. Adrián aceleró como Kurt Rusell en
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Death Proof. Cuando lanzó una mirada furtiva al retrovisor vio a la
gigante convertida en gnomo en la cuneta de la carretera. Inspiró
lentamente para oxigenar su cerebro. Espiró todavía más pausado.
Llegó muy nervioso a destino y se puso a trabajar como un loco para
no pensar. A los veinte minutos se le acercó ‘Periquito’ y le preguntó por
Rosa.
La tarde se le hizo eterna, como los viajes que le describía su
hermano desde Hanoi hasta Hue en bus cama. A eso de las diez de la
noche, Adrián, con los ojos ya cuasi ensangrentados a causa del regular y
sempiterno desfile militar de documentos por la pantalla de su ordenador,
divisó algo mucho peor: dos agentes de la guardia civil. Entraron verdes y
orgullosos bajo sus tricornios y se dirigieron a la pecera sita al fondo de la
oficina. Lo primero que pensó Adrián era si tenía bien aparcado el coche.
Típico. Los verdes hablaban y los jefes gesticulaban atónitos y se echaban
las manos sobre sus cabezas de pitiminí. Adrián temía tener algo que ver
con todo aquel lío. Y acertó. Salieron todos los peces y ‘Acequias’ se dirigió
a él:
- Azcona, acompáñenos un momento a la puerta. Cierre la sesión de
su pecé.
Adrián asintió. Se levantó de la silla y un rumor marítimo se instaló
en la sala. Caminaba bien erguido, con paso firme y mirando al frente.
Como los culpables que pretenden hacer ver que son inocentes. Observó la
puerta de la salida: estaba abierta, allí le esperaban ansiosos todos
aquellos ojos.
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Hablaron los agentes. Su lenguaje parecía sacado de tácticas
militares del siglo XVIII. Os lo traduzco: Habían hallado el cadáver de
Rosa en la carretera. ‘¡No-me-jo-das!’ –pensó Adrián vocalizando.
Comenzaron las preguntas en todas direcciones. Adrián intentó hablar,
pero todo se le nubló y ofreció su desmayo como respuesta.
Recobró la consciencia en comisaría. Estaba sentado. Su cabeza
descansaba sobre sus antebrazos bajo una dura mesa. Al incorporarse, se
topó con el rey. Lo miraba seriamente, el rey. Una banda azul cruzaba por
su pechera y se tapaba con las dos manos sus partes nobles, nunca mejor
dicho. Adrián apartó su mirada y dio con un hombrecillo viejo: su
abogado, dijo ser. Vestía un apolillado traje gris y zapatos negros
desgastados, una pequeña mata de pelo le brotaba por encima de cada
oreja y cejas superpobladas disimulaban sus ojos de urraca. Estaban ellos
dos solos (aparte del rey), en una sala de unos cinco metros cuadrados.
Olía a café. Se abrió la puerta bruscamente.
- Bueno, muchacho. Vas a tener que explicarte –irrumpió afable un
agente 007-. Este señor es el abogado de guardia. No estás detenido,
por lo tanto, si crees no necesitarlo, puedes prescindir de sus
servicios. Si quieres, también, puedes callarte y no contarnos nada, es
tu derecho… pero en ese caso quizá te detengamos aquí y ahora.
- Desearía hablar a solas primero con mi letrado –contestó Adrián
medio tartamudeando.
El poli frunció el ceño, le escupió una larga mirada y cerró de un
portazo. Adrián le contó toda la historia al vejete. Éste escuchaba
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familiarmente atento. Intentó tranquilizar a su defendido explicándole
que ya habían inspeccionado su vehículo. No hallaron ningún signo de
violencia, dijo, todo acabará cuando den con quien atropelló a la víctima.
Por un momento Adrián se imaginó a Rosa lanzándose contra un coche y
sintió un escalofrío glacial.
Más tranquilo, repitió sus palabras al guardia civil malote. Le
tomaron declaración, firmó el atestado y otro agente lo trasladó hasta su
coche. El parking del polígono industrial estaba desierto. La intensa
oscuridad parecía enfriar más el ambiente. Unos cuantos grillos, los más
valientes, tocaban el chaston. Era medianoche. Adrián llegó a casa sobre
la una de madrugada. Sus padres dormían. Entró sigiloso en su cuarto y
se acostó. Aquella noche no soñó. Y si lo hizo, no me lo contó.
Las siguientes semanas fueron muy duras para Adrián. Apenas
dormía, se sentía muy culpable, más que por dejarla tirada en la
carretera, por burlarse de su disfunción lingüística. Se le aparecía el
careto de Rosa por doquier. Ora veía sus ojos lacrimosos cuando se bajó
del coche, ora la veía con el cuchillo y tenedor y con la baba colgante. Le
despidieron del trabajo alegando baja productividad y se quitaron un buen
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peso de encima. Unos pocos compañeros animaron a Adrián (sobre todo
Daniel y Estefanía), los demás le evitaron en todo momento. Una tarde ya
primaveral Adrián recibió una llamada telefónica: era el padre de la
difunta, muy furioso, insultándole a borbotones.
Mamá en todo momento le estuvo apoyando, le hacía carantoñas y
le mimaba con cervezas de exportación y cebolletas de todos los colores.
El padre no decía nada, sólo le miraba entre triste y desafiante como
diciendo: ‘Qué mal vas a acabar, chaval’.
Al cabo de tres meses la policía dio con el desgraciado que atropelló
a Rosa. Al parecer, ésta, en un comportamiento suicida, se arrojó al
vehículo y, tras el Big-Bang, el conductor se dio a la fuga… pero no llegó
muy lejos. Le imputaban un delito de omisión de socorro y homicidio
imprudente. En lo referente a Adrián, su figura judicial pasó a ser la de un
simple testigo. Se quitó un buen peso de encima.
Todas las mañanas rondaba las empresas de trabajo temporal para
que lo tuvieran presente, ‘por si salía algo’. Objetivo: escapar. Volar con su
hermano. Por las tardes se encerraba en su cuarto y escuchaba bandas
sonoras de François de Roubaix, John Barry, Michael Magne y otros… Se
refugiaba en la lectura… Bovary, Reilly, Lievin, Lucien de Rubempré y
demás cicatrizaban sus recuerdos. Gracias a todos ellos podía conciliar el
sueño.
Una noche soñó que concursaba en quién quiere ser millonario. La
última pregunta, para llevarse el millón de euros, era la siguiente: ¿Qué
edad tienes? Adrián dudó un minuto. No le quedaban comodines.
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Comenzó a sudar, le sobrevino un miedo atroz. El presentador, el público,
la gente desde sus casas… todo el mundo observándole, pendiente de su
respuesta. Por fin, reunió el valor suficiente y contestó: ‘548 años’. El
presentador comenzó a gritar ¡enhorabuena! y el público a celebrarlo. Lo
vitoreaban, lanzaban confetis, silbaban… ¡había ganado! Pero,
súbitamente, se hizo el silencio. Como si todo el mundo de repente hubiese
asimilado su respuesta: ‘548 años’. Adrián, ante aquel mutismo, miró a su
alrededor y decidió quitarse la ropa. Mostrar al mundo su secreto. Se
desnudó completamente. Era un enano. Su piel arrugada se agrupaba en
pliegues, que descendían hasta el suelo. Sus pies estaban ocultos entre
kilos y kilos de pellejo. Sus manos, a modo de aletas de pingüino, apenas
sobresalían de aquella masa informe de tejido muerto. De repente, todo el
público se empezó a desnudar, siguiendo su ejemplo. Todos tenían su
mismo aspecto.
Aquel Septiembre sus padres marcharon a Torremolinos diez días
con el Imserso. Adrián los llevó al aeropuerto y les dio cuatro besos. Su
padre le había puesto algunos deberes en la huerta y mamá le dijo que se
cuidara mucho. Ambos dos estaban jubilados, él se pasaba todo el día en el
campo y en el bar y ella, aparte de las labores de ama de casa, bordaba
casullas para los curas de gratis. Esos días Adrián echó de menos más a
León. Comenzaban los cierzos fríos del otoño. El Sol acabó su papel de
actor principal, bajó de la tarima y se acomodó en la grada, convirtiéndose
en un espectador más. Las casas parecían cruzarse de brazos para
combatir el frío. El barrio se tornó mate. La fresca rojez de los tomates, el
brillante sonido de la carne de melón al resquebrajarse, la jovialidad del
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agua al fluir por las acequias… Todo aquello se desvaneció. El cielo guardó
el flash de su cámara fotográfica.
Un par de días antes de que regresaran sus ascendientes más
directos telefonearon de Magnum, otra empresa de trabajo temporal.
- ¿Adrián Azcona? – inquirió una voz femenina.
- Sí, soy yo – respondió serio Adrián.
Total: trabajo de peón, a turnos, en Mallia Automoción, a seis euros
con treinta y un céntimos la hora, ¡ah! y hay autobús de empresa.
‘¡Joder, están que lo tiran!’ –pensó Adrián, y en media hora se plantó en
la agencia. Hizo los test de riesgos laborales en un tris contestando a todo
sin leer las preguntas, recibió botas, guantes y firmó el contrato. Aquella
misma noche enganchaba.
Llegó con diez minutos de antelación a la parada del autobús de
empresa. La noche era oscura como el agua de un ibón pirenaico. Los
primeros vientos soplaban en todas direcciones como buscando el camino
correcto a seguir durante todo el invierno. Adrián se abrigó en un
pequeño soportal. Impaciente, asomaba frecuentemente la cabeza a
izquierda y derecha. Por fin llegó una tartana con un cartelito manuscrito
en el que se adivinaba Mallia.
Subió, saludó educadamente al conductor, escaneó el interior del
bus y divisó algún asiento libre casi al final. La luz tenue daba un aspecto
cansado a la expedición, aquellos cadáveres parecían volver de un viaje
transiberiano. Un intenso olor a carajillo de coñac bañaba el habitáculo.
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No era buen síntoma, desde luego, si necesitaban pimplar para ir a currar.
Mientras avanzaba por el pasillo, una gran cara excitó a Adrián
sobremanera, ¡era un calco de Rosa!, ¡Rosa la difunta! Por un momento
pensó que deliraba. Se giró para volver a verla y por detrás también
parecía ser ella. Su corazón entró en erupción. Siguió por el pasillo y se
aposentó por fin. Saludó a su compañera de la ventana con un leve ‘¿qué
hay?’. No obtuvo respuesta. Al poco rato la escuchó roncar tan dulce que
hasta le molestó que se dirigiera a una fábrica. Adrián observaba
constantemente a la nueva Rosa. De vez en cuando, guiñaba rápidamente
sus ojos y se daba alguna palmadita en la mejilla como esperando
despertar de aquella pesadilla. Así debió estar unos veinte minutos, sin
apenas parpadear. El bus parpadeó y todos se levantaron y caminaron
maquinalmente hacia la fábrica.
Siguió a su bella durmiente, se presentó y su nueva compañera
Claudia le guió amablemente hasta David García, el encargado. En tres
minutos, Superdavid le mostró al vestuario, le ofreció la llave de una
taquilla y le enseñó su puesto de trabajo. Ese tipo estaba hecho de cafeína.
Tendría treinta y pico, de complexión atlética, moreno de piel y con la
cabeza al rape. A primera vista parecía no tener facciones, su cara era lisa
como una pizarra y sus ojos pintados con tiza. Adrián atendió a sus
palabras fingiendo todo el interés del mundo.
La nave era un laberinto metálico de tornos, engranajes, cintas,
maquinaria y techumbres. Chispas de radial brotaban y desaparecían
rápidamente aquí y allá. Los toros iban y venían teledirigidos, sus
conductores parecían funcionar también con baterías. Los decibelios
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disfrutaban de su anarquía, pasaban del rojo frecuentemente. Me río yo
del surround, ese sonido sí era realmente envolvente. Los operarios
vestían monos azules oscuro y los encargados polos verde claro
(¿siempre hubo clases?). Mete ocho mil llaves media hora en tu horno a
ciento ochenta grados: a eso olía. Sin duda, un paisaje idílico. Adrián se
sintió dentro de un gran cáncer de pulmón. Manos a la obra, pues no
quedaba otra. El objetivo era Vietnam, eso le animaba a seguir. Quizá en
seis meses o menos pueda reunir la pasta suficiente para emprender el
viaje.
Su tarea consistía en colocar varias piezas en un robot de soldadura
para armar el eje trasero del coche. Una vez soldados, comprobaba los
puntos de unión y los apilaba en un gran contenedor. Superdavid García
día a día le iba exigiendo más: Azcona, tienes que hacer doscientas piezas
a la hora, que ya llevas mucho aquí. Fíjate en José Miguel, en Pedro o en
Jaime, hacen casi cuatrocientas…
Adrián bajaba la cabeza y no contestaba. Bien a gusto le hubiera
estampado el martillo en los dientes.
Sólo había dos cosas que amenizaban algo las interminables
jornadas: la nueva Rosa y Claudia. Por partes. La nueva Rosa era
realmente un calco de la difunta. La pesadilla se confirmaba día a día. En
las pausas para almorzar, merendar o recenar (según el turno), Adrián se
sentaba todo lo lejos que podía de ella. Mientras fingía escuchar a algún
compañero que le taladraba sobre piezas, soldaduras y ejes, Adrián la
observaba. La misma papada con granitos… Y comía de lo lindo, la tía…
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Traía siempre unos tuppers a rebosar. Nada más abrirlos, aquel olor se
apoderaba de toda la fábrica. Su favorito: judías blancas con chorizo,
menudo pestazo. Adrián todavía no había cruzado ni una sola palabra con
aquel extraño personaje, que parecía sacado de una película de John
Waters.
Y por otro lado… estaba Claudia. ¡Oh, sí, Claudia! Claudia era muy
amable, pero no sólo con Adrián sino con todo el mundo. Tenía treinta y
dos, como el pequeño de los Azcona, aunque aparentaba mucho menos.
Siempre estaba de buen humor y parecía disfrutar con el trabajo. Y con la
vida. Quizá también con la muerte. ¡Con todo! Era muy atractiva, con una
minúscula nariz y unos grandes y luminosos ojos verdes. Tenía voz de
pito, que se dice… o lo que es lo mismo: los técnicos de sonido de sus
cuerdas vocales habían bajado el pitch. Vocalizaba tan dulce cuando
hablaba, que su garganta parecía esconder un agujero negro que te atraía
sí o sí. Una gran cabellera rubia la dotaba de fuerza y siempre caminaba
bien erguida, orgullosa de su esbeltez. Al contrario que con la nueva Rosa,
Adrián intentaba sentarse cerca de ella en los descansos, aunque no
siempre lo conseguía porque tenía bastantes moscardones rondando.
Algunas veces, coincidían en la máquina de café antes de que
sonara la alarma de la vuelta al trabajo. En esos momentos, para Adrián,
no había fábrica sino un atardecer en el golfo de Bengala. Apenas
hablaban, sólo un ‘¿qué tal?’ o un ‘ya queda menos, ¿eh?’, pero Adrián
hubiera podido permanecer largas horas allí de pie en silencio
contemplando aquel crepúsculo en el Índico.
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No sé por qué hay días en que te sientes mejor. Más fuerte, más ágil,
más inteligente, más alto, más guapo. Bajas a la calle y todo el mundo te
mira. Estás orgulloso de ti mismo… la gente te sigue mirando, y no
apartan sus miradas… poco a poco te va pareciendo algo raro… muy
raro… ¡tan raro!... ¿Llevaré algún moco colgando?, te sueles preguntar al
final.
Adrián disfrutaba de uno de esos días. Acabó la faena, se duchó y
salió a esperar el autobús de vuelta. En la parada se encontró con Claudia
y se puso a hablar con ella como si llevara unas cuantas cervezas en el
cuerpo. Ambos reían pero pronto se unió a la conversación algún
moscardón. Eran las dos y cuarto de la tarde. Último viernes de Octubre.
El Sol brillaba intermitente entre las nubes que iban a la carrera. El
frescor buscaba, en balde, abrigo dentro de la cazadora negra de cuero de
Claudia. Una bufanda de lana blanca serpenteaba en su cuello. Su pelo
alborotado se erigía ante el público. Adrián se estremeció observándola.
Estaba realmente preciosa. Llena de vida, de fragilidad y de fuerza
sobrenatural al mismo tiempo. Se sentía en el palco central del anfiteatro,
contemplando a Claudia, en la tarima, sin decorado, bajo una tenue
iluminación; actuaba para él, sólo para él.
Zarpó el bus y el pequeño Azcona se coló entre los dípteros y se
sentó junto a ella. Conversaron sobre asuntos triviales. Adrián quería
hablar aprisa, fluido, pero sus frases resultaban algo pastosas,
seguramente debido a los nervios que provocan las distancias cortas.
Echaba un vistazo de vez en cuando por la ventanilla, temiendo que
llegase su parada. Inevitable. Se despidieron hasta el lunes.
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Poco a poco fueron intimando. Ante las escasas probabilidades de
éxito, los moscardones tornábanse humanos. A finales de Febrero, se
podría decir que Claudia y Adrián ya eran amigos, buenos amigos. Aquel
fin de año Javier no viajó a Zaragoza debido a una gran ola de frío que
inundó toda Europa. Adrián, durante todo aquel tiempo, y con gran
esfuerzo, ya tenía ahorrado casi lo suficiente como para plantearse
seriamente su escapada.
Un domingo por la noche, comenzando la semana laboral, Adrián
curioseó sobre ‘la de las fiambreras de judías blancas con chorizo’. Claudia
le explicó que era una buena chica. Muy callada. La pobre estaba llevando
muy mal la muerte de su hermana, gemela, que había acontecido hacía ya
unos meses. Un nudo en la garganta de Adrián le impidió hablar. Claudia,
ante la cara de estupor de su amigo, le susurró:
- Ya ves, Adrián, son cosas que pasan. Debían estar muy unidas, más
siendo gemelas. Pero hay que seguir hacia delante, ¿no? ¡Qué le
vamos a hacer!
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Claudia salía con un monitor de gimnasio. Llevaba una gran foto
suya en la cartera. Moreno, mandíbulas prominentes, engominado y con
perillita a lo italiano. Típico. Adrián se lo imaginó al fondo de una gran olla
ahogándose entre toneladas de spaghetti carbonara. Claudia estaba
enamorada, sin duda, pues cada vez que hablaba de él, sus ojos sonreían.
Ese pequeño detalle de su vida enfrió el corazón (y lo que no era corazón)
de Adrián. Poco a poco se fueron distanciando, y de nuevo aquellos otros
hombres tornáronse moscas. El ciclo de la vida.
Seguía sin quitar ojo de la gemela de Rosa. Trabajaba como una
autómata y en los descansos engullía cabizbaja. Por aquel tiempo, Adrián
intentaba sentarse cerca de ella en las pausas, a pesar del terrible olor de
sus tuppers. Inconscientemente, buscaba impregnarse del dolor de su
hermana para redimir su sentimiento de culpa. Intentó hablarle en más
de una ocasión, pero le faltó valor. Al final se dio por vencido y prefirió
dejarlo así. Una noche se topó con la sonriente Claudia en la máquina de
café.
- ¿Qué tal, Adrián? ¡Quién te ha visto y quién te ve! Antes
hablábamos y bromeábamos todo el tiempo y ahora apenas nos vemos.
¡Cualquiera diría que estás enfadado conmigo!
Su compañero saludó cortésmente y le dijo, así, de sopetón, que se
había hecho ilusiones con ella, pues le gustaba… le gustaba mucho, pero al
ver que no tenía muchas posibilidades lo había dejado estar.
Claudia, ante aquella sorprendente declaración de amor, se fosilizó
durante unos segundos. Salió el café, Adrián lo asió, cogió el cambio de la
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ranura y marchó hacia su puesto de trabajo. Había reunido todo el arrojo
que le faltaba con la gemela de Rosa y se lo había arrojado a Claudia en la
cara. Claudia se quedó ahí sola, delante de la máquina expendedora, y
olvidando el café se dirigió a su lugar en la cadena.
Una vez terminada la jornada laboral, Claudia le pidió a Adrián que
se sentase con ella en el bus. Adrián accedió.
Durante el trayecto de vuelta, Claudia le soltó el típico rollo que
todos hemos oído y que a nadie nos valió nunca. Que si amigos y tal.
Adrián asintió en todo momento y pidió disculpas por su brutal franqueza.
- Llevo una mala racha… me parece que necesito un cambio de aires.
No sé cuántas veces he imaginado meterle el martillo en los dientes a
David García, lo he visto hasta sangrando como un cerdo por la boca…
Ya tengo ahorrado lo suficiente, creo que me largaré en breves, con mi
hermano, a Vietnam… ¿te acuerdas que te lo comenté hace un
tiempo?
- Claro, claro… me parece muy buena idea. Seguro que es una
experiencia impresionante… ¡qué envidia!... De todas formas, no me
gustaría perder el contacto contigo, Adrián, pese a lo que dices de
darle un martillazo en los dientes a David… tienes cara de buena
gente, no creo que lo hicieses…
Después, Claudia le contó que su novio le estaba presionando para
que se fuese con él a su tierra, a Trieste… aunque no estaba muy segura.
Yo me iría, sin dudarlo, le aconsejó Adrián.
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Arribaron a la parada de Las Huertas.
De camino a casa, el pequeño de los Azcona anduvo revolviendo en
su mente y le sorprendió su espontaneidad con Claudia. Siempre había
tenido confianza en sí mismo, pero últimamente había incrementado
aquella fuerza interior. Hablaba en línea recta. Actuaba en línea recta. No
había tiempo que perder y estaba perdiendo demasiado, en aquella sucia
fábrica. Se encontraba en la línea de salida de la gran carrera, la carrera
final, y había escuchado ya el ‘preparados’ y el ‘listos’.
Ya en su habitación cotilleó en internet los precios de los billetes a
Vietnam. Buscó en foros y obtuvo toda la información: se había de
vacunar contra las fiebres tifoideas, tétanos, triple vírica y hepatitis B.
Asimismo, necesitaba un visado. Escribió a su hermano explicándole sus
planes inmediatos y le sugirió que le enviase una carta de invitación, así le
saldría más barata la visa y no tendría que ir al consulado, a Madrid.
Al día siguiente, en el trabajo, Claudia parecía taciturna, sombría.
Algo muy extraño en ella. Adrián se le acercó en una pausa para
preguntarle si estaba bien. Luego a la vuelta te cuento, fue la respuesta.
Total que su supernovio se volvía con Berlusconi. Le habían
brindado una oportunidad que no podía rechazar.
- Pues no seas tonta y ve. Seguro que no te arrepientes. Una
experiencia más, siempre tienes la posibilidad de volver… Además, se
celebra este verano la exposición universal en Trieste, seguro que
encuentras un buen trabajo, y para ti el idioma no es ninguna traba,
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pues te he escuchado hablar por teléfono alguna vez, y se te da muy
bien...
Pero ella no estaba muy convencida… arguyó que era muy feliz en
Zaragoza, tenía aquí a sus padres que la cuidaban mucho, y el resto de su
familia… sus amigos, vamos que no le seducía mucho la idea de arrancar
de raíz sus raíces. Concluyó que seguirían con la relación a distancia ‘si
podían’.
Adrián se vacunó, recibió la carta invitación de su hermano y
compró el billete: sólo de ida. Partía el veintidós de Junio. Avisó a la
empresa quince días antes de su marcha, tal como indicaba en su
contrato. El trabajo era duro y monótono y de tan monótono más duro.
Estaba hasta el gorro del patético David García y sus discursitos paterno-
esclavistas. Seguramente no hubiera aguantado tanto si no llega a ser por
Claudia, junto con la necesidad imperiosa de ahorrar. De todas formas, lo
había conseguido, por fin. Para cuando entrase en erupción su Vesubio, ya
no estaría en Pompeya, luego no provocaría ningún desastre.
Ante su próxima despedida, siguió aumentando la complicidad
entre Adrián y Claudia. Ella le contaba sus penas con el italiano y él la
animaba en todo momento y la hacía sonreír. Estaba radiante, Adrián, en
aquellas últimas jordanas, incluso no parecían tan tediosas, tan mohosas,
tan ajadas como meses ha. No sufre tanto el que ve la luz.
Por otro lado, Adrián siguió sin hablar con la gemela de Rosa.
Justificaba su cobardía en no querer remover la pena de aquella mujer.
Esa espina hurgó de vez en cuando en su alma, pero cuando marchó, se
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fue olvidando de aquel incidente, hasta que el sentimiento de culpa se
desvaneció por completo.
En su último día de trabajo, Adrián buscó a Claudia en el autobús
(pues siempre le guardaba un sitio) y le extrañó sobremanera no
encontrarla. Pensó que quizá habría fingido alguna gastroenteritis o algo
así, para aprovechar más el tiempo con el italiano, pues aquella semana
estaba de visita. Siguió dándole vueltas, Adrián, y le parecía raro que
Claudia no le hubiese anunciado sus pellas. No le quiso llamar al móvil
porque sabía que el italiano era ‘algo celosillo’ y prefería no ponerla en un
compromiso. Llegó el último día de trabajo y ella seguía sin aparecer.
Adrián, bastante mosca, la telefoneó pero contestó el contestador. Claudia
no le devolvió la llamada. ‘Esta tía se ha largado a Italia’, concluyó Adrián
para sí.
Fue a primera hora a la empresa de trabajo temporal a entregar las
botas (inservibles) y los guantes (inservibles) y a firmar el fin de
contrato. Tenía algo de confianza con la directora, y le anunció que se
marchaba para una temporada. Luego, en voz baja, le preguntó por
Claudia Fernández, compañera suya, de baja el último día. La directora,
con cara compungida, lo llevó aparte y le explicó que Claudia estaba
ingresada en el hospital víctima de malos tratos.
- Ha salido en la televisión regional y todo, Adrián, pensaba que lo
sabías.
No, no lo sabía. Adrián agradeció su sinceridad, se despidió y se
marchó abatido. Su tristeza se tornó odio en un santiamén. De camino a
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casa vio al italiano de Claudia en todas partes. En un cartel publicitario,
en la portada de una revista del kiosco, conduciendo un taxi, detenido en
un coche patrulla…
La mochila descansaba sobre su cama. Lista para partir. Cuando
Adrián se la echó al hombro, sin quererlo, introdujo en ella la foto del
italiano. La que portaba Claudia en su cartera. La misma. Pero recubierta
de una película de odio. Desafortunadamente se llevó ese recuerdo muy
vivo. Una enorme aversión hacia el malhechor de su amada.
Al salir de casa, antes de subir al coche, se escuchó a lo lejos la
flauta de Pan del afilador, y aquella melodía cotidiana devolvió a Adrián a
la Tierra. Sus padres le acercaron a la estación. A mediodía tomaba el tren
destino Barcelona y a las cuatro y media partía su avión desde El Prat.
- Ten mucho cuidado, hijo mío. Vigila lo que comes. Dale un beso
grande a tu hermano –susurró mamá entre lágrimas.
Su padre se quedó en un ‘ten cuidado, anda’. Cuatro besos y en
marcha.
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Tuvo mucha suerte, Adrián, con el asiento. En una salida de
emergencia. Podría estirar las piernas. Las siete horas y media de
trayecto se le pasaron volando. No hubo ningún contratiempo reseñable,
aparte de las ventosidades que expelió un vecino, mientras se hacía el
dormido, el muy pillo. Adrián pasó casi todo el rato leyendo, navegando
por entonces a las órdenes de Lobo Larsen. Fue un par de veces al
minibaño y se explotó granos y espinillas varios, esa práctica le
tranquilizaba. Sirvieron algo de comida y varios cafés. Muy sabrosos:
eran gratis. Aterrizaron en Doha. La noche dormía desnuda sobre el
desierto.
Allí había que aguardar unas cinco horas. Adrián se cruzó por las
salas de espera con un grupo de italianos y volvieron los odiosos
recuerdos. ¡Pobre Claudia! Se la imaginó con la cara amoratada, con
goteros y una pierna colgando del techo. Todavía más frágil, igual de
atractiva. A las siete de la mañana, hora local, partía el avión dirección
Bangkok. Siete horas más de vuelo. Esta vez Adrián durmió casi todo el
tiempo. Lo despertaba suavemente un azafato muy atento para ofrecerle
algo de comida o bebida. Quizá le quisiera ofrecer otra cosa también.
Adrián aceptaba, la comida y la bebida, de alimentos. Rollitos de
primavera, sándwich de pollo, refrescos y café. Se los tragaba como un
zombi y otra vez a dormitar.
Bienvenidos a Bangkok. Esperen sentados en sus asientos hasta
que el avión se detenga por completo. Les agradecemos que hayan volado
con nosotros. Esperamos verles pronto. El comandante y la tripulación
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les informan de que ellos tienen esperando un taxi que les llevará a un
hotelazo. Ustedes, búsquense la vida. Buenas noches.
El pasaje anduvo unos cincuenta metros hasta ingresar en las
dependencias del aeropuerto. Lo suficiente para sufrir la humedad
asfixiante del ambiente. Era como lluvia invisible, vapor de aire. La
laringe parecía estrecharse. Racionamiento de aire. Adrián se debía
acostumbrar lo antes posible, pues su hermano le había advertido que, en
Vietnam, la humedad azuzaba de lo lindo.
Ahí tienes el aeropuerto. Todo para ti. Hasta las ocho de la mañana
no salía su vuelo hacia Hanoi. Adrián tomó asiento en unos sillones de la
zona de arrivals más alejada del tráfico. Se levantaba constantemente
para dar algún paseo y templar algo sus nervios. La terminal estaba
atestada: una familia árabe con sus siete u ocho chiquillos correteando,
todos con toga y turbante, los varones de blanco y ellas de negro; jóvenes
ingleses o alemanes muy blancos con tablas de surf entre sus maletas
jugando a las cartas en el suelo; parejas muy variopintas: viejo calvo con
joven asiática; joven asiática con viejo con peluquín; blanca, rubia y alta
con negro gigante; japonés enjuto con cámara enorme; monje budista con
monje budista; y una que no formaba pareja, pero que merece la pena
reseñar: una monjita muy pequeña muy pequeña que era y andaba igual
que ET.
Ejércitos de mujeres de la limpieza, nativas, abrillantaban los
suelos por doquier. Bares, restaurantes y tiendas: abiertos hasta el
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amanecer. De vez en cuando Adrián salía afuera a la sauna e inspiraba
fuertemente, como desafiando el poder de la humedad.
Por fin llegó la hora, Adrián facturó, pasó por los arcos de
seguridad, esperó un poco más en otra salita y a volar de nuevo. Esta vez
el viaje duraba dos horas y media. No hubo café gratis. Era una compañía
de bajo coste, que conste. No parecía haber muchos turistas en la cabina
de pasajeros y eso agradó a Adrián. Sacó de su mochila un bocata de
mamá (el último: lomo con pimientos verdes fritos) y lo saboreó tan
pausadamente como si estuviera en una cata de vinos, pero sin poner cara
de gilipollas.
Nada más aterrizar en Hanoi, Adrián encendió su teléfono móvil.
Realizó una llamada perdida a su hermano. Tal y como habían quedado.
Pagó su visado y esperó en la parada de taxis. Le avasallaron
rápidamente unos cuantos taxistas hambrientos y Adrián se deshizo de
todos ellos vociferando en inglés un ‘espero a mi guía’. Era miércoles.
Veinticuatro de Junio. Gobernaba el Sol en dictadura. Tres o cuatro nubes
atravesaron lentamente el corredor de la muerte.
La molesta humedad se tornó exótica. Sentado sobre un bordillo,
Adrián sonreía plácidamente. Estaba en Vietnam, ¡menudo escondite!
¡Lejos de Las Huertas! Se sentía parte viva de aquel nuevo mundo, la
última pieza de un puzle de un millón de piezas. ¡Y encaja! ¡Encaja
perfectamente! ‘Llamar a Tiziano, necesito un retrato’- pensó. Comenzaba
a saborear su Libertad.
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Javier no tardó en llegar. Apareció en una vieja moto de color
granate.
- ¡Cabronazo!... ¡No sabes cuánto me alegro de verte! –gritó Adrián
acercándose a él.
Apeóse raudo Javier, se quitó el casco y los hermanos se fundieron
en un abrazo. El mayor estaba más delgado. Tenía la tez morena y el pelo
rapado al tres o al cuatro. Hasta sus ojos parecían más achinados. Vestía
un chándal azul oscuro y unas zapatillas blancas de deporte.
- ¡Cuánto me alegro de que hayas venido Adriancito! –dijo sonriendo
y mirando fijamente a los ojos de su hermano pequeño mientras le
cogía la cabeza con ambas manos como si levantara un trofeo.
» ¡En marcha! –exclamó mientras encendía su motocicleta-, tenemos
unos treinta kilómetros hasta el centro de Hanoi.
Adrián se agarraba a la cintura de su hermano y observaba a su
alrededor, como un turista más. Había muchos baches, millones de motos,
arrozales a ambos lados de la ‘carretera’, búfalos, viandantes, búfalos
viandantes, pequeños puestos de comida, autobuses, camiones, bicicletas,
carros y un largo etcétera. Aparece un mamut ahí en medio y nadie se da
cuenta. Seguro.
Todo un singular universo mitad caos mitad armonía. Adrián iba
girando el cuello como si presenciase un partido de ping-pong. Una vez se
volvió hacia la derecha y le pasó rozando un escupitajo volador que
provenía del conductor de una camioneta. ‘¡Cabrón!’ –pensó.
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- ¡Tengo que enseñarte muchas cosas, hermano! ¡Ya verás qué guapo
es todo esto!’ –gritó Javier ladeando su cabeza, haciéndose oír entre la
barahúnda.
Poco después adelantó por la izquierda una moto que portaba de
paquete una jaula atiborrada de perros. Se apreciaba una masa informe
de ojos, patas, colas, lomos y orejas. Recordaba a los trenes de judíos
camino a los campos de concentración. Adrián se quedó perplejo,
observando.
Javier vivía en una estrecha calle cerca del lago. Su piso, aunque
pequeño y poco luminoso, era muy confortable. Tipo estudio. Adrián dejó
su mochila en el suelo y ambos hermanos bajaron a dar un paseo por la
ruidosa urbe. Hanoi es una ciudad viva, donde las haya. Con ‘viva’ me
refiero a que en cualquier momento puede ponerse de pie, echar a correr,
llegar hasta Saigón, tomarse allí una bia y regresar a su posición original
para acostarse de nuevo. A nadie le extrañaría un pelo.
Un par de semanas de vacaciones se tomó Javier. Aprovecharon el
tiempo al máximo: anduvieron por entre los arrozales en los poblados
montañosos de Sapa, navegaron a través de la bahía de Halong,
disfrutaron de las playas de Hoi An, visitaron la antigua ciudadela de Hue,
se perdieron en Ho Chi Minh, pisaron los cráteres de los B52 cerca de los
túneles de Cu Chi y fluyeron por el delta del Mekong. Ambos estaban
encantados, Javier en su papel de guía y Adrián como turista privilegiado,
¡no cabía en sí de gozo!
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Por fin, sus días estaban henchidos de vivencias, que flotaban en su
mente mientras conciliaba el sueño. A la mañana siguiente, aquellas
vivencias se habían convertido en recuerdos aterciopelados. En Vietnam,
el tiempo no te apunta con su pistola. Tú tienes el control sobre él.
Grandiosa sensación.
El hermano mayor tenía que volver al trabajo. El pequeño no quería
ser un crápula y pretendía buscar alguna ‘cosilla para ir tirando’. Javier
le persuadió argumentando que ‘con su sueldo tenían de sobra’.
Algunas reuniones en hoteles o restaurantes, pero la mayor parte
de su jornada laboral transcurría en casa, delante del portátil. La
mercadotecnia del futuro. Adrián salía con la moto, leía, escribía, veía la
televisión (sobre todo las series de samuráis nipones), paseaba… en pocas
palabras: disfrutaba de su ociosidad.
Cuando se adivinaban nubes de tormenta, bajaba a una plazoleta
cercana y se sentaba plácidamente en un banco a esperar la lluvia del
monzón. Aquella sensación era brutal. El universo se derramaba sobre él.
Muchas veces la fuerza del aguacero ni siquiera le dejaba abrir los ojos. Su
alma lloraba de emoción. Disfrutaba de la ingravidez del Cosmos, sentía
despojarse de sus cadenas terrenales y cabalgaba junto a Pancho Villa por
senderos prohibidos en busca de la Libertad.
Por las tardes (cuando lo permitían las tormentas) se juntaban con
dos compañeros de Javier a tomar unas bias en una terraza cerca del
lago. A saber: Carlo, un triestini muy alto y desgarbado. Tenía cabeza de
pimiento y sonreía todo el tiempo. Su cara se asemejaba a la de uno de
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esos raros peces abisales, muy feo, el pobre. Era diabético (Mellitus tipo I)
y andaba todo el día con un pequeño bolso isotérmico, donde guardaba sus
bolígrafos de inyección de insulina, el glucómetro y demás aparatos para
medir su nivel de azúcar. Y luego estaba Olga, una alemana de Frankfurt
am Main, muy esbelta, con una lisa cabellera rubia y cara de oliva muy
pero que muy arrugada. Estaba liada con una tailandesa o tailandés, pues
todavía no estaba muy claro de qué sexo era. Adrián se echó unas buenas
risas con aquel leve matiz.
Aquellas charlas en inglés frente al apacible lago y bajo el tenue
alumbrado eran verdaderamente agradables. Las bias ayudaban, por
supuesto. Una noche especialmente divertida, aprovechando que Olga fue
al retrete, Adrián preguntó airosamente a Carlo:
- ¿Tú qué crees? ¿Es novio o novia, lo que tiene?
Cuando regresó la teutona, Carlo todavía se estaba desternillando.
Olga bebió un gran trago de su bia y dijo:
- Chicos, ¿os ha llegado el mail de recursos humanos?
Tanto Javier como Carlo respondieron negativamente y Olga les
explicó el asunto: en unos días debían ir a la exposición universal de
Trieste para liquidar unos asuntos comerciales.
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Pagó a su hermano el viaje a Trieste. No quería que se quedase allí
solo y acabó convenciéndole para que les acompañase. Lo pasaremos muy
bien, le prometía. Además, sólo serán unos días…
- Todo esto te lo devolveré, Javier, ¡en serio!, ¡que te estoy
sangrando! –taladraba Adrián constantemente.
Javier le mandaba callar sonriendo. La exposición universal era
muy despampanante, a primera vista, todo un lujo innecesario. En lugar
de construir hospitales, residencias geriátricas, guarderías, colegios,
bibliotecas y demás organismos públicos, se dedican a gastarse un dineral
en cuatro edificios imponentes para luego cederlos a las multinacionales.
¡Todo para el pueblo pero sin el pueblo!
La zona de los pabellones se erigía en una gran plataforma sobre el
mar, a unos tres kilómetros al sur del puerto. Había una construcción que
destacaba sobremanera. Adrián se quedó boquiabierto al contemplarla.
Tenía la forma de un libro abierto por la mitad. Se erguía vertical sobre el
agua, formando un ángulo de unos ciento veinte grados con la superficie
marítima. Como si el mar estuviese leyendo un libro. La parte superior
acogía un restaurante-mirador. Lo más impresionante era cómo subía la
gente hasta lo alto: mediante una montaña rusa que ascendía en espiral
emulando las anillas del libro.
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Javier, Olga y Carlo se marcharon a trabajar de punta en blanco,
pues tenían varias reuniones ‘importantes’. Adrián caminaba muy
despacio por el paseo marítimo. Todo aquel asunto de Trieste le había
devuelto a primera plana sus ya casi olvidados recuerdos del otro mundo.
Y tornaban con fuerza. Al poco de llegar a la capital vietnamita, Adrián
envió un mensaje al móvil de Claudia preguntándole qué tal iba y
saludándola ‘desde el otro lado del mundo’… pero no obtuvo respuesta. Lo
último que supo de ella fue lo de la paliza y el hospital. Y ya había llovido…
Por fin descubrieron que lo que tenía Olga era una novia, pues la
invitó al viaje. Por la noche, quedaban todos en la terraza del hotel, con
más compañeros de otras empresas de catering, publicidad y similares…
Las veladas se alargaban hasta la madrugada. A veces terminaban
dándose un chapuzón en la piscina, instalada en el ático. En una ocasión
Adrián se quedó solo… escuchando de fondo la dulzura reverberante con
la que se fusionaban el Mediterráneo y el Adriático.
El día de la víspera de su regreso a Hanoi, paseaba Adrián por una
calle peatonal del casco histórico de la ciudad italiana. Ansiaba
sumergirse de nuevo en los chaparrones vietnamitas cuando divisó tras el
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ventanal de un bar a Claudia. ¿Claudia? –preguntó Adrián a sus ojos,
como dudando de la información que acababan de transferir a su cerebro.
Había pasado una eternidad desde la última vez que la vio. Allí, en aquel
viejo autobús, despidiendo otra jornada laboral con una sonrisa.
Estaba sentada sobre una banqueta, cruzada de piernas. Mostraba
al público sus hermosos ojos verdes, sus pómulos brillaban como un nuevo
astro todavía desconocido por la Nasa. Un vestido rojo deslizaba por su
cuerpo sedoso. Aquella mujer poseía poesía. Su pelo seguía como antaño,
brotando fiero, rubio. Lejos de la fábrica, lejos de su tierra, resultaba
mucho más exótica. ¡Oh, sí! Era Claudia.
Se quedó anclado en los adoquines observándola. Pronto apareció
en escena el capullo acercando amablemente un café a su flor. Diferentes
preguntas comenzaron a atravesar el cerebro de Adrián de punta a punta.
Y como no les daba respuesta, seguían haciendo kilómetros. ‘A ver –se
dijo-, si entro a saludar, al tonto ese igual le da un ataque de celos. Pero,
¿cómo no voy a entrar a saludar? ¡Se trata de cortesía! Yo me alegro de
verla… ¡Que se joda el cachitas! ¿Y si se han reconciliado y ahora su
relación marcha viento en popa? ¡Tampoco pasa nada por saludar! ¿Y
qué diablos está haciendo Claudia aquí? ¡Aún tiene el valor de venir a
visitarle! Creo que voy a entrar. Pero, ¿y si ahora el cachitas, tan amable,
y luego en casa le arrea? ¡No me lo perdonaré nunca! ¡En el poco probable
caso de que me entere algún día!
Adrián Romanovich movió la cabeza de la misma manera que el
perro se sacude el agua. Urdió un plan. Les seguiría y aprovecharía un
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momento en que Claudia se quedase sola para entregarle una nota. Así
pues, Adrián se apoyó en una fachada a unos veinticinco metros enfrente
del bar de autos, sacó su libreta y escribió: ‘Llámame en cuanto puedas.
Mañana regreso a Vietnam. Haz lo posible y ¡llámame por favor!’, y
añadió debajo su número de teléfono con grandes y claros trazos.
Al cuarto de hora la pareja salió del bar. Adrián los siguió a una
distancia prudencial. Se dirigían hacia el abarrotado paseo marítimo.
Anduvieron media hora larga piano piano y por fin pararon en un quiosco
que hacía esquina. Ante la posibilidad de llevar a cabo su propósito,
Adrián se acercó más. El italiano hojeaba unas revistas y Claudia se
probaba gafas de sol que colgaban de un expositor. Adrián se colocó en
una tienda colindante simulando observar el escaparate. Tenía a Claudia
a unos dos metros. El cachitas debía estar dentro del establecimiento,
porque desde su perspectiva no lo divisaba. Adrián se giró y comenzó a
andar con paso firme hacia Claudia. Ésta, sintiendo que alguien se le
aproximaba, se volvió en un acto reflejo y atisbó a Adrián. El pequeño de
los Azcona se llevó el dedo índice a la boca en un gesto de guardar silencio,
le introdujo la nota en el bolso y siguió robóticamente su camino
improvisado.
Estuvo toda la tarde en la habitación de su hotel acompañado de su
teléfono móvil. Sentía los movimientos de traslación y rotación de la
Tierra en su cerebro. Se formulaba teorías posibles, conspiraciones
maquiavélicas, presagios apocalípticos, al rato los desechaba, y vuelta a
empezar. Tenía la televisión con el volumen silenciado para distraer su
imaginación con las imágenes. Miraba al teléfono. Miraba a la tele. Miraba
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al teléfono. Miraba a la tele. Con más atención, escudriñó el móvil: ahí
tumbado, todo el sillón para él. ¡Como un rey! Fue a comprobar si estaba
encendido. Sí, todo en orden. Mientras, el teléfono, ajeno al trajín mental
de su dueño, soñaba que captaba unas redes ultraplanetarias y mantenía
contacto con otros dispositivos extraterrestres. ‘No sigáis por ese camino
de malsana competencia, desinformación y saturación intencionada de
líneas o tendréis problemas –decía el portavoz de los alienígenas-. Este es
nuestro último aviso. Las Redes del Cosmos no vamos a tolerar ni un
minuto más vuestro anormal comportamiento. Nuestra paz es duradera.
Nada ni nadie puede osar perturbarla…’
El teléfono despertó sobresaltado. Era Javier quien llamaba.
- ¿Qué tal, Adriancito? ¿Cómo lo llevas?… Nada, que nosotros ya
hemos acabado aquí en la expo y vamos hacia el hotel. Esta noche se
avecina una buena juerga de despedida, ¡prepárate que allá vamos!
Habilitaron una pequeña sala en la planta baja del hotel para la
cena. Juntaron varias mesas y las salpicaron con salpicón de marisco,
pizzas, entremeses, botellas de vino, gaseosa y cervezas de importación.
Había mucha gente, entre trabajadores, amigos e invitados. Se respiraba
un ambiente festivo, pero Adrián en su burbuja seguía muy pendiente del
móvil. De vez en cuando se le acercaba Javier para brindar, o bien Olga y
su novia le susurraban risueñas ‘¡mañana a Hanoi!’. Tras un tintineo se
oía un ¡Silence, please! y algún comensal algo cebado de cebada, o
equivalente, pronunciaba el típico discurso que acababa con un cheers.
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Entre el gentío que iba y venía a oleadas, Adrián se topó con Carlo.
Estaba más sonrojado que Heidi y un vaso de vino en su mano izquierda lo
delataba.
- ¡Eh! ¡Adrián! Mira, te voy a presentar a un amigo, que chapurrea el
castellano como yo. Enrico, Adrián. Adrián, Enrico.
Adrián fingió una sonrisa, alargó su mano derecha maquinalmente
y la estrechó con la de Enrico. Lo miró cortésmente tal como requiere un
saludo entre caballeros y fue entonces cuando el mundo se le vino encima.
¡No lo podía creer! ¡No podía ser! Pero sí, era. Enrico era el novio de
Claudia, el malhechor.
El corazón de Adrián bombardeaba racimos de sangre. Dio una
vuelta rápidamente por la sala rastreando los rostros en busca de Claudia.
No estaba. Se acercó hasta los lavabos. Tampoco. Salió a la calle
alejándose del tumulto y decidió llamarla. Tras el segundo tono, apareció:
- Sí, Adrián. Lo sé. Siento no haberte llamado. Te he contestado ahora
porque Enrico ha bajado un momento a comprar tabaco. No vuelvas a
telefonearme. Adrián, por favor. Algún día hablaremos de todo –
fueron sus palabras, a modo de discurso preparado. Su tono pretendía
ser firme pero irradiaba nerviosismo y temor.
- Claudia, ¡por dios! –espetó Adrián-. Te he llamado porque estoy aquí
con Enrico, en una fiesta en el hotel Postojna… Dime dónde estás tú,
por favor. Necesito verte. Será un momento, te lo prometo. Aquí la
fiesta va para largo. Nadie se va a enterar.
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Tomó un taxi y en diez minutos se presentó ante Claudia, que
esperaba dentro del portal de un gran bloque de pisos. Ésta abrió la puerta
y se abalanzó sobre Adrián. Él la tranquilizó. Se sentaron en los primeros
escalones de un patio interior y ella le contó toda la historia. Tras la
paliza, estuvo ingresada diez días en el hospital. Claudia pretendió olvidar
la conmoción sufrida cuanto antes e intentó retirar la denuncia. El fiscal
no lo permitió y siguió de oficio con la acusación. El juez de instrucción
dictó un auto de alejamiento como medida cautelar y señalaron el juicio
oral para el once de Septiembre a las diez y media de la mañana. Enrico
hizo caso omiso a todas las resoluciones provisionales del juez y obligó a
Claudia a escapar con él a Italia. Y aquí estaba, muerta de miedo y huída
de la justicia.
Tras la narración de los hechos, Adrián pensó en crear sus propios
fundamentos de derecho. No había otra salida. Claudia se hallaba
atormentada, totalmente desamparada. Adrián se sintió en la obligación
de salvarla.
- Claudia, sube a casa y espera mi llamada. Confía en mí, por favor.
No te preocupes, todo va a salir bien’ –susurró.
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Ella lo intentó retener, le rogó que no hiciera ninguna locura, que
ella no estaba mal del todo, que podía aguantar, que se zafaría de él con el
tiempo y volvería con sus padres a Zaragoza, que éstos tenían una casa de
campo y allí estaría segura, que no se preocupara, que con el tiempo se
vengaría…
Adrián salió volando desatendiendo los argumentos de Claudia. Al
hotel Postojna –indicó al taxista.
Se encontró la sala como la había dejado, con la diferencia del
notable aumento de decibelios y la mayor frecuencia de tintineos y
brindis.
- ¡Hombre, Adriancito! ¿Dónde te habías metido, cabronazo? –
vociferó Javier efusivamente-. ¡Dame un beso, hermano!
Adrián le ofreció la mejilla y acto seguido se dirigió hacia las mesas.
Allí encontró lo que buscaba: el pequeño bolso de Carlo donde guardaba
sus insulinas. Sacó el bolígrafo de inyección de acción rápida (de color
amarillo), comprobó que llevase aguja y se lo guardó en el bolsillo. Echó
un vistazo a su alrededor y tomó posición en el reducido grupo de Olga y
su novia, algo apartado del bullicio. Observó a Enrico. Lo tenía a unos seis
metros. Le hubiera escupido desde su rincón y hubiera acertado, pero
escupir no mata. El cachitas no se separaba ni un momento de Carlo y tres
o cuatro más con pinta de modelitos de Arcadi. Flirteaban con un grupo de
rubias gigantes de pronunciada quijada, al parecer holandesas. Llegó el
momento. Enrico se separó del grupo y se dirigió hacia el baño. Adrián
entró tras él, a los pocos segundos. El bastardo se había encerrado en un
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wáter. Estaban solos. Mejor –pensó Adrián. Se miró al espejo. El espejo le
dijo: ‘Ánimo. Haces bien’. De repente se abrió la puerta, salió Enrico, se
lavó las manos e ignorando por completo a Adrián se marchó. Adrián
volvió a mirarse en el espejo. El espejo repitió su consejo.
Los italianos seguían con las altas de los Países Bajos. Javier estaba
sentado con otro grupo. Parecían discutir sobre política, pues un ‘Fuck
Berlusconi’ resonó en la sala. Olga y su tailandesa ya se habían largado.
Poco a poco iban desfilando todos. Viendo el panorama, Adrián salió
pitando de allí. Tras él, más despedidas, abrazos, besos. Falsas amistades
que nacen con las borracheras y mueren tras las resacas.
Claudia pulsó el portero automático, la puerta rugió y Adrián la
empujó. A las cinco horas y veintidós minutos entró Enrico en el portal.
Deambulaba pastoso, con el manojo de llaves en la mano, cual linterna
abriéndose paso entre tinieblas. Se dirigió hacia su escalera, la E. Llamó al
ascensor pulsando repetidas veces. El ascensor, que dormía al fresco en la
última planta, lanzó un gruñido y comenzó a bajar. Fue entonces cuando
Adrián surgió de entre las sombras, se abalanzó como un rayo hacia
Enrico y le incrustó un extintor de CO2 en la cabeza. Un CLON retumbó
con la reverberación de una campanada de iglesia de pueblo. Enrico cayó
fulminado. Sus llaves, al intuir la masacre, huyeron un par de metros.
Vinieron más campanadas. La última ya no reverberó, indicando muerte.
Adrián soltó el extintor homicida, que impactó brutalmente contra el
suelo. Miró en derredor, como si no comprendiese dónde estaba ni qué
hacía. Sus jadeos nerviosos inundaban todo el patio. Contempló el cuerpo
tendido, inánime. Le pareció un gigante. Sus descomunales dimensiones le
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aterraron. Por fin, Adrián respiró profundamente y se decidió a llevar a
cabo su plan.
Trepó hasta los bolsillos, se introdujo por entre aquella gran
caverna de tela blanca y divisó al fondo la cartera, de piel marrón. Llegó
hasta ella y con una fuerza sobrehumana la arrastró hacia afuera del
bolsillo y la soltó al vacío. Adrián se asomó por el precipicio y se lanzó. La
cartera amortiguó su caída. Una vez en el suelo, se echó al hombro la
pesada cartera y comenzó su calvario hacia el hotel.
Ya en su habitación, Adrián se miró al espejo. No obtuvo respuesta
esta vez. Intentó tranquilizarse inspirando y espirando pausadamente
pero su corazón seguía palpitando indiferente. Se dio una ducha de agua
fría. Vistióse y preparó su mochila. Seguía temblando, arreciaba su
tormenta cerebral. Anhelaba estar sentado en el avión rumbo a su
escondite. Allí estaría a salvo, sin duda, pero una eternidad los separaba.
Amanecía en aquel lado del mundo, un imponente cielo bajó
lentamente su telón hasta toparse con el laberinto de tejados. Poco a poco
fueron apareciendo algunas nubes, todavía somnolientas, y los primeros
graznidos de gaviotas flotaron en la quietud de la atmósfera. Súbitamente,
el cansancio cayó sobre Adrián como una losa de plomo y lo tumbó en la
cama. En el techo contempló la escena: una lona blanca cubría a Enrico; el
extintor estaba siendo fotografiado por un policía de paisano en cuclillas;
las llaves, cogidas por unas pinzas, caían en una bolsa transparente; el
ascensor, en primera fila, con las puertas abiertas, no quitaba ojo; débiles
lágrimas de temor, ansiedad y esperanza brillaban en las mejillas de
71
Claudia, que, sentada en el tercer escalón, era interrogada por varios
agentes. En la calle, un pequeño grupo de alcahuetes comentaban la
jugada… ‘Lo han matado para robarle la cartera’. ‘Tenía veintiséis años’.
‘Esto no pasaba antes’. ‘Seguro que ha sido alguno de esos moros, ¡cada
vez hay más!’ ‘¡Vienen a delinquir!’ ‘¡Si yo fuera Berlusconi no dejaba
entrar a ninguno!’ ‘Y los rumanos son igual, ¡una mafia!’
Mientras los cerdos gruñen las personas sienten y Adrián se sintió
algo más aliviado. Se incorporó y escribió ‘Me voy ya hacia el aeropuerto.
Allí nos vemos. Un beso’. En otra habitación del hotel, un móvil sonó e
iluminó su pequeña pantalla con un ‘Mensaje recibido’.
Un autobús escupió a unos cuantos viajeros. Al entrar en la
terminal, Adrián echó un vistazo a las pantallas de salidas. Todavía
faltaban unas cinco horas para el VA 0853 con destino Hanoi y escala en
Moscú. Adrián se bebió un café largo con hielo con el hielo y todo. Después
fue al baño, se cepilló los dientes y se lavó la cara. Al atravesar la puerta
principal, mochila al hombro, dispuesto a dar un paseo, vio bajar de un
taxi a Javier, Carlo, Olga y su novia.
- ¡Hermano! ¿Llevas mucho rato aquí o qué? ¡Qué ganas tienes de
volver a la tierra del arroz, eh, pájaro! Me ha despertado tu mensaje…
No traes buena cara. No hemos dormido mucho… Mi resaca también
es importante. Bueno, ahora descansaremos en el vuelo… no te
preocupes… sentémonos a tomar un zumo –Javier siempre tenía una
sonrisa para su hermano. Estaba realmente encantado con su
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compañía. Le parecía genial que, allí, tan cerca de Zaragoza, Adrián
eligiese el camino más largo.
- Voy a llamar a mamá. A ver qué hacen. Luego te paso el teléfono y
charlas un poco con ellos, ¿ok?
Su madre lo acribilló a preguntas. Su padre lo saludó más
sobriamente y le informó de la muerte de su vecino Julián. Un infarto. ‘Un
infarto me va a dar a mí como no nos larguemos de aquí de una maldita
vez –pensó Adrián-, necesito un libro en castellano, ¡por Dios!’. A pesar de
estar cerca del Vaticano, Dios no le hizo caso. Quizá estuviese reunido con
el Papa en ese momento y de ahí el caso omiso. El inglés de Adrián era
demasiado básico como para leer en el idioma de D. H. Lawrence. Para
más inri, el vuelo se retrasó tres cuartos de hora por problemas técnicos.
Adrián fue quien hizo despegar aquel avión. Cuando los pies de su
tren de aterrizaje se separaron de la corteza terrestre sintió un gran
alivio. Pronto se hallaron a diez mil metros de altura. Dichoso
firmamento. El dios que se estaba entrevistando con el papa no era el Dios
verdadero. El Dios verdadero se encontraba en casa, en su cielo,
jugueteando con sus nubes. Mientras el recuerdo del crimen se alejaba,
Claudia se aproximaba, y viceversa. Demasiado sola ante todo aquel jaleo.
¡Pobre! Adrián confiaba en que los carabineros no le dieran mucho por
entre los glúteos, zanjasen el tema con el robo de la cartera y ella pudiese
por fin volver a Zaragoza. Pero no las tenía todas consigo. Y tanto que no.
Recordaba eso de que no hay crimen perfecto, aunque él no era ningún
criminal. Ni mucho menos un profesional del crimen. Por ahí podían venir
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los problemas. ¡No borró sus huellas de ningún lado! El odio te inyecta
fuerza física pero te resta facultad mental. ¡Y él había actuado casi sin
pensar! Henchido de odio…. Los detalles. Los pequeños detalles –se
decía… Quizá lo vio alguien entrar al portal, conversar con Claudia, o mil
cosas más. Se avecinaban malos tiempos, sin duda.
¿Cómo extirpar todos esos recuerdos de su cabeza? Imposible.
Habían venido para quedarse: el bolígrafo de inyección de insulina, el
extintor, las llaves, la cartera… el cuerpo inerte frente al ascensor.
Adrián abrió la revista oficial de la compañía aérea por la mitad e
intentó leer. Imposible. Optó por un paseo. Todo el avión dormía. Roncaba
hasta el piloto automático. Despertó a una azafata que se aproximaba
sonámbula y le pidió un whisky doble.
‘¿Cómo estás Claudia? Espero que bien… ya de vuelta en Zaragoza
con tu familia y tus amigos… ¡Ojalá así sea! No te puedes imaginar lo que
me alegraría. Cuéntame, por favor. Acabo de llegar a Hanoi y sigo dándole
vueltas a todo como un loco. ¡Ocurrió tan rápido! ¿Qué te dijo la policía?
Dios mío, ¡hallarán huellas mías hasta en el techo! Confío en que no
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remuevan Roma con Santiago en ese sentido. Espero que los carabineros
no dispongan del registro de huellas dactilares de toda Europa… Además
yo no tengo antecedentes, ni penales ni policiales. Sólo declaré como
testigo por el atropello de una antigua compañera de trabajo. Y hace
mucho tiempo me cogieron en un control de alcoholemia, pero archivaron
el asunto con una simple sanción administrativa de multa y retirada de
carné. ¡Nada más! Aunque, ¿quién sabe? Nos tienen bien vigilados, igual
estoy en algún registro de borrachos al volante o equivalente. Claudia…
por un lado estoy cagado de miedo, pero por otro, me alegro de haberte
salvado de ese capullo. ¡Esa gentuza no merece vivir! Piensa en lo que te
hizo y en que jamás volverá a ponerte una mano encima. ¡Espero tu
respuesta como el santo advenimiento! Dime que estás bien, que todo ha
acabado. ¡Ah! ¡Ya se me olvidaba! Si te encuentras con fuerzas, ve al
juzgado donde llevan tu expediente y diles que Enrico ha muerto, que lo
mataron en un robo con fuerza en Trieste. Creo que hay un consorcio de
seguros que te indemnizará por los daños y perjuicios que él te provocó. Y,
sobre todo, Claudia, no te apenes, no te lo permitas. ¡No te olvides de lo
que te hizo! Tú no tienes nada que ver con su muerte. Fue decisión mía.
Sólo mía. Yo soy el único culpable. Siento la chapa que te estoy dando,
¡pero tengo que descargar con alguien! ¡Lo siento! Entiéndeme, Claudia,
por favor. No te enfades conmigo. Igual quieres olvidar este asunto cuanto
antes, seguramente así sea… pero yo aquí, sin saber nada, necesito
hablarte. Ni siquiera se lo he contado a mi hermano. No sé si debo. ¿Tú
qué crees? Por favor, dime cuanto sepas, cualquier detalle que te dijera la
policía, lo que te comenten en el Juzgado, házmelo saber, ¡por Dios! Sólo
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te pido eso… Así sabré a qué atenerme por si vienen a buscarme. De todas
maneras, quizá haya de prepararme una buena coartada por si las
moscas. Bueno, Claudia, de verdad que no te molesto más. Quizá no debía
haberte escrito todo esto… por si la policía vigila tu correo electrónico, o
¡yo qué sé! ¡Ya no sé a qué atenerme!… Te escribo desde el portátil de mi
hermano. Espero tu respuesta. ¡Un beso muy grande y cuídate mucho!’
Aquellos días fueron extremadamente calurosos. Ni rastro de las
tormentas de los monzones. Javier retornó a su rutina. Volvieron las
veladas cerca del lago. Adrián las frecuentaba menos. Se excusaba en las
lecturas. Compró por internet un buen cargamento de libros en
castellano, los necesitaba como el comer y se los comía.
- Madre mía. Carlo se ha tenido que volver a Trieste. Mataron a un
amigo suyo la víspera en que volvimos. Está hecho polvo el pobre.
- Vaya, qué putada… –contestó Adrián agachando la cabeza.
Al fin convenció a su hermano para hacer algún trabajillo y aportar
algo de dinero a la economía familiar. También le iría bien tener su mente
ocupada, cuanto más mejor. Incluso un trabajo físico. Una nueva vía de
escape.
Javier sondeó entre sus vecinos y no tardó en encontrar faena:
transportar recambios de motor desde un pequeño taller que había al
doblar la esquina hasta un almacén sito a las afueras, pasado el Río Rojo.
La tarea era sencilla y Adrián se evadía de los tortuosos recuerdos
fluyendo en moto por entre aquellos torrentes urbanos.
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Hanoi seguía siendo la misma. Hanoi sí es inmortal. Mientras Roma
construía su imperio, Hanoi se iba a pescar camarones al mar de China.
Historiadores lo negarán, dirán ‘en aquella época Hanoi no existía como
tal’. ¿Qué sabrán ellos? ¿Hacia dónde estaban mirando? Hanoi era un
poblado construido en un cielo remoto por unos cuantos dioses rebeldes.
Adrián no vio un solo accidente de tráfico en todo aquel tiempo.
Algo casi increíble ante semejante volumen de tráfico. Moraleja: el mejor
código de circulación es no tenerlo y la dirección general de tráfico chupa
del bote.
El idioma no supuso ningún obstáculo, pues se entendían con un ‘ok’
y una sonrisa. Una pequeña nota manuscrita hacía el papel de albarán. A
veces, los bultos que transportaba no le permitían ir a más de cinco
kilómetros por hora. Casi dos horas para atravesar la ciudad. Al llegar al
almacén, algunos operarios le sonreían amistosamente y acto seguido le
ofrecían un café. ¡Aquel café con leche condensada! ¡Oh, sí! Aquel café te
convertía instantáneamente en sobrino de Ho Chi Minh. Así pues, ese
trabajo resultó para Adrián mucho mejor que ocho millones quinientas
veintitrés mil seiscientas cuarenta y cinco valerianas.
Pero el email de Claudia tardaba demasiado en llegar. Había
transcurrido ya una semana desde el incidente. Javier estaba algo mosca
con la frecuencia en que su hermano chequeaba su correo electrónico. ‘¿A
qué se debe tanto afán? ¿Esperas alguna carta de amor?’
Una tarde noche los hermanos Azcona se fueron a cenar a un
pequeño restaurante cerca de la Opera House. Sorbieron hasta la última
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gota del cuenco de phô. Delicioso. Javier se pasó el rato contando
batallitas del trabajo y de una comercial californiana que le tiraba los
trastos. Siempre sonriente, siempre amable, Javier. Adrián lo
contemplaba con orgullo y satisfacción. Pero orgullo y satisfacción
verdaderos, no reales. No tomaron postre. Coffee yes, cam on. Caminaron
despacio hacia casa. ¿Cómo una ciudad tan agitada puede ofrecer
semejante paz? Todo esto sucedía en unas estrechas e irregulares aceras:
mujeres lavaban sus vajillas; hombres fumaban en corros, sentados en
minúsculas banquetas de plástico; jóvenes serios se concentraban ante
tableros y fichas desconocidos por la ciencia occidental; bebés de no más
de dos años andaban y correteaban como si hubieran cumplido ocho;
torpes cucarachas jugaban al escondite… Adrián sentía verdadero placer
cuando escuchaba conversar a los vietnamitas. Al principio le parecían
discusiones, pero resultaban ser charlas distendidas. Las frases parecían
estar escritas en pentagramas. El punto y seguido era una sonrisa. El
punto y final un apretón de manos. Al contemplar a aquellas gentes, se te
humedecen los ojos. Y no es por la humedad, sino por la humanidad. El
corazón te desgarra el pecho y se va a tomar una cerveza. ¡Salud!
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‘Hola Adrián. De verdad, perdóname por no haberte escrito antes.
Imagino que lo estarás pasando mal y entiendo todo lo que me dices. Y ya
me perdonarás las faltas, que esto de escribir no es lo mío que digamos. Te
cuento lo que pasó. Me llamó una vecina que volvía de una fiesta y se
encontró con Enrico. Esto fue más o menos a la media hora de que te abrí
la puerta de abajo. Después la policía no tardó en venir. Cuando bajé y vi
todo, me dio un ataque, perdí el conocimiento y se me llevaron al hospital.
Me reanimaron y me dieron tranquilizantes. Por la tarde vinieron dos
policías a hacerme preguntas. Estaban muy serios. Me hicieron mil
preguntas. Casi dos horas de interrogatorio. Cuándo había hablado por
última vez con Enrico. Si él solía llevar mucho dinero encima. Si tenía
alguna cuenta pendiente por drogas o algo así. Si le habían amenazado
alguna vez o había oído alguna conversación telefónica suya subida de
tono. Y por el estilo… Yo dije que no sabía ni sospechaba nada. Estoy
segura de que los policías creen que ha sido un robo. Han preguntado a
todos sus amigos y ellos tampoco se lo explican. Enrico era muy querido
aquí. Estaban todos muy tristes. Lo conocía mucha gente… no se podían
imaginar lo que a mí me hacía… por fuera parecía buena persona. Estuve
en el entierro con su familia. La iglesia estaba llena a rebosar. Hubo varias
manifestaciones los días siguientes. La gente se quejaba de los moros y de
los gitanos rumanos por la inseguridad y esas cosas. Incluso hubo algún
que otro altercado. Han dado la noticia por todos los telediarios, como que
tenía que haber más seguridad para los turistas de la Expo. La familia de
Enrico, que apenas me conocía, se portó muy bien conmigo y me dijeron
que me quedara en su casa a vivir con ellos hasta que se me pasara el mal
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trago. Yo lo agradecí pero me vine a Zaragoza en que se tranquilizó todo
un poco. El otro día llamé a mi abogado y le conté que Enrico había
fallecido en Trieste, que yo había estado allí con él… para que lo dijera en
el Juzgado. Me dijo que se había enterado por la prensa y que tenía
pendiente el llamarme para aclarar el asunto. Cuando llegué aquí parecía
que estaba algo mejor de los nervios pero me seguía sintiendo muy mal,
sin poder hablar de esto con nadie. Parecía que me iba a explotar la
cabeza. Las valerianas ya no me hacían nada y me recetaron orfidal. Tuve
alguna crisis más. Al final no aguanté más y se lo conté todo a mis padres.
Ellos me quieren mucho. Mi padre fue el que se lo tomó peor. Me dijo que
qué clase de amigos asesinos tenía y mil cosas más. Fue horrible. Seguro
que lo dijo porque está muy preocupado por verme así. Yo pensaba que se
le pasaría pero me ha dicho varias veces que vaya a la policía a contarlo
todo tal y como fue. Y me amenaza con que si no lo hago, irá él. Que soy
cómplice de un asesinato y que iré a prisión. Está muy nervioso, y al verlo
así, yo me siento mucho peor. Dice que me encontrarán, que al final todas
esas cosas salen a la luz. Y que si voy a contarlo es un atenuante y me
rebajarán la condena. Yo le contesto que no soy cómplice de nada, que no
sabía lo que iba a ocurrir, que no tuve nada que ver con el crimen, pero él
no me cree. Es muy testarudo. Se piensa que estamos liados tú y yo, y que
los dos lo preparamos todo. Estoy muy mal… como comprenderás. Me ha
preguntado dónde vives en Vietnam pero no se lo he dicho. Me dijo que
iría a la empresa temporal a preguntar por ti. Tengo miedo, Adrián.
Mucho miedo, por todo. Esto me está superando. No sé qué va a pasar, no
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sé lo que va a hacer mi padre ni sé lo que voy a hacer yo. Estoy muy
confundida. Espero que lo entiendas. Cuídate mucho’.
Adrián acabó de leer el mail a las cuatro y cincuenta y tres minutos
de la tarde de aquel jueves de primeros de Septiembre. Sin mirar al cielo a
través de la ventana, bajó a la calle, buscó su banco en la plazoleta y se
sentó. La preocupación no le dejaba llorar. Tenía la mirada fija en el suelo
pero no había suelo. Así permaneció unos minutos, abstraído en el nadir.
Allí arriba, el cielo lo observaba, participando de su tristeza. Rápidamente
mandó llamar a todos sus cúmulos, cirros y estratos y les instó a
descargar con todas sus fuerzas una ‘tormenta magnífica y
extraordinaria’. En breves instantes cayó una tromba de esas que no se
olvidan jamás. Se oyó una ovación cerrada. Adrián, cabizbajo, sentía las
caricias de aquellas pesadas gotas en su cabeza. La ovación seguía. Ni el
público más entregado alarga una ovación tanto tiempo. Aquello era otro
tipo de ovación. La ovación de los dioses. La temporada de fuertes lluvias
se despidió hasta el año que viene. La traca final duró tres horas.
- Madre mía, Adrián. En qué lío te has metido… quién me lo iba a
decir… un amigo de un amigo mío maltratando a una amiga tuya… con
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estas cosas caes en la cuenta de que realmente el mundo es un
pañuelo… pero tú no te preocupes, hermanito mío, que yo te voy
ayudar. Por lo que escribe Claudia en su mail… parece ser que su
padre va a ir a por todas. No hay duda. Ese cabrón en vez de fijarse en
la sangre derramada por su hija, se preocupa por vengar la sangre de
su maltratador. El mundo al revés… ¡Jodidos tópicos!... Tenemos que
pensar fríamente. Hay que ponerse en lo peor, siempre sufre menos el
pesimista. Vendrán a buscarte, Adrián. Si preguntan en casa de papá
y mamá, éstos facilitarán mi dirección y adiós muy buenas: Interpol,
extradición y al trullo. Así es como funciona. Hace no mucho, a un
conocido nuestro, australiano, que se había montado aquí una agencia
de viajes, vinieron a buscarlo por unas presuntas estafas por internet
que le imputaban en Estados Unidos. Esos cabrones, si quieren, te
encuentran. Otra cosa es que fuéramos una familia de pasta, con
nuestro propio bufete de abogados. La putada es que esto haya tenido
tanto eco… ¡por la jodida exposición universal! Bueno, hermano,
debemos tejer un plan. Una cosa está clara: van a venir. Imagino que
no querrás ir a prisión… tú obraste por altruismo, por salvar a una
mujer de su maltratador. Si todo el mundo fuera así, como tú, otro
gallo cantaría. Entonces… hay que huir… no queda otra… Y yo voy a ir
contigo. Yo soy tu fiel hermano, te quiero y estoy orgulloso de cómo
eres. Me importa una mierda mi trabajo y la madre que lo parió.
Podemos buscarnos la vida en cualquier sitio. Tenemos cojones. Ya lo
creo que sí. Por otro lado, olvídate de Claudia, ahora mismo ella es un
maniquí, una marioneta, una hormiga bajo la estatua de hormigón
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armado de su padre, y no creo que tenga fuerzas para huir…
Hermano… el corazón se me va a salir del pecho… No llores más, ¡por
Dios!... Conozco aquí a gente de muchas nacionalidades, con algunos
tengo confianza. El problema son los visados. Gran problema, por
cierto… te fichan por todos lados… En que tomas un avión, date por
jodido. Tendremos que marchar en bus, en tren o en barco, eso está
claro… Tenemos que pensar en un buen destino…
Se levantó a preparar café. Adrián lo siguió y lo abrazó. Cuando se
separaron, el mayor notó un charco de lágrimas en su hombro derecho.
Adrián, abatido, tomó asiento de nuevo. Culpable. Se sintió culpable.
Había arruinado la vida de Claudia y la suya propia y ahora se disponía a
liquidar la de su hermano. Tomaron el café en silencio, magnificando el
tintineo de las cucharillas al chocar contra las tazas. Adrián crujió su
cuello lentamente, a izquierda y a derecha y dirigió su mirada hacia su
hermano.
- Dejémoslo ya, Javier. Esto ha ido demasiado lejos. No puedo seguir
así. Hay que plantarse. Tú te vas a quedar aquí y vas a seguir con tu
trabajo y con tu vida, como siempre. Yo volveré a Zaragoza, le daré un
beso a mamá y otro a papá y me presentaré en comisaría. He obrado
por una causa justa. He actuado correctamente. He salvado a una
mujer víctima de maltrato. El juez me entenderá. Y si hay jurado,
mejor que mejor. No te preocupes por mí, hermano. Te escribiré cada
día. Jamás olvidaré lo que has hecho por mí. Tus sinceras palabras de
antes significan lo mismo que haber pasado conmigo cinco años
escondido en una selva virgen en Birmania. Mañana mismo compraré
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el billete de vuelta. Bueno, mejor dicho, lo comprarás tú… porque yo
no tengo suficiente dinero… ¿No te das cuenta, Javier? Esto ha ido
demasiado lejos. Y, ¿quién sabe? Igual me presento en casa de Claudia
y hablo con su padre. Soy buena gente, no seguirá con su acusación
cuando le explique todo. Entiéndeme, soy razonable. Mi postura es la
correcta. Escapar sería una locura. ¿Qué vamos a hacer? ¿Dónde
vamos a ir? No podríamos volver a Zaragoza. ¿Qué hay de nuestros
padres? ¿A otros que voy a joder la vida? No, no… hermano... se
acabó.
Javier reflexionó. Su hermano tenía razón. Escapar era una locura.
Sus padres sufrirían demasiado… le embargó una inmensa pena
imaginándolos… ¡Sus hijos prófugos!, pensarían. A mamá le daría un
ataque al corazón y su padre iría tras ella… Javier, sumido en sus
pesares, no se percató de que Adrián había comenzado a preparar su
mochila. Un último favor, querido hermano: ‘el billete’, dijo éste.
- ¿Quién llama?
- Papá, soy yo, Adrián. Estoy en Moscú, el avión ha hecho escala
aquí. Nada, que sólo es para avisaros que en unas diez horas llegaré a
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Madrid. Cogeré un autobús. Os llamaré cuando sepa la hora de llegada
a Zaragoza… No os preocupéis por venir a buscarme a la estación, iré
caminando a casa… Me vendrá bien tomar el aire.
- Ah… bien, bien… Oye una cosa, ¿te pasa algo?... te noto muy raro…
¿Cómo no has avisado antes de que venías?
- Cuando llegue os contaré. Es una larga historia…
- ¿Te has metido en algún jaleo? –gruñó-, ¿Qué has hecho? ¿No
estabas trabajando allí en algo de unas motos? ¿Ya te han echado?
Adrián colgó el teléfono. Miró a través de las cristaleras. Aviones
aterrizando. Aviones despegando. Turistas esperando. Operarios
cargando sus maletas. Camiones cisterna vaciándose. Depósitos de Boeing
747 gorgoteando. ¿Dónde está el término medio? Esperanza color verde.
Y a la desesperanza, ¿qué color le ponemos? Blanco y negro. Con los
trazos rasgados en la piel, y borrar un tatuaje duele. La gente lo que suele
hacer es pintarse encima otro. Se equivocan: el poso queda ahí. El
recuerdo permanece y la desesperanza hiberna. Apenas necesita
alimento. Con unas migajas de dolor y tristeza renace como el oso polar
que despierta hambriento de focas. Helo ahí, con su blanca piel manchada
de sangre, dormitando de nuevo en el corazón de la tundra.
- Era tu hijo, el pequeño. Dice que está de camino. En Moscú, creo, y
que llegaba a Madrid en unas horas…
Su mujer, que había escuchado la conversación telefónica, de pie
junto a los fogones, dejó de pelar patatas, se llevó las manos a la cara y
comenzó a llorar sordamente.
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Pasadas las cuatro de la tarde el timbre de la puerta de entrada
despertó de la siesta al matrimonio.
- ¿Quién será ahora? Es pronto para que sea tu hijo… –murmuró
Antonio y se dio la vuelta en la cama.
- Voy a ver –dijo Martina mientras se calzaba las alpargatas.
- Buenas tardes señora. ¿Es usted la madre de Adrián Azcona? Como
podrá observar –dijo señalándose a sí mismo-, somos agentes de
Policía. Si no le importa… desearíamos hacerle algunas preguntas.
Aquella madre hizo un esfuerzo descomunal para cerrar la puerta.
Los dos agentes entraron al salón. Uno de ellos sacó libreta y bolígrafo. El
padre se había levantado como un rayo y fue a su encuentro.
- Buenas tardes señor. ¿Es usted el padre de…?
- Sí, soy yo. ¿Qué quieren? ¿Qué diablos ha hecho mi hijo para que se
presenten en mi casa dos policías nacionales?
Los agentes calmaron los ánimos de aquel padre furioso, le
invitaron a sentarse y le explicaron toda la historia. Tal y como pasó. Tal
y como constaba en el atestado la declaración de Claudia Fernández,
compañera de trabajo de su hijo en Mallia Automoción.
La madre, al empezar a escuchar los hechos, marchó hacia sus
fogones. Lavó varias vajillas. De vez en cuando, veía su rostro reflejado en
un reluciente plato hasta que una lágrima disolvía su imagen. ‘Madre mía’
–repetía el padre, desde la habitación contigua, y resoplaba. Cuando
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terminaron los agentes, el padre, cabizbajo, hincando los codos en la
mesa, comenzó a hablar.
Los agentes dijeron que así sería todo más fácil. Se evitaban la
orden de búsqueda y captura internacional. Su hijo será detenido en
Barajas, fueron sus últimas palabras.
Sacó su pasaporte y esperó en la fila de ‘Ciudadanos de la Unión
Europea, Islandia, Noruega y Suiza’. Tenía delante a una mujer gorda,
muy gorda. Cuando volvió su cara, le recordó a la difunta Rosa. Adrián
pegó un salto sin levantar los pies del suelo ¿No sería su gemela, la de la
fábrica? Comenzaron a temblar sus piernas, advirtiendo la proximidad
del seísmo. ¡Eso sí que era una casualidad! No, no, seguramente sólo se
pareciese. Nada más. En aquel estado de nerviosismo puedes llegar a ver
visiones. Adrián estaba maldiciendo su suerte cuando le tocó el turno. El
poli miró el pasaporte. Miró a Adrián. Miró el pasaporte. Miró a Adrián.
Adrián pensó en que algo iba mal, más cuando el desafiante agente le
preguntó de dónde venía. Cuando escuchó la respuesta, sonrió, giró su
cuello como un robot e hizo una seña a un grupo de perros policías que
aguardaban expectantes. Éstos se acercaron rápidamente, lo redujeron y
comenzó el ‘tiene derecho a guardar silencio, a no declarar si no quiere, a
designar un abogado, a que se ponga en conocimiento de un familiar o
persona que desee el hecho de su detención…’
Adrián volvió la mirada cuando estaba siendo esposado y observó al
jurado. Todos fruncían el ceño. En cada frente se leía un ‘culpable’.
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‘Última llamada para el pasajero Adrián Azcona. Vuelo VA 0932’…
despertóse Adrián como un resorte. Observó su puerta de embarque, sólo
quedaban las dos azafatas. Adrián recordó por un momento su pesadilla.
¿Sería una premonición? Le entró pánico. Verdadero pánico. El que deben
sentir en el paredón. Después vienen las balas. Dirigió su mirada de nuevo
hacia aquellas azafatas. Una de ellas acercaba lentamente su boca hacia
un micrófono. ‘Última llamada para el pasajero Adrián Azcona. Vuelo VA
0932’. Sí, aquello era la realidad. Aeropuerto internacional de Moscú
Sheremétievo. Quiso correr hacia las azafatas pero el temor lo tenía
atrapado. Un náufrago a la deriva que al ver llegar un barco no tiene
fuerzas para gritar. La azafata speaker, visiblemente enfadada, volvió a
repetir al micro la última llamada para nuestro pasajero.
Javier no cenó aquella noche. Pensaba en su hermano a cada
instante. Se atiborraba a cafés para mantener su mente despierta en
busca de alguna idea genial para salvarlo. ¡Algo se le tenía que ocurrir!
Aquel oso pardo. Todopoderoso. Anclado a las piedras del río,
esperando la llegada de sus presas. Mientras, los salmones se iban
acercando lentamente, haciendo esfuerzos bárbaros para avanzar contra
corriente. Uno de ellos contempló a lo lejos la figura de su enemigo. Era
como una gran estatua de cobre que emergía en medio del océano. Y
aquella figura, poco a poco, se fue haciendo más grande. Más grande. Ya
sólo un par de metros los separaban. Se acercaba el momento. Al observar
que el oso introducía su hocico en el agua, nuestro salmón dio un salto con
todas sus fuerzas para atravesar la línea enemiga. Notó el frescor de la
brisa al rozar con su cuerpo. Echó un vistazo y observó el verdor de
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aquellos árboles del paraíso. Anheló por un momento tener pulmones
para poder saciarlos de aquel oxígeno puro. Repentinamente, notó un
fuerte chasquido en su columna vertebral. Un pasillo rosáceo que le
conducía al abismo, fue lo último que vio.
Adrián venció su miedo, se levantó y se dirigió hacia las azafatas.
Mostró su tarjeta de embarque y su pasaporte y entró en el avión.
Javier observó su reloj, restó tres horas y pensó ‘todavía debe estar
en Moscú’… No había idea brillante. Aquel nerviosismo maniataba sus
neuronas. A saber en qué estaría pensando Newton cuando le cayó la
manzana en la cabeza. Desde luego no parecía muy agobiado, ahí sentado
bajo un árbol en la campiña inglesa. Ahí, que yo sepa, no hay osos. Por
tanto, sólo cabía esperar, confiar en que el padre de Claudia reflexionase
un poco y no llevara a cabo sus amenazas. Se recostó en su sofá y quedó
profundamente dormido.
Sacó su pasaporte y esperó en la fila de ‘Ciudadanos de la Unión
Europea, Islandia, Noruega y Suiza’. A su derecha se formaban largas
colas para los extracomunitarios. Los humanos crean las fronteras y no
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se quedan ahí, no… ¡qué va! Después crean distinciones entre las
fronteras. ¿Qué será lo próximo? Disculpe, tiene que hacer fila ahí. Esta es
la cola para ciudadanos extracomunitarios blancos y usted es negro.
Adrián, en aquel momento, ya era consciente de que iba a ir al
talego, de que tarde o temprano se enterarían de su vuelta e irían a por él.
Lo que no se imaginaba por nada del mundo es que lo estuvieran
esperando ya en Barajas, como definitivamente ocurrió.
Un regimiento de agentes lo condujo a través de unos estrechos
pasillos hasta una pequeña sala cubierta por azulejos blancos. De camino
observó unas cuantas maletas declarando, con sus bocas abiertas de par
en par; y escuchó algunos gritos desesperados. Adrián parecía
anestesiado. Se sabía culpable, ya lo habían juzgado y la sentencia parecía
ser firme. Lo sentaron en una silla de plástico seis veces más grande que
la que usan los vietnamitas en sus aceras. Cuando chocó contra el
respaldo, las esposas se clavaron en sus riñones. Le informaron de todo su
caso. Nadie lo sabía mejor que él. Cuando hicieron una referencia a la
‘declaración de Claudia Fernández ante la policía’, sintió un pinchazo en el
alma. Una cosa era que su padre se hubiese vuelto loco para salvaguardar
a su hija y que ésta no hubiera podido pararle los pies; otra bien distinta,
que Claudia fuese directamente la que declaró. Adrián preguntó este
extremo a sus captores y un agente le acercó una copia del atestado
policial, señalando la firma de Claudia. ¿Estaba presente su padre
mientras ella declaraba? El mismo policía que guardaba el atestado
contestó sin mirarle que aquello no era asunto suyo.
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- Además –añadió-, deberías esperar a tu abogado. Él te aconsejará
qué hacer. Aunque me parece que no tienes muchas opciones.
Adrián solicitó hacer una llamada telefónica. Le acercaron un
aparato. Sugirió que le dejasen solo. ‘Está bien. Tienes dos minutos’.
Marcó el 0084683645893. No pensó que en Vietnam eran las cuatro de la
mañana. En esos momentos de tensión, el lugar es aquí y el tiempo es
ahora.
- ¿Sí? –apareció la voz adormilada de su hermano.
- Javier, soy Adrián. Estoy detenido en el aeropuerto de Barajas.
- ¿Cómo?... pero… ¡qué me dices!… ¿detenido? ¡No me lo puedo
creer, por Dios! No… ¡imposible!… Pero bueno… Sí que ha ido deprisa
el bastardo ese. ¿Pero quién coño se cree que es el padre de esa chica?
¿El ministro de interior? Esto no va a quedar así. Hombre que no, ya
te lo digo yo… Tú no te preocupes hermano que esto no va a quedar
así. ¡Te lo prometo! ¡Aunque sea lo último que haga! –dijo Javier
aumentando paulatinamente su tono de voz.
- Bueno, tranquilo, Javier. Ya está… Realmente te llamo para darte
un abrazo, por si no te puedo telefonear en unos días –comenzó a
llorar-… No te preocupes por mí... Te agradezco mucho todo lo que has
hecho por mí.
- No, ¡no! No he hecho nada por ti todavía. No llores, por Dios te lo
pido, que todo este tinglado se va a solucionar… Será cabrón el
bastardo ése… ¡Pero en qué puto mundo vivimos!... Madre mía… no
me lo puedo creer… No, no… Esto no puede quedar así…
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Entraron los agentes y retiraron el teléfono de la mano muerta de
Adrián. Javier siguió hablando un buen rato hasta que advirtió que la
línea comunicaba… Todavía se puso más furioso.
A las siete y treinta y dos minutos de la tarde del día siguiente
Adrián tomó otro vuelo. Pero esta vez no era un vuelo comercial, sino una
aeronave de la policía nacional. La utilizaban básicamente para las
extradiciones. Hicieron el traspaso del detenido en el aeropuerto de
Trieste. Ahora Adrián era presa de los carabineros. ‘Misma bazofia con
distinto envoltorio’ –pensó, y se lo demostraron enseguida, cuando un
mastodonte lo agarró del brazo y lo empujó al fondo del coche patrulla.
Los fuegos artificiales que clausuraban la exposición universal recibieron
a Adrián cuando entró en comisaría. La alegría se estaba burlando de la
tristeza con nocturnidad y alevosía. Le entregaron un folio en castellano
en que se le informaba de todos sus derechos y fue directo a los calabozos.
Un largo pasillo con millones de celdas a ambos lados. Le fue asignada la
quinta a la izquierda. Sin vecinos, de momento. Había un agujero en el
suelo, en una esquina, a modo de letrina. Aquel orificio parecía comunicar
con las cloacas del infierno. Un montículo de cemento elevaba un palmo
del suelo: la cama. Los ataúdes están acolchados; las camas de aquellas
celdas, no. Una muerte un poco más espaciosa… No había ventanas, en el
submundo… ventanas… ¿para qué? En todo caso, alcantarillas.
Adrián se encontraba en su banco, en su plazoleta de Hanoi,
esperando una de aquellas lluvias torrenciales. Un niño reía en el
columpio. Su padre lo empujaba. Una y otra vez. Una y otra vez. ‘¡Más,
papá! ¡Más alto! –pataleaba el niño entre pícaras carcajadas- ¡Sí, papá!
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¡Hasta el cielo!’ Su padre sonrió y siguió impulsando. De repente,
comenzó a llover con fuerza. Cada vez más intensamente. Las tremendas
gotas se hacían añicos cuando llegaban a destino. Salpicaban metralla.
Adrián advirtió que los ojos de aquel niño y de aquel padre le miraban
extrañados. Los contemplaba atónito, él. ¿Qué miraban? Volvió para sí y
se fijó en sus manos. Comenzó a tocarse la cara, el pelo, las piernas… ¡No
llovía sobre él! Examinó el cielo. Un torrente de luz blanca le caía como
por un embudo. Volvió la mirada al columpio: el diluvio universal. Dios
estaba exprimiendo el firmamento y regalando zumo celestial para toda la
humanidad, excepto para el íncubo Adrián. Padre e hijo seguían
acechándole. Empapados, forrados de agua. El niño se giró hacia su papá
y le preguntó señalando a Adrián: Papá, ¿por qué no se moja aquel señor?
Adrián se puso todavía más nervioso. Revisó de nuevo el cielo. El mismo
vórtice de luz, intensa luz cegadora.
Adrián abrió los ojos y reparó en una bandeja con algo de comida
junto a la reja. Habían encendido las luces en los calabozos.
Pensó en su hermano. ¿Qué estaría haciendo ahora? Seguramente
dando vueltas en su pequeño piso estrujándose el cerebro buscando
alguna solución. ¿Pero qué podía hacer? Nada. La nada absoluta. La
muerte de un mendigo olvidado.
Poco a poco, Adrián fue perdiendo toda esperanza de que su
situación mejorase. Su enorme humanidad se desvanecía. Apenas sentía.
No tenía hambre ni sed. Ni sueño. Comía, bebía y dormía simplemente
porque estaba programado así.
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Llegó el juicio, el día del juicio final. Muchos medios de
comunicación para el evento. La vista oral se alargó varias jornadas.
Miles de flashes saludaban a Adrián cuando bajaba del vehículo policial
cada mañana. Sin saberlo, había sido noticia desde el día en que llegó
detenido a Trieste. Trajo cola el asesinato en medio de la exposición
universal, que se convirtió en un debate político sobre la inseguridad y la
inmigración. Todo un filón electoralista.
Doce años, y gracias. Se libró de la cadena perpetua vigente en
Italia para homicidios en primer grado. Su abogado se las ingenió para
demostrar locura transitoria de su defendido, que atenuó la pena. Aunque
el tribunal le tachaba de ‘irrelevante’, aludía frecuentemente a los malos
tratos de Enrico Salieri, para hacer cosquillas en la moral del jurado.
Llegó incluso a enseñar fotos de las lesiones sufridas por Claudia
Fernández, pero sólo unos segundos, porque el magistrado le instó a
retirarlas enseguida.
Tras la detención de su hermano, Javier pasó unos momentos muy
duros en la lejanía. Tanto Carlo, aun siendo amigo del fallecido, como Olga,
se comportaron muy bien con él y lo apoyaron en todo momento. Cuando
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se despidieron, aquellos seis ojos emularon las lluvias típicas del Sudeste
asiático.
La madre cayó enferma. No le diagnosticaron ninguna afección
concreta, pero apenas se levantaba de la cama. Al padre le cambió la vida
por completo cuando tuvo que ejercer de amo de casa y enfermero. No
tenía tiempo ni fuerzas para todo y decidió dejar la huerta. Javier, ante
aquella penosa situación familiar, volvió a Zaragoza. Su empresa no le
concedía el traslado inmediato y le exhortó a aguardar un tiempo en
busca de alguna permuta, pero Javier se negó a la espera y se despidió,
sin más. Su regreso fue un gran alivio para su padre, pues su esposa
parecía estar marchitándose en la cama, apenas sin hablar. Javier solía
sentarse a su lado, sobre la cama. Le hacía caricias en el pelo. ‘Mamá, ¿te
apetece una manzana? Mira, ¡qué buena pinta tiene!’ Le acercaba unas
pastas a media tarde. O un café, o un zumo. Daba igual. Su madre no
comía lo suficiente y su estado físico empeoraba día a día. Tenía fija la
mirada en la ventana que daba a la calle. Unos tristes puentes colgantes
parecían unir sus ojos con aquella ventana. Cuando comenzó su
padecimiento, su marido bajaba la persiana al disponerse a dormir. De
repente, su mujer comenzaba a llorar amargamente. Su esposo ya no tocó
más la persiana y aquellos penosos llantos desaparecieron.
El médico sugirió a la familia hacer un viaje. Quizá a la playa, o a la
montaña. Aquella mujer necesitaba un cambio de aires urgentemente, o
su dolor ‘acabaría con ella en unos meses’.
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El hijo mayor insistió en que debían hacer caso al médico y buscar
un lugar idóneo, un sitio soleado para aquella madre desolada. Un
hermano del padre, el tío Arturo, tenía un apartamento en primera línea
de playa en un pequeño pueblo de Tarragona y lo cedió gustosamente a
aquella familia amputada. Así comenzó la nueva vida de aquellas tres
almas en pena. Años de retiro silencioso, de vida lenta. Lenta como la
formación de estalactitas y estalagmitas en una cueva de un islote
olvidado en medio del Pacífico. Veranos e inviernos en un bucle eterno.
Nubes y claros. Pleamar. Bajamar. Petroleros paseando ajenos por el
mismísimo límite del horizonte. A sus espaldas, el abismo. El otro mundo.
Aquel que una vez acogió a Adrián con los brazos abiertos. El mismo que
lo colmó tanto de vida que acabó por destrozarlo.
Javier se carteaba con su hermano preso muy de vez en cuando.
Sus palabras eran escasas y sombrías. Adrián apenas quería hablar por
teléfono. Se refugió en sus libros. ‘Es lo único que me hace sentir vivo
aquí, leyendo me evado algo de estos muros. Cuando puedas envíame
más... algo de Céline, Poe, Fante o Camus. Muchas gracias y un abrazo
para todos’.
Restaba una semana para el primer permiso penitenciario de
Adrián. Antes de marchar, Javier observó a su madre, sentada en la
terraza. Su mirada se perdía allá en el horizonte donde se funden mar y
cielo. El pelo canoso, rizado, apelmazado, se movía fugazmente con la
brisa. Bajo sus ojos, unos valles grises y abruptos, símbolos de muerte. Las
orejas, sin esperanza, se habían arrojado al vacío. Su boca parecía
empequeñecer debido al desuso. Javier sintió una enorme pena y deseó
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con todas sus fuerzas que aquella pobre madre aguantara con vida hasta
ver de nuevo a su hijo pequeño.
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SEGUNDA PARTE
Claudia no conseguía cerrar la cremallera de su maleta. Pidió ayuda
a su madre. Su padre esperaba abajo, en la calle, con el coche ya en
marcha. Cuando llegaron al aeropuerto, le dio un beso y le pidió que
tuviese mucho cuidado. ‘Adiós, papá, no te preocupes’. El vuelo fue
bastante agitado. Claudia estaba muy nerviosa, y no sólo a causa de las
turbulencias. El avión aterrizó en Bérgamo, una pequeña ciudad del Norte
de Italia, cerca de Milán. Claudia entró en el coche de alquiler. Olía a
nuevo. Era medianoche.
Autopista A4 dirección Nordeste. Nunca se sentía muy segura
cuando no iba al volante. Incluso conociendo al conductor, como era el
caso. Claudia sintonizaba la radio para templar sus nervios. Buscaba
alguna emisora de música ‘normal’ y sólo se topaba con tertulias. Apagó la
radio de un pisotón con el dedo pulgar.
- ¿Te ocurre algo, cariño? Estás muy callada. Pareces nerviosa.
- Nada, nada. Ya sabes que me da respeto la carretera. Y de noche,
más.
- Pues tranquilízate un poco, mujer, que nos queda un largo viaje.
Intenta dormirte un rato. ¡Ya verás qué bien lo pasamos, cariño!
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Además, ¡fuiste tú la que insistió tanto en Croacia!... ¡Ay!... ¡Londres
te hubiera encantado!... pero bueno, para otra vez… ¡no vamos a
empezar a discutir tan pronto!
- ¿Tienes claro por dónde se va?
- Sí, sí. No te preocupes por eso. Llevamos ahí –dijo señalando al
salpicadero- mapas de toda Europa. Y en casa estudié el camino.
Pasaremos por Verona, Venecia, Trieste, después cruzaremos un
segundo por Eslovenia, llegaremos a Croacia y ¡a seguir la carretera
junto al mar! ¿No era así como habíamos quedado? Llevo la lección
aprendida, ¿eh, cariño?… ¡No te quejarás!
David era muy feliz en esos momentos, se sentía intrépido, valiente,
interesante… conduciendo a su amada por una carretera extraña en
medio de la noche.
- ¿Cuándo habías pensado parar a dormir?
- No sé, cariño… Yo ahora estoy como una rosa. Esta tarde me he
echado una siesta de tres horas, de las de gorro y orinal. Quizá…
cuando me entre el sueño, si tú te encuentras bien nos relevamos.
¿Ok?
A Claudia le pareció perfecto. Cerró los ojos e intentó dormir.
Sobre las cuatro de la madrugada, David la zarandeó suavemente.
Cariño… cariño, despierta. Sus ojos verdes centellearon en la oscuridad,
se irguió y, desperezándose, preguntó dónde estaban.
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- He parado un momento en un área de servicio. Se me estaban
cerrando los ojos y me he asustado un poco. Ya hemos dejado atrás
Venecia hace un rato. ¿Estás bien para conducir? O… si prefieres
tomamos un café.
Intercambiaron sus asientos del coche y David se quedó frito. De
macho dominante a macho dominado en cinco minutos. Claudia asía con
fuerza el volante. El cuentakilómetros digital marcaba 143. Deceleró un
poco la marcha. Leyó ‘Portogruaro’ en un cartel de la autopista. Ya
quedaba poco.
‘Discúlpame David. Me he marchado para no volver nunca. Sé que
te he utilizado, que me he comportado como una mala mujer, dejándote
aquí tirado, pero era mi única salida. Hasta siempre.’
David acabó de leer la nota y la estrujó. ¿Pero qué broma era esa?
¿Estaba soñando? ¿Soñando? ¡Qué va! ¿Será una broma?... Igual de esas
de cámaras ocultas… Pero, ¿se habrá vuelto loca? ¡Completamente loca!
Miró por la ventanilla… El coche estaba aparcado en una calle estrecha
que serpenteaba cuesta arriba. A ambos lados chalés con jardines… ¡No!,
se dijo volviendo en sí… ¡Es por un hombre! ¡Seguro! Se ha fugado y me
ha dejado aquí tirado como una miserable colilla. ¡Y tanto hablar del
Adriático! ¿Qué pasa? ¿Tiene por aquí un chalé su novio? ¿O le espera
una alfombra roja en Venecia? Por el amor de Dios… no puede ser, ¡no
puede ser! Pero, ¿dónde estoy? ¡Dónde estoy!
Estaba amaneciendo. Continuaron los lamentos y reproches
durante un buen rato. David se pasó al asiento del conductor y comenzó a
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dar vueltas por los alrededores. Parecía un pequeño pueblo, calles
estrechas, sin avenidas, sin semáforos. Observó un bar abierto y
escudriñó a los clientes a través del ventanal. ¡Sí! ¡Aquí va a estar! Lo que
faltaba, que la viese desayunando chocolate con churros con el otro. ¡En
mi cara! No puede ser... No, ¡no puede ser! Esto no me está pasando a mí.
¡No!
De nuevo la plaza de la iglesia, las cuatro tiendas y bares, ahora el
polideportivo y al final la zona residencial. Y vuelta a empezar. Estaba
perdiendo el tiempo y despilfarrando gasolina.
Estacionó el coche y salió a tomar el aire. Unos pocos transeúntes,
los más madrugadores, se saludaban cordialmente con el pan bajo el
brazo. David telefoneó a Claudia pero ésta no respondió. Buzón de voz.
Rellamada. Al tercer tono apareció la fugitiva.
- David. No hay nada que hablar. ¡Por favor! No pierdas más el
tiempo. Tomé una decisión. Lo siento. ¡Mil veces lo siento! Pero no hay
vuelta atrás. No me llames, por Dios. Marcha, ve de viaje o haz lo que
quieras, pero déjame sola, ¡por favor! Tengo que colgar ya…
- ¡Por el amor de Dios, Claudia! –sollozó David-. ¿Pero qué me dices?
¿Qué ha pasado? ¿Por qué me dejas aquí plantado? ¡Esto no puede
ser real! ¡No! Tiene que ser una broma macabra o algo así. ¿Qué ha
pasado, cariño?... ¿Te fugas con otro? ¿Es eso? Dime algo… así no
puedo vivir. No me dejes así, por Dios. ¿Dónde estás? ¿Qué haces?
- Déjalo ya, David. Basta ya, por favor. ¿Te acuerdas que siempre te
he dicho que el pasado pasado está? Jamás te conté nada sobre mi
101
pasado. Pues bien, todo esto tiene que ver con él. Nada más que eso.
Me he portado mal contigo. ¡Muy mal! Pero tenía que pensar en mí. Y
esta era mi única opción. Estoy luchando por mi felicidad y lo apuesto
todo a una carta. ¡Nada más! Te utilicé, David. ¿No te has dado
cuenta? Te utilicé desde el primer momento para estar aquí. Y ya
estoy. Ya lo he conseguido. Se acabó. Tengo que seguir sola. Es mi
vida. Tú vive la tuya. Jamás volveré a contestarte una llamada. No
pierdas el tiempo, por favor. Adiós.
Claudia permanecía sentada en un viejo banco de un parque de
Staranzano. La autostrada A4 quedaba a unos dos kilómetros. El parque
se hallaba en la falda de una pequeña colina a la que sólo se podía acceder
a pie. Pensó que allí permanecería a salvo de la ira de su ‘novio’. Ya ex. Su
maleta descansaba sobre el mal cuidado césped. Se respiraba una paz
inmensa. Ni una sutil brisa. Quietud por doquier. Las casas más cercanas
quedaban a unos veinte metros y bajaban en cascada hasta el pueblo.
Jilgueros, gorriones y estorninos se encargaban de la banda sonora de
aquel pequeño rincón del universo que nunca levantó su voz.
102
Miró su reloj. Estaba algo inquieta, pero menos de lo que esperaba.
El hecho de haber tomado semejante decisión la llenó de orgullo e
incrementó su valor y autoconfianza. Llevaba años esperando aquel
momento y lo había conseguido. Ya no hay marcha atrás. Estás en una
avioneta dispuesto a saltar con el paracaídas, pero has de saltar porque la
avioneta se estrella. No queda otra. Claudia se animaba a sí misma
pensando que estaba obrando bien. Y eso era lo que hacía: transcribir los
dictados de su corazón.
Decidió llamar a sus padres, así se quitaba ese peso de encima.
- ¡Mamá! ¿Qué tal?
- Bien, hija mía. ¿Y tú? ¿Dónde estás? ¿Qué hacéis?
- Ya estamos cerca de Croacia. Hace un día muy bueno y todo
perfecto.
- Ay… Claudia. Me alegro… ¿Y qué tal con tu amigo? Mira que…
convivir es diferente que estar de fiesta… ¿eh?... Eso de que te vayas
tantos días de viaje con un amigo... Por lo menos, nos lo deberías haber
presentado, cariño... Tu padre está muy preocupado… te quiere
mucho, ya lo sabes. Ya puedes tener cuidado, hija mía…
- Sí, mamá, tranquila. Es buen amigo. No te preocupes por eso… No
hay problema. Recuerda que tengo más de treinta, que no soy una
cría… sé cuidarme sola…
- Sí, sí, cariño. Claro, claro… Pero ya sabes… todo aquello que pasó y
todo lo que sufriste, hija mía. No te olvides de eso, cariñito.
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- No te preocupes mamá. Estoy bien. Os iré llamando cuando pueda…
venga, que cuelgo ya que si no me sale muy caro. ¡Muchos besos!
- Adiós, hija. Adiós. Cuídate mucho y no discutáis. ¡Llama de vez en
cuando! O, si no, manda un mensaje al móvil y ¡listo!, pero da señales
de vida, por Dios... Te quiero, hija. Te quiero mucho. Y tu padre
también.
- Y yo, mamá, y yo. ¡Un beso!
A los cinco minutos David volvió a llamar a Claudia. Ésta silenció la
sintonía de su móvil. ‘Llamada perdida David’, informaba el aparato.
Siguieron más. Sin tregua, las llamadas. En veinte minutos el teléfono se
apagó derrotado.
Javier pagó al taxista y se introdujo en el recinto carcelario. La
entrada le pareció ridículamente pequeña para semejante edificación. A la
izquierda, unas cuantas sillas de plástico bajo paneles informativos. Al
frente, una gran puerta metálica. A la derecha, dos ventanillas; tras ellas,
sendas butacas vacías. Javier miró dentro del habitáculo. Le recibieron
post-it de todos los colores, que colgaban de pantallas, paredes y archivos.
Algunos de ellos, sin fuerzas adhesivas, en el suelo, pisoteados. Al fondo,
104
apareció un funcionario, de espaldas, manipulando una fotocopiadora.
Javier voceó un ‘¡Alo!’. Aquél se acercó, con las manos recubiertas de
tinta, al parecer no se llevaba muy bien con los tóner. Javier le preguntó
por su hermano, Adrián Azcona. Habló alto y claro, como todo aquel que
intenta hacerse entender ante un extranjero. El funcionario lo entendió
perfectamente y le invitó a esperar, señalándole los asientos.
Claudia bajó al pueblo. Agradeció el asfalto: puso a rodar su maleta.
Llegó a la plaza de la iglesia. Habían pasado unas tres horas desde el
rosario de llamadas perdidas de David. Claudia examinaba a los escasos
transeúntes y vehículos, pero toda precaución parecía en balde: si David
pasase por ahí daría con ella, fijo. Claudia entró en la panadería y
preguntó si había algún taxi en el pueblo. Le facilitaron el número de
teléfono. ¡Joder! –pensó en su móvil sin batería. Echó un vistazo a la
plaza. Se dirigió hacia la cabina telefónica, junto a la maltrecha
marquesina. Un par de viejas cotillas clavaron sus miradas en Claudia y
su maleta y un gran símbolo de interrogación emergió de sus cabezas.
Sonaron doce campanadas. Comenzaba un nuevo año para Claudia a
mediodía. Insertó una moneda y marcó. Saltó el contestador automático,
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de un gran salto. Claudia maldijo su suerte con un gruñido y devolvió con
rabia el aparato telefónico a su soporte. De nuevo el traqueteo de la
maleta dirección la panadería.
Pero un grito la detuvo en su marcha, un grito que paralizó el
tiempo.
- ¡Claudia!
No podía ser, no, ¡por Dios! Ahora no. Claudia se paró en seco pero
se resistía a girarse.
- ¡Claudia! –de nuevo el grito desesperado.
Se dio la vuelta, muy a su pesar. Vio a David con los brazos en cruz.
Tras él se alzaba la iglesia.
- ¡Por Dios! ¿Qué estás haciendo aquí? De verdad, no me lo pongas
más difícil. Tengo mucha prisa. ¡Adiós! –dijo, y amagó con seguir su
camino.
- Pero… mujer… –suplicó David abatido, acercándose-, ¿qué está
pasando? ¿Cómo me haces esto a mí? ¡Dejarme tirado aquí en medio
de la nada! Dime qué pasa… ¡cariño!... ¡dime qué pasa!... ¡por Dios!
- Mira, David… de verdad que no tengo tiempo. ¡Ya te lo he dicho! No
te lo voy a repetir más. ¡No, ahora no! Tengo que hacer algo
urgentemente. Lo siento, ¡no puedo perder un segundo más! ¡Vete,
por favor! –Claudia observó cómo varios lugareños hicieron un alto en
su camino para ver la escena-. ¿Qué pretendes, David? ¿Un
espectáculo aquí en medio de la plaza? ¿Me pongo a chillar hasta que
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venga la policía? Entra en el coche y vete, ¡por Dios!... ya no te lo
repito más. Estoy perdiendo la paciencia. Si no te marchas de una vez,
voy a llamar a la policía.
Sonó el timbre. ‘Pase, pase…’–indicó Antonio, mostrando el pasillo.
Martina estaba tumbada en la cama boca arriba con la cabeza girada
hacia la ventana. Una manta verde la arropaba hasta el cuello.
- ¿Qué hay, Martina? ¿Qué tal se encuentra?
Antonio, conociendo la rutina, incorporó a su esposa, apoyando su
espalda en el cabecero. El médico dejó su maletín sobre la mesilla de
noche. Sacó el estetoscopio y la auscultó, le tomó la tensión arterial, le
hizo la prueba de la glucemia y le examinó la garganta y oídos. Cuando
hubo terminado, se lo indicó a la paciente, impaciente por recostarse de
nuevo.
- No sé, Antonio... Su mujer sigue con la anemia... Y parece que va a
peor. Le voy a recetar unas inyecciones mensuales. Siga con las
pastillas… y vigile que se las tome. Poco más puedo hacer. Intente que
coma más, sobre todo hierro. Hígado, legumbres, chocolate… Ya sabe.
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Antonio despidió al médico y volvió con su mujer. Martina seguía
con su mirada anclada en aquella ventana. Emulaba una planta, como si
necesitase energía solar para su fotosíntesis particular.
- Martina… mujer… Adrián tiene hoy su primer permiso. Ya ha
pasado lo peor. El abogado dice que en breves le quitarán la
prohibición de salir de Italia y ya verás qué pronto viene a verte. Se te
tiene que ir esa pena, mujer, que al final te va a pasar algo malo. Te
voy a preparar unas lentejas. ¿Tienes hambre? Me ha dicho el médico
que tienes que comer más… Y eso de la anemia se cura comiendo, ya te
lo digo yo. Estás flaca… demasiado flaca. Cuando venga Adrián os iréis
a dar un paseo por la playa. Ya verás qué bien. Con todo lo que has
sufrido… Ya va siendo hora de animarse un poco, mujer…
Antonio le dio un beso en la frente y se marchó a la cocina. Se sentó.
Ahí estaban la nevera, el microondas, la lavadora y el horno. Como una
familia feliz. Antonio tenía un miedo atroz a quedarse solo. Quizá ya
hubiese salido Adrián de la cárcel. Vuelve pronto Javier, ¡por Dios!, se
dijo.
El funcionario informó a Javier de que todo el asunto de su
hermano estaba listo y que no tardaría en salir. En un par de minutos se
abrió la gran puerta metálica. Muy lentamente. Apareció un tipo delgado,
muy alto. Andaba despacio. Como teledirigido. Dirección su camello. O lo
que quedase de él. Comenzó la cuenta atrás de su cronómetro cerebral.
Cuando pasó por delante de Javier se oyó un ‘le quedan: treinta y cinco
horas, cincuenta y nueve minutos, cincuenta y ocho segundos’.
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Aquella puerta metálica se abría para escupir más humanoides.
Lamentablemente, uno de ellos iba a ser él. Y así fue. Adrián vestía un
viejo chándal gris, de pantalón y sudadera, y zapatillas deportivas de
colores vivos. Estaba muy delgado, con la cabellera y la barba al rape. A
pesar de su inexpresividad, una chispa de vida apareció en sus ojos
cuando irrumpió su hermano, abalanzándose sobre él. Javier lo estrujó y
notó un saco de huesos entre sus brazos. Apenas podía hablar, lloraba en
todas direcciones. Adrián no lloró. Sonrió lastimosamente al ver a su
hermano en aquel estado de emoción. Salieron abrazados por la puerta
principal. Javier le contó su plan de fin de semana. Había reservado una
habitación en un pequeño hotel de Venecia. Se dirigían en taxi hacia el
pueblo más cercano y ahí tomarían el bus. Hubo algún que otro doloroso
silencio durante el trayecto. Javier charlaba animosamente con su
hermano. Éste escuchaba pero no seguía ninguna conversación. Javier
volvía al tajo. Debía devolverlo a la vida. No quedaba otra.
David volvió al coche y se sentó al volante. Desde ahí, sin fuerzas,
con la mayor de las resignaciones, observó todos los movimientos de
Claudia. Había entrado en la panadería. Salió rápidamente y se dirigió de
109
nuevo a la cabina telefónica. Esta vez el taxista contestó y le anunció que
en cinco minutos llegaría a la plaza de la iglesia. Claudia se sentó a
esperar en la marquesina. Vio el flamante coche de alquiler aparcado
enfrente, junto a una caja rural de ahorros. David, aunque la miraba con
los ojos bien abiertos, estaba muerto en vida. Sólo faltaba que llegase el
forense y cerrase sus párpados. El coche de alquiler hacía muy bien las
veces de ataúd. También la iglesia, en la plaza. ¿A qué hora es el entierro?
Los hermanos Azcona descendieron del taxi. El amable taxista,
regordete, con cara de pizza las cuatro estaciones del año, abrió el
maletero y les acercó las mochilas. ¡Arrivederci!
El vehículo había parado justo enfrente de la marquesina. Claudia
estaba sentada, a metro y medio. Adrián pasó por delante de sus narices a
cámara lenta. Él no la vio. Los ojos de Claudia se humedecieron en el
mismo instante en que se toparon con él. Permaneció inmóvil, Claudia,
imposible mover un músculo. Los sentimientos chocaban unos con otros y
producían cortocircuitos. Los operarios de mantenimiento de su cerebro
habían sido avisados pero tardarían en llegar. Claudia, de momento, sólo
podía mover sus ojos. Nada más. Siguió con la mirada a Adrián y al que
parecía ser su hermano. Se sentaron en una mesa de un bar de la plaza,
tras una gran cristalera.
Ahí estaba su salvador, cumpliendo condena lejos de su barrio,
desarraigado, arrebatado de su vida y de su familia. Claudia se sentía
culpable. Culpable como el que ordena disparar y culpable como el que
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dispara. ¿Cómo había sido capaz de semejante barbaridad? ¿Cómo pudo
permitirlo? Ella fue quien lo metió en la cárcel. ¡A su propio salvador!
¿Qué clase de ser humano se comporta así? Le faltó valor, honradez,
lealtad. Era una desgraciada. La mujer rica y perfumada que escupe en la
mano de quien le pide limosna. Una rata humana. Jamás se lo podría
perdonar. ¡Pelele!, se decía. Debía haber mantenido en secreto el crimen.
Debía haberle parado los pies a su padre pero no hizo nada. ¡Nada!
¡Pelele!
- ¿Claudia? –apareció el taxista.
- ¡Oh, sí! Eh… Perdone, disculpe… ya sé que le he llamado… pero
ahora… eh… ya no lo necesito… ha sido un error… Disculpe… Lo siento
–balbuceó Claudia en italiano.
El taxista la vio tan afligida que sonrió quitándole importancia.
Entró en su coche y desapareció para siempre.
Bien. Llegó la hora, Claudia. Tu turno. Asió con fuerza su maleta. La
maleta culebreaba ebria entre aquellos adoquines milenarios.
Traqueteaba quejumbrosa. Claudia irrumpió en su particular purgatorio y
se dirigió hacia la mesa que ocupaban los Azcona, con vistas a la plaza.
Todo el bar se volvió hacia la intrusa. Ella se echó a los pies de Adrián.
Lloró en varios segundos lo que todos los glaciares del universo a lo largo
de sus vidas. Adrián palideció. Javier contuvo la respiración,
impresionado. Varios clientes se volvieron hacia la conmovedora escena,
no hacia el escenario. Judas alzó sus ojos arrepentidos hacia su salvador.
Aunque lo pensó en más de una ocasión, no había tenido el valor
111
suficiente como para suicidarse. Quizá después. Lo primero era mostrar
su dolor, su contrición, su agradecimiento. Alargó su mano como pidiendo
limosna. Sobre la palma, su corazón bombeando.
Déjame explicarte Adrián. Me odio a mí misma por lo que hice. Soy
una persona deleznable, ruin. No existe penitencia para mis pecados.
Quizá tampoco desee tu perdón, porque siento que no lo merezco. Lo único
que deseo es limpiar mi alma para descansar en paz. Fue todo lo que
dijeron sus ojos cuando levantó su cabeza de las catacumbas y le miró.
- Adrián… perdóname. No sabes cuánto lo siento. Me siento
miserable… Me estaba volviendo loca. No sé ni qué decirte… Perdón…
¡Perdón!... Mil veces perdón… Tenía que verte para decírtelo. No lo
podía soportar más. Me escapé de casa para venir hasta aquí. Lo
siento, Adrián… Lo siento… –dijo, hasta que sus ojos inundaron su
boca y obstaculizaron el habla.
- Claudia, levántate. Aquí tienes una silla –interpeló Javier,
acercándole una.
El corazón de Adrián despertaba muy lentamente del letargo
penitenciario. Todavía no estaba preparado para semejante vehemencia,
para semejante despliegue sentimental. Claudia se sentó a la mesa. Javier
cavilaba en cómo reaccionaría su hermano. Los del bar no pensaban,
simplemente seguían a la espera de acción. Tras un breve y ensordecedor
silencio, Adrián dijo:
- Tú por aquí, Claudia… Cuánto tiempo… Hace una eternidad que pasó
todo, ¿no crees? … Quizá sea mejor que lo dejemos ya, en paz… Hoy es
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mi primer permiso. Mi hermano ha venido a verme… Espero coger
fuerzas para el futuro… no volver al pasado. Te agradezco que hayas
venido, pero será mejor que te vayas cuanto antes. No te preocupes
por mí.
Claudia había sacado un pañuelo del bolso y gemía y sollozaba como
un niño tras él. A duras penas consiguió hablar entre suspiros y gemidos:
- Claro, Adrián… Bastante daño te he hecho ya... No pretendo ser una
carga para ti ahora… Lo siento mucho. Muchísimo. No sabes cuánto…
Hasta siempre.
Cuando se marchó, su rostro estaba anegado por lágrimas de
manantial, mostrando sinceras, bellas y fútiles arrugas de sufrimiento.
Sus hermosos ojos parecían marchitar y su corazón hacía palpitar el
firmamento. Adiós, Claudia.
Comenzaron a llover días grises. Uno tras otro. Quizá algún día
escampase y el Sol ocupase de nuevo su trono. Quizá… Por el momento,
David conducía aprisa. Escapaba. No sabía muy bien de qué ni de dónde.
Pero escapaba. Con todo lo ocurrido en el pequeño poblado, jamás hubiera
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podido imaginar que Claudia volviese a aquel maldito coche de alquiler.
Pero allí estaba. A su lado, vegetando. Como un satélite fuera de órbita,
inservible, abandonado a la deriva en el cosmos. Pero resucitaría.
Resucitaría y hablarían de aquello. Volverían a sonreír. Él estaba
dispuesto a perdonar. Pero no, ahora no era momento. Sólo era el
momento de escapar. De surcar la costa hacia el Sur y contemplar las
aguas curativas del mar.
Llegaron hasta Dubrovnik. Una mujer amurallada en una ciudad
amurallada y un hombre incapaz de derribar un muro de papel. Se
alojaron en un pequeño hotel del centro. David animaba a Claudia a salir a
dar una vuelta. A comer en un restaurante. A hablar sobre lo ocurrido. A
comprar algún souvenir. A hacer nuevos planes de viaje. Ella permanecía
sentada en la terraza hipnotizada por el mar eterno. Las olas venían a
llorar a la costa, como ella. Los rayos solares no hacían sino magnificar
aquella agonía. Una y otra vez. David echó un vistazo y quedó encantado
con el color azul verdoso del apacible Adriático. Era como un lago, un lago
donde viven millones de pequeños peces de colores, que apenas cubre
hasta la rodilla en toda su inmensidad.
Al tercer día, tras las constantes peticiones de David, Claudia
accedió a dar un paseo. Caminaron por la fortaleza histórica. Las olas
ahora golpeaban sus puños contra los muros. Gritaban furiosas.
¡Devolvednos la tierra! ¡Largaos de aquí, intrusos!
Había muchos turistas. Todos paraban en los mismos sitios para
hacer las mismas fotos. Las instantáneas acabarían en un salón de Tokio,
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en un dormitorio de México Distrito Federal o en un desván de Ningún
Sitio. Se sentaron en una terraza sobre el empedrado. David pidió una
cerveza y Claudia un té.
Claudia aparentaba estar más despabilada. Sus omóplatos renacían
de nuevo y el cuello parecía estirarse de nuevo. Era más bien despecho,
pero a David le sirvió y aprovechó el momento para abordarla.
- Claudia… cariño… ya estás algo mejor, ¿verdad? –susurró, y le
acarició la mano.
- Sí, David. Gracias… voy mejor…
- Bueno, está bien… me alegro… si quieres, nos quedaremos unos días
más aquí… esta ciudad es muy bonita…
- Como quieras… –contestó mientras observaba a un grupo de
turistas orientales que seguían fielmente una banderita que ondeaba
en la mano de un guía.
- Ay… Claudia… cuando te encuentres mejor… con fuerzas… me
explicarás… no paro de pensar en todo lo que ocurrió en aquel
pueblo…
- Staranzano –apuntó Claudia.
- Eso, eso… Staranzano –quedó pensativo David un segundo-. Pues
como te decía… algún día me explicarás todo aquello… el dejarme ahí
tirado… y luego con esos hombres… en el bar… ¿qué paso?... era tu
amante, ¿verdad?... quedaste con él… pero te rechazó… tuviste que
volver… no te quedaba otra… Yo te acogí, porque te quiero. Estoy
dispuesto a perdonarte, Claudia. Eres un tesoro y te voy a cuidar…
115
Cuando reúnas fuerzas… quiero que me expliques lo que pasó allí…
quiénes eran ellos… y toda la historia… cuando tengas fuerzas,
Claudia… Ahora tómate el té, que se te va a enfriar.
Claudia abrió el sobre de azúcar y volcó en la taza todo su
aborrecimiento.
David la miró de soslayo y comprendió que no daría ninguna
explicación todavía. Bebió un pequeño trago de su cerveza. Un leve
sirimiri los devolvió a su habitación de hotel.
No podía soportarlo más, Claudia, a David. Y en aquel reducido
espacio todavía era peor. Su perdón le resultaba ignominioso, sucio. Era
un títere. Una marioneta reserva que espera en casa hasta que algún día
la lleven a la función. Y se va deshilachando, se le caen los zapatos, se le
escapa la peluca, un botón cede y eclosionan sus tripas… Pero ella, la
marioneta, sigue ahí, dispuesta, como un soldado raso. Quizá llegue el día
en que sea protagonista y todos los niños la miren y lloren y rían al verla.
Hasta entonces, feliz y orgullosa de seguir cumpliendo su noble función de
reserva. ¡Patético!
Claudia comenzó su relación con David empujada por la desidia.
Sabía perfectamente que le gustaba. En el trabajo todo eran palabras
suaves, cariñosas. Aun cuando le ordenaba alguna tarea utilizaba una
sonrisa y un ‘cuando puedas’. En cambio, con los demás operarios era
muy serio e implacable. Los trataba como a eternos aprendices. Un día
coincidieron en un bar con amigos, en otra ocasión quedaron a solas y así
echó a rodar la historia.
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Había vuelto a Mallia Automoción tres meses después del
lamentable incidente de Trieste. El psicólogo se lo propuso: ‘así no le darás
tantas vueltas a la cabeza’. Fue bienvenida en la fábrica y los
moscardones revolotearon y zumbaron felices. Pero Claudia ya no
regalaba sonrisas como antes. Los posos emergen cuando se termina el
café. La tormenta tropical se tornó huracán fuerza cuatro y la vorágine
arrasó con toda su fuerza. Odiaba en silencio a su padre por lo que había
hecho y a ella misma por consentírselo. Se veía reflejada en su madre,
siempre a expensas, a la deriva de las decisiones del pater familias. Así
pues, decidió seguir quedando con David y lo utilizó para visitar a Adrián
con la excusa del viaje.
Javier acercaba al ahogado a la playa. Avanzaba a duras penas,
arrastrando aquel pesado cuerpo inerte contra la mar resacosa. Debía
darse prisa. La vida de su madre también parecía depender de que el
ahogado se salvase. Una gran responsabilidad, sin duda. Visitaron plazas,
catedrales, canales, tiendas, restaurantes. Daba igual, el caso era no parar
un momento. Al ver a su hermano engullir espaguetis, Javier se decía
‘coge fuerzas, hermano, te van a hacer falta’.
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El domingo, a las doce del mediodía, Adrián era engullido a su vez
por la puerta metálica de la prisión. Ya no parecía tan grande, ni tan
metálica. Javier se quedó mirando a su hermano hasta que desapareció.
Sintió tristeza, pero una tristeza suavizada por las buenas sensaciones del
fin de semana en Venecia. Quedaban esperanzas. La esperanza de que el
ahogado reviviría tras una fuerte sacudida y escupiría toda su pena en la
playa.
Entró en el apartamento sobre las once de la noche. Saludó a su
padre con dos besos, anunció que había visto bien a Adrián y preguntó por
mamá. ‘Peor’ fue la respuesta. Javier accedió al dormitorio y la saludó con
un beso en la frente.
- Mamá –dijo, mientras le acariciaba el cabello-, Adrián está bien. El
fin de semana le ha sentado genial. Ahora comienza a ver la luz. Tiene
mucha fuerza, ya lo sabes. Enseguida le quitarán la prohibición de
salir del país y en un par de meses te lo traeré. Te lo prometo.
- Ay… hijo mío... –suspiró su madre-. Dios te oiga… Yo no puedo más…
Estoy muy débil. Creo que me estoy muriendo.
- No digas eso, mamá… por favor… Mañana por la mañana vamos a ir
a dar un paseo por la playa. Tienes que salir del apartamento. Pienso
llevarte a rastras si te niegas… Te tiene que dar el sol… Ya verás qué
bien te sienta. Y luego nos iremos a comer a un restaurante.
- Ay… hijo mío… –concluyó su madre y giró su cabeza hacia la
ventana.
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Martina tenía peor aspecto. Su rostro exangüe y amarillento
contrastaba con el blanco e impoluto almohadón. Su extrema delgadez
seguía empequeñeciendo su boca, rodeada de finísimas arrugas. Sus
dientes parecían hacer cada uno la guerra por su cuenta y su barbilla
puntiaguda apuntaba al cabo de Buena Esperanza.
Sigan la costa del Mediterráneo hacia el Este. Paren en Dubrovnik.
Claudia no soportaba más a David. Apenas se soportaba a sí misma, así
que decidió volverse a casa por su cuenta. David le suplicó por activa y
por pasiva, le instó a cambiar de ciudad, a volver con ella a Zaragoza, a lo
que fuera, con tal de no quedarse allí solo, abandonado.
‘Lo siento, David, pero no aguanto más’ fueron las últimas palabras
que le dirigió y se dirigió hacia el aeropuerto con la intención de tomar el
primer vuelo. Al llegar se plantó con su fiel maleta ante las pantallas de
departures. En aquel instante se le vino el mundo encima. ¿Adónde iba
ahora? ¿A casa? ¿Y qué haría? No soportaba a su padre. Estaba
demasiado cansada de fingir. Se sentía sucia, falsa. Su madre era el lado
femenino de su padre, nada más… ¿Y de nuevo a la fábrica? Ver a David
otra vez… ¡Nunca! David era el símbolo de su desgracia, de su desidia.
¿Qué hacer? ¿Probar una nueva vida en otra ciudad? Llamaría a sus
padres y les diría la verdad. ‘Papá, te odio porque me has amargado la
existencia. Deberías haber escupido en la tumba de Enrico Salieri y
acabaste por meter en prisión al hombre que me salvó de sus garras. ¿Ése
es el sentido de la justicia para ti? El corazón de tu hija es lo de menos. Lo
importante es salvaguardar tu dignidad y la de tu familia. Así sea. ¡Hasta
siempre!
119
Deseó con todas sus fuerzas que el avión se estrellase. Deseó morir.
Iba a menudo al baño. Se miraba en el espejo, se lavaba la cara, tiraba de
la cadena sin utilizar el wáter… Aguantaba la respiración. Ansiaba un
movimiento brusco del aparato, alguna alarma, gritos de histeria… En
aquel pequeño habitáculo aislado del mundo, allí quería morir.
Súbitamente. Una explosión y adiós. Tan rápido ocurriría que ni siquiera
habría tiempo para la despedida. Llueven cenizas de avión sobre el mar.
Hay tiburones esperando. Una gran manada nadando en círculo.
Una vez en Barcelona, Claudia llamó a casa para comunicar que
tomaría un tren y llegaría sobre las diez de la noche. Su padre curioseó
sobre su temprana y repentina vuelta:
- ¿Qué tal, hija mía?... Ha ido mal con el amigo, ¿eh?... Si es que nos lo
tenías que haber presentado… mujer… ya sé que no eres una niña,
pero tu padre sabe de estas cosas y te hubiera dado su punto de vista…
Bueno… ya nos contarás ahora… te esperaré en la estación. ¡Un beso,
cariño! ¡Te quiero!
Aquellas palabras acabaron por hundir a Claudia.
120
O el barrio de Las Huertas había envejecido. O el resto de la ciudad
resultaba más joven, más moderno, más luminoso. Adrián cogió a su
madre de la mano y entraron en casa. Javier y su padre lo hicieron
después. Tras seis años, seis largos años de exilio, la casa rebosaba
amargura. Javier se apresuró a abrir todas las ventanas, así como la
formidable puerta del garaje. La luz penetró por todos los rincones,
haciendo visibles pequeñas nubes de polvo, y el olor a humedad se fue
disipando. Martina se dirigió a la cocina y se sentó, frente a sus fogones.
Adrián, que la acompañaba, conectó la nevera a la corriente e introdujo
un par de cajas de botellines de cerveza y el resto de la comida que traían
del viaje.
- Vamos al salón, anda… mamá –le dijo Adrián, tomándola del brazo.
- Qué pocas fuerzas tengo ya… no me apetece ni siquiera cocinar…
ay… hijo mío –con esfuerzo se levantó y madre e hijo dirigiéronse al
salón.
La televisión, ajena a toda aquella ceremonia de toma de posesión
del hogar, hablaba rápido y alto. Antonio tomó asiento en el sofá y se
quedó observándola como si se tratase de un invento nuevo. Javier
andaba poniendo todo en orden. Cuando la familia se reunió en aquel
apacible salón, el hermano mayor anunció una suculenta comida para el
día siguiente. ‘Corre de mi cuenta’. Lamentablemente, su cuenta ya no era
tan boyante como antaño. Estuvo trabajando en un bar de la playa
durante los veranos y con aquello tiraba todo el año. Antonio hubo de
vender algún terreno, por el que le dieron ‘cuatro duros’, para pagar las
elevadas minutas del abogado de Adrián. A pesar del elevado coste
121
económico, la familia le estaba tremendamente agradecida. Sobre todo
Martina, que se empeñaba en que periódicamente le enviasen regalos,
tales como aceite y frutas y frutos de la huerta mediterránea.
El letrado, el señor Pietro Garibaldi, por fin consiguió la libertad
provisional vigilada de su defendido. Adrián había cumplido ocho años en
prisión. Al tercer año ya le dejaron salir de Italia, y gracias a su buena
conducta y a los numerosos certificados médicos psicológicos positivos,
los permisos fueron cada vez más frecuentes. El juez de vigilancia
penitenciaria italiano accedió por fin a convertir los últimos cuatro años
de prisión en libertad provisional con dos condiciones: Adrián debía
firmar los días uno y quince de cada mes en el juzgado de guardia de
Zaragoza y tenía prohibido salir de su país de residencia hasta el fin de su
condena.
La familia sonrió unida y reunida de nuevo.
- ‘Además, mamá… tú tienes que comer mucho más… que todavía no
estás buena del todo’ –añadió Adrián, tras el anuncio de la comida.
El padre, que con tal de ver bien a su esposa, creía no necesitar
cariños ni carantoñas, se negó a que pagase Javier e impuso su voluntad.
Antonio encargó el banquete en un conocido restaurante de la
ciudad. A la una en punto de aquel domingo estacionó la furgoneta de
catering. El viejo hule a cuadros verdes y blancos que recubría la mesa del
salón se engalanó con suculentos y fastuosos manjares. Adrián y Javier
se encargaron de colocar todo en su sitio, servir las bebidas y conservar
122
los deliciosos helados en el congelador. Su padre regresó de tomar vermú
con sus viejos amigos luciendo en su cara una tierna y contagiosa sonrisa.
Sus hijos le dieron la bienvenida. Sin duda, todo lo vivido aquellos duros
años había limado muchas asperezas de aquel viejo y rugoso corazón.
La comida está lista. Entremeses jugosos con jamón de york
translúcido, croquetas en estado de buena esperanza, ensaladilla rusa
más rusa que la avenida Nevski, carabineros tan rojos y brillantes como la
lava (tan distintos de aquellos otros…), ostras que invocaban a Poseidón,
gambas y gambones que jugueteaban todavía entre las rocas del arrecife,
mejillones que parecían haber tomado demasiado el sol en sus hamacas….
- ‘¿Qué hace tu madre? A esta mujer cada día se le pegan más las
sábanas… Avísala, anda hijo’.
Adrián se dirigió hacia el cuarto de sus padres llamándola. ‘Mamá,
venga… ¡a comer!’. Cuando abrió la puerta, el cuarto estaba todavía a
oscuras. Rodeó la cama y elevó la persiana. La luz que entró de la calle
enfocó el rostro de su madre. Sus ojos estaban abiertos. Miraban fijamente
hacia la ventana. Adrián se extrañó de verla tan despierta y le dijo ‘venga
mamá… que ya está la comida preparada’. Su madre no lo miró siquiera.
Seguía con su mirada aferrada a la ventana. Adrián se extrañó, le
zarandeó las piernas… ‘¡Mamá!’
No obtuvo respuesta. Siguió zarandeando y llamando a su madre,
elevando el tono… ‘despierta, mamá’… ‘¡mamá!’. Se sentó a su lado y le
palpó la cara, aquellos dos ojos seguían terriblemente abiertos, sin
parpadear. Adrián dio suaves bofetadas en la mejilla de su madre sin
123
dejar de gritar ‘¡mamá!’, ‘¡mamá!’. El último grito fue de auxilio. Llegaron
corriendo su hermano y tras él su padre. Aquella madre se los guardó a
todos ellos en el corazón y se marchó para siempre.
- Buenos días, bienvenidos a bordo. Buenos días, bienvenida a bordo.
Muy buenos días, bienvenido a bordo. ¿Qué hay?... buenos días,
bienvenidos a bordo. Buenos días señor, bienvenido a bordo. Buenos
días caballero, bienvenido a bordo. ¿Qué hay señora? Buenos días, sea
bienvenida a bordo.
El vuelo iba completo. Aquellos transoceánicos solían ir hasta la
bandera. Sobre todo en época estival. Tras cerrar las compuertas, a
recolocar el equipaje de mano y contar los pasajeros. Clic, clic, clic, clic.
- Disculpe, tendrá que guardar el bolso en el compartimento de
arriba. En las salidas de emergencia no se permite tener nada en el
suelo. Es un lugar de paso y ha de estar expedito. Muchas gracias por
su comprensión y por su colaboración.
A revisar cinturones de seguridad abrochados y asientos en
posición vertical. Disculpe, no puede utilizar el reproductor de música
124
hasta que se apague la señal luminosa de cinturón de seguridad
obligatorio. Muchas gracias. El capitán manda sentarse a la tripulación,
como en el colegio la profesora manda callar. En marcha. A volar.
- ¿Algo para beber? ¿Quiere un vaso con hielo? De nada. ¿Algo para
beber? No, no hay zumo de tomate. Tiene de manzana, de naranja, de
melocotón y de piña. De nada. ¿Algo para beber? De acuerdo, disculpe
un momento… ¡John! Acércame una botellita de vodka, por favor.
Aquí tiene, señor. De nada.
Tras las bebidas, las comidas. Tras las comidas, las bebidas. Ahora
reparte los impresos de inmigración. El asiento 35B quiere agua. La 49F
una manta. El 29A otro vodka. La del 33F dice que no se ha enterado de
la comida, que estaba durmiendo.
- ¿Qué tal Johnny? ¿Cómo lo llevas?... ¡Me duelen las piernas! –dijo
Claudia mientras tomaba asiento tras una cortina.
- Bueno… ya sólo quedan dos horitas, Claudita… no te preocupes –
contestó su amigo británico en un perfecto castellano-. ¿Y de ánimos?
¿Cómo vas?
- Bueno… Me van a venir muy bien estos tres días en Singapur…
¿Has hecho planes?
- No, no…
- Iremos a pasear y a tomar algo, ¿verdad?
- Claro, Claudita. Imagino que Steve se apuntará también… Espera…
llama el 29A…
- Querrá otro vodka, ya te lo digo yo. Llévaselo sin preguntar.
125
Johnny sonrió, cogió una de aquellas botellas en miniatura y se
alejó. No tardó en volver, palpitando y sonrojado.
- ¿Tú te crees? El tío me ha dicho si pensaba que era un alcohólico.
Sólo quería preguntar a qué hora aterrizamos…
Claudia soltó una carcajada y se disculpó. La señal luminosa se
encendió y observó por el ventanuco. Ahí estaban todos aquellos
rascacielos orgullosos, discutiendo entre ellos y haciendo apuestas de cuál
sería el más fotografiado. ‘Lo siento, chicos, no hay color’ –dijo uno. Ése
uno era el hotel Marina Bay.
El Marina Bay se erigía al otro lado de la bahía, enfrente del centro
administrativo plagado de rascacielos. Miraba a éstos por encima del
hombro. Constaba de tres grandes torres de unos doscientos metros de
altura cada una. En cada torre, cincuenta y cinco pisos con las
habitaciones del hotel. Hasta ahí todo normal. Lo que le hacía único era lo
que coronaba sus torres. Una gran estructura en forma de barco. La proa
sobresalía sobre la torre Norte retando con desprecio a la gravedad y la
popa descansaba en la torre Sur. Allí arriba había un mirador que podía
utilizar todo el mundo (eso sí, pagando), y parques, restaurantes y una
gran piscina sólo para clientes del hotel. Los bañistas tenían a sus
espaldas el universo. Creerse Dios costaba unos tres mil dólares
singapurenses la noche, algo más de mil quinientos euros.
Johnny era un simpático londinense. Rondaba los treinta pero
parecía el hermano mayor de Pippi Langstrump. Pelo taheño alborotado y
rostro salpicado de pecas. Siempre estaba de buen humor y pocas veces se
126
quejaba. Era muy cariñoso a la vez que muy reservado. De toda la
tripulación, sólo a Claudia le confiaba algún secreto. Se puede decir que
eran buenos amigos. Steve se unía a ellos habitualmente. Johnny lo
llamaba cariñosamente Steve Bottle. Claudia, Steve ‘el botellas’. Steve ‘el
botellas’ era de Colonia, la Colonia alemana, no uruguaya.
- Venga Steve, deja ya de beber y vamos para el hotel –le increpaba
Johnny.
- Yo nací en un gran bar, ¿qué quieres? –replicaba Steve.
- Sí… y como sigas así te vas a coger una borrachera más grande que
la catedral de tu gran bar.
- Por ti, querido Johnny –Steve alzaba su cerveza y bebía un largo
trago.
Los simpáticos de recursos humanos lo habían amenazado con el
despido. Cuando Claudia lo veía lavarse los dientes en el avión para
ocultar su aliento, le regañaba: ‘te van a pillar… ¡aquí no!... hay mucho
chivato… ¡no seas tonto!’
Ahí tenemos a Johnny, Claudia y Steve buscando gangas en la Little
India de Singapur. ‘Esto ya no es lo que era’ –decía ‘el botellas’, que era el
más veterano en las aerolíneas.
- ¿Qué estarán haciendo los de Falcon Crest? –preguntó con sorna
Johnny mientras volvían al hotel.
- Pues imagínate… Como siempre. Rebecca y Bárbara estarán
enseñándole el escote al capitán Alexander. Honoré y Andrew dale
127
que te pego en su habitación y los demás comprándose ropa –contestó
Claudia.
Los tres rieron bien a gusto. Aquella noche eligieron para cenar un
restaurante de comida tailandesa.
La muerte de Martina conmocionó a todo el barrio. Un gentío acudió
al entierro. Aquellos tres hombres abandonados ocupaban el primer
banco de la iglesia. Antonio miraba al frente, con rictus de pánico y
Adrián permanecía cabizbajo, alicaído. Javier miraba a ambos y sufría
también por ellos. Pensaba en su padre, le daba la sensación de que no iba
a superarlo; pensaba en su hermano, confiaba en que no se echase la culpa
encima. Se mezclaban aquellas sensaciones de dolor y preocupación en lo
más profundo de su ser. Echó un vistazo en derredor… Para muchas de
las alcahuetas, Adrián no era más que un ex presidiario que había matado
a su madre. No le quitaban ojo, las arpías. Javier hubiera gritado, las
hubiera injuriado, ultrajado y vilipendiado delante de todo el mundo…
pero calló por respeto a su madre. ¡Perras! –se decía iracundo.
128
Los primeros días tras la pérdida fueron tremendamente tristes.
Antonio iba de la cama al salón y del salón a la cama. De vez en cuando
encendía la televisión pero enseguida se cansaba. Decía ‘buenos días’ al
levantarse y ‘buenas noches’ al acostarse. Poco más. Adrián leía y
ayudaba a su hermano en la cocina. Muchas veces comía con el libro
encima de la mesa. Javier los contemplaba abatido. ¿Qué podía decir?
¡Ánimo, familia! ¡Saldremos adelante! No tenía fuerzas. No, le resultaba
imposible. Ni siquiera confiaba en que todo fuese a ir bien.
Comenzó a trabajar de camarero en un restaurante. Sentía la
responsabilidad sobre sus hombros como una mochila rellena de tochos
de obra. Debía sacar fuerzas de flaqueza y mirar hacia delante. Debía
hablar con su padre y animarle a que fuese al vermú y se distrajese. Debía
erradicar del cerebro de Adrián todo sentimiento de culpa. Todos aquellos
deberes para un solo derecho: el de ser feliz.
Y así lo hizo. Antonio volvió de nuevo a su huerta. Las malas
hierbas se habían hecho con el poder como los ciegos malos de Saramago.
Adrián ayudó a su padre con la azada. Algunas veces, tras la dura faena,
padre e hijo se tomaban una caña en el bar. Adrián compró marcos
nuevos para mamá.
- Fíjate qué guapa está aquí. Fue en el setenta y cinco, estaba
embarazada de ti, Javier. No se le notaba nada –dijo señalando una
foto que presidía la mesa de la cocina.
Los hermanos asentían atisbando una sonrisa. Antonio siempre
había sido muy callado y en aquella época comenzó a hablar, y de lo lindo.
129
Anécdotas y más anécdotas relacionadas con su mujer. El viaje de novios
en Santander. Los alumbramientos. ¡Vuestros alumbramientos! Los
champiñones con jamón. Los canelones rellenos de carne. Los canelones
rellenos de escabeche. Las discusiones con la vecina Matilde, ¡menuda
bruja! Las compras interminables en el hipermercado. ¡Menuda lista
llevaba! Y el frío que pasaba durante el invierno. ¡Tres mantas! Una
encima de otra. Javier y Adrián volvieron a la más tierna infancia
escuchando a su desconocido padre. Tras los cuentos se iban a la cama y
dormían en paz.
Un frío jueves de Febrero Antonio durmió para siempre. Los
hermanos lloraron hasta agotar sus glándulas lacrimales. Compraron
nuevos marcos. Volvieron a juntar a papá y a mamá. En su dormitorio, en
el salón, en la cocina, en el zaguán. Ahí estaban, en su viaje de novios, él
tocando su tripa embarazada y ella sonriendo, posando en su boda,
bailando en la boda de unos amigos, en la playa con unos sombreros de
paja… Allí estaban y allí estarían siempre. Gentes de bien que pasan por el
mundo de puntillas y se merecen mucho más que un recuerdo, mucho
más que una oración, mucho más que unas lágrimas o una sonrisa, se
merecen la eternidad. Es vuestra.
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Una apacible noche de verano, los hermanos cenaban sobre el viejo
hule a cuadros verdes y blancos.
- Adrián… He estado pensando… ¿Hasta cuándo debes seguir
firmando en el juzgado?
- El uno de Noviembre, Javier –contestó su hermano rebelándose
contra el mundo y alzando su puño con rabia-. El puto uno de
Noviembre seré libre de nuevo. Me arrancaré estas cadenas que sólo
yo veo.
- No leas tanto, hermano. ¡Hablas cual poeta! –bromeó Javier.
- Ya… ya me entiendes.
- Claro, aunque no lo creas, yo también las veo. Esas putas cadenas.
Sobre eso te quería hablar… Quiero que seas sincero… ¿Lo serás?
- Claro… hombre… a estas alturas…
- Y si… ¿nos marchásemos a vivir a Hanoi? El uno de Noviembre
acaba tu asquerosa prohibición de salir del país. Vayámonos. Sé que
fuiste muy feliz allí el poco tiempo que estuviste. Yo también lo fui.
Nada nos une ya al barrio. Nos llevaremos a mamá y a papá con
nosotros. Les encantará. Papá disfrutará con los arrozales y mamá
con el arroz.
Javier no obtuvo respuesta. Su hermano se levantó de la silla, rodeó
la mesa y lo abrazó. Al mayor se le escapó alguna lágrima que secó con la
manga izquierda de su camiseta.
Explicaron sus planes a la vecina Matilde (la bruja que no era tan
bruja) y le ofrecieron una llave de la casa. ‘Por si pasa cualquier cosa. De
131
todas formas, la iremos llamando. No se preocupe’. Aquella vieja mujer se
alarmó.
- ‘Pero… hijos míos… ¿adónde decís que vais? ¡Si vivieran vuestros
padres no os lo consentirían!
- Si ya hemos estado, señora Matilde... Yo viví unos cuantos años
allá. ¿No se acuerda?
- ¡Ah, sí!… es verdad, hijo mío –dijo rascándose la barbilla-. Ya no me
acordaba… De eso, ¡hace tanto ya!…
- Bueno, no se preocupe… La llamaremos… Cuídese mucho.
La viejecita les ofreció orgullosa su mejilla, ávida de cariños, y
Adrián y Javier le dieron dos besos cada uno. ‘Cuidaros, hijos míos’ –dijo
alzando su mano, y cerró la puerta.
Tras Singapur, de nuevo a Madrid. Luego Calcuta. Después Bombai.
Bangkok. Kuala Lumpur… Claudia se aficionó a la lectura. Proporcionaba
armonía a semejante caos de vida. Johnny y Steve eran ávidos lectores y
la contagiaron. Un día de fiesta estaban comiendo los tres en Madrid, en
una cadena de restaurantes de muerte rápida, en la Gran Vía; Steve
132
recibió una llamada telefónica y salió afuera a hablar. Entró sonriendo
amargamente. Estaba despedido. Fue ansioso a la barra y pidió una
cerveza. ‘Aquí no servimos bebidas alcohólicas, disculpe’.
- ¡Pero a qué clase de sitios me traéis! –chilló a sus amigos delante de
todo el mundo y se largó por patas.
- ¡Como si la culpa fuese nuestra! –replicó Johnny enfadado- ¡Eh!
¿Adónde vas? ¡Vuelve!
Claudia y Johnny lo acostaron en su habitación de hotel, sobre las
dos de la madrugada. Llevaba una trompa más grande que los elefantes de
Calcuta. Sus protectores se miraban y se reían. ‘El botellas’ mascullaba
consonantes incomprensibles. ‘Gracias… quiere decir, gracias. Estoy casi
seguro’ –dijo Johnny a Claudia y se troncharon de risa. ‘Buenas noches.
Te vamos a echar de menos, querido Steve’.
Al día siguiente quedaron a comer. A pesar de la resaca y del
despido, Steve apareció feliz y contento. Juró y perjuró que volvería a
Colonia y no se alejaría de su gran bar nunca más.
- Eso está muy bien… pero aquí y ahora, danos tu palabra de que
tendrás cuidado con la bebida. Ahora en serio, Steve… –suplicó
Johnny.
- Claro, amigos, ¡no os preocupéis! ¡Os voy a echar mucho de
menos!... Brindemos… ¡por última vez! –dijo Steve sonriendo y
quitando hierro al asunto.
133
Los tres amigos chocaron sus copas de vino tinto y el tintineo surcó
la estratosfera.
El uno de noviembre Adrián finalizó su medida cautelar apud-acta.
Tras firmar por última vez en el juzgado de guardia, llamó a su abogado
para explicarle sus planes de futuro y consultarle su actual situación. El
señor Garibaldi le aseguró que en un período máximo de quince días su
expediente sería archivado, pero le aconsejó no salir del país hasta
entonces. Javier, que había comprado ya los billetes, pagando una ligera
penalización, cambió las fechas para finales de mes.
Llegó una carta certificada de Italia el día once de Noviembre. Todo
había acabado. Fin de la condena. Adrián estaba condenado a ser Libre.
Desplegó el folio con fuerza y lo mostró orgulloso ante una gran foto de
sus padres. ‘Papá, mamá, ¡por fin!... Gracias. ¡Gracias!’. Sus padres no
cambiaron sus rictus, pues aquella carta en nada alteró sus sentimientos
hacia su hijo. Adrián lloró de la emoción y aquella noche los hermanos se
emborracharon y conquistaron el mundo.
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Seguía manteniendo Javier contacto con sus dos viejos
compañeros. Olga se había marchado hacía unos años de la empresa y
vivía con su novia en Manhattan. En sus emails siempre se despedía
invitando a sus amigos a visitar la gran manzana, ‘¡vuestra casa está en
la veintitrés con la cuarta!’ –apuntillaba. Carlo seguía en Hanoi, a
primeros de año le habían ascendido y según sus palabras ‘vivía como el
pappa di Roma’. Se alegró muchísimo de la vuelta de Javier, y por ende,
también de la de su hermano. Les ofreció ‘su choza’ hasta que
encontrasen algún piso y le prometió a su amigo que haría todo lo posible
porque lo readmitieran en la empresa.
- Ojalá te contraten, Javier… tuviste que dejarlo por mi culpa… algún
día tengo que compensarte por todo lo que has hecho por mí… pero no
sé cómo…
- No digas eso… por favor Adrián… ¡no digas eso!… Dejémoslo estar.
Tú no tienes culpa de nada. Hemos hablado mil veces de aquello…
Todo va a ir perfecto. Si no me contratan en la empresa no pasa nada,
hay otros trabajos. ¿Te acuerdas de tus repartos en moto?... Nos
buscaremos cualquier cosa. Carlo nos ayudará, es un gran tipo. Tú no
te preocupes porque fuese amigo de aquel bastardo. Cuando le conté
todo lo sucedido, me dijo que el Enrico ése tenía algo oscuro y que
nunca había confiado del todo en él. Sólo eran compañeros de juerga.
A eso no se le puede llamar amistad.
Adrián asintió taciturno y Javier cambió enseguida el tema de
conversación.
135
- Por cierto, tendrás todo preparado ya… ¿no?
- Sí… hace días… por cierto, ¿a qué hora sonará el despertador?
Aquel portazo hizo palpitar a todo el globo terráqueo. Los hermanos
se alejaron caminando mochila al hombro. Adrián, justo antes de doblar la
esquina, se giró y observó por última vez la vieja casa. La ventana del
dormitorio de sus padres estaba abierta… Tragó saliva y reanudó la
marcha.
Boeing 787. Salida en Madrid, avituallamiento en Qatar y meta en
Bangkok. Tres días en la capital tailandesa. Boeing 737. Destino final
Hanoi.
El gobierno del país que hace frontera con Portugal y Francia había
desaconsejado viajar a Tailandia. Los hermanos desoyeron el consejo.
Javier preguntó a Carlo sobre la situación real, ya que su amigo tenía
algún conocido viviendo allá. Tan sólo se trataba de un pequeño brote
revolucionario contra ‘el grandioso’, rey de Tailandia. Protestas callejeras
versus represiones policiales. Ocurría a menudo. Tras los altercados el
rey engalanaba las calles con su ejército y todo el mundo a callar.
136
Bangkok estaba plagado de grandiosas fotos de ‘el grandioso’.
Grandiosas de grandes. Con su madre. Leyendo un libro. De traje militar.
Montando un elefante. Con un bastón milenario. Sentado en un gran sillón
de mimbre. Con unos niños. Sonriendo. Desafiante. En un cartel de
carretera. Tapizando una fachada. Colgando de las farolas. A la entrada
de un templo. A la salida de un templo. Adrián sacó la cartera para pagar
los cafés. ¡Ahí estaba de nuevo! Más serio, más joven… en sus fotos más
preciadas.
A pesar de las considerables distancias entre los lugares de visita
obligados, los hermanos decidieron ir a pie. Cientos de tuc-tuc intrépidos
revoloteaban en busca de billetes. Javier y Adrián rehusaban sus
servicios negando con la cabeza. A mediodía, los hermanos se sentaron en
un parque a descansar. Una clase de aerobic al aire libre los entretuvo un
buen rato. La coordinación del grupo era tan caótica que parecía
coordinada en el caos. Una viejecita con un chándal rosa bailaba tras unos
setos como invocando al demonio. La pobre mujer atraía todas las
miradas de los transeúntes, de ahí lo de su refugio. Una cadena musical,
gris metálica, destartalada, rabiaba en el suelo. Sus dos pequeños bafles
incorporados gemían histéricos con las venas hinchadas. La profesora
vestía de camuflaje, pero no para camuflarse, precisamente. Le
importaban un pimiento sus alumnos. Ella bailaba a cámara rápida. Los
demás parecían ir rebobinando. Allí arriba no gustó el espectáculo porque
se nubló rápidamente y comenzó a llover.
Los hermanos Azcona se alojaban en Khaosan Road, la que llaman
‘calle de los mochileros’. Un mercado que late de día y vibra de noche. A
137
ese ritmo, parece mentira que todavía no le haya dado un infarto. Aquel
sitio te da semejante abrazo de bienvenida que te estruja. Allí las razas y
las nacionalidades no entran, te esperan fuera. Pero cuando te marchas,
se te echan encima de nuevo irremediablemente: vuelves a ser blanco y
alemán o negro y camerunés. Sus alcantarillas esconden bares
subterráneos. Cuando las cucarachas se ponen demasiado bolingas ahí
abajo, el barman las echa a la calle. Y beben de lo lindo, se las ve
deambular, a esas granujas, haciendo millones de eses. Además, les entra
el apetito con la borrachera, como a los humanos. Adrián y Javier,
sentados en un puesto de comidas, taconeaban insistentemente y
susurraban ‘psscchh’, con el objetivo de espantarlas, pero ellas no
hablaban y no les hicieron ni puto caso. Los humanos acabaron por
llevarse las cucarachas, digo, las hamburguesas en la mano para
comérselas camino de la pensión.
En el taxi dirección al aeropuerto, Javier recibió una gran noticia
en forma de llamada telefónica.
- Lo he conseguido, sí… Javier… ¡sí! –comenzó diciendo Carlo.
Uno de los comerciales que tenía a su cargo se largaba el mes que
viene. Carlo propuso a Javier como sustituto y los de arriba aceptaron.
Era como empezar de nuevo, con el sueldo más bajo, pero, al fin y al cabo,
un bálsamo de alegría. Javier se lo agradeció insistentemente y Adrián
sonreía como si aquella conversación telefónica le estuviese haciendo
cosquillas en la nuca. Tras la llamada siguió el cosquilleo. Ahora se
trataba de su conciencia, estaba centrifugando.
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Claudia y su inseparable Johnny disfrutaban de unas pequeñas
vacaciones; ocho días, nada más y nada menos. Alquilaron un pequeño
estudio para la ocasión, pues les resultaba más familiar que los dichosos
hoteles. Dennis White, californiano, alto y robusto como una secuoya,
azafato de vuelo en unas aerolíneas del Pacífico, aprovechó sus cuarenta y
ocho horas libres para visitar a su novio. Claudia se excusó casi todo el
tiempo para dejar a los chicos que hiciesen lo que tuviesen que hacer.
Cuando se estaban despidiendo, Claudia advirtió en sus acalorados
rostros, en sus pómulos abruptos y en sus mejillas deprimidas, una cosa
que no habían hecho: comer, alimento. John y Dennis llevaban tres años
de relación, mucho más corpórea que sentimental.
139
El mausoleo de Ho Chi Minh se encuentra en una vasta explanada
algo retirada del fragoroso tráfico. El gran panteón se erige sobrio,
compactado en fulgentes bloques de mármol. Varios soldados de esos que
ni parpadean ni parecen necesitar párpados hacían guardia bajo la atenta
mirada de una espectacular bandera que culebreaba al viento. Un fino
mástil la acercaba hasta el Sol de mediodía. Éste jugueteaba con la
bandera allá arriba. Adrián paseaba sin rumbo fijo, reubicando en su
memoria todos aquellos rincones, que parecían recuerdos de su más
tierna infancia, la sempiterna infancia que provoca la completa
asimilación de la madurez.
La plaza del mausoleo del tío Ho estaba cuasi desierta; sin embargo,
su atmósfera era densa, sepulcral. Los posos de las almas. Adrián se
disponía a dar media vuelta cuando se fijó en una mujer que, sentada
sobre un escalón que separaba la zona pavimentada del jardín, mecía un
libro sobre sus manos. Agachó descaradamente la cabeza, no para ver su
rostro, ni mirar bajo su falda, sino para fisgonear el título o autor del libro.
Ella advirtió la presencia y se irguió. Su frondoso pelo dorado ondeó y sus
ojos chispearon. Cuando descubrió que era Adrián quien la observaba,
Claudia arqueó sus cejas, sorprendida.
Tras los saludos entrecortados, ella le explicó lo de su trabajo de
azafata de vuelo y él le comentó que había vuelto junto con su hermano
para quedarse. Claudia propuso ir a tomar un café. Adrián aceptó. Ella
había cambiado. Su apariencia era más serena, sus palabras más firmes.
Parecía tener más seguridad en sí misma. Bajo sus ojos verdes asomaba el
alma. El verdor era símbolo de verdad, no de esperanza. Y a pesar de la
140
intensidad, su mirada no era penetrante, sino tibia, suave. Sus labios rojos
rellenos de carne contrastaban con la palidez de su tez. Adrián observó
los mismos pómulos vehementes que vio tras las cristaleras de aquel bar
en Trieste. Vestía con ropas anchas estilo oriental, ella. Una vez sentados
en el bar, Adrián preguntó por el libro que aguardaba en el bolso. La
Divina Comedia. ‘Vaya’ –pensó Adrián, recordando que se le atragantó
bastante en su día.
- ¿Dónde estás? ¿En el infierno, en el purgatorio, o en el paraíso? –
preguntó, señalando la obra.
- En el paraíso… –contestó ella mirándole fijamente, y tras un breve
silencio prosiguió- ... Estoy acabándola ya…
Tragó saliva Adrián ante aquella impetuosa mirada y desvió la suya
hacia el café. Bebió. Cuando regresó, la mirada de Claudia seguía ahí.
Adrián se sintió algo perturbado y volvió a su café. Cuando cogió la taza
para llevársela a la boca, fue entonces cuando Claudia comenzó a hablar.
Habló como si llevase aquellos nueve años ensayando el discurso. Habló
en directo ante las televisiones de todo el mundo, en horario de máxima
audiencia.
‘Lo siento, Adrián. No te puedes imaginar cuánto lo siento. Me
siento responsable, culpable de tu sufrimiento. Antes te he visto sonreír y
casi se me sale el corazón del pecho. Fui una cobarde, me dejé llevar por
el miedo. Jamás me lo perdonaré. Nunca dudé de ti, de que eres una buena
persona. Me libraste de aquel miserable, quién sabe si me hubiera
matado… quizá sí. Me libraste, Adrián. Te lo debo, siempre te lo deberé.
Cada día de mi existencia te digo gracias, gracias por lo que hiciste por mí.
141
Sólo por mí, en un acto de bondad que te honra y te honrará siempre. Odié
a mi padre por convencerme de destapar todo aquello, odié a mi madre
por bailarle el agua. Hoy y aquí, en la distancia, los maldigo por lo que
hicieron pero ya no los odio, entiendo que intentaban proteger a su hija.
En cambio, sigo odiándome a mí por ello, la culpa fue sólo mía. No tuve
fuerzas… Adrián… no tuve valor para dar un puñetazo encima de la mesa
y gritar ¡basta ya!... Comencé a salir con David, uno de los encargados de
Mallia… David García… ya sabes… Lo utilicé vilmente para escaparme e ir
a verte el día de tu primer permiso. Lo supe por el abogado de mi familia,
lo llamaba frecuentemente para preguntar por ti, a escondidas de mi
padre. Pensé en quedarme allí contigo, residir en aquel pueblo y esperar a
que salieses de prisión. Esos eran mis planes. Pero, al verte, supe que
regresar al pasado sólo te haría más daño. Me hundí. Tras lo de
Staranzano decidí emanciparme, no soportaba a mis padres. No soportaba
a nadie. Me fui a Madrid y comencé con lo de azafata de vuelo. Aquello fue
como una medicina. Viajar de aquí para allá, semejante ritmo de vida, no
me dejaba tiempo para darle mucho al coco y me vino bien. También
conocí a gente muy maja. He hecho muy buenos amigos que me han
enseñado muchas cosas. Y ahora, fíjate, qué vueltas da la vida. Estoy aquí,
en un bar, en Hanoi, contigo, soltándote todo este rollo… No sé, Adrián…
No te pido nada, no suplico tu perdón pues no lo merezco, ya te lo dije en
Staranzano aquel día. Ya has hecho bastante por mí, me has escuchado.
Gracias’.
Estaba llorando Claudia. Comenzó a llorar con el primer ‘lo siento’.
Aquella fuerza interior le permitió continuar hablando a pesar de sus
142
lágrimas. Lágrimas de manantial. Durante la plática, Adrián, desbordado
de emociones, apenas la miraba a los ojos. Cuando ella pronunció el último
‘gracias’, sus miradas se reencontraron de nuevo y en aquel mismo
instante se paró el tiempo
Aquel primer café se repitió y se convirtió en cena. La cena pasó a
ser comida y tras el café de la sobremesa Claudia se marchó. Vuelta al
trabajo. Adrián los acompañó al aeropuerto, a ella y a Johnny. Johnny le
cayó muy bien. Ese tipo de personas tan simpáticas y joviales no pueden
caer mal a nadie. Claudia deseó suerte a Adrián con el trabajo de
repartidor y le pidió que tuviese cuidado con la moto. Adrián lo agradeció.
- ¡Buen viaje! –exclamó desde la zona de espera de la terminal.
Johnny se despidió con un gesto y Claudia se giró y lo miró. Otra de
aquellas miradas. Adrián asintió con la cabeza, sonrió, se dio media vuelta
y se fue. Tras los arcos de seguridad los azafatos secretos tomaron asiento
con el resto de los viajeros.
- Si no lo quieres tú, me lo quedo yo –dijo Johnny, luciendo una pícara
sonrisa.
143
- Tú ya tienes lo tuyo, acaparador –contestó ella, dándole un codazo
cariñoso.
Los hermanos se emanciparon de Carlo. Encontraron un pequeño
estudio, muy parecido a aquél de otrora, sólo que éste algo más alejado del
lago. Casi diez años después, ambos se reengancharon en sus antiguos
trabajos. Adrián volvió a recorrer la ciudad en moto con bultos tan
grandes como la ciudad. El gran Río Rojo seguía igual de marrón que
siempre. Nada había cambiado. Las mismas caras. Los mismos cafés con
leche condensada. Las mismas sonrisas traviesas. Lo único diferente,
quizá, era que alguno había echado panza o se había dejado bigote.
Realmente parecía como si le hubieran estado esperando desde el día en
que se marchó, inmóviles, como leones en mitad de la noche en la sabana.
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TERCERA PARTE
Yo estaba sentado y leía. Mi portátil descansaba en la mesa, bajo el
viejo hule a cuadros blancos y verdes. Javier escuchaba tumbado en el
sofá. Una vez acabé, me dijo: ¿Y ahora qué vas a hacer? Yo contesté que
no sabía muy bien. No sé, no sé… carraspeó mi hermano. La verdad es que
aquella historia parecía demasiado típica. Reconciliación y amor eterno.
No, ¡de ninguna manera! Me dije a mí mismo: si quieres ser original no
puedes acabar así. Javier me miraba, desconfiando de mis dotes de
escritor. Me gustó más aquel relato sobre el hombre rojo, me dijo. Yo le
agradecí de mala gana la atención prestada y salí con León a dar una
vuelta por las huertas. Mi padre, en el patio, separaba los melocotones de
las pavías y los melones de las sandías, me preguntó adónde iba. Voy a
sacar un rato a León, papá, dije. De acuerdo, me contestó, cuando vuelvas
tendrás todo preparado para que te lo lleves a casa. Aquel hombre bueno,
junto con su buena mujer, nos hacían la compra semanal a Claudia y a mí.
Sólo teníamos que pagar papel higiénico, leche o alguna tontería de
primera necesidad. El grueso corría de su parte. Con aquellos hombres
gobernando no hubieran existido las guerras. Mis padres adoraban a
145
Claudia, al igual que mi hermano. Yo los adoraba a todos ellos. Aunque, a
veces, para hacerme el duro, no les diera ni un beso.
León acabó de mear y me miró. Yo me agaché y me acerqué a su
cara. Lo siento, Leoncito, he acabado contigo en mi novela, le dije,
mirándole a los ojos fijamente. Él me relamió la mar de contento. Le
importaba un bledo mi novela.
También me sentía mal por haberle restado humanidad a mi padre,
en mi novela. Con lo bueno que era. Él y su gazpacho. Además me lo había
cargado también. ¡Joder, qué cabrón soy!... Pero era una novela, ¿no?
Podía hacer lo que quisiera. Además, seguramente no la leyera nunca, mi
padre. Ni siquiera yo sé si seré capaz de acabarla. La había mandado unas
cuantas veces al carajo… a la papelera de reciclaje, de mi ordenador. Si no
llega a ser por Claudia, la hubiera eliminado para siempre. ¿Está seguro
de que desea mover este archivo a la papelera de reciclaje? Sí. ¿Está
seguro de que desea eliminar este archivo de forma permanente? Ahí es
cuando dudaba. Entonces se me aparecía Claudia, en forma de gnomo,
correteando por entre las teclas del portátil, se apoyaba en la pantalla, me
miraba desafiante y me decía con voz de pito. ¿Otra vez? ¡Te he dicho que
no lo borres! ¡Que está bien! Acaba la historia, tú acaba la historia.
Después ya pulirás los detalles. ¡Ay! ¡Cabeza de alcornoque! Y deja de
echar para atrás y volver a la primera hoja. Has cambiado eso mil veces.
¡Te vas a volver loco! Con eso de que los cafés y las cervezas te ayudan a
inspirarte… ¡te va a dar un infarto y me vas a dejar aquí más sola que la
una! ¡Y ni siquiera estamos casados, ni nada!
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Yo le había dicho mil veces dónde debían llevar mis cenizas. A veces
le preguntaba… Claudia, ¿te acuerdas dónde has de llevar mis cenizas? Sí,
me decía. Por un barrio de Nueva York, ¿no? En la casa de algún escritor
o algo así. Sí, sí, cariño, decía yo. Ya me veía muerto y con entierro formal
en la iglesia del pueblo. Todas las viejas cotillas en casa y mis pobres
padres y mi pobre hermano velando mi cuerpo. Un cristo colgado en la
pared mirándome y gritándome: ¡Ateo! ¡Te jodes! Ahora te mueres y
adiós. ¡Desapareces para siempre! Si hubieras creído en mí te llevaría
conmigo al paraíso. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No se te está mal! Además, leíste ‘El
Anticristo’, de Nietzsche: estabas sentenciado.
Yo tenía todo el tiempo del mundo. No le podía echar la culpa al
trabajo, a que estaba tan cansado que no tenía esa chispa para la
imaginación. No, no le podía echar la culpa a nadie. Sólo a mí. Claudia era
una supermujer. Estudiaba y trabajaba. Digamos que volvió a estudiar
porque no le gustaba nada su trabajo. Estaba hasta el cogote de aguantar
a su emérito padre en la agencia de seguros que tenía desde tiempos
inmemoriales. Ella quería ser profesora. Ella sería lo que quisiese, con
semejante fuerza. Yo dormía muy bien por las noches. Quizá, cuando
sonaba una sirena en la calle, ella vistiese su desnudez con su disfraz de
superhéroe y se lanzara por la ventana. Mírame ahí, babeando. Mientras,
Claudia llegaba sudorosa de instalar el bien en el planeta. El escritor, en
paro, y con la imaginación también parada, babeando. Qué triste.
Una cosa que no se me puede negar es empeño. Que conste que yo
me levantaba con Claudia. Madrugaba. Un escritor madrugando no pega
mucho, pero yo tengo que ser yo, distinto a ellos. Tomaba café con ella en
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casa. Doble de café. Ella se largaba a revolotear por la ciudad y yo me
quedaba para siempre. De la cocina al salón, del salón al baño, del baño a
la mierda. A veces me faltaba la respiración y me bajaba a dar una vuelta.
Volvía como si hubiese inspirado el Pirineo, con montañas y todo, me
sentaba delante del ordenador y abría el documento de texto donde se
escondía mi novela, o el amago de ella. Avanzaba hasta la última página,
pues es ahí donde hay que seguir escribiendo. Aquel espacio en blanco me
volvía loco y retornaba a la página uno. Sí, ahí estaba. La primera frase.
La primera frase es fundamental. En eso me apoyaba, mi primera frase
era buena. Tenía que conseguirlo. El crítico que leyese esa primera frase
diría: veamos, este tipo parece interesante. Yo seguía leyendo, en mi papel
de crítico. Y cuando llegaba a la cuarta página me decía: uy, uy, uy…. el
crítico igual no hubiera llegado hasta aquí. Así que a recapacitar. Me
preparo un café. Doble. Eso despeja de lo lindo. Antes de las comidas me
tomaba una gran pastilla amarilla de vitaminas, de esas que alimentan la
mente, buenas para los estudiantes en épocas de exámenes. No sé si se
trataba porque yo no era estudiante, o porque no estaba en época de
exámenes, pero a mí no me hacían efecto. Ni siquiera el placebo. ¡Ni
siquiera!
De todas maneras las seguía tomando. Por si acaso llegaba lo bueno.
Claudia solía llegar a casa sobre las ocho de la tarde. Yo la esperaba
ansioso. Antes de cenar le leía lo escrito durante el día. Ella me escuchaba
atentamente. Yo leía y la miraba. La miraba y leía. Quería destripar su
cerebro, adivinar qué efecto tenían mis palabras en él. Cuando leía algo
que yo creía bueno y ella no cambiaba ni un ápice su rictus, le decía: es
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bueno, ¿eh?, ¿no te parece? …lo pillas, ¿no? Sí, sí, me decía ella, ausente.
Acababa la lectura. A veces me comentaba… ¿cuántas horas has estado
escribiendo? Yo contestaba orgulloso: pues casi siete. Como diciéndome,
me lo estoy currando, voy a llegar a ser un gran escritor. Ella me miraba
amorosamente y me decía: poco has escrito para tanto rato… ¿no habrás
estado revisando las primeras páginas? Ahí. Ahí la tenéis. El gnomo… ¡el
gnomo cabronzuelo! Claudia, cariño, decía yo, estoy intentando ser
escritor, muchos escritores se tiran dos o tres años para escribir una
novela. Yo sólo llevo un par de meses.
La verdad es que debía darme prisa. Me quedaban seis meses de
cobrar el paro. Mi intención era ganar un concurso. Por si acaso, jugaba a
la lotería, pero sólo por si las moscas. Sin duda, tarde o temprano ganaría
un concurso. Sí, señor. Con el premio iría tirando. Llegarían más novelas.
Mucho mejor que la primera, por supuesto. Las editoriales llamarían a mi
puerta. Voy, ahora bajo. Tomaríamos café. Ellos pagan. ¿Quiere algo más
Adrián? ¿Unos churros o algo? No… no, muchas gracias. Pues nada, ya le
hemos expuesto nuestras condiciones. Le damos tiempo para que
recapacite. No haga caso de otras que le prometen el oro y el moro, que ya
sabe usted que no es oro todo lo que reluce, tenga cuidado con las
cláusulas en letra pequeña, ya sabe. Esto de los negocios dista mucho del
arte. Claro, claro, respondería yo, descuiden.
Subiría a casa corriendo. Tenía la primera frase para mi nueva
novela: ‘El arte de los negocios es al arte como los negocios a Sartre’. Sí,
ahí estaba. Bueno, ¡muy bueno! Sartre declinó el Nobel, pasaba del dinero
y de los negocios. De buten. Intenté seguir aquella primera frase y me
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invadió de nuevo el espacio en blanco. Me escondí en la cocina y me
preparé un café. Doble. Encendí la radio, radio clásica siempre
sintonizada. Surgió de la nada el vozarrón de un barítono y me dio un
susto del copón. La apagué corriendo. La volví a encender. Un buen
escritor escucha música clásica. A mí me gustaba, sobre todo el sonido del
piano. Pero las óperas no, por Dios, ¡no! De acuerdo, no pasa nada. Yo
crearía mi propio estilo. Escucharía jazz, bandas sonoras viejas, Bernard
Herrmann y compañía. No debía seguir cánones. El objetivo es ser
diferente, crear escuela como Pushkin. Pensé en mi segunda primera
frase de novela. Quizá debería acabar la primera novela antes de
comenzar la segunda. Sí, todo el mundo estaba de acuerdo en eso, por lo
menos, los de la radio, pues se oyó un estruendo final y acabó la ópera.
El silencio me sobrevino con un titular: Escritor de primeras frases
de novela. Ése era yo. Sólo valía para eso. ¿Por qué no haber nacido
vagabundo? ¿Haber sido criado por una prostituta? ¿Participado en
alguna de las grandes guerras? ¿Viajado por todo el mundo en busca de
tesoros? Habría plasmado mis vivencias reales en papel sin necesidad de
inventarme nada. Por tanto, no me quedaba otra que tirar de imaginación.
Sólo sabía lo que había leído. Que era mucho. O quizá no tanto. Así que,
sentado en la cocina, abrí el libro y seguí leyendo. De vez en cuando,
alguna frase descomunal y magnífica me tiraba de la silla. Yo ahí abajo en
el suelo. El libro sobre la mesa, me miraba, me señalaba y exclamaba: ¡Yo
soy el escritor! ¡Tú el espectador! ¡Ni lo intentes!
Después de cenar, me ponía a buscar concursos de literatura como
un loco buscador de concursos de literatura. Menuda cuadrilla de
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quisquillosos. Lo quieren a doble espacio, encuadernado, en A4, más de
doscientas páginas, mecanografiado. Vaya... Abría mi documento. Control
E. Cambiaba el tamaño de página: A4, seleccionaba. De repente las ciento
treinta y seis páginas se convertían en setenta y ocho. ¡Pero bueno! ¡Qué
ofensa! Me sentía vilipendiado, ¡mis páginas!, todo mi esfuerzo,
desaparecían, volaban, ¡en décimas de segundo! Adiós al trabajo de varias
semanas. No, no, de eso nada. En ningún sitio hacen constar en las bases
del concurso el tamaño de la letra. Control E de nuevo. Tamaño dieciséis.
Volvía a tener un número interesante, de páginas. Claudia, que leía un
libro a mi lado en el sofá, me miraba de vez en cuando. Sabía
perfectamente lo que estaba haciendo, la granuja. Ella no decía nada. Sólo
ponía su libro al lado de la pantalla de mi ordenador. En una ‘o’ de las
mías parecía entrar una página entera de las suyas del libro. Una imagen
vale más que veintinueve mil trescientas ochenta y una palabras.
Entiendo, entiendo, me decía a mí mismo y cambiaba el tamaño de letra.
Buscaba otro concurso. Sí, ¡sí!... ¡ése!... con un premio más goloso, parece
interesante… pero, ¡vaya!... acaba el plazo de inscripción el mes que
viene. Bueno, he de darme prisa.
Aquella mañana no tenía nada de especial. Claudia se marchó y yo
me quedé en casa. Miré por la ventana. El programa funcionaba
perfectamente. Semáforo verde. Amarillo. Rojo. Trabajadores: ¡todos a
sus puestos! Luces, cámara y acción. Yo, el pequeño virus, insignificante,
viendo todo aquello desde mi guarida. Me dejaban mirar. Me conocían, su
sistema de seguridad me tenía localizado. ¡Menudos antivirus tienen esos
ejecutivos de alta gama! Yo tenía el mismo peligro para ellos que el poder
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de destrucción de un moco. Mi destino sería la inclusión en su sistema o el
suicidio. Nada más. Sigue, sigue mirando por la ventana. Escribe, si tienes
huevos.
Total, que pensé en llamar a mi madre. Había cambiado el tiempo.
Se lo haría saber. Mamá: he escuchado que va a cambiar el tiempo. ¿Qué
te parece? Cogí el teléfono y marqué. De fijo a fijo sale gratis. Hablar por
teléfono gratis, ¡menudo invento! Por algún lado me lo estaban cobrando,
pero disimulaban bien esos cabrones. Total, que no había nadie. Bueno,
habrán ido a hacer algo. Luego llamo. Contemplé mi ordenador portátil.
Ahí con la boca cerrada, durmiendo, encima de la mesa. Parecía estar
muy a gusto y me supo malo despertarlo. Me bajé a comprar pipas.
Comprar pipas era toda una odisea. Significaba bajar los cuatro pisos
andando, pues no teníamos ascensor, ni bajador. Salir a la calle.
Atravesarla, a elegir, por el ceda el paso reglamentario o al libre albedrío.
Entrar en el supermercado. Coger las pipas. Pagar. Enseñar la tarjetita de
descuento. Decir adiós y gracias. Salir de nuevo a la calle. Volver a
atravesarla, a elegir. Entrar en el portal y subir los cuatro pisos al galope.
Cuando llegué a casa con el paquetón de pipas estaba algo destemplado.
Decidí llamar a mi madre para contarle lo del cambio de tiempo. Nada,
tampoco nadie al otro lado de la línea. Algo iba mal. Llamé a su móvil,
desde mi móvil. Al tercer tono colgué, pues no pretendía importunarla, ni
que me saltara el contestador... Me llamó al momento. Estaba desolada,
casi no podía hablar. Me pasó con mi padre. Desolado también, pero
enfadado como un mono. Estaban en el veterinario. León se le ha
escapado a tu madre en el paseo matutino y lo ha atropellado un camión.
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¡Qué me dices!, exclamé, aterrado. Sí, hijo, sí. Lo están operando ahora
mismo de urgencia. Parece tener muy mala pinta, el asunto. Tiene
dañados órganos vitales. Estamos esperando noticias. Mi padre estaba
rabioso. Bueno, tranquilo, todo saldrá bien. ¿Javier lo sabe?, pregunté.
Está trabajando, no sabe nada, acaba de ocurrir hace media hora. Voy
para allá. Llego enseguida.
Nada. No hubo nada que hacer. El pobre León atropellado. Muerto.
Nadie lo podíamos creer. Mi madre estaba destrozada por la pena y la
culpa y mi padre por la pena y la rabia. Yo estaba también muy
compungido… me sentía muy mal por haberlo liquidado en mi novela a las
primeras de cambio. Pero bueno, ¡qué clase de broma del destino era ésa!
Total que mi padre enterró a su amado can en su huerta. Lo acompañé.
¿Vas a poner una cruz o algo?, inquirí. Él no me contestó, desenfundó una
caña de la empalizada de un ribazo y cuando se disponía a clavarla en la
tierra le paré los pies. ¡Alto, papá! No seas así, hombre, mamá es muy
cristiana, aunque sea por ella, ponle una cruz o un algo. Mi padre accedió
de mala gana, cortó una caña y la ató con una liza a la otra. Ya teníamos
cruz. Alabado sea Dios y todos los santos apóstoles del universo. Descansa
en paz, Leoncito.
Cuando llegué a casa releí el párrafo de la muerte de León en mi
novela. Estaba dispuesto a eliminarlo. Pero me gustaba. Me parecía
gracioso. Y además, el horno no estaba para muchos bollos; si quitaba más
páginas, a finales de año podría presentarme al concurso de
microrrelatos. No era cuestión, así que decidí mantener mi muerte y mi
entierro, de León.
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Por la noche se lo conté todo a Claudia. Llamó a mis padres, para
dar el pésame. Ella pasaba bastante del perro; cada vez que llegaba a casa,
lo saludaba y poco más. A mí no me lo decía, pero creo que le daba algo de
repelús, pues el Leoncito era más guarro que la Lucía Pina. El caso de
Lucía Pina, quizá no lo conozcan mis queridos lectores… Lucía Pina, según
decían los viejos del lugar, era una viejecita tan guarra tan guarra que
hacía figuritas con su propia… Ya imaginan con qué… Pues no acaba ahí la
historia, porque también se decía que luego se comía las cabezas, de las
figuritas que había hecho con su…
Mierda, que se me va la pinza, pues eso, que a León le gustaba
rebozarse por los lodazales de los caminos, oler y degustar las cacas
ajenas y esas cosas que hacen los perros.
Me siento mal, Claudia, le confesé. Yo maté a León al principio de mi
novela. ¡Ah! Sí, es verdad… qué coincidencia, respondió, fingiendo
recordarlo. Me siento mal por ello, insistí. Venga, hombre, no te preocupes
por eso, por Dios, Adrián, ¿estás paranoico?
Sí, lo estaba. Aquella noche daban en la tele una americanada
infumable que nos fumamos. Una adolescente muy mona que predecía la
muerte. Venga, hombre, no me jodas, destino, por qué me tienes que poner
esta película hoy, precisamente hoy. El destino no me respondió. El
destino no habla, sólo acontece. Jamás te preguntaré nada más, pajarito,
me dije.
Durante unos meses no leí mi novela a ningún ser humano.
Bukowski dijo algo así como que si necesitas leer tus escritos a alguien,
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no vales. Qué razón tiene el cabrón. De todas maneras, tampoco había
mucho que leer. Y todo sea dicho, ni mi hermano ni Claudia me pidieron
que les leyese. Sólo me preguntaban ‘¿qué tal llevas la novela?’, pero
como quien dice ‘¿qué tal estás?’ sin esperar contestación. Yo avanzaba
párrafo a párrafo, duna tras duna en el desierto a cincuenta y ocho grados
centígrados, sin agua. ¿Llegaría un día el oasis? Quizá. Alguna frase me
salía rodada, pero nada, sólo espejismos. El dios Ra, el crítico supremo,
todopoderoso, en el cénit, sin piedad de mí. Me señalaba con sus rayos de
fuego y hacía retroceder, hacia el nadir. Después vieron ventiscas,
serpientes, tormentas, alacranes, noches al raso.
Casi se me salen los ojos de las órbitas. ¡Menudo libro se había
comprado Claudia! ¡Un tocho de obra! Eso no es un libro, con eso se
construyen edificios gubernamentales. ¿Pero qué era aquello? ¡Vaya!,
dije, disimulando mi envidia furiosa, ¿a ver? Claudia me cedió el libro,
ignorándome, y se fue al baño a echarse cremas en la cara. ¡Lástima se te
queme la piel, traidora!, pensé. Me senté con el libro en el sofá, porque
pesaba mucho, el muy cabrón. Portada con ilustración, muy profesional.
Escritora. Era escritora, ella. Muy bonito, el diseño. Profesional, todo, la
mar de bonito. Lo hojeé. Leí algún párrafo. No está mal, me dije. Pero
tampoco está tan bien, concluí.
Total, que nos reunimos al cabo de un rato en el sofá. Yo con mi
ordenador boquiabierto y ella con su fenomenal libro. La miraba de reojo.
Lo estaba devorando. Me cago en la puta, mi envidia era de jodida y de
larga como la tenia. ¿Te gusta, cariño?, pregunté airoso. Me encanta, he
leído sólo tres páginas y me encanta. Yo no sé por qué hay escritores que
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tienen que utilizar veinte páginas para explicarte cómo es un edificio, qué
me importará a mí si es dórico, jónico o corintio. Yo quiero historias, y que
las historias me lleven.
El público, el gran público quiere historias. La verdad es que cuando
leía mi novela a Claudia, no estaba así de atenta. Y eso que sólo eran un
par de páginas. Muchas veces la veía mirar de reojo a la tele y todo. Pero
qué despojo de escritor estoy hecho. Me hundo, bajo hasta el infierno por
esos angostos caminos, hago una reverencia al señor Alighieri, aligero el
paso y me lanzo al vacío. El fuego me devora.
Repasé mentalmente mi novela. Una soberana cagada. Sin gancho,
sin sentimientos, sin nada. Suspiré y me fui a comer un melocotón a la
cocina. La noche estaba cerrada por vacaciones. No había gatos en los
tejados. Estarían reunidos leyendo novelas de mil y pico páginas. Novelas
que enganchan. Número uno en ventas. No hay edición de bolsillo. A no
ser que seas Gulliver o Godzilla, entonces sí, puedes metértela en el
bolsillo. Por mí, os la podéis meter por el culo. Escritor patético se va a la
cama porque le falta valor para tirarse por la ventana. Claudia, cariño,
estoy cansado, dije, me voy al catre. Buenas noches, voy enseguida,
contestó ella, sin apartar la mirada de su libro.
Al día siguiente desayunando la vi más fuerte, pero que mucho más
fuerte. Bueno, bueno… ¡qué brazos!..., le dije en plan vacilón… de un día
para otro, no me lo podía creer. Sí que te metes caña en el gimnasio, le
dije, mientras palpé sus músculos. Sí, ya ves… dijo ella orgullosa, mientras
se cepillaba los dientes. Yo no salía de mi asombro. Me senté a mear y la
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seguí observando. Esas venas habían construido nuevas carreteras,
asfaltadas y todo, ¡en una noche! Bajaban desde el cuello hasta la última
falange de los dedos. ¡Pero qué era eso! Dejó el cepillo y me miró desde lo
alto, sonriente, con sus dientes de marfil. Yo no quitaba ojo, estaba
prendado, madre mía… Ella me dijo, ¿pero es que todavía no sabes de qué
el porqué? El porqué de mis nuevos músculos… ¿no? Yo contesté: no, no
lo sé. Tenía miedo de aquella mujer que parecía ser la mujer del
gobernador de California. Mira, me dijo, te voy a enseñar mi secreto. Salió
del lavabo y entró escondiendo el secreto tras su hercúlea espalda.
¿Quieres saber cuál es mi secreto? Sí, sí, contesté yo completamente
acongojado. Entonces descorchó sus brazos y lo mostró, el secreto de su
fuerza. Lo cogía con devoción, lo sujetaba fuertemente con ambas manos,
como si se tratase del mismísimo Sol. Era la novela, el tocho con el que
construyeron las pirámides de Keops, la torre de Babel, la gran muralla
china y todas las cárceles del mundo.
¡Oye! Se te pegan las sábanas, me tengo que ir pronto, ¿te levantas
a desayunar o no? Me incorporé de la cama como la niña del exorcista.
¿Estás bien?, me dijo Claudia, algo mosca. Sí, sí, contesté yo quitándome
importancia, alguna pesadilla, me he asustado. Venga, que el café está
preparado, dijo. Voy, voy, suspiré…
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Hacía la tira de años que estábamos juntos. Nuestro aniversario.
¿Sabes qué día es este sábado?, me preguntó Claudia el lunes. Sí, respondí
yo, nuestro aniversario. ¡Muy bien!, contestó ella orgullosa de que me
acordase. El martes: ¿sabes qué día es este sábado? El miércoles lo
mismo. Y el jueves. Así hasta que llegó el día de nuestro aniversario. A mí
no me gustaban nada los días señalados, cuando no eran señalados por
mí, claro. Estaba bastante abstraído por mi novela, preso en las
catacumbas de la imaginación. Muy deprimido, casi a punto de tirar la
toalla al wáter, junto con mi pseudonovela. ¿Un escritor nace o se hace?,
me preguntaba frecuentemente por aquella época. Yo había leído libros,
pero quizá no tantos. Aparte, hay que tener imaginación para contar
historias, yo tenía atravesados a mi Adrián, Claudia, Johnny, Carlo y
compañía en mi apéndice. Pronto comenzaría el dolor. Apendicitis,
diagnosticaría el doctor. Al quirófano, a extirpar.
El regalo de Claudia para nuestro aniversario fue el maná del cielo.
Pero primero, el mío: un marco de foto, un despertador y una vela,
grande, muy mona, con olor a lavanda. Patético, pero yo no tenía un duro.
La lotería se hacía la remolona y el premio del concurso literario ni te
cuento. A Claudia le pareció tan patético como a mí, pero se hizo la sueca.
Así pues, su regalo era mi salvación, pensé, cuando me lo entregó. Vale
para dos vuelos en parapente. Sí, joder, ¡sí! Ya tengo sobre qué escribir.
Encima lo viviré en primera persona, no tendré que inventar nada. Le
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agradecí el regalo, una y mil veces. La besé. Claudia, te quiero, te quiero,
eres muy buena. Ahora sí, ahora sí, ganaré el concurso de novela. Ya
verás al año que viene, te voy a hacer el mejor regalo del mundo.
Llegamos a mediodía. Nos dio la bienvenida un fantástico pueblo,
olvidado del mundo, dibujado en acuarela sobre la montaña. Aparcamos el
coche en la plaza empedrada y nos dirigimos hacia la agencia. Nuestros
monitores estaban listos. A por la furgoneta y en marcha. Subimos por la
falda de la montaña como las cabras montesas, con un todoterreno
oriundo de la zona. El destino era una explanada alfombrada en verdes y
con motivos florales. Preciosa, la alfombra, aunque acabase en un
precipicio. Los guías desembarcaron los materiales necesarios para volar.
Enseguida armaron las estructuras. Parecían Juan de la Cierva y cía. El
plan era el siguiente: echar a correr cuesta abajo hasta flotar en el cielo.
Parecía sencillo. Claudia fue la primera. Se ancló bien en el armazón y
echó a correr detrás de su guía. Me entró el canguelo, pero del bueno. Se
notaba que les costaba mucho esfuerzo avanzar, con semejantes alas
como yugos. Pero lo consiguieron, obtuvieron la ingravidez y comenzaron
a planear como un cóndor. Me quedé alucinado. Claudia gritaba excitada,
rabiosamente contenta, miradla, a la diosa Nut sobrevolando su
firmamento. Una delicia. Se alejaron planeando. Mi turno. Cinturón de
seguridad por aquí. Abróchate acá. Casco bien apretadito. ¿Listo?,
preguntó el amable guía. ¡Vamos!, exclamé yo. A la de tres. Uno. Dos y
tres. A correr como locos, madre mía, si pesaba ese trasto. Parecía que
estaba atado a una nube de hormigón armado. ¡Vamos, vamos!, me
animaba el guía. Yo echaba el resto. Poco a poco lo estábamos
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consiguiendo. La cuesta abajo finalizó y me di de bruces con el abismo.
Miré hacia abajo y grité, cual energúmeno, presa del pánico. Pero,
súbitamente, aquellas alas nos salvaron la vida. Joder, ¡Dios estaba
jugando con nosotros a los títeres!... ¡pero qué sensación era esa!...
volábamos trazando pinceladas en el cielo. Íbamos montados en la batuta
del director de orquesta del universo. Sonaba un adagio precioso. Pero que
vivan los pájaros. ¡Por Dios! Larga vida a los pájaros. Me compro uno,
cuando llegue a casa, me compro uno, pensé. Y ahí estábamos, planeando,
como las águilas, pero sin necesidad de buscar comida ahí abajo. Volar
sólo por el placer de volar. ¡Toma castaña! Alabado sea Dios y los ángeles
voladores.
No, no, ¡NO!, fue lo que pensé cuando aterrizamos. Pero, ¿cuánto
rato hemos estado?, pregunté. Unos nueve minutos, me contestó el
biznieto de Juan de la Cierva. Oh, el tiempo también sufría cambios, en
aquel estado gaseoso. El tiempo se emborrachaba ahí arriba, se montaba
una orgía con los elementos, se olvidaba de ir a recoger a sus segundos al
colegio, a sus minutos a la universidad, a sus horas al geriátrico, de
ponerles flores a las tumbas de sus días, sus semanas y sus años.
Inolvidable. Grandioso. Gracias, muchas gracias, Claudia. Es el mejor
regalo que me han hecho nunca, te quiero. Me voy a comprar un canario,
o jilguero o algo así en que llegue a casa… no te importa, ¿no?
Esta vez sí le gustó a Claudia, mi relato. Atendió, por lo menos. No
como cuando leía alguna parte de mi novela. ¿Y eso?, me preguntó, ¿qué
vas a hacer con ese relato tan bueno? No está nada mal, casi parece que
hubieses estado allí y todo, con los parapentes. Está muy logrado, estoy
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orgullosa de ti, Adrián… Podrías escribir unos cuantos más y presentarlos
a algún concurso de relatos, concluyó.
Joder, cómo me puse de contento. Me volví a sentir escritor, aunque
fuese por unos momentos, tras aquella pésima racha sufrida. Pero
también me entristecí por mi novela, olvidada. La veía vagabundeando en
el disco duro, pidiendo limosna a otros archivos y carpetas, recientemente
actualizados, éstos, bien fornidos. Mi novela llamaba a aquellas lustrosas
puertas (con imagen incluida) y éstas solicitaban: ¡contraseña!.... pero el
pobre archivo de texto no sabía qué contestar y acabó por pasar la noche
al raso en el escritorio.
Debíamos elegir un fin de semana bueno, con sol y poco viento, para
tirarnos desde una montaña con alas de tela. El tiempo comenzaba a ser
algo inestable. El otoño y sus antojos. Convencí a Claudia, a pesar de que
las predicciones meteorológicas no estaban de nuestro lado. A medida que
íbamos avanzando en el camino, nos topábamos con más y más nubes.
Debía haber alguna manifestación anti-verano o algo así, allí arriba.
Algunas estaban más enfadadas que otras. Unas negras, muy pequeñas,
parecían tener una mala leche que para qué. Comenzaron los disturbios.
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Correcalles y enfrentamientos con las fuerzas del orden celestiales. A
nosotros, en el coche, nos llovían cristales, de los de los escaparates que
estallaban allá arriba, supongo. Llegamos a destino, sabiendo
perfectamente que no era el fin de semana adecuado. ¡Pero cómo venís
con semejante tormenta!, de esta manera nos saludó el de la agencia de
viajes y aventuras. Claudia me miró. Yo sonreí como un tonto y maldije la
revolución celestial. A partir de estas fechas, se complica la cosa, lo
podemos posponer hasta la primavera, vuestros vales tienen caducidad
anual, no os preocupéis por eso, dijo el ricitos de la agencia. Está bien…
claro, claro… mascullé y de vuelta al coche y de vuelta a Zaragoza. Claudia
llevaba un cabreo de la hostia. Tuve la decencia de parar en un pueblecito
e invitarla a un chuletón. Aunque, viendo su cara cuando se lo sirvieron,
juraría que estaba deseando plantarme a mí un buen chuletón, pero en la
jeta.
162
CUARTA PARTE
‘Paso el sábado por Hanoi, si te apetece tomamos un café en el
aeropuerto. Sólo tengo un par de horas. Llego a mediodía. Un beso’, leyó
Adrián en su móvil. Se alegró, le apetecía volver a verla. Qué diablos, ‘le
apetecía’, ansiaba volver a ver aquellos ojos. ‘A las doce, ahí estaré. Un
beso’, leyó Claudia en su móvil y fue a reunirse con Johnny tras las
cortinas, apartados de los pasajeros. Se lo contó todo. Johnny se quedó de
piedra.
- ¿Pero cómo vas hacer eso? ¿Estás segura, Claudita? Madre mía,
piénsatelo bien.
- Pareces mi padre, venga Johnny, por favor…
Johnny advirtió que su amiga iba completamente en serio, la
abrazó y le susurró al oído ‘yo siempre te apoyaré’. ‘Lo sé’, contestó ella,
besó su mejilla y se marchó a servir una botellita de vodka al 38A.
Claudia vio a Adrián, sentado, con las piernas muy estiradas. Vestía
unos viejos vaqueros, una camiseta negra con una gran estrella roja y
unas zapatillas de deporte de mil colores. Barba de dos semanas y pelo al
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rape. Tenía un buen aspecto, saludable. Desprendía energía. Las facciones
de su cara eran limpias, bien delimitadas. Claudia echó un vistazo a su
reloj, las doce y siete. A Adrián le costó identificarla debido al uniforme.
Azul claro con botones dorados. De camino, ella se quitó el gorro estilo
marinero y se soltó el pelo. Ahora sí, era Claudia, sin duda. Tras los
saludos, pidieron café en el único bar abierto de aquella maltrecha
terminal y tomaron asiento. Claudia se desabrochó los dos botones más
cercanos al cuello, como si a alguien le faltase el aire ahí adentro. Fue
directa al grano. No había tiempo que perder.
- Adrián –dijo solemnemente-, quiero decirte algo.
- Está bien… Claudia, qué tono más serio… no parece nada bueno –
contestó Adrián sonriendo algo aturdido-… entonces… dime…
- De acuerdo… Empezaré por decirte que no puedo dejar de pensar en
ti, Adrián... Te busco entre los pasajeros de cada vuelo, creo verte al
final del pasillo, me acerco rápidamente… pero entras en el baño,
espero a que salgas, nada, no eres tú… por fin te encuentro, nos
saludamos, me pides un café con hielo, voy corriendo a preparártelo,
regreso, pero ya no estás… te vuelvo a buscar y nada, has
desaparecido, el corazón me da tumbos… el resto del trayecto se me
hace eterno, deseo aterrizar para encender el móvil, espero un
mensaje, una llamada perdida… aguardo un minuto, dos… nada. Lo
peor son las noches, me acuesto, me levanto, te escribo un mensaje, lo
borro, dejo el móvil sobre la mesilla, intento conciliar el sueño, no hay
manera… a por el móvil otra vez, escribo otro mensaje, no me atrevo a
enviártelo, caigo rendida con el teléfono en la mano… me despierto
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sobresaltada y busco tu cuerpo en mi cama, necesito abrazarte, pero
tampoco estás… No puedo más, Adrián… estoy enamorada de ti. Te
quiero, te quiero con locura… Todo lo que ha pasado… lo que nos ha
pasado… ha hecho que me sienta unida a ti, para siempre... Siento
haber sido tan directa, Adrián, pero te decía todo esto o me volvía
loca. He de intentarlo. Mi corazón me lo pide. Me encantaría
despertarte con un beso cada mañana, susurrarte al oído ‘buenas
noches’… quiero envejecer a tu lado, compartir mi vida contigo.
Adrián, te quiero. Te quiero mucho.
El corazón de Adrián estaba a punto de explotar. Sístole. Diástole.
Sístole. Diástole. Sístole. Diástole. El tren a vapor que se aproxima a toda
máquina. Aquel estruendo retumbó por todo el cuerpo. Los jugos gástricos
se despertaron sobresaltados. ‘Falsa alarma –dijo uno-, no hay nada que
digerir. Los ruidos vienen de arriba. Parece ser el corazón, está haciendo
de las suyas. Volvamos a la cama… intentemos dormir’.
Adrián balbuceó ‘vaya… Claudia… no… no lo esperaba’… y sonrió
tímidamente. Ella acarició su mano. Se besaron primero amorosamente
con sus ojos y después apasionadamente con sus labios.
Fueron a dar un paseo por las afueras del pequeño aeropuerto.
Claudia tenía poco tiempo y estaba ansiosa por hacer planes de futuro. No
se despegaba de Adrián, se aferraba a su cintura. Le dijo que dejaría su
trabajo, lo iba a comunicar enseguida a la empresa. Vendría a Hanoi a
vivir con él. Iban a ser muy felices. Anunció que ansiaba tener una niña.
La llamarían Martina. Cuando Adrián escuchó ese nombre, el de mamá, se
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separó de ella, extrañado. Claudia le tomó la mano. Sus ojos se
humedecieron bajo una película brillante que no se deshizo en lágrimas.
Le confesó:
- Lo sé todo… tu hermano me lo contó. Hablé con él antes de verte,
Adrián. Le pedí perdón por todo el daño que os he hecho, a ti y a toda
tu familia. Le describí mis sentimientos. Él es una gran persona, como
tú. Me comprendió. Le estaré por siempre agradecida. Sé que, además
de hermanos, sois grandes amigos y él te conoce como nadie. Fue
Javier quien me sugirió que te esperase en el mausoleo.
Adrián abrazó a Claudia y le acarició la nuca. Cuando se disponía a
besarla, una cuestión le sobrevino:
- Pero… ¿y cuándo hablaste con él?... Si no os conocíais…
- Le pedí el teléfono de tu hermano a Carlo… Carlo era de la cuadrilla
de… ya sabes –tragó saliva-. Coincidí un día con él en Trieste cuando el
juicio… me habló muy bien de tu hermano… y a ti no te guardaba
rencor, Adrián, a pesar de...
Adrián calló a Claudia de un beso. Regresaron abrazados a la
terminal y se despidieron como se despiden los recién enamorados: a
trompicones.
‘¡Cabronazo!’ –exclamó Adrián alborozado al ver a su hermano,
nada más entrar por la puerta. Javier arguyó que ya se había enterado de
su conversación con Claudia. ‘Es una gran mujer… a pesar de todo lo que
pasó… te quiere, y eso es lo importante’. Adrián, radiante, propuso ir a la
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terraza del lago a tomar unas bias. Invitaron a Carlo a la fiesta. Bias iban
y venían. Durante la velada, Javier fardó de su flirteo con una comercial,
la misma que antaño le tiraba los trastos y que, según apuntó Carlo, ahora
le tiraba botes de estrógeno a la cabeza. Javier, bordando su papel de
macho dominante, no parecía querer tener una relación seria con ella,
pero sí una seria relación de encuentros amorosos. Los amigos bebían y
bebían tragos de alegría embotellada, comenzaron brindando por el Viet
Cong, Ho Chi Minh, Pancho Villa y Garibaldi y terminaron con las mujeres
del mundo… ‘¿qué haríamos sin ellas?’ –concluyó Carlo, a pesar de que el
pobre pasaba más hambre que los perros de un vagabundo en tiempos de
guerra.
Claudia abandonó su trabajo. Johnny la iba a echar mucho de
menos, y así fue. Javier dejó su puesto a Claudia en el estudio y se fue a
vivir con la que no quería ninguna relación seria (aquí hombres sonríen
resignados y mujeres resoplan despectivamente ‘¡hombres!’). Claudia
encontró faena enseguida: cocinera en un restaurante italiano. Se le daba
muy bien, y le encantaba. Sus jefes hicieron correr como la pólvora el
rumor de que habían contratado a una cocinera italiana y el negocio se
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frotó las manos. Los hermanos con sus parejas y Carlo, solo, formaron una
gran familia. Hacían excursiones, cenaban, jugaban al bádminton en el
parque, reían, recorrían los mercadillos, bebían, hacían y deshacían
planes, cada uno a su estilo y a su modo, libremente, sin tapujos, sin que a
nadie le molestase nada del otro. Era una relación de amistad sincera.
Todos le buscaban pareja a Carlo, menos Carlo, que tenía la autoestima
por los suelos.
Al tercer mes de su llegada, Claudia se quedó embarazada. Julia le
siguió los pasos. Disculpad, no os he presentado todavía. Julia, Julia
Williams nació en Nueva York pero se trasladó a la costa Oeste siendo una
niña. Decía ser más de San Francisco que el Golden Gate. Además, era
pelirroja, natural, como el puente de su ciudad. Muy inquieta, un manojo
de nervios que parecía hablar con las manos. Tenía una gran cicatriz en
su mejilla izquierda que disimulaba algo su hermosura. Cuando te
acostumbrabas a la cicatriz, entonces era cuando descubrías realmente
toda su belleza. Javier estaba loco de remate por ella.
Todos estaban algo preocupados por aquellos embarazos, pues ni
Claudia ni Julia eran ya unas adolescentes. Tras alguna discusión, Julia
convenció a Javier para visitar un médico privado. Ella quedó encantada
con el afamado doctor y el asunto quedó zanjado. Por su parte, Claudia
optó por el hospital público, ‘como todo hijo de vecino’. Adrián era muy
feliz. Se hallaba en la cima de la gran montaña. Desde ahí no te queda otra
que contemplar el paisaje y sonreír. Allí arriba todo es claridad,
transparencia y pureza. Observas las nubes como hamacas flotantes
acolchadas, te lanzas al vacío y ellas recogen tu cuerpo, el viento te mece,
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abres los ojos y contemplas de día las estrellas. Te olvidas por completo de
que hay vida bajo las nubes. Pero la hay. Hay sombra. Quizá lluvia, quizá
muerte.
Desde el inicio de su relación y convivencia con Adrián, Claudia no
reveló a sus padres la identidad de su amado. Hablaba una vez por
semana con ellos. Les explicó, para no hacerles sufrir innecesariamente,
que trabajaba en la sección administrativa de las aerolíneas, en tierra
firme, en Hanoi (ahí sí dijo la verdad). Cuando llegó la noticia del
embarazo, sus padres lloraron de alegría tras el teléfono. Aquella
anunciación los rejuveneció. Cada vez más necesitaban ver a su hija, tocar
su tripa, conocer al futuro padre, no soportaban la distancia, suplicaban e
imploraban. Ellos eran demasiado mayores para emprender tamaño viaje.
Claudia, ven, por lo que más quieras, ven a vernos, hija mía. Ven, por Dios.
Te echamos de menos. No esperábamos ser abuelos… ni se nos pasaba ya
por la cabeza… a nuestra edad, hija mía, por lo que más quieras en el
mundo, ven.
Estaba muy preocupada por ellos, pero tampoco quería molestar a
su amado reabriendo viejas heridas, ya cicatrizadas. Le pidió consejo,
pero Adrián decidió no tomar cartas en el asunto. ‘Haz lo que te pida el
corazón, Claudia. Sea lo que sea yo te apoyaré. Son tus padres’ –le decía.
Así que, tras mucho pensarlo, resolvió ir. Comenzaba su cuarto mes de
gestación.
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No le sentó nada bien a Javier la noticia, pero disimuló su enfado.
Temía que su hermano sufriese. Objetivamente, el padre de Claudia era el
culpable de toda la amargura de los años en prisión.
Adrián simulaba su angustia con una sonrisa amable, para no
incomodar a Claudia… y a su pasajero sin billete. Todo lo relativo al
crimen, al juicio y a la condena permanecía escondido en una cámara
acorazada de algún rincón secreto de su cerebro. A la entrada, un cartel
de peligro, dos huesos y una calavera. Estaban llamando a la puerta.
Ella fingía su nerviosismo algo peor. Se movía en el asiento, leía una
revista, miraba, paseaba por el angosto pasillo, se encerraba en el baño...
Johnny, que se encargó de conseguirles los billetes a buen precio, se
acercaba cuanto podía y se mostraba muy atento. Estaba encantado con
ser tío, su sobrina iba a ser la más guapa del mundo, decía. Antes de
decidir lo del viaje, Claudia tanteó a Adrián acerca de conocer a sus
padres o no. Él dejó de nuevo la decisión en sus manos. Claudia rebozaba y
rebozaba el asunto pero no acababa de echarlo a la sartén. Pros y contras.
Cambio de parecer cada cinco minutos. Sí, se lo presentaré. Si me quieren
deben aceptarlo, soy su hija y es mi felicidad. El nieto está en camino,
Adrián es el padre. No. Quizá sea mejor que Adrián no acudiese. Su padre
se lo tomaría muy mal. Adrián se afligiría mucho ante su reacción.
Bastante le había hecho ya sufrir como para volver a las andadas. No y
no. Será mejor que aguarde… Lo entenderá. Es muy comprensivo. Lo
debía haber anunciado antes a mis padres, así hubiera evitado
comportamientos no previstos. Y estos nervios… seguro que no son
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buenos para la criatura. Claudia se acarició la tripa y suspiró despacio.
Johnny pasó como una flecha por el pasillo y le guiñó el ojo.
Decidió ir sola. Les anunciaría que el hijo que esperaba era de
Adrián, sí, Adrián Azcona, su novio. Lo amo. Aquello que ocurrió
pertenece al pasado. Además, lo hizo por mí, para salvarme. Si realmente
me queréis, debéis respetarme.
Desde el día en que dijo ‘sí’ el test de embarazo, la verdad es que
Julia no llevó nada bien el asunto. Mareos, vómitos, dolores musculares,
el azúcar, la tensión, contracciones… Sus distracciones: la consulta del
ilustre médico y revistas premamá. Al principio la acompañaba Javier,
pero acabó yendo sola con su hipocondría. El doctor le tramitó la baja.
Reposo absoluto. Nada de té. Nada de café. Pero cualquier mínima
molestia era motivo de una nueva consulta.
- ¡Estás obsesionada!, no te preocupes tanto… mujer… que todo va a
ir bien –reprendía Javier.
- Es por el bien de nuestro hijo, no es ningún antojo –corregía ella, en
perfecto castellano.
171
Resolvió ir a San Francisco, a una nueva clínica que había
inaugurado su afamado ginecólogo. Disponían de los últimos avances de la
técnica, vería a su hijo en tres dimensiones y le harían no sé cuántos
análisis de todo tipo. Estaba como loca con eso de visualizar en una
pantalla los movimientos de la criatura. Sería un gran actor, seguro.
Javier se ofreció a acompañarla. ‘No te preocupes, cariño, serán sólo
cuatro días. Todo va a ir bien. Además, con esto de los seguros médicos, no
está nuestra economía muy boyante. Será mejor que vaya sola. Te quiero
mucho, mi amor’.
- Madre mía si llevas bolsas, parece que te vayas de vacaciones en
lugar de a una visita médica… Llámame en cuanto aterrices, sin falta.
Cuídate y no hagas esfuerzos… ¡ya sabes! Te quiero, cariño –la besó,
salió rápidamente de la terminal, arrancó la moto y regresó al trabajo.
Aquella noche Javier aprovechó para hacer limpieza, en sus discos
duros. Polvo informático. Miraba el reloj a menudo. El reloj también lo
miraba a él, a menudo. El pacífico es inmenso, un minúsculo díptero lo
sobrevolaba. Y en sus tripas estaba Julia, y en la tripa de Julia estaba su
retoño con su tripita también, formándose. Javier apagó su portátil, cenó
y se sentó a ver la televisión un rato. El reloj seguía ahí, en su muñeca,
con su gran ojo abierto. Javier decidió refugiarse en su hermano. Lo
telefoneó pero Adrián no contestó. Otra preocupación añadida. ¡Qué
raro!... si en Zaragoza son las seis de la tarde… ¿Qué hará? –se decía.
Hasta las tres de la mañana no se durmió. Sonó el despertador a las
siete. Lo primero que hizo antes de levantarse de la cama fue mirar el
172
móvil, que durmió a su lado. Nada nuevo. Marchó hacia el trabajo. En
teoría, Julia ya debería estar en Los Ángeles. De ahí tomaba un tren a San
Francisco. ‘Mira que le dije, avísame en cuanto aterrices. Pues nada’.
Javier preguntó a Carlo al llegar a la oficina si había llamado Julia, por
casualidad. ‘No, no. ¿Todavía no ha llegado?’ –fue la respuesta.
La telefoneó. Nada, apagado. ¡Qué raro! Consultó en la web el
tiempo en California. Todo perfecto, veintidós grados y soleado.
- No te preocupes, Javi, que se habrá retrasado… ¿Has chequeado la
página web del aeropuerto de Los Ángeles? –indicó Carlo, al ver a su
amigo tan nervioso.
¡Menos mal! Ahí estaba el vuelo. Aterrizado. On time. Gruñó y
resopló. ‘Voy a preparar un café, ¿te apetece?’. Carlo asintió sonriendo.
Tras el café, rellamada. ‘A ver cuándo esta mujer se decide a encender el
móvil. Mira qué le dije…’
Aquella mañana Javier hizo varias visitas que tenía pendientes y
volvió a casa. Directamente a la cama, sin comer. Pidió permiso a Carlo
para ausentarse por la tarde. ‘Sin problema. Tranquilo, Javier. Esta noche
te llamo. Descansa, anda.’
Por fin sonó el móvil, pasadas las dos de la tarde. Javier comenzó a
regañar a Julia mentalmente pero observó que quien llamaba era Adrián.
Con semejante estrés, ya ni se acordaba de él.
- ¡Adrián! ¿Qué tal estás? –se apresuró a decir.
173
- ¿Qué hay, Javier? ¿Cómo andas? –saludó su hermano con voz
queda.
- ¿Todo va bien, hermano? –preguntó Javier, algo preocupado ante el
tono de voz su hermano.
No, no iba muy bien. Amanecía en Zaragoza. Adrián daba un paseo
por la ribera del Ebro. Las Huertas quedaban al otro extremo de la ciudad,
río abajo. Decidió no ir a casa, no era el mejor momento. El cierzo
huracanado centrifugaba la ciudad, todavía entre dos luces. El río
discurría lento, viscoso, muy abajo, como escondiéndose del vendaval.
Adrián estaba muy impaciente por conocer la reacción de los padres de
Claudia. El viento le resultaba tremendamente molesto, lo empujaba hacia
el río, como un mal presagio. Se volvió a sentir preso, culpable. En su
pensamiento, los murmullos reverberantes que llegaban de casa de sus
suegros. ‘¡No es más que un asesino!... Pero, ¿te has vuelto loca?... ¡No
sabes dónde te estás metiendo!... El padre de mi nieto, ¡un criminal!...
¿qué dirá la gente?... ¿No te das cuenta?... ¿en qué diablos estás
pensando, hija? Menuda vergüenza, esto es un deshonor para toda
nuestra familia… Ni todo el amor que profesaban a su hija les haría
olvidar esa cuestión.
Pero Claudia dio un puntapié a todas esas cábalas, pues regresó
feliz y abrazó y besó a su amado. Sus padres, en un principio, se quedaron
de piedra al recibir la noticia. Reaccionó él, en primer lugar, pero esta vez
Claudia no permitió ni una sola recriminación. ¡Basta, papá! Su madre,
como siempre, quedó a la expectativa, apesadumbrada. Claudia explicó
sus sentimientos por activa y por pasiva, repetía una y otra vez el
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discurso que formuló mentalmente en el avión. Lloró. Defendió a Adrián a
capa y espada, realzó su bondad y su honradez. Va a ser el mejor padre
del mundo. A sus padres no les quedó otra. Escuchaban a su hija
resignados. Nada de que lo hiciesen o dijesen haría mella en ella. Y, al fin
al cabo, aquí la tenían. Había venido a verlos, los haría abuelos. Un regalo
que ya no esperaban. Se dieron por vencidos. Mamá besó a su hija y tocó
su tripa, papá zanjó para siempre el tema de Adrián con una sonrisa
conforme.
Así que cenarían todos juntos aquella noche. Los suegros saludaron
correctos. A Adrián le bastó. Ningún comentario despectivo. Ninguna
alusión desafortunada. Tras los primeros y tensos instantes, todos se
refugiaron en lo deliciosas que estaban las empanadillas y las croquetas.
La cena era copiosa. Los platos se pisaban unos a otros. No había sitio
para todos y el vino tinto esperaba su turno en el suelo. Cómo echaban de
menos aquella tortilla de patata, los emigrantes. Riquísima, bien de
cebolla. El ambiente se hizo cada vez más distendido. Los futuros padres
desprendían cariño, en sus palabras y en sus gestos, su ternura parecía
enternecer a la ternera. Esponjosa, con champiñones. ¡Exquisita, mamá!
Tras los postres, el licor de hierbas. Bajaba por aquellos esófagos
arrasando. Nerón quemaba todo a su paso. Ayuda extra para los jugos
gástricos. Bienvenida sea. Incluso los vejetes se hicieron alguna
carantoña, hecho que extrañó y conmovió a Claudia. El tema principal de
la velada fue el hijo. ¿O la hija? No lo queremos saber, papá. El nombre. Si
es chico. ¿Y si es chica? La educación. ¿Qué religión hay allí? Nosotros no
somos muy religiosos, mamá. ¡Ah, claro! Los jóvenes de ahora…
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Los futuros padres se lo tomaron con humor, pues las piedras en el
camino, que ambos esperaban, resultaron ser montículos de musgo
esponjoso.
Adrián sentía escapar de la prisión para siempre. Cara al público,
sonreía. En sus adentros, retornó a su plazoleta de Hanoi. La última gran
tormenta. Aquellas gotas lo atravesaban, purgando todos los resquicios de
culpa hasta que expiaron por completo su condena.
Prometieron volver. Con la criatura. Los padres de Claudia estaban
orgullosos de poder ser abuelos, lo repetían una y otra vez. Eran ya unos
viejos, según decían, pero confiaban en ver a su nieto, echarían el resto
para que así fuese. En la senectud no queda otra que aferrarse a la vida.
Las ilusiones son enfermedades mortales, para la muerte.
- Javier… ¡Javier!, ¿qué tal?, ¿cómo estás? –y sin dejar espacio al
tiempo para la respuesta prosiguió-. He conocido a los suegros, ¡todo
ha ido bien! Volvemos para casa. Estoy muy contento. Tengo muchas
de llegar ya. Nos echaremos unas buenas cervezas para celebrarlo…
- Claro… me alegro mucho por ti, Adrián… –dudó un momento-.
¡Tened buen viaje! Hablamos a la vuelta. Un beso grande para los
dos… bueno… ¡para los tres!
Eufórico, Adrián se despidió con un ‘¡te quiero, hermano!’. Javier
prefirió no perturbar su bienaventuranza. Si la alegría va por barrios, a su
barrio se lo había tragado la tierra. Julia seguía sin dar señales de vida.
Su teléfono, apagado o fuera de cobertura. Cuando lo encendiese
quedarían reflejadas las más de trescientas llamadas perdidas.
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A la mañana siguiente se presentó en la consulta del ginecólogo.
Una amable señorita con una impecable bata blanca le hizo saber que el
doctor no se encontraba en la ciudad. ‘¡Ya lo sé!’ –pensó Javier. Total, que
no sabían nada, en la consulta. Tampoco iban a molestar al doctor, pues
estaba trabajando en su clínica norteamericana. Déjeme su nombre y su
teléfono. Cualquier noticia acerca de su esposa se la harían saber. Muchas
gracias. ‘Es mi novia, no mi esposa’ –pensó Javier y se marchó.
Al tercer día de su marcha telefoneó, por fin. Javier, al borde de la
histeria, casi no acierta a pulsar la tecla del telefonito verde. Tras las
exclamaciones apelotonadas de alivio, furia, alegría, reproche, ira,
satisfacción… apareció ella disculpándose y abordando la cuestión. Su
cuestión.
Había decidido no volver… mañana, nunca. El reencuentro con su
ciudad, su madre, su responsabilidad ante la criatura que crecía en su
vientre. San Francisco la acogió en forma de cuna. Allí todo resulta más
fácil, con la clínica a tres manzanas de casa. Sentía mucho aquel cambio
tan repentino. Necesitaba estar completamente segura, y lo estaba. Es lo
mejor para nuestro hijo... Debía velar por él, por su salud, por el bienestar
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de la familia. Ven aquí a vivir conmigo, cariño, por favor te lo pido.
Multitud de empresas, delegaciones, sucursales… muchas opciones.
Empresa fácil encontrar un buen trabajo en San Francisco. Te va a
encantar la ciudad, mi amor. Aquí sólo faltas tú. Sé que ha sido todo muy
rápido, lo siento. Su decisión era firme. Entiéndeme. Aquí estoy con mi
madre, más arropada, ante semejante reto: el de criar a una criatura. Por
favor, Javier, ven, ven aquí conmigo, formaremos una gran familia.
Seremos muy felices. ¿Qué me dices?
Javier balbuceó algo incomprensible. Ante semejante bombardeo de
emociones, las sílabas huían por su boca antes de formar palabras. Julia
se apresuró a tranquilizarlo, ‘tómate tu tiempo… siento que todo haya sido
tan imprevisto’. Aquella conversación telefónica duró alrededor de una
hora y media. Ella esperaba, segura de sí misma, en su papel de Golden
Gate. Javier subía y bajaba por aquellas famosas y empinadas calles, pero
desconocidas para él. Al final, se quedó sin gasolina, su vehículo,
deteniéndose justo en medio de la avenida principal, la de mayor
pendiente, la que te encarama a las colinas o te arrastra hasta el puente.
Llegaron a modo de anticiclones. Alumbraban y daban calor a su
paso. Javier los recibió en su piso, cariacontecido. Les expuso las buenas
malas nuevas. Tremendamente confuso, con una mirada pidió consejo a
su querido hermano y a su cada vez más querida cuñada. De primeras, se
quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decirle. Quizá la solución
fuese convencerla para volver, concluyeron. ‘Imposible’ –decretó Javier.
Los tres reflexionaron unos momentos.
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- Pensé hasta que se había fugado con el médico. Me estoy volviendo
loco. No quiero ir… por un lado. Mi vida aquí, soy muy feliz, en Hanoi,
con vosotros, con Carlo, ¡hasta con mi trabajo!... Pero, por otro… estoy
enamorado de Julia, muchísimo, no puedo estar sin ella… y nuestro
hijo, ¿qué clase de padre abandona a un hijo?... No, ¡no quiero
perderlos! –confesó.
Silencio. Aunque indecisas, aquellas palabras parecían definitivas.
Adrián vio a su hermano volando hacia San Francisco, para quedarse.
Parecía estar haciendo su maleta, ahí, sentado en el sofá. Le dio
muchísima pena. Jamás hubiera podido pensar que se separarían, tras la
muerte de sus padres. ¡Jamás! Odió a Julia por arrebatarle a su alma
gemela. Llegó a desear que acabase su amor, ¡cualquier cosa!, pero quería
a su hermano de vuelta. Incluso antes de que se fuese. Javier formaba
parte de su vida, tanto como sus piernas o sus brazos. No te acuerdas de
ellos cada momento, pero sabes perfectamente que están ahí. Les guiñas
un ojo y susurras: ¡gracias!
Durante los últimos meses de embarazo y tras el nacimiento de su
preciosa hija, la felicidad de Adrián comenzó a cojear. Era dichoso,
tremendamente dichoso. Se hallaba en paz, amaba a su Claudia,
enloqueció cuando llegó Martina. Pero Javier no estaba ahí para
compartir su inmenso júbilo. Además, Javier llevaba consigo a papá y a
mamá. Tampoco ellos estaban. Los tres, al otro lado del Pacífico. Muy
lejos, demasiado. Su familia, a la que todo le debía, con la que creció y
aprendió, gracias a la cual era como era. Gracias a la cual había sido capaz
de crear la suya propia. Su mejor manera de decir ‘gracias’. Gracias,
179
papá, mamá, hermano. He aquí a mi dulce Claudia. He aquí a mi preciosa
hija Martina: son vuestras, su felicidad os pertenece.
- ¡Por Dios! El gen del color de tus ojos… es muy importante que
prevalezca sobre el mío, ¡sería un marrón para nuestra criatura! –
bromeaba Adrián.
Todo el mundo que miraba a Martina se enamoraba de sus ojos.
Señalaban, los vecinos, asombrados. Un milagro de la naturaleza. Eran
nítidos, en espiral. Un remolino de luz. Hipnosis. Magia. Daba igual su
naricita respingona, su frondoso pelo castaño. Miradla, en brazos de su
madre. Sobre su cabeza, un minúsculo Nón Lá, sombrero típico
vietnamita, regalo de Nguyen, el jefe de Adrián, el del taller. Vestida con
un kimono rojo y verde, con ribetes dorados, dejando ver sus desnudos
piececitos.
De la mano de sus papás, Martina, de pie, parecía una letra
minúscula con acento circunflejo.
Acompañado día y noche por la ausencia de su hermano, Adrián se
aferraba a la vida, a cada segundo, a cada sensación, no quedaba otra. Y
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Martina se lo puso fácil. Simplemente había que observarla un rato. ¿Por
qué tendrán que dormir los bebés? Aquellos párpados escondían
verdaderos tesoros. Durante el día, maniobraban lentos, los párpados,
pestañeando con mimo, como acariciando aquel verdor.
Ya había perdido demasiado tiempo entre rejas. Odiaba tener que
acostarse. ¿Por qué no podemos chascar los dedos y recibir un nuevo día?
Así no hay que perder tiempo, intentando dormir. Obligados. Tocaba vivir.
A toda máquina. Dan el pistoletazo de salida y la carrera finaliza con la
muerte. La muerte no sólo es tumba o urna, también es la inconsciencia
de seguir vivo. Si olvidas esto último, adiós. Sonreirás, claro que sí, al
igual que llorarás o gemirás o susurrarás. Tu vello se erizará viendo un
crepúsculo. ¡Por supuesto! Sin embargo, tus sentimientos no brillarán, no
eclosionarán, no arderán… estarán delimitados, normalizados, sin tú ni
siquiera notarlo. Alegría, en un triángulo. Tristeza, en un cuadrado.
Deber, en un decágono. Vergüenza, en un pentágono. Pasión, en un
rombo… Rumbo a la urna o a la tumba. Elige.
Adrián nació muerto. Javier murió con él. El seísmo borró del mapa
San Francisco. Julia desapareció también, bajo las lágrimas de la abuela
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que nunca llegó a ser. Le resultó imposible seguir con aquella vida,
desgraciada, pues aquella vida se cimentaba en su hijo Adrián. Adrián era
el nexo que faltaba. El círculo necesita de la circunferencia, si no, se
desparrama y pierde su condición. Con los problemas del parto, Julia no
podría concebir más hijos. Seguir en San Francisco resultaba inútil.
Demasiado esfuerzo para tan pocas fuerzas. Decidió dejarlo todo, volver.
Para siempre. Al barrio. A casa. Con papá y mamá.
Su hermano observó cada movimiento en la distancia y sufrió a su
lado. Javier voló a través de Estados Unidos y el Atlántico, como a
hurtadillas de su querido Adrián. No deseaba inmiscuirlo en su tristeza,
en su desesperanza, arrastrarlo en su derrota. Debía evitar el efecto
dominó de las desgracias. Sólo si retiraba su ficha, las demás podrían
quedar en pie. Era tiempo de desmontar el tinglado, de recoger los
bártulos. Silenciosamente. Javier ya ansiaba su soledad, en ella se
protegería a partir de entonces. Vagaría en sus recuerdos, se alimentaría
de ellos.
Pero no tardó en volver, Adrián, junto con su familia. No soportaba
imaginar a su hermano en casa, en la vieja hamaca, cocinando frente a los
fogones. Papá y mamá sufrirían viéndolo allí, solo. Se maldecía por estar
lejos. Ahora era Javier quien necesitaba de su cuidado, de su presencia, de
su apoyo, de su cariño. Javier, su querido Javier, al que tanto le debía, al
que tanto admiraba. Ya no hay nada que hacer aquí, en el otro mundo, se
dijo Adrián. Consigo se llevó la ciudad, sus gentes y sus lluvias. Sus
propios símbolos de Libertad. Claudia aceptó encantada el éxodo: sus
padres juraron el cargo de abuelos mirando al cielo y diciendo gracias.
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Llovía cuando llegaron a la vieja casa. Adrián echó un vistazo a la
fachada. La ventana del dormitorio de sus padres seguía abierta, tal y
como cuando se marchó. Justo debajo del alféizar, un canalón vertía con
fuerza el agua de la lluvia.
Adrián pulsó el timbre con lágrimas en sus ojos. Al abrazarse,
lloraron todos menos Martina. Ella miraba sorprendida a su alrededor,
con sus pupilas voraces, chispeantes, queriendo participar de la fiesta. La
fiesta del reencuentro. La paz y el sosiego se instalaron definitivamente
en aquellas vidas, otrora tan ajetreadas. Reposaron sus almas, por fin, y
para siempre. Javier preparó café y se acomodaron todos en las viejas
hamacas de tela, estirando las piernas. En la radio refulgía la primera
Arabesque de Debussy. Parecía como si aquel piano aterciopelado
estuviese sonando al mismo tiempo en todos los rincones del Universo. La
lluvia se fue disipando con los últimos acordes y las nubes se fusionaron
con el cielo. Adrián, abrazado a su hermano Javier, y Claudia con Martina
en brazos, salieron a dar un paseo por las huertas y contemplaron el
purpúreo atardecer.
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