Casanova Pascale - La Republica Mundial de Las Letras
Casanova Pascale - La Republica Mundial de Las Letras
La República mundial
de las Letras
Traducción de Jaim e Zulaika
EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Título de la edición original:
La République mondiale des Lettres
© Éditlons du Seui!
París, 1999
Diseño de la colección:
Jul io Vivas
Ilustración: escena de «La mujer sin sombra», ópera de Richard Strauss
y libreto de Hugo von Hofmannsthal. producción
del Teatro de Ginebra
ISBN: 84-339-6149-7
Depósito Legal: B. 9992-2001
Printed in Spain
1. Henty james, Le M otif dans le tapis, Arles, Acres Sud, 1997 (trad. de
E. Viaüeton). [La figura de la alfombra, Barcelona, Orbis, 1987. Citarnos la edi~
cón castellana de la obra la primera vez que aparece y usamos esa traducción sal
vo cuando se especifica lo contrario. Las referencias de páginas remiten al origi
nal francés. Cuando el original es un texto en lengua española, las referencias
son de la edición castellana.]
2. Ibídem, p. 26.
11
máxima», y que no ha entendido nunca el sentido mismo de su
empresa literaria, el crítico decepcionado le pregunta: «Sólo para
acelerar ese difícil parto, ¿no puede dar una pista a un amigo? [...]»
«Eso es sólo porque usted nunca lo ha percibido», responde el es
critor. «Si le hubiera sucedido, el elemento en cuestión se habría
convertido prácticamente en lo único que usted vería. Para mí es
exactamente tan palpable como el mármol de esta chimenea.»1 He
rido en su honor profesional, el crítico insiste: enuncia una por
una, con mucha aplicación, todas las hipótesis críticas de que dis
pone: «¿Es una especie de mensaje esotérico? [...] ¿o una clase de fi
losofía?», pregunta, convencido de que hay que buscar en los textos
la expresión de una profundidad que excede del sentido manifies
to. «¿Se halla en el estilo o en el concepto? ;U n elemento formal o
emotivo?», añade, volviendo a la dicotomía inservible del fondo y
la forma. «A. no ser que sea», añade, como último recurso, «algún
tipo de juego que se traiga usted entre manos con el estilo, algo
que se proponga con el idioma. ¡Tal vez se trate de una preferencia
por la letra pe! Papá, patas, peras..., ¿algo así?», con lo que evoca la
hipótesis del formalismo puro. «Hay una idea en mi obra», respon
de el novelista, «una idea sin la que la profesión me importaría un
bledo. Es la intención más plena y más bella de todas;2 [.„] algo re
lacionado con el plan original, como un dibujo complejo en una
alfombra persa.»3 La «buena combinación» de las figuras del moti
vo «en toda su magnífica complejidad» ha permanecido hasta en
tonces, como la carta robada, a la vez expuesta a la vista de todos y,
sin embargo, invisible: «No sólo no he tomado la menor precau
ción para mantenerla secreta», insiste el escritor de James, «sino
que además no he soñado nunca que suceda una cosa semejante.»
Crítica de la crítica y de sus presupuestos ordinarios, La figura
de U alfombra invita a repensar toda la cuestión de la perspectiva
crítica y de los fundamentos estéticos en los que descansa. Por más
que busque febrilmente el secreto de la obra, el crítico de James
no piensa ni por asomo en cuestionar la naturaleza de las pregun-
1. Ibídem, p. 24.
2. Ibídem, p. 22.
3. Ibídem, p. 34.
12
tas que se hace sobre el texto, en modificar el prejuicio fundamen
tal que es, con todo, lo que precisamente le ciega: la idea, una es
pecie de indiscutida crítica previa, de que una obra literaria debe
describirse como una excepción absoluta, una aparición imprevisi
ble y aislada. En este sentido, la crítica literaria practica un mona-
dismo radical: una obra singular e irreductible sería una unidad
perfecta que sólo podría medirse por sí misma, sin remitir a nin
guna otra cosa, lo que fuerza al intérprete a captar en su sucesión
aleatoria y única el conjunto de los textos que forman lo que se
llama la «historia de la literatura».
El sentido de la solución que James propone al crítico, «la fi
gura de la alfombra», una figura (o una composición) que sólo
surge cuando su forma y su coherencia brotan de repente del sola-
pamiento y del desorden aparente de una configuración compleja,
no hay que buscarlo en otro sitio y fuera del texto, sino, a partir
de otro punto de vista, en la alfombra o en la obra. Si entonces,
cambiando la perspectiva crítica, se acepta tomar cierta distancia
con respecto al texto para observar la totalidad de la composición
de la alfombra, comparar las formas recurrentes, las semejanzas y
las desemejanzas con otras formas, si uno se esfuerza en ver el con
junto de la alfombra como una configuración coherente, entonces
hay alguna posibilidad de comprender el carácter particular del
motivo específico que se quiere que aparezca. El prejuicio de la in
sularidad constitutiva del texto impide considerar el conjunto de
la configuración, por utilizar el término de Michel Foucault, a la
que pertenece, es decir, la totalidad de los textos, las obras, los de
bates literarios y estéticos que le dan resonancia y que representan
su verdadera singularidad, su originalidad real.
Cambiar el punto de vista sobre la obra (sobre la alfombra) en
traña modificar el punto desde el cual se observa. Por eso, para
prolongar la metáfora de Henry James, «la magnífica complejidad»
de la obra misteriosa podría encontrar su principio, de una manera
invisible y, sin embargo, manifiesta, en la totalidad de los textos li
terarios a través y en contra de los cuales pudo construirse y existir,
y de la que todos los libros que se publican en el mundo serian uno
de los elementos. Todo lo que se escribe, se traduce, se publica, se
teoriza, se glosa, se celebra, sería uno de los elementos de esta com
13
posición. Cada obra, como «motivo», sólo podría descifrarse en
tonces a partir del conjunto de la composición; su coherencia reco
brada sólo brotaría en relación con todo el universo literario. Las
obras literarias solamente manifestarían su singularidad a partir de
ia totalidad de la estructura que ha permitido su aparición. Cada
libro escrito en el mundo y declarado literario sería una ínfima par
te de la «combinación» de toda la literatura mundial.
Lo que podría, pues, parecer lo más ajeno a la obra, a su cons
trucción, a su forma y su singularidad estética, es, en realidad, lo
que engendra el propio texto, lo que permite que surja. Es la con
figuración o la composición del conjunto de la alfombra, es decir,
en el orden literario, la totalidad del «espacio literario mundial», lo
único que puede conferir sentido y coherencia a la forma misma
de los textos. Este espacio no es una construcción abstracta y teó
rica, sino un universo concreto, aunque invisible: son los vastos
confines de la literatura, el universo en que se engendra lo que se
considera literario, lo que se juzga digno de considerarse literario,
en donde se disputa acerca de los medios y las vías específicas para
la elaboración del arte literario.
Así pues, habría territorios y fronteras literarios independien
tes de los trazados políticos, un mundo secreto y, no obstante,
perceptible por todos y, en especial, por los que sufren mayores
carencias. Regiones en donde el único valor y el único recurso se
ría la literatura; un espacio regido por relaciones de fuerza tácitas
que, sin embargo, conformarían los textos que se escriben y circu
lan por todas partes del mundo; un universo centralizado que ha
bría constituido su propia capital, sus provincias y sus límites, y en
el que las lenguas se convertirían en instrumentos de poder. En es
tos lugares, todos lucharían para que los consagraran escritores; se
habrían inventado leyes específicas, liberando así a la literatura, al
menos en las regiones más independientes, de las arbitrariedades
políticas y nacionales. Las luchas se librarían entre lenguas rivales,
y las revoluciones serían a la vez literarias y políticas. Semejante
historia sólo podría descifrarse a partir de la medida literaria del
tiempo, «tempo» propio del universo literario, y de la localización
de un presente específico: el «meridiano de Greenwich» literario.
14
El objeto del análisis de La República mundial de las Letras no
es describir la totalidad del mundo literario ni pretender una im
posible recensión exhaustiva de la literatura mundial. Se trata de
cambiar de perspectiva, de describir el mundo literario «a partir de
un determinado observatorio»,1 en palabras de Braudel, para tener
posibilidades de cambiar la visión de la crítica ordinaria, de descri
bir un universo al que los propios escritores nunca han prestado
atención. Y de mostrar que las leyes que rigen esta extraña e in
mensa República -de rivalidad, de desigualdad, de luchas específi
cas—contribuyen a aclarar de manera inédita y a menudo radical
mente nueva las obras más comentadas, y en particular las de
algunos de los más grandes revolucionarios literarios de este siglo:
joyce, Beckett y Kafka, pero asimismo Henri Michaux, Henrik
Ibsen, Cioran, Naipaul, Danilo Kis, Arno Schmidt, William
Faulkner y algunos más.
El espacio literario mundial, como historia y como geografía
—cuyos contornos y fronteras no se han trazado ni descrito nun
ca-, se encarna en los escritores mismos: ellos son y hacen la his
toria literaria. Por ello la crítica literaria internacional aspira a
permitir una interpretación específicamente literaria y, sin em
bargo, histórica de ios textos, es decir, a disolver la antinomia re
putada insuperable entre la crítica interna, que encuentra el prin
cipio de su significado únicamente en los propios textos, y la
externa, que describe las condiciones históricas de producción de
textos, pero que los literatos denuncian como incapaz de explicar
su literariedad y su singularidad. De lo que se trata, por tanto, es
de situar a los escritores (y sus obras) en ese inmenso ámbito que
es, en cierto modo, una historia a la que se atribuye un espacio
propio.
Fernand Braudel, en el momento de abordar la historia eco
nómica del mundo entre los siglos XV y XVIlí, al lamentar que to
das las obras generales relativas a este tema se hayan, por lo co
mún, «circunscrito al marco de Europa», añadía: «Ahora bien,
15
estoy convencido de que es mucho mejor para la historia razonar
por comparación, a escala mundial, la única válida [...]. La histo
ria económica del mundo es, en efecto, más inteligible que sola
mente la de Europa.»1 Pero al mismo tiempo confesaba que el
análisis de los fenómenos al nivel mundial contenía «motivos para
desalentar a los más intrépidos e incluso a los más seguros de sí
mismos».2 Aquí seguiremos, pues, el consejo de Braudel: adoptar,
para dar cuenta de la globalidad y la interdependencia de los fenó
menos, la escala mundial, respetando a la par sus consignas de
prudencia y de modestia.
Esto no debe, empero, hacer olvidar que, para dar cuenta de
un universo de complejidad tan gigantesca, ha habido que aban
donar todos los hábitos ligados con las especializaciones históricas,
lingüísticas, culturales, todas las divisiones entre disciplinas -que,
por una parte, justifican nuestra visión dividida del mundo-, por
que sólo esta transgresión permite pensar fuera de los marcos im
puestos y concebir el espacio literario como una realidad global.
Un escritor, Valéry Larbaud, fue el primero en desear la llega
da de una «internacional intelectual? y en reclamar, con admirable
decisión, el nacimiento de una crítica literaria internacional. Para
él se trataba de romper con los hábitos nacionales que crean la ilu
sión de la unicidad, de la especificidad y de la insularidad, y, sobre
todo, de poner fin a los límites asignados por los nacionalismos li
terarios. Hasta la fecha, señala en Sous Tinvocation de saint Jéróme,
las únicas tentativas de descripción de la literatura mundial se re
ducen a «una simple yuxtaposición de manuales de las diferentes
literaturas nacionales.»4 Pero prosigue: «... se percibe, en efecto,
que la futura ciencia de la literatura —al renunciar por fin a toda
1. Ibídem, p. 9
2. Ibídern, p. 8.
3. Valéry Larbaud, «Paris de France», Jaune, bleu, blanc, París, Gallimard,
1927, p. 15.
4. V. Larbaud, «Vers í’Intemationale», Sous Tinvocation de saint Jérome, Pa
rís, Gallimard, 1946, p. 147. Este artículo está dedicado al Précis d ’histoire litté-
raire de TEurope depuis la Renaissance, del célebre Paul Van Tieghem, compara-
tista y amigo de Larbaud, que fue uno de los primeros en Francia en sentar las
bases de una historia literaria internacional.
16
crítica que no sea descriptiva- sólo podrá desembocar en la consti
tución de un conjunto siempre creciente que responderá a estos
dos términos: historia e internacional»} Y Henry james anunciaba
que la recompensa para tamaña empresa sería una percepción a la
vez inédita y evidente del sentido de los textos: «... no había el me
nor motivo para que eso se nos escapara. Era grandioso y, sin em
bargo, muy sencillo, sencillo y, sin embargo, de lo más grandioso,
y comprenderlo constituía, en resumen, una experiencia realmen
te excepcional».2 Apelaremos, por ende, a la doble invocación de
Henry James y de Valery Larbaud.
17
Primera parte
El mundo literario
F e d e r ic o II de P r u s ia ,
De la literatura alemana
21
cuanto se tiene una idea del funcionamiento realista del universo
literario, muy a menudo basta una lectura literaria de esos textos
para ver aparecer la descripción de un universo insospechado. Pero
cada término académico, cada confesión literaria de la existencia
de «mercados verbales» y de «guerras invisibles», como en Jlebni-
kov, cada evocación de un «mercado mundial de los bienes intelec
tuales», como en Goethe, de la existencia de «riquezas inmateria
les», como en Valéry, es vigorosamente negado y rechazado por la
crítica en aras de una interpretación metafórica y «poética». Son,
sin embargo, algunos de los protagonistas más prestigiosos de este
juego literario los que, en épocas y en lugares muy distintos, han
descrito, en términos aparentemente desencantados, esa «econo
mía espiritual», en palabras de Paul Valéry, que sostiene la estruc
tura del universo literario. Como grandes estrategas de la economía
propia de la literatura, han sabido plasmar una imagen exacta, aun
que parcial, de las leyes de esta economía y crear instrumentos de
análisis totalmente inéditos -y a menudo valerosos, porque se opo
nen a los hábitos dominantes- de su práctica literaria: algunas
obras son inseparablemente valiosas tanto por su carácter de pro
ducción literaria como por los análisis vigorosos que hacen de sí
mismas y del universo literario en el que se sitúan. Dicho esto,
cada creador, incluso el más dominado, es decir, eí más lúcido, aun
cuando comprenda y describa su propia posición en el universo,
desconoce el principio general y generador de la estructura que él
describe como un caso particular. Adherido a un punto de vista
concreto, entrevé una parte de la estructura, pero no la totalidad
del universo literario, porque la creencia en la literatura tiene por
efecto propio ocultar el principio mismo de la dominación litera
ria. Es preciso, pues, apoyarse en los escritores y al mismo tiempo
radicalizar y sistematizar también algunas de sus intuiciones y sus
ideas más subversivas, para tratar de dar una descripción de la Re
pública mundial de las Letras.
La «política literaria», como dice Valery Larbaud, tiene sus vías
y sus razones que la política ignora: «Hay una gran diferencia entre
el mapa político y el mapa intelectual del mundo. El primero cam
bia de aspecto cada cincuenta años; está cubierto de divisiones ar
bitrarias e inciertas, y sus centros preponderantes son muy móviles.
22
El mapa intelectual, por el contrario, se modifica lentamente, y sus
fronteras presentan una gran estabilidad De ahí que la política
intelectual no tenga casi ninguna relación con la política económi
ca.»1 Fernand Braudel señala asimismo una relativa independencia
del espacio artístico con respecto al espacio económico (y, por lo
tanto, político). En el siglo XVI, explica, Venecia es la capital eco
nómica, pero intelectualmente prevalecen Florencia y su dialecto
toscano; en el siglo XVII, Amsterdam se convierte en el gran centro
del comercio europeo, pero Roma y Madrid triunfan en la literatu
ra; en el siglo XVIII, Londres se convierte en el centro del mundo,
pero es París la que impone su hegemonía cultural. «A finales del
siglo XIX, a comienzos del XX», escribe, «Francia, en gran medida a
remolque de la Europa económica, es el centro indudable de la li
teratura y de la pintura de Occidente; la primacía musical de Italia
y luego de Alemania se ejerció en épocas en que ni Italia ni Alema
nia dominaban económicamente Europa; y, todavía hoy, el formi
dable progreso económico de los Estados Unidos no los ha coloca
do a la cabeza del universo literario o artístico.»2 Toda la dificultad
de comprender el funcionamiento de este universo literario reside,
en efecto, en admitir que sus fronteras, sus capitales, sus vías y sus
formas de comunicación no están completamente superpuestas a
las del universo político y económico.
El espacio literario internacional se creó en el siglo XVI al mis
mo tiempo que se inventaba la literatura en cuanto lucha que pue
de conllevar triunfos o derrotas, y no ha cesado de ampliarse y ex
tenderse desde entonces: referencias, reconocimientos y, por ello
mismo, rivalidades, se instauraron en el momento en que emergie
ron y se construyeron los Estados europeos. Al principio confinada
dentro de conjuntos regionales herméticos entre sí, la literatura se
convirtió en un empeño común. La Italia del Renacimiento, valién
dose de su legado latino, fue la primera potencia literaria reconoci
da; a continuación, Francia, cuando surgió la Pléyade, hizo apare
23
cer el primer bosquejo de espacio literario transnacional, oponién
dose a la vez al avance italiano y a la hegemonía latina; España,
Inglaterra y después el conjunto de países europeos, a partir de
«bienes» y de tradiciones literarias distintas, entraron poco a poco en
liza. Los movimientos nacionalistas que surgieron en Europa cen
tral en el curso del siglo XIX propiciaron la aparición de nuevas rei
vindicaciones del derecho a la existencia literaria. América del Nor
te y Latinoamérica también empezaron progresivamente a abrirse
camino a lo largo del siglo XIX; por último, la descolonización im
pulsó a todos los países excluidos hasta entonces de la noción mis
ma de literatura propia (en Africa, en la India, en Asia...) a reivindi
car a su vez el acceso a la legitimidad y a la existencia literaria.
Esta República mundial de las Letras tiene su propio modo de
funcionamiento, su economía, que engendra jerarquías y violen
cias, y, sobre todo, su historia, que, ocultada por la apropiación
nacional (esto es, política) cuasi sistemática del hecho literario,
aún no ha sido nunca verdaderamente descrita. Su geografía se
forma a partir de la oposición entre una capital literaria (universal,
por ende) y regiones que dependen de ella (literariamente) y que
se definen por la distancia estética que las separa de la capital. La
República se dotó, por último, de órganos de consagración especí
ficos, las únicas autoridades legítimas en materia de reconocimien
to literario, o encargados de legislar literariamente: gracias a algunos
descubridores excepcionales, desprovistos de prejuicios nacionalis
tas, se instauró una ley literaria internacional, un método de reco
nocimiento específico que no debe nada a las imposiciones, a los
prejuicios o a los intereses políticos.
Pero este inmenso edificio, este territorio cien veces recorrido
y siempre desconocido, ha permanecido invisible porque descansa
en una ficción aceptada por todos ios protagonistas del juego: la
fábula de un universo, por así decirlo, «encantado», reino de la
creación pura, el mejor de los mundos en que se cumple, en la li
bertad y la igualdad, el reino de lo universal literario. Esta ficción,
credo fundador proclamado en el mundo entero, es lo que ha
ocultado hasta hoy 1a realidad de las estructuras del universo lite
rario. El espacio literario, centralizado, se niega a confesar su «es
tructura desigual», por emplear las palabras de Fernand Braudel, y
24
el funcionamiento real de su economía específica, en nombre de la
propia literatura declarada pura, libre y universal. Ahora bien, las
obras que proceden de las regiones literariamente menos dotadas
son también aquellas para las que es más improbable y más difícil
imponerse; es casi milagroso que consigan emerger y hacerse reco
nocer. Este modelo de una República internacional de las Letras
se opone, pues, a la representación pacificada del mundo, designa
da en todas partes con el nombre de mundialización (o globaliza-
ción). La historia (al igual que la economía) de la literatura, tal
como la entenderemos aquí, es, por el contrario, la historia de las
rivalidades que tienen a la literatura por objeto y que han creado
--a fuerza de negativas, de manifiestos, de resistencia, de revolucio
nes específicas, de nuevos caminos, de movimientos literarios- la
literatura mundial.
1. La cursiva es mía.
2. Paul Valéry, «La liberté de i’esprit», Regarás sur le monde actuel, CEuvres,
París, Gallimard, 1960, «Bibl. de la Pléiade», t. II, p. 1081 (edición a cargo de
Jean Hytier).
25
var sus fluctuaciones, dentro de no sé qué cotización que constitu
ye la opinión del mundo sobre él. Podemos ver cómo esta cotiza
ción que figura en todas las páginas de los periódicos rivaliza aquí
y allá con otros valores. Porque hay valores rivales [...]. Todos esos
valores que suben y bajan constituyen el gran mercado de los
asuntos humanos.»1 «Una civilización es un capital», escribe más
adelante, «cuyo crecimiento puede proseguir durante siglos, al
igual que el de determinados capitales, y que absorbe sus intereses
compuestos.»2 Se trata, según él, de una «riqueza que debe acu
mularse como una riqueza natural, un capital que debe formarse
mediante cimientos progresivos en ios espíritus».3
Si, continuando la metáfora de Valéry, la aplicamos más con
cretamente a la economía específica del universo literario, se puede
describir la competencia que han entablado los escritores como un
conjunto de intercambios en los que está en juego el valor específi
co que se cotiza en el espacio literario mundial, eí bien común rei
vindicado y aceptado por todos: lo que él llama el «capital Cultura
o Civilización», y que es asimismo literario. Valéry cree posible eí
análisis de un valor específico que sólo tuviera cotización en ese
«gran mercado de los asuntos humanos», evaluable según normas
propias del universo cultural, sin medida común con la «economía
económica», pero cuyo reconocimiento sería el índice seguro de la
existencia de un espacio, nunca denominado como tal, un univer
so intelectual en donde se organizarían intercambios concretos.
1. Ibídem.
2. Ibídem, p. 1082.
3. Ibídem, p. 1090.
26
cen sus bienes», un «comercio intelectual general».[ «La aparición
de una Weltliteratur es», según Antoine Berman, «contemporánea
de la de un Weltmarkt.»2 La utilización deliberada del vocabulario
del comercio y de la economía en estos textos no era en modo al
guno, tanto para Goethe como para Valéry, metafórica: Goethe
insistía en el concepto concreto de «comercio de las ideas entre los
pueblos»,3 equivalente a «mercado de intercambio mundial uni
versal».4 Al mismo tiempo, se trataba de sentar los cimientos de
una visión específica de los intercambios literarios exenta de los
presupuestos «encantados» que ocultan la realidad de las relacio
nes entre los espacios nacionales, sin por ello reducir el intercam
bio a puros intereses económicos o nacionalistas. Por eso veía en el
traductor a un agente central de este universo, no solamente como
intermediario, sino también como creador de «valor» literario:
«De este modo, hay que considerar que cada traductor», escribe
Goethe, «es un mediador que se esfuerza en promover este inter
cambio espiritual universal y que se asigna como tarea el hacer
progresar este comercio generalizado. Se diga lo que se diga de la
insuficiencia de la traducción, esta actividad no deja de ser una de
las tareas más esenciales y más estimables del mercado de inter
cambio mundial universal.»5
27
gua es la literatura, más importante es el patrimonio nacional y más
numerosos son los textos canónicos que constituyen, en forma de
«clásicos nacionales», el panteón escolar y nacional. La antigüedad
es un elemento determinante del capital literario:1 da fe de la «rique
za» -en el sentido del número de textos-, pero también, y sobre
todo, de la «nobleza» de una literatura nacional, de su anterioridad
supuesta o afirmada con respecto a otras tradiciones nacionales y,
por la senda de la consecuencia, del número de textos declarados
«clásicos» (es decir, que escapan a la rivalidad temporal) o «universa
les» (es decir, liberados de todo particularismo). Los nombres de
Shakespeare, Dante o Cervantes resumen a la vez la grandeza de un
pasado literario nacional, la legitimidad histórica o literaria que con
fieren esos nombres a una literatura nacional y el reconocimiento
universal —por tanto, ennoblecedor y acorde con la ideología no na
cionalista de la literatura—de su grandeza. Los «clásicos» son el privi
legio de las naciones literarias más antiguas que, tras haber constitui
do como intemporales sus textos nacionales fundadores, y definido
así su capital literario como no nacional y no histórico, responden
exactamente a la definición que ellas mismas han dado de lo que ne
cesariamente debe ser la literatura. El «clásico» encarna la legitimidad
literaria en sí misma, esto es, lo que se reconoce como La literatura,
aquello a partir de lo cual se trazarán los límites de lo que será recono
cido como literario, lo que servirá de unidad de medida específica.
El «prestigio literario» tiene también sus raíces en un «medio»
profesional más o menos numeroso, un público restringido y culti
vado, el interés de una aristocracia o de una burguesía ilustrada, ce
náculos, una prensa especializada, colecciones literarias rivales y
prestigiosas, editores afamados, descubridores reputados -cuya re
putación y autoridad pueden ser nacionales o internacionales- y,
por descontado, escritores célebres, respetados y que se consagren
por entero a su tarea de escritura; en los países muy dotados lite-
1. Huelga decir que, para precisar el uso que hace Valéry deí concepto de
«capital cultura» o de capital literario, me apoyo en el concepto de «capital sim
bólico» elaborado por Pierre Bourdieu (véase, en particular, «Le marché des biens
symboliques», UAnnée sociologique, vol. 22, 1971, pp. 49-126) y en el de «capital
literario», propuesto en especial en Les Regles de l ’art\ París, Editions du Seuil,
1992. [L¿is reglas del arte, Barcelona, Anagrama, 1995.1
28
rariamente, los grandes escritores pueden convertirse en «profesio
nales» de la literatura. «Observen estas dos condiciones», escribe
Valéry. «Para que el material de la cultura sea un capital, exige
también la existencia de hombres que lo necesiten y que puedan
servirse de él [...], y que sepan, por otra parte, adquirir o ejercer las
costumbres que hacen falta, la disciplina intelectual, las convencio
nes y prácticas para utilizar el arsenal de documentos y de instru
mentos que los siglos han acumulado.»1 Así pues, este capital se
encarna también en todos los que lo transmiten, se apoderan de él,
lo transforman y lo reactualizan. Existe en forma de instituciones
literarias, académicas, jurados, revistas, críticas, escuelas literarias,
cuya legitimidad se mide por su número, su antigüedad y la efica
cia del reconocimiento que decretan. Los países de gran tradición
literaria revivifican a cada instante su patrimonio literario a través
de todos los que participan en él o se consideran sus responsables.
Para precisar los análisis de Paul Valéry, son de utilidad los
«indicadores culturales» que Priscilla Parkhurst Clark ha elabora
do con el fin de comparar las prácticas literarias en diversos países
y utilizarlas como indicadores objetivos del volumen de capital na
cional. Para ello analiza el número de libros publicados cada año,2
las ventas de libros, el tiempo de lectura por habitante y las ayudas
percibidas por los escritores, así como el número de editores y de
librerías, el de figuras de escritores en billetes de bancos y en se
llos, el de calles que llevan el nombre de un escritor célebre, el es
pacio reservado a los libros en la prensa y el tiempo dedicado a los
libros en los programas de televisión.3 Habría, por supuesto, que
29
añadir a esto el número de traducciones y, sobre todo, mostrar
que la «concentración de la producción y de la publicación de las
ideas», como dice en otro lugar Paul Valéry,1 no es exclusivamente
literaria, sino que depende mucho de los encuentros entre escrito
res, músicos y pintores, es decir, de la conjunción de varios tipos de
capitales artísticos que contribuyen a «enriquecerse» mutuamente.
Es también posible medir a contrario la ausencia o la debilidad
de capital literario nacional en los países muy desposeídos al res
pecto. El critico literario brasileño Antonio Candido, al describir
lo que él denomina la «debilidad cultural» de Latinoamérica, la re
laciona casi palabra por palabra con ia falta de todos los recursos
específicos que acabamos de mencionar: en primer lugar, el por
centaje elevado de analfabetismo, que implica, escribe Candido, la
«inexistencia, la dispersión y la precariedad de los públicos dispo
nibles para la literatura, debido al pequeño número de lectores
reales», así como la «falta de medios de comunicación y de difu
sión (editoriales, bibliotecas, revistas, periódicos); la imposibilidad
de especialización de los escritores en sus obras literarias, por lo
general ejecutadas como tareas marginales o incluso como un que
hacer de aficionados».2
Además de su antigüedad relativa y de su volumen, el capital
literario tiene también la característica de que descansa en juicios y
representaciones. Todo el «crédito» concedido a un espacio dotado
de una gran «riqueza inmaterial» depende de la «opinión del mun
do», como dice Valéry, esto es, del grado de reconocimiento que se
le otorga y de su legitimidad. Conocemos el lugar asignado por
Pound a la economía en sus Cantos; afirmaba asimismo en A BC de
la lectura la existencia de una economía interna en las ideas y en la
literatura: «Toda idea general se parece a un cheque bancario. Su
valor depende de quien lo (o la) recibe. Si el señor Rockefelier fir-
30
ma un cheque de un millón de dólares, es bueno. Si yo extiendo
un cheque de un millón, es una broma, una mistificación, no tiene
ningún valor [...]. Ocurre lo mismo en lo referente a los cheques
emitidos sobre el saber [...]. No se aceptan los firmados por un des
conocido sin referencias. En literatura, la referencia es el “ nombre”
del que escribe. Al cabo de cierto tiempo, se le concede crédito...»1
La idea de un «crédito»2 literario como el que esboza Pound per
mite comprender cómo, en el universo literario, el valor está aso
ciado directamente con la creencia. Cuando un escritor se convier
te en «referencia», cuando su nombre se ha convertido en un valor
en el mercado literario, es decir, cuando se cree que lo que hace po
see un valor literario, que está consagrado como escritor, entonces
se le «concede crédito»: el crédito, la «referencia» de Pound, es el
poder y el valor otorgados a un escritor, a una institución, a un lu
gar o a un «nombre» en virtud de la creencia que se le profesa; es,
pues, lo que él cree poseer, lo que se cree que posee y el poder que
quien cree en él le confiere («Somos», dice Valéry, «lo que creemos
ser y lo que creen que somos»).3
La existencia, a la vez concreta y abstracta, de este «oro espiri
tual», como lo llama Valéry Larbaud, del capital literario, sólo es
posible, en consecuencia, en la propia creencia que lo mantiene y
en el de sus efectos reales y concretos. En esta creencia se basa el
funcionamiento del universo literario entero: todos los jugadores
tienen en común en sus envites una reputación que no todos po
seen, o no en el mismo grado, pero por cuya posesión todos van a
luchar. El capital literario reconocido por todos es a la vez lo que
se pretende adquirir y lo que se reconoce como condición nece
saria y suficiente para participar en el juego literario mundial;
permite medir las prácticas literarias con el rasero de una norma
declarada legítima por todos. Existe únicamente, en su inmateria
31
lidad misma, porque ejerce, para todos los que participan en el
juego, y en particular para quienes carecen de los efectos objetiva
mente mensurables que perpetúan la creencia. El inmenso pro
vecho que los escritores desheredados han encontrado y siguen
encontrando en ser publicados y reconocidos en los centros -valo
rización de la traducción, prestigio conferido por determinadas
colecciones erigidas en símbolos de la excelencia literaria, o, en su
caso, por las instituciones literarias, ennoblecimiento garantizado
por ciertos prefacios, etc.- es uno de los efectos concretos de la
creencia literaria.
La literariedad
32
vado deí uso de una lengua en el universo escolar, político, econó
mico... Este valor específico debe distinguirse radicalmente de lo
que los analistas políticos del «sistema lingüístico mundial»1 descri
ben hoy día como los índices de centralidad de una lengua. De
pendiendo de la historia de la lengua, de la nación política, así
como de la literatura y del espacio literario, el patrimonio lingüísti-
co-literario está asimismo asociado con un conjunto de procedi
mientos técnicos elaborados en el curso de la historia literaria, de
investigaciones formales, de formas y de trabas poéticas o narrati
vas, de debates teóricos y de invenciones estilísticas que acrecientan
la gama de las posibilidades literarias. De manera que la «riqueza»
literaria y lingüística es eficiente a la vez en las representaciones y
en las cosas, en la creencia y en los textos.
En este sentido se puede comprender por qué algunos autores
que escriben en «pequeñas» lenguas pueden intentar introducir,
dentro mismo de su lengua nacional, no solamente las técnicas,
sino incluso las sonoridades de una lengua considerada literaria.
En 1780 Federico II, rey de Prusia, hace publicar en Berlín, en
francés (el texto se publica algún tiempo después en una traduc
ción alemana redactada por un funcionario del Estado prusiano),
un breve ensayo titulado De la littérature allemande, des défauts
qu ’on peut lui reprochen quelles en sont les causes, et par quels moyens
on peut les corriger [«De la literatura alemana, los defectos que
pueden reprochársele, cuáles son las causas de los mismos y por
qué medios pueden corregirse»].2 De este modo, el monarca ale
mán pone de manifiesto, en una adecuación extraordinaria entre
la lengua escogida y el propósito del libro, la dominación especí
ficamente literaria que ejerce a finales del siglo XVIII la lengua
francesa sobre las letras alemanas.3 Dando por sentada, pues, esta
preeminencia francesa —y dejando de lado los grandes textos en
33
lengua alemana de poetas y escritores como KIopstock, Lessing,
Wieland, Herder y Lenz, que la contradicen-, emprende la aplica
ción de una especie de plan de reforma de la lengua alemana, con
dición del nacimiento de una literatura alemana clásica. Para cum
plir su programa de perfeccionamiento de dicha lengua, que,
según él, es «medio bárbara» y «tosca», y a la que acusa de ser «di
fusa, difícil de manejar, poco sonora...», por oposición a las len
guas «elegantes» y «pulidas», Federico II propone lisa y llanamente
italianizar (o latinizar) el alemán: «Poseemos numerosos verbos
auxiliares y activos», afirma, «cuyas últimas sílabas son sordas y
desagradables, como sagen, geben, nehmen: añadid una a al final de
esas desinencias y convertidlas en sagena, gehena, nehmena, y esos
sonidos agradarán al oído.»1
Según el mismo mecanismo, Rubén Darío, fundador del
«modernismo»,2 se propuso introducir, al final del siglo XIX, la
lengua francesa en el castellano, o, dicho de otro modo, transferir
al español los recursos literarios del francés. La extraordinaria ad
miración del poeta nicaragüense por toda la literatura francesa de
su siglo, Hugo, Zola, Barbey d’Aurevilly, Catulle Mendés..., le in
citará a poner en práctica lo que llama el «galicismo mental». «La
adoración que siento por Francia», explica en un artículo publica
do en 1895 en La Nación de Buenos Aires, «fue inmensa y pro
funda desde mis primeros pasos espirituales. Mi sueño era escribir
en francés [...]. Y he aquí cómo, pensando en francés y escribien
do en un castellano cuya pureza hubiesen aprobado los académi
cos de España, publiqué el librito que habría de iniciar el actual
movimiento literario americano.»3
34
ciad literaria de las lenguas que denominó, con gran precisión, los
«mercados verbales». Al formular, con tanta clarividencia como
realismo, las desigualdades del comercio lingüístico y literario, a
través de una analogía económica de sorprendente realismo, escri
be: «Las lenguas sirven a la causa de la enemistad y, en su calidad
de sonidos singulares, para el intercambio de mercancías intelec
tuales, dividen a la humanidad plurilingüe en campos de lucha
aduanera, en una serie de mercados verbales, allende los límites de
cada uno de los cuales una lengua pretende la hegemonía y, de
esta manera, las lenguas, en cuanto tales, sirven a la desunión de la
humanidad y conducen a guerras invisibles-»1
Habría que elaborar un índice de autoridad literaria que per
mitiera dar cuenta de estas luchas lingüísticas a las que se entre
gan, sin saberlo siquiera, por su sola pertenencia a una área lin
güística, todos los actores y todos los jugadores del «gran juego»
de la literatura, por medio de los textos, las traducciones, las con
sagraciones y los anatemas literarios. Este índice tendría en cuenta
la antigüedad, la «nobleza», el número de textos literarios escritos
en cada lengua, el de textos universalmente reconocidos, el de tra
ducciones... Habría igualmente que oponer las lenguas de «gran
cultura» —es decir, las que poseen una literariedad intensa- a las de
«gran circulación». Las primeras son las que son leídas no sola
mente por quienes las hablan, sino también por los que piensan
que los que escriben en esas lenguas o son traducidos a ellas mere
cen ser leídos. Poseen en sí mismas «permiso» de libre circulación,
puesto que atestiguan la pertenencia a un «centro» literario.
Uno de los medios de elaborar ese índice y de medir la poten
cia propiamente literaria de una lengua podría consistir en trans
poner al universo literario los criterios utilizados por la sociología
política. Hay, en efecto, criterios objetivos que permiten medir el
lugar de una lengua en lo que Abram de Swaan, por ejemplo, lla
ma «el sistema lingüístico mundial en emergencia».2 Ve así el con
35
junto de las lenguas mundiales como un sistema en formación que
extrae su coherencia del multilingüismo. Para él, se puede evaluar
la centralidad (política) de una lengua (es decir, el volumen de su
capital propiamente lingüístico) por el número de hablantes pluri
lingües que la hablan: cuanto más numerosos son los políglotas
que hablan una lengua, más central es ésta, es decir, más dominan
te.1 Dicho de otro modo, incluso en el espacio político, el número
de hablantes de una lengua no basta para establecer su carácter
central en un sistema descrito como «figuración floral», esto es,
una configuración lingüística en que los políglotas unen con el
centro a todas las lenguas de la periferia. La propia «comunicación
potencial» (a saber, esquemáticamente, la extensión de un territo
rio lingüístico) es, siempre según Swaan, «el producto de la pro
porción de hablantes de una lengua en el conjunto de los hablantes
del (sub)sistema y la proporción de hablantes de esta lengua en el
conjunto de los hablantes multilingües del (sub)sistema».2 En el
universo literario, si el espacio de las lenguas puede también repre
sentarse mediante una «figuración floral», esto es, un sistema en el
que los políglotas y los traductores unen las lenguas de la periferia
con el centro, entonces se podrá medir la hterariedad (la potencia,
el prestigio, el volumen del capital lingüístico-literario) de una len
gua, no por el número de escritores o de lectores de la misma, sino
por el número de políglotas literarios (o protagonistas del espacio
literario, editores, intermediarios cosmopolitas, descubridores cul
tivados...) que la practican y por el número de traductores litera
rios -tanto en la exportación como en la importación-3 que hacen
circular los textos desde esa lengua literaria o hacia ella.
1. Ibídem, p. 219.
2. «The product o f the proporríon o f speakers o f a language among all speakers
in the (sub)system and the proportion o f speakers o f that language among the multi-
lingual speakers in the (sub)system, that is, the product o f its “plurality" and its
"centrality ” indicating respectiveíy its size and its position within the (.sub)system.»
A. de Swaan, loe. cit., p. 222.
3. Véase Valérie Ganne y Marc Minon, «Géographie de la traduction», Tra-
duire VEurope, F. Barret-Ducrocq (ed.), París, Payot, 1992, pp. 55-95. Distinguen
la «intraducción», o sea, la importación de textos literarios extranjeros en la lengua
nacional, de la «extraducción», o sea, la exportación de textos literarios nacionales.
36
Cosmopolitas y políglotas
37
para el común de los espíritus. Una e indivisible porque es, en cada
país, lo que hay a la vez de más nacional y de más internacional: de
más nacional, porque encarna la cultura que ha agrupado y formado
la nación, y de más internacional, porque sólo puede encontrar sus
iguales, su nivel, su medio, entre las élites de las demás naciones
De este modo, la opinión de un alemán lo bastante cultivado
para conocer el francés literario coincidirá probablemente, sobre un
libro francés cualquiera, con la opinión de la élite francesa y no con
el juicio de los franceses menos cultos».1 Esos grandes intermedia
rios, cuyo inmenso poder de consagración sólo se mide por su pro
pia independencia, obtienen, por tanto, su autoridad de su perte
nencia nacional, que es también, paradójicamente, garante de su
autonomía literaria. Como ellos forman, según la descripción de
Larbaud, una sociedad que ignora las divisiones políticas, lingüísti
cas y nacionales, se adecúan a ía ley de la autonomía literaria cons
truida contra las divisiones políticas y lingüísticas (universo uno e
«indivisible a pesar de las fronteras», afirma Larbaud) y consagran
los textos con arreglo al mismo principio de la indivisible unidad de
la literatura: al arrancarlos de las limitaciones y las compartimenta-
ciones literarias, imponen una definición autónoma (es decir, no
nacional, internacional) de los criterios de la legitimidad literaria.
Así se comprende el papel que desempeña la crítica como
creadora de valor literario. Paul Valéry, que asigna al crítico el pa
pel de experto encargado de evaluar los textos, emplea el término
de «jueces».2 Evoca a «esos expertos, esos aficionados inapreciables
que, aunque no creasen las obras propias, creaban su verdadero
valor; eran jueces apasionados, pero incorruptibles, para los cuales
o contra los cuales era hermoso trabajar. Sabían leer: virtud que se
ha perdido. Sabían escuchar e incluso comprender. Sabían ver.
Esto significa que lo que querían releer, volver a escuchar o revisar
se constituía, mediante ese retorno, en valor sólido. El capital uni
versal crecía con ello».3 Puesto que ia competencia de la crítica la
38
reconocen todos los protagonistas del universo literario (incluidos
los más prestigiosos y los más consagrados, como Valéry), los jui
cios y los veredictos que pronuncia (consagración o anatema) son
seguidos de efectos objetivos y mensurables. El reconocimiento de
James Joyce por las más altas instancias del universo literario lo ha
situado de entrada en la posición de fundador y lo ha transforma
do en una especie de «unidad de medida» de la modernidad litera
ria a partir de la cual se ha «estimado» el resto de la producción;
por el contrario, el anatema pronunciado contra Ramuz (por más
que es, sin duda, antes que Céline, uno de los «inventores» de la
oralidad en la narración novelesca) lo relegó al infierno de los se
gundos papeles provincianos de la literatura en lengua francesa. El
gigantesco poder de decir lo que es literario y lo que no lo es, de
trazar los límites del arte literario, pertenece exclusivamente a los
que se otorgan, y a los que se otorga, el derecho de legislar litera
riamente.
Al igual que la crítica, la traducción es, en sí misma, valoriza
ción o consagración o, como decía Larbaud, «enriquecimiento»:
«Al mismo tiempo que acrecienta su riqueza intelectual, [el tra
ductor] enriquece su literatura nacional y honra su propio nom
bre. N o es una empresa oscura y sin grandeza la de verter en una
lengua y en una literatura una obra importante de otra literatu
ra.»1 El «valor (literario) sólido» constituido por el reconocimiento
de la verdadera crítica permite, según Valéry, «acrecentar el capital
(literario) universal» al favorecer la anexión de la obra reconocida
al capital de quien la reconoce. Tanto el crítico como el traductor
contribuyen de esta forma al crecimiento del patrimonio literario
de la nación que consagra. El reconocimiento crítico y la traduc
ción son, por consiguiente, armas en la lucha por y para el capital
literario. Dicho esto, esos grandes intermediarios son -com o
muestra el caso de Valery Larbaud™ los más ingenuamente investi
dos de la representación más pura, más deshístoricizada, «desna
cionalizada», despolitizada de la literatura, los más firmemente
convencidos de la universalidad de las categorías estéticas a través
de las cuales evalúan las obras. Son, en otras palabras, los primeros
39
responsables de los malentendidos y los contrasentidos que carac
terizan a las consagraciones centrales (y en particular, como se
verá, parisinas), contrasentidos que son tan sólo uno de los efectos
de la ceguera etnocéntrica de los centros.
París, ciudad-literatura
40
del lujo y de la moda. París es así, pues, a la par capital intelectual,
árbitro del buen gusto y lugar fundador de la democracia política
(o reinterpretada como tal en el relato mitológico que ha circula
do por el mundo entero), ciudad idealizada donde puede procla
marse la libertad artística.
Libertad política, elegancia e intelectualidad dibujan una es
pecie de configuración única, una combinación histórica y mítica
que ha permitido, en la práctica, inventar y perpetuar la libertad
del arte y de los artistas. En París Guide, Victor Hugo hacía de la
Revolución Francesa el «capital simbólico» principal de la ciudad,
su especificidad real. Sin 1789, dice, París tal vez no hubiera al
canzado la supremacía: «Roma tiene más majestad, Tréveris tiene
más antigüedad, Venecía tiene más belleza, Nápoles tiene más
gracia, Londres, más riqueza. ¿Qué tiene París, entonces? La Re
volución... París es, de toda la tierra, el lugar en que mejor se oye
crujir el inmenso velamen invisible del progreso.»1 Para muchos
extranjeros, en efecto, durante largo tiempo, al menos hasta la dé
cada del 1960, la imagen de la capital se confundía con ei recuer
do de la Revolución Francesa, las insurrecciones de 1830, 1848,
1870-1871, con la conquista de los Derechos del Hombre y la fi
delidad al principio del derecho de asilo, así como con los grandes
«héroes» de la literatura. Georges Glaser escribe: «En mi pequeña
patria, el nombre “París” sonaba como una palabra de leyenda.
Más tarde, mis lecturas y mis experiencias no la despojaron de este
brillo. Era la ciudad de Henri Heine, la ciudad de Jean-Christo-
phe, la ciudad de Hugo, de Balzac, de Zola, la ciudad de Marat,
Robespierre, Danton, la ciudad de las barricadas eternas y de la
Comuna, la ciudad del amor, de la luz, de la frivolidad, de la risa
y del placer.»2
Otras ciudades, y en especial Barcelona, que acumula, durante
el período franquista, una reputación de tolerancia política y un
41
gran capital intelectual, pueden reunir características próximas a
las de París. Pero la capital catalana desempeña el papel de capital
literaria en un plano estrictamente nacional o, más extensamente,
lingüístico, si se incluyen los países latinoamericanos. París, en
cambio, debido a la importancia de sus recursos literarios, únicos
en Europa, y al carácter excepcional de la Revolución Francesa,
desempeña en la constitución del espacio literario mundial un pa
pel asimismo único. Walter Benjamin muestra, en Paris, capitale
du XIX siecle, que la reivindicación de libertad política, directa
mente mezclada con la invención de la modernidad literaria, es la
particularidad histórica de París: «París es, en el orden social, el
equivalente de lo que es el Vesubio en el orden geográfico. Es un
macizo peligroso y rugiente, un foco de revolución siempre activo.
Pero, al igual que las laderas del Vesubio se han convertido en ver
geles paradisíacos gracias a las capas de lava que las recubren, el
arte, la vida mundana, la moda florecen como en ningún otro si
tio sobre la lava de las revoluciones.»1 Benjamin habla también, en
su correspondencia, de la «pareja maldita» compuesta por Baude-
laire y Blanqui, que simboliza el encuentro por excelencia, como
si lo personificara, entre la literatura y la revolución.
42
en lugar novelesco por excelencia (El vientre de París, E l spleen de
París, Los misterios de París, Nuestra Señora de París, Papá Goriot,
Esplendores y miserias de las cortesanas, Las ilusiones perdidas, La ra
lea..). Infatigablemente descrito, figurado, reproducido literaria
mente, París se ha convertido en La literatura. La descripción lite
raria de París ha multiplicado y, sobre todo, proclamado, exhibido
su crédito, porque en cierto modo venía a objetivizar y como a
«probar», de manera específica e irrefutable, su unicidad. «La ciu
dad de las cien mil novelas», según expresión de Balzac, encarna
literariamente la literatura. Y, como consecuencia de la configura
ción inseparablemente literaria y política que constituye el funda
mento de su potencia específica, su representación por excelencia
es la del París revolucionario. Las descripciones literarias de las in
surrecciones populares (en La educación sentimental, E l noventa y
tres, Los miserables, E l insurrecto, etc.) condensan en cierto modo
todas las representaciones sobre las que descansa la leyenda de Pa
rís. Todo sucede como si la ciudad de la literatura llegase a con
vertir literariamente acontecimientos que hacen época en el uni
verso político, reforzando aún más, mediante esta metamorfosis,
la creencia y el capital parisinos.
43
esta «recitación», a fuerza de repetirse como una evidencia, se con
vierte, de alguna manera, en una realidad.1
Por eso todos los textos literarios -franceses o extranjeros-
que han intentado describir, comprender y definir la esencia de
París han retomado, sin cambiar una palabra, el estribillo inagota
ble de la unicidad y la universalidad de París, y ello dentro de una
continuidad histórica casi perfecta: este ejercicio de estilo se formó
todo a lo largo del siglo XIX y duró al menos hasta la década de
1960, como un tema impuesto a todos los que aspiraban a la con
dición de escritor.2 Así, en su prefacio al célebre Tablean de Taris
[«Cuadro de París»] (1852), Edmond Texier, que describe la ciu
dad como «compendio del universo», «humanidad hecha ciudad»,
«foro cosmopolita», «gran pandemonio», «ciudad enciclopédica y
universal»3 se limita a enumerar los tópicos formados sobre Pa
rís. La comparación con las grandes capitales de la historia univer
sal es también uno de los topoi más utilizados (y más manidos)
para ensalzar a París. Valéry la comparará a Atenas y Alberto Savi-
nio a Delfos, el ombligo del mundo;4 el romanista alemán Ernst
Curtius, en su Essai sur la Trance, la preferirá a Roma: «La Roma
antigua y el París moderno son los dos únicos ejemplos de un fe
nómeno único: en principio metrópolis políticas de un gran Esta
do, estas ciudades asimilaron la vida nacional e intelectual de sus
países respectivos; luego, al crecer en esplendor, acabaron convir
tiéndose en un centro de cultura internacional para el conjunto
44
del mundo civilizado.»1 Hasta el discurso recurrente sobre la des
trucción apocalíptica de París -uno de los capítulos obligatorios
de todas las crónicas y evocaciones de París a lo largo del siglo
XIX- 2 no es posible elevar la ciudad, mediante el destino trágico
que le será prometido, al rango de todas las grandes capitales míti
cas, Nínive, Babilonia, Tebas: «Todas las grandes ciudades han
perecido de muerte violenta», escribe Máxime du Camp, «la histo
ria universal es el relato de la destrucción de las grandes capitales;
se diría que esos cuerpos pletóricos e hidrocéfalos deben desapare
cer en cataclismos.»3 Evocar la desaparición de París no es sino
una manera de engrandecería más y, arrancándola a la historia,
elevarla al rango de mito universal.4
Roger Caillois, en su estudio sobre Balzac, define París como
un mito moderno creado por la literatura.5 Por eso la cronología
histórica tiene poca importancia aquí: los lugares comunes de las
descripciones parisinas son transnacionales y transhistóricos. Son
una medida de la forma y de la difusión de la creencia literaria. Las
representaciones literarias de París no son, ni mucho menos, el pri
vilegio de escritores franceses. Al contrario, la creencia en la omni
potencia específica de París se difunde literariamente en todo el
mundo. Las descripciones de París hechas por extranjeros y lleva
das a sus países se convierten en vehículos de la creencia en la lite-
rariedad de la ciudad. El escritor yugoslavo Danilo Kis (1935-
1989) cuenta, en un texto escrito en 1959, que la leyenda pari
siense que había acunado toda su juventud procedía menos de la
45
literatura y la poesía francesas, que conocía, sin embargo, perfecta
mente, que de poetas yugoslavos o húngaros: «Me parecía de pron
to claro que no construí el París de mis sueños extrayéndolo de los
franceses, sino que —de una forma extraña y paradójica- es un ex
tranjero quien me inoculó el veneno de la nostalgia. [...]. Pienso en
todos esos náufragos de la esperanza y del sueño que han lanzado el
ancla en un puerto de salvación parisino: Matos, Tin Ujevic, Bora
Stankovic, Crnjanski [...]. Pero Ady* fue el único que consiguió
expresar y poner en verso todas esas nostalgias, todos los sueños de
los poetas que se prosternaron ante París como delante de un ico
no.» Danilo Kis, en este texto escrito con ocasión de su primer via
je a París, es, sin duda, el que mejor ha evocado esta visión total
mente literaturizada, es decir, esta convicción de penetrar en el
verdadero teatro de la literatura: «No llegué a París como extranje
ro, sino como alguien que va en peregrinación a los paisajes ínti
mos de su propio sueño, a una Terra nostalgia [...]• Los panoramas
y los asilos de Balzac, el “vientre de París” naturalista de Zola, eí
spleen de París baudeleriano de ios Pequeños poemas en prosa, así
como sus viejas y sus mestizas, los ladrones y las prostitutas en el
perfume amargo de las Flores del mal, los salones y los coches de
punto proustianos, el puente Mirabeau de Apollinaire [...], Mont-
martre, Pigalle, la plaza de ía Concordia, el bulevar Saint-Michel,
los Campos Elíseos, el Sena [...], todo eso no eran sino puros lien
zos impresionistas salpicados de soí cuyos nombres reavivaban mi
sueño [...J. Los miserables de Hugo, ías revoluciones, las barricadas,
el rumor de ía historia, la poesía, la literatura, el cine, la música,
todo esto se agitaba y bullía resplandeciente en mi cabeza mucho
antes de que plantara el pie en el suelo de París.»2
Octavio Paz evoca también en Vislumbres de la India su descu
1. Endre Ady, poeta húngaro (1877-1919), uno de los líderes del movi
miento literario centrado en la revista Nyugat. Pasó varios años en París, donde
se familiarizó con los poetas simbolistas franceses. Corresponsal en Francia
de varios periódicos húngaros, fue cronista del París de la Belle Époque y uno de
los grandes renovadores de las ideas y de la poesía húngaras. Kis había traducido
sus poemas, para los que afirma haber buscado editor durante muchos años.
2. Danilo Kis, «Excursión á París», NRF, n.° 525, octubre de 1996, pp. 88-
115 (trad. de P. Delpech).
46
brimiento de París a finales de los años 40 y muestra que para él
se trataba de una especie de materialización de lo que, hasta enton
ces, había sido de orden puramente literario: «[...] en mis paseos y
caminatas», escribe, «descubría lugares y barrios desconocidos pero
también reconocía otros, no vistos sino leídos en novelas y poemas.
París era, para mí, una ciudad, más que inventada, reconstruida
por la memoria y por la imaginación.»1 El español Juan Benet ates
tigua a su manera la misma atracción: «Me atrevo a afirmar que en
tre 1945 y 1960, todavía París polarizaba casi toda la atención del
creador o del estudioso [de Madrid] [...]. Aunque muy asordinados
los ecos de la cultura de entreguerras, París seguía siendo París y,
pese a la derrota, la cultura francesa seguía ocupando el lugar de
privilegio que tradicionalmente le ha reservado el liberal español.
[...] París todavía retenía algo del múltiple encanto que despertaba
desde 1900 y no sólo como el único punto donde podía hacerse
una carrera y encontrar un prestigio sino también como la insusti
tuible escuela del hombre de mundo que no podía conformarse
con la torpe inocencia hispánica [...].» Resumiendo los dos rasgos
característicos de París -política e intelectualidad-, añade: «Por si
fuera poco, después de la guerra vino a adornarse con nuevos atri
butos; por un lado la hospitalidad antifranquista y la posibilidad
de conducir desde allí la guerra ideológica contra la dictadura y,
por otro, la furiosa y nocturna modernidad del existencialismo
que, sin competencia alguna, acapararía durante buen número de
años todo el inconformismo universitario.»2
47
de Adrienne Monnier, que fue uno de los templos parisinos de
consagración literaria, «está la patria de los que no han encontrado
patria, seres libres de cualquier atadura.»1 París se convierte así en
la capital de quienes se proclaman sin nación y por encima de las
leyes: los artistas. «En arte no hay extranjeros», decía Brancusi a
Tzara en una reunión celebrada en 1922 en la Closerie des Lilas.2
La aparición casi sistemática del tema de la universalidad en las
evocaciones de París es uno de los indicios más demostrativos de
su condición universalmente reconocida de capital literaria. El he
cho de que le otorguen un crédito de universalidad (casi) universal
le confiere un poder de consagración universal que a su vez causa
efectos significativos sobre la realidad. Valéry Larbaud, en Paris de
France, hacía el retrato del cosmopolita ideal (cuya autonomía po
día reafirmar tras el intervalo nacionalista de la guerra del 14-18):
es, escribe «el parisiense cuyo horizonte se extiende mucho más
allá de su ciudad; que conoce el mundo y su diversidad, que cono
ce por lo menos su continente, las islas vecinas [...], que no se
contenta con ser de París [...]. Y todo ello para la mayor gloria de
París, para que nada le sea ajeno, para que la ciudad esté en con
tacto permanente con toda la actividad del mundo y consciente de
este contacto, y se convierta así en la capital -por encima de todas
las políticas “locales”, sentimentales o económicas- de una especie
de Internacional intelectual.»3
A la creencia en su literatura y su liberalismo político, París
añade la fe en su internacionalismo artístico. Lo universal procla
mado sin cesar que hace de París el lugar universal del pensa
miento, en una especie de circulación y contaminación de los
efectos y las causas, produce dos tipos de consecuencias: unas
imaginarias, que contribuyen a construir y a consolidar la mito
logía parisina; las otras reales -la afluencia de artistas extranje
ros, refugiados políticos o artistas aislados que van a cursar sus
1. Henri Michaux, «Lieux lointaíns», Mercure de France, n.° 1109 (Le Son-
venir d ‘Adrienne Monnier), 1 de enero de 1956, p. 52.
2. AJexandra Parigoris, «Brancusi: en art ii n’y a pas d’étrangers», Le París des
étrangers, A. Kaspi y A. Mares (eds.), París, Imprimerie nationale, 1989, p. 213.
3. V. Larbaud, «Paris de France», Jaune, bleu, blanc, op. cit., p. 15.
48
«clases» a París-, sin que se pueda decir cuáles de ellas son las
consecuencias de las otras. Los dos fenómenos se acumulan y
se desmultiplican, y cada uno contribuye a sustentar al otro y a
prestarle la garantía que precisa. París es universal por partida do
ble: en la reputación de universalidad y en los efectos reales que
produce esa reputación.
La fe en la potencia y la unicidad de París ha producido, en
efecto, una inmigración masiva, y esta visión de la ciudad como
compendio del universo (que hoy en día se presenta como la ver
tiente más grandilocuente de este discurso creado sobre París) es
asimismo la prueba del cosmopolitismo real de la ciudad. La pre
sencia de comunidades extranjeras muy numerosas, afincadas en la
ciudad entre 1830 y 1945 -polacos, italianos, checos y eslovacos,
siameses, alemanes, armenios, africanos, latinoamericanos, japone
ses, rusos, norteamericanos..., refugiados políticos de todo género
y artistas llegados de todo el mundo para codearse con la poderosa
vanguardia francesa-, y que dibujan muy exactamente la inverosí
mil síntesis del asilo político y de la consagración artística,1 hace
efectivamente de la ciudad una nueva «Babel», una «Cosmópoiis»,
una encrucijada mundial del universo artístico.
La libertad asociada con la capital literaria encuentra su
encarnación en el plano específico en lo que se ha llamado ia «vida
bohemia»: la tolerancia con esta manera de vivir es una de las
características, a menudo realzada, de la «vida parisina». Arthur
Koestler, que huyendo de la Alemania nazi llega a Zurich en 1935 a
través de París, compara las dos ciudades y escribe en su autobiogra
fía: «Nos pareció más difícil ser pobres en Zurich que en París. Aun
que Zurich sea la ciudad más grande de Suiza, reinaba allí una atmós
fera intensamente provinciana, saturada de opulencia y de virtud. En
Montparnasse se podía considerar la pobreza como una broma, una
extravagancia de “bohemios”; pero Zurich no tenía nada de Mont
parnasse, no había tabernas baratas y tampoco aquella clase de hu
mor. En esa ciudad limpia, filistea, ordenada, la indigencia era, sim
49
plemente, degradante; y aunque ya no sufriéramos hambre, éramos,
sin embargo, muy pobres.»1 La oposición con la vida zuriquesa per
mite comprender uno de los grandes atractivos de París para los artis
tas de todo el mundo: debido a una concentración única de capital
específico, y a una conjunción excepcional de libertad política, sexual
y estética, ofrece la posibilidad de lo que se llama justamente la bohe
mia, es decir, la pobreza elegante y libremente elegida.
Muy pronto se acude a París también para reivindicar y pro
clamar nacionalismos políticos que inauguran literaturas y artes
nacionales. París se convierte en la capital política de los polacos
tras la «gran emigración» de 1830, y de los nacionalistas checos en
el exilio a partir de 1915. La prensa de carácter nacional prolifera,
órganos de reivindicación de independencias nacionales como E l
Americano en 1872, que preconiza un nacionalismo hispanoame
ricano, La Estrella de Chile, La República Cubana, fundado en
1896, órgano del gobierno republicano cubano instalado en París.
La colonia checa lanza en 1914 el periódico nacionalista N a Zdar,
luego Vlndépendance tchécoslovaque en 1915, órgano oficial checo.
Paradójicamente, «como París, en el campo del arte, estaba en las
antípodas del nacionalismo», afirma en íos años 1950 eí crítico de
arte norteamericano Harold Rosenberg, «el arte de cada nación se
afirmaba en París». Y enumera, un poco al estilo de Gertrude
Stein, lo que a su juicio constituye la deuda americana con respec
to a París: «En París, la lengua de América encontraba su medida
exacta de poesía y de elocuencia. Allí nacieron la crítica que llegó a
comprender el arte y la música populares norteamericanos, la téc
nica cinematográfica de Gríffith, la decoración de interiores estilo
Nueva Inglaterra y íos planos de las primeras máquinas america
nas, las pinturas de arena de ios navajos, los paisajes de patios tra
seros de Chicago y del East Side.»1 Esta especie de reapropiación
nacional, que autoriza de algún modo la «neutralidad» o la «desna
50
cionalización» de París, es asimismo subrayada por los historiado
res de Latinoamérica, que han mostrado cómo los intelectuales de
esos países se «descubrieron» nacionales en París, y más amplia
mente en Europa. El poeta brasileño Oswald de Andrade, «desde
lo alto de un estudio de la place Clichy -ombligo del m undo-
descubrió maravillado su propio país», escribe Paulo Prado en
1924;1 mientras que el poeta peruano César Vallejo exclama:
«Partí para Europa y aprendí a conocer el Perú.»2
Fue en París donde Adam Mickiewicz (1798-1855) escribió
Pan Tadeusz, considerada actualmente la epopeya nacional polaca.
Mór Jokai (1825-1904), uno de los escritores húngaros más leídos
en su país hasta la década de 1960, escribió en sus memorias: «To
dos éramos franceses, no leíamos nada más que Lamartine, Miche-
let, Louis Blanc, Sue, Victor Hugo y Béranger, y si había algún poe
ta inglés o alemán que hallaba gracia ante nuestros ojos, eran
únicamente Shelley o Heine, ambos rechazados por su propio país,
inglés o alemán solamente por la íengua, pero franceses ambos por
su alma.»3 El poeta norteamericano Wiiliam Carlos Williams hace
de París la «meca artística»; el poeta y escritor japonés Kafu Nagai
(1879-1959) se prosternó ante la tumba de Maupassant cuando lle
gó a París en 1917. El «Manifiesto del futurismo» italiano, firmado
por Marinetti, fue publicado en Le Fígaro del 20 de febrero de
1909, antes de ser traducido al italiano en la revista milanesa Poesía.
Manuel de Falla, que vivió en París entre 1907 y 1914, declara en
su correspondencia: «Para todo lo que concierne a mi oficio, mi pa
tria es París.»4 La ciudad es la «Babel negra» para los primeros inte-
51
lectual.es africanos y antillanos que llegan a la capital francesa en los
años 2 0 .1
La fe es tan grande que, en ciertas partes del mundo, hay es
critores que empiezan a escribir en francés: el brasileño joaquim
Nabuco (1849-1910) escribió en francés, en 1910, una obra de
teatro en alejandrinos que trataba de los problemas de conciencia
de un alsaciano después de la guerra de 1870 (L ’option); Ventura
García Calderón, Castro Alves (poeta brasileño de la abolición de
la esclavitud), César Moro, Alfredo Gangotena (poeta ecuatoria
no, amigo de Michaux, que vivió largo tiempo en París). El nove
lista brasileño Machado de Assis calificó a los franceses de «el pue
blo más democrático del mundo» y dio a conocer en Brasil a
Lamartine y Alexandre Dumas.
La fascinación por la capital francesa en América Latina llegó
a su apogeo a fines del siglo XIX: «Yo soñaba con París desde
niño», escribe Darío, «a punto de que, cuando hacía mis oracio
nes, rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París
era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la
felicidad sobre la tierra.»2 La misma nostalgia evoca el poeta japo
nés Sakutaro Hagiwara (1886-1942), producto de esta extraordi
naria fe internacional en París, cuando escribe:
52
Lucila Godoy escogió llamarse Gabriela Mistral a causa de la
admiración que sentía por el poeta Mistral. Gabriela obtuvo en
1945 el primer Premio Nobel de literatura latinoamericano por/
una obra cuyos modelos fueron todos europeos y en la que cantó
incluso «los pueblos sobre el Ródano, extenuados de agua y de ci
garras». Whitman escribió en 1871 un himno a la Francia vencida
en 1870, en el que figuran todas las representaciones míticas de
París, símbolo de la libertad:
53
lírica, nacional, del capital literario. Francia y los franceses no han
cesado de ejercer y de imponer, sobre todo en sus empresas colonia
les, pero también en sus relaciones internacionales, un «imperialis
mo de lo universal»1 («Francia, madre de las artes...»). Este uso na
cional de un capital desnacionalizado incluso ha servido de apoyo a
las formas más pedestres de nacionalismo, como las que se dan entre
los escritores más virulentamente inscritos en la tradición nacional,
54
ción de las «lenguas comunes» (que se convertirán después en «len
guas nacionales»1). Benedict Anderson2 ve incluso, en la expansión
de las lenguas vulgares como base al mismo tiempo administrativa,
diplomática e intelectual de los Estados europeos emergentes al fi
nal del siglo XV y al comienzo del siglo XVI, el fenómeno central que
explica la aparición de dichos Estados. Existe un lazo orgánico, o de
interdependencia, entre la aparición de los Estados nacionales, la
expansión de las lenguas vulgares (que se convierten entonces en
«comunes») y la constitución correlativa de relatos literarios escritos
en dichas lenguas vulgares. La acumulación de recursos literarios se
enraíza, pues, forzosamente en la historia política de los Estados.
Más precisamente, cabe pensar que los dos fenómenos -eí de
formación del Estado y el de la emergencia de literaturas en nuevas
lenguas- nacen del mismo principio de «diferenciación». Al distin
guirse unos de otros, es decir, al afirmar sus diferencias mediante ri
validades y luchas sucesivas, los Estados europeos van a surgir poco
a poco, haciendo aparecer ai tiempo, a partir del siglo XVI, una pri
mera forma de campo político internacional. En este universo polí
tico en formación, que puede describirse como un sistema de dife
rencias -en eí sentido en que los lingüistas hablan de la lengua
como de un sistema fonético de diferencias-, la lengua desempeña,
evidentemente, un papel central de «marcador» de diferencia. Se
convierte también en el objeto de las luchas que se situarán en la in
tersección del espacio político naciente y deí espacio literario en
formación.3 Por eso el proceso paradójico del nacimiento de la lite
ratura hunde sus raíces en la historia política de los Estados.
55
La defensa específica (es decir, específicamente literaria) de las
lenguas vulgares por grandes representantes del mundo de la cultura
en el Renacimiento,1 que adopta muy pronto la forma de la rivali
dad entre esas «nuevas» lenguas (nuevas en el mercado de las letras),
se hará de un modo inseparable en la modalidad literaria (Dejfence
et Illustration de la langue frangoyse) y en la política. En este sentido,
se puede decir que las rivalidades específicas que surgen en el mun
do intelectual europeo del Renacimiento se basan y se legitiman en
las luchas políticas. De la misma manera, en el siglo XIX, en el mo
mento en que se difunde el concepto de «nación», las instituciones
nacionales servirán, en cierto modo, de fundamento del espacio lite
rario. Debido a su dependencia estructural, el espacio literario mun
dial se construye, pues, también a través de las rivalidades interna
cionales inseparablemente literarias y políticas.
Desde las premisas de la unificación del espacio literario, los
fondos literarios nacionales, lejos de constituirse en el ámbito li
mitado y la irreductibilidad «natural» del «genio» de la nación,
han sido el arma y el desafío que han permitido a los nuevos pre
tendientes entrar en la competencia literaria internacional. Para
luchar mejor las unas contra las otras, las naciones centrales se han
esforzado en promover definiciones y especificidades literarias que
son asimismo, en gran parte, rasgos generados por oposición o di
ferenciación estructurales. Sus rasgos dominantes sólo pueden
comprenderse, con harta frecuencia, como en el caso de Alemania
y de Inglaterra frente a Francia, a la luz de una oposición explícita
a los rasgos reconocidos de la cultura nacional predominante. Las
literaturas no son, por tanto, la emanación de una identidad na
cional, sino que se crean en la rivalidad (siempre negada) y la lu
cha literarias, siempre internacionales.
56
permite vincular la idea de una economía propia del universo lite
rario con la de una geopolítica literaria. En efecto, ninguna entidad
«existe» por y en sí misma. Nada es más internacional, bien mira
do, que el Estado nacional: sólo se construye en relación con otros
Estados, y a menudo en contra de ellos. O, de otro modo, no se
puede describir ningún Estado, ni el que Charles Tilly llama «seg
mentado», esto es, en formación, ni, a partir de 1750, el Estado
«consolidado»1 (o Estado nacional), a saber, el Estado en el sentido
moderno, como entidad autónoma, separada, que halla en sí mis
ma el principio de su existencia y de su coherencia. Al contrario,
cada Estado es creado por sus relaciones, es decir, por la rivalidad,
por su competencia constitutiva con otros Estados. El Estado es
una realidad relacional, la nación es internacional.
Más tarde, la construcción (o la reconstrucción) de las identi
dades nacionales y la definición política de la nación -sobre todo
en el siglo X IX - no serán fruto de una pura historia autónoma que
se despliega en un ámbito limitado de historias incomparables y
sin correspondencia. Son las mitologías nacionales las que inten
tan reconstruir (a posteriori, para las naciones más antiguas) como
singularidades autárquicas fenómenos que sólo se dan en las rela
ciones entre los conjuntos nacionales. Michael Jeismann2 mostró
que fue el antagonismo franco-alemán, verdadero «diálogo de ene
migos», lo que permitió la constitución de los dos nacioiialismos.
Según él, la nación se construiría como vínculo y oposición con
un enemigo «natural». Asimismo, en su libro Britons. Forging the
Nation. 1707-1837? Linda Colley muestra que la nación inglesa
se ha construido de cabo a rabo contra Francia.
Pero el diseño de esta doble configuración sólo prevé la emer
gencia de los nacionalismos a partir de una relación dual y bélico-
57
sa. Ahora bien, la estructura de las luchas nacionales en el mundo
permite dibujar un espacio de rivalidades y de competencias mu
cho más complejo, un conjunto de luchas que pueden tener obje
tivos y capitales diversos: el combate puede ser literario, político,
económico... La totalidad del espacio político mundial es el pro
ducto de rivalidades y de luchas políticas cuya relación dual de en
frentamiento con enemigos históricos -tal como describe Danilo
Kis en Cas anatomije [«La lección de antomía»] entre los serbios y
los croatas-1 no es sino la forma más arcaica y más simple.2
La despolitización
) . Danilo Kis, La Legón danata míe, París, Fayard, 1993 (trad. de P. Del-
pech).
2. En este sentido, Michel Espagne ha demostrado que, para comprender
Jas relaciones culturales entre Francia y Alemania, y para evitar incurrir en antí
tesis simplistas, habría que propiciar una comparación multilateral y mostrar
que esas relaciones enfrentadas se entablan a menudo por intermedio de un país
mediador, una especie de tercer término o «tercero neutral». Así, en las relacio
nes entre Francia y Rusia, Alemania puede desempeñar el papel de una «tercera
zona cultural mediadora». Cf., en especial, «Le miroir allemand», Revue genna-
nique Internationale, u.° 4, 1995, y «Le train de Saint-Pétersbourg. Les relations
cuiturelles franco-germano-russes apres 1870», iHiilologiques IV. Transferís cultu
réis triangulaires France-Allemagne-Russie, K. Dmitrieva-M. Espagne (eds.), Pa
rís, Editions de la Maison des Sciences de l’Homme, 1996, pp. 311-335.
58
Los escritores -al menos una parte de ellos—pueden entonces
negarse, tanto colectiva como individualmente, a aceptar la defini
ción nacional y política de la literatura. El paradigma de esta rup
tura es, sin duda, el «Yo acuso» de Zola. Al mismo tiempo, los re
tos y las competencias transnacionales, al deshacerse a su vez de las
rivalidades estrictamente nacionales y políticas, adquieren su auto
nomía. La conquista de la libertad del conjunto del espacio litera
rio mundial se obtiene al hacerse autónomo cada ámbito literario
nacional; las luchas y sus desafíos se deshacen de las imposiciones
políticas para obedecer de modo exclusivo a la ley específica de la
literatura.
Así pues, por poner el ejemplo en apariencia más desfavorable
a la hipótesis propuesta, el renacimiento literario alemán de finales
del siglo XVIII se ajusta a los desafíos nacionales: es la forma litera
ria de una fundación nacional tanto política como literaria. La
formación de la idea de literatura nacional en Alemania se explica,
en principio, por el antagonismo político con Francia, cuya cultu
ra ocupaba una posición dominante en Europa. Isaiah Berlin, en
especial, ha mostrado que las formas específicas del nacionalismo
alemán tenían sus raíces en la humillación alemana: «Los franceses
dominaban política, cultural y militarmente el mundo occidental.
Los alemanes, humillados y vencidos [...], reaccionaron alzándose
violentamente y rechazando su pretendida inferioridad. Compara
ron su profunda vida espiritual, su acendrada humildad, su bús
queda desinteresada de los auténticos valores —lo simple, lo noble,
lo sublime-, con la de los franceses, ricos, mundanos, provistos de
todo, corteses, despiadados y moralmente vacíos. Este talante se
tornó febril durante la resistencia nacional a Napoléon y fue, de
hecho, el exponente original de la reacción de una sociedad retra
sada y explotada, en todo caso tutelada y que, herida por la infe
rioridad aparente de su situación, se volvía hacia los triunfos reales
o imaginarios de su pasado, y se embriagaba de su cultura nacio
nal.»1 El prodigioso desarrollo de la cultura literaria alemana a
59
partir de la segunda mitad del siglo XVIII está ligado, en primer lu
gar, con los retos directamente políticos: insistir en la grandeza
cultural era también una manera de afirmar la unidad del pueblo
alemán más allá de su desunión política. Pero las armas adoptadas,
la materia de los debates, la forma que éstos revisten, la talla de los
más grandes poetas e intelectuales alemanes, su creación poética y
filosófica, revolucionaria para toda Europa e incluso para la propia
literatura francesa, le confieren poco a poco una independencia
excepcional y una potencia propia. El romanticismo es y no es na
cional. O, más bien, lo es al principio para despojarse mejor de
cualquier constreñimiento nacional. El conflicto estructural con
Francia engendra formas eufemizadas y estrictamente intelectuales
que ya sólo son comprensibles a partir de ia historia de los dos es
pacios literarios.
Según una lógica semejante, más allá de ías diferencias de tiem
po y de lugar, los escritores latinoamericanos han conquistado una
existencia y una consagración internacionales que otorgan a sus es
pacios literarios nacionales (e incluso, más ampliamente, al espacio
latinoamericano) un reconocimiento y un peso en el universo lite
rario que no se corresponden con los de los conjuntos políticos co
rrelativos en el espacio político internacional. Hay una autonomía
relativa del hecho literario así que el patrimonio literario acumula
do (las obras, el reconocimiento universal, la consagración interna
cional de los escritores designados como «grandes»...) permite a los
creadores escapar a la influencia político-nacional. Por ese motivo,
como recordaba Valery Larbaud, el mapa literario e intelectual no
puede superponerse al mapa político, puesto que la historia (como
la geografía) literaria no puede reducirse a la historia política. Pero
siempre depende relativamente de ésta, sobre todo en ías regiones
poco dotadas de recursos literarios.
Así eí espacio literario mundial se articula y se unifica según
un doble movimiento que, como veremos, se ordena con arreglo a
los dos polos antagonistas de este universo. Por un lado, un movi
miento de ampliación gradual que se acompaña del acceso de las
diversas partes del mundo a la independencia nacional. Y, por
otro, un movimiento de soberanía, es decir, de emancipación lite
raria frente a las imposiciones políticas (y nacionales).
60
La dependencia origina! de ia literatura con respecto a la na
ción constituye la base de la desigualdad que estructura el universo
literario. Puesto que las historias nacionales (políticas, económicas,
militares, diplomáticas, geográficas...) no son sólo diferentes, sino
también desiguales (y, por ende, rivales), los recursos literarios,
siempre marcados por el sello de la nación, son igualmente de
siguales y se reparten desigualmente entre ios universos nacionales.
Los efectos de esta estructura pesan sobre todas las literaturas na
cionales y sobre todos los escritores: las prácticas y las tradiciones,
las formas y las estéticas vigentes en una nación literaria determina
da sólo pueden hallar su sentido genuino a la luz de la posición
precisa que ocupa eí espacio literario nacional en ía estructura
mundial. Es, pues, la jerarquía del universo literario la que da for
ma a la literatura misma. Este extraño edificio que mantiene juntos
a escritores que con frecuencia 110 tienen en común más que una
rivalidad estructural - a su vez negada- se construye poco a poco
por medio de conflictos específicos y el rechazo de las imposiciones
formales y críticas. El universo literario se unifica, pues, mediante
la entrada de nuevos jugadores que tienen en común la lucha por
un mismo fin. El capital literario es el instrumento de esas luchas y
lo que está en juego en ellas: cada nuevo «jugador», que compro
mete en la competencia su patrimonio nacional (el único instru
mento legítimo y autorizado en este terreno), contribuye a «forjar»
el espacio internacional, a unificarlo, esto es, a extender el espacio
de las rivalidades literarias. Hay que creer en el valor del fin desea
do, conocerlo y reconocerlo, para participar en el juego, o sea, en la
rivalidad. La creencia es, pues, lo que permite que el espacio litera
rio se constituya y funcione, a pesar y en función de las jeraquías
tácitas sobre las que descansa.
La internacionalización que nos proponemos describir aquí
significa más o menos lo contrarío de lo que normalmente se en
tiende por el término neutralizador de «mundialización», por el
cual se cree posible pensar la totalidad como la generalización de
un mismo modelo aplicable en todas partes: en el universo litera
rio, es la competencia la que define y unifica el juego, al tiempo
que designa los límites de dicho espacio. Todos no hacen lo mis
mo, pero todos luchan por entrar en la misma carrera (concursus)
61
y, con armas desiguales, tratar de alcanzar el mismo objetivo: la le
gitimidad literaria.
De este modo Goethe elaboró el concepto de Weltliteratur
precisamente en el momento de la entrada de Alemania en el es
pacio literario internacional. Oriundo de un país que, recién llega
do al juego, cuestionaba la hegemonía intelectual y literaria fran
cesa, Goethe tenía un interés vital en comprender la realidad del
espacio en que entraba, a lo que aplicó esa lucidez propia de todos
los recién llegados. N o solamente, en su calidad de dominado en
ese universo, había advertido el carácter internacional de la litera
tura, es decir, su despliegue fuera de los límites nacionales, sino
que asimismo comprendió en seguida la naturaleza competitiva y
la unidad paradójica que de ello se derivan.
62
Aquí no se trata ni de invocar la «influencia» de la cultura
nacional sobre el desarrollo de una obra literaria ni de restaurar la
historia literaria nacional. Muy al contrario: sólo a partir de su ma
nera de inventar su propia libertad, es decir, de perpetuar, transfor
mar, rechazar, aumentar, negar, olvidar o traicionar su legado lite
rario (y lingüístico) nacional se podrá comprender la trayectoria de
los escritores y su proyecto literario, la dirección, el rumbo que se
guirán para convertirse en lo que son. El patrimonio literario y lin
güístico nacional es una especie de definición primera, a priori y
casi inevitable del escritor, definición que él transformará (recha
zándola, si es necesario o, como Beckett, constituyéndose en con
tra de ella) por medio de su obra y de su trayectoria. En otras pala
bras, cada escritor está situado primero, ineluctablemente, en el
espacio literario mundial por el lugar que en él ocupa el espacio li
terario nacional del que ha surgido. Pero su posición depende tam
bién de la manera en que hereda este inevitable legado nacional, de
las elecciones estéticas, lingüísticas, formales que tiene que hacer y
que definen su posición en dicho espacio. Puede rechazar el legado
y tratar de disolverlo para integrarse en otro universo más dotado
de recursos literarios, como han hecho Beckett y Michaux; puede
aceptar ese legado y luchar por transformarlo y hacerlo autónomo,
a la manera de Joyce, que, rechazando las prácticas y las normas es
téticas nacionales irlandesas, intentó fundar una literatura irlande
sa liberada del funcionalismo nacional; puede afirmar la diferencia
y la importancia de su literatura nacional, como veremos que hizo
Kafka, pero asimismo W. B. Yeats o Kateb Yacine... Por eso mis
mo, al intentar caracterizar a un escritor, habrá que situarlo dos ve
ces: según la posición del espacio literario nacional al que pertene
ce en el universo literario mundial, y según la posición que ocupa
en ese mismo espacio.
Esta determinación de la posición de un escritor no es en ab
soluto una banal contextuaÜzación nacional: por un lado, el ori
gen nacional (y lingüístico) está ligado a la totalidad de la estruc
tura jerárquica del universo literario mundial; y, por otro, cada
escritor no hereda de la misma forma su pasado literario. Ahora
bien, en nombre de la originalidad y la singularidad, la crítica lite
raria privilegia siempre una variable que oculta esta relación es
63
tructural. Así, por ejemplo, la crítica feminista -sobre todo la nor
teamericana—, cuando estudia el caso de Gertrude Stein, centra su
análisis en una de sus particularidades: el hecho de que Stein era
mujer y lesbiana, olvidando, como si fuera una especie de eviden
cia nunca cuestionada,1 el hecho de que era norteamericana. Aho
ra bien, en los años 20, Estados Unidos es un país muy dominado
literariamente que recurre a París para tratar de acumular los re
cursos que le faltan. El análisis de la estructura literaria mundial
del momento y del lugar respectivo de París y de Estados Unidos
en ese universo ofrecería, sin embargo, instrumentos insustituibles
para comprender la preocupación permanente de Stein por la ela
boración de una literatura nacional norteamericana moderna - a
través de la creación de una vanguardia-, su interés por la historia
norteamericana y la representación literaria de los norteamerica
nos, cuya empresa colosal, The Making o f Americansr es, sin duda,
su signo más patente. El hecho de que sea mujer en el espacio de
los intelectuales norteamericanos exiliados en París es, por supues
to, de suma importancia para comprender su voluntad subversiva
y la forma misma de su proyecto estético. Pero la relación históri
ca estructural es anterior y sigue quedando oculta por la tradición
crítica. De modo general, hay siempre una particularidad, sin
duda importante, pero secundaria, que esconde el dibujo de la es
tructura de dominación literaria.
Esta doble historicización no sólo permite salir de la aporta
constitutiva de 1a historia literaria, relegada a un papel subalterno
y denunciada como impotente para captar la esencia de la literatu
ra; autoriza sobre todo a describir la estructura de las trabas y je
rarquías de este universo literario. La desigualdad de los intercam
bios que se producen en ella es, en efecto, siempre inadvertida,
eufemizada o negada porque el universo literario da una versión
de sí mismo ecuménica y apaciguada que reconforta a cada cual
en su fe en él y garantiza la continuidad de un funcionamiento
64
real siempre negado. La idea pura de una literatura pura que do
mine el mundo literario favorece 1a disolución de toda huella de la
violencia invisible que reina en ella, la negación de las relaciones
de fuerza específicas y de las batallas literarias. La sola representa
ción literaria del universo literario legítimo es la de una interna
cionalidad reconciliada, la del acceso libre e igualitario de todos a
la literatura y al reconocimiento, la de un universo «encantado»,
fuera del tiempo y del espacio, que escapa a los conflictos y a la
historia. Es en las regiones más autónomas, liberadas en cierto
modo de las trabas políticas, donde se inventan la ficción de una
literatura emancipada de todas las amarras históricas y políticas, la
creencia en una definición pura de la literatura, carente de cual
quier relación con la historia, el mundo, la nación, el combate po
lítico y nacional, la dependencia económica, la dominación lin
güística, y ía idea de una literatura universal, no nacional, no
particularista e independiente de los constreñimientos políticos o
lingüísticos. Muy pocos escritores centrales han poseído la idea de
la estructura de la literatura mundial: tan sólo se han enfrentado a
las trabas y a las normas centrales, que no reconocen nunca como
tales, puesto que las han incorporado como «naturales». Son co
mo ciegos por definición: su punto de vista sobre el mundo, les
oculta el mundo que creen reducido a lo que ven.
El carácter irremediable y la violencia de la escisión entre el
mundo literario legítimo y sus arrabales sólo son perceptibles para
los escritores de las periferias que, teniendo que luchar muy con
cretamente para «encontrar la puerta de entrada», como dice O c
tavio Paz, y para hacerse reconocer por el (o los) centro(s), son
más lúcidos sobre la naturaleza y la forma de las relaciones de
fuerza literarias. N o obstante estos obstáculos que nunca les son
reconocidos, la potencia denegadora de la extraordinaria fe en la
literatura es tan grande, que llegan a inventar su libertad de artis
tas. Por eso, paradójicamente, son siempre los autores de esos con
fines del mundo los que, tras haber aprendido desde hace mucho
tiempo a afrontar las leyes específicas y las fuerzas inscritas en la
estructura desigual del universo literario, y conscientes de que de
ben ser consagrados en esos centros para tener alguna oportunidad
de sobrevivir como escritores, son más abiertos a las últimas «in
65
venciones» estéticas de la literatura internacional, a las últimas
tentativas de los escritores anglosajones de promover un mestizaje
mundial, a las nuevas soluciones novelescas latinoamericanas..., en
suma, a las innovaciones concretas. La lucidez y la rebelión contra
el orden literario son un principio básico de su creación.
Por este motivo, desde el final del siglo XVIII, época de la ma
yor hegemonía francesa, han surgido en las regiones más desposeí
das del espacio literario formas radicales de impugnación del orden
literario del mundo que han moldeado y modificado duradera
mente la estructura del espacio mundial, es decir, las formas mis
mas de la literatura. La impugnación del monopolio francés de la
legitimidad literaria ha logrado imponerse tan bien, en especial
con Herder, que ha generado un polo alternativo. Pero íos domi
nados literarios siguen siendo a menudo ciegos ai principio de su
propia lucidez. Incluso si son cíarividentes sobre su posición parti
cular y sobre las formas específicas de dependencia en que se en
cuentran, su lucidez sigue siendo parcial y no pueden ver la estruc
tura global y mundial que los apresa.
66
2. LA INVENCIÓN DE LA LITERATURA
J o a c h im du B ell a Y,
La Deffence et Illustration de la languefrangoyse
M a r io de An d r a d e,
carta a Alberto de Oliveira
67
mismo tiempo la «materia prima» específica del escritor. En efecto,
la literatura va a inventarse gradualmente gracias a un lento de
sapego del «deber político»: en principio obligados a servir, por me
dio de la lengua, a los designios «nacionales» (políticos, estatales,
etc.), los escritores crean poco a poco las condiciones de su libertad
literaria a través de la invención de lenguas específicamente litera
rias. JLa singularidad, la unicidad, la originalidad de cada creador es
una conquista que sólo es posible al cabo de un proceso muy largo
de conjunción y concentración de recursos literarios. Este proceso,
una especie de creación colectiva continuada, es nada menos que la
historia de la literatura tal como la expondremos aquí. x
Dicha historia no descansa, pues, ni en las cronologías nacio
nales ni en la serie yuxtapuesta de las obras, sino en la sucesión de
ías rebeliones y emancipaciones gracias a las cuales los escritores, a
pesar de su dependencia irreductible con respecto a ía lengua, lo
gran crear las condiciones de una literatura autónoma, pura, libe
rada del funcionalismo político. Es la historia de la aparición y
luego de la acumulación, concentración, distribución (desigual),
difusión y desvíos por caminos erróneos de esta riqueza literaria
que nace en Europa y que se convierte en materia de creencia y
rivalidad. Comienza, pues, con lo que es preciso denominar -con
una fórmula lo más alejada posible de la desrealizacióii, y,xlel en-i
cantamiento literarios~J la acumulación inicial del capital literario.
Este momento fundacional es el de la publicación de La Deffence
et Lllustration de ía langue frangoyse, de Du Bellay.
Bien sé que puede parecer paradójico, o arbitrario, o hasta
deliberadamente galocéntrico, tomar como punto de partida de
una historia de la literatura mundial o, mejor dicho, de la Repú
blica mundial de las Letras, un acontecimiento literario tan. típi
camente francés (al menos en apariencia). ¿Por qué, ya que los
historiadores aman remontar cada vez más lejos los orígenes, no
evocar, en la misma tradición nacional, un acontecimiento tan
antiguo como La Concorde des deux langages (1513), de Jean Le-
maire de Belges? ¿O, en otra tradición, por ejemplo la italiana, el
De vulgan eloquentia, de Dante, al cual, en 1929, joyce y Bec
kett, con una intención totalmente similar, se remitían cuando
querían prestar todo su lustre y su legitimidad a la empresa fun-
68
clacional del Finnegans Wake de Joyce?1 En realidad, la iniciativa
de D u Bellay constituye precisamente ese acto fundacional,, a la
vez nacional e internacional, en virtud del cual la primera litera
tura nacional se funda en la relación compleja con otra nación y,
a través de ella, con otra lengua, dominante y aparentemente in
superable, el latín. Iniciativa paradigmática que sienta el modelo,
indefinidamente reproducido en el curso de la larga historia, que
aquí repasaremos a grandes rasgos, de la República mundial de las
Letras. De igual manera, afirmar que París es la capital de la lite
ratura no es una muestra de galocentrismo, sino la conclusión de
un largo análisis histórico, tras el cual es posible mostrar cómo el
fenómeno excepcional de concentración de recursos literarios que
se produjo en París la designó poco a poco como el centro del
universo literario.
Esta historia ha permanecido hasta la fecha tan invisible que
hay que reconstruirla enteramente, aun cuando para ello nos re
montemos a obras cien veces comentadas como las de D u Bellay,
Malherbe, Rivarol o Herder, que hasta ahora han sido analizadas,
según las usanzas ordinarias de la historia literaria, en sí y por sí
mismas, y nunca a partir de las relaciones soterradas (estructurales)
que mantienen entre ellas. Algunos historiadores, y en particular
Marc Fumaroli, atentos a las relaciones entre las naciones de la Eu
ropa literaria, sobre todo Francia e Italia, han evocado algunas de
sus etapas iniciales, en los siglos XVI y XVÍI. Pero se prolonga hasta
el presente con la aparición, en el concierto mundial, de nuevas li
teraturas, de naciones literarias siempre nuevas, de escritores inter
nacionales siempre nuevos, aunque todos ellos salidos de un movi
miento de ruptura del que Du Bellay constituye el paradigma.
Se trata, por tanto, de una historia conocida a medias y desco
nocida, que habrá que recorrer a grandes zancadas, pese a las difi
cultades y a los riesgos inherentes a las descripciones históricas que
69
se desarrollan en lo que Braudel llama el «tiempo largo», pero sin
perder de vista procesos y mecanismos normalmente encubiertos
por las evidencias parciales de la familiaridad engañosa que ha ins
taurado la historia literaria académica. Además, no es posible re
construir esa historia sin salir de las fronteras políticas y lingüísti
cas en las que se encierran casi siempre -sin darse cuenta siquiera,
sobre todo en el caso de las grandes literaturas, como la francesa-
las historias literarias, y sin transgredir también las fronteras,
igualmente difíciles de traspasar, entre las disciplinas.
70
tencia internacional de protagonistas excluidos hasta entonces de
la idea misma de literatura.
71
-entre ellos, tratados de gramática y de retórica, en especial los de
Cicerón y Quintiliano-, pero también la práctica de la traducción
y del comentario, con el retorno a los «clásicos», desvían, seculari
zándolos -esto es, cuestionando el monopolio de la Iglesia-, el le
gado antiguo. El humanismo europeo es igualmente una de las
primeras formas de emancipación de las personas cultas contra el
influjo y la dominación de la Iglesia.1
72
manista. Pero, en el caso de los humanistas franceses, el proyecto
promete en cierto modo un provecho doble: rivalizar con la poten
cia y la preeminencia tanto erudita como poética de Italia, impo
niendo una lengua capaz de competir con el toscano, y rechazar,
por un nuevo conducto, la sumisión al latín, tanto ciceroniano
como escolástico. El empleo reivindicado del francés es, por ende,
una manera de perseguir la emancipación de las personas cultas
contra el influjo de la Iglesia, al tiempo que una lucha contra la he
gemonía de los humanistas italianos.1
73
exclusiva de la Iglesia y del latín es el motor del progreso que expe
rimentan las lenguas vulgares. Pero, al menos tras las luchas y los
enfrentamientos confesionales de los años 1520-1530, el factor
propiamente religioso de la Reforma es desplazado poco a poco
fuera del movimiento surgido del humanismo. Se produce una
fragmentación del medio humanista, y hay un reparto -a menudo
forzoso- entre los filólogos y los reformadores eclesiásticos. Al mis
mo tiempo, todo sucede como si, desde la década de 1530, la esci
sión entre el norte y el sur de Europa correspondiese a una especie
de división del trabajo. Mientras que la Iglesia católica ejercía,
como ya hemos dicho, una autoridad doble, la del sacerdotium y la
del studium, de la fe y del saber, la Reforma cuestiona el monopo
lio eclesial del sacerdotium, y, por lo tanto, de todo lo concerniente
a las prácticas y a las instituciones religiosas propiamente dichas y
el humanismo impugna eí monopolio del studium, es decir, de
todo lo relacionado con las cosas intelectuales, eí estudio, la poesía
o la retórica. La separación de poderes que se perfila en Francia
-contrariamente a Inglaterra, donde, como se verá, la indistinción
de poderes entraña la ausencia de protesta contra el monopolio del
studium- supone un abandono (salvo por parte del calvinismo, que
seguirá siendo minoritario) de la reivindicación de una lectura y
una difusión de la Biblia en francés, o del acceso de los laicos a ía
teología: incluso en lo más crudo de la batalla entre ios defensores
del latín y los promotores de la lengua vulgar, ya no se trata en ab
soluto, después de 1530, de que el francés reemplace al latín de los
doctos, ni de que pueda disputar su privilegio aí latín litúrgico o
teológico. La lucha en favor de la «lengua del rey» permite, pues, a
pesar de la dependencia estructural del reino con respecto a la Igle
sia, que se inicie un proceso único de «laicización».
74
Pero para que la lengua del rey de Francia pudiera aspirar al rango
de «latín de los modernos», para que sus defensores pudieran atre
verse a medir abiertamente su lengua vulgar con la del Papa y los
clérigos, era preciso asimismo que garantizara, tanto literaria como
políticamente, su propia superioridad sobre la lengua de oc y so
bre los demás dialectos de la lengua de oíl. Ahora bien, muy pron
to, la lengua de la Ile-de~France fue asociada con el principio mo
nárquico. Francia, como explica Marc Fumaroli, se construye en
torno de un «rey-verbo».1 Hasta el siglo XVI, va a instaurarse a tra
vés de una de las instituciones reales, la Cancillería de Francia y su
cuerpo prestigioso de notarios y sabios del rey -todos ellos laicos-,
una tradición ininterrumpida de «altos funcionarios de la lengua y
del estilo reales».2 Éstos se convierten en una especie de cuerpo de
escritores reales encargados de trabajar (mediante la constitución
de fórmulas jurídicas, de crónicas históricas...) tanto en pro del
prestigio político y diplomático de la lengua real como del «creci
miento», como dice Du Bellay, de sus riquezas estilísticas, literarias
y poéticas.3 Por ello en el siglo XVI esta lengua vulgar comienza a
adquirir una legimitidad indiscutible tanto en el plano político -la
célebre ordenanza de Villers-Cotteréts (1539), que prescribe las
sentencias judiciales en francés y no en latín, da testimonio de
ello- como en el literario: entonces aparecen las gramáticas, los lé
xicos y los tratados de ortografía.
Los poetas de la Pléyade toman el bando de la corte del rey -y
su primera victoria será la elección de Dorat, jefe de fila de la nue
va escuela, como preceptor de los hijos del rey Enrique II- porque
para ellos se trata de una opción tanto política como estética. De
este modo, tomar partido, como hace Du Bellay en La Deffence et
Illustration, contra los géneros poéticos reconocidos y practicados
en las poderosas cortes feudales del reino de Francia («y qué decir
de todas esas viejas poesías francesas de los juegos Florales de To-
75
louse y Puy de Rouan: como rondós, baladas, virelais * cantos rea
les, canciones, y otras composiciones semejantes, que corrompen
el gusto de nuestra lengua y no sirven, más que pata dar testimo
nio de nuestra ignorancia»)1, es declararse explícitamente, en el
ámbito político, contra los particularismos feudales, y en el litera
rio, contra los defensores de la «segunda retórica», éstos también
partidarios del uso poético de la lengua vulgar, pero concebido
como un conjunto de formas poéticas codificadas.2 La corte del
rey sólo se distinguía en aquella época de las demás cortes feudales
por su condición de primus ínter pares? Ahora bien, en este mo
mento la corona francesa obtiene victorias decisivas contra los par
ticularismos feudales. Les arrebata la hegemonía que ejercían en el
ámbito cultural. En 1530 Francisco I funda el Colegio de Lectores
Reales; ordena la construcción de bibliotecas y la compra de cua
dros, y encarga traducciones de obras de la antigüedad según el
modelo de las cortes humanistas italianas.
76
La Deffence et Illustration de la langue frangoyse (traducida en
parte de un diálogo del italiano Sperone Speroni) es uno de los
testimonios explícitos de esta lucha declarada: se trata, en el fon
do, de una declaración de guerra específica contra la dominación
del latín. Ciertamente, no son nuevos los debates en torno a la
cuestión de las lenguas «vulgares», de la superioridad de una o de
otra, de sus relaciones complejas y conflictivas con el latín. C o
mienzan con Dante (que, como veremos, fracasó en su empresa)
en Toscana, en el siglo XíV, y prosiguen en Francia, en especial
con Christophe de Longue.il, después con Jean Lemaire de Belges
en La Concorde des deux langages (1513). Pero el tratado de Le
maire de Belges, lejos de inaugurar una competencia entre el
francés, el latín y el toscano, asocia en una «igualdad dichosa»,
por decirlo con palabras de Marc Fumaroli, a las dos hermanas
vulgares, la francesa y la toscana, hijas y herederas del latín: el
autor se niega a escoger y la querella entre lenguas acaba en con
ciliación. La Deffence, por tanto, marca una ruptura en esta his
toria, pero porque inaugura una nueva era, no de concordia y se
renidad lingüísticas, sino de lucha abierta, de competencia con el
latín.
Con frecuencia reducido a un panfleto, el texto «revolucio
nario» de Du Bellay muchas veces sólo se estudia en función de
las continuidades y discontinuidades en la temática humanis
ta, de la localización de las citas y de las influencias latinas e ita
lianas...
La poesía, ligada mucho más estrechamente que otros géneros
literarios a las tradiciones nacionales, es a menudo considerada,
incluso históricamente, a la luz de la evidencia del finalismo na
cional: los «acontecimientos» poéticos no se relacionan con una
historia transnacional.
Ahora bien, La Deffence et Illustration es una afirmación de
fuerza y, en especial, un programa de «enriquecimiento» de la
lengua; es ante todo un manifiesto en pro de una nueva literatura
y un programa práctico para dar a los poetas instrumentos especí
ficos que les permitan entablar competencia con la grandeza lati
na y su relevo toscano. N o se trata ni de un retorno ai pasado ni
de un llamamiento a la simple imitación de los antiguos, sino de
77
una especie de declaración de guerra específica. Du Bellay no sólo
busca, como sus antecesores, tomar el relevo del esplendor del la
tín y del griego, sino prevalecer tanto sobre el latín y el toscano
en una rivalidad lingüística, retórica y poética (y habría que aña
dir política).
La lengua latina, como es lógico en este universo que domina,
actúa como el único instrumento para medir la excelencia. Pero
para lograr deshacerse del doble dominio del latín eclesial y del la
tín ciceroniano promovido por los italianos, Du Bellay propone
que se proceda a lo que se podría llamar una apropiación indebida
de capital. La solución que preconiza es una especie de «tercera vía»
genial e inesperada: al mismo tiempo que se conserva el acervo del
humanismo latinizante, inmenso conjunto de conocimientos, de
traducciones y de comentarios de los textos latinos, los distrae en
provecho de una lengua menos «rica», dice él, y ello con un méto
do muy simple. Rechaza en principio violentamente la traducción
que no es, en sus categorías, más que una imitación «servil», que
reproduce hasta el infinito los textos griegos y latinos sin que sea
posible apropiación alguna, es decir, ningún «enriquecimiento»:
«¿Qué piensan, pues, hacer esos reblanqueadores de murallas, que
noche y día se rompen la cabeza imitando? ¿qué debo yo imitar?
¿pero transcribir un Virgilio y un Cicerón? construyendo su poema
con hemistiquios del uno y ajustándose en sus prosas a las palabras
y oraciones del otro [...]. No penséis, por ende, imitadores, servil
rebaño, alcanzar el punto de su excelencia...»1 Para «enriquecer su
lengua»,2 Du Bellay propone «tomar prestadas de una lengua ex
tranjera las oraciones y las palabras, apropiárselas para la suya: [...]
Te amonesto así (oh, tú, que deseas el crecimiento de tu lengua, y
que quieres destacar en ella) que no imites incontinenti [...] a los
autores más famosos de aquélla, así como hace ordinariamente la
mayoría de nuestros poetas franceses, cosa ciertamente tan viciosa
como de ningún provecho para nuestro vulgar».3 Llega a emplear,
para expresar su voluntad de apropiación, la metáfora de la devora-
78
ción 1 y compara el proceso con lo que hicieron los romanos: «imi
tando a los mejores autores griegos, transformándose en ellos, de
vorándolos y, después de haberlos digerido bien, conviniéndolos en
sangre y alimento ,..».2 Evidentemente, hay que tomar esta opera
ción de «conversión» en su sentido económico negado: Du Bellay
aconseja a los poetas que se apoderen, devoren y digieran el legado
antiguo para convertirlo en «haberes» literarios franceses. La imita
ción que propone es la transposición y la adaptación al francés del
inmenso acervo de la retórica latina. Por ello mismo presenta la
candidatura de la lengua francesa a la sucesión del latín y del griego
en su posición dominante y propone a los «poetas franceses» un
medio de afirmar su superioridad, esto es, su dominio sobre la poe
sía europea. Al rechazar las «viejas poesías francesas», se remite al
pasado y condena, como anticuadas, las normas poéticas que sólo
tenían vigencia en los límites del reino de Francia y, en especial, las
formas que, sin referencia a la modernidad humanista (es decir, pa
radójicamente, a la poesía latina), no podían pretender participar
en la competencia europea.
79
lengua francesa] la victoria sobre sus rivales romances, el italiano y
el español. La candidatura de los ingleses está aún muy lejos de
presentarse».1 En este espacio en que se halla dominado, Du Be-
Hay, y con él toda la escuela de la Pléyade, adopta como instru
mento de lucha el capital existente, la lengua francesa, con el fin
de «enriquecerla». La «usurpación de herencia» que realiza permi
tirá en un siglo y medio invertir la relación de fuerzas: gracias a un
«enriquecimiento específico», el espacio literario francés logrará
imponer su dominio, y durante largo tiempo, sobre el espacio eu
ropeo de las luchas literarias.
A este primer núcleo central toscano-francés se sumarán poco
a poco España y después Inglaterra, que formarán en principio las
tres grandes potencias literarias, dotadas a la vez de «grandes len
guas» literarias y de un patrimonio literario importante. Pero, tras
la gran creatividad del Siglo de Oro, España inicia, a partir de me
diados del siglo XVII, un período de declive lento, inseparablemen
te literario y ai mismo tiempo político. «Ese vasto derrumbamien
to, ese larguísimo naufragio» de España ,2 va a crear una grieta
creciente entre el espacio literario español, distanciado y «rezaga
do» y los que habrán de convertirse en los universos literarios cen
trales más poderosos de Europa: el francés y el inglés.
80
fin de llegar a un público más amplio. En su De vulgari eloquentia
había propuesto la fundación de un «vulgar ilustre», lengua poéti
ca, literaria y científica, que habría sido creada a partir de ciertos
dialectos toscanos. Su influencia fue determinante en Francia (para
los poetas de la Pléyade) y en España, para imponer la lengua vul
gar como expresión literaria y, por ende, nacional.
La posición de Dante fue tan innovadora y fundacional que
mucho más tarde la reasumieron algunos escritores que estructu-
ralmente se hallaban en una posición análoga. Así, joyce y Bec
kett, a finales de los años 1930, la reivindicaron como modelo y
precursora en un momento en que el influjo del inglés -debido a
la dominación colonial de Inglaterra- podía compararse, mutatis
mutandis, con el del latín en la época de Dante. Beckett, preocu
pado por defender el proyecto literario y lingüístico de Joyce en
Fínnegans Wake, proponía combatir contra el monopolio del in
glés en Irlanda, reivindicando de manera explícita al poeta toscano
como un noble predecesor .1
81
autoridad sobre Italia 7 sobre la Europa cristiana, y las letras italia
nas, privadas de un respaldo político central e indiscutido ».1
El debate central en la Italia del siglo XIV será «la cuestión de la
lengua», que opondrá a los «vulgaristas» contra los «latinistas». Va
a vencer Pietro Bembo (1470-1547), gracias a su Prose della volgar
lingua (1525), en que predica el retorno a la tradición literaria y
lingüística toscana del siglo XIV. Esta elección «arcaica» y marcada
por un purismo riguroso va a fijar la dinámica literaria y detener el
proceso de constitución del fondo literario, es decir, 1a creación, la
renovación, imponiendo el modelo de la imitación (conforme a la
pauta de los latinistas humanistas). El modelo petrarquista, erigido
tanto en patrón literario como en norma gramatical, contribuye a
inmovilizar eí debate y la innovación literarios italianos. Durante
largo tiempo, los poetas permanecen estancados en ía imitación de
la trilogía mítica: a falta de una estructura estatal centralizada que
hubiese podido contribuir a estabilizar y «gramatizar»2 las lenguas
comunes, es la poesía, mitificada en su papel de fundadora y de en
carnación de la perfección, la que asume la función de guardiana
del orden de la lengua y de medida de todas las cosas literarias. Y se
puede decir esquemáticamente que, hasta ía realización de la uni
dad política italiana, en el siglo XIX, los problemas poéticos, retóri
cos y estéticos estuvieron siempre subordinados al debate sobre ia
norma lingüística. Incapacitado para acumular, a través de la gra-
matización y la estabilización de una lengua común y eí apoyo de
una fuerza política estatal, el espacio literario italiano no se consti
tuyó hasta muy tarde. El legado literario solamente se reivindicó
como bien nacional -en particular mediante la promoción de
Dante al rango de poeta nacional- en el momento de la formación
de la unidad italiana, en eí siglo XIX.
Cabría rehacer, partiendo de un contexto y de una historia
lingüísticos, políticos y literarios distintos, el mismo análisis para
82
Alemania, que, no obstante una primera acumulación precoz de
recursos lingüísticos y literarios, no llegó, debido a su dispersión
política, a reunir recursos literarios suficientes para pretender riva
lizar en Europa antes del siglo XVIII, época en la que el primer des
pertar nacional le permite reapropiarse, en concepto de legado na
cional, de los recursos literarios en lengua alemana.
En cuanto a Rusia, no iniciará el proceso de acumulación de
sus bienes literarios hasta principios del siglo XIX .1
83
vo, combate tan tácito como omnipresente para hacer que la lengua
francesa alcance primero la igualdad y luego la superioridad frente al
latín. La constitución de lo que hay que llamar «clasicismo»,1 apogeo
de esta dinámica acumulativa, no es más que la serie y la sucesión de
las estrategias de constitución de recursos específicos que van a con
ducir a Francia, en poco menos de un siglo, desde una pretensión de
competir con la lengua y la cultura más poderosas del mundo occi
dental, la latina -es el gesto inaugural de Du Bellay en La Deffence et
lllu s tr a tio n a una victoria indiscutida e indiscutible sobre el latín
en el apogeo del «siglo de Luis XIV», es decir, a una supremacía en lo
sucesivo reconocida -sin ambages, y en toda Europa- del francés
-transformado en «latín de los modernos»- sobre el latín.
Así pues, es como si hubiera que descrifar lo que los historia
dores de la lengua denominan el proceso de codificación o de es
tandarización de la lengua ,2 es decir, ía aparición de gramáticas, de
tratados de retórica y ia elaboración del buen uso, como un inmen
so trabajo colectivo de crecimiento de la «riqueza» lingüística y li
teraria francesa. La atención extrema a la cuestión de la lengua y al
buen uso -que caracteriza al reino de Francia durante todo el siglo
X V II- sería, por tanto, la prueba de una pretensión específicamente
francesa de arrebatar al latín la preeminencia sobre el conjunto de
Europa y a ejercer ese famoso imperium que le había correspondi
do durante siglos. N o se trata, desde luego, ni de una voluntad ni
de un proyecto colectivos y explícitos transmitidos de generación
en generación con el fin de dar al reino de Francia los medios de
ejercer un imperio político y cultural. Es solamente la forma espe
cífica que adoptan, en Francia, las luchas entre doctos y munda
nos, entre gramáticos y escritores; es el horizonte sobre el que se
despliegan, de una manera tanto tácita como negada, los combates
intestinos de este universo literario. Mejor aún, esta rivalidad origi
nal confiere al espacio literario su objetivo primario y define la for
ma particular con ía que, tras la Pléyade, va a «perseverar en su ser»
1. El primer sentido de «clásico» es, hay que repetirlo: «que merece ser imi
tado».
2. Cf. R. Anthony Lodge, Le Frunzáis. Histoire d ’un dialecte devenu langue,
París, Fayard, 1997, pp. 205-247.
84
y engendrar la forma específica de sus recursos literarios. Esta com
petición y esta pretensión originales van a explicar la importancia,
tanto política como literaria, concedida al debate sobre la lengua.
Por eso no se puede comprender nada de la historia literaria y gra
matical francesa dentro de los límites circunscritos del espacio lite
rario y político francés: la rivalidad con ia totalidad de las lenguas
europeas, pero también con una lengua muerta y, sin embargo,
abrumadora, sigue siendo, durante muy largo tiempo, el «motor»
de las innovaciones y ios debates lingüísticos y literarios.
El latín de escuela
A pesar de la influencia creciente de los debates sobre los usos
del francés que contribuían poco a poco a convertirla en una len
gua legítima, el latín continuaba ocupando un lugar central, sobre
todo a través del sistema de enseñanza de la Iglesia. Thomas Pavel
describía así la vida de los colegios durante la era clásica, con sus
alumnos instruidos en latín y obligados a hablarlo incluso fuera de
las clases, que disponían solamente de los autores clásicos más re
comendables, que estaban divididos en centurias y decurias y
veían recompensados sus éxitos por los títulos de senador y de
cónsul. El aprendizaje escolar no era más que la asimilación de un
repertorio de historias: vidas de hombres y de mujeres ilustres de
la antigüedad, palabras célebres, ejemplos de fuerza y de virtud.
«En aquellos claustros cuidadosamente aislados del universo que
eran los colegios [...] el orden imaginario de la cultura retórica [...]
se celebraba cada año mediante representaciones dramáticas de
tragedias neolatinas escritas para los alumnos .»1
En ese mismo sentido, Durkheim escribe en LEvolutionpéda-
gogique en France: «El medio grecorromano en el que se hacía vivir
a los niños estaba vaciado de todo contenido de griego y de roma
no, para convertirse en una especie de medio irreal, poblado, sin
85
duda, por personajes que habían vivido en la historia, pero que,
presentados de este modo, ya no tenían nada de históricos. Eran
tan sólo algunas figuras emblemáticas de las virtudes y los vicios,
de todas las grandes pasiones de la humanidad [...]. Tipos tan ge
nerales, tan indeterminados, podían servir fácilmente de paradig
mas de los preceptos de la moral cristiana.»1 La única innovación
pedagógica hasta la segunda mitad del siglo XVIII la introducirán
las Petites Ecoles des Messieurs de Port-Royal (abiertas en 1643
en Port-Royal y en París en 1646): serán las primeras que dejen
espacio al francés en la enseñanza secundaria. «Port-Royal no se li
mitaba a protestar contra la prohibición absoluta que afectaba al
francés, sino que ponía en entredicho la supremacía que, unáni
memente, había sido atribuida hasta entonces, a todo lo largo del
Renacimiento, al latín y al griego .»2 Y el propio Pellisson, historia
dor de la Academia Francesa e historiógrafo del rey, atestigua este
dominio del latín en la formación de los «doctos»: «Al salir del
Colegio me presentaban toda suerte de novelas y obras de teatro
nuevas, de las que, siendo tan joven y tan niño como era, no cesa
ba de burlarme, para volver siempre a mi Cicerón y mí Terencio,
que me parecían bastante más razonables.»3
La lucha de los «modernos» contra la enseñanza del latín co
mienza bastante pronto, ya que, desde 1657, M. Le Grand se opo
ne a los «pedantes» que, con la cabeza atiborrada de latín y griego,
eran incapaces de expresarse correctamente en francés: «Sin duda,
los espíritus empapados del griego y el latín, que saben todo lo
que es inútil para su lengua, que abruman su discurso de doctos
galimatías y de pedanterías figuradas, no pueden adquirir nunca
esta pureza natural y esta expresión ingenua que es esencial y nece
saria para formar una oración de veras francesa. Tantas gramáticas
diversas, tantas locuciones diferentes se combaten dentro de sus
cabezas, que se crea un caos de idiomas y dialectos: la construc
ción de una frase es contraria a la sintaxis de otra: ei griego ensucia
86
al latín, y el latín ensucia al griego; y el griego y el latín mezclados
corrompen el francés Tienen el hábito de las lenguas muertas
y no poseen el uso de la viva.»1
En 1667 Louis Le Laboureur, en su tratado Des avantages de
la langue frangoise sur la langue latine [«Ventajas de la lengua fran
cesa frente a la lengua latina»], aborda ía cuestión de si los prime
ros años del Delfín, hijo mayor de Luis XIV, debían consagrarse a
las «musas latinas» o a las «musas francesas». Pero el aprendizaje de
la lengua latina por medio del sistema de enseñanza provoca una
situación real de bilingüismo, Y la cultura latina, a pesar del pro
ceso de legitimación de ía lengua francesa, seguirá proporcionan
do durante mucho tiempo un catálogo de modelos y de temas que
alimentan la literatura escrita en francés.
87
Bellay, un doble rechazo. Contra la poesía mundana y preciosista
de los cortesanos, contra la poesía de los doctos y de los poetas
neolatinos («Para mofarse de los que hacían versos en latín», escri
be su discípulo Racan, «decía que si Virgilio y Horacio volviesen al
mundo, barrerían a fustazos a Bourbon y a Sirmond»)1, y contra
los descendientes de la Pléyade, que utilizaban a cuál más dialecta
lismos y una sintaxis alambicada, y practicaban el esoterismo, Mal-
herbe propone afirmar y codificar las «bellezas» irreductibles del
francés, establecer un buen uso eufónico a partir de su especificidad
de lengua viva. N o se trata en absoluto de olvidar la imitación de
los maestros latinos. Al contrario: Malherbe pretende conciliar la
revolución realizada por la Pléyade, a saber, la introducción en la
lengua francesa de técnicas latinas - a las que añade la necesaria
«claridad» y la «precisión», heredadas de la prosa ciceroniana, y la
elegancia del verso de Virgilio- con la voluntad de liberar, por me
dio del uso oral, esto es, vivo, cambiante, del pesado fardo de imi
tar a modelos latinos. Gracias a esta exhortación, que se extendió
rápidamente por todas las capas de las clases dirigentes (desde la
pequeña élite de letrados y magistrados, de la que había surgido,
hasta la nobleza de la corte), Malherbe permite que la lengua y la
poesía francesas prosigan el proceso de acumulación de recursos li
terarios iniciada por la Pléyade, pero que amenazaba con esclero-
sarse (como ocurrió en Italia) por culpa del recurso demasiado
«fiel» a la imitación de los modelos antiguos.
La exhortación al uso y a la «naturalidad» (por oposición al
«arcaísmo» preciosista), el recurso a las prácticas orales de una len
gua que corría el riesgo de inmovilizarse en modelos escritos, va a
ser, pues, el segundo catalizador para la constitución de un fondo
lingüístico y literario específico de Francia. La referencia famosa a
los «ganapanes del Port-au-Foin» como modelos del lenguaje es
un testimonio preciso de la voluntad de Malherbe de romper con
la inercia de los patrones sabios. La posibilidad de inventar un uso
oral, lejos de las rigideces de ios cánones antiguos o renacentistas,
permite revolucionar la totalidad deí espacio literario francés y da
88
a los poetas, pese a las codificaciones léxicas y gramaticales del
francés, la libertad de innovar.
Sorprendentemente, se hallarán estrategias del mismo género
en numerosos espacios literarios dominados, en épocas y en con
textos muy distintos. En el Brasil de la década de 1920, los mo
dernistas reivindican el uso literario y la codificación de una «len
gua brasileña» a partir de una misma elaboración de una «prosa
oral», remitiendo al pasado las normas fijas del portugués, «la len
gua de CamÓes», asimilada al mismo tiempo a una lengua muerta.
En la Norteamérica de fines del siglo XIX, Mark Twain funda la
novela americana mediante la introducción de un lenguaje oral,
popular, con lo que afirma su rechazo de las normas del inglés
literario. Este recurso a las prácticas orales, es decir, a las evolucio
nes y a los cambios permanentes de las prácticas lingüísticas, per
mite acumular recursos literarios siempre nuevos, basar las prácti
cas literarias en el carácter móvil e inacabado de la lengua, y
alejarse así de los modelos esclerosados.
89
de «mundo», transformada en el árbitro del buen uso oral y en el
modelo deí bien escribir, es un signo patente de la especificidad
del capital lingüístico francés que prosigue su etapa de acumula
ción; ía insistencia en su carácter de lengua viva y hablada, cuyo
empleo se esfuerzan en regular y reglamentar, permitirá que se
comience a innovar, incluso dentro de las codificaciones de los
géneros y de la lengua literarios. Puesto que lo escrito está supedi
tado a lo hablado, las formas literarias normalmente más fijas e
inmóviles, reflejo, en particular, de los modelos antiguos, también
podrán evolucionar mucho más rápidamente que en otros países,
como Italia, inmovilizados en modelos escritos arcaicos en los
cuales, a la inversa, ía lengua común busca modelos para un uso
oral.
EL CULTO DE LA LENGUA
90
rasgos de estilo que la filología humanista ha exaltado en la prosa
ciceroniana.»1
Durante mucho tiempo se ha atribuido el intenso movimiento
de codificación que se desarrolla a lo largo del siglo XVII francés a la
«sensibilidad estética» de los gramáticos: como el siglo XVI había de
jado un cierto «desorden lingüístico», había que «restablecer» el or
den, la simetría y la armonía de la lengua .2 Wartburg, por su parte,
imputa la inquietud de los gramáticos al imperativo político: Fran
cia tenía que disponer de una lengua única y uniforme para estable
cer una mejor comunicación social tras la anarquía y los desórdenes
de las épocas anteriores. Describe una clase dirigente unida para de
fender los intereses a largo plazo de la colectividad .3 Cabe pensar, al
contrario, que es a partir del sistema de alianzas y de oposiciones su
cesivas entre gramáticos y «mundanos», funcionarios de la Cancille
ría, juristas, «gentes de letras» y «gentes de mundo», como se orga
nizan la codificación del francés, la elaboración del buen uso y la
teorización de los principios en que se basa, las reglas de la escritura
poética y, recíprocamente, la utilización de los autores más presti
giosos para establecer los criterios de selección de la lengua. Las ri
validades que enfrentan a doctos y mundanos> gentes de letras, gra
máticos y cortesanos4 contribuirán a hacer de la lengua objeto de
una extraordinaria e inédita reflexión social, un reto social esencial
y único en Europa .5 Ferdinand Brunot pudo escribir, dando una
definición perfecta de la especificidad lingüística y literaria francesa:
«El reinado de la gramática [...] ha sido más tiránico y ha durado
más tiempo en Francia que en ningún otro país .»6 Las obras precep
91
tivas que atañen al vocabulario, la gramática, la ortografía y la pro
nunciación son más numerosas en Francia que en la mayoría de los
demás países europeos. 1A estos preceptos y rivalidades inherentes a
la lengua hay que añadir el hecho, importante, de que Descartes
hubiera optado en 1637, en nombre de la razón, por renunciar al
latín, hasta entonces lengua de la filosofía (y se comprenderá mejor
desde este punto de vista la oposición de Descartes a los «escolásti
cos»), y redactar el Discurso del método en francés. La Grammairege
nérale et raisonnée (1660), llamada de Port-Royal, de Arnauld y
Lancelot, se apoyará en el método cartesiano para imponer la idea
de una doctrina gramatical «razonada».
En otras palabras, no se puede reducir el proceso de «norma
lización»2 de la lengua francesa, que se produce en Francia a lo
largo de todo el siglo XVII, a un simple imperativo de «comunica
ción» necesario para la centralización política .3 Se trata, más bien,
de un proceso único de constitución de recursos teóricos, lógicos,
estéticos, retóricos, a través del cual va a fabricarse el valor propia
mente literario (una especie de «plusvalía» simbólica), ía literarie-
dad de la lengua francesa, es decir, la transformación de la «lan
gue frangoyse» en lengua literaria. Este mecanismo, que se opera
de un modo inseparable por medio de la lengua y la elaboración
de formas literarias, permite la autonomización de la lengua mis
ma y la convierte poco a poco en material literario y estético. La
construcción colectiva del francés como lengua literaria es una es
pecie de estetización, esto es, de literarización progresiva, lo que
explica que el francés haya podido convertirse un poco más tarde
en la lengua de la literatura. «El valor simbólico de la lengua», es
cribe Anthony Lodge, «y los refinamientos más minuciosos de la
92
norma lingüística fueron las preocupaciones primordiales de los
escalones superiores de una sociedad en la que, según Brunot, ía
belleza del lenguaje era una de las distinciones principales».1 La
lengua se convierte así en el objeto y el envite de una creencia
única.
En 1637 en el Hotel de Rambouillet surgió una «disputa
gramatical» sobre la palabra «car» («pues»). Esta conjunción ha
bía cometido el error de desagradar a Malherbe, y Gomberville
se jactaba de haberla evitado en los cinco volúmenes de su Pole-
xandre. La Academia, a quien se sometió el problema, lo estudió
con una premura de la que se burló Saint-Évremont (Comédie
des académistes) y prefirió «pour ce que» («puesto que»). La cosa
derivó en una batalla de panfletos. La señorita de Rambouillet
solicitó la ayuda de Voiture (uno de los líderes del bando de los
mundanos). Este respondió con un alegato que parodia el estilo
«noble»: «En un tiempo en que la fortuna interpreta tragedias en
todos los lugares de Europa, no encuentro nada más digno de
piedad que ver que se aprestan a expulsar y a someter a juicio a
una palabra que ha servido tan sutilmente a esta monarquía y
que, en todas las desavenencias deí reino, se ha mostrado siempre
muy francesa [...]. No sé qué ganarán con quitar a “car” lo que le
corresponde para dárselo a “pour ce que”, ni por qué quieren de
cir en tres palabras lo que pueden decir con tres letras. Lo que es
más de temer, señorita, es que después de esta injusticia se come
terán otras. No les costará nada atacar a “mais”, y no sé si “si ”
continuará a salvo. De manera que después de habernos arrebata
do todas las palabras que enlazan las otras, los grandes ingenios
querrán reducirnos al lenguaje de los ángeles o, de no ser posible,
nos obligarán al menos a hablar sólo por señas [...]. Sin embargo,
resulta que tras haber vivido mil cien años, llena de fuerza y de
crédito, tras haber sido empleada en los más importantes tra
tados, y contribuido, siempre de un modo honorable, a aconse
jar a nuestros reyes, cae de golpe en desgracia y la amenazan con
un fin violento. Ya sólo espero la hora de oír en el aire voces la
mentables que dirán: E l gran “car” ha muerto, y ni el falledmien-
93
to del gran Cam ni el del gran Pan me parecerán tan importan
tes ni tan extraños...»1
A partir del comienzo del reinado del Luis XIV (en 1661), el
capital acumulado es tan importante, es tan firme la creencia en
el poder de esta lengua, que se empieza a celebrar su victoria so
bre el latín y su triunfo en Europa. Louis Le Laboureur publica aún
en 1667 un tratado titulado Des avantages de la langue frangoise sur
la langue latine, como si todavía hiciese falta afirmar la supremacía
del francés. Pero en 1671 aparecen los Entretiens d ’Ariste et d ’Eu-
géne, del padre Bohours,2 que celebran la superioridad del francés
sobre todas las demás lenguas modernas, pero también sobre el la
tín «en la perfección que esta lengua había alcanzado en el tiempo
de los primeros emperadores».3 Y en 1676 Franfois Charpentier,
en su Défense de la langue frangaise pour Tinscription de lArc de
Triomphe, afirma que la lengua francesa es más «universal» que el
latín en los tiempos en que el Imperio Romano se hallaba en el apo
geo de su poder y con mayor motivo que el neolatín de los «doc
tos». Considera, por tanto, a su monarca «un segundo Augusto»:
«Como Augusto, es el amor de los pueblos; el restaurador del Esta
do; el fundador de las leyes y de la felicidad pública [...]. Todas las
demás bellas artes reciben los frutos de este progreso maravilloso.
La poesía, la elocuencia, la música, todo ha llegado a un grado de
excelencia al que jamás había ascendido ...»4
A partir de 1687 la querella entre antiguos y modernos5 enfren
ta, en particular, a Charles Perrault, adalid de los «modernos» (sos
tenido por los académicos), que asegura, en su poema Le Siecle de
Louis le Grand (1687), la superioridad del siglo de Luis XIV sobre
1. Voimte, Poésies, H. Lafay (ed. crít.), París, Société des testes franjáis mo-
dernes, 1971.
2. Cf. G. Doncieux, Un jésuite homme de lettres au XVIP siecle. Le pere Bou-
bours, París, Hachette, 1886.
3. M. Fumaroli, loe. cit., p. 959.
4. Fran^ois Charpentier, Défense de la langue frangaise..., París, 1676, M.
Fumaroli, loe. cit., p. 955.
5. Cf. Bernard Magné, La crise de la littérature frangaise sous Louis XIV. Hu-
manisme et rationalisme, Lilíe, 1976, 2 voí.
94
el de Augusto, con Boileau (y asimismo La Bruyére, La Fontai-
ne...), defensores de los «antiguos». El triunfo de los modernos sig
nificará el fin de la era inaugurada por Du Bellay en 1549. La estra
tegia de imitación y de apropiación de los antiguos, creada por Du
Bellay, concluye con la reivindicación de los modernos de fines del
siglo XVII de que se ponga punto final a la supremacía antigua. Los
modernos han cambiado de bando: la imitación es en adelante
inútil. En sus Paralleles desAnciens et des Modernes (publicados entre
1688 y 1697), Perrault asienta la preeminencia de los modernos en
todos los géneros: «Todas las artes han sido llevadas en nuestro siglo
a un grado de perfección más alto que el que habían alcanzado con
los antiguos...», asevera. Aquellos a quienes se llama con razón los
«clásicos», y que toman prestadas sus referencias y sus modelos de la
antigüedad, hacen posible el manifiesto de Perrault: se les atribuye
el haber representado la cima del «siglo de Luis XIV», el triunfo de
la literatura y la potencia de la lengua francesa porque suponen el
punto último, la cumbre del proceso de «crecimiento» de los recur
sos literarios. Encarnan, en sus obras y en la lengua que utilizan, la
victoria del francés sobre el latín. Perrault puede proclamar su opo
sición a que se imite a los antiguos y declarar el fin del reinado del
latín únicamente porque todos los escritores han puesto término al
proceso de imitación, llevándolo a su punto extremo. La afirma
ción de los modernos no es más que la teorización de la libertad
conquistada por los «clásicos». Si Perrault concede a Corneille, Mo
liere, Pascal, La Fontaine, La Bruyére, pero asimismo a Voiture, Sa-
rasin, Saint-Amant... la superioridad sobre los «antiguos», es por
que los considera escritores «que han llegado en cierto modo a la
cima de la perfección» (P a r a lle le s 1 . 1).
Por eso no se puede reducir la querella a simples tomas de po
sición políticas, como hace la historiografía literaria tradicional,1
que, en nombre de una concepción abiertamente anacrónica de la
historia, describe a los antiguos como partidarios de la monarquía
absolutista y a los modernos como defensores de una forma más
95
liberal de gobierno. En este caso, en efecto, ¿cómo comprender la
apología sin matices del reinado de Luis XIV en Le Siecle de Louis
Le Grand de Perrault? Sólo el análisis del proceso histórico de acu
mulación de capital literario dentro del espacio literario francés
permite explicar el objetivo real, tácito y autónomo -o sea, especí
ficamente literario- de la querella -es decir, de la configuración de
la relación de fuerza con el latín- y al mismo tiempo el objetivo
político del conflicto, esto es, el lugar y el poder de la lengua y del
reino de Francia frente a la hegemonía declinante y cuestionada
del latín.
96
dos alemanes. A lo largo del siglo XVIII, y en particular en ios años
1740-1770, los principados alemanes son los más apegados al em
pleo mundano del francés. En Europa central y oriental, e incluso
en Italia, se observa la misma adopción ferviente del modelo galo.
Signo patente del valor literario que se le atribuye, hay escritores
que adoptan el francés para redactar sus obras literarias: los alema
nes Grimm y Holbach, los italianos Galiani y Casanova, Catalina II
y Federico II, el inglés Hamilton y después los rusos, que, cada vez
en mayor número, abandonan el alemán por el francés, etc.
La particularidad de este modelo de la universalidad de la
lengua francesa, calcado del de la latina, es que no se impone
como una dominación francesa, es decir, como un sistema orga
nizado en beneficio de Francia; el francés se impone a todos, sin
el concurso de ninguna autoridad política, como la lengua de to
dos, para todos y al servicio de todos, lengua de la civilización y
de la conversación refinada, cuya «jurisdicción» se extiende a
toda Europa. El tema del cosmopolitismo ilustra bien esta extra
ña «des-nacionalización» (al menos aparente) del francés. 1 Es una
dominación desconocida como nacional y reconocida como uni
versal. No se trata de un poder político ni de un dominio cultu
ral al servicio de una potencia nacional, sino de una dominación
simbólica cuyo peso se hará sentir largo tiempo, sobre todo en el
momento en que París emerja como capital universal de la litera
tura y ejerza su «gobierno», como dice Victor Hugo, sobre el
mundo entero. El abate Desfontaines escribía bajo Luis XIV:
«¿Cuál es la fuente de esta atracción por la lengua, unida a la
aversión por el país? Es el buen gusto de quienes la hablan y la
escriben con naturalidad; es la excelencia de sus composiciones,
es el giro, son las cosas. La superioridad de los franceses en deli
cadeza y refinamiento de lujo y voluptuosidad ha hecho viajar
aún más a nuestro idioma. Adoptan nuestras palabras junto con
97
nuestras modas, y nuestros atuendos, que les inspiran una curio
sidad extrema.»1
98
«gloria» de Luis XIV y, sobre todo, erigió a los escritores llamados
clásicos en cumbres inalcanzables del arte literario, en encarnación
misma de la literatura. Contribuyó a dar las apariencias de la histori
cidad a la representación mítica de la historia que una tal reputación
implicaba. Esta especie de periodización histórica convierte así el rei
nado de Luis XIV en una época «perfecta», que sólo podrá reprodu
cirse o imitarse: «Me parece», escribe en E l siglo de Luis X IV (1751),
«que cuando ha habido en un siglo un número suficiente de buenos
escritores que han llegado a ser clásicos, apenas está permitido em
plear otras expresiones que las suyas, y que hay que darles el mismo
sentido o bien, dentro de poco, el siglo presente no entendería ya al
pasado [...]. Era un tiempo digno de la atención de los venideros
aquel en que los héroes de Corneille y Racine, los personajes de Mo
liere, las sinfonías de Lully y (puesto que aquí tratamos únicamente
de las artes) las voces de los Bossuet y los Bourdaloue eran oídos por
Luis XIV, por Madame,* tan célebre a causa de su gusto, por un
Condé, un Turenne, un Colbert y multitud de hombres superiores
de todo género que aparecieron entonces. No volverá aquel tiempo
en que un duque de La Rochefoucauld, autor de las Máximas, al salir
de conversar con un Pascal o un Arnauld, iba al teatro de Corneille.»
Sólo se puede, en efecto, comprender la creencia, en particular
en Alemania, en el modelo del «clasicismo» francés y la voluntad
declarada de ios escritores y de los intelectuales de sobrepasarlo, si
se parte de esta representación de una «perfección» encarnada en un
momento histórico por un país y que es preciso esforzarse en alcan
zar. Del mismo modo, más cerca de nosotros, sólo es comprensible
la fascinación de Cioran por la lengua del «clasicismo» francés, y su
voluntad de reproducirla, a partir de esa creencia, recibida a través
de Alemania, de un estado de perfección sin igual de la lengua y la
literatura.
99
la perfección clásica francesa .1 Ya hemos observado que este texto
es un indicio prodigioso de la dominación exclusiva que ejercía la
lengua francesa. Pero hay que añadir también que la representa
ción misma de la historia (y de la historia del arte) que subyace en
el libro, y que el rey tendrá en común con ios intelectuales y los
artistas alemanes de las generaciones siguientes, es una especie de
permanencia discontinua del clasicismo: la Grecia de Platón y de
Demos tenes, la Roma de Cicerón y de Augusto, la Italia del Rena
cimiento, la Francia de Luis XIV. N o podía, por tanto, desear
para Alemania un destino más brillante que el de ocupar su lugar
en una historia universal de la cultura concebida como una suce
sión de «siglos», en que cada nación encarna a su vez el ideal in
mutable antes de desvanecerse, invadida por la decadencia, a la es
pera de que otra llegue a su madurez.
Así pues, para Federico II se trata de tomar como modelo la len
gua francesa para colmar el «retraso» del alemán y apoyar la emer
gencia de nuevos «clásicos» alemanes: «en el reinado de Luis XIV, el
francés se difunde por toda Europa, y esto en parte por amor de los
buenos autores que florecían entonces, incluso por las buenas tra
ducciones de los antiguos que se hacían en ella. Y ahora esta lengua
se ha convertido en un salvoconducto que os introduce en todas las
casas y en todas las ciudades. Viajad de Lisboa a San Petersburgo y
de Estocolmo a Nápoles hablando francés y os haréis entender por
todos. Gracias a este solo idioma, os ahorráis numerosas lenguas que
deberíais saber y que sobrecargarían de palabras la memoria»; y pro
sigue: «tendremos nuestros autores clásicos; cada cual, para aprove
charlos, querrá leerlos; nuestros vecinos aprenderán el alemán, las
cortes lo hablarán con delicia; y podrá ocurrir que nuestra lengua
pulida y perfeccionada se extienda en favor de nuestros buenos es
critores de punta a punta de Europa ...».2 Herder deberá romper con
este modelo volteriano, refrendado por Federico II.
100
Eí famoso Discours de Vuniversalité de la langue frangaise, de
Rivarol (1784), es una respuesta a una pregunta para un concur
so de la Academia de Berlín: «¿Qué es lo que ha hecho universal
a la lengua francesa? ¿Por qué se merece esta prerrogativa? ¿Es de
suponer que la conservará?» El hecho mismo de que la pregunta
pueda formularse en estos términos revela que el Discurso de Ri
varol es, en primer lugar, el testimonio último de la dominación
francesa sobre Europa y que ya se perfila su fase de declive. Her-
der había enunciado sus primeras tesis antiuniversalistas, es decir,
antifrancesas, doce años antes (en 1772), ante la misma Acade
mia de Berlín, y se sabe que esta primera memoria (Traité sur
Vorigine des langues) servirá de estandarte a las ideas nuevas, na
cionales, que van a crear instrumentos de lucha contra la hege
monía francesa y a propagarse por toda Europa. Equivale a decir
que Rivarol pronuncia una especie de elogio fúnebre más bien
que un panegírico.
Pero es un momento esencial en esta historia de la constitu
ción del patrimonio literario francés, por una parte porque recoge
y reúne, sistematizándolos claramente, el conjunto de lugares co
munes de esa creencia que permiten explicar y comprender el ori
gen de esa dominación cultural reconocida y aceptada en toda Eu
ropa; y, por otra, porque vemos aparecer a una nueva potencia en
ascenso que cuestiona la soberanía francesa: Inglaterra. El ataque
contra eí «imperio» francés se realizará en adelante en dos frentes
que habrán de estructurar el espacio literario europeo durante
todo el siglo XIX: Alemania e Inglaterra.
Desde la primera frase del Discurso, Rivarol establece el para
lelo con el Imperio Romano: «Parece haber llegado el tiempo de
decir el mundo francés, como antaño el mundo romano, y la filoso
fía, cansada de ver a los hombres siempre divididos por los intere
ses diversos de la política, se alegra ahora de verlos, de un cabo al
otro de la tierra, formar una República bajo la dominación de una
misma lengua.»* Hay que recordar la definición de la universalidad
tal como se enriende en Francia (y tal como será cuestionada por
101
Herder): es el restablecimiento de una unidad del mundo más allá
de las divisiones políticas. En otras palabras, cada cual acepta este
dominio que se sitúa por encima de todos los intereses partidistas,
particulares o nacionales: «Ya no es la lengua francesa, es la lengua
humana.» Esta frase, citada a menudo como exponente de la arro
gancia francesa, es, en realidad, otra manera de decir que, debido
a su dominación incuestionable, no es reconocida como francesa
(esto es, como nacional y por lo tanto capaz de servir a los intere
ses particulares de Francia y de los franceses) y sí como universal,
o sea, perteneciente a todos y situada por encima de los intereses
particulares. Francia ejerce un «imperio», esto es, un poder que
ninguna victoria militar ha podido imponer nunca, un dominio
simbólico: «Desde esta explosión», explica más adelante Rivarol,
«Francia ha seguido dando un teatro, vestidos, gusto, modales,
una lengua, un nuevo arte de vivir y placeres desconocidos a los
Estados que la rodean, una especie de imperio que ningún otro
pueblo ha ejercido. Y comparen con él, les ruego, el de los roma
nos, que sembraron por doquier su íengua y la esclavitud, se ceba
ron de sangre y destruyeron hasta que fueron destruidos.»1 Dicho
de otra forma, el poder del francés, por su urbanidad y su refina
miento, sobrepasa el del latín.
Esta universalidad se «basa», en cierto modo, en lo que Riva
rol llama la «liza de las naciones», es decir, sus rivalidades, su
competencia. Ahora bien, ía victoria de Francia y del francés, a
pesar de los méritos de todas las demás lenguas -expuestos de
manera muy depurada y culta-, es la de la «claridad», explica Ri
varol. Recoge lo que ya se ha convertido en un lugar común, y
que presuntamente constituye ía «superioridad» intrínseca del
francés sobre las demás lenguas, y lo formula con la extraordina
ria arrogancia propia de ios que dominan: «Lo que no es claro
no es francés; lo que no es claro es todavía inglés, italiano, griego
o latín.»2
Este Discurso es asimismo una verdadera máquina de guerra
fabricada para combatir a la rival más peligrosa de Francia dentro
1. Ibídem, p. 34.
2. Ibídem, p. 39.
102
de esta eterna «liza de naciones», la que discute entonces con ma
yor virulencia el universal dominio del francés universal: Inglate
rra. Los ingleses y los franceses, dice Rivarol, son pueblos «vecinos
y rivales, que tras haberse peleado durante trescientos años, no so
bre quién tendría el imperio, sino sobre cuál de los dos existiría, se
disputan aún la gloria de las letras y se reparten desde hace un si
glo las miradas del universo». La cuestión que se plantea a propó
sito de Inglaterra es la de la amenaza que representa su potencia
comercial. Londres ha pasado a ser la plaza económica más impor
tante y más rica de Europa. Y Rivarol se cuida muy mucho de no
confundir lo que él llama «el crédito inmenso en los negocios» de
los ingleses con su potencia supuesta en la literatura; ai contrario,
intenta disociarlos para dar a Francia la posibilidad de ver perpe
tuarse su imperio literario, presuponiendo que del poder econó
mico no se puede inferir un poder simbólico: «Habituado al crédi
to inmenso que posee en los negocios, el inglés parece trasladar
esta potencia ficticia a las letras, y su literatura ha contraído a cau
sa de ello un carácter de exageración opuesto al buen gusto .»1 En
otras palabras, Rivarol esboza una distinción entre el orden econó
mico y el ámbito literario, pero aún no puede verdaderamente
pensar la cuestión de la autonomía literaria e imaginar, como lo
hará Valery Larbaud dos siglos más tarde, un mapa literario dife
rente del político.
La impugnación inglesa
1. Ibídem, p. 37-
2. Louis Réau, L ’Europe fran^aise au siecle des Luniieres, París, 1933, reed.
Albin Michd, 1971, p. 291.
103
gua y de la reivindicación de un capital literario específico: Dry-
den, Steele y Swift desarrollan una campaña purista mientras que
los gramáticos y los lexicógrafos terminan de fijar la forma moder
na del inglés.
Hay que decir que después de la imposición del francés
como lengua oficial en el momento de la conquista normanda
(1066), surge en el siglo XV el inglés estándar. La particularidad
de la historia de la nación inglesa consiste en que la emancipa
ción de la autoridad romana va a provocar en el siglo XVI el tras
paso exclusivo al rey de todos los poderes: al proclamarse, me
diante el acta de Supremacía (1534), jefe supremo de ia Iglesia
de Inglaterra, Enrique VIII se adueña de un poder absoluto, tan
to político como religioso. La uniformizadón de la lengua está
así vinculada con la religiosa: la Great Bible (1539) y The Book
o f Common Prayer (1548) se leen en el oficio dominical en la to
talidad del territorio. Pero la legitimación de la lengua vulgar se
produce bastante tardíamente. Sin duda, como en el caso ale
mán, la impugnación de la primacía romana en materia religiosa
impide cuestionar la dominación del latín en el ámbito del saber,
del estudio y de la poesía. Es como si, tal como he tratado de
mostrar más arriba, la adopción de los cultos reformados impi
diese toda «secularización» (es decir, toda autonomización) de la
oposición literaria y lingüística. Sin duda, porque, a pesar del cis
ma, el latín conserva en Inglaterra todo su prestigio propiamente
literario durante muy largo tiempo, y el trabajo de los gramáticos
no emancipará a la «lengua común» del modelo grecolatino hasta
bastante más tarde. La gramática de John Colet, próximo de
Erasmo y de Tomás Moro, y Wiiliam Lily (1510), oficializada en
1540 por Enrique VIII —y que servirá de modelo a los escolares y
a los gramáticos hasta el final del siglo XVIII-, desarrollaba un
paralelo riguroso entre el latín y el vernáculo, que iba hasta el re
conocimiento de los mismos casos y partículas, de las mismas
conjugaciones y construcciones.1
Hasta el siglo XVIII no se afirma la actividad de codificación,
pero sin que se implante ninguna institución legisladora central,
104
del tipo de la Academia Francesa. «El control de la norma fue in
cumbencia de los gramáticos, de los eruditos y los pedagogos, y lo
ratificó un consenso social respetuoso de las jerarquías estableci
das.»1 Esta aparente autonomía oculta un proceso de apropiación
nacional de la literatura que, sin ser propio de Inglaterra, es allí es
pecialmente notorio. La costumbre de ver en la «literatura inglesa»
la expresión más característica del carácter nacional, es decir, la en
carnación más notable de la identidad nacional, es, según Stefan
ColHni,2 un rasgo característico de Inglaterra. La literatura se ha
convertido allí, sin duda, más que en ningún otro sitio, en uno de
los vehículos principales de afirmación y definición de la identidad
nacional. Ahora bien, esta definición literaria debe mucho a la ri
validad declarada con Francia. En efecto, aunque el nacionalismo
inglés no haya revestido las mismas formas que en el resto de Euro
pa,3 cabe pensar que la definición de la identidad nacional ha sido
en principio elaborada a finales del siglo XVIII a modo de reacción
contra la potencia francesa. Esta impugnación de la hegemonía
gala se ha expresado a menudo mediante una galofobia exacerbada,
sin duda, a la medida de la arrogancia y de la afirmación de la om
nipotencia francesa. La tarea de construcción nacional se realizó es
pecialmente contra una Francia reputada hostil, «tiránica» y católi
ca, y se formó a partir de la «diferencia» que habría de representar
el protestantismo .4 En la misma lógica, la literatura, «nacionaliza
da» poco a poco, o sea, designada como «inglesa», como propiedad
nacional, se afirmó contra la predominancia francesa.
Gracias, sobre todo, a la literatura se han podido sistematizar
los clichés considerados característicos de la nación inglesa, a su
vez constituidos para contrarrestar la dominación francesa .5 La
idea de un genio «innato» para el individualismo y la sinceridad,
por ejemplo, está fuertemente asociada con una «autodefinidón»
política antagónica de la de Francia: la inclinación de los franceses
1. Ibídem, p. 154.
2. Stefan Coilini, Public Moralists, Political Thought and Intellectual Life in
Britain, 1850-1930, Oxford, Clarendon Press, 1991.
3. Y esto es capital para comprender la «excepción» inglesa.
4. Cf. L. Colley, Britom. Forging the Nation. 1707-1837, op. cit.
5. S. Coilini, op. cit.
105
por la dialéctica política (entre despotismo y revolución) se rela
ciona con la artificialidad formal -el famoso freneh polish, el bar
niz francés- y la moralidad dudosa de su literatura.1 La idea de un
«don» de Inglaterra para la libertad y el gobierno representativo es
también una idea forjada contra la invasora mitología política
francesa. Esta vocación de Inglaterra guarda relación con la inepti
tud (supuesta y muy reivindicada) de los ingleses para desarrollar
un pensamiento abstracto sistemático. De modo que el talento de
la literatura nacional consistiría en ser fiel a la riqueza y la comple
jidad de la vida y permanecer irreductible a las categorías abstrac
tas de cualquier sistema.2 Esta oposición estructural a la hegemo
nía lingüística y literaria francesa hace, pues, de Inglaterra la
primera potencia literaria que rivaliza con Francia.
LA REVOLUCIÓN HERDERIANA
1. Ibídem, p. 357.
2. Ibídem, pp. 348-351.
106
pero poderosa, la cultura francesa eran tales que Herder hubo de
forjar un material teórico y conceptual completamente nuevo. La
obra que redactó en 1774, Nueva filosofía de la historia para contri
buir a la educación de la humanidad, es una máquina de guerra
contra la filosofía volteriana y su creencia explícita en la superiori
dad de la época «ilustrada» del clasicismo sobre todos los demás pe
ríodos de la historia. Herder, por el contrario, hace hincapié en la
igualdad de valor de las épocas pretéritas, en particular de la Edad
Media , 1 y expone que cada época y cada nación poseen su singula
ridad y deben juzgarse según sus propios criterios, que cada cultura
tiene su puesto y su valor, con independencia de los de las otras.
Contra el «gusto francés» publica en 1773, con Goethe y Móser,
Von deutsche Art und Kunst, donde expresa, sobre todo, su admira
ción por la canción popular, por Ossián y por Shakespeare, que
son para él tres ejemplos de la naturalidad y de la fuerza en literatu
ra. Son asimismo tres «armas» elaboradas contra el poderío aristo
crático y cosmopolita del universalismo francés: primero el pueblo,
luego la tradición literaria no emanada de la antigüedad grecolati-
na -contra el «artificio» y el «ornato» asimilados a la cultura france
sa, Herder opta por preconizar una poesía a la vez «auténtica» e
«inmediatamente popular»- y, por último, Inglaterra. El diseño
general de ía estructura del universo literario internacional en vías
de construcción permite comprender mejor por qué los alemanes
se han apoyado siempre en Inglaterra y en su capital principal e in
cuestionable: Shakespeare. La configuración de las relaciones de
fuerza implica que los dos polos de oposición a la potencia francesa
iban a poder apoyarse mutuamente. Los ingleses se sirvieron simé
tricamente de la reevaluación de Shakespeare por parte de los ro
mánticos alemanes para reivindicarlo a su vez como su mayor ri
queza literaria nacional.
107
Herder intenta también explicar por qué Alemania no posee
todavía una literatura universalmente reconocida: para él cada
«nación», asimilada a un organismo vivo, debe desarrollar su «ge
nio» propio, y Alemania no habría alcanzado aún su madurez. Al
proponer un retorno a las lenguas «populares», inventa un nuevo
modo de acumulación literaria totalmente inédito hasta él, y su
teoría, en el sentido propio «revolucionario», permitirá a Alemania
entrar, pese a su «retraso», en la competencia literaria internacio
nal. Al otorgar a cada país y cada pueblo ei principio de una exis
tencia y de una dignidad a priori iguales a las de los demás, en
nombre de las «tradiciones populares» que constituirían el origen
de toda la cultura de una nación y de su desarrollo histórico, al
considerar el «alma» o incluso el «genio» de los pueblos como
fuente de toda fecundidad artística, Herder trastoca, y para largo
tiempo, todas las jerarquías literarias, todos los presupuestos, hasta
él considerados intangibles, que formaban la «nobleza» literaria.
La nueva definición que propone de la lengua -«espejo del
pueblo»- y de la literatura -«la lengua es depósito y contenido de
la literatura», escribe en 1767 en los Fragmentos sobre una nueva
literatura alemana-, antagónica de la definición aristocrática fran
cesa dominante, trastoca la noción de legitimidad literaria y, por
ende, las reglas del juego literario internacional. La definición su
pone que el pueblo mismo sirve de custodio y de matriz literarios,
con lo que en lo sucesivo podrá medirse la «grandeza» de una lite
ratura por la importancia o la «autenticidad» de sus tradiciones po
pulares. La invención de esta otra legitimidad literaria -nacional y
popular- permitirá acumular un nuevo tipo de recursos, descono
cidos hasta entonces en el universo literario, que van a ligar aún
más lo literario con lo político: todos los «pequeños» países euro
peos y no europeos podrán aspirar, debido a su ennoblecimiento
por parte del pueblo, a una existencia independiente, inseparable
mente política y literaria.
E l efecto Herder
108
su filosofía de la historia, su interés por el período medieval, por
Oriente y el lenguaje, su estudio de 1a literatura comparada, su con
cepción de 1a poesía como vehículo principal de «educación» nacio
nal. Holderlin, Jean Paul, Novalis, los hermanos Schlegel, Sche-
lling, Hegel, Schleíermacher, Humboldt, fueron todos ellos grandes
lectores de Herder. El concepto mismo de «romántico», en el senti
do de «moderno», por oposición al de «clásico» o «antiguo», es de
origen herderiano: en él se basaba la revindicación de modernidad
de los alemanes en lucha contra la hegemonía cultural francesa. Con
Móser y Herder se comenzó en Alemania a dirigir «a los franceses el
reproche de superficialidad, de frivolidad y de inmoralidad, mien
tras que a Alemania se le atribuía solidez, probidad, fidelidad ».1
En cuanto al resto de Europa, más vale, ciertamente, hablar
de la acción de una especie de «efecto Herder», en la medida en
que se trata más de las consecuencias prácticas de la aplicación de
algunas ideas clave de Herder que de la elaboración propiamente
teórica y política de su pensamiento. Las Ideas para una Filosofía
de la Historia de la Humanidad (1784-1791) -sin duda, la obra
más célebre de Herder- tuvieron, desde su publicación, un éxito
inmenso en Hungría, donde fueron leídas en alemán;2 se sabe
también que el breve capítulo dedicado a los eslavos en las Ideas
surtió un efecto determinante: convirtió a Herder en «maestro de
la humanidad croata», «el primero en defender y alabar a los esla-
yos».3 El motivo más importante, adoptado sin cesar por los hún
garos, los rumanos, los polacos, los checos, los serbios y los croa
tas, es el derecho y la necesidad de escribir en 1a lengua materna.
En Rusia Herder fue conocido a través de la traducción francesa
de Quinet. En Argentina su influencia política fue grande a fines
del siglo XIX. En los Estados Unidos sigue siendo ia constelación
de temas «literatura, nación, humanidad» la que, por medio de los
textos de George Bancroft -uno de los quince estudiantes ameri
canos que en Gotinga siguieron las enseñanzas de los discípulos de
109
Herder-, constituyó la doctrina principal del herderianismo nor
teamericano: «La literatura de una nación es nacional», escribe
Bancroft;1 «cada nación lleva en sí un grado de perfección total
mente independiente de toda comparación .»2
El sistema de pensamiento desarrollado por Herder planteaba
una equivalencia entre lengua y nación. Por eso las reivindicacio
nes nacionales que aparecieron en el siglo XIX en toda Europa eran
inseparables de las reivindicaciones lingüísticas. Las nuevas len
guas nacionales que se pretendía imponer, o bien podían haber
casi desaparecido durante un período de dominación política
—como el húngaro, el checo, el gaélico, el búlgaro, el griego, etc.-
o bien no haber tenido existencia más que en la forma oral de un
dialecto o de una lengua campesina, como el esloveno, el rumano,
el noruego, el eslovaco, el ucraniano, el letón, el lituano, el finés,
etc.3 En el momento de la afirmación cultural nacional, la lengua,
declarada instrumento de emancipación y de especificidad nacio
nales, se vuelve a evaluar muy rápidamente y (re)encuentra gramá
ticos, lexicógrafos y lingüistas que organizan su codificación, su
escritura y su aprendizaje. El papel capital, en todas las épocas, de
los escritores y, más ampliamente, de los intelectuales en las cons
trucciones nacionales explica, en parte, la sumisión de las produc
ciones intelectuales a las normas nacionales.4
Las recopilaciones de poesía y de tradiciones populares que
hizo Herder, publicadas antes que los famosos cuentos de los her
manos Grimm, servirán de modelo a las antologías de cuentos y
leyendas populares que aparecen en toda Europa. El checo Fran-
110
tisek Celakovsky publica, de 1822 a 1827, tres volúmenes de can
tos populares eslavos, y después una colección de quince mil pro
verbios y refranes eslavos; el esloveno Stanko Vraz edita sus poe
mas ilirios, Vuk Karadzic, tras mantener correspondencia con
Jacob Grimm, reúne canciones populares serbias. Se sabe que el
joven Ibsen participó en Noruega, un poco más tarde, en el gran
movimiento de regeneración nacional 7 se fue a estudiar, entre los
campesinos, el «alma» noruega.
En suma, esta «invención» de lenguas y literaturas llamadas
«populares», que se produjo en toda Europa (e incluso más allá,
como vemos), es perfectamente simétrica del movimiento de gra-
matización de los siglos XVI y XVII, que había permitido a las na
ciones europeas emergentes inventar nuevos instrumentos para lu
char contra la dominación (no obstante ser considerada exclusiva)
del latín. El vuelco que operan las teorías (o el efecto) de Herder
en la República de las Letras sólo es inteligible a partir de la histo
ria de dicho universo, presentado aquí a grandes trazos, es decir,
en la lógica de la génesis del espacio literario internacional. Porque
entrar en el espacio literario es entrar en la competencia, y porque
el espacio solamente se forma y se unifica a partir de la rivalidad y
la competición que en él existen, hay que describir y comprender
los nuevos conceptos teóricos, las revoluciones en el orden filosófi
co y literario, o en ambos, como tantos otros instrumentos en la
lucha por la legitimidad literaria. Durante este período son, sobre
todo, las regiones europeas en vías de emancipación política las
que esbozan este proceso de «nacionalización» de una lengua y
una literatura.
111
lucíones nacionales y literarias de la Europa del siglo XIX. La revo
lución herderiana prosigue con otras formas. A través de las diver
sas vicisitudes políticas del concepto de «pueblo», la legitimidad
popular ofrece a los recién llegados una vía de salvación lingüística
y literaria.
Al igual que en el siglo XIX en Europa, la recolección de cuen
tos y leyendas populares permite transformar en literatura (escrita)
una producción oral. Las primeras iniciativas folklóricas, que sus
citaron en toda Europa recopilaciones de relatos populares, ligadas
con la creencia romántica en el «alma» y el «genio» del pueblo,
fueron sustituidas un poco más tarde por la etnología, ciencia co
lonial «apropiada indebidamente» en provecho de una especifici
dad cultural reapropiada y que permite también, al perpetuar, en
especial, la creencia en un «origen» popular campesino, continuar
las colecciones y los recuentos de un patrimonio oral que podrá
declararse específico y nacional. En épocas y en contextos históri
cos diferentes, son dos versiones de una misma creencia en una
identidad y una especificidad popular y originaria. Según la mis
ma lógica de acumulación de una riqueza literaria e intelectual
inexistente, los escritores de países surgidos del proceso de desco
lonización en el Magreb, en Latinoamérica o en el África negra
han emprendido el mismo proceso, esta vez partiendo del modelo
etnológico.
La cuestión lingüística se plantea asimismo en términos muy
similares: como en numerosos países europeos en el siglo XIX, los
países surgidos de la descolonización a menudo disponen de len
guas sin verdadera existencia literaria, que se caracterizan, sobre
todo, por grandes tradiciones orales. La elección nacional y litera
ria que van a afrontar los intelectuales de esos países -adoptar la
lengua de la colonización o constituir un patrimonio lingüístico y
literario propio- dependerá, evidentemente, de la riqueza y la lite-
rariedad de dichas lenguas, pero también del nivel de desarrollo
económico. Daniel Baggioni señala, con razón, que los problemas
de alfabetización que padecían a principios de la década de 1920
«en Europa del sur y en los Balcanes los jóvenes Estados-nación
que, como Polonia, Rumania, Bulgaria, Yugoslavia, Albania e in
cluso Grecia, acumulaban las desventajas de una economía mayo-
112
ritariamente agrícola y subdesarrollada, un analfabetismo masivo,
una unidad nacional frágil y reciente, un débil desarrollo tecnoló
gico y una vanguardia restringida y polarizada en las producciones
intelectuales extranjeras»,1 se les plantean también, y en los mis
mos términos, a los jóvenes países africanos o asiáticos.
Pero la situación poscolonial debe una de sus particularidades
a los efectos de la imposición sistematizada y organizada de las
lenguas europeas en los territorios colonizados. Se caracteriza tam
bién por la complejidad de las formas de dependencia y, por ende,
de las estrategias para liberarse de ella. Para existir en cuanto tal, el
espacio literario nacional supone, en efecto, el acceso del país a
una auténtica independencia política; ahora bien, las naciones más
recientes son asimismo las más dominadas política y económica
mente. Dado que el espacio literario depende de las estructuras
políticas, las dependencias literarias internacionales están, por una
parte, en correlación con las estructuras de dominación política
internacional. Por ello los escritores periféricos del mundo posco-
íonial tienen que luchar no sólo, como los escritores de los espa
cios más dotados, contra ei dominio político nacional, sino tam
bién contra la presión internacional, que puede ejercerse tanto en
e! plano político como en el literario.
Las fuerzas políticas internacionales que se ejercen hoy día en
los espacios literarios desheredados revisten formas eufemizadas: se
trata, en especial, de la imposición lingüística (muy poderosa) y de
la dominación económica (por ejemplo, el control de la organiza
ción editorial). Por eso la dominación cultural, lingüística, litera
ria y, por supuesto, política puede perpetuarse aun cuando se pro
clame la independencia nacional. Las relaciones de fuerza literarias
se establecen así, en parte, a través de las relaciones de fuerza polí
ticas.
113
3. EL ESPACIO LITERARIO MUNDIAL
L u d w ig W i t t g e n s t e i n ,
Investigacionesfilosóficas
115
asimismo «clásicos universales.» N o hay, pues, que ver el mapa li
terario que se perfila en Europa a partir del siglo XVI como el pro
ducto de una simple extensión gradual de la creencia o de la idea
literarias (con arreglo a la imagen común de la «propagación», de
la «fortuna» o hasta del «brillo» de una forma o una obra litera
rias). Es el dibujo de la «estructura desigual», por usar las palabras
de Fernand Braudel, del espacio literario, esto es, de la distribu
ción desigual de los recursos literarios entre los espacios literarios
nacionales. Al compararse entre sí, han establecido poco a poco je
rarquías y relaciones de dependencia que han podido evolucionar
en el tiempo, pero que han trazado una configuración duradera.
«El pasado siempre tiene algo que decir. La desigualdad del mun
do deriva de realidades estructurales, que se implantan muy despa
cio y muy despacio se borran», señala Fernand Braudel. «[...]. Para
una economía, una sociedad, una civilización o incluso un con
junto político, resulta difícil romper un pasado de dependencia,
una vez vivido .»1 Esta estructura se perpetúa duraderamente, más
allá de las transformaciones aparentes, sobre todo, las políticas.
El mundo es, por tanto, un espacio relativamente unificado
que se ordena según la oposición entre los grandes espacios litera
rios nacionales, que son también los más antiguos, es decir, los
mejor provistos, y los espacios literarios más recientemente apare
cidos y poco dotados. Henry James, que optó por la nacionalidad
inglesa como si se tratase para él de la «salvación» literaria, que
hizo precisamente de la distancia que separa los universos litera
rios americano y europeo el tema de gran parte de su obra, y que
experimentó, en su práctica literaria, la desnudez literaria nortea
mericana a fines del siglo XIX, pudo escribir con toda lucidez: «La
flor del arte sólo puede florecer sobre un humus espeso [...]. Hace
falta mucha historia para producir un poco de literatura.»
Pero no es cuestión de una simple oposición binaria entre es
pacios literarios dominantes y espacios dominados. Más vale ha
blar de un continuum: las oposiciones, las competencias, las múlti
ples formas de dominación impiden que se perfile una jerarquía
116
lineal. Tocios los dominados literarios no se hallan, evidentemen
te, en una situación similar. Su común estado de dependencia no
implica que se les pueda describir con arreglo a las mismas catego
rías. Por ejemplo, dentro del grupo de las literaturas más dotadas,
o sea, los espacios europeos que entraron primero en una compe
tencia transnacional, hay que hablar de literaturas dominadas. Es,
en especial, el caso de las regiones que han permanecido largo
tiempo políticamente sometidas, como los países de Europa cen
tral y oriental o, más en general, bajo dominio colonial, como Ir
landa. Asimismo habría que incluir en este conjunto 1 a todas las
regiones que se hallan dominadas no política sino literariamente, a
través de la lengua y la cultura, como Bélgica, la Suiza francófona,
la Suiza germanófona, Austria, etc. Estos espacios dominados de
Europa representan el origen de las grandes revoluciones literarias;
ya han acumulado bienes literarios en el momento de las reivindi
caciones nacionalistas, y son los herederos, a través de la lengua o
las tradiciones culturales, de los más importantes patrimonios lite
rarios mundiales; gracias a ello poseen bastantes recursos específi
cos para provocar conmociones reconocidas en los centros, al
tiempo que recusan el orden literario establecido y las regias jerár
quicas del juego. Es, como mostraremos, lo que permite compren
der el «milagro irlandés»: entre 1890 y 1930, en una comarca bajo
dominio colonial, desposeída literariamente, se produce una de las
más grandes revoluciones literarias y surgen tres o cuatro de los es
critores más notables del siglo. Del mismo modo, mientras que
Kafka pertenece al espacio literario checo en emergencia y se apa
siona por los combates nacionalistas, logra crear una de las obras
más enigmáticas y más innovadoras del siglo, como heredero -ne
gado y subversivo- de toda la cultura y la lengua alemanas.
Exactamente según la misma lógica hay que comprender el
caso de las literaturas americanas. Los nuevos Estados americanos
del final del siglo XVIII y comienzos del XIX no se dejan interpretar
de acuerdo con el modelo herderiano. Las primeras descoloniza
ciones en esas regiones fueron, en efecto, realizadas por los que
117
Benedict Anderson llama los «pioneros-criollos», es decir, gentes
de ascendencia europea nacidas en el continente americano, «La
lengua no era un elemento que los diferenciase de sus metrópolis
respectivas», recuerda Anderson, «[...] la lengua no fue nunca un
objetivo en aquellas primeras luchas de liberación nacional.»1 Los
«movimientos de independencia-colono »,2 como los llama Marc
Ferro, que se desarrollan entre 1760 y 1830 en los Estados Uni
dos, en las colonias españolas y en Brasil, no son consecuencia de
la revolución herderiana. Por el contrario, con frecuencia se han
analizado estos movimientos como consecuencia de la difusión de
las Luces francesas.3 Estas reivindicaciones independentistas se
apoyaban en la crítica de los «antiguos regímenes» imperiales, y
desconocían por completo la creencia popular herderiana, basada
en la nación, el pueblo y la lengua. Al analizar las especificidades
de la historia latinoamericana, el escritor venezolano Arturo Uslar
Pietri ha mostrado la originalidad de América con respecto a las
otras regiones colonizadas: «Nuestro caso es diferente, original»,
escribe, «sobre todo por el hecho de que el continente americano
conoció de entrada, y mediante las fibras culturales más sensibles
que son la lengua y la religión, una integración en la cultura occi
dental que las otras áreas de expansión europea no han vivido
nunca. América Latina [es] una parte viva y creadora de ese todo,
cuajado de particularidades, que es el Occidente; ¿y por qué no
llamarlo Extremo Occidente, puesto que posee signos distintivos
que no ha engendrado ningún imperio moderno ?»4 Tanto la lite
ratura norteamericana como la latinoamericana son, pues, herede
ras directas, a través de los colonos que reivindicaron su indepen
dencia, de las naciones europeas de las que proceden. Por ello han
118
podido no sólo apoyarse en el patrimonio literario español, portu
gués o inglés, sino provocar revoluciones y conmociones literarias
sin precedentes (de las cuales las obras de Faulkner, García Már
quez y Guimaráes Rosa no son sino algunos ejemplos). Los escri
tores de esas regiones se apropiaron, en una especie de continuidad
patrimonial, de los bienes literarios y lingüísticos de los países eu
ropeos cuyo legado reivindican. «Mis clásicos son los de mi len
gua», escribe sin equívoco Octavio Paz, «y me siento descendiente
de Lope y de Quevedo como cualquier escritor [...] pero no soy es
pañol. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escrito
res hispanoamericanos de mi lengua de los Estados Uni-dos, Brasil
y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa.»1
119
ratura invente sus problemáticas y se constituya contraía nación y el
nacionalismo, convirtiéndose así en un universo específico en que
las problemáticas externas -históricas, políticas, nacionales- sólo
están presentes refractadas, transformadas, retraducidas en los tér
minos y con los instrumentos literarios: en los lugares más autóno
mos, la literatura se construye contra las reducciones o las instru-
mentalizaciones políticas y nacionales, o ambas. Es ahí donde se
inventan las leyes independientes de la literatura, y donde se produ
ce la construcción extraordinaria e improbable de lo que en adelan
te hay que llamar el espacio internacional autónomo de la literatura.
A la inversa, este larguísimo proceso histórico, en el curso del
cual se conquista la autonomía y se constituye el fondo literario,1
oculta el origen «político» de la literatura: puede hacer olvidar el
lazo histórico, muy poderoso, que une a la literatura con la nación
en el momento de la fundación nacional, haciendo de este modo
creer en la existencia de una literatura totalmente pura, liberada de
la historia. Es el tiempo el que permite a la literatura liberarse deí
tiempo y pensarse a sí misma como una práctica que escaparía a la
historia. Pero si, todavía hoy, e incluso en los lugares más «libres»,
la literatura sigue siendo el arte más conservador, o sea, el más so
metido a las convenciones y a las normas más tradicionales de ía
representación -normas de las que los pintores y los artistas plásti
cos, por medio, en particular, de la revolución de la abstracción, se
han liberado de manera radical y desde hace largo tiempo-, es
porque el lazo negado con la nación política, bajo la forma eufe-
mizada de la lengua, es aún muy poderoso .2
La autonomía, siempre relativa, se convierte en uno de los
principios que ordenan el espacio literario mundial. Permite a los
territorios más independientes del universo literario enunciar su
1. Cf. P. Bourdieu, «La conquéte de l'autonomie», Les Regles de l ’art, op. cit.,
1992, pp. 75-164.
2. Lo prueba, en especial, ei compromiso de los escritores en los debates en
tomo a las reformas ortográficas. La defensa de ia lengua nacional, por parte de
ios más conservadores de entre ellos, como instrumento específico de su corpora
ción, pero también como propiedad nacional de la cual se erigen en guardianes,
pone de manifiesto su dependencia política a partir del momento mismo en que
pretenden comprometerse justamente en nombre de la especificidad literaria.
120
propia ley, sentar los criterios y los principios específicos de sus je
rarquías internas, pronunciar juicios y hacer evaluaciones, en el
nombre mismo de su autonomía, contra la imposición de las divi
siones políticas o nacionales. El imperativo categórico de la auto
nomía es la oposición declarada al principio del nacionalismo lite
rario, o sea, la lucha contra la intrusión política en el universo
literario. El internacionalismo estructural de las regiones más lite
rarias garantiza su autonomía.
Francia, en especial, acumuló tal volumen de capital, que la do
minación literaria que ejerce sobre el conjunto de Europa a partir
del siglo XVIII es tan poco discutida, y discutible, que el espacio lite
rario francés se convierte en el más autónomo, esto es, en el más li
bre con respecto a instancias político-nacionales. La emancipación
literaria provoca, en efecto, lo que podríamos llamar una especie de
«desnacionalización», es decir, una sustracción de los principios y
de las instancias literarias a las preocupaciones ajenas al espacio lite
rario en sí. En consecuencia, el espacio francés, ya constituido
como universal (o sea, no nacional, que escapa a las definiciones
particularistas), va a imponerse como modelo, no ya como francés,
sino como autónomo, o sea, puramente literario, o sea, universal.
El capital literario «francés» tiene como rasgo peculiar que es tam
bién patrimonio universal, es decir, constitutivo (y, en el caso fran
cés, fundador) de la literatura universal, y no nacional. La particula
ridad de ser (o de poder ser) universalizables, desnacionalizados, es
el rasgo que caracteriza a los espacios (relativamente) autónomos.
El patrimonio literario es un instrumento de libertad con relación a
las exigencias nacionales. En su calidad de uno de los protagonistas
más eminentes del espacio literario francés y uno de los grandes in
troductores de la literatura mundial en París, Valery Larbaud está
facultado para enunciar el artículo de fe constitutivo de la reputa
ción literaria en los grandes centros: «Todo escritor francés es inter
nacional, es poeta, escritor para toda Europa y, por añadidura, para
una parte de América [...]. Todo lo que es “nacional” es tonto, ar
caico, ruinmente patriótico [...]. Era bueno en circunstancias espe
ciales, pero eso ya ha pasado. Hay un país de Europa.»
París se convierte, como hemos visto, en capital mundial de la
literatura durante el siglo XIX, en virtud de ese mismo movimiento
121
de emancipación que, exactamente al mismo tiempo, «desparticu
lariza». Francia es la nación literaria menos nacional, y gracias a
ello puede ejercer un dominio casi indiscutido en el mundo litera
rio y fabricar la literatura universal ai consagrar los textos llegados
de espacios excéntricos: puede, en efecto, desnacionalizar, despar
ticularizar, literarizar, los textos que le llegan de horizontes lejanos
para declararlos valiosos y válidos en el conjunto del universo lite
rario que cae bajo su jurisdicción. Su ruptura con las instituciones
nacionales la induce a promover en el universo literario, contra la
ley política de las naciones y los nacionalismos, contra las leyes co
munes de las naciones, la ley de lo universal literario: la autono
mía. El ámbito literario francés, por ser el más «avanzado» en la
emergencia de este fenómeno, se convertirá en un modelo y un re
curso para los escritores de todos los demás ámbitos que aspiran a
la autonomía.
1.22
minada también «meridiano de origen», elegida arbitrariamente
para la determinación de las longitudes, contribuye a organizar el
mundo real y posibilita la medida de las distancias y la evaluación
de las posiciones en la superficie del globo, así también lo que po
dríamos llamar el «meridiano de Greenwich literario» permite cal
cular la distancia hasta el centro de todos los que pertenecen al es
pacio literario. La distancia estética se mide, asimismo, en términos
temporales: el meridiano de origen instituye el presente, es decir,
en el orden de la creación literaria, la modernidad. Se puede me
dir así la distancia al centro de una obra o un corpus de obras, con
arreglo a la distancia que las separa en el tiempo de los cánones
que definen, en el momento preciso de la evaluación, el presente
de la literatura. En ese lugar, se dirá que una obra es contemporá
nea, que está «en boga» (por oposición a «anticuada»; las metáfo
ras así abundan en el lenguaje de la crítica) según su proximidad
estética con los criterios de la modernidad, que esa obra es «mo
derna», de «vanguardia» o académica, basada en modelos caducos,
que pertenecen al pasado literario o no se ajustan a los criterios
que determinan el presente en el momento considerado.
123
la forma de atar esa cinta.»1 De esta manera funciona lo que él llama
el «gobierno» de París: «París, insistamos, es un gobierno. Un go
bierno que no tiene ni jueces, ni alguaciles, ni embajadores; es la
infiltración, o sea, la omnipotencia. Cae gota a gota sobre la espe
cie humana y la agujerea. Fuera de quien tiene el cariz oficial de
autoridad, por encima, por debajo, más abajo, más arriba, París
existe, y su modo de reinar existe. Sus libros, sus periódicos, su tea
tro, su industria, su arte, su ciencia, su filosofía, sus hábitos que
forman parte de su ciencia, sus modas que forman parte de su filo
sofía, su lado bueno y su lado malo, su grandeza y su miseria, todo
eso agita a las naciones y las guía .»2 Poder decretar sin disputa lo
que está o no está «de moda» en el campo de la alta costura y en
otros muchos, supone controlar, en cierto modo, una de las prin
cipales vías de acceso a la modernidad. Gertrude Stein evoca el
vínculo entre la moda y la modernidad, con su estilo falsamente inge
nuo y verdaderamente irónico: «Cuando, a comienzos deí siglo XX,
hubo que buscar un nuevo rumbo, se necesitó, naturalmente, a
Francia [...]. Era importante también que París estuviese donde las
modas se creaban [...]. París, por tanto, que siempre ha creado las
modas, era, por supuesto, el sitio adonde iba todo el mundo en
1900 [...]. Es curioso que el arte y la literatura y la moda estuviesen
conchabadas. Hace dos años todos decían que Francia estaba aca
bada y perdida, que había quedado reducida al rango de potencia
de segundo orden, etc. Y yo decía, pues yo no lo creo, porque des
de hace años, desde la guerra, los sombreros no han sido nunca tan
variados ni tan encantadores ni tan franceses como ahora [...]. N o
creo que cuando el arte y la literatura característicos de un país des
bordan de actividad y vigor, no creo que un país esté en declive
[...]. París era, por tanto, el lugar que convenía a aquellos de nos
otros que tenían que crear el arte y la literatura del siglo XX. Es bas
tante natural.»3 París logra combinar así elementos estructurales
que hacen de ella, por lo menos hasta la década de 1960, la clave
de bóveda del sistema temporal de la literatura.
124
La ley temporal del universo literario puede enunciarse así:
hay que ser antiguo para tener alguna posibilidad de ser moderno o
de decretar la modernidad. Es preciso tener un largo pasado nacio
nal para aspirar a la existencia literaria plenamente reconocida en
el presente. Es lo que Du Bellay ya explicaba cuando concedía, en
la Deffence et Illustration, que el «handicap» del francés en la bata
lla contra el latín era lo que él llamaba su «retraso». El objeto de la
lucha contra las centrales, todas las cuales poseen el privilegio de la
antigüedad, es el dominio de esta medida del tiempo (y del espa
cio), la apropiación del presente legítimo de la literatura y del po
der de canonización. De todos los lugares «capitales», entre todos
los espacios que rivalizan por la ancianidad y la nobleza de su lite
ratura, es el meridiano de Greenwich, el productor del tiempo li
terario, el que ostenta el título de capital de la literatura, o, más
bien, de capital de capitales.
Este presente sin cesar redefinido es una contemporaneidad
concretada, un reloj artístico universal con el que deben sincroni
zarse los artistas si quieren llegar a ser literariamente legítimos. Si
la modernidad es el único presente del arte, a saber, lo que permi
te instaurar una medida del tiempo, el meridiano de Greenwich
permite evaluar una práctica, otorgar un reconocimiento, o, por el
contrario, condenar al anacronismo o al «provincianismo». Los
conceptos relativos de «retraso» o de «avance» estéticos, que todos
los escritores tienen en mente en el estado de estructura nunca
enunciada ni explicitada como tal (puesto que el universo literario
tiene por ley tácita la gratuidad universal del don y del reconoci
miento literarios), evidentemente no se enuncian aquí como una
definición a priori, de naturaleza prefijada e inmutable. Están ins
critos en la lógica del universo literario del que constituyen la nor
ma práctica. E importa tomar nota de ellos sin erigirlos en juicios
de valor o en toma de posición normativa, profesada como tal por
el analista.
125
un catálogo más extenso de nuestras buenas producciones: no acu
so de ello a la nación; no carece de agudeza ni de genio, pero ha
sido rezagada por causas que le han impedido elevarse al mismo
tiempo que sus vecinas.»1 Para él, por ende, en la lógica de la
competencia temporal, se trata de «ganar tiempo» literario para re
cuperar su retraso: «Nos avergüenza», afirma, «que en determina
dos géneros no podamos igualarnos con nuestros vecinos, y desea
mos recobrar por medio de trabajos incansables el tiempo que
nuestros desastres nos han hecho perder y [...] es casi evidente que
con semejante disposición las Musas nos introducirán en su debi
do momento en el templo de la gloria .»2 Este extraño retraso lo
describe el rey de Prusia como una pobreza específica que éí no
quiere silenciar, subrayando de este modo la evidencia de un
«mercado» y de una desigualdad literarios: «No imitemos, pues, a
ios pobres que quieren hacerse pasar por ricos, convengamos de
buena fe en nuestra indigencia; que ella nos aliente más bien a ga
nar mediante nuestro trabajo los tesoros de la Literatura, cuya po
sesión supondrá la cima de la gloria nacional.»3
¿Qué es la modernidad'?
126
La necesidad de acceder a esta temporalidad para obtener una
consagración concreta explica la permanencia y la insistencia del
término de «modernidad» en todos los movimientos y proclama
ciones literarias que aspiran al título de novedades literarias, desde
las premisas de la modernidad baudelerianas hasta el nombre mis
mo de la revista fundada por Sartre —Les Temps modernes-pasando
por la consigna de Rimbaud -«H ay que ser absolutamente moder
no»- o incluso por el «modernismo» en lengua española fundado
por Rubén Darío a finales del siglo XIX o el «modernismo» brasile
ño de la década de 1920, sin olvidar el «futurismo» italiano y hasta
el «futurianismo »1 de jlebnikov (traducido todavía como «porveni-
rismo»).2 La carrera hacia el tiempo perdido, la búsqueda frenética
del presente, el furor de ser «contemporáneos de todos los hom
bres»,3 como dice Octavio Paz, animan a los escritores que inten
tan, en su extraordinaria creencia en una literatura contemporánea,
entrar en el tiempo literario, única promesa de salvación artística.
Danilo Kis ha explicado perfectamente la importancia de esta mo
dernidad literaria: «Ante todo, sigo deseando ser moderno. No
quiero decir que existen cosas cada vez más modernas que debamos
seguir como una moda. Lo que quiero decir es que [...] hay algo que
hace que un libro pertenezca a nuestro tiempo .»4
La obra moderna está condenada a caducar, a no ser que entre
en la categoría de «clásica», por la cual algunas obras consagradas
logran escapar de las «fluctuaciones» o «discusiones». («Nos pasa
mos el tiempo discutiendo de gustos y de colores», escribe Valéry.
«Se discute en la Bolsa, se discute en incontables jurados, lo hacen
en la Academia, y no puede ser de otra manera .»)5 Es clásico, litera-
127
ñámente hablando, lo que escapa al tiempo, lo que trasciende la
competencia y la sobrepuja temporal. La obra moderna es entonces
arrancada del envejecimiento, se la declara intemporal e inmortal.1
Eí clásico encarna la legitimidad literaria, es decir, lo que se recono
ce como la Literatura, a partir de la cual se trazarán los límites de lo
que será reconocido literario, lo que servirá de unidad de medida
específica.
128
señó una revista norteamericana con una fotografía de soldados
desfilando por una gran avenida, probablemente, de Nueva York.
“Vuelven de la guerra”, me dijo. [...] para mí, aquella guerra había
pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. [...] Me sentí, literalmen
te, desalojado del presente. Desde entonces el tiempo comenzó a
fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. [...] Sentí que el
mundo se escindía: yo ya no estaba en ei presente. Mi ahora se dis
gregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo [...] era
un tiempo ficticio. [...] Así comenzó mi expulsión del presente. [...]
Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en
nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los
franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres.»1
Paz refiere aquí, con toda sencillez, su descubrimiento del
tiempo central, es decir, su propio descentramiento, su «excentri
cidad» (negativa). La unificación (política, histórica, artística) im
pone a todos la medida común de un tiempo absoluto que relega
a las demás temporalidades (nacionales, familiares, íntimas...) al
exterior deí espacio. Paz se descubre primero fuera del tiempo y de
Ja historia reales («este presente real no habitaba en nuestros paí
ses»), Luego, esta conciencia de la escisión del mundo le conmina
a partir en busca deí presente: «La búsqueda del presente no es ia
búsqueda de un paraíso en la tierra ni de la eternidad sin fechas: es
la busca de la verdadera realidad [...]. Había que partir en su busca
y traerla a nuestras tierras.» Esta búsqueda del presente es la salida
fuera del «tiempo ficticio» asignado al espacio nacional y la entra
da en la competencia internacional.
Pero la medida de otro presente le fuerza a reparar en su «re
traso». Descubre que, en el centro, existe un tiempo específico de
la literatura, una medida de ía modernidad literaria: «Esos años
fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comen
cé a escribir poemas. [...] Apenas ahora he comprendido que entre
lo que yo he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas
había una relación secreta. [...] Buscaba la puerta de entrada al pre
sente: quería ser de mi tiempo y de mí siglo. Un poco después esta
obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó
129
mi búsqueda de la modernidad .»1 Al buscar el presente poético,
entra defacto en la «carrera», acepta sus reglas y lo que está en jue
go, y accede a la internacionalidad; al ver que se abre toda una serie
de posibilidades literarias y estéticas, desconocidas en México, aspi
ra al título de poeta universal. Descubre, empero, que se halla in
eluctablemente rezagado en esta competición. El reconocimiento
del tiempo central como única medida legítima del tiempo político
y artístico es un efecto de la dominación ejercida por los podero
sos; pero una dominación reconocida y aceptada, totalmente des
conocida por ios habitantes de los centros que no saben que impo
nen, también y sobre todo, la producción incluso del tiempo y la
unidad de medida histórica. El poeta, resuelto a introducir en su
país el «verdadero presente», triunfará en su empresa porque, me
diante el Premio Nobel, obtendrá eí más grande reconocimiento li
terario a la par que se convierte en el analista de la «mexicanidad».
Esta temporalidad específicamente literaria sólo la perciben los
escritores de las periferias literarias que, abiertos como Paz a la vida li
teraria internacional, intentan romper con lo que descubren que es su
«exilio» literario o su alejamiento de la literatura. Los «nacionales», en
cambio, ya sean miembros de naciones centrales o excéntricas, tienen
en común el ignorar la competencia mundial y, por lo tanto, la medi
da del tiempo de la literatura, y el no considerar más que las normas y
los límites nacionales asignados a las prácticas literarias. En suma, los
únicos «modernos» de verdad, los únicos que (re)conocen la literatu
ra del presente, son los que conocen la existencia de ese reloj literario
y, por tanto, se remiten a las leyes internacionales o a las revoluciones
estéticas que «marcan fecha» en eí espacio literario mundial.
130
Llosa, escritor peruano, escribe, por ejemplo, a propósito de su des
cubrimiento de Sartre en los años 50: «¿Qué podían darle esas obras
[de Sartre] a un adolescente latinoamericano? Podían salvarlo de la
provincia, inmunizarlo contra la visión folklórica, desencantarlo de
esa literatura colorista, superficial, de esquema maniqueo y hechura
simplona -Róm ulo Gallegos, Eustasio Rivera, Jorge Icaza, Ciro
Alegría [...]- que todavía servía de modelo y que repetía, sin saber
lo, los temas y maneras del naturalismo europeo importado medio
siglo atrás.»1 En 1973 Danilo Kis, respondiendo a las preguntas de
un periodista de Belgrado, evocaba la literatura de su país en térmi
nos muy parecidos: «Se sigue escribiendo aquí una mala prosa, ana
crónica en la expresión y en los temas, enteramente apoyada en la
tradición del siglo XIX, una prosa tímida en la experimentación, re
gional, local, en la que ese color local no es, en realidad, la mayoría
de las veces más que un medio de preservar la identidad nacional,
en cuanto esencia de la prosa .»2 Reflexiones de las que se hace eco
uno de los textos escritos en la misma época: «Veo mi propia obra,
mi propia derrota, en este marco (provinciano) en que se ha de
sarrollado, en que le ha sido dado desarrollarse, como una pequeña
y clara derrota en el cortejo de todas nuestras derrotas, como una
tentativa permanente de salir de esta provincia espiritual por medio
de los mitos, los temas y los procedimientos.»3
La recurrencia del tema de esta «provincia» literaria, una espe
cie de comarca, hablando con propiedad, «desheredada», supone
la evidencia de una representación desigual del mundo literario, la
aprehensión de una geografía literaria que nunca coincide total
mente con la geografía política del mundo. La escisión entre «capi
tal» y «provincia» (es decir, entre pasado y presente, entre antiguo y
moderno...) es un dato ineluctable, una estructura temporal, espa
cial y estética que sólo perciben quienes no están por completo «en
el tiempo». La única frontera abstracta y real, arbitraria y necesaria,
que los escritores surgidos de la «provincia» literaria convienen en
1. Mario Vareas Llosa, Contra viento y marea, Barcelona, Seix Barral, 1986,
p - 2 3 0 -
2. D. Kis, Le Résidu amer de Vexpérience, op, cit., p. 71 -
3- D. Kis, «Nous préchons clans le désert», Homo poéticas, op. cit., p .ll.
131
reconocer, es la frontera temporal marcada por el meridiano de
Greenwich. El desfase entre la capital y la provincia es inseparable
mente temporal y estético: la estética es, simplemente, otra manera
de nombrar al tiempo en la literatura.
El único modo que tiene un irlandés hacia 1900 (como Joyce)
o un norteamericano hacia 1930, de rechazar la norma literaria
londinense (o de recusar su condena o su indiferencia), la única
forma al alcance de un nicaragüense hacia 1890 (como Rubén
Darío) para desviarse de las normas literarias españolas, la sola ma
nera que tiene un yugoslavo hacia 1970 (como Danilo Kis) de re
pudiar la férula de las normas literarias impuestas por Moscú, y
un portugués hacia 1995 (como Antonio Lobo Antunes) de salir
de un espacio nacional opresivo, es volverse hacia París. Sus vere
dictos son los más autónomos (los menos nacionales) del universo
literario, y constituyen, por ende, un último recurso. Por eso, por
ejemplo, Joyce reivindica su extraterritorialidad parisina. Puede así
llevar a cabo una empresa literaria autonóma, recurriendo a una
estrategia de doble rechazo: repudio de la sumisión a la potencia
colonial que habría representado el exilio en Londres, pero tam
bién negativa a amoldarse a las normas literarias nacionales irlan
desas.
Por el solo hecho de su crédito literario, París atrae asimismo
a escritores que van a buscar en el centro el saber y las sutiles téc
nicas de la modernidad, y a revolucionar, gracias a las innovacio
nes que en ellos introducen, los espacios nacionales de donde pro
vienen. Algunos de los innovadores literarios que han dejado
huella en el espacio central pueden, en efecto, servir de «acelerador
del tiempo literario» para quienes proceden de espacios nacionales
«retrasados». Es el caso, en particular, como veremos, de Faulkner,
que, tras haber creado, para evocar un universo arcaico, una nueva
forma novelesca, reconocida y consagrada en París, será reivindi
cado como una especie de modelo salvador por numerosos escri
tores situados en su misma posición estructural.
132
París, al introducir la modernidad literaria parisina revolucionó
todas las prácticas y las posibilidades literarias del mundo hispá
nico, y el de Georg Brandes, que a finales del siglo pasado dina
mitó los presupuestos literarios y estéticos de todos los países es
candinavos al introducir lo que se ha denominado la «ruptura
moderna», a partir de los principios del naturalismo descubierto
en París. La revolución literaria que llevaron a cabo les vale ser
consagrados en su zona cultural al tiempo que colman su «retra
so» estético. Esta apropiación de las innovaciones y de las técni
cas de la modernidad les permite también constituir un polo au
tónomo en espacios hasta entonces reservados a la literatura
política (nacional).
133
miento del régimen colonial, en España, la evidencia de esta mo
dernidad importada de Francia. Como afirma en un artículo pu
blicado en La Nación de Buenos Aires en 1895: «Mi sueño era es
cribir en francés [...]. La evolución que conduciría al español a
este renacimiento no debería producirse en América, a partir del
momento en que la lengua, en España, madurada por la tradición,
está rodeada y erizada de españolismos .»1 Darío afirma claramen
te, en críticas apenas veladas, su voluntad de sortear a la potencia
colonizadora española y encabezar una revolución literaria ameri
cana contra todos los tópicos impuestos por España a sus colonias
de ultramar. Recalca el retraso de la poesía española «madurada
por la tradición», para que se evidencie mejor la «novedad» mo
dernista: «Mi éxito -sería ridículo no confesarlo-, se ha debido a
la novedad. Ahora bien, ¿en qué consistía esta novedad? Era el ga
licismo mental.»2 Es esta asombrosa aventura revolucionaria la
que evoca Jorge Luis Borges en una entrevista publicada en Ar
gentina en 1986: «[...] realmente yo creo que a partir deí Siglo de
Oro [...] ya decae la poesía española; [...] todo se hace rígido [...],
Y luego tenemos el siglo dieciocho muy pobre, el siglo diecinueve
también; y entonces viene Darío y ya se renueva todo. Y eso se re
nueva en América, y luego llega a España e inspira a grandes poe
tas como los Machado, y como Juan Ramón Jiménez, para sólo
limitarnos a dos; sin duda hay más. [...] precisamente fue el pri
mero de los renovadores... Bajo el influjo, desde luego, de Edgar
Alian Poe. Qué raro. Poe es americano: nace en Boston, muere en
Baltimore; pero él llega a nuestra poesía porque Baudelaire lo tra
dujo. [...] De modo que esas tres influencias, de algún modo son
influencias de Francia .»3
1. Ibídem., p. 15.
2. Ibídem.
3. Jorge Luis Borges, Libro de diálogos —Osvaldo Ferrari, Buenos Aires, Su
damericana, 1986, pp. 118-119.
134
siglo XIX y las había transformado en simples provincias estéticas
de Alemania. El gran crítico literario danés Georg Brandes (1842-
1927), que vivió en París durante varios años, descubre allí el na
turalismo y la obra de Taine, que introduce en su país, suscitando
así cambios muy profundos en la literatura de todos los países es
candinavos a fines del siglo XIX, en forma del movimiento llama
do en sueco Genombrott, la «ruptura moderna». La divisa de Bran
des era: «Someter los problemas a discusión.» Quería con ello
promover una literatura que, tomando por modelo el naturalismo
francés, fuera ía expresión de los problemas sociales, políticos y es
téticos, una crítica de los valores establecidos, por oposición al idea
lismo preconizado por la tradición alemana. Su serie de conferen
cias titulada Las corrientes principales de la literatura del siglo XIX,
que comienza en 1871 y termina en 1890, conmociona el clima
literario escandinavo y ejerce una influencia decisiva no sólo en
Dinamarca, donde escritores como Hoíger Drachmann, J. P. Ja-
cobsen y algunos otros se suman a Brandes, sino también en N o
ruega, con Bjornson e Ibsen, y en Suecia, con Strindberg.1 Su li
bro Det Moderne Gennembruds M and («Los hombres de ía ruptura
moderna»), publicado en 1883, dio su nombre a todo aquel movi
miento literario y cultural, cuya influencia, incluida ia política, fue
determinante, puesto que se considera, sobre todo en Suecia, que
«el radicalismo político, el realismo y eí naturalismo literarios, ía
emancipación de las mujeres,2 el ateísmo y eí liberalismo religiosos
[...] ía emergencia de ía educación popular», están ligados históri
camente a la «ruptura moderna ».3 Ahora bien, la paradoja reside
en que se trata de aceptar la dominación específica de París para
liberarse de la opresión alemana. Pero la «ruptura moderna» no es
una copia mimética de las revoluciones teóricas y literarias realiza
das en París, sino una liberación consentida por las innovaciones
1. Cf. Regís Boyer, Histoire des littératures scandinaves, París, Fayard, 1996,
en especial el capítulo V, «Le Genombrott, 1870 á 1890, environ», pp. 135-195.
2. Georg Brandes tradujo en 1869 On tbe Subjection ofWoman, de Stuart
Mili.
3. Thure Stenstrom, Les relations culturelles franco-suédoises de 1870 a ¡900.
Une amitié miíiénaire. Les relations entre la France et la Suéde a travers les Ages,
M. y j.-F. Battail (eds.), París, Beauchesne, 1993, pp. 295-296.
135
importadas de París, que esta ciudad no impone ni dicta, y a las
que tampoco imprime forma, puesto que tan sólo proporciona el
modelo.
Hoy, el novelista danés Henrik Stangerup evoca la figura de
su abuelo, Hjalmar Sóderberg,1 escritor sueco muy célebre en su
país, cuya actitud antigermánica había escandalizado en una época
en que los intelectuales suecos eran en su mayoría germanófilos:
«Desde el principio estuvo próximo a Georg Brandes, que era
dreyfusista. El periódico de Brandes fue el primero del mundo
que reprodujo el Yo acuso de Zola. Y Sóderberg comenzó su carre
ra con artículos sobre el antisemitismo en Europa. Murió en
1941. Se suicidó con un estado de ánimo muy similar al de Stefan
Zweig: se había exiliado en Copenhague, donde vivió a partir de
1907, y estaba convencido de que Hitler ganaría la guerra [...]. Mi
padre era crítico literario y también era francófilo, tradujo a mu
chos escritores franceses, pero era más bien la Francia de Mauriac
y de Maurois; y yo llego a París en 1956, y mí Francia era la de
Sartre y Camus. Como había estudiado teología y venía del país
de Kierkegaard, el existencialismo era para mí la primera aventura
intelectual. Así pues, hay tres Francias en mi cabeza: la de mi
abuelo de principios de siglo, que es la Francia dreyfusista, la de
mi padre, más conservadora, y la mía .»2
Las novelas de Henrik Stangerup están marcadas por esta di
cotomía intelectual y nacional. «En Lagoa santa* es la Alemania
cultural la que desempeña un gran papel. Alemania nos ha inspi
rado siempre históricamente, es la “hermana mayor”. Kierke
gaard se inspira en Alemania y al mismo tiempo se rebela contra
Hegel y la filosofía alemana. En mi novela, el naturalista danés
Lund cuestiona el positivismo heredado de la cultura germánica.
Se hace brasileño. Pero en el siglo XIX la cultura danesa es, sobre
todo, teológica. Los pastores luteranos formaron la intelligentsia en
136
Dinamarca. Porque somos luteranos, como los alemanes. Con
M 0ller, el gran crítico literario danés de los años 1840 - a quien
puse en escena en E l seductor--,1 Francia entraba por primera vez
en la literatura danesa {...]. Todos los escritores que han creado la
literatura danesa -exceptuando a los que escogieron el exilio inte
rior, como Kierkegaard, que hizo solamente uno o dos viajes a
Berlín- fueron grandes viajeros. El más grande es, sin duda, Hans
Christian Andersen, cuyos relatos de viaje son totalmente desco
nocidos en Francia. El sueño de Andersen, y el de Georg Brandes,
era ¡ser traducidos al francés!»2
137
portación y la difusión de las grandes revoluciones consagradas en
los centros. Participan también, gracias a este ennoblecimiento
internacional, del «crédito» universal de estas innovaciones espe
cíficas.
Anacronismos
El anacronismo es característico de los espacios literarios aleja
dos del meridiano de Greenwich. El crítico literario brasileño An
tonio Candido describe así lo que llama el «retraso y el anacronis
mo» literarios como una de las consecuencias de la «debilidad
cultural» de América Latina:1 «Lo que sorprende en América Lati
na es el hecho de que se considere como vivas obras estéticamente
anacrónicas [...]. Es el caso del naturalismo en la novela, que nos
llegó un poco tarde y se ha prolongado hasta nuestros días sin so
lución de continuidad esencial, aunque sus modalidades se hayan
modificado [...]. Cuando el naturalismo era una supervivencia en
Europa, entre nosotros seguía siendo un ingrediente de fórmulas
literarias legítimas, como las de la novela social de los decenios
1930 y 1940,»2
El naturalismo («adaptado a la moda española», dice Juan Be
net, «importado medio siglo atrás», escribe Vargas Llosa), degra
dado a instrumento de descripción «pintoresca», fue el instrumen
to por excelencia del exotismo internacional. El foíkíorismo, el
regionalismo o el exotismo tienen en común tratar de describir la
originalidad, la peculiaridad regional (nacional, continental) utili
zando, «sin saberlo», como dice Mario Vargas Llosa, en una es
pecie de reinvención espontánea del herderianismo, instrumentos
estéticos caducados desde hace mucho tiempo, en lugar de in
ventarlos. Vargas Llosa habla también del «color local», de la «vi
sión folklórica» de la novela latinoamericana de los años 50 y 60.
Y Juan Benet emplea más o menos los mismos términos respecto a
la novela española de los años 50: «La novela estaba reducida a lo
pintoresco; era la pintura de la taberna, de la calle, de la pensión,
138
del pequeño restaurante, de la pequeña familia con dificultades
económicas.»1 Lo «pintoresco» y el color local son tentativas de
pintar una realidad concreta con los medios estéticos más banali-
zados y más corrientes.
Los conceptos de «retraso» o de «pobreza» específicos son,
desde luego, objeto de rivalidades y de luchas, de negaciones, re
beliones y rupturas: el modelo del espacio literario mundial pro
puesto aquí no se construye según principios evolucionistas. T o
dos los escritores «excéntricos» no están «condenados» a un retraso
intrínseco, como tampoco los escritores centrales son necesaria
mente «modernos». Al contrario, en los propios espacios naciona
les, se encuentran temporalidades (y, por tanto, estéticas y teorías)
literarias muy distintas, que hacen coexistir, dentro de una misma
nación y una misma lengua, a escritores que, a pesar de ser en apa
riencia contemporáneos (cronológicamente), pueden hallarse más
cerca de autores muy alejados en el espacio geográfico que de sus
compatriotas. La lógica específica del mundo literario, que ignora
la geografía ordinaria e instituye territorios y fronteras muy dife
rentes de los políticos, permite aproximar, por ejemplo, ai irlandés
james joyce y al alemán Arno Schmidt, al yugoslavo Danilo Kis y
al argentino Jorge Luis Borges u, opuestamente, al italiano Um-
berto Eco y al español Pérez-Reverte, o al escritor serbio Milorad
Pavíc... A la inversa, en los espacios más dotados de recursos lite
rarios coexisten (al menos en apariencia) autores que trabajan a
años luz unos de otros. Los académicos (a menudo miembros de
academias) del mundo entero forman la gran cohorte de todos los
rezagados de la literatura, que reproducen modelos literarios obso
letos porque creen en la eternidad de formas estéticas anticuadas y
caducas desde hace mucho. Los modernos, por su parte, prosi
guen sin tregua la (re)Ínvención de la literatura.
139
medida dei tiempo, medida relativamente independiente de la
cronología política en la que están confinadas, en lo esencial, las
historias nacionales. De este modo, la difusión mundial de tal o
cual revolución estilística inaugurada en el centro (que ha marca
do el «presente» en un momento de la historia literaria) permite
dibujar, en el espacio y en el tiempo, o en un tiempo convertido
en espacio, la estructura del ámbito literario. La expansión y el
éxito internacional de lo que fue una auténtica revolución litera
ria, la novela naturalista, pueden dar una idea de esa medida del
tiempo específica y de la cartografía literaria que podría establecer
se a partir de su difusión. Se sabe que el período del triunfo de
Zola en Alemania se sitúa entre 1883 y 1888, justo cuando su éxi
to comienza a declinar en Francia. Joseph Jurt insiste en el retraso
de las traducciones y en el «desfase temporal que separa el espacio
literario francés del espacio literario alemán». En Francia «el gran
período del éxito naturalista se situó entre 1877 (La taberna) y
1880 (La novela experimental’) » } Así pues, al contrario de lo que
ocurre en Alemania, los años 1880 ven, en París, la aparición de
tentativas rivales de las de Zola: 1a escuela de la novela psicológica
(con la publicación en 1883 de Essais de psychologie contemporaine,
de Bourget), la aparición de A contrapelo, de Huysmans, en 1884
y la oposición del segundo grupo naturalista. Similares intentos
impugnadores del naturalismo no surgen en Alemania hasta co
mienzos de los años 90, con Die Überwindung des Naturalismus
[«La superación del naturalismo»], de Fíermann Bahr, en 1891,
que reclama el advenimiento de una nueva literatura a partir de la
integración de las posibilidades creadas por la sicología de Bourget
y el naturalismo de Zola. Se ve, por tanto, que el desfase temporal
que se mide por la difusión de los acontecimientos decisivos en el
meridiano de Greenwich permanece constante entre Francia y
Alemania.
En España, en los años 1880, el naturalismo francés conside
rado en cuanto revolución literaria, tanto formal como «política»,
140
es objeto de un largo debate y de grandes polémicas. Importado
de Francia, es un instrumento de crítica del moralismo y del con
formismo de las representaciones novelescas vinculadas con el pos
romanticismo. Es también un instrumento de crítica social: la
«crudeza» tan denunciada de las descripciones de Zola es un me
dio para subvertir literariamente todas las convenciones y los con
servadurismos tanto estéticos como sociales. Leopoldo Alas, «Cla
rín» (1852-1901), introductor y traductor de Zola en España, es
uno de los defensores más encarnizados del naturalismo, a la par
teórico (publicó más de dos mil artículos) y práctico (o sea, como
novelista). Es un intelectual militante: el periodismo literario es
para él una lucha «higiénica» librada en nombre del progreso. En
la misma época, Emilia Pardo Bazán (1852-1921) publica La
cuestión palpitante (1883), colección de artículos sobre el tema de
la novela realista y del naturalismo francés. Gracias a este instru
mento importado, estos «modernos» españoles provocan una rup
tura decisiva en la cronología literaria nacional. Recurren al pre
sente de la literatura, encarnada entonces por el naturalismo
literario, para combatir -enviándolas al pasado- las convenciones
literarias nacionales.
El naturalismo permitió acceder a la modernidad a los que en
todo el mundo querían liberarse del yugo del academicismo y el
conservadurismo (es decir, del pasado literario). De igual manera,
las fechas de la introducción y la reivindicación de la obra de Ja
mes Joyce en los diversos campos lingüísticos y nacionales podrían
ofrecer otra medida de las diferentes temporalidades nacionales
dentro del universo literario: Ulises y Finnegans Wake, textos fun
dadores de la modernidad literaria desde su consagración, son uno
de los grandes señalizadores, junto con Zola, el surrealismo, Faulk
ner... de distancia con respecto al meridiano de Greenwich.
141
diendo tan sólo a la acogida crítica, al número de traducciones, al
contenido de los artículos y revistas, a la tirada de los libros, es
también presuponer la existencia de dos universos literarios sin
crónicos e iguales. Sólo si se capta este fenómeno a partir de la geo
grafía específica de 1a literatura y de su medida estética del tiem
po, es decir, a partir del trazado de las rivalidades, de las luchas y
de las relaciones de fuerza que organizan el campo literario, a par
tir, pues, de la «geografía temporal» que hemos intentado describir
aquí, se comprende de verdad cómo se «acoge», se «recibe» y se
«integra» una obra extranjera.
NACIONALISMO LITERARIO
142
una lengua y hacer existir una literatura es el mismo que la lucha
por imponer la legitimidad de un nuevo Estado soberano. Al mis
mo tiempo, el «efecto» Eíerder no trastoca profundamente el es
quema definido por Du Bellay. Sólo modificará el modo de acceso
al gran juego de la literatura. A quienes descubren su «retraso» en
la competencia literaria, la definición alternativa de la legitimidad
literaria que descansa en eí criterio «popular» les brinda una espe
cie de «salida de emergencia». Dicho de otro modo, al esquema
general y a las leyes definidas por las estrategias de D u Bellay en
La Deffence et Illustration, hay que añadir ías estrategias de los más
desposeídos literariamente, que harán del criterio popular en lite
ratura, tanto durante el siglo XIX como a lo largo de todo el perío
do de descolonización deí siglo XX, un instrumento esencial de ía
invención de las nuevas literaturas y de la entrada de nuevos pro
tagonistas en el juego literario.
En el caso de las «pequeñas» literaturas, la aparición de una
nueva es indisociabíe de la aparición de una nueva «nación». En
efecto, por más directamente vinculada que esté la literatura con el
Estado en ía Europa preherderiana, las reivindicaciones literarias
no tomarán formas «nacionales» hasta la época de ia difusión de los
criterios «nacionales», en la Europa del siglo XIX. Por eso se obser
vará la aparición de espacios literarios nacionales en ausencia de un
Estado constituido, como en Irlanda a finales del siglo XIX, o como
en Cataluña, la Martinica o eí Quebec de hoy, y en otras regiones
donde surgen movimientos de nacionalismo político y literario.
La nueva lógica que se afirma, contra la definición autónoma
de la literatura, permite la ampliación del universo literario y la en
trada en la competencia literaria de nuevos protagonistas, pero in
troduce en el universo criterios no específicos. Evidentemente, es
muy fácil politizar el criterio de «nacionalidad» o «popularidad» de
las producciones literarias propuesto por Herder. La identificación
que hace entre lengua y nación, entre poesía y «genio del pueblo»,
convierte a esas concepciones en un instrumento de combate inse
parablemente literario y político. Por esa razón, todos los espacios
literarios que lo han reivindicado son también los más «heteróno-
mos», es decir, los más dependientes con respecto a ías institucio
nes nacionales, políticas o ambas. Este polo político-literario que se
143
forma por oposición a la lógica autónoma contribuirá a imponer la
idea y la aplicación de la «nacionalización» necesaria de todos los
capitales literarios, en lo sucesivo declarados «literaturas naciona
les». Esta sumisión explícita de las instancias literarias a los constre
ñimientos políticos es uno de los rasgos más importantes del domi
nio del polo más político sobre el conjunto del espacio literario
internacional, y tiene consecuencias incontables. La nueva forma
de legitimidad literaria se opondrá ai modelo francés y creará el
polo antagonista que va a estructurar el conjunto del espacio litera
rio mundial.
144
franqueable) de la literatura, las historias literarias nacionales fueron
naturalizadas y luego encerradas en sí mismas; se volvieron irreduc
tibles las unas para las otras y condujeron a tradiciones artísticas
consideradas carentes de correspondencia.1 Sus mismas periodiza-
ciones las hicieron incomparables e inconmensurables: se sabe que
la historia literaria francesa se desarrolla como una sucesión de si
glos; que la de la literatura inglesa se refiere a los reinados de los so
beranos (literaturas isabelina, victoriana); que los españoles acos
tumbran a dividir el tiempo literario en «generaciones» (del 98, del
27). La «nacionalización» de las tradiciones literarias contribuye
fuertemente a la naturalización de su enclaustramiento.
Tuvo, al mismo tiempo, efectos reales sobre las prácticas y las
especificidades literarias nacionales. El conocimiento de los textos
del panteón nacional y de las grandes fechas de la historia literaria
nacionalizada han transformado esta construcción artificial en un
objeto de saber y en una creencia compartidos. Estos límites es
trictos y este trabajo de diferenciación y de naturalización nacio
nales crean distinciones naturales reconocidas y analizables, parti
cularismos nacionales escenificados y cultivados: así se reproducen
las reglas del juego internas que sólo pueden entender nativos que
conozcan y utilicen referencias, citas o alusiones al pasado literario
nacional. Dichas particularidades, al convertirse en comunes a to
dos los nacionales, por medio, sobre todo, de la divulgación esco
lar, adquieren una realidad y contribuyen a producir una literatu
ra con arreglo a las categorías declaradas nacionales.
De este modo se produjo durante el siglo XÍX, incluso en
los universos literarios más potentes y más independientes de las
creencias nacionales y políticas, una redefinición nacional de la
literatura. Stefan Collíni ha podido mostrar que en Inglaterra
la literatura se constituyó como el vehículo esencial de la «natío-
nal self-defmition»,2 y analizó las etapas de la «nacionalización» de
145
la cultura durante el siglo XIX -y.singularmente de la literatura-,
a través de las antologías para uso del gran público, como En
glish Men o f Letters. Insiste, por ejemplo, en la ambición decla
rada del famoso Oxford English Dictionnary de poner de mani
fiesto el «genius o f the English language», y explícita la tautología
constitutiva de la definición de la literatura declarada nacional:
«Sólo a los autores que muestran las cualidades supuestas se los
considera auténticamente ingleses, categoría cuya definición des
cansa en ejemplos sacados de textos escritos por esos mismos au
tores.»1
Las naciones literarias más encerradas en sí mismas, preocupa
das por dar una definición de sí mismas, reproducen en circuito
cerrado sus propias normas ad infinitum y las declaran nacionales
y, por tanto, necesarias y suficientes en eí mercado autárquíco del
territorio nacional. Su confinamiento literario contribuye a repro
ducir su especificidad. Así, Japón, ausente durante largo tiem
po del espacio literario internacional, forjó una tradición literaria
muy potente, reactualizada con cada generación, a partir de una
matriz de modelos designados como referencias necesarias, objetos
de una piedad nacional. Ese fondo de cultura que permanece for
zosamente oscuro para los no nativos, poco exportable y poco
comprensible allende las fronteras, favorece la creencia nacional en
la literatura.
Por eso, al revés de lo que ocurre en ios universos literarios
autónomos, se reconocen los espacios literarios más cerrados,
aquéllos en los que el polo autónomo no está constituido, por ía
ausencia de traducciones, la ignorancia de las innovaciones de ía
literatura internacional y de los criterios de la modernidad litera
ria. Juan Benet (1927-1993), describe así eí desinterés por las tra
ducciones en la España de posguerra: «La metamorfosis de Kafka
había sido traducida justo antes de la guerra, un volumen muy pe
queño que pasó casi inadvertido. Pero nadie conocía las grandes
novelas de Kafka; había que comprarlas en ediciones sudamerica
nas. Proust era un poco más conocido gracias a la traducción, en
1930-1931, de los dos primeros volúmenes de En busca realizadas
1. Ibídem, p. 357.
146
por el gran poeta Pedro Salinas,1 Los libros tuvieron un gran éxi
to, pero la guerra, que llegó muy brutalmente, impidió que pudie
ra germinar la menor influencia de Proust. Nadie o casi nadie ha
bía oído hablar de Kafka, Thomas Mann, Faulkner Ningún
escritor había sufrido la influencia de los grandes escritores de este
siglo, ni en poesía ni en teatro ni en novela y tampoco en ensayo.
Era casi imposible conocer esos libros que procedían del extranje
ro; no estaban prohibidos, pero, sencillamente, no existía la im
portación de libros. Sólo Santuario, de Faulkner, había sido tradu
cido en 1935, pero a nadie le interesaba.»2
Este movimiento de nacionalización literaria tuvo tanto éxito
que hasta el espacio literario francés se vio sometido en parte a
esta lógica. La valoración de «folklores regionales», de especificida
des culturales populares y la importación de preocupaciones lin
güísticas y filológicas en Francia prueban el peso creciente del mo
delo alemán. Sin embargo, Michel Espagne demostró que en
Francia esta visión nacional de la literatura fue recobrada de ma
nera muy específica. Al describir la creación de cátedras de litera
turas extranjeras a partir de 1830, ilustra el éxito de las teorías im
portadas de Alemania, pero explica el carácter paradójico de esta
importación. Parece, en efecto, que en Francia, en esa época, el
término «cultura nacional» se aplica ante todo a las culturas ex
tranjeras: así, mediante una inversión asombrosa, retornó la ola
nacionalista, y la filología, más que en instrumento de reivindica
ción de cada una de las nacionalidades que se han particularizado,
se convierte en instrumento de universalización al introducir, en
forma de conferencias y colecciones de cuentos populares, de his
torias de diversas literaturas nacionales, numerosas literaturas poco
o nada conocidas en Francia como la griega, la provenzal o la esla
va. Aunque los instrumentos intelectuales procedan, en gran me
147
dida, de Alemania, Francia recupera extrañamente, por medio de
esta reapropiación intelectual, su concepción unlversalizante.1
NACIONALES E INTERNACIONALES
148
polos, o sea, de su volumen de capital, o sea, de su autonomía re
lativa, o sea, de su antigüedad. Hay, por tanto, que representarse
el universo literario mundial como un conjunto formado por la
totalidad de los espacios nacionales, a su vez polarizados conforme
al peso relativo que en ellos ostentan el polo internacional y el na
cional (y nacionalista).
Pero no se trata aquí de una simple analogía estructural. En
realidad, cada espacio nacional logra en principio emerger y luego
autonomizarse apoyándose y remitiéndose al polo autónomo del
ámbito mundial. La homología entre el espacio literario interna
cional y cada espacio nacional es producto de la forma misma del
ámbito mundial, pero también del proceso de su unificación: cada
espacio nacional aparece y se unifica sobre el modelo y gracias a
las estructuras de consagración específicas que permiten a los es
critores internacionales legitimar su posición en el plano nacional.
De este modo, no solamente cada ámbito se constituye partiendo
del modelo y gracias a las estructuras autónomas de consagración,
sino que también el ámbito mundial tiende a autonomizarse me
diante la constitución de polos autónomos en cada espacio na
cional.
En otras palabras, los escritores que reivindican una posición
(más) autónoma son los que conocen la ley del espacio literario
mundial y se sirven de ella para luchar dentro de su ámbito nacio
nal y subvertir las normas dominantes. El polo autónomo mun
dial es, pues, esencial para la formación del espacio entero, es de
cir, para su «literarización» y «desnacionalización» progresiva: sirve
de recurso real no sólo mediante los modelos teóricos y estéticos
que puede proporcionar a los escritores «descentrados» de todo el
mundo, sino asimismo por medio de sus estructuras editoriales y
críticas, que sostienen la fábrica real de la literatura universal. No
hay «milagro» de la autonomía: cada obra llegada de un espacio
nacional poco dotado, que aspira al título de literatura, sólo existe
en relación con las redes y la potencia de consagración de los luga
res más autónomos. Sigue siendo la representación de la singulari
dad, fundadora de la ideología literaria, la que ha impuesto la idea
de la soledad creadora. Los grandes héroes de la literatura no sur
gen más que en relación con la potencia específica del capital lite
149
rario autónomo e internacional. El caso de Joyce, rechazado en
Dublín, ignorado en Londres, prohibido en Nueva York y consa
grado en París, constituye, sin duda, el mejor ejemplo.
El mundo literario es un lugar de fuerzas antagónicas; no se le
puede describir según la sola lógica lineal de la autonomización
gradual: a las fuerzas centrípetas orientadas hacia el polo autóno
mo y unificador, que permite a todos los protagonistas ponerse de
acuerdo sobre una medida común del valor literario y sobre un
punto de referencia «literariamente absoluto» (el meridiano de
Greenwich literario), a partir del cual se medirá dicho valor, se
oponen las fuerzas centrífugas de los polos nacionales de cada es
pacio nacional, es decir, las fuerzas de inercia que contribuyen a
dividir, particularizar, quintaesenciar las diferencias, reproducir
los modelos del pasado, nacionalizar y comercializar los productos
literarios...
A partir de ahí se comprende mejor por qué, propuesta recí
proca de la precedente, las luchas unificado ras del espacio interna
cional se libran principalmente en forma de rivalidades dentro de
los ámbitos nacionales. Oponen, dentro de un mismo espacio lite
rario nacional, a los escritores nacionales (los que se remiten a la
definición nacional o «popular» de la literatura) con los escritores
internacionales (los que recurren al modelo autónomo de la litera
tura). Así se perfila, desde que el espacio se unifica, un sistema de
oposiciones estructurales: Miguel Delibes y Camilo José Cela son a
Juan Benet, en España, lo que Dragan Jeremic es a Danilo Kis en
(ex) Yugoslavia, o lo que V. S. Naipaul es a Salman Rushdie en ía
India o Inglaterra, lo que el conjunto del Grupo 47 es a Arno
Schmidt en ía Alemania de posguerra, Chinua Achebe a Wole So-
yinka en Nigeria, etc. Al mismo tiempo, se puede comprender que
estas dicotomías que estructuran el espacio mundial son las mis
mas que las que oponen a los formalistas y los académicos, a los an
tiguos y los modernos, a los regionalistas y los cosmopolitas, a ios
provinciales o periféricos y los centrales... Larbaud había esbozado
una tipología bastante próxima (en un momento en que el mundo
literario se reducía casi a Europa) en Ce vice impuni, la lecture. Dó
mame anglais: «Es escritor europeo el que es leído por la élite de su
país y por las élites de los demás países. Thomas Hardy, Marcel
150
Proust, Pirandello, etc., son escritores europeos. Los escritores de
gran venta en su país, pero que no son leídos por la élite de su país
y son ignorados por las élites de los demás países, son escritores [...]
digamos nacionales, categoría intermedia entre los escritores euro
peos y los locales o dialectales.»1
1. Valery Larbaud, Ce vice impuni, la lecture. Domaine anglais, op. cit., pp.
407-408.
2. james Joyce, A Portrait of tbe Artist as a Young Man, Nueva York, The
Viking Press, 1964, pp. 246-247 [Retrato del artista adolescente, Madrid, Alian
za, 1997.]
151
su anacronismo temporal y estético: «No había literatura española
contemporánea: todos los escritores entre 1900 y 1970 han escrito
a la manera de la generación del 98, el naturalismo adaptado a la
moda española, a la lengua castellana, todos, todos, todos. Era una
literatura ya arruinada, que pertenecía ya al pasado antes de ser es
crita.»1 Juan Benet constituye por sí solo, a partir de finales de los
años 50, la primera posición internacional en un espacio literario
español entonces dominado por la dictadura franquista. Tom an
do como único modelo la novela norteamericana, y en especial
Faulkner - a quien descubre gracias a los números de Les Temps
modernes que le llegan clandestinamente™, contribuye a revolucio
nar la novela española,2 en un universo literario totalmente cerra
do a las innovaciones internacionales.
El enclaustramiento político e intelectual de la España fran
quista3 es una de las expresiones más significativas de la tentación
aislacionista de ese país. Es un aislamiento tanto activo como pasi
vo (esto es, decidido en el plano nacional y sufrido en el interna
cional) que refuerza costumbres nacionales. La guerra civil signifi
có una fractura profunda, radical, en las letras españolas. Los
movimientos iniciados por las vanguardias de los años 10 y 20, y
luego por la generación del 27 se frenaron drásticamente; la clase
intelectual fue exterminada y la literatura del interior, que se escri
be bajo el control de la censura en los años 40 y 50, está notable
mente debilitada y empobrecida.
Juan Benet, que llega a Madrid en los años 50, describe un
paisaje literario bajo dependencia política. Pero el realismo obliga
torio, las problemáticas de uso exclusivamente interno están, de
hecho, en la continuidad exacta de toda una tradición mimética
1. J. Benet. Entrevista B.
2. Especialmente con Rafael Sánchez Ferlosio y sobre todo con su amigo
Luis Martín Santos.
3. Recordemos que España no tuvo relaciones diplomáticas entre 1945 y
1949, y la frontera con Francia permaneció cerrada durante tres años: inmedia
tamente después de la guerra civil, quedó apartada del conflicto mundial a pesar
de sus simpatías pro alemanas; luego, desde el 12 de diciembre de 1946, una re
solución de las Naciones Unidas condenó el régimen instaurado por Franco; de
acuerdo con la O N U , Francia cerró sus fronteras con España.
152
en la estética novelesca: «Era sobre todo la mediocridad literaria de
todos los novelistas españoles lo que me enfurecía [...]. Copiaban
la realidad española con los medios, el sistema, el estilo de la gran
tradición de la novela naturalista, y eso yo no lo soportaba.»1 Esta
estética funcionalista y realista es, como hemos visto, uno de los
índices capitales de la heteronomía o, dicho de otro modo, de la
gran dependencia política de todo el espacio literario español: la
España literaria de los primeros años 60 se presenta como uno de
los espacios más conservadores y menos autónomos de Europa. Es
un país donde la historia (literaria y política) parece haberse dete
nido y que ignora todas las conmociones producidas en el mundo.
En este paisaje inmovilista, Benet rompe con las problemáticas
nacionales y reivindica ía necesidad de una literatura que, para ser
verdaderamente contemporánea, debe rebasar las fronteras políti
cas. Su conocimiento excepcional y clandestino de lo que se publi
caba en París2 le permite abrirse a las novedades literarias de todo
el mundo: «Recibía todas las traducciones que [.Monsieur] Coin-
dreau realizaba para Gallimard, y así leí a Faulkner, en versión
francesa. Francia era muy, muy importante, todo venía de allí. Re
cibía Les Temps modernes un mes después de publicarse. Tengo to
davía en mi casa toda la colección de la revista de 1945 a 1952, y la
novela negra norteamericana, por ejemplo, la descubrí alíí.»3
El modelo y, sobre todo, la difusión de textos consagrados in
ternacionalmente permiten la aparición, incluso clandestina, de un
polo autónomo: un hombre en una situación casi experimental de
aislamiento cultural (o que, al menos, se ve así) descubre las nove
dades de la estética y de ía técnica novelescas que surgen en Europa
y en los Estados Unidos en los años 40 y 50, y es ese modelo inter
nacional el que le ofrece los instrumentos que necesita para cues
tionar el conjunto de las prácticas literarias y estéticas que domi
nan su país. Dando ese rodeo se establece, de un modo más
1. J. Benet. Entrevista B.
2. Cf. Otoño en Madrid hacia 1950, op. cit. Los libros franceses le llegaban
clandestinamente por medio de la valija diplomática gracias a su hermano, que
vivía en París.
3. ]. Benet. Entrevista B.
153
general, el lazo entre el conservadurismo estilístico vinculado con
las tradiciones de un país y las posiciones nacionales (en el sentido
amplio), por un lado, y, a la inversa, la relación entre la innovación
literaria y la cultura internacional, por otro.
Su resolución de escribir según las normas literarias vigentes
en el meridiano de Greenwich y que eran desconocidas en Espa
ña, país que sufría una violenta censura política, era de una valen
tía inaudita y le condenaba a ser un perfecto desconocido durante
todo el tiempo en que el espacio nacional -que habría de contri
buir a transformarse profundamente, poco a poco- recupera su
retraso y asimila la revolución realizada. Tuvo que esperar diez o
quince años para que otra generación tomase el relevo y le impu
siera como uno de los más grandes escritores de la modernidad
española. Esta soledad cronológica, que le aísla de 1a gente de su
generación y le impide formar un grupo o una escuela, refuerza
para él la idea de una libertad conquistada hacia y contra todos, y
de una ética necesaria, tanto política como estética: «Creo», dice,
«que he llevado a cabo una ruptura “moral” con la literatura que
se escribía antes en este país. Los novelistas jóvenes, como Javier
Marías, Félix de Azúa, Soledad Puértolas, son mucho más cultos
que los de la generación anterior; tienen también, como yo, muy
poco respeto por la literatura española tradicional. Han aprendi
do el oficio leyendo a los autores ingleses, franceses, norteameri
canos, rusos [...] y han roto con la tradición, como yo. No es una
postura de maestro, es más bien una conducta lo que reconocen,
una ética.»1 La única subversión admitida hasta entonces en un
país dominado por la ley de la dictadura era precisamente de ca
rácter político. Benet introduce la ley de la independencia litera
ria, aboga por la primacía de la forma y del recurso a modelos in
ternacionales, contra la intrusión tácita en el universo de la
creación novelesca de cuestiones dictadas por el régimen político.
1. J. Benet. Entrevista B.
154
bir «con este distanciamiento permanente (tanto en la forma como
en el fondo) con respecto a nuestra literatura habitual, con este
alejamiento que, aunque no garantice a la obra una superioridad
absoluta y ni siquiera relativa [...], le asegure cuando menos mo
dernidad, es decir, el no ser anacrónica.» Y añade: «Y si aprovecho
en mis libros la experiencia de la novela europea y americana [...]
[es] porque he deseado [...] acabar, por lo menos en el marco de la
literatura de mi país, con los cánones y los anacronismos.»1 Al to
mar por norma estética la «novela europea y americana», Kis rom
pe con las prácticas literarias de su país, designadas temporalmente
bajo la forma de «anacronismo», y apela al presente de la interna
cionalidad, es decir, la «modernidad», descrita a su vez según la ca
tegoría temporal del «no ser anacrónico». Explica de este modo
sus propias técnicas narrativas como una manera de evitar «el pe
cado original de la novela realista -motivación psicológica y punto
de vista divino-, motivación que, con los lugares comunes y la ba
nalidad que engendra, sigue haciendo estragos en la novela y los
cuentos aquí [en Yugoslavia] y que, con sus soluciones anacróni
cas, triviales, y su déjá vu, suscita todavía la admiración de nues
tros críticos».2
Danilo Kis se halla, en la Yugoslavia de los años 70, en exac
tamente la misma situación que Juan Benet en España, diez o
veinte años antes: en aquel país completamente cerrado y reple
gado sobre problemáticas literarias, tanto nacionales como políti
cas, en un medio intelectual «ignaro»,3 dice él, vale decir «pro
vinciano», logra imponer una nueva regla de juego y una nueva
estética novelesca enarbolando experiencias de las revoluciones li
terarias realizadas a escala internacional. Pero la ruptura que rea
liza sólo puede comprenderse desde su universo nacional, contra
el cual se elabora. Cas anatomije, publicada en Belgrado en 1978,
es la descripción minuciosa del espacio literario yugoslavo. Fue
escrita con motivo de un asunto cuya víctima fue el propio Kis:
la acusación de plagio formulada contra su novela Una tumba
155
para Boris Davidovich: siete capítulos de una misma historia} Da-
nilo Kis es uno de los escritores más célebres de Yugoslavia, uno
de los poquísimos de su generación realmente reconocido fuera
de sus fronteras, envidiado y marginal, resueltamente antinacio
nalista y cosmopolita en un país replegado y dividido. Su obra
empieza a traspasar los límites nacionales y se traduce a varías
lenguas. Todo le opone a los intelectuales nacionales.
La acusación de plagio sólo es posible y «creíble» en un uni
verso literario que aún no haya sido afectado por ninguna de las
grandes revoluciones literarias, estéticas y formales de este siglo. Se
necesitaría un universo completamente cerrado e ignorante de las
innovaciones literarias «occidentales» (adjetivo al que se da siem
pre un sentido peyorativo en Belgrado, dice Kis) para presentar
como una simple copia exacta un texto escrito en referencia a toda
la modernidad novelesca internacional. La acusación en sí misma
es en realidad la prueba de un «retraso» estético de Serbia, que se
sitúa en el «pasado» literario con respecto al meridiano de Green-
wich. Lo que Kis llama «el kitsch folklórico», el realismo, el
«kitsch pequeñoburgués», lo «bonito», es otra manera de designar
las prácticas conformistas de un espacio literario cerrado sobre sí
mismo que sólo sabe ya reproducir ad infmitum la concepción
neorrealista de la novela.
La crítica virulenta del nacionalismo que abre Cas anatomije no
es solamente política en el sentido estricto del término; es también
una manera de defender, políticamente, una posición de autonomía
literaria, es el rechazo literario a reconocer los cánones estéticos im
puestos por un universo nacionalista. «El nacionalista es, por defini
ción, ignaro»,2 escribe Kis; es, en todo caso, según palabras de Be
net, un académico, un conservador estilístico, puesto que no conoce
nada más que su tradición nacional. Esta «distancia permanente»,3
este «coeficiente diferencial [de sus textos] con respecto a las obras ca
156
nonizadas de [la] literatura [serbia]»1 explica en parte la forma mis
ma de su obra; en el espacio literario yugoslavo, crónicamente ana
crónico, Dando Kis lucha por imponer, con referencia a toda la lite
ratura internacional, los criterios de ia literatura autónoma.
1. Ibídem, p. 54.
157
traducciones firmadas por escritores consagrados a su vez en el
centro (Gide como prologuista del egipcio Taha Hussein y como
traductor de Tagore,1 Marguerite Yourcenar cuando introduce en
Francia la obra del japonés Yukio Mishima2), el prestigio de las
grandes colecciones, el importante papel que desempeñan los
grandes traductores son algunas de las manifestaciones de esta do
minación específica.
Como todas estas formas de dominación pueden confundirse,
superponerse u ocultarse unas a otras, uno de los propósitos de
este libro es describir las formas específicas de esta dominación li
teraria, que rara vez ha sido captada o descrita como tal, al tiem
po que mostrar que esas relaciones de fuerza pueden asimismo ser
la forma eufemizada de relaciones de dominación política. Pero se
trata también, a la inversa, de mostrar que no se puede reducir a
una simple relación de fuerza política la cuestión de las relaciones
de dominación literaria, como en ocasiones hacen los que tienden
a limitar a las solas consecuencias de la historia colonial el con
junto de los problemas que se plantean a los desheredados litera
rios, o a describir las «diferencias de altitud» entre las literaturas
nacionales recogiendo las formas más comunes de los análisis de
la dominación económica reducida a una oposición entre los
«centros» y las «periferias». Ahora bien, esta espaciaíización tiende
a neutralizar la violencia específica que preside las relaciones en el
universo literario y a ocultar la desigualdad y la rivalidad resultan
tes de una oposición propiamente literaria entre dominantes y
dominados. Pastos modelos políticos ya no permiten comprender,
en su especificidad, las luchas de los dominados contra el centro
de los centros o contra los centros regionales ligados con las áreas
lingüísticas, ni, sobre todo, la especificidad del hecho y de la esté
tica literarios.
Además, para hacer el modelo aún más complejo, hay que ha
blar de una ambigüedad de la dominación literaria. Es una forma
muy particular de dependencia, en virtud de la cual los escritores
158
pueden ser dominados y a la vez servirse de esta dominación como
instrumento de emancipación y de legitimidad. Criticar la imposi
ción de formas o de géneros literarios constituidos porque habrían
sido heredados de la cultura colonial, como hace en ocasiones la
crítica llamada «post colonial»,1 es ignorar que la literatura misma,
como valor común a todo un espacio, es, sin duda, una imposi
ción heredada de una dominación política, pero también un ins
trumento que, reapropiado, permite a los escritores desprovistos
específicamente conseguir un reconocimiento y una existencia
concretas.
159
de Occidente se consideraban vehiculares y a menudo ocupaban el
lugar de metrópolis.»3
Cada «territorio» lingüístico comprende un centro que con
trola y polariza las producciones literarias dependientes de él. Lon
dres es hoy día central (aunque rivalice con Nueva York o Toron-
to) para los australianos, los neozelandeses, los irlandeses, los
canadienses, los indios y los africanos anglófonos; Barcelona, capi
tal intelectual y cultural de España, sigue siendo un gran centro li
terario para los latinoamericanos; París es central para los escrito
res de Áítica y del Magreb, así como para los belgas, los suizos y
Jos habitantes de Quebec, con los cuales le unen, por lo demás, re
laciones de dominación literaria y no política. Berlín sigue siendo
la primera capital de consagración para los escritores austriacos y
suizos, y es un polo dominante para los países de Europa deí nor
te, al igual que para las naciones de Europa central surgidas del
desmembramiento deí imperio austrohúngaro.
Cada área lingüístico-cuítural conserva una fuerte autonomía
con relación a las otras: es una «literatura-mundo» -por transpo
ner el concepto braudeliano de «economía-mundo»-, es decir, un
conjunto homogéneo, autónomo, centralizado, en el cual (casi)
nada va a cuestionar de nuevo la circulación unívoca de las obras y
la legitimidad del poder central de consagración. Un panteón es
pecífico, premios literarios, géneros privilegiados por una historia,
tradiciones propias e incluso rivalidades internas dan forma y con
tenido a una producción literaria en un conjunto lingüístico dado.
En función de su historia y de sus tradiciones propias, estos con
juntos imponen o suponen normas diferentes (francofonía, Com-
monwealth, etc.). Dentro de cada área, ía estructura es sensi
blemente la misma que la del espacio mundial. Una jerarquía sutil
se estabíece entre los distintos satélites en razón de su distancia
simbólica -estética y no geográfica- deí centro. Varios centros
-por ejemplo, Londres y Nueva York en el área angíófona- pue
den disputarse el monopolio de la legitimidad o encarnar uno u
otro de los polos antagonistas del espacio mundial. Cada «lugar
capital» trata de imponer la evidencia de su centralidad y su auto-
1. Ibídem, p. 31.
160
rielad sobre el territorio lingüístico que depende de él, pero sobre
todo de establecer, sobre dichos territorios bajo control escolar,
lingüístico o literario, su monopolio de la consagración literaria.
De este modo, las grandes capitales literarias aplican diversos
sistemas de consagración que les permiten conservar una especie
de «protectorado» literario: siguen ejerciendo, gracias a la ambi
güedad del uso de las lenguas culturales, un poder político de
componente literario. Por eso la perpetuación de la dominación,
incluso en forma neocolonial «suave», de la lengua y la literatura,
es un factor poderoso de consolidación del polo heterónomo (tan
to literario como económico) del ámbito literario mundial.
161
la mente, lo que más había amado era la cultura proteica e inago
table de los pueblos de habla inglesa; [...] dijo que Otelo, “esa obra
por sí sola”, valía tanto como toda la producción de cualquier otro
dramaturgo de cualquier otra lengua, y aunque era consciente de
que la definición tenía su hipérbole, no creía exagerar mucho
había entregado su amor a esta ciudad, Londres, prefiriéndola a su
ciudad natal y a cualquier otra; se había deslizado sigilosamente
sobre ella, con creciente emoción, quedándose quieto como una
estatua cuando ella miraba hacia él, soñando con ser el que llegara
a poseerla para, así, convertirse en ella, como en ese juego de ios ni
ños ingleses que se llama “los pasos de ía abuela”, en el que el niño
que toca al que “se queda” asume la deseada identidad [...] Su [...]
prolongada tradición de amparo, condición que mantenía a pesar
de la recalcitrante ingratitud de los hijos de los refugiados; y sin la
retórica, virtuosa y autosuficiente alusión a “los afligidos y perse
guidos” que utilizaba la “nación de inmigrantes” del otro lado del
océano, a la que no es que se le diera muy bien eso de abrir los
brazos. ¿Acaso Estados Unidos, con todos sus es-en-la-actualidad-
o-ha-sido-alguna-vez hubieran permitido a Hó Chi Minh cocinar
en sus hoteles? ¿Qué diría su ley McCarran-Waíter acerca de un
Karl Marx actual, que con su barba florida pretendiera cruzar la lí
nea amarilla de sus fronteras? ¡Oh, Londres! Hay que tener el alma
petrificada para no preferir tus esplendores marchitos, tus nuevas
vacilaciones, a las calientes certidumbres de la Nueva Roma trans
atlántica Hallamos en el comienzo de la atracción londi
nense las dos características descritas para París: por una parte un
capital literario importante, y por otra una reputación de liberalis
mo político.
Debido a su poder político indiscutido, Londres ha sido utili
zado muy a menudo como arma en la lucha permanente que opo-
ne a las capitales europeas. En el momento de la dominación in
discutible de Francia en materia cultural, a fines del siglo XVIH y
principios del XIX, todos los rivales de París pudieron utilizar a In
glaterra como arma contra ella. En Alemania, por ejemplo, en el
momento en que se constituyó una literatura nacional, la genera
1. Ibídem, p. 433.
162
ción llamada «preclásica», la de Klopstock y, sobre todo, Lessing,
intenta abrir una nueva vía, entre 1750 y 1770, proponiendo apo
yarse en el modelo inglés para poner fin a la imitación (y, por tan
to, a la dominación) de los franceses. Lessing representa el origen
del gran movimiento de revalorización en Alemania de la obra de
Shakespeare.
Pero Londres se impone raras veces fuera de su jurisdicción
lingüística y de su (ex) territorio colonial. Una encuesta reciente
muestra que los editores londinenses publican muy pocas traduc
ciones literarias y que las estructuras de consagración sólo se ocu
pan de textos escritos en inglés.1 Debe su crédito a la extensión de
su área lingüística y a la posición dominante que ha adquirido la
lengua inglesa, pero como su poder de consagración sigue tenien
do una base lingüística (y, por ende, a menudo política) no es
nunca completamente específico. Su crédito propiamente literario
no es, por consiguiente, de la misma índole que el de París.
Hoy día, dentro del área cultural inglesa, la rivalidad entre
Londres y Nueva York ha provocado una bipolarización muy clara
del espacio cultural de lengua inglesa. Pero aunque el centro nor
teamericano es en la actualidad el polo económico indiscutido de
la edición mundial, no se puede afirmar todavía que los Estados
Unidos se hayan convertido en una potencia literaria consagrado-
ra cuya legitimidad sea universalmente reconocida. La cuestión
misma, una vez más, es el objetivo de una lucha, y la manera de
responder a él depende de ia posición que ocupe el que adopta
una postura sobre este asunto, y son numerosos los escritores que
utilizan esta relación de fuerza para «apostar» por una capital lite
raria contra otra.
La novela poscolonial
163
por las innovaciones, las revoluciones literarias producidas en su
lengua por escritores periféricos y reconocidos universalmente. Es
una nueva manera de que una lengua (y la tradición literaria vin
culada a ella) «pruebe» en la práctica su capacidad de crear una
modernidad y vuelva a evaluar su propio capital a través de los es
critores sobre los que ha ejercido una dominación. Así se puede
comprender la importancia de conceptos como «literatura de la
Commonwealth» o «francofonía», que permiten recuperar y ane
xionarse, bajo una bandera lingüístico-cultural central, las innova
ciones literarias periféricas.
Desde 1981, por ejemplo, el Booker Prize, el premio literario
más célebre de Gran Bretaña, ha sido concedido en varias ocasio
nes a los «no-del-todo», según la expresión del escritor indio Bha-
rati Mukherjee, a escritores salidos de la inmigración, del exilio o
de la poscolonización. Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie,
fue el primer premiado, en el 81; luego ganaron el premio Keri
Hulme, de origen maorí (The Bone People)} Ben Okri, escritor ni-
geriano, Michael Ondaatje, originario de Ceílán, y Kazuo Ishigu-
ro, de origen japonés. Dos australianos, un sudafricano y algunos
finalistas de origen no inglés fueron objeto de la atención favorable
de la crítica, entre ellos Timothy Mo, de origen chino. No hacía
falta más para que la crítica, confundiendo el efecto con la causa,
dedujera la existencia de una «nueva» literatura, e incluso de un
verdadero movimiento literario proveniente del ex imperio colo
nial británico.
De hecho, los editores tienen la voluntad de reunir bajo una
misma etiqueta, para crear un efecto de grupo, a autores que no
tienen nada o muy poco en común. Este efecto de etiquetado (véa
se asimismo el ejemplo del «boom» latinoamericano) es una de las
estrategias editoriales y críticas más eficaces para legitimar la «no
vedad» de un proyecto literario: Ishiguro, cuyos padres japoneses
emigraron siendo él un niño, no es un escritor emanado de la colo
nización y no tiene en absoluto la misma relación con Inglaterra
que un indio como Rushdie. Ben Okri es nigeriano, como Wole
1. En francés: Keri Hulme, The Bone People ou les Hommes du Long Nuage
Blanc, París, Flammarion, 1996 (trad. de F. Robert).
164
Soyinka, el cual no ha figurado nunca entre los autores neocolo-
niales, a pesar de su reconocimiento internacional y su Premio N o
bel, como tampoco Naipaul, ennoblecido por la reina y que practi
ca un asimilacionismo obstinado. Michael Ondaatje, por su parte,
se interesa por los «mestizos internacionales, nacidos en un lugar y
que deciden vivir en otro». Salman Rushdie ha rechazado, en los
diferentes artículos que ha publicado tras el éxito de Hijos de la me
dianoche,, que le traten como a un producto posimperial. Fue uno
de los primeros en denunciar las representaciones geopolíticas que
existen en la nueva taxonomía británica: «En el mejor de los casos»,
escribía en 1983, «lo que llaman “literatura de la Commonwealth”
es situado por debajo de la literatura inglesa “propiamente dicha”
[...] lo cual coloca a la literatura inglesa en el centro y al resto del
mundo en la periferia.»1 Hace hincapié también en la ambigüedad
de la consagración de la crítica británica, que permite ensalzar, gra
cias a la asimilación lograda, de la que todos esos escritores serían
la prueba manifiesta, y a la extraordinaria extensión del territorio
que abarca, el poder y el brillo de la «civilización» británica. Enro
lar a todos estos escritores (nigerianos, cingaleses, canadienses, pa
quistaníes, angloindios, etc.) bajo el estandarte británico es una
manera extraña y hábil de recuperar y federar todo lo que se escri
be, en parte, contra la historia oficial del Reino Unido.
Además, las consagraciones nacionales -com o la del Goncourt
o la del Booker Prize- se aproximan a menudo a las normas co
merciales y, por lo tanto, están doblemente sometidas. Y en lo su
cesivo es muy difícil distinguir las consagraciones literarias nacio
nales de los éxitos comerciales a los que los jurados han adaptado
sus normas estéticas (que dependen, la mayoría de las veces, direc
ta o indirectamente, de los intereses de los editores). Por eso,
cuando los grandes premios nacionales extienden su jurisdicción a
autores procedentes del ex imperio colonial (ya sea la francofonía
o la Commonwealth), las consagraciones son de algún modo tri
plemente heterónomas: sometidas a los criterios comerciales, a las
normas nacionales y a las preocupaciones neocoloniales.
165
La ambigüedad es tan grande, que, muy pronto, los editores, en
particular los norteamericanos, buscaron en esta moda de exotismo
el secreto del nuevo best-seller internacional para un público inter
nacional. El éxito programado de la novela del escritor indio Vi-
kram Seth,1A Suitable Boy, ilustra perfectamente este fenómeno. La
crítica -tanto inglesa como francesa- ha presentado este libro como
el signo indudable de una renovación de la literatura en lengua in
glesa e incluso de un «desquite» del imperio colonial británico,
mientras que el novelista utiliza instrumentos literarios a la vez típi
camente ingleses y en gran medida anticuados. El editor confirma,
en efecto, que el libro está situado «en la India en los años 50 y escri
to según la gran tradición de Jane Austen y Dickens». Este indio di
plomado en Oxford y Stanford adoptó la forma muy popular de ía
saga familiar, aplicando normas estéticas deí siglo pasado y aten
diéndose una visión deí mundo eminentemente occidental, lo que
equivale a decir que adopta todos los criterios comerciales más di
vulgados. Lejos de ser el signo de una «liberación» literaria y un acce
so de los antiguos colonizados a la grandeza literaria, esta novela es,
por el contrario, la prueba irrefutable de la dominación (casi) indis-
cutida del modelo literario inglés sobre su área cultural. A diferencia
de Londres, que ha basado, al menos en gran parte, el. dinamismo de
su jurisdicción cultural en su capital literario y en la extensión de su
territorio lingüístico, París no se interesó nunca por ios escritores
surgidos de sus territorios coloniales; más bien los despreció y los
maltrató durante largo tiempo como a una especie de provincianos
agraviados, demasiado próximos para poder reconocer o festejar sus
diferencias, pero demasiado lejanos para ser siquiera perceptibles.
Francia no posee ninguna tradición en materia de consagración cul
tural específicamente lingüística, y ía política llamada de ía francofo-
nía nunca será más que un pálido sustituto político de la influencia
que París ejercía (y sigue ejerciendo, en parte) en el orden simbólico.
Los raros premios literarios nacionales que se han otorgado a escrito
res procedentes del ex imperio francés o de ios márgenes de su área
lingüística obedecen a consideraciones neocoíoniales evidentes.
166
En las áreas policéntricas, los escritores dominados pueden
jugar con la relación de fuerza entre las capitales lingüísticas y po
líticas. Debido a la rivalidad entre dos capitales -Londres y Nue
va York; Lisboa y Sao Paulo-, los espacios literarios nacionales es
tán, en efecto, sometidos a una doble dominación, lo que permite
a los escritores, paradójicamente, apoyarse en un centro para lu
char mejor entre sí. De este modo, en el espacio literario cana
diense, los escritores pueden escoger entre integrarse en las cate
gorías críticas norteamericanas -tal es, en especial, el caso de
Michael Ondaatje, nacido en Ceilán y afincado en Toronto-, o
bien, por el contrario, apoyarse en Londres para tratar de escapar
al poder del espacio americano, es decir, a la disolución en la in~
diferenciación. Es el caso, por ejemplo, de las novelistas canadien
ses Margaret Atwood o jane Urquhart, que intentan crear una
identidad literaria canadiense inglesa a partir de la doble separa
ción que caracteriza a esta literatura, tanto con respecto a la tradi
ción británica como frente a la norteamericana. «La historia de
Canadá», dice Margaret Atwood, «es en parte la historia de la lu
cha contra los Estados Unidos. Muchos canadienses eran refugia
dos políticos que se negaron a someterse.»1 En su novela Niagara,
Jane Urquhart da su versión del nacimiento de la historia nacio
nal y literaria canadiense al referir el encuentro, en 1889, de un
historiador y un poeta en las cataratas del Niágara, justamente en
la frontera americano-canadiense. Urquhart convierte ese lugar,
donde se desarrolló la batalla de Lundy’s Lañe en 1812,2 en sím
bolo de una fundación nacional, esto es, de una reapropiación na
cional de la historia: el historiador intenta demostrar, contra la vi
sión británica y contra la versión oficial norteamericana, que esta
batalla fue una victoria canadiense, que concluyó en la desbanda
da americana («¡Imagínese, los americanos nos han robado nues
tras victorias! Es inverosímil [...] ¡aseguran que su victoria ha sido
167
absoluta!»)1 El joven poeta duda entre la visión del mundo que le
ha transmitido el romanticismo inglés («¡Nunca encontrarás aquí
los junquillos de Wordsworth!»)2 y lo inédito del paisaje nortea
mericano. Por otra parte, no se pueden comprender los plantea
mientos reales de la obra de Urquhart si se desconoce esta volun
tad de fundación nacional, inherente a todas las obras nacidas en
espacios literarios dominados. La difícil situación de doble depen
dencia autoriza, por tanto, la aplicación de estrategias de doble
rechazo que conducen a utilizar a un dominante contra el otro.
Con sus referencias permanentes a la historia literaria inglesa, al
panteón de la poesía y la novela británicas, los autores canadien
ses contribuyen a reforzar el polo londinense que pertenece a su
historia y les proporciona un capital de antigüedad que los faculta
para luchar contra la «joven» potencia norteamericana. Otros pro
tagonistas desheredados del área lingüística inglesa pueden servir
se de un mecanismo inverso y utilizar la potencia de Nueva York
para combatir la dependencia con respecto a Londres. Es el caso
de los irlandeses, que, en la actualidad, en su lucha contra el po
der neocolonialista de Londres, debido a la potencia creciente
-sobre todo universitaria- del campo norteamericano, pueden
buscar apoyo y consagración en los Estados Unidos. La importan
te presencia de una comunidad irlandesa, que desempeña un pa
pel político e intelectual, permite modificar la estructura de las
relaciones de fuerza neocoloniales ordinarias.
En la misma lógica, 1a institucionalización y el reconocimien
to de la especificidad brasileña permiten hoy a los otros protago
nistas de la zona lusófona, menos dotados de recursos culturales y
literarios, apoyarse en el polo brasileño para reivindicar a su vez
una subversión política y literaria de las normas gramaticales por
tuguesas. De este modo, todos los que, en la África lusófona, quie
ren actualmente, contra la influencia de Lisboa, acceder a la mo
dernidad y a la autonomía literarias, invocan primero la historia
de la poesía brasileña y, sobre todo, el cuestionamiento que de los
168
«corsés» lingüísticos, y en consecuencia culturales, del portugués
de Portugal han hecho los brasileños. El escritor angolés, de ori
gen portugués, José Luandino Vieira y, más recientemente, el mo-
zambiqueño Mia Couto,1 acuden a los recursos literarios brasile
ños para rechazar ía influencia de los modelos europeos y
constituir una genealogía y una historia literarias propias: «Los poe
tas de Mozambique», dice hoy Mia Couto, «trabajan, sobre todo,
en ía transformación del portugués. Los poetas más importantes
para nosotros en Mozambique son los brasileños, porque en cierto
modo nos han autorizado a violentar la lengua. Son figuras como
Drummond de Andrade, Mário de Andrade, Guimaráes Rosa,
Graciíiano Ramos y muchos otros que han logrado renovar el por
tugués.»2 Los africanos pueden así beber en el pozo literario acu
mulado por los brasileños de los años 20 y en ía reserva de solu
ciones que han experimentado para rechazar la sumisión
intelectuaí a Portugal. Recogen por su cuenta la consigna libera
dora y recusan a su vez la opresión de Portugal (de la que han sido
una de las últimas posesiones), y reivindican su dependencia espe
cífica con respecto a Brasil, que estuvo antes que ellos en la misma
posición, pero logró crear una literatura nacional y soluciones
nuevas.
169
cia, en nombre de los valores promovidos y monopolizados por la
misma Francia. ¿Cómo inventar una literatura liberada de las im
posiciones, de las tradiciones, de las obligaciones de una de las li
teraturas más indiscutidas del mundo? Ningún centro, ninguna
capital, ninguna institución o estructura puede ofrecer una autén
tica salida.
Los escritores que afrontan este dilema han bosquejado algu
nas soluciones, entre ellas la acrobacia teórica denominada de las
«dos Franelas». La creencia en una pretendida dualidad de Francia
-«la Francia colonizadora, reaccionaria, racista, y la Francia noble,
generosa, madre de las artes y de las letras, emancipadora, creado
ra de los Derechos del Hombre y de los Ciudadanos»-1 ha permi
tido desde hace mucho tiempo a los intelectuales preservar la idea
de la libertad y especificidad literarias necesarias para su existencia
literaria, al mismo tiempo que les autoriza a luchar contra la su
misión política. Actualmente las cuestiones y las estrategias se han
diversificado y refinado un poco. Algunos, como los escritores an
tillanos (Edouard Glissant, Patrick Chamoiseau o Raphael Con
fiant), o argelinos (Rachid Boudjedra), para escapar a la omnipo
tencia francesa, reivindican el modelo faulkneriano; otros, como eí
guineano Tierno Monénembo,2 declaran explícitamente su deuda
para con los latinoamericanos -en especial Octavio Paz- y procla
man su libertad creadora. Pero esto constituye un simple desvío.
Faulkner, así como el conjunto de los escritores de Latinoamérica,
fue consagrado en París, y reivindicarlos es seguir reconociendo el
poder específico de París y de sus veredictos literarios.
170
4. LA FÁBRICA DE LO UNIVERSAL
Ro d o lp h b T ó p f f e r 1
171
La consagración, en forma de reconocimiento por parte de la
crítica autónoma, es una especie de paso de la frontera literaria.
Franquear esta línea invisible significa someterse a una especie de
transformación, casi habría que decir una transmutación en el sen
tido alquímico. La consagración de un texto es la metamorfosis,
casi mágica, de un material ordinario en «oro», en valor literario
absoluto. En este sentido las instituciones que consagran son las
guardianas, las garantes y las creadoras del valor, que, no obstante,
es siempre móvil, discutido e impugnado sin cesar, por causa pre
cisamente de su vínculo con el presente y la modernidad literarios:
«He dicho valor», escribe Valéry, «porque hay apreciación, juicio
de importancia, y porque hay también discusión sobre el precio
que se está dispuesto a pagar por este valor Puede verse, en la
cotización que figura en todas las páginas de los periódicos, el
modo en que entra en competencia aquí y allá con otros valores.
Porque hay valores rivales.» La transmutación mágica que operan
los grandes consagradores es, para los textos procedentes de regio
nes desheredadas literariamente, un cambio de naturaleza: un trán
sito de la inexistencia a la existencia literaria, de la invisibilidad al
estado de literatura, transformación aquí llamada literarización.
IA CAPITAL Y SU DOBLE
172
sino también que, habida cuenta de ía extraordinaria concentra
ción intelectual que se ha producido en ella, se ha convertido en el
lugar en donde los libros y los escritores, juzgados, criticados,
transmutados, pueden desnacionalizarse y ser así universales. Pa
rís, que hemos descrito más arriba como «banco central» del «cré
dito» literario, es asimismo, por ello, un altar de consagración:
puede «acreditar», «dar crédito».
En 1945 Beckett, en un texto escrito con motivo de la exposi
ción de los hermanos Van Velde, Abraham y Gerardus, y titulado
E l mundo y el pantalón,1 afirma en una frase la evidencia de este
poder de consagración. Con el propósito de presentar las dos obras
y recalcar su novedad, escribe: «La pintura [...] de Abraham y Ge
rardus Van Velde es poco conocida en París, es decir, poco conoci
da.» Este texto, escrito en francés para sus amigos pintores a los
que ha conocido en París, mientras que, perfectamente desconoci
do él también, ha decidido vivir en la ciudad desde hace algunos
años, es un reconocimiento del poder de consagración de París,
enunciado como una evidencia. París provoca, produce y corona
obras totalmente imposibles e ignotas en otros sitios. Beckett, que
huye de Dublín para escapar de la implantación de un arte nacio
nal bajo tutela y de la censura político-religiosa del nuevo Estado
irlandés, sabe de qué habla: París es, para él, la capital del Arte
«puro». Se exilia en la ciudad para afirmar, contra un arte sometido
a los designios nacionales, la autonomía total de la literatura.
Larbaud explicaba del mismo modo, en un artículo escrito en
los años 20, que Whitman era un desconocido en Norteamérica:
«Sí, es americano [...]. Pero no es americano porque se haya pro
clamado el poeta de Norteamérica. Y de nuevo el desmentido in
mediato: ha sido tan desconocido en Estados Unidos como Sten
dhal en Grenoble, o Cézanne en Aíx [...] la mayor parte de los
happy few viven en Europa. Por eso sólo se le podía reconocer en
Europa, y así fue.»2 De igual manera, según Paul de Man, Jorge
173
Luis Borges fue descubierto en Francia por la crítica y traducido
de modo habitual, aun cuando él fuera un gran traductor al caste
llano de la poesía y la novela norteamericanas.1
Joyce, rechazado e incluso prohibido en Dublín, es acogido y
consagrado por París, que hace de él, más que un escritor nacional
irlandés, un artista que revoluciona la literatura universal. Para
huir de las imposiciones lingüísticas, políticas y morales (o reli
giosas) del espacio literario irlandés, Joyce «inventa» una solución
paradójica y aparentemente contradictoria al crear una obra irlan
desa en un exilio reivindicado.2 Así, al consagrar a Joyce -al tradu
cirlo- como uno de los más grandes escritores del siglo, Larbaud
logra arrancarlo del provincianismo y la invisibilidad irlandeses y
unlversalizarlo, es decir, hacer que le reconozcan, conferirle exis
tencia en la esfera literaria autónoma/3 pero también convertirlo
en visible, aceptado y aceptable en su espacio literario nacional.
En este sentido, Larbaud escribe en 1921: «Hay que señalar que al
escribir Dublineses, Retrato del artista y Ulises, [Joyce] ha hecho
tanto como los héroes del nacionalismo irlandés para atraer el res
peto de los intelectuales de todos los países hacía Irlanda. Su obra
devuelve a Irlanda, o más bien da al joven país, una fisonomía ar
tística, una identidad intelectual: hace por Irlanda lo que la obra
de Ibsen hizo en su época por Noruega, la de Strindberg por Sue
cia, la de Nietzsche por ía Alemania de fines del siglo XDf, y lo que
acaban de hacer los libros de Gabriel Miró y Ramón Gómez de la
Serna por la España contemporánea [...]. En suma, puede afirmar
se que con la obra de James Joyce, y en particular con este Ulises
que va a publicarse pronto en París, Irlanda hace una reaparición
sensacional en la alta literatura europea.»4 Incluso recientemente
(en 1980), Danilo Kis, exiliado en Francia y consagrado por París,
174
explicaba con toda sencillez y de manera intuitiva los grandes me
canismos (de los que él poseía una experiencia práctica) que hacen
de la ciudad un centro único de consagración de la literatura: «Me
parece que París sigue siendo, y cada vez más, una verdadera feria,
una feria de subastas, donde se vende todo lo que el mundo de la
cultura ha producido en otros lugares, bajo otros meridianos [...].
Hay que pasar por París para existir. La literatura hispanoamerica
na ha existido antes de ser conocida por los franceses, como el
existencialismo, el formalismo ruso, etc., etc., pero para ser eleva
da al rango de patrimonio universal ha sido preciso que pase por
París. He aquí para lo que sirve la cocina francesa. Emigraciones,
universidades, tesis y temas, traducciones, explicaciones: la cocina,
en fin. Eso es la cultura francesa.»1 Para Kis París es, por tanto, un
mercado central, una «feria de subastas» específica donde se ven
den y se truecan productos intelectuales que deben pasar necesa
riamente por ese lugar de concentración de recursos para alcanzar
la condición de «patrimonio universal», es decir, de «valor» reco
nocido en el mercado.
Debido a su doble función -Literaria y política-, París es asi
mismo el último recurso contra las censuras nacionales: su consti
tución histórica como capital de todas las libertades -política, esté
tica y moral- hace de ella también la sede de la libertad de
publicación. Danüo Kis se exilió en París para huir de las censuras y
acusaciones de Belgrado en los años 1970; en París se publicó Loli-
ta, de Nabokov, en contra de la censura norteamericana, en 1955,
así como E l almuerzo desnudo, de William Burroughs, en 1959.
Agrupando en cierto modo en su persona el producto de cua
tro siglos de acumulación literaria e intelectual francesa, Sartre
concentró casi solo, alrededor de los años 1960, la totalidad de la
creencia, del «crédito» parisino.2 Intelectual comprometido en fa
vor de los oprimidos políticos, se convirtió asimismo en uno de
175
los más poderosos consagradores literarios (de Faulkner, Dos Pas-
sos...). Mario Vargas Llosa evoca así lo que fue la figura de Sartre
para los jóvenes intelectuales del mundo entero llegados a París en
busca de la modernidad literaria: «Para los lectores futuros será tan
difícil tener una idea cabal de lo que Sartre significó en esta época,
como para nosotros entender exactamente lo que representaron en
la suya. Voltaire, Víctor Hugo o Gide. El, igual que ellos, fue esa
curiosa institución francesa: el mandarín intelectual. Es decir, al
guien que ejerce un magisterio más allá de lo que sabe, de lo que
escribe y aun de lo que dice, un hombre al que una vasta audien
cia confiere el poder de legislar sobre asuntos que van desde las
grandes cuestiones morales, culturales y políticas hasta las más tri
viales Será difícil, para los que conozcan a Sartre sólo a través
de sus libros, saber hasta qué punto las cosas que dijo, o dejó de
decir, o se pensó que podía haber dicho, repercutían en miles de
miles de personas y se tornaban, en ellas, formas de comporta
miento, “elección” vital.»1 El inmenso poder de consagración de
Sartre le convertía en una especie de encarnación de la moderni
dad literaria, era él quien trazaba los límites del arte literario al de
signar un presente a la literatura: «Además de impulsarlo a uno a
salir del marco literario regionalista», explica Vargas Llosa, «leyen
do a Sartre uno se enteraba, aunque fuera de segunda mano, que
la narrativa había sufrido una revolución, que su repertorio de
asuntos se había diversificado en todas direcciones y que los mo
dos de contar eran, a la vez, más complicados y más libres [...] los
primeros tomos de Los caminos de la libertad y los ensayos de Sar
tre nos descubrieron, a muchos, a comienzos de los años cincuen
ta, la literatura moderna.»2
La historia del reconocimiento mundial de la obra de William
Faulkner pasa, pues, por París. Se sabe que Faulkner tuvo unos
comienzos literarios muy difíciles en los Estados Unidos. Tras Va
nas promesas (1926), Mosquitos y el fracaso de Sartoris (1927-
1929), E l ruido y la furia le otorga en 1929 el comienzo de un re
nombre intelectual (el libro vende 1.789 ejemplares). Tras Mien
176
tras agonizo (1930), Santuario, publicado en su primera versión
en 1931, y de nuevo en 1932, es su primer «gran» éxito (de escán
dalo), con unos 6.500 ejemplares vendidos en menos de seis me
ses. Pero, durante otros quince años, Faulkner seguirá sien
do prácticamente desconocido en su país. Hubo que esperar hasta
1946, tres años solamente antes del Premio Nobel, y mucho des
pués de su consagración francesa, para que, gracias a la antolo
gía The Portable Faulkner, de Malcolm Cowley, la crítica nortea
mericana le impusiera en los Estados Unidos como uno de los
maestros de la literatura nacional y sus libros comenzaran a ven
derse.
En Francia, por el contrario, se le reconoció muy pronto
como uno de los grandes innovadores del siglo. A partir de 1931,
esto es, dos años después de la publicación de E l ruido y la furia,
Maurice-Edgar Coindreau publica en la N R F 1 un estudio crítico
sobre las seis novelas de Faulkner ya publicadas en los Estados
Unidos. En aquella época se disponía, en total, de otros dos análi
sis dedicados al novelista norteamericano y de dos ensayos cortos
editados en los Estados Unidos y una docena de reseñas aparecidas
en la prensa norteamericana, la mitad de las cuales hacía gala de
una absoluta incomprensión.2 Coindreau traduce Mientras agoni
zo y lo prologa Valery Larbaud en 1932, pero la novela no se pu
blicará, de hecho, hasta después de Santuario, publicada en 1933
con un prólogo de André Malraux. A continuación, E l ruido y la
furia aparece en Gallimard, el 23 de agosto de 1938; la reseña crí
tica de Sartre3 le impone como uno de los más grandes novelistas
de este siglo. Jean-Louis Barrault hace en 1934-1935 una adap
tación teatral de Mientras agonizo, antes de que Albert Camus,
por último, adapte y ponga en escena, en 1956, Réquiem por una
monja. Fue, por consiguiente, la consagración francesa, otorgada
por los escritores y los críticos más eminentes, la que permitió por
177
sí sola a Faulkner alcanzar en vida el reconocimiento en su propio
país a fines de los años 40. Su Premio Nobel, que confirma un re
conocimiento universal, es una consecuencia directa de esta ben
dición parisina.
1. Según Christophe Charle, al menos en la. primera mitad del siglo XIX
«Londres y Bruselas son las otras dos capitales liberales de sustitución, refugios
últimos cuando el gobierno francés expulsa a los exiliados que considera peligro
sos». C. Charle, Les Lntellectuels en Europe au X IX Csihle, op., cit., p. 112.
178
en Bélgica, que le dispensa una acogida entusiasta. El «Círculo de
los XX», grupo de jóvenes pintores independientes, fundado en
1883, se propone invitar y exponer libremente a los artistas de
todo el mundo a fin de dar a conocer todas las nuevas propuestas
artísticas. Los «veintistas» recibieron asimismo en Bruselas a todos
los movimientos de vanguardia en busca de reconocimiento, les
ofrecieron un primer juicio crítico, los teorizaron y legitimaron a
través de sus revistas, sus artículos y sus exposiciones. Los impre
sionistas, los neoimpresionistas y artistas desconocidos como Lau-
trec, Gauguin o Van Gogh (que venderá allí el único lienzo que
encontró comprador en vida del artista), hallan en Bruselas inter
locutores y admiradores. El neoimpresionismo, en particular, muy
utilizado por los pintores belgas, será explicitado, comentado y
consagrado: Félix Fénéon, corresponsal parisino de VArt moderne,
radacta el primer texto teórico sobre el neoimpresionismo como
superación radical del impresionismo.
De igual manera, los escritores belgas, para poner fin al domi
nio deí realismo francés en la estética novelesca, se suman a las fi
las de la protesta simbolista nacida en Francia; se reapropian de
esta innovación literaria a través de ía mística flamenca (Maeter-
linck traduce a Van Ruysbroek), la filosofía y la poesía alemanas.
Su cosmopolitismo (es decir, su apertura, su bilingüismo...) íes
permite inventar y superar incluso las propuestas estéticas de los
escritores franceses. Bruselas se convierte en la capital del simbolis
mo: Maííarmé tarda muy poco en encontrar allí condiciones de
publicación excepcionaíes (véase La Remémoration des amis belges);
Maeterlínck, «descubierto» por Octave Mirbeau en un célebre ar
tículo de Le Fígaro en 1890, donde le compara con un «nuevo
Shakespeare», inventa el teatro simbolista; Lugné-Poe, un parisino
director de teatro marginal, logra en 1893 que el público y la críti
ca belgas reconozcan su teatro simbolista cuando pone en escena a
Maeterlinck e Ibsen.
De este modo, al sostener a los artistas alemanes contra la ce
guera francesa, a los franceses no consagrados contra las vanguar
dias francesas reconocidas, tales como los impresionistas, al pro
mover el arte inglés y a los prerrafaelitas -que los defensores belgas
deí arte decorativo reivindican desde los años 1890-, los artistas
belgas llegan a evitar, sortear y aligerar el peso constante de las ins
tituciones artísticas parisienses. La apertura cosmopolita a toda la
invención artística europea hizo de Bruselas el taller donde se con
sumaron, lejos de los supuestos nacionalistas y de las tradiciones
antagonistas, algunas de las grandes revoluciones artísticas del fin
del siglo XIX. París se ve en cierto modo «rebasada» por Bruselas,
que, cortejando a su vez a la modernidad artística, consagra a las
vanguardias cuando París, al estar su condición de capital nacional
supeditada a las luchas políticas y a los viejos antagonismos nacio
nalistas, pierde su especificidad y su autonomía.
180
terario mundial. Por eso el punto de vista adoptado sobre esta
transferencia lingüística depende del sentido en el cual se opere
(traductor o traducido) y de la relación entre las lenguas entre las
que se realiza. La combinación de ambos factores determina los
grandes casos concretos que se analizan en este libro.
Para las lenguas de «destino» (de llegada) más pobres específi
camente, la traducción -que es entonces una «intraducdón»-1 es
una manera de agrupar recursos literarios, de importar en cierto
modo grandes textos universales a una lengua dominada (y, por
ende, a una literatura desheredada), de apropiarse un fondo litera
rio.2 El programa de traducción de los clásicos elaborado por los
románticos alemanes durante todo el siglo XIX es, como veremos
más adelante en detalle, una empresa similar. Las obras de gran
ruptura literaria, que han dejado huella en el centro, son a menu
do traducidas por escritores generalmente internacionales y polí
glotas y que, queriendo romper con las normas de su espacio lite
rario, tratan de introducir en su lengua las obras de la modernidad
central (cuya dominación, por ello mismo, contribuyen a perpe
tuar). Danílo Kis ha sido traductor de poetas húngaros (Ady,
Petofi, Radnod), rusos (Mandelstam, Esenin, Tsvietáieva) y fran
ceses (Corneille, Baudelaire, Lautréamont, Verlaine, Prévert, Que-
neau) al serbocroata; Vergilio Ferreira es el introductor de Sartre
en Portugal, Arno Schmidt es el aspirante a traductor de Joyce en
alemán, Borges es el traductor de Hart Crane, E. E. Cummings,
Wiiliam Faulkner, Robert Penn Warren;3 Nabokov tradujo al
ruso a Lewis Carroll; a principios del siglo XX, el japonés Daigaku
Horiguchi (1892-1981)' importó a Japón a Verlaine, Apollinaire,
Jammes, Cocteau y Morand, contribuyendo así a trastocar pro
fundamente todas las normas estéticas en aquel espacio literario
entonces en mutación; el húngaro Dezsó Kosztolányi tradujo a su
lengua natal a Shakespeare, Byron, Wilde, Baudelaire, Verlaine,
181
Estos intermediarios desempeñan, de algún modo, un papel inver
so al de los internacionales de las grandes capitales: no introducen
a la periferia en el centro para consagrarla, sino que dan a conocer
al centro (y lo que ha sido consagrado como centro) en sus países,
al traducir la producción central. Importan, para darla a conocer,
la modernidad decretada en el meridiano de Greenwich; por eso
desempeñan una función esencial en el proceso de unificación del
espacio.
Para las grandes lenguas «fuentes» (es decir, la misma opera
ción considerada desde el otro punto de vista), la traducción lite
raria, concebida ahora como «extraducción»,1 permite la difusión
internacional del capital literario central. Al transvasar, gracias a
los políglotas de los países pequeños, el poder y el prestigio de los
grandes países literarios, la traducción da a conocer la potencia li
teraria de una lengua y de una literatura que aspiran a la univer
salidad y aumenta así su crédito específico. Además, difunde la
norma vigente en el centro, con el retraso inherente al tiempo de
latencia de la traducción misma.
A la inversa, para las grandes lenguas de «destino», es decir,
cuando la traducción es la importación al centro de textos litera
rios escritos en «pequeñas» lenguas o en literaturas poco valoradas,
la traslación lingüística y literaria es una manera de anexionarse
obras, de apropiárselas en provecho de los recursos centrales: «el
capital universal se acrecienta», dice Valéry, gracias a la actividad
de los grandes traductores que consagran. La dominación que
ejercen les impone, «nobleza obliga», «descubrir» a escritores no
indígenas y concordes con sus categorías literarias. La misma ope
ración considerada a partir de una «pequeña» lengua «fuente», o
sea, como exportación de textos a una lengua literaria central, es
mucho más que un simple cambio de lengua; es, en realidad, el
acceso a la literatura, la obtención del certificado literario. Es esta
traducción-consagración la que nos interesa aquí.
El concepto de «literariedad», o sea, de crédito literario otor
gado a una lengua, con independencia de su capital propiamente
1. Esto es, como exportación de textos nacionales a otra iengua. Cf. V. Gan-
ne y M. Minon, «Géographie de la traducción», loe. cit., p. 58.
182
lingüístico, permite, pues, considerar la traducción de los domina
dos literarios como un acto de consagración que da acceso a la vi
sibilidad y a la existencia literarias. Quienes escriben en lenguas
poco o nada reconocidas como literarias, muy carentes de tradi
ciones propias, no pueden ser, de entrada, consagrados literaria
mente. Es la traducción a una gran lengua literaria la que hará en
trar su texto en el universo literario: la traducción no es una
simple «naturalización» (en el sentido de un cambio de nacionali
dad), ni el paso de una lengua a otra; es, mucho más específica
mente, una «literarización». Los escritores del «boom» latinoame
ricano empezaron a existir en el espacio literario internacional a
partir de su traducción y su reconocimiento crítico en francés. En
este mismo sentido, Jorge Luis Borges decía que él era una inven
ción de Francia. El reconocimiento internacional de Danilo Kis
coincide con su traducción-consagración en francés, que le saca de
las «sombras» serbocroatas. El reconocimiento internacional de
Tagore (el Premio Nobel) data de su autotraducción del bengalí al
inglés. Pius Ngandu Nkashama, intelectual y escritor zaireño des
taca y subraya, incluso negándolo, el papel central de la traduc
ción-consagración para los escritores africanos: «El defecto de los
autores de Africa ha sido a menudo creer que un texto literario ca
recía de valor si no se hacía acreditar como tal por un Occidente
magnánimo [...]. Todo ocurre como si un autor en una lengua
africana sólo accediese objetivamente al acto literario en el mo
mento en que produce un texto en otros lenguajes, en este caso,
los del colonizador [...]. Podría concedérsele un crédito moral ba
sado en traducciones debidamente admitidas en el mundo.»1
Definir la traducción de los autores dominados como una li
terarización, o sea, una verdadera metamorfosis literaria, un cam
bio de estado, resuelve toda una serie de problemas engendrados
por la creencia en la igualdad o, mejor dicho, en la simetría entre
las operaciones de traducción, concebidas uniformemente como
simples translaciones de una lengua a otra. La transmutación lite
raria está garantizada por el cruce de la frontera mágica que hace
183
que un texto redactado en una lengua poco o nada literaria, o sea,
inexistente o no reconocida en el «mercado verbal», acceda a una
lengua literaria. Por eso defino aquí como literarízación toda ope
ración -traducción, autotraducción, transcripción, escritura direc
ta en la lengua dominante- por la cual un texto procedente de
una región literariamente desheredada logra imponerse como lite
rario ante las instituciones legitimadoras. Sea cual sea la lengua en
que estén escritos, estos textos deben «ser traducidos», es decir,
obtener un certificado de literariedad. Salman Rushdie, escritor
indio de lengua inglesa, que no debe, por tanto, aparentemente
plantearse el problema de la traducción, habla, sin embargo, de
una especie de autotraducción fundamental: «Etimológicamente,
la palabra “traducir” viene del latín traducere, “llevar más allá”.
Puesto que nos han llevado más allá del lugar donde nacimos, so
mos hombres “traducidos”. Se admite, generalmente, que se pier
de algo en la traducción; yo me aferró tercamente a la idea de que
también se puede ganar algo con ella.»1
La serie de operaciones de transmutación y de traducción de
los textos literarios representa una especie de gama de estrategias
lingüístico-literarias, un continuo de soluciones que permiten elu
dir las carencias y la invisibilidad literarias. Se pueden así localizar
en el itinerario de numerosos escritores, en todas las etapas de su
consagración progresiva, todos los grados de la transformación de
los textos según los imperativos de visibilidad por parte de las ins
tancias consagradoras. Para Strindberg, al igual que para Joyce, no
se trata de ser traducidos o de escribir en francés, sino de acceder a
la literatura y a la condición de escritor, mediante la adopción
-directa o mediatizada por la traducción- de una lengua que en
carne la literatura por excelencia.
JUEGOS DE LENGUAS
184
operaciones de literarización progresiva. Durante el período de su
exilio, a partir de 1883, August Strindberg, resuelto a «hacer la
conquista» de París,1 va en efecto a intentar todas las posibilidades
para obtener el reconocimiento literario. Aun cuando sus primeras
obras de teatro y colecciones de relatos cortos hubieran sido rápi
damente traducidas al francés, no habían hallado el menor eco en
París. Por eso trató primero de traducir él mismo su obra Padre,
en 1887; Antoine acababa de abrir el Théátre-Libre y Strindberg
quería que Emile Zola leyese su obra. En un primer momento,
como se podrá verificar en numerosos casos, la autotraducción es
la única solución para intentar el salto. Luego Strindberg encuen
tra a un traductor, Georges Loiseau, con quien va a colaborar. La
traducción asistida es una segunda etapa en el curso de la cual el
escritor, muy activo en la transposición de su texto, intenta
reescribirlo. Al mismo tiempo comienza a interesar a los medios
teatrales. Tras la puesta en escena de La señorita Julia en el Téátre-
Líbre de Antoine, en 1893, Lugné-Poe representó con éxito Acree
dores en 1894, en una traducción firmada por Loiseau, pero elabo
rada a partir de la que hizo Strindberg. Por último, sin duda
molesto en parte por la necesaria mediación del traductor, Strind
berg decide escribir él mismo directamente en francés, Tras algu
nos cuentos y relatos cortos, en 1887 redacta E l alegato de un loco,
en donde intenta rivalizar con los novelistas franceses y en especial
con e! estilo «aéreo» de Maupassant.2 A Edvard Brandes, periodis
ta y hermano deí crítico Georg Brandes, le explica: «¿Si tengo in
tención de convertirme en un escritor francés? ¡No! Me sirvo úni
camente del francés a falta de una lengua universal y voy a seguir
haciéndolo cuando escriba.»3 El francés representa para Strindberg
una rampa de acceso a la literatura.4 Cari Bjurstrom, que es hoy
185
día su traductor y editor en francés, añade incluso que no empezó
a escribir en francés a causa de un gusto particular por esta lengua.
Su estrategia resultará eficaz, puesto que su texto encuentra editor
en 1895; antes ya había sido traducido y publicado con éxito en
Alemania. Diez años después de E l alegato de un loco, Strindberg
escribirá en francés el célebre Inferno en 1896-1897, que Mercure
de France publicará en 1898. N o abandonará la escritura en fran
cés hasta después de haberse convertido en un escritor famoso y
consagrado. En otras palabras, una vez adquirida la consagración,
es decir, la existencia y la visibilidad literarias, la traducción vuelve
a ser una simple translación de una lengua a otra: el escritor llega
do de una región excéntrica literariamente puede ya retomar la es
critura en su lengua materna y abandonar toda preocupación de
ese género.
A fines del decenio de 1890 Strindberg resolvía, por tanto, el
problema de la «traducción» al adoptar la solución más radical de
todas: escribir en francés. Rubén Darío, más o menos por la mis
ma época, escogió una solución bastante cercana, como hemos
visto, que era la de afrancesar la lengua española y, en cierto
modo, fusionar las dos lenguas mediante la creación de ese «espa
ñol francés» que le evitaba la etapa de la traducción.
Nabokov, por su parte, es también uno de los más grandes
«autotraductores». A la manera de Strindberg, va a reducir gra
dualmente la dependencia de sus traductores y pasar de una len
gua a otra hasta publicar, sin intermediario, sus propias traduccio
nes. Sabemos que fue, hasta 1938-1939, un escritor ruso: su
familia abandona Rusia en 1920 y se instala en Berlín. Entre 1919
y 1921, alrededor de un millón de personas abandona Rusia, en
tre ellos numerosos intelectuales, y Berlín se convierte en la «capi
tal» rusa durante los años 1.920, en el centro intelectual de esta
emigración. La Alemania de Weimar cuenta en esa época con
unas cuarenta editoriales rusas, así como con gran número de pe
riódicos y publicaciones.1 De este modo, el joven Nabokov, que,
además de su lengua materna, domina perfectamente el inglés y el
186
francés, publica sus primeros textos y poemas en ruso, en Berlín,
sobre todo en el diario Rui y en diversas revistas. Sus dos primeras
novelas, Machenka (1926) y Rey, Dama, Valet (1928) se publican
también en Alemania.
Luego, desde principios de los años 1930, París pasa a ser la
nueva capital de los rusos exiliados,1 y la revista más prestigiosa de
la emigración rusa, Sovremennie Zapiskí («Los Anales Contempo
ráneos»), que abandonó Berlín para afincarse en París, acepta pu
blicar la nueva novela de Nabokov, La defensa, en tres entregas. El
crítico André Levinson publica entonces un artículo entusiasta so
bre el libro en Les Nouvelles littéraires? Inmediatamente, el reco
nocimiento crítico en francés permite a Nabokov salir de los lími
tes «nacionales» de la comunidad rusa en el exilio y eludir el
anatema de la crítica rusa, bastante hostil a su libro. En el plazo de
una semana, antes incluso de que la novela entera hubiese sido
publicada en ruso, Nabokov firma un contrato con Fayard por la
traducción de La Défense Loujine?
Pero como vive en una gran precariedad, prosigue la difusión
de sus textos en Sovremennie Zapiski y en Poslednie Novosti -el
principal diario ruso de París y el más importante de la prensa
emigrada-,4 únicas publicaciones que le reportan un poco de di
nero. Allí edita, en especial, Cámara oscura en 1932, que será muy
pronto vertida al francés por la editorial Grasset.5 Esta traducción
francesa, que obra como un reconocimiento, generará otras: firma
contratos para las versiones sueca, checa e inglesa de sus novelas.
Pero en 1935, al releer la traducción inglesa de Kamera obskura,
descubre su mediocridad: «Es aproximada, amorfa, chapucera, lie-
187
na de errores y omisiones, carece de vigor y agilidad, y despachada
en un inglés tan soso que no pude leerla hasta el final; todo lo cual
es bastante lamentable para un autor que pretende que su obra
tenga una precisión absoluta, que se toma las máximas molestias
para conseguirlo y luego se encuentra con que el traductor le des
hace tranquilamente cada una de las malditas frases.»1 Nabokov se
resigna, no obstante, a autorizar la publicación del libro para no
perder su primera ocasión de publicar en inglés.2 Pero propone
traducir él mismo el libro siguiente, Desesperación, como si ya hu
biese comprendido que, novelista en una lengua dominada en Eu
ropa, y sin apoyo nacional, no tenía más alternativa, para existir li
terariamente, que autotraducirse.
Como Cioran, Panait Istrati, Strindberg y muchos otros, vive
la reescritura en otra lengua como una prueba terrible: «Traducirte
a ti mismo es terrible, examinarte las entrañas y probártelas como
un guante, y descubrir que el mejor diccionario no es un amigo
sino el campo enemigo.»3 Pero en 19374 firma con GalHmard un
contrato de traducción al francés de Desesperación, a partir de la
versión inglesa del libro, como si, paradójicamente, esperase poder
garantizarse una mayor fidelidad a partir de una traducción hecha
por él en una lengua de más amplia difusión que la rusa. Y también
en París comienza su primera novela redactada en inglés: La verda
dera vida de Sebastian Knight, Al cabo de casi veinte años de tentati
vas diversas para llegar a ser un escritor ruso y afirmarse como tal,
tiene que afrontar los mismos dilemas que todos los escritores exi
liados. A finales de los años 30 la esperanza del regreso a Rusia se
desvanece definitivamente, y no puede esperar vivir de su pluma
con un público tan restringido y tan disperso como la comunidad
rusa emigrada. Para acceder a una auténtica existencia y a un reco
nocimiento literarios, tiene que «traducirse» a una de las grandes
188
lenguas literarias que conoce. Por un momento piensa en residir en
Francia, pero, aparte de los escollos administrativos y económicos
que le dificultan ia vida, domina mejor el inglés que el francés y, ex
ceptuando «Señorita O» y su ensayo sobre Pushkin publicado en la
N R F en 1937 ,1 no ha escrito nada directamente en francés.
Embarca hacia los Estados Unidos en 1940 y se convierte en
un escritor de lengua inglesa: La verdadera vida de Sebastian Knight
se publica en 1941 en los Estados Unidos, con el respaldo de Del-
more Schwartz, en la editorial de vanguardia New Directions.2
Pero el reconocimiento literario y el éxito le llegarán una vez más de
París, donde le publican de nuevo en su segunda lengua, según una
lógica análoga a la que había permitido al escandaloso Ulises de Joy
ce aparecer en París en los años 2 0 , contra los ucases de la censura
moral. Lolita, que resulta una provocación insoportable en la Nor
teamérica puritana de los años 50, se publica en París en 1955 con
la cubierta verde de la Olympia Press de Maurice Girodias, tras ha
ber sido rechazada por cuatro editores norteamericanos. Perseguido
por la censura francesa, retrasado por el proceso y las aduanas fran
cesas, auroleado por un éxito de escándalo, el libro se publica tres
años más tarde, en 1958, en los Estados Unidos. Y Nabokov, que
hasta entonces no era más que un escritor de lengua inglesa sin gran
notoriedad, conoce bruscamente un inmenso éxito internacional.
Este itinerario muestra que no vivió, como se afirma a menudo,
«dos vidas» de escritor, en cada una de sus dos lenguas literarias.
Conoció la suerte difícil de todos los escritores exiliados y domina
dos que, para poder existir literariamente y acceder a una auténtica
autonomía creadora, o sea, para evitar la dependencia de las traduc
ciones incontrolables, «eligen» convertirse, según la expresión de
Rushdie, en «escritores traducidos».
Beckett, por su parte, a finales de los años 1940, adoptará una
solución sin duda inédita antes de él: sistematizará la doble traduc
ción. Hay que recordar, sin embargo, que antes de eso, joven escri
tor de lengua inglesa llegado de Dublín, había recorrido todas las
189
etapas descritas más arriba. Tras haber publicado en Londres, en
Chatto and Windus, su colección de relatos cortos More Pricks
than Kicks (1934) -prohibido en Irlanda y que vendió quinientos
ejemplares- y editado su poemario Ecbo’s Bones por cuenta del au
tor; tras haber propuesto en vano su manuscrito de Murphy a cua
renta y dos editores ingleses entre 1936 y 1937 -la novela la publi
cará finalmente Routledge en Londres en 1938 y será traducida al
francés por Beckett y Alfred Péron en 1947, para la editorial Bor
das-, busca otros caminos de salvación. Tras la publicación de
poemas escritos en francés en Les Temps modernes, y la redacción
de Watt en inglés durante la guerra,1 escribe algunos relatos cortos
directamente en francés. Luego, en París, vive su gran período
creativo, durante el cual redacta sus primeros grandes textos en
francés: en 1946 escribe Mercier y Camier, Primer amor (inéditos
hasta 1970), E l expulsado, Continuación (que se convertirá en El
fin). En 1947 comienza, siempre en francés, Molloy; en el 48 lo ter
mina, escribe Malone muere y esboza Esperando a Godot, que reha
ce y termina en 1949, antes de comenzar E l innombrable. Beckett
sabía que, para tener una oportunidad de publicar o representar to
dos estos primeros textos, debía necesariamente optar por la escri
tura en francés: Esperando a Godot y Fin de partida, dedicada a
Roger Blin y creada en Londres en francés en 1957, le permitieron
realmente acceder a la existencia literaria. Pero a partir de ese reco
rrido casi canónico, Beckett adoptará una solución sin duda inédi
ta -por su radicalismo- en la historia de la literatura: en lugar de
«elegir» una lengua contra la otra, resuelve seguir siendo durante
toda su vida un escritor no sólo traducido, sino autotraducido, y
que ya no trabaja en dependencia de los traductores, sino en el des
doblamiento lingüístico. Esta obra excepcional en su bilingüismo
mismo revela la voluntad de Beckett de insistir en la escritura de
una obra «doble». A partir de Textos para nada y, después, de Mo
lloy, traducirá o reescribirá casi todos sus textos en las dos lenguas
(y tanto del francés al íngíés como del inglés al francés).
190
Las prácticas de auto traducción (en su infinita diversidad)
son, pues, para los autores, o, al menos, para una parte de ellos,
una manera de mantener el control sobre todas las transformacio
nes de sus textos y de reivindicar así una autonomía absoluta. Se
sabe que Beckett nunca quiso, o sólo en muy raras ocasiones, con
fiar sus traducciones a otros. Cabe pensar también, dentro de la
misma lógica, que con Finnegans Wake Joyce habría quizá encon
trado una solución nueva al problema doloroso e insoluble de la
traducción al proponer un texto de entrada intraducibie, es decir,
totalmente autónomo, independiente de todas las trabas lingüísti
cas, comerciales y nacionales.
191
El traductor, intermediario indispensable para «atravesar» la
frontera del universo literario, es un personaje esencial de la histo
ria del texto. Los grandes traductores centrales son los verdaderos
artesanos de lo universal, o sea, del trabajo hacia lo «uno», hacia la
unificación del espacio literario.
Larbaud define su función como la de «introductor e interme
diario», miembro de un «clero cosmopolita» al que cabe aplicarle
la frase de San Jerónimo :1 «Una sola religión, todas las lenguas.»2
Esta religión unitaria es, evidentemente, la literatura, cuya unidad,
allende la diversidad lingüística, crean los traductores. La autono
mía de los grandes traductores surgidos de los espacios literarios
centrales se mide precisamente por su adhesión a la ley literaria
que prohíbe someterse a las divisiones lingüísticas y políticas. Lar
baud, consciente de que ocupaba un lugar menospreciado y, sin
embargo, vital en el universo literario, trató de rehabilitar la fun
ción del traductor. Estableció así la impresionante genealogía de
los anglicistas franceses, es decir, de todos los que, traductores y
bilingües, han facilitado el paso de una lengua a otra y han partici
pado así en la autonomización (basada en el conocimiento mutuo
y la consagración recíproca) de los dos grandes espacios literarios,
o sea, en su unificación progresiva: «Fue Voltaire quien dio co
mienzo a todo, quien fundó la venerable Orden de los Intérpretes
del Pensamiento Inglés. Orden verdaderamente venerable porque
(por limitarnos a Francia) cuenta en sus filas, aparte de sus gran
1. Valery Larbaud había intentado defender de este modo la tarea de los tra
ductores al darles, seria e irónicamente, un «santo patrón». Escogió a San Jeróni
mo, autor de la Vulgata, la traducción al latín de la Biblia, insistiendo en la im
portancia de la revolución cultura! que supuso su traducción. Jerónimo es
«quien dio la Biblia hebraica al mundo occidental, y el que construye el largo
viaducto que enlaza a Jerusalén con Roma y a Roma con todos los pueblos de
lenguas románicas [...]. Qué otro traductor ha consumado una empresa tan co
losal y con un éxito tan grande y consecuencias tan vastas en el tiempo y en el
espacio [...] y palabras salidas de sus palabras alaban al Señor al son de los banjos
en los spiriluals de los negros, y sollozan en las guitarras, en los tristes y los mo
dínhas, en los confines en que el habla de ios campesinos del Lazio se encuentra
con el habla de los indios guaraníes.» V. Larbaud, Sons l ’invocation de saint Jeró
me, op. cit., p. 54.
2. V. Larbaud, Ce vice impuni, la lecture, op. cit., pp. 36-37.
192
des representantes y de sus generaciones de especialistas [...] a es
critores ilustres y a grandes poetas como Chateaubriand, Vigny,
Víctor Hugo, Sainte-Beuve, Taine, Baudelaire, Laforgue, Mallar-
mé y Marcel Schwob [...]. Pero Voltaire [...] fue el hombre gracias
al cual se cumplió el gran destino postumo de Shakespeare, y el
constructor de ese puente invisible que unió la vida intelectual de
Inglaterra con la del continente. Su récord es imbatible .»1
193
vierte entonces en intermediario, traductor e introductor de Gom-
browicz en París. Afincado en la capital francesa, miembro del se
cretariado del Congreso para la Libertad de la Cultura y de la re
dacción de la revista Preuves, jelenski es, en los años 50, «el doble
agente de Gombrowicz», según los términos de su compatriota
Karpinski.1 No sólo lo tradujo, sino que fue también su comenta
dor y prologuista. Jelenski, escribe Gombrowicz, en su Diario Pa
rís-Berlín, «al demoler mi jaula argentina, me tendió un puente
hacia París».2 Añade, en otra parte: «Cada edición de mis libros en
lenguas extranjeras debería ostentar el sello “gracias a Jelenski”.»3
Desde los años 50 y las primeras tentativas de Jelenski para darle a
conocer, Gombrowicz, que vive en Argentina, comprende que tie
ne una oportunidad de acceder a través de él al reconocimiento li
terario: «Jelenski, ¿quién es? Se ha levantado ante mi horizonte,
allí a lo lejos, en París, y está luchando por mí. Hace mucho tiem
po --quizá nunca- que no he conocido una confirmación tan re
suelta, tan desinteresada, de lo que soy, de lo que escribo Je
lenski me defiende a pie firme frente a la emigración polaca.
Emplea para empujarme todas las bazas que le ofrece la situación
que se ha forjado en París y su prestigio creciente en la alta socie
dad intelectual. Recorre las editoriales con mis manuscritos. Ha
sabido conquistarme ya un puñado de partidarios, y no de poca
talla.»4 Mediante el caso de Gombrowicz, que también pasa de la
autotraducción 5 a la mediación de un traductor-introductor, que
se convierte en una especie de áiter ego radicado en el extranjero
en calidad de apoderado y de portavoz, se observa que la cuestión
194
de la traducción debe abordarse y analizarse como un proceso de
emergencia progresiva en la que el propio escritor puede interve
nir, directa o indirectamente, de múltiples formas.
Si el escritor, ser doble a la espera de traducción y obligado a
recurrir a la mediación necesaria del traductor, domina lo sufi
ciente la lengua de destino para revisar su traducción, ocurre con
frecuencia -com o hemos visto en el caso de Strindberg—que cola
bora en la versión. Es, en concreto, el caso de Joyce, que encontró
en Valery Larbaud un introductor, un traductor y un consagrador
único. Es el nombre y el prestigio de Larbaud, entusiasmado por
la lectura de los primeros episodios de Ulises, publicados en The
Little Review, es su propuesta de llevar a cabo y luego de supervi
sar la traducción del libro, y su conferencia en la Casa de los Ami
gos del Libro, en diciembre de 1921 -muchas veces reproducida y
hasta traducida a! inglés para la revista The Criterion, prueba de
que la consagración parisina permite existir literariamente en otro
lugar-, los que provocan, por una parte, la decisión de Sylvia Beach
de transformar Shakespeare and Company en editorial con el fin
exclusivo de publicar Ulises en versión original, y, por otra, la de
cisión de Adrienne Monnier de editar una traducción francesa.
Aunque su renombre fuese ya grande en los medios literarios an
glosajones -sobre todo entre los exiliados norteamericanos de Pa-
rís~, joyce se hallaba, al comienzo de los años 2 0 , en la imposibili
dad de publicar Ulises: sus textos se consideraban escandalosos y se
habían publicado hasta entonces en editoriales pequeñas que se
enfrentaban a las consecuencias de las censuras británica y nortea
mericana. Los números de The Little Review en que la novela apa
recía en episodios eran regularmente secuestrados y quemados por
obscenidad, hasta que el secretario de la Sociedad para la Preven
ción del Vicio de Nueva York consiguió que la publicación fuese
prohibida definitivamente .1 Gracias, pues, a las instituciones con-
sagradoras de París, Ulises se benefició de una publicación doble;
pero el libro no encuentra editor en su lengua original hasta des
pués del veredicto crítico de un gran traductor.
1. Cf. «Ulysse: Noce sur Fhistoire du texte», en james Joyce, CEuvres comple
tes, t. H, París, Gallimard, «Bibl. de la Pléiade», 1995, pp. 1030-1033-
195
A pesar del papel crucial y activo de Larbaud en esta consagra
ción y ennoblecimiento del texto, joyce se niega a confiarse a él
por entero. Los diferentes traductores de Ulises, supervisados por
Larbaud -Auguste Morel y luego Stuart Giíbert- deberán some
terse a la relectura del autor. La página del título definitivo de la
traducción publicada en París por Adrienne Monnier en 1929
precisa, instaurando al mismo tiempo una jerarquía sutil entre los
distintos protagonistas y conservando el papel más importante del
autor: «Traducción francesa íntegra revisada por Valery Larbaud y
el autor.» El mismo control se ejerció sobre Beckett durante su
primera estancia en París, en 1929. A petición de Joyce, trabajó en
la versión francesa de Anna Livia Plurabelle, uno de los pasajes
más célebres del Work in Progress, en colaboración con Alfred Pé-
ron, a quien había conocido en el Trinity College de Dublín algu
nos años antes. El texto satisface a Joyce, que cuando se dispone a
enviarlo al impresor para el número siguiente de la NRF, lo mues
tra por casualidad a tres amigos suyos: Philippe Soupault, Paul
Léon e Ivan Goll. La traducción es poco a poco puesta en entredi
cho, vuelve a trabajarse y se revisa enteramente. Aparecerá en
mayo de 1.931 en el volumen X IX de la N R F con las firmas de Sa
muel Beckett, Alfred Péron, Ivan Goll, Eugéne Jolas, Paul L.
Léon, Adrienne Monnier y Philippe Soupault, «en colaboración
con el autor».1 Se observa que la traducción al francés, debido al
poder único de consagración de París, ocupa un lugar especial.
Pero, paradójicamente, no se trata, ni mucho menos, de una creen
cia en relación con la literatura o con la lengua francesas en cuanto
tales. Al contrario: ni joyce ni Strindberg ni Beckett se interesaban
ni poco ni mucho por los debates literarios franceses. Este papel
específico de la traducción francesa ha existido desde el siglo XVIII.
Así pues, aunque a nadie se le ocurriría negar que la literatura in
glesa es una de las más importantes y la más influyente en Europa
desde el siglo XVIII, y que imprime una profunda huella en el con
196
junto de la literatura europea y, en particular, en la francesa, ios
más grandes héroes literarios ingleses no han conocido, sin embar
go, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, un verdadero reconocimien
to universal más que a partir de las traducciones de sus textos al
francés. En toda Europa se leía a Shakespeare en las traducciones
de Le Tourneur; a Byron y a Moore en la de Pichot, a Sterne en la
de Fresnais, a Richardson en la de Prévost. Desde 1814, año de la
publicación de Waverley, hasta la muerte del escritor, en 1832, las
novelas de Walter Scott fueron traducidas al francés por Dufau-
conpret en cuanto aparecían, y es esta versión francesa la que les
dará un inmenso renombre mundial. Las novelas de Scott se di
fundieron en francés o se tradujeron a partir de la versión france
sa: desde 1830 la serie completa de las Waverley novéis fue traduci
da del francés al español.
EL PREMIO DE LO UNIVERSAL
197
raria. Nadie (o casi nadie) 1 se extraña ya del respeto que suscita
por doquier esta institución, ni pone en duda la validez de la con
sagración mundial que confiere a un escritor año tras año. La em
presa cuya responsabilidad asumió la Academia Sueca, al aceptar
encargarse de la ejecución de las voluntades testamentarias de Al-
fred Nobel, habría podido fracasar o quedar confinada en un «pro
vincianismo escandinavo» desdeñado por todos. Y, sin embargo,
todas las asambleas que se han sucedido desde 1901 han obtenido
un éxito extraordinario. Los jurados suecos han conseguido no
sólo imponerse como árbitros de la legitimidad literaria, sino tam
bién conservar el monopolio de la consagración literaria mundial.2
La importancia de esta consagración en ía acumulación de un
capital literario nacional es tal que los coreanos hacen hoy día cam
paña para obtenerlo. La prensa coreana habla de «la obsesión del N o
bel»3 y en la librería más grande de Seúl se veían recientemente carte
les de propaganda del «futuro premio Nobel coreano».4 La candídata
oficial, Pak Kyongni, nacida en 1927, es casi un monumento nacio
nal: es la autora de una saga-río muy popular, La tierra, que consta
de catorce volúmenes publicados desde 1970.
Los escritores chinos, que se cuentan también entre los últi
mos que han quedado al margen de los grandes flujos internacio
nales y que se han mantenido en una cuasi autarquía literaria, se
reunieron hace algunos años para elaborar una estrategia nacional,
presentar candidatos y obtener al menos un premio antes de que
finalizara el siglo XX. Uno de ellos protestaba incluso en la prensa
sueca: «Entre los miles de escritores que existen en eí pueblo chi
198
no, de más de mil millones de individuos, ¡ni uno solo ha ganado
el Premio Nobel!»
La reivindicación del Nobel reviste más o menos la misma
forma en el área lingüística portuguesa. Jorge Amado afirmaba en
una entrevista reciente:1 «Pienso que deben un Nobel a la lengua
portuguesa, que nunca ha tenido ninguno. N o porque piense que
el Nobel hace la literatura: son los escritores los que hacen el N o
bel y no el Nobel el que hace a los escritores. Pero me parece triste
que un hombre como Guimaraes Rosa haya muerto sin ganar el
Premio Nobel, que Carlos Drummond de Andrade, que grandes
escritores portugueses hayan muerto sin haber tenido el Nobel.
Hay en Portugal un hombre de más de ochenta años que es un
gran poeta portugués y que se llama Miguel Torga ,2 que merece
mil veces el Nobel y que no lo ha recibido. En cuanto a mí, ganar
lo no me preocupa en absoluto, se lo garantizo.»
199
premio .1 Cabría referir toda esta historia como una ampliación
gradual de las concepciones de lo universal literario enriquecidas
cada vez más por la historia de los debates internos y anteriores.
Los primeros criterios son políticos, es decir, determinados a
partir de las concepciones más heterónomas del universo literario.
Así, la primera definición del arte literario legítimo, una mínima
definición de hecho, lo asimila con la neutralidad, una especie de
justo medio literario al que se recurrió antes de la Primera Guerra
Mundial para hacer de contrapeso a los «excesos» del nacionalismo
en la literatura de ese tiempo y, sobre todo, para respetar el impera
tivo -político— de prudencia diplomática. Como ilustración per
fecta de esta concepción, el jurado escogerá en 1914 la candidatura
del escritor suizo (y, por ende, considerado neutral) Cari Spitteler
(el premio no le será finalmente concedido). La misma circunspec
ción, en aras del respeto al «ideal de paz» del fundador, Alfred N o
bel, reproducirá idéntica situación en 1939: ese año se examinará
solamente la candidatura de tres escritores, nacionales de países
neutrales: Hermann Hesse, naturalizado suizo; F. E. Sillanpáá, fin
landés, y J. Huizinga, ciudadano holandés. Esta neutralidad-cuyo
carácter político y nacional prueba la ausencia de autonomía del
jurado-, erigida en valor artístico portador de razón y de modera
ción halla, por supuesto, su equivalente estético en lo que Alfred
Nobel llama «idealismo» en su testamento, es decir, una especie de
academicismo estético que dé prioridad al «equilibrio», la «armo
nía» y las «ideas puras y nobles» en el arte narrativo.
A partir de los años 20, con ánimo de renunciar a una con
cepción demasiado ligada con los acontecimientos políticos, se in
tentará privilegiar a otra clase de neutralidad. Las obras nobeliza-
bles (universalizables) serán en adelante aquellas cuyo carácter
nacional no sea demasiado notorio ni irredentista. La excelencia
literaria parece ya incompatible con las reivindicaciones nacionales
200
o nacionalistas. Así pues, en 1915 el comité propone la candidatu
ra de Benito Pérez Caldos, elegida porque este escritor «se sitúa en
el terreno del patriotismo común» y porque sus personajes tienen
«algo típico que los hace comprensibles incluso para lectores que
no están familiarizados con España ».1 Por el contrario, el poeta
alemán Arno Holz es descartado en 1929 por el carácter «demasia
do alemán» de su obra: «Aquí tropezamos con algo estrictamente
alemán [...] el Comité estima que su poesía no tiene un alcance
suficientemente universal.»2 Se comprende asimismo, en este sen
tido, el premio concedido a Anatole France en 1921, no ya en
nombre de la neutralidad, sino del compromiso activo contra el
nacionalismo y el antisemitismo: «En el caso Dreyfus, estuvo en
primera fila junto con quienes defendieron el derecho frente a un
chovinismo extraviado...»3
El tercer criterio invocado un poco más tarde integra una nue
va dimensión, la de la recepción de la obra. Primer signo del éxito y
del eco del premio en el mundo entero, la universalidad se convier
te en unanimidad y la obra digna del Nobel debe en lo sucesivo ser
accesible al público más amplio. Paul Valéry será así excluido en
1930 porque el Comité había juzgado imposible «recomendar, para
una recompensa que posee el carácter universal del Premio Nobel,
una obra tan esotérica y difícil».4 Esta sumisión de los criterios lite
rarios al gusto de la mayoría anuncia la formación de un tercer polo
esencial para comprender la estructura del ámbito mundial: el po
lo económico, que encuentra apoyos en todos ios espacios naciona
les en cuyo seno emergen poderosos mercados nacionales.
A todos estos criterios concurrentes hubo que añadir, natural
mente, en cada gran etapa de la ampliación del planeta literario
desde principios del siglo XX, la universalidad como internaciona
lidad. El jurado del Nobel tuvo que elaborar nuevos criterios para
abandonar su definición demasiado eurocéntríca de la literatura.
La apertura a nuevos protagonistas, es decir, a nuevos tipos de ca-
201
pítales literarios, fue objeto de largas reservas, como si, precisa
mente porque afectaba a los fundamentos mismos de la ideología
literaria sobre los que se construye el Nobel, hubiese sido durante
largo tiempo una especie de punto débil.
La primera salida fuera de Europa fue precoz y de envergadu
ra: es el premio concedido en 1913 a Rabindranath Tagore, el
gran poeta indio de lengua bengalí. La presencia en la lista, en vís
peras de la Primera Guerra Mundial, de este poeta oriundo de un
país colonizado podría parecer el signo manifiesto de una gran au
dacia y una independencia intelectual extraordinaria por parte de
la Academia Sueca, si no se supiese que esta consagración inespe
rada es, en realidad, el fruto de un eurocentrismo redoblado o de
un narcisismo colonizador satisfecho. Tagore, en efecto, no fue
presentado al Comité por ninguna institución india, sino por la
Real Sociedad de Literatura de Londres, 1 y la decisión se tomó a
partir de la única versión inglesa del Gitanjali, cierto que parcial
mente transcrita por el propio autor.
Los Estados Unidos no hicieron su entrada hasta mucho más
tarde, a partir de los años 30 (Sinclair Lewis recibe el Nobel en
1930, Eugene O ’Neill en 1936 y Pearl Buck en 1938). Pero son
considerados, lógicamente, como una excrecencia europea. De
igual manera, habrá que esperar a 1945 para que la rama latina de
la literatura americana sea reconocida en la persona de la chilena
Gabriela Mistral, premio que no es sino el tímido reconocimiento
de una extensión del ámbito de la literatura mundial y que coro
na, en realidad, una obra poética muy tradicional y muy vinculada
con el modelo europeo. De hecho, es el premio concedido al gua
temalteco Miguel Ángel Asturias, en 1967, el que marca la verda
dera conciencia de la novedad de la novela latinoamericana y de la
ruptura que ha operado. Hasta 1968 el círculo se cierra alrededor
de los europeos y los americanos, y no se contempla ninguna am
pliación lingüística o nacional. En ese año los jurados miran hacia
Extremo Oriente y otorgan el premio a Yasunari Kawabata2 («que
1. Ibídem, p. 250.
2. El segundo Premio Nobel concedido a un escritor de Extremo Oriente
recaerá en otro japonés, en fecha tan tardía como 1994: Kenzaburo Oé.
202
expresa con mucha sensibilidad la especificidad deí alma japone
sa»), Por último, son reconocidos, muy tardíamente, el primer
africano, Wole Soyinka, en 1986, y el primer árabe, el egipcio Na-
yib Mahfuz, en 1988. La posición dominante del Premio Nobel
en la pirámide del reconocimiento y de la difusión de la literatura
mundial (explícita, por ejemplo, en la voluntad declarada del jura
do de permitir, mediante el premio otorgado a Kawabata, integrar
la novela japonesa en la «corriente mundial de la literatura»), im
plica un modelo general que coloca siempre a Europa en posición
central y mantiene en la periferia, porque su juicio se ha conserva
do monopolístico, a todo lo que no viene de ella. Aunque el pro
blema de una conversión internacional del premio se haya plante
ado muy pronto (desde los años 2 0 ), nada se ha movido realmente
durante mucho tiempo. Las incursiones extraoccidentales, hasta
estos últimos años, han sido raras y han seguido exactamente la
historia de la ampliación del planeta literario.
Todos estos criterios no se suceden ni se alternan, hablando
con propiedad, en el tiempo. Pueden coexistir, evolucionar poco a
poco, reaparecer con renovada fuerza cuando se los creía descarta
dos, en el momento de defender una obra concreta. La última de
finición de lo universal se impone a partir de 1945, cuando la Aca
demia anuncia su ambición de que figuren en su censo de premia
dos «los pioneros del arte literario». Se invierte el criterio de la ma
yoría para instaurar un criterio autónomo e inaugurar una especie
de panteón de la vanguardia o de los «clásicos del futuro». Entonces
comienza la magistral actividad crítica de los jurados del Nobel.
Todo ocurre, en efecto, como si tras una reflexión sobre la innova
ción en materia literaria, la universalidad decretada y sostenida por
los suecos se edificase contra la internacional conservadora de las
academias nacionales y contra las concepciones más niveladoras de
lo universal literario. T. S. Eliot será elegido en 1948 «por haber re
novado de manera notable la poesía contemporánea». Faulkner ob
tendrá el premio en 1950 porque se le reconoce como «el más gran
de experimentador de nuestro siglo en el dominio del arte épico»,
siendo así que todavía es muy poco conocido deí gran público y casi
desconocido en su país. Samuel Beckett lo recibe, en 1969, por una
obra a la sazón lejos de estar acabada. Y habría que añadir además a:
203
Pablo Neruda, premiado en 1971, Eugenio Móntale en 1975, Ja-
roslav Seifert en 1984, Claude Simón en 1985, Darlo Fo en 1997,
etc. Esta autonomía consigue afirmarse gracias a la «complementa-
riedad» estructural del Nobel con el poder de consagración de Pa
rís. En su actividad autónoma, la Academia «duplicará» o redobla
rá, en cierto modo, los veredictos de París y fundamentará las
decisiones de la capital literaria «en derecho», es decir, según la ley
explícita de la autonomía literaria: al operar una especie de oficiali
zación y legalización de los arbitrajes de París, la Academia Sueca, al
menos hasta los años 60, la mayoría de las veces solía confirmar, ra
tificar y hacer público el veredicto parisino, consagrar un descubri
miento de las instituciones críticas y editoriales de la capital de la li
teratura. Testimonio de ello es la gran presencia de escritores
franceses en el censo de premiados: Francia, con doce premios en
su haber, sigue siendo la nación más regularmente consagrada. Lo
atestiguan sobre todo los premios concedidos a Faulkner, Hemíng-
way, Asturias, García Márquez, inicialmente descubiertos y cele
brados en Francia. Por eso durante mucho tiempo la consagración
de París -en rivalidad, por supuesto, con las instituciones londinen
ses, que lograron que se reconociera a buen número de sus propios
consagrados: Kipling, Tagore, W. B. Yeats, G. B. Shaw, etc.™ ha
sido una de las primeras etapas para aspirar al premio más noble y
también el más internacional. La negativa de Sartre a aceptar el No
bel es un indicio adicional del carácter «redundante» del reconoci
miento parisino y la consagración sueca. Era, sin duda, uno de los
únicos protagonistas del espacio literario mundial que, ocupando
un lugar central en los procesos parisienses de consagración, ex
traordinariamente consagrado él mismo, podía prescindir de un
premio que no hacía más que duplicar su posición eminente.
ETN OCENTRISM OS
204
inseparablemente de una celebración y de una anexión, de una es
pecie de «parisización», en suma, de una universalización no exenta
de diferencia. Los grandes consagradores reducen, de hecho, a sus
propias categorías de percepción, constituidas en normas universa
les, obras literarias procedentes de otras partes, olvidándose de todo
el contexto -histórico, cultural, político y, sobre todo, literario-
que permitiría comprenderlas sin reducirlas. Las grandes naciones
literarias se hacen pagar de este modo la concesión de un permiso
de circulación universal. Por eso la historia de las celebraciones lite
rarias es también una larga serie de malentendidos y de desconoci
mientos que hallan sus raíces en el etnocentrismo de los dominan
tes literarios (sobre todo de los parisinos) y en los mecanismos de la
anexión (de las categorías estéticas, históricas, políticas, formales)
que implica el acto mismo del reconocimiento literario.1 En este
sentido, la traducción es también una operación ambigua: medio
de acceso a la República de las Letras ofrecido por las instituciones
específicas y su intrínseca apertura a la internacional literaria, es asi
mismo un mecanismo de anexión sistemática a las categorías estéti
cas centrales, fuente de apropiaciones indebidas, de malentedidos,
de contrasentidos o incluso de imposiciones autoritarias de sentido.
Lo universal es, en cierto modo, una de las invenciones más diabóli
cas del centro: en nombre de una negación de la estructura conflic
tiva y jerárquica del mundo, so pretexto de la igualdad de todos en
literatura, quienes ostentan el monopolio de lo universal exhortan a
la humanidad entera a acatar su ley. Lo universal es lo que declaran
que es un acervo incontrovertible y accesible a todos, con 1a condi
ción de que los que así lo decretan se vean reflejados en él.
Toda la ambigüedad de la operación de consagración está
magníficamente condensada en la historia del reconocimiento de
Joyce por Valery Larbaud. Mientras que los medios literarios ingle
ses y norteamericanos seguían atentamente las etapas del acceso de
205
joyce al rango de escritor reconocido por las más altas instancias li
terarias, un crítico irlandés, Ernest Boyd, atacó violentamente a
Larbaud a causa de su «ignorancia colosal de la literatura irlande
sa», su «ignorancia completa de los grandes escritores angloirlande-
ses», entre los cuales menciona a Synge, George Moore y Yeats. Al
citar la conferencia de 1921 en la que Larbaud afirmaba que «escri
bir en irlandés sería como si un autor francés contemporáneo escri
biese en bretón moderno »,1 Boyd subraya el desconocimiento del
crítico francés -real, en efecto, a este respecto- e interpreta ese tex
to como un ataque contra la identidad y la especificidad de la lite
ratura irlandesa en el conjunto de las literaturas anglófonas.2 Lar
baud responderá, en especial, a esta reivindicación «nacional»: «No
se debe en absoluto a la casualidad, al capricho ni a un entusiasmo
irreflexivo que, al penetrar en esta sala llena de tesoros, el Ulises,
me haya creído en el deber de darla a conocer a la élite de las perso
nas cultas francesas [...] mi único mérito consiste en haber sido el
primero, fuera del ámbito inglés, en decir sin la menor vacilación
que James joyce era un gran escritor y Ulises un grandísimo libro, y
ello en un momento en que todavía nadie, en Irlanda, lo había di
cho .»3 Vemos aquí, en la práctica, a través de uno de sus muy esca
sos encuentros directos, la lucha entre ía visión literaria nacional y
la deshistoricización inherente a la anexión que implica la consa
gración francesa, la cual, desde luego, ennoblece, internacionaliza,
universaliza, pero ignora por completo lo que ha permitido la apa
rición de semejante obra. La capital desnacionalizada de la literatu
ra desnacionaliza a su vez los textos, los deshistoriciza para ade
cuarlos a sus propias concepciones del arte literario.
De igual manera, al interpretar a Kafka en términos alternati
vamente metafísicos, psicoanalíticos, estéticos, religiosos, sociales,
políticos, la crítica central (y en gran parte parisina) pone de mani
fiesto su ceguera específica: comete, por ignorancia casi deliberada
206
de la historia, anacronismos que no son nada más que ia manifesta
ción de su etnocentrismo estructural. Marthe Robert, que ha sido
una de las primeras en proponer una lectura histórica de la obra de
Franz Kafka, ha resumido magníficamente los mecanismos de ia
deshistoricización sistemática que hace la crítica parisina: «Como
Kafka parecía exento de determinación geográfica e histórica, no se
dudó en adoptarlo, yo diría que hasta casi “naturalizarlo” ; de he
cho, se trataba de una especie de procedimiento de naturalización
en virtud del cual nacía un Kafka francés, más cercano a nosotros,
sí, pero que sólo tenía una relación lejana con et auténtico [...]. A
falta de informaciones precisas sobre las condiciones en las que ha
bía vivido, carencia, por lo demás, muy oportuna, se extrajo de esta
situación infrecuente la idea de un exilio absoluto [...]. Como Kaf
ka no conservaba ya ninguna huella de sus orígenes, ningún rastro
de una pertenencia terrenal cualquiera, se optó por atribuirle con
toda naturalidad una especie de derecho de extraterritorialidad,
gracias al cual a su persona y a su obra, a trueque, cierto es, de su
existencia real, les fueron concedidas la perfección y la pureza que
sólo poseen las cosas abstractas. Este derecho de extraterritoriali
dad era, en el fondo, un privilegio celestial: puesto que no venía de
ninguna parte y pertenecía a todos, Kafka produjo el efecto natural
de caer del cielo, incluso para los escritores y los críticos franceses
menos proclives a tomar el cielo como referencia.»1
Según esta lógica, la consagración central obra una despolitiza
ción sistemática -la bendición critica de la que han sido objeto los
novelistas martiniqueses Patrick Chamoiseau y Raphaél Confiant
es una prueba manifiesta de ello—, una deshistoricización a priori
que corta en seco toda reivindicación política o político-nacional
de ios escritores dominados políticamente. Dicho de otro modo,
para todos, el reconocimiento central es a ía vez una forma de au
tonomía necesaria y una forma de anexión etnocéntrica que niega
la existencia histórica de los consagrados. El novelista nigeriano
Chinua Achebe se sublevaba contra Larson, un crítico norteameri
cano según el cual se podría conceder el título de universal a una
207
novela gambiana por la sola razón de que, con algunas sustitucio
nes, podía pasar fácilmente por una obra norteamericana: «¿Se les
pasaría por la cabeza a los Larson de la literatura africana cambiar
los nombres de los personajes y de los lugares en una novela norte
americana, de Philip Roth, pongamos, o de John Updike, y reem
plazarlos por nombres africanos simplemente para ver el resultado?
Evidentemente, no. Ellos jamás pensarían en poner en duda la
universalidad de su literatura. Huelga decir que la obra de un escri
tor occidental está automáticamente investida de universalidad.
Son los otros los que deben luchar por conquistarla Me gusta
ría que la palabra universal fuera erradicada de los comentarios so
bre la literatura africana hasta que se deje de utilizarla como sinó
nimo de particularismo estrecho e interesado de Europa, hasta que
su horizonte se amplíe para abarcar el mundo entero.»1
Para obtener el reconocimiento literario, los escritores domi
nados deben, pues, acatar las normas decretadas universales por
quienes ostentan el monopolio de lo universal. Y, sobre todo, en
contrar la «buena distancia» que los haga visibles. Si quieren que
los perciban, tienen que producir y exhibir una diferencia, pero no
mostrar ni reivindicar una distancia demasiado grande, que los vol
vería, al contrario, imperceptibles. Ni estar ni demasiado cerca ni
demasiado lejos. Todos los escritores dominados lingüísticamente
por Francia han conocido esta experiencia. Ramuz fue impercepti
ble para París mientras intentó simular una pertenencia parisina, y
no fue reconocido hasta haber reivindicado su «diferencia» como
natural de Vaud. Analizó perfectamente el problema en su «Carta a
Bernard Grasset»: «Es el destino, a grandes rasgos, de mi país el ser
demasiado semejante y demasiado distinto, demasiado próximo y
no lo bastante; ser demasiado francés o no lo suficiente; porque o
bien se le ignora o bien, cuando se le conoce, no se sabe muy bien
qué hacer con él.»2 Y se comprende que sea precisamente este etno-
208
centrismo fundamental el que ha producido todos los exotismos li
terarios. En un artículo de la N R F (1924) dedicado al español Ra
món Gómez de la Serna, jean Cassou analizaba con lucidez el
principal defecto de las instituciones críticas francesas: «Pedimos a
los extranjeros que nos asombren, pero de una manera que casi es
taríamos dispuestos a indicarles, como si su papel no fuese servir a
su pueblo, sino a nuestro placer.»1
Al final del siglo pasado, los canadienses franceses ya habían
comprendido esta dificultad: «Si hablásemos hurón o iroqués, las
obras de nuestros escritores atraerían la atención del Viejo M un
do. Esta lengua masculina y nerviosa, nacida en los bosques de
América, tendría esa poesía del terruño que hace las delicias del
extranjero. Se deleitarían ante una novela o un poema traducido
del iroqués, mientras que no se toman la molestia de leer un libro
escrito en francés por un colono de Quebec o de Montreal. Desde
hace veinte años, en Francia se publican cada año traducciones de
novelas rusas, escandinavas, rumanas. Si esos mismos libros estu
viesen escritos en francés, no encontrarían cincuenta lectores.»2
209
símbolo de una modernidad teatral europea, va a ser interpretado,
leído y puesto en escena en todos los teatros del mundo a partir de
claves interpretativas diametralmente opuestas, producto de las ca
tegorías literarias y estéticas de quienes consagran. Cada director
de escena o crítico que pretenda erigirse en intérprete privilegiado
de esta obra va, de hecho, a «utilizar» los dramas de ibsen, cuya
forma y problemáticas son considerablemente innovadoras en re
lación con el conjunto del teatro europeo de la época, en función
de su posición en su propio espacio nacional. Lejos de ponerse al
servicio de la obra, como pretenden todos los «descubridores», se
sirven de un autor extranjero y alejado de sus debates nacionales
para intentar imponerse en su universo literario.
Por eso Ibsen pudo ser interpretado -y eso en los mismos
años-, en Inglaterra, en particular por George Bernard Shaw, como
un autor realista que aborda problemas sociales concretos de una
forma inédita y en Francia como un autor simbólico, portador de
símbolos poéticos universales. El etnocentrismo de esas grandes na
ciones literarias -y sobre todo de Francia y de los intermediarios
franceses, especialmente ciegos a las condiciones históricas de surgi
miento de una obra- y las preocupaciones específicas y nacionales
de los intermediarios son las causas que han contribuido a su consa
gración y su anexión por cada uno de los países consagradores.
210
nacional», en gran parte heredado de Alemania, que sitúa las tradi
ciones rurales en el centro de las preocupaciones estéticas, va a
orientar la nueva literatura de los años .1830 y 1840. A ejemplo de
ios hermanos Grimm, los folkloristas noruegos recorren el país para
recuperar cantos populares, cuentos, leyendas y baladas. En 1862
Ibsen también viaja a las provincias del norte para reunir relatos po
pulares, y sus primeras obras ponen de manifiesto una voluntad de
promover una «liberación literaria nacional». El teatro noruego no
existía antes de él, e Ibsen quiere luchar, con las armas de Alemania,
contra la férula intelectual alemana que hacía de Noruega, hasta en
tonces, una provincia dócil. Peer Gynt (publicado en 1867) -versi
ficado con dos métricas distintas, una de las cuales copia el modo
de las baladas medievales- representa a este respecto la cumbre y el
fin de este primer período de su obra: se trataba, utilizando el fondo
popular y el compás del tiempo romántico y folklórico, de arreglar
las cuentas con el patriotismo nostálgico del pasado. Ibsen declara
ba que quería escribir contra el conformismo y la estrechez norue
gas: «despertar al pueblo e incitarle a pensar en grande ».1
Pero inmediatamente después de este éxito nacional, obtenido
tras haber abandonado su patria algunos años antes para un exilio
que duraría veintisiete, escribe, en 1868, una pieza teatral que marca
un cambio en su obra: La unión de jóvenes, comedia contemporánea
en prosa escrita a partir del modelo del teatro francés que encarnaban
entonces Eugéne Scribe o Alexandre Dumas hijo, considerados como
grandes maestros de la forma teatral. El «modernismo» o Genom-
brotti introducido en Dinamarca, como hemos visto, por Georg
Brandes, provoca entonces en los países escandinavos, en los años
1870-1880, una revolución estética y política.2 El mismo año en que
Brandes publica Estudios estéticos { 1868), Ibsen afirma su voluntad de
introducir el realismo en el teatro y de utilizar en lo sucesivo los ins
trumentos literarios franceses para alcanzar mejor una expresión na
cional noruega liberada de las trabas y la opresión alemanas.
1. Citado por Régis Boyer, en Henrik Ibsen, Peer Gynt, París, Flammarion,
1994 (trad. de R. Boyer). [Peer Gynt, Madrid, EMESA, 1978.]
2. Véase supra, pp. 134-137.
211
Ibsen en Inglaterra
212
ñeros académicos le llevan a escribir, por ejemplo, en octubre de
1889: «Este año hemos tenido un asomo de esperanza porque el
señor Pinero 1 [...] se ha acercado con circunspección a una cues
tión social y luego la ha abordado superficialmente antes de apar
tarse rápidamente de ella. Poco después, una obra noruega causó
una sensación mucho más fuerte: Casa de muñecas, de Ibsen, en la
que este autor trata la misma cuestión y muestra no cómo debería
resolverse, sino que es posible encontrarle solución .»2
La analogía que Shaw establece sin cesar entre Wagner e Ibsen
se explica no sólo por el lugar similar que ocupan ambos como ex
tranjeros heréticos que incitan a subvertir los valores conformistas
del espacio artístico británico, sino también por el parejo desprecio
que los dos inspiraron a la crítica inglesa. Ibsen, escribe Shaw, «ha
sido peor tratado incluso que Wagner, lo que parecía imposible y lo
que, sin embargo, resultó fácil. Por lo menos no habíamos acusado
a Wagner de obscenidad ni reclamado que el teatro de su majestad
fuese perseguido por atentar contra el pudor tras el estreno de Lo-
hengrin [...]. Aseguramos a la nación inglesa que era un pornógrafo
iletrado, enfermo y medio loco, y que queríamos perseguir a los que
interpretaban sus obras a pesar de la prohibición de la censura ...»3
Su condición de irlandés le vuelve sumamente sensible al re
conocimiento de un autor periférico y no reconocido por causa de
su misma procedencia excéntrica. De este modo, cuando en 1889
se estrena Peer Gynten Londres, con música por Grieg, Shaw ana
liza el incipiente reconocimiento internacional de la cultura no
ruega, a la par que el anexionismo inglés, que sólo reconoce la
producción extranjera al medirla con el rasero de su propia visión
cultural: «... el propio público medio comienza a percatarse de que
los noruegos no son simplemente pobres diablos cuyo país se
aprecia únicamente como refugio de cazadores ricos o pescadores
forasteros. Se los empieza a considerar un pueblo dotado de una
hermosa literatura moderna y de una historia política muy intere
213
sante. La supremacía de Shakespeare en nuestra propia literatura
nos ha inducido a pensar durante mucho tiempo que cada litera
tura nacional está dominada por un solo gran dramaturgo. Esta
mos acostumbrados a la idea de una sola figura central a cuyo alre
dedor se agrupan todas las demás. Acogemos, por tanto, con ei
más vivo interés cualquier alusión a ese “Shakespeare moderno”
surgido en Escandinavia: Henrik Ibsen ...»1
Las posiciones políticas subversivas de Shaw, que ie mueven a
abrazar el realismo y el naturalismo, la crítica social y el rechazo
del conformismo estético y moral del teatro inglés, así como la re
ferencia reivindicada que el Independent Theater hace al Théátre-
Libre de Antoine, próximo a Zola, muestran claramente que la
configuración del espacio teatral orienta la lectura que la vanguar
dia inglesa hace de la obra de Ibsen hacia el sesgo de una visión
«social», la única capaz de garantizar su novedad y su modernidad
(pero también bastante cercana a las miras «modernistas» del dra
maturgo noruego).
Ibsen en Francia
214
né-Poe, para asentar su posición de innovador y afirmar sus postu
ras estéticas, se apodera de las obras de Ibsen y lo transforma en
un autor simbolista. Reafirma esta opción estrenando La dama del
mar en diciembre de 1892, y pone en escena un juego nuevo, so
lemne y monótono, que erige la lentitud de la dicción --lo que
contribuye a restar realismo al texto- en un manifiesto teatral. La
heroína era interpretada por una actriz de comedia, intérprete de
Maeterlinck, transformada en una «extraña criatura de largos ve
los, un fantasma blanco ...».1 El éxito de crítica que tuvo la obra
consagra la anexión del teatro de Ibsen por parte de los simbolistas
franceses. Ibsen, sin duda ansioso de que le reconocieran en París
-«auténtico corazón del mundo», dice- , 2 acepta la desfiguración,
aunque permanece siempre atento a las traducciones y a las esceni
ficaciones.
Durante el verano de 1894 Lugné-Poe parte de gira por Sue
cia, Dinamarca y Noruega, para dar a conocer a Maeterlinck y el
teatro simbolista al público escandinavo y mostrar cómo se inter
preta a Ibsen en Francia. La llegada de la compañía se festeja como
«un acontecimiento en el movimiento dramático nacional»,3 pero
su adaptación de Ibsen es muy criticada. El «misionero del simbo
lismo»4 no convierte al público escandinavo. La crítica, no obstan
te, a sabiendas de que l’CEuvre es una puerta de entrada en París y
un primer acceso al reconocimiento, acepta esta «naturalización»
francesa, excepto Georg Brandes, que, en un artículo de 1897, fus
tiga la interpretación simbolista de Lugné-Poe: «No solamente se
ha desarrollado en Francia una inclinación muy fuerte a encontrar
símbolos en los seres más humanos de los dramas noruegos [...].
Pero es Francia la que se lleva la palma de esas interpretaciones fan
tásticas.»5 El propio Ibsen parece aprobarla con matices.
Lugné-Poe organiza también una gira por Inglaterra en 1895:
a instancias de J. T. Grein, escenifica a Maeterlinck y a Ibsen en
,
1. Ibídem p. 155.
2. Entrevista en Le Fígaro del 4 de enero de 1893, citado por J. Robichez,
ibídem, p. 157.
3. Ibídem, p. 272.
4. Ibídem, p. 276.
5- Ibídem, p. 288,
un pequeño teatro de Londres. Los poetas decadentes de la ciu
dad, admiradores de Oscar Wilde, se apasionaban entonces por la
obra del dramaturgo belga, y la reprobación victoriana se concen
traba ampliamente en ellos: algunos días más tarde comenzaron
los procesos de Oscar Wilde. Ese es el motivo por el que la crítica
fue severa con los adversarios de la novedad; el comentario de
Mirbeau (en 1890), hablando de Maeterlinck como el «Shakes
peare belga» no había pasado inadvertido, conforme al mecanismo
descrito por Shaw más arriba y que había permitido reconocer a
Ibsen según las categorías de la historia literaria inglesa. Pero Wi
lliam Archer y George Bernard Shaw, introductores de Ibsen en
Inglaterra, defendieron, con matices, las representaciones del
Théátre de l’GBuvre, pues subrayaron la pobreza de la puesta en es
cena («las vestimentas andrajosas y los incidentes ridículos», escribe
Shaw1), aunque también «la atmósfera auténtica que se eleva por
primera vez como una bruma encantada en un escenario inglés».2
217
tablecido son, en realidad, golpes de fuerza o tentativas de conquis
ta del poder literario. Es decir, se trata de un objeto difícil -sobre el
cual todos los protagonistas tienen una opinión tajante y apasiona
da-, y únicamente podemos esforzarnos en dar los instrumentos
de comprensión de la evolución reciente del mundo literario, sin
por ello pretender indiferencia ante una cuestión tan controverti
da, sobre todo después de haber escrito este libro y seguido paso a
paso los esfuerzos y las proezas de todos los «fabricantes de lo uni
versal», cada vez más amenazados actualmente.
Así pues, en la rivalidad que hoy opone a París a otras capitales
europeas, y en especial a Londres y a Nueva York, es difícil llegar a
conclusiones que no sean juzgadas partidistas y que no puedan uti
lizarse como armas en la competición. Al analista ya no le compete
más que negarse a dar a esas conclusiones la condición de verdade
ras que ellas mismas se confieren, mostrar el modo en que se utili
zan e inventariar su eficacia. Hoy en día, por ejemplo, la estrategia,
procedente de puntos del espacio muy distintos, que aspira a inocu
lar la duda en las propias instituciones parisinas sobre la legitimidad
de la producción nacional, ha dado tan buen resultado que el tema
del declive, inimaginable hace algunos años, se ha hecho casi inevi
table en los debates interiores y hasta en las propias novelas. En
suma, sólo se puede detectar esas tentativas para reinscribirlas en el
espacio mundial de donde provienen, con el fin de evitar, en la
medida de lo posible, la miopía inherente a la visión Interna, que
transforma en una supuesta «realidad» nacional el producto desco
nocido de una estructura competitiva internacional.
Algunos hechos, sin embargo, muestran que la situación es
más compleja de lo que parece. Desde el punto de vista del recono
cimiento tácito resultante del simple mecanismo del crédito litera
rio, el poder literario francés sigue siendo importante en los Esta
dos Unidos en el aspecto (paradójico) de la filosofía o, más
exactamente, de una filosofía que, por su estilo y su contenido,
participa de la literatura y cuya difusión encuentra apoyos en los
medios universitarios (Yale, johns Hopkins...) y en la autoridad y
el prestigio literarios de Francia. Los filósofos franceses, en efecto,
y más ampliamente las grandes figuras intelectuales como Lacan,
Foucault, Deleuze, Derrida, Lyotard, han sido introducidos en los
218
Estados Unidos por los departamentos de francés y de literatura de
las universidades. Y si la «deconstrucción» derridiana, la temática
del «power knowledge» según Foucault, las «literaturas menores»
descritas por Deleuze o la «posmodernidad» lyotardiana que im
pregnan poderosamente los campus universitarios y el pensamien
to llamado crítico de los cultural studies, es como consecuencia de
los estudios y la crítica literarios. Esta literarización de la filosofía
no es, por lo demás, ilegítima para muchas de esas obras tan preo
cupadas por la literatura y que la anexionan de buena gana a las ta
reas filosóficas. Así, el peso de Francia en la vida intelectual nortea
mericana sigue siendo un efecto -desviado, sin duda, encubierto,
paradójico- de su crédito literario. Ello explica desde luego, al me
nos en parte, la violencia de los ataques contra esas mismas figuras
intelectuales en la otra orilla del Atlántico.
1. D. Kis, -'París, la grande cuisine des idees», Homopoeticus, op. cit., p. 52.
219
Se sabe también que hoy en día, en el ámbito del cine —la ci-
nefilia parisiense es una herencia directa del capital literario parisi
no-, París consagra, respalda o hasta financia a cineastas oriundos
de la India, Corea, Portugal, México, Polonia, Irán, Finlandia,
Rusia, Hong-Kong o incluso de los Estados Unidos .1 Pero lo que
activa este mecanismo no es el prestigio actual de la producción
cinematográfica francesa: París sigue siendo -gracias, ciertamente,
a un capital cinematográfico (y literario) reconocido en todo el
m undo- no ya la capital del cine francés, sino la capital mundial
del cine independiente.
En este sentido, la actividad de traducción es un indicio
esencial para medir la actividad y la eficacia de los veredictos de
consagración: el crédito propiamente literario de una capital pue
de evaluarse por el número de candidatos a la legitimidad y la
actividad real de consagración autónoma (traducción, comenta
rio, crítica, premios). Una encuesta reciente,2 realizada a escala
europea, muestra que el Reino Unido, que exporta ampliamente
su producción literaria a todos los demás países de Europa, es
también el país menos abierto a las producciones extranjeras fue
ra de su área lingüística: la parte correspondiente a la intraduc-
ción en la totalidad de la producción literaria del año 1990 sólo
asciende al 3,3 % . 3 Sin duda, este fenómeno se explica en gran
medida por el importante lugar que ocupa la muy poderosa pro
ducción norteamericana -lo que permite a los autores ingleses
internacionalizarse sin cambiar de lengua-, pero los encuestado-
res hablan asimismo de una cuasi «autarquía de los mercados an
glosajones»,4 y la crítica ha llegado a la conclusión de que Ingla
terra está mucho más acerrada a los textos literarios extranjeros
que en los años 50 y 60. La literatura alemana escrita en estos úl
timos años, por ejemplo, es objeto de un desinterés casi sistemá
220
tico por parte de Gran Bretaña .1 El adjetivo «alemán» sugiere
algo pesado, desprovisto de humor y de estilo, por oposición a
una tradición anglosajona que tiene fama de popular y fácil. Los
grandes textos publicados en los años 50, Thomas Mann, Rilke,
Kafka o Brecht, convertidos en «clásicos», constituyen las refe
rencias incluso lejanas, así como los escritores del Grupo 47:
Boíl, Grass, Uwe Johnson, Peter Weiss... Pero los pocos interme
diarios indispensables con la cultura alemana, con frecuencia ju
díos emigrados a Gran Bretaña, eruditos o poetas, traductores o
críticos en activo desde el fin de la guerra, hoy han desaparecido,
y la imagen que ofrece la literatura alemana continúa siendo la
que ellos dieron a conocer. Inglaterra lleva actualmente un retra
so de casi cuarenta años sobre el tema de la modernidad alema
na, excepción hecha de Gert Hofmann, cuyo hijo, Michael Hof
mann, vive en Londres y está reconocido como poeta en lengua
inglesa, de dos austríacos, Peter Handke y Thomas Bernhard, y
de una alemana del este, Christa Wolf, que se hizo célebre en los
medios feministas de los Estados Unidos. Jahrestage de Uwe
Johnson, uno de los autores alemanes más importantes de su ge
neración, «pasó», escribe un traductor, «prácticamente inadverti
do cuando se publicó en Inglaterra hace algunos años ».2
Por el contrario, España, Italia, Portugal, Holanda, Dinamar
ca y Suecia importan muchos libros: «Las obras traducidas en es
tos países representan más de la cuarta parte de la producción, es
decir, claramente más que la media europea» (que es del 15 %).
En Portugal el porcentaje de la intraducción supone el 33 % de la
producción editorial, pero alcanza hasta el 60 % en Suecia. Esta
cifra tan elevada es una excepción: es imputable, desde luego, al
débil volumen de la producción editorial nacional, pero también
al hecho de que Suecia es el país del Nobel, premio muy codicia
do, y por ello se ha convertido en la encrucijada de toda la litera
tura mundial que trata de darse a conocer a la Academia Sueca.
Esta entrada masiva de textos traducidos, que no va acompañada
221
de una exportación muy fuerte (ias lenguas más buscadas y las más
traducidas literariamente en Europa siguen siendo el inglés y ei
francés1), indica el grado de descentramiento más o menos grande
de este país dentro del conjunto europeo.
En Francia y en Alemania la parte correspondiente a la intra-
ducción representa entre el 14 y el 18%: entre una quinta y una
octava parte de las obras editadas son textos traducidos, lo que su
pone un porcentaje de importación considerable, que, acompaña
do por una fuerte exportación, da una idea clara de poder literario.
222
locutores privilegiados de la literatura norteamericana más autó
noma: John Hawkes, Philip Roth, John Edgar Wideman, Don
DeLillo, Robert Coover, Wiiliam H. Gass, Paul Auster, Coleman
Dowell, Wiiliam Gaddis... La producción novelesca comercial, a
su vez, aliada con los circuitos editoriales menos autónomos del
espacio francés, es actualmente tanto más poderosa cuanto más
consigue emular los acervos de una determinada modernidad na
rrativa. Como logra sin dificultad hacerse pasar por una literatura
llamada internacional de productos de consumo ordinarios, la
producción de gran difusión, norteamericana o americanizada,
amenaza seriamente la autonomía de todo el espacio. Lo que está
en juego actualmente en el espacio literario mundial no es la con
frontación o la rivalidad entre Francia y ios Estados Unidos o
Gran Bretaña. Es la lucha entre el polo comercial que intenta im
ponerse como nuevo poseedor de la legitimidad literaria a través
de la difusión de una literatura que imita los acervos de la auto
nomía (y que existe tanto en los Estados Unidos como en Fran
cia), y el polo autónomo, cada vez más amenazado en los dos paí
ses y en toda Europa por el poderío del comercio de la edición
internacional. La vanguardia norteamericana está tan amenazada
actualmente como la vanguardia europea.
La estructura del espacio literario mundial es, en efecto, más
compleja que la que hemos explicado que se daba en el siglo XIX y
la primera mitad del XX. N o se pueden reducir las zonas depen
dientes a los solos espacios nacionales literariamente desheredados.
A esos espacios recientemente nacionalizados que concilian litera
tura con política -y que siguen siendo numerosos- hay que añadir
la aparición y la consolidación, en todos los ámbitos nacionales, in
cluidos los más antiguos y los más autónomos, de un polo comer
cial cada vez más potente que, con ía transformación de las estruc
turas nacionales y de las estrategias de las editoriales, revoluciona
no solamente las estructuras de distribución, sino también la elec
ción de los libros y hasta su contenido.
Ahora bien, puede observarse que, en cada espacio nacional, el
polo comercial es una simple transformación del polo nacional o,
simplemente, uno de sus avatares. El best-seller nacional se adecúa
en su asunto (tradición o historia nacionales) y en su forma (acadé
223
mica) a las expectativas y a las exigencias del éxito comercial. Los es
critores nacionales se caracterizan, según Larbaud, por las grandes
ventas en sus países de origen, pero también por el hecho de que
son ignorados por las personas cultas de los demás países:1 el nove
lista nacional es el que trabaja para el mercado nacional y de confor
midad con los cánones comerciales. La existencia de nuevas novelas
de éxito internacional es, sin duda, el producto híbrido de la gene
ralización de los cánones populares norteamericanos. La domina
ción económica de los Estados Unidos, sobre todo en los ámbitos
del cine y de la edición, les permite unlversalizar sus novelas popu
lares nacionales (cuyo paradigma sería, por ejemplo, Lo que el viento
se llevó) mediante la familiaridad con la cultura de Hollywood.
1. V. Larbaud, Ce vice impuni, la lec.ture. Domaine anglais, op. cit., pp. 407-408.
2. André Schiffrin, «La nouveile structure de ¡’édition aux Etats-Unis», Lí
ber. Revue internationale des livres, n.° 29, diciembre de 1996, pp. 2-5.
3. Lbídern, p. 3.
224
ca, los editores, a causa de la importación del modelo económico
norteamericano, aspiran cada vez más a la rentabilidad a corto plazo.
La aceleración de la rotación de las existencias y el aumento constan
te del número de títulos1 priman, sobre las políticas de inversión a
largo plazo que caracterizaban la economía de las grandes editoria
les.2 Se trata de producir más títulos, con tiradas de menos ejempla
res, disponibles menos tiempo y vendidos un poco más caros, cam
bios que se implantan por medio de una triple concentración,
descrita asimismo por André Schiffrin en el caso de los Estados Uni
dos: concentración de las editoriales, de los circuitos de distribución
y de las redes de venta. Por eso se observa la importancia creciente
del papel de los técnicos y de los agentes comerciales en la toma de
decisiones en materia de publicación. La disociación de la lógica in
telectual y la lógica editorial conduce a la crisis de la producción .3
Esta nueva organización de la producción y de la distribución y
la supremacía sistemática de los criterios de rentabilidad inmediata
favorecen la circulación transnacional de productos editoriales con
cebidos para el mercado de masas. Por supuesto, siempre ha habido
una circulación de best-sellers populares. Pero la novedad actual re
side en la aparición y la difusión de novelas de un nuevo tipo, desti
nadas a la circulación internacional. En esta «world fiction», artifi
cialmente fabricada, productos comerciales destinados a la difusión
más amplia, según criterios y recetas estéticas experimentadas,
como las novelas académicas de universitarios internacionales tales
como Umberto Eco o David Lodge, se codean con los libros neoco-
loniales4 que recuperan todas las fórmulas probadas del exotismo,
225
como las novelas de Yikram Seth; los relatos mitológicos y los clási
cos antiguos «coloreados» ponen al alcance de todos una «sabidu
ría» y una moral reverdecidas, y el relato de viajes, travel writing,
emparejado con la novela de aventuras, se erige en el patrón de toda
modernidad novelesca. Se adaptan al gusto de la época todos los
procedimientos de la novela popular y del folletín inventacios en el
siglo XIX: así, en un mismo volumen se podrá encontrar una novela
de intriga, otra policiaca, otra de aventuras, otra de suspense eco
nómico y político, un relato de viajes, una novela de amor, una na
rración mitológica, una novela de novelas (pretexto para una eru
dición falsamente reflexiva que hace del libro el tema proclamado
del libro, efecto de modernidad forzosamente «borgiano »).1 El
cambio de la función editorial explica en parte esta producción
concebida por los propios editores. Jean-Marie Bouvaist señala que
el papel del lector editorial (cuya tarea consistía en escoger entre los
manuscritos que llegaban) tiende a decrecer en provecho de un pa
pel de buscador de ideas y guía de los autores encargados de plas
marlas: una parte de los libros que se publican hoy son libros de en
cargo.2
Las regiones más libres del espacio literario mundial están, por
tanto, seriamente amenazadas por la potencia de las leyes del co
mercio internacional, que, al transformar las condiciones de pro
ducción, modifican la forma de los propios textos. El desarrollo de
las multinacionales editoriales que remedan los logros de la auto
nomía, y la muy amplia difusión de esas novelas de éxito interna
cional que logran revestir las apariencias de la producción literaria
más autónoma, ponen en peligro la idea misma de una literatura
independiente de los circuitos comerciales. Si en la actualidad Pa
rís ha sido puesto en entredicho como potencia literaria no se
debe tanto, sin duda, a su calidad de productor nacional como a
su condición de capital autónoma de la producción literaria autó
noma. La «Internacional intelectual» cuyo advenimiento deseaba
226
Valery Larbaud en los años 20, en forma de una pequeña sociedad
cosmopolita, ilustrada, necesariamente autónoma y que silenciaría
los prejuicios nacionales promoviendo la libre circulación y el
reconocimiento de los grandes textos de la vanguardia literaria
de todo el mundo, corre el riesgo de verse barrida por los impera
tivos de la difusión comercial. Actualmente existe una literatura
internacional, nueva en su forma y en sus efectos, que circula fácil
y rápidamente en todo el mundo mediante traducciones casi si
multáneas y que conoce un éxito extraordinario porque su conte
nido «desnacionalizado» puede comprenderse en cualquier parte
sin riesgo de malentendidos, pero hemos pasado del internaciona
lismo al import-export comercial.
227
Segunda parte
F r a n z K a fk a , D iario,
25 de diciem bre de 1911
231
de los diversos protagonistas que intentaban participar en el juego.
En otras palabras, desde el punto de vista de la historia y de la
génesis del universo literario mundial, la literatura es una especie
de creación irreductiblemente singular y, sin embargo, inelucta
blemente colectiva, de todos los que la han creado, la han reinven-
tado o se han reapropiado del conjunto de soluciones disponibles
para cambiar el orden del mundo literario y la univocidad de las
relaciones de fuerza que la rigen: nuevos géneros literarios, formas
inéditas, nuevas lenguas, traducciones, literarización de los usos
populares de la lengua, etc.
Tal es, sin duda, el motivo de que se puedan observar, casi de
una manera experimental, a partir de 1549, fecha de la edición
príncipe de La Deffence et Illustration de la langue frangoyse, meca
nismos que hay que describir, paradójicamente, a la vez como his
tóricos y transhistóricos. Hay «efectos de dominación» que son los
mismos en todas partes, que se ejercen de manera idéntica en todo
lugar y todo tiempo, y cuyo conocimiento proporciona instrumen
tos (casi) universales de comprensión de los textos literarios. Este
modelo permite, en efecto, comprender fenómenos literarios total
mente distintos y alejados en el tiempo y en el espacio, haciendo
abstracción de las particularidades históricas secundarias. El hecho
de ocupar una posición dominante y excéntrica tiene efectos tan
poderosos, que es posible aproximar a escritores a los que todo, en
apariencia, separa. Ya pueden estar separados históricamente, como
Franz Kafka y Kateb Yacine, o como C. F. Ramuz y los escritores
de la «criollidad»; emplear una lengua diferente, como G. B. Shaw
y Fíenri Michaux, o como Ibsen y joyce; ser coloniales antiguos o
simples provincianos, fundadores de movimientos literarios o sim
ples renovadores, exiliados interiores en su propio país, como Juan
Benet, o emigrados literarios, como Danilo Kis y Joyce: todos se
ven confrontados con las mismas alternativas y, curiosamente, en
cuentran salidas parecidas a los mismos dilemas, llegando en oca
siones a operar auténticas revoluciones específicas, a atravesar el es
pejo y a imponerse desbaratando las reglas del juego central.
El efecto de revelación no es, sin duda, tan grande como
cuando se está en condiciones de aproximar y comparar a escrito
res a los que todo opone en apariencia y que, separados por toda
232
la tradición lingüística y cultural, tienen, sin embargo, en común
todo lo que está inscrito en una relación estructural similar con
una potencia literaria central. Es el caso, por ejemplo, de dos auto
res como Robert Walser y C. F. Ramuz, que, nacidos el mismo
año, 1878, en el mismo país, uno en Bienne, el otro en Lausana,
han conocido itinerarios homólogos cuyos efectos se inscriben en
sus mismas obras: sus primeras tentativas de imponerse en su capi
tal literaria respectiva -Ram uz se instala en París y allí trata de im
ponerse durante más de doce años; Walser debuta en Munich y
después en Berlín-, su fracaso, su retorno forzoso al país natal, su
reivindicación de una especificidad y de una «modestia» suiza, etc.
Y es, sin duda, la diferencia de «recursos» específicos entre las dos
regiones helvéticas lo que explica incluso la diferencia entre las op
ciones formales de los dos escritores, situados en la misma relación
de ruptura fascinada con sus tradiciones respectivas: la novela
«campesina» de Ramuz se enraíza, por una parte, en la ausencia de
tradición literaria en el cantón de Vaud; Walser, en cambio, que
cuenta con una historia literaria suiza alemana más larga, adopta
formas más refinadas.
233
conjunto de soluciones a la dependencia literaria para construir
una especie de modelo generador que permita, a partir de una se
rie limitada de posibilidades (lingüísticas, estilísticas y políticas,
esencialmente), recrear la serie infinita de soluciones, aproximar a
escritores a los que ni el análisis estilístico ni las historias literarias
nacionales hubiesen podido relacionar entre sí, y constituir «fami
lias» literarias, conjuntos de casos que, aunque a veces estén muy
alejados en el espacio y en el tiempo, están unidos por un «pareci
do de familia». Se suele clasificar a los escritores por naciones, por
géneros, épocas, lenguas, movimientos literarios... O bien se opta
por no clasificarlos y se prefiere ensalzar el «milagro» de la singula
ridad absoluta a aplicar una verdadera historia literaria comparati
va. En el mejor de los casos, se analizan determinadas posturas ex
tremas, como, por ejemplo, cuando la crítica británica opone hoy
en día a V. S. Naipaul y a Salman Rushdie, es decir, a una posi
ción reivindicada de asimilación de los valores centrales contra
una postura de resistencia explícita al neocolonialismo literario. El
hecho de considerar las obras literarias a escala internacional lleva
a descubrir otros principios de contigüidad o de diferenciación
que autorizan a acercar lo que normalmente se separa o a separar
en ocasiones lo que se suele juntar, ocasionando así la aparición de
propiedades desconocidas.
Es evidente que esta sintaxis literaria es una propuesta teórica
que la infinita diversidad de lo real no podrá menos que matizar,
corregir y depurar. No se trata de pretender que todos los posibles
estéticos hayan sido agotados ni de que pudiesen ser, conforme a
este modelo, previsibles: se trata, simplemente, de mostrar que la
dependencia literaria favorece la creación de una especie de gama
literaria inédita que todos los escritores dominados del mundo tie
nen que reinventar y reivindicar para crear la modernidad, o sea,
para provocar nuevas revoluciones literarias.
Pero no habríamos descrito la realidad de los caminos em
prendidos por esos autores si no precisásemos inmediatamente
que ninguno de ellos trabaja según estrategias elaboradas cons
ciente y racionalmente, aun cuando sean, como hemos dicho, los
protagonistas más lúcidos del universo literario. La «opción» de
trabajar en la elaboración de una literatura nacional, o de escribir
234
en una gran lengua literaria, no es nunca una decisión libre y deli
berada. Las «leyes» de fidelidad (o de pertenencia) nacionales están
tan interiorizadas que rara vez se perciben como trabas. Se con
vierten en uno de ios rasgos principales de la definición (literaria)
de uno mismo. Dicho de otro modo, se trata de describir aquí una
estructura general cuyos efectos experimentan los «excéntricos»,
sin que siempre lo sepan, y que los «centrales» ignoran por com
pleto debido a su posición originalmente universalizable.
Este modelo permite asimismo reconstituir la cronología de la
formación de cada espacio literario, puesto que, como mostrare
mos, exceptuando variantes y diferencias secundarias referidas a la
historia política, a la situación lingüística y al patrimonio literario
que se posee en principio, las grandes etapas de la formación litera
ria inicial son casi las mismas para todos los espacios literarios cons
tituidos tardíamente y nacidos de una reivindicación nacional. Hay
un orden de desarrollo casi universal y transhistórico -exceptuando
algunas variantes históricas y lingüísticas- de lo que los historiado
res de la literatura han solido percibir, analizar y describir como una
particularidad histórica y nacional inalienable. Durante los cuatro
siglos de formación y de unificación del ámbito literario mundial,
en efecto, las luchas y las estrategias de los escritores para crear y
reunir sus recursos literarios propios se llevarán a cabo más o menos
según la misma lógica. Aunque las divergencias -esto es, las luchas-
hayan adoptado formas nuevas desde el comienzo del siglo XIX, y a
pesar de la diversidad extrema de las situaciones literarias y geopolí
ticas, de los debates estéticos, de los conflictos políticos, pueden
describirse de manera casi transhistórica las modalidades de revuel
tas y reivindicaciones de libertad literaria, empezando por la litera
tura francesa de la segunda mitad del siglo XVI.
235
rias en el momento en que aparece un movimiento de reivindica
ción o de independencia nacional. Hace mucho tiempo que las han
descrito los «indígenas», que saben mejor que nadie qué dilema
afrontan. Así, al evocar en 1923 «la literatura flamenca contempo
ránea», André de Ridder escribía: «Imagínense la suerte de algunos
auténticos intelectuales perdidos en un islote semejante [Flandes],
aislados del resto del mundo, sin otro alimento espiritual que esta
literatura de terruño, esta música folklórica, este arte de pequeña
patria. Entre el peligro de absorción por parte de una cultura pode
rosa, dotada de una fuerza de expansión universal -cual es para no
sotros la cultura latina al sur, la germánica al este-, y el de aisla
miento en una suficiencia mezquina y esterilizante, zarandeados de
una roca a otra, nuestros pilotos han sabido conducir bien la bar
ca .»1 Edouard Glissant, poeta antillano, formula la misma alterna
tiva en términos bastante parecidos, añadiendo la problemática de
la lengua: «“Vivir una reclusión o abrirse a otra”: es la alternativa a
la que se pretendía reducir a todo un pueblo que reclamaba hablar
su lengua. [...]. Las naciones no tendrían otro porvenir lingüístico o
cultural que este encierro en una particularidad limitadora o, en el
lado opuesto, disolverse en un universal generalizados »2 Y Octavio
Paz confirma este diagnóstico al evocar, en La búsqueda delpresente>
las dos grandes tensiones fundadoras de las literaturas americanas:
«Aunque son muy distintas, las tres literaturas (primero la angloa
mericana, y después la de América Latina en sus dos grandes ra
mas, la hispanoamericana y la brasileña) tienen un rasgo en común:
la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmo
politas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo.»3
Una de las particularidades de la relación que los escritores
«desheredados» mantienen con el mundo literario es, por consi
guiente, el necesario y terrible dilema que deben afrontar y resol
ver en formas distintas, sea cual sea su historia política, nacional,
literaria o lingüística. Frente a una antinomia que sólo les incum
236
be (y se les presenta) a ellos, tienen que hacer una «elección» ne
cesaria y dolorosa: bien afirmar sus diferencias y «condenarse» a la
vía difícil e incierta de los escritores nacionales (regionales, popu
lares, etc.), escribiendo en «pequeñas» lenguas literarias y poco o
nada reconocidos en el universo literario internacional, o bien
«traicionar» aquello a lo que pertenecen e integrarse en uno de los
grandes centros literarios, renegando de su «diferencia». Edouard
Glissant habla de un «sufrimiento de expresión» que sólo afecta a
los países dominados y que les afecta aunque los otros lo ignoren
hasta el punto de no comprenderlo: «Descubrimos también, con
asombro, que hay personas instaladas en la masa tranquila de
nuestra lengua, que no comprenden siquiera que pueda existir en
alguna parte un tormento de lenguaje para quienquiera que sea y
que, como en los Estados Unidos, te dicen de sopetón: “Eso no
es un problema .”»1
La extraordinaria lucidez de Ramuz le faculta para confesar y
confesarse en 1935, en Questions, lo que normalmente permanece
en estado inconsciente y que merecería ser llamado, en lo sucesivo,
el dilema de Ramuz: «Es el dilema que se me planteó cuando tenía
veinte años, y que afrontan todos los que están en el mismo caso
que yo, sean o no numerosos: los exteriores, los «descentrados», los
que han nacido fuera de una frontera; los que, aun estando vincu
lados con una cultura por medio de la lengua, están en cierto
modo exiliados de ella por la religión o por su pertenencia política
[...]. El problema surge tarde o temprano: o bien hay que hacer ca
rrera, y en primer lugar plegarse a un conjunto de normas que no
son solamente estéticas o literarias, sino también sociales, políticas
y hasta mundanas; o bien romper deliberadamente con ellas, no
sólo revelando sus propias diferencias, sino exagerándolas, sin me
noscabo de hacer que las admitan más tarde, si se puede .»2
Al final del recorrido, la historia irlandesa nos servirá de para
digma y mostrará que el «milagro» literario irlandés puede asimis
mo servir de unidad de medida y de «modelo reducido» para com
237
prender la cuasi totalidad de ios problemas que se plantean a los
escritores y a los universos literarios dominados.
LA PRIVACIÓN LITERARIA
1. Isrván Bibó, Misere des petits États d'Europe de lEst, París, Albin Michel,
1993, p. 176 (trad. de G. Kassai).
2. Saulius Kondrotas, Le Monde-Carrefour des littératures européennes> no
viembre de 1992, entrevista con N. Zand.
238
subjetivo («sentimiento») y pertenencia colectiva («nacional»), «la
nacionalidad», escribe Krleza, «¡son los recuerdos! Y, en este caso
preciso, muy a menudo, ¡una nostalgia totalmente sujeta a una
pura subjetividad, la reminiscencia de una juventud pasada, fene
cida hace mucho! Recuerdos de regimiento, de banderas, de gue
rra, el sonido de la cometa, los uniformes, los días de antaño, re
cuerdos de carnaval o de combates sangrientos, todo un teatro de
la memoria que parece mucho más interesante que la realidad. La
nacionalidad, en gran medida, son los sueños de los individuos
que se imaginan una vida mejor en este bajo mundo [...]. Y, para
un intelectual, es una infancia poblada de libros, de poemas y de
obras de arte, son los libros leídos y los cuadros contemplados, las
alucinaciones sugeridas, las mentiras convencionales, los prejui
cios, y, muy a menudo, ¡una concepción increíblemente aguda de
la estupidez, y una indecible cantidad de páginas vacías! La nacio
nalidad, en ía mala poesía patriótica, sentimental y plañidera, son
mujeres, madres, ía infancia, vacas, pastos, praderas, un estado
materia] en el que hemos nacido, un miserable estado patriarcal
retrasado donde el analfabetismo se mezcla con un claro de luna
lírico [...]. Los niños aprenden de sus padres lo que sus padres han
aprendido según la ley de la tradición, o sea, que su nación es
“grande”, que es “gloriosa”, o bien que es “desdichada y está aplas
tada”, prisionera, engañada, explotada, etc.»1
Sólo el ecumenismo que preside la representación universalis
ta de la literatura impide a la crítica central percibir y compren
der las dificultades o incluso, a veces, el drama concreto de esos
escritores sumamente lúcidos sobre su posición frágil y marginal,
y que sufren por pertenecer a una nación poco reconocida litera
riamente y no ser percibidos como tales. «El concepto de peque
ñas naciones», escribe Milán Kundera, «no es cuantitativo; desig
na una situación, un destino: las pequeñas naciones no conocen
la feliz sensación de estar ahí desde siempre y para siempre; [...]
siempre enfrentadas a la arrogante ignorancia de los grandes, ven
su existencia perpetuamente amenazada o cuestionada; porque su
239
existencia es una cuestión .»1 «Las pequeñas naciones», insiste Jani-
ne Matillon, escritora y traductora del serbocroata, «sufren dolo
res que las grandes no sospechan siquiera.»2 La pequeñez, la po
breza, el «retraso», la marginalidad de esos universos literarios
hacen a los escritores que son miembros de ellos propiamente in
visibles, imperceptibles en el sentido propio, para las estructuras
literarias internacionales; invisibilidad y alejamiento que nunca se
ven tan ciaros como en el caso de los escritores de esos países que,
ocupando posiciones internacionales en esos universos nacionales,
pueden evaluar con precisión el lugar que corresponde a su espa
cio en la jerarquía tácita e implacable de la literatura mundial.
Esta invisibilidad les fuerza a pensar su misma «pequeñez»; «¿Qué
vamos a hacer, entonces, los demás, que no tenemos ni acción ni
expresión?»,3 se lamenta Ramuz a su regreso al cantón de Vaud;
«somos un país pequeñísimo que justamente habría que agrandar,
bastante mediocre y que habría que hacer más profundo, pobre y
que habría que hacer más rico. Pobre en leyendas, pobre en histo
ria, pobre en acontecimientos, pobre en ocasiones.»4 Que Bec
kett, más virulentamente, en un poema de 1932, pueda calificar a
Irlanda de «isla hemorroide»5 y, en uno de sus primeros textos, de
«país apestado »,6 da una idea, sin duda bastante exacta, de su re
lación desgraciada, excesiva y, sin embargo, identificativa con su
país.
El verdadero drama que puede constituir el hecho irreversible,
«ontológico» en cierto modo, de pertenecer y ser miembro de una
240
patria desheredada (en el sentido literario), imprime su sello no so
lamente a toda la vida de un escritor, sino que también puede dar
forma a toda una obra. Por ejemplo, sólo se puede comprender
la forma de la escritura de Cioran, e incluso su proyecto filosófico e
intelectual, si se tiene en cuenta su pertenencia a lo que muy pronto
él considera una fatalidad: el espacio intelectual y literario rumano.
«Siempre está herido el orgullo de un hombre nacido en una pe
queña cultura», confiesa, incluso en 1986,1 cuando ya se ha conver
tido en un escritor consagrado y celebrado en todo el mundo. Sus
sentimientos ambivalentes hacia su «pequeño» país (es decir, hacia
sí mismo en tanto que su identidad, como es el caso a menudo de
los intelectuales de «pequeños» países, es en principio nacional) le
conducen primero al compromiso fascista y nacionalista en la orga
nización paramilitar Guardia de Hierro en los años 30, y luego, re
negando de un «devenir» histórico de Rumania («Con los campesi
nos sólo se entra en la historia por la puerta pequeña»)2, al exilio y al
«desprecio desesperado» por su pueblo .3 Evocando su juventud fas
cista en un texto escrito en 1949 y publicado recientemente, Cio
ran escribe: «Nosotros, los jóvenes de mi país, vivíamos de la insen
satez. Era nuestro pan cotidiano. Situados en un rincón de Europa,
despreciados o ignorados por el universo, queríamos hacer que ha
blaran de nosotros Queríamos emerger a la superficie de la his
toria: venerábamos los escándalos, único medio, pensábamos, de
vengar la oscuridad de nuestra condición, nuestra subhisto-
ría, nuestro pasado inexistente y nuestra humillación en el pre
sente.»4
De alguna manera, lo que lleva a un escritor del compromiso
241
activo a un altivo retraimiento es la maldición del origen, la rabia
■de escribir en una lengua poco traducida, de no poder aspirar a
ningún «destino» nacional grandioso, la humillación de tener que
plegarse a la necesidad de ser algo de los «pequeños». La transfi
guración de Rumania, escrito fascista y antisemita publicado a su
regreso de Alemania, en 1936, puede leerse como la confesión pa
vorosa del despecho histórico de la «rumanidad» vivida como infe
rioridad o .otológica: «Sueño», escribe, por ejemplo, «con una Ru
mania que tuviese el destino de Francia y la población de China .»1
Por eso, tras haber intentado trabajar por la «salvación nacional»
-tem a omnipresente en todos sus primeros escritos-, Cioran irá a
París a buscar su propia salvación. Para que se olviden su genealo
gía y su trayectoria, no sólo debe volver a partir de cero (y renegar
del capital intelectual acumulado en Bucarest), sino también
abandonar su lengua natal.
Lo que puede experimentarse como una maldición histórica
se expresa a veces también como una injusticia lingüística. En un
libro sobre la Latinoamérica literaria de los años 30, Max Dai-
reaux refiere los comentarios de Gómez Carrillo, que, tras haber
publicado una veintena de volúmenes, varios miles de crónicas y
conquistado «la máxima celebridad a la que pueda aspirar un au
tor sudamericano», le decía: «Para un escritor con espíritu univer
sal, por pequeño que sea, la lengua española es una prisión. Aun
que amontonemos volúmenes e incluso encontremos lectores, es
exactamente como si no hubiésemos escrito nada: [nuestra voz no
traspasa los barrotes de la jaula! Ni siquiera se puede decir que se
la haya llevado el viento terrible de las pampas; es aún peor: ¡se
desmorona !»2 Este comentario manifiesta, de paso, que las relacio
nes de fuerza y de desigualdad dentro del universo literario mun
dial se modifican y se transforman a cada momento: si Latinoamé
rica es un espacio literario totalmente marginado y excéntrico en
los años 30, sin ningún reconocimiento literario internacional,
treinta años más tarde esta proporción casi se ha invertido y ese
continente se ha convertido en uno de los espacios literarios do
242
minados mejor reconocidos e integrados en el centro. En el mis
mo sentido hay que entender la hermosa expresión desencantada y
realista del novelista somalí Nuruddin Farah cuando define su
propia identidad, de escritor dominado por los dominados, como
constituida por una serie de «inadecuaciones contradictorias»:1 los
desheredados (escritores, políticos, lingüísticos) no sólo no son
nunca «adecuados», es decir, conformes, y nunca están en su lugar
ni realmente a gusto en el universo literario, sino que además sus
inadecuaciones múltiples son en sí mismas contradictorias entre sí
y forman una red inextricable de maldición, de desgracia, de cóle
ra y de rebelión.
Este esfuerzo por facilitar el medio de comprender e inter
pretar la particularidad de obras llegadas de la periferia del univer
so literario, mediante una descripción estructural de las relaciones
literarias y de las relaciones de fuerza a escala mundial, parecerá tal
vez chocante a todos aquellos que tienen una visión «encantada» de
la libertad creadora. Pero hay que entender que, al contrario de la
ilusión, ampliamente compartida, de una inspiración poética uni
versal que otorgaría indiscriminadamente su gracia a todos los ar
tistas del mundo, las trabas se ejercen de modo desigual sobre los
escritores y pesan tanto más sobre algunos en la medida en que son
ocultadas como tales para atender a la definición oficial de una lite
ratura unida, universal y libre. La actualización de los obstáculos
que pesan sobre todos los escritores desheredados no supone en ab
soluto, desde luego, ponerlos en un índice o colocarlos aparte; se
trata, por el contrario, de mostrar que sus obras son más inverosí
miles aún que las demás, que llegan a emerger y a hacerse recono
cer casi milagrosamente subvirtiendo, mediante la invención de so
luciones literarias inéditas, las leyes literarias establecidas por los
centros.
243
períodos de fundación nacional, cuando se producen graves trastor
nos políticos (como la instalación en el poder de regímenes dictato
riales o el estallido de guerras), la nación, inalienable, es reivindica
da como condición de la independencia política y de ia libertad
literaria. Pero son, sin duda, paradójicamente, ios escritores más in
ternacionales los que, rechazando la adhesión a la creencia nacional,
describen mejor las manifestaciones literarias de ese sentimiento
nacional. Reflejan, en efecto, de manera crítica y con un tono ven
gativo, una verdad compleja de la que sólo ellos, debido a su posi
ción tanto interna como externa en el espacio literario nacional,
pueden dar testimonio. La mezcla de ironía, de odio, de compa
sión, de empatia y de reflexividad que define su relación ambigua
con su país y sus compatriotas, y el rechazo violento de todo páthos
nacional -rechazo cuya violencia misma corresponde al grado de su
rebelión impotente- dan, sin duda, la descripción más sensible de
las formas literarias de la creencia nacional tal como se manifiesta
en los países «pequeños». Así, en esas regiones, la inevitable percep
ción de una jerarquía cultural y la necesidad de defender y de ilus
trar a un «pequeño» país, muestran la aporía trágica en la que se ha
llan atrapados los escritores nacionales, a causa de su pertenencia
inexorable. Gombrowicz denuncia a los intelectuales polacos en el
exilio que «se desviven por demostrar que [...] su literatura iguala a
las grandes literaturas mundiales, que es equivalente a ellas, sólo
que desconocida y subestimada [...]. [Pero] al exaltar de ese modo a
Mickiewicz, se humillaban a sí mismos; al poner a Chopín por las
nubes, probaban que no eran siquiera dignos de él; al deleitarse en
su propia cultura, no hacían más que poner de manifiesto su alma
de primitivos [...]. Tenía ganas de decir al auditorio: “ [...] Chopin y
Mickiewicz sólo ponen de relieve vuestra mezquindad; con una in
genuidad de crios, hacéis resonar en los oídos del extranjero, ya har
to, vuestras danzas polacas, y eso con el solo objetivo de daros cierta
importancia y de fortalecer el sentimiento tan disminuido de vues
tra valía Parientes pobres del universo, ¡todavía intentáis con
venceros de esa importancia y convencer también a los demás!” [..,]
Todo ese respeto, esa humildad apresurada con respecto a los luga
res comunes, esa adoración ante el Arte, ese lenguaje convencional
y debidamente aprendido, esa ausencia de sinceridad, de lealtad.
244
Aquí se declamaba. Pero si la audiencia estaba tan llena de embara
zo, de artificio y de mentira, es porque Polonia se encontraba igual
mente presente y porque un polaco no sabe cómo comportarse, qué
actitud adoptar hacia Polonia, porque le embaraza, le vuelve total
mente artificioso, le despoja de naturalidad, le torna tímido hasta el
punto de que ya nada le sale bien y está crispado, como atenazado
de calambres: desea socorrerla en exceso, exaltarla demasiado [...].
Yo me digo que entregarse a semejante sobrepuja de héroes y ge
nios, de conquistas y de méritos culturales era, desde el punto de
vista estricto de la propaganda, una iniciativa perfectamente torpe:
en efecto, con nuestro Chopin medio francés y nuestro Copérnico
no del todo nuestro, no podemos pensar en competir con otra na
ción, 7 a sea la italiana, la francesa, la alemana, la inglesa o la rusa;
tal procedimiento sólo puede condenarnos a la inferioridad .»1
En los años 20, Krleza dejaba constancia de lo mismo, y no sólo
en los mismos términos, sino con idéntico tono de ironía exasperada
y desesperada del que no puede evitarlo: «Una de las debilidades típi
cas del sentimiento pequeñoburgués croata, acunado de ilusiones, es
que siente su propia pertenencia nacional como una herida infecta
da, que profesa a esa debilidad un amor infantil, que adora sobresti-
marse en el ámbito del arte, y más concretamente en el de la poesía,
campo en el cual carece, sin embargo, de motivos para congratularse
[...]. Pequeñoburgués rezagado, retrasado, el sentimiento croata su
puestamente aristocrático sufre un complejo de inferioridad social
[...] descendemos los últimos peldaños del retraso provinciano, nues
tra inteligencia es un perro que menea el rabo delante de los extranje
ros, con la bajeza de un esclavo, con la inconsciencia de un niño, y ai
rebajarnos así facilitamos la prueba de que somos justamente lo que
nos prohibimos ser: la encarnación servil de la falta de valía.»2
245
dio literario original, puede por sí solo explicar las coincidencias
entre dos textos de juventud, uno firmado por Samuel Beckett y
el otro por Henri Michaux. Procedentes ambos de un espacio do
minado y afincados en la capital literaria de su área lingüística res
pectiva -Londres para el primero y París para el segundo-, que
riendo introducirse y darse a conocer, se les solicita, como jóvenes
escritores en busca de trabajo y de reconocimiento, que confeccio
nen un cuadro de su joven literatura nacional.
Recent Irish Poetrf es uno de los primeros textos que Beckett
publica en 1934 en la revista Bookman, poco después de su llegada a
Londres, y en el que propone una panorámica casi exhaustiva de la
poesía irlandesa del momento. Firma el texto con seudónimo y en
él expresa sus posiciones estéticas y éticas, sobre todo su negativa a
seguir la vía folklorista y celtizante. Beckett designa sin ambigüedad
a sus adversarios literarios. Rechaza toda la tradición nacional naci
da con Yeats y continuada por los intelectuales católicos, que seguía
siendo ampliamente dominante a principios de los años 30, hasta el
punto de que escribe: «Así pues, se puede separar en dos categorías
a los poetas irlandeses contemporáneos: los "anticuarios” [antiqua-
rians], que forman mayoría, y los demás, a los que Yeats cortésmen-
te compara con peces que yacen ahogándose en la orilla.»2 La posi
ción deliberadamente provocadora del joven Beckett se halla a
contracorriente de la producción poética dominante. Apunta en
varias ocasiones, directa o indirectamente, al más grande de los
«bardos» irlandeses, Yeats, que a la sazón contaba setenta años, pre
mio Nobel de Literatura desde hacía más de diez, célebre y celebra
do en todo el mundo, honrado por doquier como el más grande
poeta vivo en lengua inglesa, héroe nacional y gloría internacional
indiscutida. Beckett ironiza sobre la temática mítica, obligada y
repetitiva del folklore celta, y menciona al más noble panteón ir
landés: james Stephens, Padraic Colum, Georges Russell, Austin
Clarke, F. R. Higgins, etc. Ridiculizar la poesía legendaria, como
246
hace Beckett en Recent Irish Poetry, so pretexto de trazar un panora
ma de la poesía irlandesa contemporánea, es una postura herética
en el Dublín celtizante y nacionalista de los años 20 y 30.
Henri Michaux adopta exactamente la misma actitud encrespa
da cuando, diez años antes, en 1924, en su «Carta de Bélgica»,1 de la
famosa Transatlantic Review, presenta las letras belgas a un público
norteamericano. Recogiendo el tópico fundador de la literatura bel
ga, tomado en préstamo, como ha mostrado Pierre Bourdieu ,2 a una
representación estereotipada de la pintura flamenca, lo denuncia in
mediatamente como un lugar común («Los extranjeros se represen
tan al belga en la mesa cuando bebe y come. Los pintores le conocen
por jordaens, las personas cultas por Camille Lemonnier, los turistas
por el “Manneken-Pis”»)3 y como una realidad nacional: «La acción
del vientre, de las glándulas, de la saliva, de los vasos sanguíneos, pa
rece en ellos [los belgas] consciente, un gozo consciente. Traducida
en literatura, la alegría de la carne compone la mayor parte de sus
obras. Recuerdo», continúa Michaux [sic], «(a Lemmonier Camille,
Georges Eckhoud, Eugéne Demolder).»4 Aquí también hay que
captar la impertinencia de Michaux al despachar con el aparente
desparpajo de unas líneas a algunas de las grandes glorias de la litera
tura belga. Se sabrá más tarde, gracias a uno de sus pocos textos au
tobiográficos, que todos los grandes escritores ligados a la revista
Jeune Belgique (fundada en 1881) fueron muy importantes para él.5
Pero aunque concede existencia a esos escritores (y a Verhaeren, ci
tado de pasada más adelante), consagrados y fundadores, describe,
en cambio, una especie de desierto literario contemporáneo. Al ridi
culizar el «carácter» belga, «campechano, simple, sin pretensiones»,
247
lo explica mediante un extraño complejo de inferioridad: «El belga
tiene miedo a la pretensión, tiene fobia, sobre todo de la pretensión
de las palabras dichas o escritas. De ahí su acento, esa famosa manera
de hablar francés. El secreto reside en que el belga cree que las pala
bras son pretenciosas. Las engorda y las ahoga todo lo posible hasta
que se hayan vuelto inofensivas, bonachonas [...]. El retorno, bas
tante general, a la simplicidad que se advierte en las artes halla a los
jóvenes literatos de aquí maravillosamente bien dispuestos, y ya en
acción A los poetas actuales en Bélgica de buena gana los llama
ría virtuosos de la simplicidad, y tendría que citarlos a casi todos .»1
En el capítulo de los poetas, pues, «en general de una hechura muy
influida por Francia, y por ]. Cocteau», a menudo tocados por «una
banalidad y una sosería y una relajación de la lengua», Michaux cita
una quincena de nombres, entre los cuales se incluye.
Y pensamos de nuevo en el joven Beckett, que había enviado
Samuel Putnam, un norteamericano que dirigía con Edward Titus
la revista This Quartery había aceptado cuatro de sus poemas en su
antología de la joven poesía europea, The European Caravan2 una
reseña biográfica que él mismo había redactado: «Samuel Beckett
es el más interesante de los jóvenes escritores irlandeses. Diploma
do en el Trinity College (Dublín), ha impartido clases en la Escue
la Normal Superior de París. Gran conocedeor de la literatura en
lenguas románicas, amigo de Rudmose-Brown y de Joyce, ha
adaptado a su poesía el método joyceano con resultados originales.
De tendencia lírica, ha profundizado en su arte gracias a esta in
fluencia, a la de Proust y a la del método histórico.»3 Michaux uti
liza un estilo más sobrio para hablar de sí mismo: «A veces han juz
gado erróneamente, como poeta, a Henry [sic] Michaux [...].
Poesía, si existe, es el mínimo que subsiste en todo escrito humana
mente verdadero. Es ensayista [...].»4 Sobre todo, de hecho, va a
248
defender a Franz Heliens, novelista, poeta y crítico que dirige la re
vista Le Disque vert y en la que publicará algunos artículos.
Así pues, estos dos jóvenes poetas expresan, ya desde sus pri-
merísimos textos, una misma postura general de rechazo de su es
pacio literario nacional, una parecida distancia crítica y una misma
ironía con respecto a sus mayores, lo cual incita, evidentemente, a
comparar sus itinerarios de poetas exiliados, decididos a romper
con las tradicioness literarias de sus respectivos países. Pero su de
clarado desdén pone de manifiesto tanto la distancia que adoptan
como su irreductible pertenencia a un espacio literario nacional:
hasta los escritores más internacionales, al menos durante el perio
do de génesis de su obra, son definidos en primer lugar, por mu
cho que lo desdeñen, por su espacio literario y nacional de origen.
DEPENDENCIAS POLÍTICAS
249
los angloirlandeses protestantes, con Yeats a la cabeza -m ás «cul-
turaíistas» que políticos-, y en el otro los intelectuales católicos
más políticos, comprometidos en la lucha por rehabilitar el gaéli
co, o por instaurar el realismo estético (y político). Pero ya sea
para repudiarla o asumirla, la «conexión con la política» -por em
plear la expresión de Kafka a propósito de las «pequeñas literatu
ras»™ de los escritores irlandeses es permanente.
Si el movimiento literario ocupa durante algunos años el lugar
de la lucha política, le proporciona también otras armas, puesto
que los insurrectos de Pascua de 1916 son asimismo lectores fer
vientes de los textos de Yeats, de Synge y de Douglas Hyde. M u
chos de los líderes de esta rebelión ahogada en sangre (entre los
que se cuentan Patrick Pearse o Mac Donagh) son intelectuales,
«Yo sabía», recordaba George Russell en 1934, «lo profundo que
era el amor de Pearse por el Cuchulain1 que descubrió o inventó
O ’Grady...»2 La cronología del propio movimiento es política,
puesto que la insurrección de Pascua de 1916 señala también un
giro decisivo en la creación dramática y poética. Yeats se recluye
entonces en una especie de distanciamiento aristocrático y espiri
tualista. Contra el realismo literario, asimilado directamente al po
lítico, busca la autonomía en el retiro nostálgico.
La politización del espacio literario irlandés da la medida de
su dependencia: en 1930 continúa siendo un espacio muy excén
trico, alejado de los grandes centros literarios europeos y sometido
en gran parte a la dominación histórica y política de Londres. Las
opciones literarias de los escritores dublineses están en gran parte
determinadas por la posición que ocupan frente a las instituciones
inglesas, y hasta su distanciamiento, su negativa a acatar las exi
gencias estéticas y críticas de la capital británica reflejan el peso de
las instituciones y de los cánones londinenses en los debates litera
1. Héroe mítico irlandés del «ciclo del Ulster», grupo de sagas y romances
recogido en los siglos IX-XIH y que inspiró a W. B. Yeats. Hijo del dios Lug,
provisto de siete dedos en cada mano y en cada pie, así como de siete pupilas en
cada ojo, es la encarnación de la cólera y de la independencia nacionales irlande
sas. Cf. infra, El paradigma irlandés, pp. 391-416.
2. Declan Kiberd, Inventíg Ireland. The Literature of the Modern Nation,
Londres, jonathan Cape, 1995, p. 197. La traducción es mía.
250
rios irlandeses. Esta dependencia impide limitar la descripción de
este espacio (como tan a menudo hace el análisis literario, que
confunde fronteras nacionales con límites del espacio literario) a
los fenómenos literarios que se desarrollan en Dublín.
251
tiples maneras, por múltiples lazos. Cuando Nietzsche despotrica
furioso contra el carácter alemán, cuando Stendhal proclama que
prefiere Italia a su patria, ningún alemán, ningún francés se ofen
de: si un griego o un checo se atreviera a decir lo mismo, su familia
le anatematizaría como a un detestable traidor.»1
El lazo con la lucha nacional engendra, pues, una dependencia
con respecto al nuevo público nacional, y de ahí una ausencia casi
total de autonomía. En la Irlanda de comienzos del siglo XX, es lo
que explica los diversos «escándalos» que salpican la vida del Abbey
Theater, una de las únicas instituciones nacionales de la Irlanda
ocupada, frecuentada por numerosos militantes nacionalistas que
se reunían en ella por motivos políticos. Todo lo que pudiese pare
cer que cuestionaba la mitología del heroísmo nacional o el relato
fundador de la nación era rechazado de inmediato por un público
furioso que impedía cualquier manifestación de autonomía por
parte de los escritores. La violencia que presidió en 1917 el estreno
de E l saltimbanqui del mundo occidental, de Synge, demuestra esta
carencia casi total de autonomía, esta dependencia constitutiva con
respecto al público nacional y la causa nacionalista. Incluso en
1923, cuando se representaba La sombra de un pistolero, de O ’Ca-
sey, había una nota insertada en el programa que prevenía a los es
pectadores: «Todo disparo que se oiga durante la función forma
parte de la trama. Se ruega al público que permanezca sentado.»2 Es
preciso decir que la obra había sido estrenada en abril de 1923,
cuando se intercambiaban todavía las últimas descargas de la guerra
civil, y que se evocaban en la escena sucesos que habían tenido lugar
apenas tres años antes. El «efecto de lo real», en cualquier caso, se
asocia directa e inmediatamente con la situación política, y no con
una técnica dramática específica. Joyce, que reivindica una posición
de autonomía con respecto a las normas populares y pone en entre
dicho la evidencia del «deber nacional» de los escritores nacionales,
deplora precisamente, en su violento panfleto de 1901 contra el
Teatro Literario Irlandés, E l día del populacho, la sumisión de los
creadores a los gustos del público: «... la plaga popular es más peli
252
grosa que la plaga de la vulgaridad [...]. El Irish Literary Theatre ha
pasado a ser propiedad del populacho del más rezagado pueblo de
Europa [...]. La chusma, plácida e intensamente moralista, ha ocu
pado palcos y plateas entre un murmullo de aprobación [...]. Si un
artista busca el favor de la multitud, inevitablemente se contagiará
de sus fetichismos y de sus deliberados autoengaños, y si se une a un
movimiento popular, deberá hacerlo a su propio riesgo.»1
253
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, ios escritores de los
espacios más desposeídos tienen, en realidad, que conquistar si
multáneamente dos formas de independencia: una política, que con
fiera existencia a la nación política para que participe en su re
conocimiento político a escala internacional; y otra propiamente
literaria, imponiendo, sobre todo, una lengua nacional/popular y
participando, por medio de sus obras, en el enriquecimiento lite
rario. En un primer momento, para liberarse de la dominación li
teraria que se ejerce a escala internacional, los escritores de las na
ciones más jóvenes deben poder apoyarse en una fuerza política, la
de la nación, lo que los conduce a subordinar, por un lado, sus
prácticas literarias a objetivos políticos nacionales. Por eso la con
quista de la autonomía literaria de esos países requiere primero la
conquista de una independencia política, es decir, exige prácticas
literarias fuertemente ligadas con la cuestión nacional y, en conse
cuencia, no específicas. Hasta que se ha acumulado un mínimo de
recursos y de independencia políticos no puede emprenderse la lu
cha por la autonomía propiamente literaria.
En espacios más antiguos sucede asimismo que, por razones
coyunturales, el proceso de autonomizacíón se ve brutalmente in
terrumpido y que, por ello, los intelectuales deben afrontar las
mismas opciones que los creadores de las naciones emergentes. La
llegada al poder de dictaduras militares como las que han conoci
do, incluso en Europa, España y Portugal, o la instalación de los
regímenes comunistas en regiones menos antiguas literariamente,
como Europa central u oriental, han producido el mismo fenóme
no de «nacionalización» y politización intensa (y, por ende, margi-
nación) de la literatura. Durante las largas dictaduras franquista y
salazarista, los espacios literarios español y portugués se vieron so
metidos y directamente anexionados por las instituciones políti
cas, a través de la censura o la imposición de contenidos y formas.
A pesar de una historia literaria antigua, que gozaba de una auto
nomía relativa, los objetivos literarios se volvieron directamente
dependientes de las imposiciones políticas. Los escritores fueron
inmediatamente instrumentalizados o sometidos a la censura; toda
manifestación de autonomía estética (y política) fue reprimida, y
el proceso histórico de separación de las instituciones políticas
254
y nacionales quedó suspendido. En situaciones semejantes, la lite
ratura está condenada a reencontrar los límites estrechos de una
definición estrictamente político-nacional, incluso entre los oposi
tores al régimen. Allí donde toda mediación y toda independencia
se suprimen, los creadores se ven de nuevo frente a la opción ca
racterística de los universos emergentes: producir una literatura
política al servicio de los intereses nacionales, o exiliarse.
Con esta misma lógica hay que entender lo que sucede en
Francia entre 1940 y 1944. Durante todo el periodo de la ocupa
ción alemana, en efecto, el espacio literario francés pierde brutal
mente toda independencia y se ve de pronto sometido a la censura
y a la represión política y militar. En cosa de meses, la totalidad de
los objetivos y de las posiciones es redefinida y, como en los espa
cios emergentes más desheredados, la preocupación nacional
-marginada desde hace mucho tiempo en provecho de una visión
autónoma de las prácticas literarias- se (re)convierte en una priori
dad alrededor de la cual se recompone la totalidad de las posiciones
intelectuales: al igual que en las literaturas «jóvenes», la lucha por
recobrar la autonomía literaria entraña la lucha por la independen
cia política de la nación. Desde entonces asistimos a una inversión
aparente de las posiciones y, como ha mostrado Giséle Sapiro,1 los
escritores franceses más autónomos antes de la guerra, es decir, los
más formalistas, los menos políticos, se vuelven los más «naciona
les» a partir de 1939, esto es, los que se comprometen con el bando
de la Resistencia, de la defensa de la nación contra el ocupante ale
mán y el orden nazi. Abandonan provisionalmente el formalismo
autónomo para luchar políticamente por la autonomía del ámbito.
1. Giséle Sapiro, «La raison littéraire. Le champ littéraire franjáis sous l’oc-
cupation (1940-1944)» y «Salut littéraire et littérature du salut. Deux trajeaos-
res de romanciers cathoíiques: Francois Maunac et Hemy Bordeaux», Actes de la
recherche en sciences sociales. Littérature etpolitique, marzo de 1996, n.° 111-112,
pp. 3-58. Véase también G. Sapiro, «Compiicités et Anathémes en temps de cri-
se: mode de survie du champ littéraire et de ses insritutions. 1940-1953 (Acadé-
mie fran^aise, Académie Goncourt, Comité National des écnvains», tesis de
doctorado en sociología, París, 1994. Véase también Anne Simonin, Les Edi-
tions de Minuit. 1942-1955. Le devoir d'insoumission, IM EC Editions, 1994, en
especial el capítulo II: «Littérature oblige», pp. 55-99.
255
A la inversa, los escritores más «nacionales» antes de la guerra, los
menos autónomos, son también los que, globalmente, van en su
mayoría a integrar el bando de la colaboración.
256
los debates internos. Conminados a participar prioritariamente
en la construcción de la nación simbólica, los escritores, los gra
máticos, los lingüistas, los intelectuales ocupan la primera línea
del combate para dar una «razón de ser», como dice Ramuz, al
país naciente.
De este modo, en ese universo en que los polos políticos y li
terarios son todavía indistintos, los escritores suelen erigirse en
«portavoces», en el sentido propio, del pueblo. «Pienso que ya es
hora de que también los escritores africanos empiecen a hablar
con las palabras de los trabajadores y ios campesinos»,1 afirma el
keniano Ngugi wa Thiong’o desde los años 60. En Nigeria Chi-
iiua Achebe defiende a su vez, según su propia expresión, una «li
teratura política» y la necesidad de consagrarse a un «arte aplica
do» para evitar lo que él llama los callejones sin salida del «arte
puro».2 Esta posición inseparablemente política (nacional) y esté
tica explica, evidentemente, su concepción, reafirmada en varias
ocasiones, del papel que le corresponde al escritor en las naciones
jóvenes. Sus dos famosos artículos, publicados en mitad de los
años 60, «The Novelist as a Teacher»3 y «The Role of a Writer in
a New Nation»4 —que los intelectuales africanos han comentado y
citado mucho-, exponen claramente su concepción del escritor
pedagogo y constructor de una nación: «El escritor no puede espe
rar que se le dispense de la tarea de reeducar y regenerar que debe
realizarse. De hecho, debería caminar por delante de su pueblo.
Porque él es, en definitiva [...] el punto sensible de su comuni
dad.»5 Al considerarse un pionero literario, está necesariamente al
257
servicio de la edificación nacional. Así, ai igual que Standish
O ’Grady y Douglas Hyde, historiadores de la nación y de la litera
tura irlandesas en la Irlanda del fin del siglo XIX, Chinua Achebe
va a convertirse en el cantor y depositario de su historia nacional.
Su tetralogía novelesca, publicada entre 1958 y 1966, tiene por
objetivo rastrear la historia de Nigeria desde los comienzos de la
colonización hasta la independencia. Su primera novela, Things
Fall Apart (1958),5 uno de los escasos best-sellers africanos (más
de dos millones de ejemplares vendidos), evoca las relaciones de
los primeros misioneros con los habitantes de un pueblo ibo y lo
gra presentar y expresar al mismo tiempo los dos puntos de vista
antagónicos: colocándose exactamente entre ambos, a modo de
intermediario, describe, en inglés, la realidad y la civilización afri
canas. Esta novela realista, didáctica, demostrativa y nacional tiene
por doble ambición devolver a Nigeria su historia nacional e ins
truir al pueblo.
A falta de autonomía, la función del historiador -el que cono
ce y transcribe la verdad histórica y constituye, por medío de su
relato, el primer patrimonio cultural nacional- y la del poeta se
confunden. La forma novelesca es el primer soporte del relato his
tórico y de la epopeya nacional. Kafka ya lo había subrayado a
propósito de la Checoslovaquia naciente: la tarea de historiador
nacional es, a su vez, esencial para la constitución de un fondo li
terario.2
ESTÉTICAS NACIONALES
258
verdadera hegemonía del «realismo» en todas sus formas, avatares y
denominaciones -neonaturalista, pintoresco, proletario, socialis
ta...—, en todos los espacios literarios más desheredados, es decir,
los más politizados. Esta imposición progresiva de una estética lite
raria cuasi única surgió en el cruce de dos revoluciones, una litera
ria y otra política. Por eso, no obstante algunas variaciones, el mis
mo presupuesto «realista» o «ilusionista» es común a los espacios
literarios en vías de formación y a los que están sometidos a una
fuerte censura política: el neorrealismo -en su versión nacional o
popular- excluye cualquier forma de autonomía literaria y somete
las producciones literarias a un funcionalismo político. Prueba adi
cional de la heteronomía esencial del realismo literario es que éste
se encuentra también en todas las producciones literarias o parali-
terarias más sometidas a las leyes comerciales del mercado editorial
(nacional y sobre todo internacional). Es, en cierto modo, la victo
ria de lo que Roland Barthes denominó el «efecto de lo real» y Mi-
chael Riffaterre la «mitología de lo real».1 El naturalismo es la úni
ca técnica literaria que crea la ilusión de la coincidencia entre la
cosa escrita y la real. El efecto de lo real produce así una creencia
que explica, en gran parte, su utilización política, ya como instru
mento de poder, ya como instrumento crítico. Concebido como el
punto último de coincidencia entre lo real y la ficción, el «realis
mo» es la doctrina más próxima a los intereses y objetivos políticos.
La «novela proletaria» preconizada por los soviéticos será la encar
nación de esta creencia literaria y política.2 El compromiso nacio
nal que conjuga la estética neorrealista y el empleo de una lengua
«nacional», «popular», «obrera» o «campesina», o ambas cosas, es la
forma por excelencia de la heteronomía literaria de los escritores en
los espacios literarios bajo tutela política.
El escritor español Juan Benet describe muy claramente una si
tuación comparable en la España franquista. Una literatura total
mente sojuzgada por la dictadura y cuya dependencia misma, tanto
259
entre los intelectuales que colaboraban con el régimen como entre
quienes trataban de oponerse a él, podía medirse por el monopolio
de la estética neorrealista: «En los años 4 0 ,1 por decirlo rápido, era
una literatura “de derechas”, una literatura “beatífica”, la que apo
yaba al régimen franquista, un unanimismo sin ninguna oposición
[...]. A partir de los años 50 comienza el realismo social, un realis
mo “de izquierdas”, que copiaba la novela soviética o el existencia-
lismo francés. Hicieron, muy tímidamente, una literatura de oposi
ción, pero sin ninguna crítica abierta del régimen, a causa, por
supuesto, de la censura. Abordaban temas un poco tabúes en la
época: los nuevos ricos, las dificultades de la clase obrera...»2
Casi dentro de la misma temática, Danilo Kis evoca los presu
puestos literarios de la Yugoslavia titísta en una revista de Belgra
do de los años 70: «No hay dilema en nuestra pequeña provincia,
todo está claro como la luz del día: basta con sentarse a la mesa de
trabajo y pintar al hombre de la calle, al buen hombre tan de
nuestro entorno, describir cómo empina el codo y, pega a su mu
jer, cómo se las arregla para estar unas veces con el poder y otras
con la oposición, y todo irá bien. Eso se llama entonces literatura
viva y comprometida, ese arte primitivo neorrealista que reprodu
ce los usos y costumbres de la provincia, las bodas, velatorios, en
tierros, asesinatos, abortos, todo ello, supuestamente, en nombre
del compromiso, de una voluntad civilizadora y de un renaci
miento literario siempre inédito.»3
En esos universos literarios muy ligados a las instituciones y a
las problemáticas políticas, el formalismo se considera normal
mente como un lujo para uso de los países centrales, que ya no
tienen que plantearse ni el problema nacional ni el del compromi
so: «Porque esta concepción», sigue diciendo Kis, «que tan a me
nudo propugnamos también nosotros mismos -que la literatura
será comprometida o no será-, muestra hasta qué punto la política
se ha infiltrado por todos los poros de la piel y del ser, lo ha inva
dido todo como una marisma, hasta qué punto el hombre se ha
260
vuelto unidimensional y pobre de espíritu, hasta qué punto la
poesía se bate en retirada y se ha convertido en el privilegio de los
ricos y los “decadentes” que pueden permitirse ese lujo, mientras
que nosotros, los demás...»1 Así, describe en Yugoslavia la eviden
cia de una estética literaria nacional impuesta a la vez por la tradi
ción literaria, el régimen político e histórico y el peso político de
la Unión Soviética. Para él, el realismo socialista redobla la domi
nación rusa sobre los serbios: «En nuestros días, dos mitos se fun
den: el paneslavismo (la ortodoxia) y el mito revolucionario. El
Komintern y Dostoievski.»2 Esta dependencia estructural que so
mete las prácticas literarias a las instituciones políticas se caracteri
za, sobre todo, por la repetición y la reproducción de los mismos
presupuestos narrativos enunciados como exclusivamente nacio
nales. En otras palabras, este realismo practicado en nombre del
compromiso político es, en realidad, un nacionalismo literario
ocultado como tal: un realismo nacional.
En Corea, por ejemplo, donde toda la literatura es nacional,3
una gran parte de la poesía se declara «realista». El poeta Sin
Kyongním publica tanto recopilaciones de poesía realista, en las
que se identifica con todos aquellos a los que podría designar la pa
labra «pueblo» o «masas» -«E s uno de los suyos, y profesa la convic
ción de que su papel», escribe Patrick Maurus, «su deber, es referir
sus cantos y sus historias, por mucho dolor que expresen»-, como
estudios y colecciones de cantos populares que recoge en magneto
fón para difundirlos e inspirar en ellos su propia escriturad
Carlos Fuentes describe en términos muy parecidos, al menos
según una configuración semántica vecina -nacionalismo, realismo,
1. Ibídem, p. 27.
2. Esta sumisión declarada de los serbios a Rusia permitirá distinguirse a los
croatas y escoger París como polo intelectual. Ibídem, p. 20.
3. «Este nacionalismo es en Corea [...] un término genérico, globalizante,
primero. Todo discurso es nacionalista. Se es nacionalista —o, más exactamente,
nacionalista-mesiánico- más que ser de izquierdas o identificarse con las “ma
sas” o declararse liberal o budista.» Sin Kyongním, Le Reve d ’un bomme abattu.
Cboix depoernes, «Introduction», París, Galiimard, 1995, p. 10 (traducido, pre
sentado y anotado por Patrick Maurus, releído por Ch’oe Yun).
4. Ibídem, pp. 10-11.
261
antiíormalismo—la literatura mexicana de los años 50. En México, es
cribe en su Geografía de la novela, la novela debía responder a «tres
exigencias simplistas, tres dicotomías innecesarias que, no obstante, se
habían erigido en obstáculo dogmático contra la potencialidad misma
de la novela: 1. Realismo contra fantasía y aun contra imaginación.
2. Nacionalismo contra cosmopolitismo. 3. Compromiso contra for
malismo, artepurismo y otras formas de irresponsabilidad literaria.»1
El primer libro de cuentos de Fuentes, Los días enmascarados fue, ló
gicamente, condenado por no realista, cosmopolita e irresponsable.
262
KAFKA O «LA CONEXIÓN CON LA POLÍTICA»
263
lumbrado, el teatro yiddish, gracias a una compañía llegada de
Varsovia y dirigida por Isak Lówy. He aquí, escribe, «lo que, a tra
vés de Lowy, descubro de la literatura judía contemporánea en
Varsovia, y lo que descubro en parte con mi propia experiencia de
la actual literatura checa».1 Precisamente su conocimiento íntimo
y apasionado de la aparición de la literatura nacional checa -M ax
Brod precisa que Kafka seguía la literatura checa «en sus más mí
nimos detalles»-2 le permite comprender los rasgos «nacionales»
de los textos y las obras de teatro yiddish.
Así pues, se ve impulsado a describir la posición necesaria
mente política de los escritores de los países en formación -lo que
él llama, en el cuadro analítico que resume sus posiciones, «su co
nexión interna con la política»-,3 y procede a una larga enumera
ción de todos los fenómenos políticos que acompañan el naci
miento de una literatura nacional: «el movimiento de los espíritus;
la cohesión de la conciencia nacional el orgullo y el sos
tén que recibe la nación a través de una literatura para ella misma
y ante el ambiente hostil».4 Insiste en el nacimiento y el desarrollo
paralelos de una prensa nacional y de un comercio de librería,
pero sobre todo en la politización y la importancia política atri
buida a la literatura, mencionando «la aparición del respeto hacia
las personas que se dedican a la actividad literaria la inclusión
de acontecimientos literarios en las inquietudes políticas...».5 En
esos países pequeños los textos literarios se escriben, explica Kafka,
en una proximidad inevitable con la política: «el asunto concreto»,
escribe, se convierte rápidamente en colectivo, «mucho más fácil
es alcanzar el límite en la política, e incluso se aspira a ver este lí
mite antes de que se presente, y a descubrir por doquier estos lími
tes restringidos». En otras palabras, todos los textos poseen un ca~
264
rácter político (colectivo), puesto que se intenta politizar (esto es,
«nacionalizar»), reducir la frontera que separa lo subjetivo (ámbito
restituido a lo literario en las «grandes» literaturas) de lo colectivo.
Pero, añade Kafka, «a causa de la autonomía interna de la literatu
ra [...], es inofensiva su conexión externa con la política [...]. Todo
esto conduce», escribe más adelante, «a que la literatura se extien
da por el país en virtud de que se aferra a consignas políticas».1 En
suma, para Kafka, que puede observar esos fenómenos en Praga y
a quien Ldwy refiere con todo detalle lo que ocurre en Varsovia en
el ámbito de la literatura yiddish y de las luchas políticas de los ju
díos, una literatura principiante tan sólo existe merced a su reivin
dicación nacional. Su característica primordial, su «animación»
misma, son producto de esta imbricación constante e intrínseca
entre dos órdenes que contribuyen a fundarse mutuamente. El
«combate nacional que determina todas las obras» de la literatura
yiddish en Varsovia, como Kafka ha comprendido algún tiempo
antes, define también todas las empresas literarias de las naciones
«pequeñas».
Por supuesto, esas «pequeñas» literaturas únicamente son deno
minadas así a partir de la comparación implícita con 1a literatura
central por excelencia en el universo de Kafka, es decir, la literatu
ra alemana. Ésta no se caracteriza solamente por el hecho de ser
«rica en grandes talentos» -manera muy clara de nombrar el patri
monio literario alemán-, sino también por el hecho de que aborda
temas «nobles», forma de designar la autonomía literaria. En efecto,
Kafka señala - y recalca, lo que prueba su rara clarividencia- que las
nuevas literaturas nacionales son asimismo literaturas populares. La
ausencia de «milieu» literario, de tradiciones específicas y de auto
nomía de los objetivos propiamente literarios explica, efectiva
mente, que, como él dice, «la literatura no es tanto un asunto de la
historia literaria como un asunto del pueblo..,».2 Al enunciar explí
citamente la diferencia fundamental entre «grandes» literaturas ca
racterizadas por su patrimonio, es decir, su historia acumulada, y
«pequeñas» literaturas, definidas por su cultura popular, Kafka con
1. Ibídem, p. 197.
2. Ibídem, p. 196.
265
firma la lucha que se libra entre los dos tipos de legitimidad descri
tos más arriba. Por eso, «aquello que, dentro de las grandes literatu
ras, se produce en la parte más baja y constituye un sótano del cual
se podría prescindir en el edificio, ocurre aquí a plena luz...».1 La in
versión de «arriba» y «abajo» en la jerarquía de los géneros, de los ni
veles de lenguaje y de las obras es un sello primordial, según Kafka,
de las «pequeñas» literaturas («Existe por lo general la complacencia
en el tratamiento literario de pequeños temas...»2).
Kafka menciona, por último, la relación compleja y forzosa
que todo escritor de un país pequeño mantiene con su literatura
nacional: «las exigencias que la conciencia nacional, dentro de un
país pequeño, plantea al individuo, traen consigo que cada uno
deba estar siempre dispuesto a conocer la parte de la literatura que
ha caído en sus manos, a conservarla, a defenderla, y a defenderla
en cualquier caso, aunque no la conozca ni la conserve»,3 A sí pues,
los escritores no pueden decretar una autonomía de la que no son
dueños: están obligados a «luchar» por defender «la parte de litera
tura que [les] corresponde».
1. Ibídem.
2. Ibídem,
3. Ibídem, p. 206.
266
ahí que sus intuiciones puedan servir de paradigma que «pruebe» en
la práctica, en cierto modo, el análisis teórico. Hay que añadir asi
mismo que sólo a la luz del modelo general de la estructura jerár
quica del universo literario se puede comprender plenamente ese
famoso texto de los Diarios del 25 de diciembre de 1911, largamen
te comentado, como sabemos, por Deleuze y Guattari. Kafka con
firma que hay que hablar de las «pequeñas» literaturas, esto es, de
universos literarios que sólo existen en su relación estructural y des
igual con «grandes» literaturas; las describe, de entrada, como uni
versos politizados, y subraya la inevitable índole política y nacional
de los textos literarios que se escriben en ellas, y no para deplorarlas
o evaluar las producciones emanadas de esos universos, sino, al con
trario, para tratar de comprender su naturaleza, el interés («la ale
gría») y los mecanismos que las generan y las hacen necesarias.
267
ñor” no califica ya a determinadas literaturas, sino las condiciones
revolucionarias de toda literatura dentro de la que se denomina
grande (o establecida)».1 Dicho de otro modo, Kafka sería un au
tor político sin auténticas preocupaciones políticas, que no se inte
resaría por las cuestiones políticas candentes de su tiempo.
Como no pueden definir con precisión el contenido que Kaf
ka da al concepto de «política», Deleuze y Guattari están obliga
dos a recurrir a una concepción muy arcaica del escritor para justi
ficar su aserto: afirman que Kafka es político pero de una manera
profética; hablaría de política pero en un sentido futuro, como si
expusiera y describiese acontecimientos venideros: «Es un autor
político de principio a fin, adivino del mundo futuro»;2 en él, la
«línea de fuga creadora lleva consigo toda la política, toda la eco
nomía, toda la burocracia y la jurisdicción: las absorbe como un
vampiro para hacer que emitan sonidos aún desconocidos que
pertenecen al porvenir próximo: el fascismo, el estalínismo, el
americanismo, las potencias diabólicas que llaman a la puerta.
Porque la expresión precede al contenido y lo arrastra...»;3 «La
maquinaria literaria toma así el relevo de una maquinaria revolu
cionaria por llegar».4 En suma, al invocar la figura del poeta vates,
profeta y adivino, capaz de presentir y de anunciar acontecimien
tos venideros, simplemente se remontan a la más arcaica de las
mitologías poéticas. El anacronismo es una de las formas del etno-
centrismo literario de los centros que aplican a los textos sus pro
pias categorías estéticas y políticas. Al no poder imaginar siquiera
que, para Kafka y en sus categorías, el nacionalismo es una de las
grandes convicciones políticas, Deleuze y Guattari crean de cabo a
rabo, y se la atribuyen al autor checo, una consigna política y críti
ca: las «literaturas menores».
1. Ibídem, p. 33.
2. Ibídem, p. 75.
3. Ibídem, p. 74.
4. Ibídem, p. 32.
268
2. LOS ASIMILADOS
269
entender la formación de todo el espacio literario a través de la re
lación, incluso antagónica, entre las dos opciones, a través de su
rechazo mutuo, del odio suscitado por ei país de origen o el apego
que provoca.
En esa misma lógica, no hay que confundir el espacio literario
nacional con el territorio nacional. Tener presente, como elemen
tos de una totalidad coherente, a cada una de las posiciones que
caracterizan a un espacio literario, incluidos los escritores exilia
dos, contribuye, por un lado, a resolver los falsos problemas que se
plantean ritualmente a propósito de las «pequeñas» literaturas: en
tre las posiciones más nacionales, vinculadas con las instancias po
líticas, y la emergencia de posiciones autónomas, necesariamente
internacionales, que ocupan escritores a menudo condenados a
una especie de exilio interior, como Juan Benet o Arno Schmidt,
o ai exilio a secas, como Joyce en Trieste y en París, Danilo Kis en
París, Salman Rushdie en Londres, se perfila toda la complejidad
de un espacio literario nacional.
Hoy en día se habla, por ejemplo, de la literatura colombiana y
de los escritores colombianos como si esta unidad político-literaria
fuese en sí misma una realidad probada, una evidencia tangible
que permite un trabajo descriptivo. Ahora bien, la existencia de es
critores internacionalmente célebres como Gabriel García Már
quez (premio Nobel en 1982) y Alvaro Mutis, de escritores nacio
nales, a su vez fuertemente influidos por los modelos emanados del
reconocimiento internacional, como Germán Espinosa, y de exi
lios abundantes, en Europa y en Latinoamérica, así como la perte
nencia -reivindicada- al conjunto cultural y lingüístico latinoame
ricano, el rodeo -atractivo para García Márquez, repulsivo para
Alvaro M utis- por el polo político cubano, la atracción de Nueva
York, el peso de los editores y los agentes editoriales barceloneses,
las estancias en España, las rivalidades (literarias y políticas) y los
grandes debates políticos entre los autores más conocidos de Lati
noamérica y surgidos del «boom», hacen que el espacio literario co
lombiano estalle, por así decirlo, y los fragmentos resultantes, al
trascender las fronteras territoriales, constituyan el laboratorio in
visible de una literatura nacional irreductible a las fronteras de la
nación a la que contribuyen a moldear. Esta fragmentación geográ
270
fica de los espacios literarios más alejados de los centros y el siste
ma de sus dependencias múltiples son, tal vez, dos de las manifes
taciones más importantes de la no coincidencia del espacio litera
rio y la nación política, es decir, de la autonomía relativa del
espacio literario mundial.
271
tutivas de ios espacios literarios dominados -mientras que, debido
a la «desaparición» o dilución de los que lo adoptan en el espacio
dominante, son, por lo general, olvidados o marginados en las his
torias literarias nacionales- y una de las etapas (punto cero) de la
constitución de esos espacios desposeídos.
272
greve y sus sucesores, Farquhar, Goldsmith y Sheridan, todos ellos de
origen irlandés, que se ilustran en el género de la comedia. Para Joyce
se trata de una forma de dependencia histórica de la que se esforzará
en librarse. En uno de sus Escritos críticos dedicados a Wilde escribe:
«Elabanico de lady Windermere [Wilde, 1892] tuvo un éxito apoteó-
sico en Londres. En la tradición de comediógrafos irlandeses, que va
desde los días de Sheridan y Goldsmith hasta los de Bernard Shaw,
Wilde pasó a ser, como ellos, el bufón de corte de los ingleses.»1
Hay que entender asimismo como un rechazo violento de
toda forma de asimilación la célebre y genial expresión de Joyce al
comienzo de Ulises, cuando propone, como «símbolo del arte ir
landés»: un «espejo resquebrajado de criada».2 Esta imagen es una
especie de definición provocativa de las producciones artísticas y
culturales de todas las regiones colonizadas o, simplemente, domi
nadas. El arte irlandés, antes de que naciese el movimiento de Re
nacimiento literario, era un simple espejo. Reencontramos aquí la
condena de la imitación ya presente, como recordaremos, en
Du Bellay: aquellos a los que el poeta de la Pléyade llamaba «re
blanqueadores de muralla» no producían más que pálidas imita
ciones del arte predominante. Pero joyce, rabioso y realista, va
aún más lejos en el repudio de las prácticas miméticas, y añade
una grieta al espejo. Los artistas irlandeses, a causa de su depen
dencia, son incapaces, según Joyce, de proponer otra cosa que una
copia deformada de los originales; mejor dicho, más que simples
imitadores, son una especie de sirvientes de los ingleses, «cria
da [s]» -la expresión es de una increíble virulencia en la Irlanda na
cionalista de los años 2 0 - incapaces de librarse, ni siquiera en el
ámbito estético, de la condición de inferiores que les fue asignada
por los colonizadores; en otras palabras, aceptan como sola identi
dad la definición subalterna de sí mismos que les han impuesto
sus sojuzgadores. De este modo se puede comprender por qué la
273
asimilación es un objetivo fundamental de los espacios nacientes;
es la primera vía de acceso a la literatura para los desposeídos de
todo recurso nacional; es también la forma específica de la «trai
ción» en los universos literarios emergentes. Los artistas que se asi
milan al centro desaparecen como «nacionales» y «traicionan» la
causa literaria nacional.
274
gar definido y definitivo. «Es uno de los libros más tristes que he
leído desde hace mucho tiempo, con un tono de melancolía cons
tante», escribió Salman Rushdie cuando este texto se publicó en
Londres.1 La ausencia de una tradición literaria y cultural propia
de Trinidad que reivindicar, apropiarse o construir, y la imposibili
dad de identificarse plenamente, debido a una fisura histórica y geo
gráfica demasiado grande, con la India de la que le separan dos
generaciones de emigrantes, hacen de Naipaul el arquetipo doloro
so de un doble exilio. En ese libro refiere, con la lucidez implacable
de quien ha tenido que sufrir horriblemente su condición de extra
ño, advertida en la mirada de los demás, y con esa clase de crueldad
aplicada a uno mismo que le emparienta con Ramuz cuando éste
cuenta su llegada a París,2 su viaje de Puerto España, capital de
Trinidad, a Southampton, Llegado «como un provinciano de [su]
rincón remoto del Imperio»,3 el autor comprende que es un «se-
miindio», incapaz de apropiarse realmente de la tradición cultural
de la India, pero muy lejos también, por su educación, su origen y
el color de su piel, de los usos intelectuales y literarios de Londres:
«Aquel universo indio a medias», escribe sobre Trinidad, «aquel
universo alejado de la India en el espacio y en el tiempo, y lleno de
misterio para el hombre que ni siquiera comprendía a medias la
lengua, no penetraba en la religión ni en los ritos, aquel universo
medio indio era la forma de sociedad que él conocía.»4
Naipaul evoca, tras su formación y sus difíciles comienzos de
escritor, su asentamiento en Wiltshire, en una Inglaterra rural don
de, como en un «segundo nacimiento», trata por fin de «convertir
se» en inglés, de comprender el paisaje, el paso de las estaciones, la
historia y la vida de las gentes de ese país. «Adquiría lentamente un
saber. No se parecía en nada al conocimiento casi instintivo de las
plantas y las flores de Trinidad que me había sido inculcado en mi
infancia; era como aprender una segunda lengua.»5 «Fue entonces
275
cuando aprendí a identificar esta estación concreta [el fin de la pri
mavera], a asociar con ella un determinado estado de las flores, de
los árboles, del río.»1 Esta voluntad obcecada de adherirse a un
país, de conocer su «intimidad» cotidiana, y esta manera de apode
rarse de su historia para hacerla suya -«estaba permanentemente
impregnado de la antigüedad de aquellas tierras, de su apropiación
por el hombre [...] ahora me sentía unido al paisaje, a aquel lugar
solitario, por primera vez desde mi llegada a Inglaterra»-2 se reme
moran sin tregua, como para paliar una carencia, una privación o
lo que él sentía como tal. Se sumerge en la «anglitud» para que cese
su condición de extranjero, definido en principio negativamente,
sin historia, sin literatura, sin país (Trinidad no tenía siquiera ese
status), sin tradición, sin cultura propia, todo lo que él llama su
«pasado incierto».3
Sin duda, se explica así su visión del mundo resueltamente in
glesa, su voluntad casi provocadora de declararse más inglés que los
ingleses, más nostálgico que ellos del Imperio y del poder perdido
de Inglaterra, su orgullo de proclamarse producto de la civilización
occidental. El discurso que reprodujo The New York Review o f
Books, cuyo título mismo -«Nuestra civilización universal»4- supo
ne una apropiación reivindicada, ilustra magníficamente su identi
ficación plena con los valores del Imperio Británico. Al hacer ía
comparación, supuestamente objetiva, entre dos tipos de colonia
lismo, el sistema europeo y la colonización musulmana, condena la
segunda5 y afirma su adhesión y su orgullo de ser producto del pri
mero: «Y si debo describir la civilización universal, diría que es la
civilización que me ha permitido emprender este viaje desde la pe
riferia hasta el centro.» Naipaul se mantiene en esta posición a la
vez conservadora, desencantada e imposible: el estigma de la piel le
1. Ibídem, p. 249.
2. Ibídem, pp. 30-32.
3. Ibídem, p. 121.
4. V. S. Naipaul, «Nuestra civilización universal», discurso pronunciado en
el Manhattan Inscitute de Nueva York, The New York Review o f Books, 31 de
enero de 1991.
5- Véase también V. S. Naipaul, Crépuscule sur Tlslam, París, Aibin Michel,
1981 (trad. de N. Zimmermann y L. Muraii).
276
recuerda sin cesar esta especie de «traición» específica con respecto
a sus semejantes, ex colonizados de Inglaterra.
Hasta su visión de la India contemporánea, compleja, doloro-
sa, difícil y ambivalente,1 tiene la impronta de esa extraña lucidez
entristecida que le lleva a reconocer, en primer lugar y dentro de
las reivindicaciones de independencia nacional, el sello del legado
inglés. Su proximidad distante le permite enunciar verdades tan
paradójicas y tan insoportables como ésta: «La historia de la India
antigua ha sido escrita por sus conquistadores.»2 Los conceptos
mismos de patria, legado nacional, cultura y civilización que nu
trirán más tarde el movimiento nacionalista indio han surgido de
las concepciones inglesas del mundo y de la historia. Y el propio
Naipaul, de niño, en la lejana Trinidad, había aprendido «io que
Goethe había dicho de Shakuntala, la obra de teatro en sánscrito
que sir William jones tradujo en 1789».3
Tales son las extrañas paradojas, los callejones sin salida suce
sivos en los que Naipaul se ve atrapado, como descubre muy
pronto. E incluso su visión pesimista de Inglaterra, su añoranza
conservadora de un país bucólico, de las casas solariegas que atesti
guan la antigua grandeza y el declive, su nostalgia casi colonial del
poderío británico, son otros tantos indicios de su adhesión total a
la visión inglesa del mundo, con la cual, sin embargo, nunca pue
de coincidir del todo. El «olímpico desprecio de Naipaul», de que
habla Rushdie,4 y que le induce a dirigir esa mirada cínica y
desencantada sobre los países del Tercer Mundo, tanto en sus fic
ciones ( Guérilleros? por ejemplo) como en sus reportajes, es tam
277
bién fruto de su naturaleza de «asimilado», de «traidor» a su con
dición de colonizado, de escéptico radical.
Su búsqueda voluntarista de la inglesidad -recompensada por
la reina al ennoblecerle- le impulsa de un modo natural a no in
novar nunca en materia formal y estilística. Su conservadurismo
político, una especie de hipercorrección, como dicen los lingüis
tas, con respecto al espacio político y literario inglés, impregna asi
mismo todos sus escritos. El carácter tradicional de todas sus na
rraciones y de todos sus relatos está en perfecta consonancia con
esta búsqueda patética de identidad. Escribir como un inglés es es
tar en conformidad con los cánones de Inglaterra.
278
se halla en una situación de alejamiento y de alteridad que le aproxi
man al provinciano (por definición, demasiado próximo), sin por ello
prestarle la ventaja de una condición reconocida de extranjero.
En algunos de sus textos, Un certain Plume (1930), Un Bar
bare en Asie (1933), Voyage en Grande Garabagne (1936), y Ai-
Ueurs (1948), el hincapié que hace Michaux en la distancia y el
desfase, la disección del mundo en países y pueblos, extranjeros e
indígenas, no indica solamente las premisas de un puro proyecto
poético. Sólo un vecino muy cercano a Francia, al que su acento,
sus modales y su simple manera de ser remiten a su condición de
extraño extranjero -el que lo es sin serlo del todo, y a quien su
misma proximidad impide convertirse en «igual» sin que nadie le
señale como «otro»- puede concebir la división del mundo entre
los indígenas y los demás. Su parodia del discurso etnográfico, ex
plícita sobre todo en Voyage en Grande Garabagne\ se asemeja mu
cho al proyecto de Swift, otro «extranjero» irlandés asimilado a In
glaterra. Y, del mismo modo que en Francia, por lo menos, se ha
olvidado casi el poder subversivo y provocador de los Viajes de
Gulíiver, de Swift, quizá no se hayan leído estos Voyages de M i
chaux relacionándolos con la situación real del poeta, «provincia
no» fascinado por el hecho mismo de la extranjería}
Michaux partió para su famoso viaje de un año al Ecuador en
compañía del poeta ecuatoriano Alfredo Gangotena, otro falso pa
risino, llegado del remoto Uruguay en 1924, poeta francés de
adopción, reconocido por los más grandes escritores de su tiempo
y publicado en todas las grandes revistas. Se comprenderá mejor
su voluntad provocadora de deshacerse sistemáticamente de toda
tentación de exotismo poético en ese primer libro que sorprendió
mucho, si se admite de buena gana que ese periplo era tan sólo
una ocasión de verificar que el Ecuador no es apenas más que la
Bélgica de Gangotena. La similar relación de exterioridad fascina
279
da por Francia que tenían ambos y su voluntad común de privar
de toda exaltación, toda realidad a su alejamiento, ya fuese geo
gráfico, lingüístico o cultural, permite a Michaux unlversalizar su
posición «descentrada». El bilingüismo les permite asimismo iden
tificarse mutuamente: valón, Michaux cursó sus estudios en fla
menco y se interesó de joven por el porvenir del esperanto, que le
habría facultado para eludir cualquiera de sus dos lenguas. Esta
bleció de este modo una especie de equivalencia entre la Bélgica
odiada y el Ecuador, tierra de «exilio literario» de Gangotena al
mismo tiempo que su lugar de origen.
Hay una constatación de la importancia de esta pertenencia
belga, que el joven Michaux experimenta como una maldición o
una inferioridad, en Quelques Renseignements sur cinquante-neuf
années dexistence, publicado en 1959 en el libro de entrevistas con
Robert Bréchon.1 Con trazos precisos y lapidarios, Michaux con
cede, cuando ya era un poeta muy consagrado, un único autorre
trato, a pesar de su repugnancia a facilitar datos biográficos (otro
rasgo en común con Cioran: los poetas exiliados y asimilados a un
medio literario en el que han logrado que se olvide su origen son
lógicamente reacios a recordar las etapas de su metamorfosis). En
dicho autorretrato del poeta como joven belga, rememora la im
portancia de su formación literaria, de las revistas belgas cosmopo
litas que le impresionaron, pero es, sobre todo, muy explícito so
bre su voluntad de deshacerse de su pertenencia al país de origen:
«Abandonada definitivamente Bélgica», en 1922, precisa, y luego,
a partir de 1929, «viaja contra. Para expulsar de él a su patria, sus
amarras de cualquier clase y lo que en él y a su pesar perdura de
cultura griega o romana o germánica o de hábitos belgas. Viajes de
expatriación.»2
Este repudio explícito de una patria marca todo el itinerario
de Michaux en los años 20 y constituye la materia misma de sus
primeros textos. Su esfuerzo para desembarazarse de lo que ha re
cibido en herencia, para adueñarse de otra tradición cultural y lite
280
raria e identificarse con ella todo lo posible, va a la par con una
tentativa de negar sus orígenes deshonrosos. Recordemos que en
la nota final de Plume había rechazado violentamente su legado fa
miliar y nacional: «He vivido contra mi padre (y contra mi madre
y contra mi abuelo, mi abuela, mis bisabuelos); como no los co
nozco, no he podido combatir contra antepasados más lejanos.»1
Así pues, mucho más tarde, rechazó toda tentativa de anexión
nacional y se negó a figurar en las antologías de la literatura belga.
El odio a su nombre, que incluye la aversión familiar y el rechazo
nacional, es una señal patente de lo que lleva como una maldi
ción. «Sigue firmando con su nombre vulgar, que él detesta», es
cribe en Quelques Renseignements, «del que se avergüenza, como si
fuese una etiqueta que ostentase la mención “calidad inferior” . Tal
vez lo conserva por fidelidad al descontento y a la insatisfacción.
Nunca creará, por tanto, con orgullo, sino siempre con esa cruz a
cuestas que estampará al final de cada obra, para preservarse así
del sentimiento de triunfo y de logro.»2
282
uno ísmlisfiiGO' le m amáwx., «sin «fea®, ■d estadio' .superior ideH po
der indiscutido de la cultura Francesa. Cioran intenta recuperar el
estado de la lengua y del estilo francés correspondientes al más
alto grado de reconocimiento universal, como s.i tratara de llegar
al nivel del genio «puro». Y puede verse en esta concepción jerár
quica de las culturas y del clasicismo triunfante una huella de las
teorías herderianas (o alemanas, en el sentido amplio), que tanta
importancia tuvieron en todos los «pequeños» países europeos
emancipados a fines del siglo XIX. Cabe entender el estilo de Cio
ran, es decir, su obra completa, como uno de los .avatares de la
creencia, heredada del siglo XVIII, en la superioridad de la Francia
de Luis XIV, una encarnación del «clasicismo» con la que los ale
manes, en particular, estaban obligados, como hemos visto, a ri
valizar.
Su ambición de «transfigurarse», esto es, de transmutarse en
escritor francés, su obsesión por la decadencia y el fracaso históri
cos y su concepción «nacional» de la historia empujan a Cioran a
realizar un doble giro literario. Pasa primero de Rumania a Fran
cia y después, haciendo caso omiso, soberbiamente, de todos sus
contemporáneos, y poco informado de los debates y de las innova
ciones estéticas, retoma a un arcaísmo estilístico que satisface me
jor su conservadurismo ideológico (posturas cercanas a las de Nai-
paul). Y es esta obra inverosímil la que logró la fama en 1949 (con
el Breviario de podredumbre) y lo consagró en Francia en parte por
su reverencia a los signos de la grandeza literaria nacional («un La
Rocbefoucauld del siglo XX», dirá la crítica) y en parte por el home
naje de extranjero que tributa a una potencia intelectual que se
siente en declive. Hubo múltiples malentendidos críticos en torno
a un pensamiento esencialmente ambiguo. Como si en la obra de
Cioran y por medio de ella, merced a una especie de quid pro quo
del cjue sólo puede dar razón la historia de la República internacio
nal de las Letras, se produjese el encuentro entre la imaginería más
convencional de la «grandeza» del arte literario, resucitado por la
imaginación nacionalista de un escritor rumano convertido por
hiperidentificación —ironía de la historia- en más francés que los
franceses, y los fantasmas literarios de éstos, obsesionados por el
miedo a su decadencia y halagados en sus representaciones de la
283
historia literaria nacional y sus concepciones más arcaicas del esti
lo y del pensamiento.
284
pero se nota terriblemente.»1 Sumamente lúcido sobre la tragedia
y las opciones imposibles que afrontan todos los que no proceden
del centro, más de veinte años más tarde, en las Notes d ’un Vau-
dois, volverá a insistir en la hostilidad de París. Como si la capital
de la literatura 110 pudiese distinguir, es decir, consagrar y recono
cer a quienes no se encuentran «a la buena distancia»: «El provin
ciano transformado en parisino adopta en la calle las apariencias y
el aspecto de París [...] y esencialmente procura no parecer un
provinciano [...] un París bastante hostil, porque parece excluir de
antemano a los que no le pertenecen: los que no adaptan su porte
al parisino, sus gestos, sus entonaciones y sus mímicas a los suyos
[...]. Lo eres o no lo eres. Si no lo eres, no te des aires de serlo,
porque te descubren y todo lo que viene a continuación [...] de tal
modo que la aventura sólo se terminará para ti con tu expulsión
más o menos socarrona, pero definitiva.»2 Esta proximidad distan-
ce que hace de él un personaje híbrido, falso extranjero y auténtico
provinciano, eterno campesino de París que no puede hacer que le
acepten con arreglo a una especificidad catalogada, Ramuz la ana
liza tan bien que él mismo teoriza sobre la distancia necesaria para
tener una oportunidad de ser visible. Lo que anteriormente hemos
llamado el «dilema de Ramuz» es precisamente esta clarividencia
sobre la distancia que conviene guardar con las instituciones con
sagrado ras. La ruptura deliberada es justamente la estrategia, casi
consciente en su caso, que va a adoptar para ser reconocido en Pa
rís, «exagerando sus propias diferencias», vale decir estableciendo
una «buena» distancia con un París imposible de orillar y que no
ha querido asimilarle.
285
3. LOS REBELDES
287
Ningún recurso específico es acumulable cuando las produc
ciones literarias son totalmente asimilables al espacio dominante.
El fin de la práctica de traducir a los clásicos latinos y griegos que
reclama Du Bellay muestra que la simple traducción de los recur
sos latinos al francés, sin ninguna innovación propia, es decir, sin
«plusvalía» o sin diferencia añadida o reivindicada, tenía por con
secuencia perpetuar la dominación absoluta que ejercía la lengua
latina. Más aún, esta práctica que continuaba, sin cambiar una pa
labra, la tradición literaria predominante no hacía más que engro
sar el patrimonio latino y reforzar la evidencia de su supremacía.
Dicho de otro modo, hay que crear una diferencia y formar así un
espacio literario para luchar contra una dependencia e instaurar
una rivalidad.
Todos los intelectuales de las «primeras generaciones litera
rias» -como Du Bellay- comprendieron el fenómeno de la anexión
literaria por parte de los espacios dominantes de los que eran vícti
mas y la necesidad de crear una distancia y una diferencia. Así, en
1817 se escribía en Irlanda, antes de los primeros escritos de los
intelectuales del Renacimiento: «Ni el gobierno ni el público, víc
timas de un fastidioso prejuicio contra las producciones irlande
sas, prestan el menor aliento a la literatura nativa. Si un compa
triota de talento alcanza la celebridad gracias a sus publicaciones,
es preciso que la haya adquirido en Inglaterra y no en su patria.
De hecho, los irlandeses no tienen ninguna opinión independien
te en materia literaria»;1 y, en el Bokter’s Magazíne, en 1826: «La
expatriación de los talentos nacionales es la causa del indiscutible
empobrecimiento del rico fondo intelectual de nuestro país [...].
Triste constatación, en verdad, la de que esos talentos que abun
dan en Irlanda parezcan marchitarse en cuanto son trasplantados y
hayan adquirido, en la misma tierra que los ha producido, el as
pecto de plantas exóticas.»2 La ausencia total de diferencia reivin
dicada impide, por tanto, que cualquier producción específica vea
288
la luz y sea reconocida como tal. Sólo las producciones literarias
declaradas y constituidas como específicas y nacionales pueden
poner fin a la dependencia de los escritores con respecto al espacio
literario (y político) dominante.
Por eso son numerosos los fundadores literarios que han con
denado -casi siempre en términos enérgicos™ la imitación. Du Be-
llay mencionaba ya, en el capítulo titulado «Por qué la lengua
francesa no es tan rica como la griega y la latina», a los poetas imi
tadores que «nos han dejado nuestra lengua tan pobre y desnuda
que necesita como ornamento (por así decirlo) las plumas de
otra».1 Y volvemos a encontrar ese tema, reinventado, en contex
tos e historias muy alejados unos de otros. Emerson, auténtico
fundador de los principios de la cultura y la literatura norteameri
cana, formuló en The American Scholar una especie de declaración
de independencia intelectual de Norteamérica, esencial para los
creadores de las generaciones siguientes. Tras proclamar que la
«imitación es un suicidio», añadía: «Cada época, por consiguiente,
debe escribir sus propios libros; o más bien cada generación debe
escribirlos pensando en la siguiente. Los libros de un periodo pa
sado no convienen al presente [...]. Hemos escuchado demasiado
tiempo a las musas refinadas de Europa.»
El caso de los escritores latinoamericanos es un ejemplo de
mostrativo del mismo fenómeno: durante todo el siglo XIX, y por
lo menos, hasta la década de 1940, produjeron una literatura mi-
mética. El intelectual venezolano Arturo lisiar Pietri, uno de los
inventores de io que se convertirá, en cierto modo, en la fórmu
la generadora de toda la literatura latinoamericana a partir de la
década de 1960, el «realismo mágico»,2 recalca en sus ensayos la in
fluencia europea en Latinoamérica. Ha mostrado en especial
la importancia de las imitaciones románticas: e! Atala, de Cha
teaubriand (1821) -subtitulado Los amores de dos salvajes en el
desierto y que pone en escena, en un paisaje falso, a dos personajes
igualmente artificiales de indios exóticos que se apasionan y sufren
en medio de las convenciones sentimentales más depuradas del ro
289
manticismo-, llegó a ser un modelo ineludible y contribuyó a mol
dear la tradición dei indigenismo tropical. La influencia de ese tex
to fue tan profunda y duradera en Latinoamérica, que, inclu
so en 1879, el escritor ecuatoriano Juan León Mera, que, precisa
Uslar Pietri, vivía en una región con una fuerte densidad de pobla
ción indígena, «renuncia a su propia mirada sobre los indios ecua
torianos y proyecta en el vacío la visión falsa de Chateaubriand».
En este sentido puede comprenderse por qué el escritor cuba
no Alejo Carpentier (1904-1980) publica en La Habana, en los
años 30, el texto de un manifiesto en el que proclama la necesidad
de poner fin a ese estado de subordinación intelectual y a una pro
ducción literaria reducida a copia fiel: «En América Latina, el entu
siasmo por las cosas de Europa ha dado origen a cierto espíritu de
imitación, que ha tenido la deplorable consecuencia de retrasar en
muchos lustros nuestras expresiones vernáculas [...]. Durante el
siglo XIX, hemos pasado, con quince o veinte años de atraso, por
todas las fibres nacidas en el viejo continente: romanticismo, par-
nasianismo, simbolismo... Rubén Darío comenzó por ser hijo espi
ritual de Verlaine, como Herrera Reissig lo fue de Théodore de
Banviile... Hemos soñado con Versalles y el Tríanón, con marque
sas y abates, mientras los indios contaban sus maravillosas leyendas
en paisajes nuestros [...]. Muchos sectores artísticos de América vi
ven actualmente bajo el signo de Gide, cuando no de Cocteau o
simplemente de Lacretelle... Es éste uno de los males -diremos una
de las debilidades™ que debemos combatir arduamente. Pero, por
desventura, no basta decir “cortemos con Europa” para comenzar a
ofrecer expresiones genuinamente representativas de la sensibilidad
latinoamericana.»1
290
político-nacionales o am bos- para reunir y concentrar esas rique
zas literarias. Unos medios que serán distintos según el patrimonio
inicial del espacio literario considerado. En los inicialmente más
dotados, las vías de enriquecimiento revisten la forma de diversas
apropiaciones del patrimonio central: intraducciones (o sea, im
portaciones de textos canonizados), importaciones de técnicas y
procedimientos literarios, designación de nuevas capitales literarias
nacionales, etc.
En los espacios más tardíos y desheredados, la gran innova
ción que las teorías herderianas van a difundir, y que modifica el
conjunto de las estrategias y las soluciones del alejamiento litera
rio, es la idea de «pueblo». Este concepto, junto con los de nación
y lengua, que, en el sistema de pensamiento inaugurado por Her-
der, le son sinónimos, facilita numerosos instrumentos a los fun
dadores literarios: la recopilación de relatos populares transforma
dos en cuentos y leyendas nacionales; la creación de un teatro
nacional y popular que permita difundir la lengua nacional, utili
zar los contenidos populares como material de dicho teatro y
constituir un público nacional; la reivindicación de la antigüedad
de un patrimonio (en el caso de Grecia o de México, por ejemplo)
o el cuestionar la medida del tiempo literario. Ramuz, que, mejor
que ningún otro, había comprendido este mecanismo, empleaba
el término de «capital» para designar los recursos «diferentes» de
los países pequeños: «Determinados países [...] sólo cuentan por
sus diferencias [...]. No llegan a utilizar ese verdadero capital de tal
manera que se incorpore al banco universal de cambios e inter
cambios.»1
291
sensiblemente el conjunto de las estrategias y las posibilidades, so
bre todo lingüísticas, de todos los escritores desposeídos. Este con
cepto, formulado en primer lugar por Herder para elaborar una
nueva definición de la literatura y, por ende, del capital literario,
sigue siendo un criterio determinante de legitimidad literaria: el
«pueblo» ofrece, en efecto, nuevas maneras de producir y de afir
mar diferencias específicas.
Ahora bien, la revolución herderiana tuvo efectos tan podero
sos y duraderos que la afirmación «popular» mantuvo su carácter
de reivindicación distintiva para acceder al espacio literario, a pe
sar de las evoluciones políticas de su uso. En el siglo XIX el modelo
alemán había impuesto una definición exclusivamente nacional de
este concepto: era popular lo que poseía una índole nacional. Pe
ro es sabido que esta noción proteica, confusa y ambigua, propia
para ilustrar las tesis más variadas, cuando no las más divergentes,
cosechó una gran fortuna política. A la definición nacional (o na
cionalista) se ha sumado, desde finales del siglo XIX, la concepción
social del pueblo (definido como «clase» social). Convertido así en
una idea como mínimo anfibológica, ef pueblo no era solamente
el otro nombre de la totalidad de una comunidad nacional -cuya
encarnación por antonomasia era el campesinado mítico, una es
pecie de quintaesencia de la nación-, sino que designaba también
-y estos conceptos no eran en modo alguno contradictorios, sino
más bien acumulativos—una parte de ese conjunto nacional, redu
cida a las clases justamente denominadas populares.
Como sigue ajustándose al criterio que, desde la revolución
herderiana, basa la legitimidad literaria en el polo político del espa
cio literario internacional; como permite, a falta de toda antigüe
dad literaria, acumular recursos literarios, y como el número de
protagonistas del juego desprovistos de bienes literarios no deja de
aumentar debido a la ampliación progresiva, desde hace dos siglos,
del espacio internacional, la noción incierta y polisémica de «litera
tura» (o de lengua) popular va a perpetuarse al tiempo que sus usos
políticos se transforman imperceptiblemente. Los escritores la rein-
ventan y la reproducen en contextos políticos, lingüísticos y litera
rios notablemente distintos. El pueblo no es una entidad constitui
da de la cual los escritores se erigen en portavoces; es ante todo,
292
para los escritores, una construcción literaria (o literario-política),
algo así como un instrumento de emancipación literaria y política
de uso distintivo, una manera de producir diferencias y, en conse
cuencia, un capital literario cuando sufren un estado de gran indi
gencia literaria. La difusión de la ideología y la creencia comunistas
a partir de comienzos del siglo XX en los medios literarios e intelec
tuales -y, en especial, entre los militantes nacionalistas de las regio
nes en lucha para su emancipación política- favorece la aparición
de nuevas normas políticas, estéticas y literarias en nombre de las
cuales se afirmará el carácter «popular» de la literatura.
Acerca de esta noción van a nacer precisamente las primeras
rivalidades inseparablemente estéticas y políticas en los espacios li
terarios emergentes, donde cada concepción y cada definición del
carácter popular de la literatura engendrarán una estética y formas
literarias particulares. Las primeras luchas cristalizan en torno a la
«buena» definición del pueblo y del carácter «popular» o no de las
producciones literarias. En nombre del pueblo como «clase», algu
nos intelectuales -realizando entonces una especie de sobrepuja
dentro de un debate cuyos mismos términos son y siguen siendo
políticos- rechazan la imposición de la definición nacionalista del
pueblo y adoptan así una postura de oposición política y de auto
nomía literaria relativa y paradójica.1
La formación del espacio literario irlandés muestra claramente
esta ruptura y esta rivalidad estéticas. El movimiento del Renaci
miento irlandés se produce a caballo de los dos «momentos» políti-
co-literarios, pues el tránsito del «romanticismo» al «realismo» cons
tituye también el momento semántico-político en que la idea del
pueblo como nación se desliza a la de pueblo como clase. La anfibo
logía del término permite, como mínimo, usos ambiguos. La oposi
ción a la estética idealista promovida por Yeats cobra en principio la
forma del realismo campesino encarnado, en especial, por los «rea
listas» de Cork. Después Sean O ’Casey, dramaturgo comprometido
1. De este modo, en la segunda mitad de los años 20, «la literatura coreana
presenta dos polos: la literatura proletaria, por un lado, y, por otro, ía literatura
nacionalista constituida para oponerse a la primera». Kim Yun-Sik, «Histoire de
la littérature coréenne moderne», loe. cit., p. 7.
293
con el combate nacional, impondrá el realismo urbano, obrero, pro
letario: este autor es uno de los primeros escritores irlandeses que
declara su compromiso comunista. Esta nueva transformación, apa
rentemente estética, pero en realidad política, es hasta la fecha una
de las últimas metamorfosis de la estética literaria popular-nacional.
294
terario. Esta transmutación específica reposa principalmente en
dos tipos de mecanismos: en primer lugar, como han hecho los
«renacentistas» irlandeses, en la recopilación de cuentos y relatos
populares. A continuación -y a menudo dentro del mismo movi
miento-, en la creación de un teatro nacional-popular.
Tras la gran compilación folklorista, populista y nacional euro
pea ligada con la «revolución filológica» del siglo XIX, los escritores
y los intelectuales de los países surgidos del proceso de descoloniza
ción, en el Magreb, Latinoamérica o el Africa negra, han emprendi
do, con la misma lógica, un trabajo de construcción de un patrimo
nio literario, partiendo de una nueva versión del modelo alemán
remozado por la etnología. Ellos también han podido, de esta ma
nera, medir, mostrar, analizar y trasladar a la escritura prácticas lite
rarias populares que hasta entonces carecían de todo reconocimien
to nacional o cultural. Muchos novelistas argelinos llevan así a cabo
paralelamente una obra etnológica y un proyecto novelesco. Mulud
Mammeri (1917-1989), por ejemplo, es a la vez novelista, antropó
logo y dramaturgo. Autor, primero, de novelas célebres que, como
La Colíine oubliée,1 reproducen modelos literarios codificados, tra
baja poco a poco en la reapropiación de una cultura específica. Por
esa misma época escribe obras de teatro2 y emprende una Gram-
maire berbhe? la edición de colecciones de cuentos bereberes4
y Poemes kabyles anciens? Otros escritores, como Mulud Feraun
(1913-1962), optan por una obra novelesca cuasi etnológica: el na
turalismo descriptivo de novelas como Le Fils du Pauvre6 o La Te-
rre et le Sang7 (Premio populista 1953) les confiere un interés casi
295
documental, próximo al ideal etnológico. Al mismo tiempo, como
hemos visto, la reivindicación nacional reviste forma de exhibición
de las «riquezas» literarias de la nación a modo de enumeración y
escenificación de ios cuentos y leyendas que constituyen su legado,
incluso en las escenificaciones novelescas. Pero, para que pueda
arrancar el proceso de acumulación literaria, hace falta un protago
nista que cumpla esta tarea de modo consciente y explícito, es decir,
un escritor que transforme adrede ese fondo popular en material li
terario. Macunaíma, la gran novela del brasileño Mario de Andrade
(publicada en 1928) es a un tiempo, según las afirmaciones de su
autor, una «antología del folklore brasileño»1 y, como veremos más
adelante con detalle, una novela nacional.
Habría que estudiar en ese sentido los cuentos yorubas de D a
niel Olorunfemi Fagunwa (1903-1963), parte de ellos traducidos
por Wole Soyinka. Fagunwa es, sin duda, el primero que transcri
bió, en lengua yoruba, la tradición oral de su pueblo. Su primer re
lato, Les Aventures dun chasseur dans la forét hantée, deja testimo
nio de los temas y, sobre todo, de las técnicas de narración de los
cuentos y fábulas tradicionales. Reeditado dieciséis veces hasta
1950, se hizo rápidamente popular en las escuelas y entre el públi
co culto nigerianos.2 Ahora bien, este escrito «ingenuo», clásico po
pular y documento cuasi etnológico, sólo ha sido elevado al rango
de literatura y de patrimonio nacional por la traducción y el co
mentario de Soyinka, surgido él también de la tradición yoruba,
que habla en especial de una «fusión de sonido y acción».3 Más tar
de, las narraciones de Amos Turnóla,4 que relataba en un pidgin
english ingenuamente puesto por escrito historias fantásticas, llenas
296
de monstruos, de fantasmas crueles y de aparecidos que irrumpen
en la vida de los personajes, serán rechazadas por los intelectuales
nigerianos de la primera generación, que trataban de hacerse reco
nocer a través de una hipercorrección lingüística y una reproduc
ción de las normas narrativas occidentales. Pero serán reivindicadas
primero por Wole Soyinka -para quien el lenguaje popular de
Amos Tutuola representaba una especie de punto límite para las
categorías del entendimiento literario occidental: «Esta clase de in
glés salvajemente espontáneo hiere a los críticos europeos en su
punto flaco, el aburrimiento ante su propia lengua y la búsqueda
habitual de nuevas emociones»-,1 y luego por Ben Okri, uno de
los representantes de la última generación de escritores nigerianos,
muy apreciado por la crítica tras la publicación en Londres, en
1991, de su novela The Famished Road.2 Este libro rompe de ma
nera estrepitosa con el neorrealismo de la novela nigeriana al mez
clar un universo de fantasmas y de espíritus -m uy próximo del de
Fagunwa y del de Tutuola- con la descripción más realista de la
Nigeria contemporánea; pone así de manifiesto la particularidad
de una visión específica del mundo, pero propone asimismo una
nueva vía novelesca muy original, ligada con una tradición cultural
y religiosa. Cercano en esto al proyecto de sus antepasados litera
rios, Ben Okri se niega, no obstante, a situarse en un pasado mítico
para hacer, por el contrarío, de esos mitos instrumentos de descrip
ción y análisis del presente.
297
pulares tradicionales: en Irlanda, por ejemplo, el teatro es una de
las maneras de transmutar las prácticas culturales populares en re
curso literario codificado y legítimo. Se trata de fijar una lengua
oral mediante su traslado al texto, y de trasladar lo escrito a una
oralidad literalizada y declamada. El teatro, en otras palabras, es el
arte de transformar a un público popular en un público nacional
directamente solicitado por la literatura nacional naciente, el arte
en que el escritor puede aspirar a todos los recursos vinculados
con lo escrito y a la más grande nobleza del arte literario -como
hizo Yeats-, al tiempo que se sirve del registro popular de la o rali-
dad. Así pues, es también el arte literario más próximo a las preo
cupaciones y las reivindicaciones políticas1 que permite organizar
una subversión o una oposición políticas. En numerosos espacios
literarios nacientes, la recolección del patrimonio popular, la rei
vindicación (y reinvención) de una lengua nacional distinta de ía
lengua de la colonización y la creación de un teatro nacional no
son separables.
Se advierte el lazo directo y esencial entre la elección del tea
tro y la revindicación de una nueva lengua nacional al comparar la
situación de una «pequeña» literatura de comienzos de siglo, ía li
teratura yiddish vista por Kafka, con el numerario de dos escrito
res poscoloniales en los años 70 y 80, pertenecientes a dos áreas
lingüísticas distintas, y cuya carrera está como «cortada en dos»
por la decisión (política y literaria) de dedicarse al teatro y adoptar
una nueva lengua popular: el argelino Kateb Yacine y el keniano
Ngugi wa Thiong’o.2
298
el «combate nacional» de los judíos de Europa oriental a princi
pios del siglo XX. En 1911 conoce el movimiento nacionalista
yiddish por medio de una compañía de teatro yiddish que pasó
por Praga procedente de Polonia: los actores judíos le hacen en
trever no sólo la obra de los pioneros de la nueva literatura po
pular judía, sino asimismo la realidad de una lucha nacional y
política judía de la que hasta entonces ignoraba su existencia. Al
igual que en todas las literaturas nacionales militantes, el comba
te político de los judíos —que cobra también formas lingüísticas y
literarias- se expresa y, sobre todo, se difunde en Europa y en los
Estados Unidos a través del teatro para un pueblo que habla yid
dish y que a menudo es analfabeto. Ahora bien, Kafka se entu
siasma por el teatro yiddish, arte popular vivo y dotado de todos
los atributos reconocidos por las diversas teorías nacionales como
«auténtica» cultura nacional (lengua, tradición, leyendas popu
lares...}. Su admiración es el reflejo exacto del impacto que el
teatro causa en todos los movimientos nacionales: su testimonio
es por sí solo un extraordinario utensilio de comprensión de la
forma que adopta la difusión de las ideas nacionales a través del
teatro.
El 6 de octubre de 1911, tras haber asistido a una primera
función el día 4 (y, sin duda, a otras representaciones en 1910),
escribe en su diario: «El deseo de ver un gran teatro yiddish, ya
que esta representación tal vez adolezca de una escasez de personal
y de una falta de los ensayos precisos. También el deseo de cono
cer la literatura yiddish, que al parecer tiene asignada una posición
de lucha nacional ininterrumpida, que condiciona cada una de sus
obras. Una posición que no tiene ninguna literatura, ni siquiera la
del pueblo más oprimido, de un modo tan general.»1 Isak Lówy,
el director de la compañía, será quien le inicie en esta lengua y
esta literatura, durante las semanas de su estancia en Praga. El tea
tro, por tanto, desempeña para Kafka, a pesar de que desconoce la
lengua yiddish, la función iniciadora de una lucha emancipadora
inseparablemente política, lingüística y literaria.
299
La creación teatral reaparece en contextos históricos y políti
cos muy diversos: lo que, en definitiva, significa que, lejos de ser
una especificidad histórica y cultural, el recurso al teatro en si
tuaciones de emergencia nacional constituye una solución casi
universal para los fundadores literarios. El argelino Kateb Yacine
(1929-1989) había sido consagrado en París como un gran escri
tor de la modernidad literaria y de la búsqueda formal con su no
vela Nedjma (1956), escrita en francés. Pero a partir de 1962,
cuando se produce la independencia de Argelia, se dedica a las exi
gencias políticas, estéticas, lingüísticas del incipiente espacio litera
rio argelino. Tras un período de exilio, rompe totalmente con su
actividad literaria anterior y, entre 1970 y 1987, es el animador de
una compañía teatral (Acción Cultural de los Trabajadores) que
recorre Argelia participando en la creación de la nueva literatura
argelina. Pero para ello ha tenido que hacer una serie de renun
cias. De la novela más formalista se pasa al teatro; del francés se
pasa al árabe y milita en pro de una lengua nacional liberada de
los corsés tradicionales. Se trata para él de que «los argelinos oígan
contar su historia»1 en sus diferentes lenguas populares, el árabe
dialectal y el tamazight: «Habida cuenta de mi situación en Arge
lia», afirma Yacine, «es evidente que el problema básico es políti
co, ya que el país y la sociedad se están formando. Los problemas
políticos ocupan el primer plano; quien dice política dice público
popular, público lo más vasto posible. Puesto que hay que trans
mitir un mensaje, conviene dirigirse a un máximo número de per
sonas.»2 Dicho de otro modo, la elección de la forma teatral tiene
un vínculo directo con el cambio de espacio literario y de lengua:
trata de llegar a un público nacional por medio de formas y de
una lengua orales y literarias que le son próximas. «¿Cómo erradi
car el analfabetismo? ¿Cómo llegar a ser otra cosa que escritores
que hablan un poco por encima de la cabeza de su pueblo, que se
300
ven obligados a servirse de argucias para que su pueblo los com
prenda, con frecuencia forzados a pasar por Francia? [...] Es un
problema político [...]. [Ai pueblo] le gusta verse y oírse actuando
en un escenario de teatro. ¿Cómo no iba a comprenderse a sí mis
mo cuando habla por su propia boca por primera vez desde hace
siglos? [...] Mohamedprend ta valisets una obra hablada, tres cuar
tas partes en árabe y una cuarta parte en francés. Hablada hasta tal
punto que todavía no la he escrito. Sólo tengo una cinta magne
tofónica.»1
El escritor keniata Ngugi wa Thiong’o (nacido en 1938) si
guió un itinerario muy parecido. Comenzó su carrera literaria con
el nombre de James Ngugi y publicó sus primeros textos en inglés.
Black Hermit es una obra de teatro representada en Uganda, sobre
todo en 1962, en las fiestas de la independencia.2 En 1963, tras la
independencia de Kenia, retoma su nombre africano y publica en
inglés una serie de novelas centradas en torno a la cuestión de la
Identidad y de la historia nacionales,3 en las que pone en escena los
grandes momentos históricos de la sociedad kikuyu, de la que pro
cede. Enseña en la Universidad de Nairobi en 1967, y después en
Makerere, en Uganda, donde contribuye a establecer un curso de
literatura africana. Pero la violencia política que asuela gradual
mente ía región y las formas más dramáticas de la censura política
impiden la autonomización del trabajo literario. Muy rápidamen
te, Ngugi denuncia el régimen político autoritario de Jom o Kenya-
ta, fundador histórico del nacionalismo keniano, presidente de la
República de 1964 a 1978. Su compromiso adquiere una forma
específica y radical: tras Petáis ofB lood ,4 en 1977, decide consa
grarse al «pueblo de la aldea» y hacer una especie de «regreso al país
natal».5 Al precio de una conversión -según el mismo mecanismo
301
que Kateb Yacine-, abandona el inglés por su lengua materna, el
kikuyu, y decide dedicarse al teatro.1 Tras la representación de una
de sus obras, Ngaahika ndeenda,1 es detenido en 1977, y durante
su estancia en la cárcel escribe también una novela en kikuyu, un
texto muy cercano a la forma teatral, que Heinemann publicará en
Londres en 1980, con el título Caithaani Mutharabaini, traducido
luego al swahili y después al inglés (Devil on the Cross)? Tras un
año de cárcel, se ve forzado a exiliarse en Londres.
Igualmente, en Quebec, al surgir los primeros movimientos in-
dependentistas, y cuando los teóricos de la dependencia de Quebec
se declaraban «colonizados» por las instituciones del Canadá inglés,
una obra de teatro, Les Belles Sceurs, de Michel Tremblay, trastocó
de forma tota! y perdurable las reglas del juego literario de Quebec.
Escrita en ju a ly estrenada en 1968, la obra, que escenificaba a un
grupo de obreras de Montreal, tuvo un éxito inmediato y resonan
te. Tremblay daba al ju a l-lengua popular erigida en portaestandar
te nacional-, mediante la simple escritura teatral, un status litera
rio: al poderse pronunciar sobre un escenario lograba legitimarla
como lengua del pueblo de Quebec y como lengua literaria.
CAPTACIONES DE LEGADO
1. Cf. Neil Lazarus, Resistance in Postcolonial African Fiction, op. cit., p. 214.
2. I WillMarry when I Want, Londres, Heinemann, 1982.
3. Londres, Heinemann, 1982. Cf. Jacqueline Bardolph, Ngugi wa 7'bion-
g ’o, Vhomme ct l ’ceuvre, op. cit., pp. 26 y 58-59.
302
«conversión» que utilizaba ia recogerán (es decir, ia reinventarán),
durante los cuatro siglos de la unificación del espacio literario, en
una forma casi inalterada, todos aquellos que, desprovistos de re
cursos específicos, tratan de distraer en su provecho una parte del
patrimonio literario existente.1
303
como hacen muchos, novelitas sin temperatura ni carácter, copia
das en algún modelo de allende los mares, sino para tratar de lle
gar al fondo de las técnicas, por el análisis, y hallar métodos cons
tructivos aptos a traducir con mayor fuerza nuestros pensamientos
y nuestras sensibilidades de latinoamericanos... Cuando Diego Ri
vera, hombre en quien palpita toda el alma de un continente, nos
dice: “Mi maestro, Picasso”, esta frase nos demuestra que su pen
samiento no anda lejos de las ideas que acabo de exponer [...] Co
nocer técnicas ejemplares para tratar de adquirir una habilidad pa
ralela, y movilizar nuestras energías en traducir América con la
mayor intensidad posible: tal habrá de ser siempre nuestro credo
por los años que corren -mientras no dispongamos, en América,
de una tradición de oficio.»[
Alejo Carpentier fue al mismo tiempo el animador, el promo
tor y el artífice de la constitución del fondo literario y artístico la
tinoamericano, y acabó convirtiéndose en uno de los más grandes
novelistas del continente. Con esa lucidez propia de los intelectua
les desgarrados entre dos culturas, deja clara constancia del sojuz-
gamíento total de Latinoamérica. Fundador de una autonomía de
cisiva, su manifiesto señala la apertura de una nueva zona literaria.
Sesenta años después, sabemos que esta revolución cultural ha cul
minado realmente, que el texto de Carpentier era una selffulfi-
lling prophecy que propiciaba la llegada -cuyo anuncio ya estaba
formulado- de una literatura legitimada y reconocida en todo el
mundo, coronada por cuatro premios Nobel, y que ha conquista
do una verdadera autonomía estética en la medida en que se ha
constituido en torno de una estilística común a todo un grupo de
escritores. El éxito de esta reapropiación tiene su principio en una
«distracción» inicial de recursos que habilitó a los escritores para
entrar en la competición y liberarse de la sumisión estética acumu
lando paulatinamente, a lo largo de generaciones sucesivas, el ca
pital literario capaz de emancipar a esta nueva literatura. Por eso la
única manera, según Antonio Candido, de superar la dependencia
constitutiva de Latinoamérica, es «la capacidad de producir obras
304
de primer orden, bajo la influencia, no de modelos extranjeros in
mediatos, sino de ejemplos nacionales anteriores [...]. En el caso
brasileño, los creadores de nuestra modernidad derivan en gran
parte de las vanguardias europeas. Pero los poetas de la generación
siguiente, en los años 30 y 40, emanan de esos creadores, como
vemos en lo que es un producto de influencias en Carlos Drum-
mond de Andrade o Murilo Mendes [...]. En cualquier caso, es
posible decir que Jorge Luis Borges representa el primer caso de
una indiscutible influencia original, ejercida de modo amplio y re
conocida en los países de origen merced a una forma nueva de
concebir la escritura».1 En otras palabras, solamente después de
una primera acumulación literaria, hecha posible por una desvia
ción de legado, puede ver la luz una verdadera literatura específica
y autónoma.
Concebido y pensado a posteriori como acto creador de fun
dación cultural y de independencia intelectual, el «realismo mági
co» fue un golpe de genio y un golpe de fuerza. El advenimiento
de un grupo estéticamente coherente, a fines de los años 60, im
puso a las instituciones críticas internacionales la idea de una au
téntica unidad literaria a escala de un continente, hasta entonces
desconocida en los centros de decisión. El Premio Nobel concedi
do a Gabriel García Márquez en 1982 no hizo sino confirmar este
reconocimiento unánime, ya esbozado por la consagración de Mi
guel Angel Asturias algunos decenios antes (premio Nobel en
1967).
La profecía (activa) de Alejo Carpentier había adoptado ense
guida la forma de la reivindicación de una especificidad literaria
que abarcaba el conjunto del continente latinoamericano (y las is
las hispanófonas, entre ellas Cuba). Y vemos que todo se ha des
arrollado según la trayectoria que él había trazado. Todavía actual
mente, la particularidad del caso latinoamericano reside en la
constitución de un fondo literario no dentro de un espacio nacio
nal, sino continental. Gracias a una unidad lingüística y cultural
-favorecida por los exilios políticos que empujaban a los intelec
305
tuales a abandonar sus países y a desplazarse por codo el continen
te—, la estrategia del grupo de los escritores llamados del «boom»
(y de sus editores), a comienzos de los años 1970, consistió en
proclamar una unidad estilística continental, fruto de una supues
ta «naturaleza» latinoamericana. Hoy en día se puede hablar de un
espacio literario en formación en toda América Latina: intelectua
les y escritores siguen dialogando o debatiendo allende las fronte
ras, y las diversas posiciones políticas o literarias siguen siendo a la
vez nacionales y continentales.
Pero en el estado de carestía cultural, literaria y lingüística en
que se encuentran determinados espacios literarios —sobre todo
poscoloniales-, esta inevitable captación de legado puede cobrar
acentos patéticos. Así, el novelista argelino Mohammed Dib (na
cido en 1920) describe, de manera desgarradora y realista, la nece
sidad que el escritor de esos países, privado de todo recurso especí
fico, tiene de operar una apropiación simbólica: «La indigencia de
los medios que se le asignan es tan imposible de imaginar, que pa
rece desafiar todo crédito. Lengua, cultura, valores intelectuales,
escalas de valores morales, ninguno de esos dones que se reciben
en la cuna van a servirle [...]. ¿Qué hacer? Sin dudar, se apodera
como un ladrón de otros instrumentos que no han sido fabricados
para él ni para los fines que se propone perseguir. Poco importa,
están a su alcance, los plegará a sus designios. La lengua no es su
lengua, la cultura no es el legado de sus ancestros, esas estructuras
mentales, esas categorías intelectuales, éticas, no tienen validez en
su medio natural. ¡Qué ambiguas son las armas de las que va a ser
virse!»1
306
En efecto, durante todo el siglo XIX, al lado de la «invención» y la
fabricación de la literatura como emanación nacional y popular, los
alemanes procurarán -empleando al hacerlo, tres siglos más tarde,
exactamente la misma estrategia que Du Bellay- distraer en su bene
ficio los recursos literarios grecolatinos para constituir el capital del
que carecían. El recurso al patrimonio antiguo, griego y romano,
permite a los alemanes tomar un «atajo», por así decirlo, para ane
xionar y «nacionalizar» un yacimiento gigantesco de riqueza poten
cial. Concebida como una anexión casi explícita del patrimonio li
terario universal, la gran empresa de traducción de clásicos antiguos
perseguía la importación de textos en el territorio de la lengua ale
mana . 1 Era asimismo una tentativa de arrrebatar al francés su pre
tensión de ocupar el rango de «latín de los modernos» y, más en ge
neral, de rivalizar con las lenguas literarias más antiguas y dotadas,
las únicas que poseían hasta entonces a los más grandes clásicos na
cionales reconocidos internacionalmente. El hecho mismo de que
esta ambición se anunciase como una de las grandes tareas de la na
ción alemana indica que la competencia revestía también la forma
de la continuación de la lucha contra (y por) el latín, inaugurada
por Du Bellay en el siglo XVI. Los románticos proseguían, con las
mismas armas, ía misma lucha por la supremacía literaria: al aplicar
un verdadero «programa» de traducción2 al alemán de los clásicos
antiguos, se proponían combatir asimismo en el terreno de la anti
güedad. Goethe escribía: «De un modo totalmente independiente
de nuestras propias producciones, hemos alcanzado, gracias a la ple
na apropiación de lo que nos es extraño, un grado de cultura muy
elevado»; y en otro pasaje, con acentos asombrosamente similares
a ios de Du Bella y: «La fuerza de una lengua no consiste en rechazar
lo extranjero, sino en devorarlo.»3 Herder, por su parte, citando a
307
Thomas Abt, asigna una tarea nacional al traductor: «El objetivo
del verdadero traductor es más elevado que el de hacer comprensi
bles a los lectores las obras extranjeras; ese objetivo le pone a la altu
ra de un autor, y del pequeño librero hace un comerciante que enri
quece realmente al Estado [...]. Esos traductores podrían
convertirse en nuestros escritores clásicos.»1 Benjamin, en Der Be-
griff der Kunstkritik in der deutschen Romantik, escribe, como si se
tratase de una evidencia: «... la obra romántica perdurable de los ro
mánticos consiste en haber anexionado a la literatura alemana las
formas artísticas romances. Su esfuerzo se dirigía, con plena con
ciencia, a la apropiación, el desarrollo y la purificación de esas for
mas .»2
Los intelectuales alemanes de la era romántica se habían asig
nado la tarea de hacer de la lengua alemana un medio privilegiado
en el «mercado del intercambio mundial universal», de hacer del
alemán una lengua literaria. Era preciso, por tanto, de la misma
manera, importar al alemán a los grandes clásicos europeos de los
que carecía la tradición alemana: Shakespeare, Calderón, Petrarca.
Luego, ennoblecer o «civilizar» al alemán mediante la «conquista»
de métricas extranjeras, o sea, la importación de tradiciones nobles
a las formas poéticas alemanas. Se sabe que Novaüs intentó afran
cesar su alemán hasta en el vocabulario,3 pero se puede, sobre
todo, hablar de una «helenización» de la lengua poética alemana, a
través de las traducciones de los clásicos antiguos y, en especial, la
de Homero, realizada por Voss (la Odisea en 17 8 1 y la litada en
1793). Esta importación, a las formas literarias y a la lengua .mis
ma, de lo que por entonces se consideraba el modelo de toda cul
tura, permitirá al alemán rivalizar con las más grandes lenguas lite
rarias. Así, Goethe puede enunciar como un hecho lo que todavía
no es más que un deseo: «Los alemanes contribuyen desde hace
mucho tiempo a una mediación y a un reconocimiento mutuo. El
que comprende la lengua alemana se encuentra en el mercado
1. Ibídem, p. 68.
2. Walter Benjamín, Der Begriff der Kunstkritik in der deutschen Romantik,
Werke, í, 1, Suhrkamp, Frankfurt, 1974, p. 76.
3. Cf. A. Berman, op. cit., p. 33.
308
donde todas las naciones presentan sus mercancías.»1 Es aún más
claro en una de sus conversaciones con Eckermann: «No hablo
aquí del francés, es la lengua de la conversación, y es particular
mente indispensable en los viajes, porque todo el mundo lo com
prende, y porque se puede emplear en todos los países en lugar de
un buen intérprete. Pero en lo que atañe al griego, el latín, el ita
liano y el español, podemos leer las mejores obras de esas naciones
en traducciones alemanas tan buenas que ya no existe ningún mo
tivo [...] para perder el tiempo con el penoso aprendizaje de las
lenguas.»2 La alemana es, pues, en el momento en que su inmenso
programa de traducción está en marcha, aspirante al título de nue
va lengua universal, es decir, literaria.
Se comprende mejor, dentro de esta lógica, la aparición de las
teorías de la traducción, centrales en el pensamiento romántico.
Son uno de los solos recursos para luchar en el terreno de la an
tigüedad literaria e intelectual. Como para completar un trabajo
colectivo de «enriquecimiento» nacional, había, en efecto, lógica
mente, que declarar obsoletas las traducciones al francés de esos
mismos textos latinos y griegos, y para eso teorizar, por oposición
a las prácticas francesas, lo que debía ser la «auténtica» traducción.
Los progresos objetivos de la filología histórica eran también, y sin
contradicción, instrumentos en la lucha nacional de los alemanes.
Las teorías más específicas en apariencia pueden, en el espacio lite
rario internacional, servir de instrumentos de combate. De este
modo, la teoría alemana de la traducción, y la práctica que se deri
va de ella, se basan en una oposición paso a paso con la tradición
francesa. En Francia, por la misma época, se traduce, en especial
los textos latinos, sin el menor afán de fidelidad; la posición domi
nante de la cultura francesa de la época incita a los traductores a
anexionar los textos adaptándolos a su propia estética por mor de
etnocentrismo y de ceguera. «Es como si desearan», escribe Schle
gel a propósito de los franceses, poniendo en entredicho, de una
1. Scrich, F,, Goethe und díe Weltííteratur, op. cit., p. 47, citado por A. Ber-
man, op. cit., p. 92.
2. Eckermann, Gesprache mit Goethe, Berlín, Aufbau Verlag, 1962, pp. 153-
154, citado por A. Berman, op. cit., p. 93.
309
forma muy herderiana, ei universalismo francés, «que cada extran
jero, en Francia, se comporte y se vista según las costumbres nati
vas, lo que supone que, hablando con propiedad, no conocen a
extranjero alguno .»1 En Alemania, por el contrario, y para oponer
se a la tradición intelectual francesa, van a teorizar sobre el princi
pio de fidelidad. Es Herder quien escribe: «¿Y la traducción? En
ningún caso puede embellecerse [...]. Los franceses, demasiado or
gullosos de su gusto nacional, lo fían todo a ese gusto, en vez de
adaptarse ai de otra época [...]. Pero nosotros, pobres alemanes,
por ei contrario, privados todavía de público y de patria, todavía li
bres de la tiranía de un gusto nacional, queremos ver esta época tal
cual es.»2
Además, la gramática comparada de las lenguas indoeuropeas,
introducida por los lingüistas y ios filólogos alemanes, permitiría
elevar a las lenguas germánicas al mismo rango de antigüedad y
nobleza que el latín y el griego. Para los lingüistas alemanes, poner
a las lenguas germánicas en un buen puesto dentro de la familia
indoeuropea y decretar la superioridad de las lenguas indoeu
ropeas sobre las demás supone dotarse de instrumentos inmejora
bles para la lucha contra la dominación francesa. Al aceptar tácita
mente el derecho a la legitimidad definida por la antigüedad lín-
güístico-literaria, los filólogos facilitan armas científicas en la
competición nacional que libra la totalidad del espacio literario
alemán. Esto no significa que en Alemania exista un proyecto co
lectivo explícito de rivalidad con Francia -aunque la lucidez de to
dos los protagonistas dominados sea notable-, sino que la filología
misma, que va a realizar inmensos progresos objetivos en el estu
dio de las lenguas y de los textos, se inscribe en una rivalidad
constitutiva del conjunto del espacio literario e intelectual alemán
en el momento de su emergencia. La lingüística, pues, da acceso a
una antigüedad a la lengua alemana, es decir, a una «literariedad»
que la eleva -según las categorías de pensamiento y las representa
ciones culturales jerárquicas del mundo- al nivel del latín. La
310
combinación de dos modos de constituir un fondo literario per
mitirá a Alemania alcanzar rápidamente el rango de nueva poten
cia literaria europea.
1. Sadegh Hedayat, Les Chants d ’Ornar Khayam, édition critique, París, José
Corti, 1993. Trad. de M. F. Farnazeh y j. Malaparte.
2. M. F. Farzaneh, Rencontres avec Sadegh Hedayat, le parcours d ’une initia-
tion, París, José Corti, 1993, p. 8 (trad. con la colaboración de F. Farzaneh).
311
su país a principios de los años 40, tras haber escrito en la India,
entre 1935 y 1937, lo que hoy se considera su obra más importan
te, E l búho ciego, traducida al francés dos años después de su
muerte.1 «Es el único escrito de la literatura iraní moderna que
puede equipararse a las obras clásicas de Persia, pero también a los
grandes libros de la literatura mundial de este siglo .»2 Traductor
de Kafka al persa, pero asimismo apasionado por la Persia antigua,
estaba atrapado entre una modernidad literaria inaccesible y una
grandeza nacional desaparecida: hizo «la experiencia conjunta de
la tradición en ruinas en lo contemporáneo, y de lo contemporá
neo en las ruinas de la tradición ».3
Su análisis literario e histórico de los textos de Khayam, reali
zado con los instrumentos históricos occidentales, lo hace en aras
de una restitución de la obra «auténtica», contra las confusiones,
las aproximaciones y los errores de la mayoría de los glosadores,
que tan sólo habían anexionado la obra a las preocupaciones euro
peas, sin ver ni la unidad ni la coherencia de la misma, en ausencia
de una mirada específicamente persa. Sadegh Hedayat analiza los
textos dentro de las categorías occidentales, para alzarse tanto con
tra la tradición religiosa de su país como contra las imposiciones de
la tradición filológica alemana que, entre otras, se había apoderado
de los comentarios eruditos y legítimos de la obra de Khayam ,4
desposeyendo al espacio literario iraní de uno de los clásicos que
hubiese podido lucir en el mercado literario internacional.
312
La labor del escritor sudafricano Mazizi Kunene, al traducir al
inglés las epopeyas zulúes que transcribió él mismo, proviene del
mismo mecanismo. Esas traducciones «internas» son, para los es
critores de las «pequeñas» naciones, una de las maneras de agrupar
los recursos literarios disponibles.
313
tores, desde el reinado de Alfredo hasta el de Victoria, y de que la
lengua que hablamos hoy en día es absolutamente una en su esen
cia desde el lenguaje que se hablaba en los tiempos en que los in
gleses invadieron por primera vez la isla...».1
En la misma lógica, los países relativamente «descentrados»
que, como México o Grecia, pueden invocar, más allá de las dis
continuidades o las rupturas, un magno pasado cultural, tratan de
obtener por ello un beneficio que sirva para modificar su posición
en la estructura mundial. Pero, debido a que las naciones mexica
na y griega modernas se fundaron tan sólo durante el siglo XIX, no
pueden reivindicar plenamente los recursos culturales que se rea-
propiaron después, al cabo de profundas fracturas históricas, y no
logran rivalizar, en la práctica, con los grandes centros literarios.
En E l laberinto de la soledad Octavio Paz intentó, en los años
50 , ennoblecer y fundar la identidad nacional mexicana restable
ciendo una continuidad perdida entre todos los legados históricos,
y en particular reconciliando el legado precolombino con la histo
ria de la colonización española y las estructuras sociales que dejó.
En este libro, convertido en un clásico nacional de México, inten
tó sobre todo introducir a su país en la modernidad política y cul
tural, al proclamar su continuidad histórica y su deber de crítica
sobre ese legado político. Casi cuarenta años más tarde, lo ratifica
en su discurso de recepción del Premio Nobel y afirma que se tra
ta de un objetivo crucial de la constitución y del porvenir de
México y de su cultura: «El México precolombino, con sus tem
plos y sus dioses, es un montón de ruinas, pero el espíritu que ani
mó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de
los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes popula
res, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos
dice ese presente - esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla:
decirla,,.»2
El término «continuidad» aparece también en la pluma de
314
otro gran escritor mexicano, Carlos Fuentes. Aunque, desde lue
go, se conozcan pocos ejemplos históricos de una «fractura» tan
grande como la del «descubrimiento» de América, Fuentes insiste,
en el Espejo enterrado, en la «permanencia» cultural del continente:
«Esa tradición que se extiende de las piedras de Chichén Itzá y
Machu Picchu a las modernas influencias indígenas en la pintura
y la arquitectura. Del barroco de la era colonial a la literatura con
temporánea de Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez [...]
Pocas culturas del mundo poseen una riqueza y continuidad com
parables [...]. Este es un libro dedicado, en consecuencia, a la bús
queda de la continuidad cultural que pueda informar y trascender
la desunión económica y la fragmentación política del mundo
hispánico.»1
315
los distintos períodos de la historia griega, la antigüedad, el perío
do bizantino y el período moderno.
Pero los griegos, para su entrada en la liza, estaban en cierto
modo disminuidos por la «captación de legado» del que fueron
víctimas. El «paso» de los textos de la antigüedad griega a la len
gua alemana los había anexionado, como hemos visto, al patrimo
nio alemán primero y luego al europeo, desposeyendo a la joven
nación griega de su inmensa riqueza potencial. Los grandes espe
cialistas, filólogos e historiadores, en la Grecia antigua eran enton
ces alemanes, y la «deshelenizadón» de los griegos, que realizaban
en nombre de la ciencia y de la historia, era, sin duda, un modo,
al menos en parte, de apartar a quienes pudiesen aspirar al legado
aduciendo la especificidad nacional cuyos teóricos eran precisa
mente los alemanes.
316
dad 7 , en consecuencia, la sima inconmensurable, entre la nobleza
cultural irlandesa y la pobreza inglesa: «De nada sirven, a mi pare
cer [...] las orgullosas y vacías afirmaciones de que el arte de la mi
niatura en los antiguos libros irlandeses, tales como el Book o f
Kells, Yellow Book o f Lecan, Book ofthe Dun Cow, que se remontan
a los tiempos en que Inglaterra era un país aún por civilizar, es casi
tan antiguo como el arte chino, y de que Irlanda fabricó y exportó
a Europa sus tejidos durante varias generaciones, antes de que a
Londres llegara el primer flamenco que enseñaría a los ingleses a
cocer pan .»1
1. J. Joyce, «I/írlande, ile des saints et des sages», Essais critiques, op. cit.,
p. 209.
317
constituirá la literatura nacional norteamericana, o, en todo caso, la
parte «americanista» -por oposición a su tendencia «europeísta»,
por emplear la terminología de Octavio Paz- de esta tradición lite
raria. En un fragmento de Comme des baies de genouvrier,1 titulado
«Littérature de la vallée du Mississippi», Walt Whitman declaraba
ya (en 1882), inaugurando una larga genealogía literaria: «Sólo
hace falta un instante de deliberación, en cualquier sitio de los Esta
dos Unidos, para ver claramente que los poetas que se encuentran
en los libros y las bibliotecas, importados de Gran Bretaña e imita
dos y copiados aquí, son ajenos a nuestros Estados, aunque los lea
mos con la mayor avidez. Para comprender plenamente su incom
patibilidad radical con nuestro tiempo y nuestra tierra, la pequeñez
mezquina y los anacronismos o absurdidades de muchas de sus pá
ginas, desde un punto de vista norteamericano, hay que vivir o via
jar un poco por Missouri, Kansas o Colorado ¿Llegará el día
-poco importa si es aún lejano—en que esos modelos y maniquíes
de las Islas Británicas —incluida la preciosa tradición de los clásicos-
no sean más que recuerdos, temas de estudio? La mera respiración,
el aspecto primitivo, la prodigalidad y la amplitud sin límites [...],
¿aparecerá todo eso en nuestra poesía y nuestro arte, para constituir
una especie de patrón de medida ?»2 Y en su Leaves ofGrass, que va a
cantar precisamente al «Nuevo Mundo», afirma desde las primeras
«Dedicatorias»: «Canto al Hombre Moderno [...] lanzo fuera de mí
la historia futura .»3
La estrategia de Whitman consiste en algo así como dar la
vuelta al reloj de arena y decretarse creador de la novedad y de lo
inédito. Trata de definir su condición de escritor norteamericano
y la especificidad de la literatura de su país a partir de la idea mis
ma de novedad absoluta: «esas inimitables regiones norteameri
canas» deben poder «fusionarse», escribe, «en el alambique de un
poema perfecto [...] enteramente nuestro, sin traza ni tinte de Eu
318
ropa, de su suelo, sus recuerdos, sus técnicas y su espíritu».1 Se ve
también que, de manera muy explícita, su rechazo de la medida
central del tiempo es, en principio, rechazo de la dependencia de
Londres, afirmación de autonomía política y estética.
319
(formal, estético, novelesco..,) -al que la novela llamada «campesi
na» está, ciertamente, casi siempre sometida—, Ramuz procura salir
del tiempo; quiere imponerse como candidato fuera del tiempo, ya
siempre presente, eterno, no sometido a la historia ni a los albures
de la modernidad (con 1a cual no puede pretender rivalizar).
LA CREACIÓN DE CAPITALES
320
Desde el punto de vista político, Barcelona llegó a ser también un
gran foco republicano durante la guerra civil, y centro de resistencia
contra la dictadura: Cataluña sufrió especialmente la represión fran
quista. Y fue allí, desde los años 60 y, después, los 70, donde se re
constituyó, pese a la dictadura, una vida intelectual relativamente au
tónoma. Numerosas editoriales se asentaron en Barcelona, y los
escritores, arquitectos, pintores y poetas, catalanes o no, fueron a vivir
a la capital catalana, que así logró acumular una función intelectual
nacional y un papel político: se transformó en una especie de enclave
democrático o liberal tolerado por el poder franquista. «En los años
70», dice Manuel Vázquez Montalbán,1 «Barcelona significaba, hasta
cierto punto, dado el contexto político de España, la inventiva demo
crática, había una atmósfera más libre que en Madrid. Y luego era, y
sigue siendo, el centro de producción editorial más importante de
toda España y de Latinoamérica.» Barcelona sé convierte en la capital
literaria del mundo hispánico: los escritores latinoamericanos, a su
vez, pudieron apoyarse en el polo barcelonés para afirmar sus lazos
culturales e introducir sus textos en Europa sin someterse política
mente. La agente literaria más célebre de España, Carmen Balcells,
comenzó su carrera en Barcelona vendiendo los derechos de Gabriel
García Márquez para el mundo entero; a continuación, en los años 60
y 70, los novelistas latinoamericanos fueron publicados en España por
medio de Balcells y de algunos editores catalanes como Carlos Barral.
Hoy en día los escritores tratan de dar a esta ciudad un presti
gio literario y una existencia artística al integrarla en la literatura
misma, al literarizarla y proclamar su carácter novelesco. Manuel
Vázquez Montalbán, en primer lugar, y después Eduardo Mendo
za y una cohorte de escritores jóvenes, castellanos y catalanes
(Quim Monzó entre ellos), hacen de Barcelona uno de los perso
najes centrales de sus novelas, multiplicando las descripciones, las
evocaciones de lugares, de barrios, y construyendo así, casi delibe
radamente, una nueva mitología literaria a partir de Barcelona.
Joyce procedió exactamente del mismo modo con Dublín, pri
mero en Dubliners y luego, sobre todo, en el Ulises: para él se trata
ba de ennoblecer, mediante la descripción literaria —y ya hemos
321
mostrado el papel de las descripciones de París en la constitución de
la mitología literaria-, la capital irlandesa y de infundirle el presti
gio que le faltaba. Además, para el escritor irlandés, dar una existen
cia literaria a una capital nacional significaba también participar en
una lucha interna en el ámbito nacional: quería afirmar en la prácti
ca, en la propia escritura, una postura estética y romper con las nor
mas «campesinas» y folklóricas que dominaban el espacio literario
irlandés. El mismo proceso se desarrolla ahora entre los autores es
coceses, En un afán inseparablemente político y literario, rehabili
tan a «Glasgow la Roja», capital obrera de Escocia, a la que tratan
de infundir una nueva existencia literaria, frente a Edimburgo, la
«ciudad civilizada»,1 capital histórica tradicional, asociada con to
dos los tópicos del conservadurismo nacionalista.
En algunos espacios literarios nacionales, la autonomía relativa
de las instituciones literarias puede advertirse en la presencia (y la
lucha) de dos capitales, una —a menudo la más antigua- que con
centra los poderes, la función y los recursos políticos, y donde se es
cribe la literatura conservadora, tradicional, ligada al modelo y a la
dependencia política y nacional, y otra - a veces mucho más recien
te, con frecuencia ciudad portuaria, abierta al extranjero, o ciudad
universitaria- que reivindica una modernidad literaria y la aporta
ción de modelos extranjeros, y preconiza, mediante el abandono de
los modelos literarios obsoletos en el meridiano de Greenwich, la
entrada en la competencia literaria mundial. Es la estructura general
que explica las relaciones entre Varsovia y Cracovia, Atenas y Tesa-
lónica, Pekín y Shangai, Madrid y Barcelona, Río y Sao Paulo...
322
comparar su situación literaria, a aplicar estrategias comunes que
reivindican la lógica de lo precedente. En esta lógica, puede formar
se una alianza de «pequeñas» naciones -o más bien «internaciona
les» de pequeñas literaturas- que les permite luchar contra la domi
nación unívoca de los centros. Así, Bélgica se convirtió, a principios
del siglo XX, en una especie de modelo para los pequeños países
europeos. Los irlandeses, en especial, que trataban de sacudirse el
yugo inglés y reclamaban su propia tradición cultural, vieron en
el ejemplo belga la prueba de la posibilidad de triunfo cultural de
los pequeños países. También dividida lingüística, política y reli
giosamente, y sometida a la dominación cultural de Francia, Bélgi
ca proporcionaba un modelo a las dos facciones enfrentadas: los an-
gloirlandeses podían identificarse con Maeterlinck o Verhaeren,
poetas que, aunque escribían en francés, «nunca se confundieron
con los hombres de letras franceses»;1 los «irlandeses irlandizantes»,
por su parte, tomaban por modelo a Hendrik Conscience porque se
había propuesto revitalizar el flamenco. Yeats se reunió con Mae
terlinck en París y vio en él a un modelo responsable: líder y teórico
del simbolismo, innovador en materia de teatro y de poesía, que se
imponía en París al mismo tiempo que reivindicaba su pertenencia
a Bélgica, este belga francófono de Flandes, que leía en alemán, in
glés y neerlandés, era un escritor nacional no nacionalista.
1. Citado por John Kelly, «The Irish Review», en LAnnée 1913. Les for
mes esthétiques de Tceuvre d ’art a la veille de la Premiére Guerre mondiale, op. cit.,
p. 1 0 2 8 .
2. Ibídem.
323
lectuales irlandeses, y entre ellos, en primera fila, Joyce -pero
también Yeats, en otro registro-, partidarios de la apertura de su
país a la cultura europea, utilizarán la obra de Ibsen para introdu
cir la idea de autonomía literaria en Irlanda: el reconocimiento
del dramaturgo noruego en Europa es, para ellos, la demostración
de que una literatura nacional digna de tal nombre debe, para te
ner posibilidades de ser reconocida en el plano internacional, de
jar de plegarse a los cánones impuestos por la moral religiosa y las
exigencias populares, joyce se apasionó por Ibsen muy pronto
(sin duda, desde 1898),1 se identificó con este artista exiliado vo
luntariamente (su fascinación por Dante cobrará la misma forma
y le confortará dentro de una mitología literaria que asocia al ar
tista con el exilio), y le atribuyó en el arte el lugar -central- que
Parnell se había arrogado en la vida nacional.2 Aprendió incluso
el danonoruego para poder leer las obras de Ibsen en el texto ori
ginal. Su primer ensayo, Drama and Life, en gran parte inspirado
en el análisis que hace Shaw en The Quintessenee o f 'Ibsenism, es
crito poco después de una discusión con uno de sus condiscípu
los, que sostenía la tesis de la decadencia de ía escena moderna y
de la mala influencia de Ibsen, se proponía demostrar la superio
ridad de éste sobre Shakespeare -verdadero atentado contra el
panteón nacional británico- y profesaba la necesidad de promo
ver el realismo en el arte dramático. La admiración de Joyce era
así una identificación con aquel dramaturgo que, oriundo de un
país recientemente liberado de una dominación política y que es
cribía en una lengua casi desconocida en Europa, inventaba la
forma de una literatura nacional inédita y se convertía en el por
tavoz de la vanguardia europea al mismo tiempo que revoluciona
ba el teatro europeo, Por eso también se puede leer Ulises como la
versión dublinesa de Peer Gynt?
Uno de los primeros textos de Joyce es una crítica virulenta de la
política teatral de Yeats en el Teatro de Abbey. Escrito en 1901, The
324
Day ofthe Rabblement protesta contra la orientación irlandesa del
Teatro Literario Irlandés y contra la utilización del pueblo como
conservador de leyendas y tradiciones que habría que hacer revivir y
literarizar.1 El joven Joyce establece un paralelismo, desde las prime
ras líneas, entre Irlanda y Noruega: el Teatro Literario Irlandés, es
cribe, es «el último movimiento de protesta contra la esterilidad y la
falsedad del teatro moderno. Hace medio siglo, la protesta se produ
jo en Noruega [...]. Ahora bien, la plaga popular es más peligrosa
para él que la plaga de la vulgaridad ».2 La afirmación del genio y de
la modernidad de Ibsen permite a Joyce rechazar las posturas arcai
zantes y conservadoras -tanto políticas como literarias-, al tiempo
que recusa el nacionalismo de las producciones teatrales católicas
que, a su vez, reivindicarán luego la estética realista, pero con fines
patrióticos y no cosmopolitas. Su admiración declarada por Ibsen es
una manera de afirmar sus posiciones estéticas y políticas. Compara
rá a menudo su actitud distante con respecto al nacionalismo políti
co con la del dramaturgo noruego.
Desde 1900 Joyce resume la violencia y la importancia de la
lucha que se desarrolló en toda Europa en tomo a la obra de Ib-
sen: «Han pasado veinte años desde que Ibsen escribió Casa de
muñecas», recuerda; «casi marcando una época en la historia del
drama. En el curso de estos años su nombre ha rebasado los lími
tes de su país, se ha extendido a lo largo y lo ancho de dos conti
nentes, y ha provocado más discusiones y críticas que cualquier
otro contemporáneo. Se le ha considerado un reformador religio
so, un reformador social [...] y un gran dramaturgo. Se le ha acu
sado severamente de entrometido, de artista deficiente, de místico
incomprensible, y, en las elocuentes palabras de cierto crítico in
glés, de “perro buscador de inmundicias” [...]. Difícilmente habrá
otro hombre que haya dominado con tanta firmeza el mundo del
pensamiento en los tiempos modernos .»3 Hay, en otras palabras,
325
una lectura de las obras literarias que sólo pertenece a los excéntri
cos literarios. Advierten homologías y aproximaciones que, a causa
de su posición, son los únicos en discernir; sobre todo, la interpre
tación de obras «excéntricas» por «excéntricos», que tiene todas las
posibilidades de ser más «realista» (es decir, mejor fundada históri
camente) que la lectura central (deshistoricizada), es siempre mal
entendida o desdeñada debido a la ignorancia de la estructura
mundial de dominación literaria.
Este interés mutuo que se conceden los escritores de «peque
ñas» naciones es tanto literario como directamente político, o, más
bien, las comparaciones literarias son otras tantas afirmaciones im
plícitas de homología política. Si Noruega y Bélgica desempeña
ron el papel de puntos de referencia y de modelos para Irlanda,
fue en principio a partir de una visión implícita que se dota de
una comparación metódica entre las experiencias nacionales. Así,
se sabe que determinados teóricos políticos irlandeses habían pro
puesto que se aplicara a Irlanda el modelo de la autonomía húnga
ra dentro del imperio austrohúngaro. Arthur Griffith (1872-
1922), uno de los fundadores del movimiento Sinn Féin, quería
trasladar a Irlanda el movimiento de boicot del Parlamento aus
tríaco por parte de los diputados húngaros y los esfuerzos en pro
del renacimiento de la lengua nacional que habían desembocado
en un acuerdo con Austria y en una auténtica autonomía política
de Hungría.
326
grupo de artistas belgas, daneses y holandeses (Christian Dotre-
mont, joseph Noiret, Asger Jorn, Karel Appel, Constant y Cor-
neille) opta por la secesión y firma en París un manifiesto titulado
La causa está vista para sentencia, proclamación insolente de inde
pendencia -«París ya no es el centro del arte», escribe Dotremont-
y fundación de una comunidad nueva: «Con un afán de eficacia,
añadimos a nuestras experiencias nacionales una experiencia dia
léctica entre nuestros grupos.» El acrónimo Cobra se compondrá
de las iniciales de las tres ciudades que se declaran, aliadas y soli
darias, nuevos centros de invención de un arte menos impregnado
de seriedad estética: Copenhague, Bruselas, Amsterdam. El cues-
tionamiento radical de la centralidad de París puede explicar, en
parte, la insistencia de los miembros del grupo Cobra en la frag
mentación geográfica del movimiento, que pretende ser, ya en su
mismo nombre, una imagen del internacionalismo de hecho por
oposición a la centralización autoritaria de las instituciones parisi
nas. La descentralización y el movimiento serán reivindicados
como modernidad y libertad. Así pues, Joseph Noiret habla de la
«práctica geográfica de la libertad».1
La alianza de tres pequeños países que se reconocen no sólo un
parentesco cultural, sino, sobre todo, una posición similar de mar
ginales y de eternos rechazados (o tolerados) en los centros, va a
prestar a esos artistas la fuerza de volver la espalda a las admonicio
nes forzosas de la vanguardia parisina. Que Cobra está en contra
es decir poco: Cobra está colérica. Contra París, contra los surrealis
tas, contra André Bretón, contra el intelectualismo parisiense, con
tra los ucases estéticos, el estructuralismo, el monopolio de la pro
testa política cedida al partido comunista... La libertad conquistada
por Cobra va a afirmarse en un debate constante con la ortodoxia
parisina. La ausencia reivindicada de dogmatismo, en oposición de
liberada a los imperativos estéticos de Bretón, se erige en principio
unificador, así como el concepto de la obra como experiencia, siem
pre abierta, siempre por hacer, la multiplicación de innovaciones
técnicas y el recurso a materias a veces irrisorias (miga de pan, ba
327
rro, arena, cáscaras de huevo, betún...), la negativa a elegir entre
abstracción y figuración («un arte abstracto que no cree en la abs
tracción», escribe jorn 1); la elección de la obra colectiva contra el
culto de la singularidad. En suma, Cobra se construye por oposi
ción casi punto por punto a la doctrina surrealista y las demás op
ciones estéticas entonces reconocidas en París: Kandinsky, el realis
mo socialista (en 1949 Dotremont y Noiret polemizan con Les
Lettres frangaises) o la abstracción geométrica de Mondrian. «La
unidad de Cobra se crea sin consignas», dirá Dotremont, y, sobre
todo, en la evidencia alegre de los colores primarios que estallan
como una provocación.
La «línea del Norte» fue la orientación determinante de Cobra
y pasó a ser la trayectoria de Christian Dotremont, apasionado
por Escandinavia y Laponia, donde creó sus logobíelos y logonieves.
Este carácter nórdico a menudo reafirmado obedece en parte al
progreso teórico de los pintores daneses. Las revistas, fundadas an
tes de la guerra y durante la contienda, como señal de resistencia
al ocupante nazi, y, en especial, la presencia destacada de teóricos
del arte abstracto, inspirados por la Bauhaus, como Bjerke Peter-
sen -que publicó en 1933 Símbolos en el arte abstracta- ejercieron
una influencia considerable sobre el desarrollo de la pintura y la
reflexión pictórica en los años 30 y 40 en Dinamarca, jorn, que
fue uno de los teóricos principales de Cobra, se sirve de este lega
do germano-danés para dar forma y coherencia a su oposición gra
ve y alegre. La atención que presta desde sus primeros números la
revista Cobra al arte popular es la reivindicación de una especifici
dad cultural inalienable del Norte, al tiempo que la afirmación de
una inventiva, de una vitalidad y una universalidad reales («El arte
popular es el único que es internacional», dice jorn2). Esta libertad
popular, afirmada en contra del elitismo artístico que consagra a
algunos seres excepcionales, es la misma que la que preside el arte
bruto (Dubuffet está presente en la revista Cobra), los dibujos de
locos y de niños.
La vida oficial de Cobra fue breve: en 1951, apenas tres años
1. Ibídem, p. 49.
2. Ibídem, p. 190.
328
después de su fundación, se decidió poner fin a las actividades del
grupo. Cada artista desplegó su obra de forma independiente y,
lejos de las cóleras iniciales, inventó su propia vía. Sin embargo,
fue ante todo su rechazo común de las imposiciones de París, más
que sus lazos reales, lo que les permitió construir poco a poco una
coherencia estética. La invención progresiva de proposiciones co
munes que federaban y racionalizaban su insurrección contra el
centro infundió poco a poco al movimiento Cobra una auténtica
existencia estética. Todos esos pintores serán poco después acogi
dos y expuestos en París. Recibirán finalmente la consagración de
las instituciones críticas parisinas porque se habían atrevido a
aliarse transnacional y culturalmente contra la omnipotencia de
París en materia de arte.
329
4. LA TRAGEDIA DE LOS «HOMBRES TRADUCIDOS»
F r a n z K a fk a ,
carta a Max Brod, junio de 1921
N u r u d d in F a r a h ,
entrevista inédita, julio de 1998
331
luchas y las rivalidades distintivas: es el recurso específico con el
cual, o contra el cual, van a inventarse las soluciones a la domina
ción literaria, el único material de creación verdadero de los escri
tores que les consiente las innovaciones más concretas: las rebelio
nes y las revoluciones literarias se encarnan en formas creadas por
el trabajo sobre la lengua. Dicho de otra forma, es posible analizar
las creaciones literarias más refinadas de los escritores deshereda
dos, sus opciones estilísticas y sus invenciones formales -esto es,
recobrar el análisis interno de los textos- ciñéndose a las solucio
nes lingüísticas imaginadas por ellos. Así se comprende también
que los más grandes revolucionarios de la literatura se hallen entre
los dominados lingüísticos, «condenados» a descubrir remedios a
su privación y su dependencia.
Puesto que la lengua es el componente principal del capital li
terario, volveremos a encontrar, evidentemente, algunas solucio
nes y mecanismos ya comentados, lo que impondrá, sin duda, re
trocesos y reiteraciones -necesarios debido a su similitud con los
mecanismos ya descritos-, pero nos esforzaremos en acentuar lo
que tienen de específico esos mecanismos cuando se aplican a la
lengua.
Ai rechazar la imitación «servil» de los textos antiguos, Du Be
llay proponía poner fin a la anexión casi mecánica de las produc
ciones poéticas «fran^oyses» al capital latín. La primera y principal
diferencia que resaltaba - y habrá de ser una constante a todo lo
largo del proceso de formación del espacio literario mundial,
puesto que todos los escritores estructuralmente situados en la po
sición de Du Bellay actuarán de la misma forma- es la de la len
gua: propone, sobre el modelo de la lengua dominante y partien
do de las formas y temáticas literarias inculcadas en ella, una
alternativa capaz de aspirar al título de nueva lengua literaria. Tras
el movimiento de emancipación de la Pléyade francesa, el modelo
herderiano no hace más que explicitar dicho mecanismo legiti
mando el derecho a la existencia de las «pequeñas» naciones a par
tir de la especificidad de las lenguas populares. Ese movimiento se
ha perpetuado, como hemos visto, mucho más allá de las reivindi
caciones nacionalistas en la Europa del siglo XIX. Todavía hoy, la
mayoría de las veces es el criterio lingüístico el que permite a los
332
espacios políticos emergentes reivindicar y legitimar su entrada en
el universo político y en el universo literario.
La cuestión de la «diferencia» lingüística se les plantea a todos
los dominados literarios sea cual sea su situación objetiva, es decir,
su distancia lingüística y literaria respecto del centro. Los «asimila
dos», siempre en una relación de extrañeza e inseguridad con la
lengua dominante, tratan de hacer desaparecer y de corregir, como
por una especie de hipercorrección, y al igual que se hace con un
«acento», las huellas lingüísticas de su origen. Los «desasimilados»,
por el contrario, tengan o no a su disposición otra lengua, van a in
tentar, por todos los medios, trazar una división, ya sea creando
una distancia distintiva del uso dominante (y legítimo) de la len
gua dominante, ya sea creando o recreando una nueva lengua na
cional (potencialmente literaria). En otras palabras, las «opciones»
de los escritores en materia lingüística (que no son conscientes ni
calculadas), aunque sean ampliamente dependientes de las políti
cas lingüísticas nacionales, no se reducen, como en las grandes na
ciones literarias, a la sumisión dócil a una norma nacional.1 El dile
ma de la lengua es para ellos mucho más complejo, y ias soluciones
que le aportan cobran formas más singulares.2
El abanico de posibilidades que se les abre depende en primer
lugar de la posición que ocupen en el espacio literario y de la litera-
riedad de su lengua materna (o nacional). O sea, según la forma de
su dependencia en el universo literario, es decir, según sea política
(y, por lo tanto, lingüística y literaria), lingüística (y, por ende, lite
raria) o solamente literaria, adoptarán soluciones y encontrarán sa
lidas que, no por ser muy próximas, en apariencia, unas de otras,
dejan de ser bien distintas por su contenido y por sus posibilidades
objetivas de éxito (esto es, de visibilidad, de acceso a la existencia
literaria). En el espacio literario mundial, las «pequeñas» lenguas
333
pueden clasificarse en cuatro categorías principales (y no exhausti
vas), definidas por su literariedad. En primer lugar, las lenguas ora
les o aquellas cuya escritura, 110 fijada, está en vías de constituirse.
Desprovistas, por definición, de capital literario porque carecen de
escritura, son desconocidas en el espacio internacional y no pueden
beneficiarse de ninguna traducción. Se trata, en particular, de de
terminadas lenguas africanas que no poseen aún una escritura fija
da, o de ciertas lenguas criollas que comienzan, gracias a la activi
dad de los escritores, a conquistar un status literario y una escritura
codificada. Después, las lenguas de «creación» o «recreación» re
cientes, erigidas, en el momento de producirse una independencia,
en lengua nacional (el catalán, el coreano, el gaélico, el hebreo, el
neonoruego...): tienen pocos hablantes, pocas producciones que
ofrecer, son practicadas por escasos políglotas y no poseen una tra
dición de intercambio con otros países; deben adquirir poco a
poco una existencia internacional fomentando las traducciones.
Luego vienen las lenguas de cultura y de tradición antigua que,
vinculadas con «pequeños» países, como el neerlandés o el danés, el
griego o el persa, tienen pocos hablantes, son poco practicadas por
los políglotas y poseen una historia y un crédito relativamente im
portantes, pero están poco reconocidas fuera de las fronteras nacio
nales, es decir, poco valoradas en el mercado literario mundial,
Quedan, por último, las lenguas de gran difusión, que pueden
poseer grandes tradiciones literarias internas, pero que son poco
conocidas y reconocidas en el mercado internacional y, por consi
guiente, se hallan dominadas por el centro, como el árabe, el chino
o el hindi...
334
literaria y el sentido que se proponen darle, la relación de todos
los escritores dominados con su lengua nacional es singularmente
difícil, desgarradora, pasional.
Todos los «escribidores literarios» de las «pequeñas» lenguas
se ven, pues, enfrentados, de una forma u otra, con la cuestión,
en cierto modo inevitable, de la traducción. Escritores «traduci
dos», están atrapados en una dramática contradicción estructural
que los obliga a elegir entre la traducción a una lengua literaria
que los separa de su público nacional, pero les presta una existen
cia artística, y la reclusión en una lengua «pequeña» que los con
dena a una invisibiíidad o a una existencia literaria completamen
te limitada a la vida literaria nacional. Esta tensión tan real, que
hace que numerosos poetas convertidos a una gran lengua litera
ria sean acusados de verdadera «traición», fuerza a muchos de
ellos a buscar soluciones inseparablemente estéticas y lingüísticas.
La doble traducción o la autotranscripción es así una manera de
conciliar los imperativos literarios con los «deberes» nacionales. El
poeta marroquí de lengua francesa Abdellátif Laábi explica: «Al
traducir yo mismo al árabe mis obras o al hacerlas traducir, pero
participando siempre en la traducción, me he fijado como tarea
ofrecerlas al público al que en principio estaban destinadas y a la
zona cultural que las ha realmente generado [...]. Ahora me siento
mejor. La difusión de mis escritos en Marruecos y el resto del
mundo árabe me ha devuelto plenamente mi “legitimidad” como
escritor árabe [...] estoy integrado en la problemática literaria ára
be en la medida en que mis obras son juzgadas, criticadas y apre
ciadas como textos árabes, con independencia de su versión ori
ginal.»1
Las soluciones al descentramiento y la lejanía de los escritores
«excéntricos» que vamos a describir aquí, como una gama univer
sal que englobaremos bajo el término genérico de traducción
-adopción de la lengua dominante, autotraducción, obra doble y
doble traducción simétrica, creación y promoción de una lengua
nacional y popular o ambas, creación de una escritura nueva, sim
335
biosis de las dos lenguas (como la famosa «brasilización» del por
tugués realizada por Mário de Andrade, la invención de un francés
malgache por Rabearivelo, la africanización del inglés por Chinua
Achebe, el «galicismo mental» de Rubén Darío)-, no deben en
tenderse como un conjunto de soluciones desgajadas y separadas
unas de otras, sino más bien como una especie de continuo de
salidas inciertas, difíciles, trágicas. En otras palabras, los diversos
modos de aparición y de acceso al reconocimiento literario son in-
disociables entre sí. Ninguna frontera los separa verdaderamente,
y hay que entender en la continuidad y el movimiento el conjunto
de esas soluciones de la dominación literaria, en las que un mismo
escritor puede, durante su existencia, tomar prestadas sucesiva o
simultáneamente varias de esas posibilidades.
Pero la situación lingüística de los escritores (ex) colonizados,
que tienen que sufrir una triple dominación -política, lingüística
y literaria-, y que se hallan, la mayoría de las veces, en una situa
ción de bilingüismo objetivo -com o Rachid Boudjedra, jean-jo-
seph Rabearivelo, Ngugi wa Thiong’o, Wole Soyinka- no es com
parable, ni en sus efectos literarios, a la dominación específica que
ejerce, por ejemplo, la lengua francesa sobre los escritores eu
ropeos o americanos que deciden adoptarla -com o Cioran, Kun
dera, Gangotena, Beckett, Strindberg-, en ocasiones provisional
mente, como lengua de escritura. Para todos los escritores proce
dentes de países que han sufrido largo tiempo una dominación
colonial, y sólo para ellos, el bilingüismo (como traducción incor
porada) es la marca indeleble y primera de la dominación política.
Aibert Memmi ha mostrado, en su descripción de las contradic
ciones y las aporías que encara el «colonizado», la diferencia de va
lor simbólico entre las dos lenguas en las situaciones de bilingüis
mo, lo que da toda su potencia al dilema lingüístico y literario de
todos los escritores de las lenguas dominadas: «La lengua materna
del colonizado [...] no posee ninguna dignidad en el país o en el
concepto de los pueblos. Si quiere obtener un empleo, construirse
un lugar, existir en la ciudad y en el mundo, debe primero plegar
se a la lengua de los otros, la de los colonizadores, sus amos. En el
conflicto lingüístico que habita el colonizado, su lengua materna
es la humillada, la aplastada. Y ese desprecio, que tiene una base
336
objetiva, acaba por hacerlo suyo .»1 Por el contrario, para Cioran o
Strindberg, escritores de «pequeñas» lenguas europeas (el rumano
y el sueco), relativamente poco reconocidas literariamente, pero
provistas de tradiciones y de recursos propios, la escritura en fran
cés, o la auto traducción, son maneras de «convertirse» en literarios
y de salir de la invisibilidad que afecta estructuralmente a los escri
tores de las periferias de Europa o de escapar a las normas nacio
nales que rigen su espacio literario.
Las estrategias de estos escritores -que no se aplican nunca de
una forma totalmente consciente- pueden, por tanto, describirse
como una especie de ecuaciones muy complejas, con dos, tres o
cuatro incógnitas, que tienen presente a la vez y de modo conco
mitante la literariedad de su lengua nacional, su situación política,
su grado de compromiso en un combate nacional, su voluntad de
hacerse reconocer por los centros literarios, el etnocentrismo y la
ceguera de esos mismos centros, la necesidad de que los perciban
como «diferentes», etc. Esta extraña dialéctica, que sólo corres
ponde a los creadores «descentrados», es la única que permite
comprender en todas sus dimensiones -afectiva, subjetiva, singu
lar, colectiva, política y específica- la cuestión de la lengua en las
zonas dominadas del universo literario.
337
kikuyu, el amhárico, ei gaélico, el yiddish... En las regiones muy
desposeídas literariamente, como la Somalia de Nuruddin Farah,
el Congo de Emmanuel Dongala, la República de Djibuti de Ab-
dourahman Waberi, los novelistas, «escribidores» en lenguas casi
inexistentes en el planeta literario, sólo llegan a existir, paradójica
mente, aJ convertirse en «escritores traducidos». Están, pues, obli
gados a adoptar la lengua literaria importada por la colonización
(«la lengua extranjera cultivada», por usar la expresión del escritor
de Dahomey Félix Couchoro1)- Pero, en esta lengua obligada e im
puesta, elaborar una obra enteramente volcada en la defensa e ilus
tración de su país y de su pueblo. Para ellos, el uso literario de la
lengua colonial no es un gesto asimilador. Podrían, sin duda, hacer
suyas las palabras de Kateb Yacine cuando afirmaba, en 1988: «Es
cribo en francés para decir a los franceses que no soy francés.»2
Entrevemos el patetismo de su situación en la novela Mdps, de
Nuruddin Farah, primer escritor somalí de lengua inglesa, cuando
escribe, por ejemplo: «Mi corazón sangraba ante ia idea de los mi
llones de nosotros que habían sido conquistados y debían seguir
estándolo para siempre, millones que tenían que seguir siendo
pueblos tradicionales y además pueblos orales.»3 La situación lin
güística de Farah es especialmente compleja. En un relato titulado
«L’Enfance de ma schizophrénie» habla de su multilingüismo,
producto de su pertenencia a un pueblo colonizado por coloniza
dos: «En casa hablábamos somalí, lengua materna de ese pueblo
colonizado de entre los colonizados. Pero leíamos y escribíamos en
otras lenguas: el árabe (la lengua sagrada del Corán), el amhárico
(la de nuestro amo colonial para mejor saber lo que piensa) y el
inglés (la lengua que un día podría permitirnos penetrar en un
mundo de significado más vasto, y laíco). Por este motivo, sospe
cho, recayó en mí, tras haber recibido esa educación en mi infan
cia, y habiendo nacido en medio de un siglo de contradicciones,
338
expresar el sentido de lo que ocurría, tratar de registrar nuestra
historia en un género ya no oral, sino escrito. He contado cómo
los míos estaban ausentes de la lista de la historia del mundo tal
como nos la enseñaban [...]■ Con todo esto en el ánimo empecé a
escribir: con la esperanza de que a un niño somalí se le permita al
menos definir su calidad de otro, o sea, su identidad hecha de ina
decuaciones contradictorias,»!
Nuruddin Farah, descendiente de una cultura de tradición
oral, fue primero escritor en árabe: hasta muy recientemente el so
malí carecía de ortografía, y en árabe descubre, adolescente, a Vic-
tor Hugo y a Dostoíevski y redacta sus primeros ensayos autobio
gráficos. Pero en los años 60, en el momento de adquirir una
máquina de escribir, opta por el inglés y se convierte así en el «pri
mer» escritor somalí.
Esta misma lógica es aplicable, aunque en un contexto históri
co y político completamente distinto, a la situación ambigua del
gaélico en la irlanda del siglo XIX. La reivindicación lingüística y
cultural de la Liga Gaélica constituyó un momento esencial de la
constitución del espacio literario irlandés en los años 1890. Pero el
gaélico ha acumulado tan poco crédito desde su exhumación por
parte de los intelectuales católicos que no ha logrado conquistar,
no obstante su imposición como segunda lengua nacional después
de la independencia, una verdadera existencia literaria internacio
nal. A finales de la década de 1930, la situación de los escritores ir
landeses que se habían decantado por el gaélico se describía así: «El
escritor gaélico contemporáneo se enfrenta, por tanto, con el dile
ma siguiente: o no publicar nunca; o agradar [...] no ya al público
en sí, sino al organismo que se interpone entre ese público y él [...].
De ahí que el talento original, independiente, libre, tropiece con
obstáculos tales que muy a menudo renuncia a la vida de las letras
o se lanza, para vivir, a la traducción; a no ser que tome el partido
de escribir en inglés.»2 En este sentido resulta comprensible que
339
numerosos escritores, dramaturgos y poetas gaélicos se hayan visto
compelidos a «convertirse» al inglés (o, a la inversa, que queden
hoy día tan pocos creadores gaélicos en Irlanda).
Del mismo modo, el novelista y teórico de la literatura su
dafricana Njabulo Ndebele ha intentado, en principio, aplicar,
tras su lectura de Joyce, la técnica narrativa del «monólogo inte
rior» a la lengua zulú para dar modernidad intelectual a esta len
gua en vías de emergencia literaria y salir de las simples denuncias
de la literatura militante antiapartheid. Ha tratado de llevar a una
lengua casi totalmente desprovista de crédito literario lo que él.
consideraba el punto último de la modernidad, es decir, a las nor
mas reconocidas en el meridiano de Greenwich. Pero enseguida
comprendió la dificultad de semejante empresa, que, paradójica
mente, obtenía su existencia literaria únicamente gracias a su tra
ducción inglesa. A falta de cualquier «tradición de modernidad»,
de público capaz de comprender su proyecto, de cualquier medio
literario apto para consagrarle, su objetivo se reveló vano o incluso
anacrónico. Por eso, tras abandonar esta tentativa extrema, se ha
esforzado en encontrar en inglés, sin mediación, una vía específica
de la narrativa negra sudafricana.1 Convertido actualmente en uno
de los más célebres escritores sudafricanos negros de lengua ingle
sa, se le «traduce» sin pasar, con todo, por la etapa de la traduc
ción en sentido estricto .2
Puede ocurrir asimismo que, debido a la colonización o a la
dominación cultural y lingüística, el escritor dominado no tenga
alternativa y que, como no domina la lengua de sus antepasados,
no tenga más remedio que escribir en el idioma colonial. Entonces
cabe decir que se traduce él mismo, definitivamente, para entrar
en el universo literario. Muchos de los escritores irlandeses de len
gua inglesa de principios de siglo ignoraban el gaélico, al igual que
numerosos intelectuales argelinos ignoraban la lengua árabe o no
340
la conocían lo suficiente para hacer de ella una lengua de escritura
en el momento de la independencia.
Para numerosos creadores, la adopción de la lengua de la coloni
zación como lengua de escritura no se realiza sin problemas, a causa
del apego que sienten por su país y de su voluntad de prestarle una
existencia tanto política como literaria. Esta lengua omnipotente es
para ellos una especie de «regalo envenenado» o de robo instituido.
El tema del «robo», que ilustra esta clase de ilegitimidad, es casi con
sustancial a esta posición difícil y aparece en contextos políticos e his
tóricos muy diversos. El poder de los conceptos heredados de las teo
rías herderianas (pero hoy en día de tal manera integrados en la
reflexión política y cultural nacional que no se perciben como tales)
conduce a operar una correlación necesaria entre lengua, nación e
identidad, e incita a considerar ilegítima una lengua no específica
«Cuando te encuentras en la situación del colonizado, estás obligado
a emplear esa lengua que te han prestado, pero de la que no eres más
que el usufructuario y no el propietario legítimo, un simple usuario»,
afirma el escritor argelino Jean Amrouche.1 «Sabemos», escribe, «que
todos los colonizados que no han podido beber en las grandes obras
no son herederos mimados, sino ladrones de fuego.»2 El intelectual
procedente de un país colonizado se apropia de manera «indebida»
del «bienestar de la lengua de la civilización de la cual no es el herede
ro legítimo. Y, en consecuencia», prosigue Amrouche, «es una espe
cie de bastardo ».3 Encontramos este concepto del robo de una len
gua en todos los dominados literarios desposeídos de una lengua
propia y, en especial, como se verá, en Kafka, que, en su condición
de judío checo de lengua alemana, sufre la misma relación de despo
sesión, de ilegitimidad y de inseguridad con el alemán que, por ejem
plo, los escritores argelinos con el francés.4 Aunque actualmente sea
un autor integrado y consagrado por las instituciones literarias londi
nenses, la pluma de Salman Rushdie expresa el mismo tema de la
341
culpabilidad, o sea, de la traición: «El escritor indio», escribe, «cuan
do mira de nuevo a ía India, se siente un poco culpable Aquellos
de entre nosotros [los escritores indios] que emplean la lengua ingle
sa lo hacen a pesar de nuestra actitud ambigua a ese respecto o tal vez
a causa de ella, quizá porque en esa lucha lingüística podemos ver un
reflejo de las otras luchas que se desarrollan en el mundo real, de las
que se libran entre las culturas dentro de nosotros mismos y las in
fluencias que actúan sobre nuestras sociedades. Conquistar la lengua
inglesa es quizá concluir el proceso de nuestra liberación.»1
The Tempest, de Shakespeare, ha sido muy comentada, sobre
todo en los países de lengua inglesa,2 como una obra profética que
describe, con todos sus refinamientos, los mecanismos de coloniza
ción y de sojuzgación (excelente ejemplo práctico de apropiación
«indebida» y reorientación del capital literario más noble del colo
nizador). La teoría del «regalo enevenenado» ha sido ampliamente
debatida a partir de la réplica de Calibán, que, cuando Próspero, su
amo, le reprende diciendo: «Me tomé la molestia de que supieses
hablar [...]. Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia sig
nificación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de pala
bras que lo dieran a conocer», responde: «¡Me habéis enseñado a
hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir!
•Que caiga sobre vos la roja peste, por haberme inculcado vuestro
lenguaje!»3 La ambivalencia fundamental en esta estructura de do
342
minación explica la importancia y la violencia pasional de ios deba
tes en torno a la cuestión lingüística que desgarran a todas las na
ciones pequeñas.
Es cierto que el empleo de la lengua dominante es paradójico
y contradictorio: tan alienante como liberador. Los creadores de
las primeras generaciones, como R. K. Narayan en la India, o Mu
lud Mammeri en Argelia, en ausencia de todo capital nacional es
pecífico, hacen uso a menudo de una lengua «hipercorrecta» 1 y re
curren a formas o estéticas literarias muy tradicionales. Sometidos,
por causa de su doble ilegitimidad (frente a las normas nacionales
y frente a las centrales), a los usos más tradicionales de la lengua y
la literatura, o sea, a las prácticas menos innovadoras y, por ende,
las menos literarias, tratan de conciliar una posición de «combate
nacional», por emplear el término de Kafka, con el uso literario de
la lengua dominante en la que escriben y contra la cual se consti
tuyen. Intentan producir en la lengua de la dominación una litera
tura simétrica de la que emerge en la lengua nacional, y asimila
ble, por tanto, al patrimonio literario nacional.
Pero cuando el espacio literario se ha autonomizado un poco,
el uso literario de una de las grandes lenguas centrales se convierte,
para los escritores dominados, en una garantía de pertenencia in
mediata al universo literario, y permite la apropiación de todo un
capital técnico, de saberes y de conocimientos técnicos propios de
la historia literaria. Los que «eligen» escribir en una lengua domi
nante toman una especie de «atajo» específico. Y como son, de en
trada, más «visibles», es decir, debido al empleo que hacen de una
lengua «rica» y de las categorías estéticas asociadas con ella, más
conformes con las normas literarias legítimas, son también los pri
meros en obtener un reconocimiento internacional. De este
modo, Yeats, gracias a las instituciones críticas londinenses, obtu
vo muy pronto en Irlanda el reconocimiento que le permitió im
ponerse como líder en el propio Dublín, a diferencia de los poetas
343
que habían optado por el gaélico. Así, también los escritores cata
lanes más célebres actualmente en el plano internacional son los
que escriben en castellano: M. Vázquez Montalbán, Eduardo
Mendoza, Félix de Azúa... El propio Rushdie, célebre y celebrado
antes incluso de la fatwa de que ha sido víctima, es uno de los es
critores indios más reconocidos en Inglaterra. Admite explícita
mente que «la mayor parte de las obras escritas en la India lo ha
sido en muchas lenguas distintas del inglés; sin embargo, fuera de
la India no merecen el menor interés. Los angloindios», deplora,
«ocupan el primer plano del escenario... La “literatura de la Com-
monwealth” no se interesa por esos temas.»1
Así pues, a pesar de sus múltiples usos ambiguos, la lengua
central puede reivindicarse como una nueva «propiedad» siempre
que la maldición del legado imposible pueda invertirse. Al igual
que Joyce en su época, y en una situación (pos)colonial bastante
próxima, había reivindicado la lengua inglesa, no como un signo
patente de una dominación, sino como propiedad legítima, Rush
die afirma: «Desde hace algún tiempo, la lengua inglesa ha dejado
de ser propiedad exclusiva de los ingleses»;2 para él, «el escritor in
dio de Inglaterra no tiene, lisa y llanamente, la posibilidad de re
chazar el inglés 1...] en la creación de una identidad índobritáni-
ca, el inglés posee una importancia capital. Hay que adoptarlo a
despecho de todo »;3 «los hijos de la India independiente no pa
recen considerar el inglés como una lengua irremediablemente
corrompida por su origen colonial. Lo emplean como una lengua
india ...».4
344
«TRADUCIDOS DE LA NOCHE»
345
nal. A la inversa, y en la misma lógica, trata de dar a conocer en su
país a Baudelaire, Rimbaud, Laforgue, Verlaine, pero asimismo a
Rilke, Whitman, Tagore, y traduce a Valéry al malgache. Publica
a continuación, en francés, en Tananarive y en Túnez ,1 los poema-
rios que habrán de alcanzar mayor fama: Presque songes (1934) y
Traduit de la nuit í 1935), acompañándolos de la mención «poemas
transcritos del hova por el autor» (el hova es la lengua escrita de ios
antiguos soberanos dei pueblo merina, de origen indonesio, que se
estableció en el altiplano de Madagascar y en el siglo XVJ.II unificó
políticamente la isla). La crítica se ha hecho muchas preguntas, en
la ló gica autónoma de la singularidad y la originalidad necesarias
para la consagración de un poeta, sobre el hecho de si se trataba de
una verdadera traducción y de cuál era la versión original de esos
textos. La importancia de la literatura tradicional, y en particular de
los famosos hain-tenys antaño revelados por jean Paulhan, es evi
dente en su escritura, que, al mismo tiempo, trata de superar la
oposición entre la creación colectiva y la singular. Pero asimismo
parece que Rabearivelo haya creado una especie de lengua nueva,
una manera de escribir el malgache en francés -exactamente con la
misma lógica que el «galicismo mental» de Rubén Darío-™, y que
haya trabajado en la invención de una lengua verdaderamente tra
ducida, conducida la una a través de la otra. Rabearivelo no escribe
ni en francés ni en malgache, sino en el paso continuo de una len
gua a la otra. El título de su poemario Traduit de la nuit [«Traduci
do de la noche»]es una magnífica metáfora de esta traducción im
posible, arrancada a una lengua oscura, que certifica a la vez su
existencia y su debilidad literarias. Aunque habría podido proseguir
por la vía, ennoblecedora, de la simple asimilación, Rabearivelo tie
ne la audacia de emprender una tarea inédita, en contra de los na
cionalistas, para quienes semejante empresa era una traición a la
lengua y la poesía malgaches, y en contra de las normas del «buen
uso» y de la poesía académica francesa: inventar una poesía (y una
lengua) malgache en francés, logrando así no renegar ni de su len
gua original ni de la literaria, que es también para él la lengua colo-
346
nial. Su empresa tuvo éxito. Su obra fue reconocida bastante pron
to, pues en 1948 ya figuraba en la Anthoíogie de la nouvelle poésie
negre et malgache de langue frangaise, de Léopold Sédar Senghor,
prologada por jean-Paul Sartre.1 Pero Rahearivelo se suicidó mu
cho antes, en 1937, sin haber conseguido obtener de ía administra
ción colonial el permiso de emigrar a Francia.
VAIVÉN
347
mismas en Argelia: «En francés», escribe, «no creó un revuelo. En
Argelia, la gente la leyó y cuando la traduje al árabe hubo una hos
tilidad terrible contra mí, porque precisamente yo había puesto en
entredicho el texto sagrado, había hecho juegos de palabras sobre
el texto coránico, etc., [...] toda la carga subversiva se expresa me
jor en árabe [...]. Escribía en francés cuando estaba en Francia
porque de otro modo no habría tenido editor. Francamente, se lo
digo tal cual, amo mucho esta lengua, la lengua francesa me ha
prestado servicios enormes, y he escrito incluso seis novelas en
francés y he logrado una reputación internacional y he sido tradu
cido en una quincena de países gracias al francés. Después pasé al
árabe, y eso coincidió con el ascenso de una generación arabófona,
que ha ido a la escuela y que ya no es francófona [...]. Pero partici
po en la traducción a! francés. Hay un traductor y colaboro con éí
en la traducción, y quiero hacerlo, porque tiene que ser una obra
de Boudjedra como en la época en que escribía en francés.»1 La
porosidad entre las dos lenguas que permite el bilingüismo autori
za idas y venidas permanentes y reapropiaciones lingüísticas (o na
cionales) sucesivas. El proyecto novelesco se inscribe y se constitu
ye, sin ruptura, dentro de esta doble pertenencia lingüística.
El caso del poeta zulú de Sudáfrica Mazizi Kunene (nacido en
1930) es muy similar al de Boudjedra. Escritor comprometido en
la lucha contra el apartheid, delegado del CN A [Congreso Nacio
nal Africano] para Europa y los Estados Unidos en los años 60, co
menzó recopilando y analizando la poesía tradicional zulú, antes
de escribir él mismo sus obras en esa lengua, con formas tradi
cionales, y de hacer luego una traducción al inglés. Recuperan
do poemas de la tradición oral, escribe epopeyas que recorren
la memoria de su pueblo, se autotraduce y publica sus textos en In
glaterra: Zulú Poems, Londres, 1970; The Ancestors and the Sacred
Mountains, Londres, 1982. Su poema épico en diecisiete libros,
Emperor Shaka the Great, a Zula Epicf Londres, 1981, es, sin duda,
su obra más importante. La escritura en zulú y su fidelidad a las
formas de la cultura oral le permiten conciliar el compromiso na
cional y la necesidad de reconocimiento internacional. Su compa
348
triota André Brink, heredero de otra lengua marginal en el mismo
universo literario nacional, el afrikaans, ha optado también por la
auto traducción. Escritor afrikaner blanco, primero escribió sus no
velas en afrikaans; luego, tras la prohibición, en 1974, por el régi
men sudafricano, de su libro Kennis van die aand,1 empieza a tra
ducir él mismo sus novelas al inglés; será para él el comienzo de su
reconocimiento internacional, pues la adopción del inglés, amén
de ser un permiso de circulación, representa en sí misma una con
versión a la literatura.
1. André Brink, Au plus noir de la nuit, París, Stock, 1976 (trad. de R. Fou-
ques Duparc).
349
Círculo de Praga. Podemos representarnos el lugar que ocupa Kaf
ka a partir de estas tres posiciones simultáneas, a menudo contra
dictorias y, sin embargo, indisociables. El escritor se encuentra jus
to en la intersección de todos los espacios intelectuales, políticos y
literarios: Praga, desde luego capital tanto nacional como cultural
del nacionalismo checo, pero igualmente la ciudad en que se afir
man todavía los intelectuales judíos germanizados que forman en
tonces el Círculo de Praga; Berlín, capital literaria e intelectual de
toda Europa central; y luego el espacio político e intelectual de la
Europa oriental, universo en el que afloran movimientos y partidos
nacionalistas y obreros judíos y donde se enfrentan las tesis bundis-
tas (que promueven el yiddish) y sionistas; sin olvidar Nueva York,
ciudad nueva de la inmigración judía, hogar político, literario, tea
tral y poético de las poblaciones judías inmigradas de Rusia y Po
lonia.
Los judíos de Europa central y oriental a finales del siglo XIX se
encuentran en una situación casi comparable a la de todos los de
más pueblos de la región que buscan una vía de emancipación na
cional. Pero con la enorme diferencia de que, dominados entre los
dominados, víctimas del ostracismo y el antisemitismo, estigmati
zados y sin territorio, desperdigados por toda Europa, deben rea
lizar, más que ningún otro pueblo dominado, un gigantesco es
fuerzo teórico y político para elaborar, imponer y legitimar sus teo
rías nacionales (y nacionalistas). No hay duda de que de este estado
de dominación extrema y de esta situación única nace el conflicto
teórico y político que, esquemáticamente, opone a los sionistas y a
los bundistas: los primeros, cual herederos de Herder, partidarios
de la fundación de una auténtica nación, identificada con un terri
torio nacional (Palestina), y los segundos abogando por una solu
ción autonomista y diasporista.
A partir de esta posición de dominación indisolublemente li
teraria, lingüística y política se puede intentar describir la posición
y el proyecto literario, aunque sin duda también político (nacio
nal) de Kafka. Descubre el universo cultural y las reivindicaciones
políticas y lingüísticas de los judíos de lengua yiddish (casi siem
pre bundistas, pero también sionistas...), a través de las obras de
teatro yiddish representadas en Praga durante algunos meses, a fi
350
nales de 1911 y comienzos de 1912, por una compañía llegada de
Polonia. Una vez que ha descubierto la Yiddishkeit, numerosos
elementos autorizan a pensar que trata de sumarse al grupo del
yiddish, es decir, a la elaboración de una cultura popular judía y
laica.1 Se puede al mismo tiempo plantear la hipótesis de que, con
arreglo al modelo que hemos intentado describir, Kafka se vio (o
se puso él mismo) en la situación de un escritor fundacional que
lucha por el pleno reconocimiento de su pueblo y su nación, com
prometido con la elaboración de una literatura nacional judía. Se
ría así un miembro paradójico, trágicamente distante, del espacio
judío yiddish y, sin embargo, escritor activo al servicio de esta «na
ción» judía a punto de emerger (o de un movimiento nacional que
luchaba por el reconocimiento de esta nueva nación), y en cuanto
tal comprometido con la creación de una literatura popular y na
cional, al servicio del pueblo y de la cultura judíos.
Lo que hace difícilmente comprensible la situación de Kafka es
que es el reverso exacto (y la simétrica inversa) de sus contemporá
neos. Intelectual de primera generación en un universo intelectual
más burgués que él en su conjunto, Kafka es muy distinto de sus
congéneres, y entre ellos su amigo Max Brod: es socialista, yiddish-
ta, antisionista, cuando todos sus compañeros son sionistas, nacio
nalistas, germanóñlos, hebraizantes, antiyiddishtas. Perteneciente a
una comunidad judía de Europa occidental en gran parte asimila
da y germanizada, se halla, sin embargo, en una posición trágica y
contradictoria: no conoce el yiddish y no puede ponerse directa
mente al servicio de la obra colectiva cuya grandeza y hermosura
describe sobre todo en La muralla china. Por eso adoptará una so
lución paradójica y no obstante insuperable: escribir en alemán
para el pueblo judío asimilado, y referirle la tragedia de la asimila
ción. Habría que leer Investigaciones de un perro o América, como
testimonios de la voluntad cuasi etnológica de Kafka de facilitar a
los judíos germanizados un relato de su propia historia olvidada (se
sabe que el verdadero título, imaginado por el propio Kafka, del
351
texto que publicó Max Brod con el nombre de América, era preci
samente E l olvidadol), y denunciar el horror de la asimilación (de
la que él mismo es producto), que no es nada más, para él y en sus
propios términos, que la negación de sí mismo, en aras de la nece
saria afirmación de una existencia nacional judía popular y secula
rizada.
En otras palabras, Kafka, escritor que quiere estar al servicio de
un movimiento nacional y socialista judío en lucha por la existencia
de una futura «nación» judía, se convierte, como todos los escrito
res al servicio de una causa nacional, en un artista político. Pero se
ve obligado a abandonar la lengua del pueblo —con más o menos re
signación- en beneficio de la lengua dominante. Se encuentra,
pues, exactamente, en la situación de todos los colonizados que, en
los períodos de emergencia de movimientos de independencia na
cional, descubren su identidad y su especificidad en el momento
mismo en que comprenden el estado de dependencia y de desnudez
cultural a las que les ha llevado la asimilación. Al igual que Joyce
decidió escribir en inglés, pero subvertir esta lengua desde el inte
rior, Kafka resuelve utilizar el alemán, pero para plantear literaria
mente cuestiones literarias, políticas y sociales desconocidas antes
de él, y para tratar de descubrir, en alemán, las categorías propias de
la literatura yiddish incipiente (que son las de todas las literaturas
en formación): las formas y los géneros literarios denominados «co
lectivos», es decir, que tienen en común la pertenencia a una colec
tividad, como los cuentos, las leyendas, los mitos, las crónicas...
Precisamente en este sentido se puede leer la obra de Kafka como
una especie de «traducción» denegada del yiddish.
La situación de los escritores judíos alemanes de Praga, que
Kafka describe en su célebre carta a Brod de junio de 1921, es un
atajo extraordinario para comentar la situación de todos los escri
tores dominados, compelidos, por causa de su propia dominación
cultural y lingüística, a escribir y a hablar la lengua de los que les
han sometido hasta el punto de hacerles olvidar su lengua y su cul
352
tura propias. Estos escritores «vivían», explica Kafka a Max Brod,
«en medio de tres imposibles (que sólo casualmente denomino im
posibles lingüísticos, llamarlos así es lo más sencillo, pero también
podrían llamarse de una forma completamente diferente), la impo-
sibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir en alemán, la
imposibilidad de escribir de otra forma, casi podría agregarse un
cuarto imposible, la imposibilidad de escribir [...] o sea, era una li
teratura imposible desde todo punto de vista».1 De la misma ma
nera, Kateb Yacine habría podido escribir: los escritores árabes se
han desgarrado entre tres imposibilidades (que denomino imposi
bilidades lingüísticas, pero que son también imposibilidades políti
cas): imposibilidad de no escribir, imposibilidad de escribir en
francés, imposibilidad de escribir en árabe, imposibilidad de escri
bir en otra cosa... Los compañeros de Kafka, miembros del Círculo
de Praga, están por tanto, según él, obligados a escribir en alemán,
pero están asimilados hasta tal punto que incluso han olvidado que
habían olvidado su cultura propia y que la escritura en alemán era
la prueba palpable de su dominación. Vale decir que se hallan en la
situación de todos los intelectuales dominados o colonizados que
buscan, a través de la lengua, una salida a la aporía fundamental en
la que están atrapados. Por eso Kafka invocará en la misma carta
-y casi en los mismos términos que Jean Amrouche a propósito de
los escritores argelinos de la primera generación- el tema explícito
del robo de la lengua y de la ilegitimidad. La lengua alemana es,
para los intelectuales judíos, «la apropiación 2 [...] de un bien ajeno,
que no ha sido adquirida, sino hurtada a través de una maniobra
(relativamente) rápida, y que sigue siendo un bien ajeno, aun
cuando no podría comprobarse ni tan sólo un error lingüístico»; su
literatura es una «literatura imposible desde todo punto de vista,
una literatura de gitanos que había robado a la criatura alemana de
1. F. Kafka, Carta a Max Brod, junio de 1921, CEuvres compl'étes, op. cit.,
p. 1087. [Cartas a M ax Brod (1904-1924), Barcelona, Grijalbo Mondadori,
1992.]
2. En el texto alemán, Kafka distingue tres maneras de apropiarse de la len
gua alemana: una es laut (confesada), otra stiLlschweigend (tácita); la última sólo
se adquiere al precio de un combate interior, de una auténtica tortura del escri
tor (sdbstqucilerisch).
353
su cuna y que a toda prisa la había acomodado de cualquier mane
ra, ya que alguien tiene que hacer malabarismos sobre la cuerda.
(Pero ni siquiera era la criatura alemana, no era nada, simplemente
se decía que alguien tenía que hacer malabarismos)».1
El célebre pasaje de sus Diarios en que Kafka explica el amor
incompleto que profesa a su madre mediante la contradicción lin
güística -prodigioso revelador del lugar central que ocupa esta len
gua materna ausente y siempre analizada en términos exclusiva
mente psicológicos- proviene directamente de sus reflexiones
sobre el yiddish. Aparece en medio de notas dedicadas a Lowy y a
ios recuerdos del comediante: «Ayer, se me ocurrió que no había
amado siempre a mi madre como se merecía y como podía amarla,
por el simple hecho de que me lo impedía la lengua alemana. La
madre judía no es una “madre” ; la denominación de madre la con
vierte en algo ligeramente cómico (no por ella misma, ya que esta
mos en Alemania); damos a una mujer judía el nombre alemán de
madre, pero olvidamos la contradicción que nos penetra tanto más
gravemente en el sentimiento. “Madre” es para los judíos algo es
pecialmente alemán; junto a un esplendor cristiano, contiene in
conscientemente una frialdad cristiana, y así la mujer judía que re
cibe el nombre de madre no sólo resulta algo cómico sino también
algo ajeno .»2 El alemán como lengua extranjera al mismo tiempo
que materna (dilema para el que Rilke, que también lo sufría, en
contrará otras soluciones) es una lengua de préstamo, apropiada
por la asimilación, es decir, en la lógica de la reflexión de Kafka, y
en los términos precisos del debate político que se desarrolla en
tonces en los círculos judíos de toda Europa, robada vergonzosa
mente al precio del olvido de uno mismo y de la traición de la cul
tura judía.
Esta lectura, que me propongo argumentar en otro sitio, que
engloba, más de lo que excluye, las numerosas interpretaciones an
teriores (psicológica, filosófica, religiosa, metafísica, etc.) puede te
ner algo de chocante y de desencantador o hasta «blasfematorio»
para lectores habituados a la lectura «pura» de Kafka. Se me ha im
354
puesto, poco a poco y como a mi pesar, a través de la «investiga
ción histórica» que he efectuado y que me ha conducido a insertar
a Kafka en su universo nacional (internacional, por tanto).
355
nocer en los centros literarios. Cuanto más excéntrica y desprovis
ta de recursos sea su lengua, tanto más se verán obligados a ejercer
como escritores nacionales. Ocurre como si los escritores que to
man prestada esta vía tuvieran que sufrir los efectos de una doble
dependencia, fruto de la doble invisibilidad y de la doble inexis
tencia de su lengua, tanto en el mercado político y lingüístico in
ternacional como en el mercado literario.
En los universos literarios en los que la lengua nacional está
sólo dotada, cuando se produce su «nacionalización», de una tradi
ción oral o, como en el caso del gaélico, de una tradición escrita in
terrumpida desde hace mucho tiempo, el capital literario, o sea, la
tradición escrita, las formas literarias tradicionales, es prácticamen
te inexistente. Por eso todo el trabajo de «estandarización»,5 de es
tablecimiento de normas ortográficas y sintácticas, que antecede a
la elaboración literaria propiamente dicha, pone a los intelectuales
y a los escritores al servicio exclusivo de la nueva lengua, es decir,
de la nueva nación. En la Irlanda de comienzos del siglo XX los
poetas y los intelectuales que optaron por el gaélico se consagraron
más a la codificación de su lengua que a una obra singular, por otra
parte mucho menos consagrada que la de sus contemporáneos que
escribían en inglés. Los escritores comprometidos con la batalla na
cional deben así reunir recursos literarios específicos, en cierto
modo, a partir de nada; tienen que construir de arriba abajo una
especificidad literaria, temáticas propias, géneros literarios, con
quistar, en suma, la ejecutoria de una lengua que, desconocida o
poco cotizada en el mercado literario, deberá ser inmediatamente
traducida para alcanzar una legitimidad internacional.
El escritor keniano Ngugi wa Thiong’o, que, como hemos di
cho, ha abandonado actualmente el uso literario del inglés en pro
vecho de su lengua materna, el kíkuyu, es un caso límite, y apasio
nante por lo que revela de las empresas literarias de esta clase. Antes
356
de 1970 existían muy pocos textos en esta lengua, aparte de algunos
folletos pertenecientes a la «literatura de mercado».1Ngugi ha escri
to la primera novela en kikuyu,2 y el corpus literario en esta lengua
parece aumentar tan sólo gracias a sus propias obras. Su voluntad
de promover literariamente su lengua materna3 se inscribe clara
mente en una lógica de acumulación inicial: «Una lengua es el pro
ducto de una sucesión de generaciones distintas, al mismo tiempo
que un banquero que tiene un modo de vida, una cultura, y refleja
las modificaciones causadas por la experiencia colectiva», escribe.
«La literatura como procedimiento para pensar en imágenes utiliza
la lengua y extrae su sustancia de [...] esta historia encarnada en la
lengua. Pues nosotros, escritores keniatas, ya no podemos evitar
esta pregunta: ¿de qué lengua y de qué historia va a extraer su sus
tancia nuestra literatura? [...] Si un escritor quiere hablar a los cam
pesinos y a los obreros, entonces debería escribir en las lenguas que
ellos hablan Al hacer su elección, los escritores de Kenia debe
rían recordar que la lucha de las lenguas nacionales keniatas contra
la dominación de las extranjeras forma parte de la lucha más ge
neral de la cultura nacional de Kenia contra la dominación imperia
lista.»4 Salman Rushdie presentaba a Ngugi en 1983, durante un
coloquio sueco en torno a la cuestión de una «Literatura de la Com-
monwealth», como un «escritor abiertamente político», un «mar-
xista comprometido». Añadía, para completar la semblanza de un
artista radical: Ngugi «expresó su rechazo de la lengua inglesa al leer
su obra en swahili, con una versión en sueco leída por su traductor,
io que nos dejó absolutamente estupefactos».5
357
Las contradicciones en las que viven encerrados estos creado
res las duplican, en cierto modo, las formas literarias que adoptan.
Cuanto más deficiente es el crédito literario, más dependientes
son del orden nacional y político, más toman prestadas formas li
terarias muy poco cotizadas en el meridiano de Greenwich. La fal
ta de tradiciones literarias propias y la dependencia con respecto a
las instituciones políticas tienen por efecto una reactualización de
los modelos más tradicionales en materia literaria. Ngugi ha dado
testimonio de los problemas prácticos que afrontaba al elaborar
ficciones literarias en kíkuyu. Explica que no disponía de ningún
modelo, salvo el de la Biblia, y que encontró grandes dificultades
en la construcción de su relato, o en la «ubicación temporal de los
personajes».1
Estas contradicciones múltiples explican que haya muchos es
pacios literarios dominados que, no obstante la imposición de una
lengua nacional específica, siguen siendo literariamente bilingües.
De la misma manera que hubo, en los siglos XVI y XVII, entre las
personas cultas, un bilingüismo 2 latín/francés, instituido y repro
ducido por el sistema escolar debido a la dominación indiscutida
del latín, así también se reconoce la dependencia en el bilingüismo
literario (digrafía) de numerosos espacios literarios. Más aún, se
puede detectar el grado de emancipación lingüístico-literaria, y el
progreso de la apropiación de nuevas riquezas literarias nacionales,
por medio de la desaparición paulatina del bilingüismo (y de la di
grafía), indicio indiscutible del derrocamiento de la sujeción lite
raria. Así, el crédito literario atribuido a la lengua francesa, que se
acumula a lo largo de los siglos XVI y XVII, permitió lo que he lla
mado «la victoria» del francés,3 a saber, su reivindicación simbóli
ca y la aparición progresiva en la práctica de un retroceso del latín
o, por lo menos, de su relegación a un lugar secundario. Hoy en
día los indicios objetivos de la situación política y literaria del ára
be con respecto al francés en Argelia, del kikuyu con respecto al
358
inglés en Kenia, del gaélico con respecto al inglés en Irlanda, del
catalán (o del gallego) con respecto al castellano en España, es de
cir, tanto el status oficial como el número de hablantes, el lugar en
el sistema de enseñanza, el número de libros publicados, el de es
critores que hayan escogido escribir en esa lengua, etc., permiten
medir y analizar el estado exacto de las relaciones de dominación
lingüística y literaria en cada uno de esos países.
359
[...] escritor de talla internacional, siguió siendo casi totalmente
desconocido fuera de Brasil [...]. A la gloria nacional casi hipertro
fiada correspondió una desalentadora oscuridad internacional.»1
Este gran crítico, empeñado en evaluar de nuevo la literatura de su
país, será a su vez, en cierto modo, víctima de este ostracismo es
tructural: como observa Howard Becker, Candido «se quedó en
Brasil, ha escrito en su lengua y ha dedicado lo esencial de su
energía a su literatura, que (exceptuando algunas obras) los lecto
res que no hablan portugués no conocen. Su trabajo es práctica
mente desconocido en el extranjero».2 Exactamente en el mismo
sentido, Cioran evoca en su correspondencia a uno de sus amigos
rumanos, Petre Tutea, que según él habría debido conocer el reco
nocimiento internacional si no hubiese vivido en Bucarest y escri
to en rumano: «¡Qué hombre tan extraordinario! Con su inspira
ción sin par, si hubiese vivido en París hoy tendría una reputación
mundial...»3
En esos espacios medianos también pueden encontrarse situa
ciones de bilingüismo. Cataluña, por ejemplo, que reivindica su
especificidad cultural «nacional», es una región en donde cohabi
tan y rivalizan el catalán y el castellano. En cuanto ha conseguido
que se reconozca su autonomía lingüística y cultural, han podido
crearse instituciones de difusión, distribución y producción litera
ria independientes.4 Hay ahora en Barcelona editores catalanes
que publican obras para un público «nacional» cada vez más nu
meroso gracias a la «catalanización» del sistema escolar. Algunos
escritores, por consiguiente, han podido optar por escribir y pu
360
blicar en lengua catalana y pueden aspirar a ser traducidos directa
mente a las grandes lenguas literarias sin pasar por el castellano. Es
actualmente el caso de Sergi Pámies, Pere Gimferrer, Jesús Mon
eada, Quim Monzó, etc. La aparición de un conjunto de traduc
tores especializados abre la producción literaria a la circulación
internacional y permite que la lengua catalana exista progresiva
mente en el espacio internacional tanto político como literario.
Pero aunque la vía catalana se hace cada vez más legítima, la caste
llana sigue siendo una auténtica alternativa. Más aún, como ya he
mos subrayado, los novelistas en lengua castellana, por definición
más difundidos, y que hacen circular una versión eufemizada, para
uso del gran público, del nacionalismo cultural catalán -en forma
de novelas policíacas, como Manuel Vázquez Montalbán, o de no
velas realistas que evocan la historia de Barcelona, como Eduardo
Mendoza o Juan Marsé-, están mucho más reconocidos y consa
grados en los grandes centros literarios. En otras palabras, en esos
universos, el bilingüismo tiene tendencia a desaparecer dentro de
una misma obra y ya no se encarna en los desgarramientos de crea
dores individuales, pero persiste en forma de lucha por una legiti
midad lingüística en el propio espacio literario nacional.
Pero, en esos espacios «medianos», los polos nacional e inter
nacional propenden a diferenciarse, y las posiciones «nacionales»
cambian de significado. Mientras que en la fase de formación los
creadores nacionales luchaban política y literariamente por la auto
nomía -su politización, ya lo hemos dicho, constituye una forma
paradójica pero real de autonomía™, a ía inversa, en las literaturas en
vías de autonomización, los escritores nacionales rechazan la apertu
ra internacional y se consagran al conservadurismo literario, a la ce
rrazón estética y política. Simultáneamente aparecen escritores que,
rechazando la sumisión total a las normas y a los deberes «nacio
nales», optan por la internacionalidad y las innovaciones estéticas
consagradas en el meridiano de Greenwich. Al mismo tiempo cabe
describir esquemáticamente estos universos medianos como estruc
turas nacidas de la oposición entre los escritores nacionales, conver
tidos en nacionalistas, y los internacionales, modernistas.
Debido a su descentramiento constitutivo, y como producen
en una lengua que posee escasa literariedad o en un espacio muy
361
marginado, los nacionales-conservadores son creadores «no tradu
cidos»: al carecer de existencia, de visibilidad, de reconocimiento,
no existen literariamente fuera del espacio literario nacional. El es
critor nacional tiene una carrera y un mercado nacionales: repro
duce, en su lengua nacional, los modelos más convencionales, que
son también los que más se ajustan a los criterios nacionales (que
él cree nacionales y que sólo están universalmente anticuados).
Como no le exportan, él tampoco importa: hace caso omiso de las
innovaciones estéticas, los debates específicos que se entablan fue
ra de las fronteras nacionales, las revoluciones que hacen época en
el universo. Como no está «traducido», no accede nunca al univer
so literario, es decir, a la idea misma de autonomía. El retrato que
Juan Benet hace de Pío Baroja brinda una especie de definición
quintaesenciada del escritor nacional: «A lo largo de una vida de
más de ochenta años y de una carrera literaria de casi sesenta, ape
nas alteró un ápice las premisas de donde había partido [.„] su
obra termina en el mismo punto donde empezó [...]. Pero entre
su juventud y su madurez, vio pasar el modernismo, el simbolis
mo, el dadaísmo, el surrealismo sin que su pluma conociera el más
ligero estremecimiento; vio pasar a Proust, a Gide, a joyce, a
Mann, a Kafka, por no decir a Bretón, a Célíne, a Foster, a todos
los americanos de entreguerras, la generación perdida, la literatura
de la revolución, sin levantar la cabeza a su paso [,„] ya estaba for
mado cuando su pusieron en circulación las ideas de Marx y
Freud que sólo habrían de levantar su desdén. Y convertido en un
cuerpo inmunizado ni siquiera le afectarían hondamente la guerra
del 14, la revolución bolchevique, el caos de la posguerra o la apa
rición de las dictaduras y fascismos. De alguna manera se había in-
temporalizado .»3
Por escritores «no traducidos» no entiendo que ninguno de
ellos logre ser transcrito en otra lengua. Me refiero a que estando
por definición «retrasados» con respecto al presente de la literatura,
no acceden nunca en verdad a la consagración internacional. De
una manera muy extraña y, sin embargo, demostrativa, se puede
aproximar tanto desde el punto de vista del estilo (siempre «realis-
362
ta») como del contenido (siempre nacional) la gran saga La tierra,
de la escritora coreana Pak Kyongni, candidata nacional oficial al
Premio Nobel, a la obra de Dobrica Cosic (nacido en 1921), ex
presidente de Serbia y autor de novelas nacionales concebidas con
arreglo al modelo tolstoiano, que constituyen inmensos éxitos en
su país; a la de Dragan Jeremic, disecada por Dando Kis en sxiCas
anatomijey que califica de «bonita»; a la de Miguel Delibes en Es
paña... El escritor nacional sólo llega a prosperar en todas las regio
nes del mundo por medio de la reproducción (y la consolidación
en formas múltiples, sobre todo comerciales) de polos nacionales,
nacionalistas, conservadores, tradicionalistas, «ignaros», por em
plear el término de Kis. l odos esos «no traducidos» se oponen
a las fuerzas centrípetas del espacio literario mundial y ponen fre
nos poderosos al proceso de unificación. Son protagonistas del es
pacio literario, completamente orientados hacia la parcelación, la
división de la literatura mundial, hacia su dependencia político-
nacional.
En esos mismos espacios, en lucha con los nacionales, surgen
también creadores que rechazan la limitación nacional y recurren
a los criterios de la innovación y la modernidad internacionales.
Llegan a ser, como hemos visto, «intraductores», es decir, impor
tadores de las novedades centrales, y extraducidos (exportados por
la traducción): su obra, nutrida por los grandes revolucionarios e
innovadores que han dejado huella en las capitales literarias, se
ajusta a las categorías de los que consagran en los centros. Al igual
que Danilo Kis, Arno Schmidt, Jorge Luis Borges, etc., son asi
mismo autores traducidos y reconocidos en París, a pesar de su
pertenencia a espacios literarios muy alejados del meridiano de
Greenwich y muy desposeídos específicamente (y en los cuales
constituyen excepciones).
363
Conrad o Strindberg han adoptado como lengua de escritura, en
un momento dado de su trayectoria, de forma provisional o defi
nitiva, en alternancia o en traducción simétrica y sistemática, sin
verse forzados a ello por ninguna fuerza política o económica, una
de las grandes lenguas literarias mundiales. Esas idas y venidas en
tre dos lenguas, dos culturas, dos universos, son producto de un
bilingüismo (o de una digrafía) que no es en modo alguno la con
secuencia de una dominación colonial o política, pero que sólo es
posible explicar por el peso de la estructura desigual del mundo li
terario: sólo el poder invisible de la creencia de que gozan deter
minadas lenguas y el efecto de «devaluación» que caracteriza a
otras pueden «forzar», sin ninguna coacción aparente, a algunos
creadores a cambiar la lengua de su obra.
Hemos visto que Cioran, tras haber publicado en Bucarest al
gunos libros en rumano, quiso recobrar la lengua de la literatura por
excelencia, es decir, según las representaciones más antiguas de las
relaciones de fuerza en el universo literario, la lengua del «siglo de
Luis XIV», la esencia del clasicismo, y se transformó por tanto en es
critor francés. Así también, pero dentro de una lógica estética y po
lítica completamente distinta, algunos exegetas de Paul Celan, asi
mismo de origen rumano, han sostenido que su poesía, compuesta
en alemán y «contra» el alemán, cuyas estructuras hace estallar, esta
ba escrita «para ser traducida al francés», reclamando la transposi
ción francesa como una liberación de la lengua del holocausto. En
este caso se trataría de una traducción interna en el proceso mismo
de escritura. El propio Celan colaboró estrechamente en la versión
francesa de sus poemas, publicados con el título de Strette (1971),
realizada con jean Daive y André du Bouchet.1 Este libro, traduc
ción asistida, debe considerarse plenamente un texto de Celan (lo
que no impide en absoluto que circulen otras traducciones).
Milán Kundera, escritor checo exiliado en Francia desde 1975,
hace años que escribe sus libros en francés; pero, más aún, desde
1985 ha decidido, tras haber controlado y corregido él mismo la
totalidad de las traducciones francesas de sus libros checos, que la ver
sión francesa de sus obras sea la única plenamente autorizada. Me
364
diante un procedimiento que invierte ei proceso ordinario de la
traducción (y que demuestra, una vez más, que se trata menos de
un cambio de lengua que de «naturaleza»), el texto francés se con
vierte en la versión original: «A partir de ese momento», escribe
Kundera, «considero mío el texto francés y permito que mis nove
las se traduzcan tanto del checo como del francés. Tengo incluso
una ligera preferencia por la segunda solución .»1
LA ORALIDAD LITERARIA
365
Menos radical, en apariencia, que la que consiste en adoptar
una nueva lengua, esta solución es, de hecho, a falta de cualquier
otra salida, una manera de crear la distancia más grande posible
con el polo político cuando la lengua es la misma. Permaneciendo
en la lengua central, es posible reconstruir, merced a diferencias ín
fimas, la misma posición de ruptura explícita que la que permite el
cambio de lengua. Se trata de «exagerar las propias diferencias»,
como preconiza Ramuz, que justamente optó por esta solución en
el cantón de Vaud. Muchos son los que han intentado crear dife
rencias más o menos notorias (en el uso, la pronunciación, los
idiotismos, las incorrecciones deliberadas, la subversión de las con
veniencias lingüísticas, que son también sociales...) en las que basar
una identidad nueva e inalienable a partir del criterio popular.
Es la vía magníficamente inaugurada por el dramaturgo j. M.
Synge al llevar a la escena del teatro la lengua a la vez real y «litera-
lizada» de los campesinos irlandeses: el anglo-irlandés. Esta solu
ción, a la par que es fiel a la representación popular de la lengua
nacional, rompe con los cánones de la conveniencia lingüística in
glesa. La introducción de la lengua oral en la literatura trastoca
por doquier los términos del debate literario y subvierte, con me
dios específicos, el concepto de realismo literario. En el Brasil de
los años 20 y 30, en el Egipto de los años 20 ,1 en el Quebec de los
años 60, en la Escocia de los años 80, en las Antillas actuales, la
oralidad permite, en formas diferentes y para usos diversos, pro
clamar en la práctica una emancipación política y literaria, o en
trambas.
Esta solución concreta de una posición contradictoria permi
te asimismo adoptar posturas de doble rechazo. Del mismo modo
que Synge, al poner en boca de sus campesinos una lengua «mix
ta» en la Irlanda de principios del siglo XX, se niega a escoger en
tre el inglés y el irlandés, el manifiesto de la «criollidad» de Cha-
366
moiseau, Confiant y Bernabé, publicado en París en 1989, expre
sa la negativa a tener que elegir entre Jos dos términos de una
alternativa, «la europeidad y la africanidad »,1 «tenaza» que ha obs
taculizado durante mucho tiempo a todos los escritores «descen
trados».
En los años 1960, los nativos de Quebec, mediante su reivin
dicación del joual, rechazan tanto la influencia de la lengua ingle
sa, a la que han denominado el speak white, como las normas del
«buen» francés. Invirtiendo la condena del joual (transcripción fo
nética de la pronunciación popular en Quebec de cheval, emplea
da para marcar, en principio peyorativamente, la divergencia con
respecto a la norma del francés académico), para convertirlo en el
símbolo lingüístico de una independencia política y literaria veni
dera, afirman su autonomía frente a las dos estructuras lingüísticas
que los dominan, el inglés de Ottawa y el francés de París; reivin
dican el uso y la especificidad de una lengua liberada de las nor
mas francesas y por ende oral, popular y de germanía. Reclamada
como un «criollo» norteamericano, esta lengua oral popular de
Montreal, de origen campesino, que integra numerosos anglicis
mos y americanismos, conquista rápidamente, en los años 60, el
status (incluso provisional) de lengua literaria específica, y permite
imponer políticamente el francés como lengua de la «nación» de
Quebec en lucha contra la hegemonía del inglés, al tiempo que
impide la dominación del francés de Francia. Es sabido que la re
vísta Partí pris, creada en 1963, describe la situación de Quebec
como opresión colonial y se erige en portavoz de uno de los gran
des movimientos de protesta literaria y política en la ciudad. En
1964 las ediciones Parti pris publican Le Cabochon, de André Ma-
jor, y, sobre todo, Le Cassé, de jacques Renaud, que inauguran la
querella del joual, pero principalmente permiten renovar por com
pleto la problemática literaria. Al alejarse de la norma académica,
Quebec ha inventado una vía de expresión propia (destinada a ser
puesta rápidamente en entredicho) que le facultaría, paradójica
mente, para reapropiarse del francés.
367
Según el grado de emancipación del espacio literario, o sea, el
grado de «desnacionalización» de los objetivos literarios, se hará un
uso más o menos autónomo, es decir, más o menos literario, de la
lengua «popular». Pero, en cualquier caso, el uso único (o casi) de una
gran lengua literaria permite a los creadores «avanzar» en la constitu
ción de un patrimonio. Contrariamente a los que crean nuevas len
guas nacionales desprovistas de todo crédito, los escritores que here
dan una lengua dominante, aun si la subvierten y cambian sus
códigos y empleos, ejercen una especie de «apropiación del capital» y
se benefician de todos sus recursos literarios: es ella la que transporta
valor y crédito literarios, mitologías y panteones nacionales; con ella
está asociada antes que nada la creencia literaria. Pueden así «quemar
las etapas». La estética literaria de ios escritores que adoptan, para
transformarla, una gran lengua literaria, es de entrada más innovado
ra, debido al capital literario intrínseco de la lengua, que la de los es
critores que promueven una «nueva» lengua exenta de literariedad.
Por eso los escritores dominados que hablan (y escriben) lenguas cen
trales pertenecen ya a los espacios literarios relativamente dotados.
«MACU.NAÍMA», EL ANTI-CAMÓES
368
nos! Naranjas! No, no, a Europa no voy. Soy americano, y mi lugar
está en América. La civilización europea de veras desmoraliza la in-
tegridá de nuestro caráter.»1 Andrade no es, desde luego, el «pri
mer» escritor brasileño, ni el modernismo el primer movimiento li
terario de Brasil:2 una larga historia literaria les precede. Pero, al
igual que en la América hispanófona, esta historia se componía has
ta entonces, en gran parte, de obras que reproducían, con divergen
cias más o menos reivindicadas, los modelos importados de Euro
pa. Ahora bien, el modernismo, del que Andrade es uno de los
principales «teóricos» o portavoces, es el primer movimiento que
reivindica explícitamente una emancipación literaria nacional. Pue
de decirse que Mário de Andrade se encuentra en la misma posi
ción que Du Bellay cuando éste reclamaba que se pusiera fin a la
dependencia del latín .3 Es el poeta fundador del espacio literario
brasileño en la medida en que es el primero, con el conjunto de la
generación modernista, que, al reivindicar y crear una «diferencia»
nacional, hace entrar al mismo tiempo al espacio literario brasileño
en el gran juego internacional, en el universo mundial de la literatu
ra. Su amigo Oswald de Andrade, autor del manifiesto antropófago
(Tupi or not tupi, that is the question) y del manifiesto de la Poesía
Pau Brasil (Poesía Palo Brasil, del nombre de la madera de tinte que
era la primera riqueza exportada del Brasil colonial), era más explí
cito al respecto. Con esta metáfora silvestre afirmaba su voluntad
de crear una poesía que por fin pudiese exportarse: «Una sola lu
cha», escribe en su manifiesto: «La lucha por el camino. Separemos:
Poesía de importación. Y la Poesía Palo Brasil, de exportación .»4
369
El proyecto modernista es tanto político como literario. En la
famosa Semana de Arte Moderno que se celebró en Sao Paulo en
1922 -manifestación en la que se conmemora el centenario de la
independencia de Brasil y momento fundacional y original del
modernismo brasileño-, un grupo de poetas, músicos y pintores
desgarra solemnemente un ejemplar de las Lusíadas, declarando de
este modo una guerra simbólica a Portugal. Pero quieren también
poner fin a la unívoca dominación literaria de París, donde la ma
yoría de los intelectuales brasileños va a «recibir clases». El modelo
francés es para ellos tan aplastante que quieren, como insiste An-
drade: «Cortar el cordón umbilical que los une con Francia. Los
escritores, en lugar de ir a pavonearse como idiotas a París, deben
coger su hatillo y desenterrar su propio país. ¡Ouro Preto o Ma-
naus, antes que Montmartre o Florencia!»1 El contundente recha
zo de París está a la medida del embeleso y la fascinación extraor
dinarias (y casi fetichistas) que la capital de la literatura ejercía
sobre los brasileños.2 De nuevo hallamos aquí la postura men
cionada más arriba de los escritores fundadores que luchan por la
autonomía tanto política como literaria de su espacio literario na
cional: la fundación como afirmación de diferencias exige una
ruptura con todos los circuitos anexionistas, ya sean estrictamente
políticos -com o la dependencia con respecto a Portugal—o especí
ficos, como la sumisión ante París: «Estamos terminando con la
dominación del espíritu francés», escribe Mário de Andrade a Al
berto de Oliveira. «Estamos acabando con la dominación gramati
cal de Portugal.»3
Macunaíma, publicado en 1928, habrá de convertirse en uno
de los grandes clásicos literarios nacionales. Esta obra jubilosa, im
pertinente y provocadora, contiene todos los rasgos característi-
370
eos de los manifiestos fundacionales literarios, Andrade propone
una «brasilización» de la lengua portuguesa, o sea, exactamente
una apropiación brasileña del portugués a través de los usos de la
lengua hablada en Brasil, la integración en el patrimonio y el arte
nacionales de las sonoridades y aportaciones de la lengua oral que
divergía de las normas portuguesas. «Eludía el sistema portugués»,
escribe al poeta Manuel Bandeira, «quería escribir en brasileño sin
incurrir en el provincianismo. Quería sistematizar las incorreccio
nes cotidianas en las conversaciones, los idiotismos brasileños, sus
galicismos, sus italianismos, su jerga, sus regionalismos, arcaísmos,
pleonasmos.» Exige ante todo que se ponga término a lo que él de
nomina irónicamente el «bilingüismo» de los brasileños: las dos
lenguas del país serían en efecto «el brasileño hablado y el portugués
escrito».1 He aquí un nuevo rasgo común con la historia de la acu
mulación inicial de capital francés en los siglos XVI y XVII: la volun
tad de emanciparse de una norma escrita demasiado fijada y que
impide justamente el enriquecimiento, la transformación de los
usos mediante el recurso a las formas nuevas de la lengua oral. El fa
moso llamamiento de Malherbe a los «ganapanes que transportan
el heno», esto es, a un empleo oral, libre, popular de la lengua, se
concebía como un arma para combatir el uso artificial y sobre todo
la inmovilidad (y, de ahí, el carácter repetitivo) de los modelos es
critos que, al ser continua y cuidadosamente reproducidos, no pue
den renovar (desarrollar, acrecentar) el tejido mismo de la lengua.
En Macunaíma el portugués, lengua escrita y por lo tanto fijada,
cuando no muerta, precisamente se asimila al latín. Los habitantes
de Sao Paulo poseen, escribe Andrade: «[...] su riqueza de expresión
intelectual es tan prodigiosa, que hablan en una lengua y escriben
en otra [...]. En las conversaciones utilízame los Paulistanos de una
jerigonza bárbara y multifacética, crasa de factura, e impura en lo
vernáculo, mas que no deja de tener su saber y fuerza en las apostro
fes, y también en las voces del juguetear [...] tan luego toman la plu
ma se despojan de tantas asperezas y surge el Hombre Latino, de
Linneo, expresándose en otro lenguaje, muy próximo del virgiliano
[...] idioma de meguez, que, con imperecedera gallardía, intitúlase:
371
lengua de CamÓes!»1 Vemos que la estrategia es aquí igual que la de
Beckett que, en «Dante... Bruno. Vico... joyce »,2 afirmaba que el
inglés era una lengua envejecida, cuando no muerta, lo mismo que
el latín en Europa en la época de Dante.
Así también, y con una lógica próxima a la de Joyce en Ulises,
esta reivindicación de una literatura nacional escrita en una lengua
nacional va de la mano con la voluntad de quebrar los tabúes cul
turales, gramaticales, sexuales, léxicos, literarios del moralismo co
lonial y del decoro social, de negarse, en suma, a respetar la jerar
quía dominante de los valores literarios. La civilización tropical, o
el «tropicalismo», que Andrade defiende, exige la afirmación de
una «barbarie» que invierta el orden cultural oficial. Por eso escri
be, al principio de su diario de viaje de 1928, a propósito de la ca
rioca -habitante de R io- por oposición a la paulista -habitante de
Sao Paulo, más europea-: «Por ello toda esa belleza exuberante de
la carioca refleja un país nuevo de América, una civilización que
califican de bárbara porque contrasta con la civilización europea.
Pero lo que tachan de bárbaro todas esas gentes privadas de nues
tro hermoso país no es en realidad sino una reeducación. Síntoma
embriagador de Brasil.»3 Macunaima es un texto deliberadamente
provocador, una jerga chistosa, antiliteraria, que asume todas las
contradicciones aparentes de la lucha contra todas las formas de
seriedad europea.
Pero no sólo se trata de «nacionalizar» la lengua; Andrade
quiere también, como todos los escritores fundadores de literaturas
nacionales emergentes, reunir los recursos existentes para transmu
tarlos en recursos literarios y culturales. Ahora bien, los únicos pre
cedentes a los que puede recurrir para recobrar, compilar, reunir y
literarizar cuentos, leyendas, ritos, mitos populares, son los etnoló
gicos. En otras palabras, mientras que trata de emanciparse políti
camente (y lingüísticamente) de Portugal, pero asimismo cultural
y literariamente de Europa, Andrade se ve obligado a recurrir a las
investigaciones etnológicas europeas, que han sido las primeras en
372
describir las especificidades culturales existentes. Se sabe que la
idea de ese texto se le ocurrió tras la lectura del libro del etnólogo
alemán Koch-Grünberg Vom Roroima zum Orinoco-Mythen und
Legenden der Taulipang und Arekuná Indianem} colección de le
yendas y relatos míticos indios en la que aparece el personaje de
Macunaíma .2 Partiendo de datos etnológicos, lingüísticos, geográ
ficos, de lecturas y referencias eruditas, mediante la acumulación
de un material aún disperso, destinado a proporcionar los funda
mentos de una cultura propiamente brasileña, Andrade trata de ex
hibir y exponer una «suma» de saber sobre Brasil. Este proyecto se
acompaña de una voluntad explícita de unificar culturalmente la
nación brasileña: Andrade intenta juntar dentro de un solo y mis
mo texto («Un solo Brasil y un solo héroe», escribe en 1935 a pro
pósito de su libro)3 todas las regiones, las diversidades geográficas y
culturales, las particularidades del país.4 «Uno de mis intereses»,
precisaba, «ha sido no respetar, de manera legendaria, la geografía
y la fauna y la flora geográficas. Desregionalizaba así la creación
todo lo posible, al mismo tiempo que lograba el mérito de conce
bir Brasil literariamente como una entidad homogénea: un con
cepto étnico nacional y geográfico .»5 Para evitar el realismo (y, por
tanto, las divisiones regionalistas), sitúa en el sur leyendas del nor
te, mezcla expresiones de gauchos con giros septentrionales, tras
planta animales y vegetales. Pero, simultáneamente, inventa una
postura doble muy refinada: a la par que recopila y ennoblece ex
plícitamente un patrimonio cultural hasta entonces monopolizado
por la etnología, adopta un tono irónico y paródico que, de un
modo literario, niega y mina los fundamentos del conjunto de la
empresa.
Además de la exposición de mitos y leyendas, la narración,
373
subtitulada «rapsodia», es también la ocasión de una especie de in
ventario del vocabulario específicamente brasileño .1 Mediante
enumeraciones (a menudo calificadas de rabelesianas), de efecto a
menudo cómico, el escritor compone un repertorio de términos
que se convertirán en específicamente brasileños. Como son em
pleados literariamente por primera vez, adquieren, gracias al proce
dimiento de Andrade, una doble existencia -nacional (entran a
formar parte del léxico «autorizado» o, por lo menos, reconocido)
y literaria (poética)-: «Preguntaron para todo cuanto es ser, apere-
mas titís tatús-mulitas iguanas ranas tortugas-escorpión de la tierra
y de los árboles, [...] pa la lagartija que anda picas con el ratón, pa
los pacús parones paiches sabaleros del río, los picaparras flamen
cos y patos-marrecos de la playa, todos esos seres vivos, pero nadie
había visto nada .»2 Aquí también podemos ver que se trata de una
estrategia universal: ya Du Bellay exhortaba a los «poetes jrangoys» a
enriquecer el vocabulario de la poesía «frangoyse» con los términos
técnicos que emplean los diferentes gremios; palabras «modernas»,
que no podían existir o tener siquiera equivalencias en latín y que
constituían así una especificidad real (originalidad) francesa: «Y
además te quiero advertir de que frecuentes a veces no solamente
a los excavadores, sino también a todo género de obreros & gen
tes mecánicas, como marineros, fundidores, pintores, grabadores
& demás, escrutar sus invenciones, los nombres de las materias,
herramientas, & los vocablos usados en sus artes y oficios, para sa
car de ellos bellas comparaciones y vivas descripciones de todas las
cosas.»3
La mejor prueba de que Macunaíma es un texto nacional, de
aspiración nacional, es que habrá de conocer un éxito inmenso en
todo el país, pero su traducción tendrá una difusión difícil. Es ac
1. Se sabe que un poco más tarde joáo Guimaraes Rosa (1908-1967) pro
cederá, de una manera muy similar, en sus relatos y en especial en su gran no
vela, Grande Sendo: Veredas, a enriquecer decisivamente el vocabulario nacio
nal brasileño, por medio de enumeraciones incontables de términos que
designan la fauna y la flora del sertáo. [Gran Serrón: veredas, Madrid, Alianza,
1999.]
2. M. de Andrade, Macounaima, op. cit., p. 54.
3. J. du Be 11ay. La Deffence et Lilastration de la languefrangoyse, op. cit., p. 172.
374
tualmente un clásico brasileño incluido en el programa de oposi
ciones, objeto de decenas de obras críticas, comentarios, interpre
taciones 7 glosas, adaptaciones cinematográficas y teatrales; se ha
convertido incluso en el tema de desfile de una escuela de samba . 1
Pero cruzará muy difícilmente las fronteras y sólo mucho más tar
de accederá al reconocimiento internacional. El mismo año de la
aparición del libro en Brasil, Valery Larbaud había pedido a jean
Duriaud, uno de los principales traductores de literatura brasileña
en Francia, que indagara acerca de una posible traducción del tex
to. El traductor respondió a Larbaud en octubre de 1928: «No, no
conozco nada de Mário de Andrade; por consejo de usted, le había
escrito, pero, lo cual ilustra lo que le decía anteriormente, nunca
ha dado señales de vida.»2 A Andrade, que se niega a someterse al
veredicto central, y está enfrascado en su tarea nacional, parecen
preocuparle muy poco, como a todos los fundadores literarios que
procuran cortar en seco las anexiones centrales sistemáticas de los
textos nacionales, las posibles traducciones de su texto .3 Pero no se
trata sólo del desinterés consustancial de Andrade por la traduc
ción: el desconocimiento de Macunaíma en Europa es, simétrica
mente, la prueba del etnocentrismo crítico de los centros. Tras una
traducción al italiano en 1970 y otra al español en 1977, la prime
ra traducción francesa (firmada por Jacques Thiériot) se publica en
1979 -es decir, cincuenta años después de su publicación en Bra
sil-, tras haber sido rechazada por varios editores (no obstante el
dictamen favorable de Roger Cailiois y Raymond Queneau). Y, en
lugar de ser objeto de un reconocimiento específico tardío pero
1. M. Riaudel, «Toupi and ñor toupi, une aporie de l’étre nacional», loe. cit.,
p. 290.
2. Citado por Pierre Rivas, «Recepción critique de Macaunaima en France»,
en M. de Andrade, Macounaima, op. ck., p. 315.
3. A la inversa, su compatriota Oswald de Andrade, que hacía numerosos
viajes a París, trataba de darse a conocer y de ser traducido. Consiguió un en
cuentro con Larbaud, a pesar de haber prevenido a éste en su contra Mathilde
Pomés, que consideraba a los latinoamericanos «gentes sedientas de renombre
europeo», y Oswald le hizo conocer, aparte de sus propias obras, que no consi
guió que se tradujeran, la producción brasileña moderna. Le ofreció un volumen
de ias obras del gran novelista brasileño del siglo XIX Machado de Assis. CF.
Béatrice Mousli, Valery Larbaud, op. cit., p. 378.
375
muy merecido, la versión francesa se impone a la postre tan sólo
gracias a un gigantesco malentendido: el texto, editado en una co
lección consagrada a los escritores hispanófonos del «boom», es asi
milado a esa estética, considerada «barroca», con la que, evidente
mente, no tiene relación alguna.
La continuación de su recorrido, que en cierto modo no hace
más que amplificar ese proyecto inicial, muestra, sin ninguna am
bigüedad, la verdadera naturaleza de la empresa literaria y cultural
nacional de Andrade. A partir de 1928, en efecto, año de la pri
mera edición de su relato legendario, el autor se consagra a la re
copilación de datos musicales, folklóricos, que pudieran servir de
base y enriquecer la cultura nacional brasileña. Musicólogo, em
prende investigaciones sobre cantos y bailes populares para un
«diccionario musical brasileño», y publica regularmente obras de
etnomusicología, organiza el primer congreso de la lengua nacio
nal cantada y participa en la creación del Servicio deí Patrimonio
Histórico y Artístico Nacional. Será asimismo, en 1938, junto con
Claude Lévi-Strauss, fundador de ía Sociedad de Etnografía y de
Folklore en Rio de Janeiro.
El itinerario de Mário de Andrade, tan nacional que se negará
siempre a abandonar Brasil para viajar a Europa, no le convierte,
empero, en un nacionalista triunfalista e ingenuo. Al contrario: la
particularidad de ese «héroe sin carácter», como indica el subtítulo
del relato, consiste en que es un «mal» salvaje, concebido a la in
versa de todos los presupuestos del «héroe» nacional, encarnación
de los valores nacionales. Carece de buenos sentimientos, es pere
zoso, astuto, embustero, parlanchín y camorrista. Sus primeras pa
labras serán: «¡Tengo galbana!» Según el etnólogo alemán Theo-
dor Koch-Grünberg, es el personaje de una leyenda taulipanga
cuyo nombre está formado por la palabra maku (malvado) y el su
fijo aumentativo ima. Macunaíma, por tanto, quiere decir «malísi
mo». Y Andrade lo escoge como personaje de su narración y em
blema nacional porque le ha llamado la atención el hecho de que
Koch-Grünberg le presente «como un héroe sin ningún carácter».
Tom a esa palabra en el sentido de «carácter nacional» y, en su pre
facio inédito de 1926, explica así su proyecto: «El brasileño no tie
ne carácter [...]. Y con la palabra carácter no determino solamente
376
una realidad moral, sino que entiendo más bien la entidad psíqui
ca permanente, que se manifiesta en todo, en las costumbres, en la
acción exterior, en el sentimiento, en la lengua, en la Historia, en
el modo de andar, tanto en el bien como en el mal. El brasileño
no tiene carácter porque no posee ni civilización propia ni con
ciencia tradicional. Los franceses poseen carácter y asimismo los
yuyubas y los mexicanos. Haya o no contribuido una civilización
propia, un peligro inminente o la conciencia secular, lo cierto es
que ellos tienen un carácter. No así el brasileño. Es como un mu
chacho de veinte años: se le pueden advertir tendencias generales,
pero todavía no es tiempo de afirmar nada [...]. Y mientras yo me
ditaba acerca de estas cosas caí sobre Macunaíma en el alemán de
Koch-Grünberg. Y Macunaíma es un héroe asombrosamente des
provisto de carácter.»1
La fuerza de la empresa de Andrade es su lucidez y lo que po
dríamos denominar su nacionalismo crítico y reflexivo. Nativo de
un país joven y desprovisto, Andrade sabe que no puede luchar
con armas iguales con las grandes naciones culturales: sabe que la
desigualdad no es sólo algo padecido, sino incorporado, y que el
pasado de dependencia, la pobreza concreta, la falta de recursos li
terarios impiden la formación de un «carácter nacional», o sea, un
capital, la reunión de recursos culturales nacionales, la creencia co
mún en una lengua y una literatura, objetos de culto nacional...
Habla de la desigualdad (es decir, de la falta de historia, de cultu
ra, de literatura, de lengua) en la forma de una especie de deformi
dad fisiológica: «El héroe dio un estornudo y se arrecho. Se fue
enderezando, creciendo fortificando y se puso del tamaño de un
hombre tronchado. Pero la cabeza sin mojar quedó para siempre
ñata y con la carita singraciada de guacho-chico .»2 La proclama
ción literaria fundacional se opera, no en un gesto de ingenua ce
lebración nacional, simple voluntad de ennoblecer a toda costa
una cultura nacional, sino que se inscribe en una conducta inten
cionada de ridiculización propia y de interrogación acerada sobre
las flaquezas y cobardías nacionales.
377
Andrade inventa el «nacionalismo paradójico», es decir, una
modalidad de pertenencia que, consciente de las múltiples parado
jas e incluso de las aporías en las que se basa, llega, sin embargo, a
superar, sobre todo por medio de la ironía, la maldición de proce
der de un pueblo desposeído. No obstante su decepción (o su rea
lismo), trata en verdad de dar cimientos a la nación brasileña: así,
la metáfora de Macunaíma y sus dos hermanos -blanco, negro y
rojo-, que representan las tres etnias fundadoras de Brasil, y que
ejemplifican, según Pierre Rivas, la «vitalidad de un pueblo joven
y rico en diversidad», «contra los mitos eugenésicos y racistas ante
riores que deploran la decadencia de un Brasil mestizo».1
Quien escribió un día: «Yo soy un indio tupí que toca el laúd»
-formidable síntesis de su desgarramiento cultural y su tragedia
íntima y colectiva- no podía por menos que afirmar que él mismo
era una paradoja viviente. De ahí que hoy en día se pueda consi
derar que Macunaíma es un emblema de todos los relatos funda
cionales nacionales: esta empresa literaria múltiple y compleja,
tanto nacional como etnológica, modernista, irónica, desencan
tada, política y literaria, lúcida y voluntarista, anticolonial y anti
provinciana, autocrítica y plenamente brasileña, literaria y antilite
raria, lleva a su más alto grado de expresión el nacionalismo cons
titutivo de las literaturas desposeídas y emergentes.
378
tas por la dominación política, lingüística y literaria, y provocar
violentas rupturas que son tanto políticas (la lengua del pueblo
como nación) como sociales (la lengua del pueblo como clase) y li
terarias. Una de las técnicas más empleadas por los escritores es re
currir al registro de la obscenidad o de la grosería (lo que los críticos
de la literatura legítima llaman «vulgaridad»1)? que expresa una vo
luntad de ruptura y la aplicación de una violencia específica.
Sabemos que Walt Whitman, resuelto a romper con los cáno
nes literarios ingleses, desbarata no sólo la forma poética, sino tam
bién la propia lengua inglesa al introducir, en Hojas de hierba, ar
caísmos, neologismos, términos de jerga, palabras extranjeras y, por
supuesto, americanismos. Mejor aún, cabe afirmar que el nacimien
to de la novela norteamericana coincide con la «invención» de la
oralidad en la escritura de lengua inglesa, con la publicación, en
1884, de Huckleberry Finn, de M arkTwain: la crudeza, la violencia,
el inconformismo de la lengua popular rompían definitivamente
con las normas literarias británicas. La narrativa norteamericana
creaba su diferencia mediante la reivindicación de una lengua espe
cífica liberada de los corsés de la lengua escrita y de las reglas de la
ortodoxia literaria inglesa; es sabido que Hemingway escribió, a
propósito de este libro: «Toda la literatura norteamericana moderna
desciende de Huckleberry Finn [...]. Todo lo que se ha escrito en
Norteamérica procede de ahí. Antes no había nada. No ha habido
nada tan bueno después.» Con esa novela el mundo literario y el
público norteamericano pudieron reivindicar una verdadera «ame-
ricanídad», una oralidad, una especificidad, en suma, una diferencia
que descansaba en todas las variantes dialectales del meltingpot, una
alegre distorsión iconoclasta de la lengua legada por los ingleses.
De la misma manera, si se ha podido hablar de «Escuela de
Glasgow», a propósito de los novelistas escoceses surgidos en 1984,
es porque tienen en común el uso explícito de una lengua popular
que es también una forma concreta de reivindicación nacional: esos
escritores, vinculados con el movimiento nacionalista escocés, tra
tan de conferir una existencia literaria a una lengua obrera, que se
1. Cf. Angela Mac Robbie, «Wet, wer, wet», IJber. Revue internationale des
livres, n.° 24, Écosse, un nationalisme cosmopolite?, octubre de 1995, pp. 8-11.
afirma como un particularismo de la «nación» escocesa, y ello con
tra las representaciones campesinas y bucólicas de una nación con
cebida, desde Herder, como conservadora de leyendas antiguas y
del genio del pueblo. La gran subversión introducida por james
Kelman, por ejemplo, es la de la importación radical, esto es, exclu
siva, de esta lengua popular y urbana en sus novelas. Kelman ha
querido poner fin a la convención (tanto literaria como política) en
virtud de la cual, cuando se da la palabra al pueblo en una novela,
hay que cambiar de registro y de nivel de lenguaje. La «nobleza» y el
uso literarios reservan, por tanto, para los diálogos el estilo que se
llama hablado, mientras que el narrador se expresa con la «altura» li
teraria. Esta convención, dice Kelman, descansa en un presupuesto
inherente al funcionamiento social de la literatura, según el cual
«lector y escritor son idénticos, se expresan con la misma voz que el
relato y son distintos de esos putos proletas que dialogan en clave
fonética»,1 Así, en su novela The Busconductor Hiñes,1 transcribe el
ritmo y el idioma de Glasgow (prescindiendo de la transcripción fo
nética, como hace su compatriota Tom Leonard, por ejemplo) y se
ñala la equivalencia entre el diálogo y la narración suprimiendo las
comillas [con que se indican los diálogos en inglés]. Kelman rechaza
enfáticamente que tachen su lenguaje de «grosero» o de «obsceno», a
pesar de la gran frecuencia de vocablos no conformes con la ortodo
xia literaria que hay en sus textos: como cuestiona las jerarquías na
cionales y sociales, subvierte también la distinción entre las grandes
palabras y las palabrotas. Sobre todo, al utilizar la lengua inglesa,
crea una «diferencia» tanto social como «nacional» mediante la exhi
bición y la reivindicación de una lengua popular que se afirma
como una especificidad escocesa.
380
generaciones de poetas y de novelistas, de crear una lengua especí
ficamente brasileña, tanto en sus usos como en su vocabulario, ha
bían sido el motor primero, el catalizador de la formación de una
literatura y un universo literario nacionales. La propia definición
de la lengua, de su empleo y de su forma, presta contenido a las
primeras luchas internas. El nuevo modo de expresión pasa a ser
lo que está en juego en los debates, y en torno de lo cual se organi
za y se unifica el conjunto del espacio. La oposición entre jorge
Amado y Mário de Andrade en el Brasil de los años 30 es caracte
rística de esta clase de luchas unificadoras. Jorge Amado buscó
una vía popular en sus primeras novelas, con arreglo a una pers
pectiva directamente política :1 ingresa en las Juventudes Com u
nistas en 1932 y escribe una de sus primeras novelas, Cacao, a fi
nales del 32 y principios del 33, bajo la influencia, dice, de «la
novela proletaria» soviética, que empezaba a traducirse y publicar
se en algunas editoriales de Sao Paulo. Después, mientras busca
los instrumentos novelescos que le permitan describir la miseria de
los campesinos y de las clases populares del nordeste brasileño, se
mantiene fiel a las convenciones neonaturalistas heredadas de la
novela proletaria: «Lo decisivo para nosotros fue la revolución de
1930, que representaba un interés por la realidad brasileña que el
modernismo no tenía, y un conocimiento del pueblo que los es
critores modernistas no tenían en absoluto y nosotros sí poseía
mos .»2 Amado quiso introducir en Brasil una revolución literaria
que fuese también, de forma inseparable, una revolución políti
ca: «No queríamos ser modernistas, sino modernos: luchábamos
por una literatura brasileña que, siéndolo, tuviera un carácter uni
versal; por una literatura inserta en el momento histórico que vi
víamos y que se inspirara en nuestra realidad para transformarla.»3
Amado rechaza, pues, las opciones del modernismo brasileño, que
le parecen signos de una literatura «burguesa» y cuya revolución
formal se le antoja facticia, precisamente porque no puede servirse
381
de una «autenticidad» popular: «La lengua de Macunaíma es una
lengua inventada, no es una lengua del pueblo el modernismo
fue una revolución formal, pero, desde el punto de vista social, no
aportó gran cosa .»1 Sabemos que Synge, en el Dublín de comien
zos del siglo XX, fue virulentamente atacado en los mismos térmi
nos, y que le acusaron de llevar a la escena una lengua del pueblo
falsa: la rechazaban tanto por no ser correcta desde el punto de
vista de las normas nacionales como por ser inadmisible desde el
punto de vista de las representaciones políticas del pueblo.
El de Brasil es uno de los casos que muestran que una rup
tura lingüística preconizada por los escritores, incluso dentro de
la misma lengua, puede conducir a una verdadera independencia
literaria (y nacional). Esta discrepancia permite exhibir y mani
festar en la práctica la «diferencia» reivindicada como identidad
nacional. Brasil consiguió imponer su existencia literaria autóno
ma a partir de la escisión del «modernismo» en los años 20 , esci
sión que fue sustituida y en cierto modo reforzada políticamente
por luchas lingüísticas incesantes a las que en cierto modo legiti
mó: la reivindicación de una lengua brasileña intrínsecamente
distinta del portugués -incluida la ortografía- se apoyaba amplia
mente en esa conmoción que sacudió de forma duradera (en la
prosa y en el diccionario) las reglas de la lengua escrita. En este
sentido, la oralidad (y, por ende, la libertad) (re)inventada por
Andrade en Macunaíma es una de las etapas más importantes en
el reconocimiento de una especificidad lingüística y cultural de
Brasil.
LA CRIOLLIDAD SUIZA
382
manifiestos literarios que reivindican ei uso y la conversión litera
rios de dos lenguas populares: una dialectal y otra criolla. Emanan
de escritores dominados por el espacio literario francés de dos ma
neras claramente distintas, y que han afirmado su diferencia con
más de setenta años de distancia. Uno, suizo de lengua francesa,
pertenece a un país dominado literariamente (pero no políticamen
te) por el espacio literario francés, el cantón de Vaud, en el cual no
había sido aún posible constitución alguna de patrimonio literario
debido a que todas las producciones literarias habían sido hasta en
tonces anexionadas a las de Francia. Se trata de Ramuz, que en
1914 publica, como ya hemos dicho, Raison d ’étre} el primer nú
mero de los Cahiers vaudois. Los otros, antillanos, proceden de un
espacio literario emergente, no independiente políticamente, largo
tiempo sometido a dominación colonial: la Martinica. Jean Berna
bé, Patrick Chamoiseau y Raphaél Confiant publican un Eloge de la
créolité en 1989, setenta y cinco años después del manifiesto «vau-
dés» de Ramuz.
Tras su fracaso en obtener el reconocimiento de escritor en
París, Ramuz vuelve a su país natal y se dedica a fundar una «dife
rencia vaudesa». Los antillanos, por su parte, proclaman una iden
tidad «criolla» para oponerse tanto a la norma literaria francesa
como a la revolución poética y literaria de la negritud impulsada
por su antecesor, Aimé Césaire, Su primer gesto en común consis
te en devolver el estigma normalmente atribuido a la lengua popu
lar de su país y reivindicar como una diferencia positiva lo que se
condenaba como provinciano o incorrecto. Ramuz subraya, al
igual que Chamoiseau, Confiant y Bernabé, que el habla dialectal
y el criollo han sido durante largo tiempo lenguas despreciadas,
vejadas, ridiculizadas, en principio, por los mismos que las hablan,
víctimas de la imposición de las normas del francés; «vaudeserías»>
por un lado, «negrerías», por el otro, han sido siempre objeto de
caricaturas, «viejo caparazón de desprecio hacía nosotros mismos»,
para unos,2 burla para el otro: «De nuestra habla, que tiene tanto
sabor», escribe Ramuz, «además de rapidez, claridad, precisión, vi
383
gor (las cualidades justamente que más echamos en falta cuando
escribimos “en francés”), de esa habla dialectal nos acordamos sólo
en la comedia burda y en la farsa, como si nos avergonzásemos de
nosotros mismos .»1
Quieren asimismo dotar de una escritura, o sea, de una codifi
cación gramatical y una existencia literaria, a una lengua popular
que no tenía hasta entonces más que una existencia oral:2 «Oh,
acento», escribe Ramuz, «estás en nuestras palabras, y eres tú la in
dicación, pero no estás todavía en nuestra lengua escrita. Estás en
el gesto, estás en el ritmo ...»3 Los escritores antillanos, por su par
te, declaran necesaria «una adquisición de la lengua criolla más
adecuada en su sintaxis, en su gramática, en su léxico [...] en su es
critura (aunque esta última estuviese alejada de los hábitos france
ses), en sus entonaciones, en sus ritmos, en su alma [...] en su poé
tica».4
Como (casi) por doquier en el mundo, en las épocas de for
mación y fundación literarias el primer gesto consiste en reapro-
piarse de la cultura popular oral: «La literatura antillana no existe
todavía», aseguran los escritores martinlqueses al principio de su
manifiesto. «Estamos en un estado de preliteratura.»5 Por eso la
oralidad y el recurso a la cultura popular oral serán la base de esta
nueva literatura: «Proveedora de cuentos, proverbios, canciones
infantiles, cantos, etc., la oralidad es nuestra inteligencia, nuestra
lectura del mundo [...]. Volver a ella, sí, para restablecer en primer
lugar esa continuidad cultural (asociada con la continuidad histó
rica restaurada) sin la que es difícil afirmar la identidad colectiva
Volver a ella, lisa y llanamente, para revelar la expresión pri
mordial de nuestro genio popular [...]. En suma, fabricaremos una li
teratura que no suprima en absoluto las exigencias modernas de la
384
escritura al tiempo que se enraíza en las configuraciones tradicio
nales de nuestra oraüdad .»1
Para Ramuz se trata de restituir una «verdad» de la lengua po
pular del cantón de Vaud. Como fundador de un «estilo» nuevo,
«surgido» de un país y de un paisaje, Ramuz reivindica la trans
cripción literaria de un empleo real y popular de la lengua vaude-
sa. La revolución estilística que él lleva a cabo en los años 1920 (y
que la historia literaria atribuye sólo a Céline) consiste en dar la
palabra al «pueblo» en la ficción novelesca y conferirle una posi
ción de sujeto habíante y hasta de narrador en el desarrollo del re
lato. En sus libros el habla popular no sólo se objetiviza en los diá
logos, sino que se integra en la propia narración. Hallamos aquí,
rasgo por rasgo -descontando la postura política-, la tentativa for
mal, lingüística, estética y social que el novelista James Kelman
reinventó en la Escocia de los años 1980. Ramuz explica su técni
ca deliberada en una carta a Claudel en que resume la cuestión del
distanciamiento literario de la lengua popular: «... so pretexto de
novela, innumerables autores desprecian y halagan a la vez al pue
blo (lo que queda de él) y a la lengua de ese pueblo, que es la úni
ca que cuenta, porque todo sale y entra de ella y porque ella no
puede equivocarse; pero que esos prófugos de la Sorbona sólo uti
lizan entre comillas, es decir, sin tocarla más que con pinzas.»2
Ramuz y los escritores criollos tienen también en común la
mísma visión de la «pequeñez» de sus países respectivos, que en el
escritor de Vaud reviste la forma de una reevaluación no sólo del
país sino del paisaje: «Es diminuto, nuestro país», escribe, «pero
tanto mejor. Así lo abarco entero con la mirada y, de un vistazo,
lo enumero [...]. Y al abarcarlo así, todo entero, de un vistazo, lle
go más fácilmente a comprenderlo, su “tono ”,3 su carácter, y en
385
tonces puedo descartar todo lo demás.»1 «Nuestro mundo, por pe
queño que sea», escriben los antillanos, «es vasto en nuestro áni
mo, inagotable en nuestro corazón y, para nosotros, dará siempre
testimonio del hombre .»2 La afirmación de un valor intrínseco del
país y del pueblo, por despreciados, desconocidos o desprovistos
de recursos literarios que sean, es también una manera de luchar
contra las normas instituidas por los centros, una forma de reivin
dicar el derecho a la existencia y a la igualdad literarias. Así debe
comprenderse su deseo común de que se eríjan en objetos litera
rios legítimos los objetos y los seres más humildes, como los cam
pesinos de Ramuz; los escritores criollos aseveran, en ese mismo
sentido, que la literatura que van a «inventar» «sienta el principio
de que no existe en nuestro mundo nada que sea pequeño, pobre,
inútil, vulgar, inapto para enriquecer un proyecto literario».3
El capataz de los Cahiers vaudois y los artesanos de la criollidad
coinciden asimismo en el terreno del antiteoricismo: «El terroris
mo ordinario sostenía entonces el teoricismo distinguido, ambos
impotentes para salvar del olvido a la menor cancioncilla. Así iba
nuestro mundo, impregnado de devoción intelectualizante, com
pletamente separado de las raíces de nuestra oralidad »,4 escriben
los criollizantes; Ramuz opta por la «sensibilidad», la «emoción»
del retomo a las cosas, contra el academicismo de los textos y de la
lengua: «... pero ¿es que no vamos a romper por fin con nuestro
intelectualismo, si así se llama, como creo, y soltar las riendas del
instinto?»
Proclaman también un rechazo parecido del regionalismo, y
hacen una defensa sistemática contra la acusación de replegarse so
bre sí mismos: «Se habla mucho en estos tiempos», escribe Ramuz,
«de “regionalismo”: no tenemos nada en común con esos aficiona
dos al “folklore” . La palabra (una palabra anglosajona) nos parece
tan desagradable como la cosa. Nuestros usos y costumbres, nues
tras creencias, nuestra manera de vestir [...] todas esas pequeñeces,
386
que hasta ahora sólo han parecido interesar a nuestros apasionados
por la literatura, no solamente carecerán para nosotros de impor
tancia, sino que incluso se nos antojarán singularmente sospecho
sas [...]. Lo particular sólo puede ser, para nosotros, un punto de
partida. No acudimos a lo particular sino por un amor a lo gene
ral y para alcanzarlo de un modo más seguro .»1 Pero, aun si Ra
muz excluye, de acuerdo con la retórica de la denegación, todo
proyecto de fundación de literatura nacional, se ve claramente que
se trata de la misma lógica: «Descartemos», escribe, «toda preten
sión de una “literatura nacional”: es a la vez pedir demasiado y no
lo suficiente. Demasiado, porque no hay literatura llamada nacio
nal más que cuando existe una lengua nacional y nosotros no teñe-
mos una lengua propia; no lo suficiente, porque entonces parece
que aquello por lo que pretendemos distinguimos son nuestras
simples diferencias exteriores,»2 Pero se propone reivindicar una
frontera que le ha sido designada como un estigma literario, para
encontrar una posición que le permita «inventar» una postura
inédita y evitar la alternativa de la anexión pura y simple (conver
tirse en francés) o de la inexistencia (ser suizo y marginado como
«provinciano»). Chamoiseau, Bernabé y Confiant declaran, a su
vez: «Recusamos las derivaciones de localismo u ombliguismo que
algunos parecen detectar en esto. No puede existir una verdadera
apertura al mundo sin una comprensión previa y absoluta de lo
que nos constituye...»3 Y, considerando la necesidad de acceder a
lo universal como una sumisión adicional al orden francés, preco
nizan la creación de una «diversalidad» que sería una universalidad
reconciliada con las regiones descentradas del mundo: «La Litera
tura criolla se burlará de lo Universal, es decir, de esa aceptación
disfrazada de los valores occidentales [...] esa exploración de nues
tras particularidades [...] conduce a lo natural del mundo [...] y
opone a la universalidad la posibilidad del mundo difractado pero
1. C. F. Ramuz, Raison d ’etre, op. cit., p. 67. Podemos leer esta última frase
como una confesión: hacer del cantón de Vaud un simple desvío para acceder a
París, es decir, a la universalidad.
2. Ibídem, pp. 68-69. La cursiva es mía.
3. J. Bernabé, P. Chamoiseau, R. Confiant, Éíoge de la créolité, op. cit., p. 41.
387
recompuesto, la armonización consciente de las diversidades pre
servadas: la Diversalidad .»1
388
no ver que todos aquellos que habían mostrado hasta entonces algu
na vitalidad en este país sólo habían alcanzado un éxito cierto y ob
tenido una afirmación de sí mismos después de haber cruzado la fron
tera, después de habernos repudiado, o, más sencillamente, olvidado:»1
A partir de estas posiciones inicialmente asumidas, la trayecto
ria de las obras y los escritores sufre la misma evolución. A más de
setenta y cinco años de distancia, estos dos manifiestos van a cau
sar el mismo efecto sobre sus autores: en lugar de establecer un
distanciamiento real y una ruptura definitiva con el centro cuya
legitimidad, en un primer momento, han negado (o afirmado que
negaban), la proclamación de independencia les permite, paradóji
camente, ser percibidos y reconocidos por las instancias parisinas.
Ramuz es publicado diez años más tarde por Bernard Grasset, que
le hace acceder al reconocimiento francés e internacional. Sus po
siciones en materia lingüística son objeto de un vivo debate críti
co: el célebre Pour ou contre C. F. Ramuz, en el cual se le acusa de
«escribir mal», aparece en 1926.
De manera homologa, la crítica parisiense ha transformado en
simple innovación de orden estético y semántico lo que los porta
voces de la criollidad habían concebido en términos de ruptura lin
güística y política. Su reconocimiento por parte del centro se hizo
al precio de una reapropiación parisina de su problemática antilla
na. La voluntad de estos autores de afirmar una «política literaria»
ha sido en cierto modo neutralizada por su ingreso en la categoría
de «literatura francesa». El «descubrimiento» parisino de la novela
antillana, que se ha manifestado hasta en los lugares más conserva
dores de la estética novelesca -el jurado Goncourt-, ha sido la oca
sión no de aceptar la dimensión propiamente criolla de esta escri
tura, sino de festejar la grandeza y el genio de la lengua nacional, y
de regocijarse por el éxito y los logros de escritores procedentes de
la colonización conforme al modelo de Inglaterra. Ni Confiant ni
Chamoiseau habían ya, como lo hicieron en sus comienzos, de es
cribir en criollo y de publicar en su país. Han pasado de las edicio
nes caribeñas a los editores más prestigiosos de París, y han adopta
do un francés criollizado legible para todos los francófonos.
389
Sigue en pie, como vemos, que esta voluntad de imponerse
por medio de la reivindicación de una diferencia lingüística den
tro mismo de una gran lengua literaria es una de las grandes vías
de subversión del orden literario, es decir, y de manera indisocia-
ble, una forma de cuestionar el orden estético, gramatical, políti
co, social, colonial, etc.
390
5. EL PARADIGMA IRLANDÉS
391
demasiado abstracta -expuesta por eso mismo a parecer arbitra
ria-, he querido analizar la totalidad del caso irlandés, que servirá
aquí de paradigma, en el sentido platónico de «maqueta» o «mo
delo reducido», y dar una idea de lo que habría habido que hacer
para una exposición completa de cada uno de los otros casos co
mentados.
La historia del Renacimiento literario irlandés, que se desarro
lla a lo largo de aproximadamente unos cuarenta años (entre 1890
y 1930) nos permitirá, en efecto, a manera de ejemplo, exponer
cronológica y espacialmente, en su globalidad y sus rivalidades es
tructurales, el conjunto de soluciones inventadas por los escritores
para intentar invertir el orden de la dominación: el Renacimiento
irlandés es la historia de una rebelión triunfante contra el orden li
terario. Esta historia, reconstruida en su coherencia, es asimismo
un paradigma para nuestro modelo generativo, puesto que contie
ne todas las posibilidades, todas las soluciones lingüísticas y políti
cas, toda la gama de posiciones —desde la asimilación de Shaw has
ta el trasterramiento de Joyce-, y nos facilita una especie de matriz
teórica y práctica que permite regenerar y comprender el conjunto
de insurrecciones literarias (anteriores y posteriores) y analizar
comparativamente situaciones históricas y contextos culturales to
talmente distintos.1
La particularidad del caso irlandés reside en el hecho de que el
proceso de emergencia del espacio y constitución de un patrimo
nio literario se cumple de un modo ejemplar durante un período
bastante corto. El mundo literario irlandés recorre efectivamente,
en el plazo de algunos decenios, todas las etapas (y todos los esta
dos) de la ruptura con la literatura central, trazando una figura
ejemplar de las posibilidades estéticas, formales, lingüísticas, polí
ticas, presentes en los espacios «descentrados». Este país, empanta
nado en una situación colonial, dentro de la misma Europa, du
392
rante más de ocho siglos, no disponía de ningún recurso literario
propio en el momento de las primeras reivindicaciones culturales
nacionales; y es, sin embargo, en Irlanda donde aparecen algunos
de los más grandes revolucionarios literarios de este siglo: por tan
to, tiene fundamento hablar del «milagro» irlandés. Este país com
prende, pues, dentro de un mismo movimiento, la sincronía, esto
es, la estructura global de un espacio literario en un momento
dado, y la diacronía, o sea, la génesis de dicha estructura según un
proceso que se puede observar, con pequeñas diferencias históricas
menores, de forma casi universal.
El proyecto teatral y político de Yeats, el exilio londinense de
G. B. Shaw, el realismo de O ’Casey, el exilio de Joyce en el conti
nente, la lucha de los defensores de la lengua gaélica para la
«desanglización» de Irlanda nos brindan no ya un caso único y
concreto de una historia singular, sino el dibujo general de una es
tructura y una historia literarias casi universales. De este modo po
dremos sondear en toda su necesidad histórica la «conexión con la
política» de esas «pequeñas» literaturas tal como las analizó Kafka,
el lazo extraño y complejo entre estética y política, el trabajo co
lectivo de acumulación del patrimonio literario -condición sine
qua non de ingreso en el espacio internacional- y las invenciones
literarias paso a paso elaboradas, que hacen posible la autonomiza-
ción gradual de esas nuevas literaturas. La irlandesa es, sin duda,
una de las primeras grandes subversiones triunfantes del orden li
terario.
393
en su mayoría —W. B. Yeats, Lady Gregory, Edward Martyn,
George Moore, primero, y luego George Russell (llamado A. E.)>
Padraic Colum, John Miüington Synge (a quien Yeats conoció en
París), james Stephens-, acomete la empresa de «fabricar» una lite
ratura nacional partiendo de las prácticas orales: recopilan, trans
criben, traducen, reescriben cuentos y leyendas celtas. Al literarizar
y ennoblecer, mediante la poesía y el teatro, relatos o leyendas po
pulares, su empresa colectiva se orientaba hacia dos direcciones
principales: la exhumación y la puesta en escena de los héroes de
los grandes ciclos narrativos de la tradición gaélica elevados al ran
go de encarnación del pueblo irlandés, y la evocación conjunta de
un campesinado idílico, conservador del «alma nacional» e instru
mento de una mística gaélica. Cuchulain o Deirdre encarnaron
por turnos la grandeza del pueblo o de la nación irlandesa. La obra
precursora de Standish O ’Grady, en especial, publicada en Lon
dres entre 1878 y 1880, History oflreland: Heroic Period, sirvió de
primer repertorio legendario a los escritores «revivalistas» a través
de numerosas versiones y adaptaciones teatrales o narrativas:1 esta
versión de la leyenda de Cuchulain ha sido objeto de numerosas
recreaciones literarias que erigen al personaje en modelo del heroís
mo nacional.
Los primeros textos de Yeats son, al principio, relatos popula
res que restituyen una especie de edad de oro gaélica. Fairy and
Folk Tales o f the Irish Peasantry (1888) contribuye en gran medida
a difundir y ennoblecer el género del relato popular en irlanda;
The Wanderings ofOisin se publica en 1889; The Countess Kathleen
and Various Legends and Lyrics, seguido del célebre Celtic Twilight,
colección de ensayos, relatos y descripciones (que datan, respecti
vamente, de los años 92 y 93), participan todavía de la misma
vena. Vemos que aquí se verifica nuestra hipótesis de que, en los
espacios desprovistos de todo recurso literario, el primero al que
recurren los escritores, a partir de la difusión de las teorías herde-
rianas, es el de volverse hacia una definición popular de la literatu
394
ra y recoger las prácticas culturales populares para convertirlas en
capital específico. La literatura se define, en principio, como un
conservatorio de leyendas, cuentos y tradiciones populares.
Yeats se orienta muy pronto hacia el teatro —como todos los
intelectuales preocupados por la fundación de una literatura y un
repertorio nacional, y asimismo deseosos de instruir aí publico en
un país pobre: entre 1899 y 1911 se dedica a crear un teatro irlan
dés—, concebido como eí instrumento privilegiado de una aplica
ción de la literatura nacional y como instrumento pedagógico des
tinado al pueblo irlandés. El Teatro Literario Irlandés, que agrupa,
en torno a Yeats, a Edward Martyn y George Moore, se funda en
1899- Dará en 1902 la famosa Cathleen ni Houlihan,1 de Yeats, y
luego éste y George Moore trabajarán en la adaptación teatral de
una historia del ciclo osiánico, Diarmuid and Grania. En 1904 el
Teatro Nacional Irlandés se instalará en la Abadía y representará
obras de Synge, Lady Gregory y Padraic Coium que colaboran en
ía elaboración proclamada de la literatura irlandesa: así, Synge uti
liza el lenguaje de las islas Aran y Lady Gregory -con quien Yeats
colaboró un tiem po- escribe obras en dialecto kiltartan...1 La in
tención explícita, al menos en los primeros tiempos, de esta crea
ción literaria colectiva es fundar una nueva literatura nacional ir
landesa que pueda dirigirse al pueblo: «Nuestro movimiento»,
escribe Yeats en 1902, «es un retorno al pueblo, como el movi
miento ruso de los primeros años 70»; y en Celtic Twilight («El cre
púsculo celta»), escribe: «El arte popular es en verdad la más anti
gua de las aristocracias del pensamiento [...]. Es el suelo en que se
enraíza todo gran arte .»3
395
una especie de encarnación de la poesía nacional. Es el promotor y
líder del Renacimiento literario irlandés y el fundador del Teatro
de la Abadía (Abbey Theater), que pasa a ser rápidamente una ins
titución nacional y oficial: mediante este gesto literario inaugural,
es decir, gracias a esta primera acumulación literaria, Irlanda pudo
aspirar a una existencia literaria propia. Más tarde, en 1923, como
para confirmar su «oficialidad» fundacional, y sobre todo el reco
nocimiento de una «diferencia» -esto es, una existencia-, Yeats re
cibirá el Premio Nobel de Literatura.
Pero su moderación y su reticencia políticas, al menos tras la
insurrección de 1916, hacen de él una figura ambivalente, padre
fundador de una literatura irlandesa y al mismo tiempo escritor
próximo a los medios literarios londinenses que le consagraron
muy rápidamente. Desde 1903, el jovencísimo Teatro Nacional
Irlandés representaba en Londres el repertorio de cinco obras que
acababa de estrenar en Dublín. La consagración unánime de la
crítica y la ayuda de un mecenas inglés permiten a Yeats adquirir
una notoriedad que la sola crítica irlandesa no habría podido otor
garle. Pero él señalaba, por eso mismo, su dependencia de un cen
tro con respecto al cual pretendía, al mismo tiempo, mantener las
distancias.
396
neral, los defensores del gaélico, como Patrick Pearse -que habría
de encabezar más tarde la rebelión de 1 9 1 6 -o Padraic O ’Conaire,
eran intelectuales católicos mucho más comprometidos en la ac
ción política y nacionalista que los intelectuales protestantes.
La reivindicación lingüística era una idea completamente nue
va. Ningún dirigente político nacionalista, ni O ’Connell ni Par-
nell, había hecho nunca de ella un tema político. Y, sin embargo,
mientras que el movimiento literario había nacido de una desespe
ración política, la reivindicación gaélica era una especie de poli
tización del movimiento de emancipación cultural. Aunque la
lengua irlandesa había dejado, al menos desde el comienzo del
siglo XVII, de ser una lengua de creación y de comunicación inte
lectuales, hasta 1840 todavía la hablaba más de la mitad de los ir
landeses. La gran hambruna de 1847 la convirtió en una lengua
marginal, utilizada por unos 250.000 campesinos de entre ios más
pobres del país. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el irlan
dés había llegado a ser «la lengua de los pobres, la señal patente de
su pobreza ».1 La reivindicación lingüística y nacional era, en con
secuencia, una especie de inversión de valores, de conmoción cul
tural, y tanto más si se tiene en cuenta que los dirigentes políticos
hacían entonces campaña en pro del aprendizaje del inglés, lengua
de los negocios y la modernidad, apta para favorecer la emigración
de los irlandeses a América.
El éxito de la Liga Gaélica fue tan veloz que Yeats tuvo que ha
cer una «alianza diplomática» con los gaelizantes y muy pronto, en
octubre de 1901, presentó la primera obra representada jamás en
gaélico, Casadh an tSúgáin («El cordón de paja»), que Douglas Hyde
había extraído de un relato del folldore de Connacht. El propio Joy
ce, pese a sus renuencias, da fe del éxito de la Liga en 1907, en una
de las conferencias que pronunció en Trieste, «Irlanda, isla de san
tos y de sabios»: «[...] la Liga Gaélica ha revitalizado su uso [del gaé
lico]. Todos los periódicos irlandeses, salvo los órganos unionistas,
ofrecen por lo menos un titular especial escrito en irlandés, la co
rrespondencia de las ciudades más importantes se escribe en irlan
397
dés, la lengua irlandesa se enseña en la mayor parte de las escuelas
primarías y secundarias, y, en las universidades, ha sido colocada al
mismo nivel que los restantes idiomas modernos tales como el fran
cés, el alemán, el italiano y el español. En Dublín, los nombres de las
calles constan en ambos idiomas. La Liga organiza conciertos, colo
quios y funciones sociales en las que quienes hablan el beurla (es de
cir, el inglés) se sienten como un pez fuera del agua, confundidos en
tre una multitud que habla en tonos duros y guturales.»3
No obstante algunas obras escritas en gaélico desde esta épo
ca, entre ellas la de Padraic O ’Conaire, la primera novela en ir
landés, y los textos de Patrick Pearse, el status literario de esta
lengua siguió siendo ambiguo. A falta de una práctica lingüística
real, de una auténtica tradición literaria (interrumpida durante
cerca de tres siglos) y de un público popular, los «irlandeses irlan-
dizantes» tuvieron que realizar en primer término un trabajo téc
nico de establecimiento de normas gramaticales y ortográficas y
luchar por la introducción del gaélico en el sistema escolar. La
marginalidad y artificialidad de la práctica literaria del irlandés
hacían necesaria la traducción, aun cuando los escritores que ele
gían el gaélico se encontraban de golpe en una situación paradóji
ca: o bien escribir en lengua irlandesa y ser desconocidos, sin pú
blico real; o bien traducirse al inglés y renegar de su ruptura
lingüística y cultural con las instituciones inglesas. Por ello Dou-
gías Hyde habrá de encontrarse en la situación más paradójica de
todas: mientras que lucha por una literatura nacional irlandesa en
gaélico, va a convertirse en cierto sentido en «el fundador del
Renacimiento angloirlandés»,2 o sea, de la literatura irlandesa en
lengua inglesa. En efecto, sus textos —entre ellos una Litemry His
tory o f Ireland que describe y analiza ios grandes ciclos épicos y
contiene largas citas traducidas, y un poemarío bilingüe, Love
Songs o f C o n n ach tservirán de catálogo legendario para todos los
escritores del Renacimiento que no conocen el irlandés. Las posi
ciones y los combates de los partidarios del gaélico son los de to
dos los escritores nacionales que optan por una lengua nacional
1. J. Joyce, «L’Irlande, íle des sainis et des sages», Essays critiques, op. cit. p. 188
2. D. Kiberd, op. cit., p. 155.
398
distinta de la colonial: la batalla por la imposición de una «peque
ña» lengua está, en primer lugar, vinculada con los objetivos polí
tico-nacionales, y este postulado se verifica en el caso de Checos
lovaquia, Hungría, la Noruega de finales del siglo XIX, la Kenia
de los años 1970, el Brasil de los años 30, la Argelia de ios 60...
Implica la elaboración de una literatura sometida ella también a
las instancias y a los criterios políticos. Es tanto un momento
esencial de la afirmación de una diferencia como el momento ini
cial de la constitución del patrimonio específico.
Pese a todo, la «desanglización» de Irlanda, preconizada explí
citamente por la Liga Gaélica, y la voluntad de evaluar de nuevo
y difundir la lengua nacional permitieron asimismo la aparición
de una pugna contra la influencia y la estética de los intelectuales
protestantes sobre la literatura irlandesa incipiente. La simple rei
vindicación del gaélico cambió la naturaleza del debate cultural y
político: la cuestión del lazo cultural que unía a Irlanda e Inglate
rra, la de la definición de una cultura nacional independiente, la
de la relación entre la cultura y la lengua nacionales, pudieron
plantearse finalmente: la ruptura con la lengua inglesa era la rei
vindicación de una independencia cultural y la negativa a que los
textos (y las obras de teatro) dependieran del veredicto de Lon
dres. Más aún, la proclamación de la existencia ignorada de una
lengua propia en Irlanda, que debía ser fomentada en aras pro
piamente de la constitución de una cultura y una literatura na
cionales, permite a los escritores católicos reapropiarse del nacio
nalismo literario y cuestionar la hegemonía de Yeats y de los
«revivalistas» de la primera generación -protestantes en su mayo
ría- sobre la producción y la estética literarias irlandesas. La re-
vindicación lingüística, era una especie de sobrepuja que se hacía
en nombre de la nación y del pueblo, y que permitía arrebatar a
los intelectuales protestantes el monopolio de la propiedad cultu
ral nacional.
Los debates acerca de los méritos comparativos de las dos op
ciones culturales (inglés y gaélico) prosiguieron durante muchísi
mo tiempo; han dejado una huella profunda sobre toda la fase
fundacional de la literatura irlandesa, perpetuando la división y las
rivalidades entre los «irlandeses irlandizantes» y los «irlandeses an-
399
glicizantes».1 Los primeros sólo obtuvieron reconocimiento en Ir
landa por una actividad literaria vinculada con la política; los se
gundos conocieron enseguida un amplio reconocimiento en los
círculos literarios londinenses.
1. Véase John Kelly, «The írish Review», L'Année 1913. Les formes esthétiques
de Tteuvre d'art á la veille de la Premiere Guerre mondiale, loe. cit., p. 1024. Véase
también Luke Gibbons, «Constructing the Canon: Versions of National Iden-
tity», The Field Day Anthology o f Irish Writing, S. Deane, A. Carpenter, J. Wi
lliams (eds.), Londonderiy, Field Day Pubücations, 1991, t. III, pp. 950-955.
2. Fran^oise Morvan, «Introduction», John Millington Synge, Théátre, Pa
rís, Babel, 1996, pp. 16-17 (traducido, presentado y anotado por Fran^oise Mor
van).
400
creada literaria y teatralmente por Synge. El escándalo que provo
có el estreno de The Playboy ofthe Western World en el Teatro de
la Abadía en 1907 lo explica en parte la siguiente ambigüedad: la
obra fue condenada o por ser «falsa», o sea, insuficientemente rea
lista, o por excesivamente realista y prosaica, y por ende contraria
a la estética teatral ordinaria.
Synge, por otra parte, era claramente partidario de un realis
mo teatral atenuado, al rechazar el esteticismo y la abstracción
mallarmeana, pero también el ibsenismo entendido como crítica
social: «La literatura moderna de las ciudades no ofrece apenas ri
queza más que en ios sonetos, poemas en prosa, uno o dos libros
muy trabajados que quedan lejanos de los intereses profundos y
generales de la vida. Por un lado producen esta literatura Mallar-
mé y Huysmans; por otro, Ibsen y Zola, que tratan la realidad de
la vida en obras apagadas y tristonas. En el teatro deberíamos en
contrar la realidad y también la alegría [...] presente únicamente
en lo que la realidad contiene de espléndido y salvaje.»1
401
Después, a partir de 1912-1913, pero sobre todo tras la cesura
de 1916 -mientras Yeats guarda las distancias con el teatro dubli-
nés para atrincherarse en una dramaturgia hierática, desrealizada,
inspirada en el No japonés, y su poesía celebra el pasado y la sole
dad-, la estética realista se impone en el Teatro de la Abadía. La
nueva generación de escritores católicos adopta la posición contra
ria al universo legendario y campestre de los amigos de Yeats al
optar por un «realismo campesino»: los «realistas de Cork», en es
pecial T. C. Murray y Lennox Robinson, que dirigirá largo tiem
po la Abadía, prosiguen la vena rural. Luego se inclinan, bajo la
influencia, en particular, de O ’Casey, por un realismo urbano,
m is político. A la sazón estamos en el período exacto en que se
transforma políticamente el vocablo «pueblo», evolución que casi
podemos seguir experimentalmente; en los años 2 0 , el antiguo
sentido herderiano de la palabra se perpetúa, vinculada con los va
lores nacionales y campesinos, pero su nueva equivalencia procla
mada con el «proletariado», asociado con la revolución rusa y el
poder creciente de los partidos comunistas en Europa, comienza a
afirmarse y a transformar las evidencias estéticas populares emana
das del herderianismo.
Es la obra de Sean O ’Casey la que impone en Irlanda ese nue
vo tipo de realismo popular. De origen protestante,1 pero nacido
en el seno de una familia muy pobre, O ’Casey está más cerca, so
cial y estéticamente, de los católicos irlandeses que de la burguesía
protestante; autodidacta, sindicalista activo, miembro de un grupo
paramilitar socialista (Irish Citizen Army) en 1914, dimite, sin
embargo, ese mismo año y se retira bastante pronto para escribir
obras que celebrarán el nacionalismo mostrando al tiempo la am
bigüedad y el peligro de las mitologías heroicas y nacionales. Es
también uno de los primeros escritores irlandeses que declara su
compromiso comunista .2 Sus primeras obras, The Shadow o f a
402
Gunman y Cathleen Listens ln , datan de 1923; Juno and the Pay-
cock representada el año siguiente, cosechó un inmenso éxito. Fue
saludada por Yeats «como una nueva esperanza y una vida nueva
para el teatro». The Plough and the Stars, estrenada en 1926, o sea,
apenas tres años después de la independencia irlandesa, es una crí
tica implacable y risueña de ios falsos héroes de la resistencia con
tra el opresor inglés. El espectáculo acabó en revuelta y Sean O C a -
sey tuvo que exiliarse en Inglaterra. La obra pone en escena
precisamente la famosa insurrección de Pascua de 1916, aconteci
miento erigido en mito fundacional por la leyenda nacional, y fus
tiga la improvisación de la lucha revolucionaria y sobre todo el
peso y la dominación de la Iglesia católica, dispuesta a tomar el re
levo del opresor inglés.
A pesar de los gigantescos escándalos que suscitó su obra, el
realismo urbano y político de la «escuela» de O ’Casey fue seguido
por ia inmensa mayoría de los dramaturgos irlandeses. El paso del
neorrealismo, como idealización y estetización del campesinado
erigido en esencia del alma popular, al realismo, primero campesi
no y después ligado al carácter urbano y la modernidad literaria y
política, condensa en cierto modo la historia y la sucesión de las
estéticas populares.
El caso particular de O ’Casey, los de Yeats y Synge ilustran
justamente, como he intentado mostrar, la importancia del teatro
en todas las literaturas emergentes. Pero, ahí como allende, la esté
tica, la lengua, la forma, el contenido comprometidos en cada una
de las obras representadas son objeto de luchas y conflictos que
contribuyen a unificar el espacio diversificando las posiciones. Al
igual que Jorge Amado, en el Brasil de los años 30, opta por una
novela política proletaria, y privilegia la definición social del con
cepto de «pueblo», Sean O ’Casey se inclina por el teatro político,
popular y realista.
403
nales. George Bernard Shaw, nacido en Dublín en 1856, es por
entonces una gran figura del teatro londinense. Recibe el Premio
Nobel de Literatura dos años después de Yeats y encarna el itine
rario canónico y forzoso de los escritores irlandeses antes de la
emergencia de un espacio propio en Irlanda: el exilio en Londres,
considerado evidentemente, desde fines del siglo XIX, una traición
a la causa nacional irlandesa.
Shaw pertenece tan obviamente al mismo espacio literario que
los «revivalistas» que, en nombre de la razón, manifiesta su oposi
ción al irracionalismo folklorista y espiritualista de Yeats, así como
a la empresa novelesca iconoclasta de Joyce. Así pues, en su situa
ción de equidistancia de Yeats y de Joyce, Shaw trata a su vez de
subvertir las normas británicas, pero rechazando los valores nacio
nales o nacionalistas irlandeses. La otra isla de John Bull (1904) es,
por lo tanto, una obra deliberadamente anti-Yeats. Pero Shaw se
oponía igual, y simétricamente, al proyecto literario de Joyce: hizo
un elogio cuando menos ambiguo del Ulises en una carta dirigida
en 1921 a Sylvia Beach, quien le había pedido, adjuntando algu
nos extractos del texto publicado en forma de folletín, que partici
pase en una suscripción que permitiera la publicación del libro:
«Estimada señora, he leído varios fragmentos de Ulysses en las di
versas entregas. Es un repugnante registro de una etapa desagrada
ble de la civilización [...] A usted tal vez le interese como arte [...];
pero para mí es todo espantosamente real.»1 No solamente se niega
a elevar al rango de arte una pintura realista que le parece contraria
a la exigencia literaria, sino que incluso le deniega el interés artísti
co específico que debería concederle en su condición de irlandés.
Pero Shaw reconoce la necesidad y legitimidad de la reivindi
cación nacionalista irlandesa y no cesa de hacer hincapié en la po
breza y el retraso, tanto económico como intelectual, de Irlanda
comparada con la totalidad de Europa. Argumenta su doble repu
dio del imperialismo inglés y del nacionalismo irlandés imputando
a Inglaterra los males de Irlanda y, negándose a enarbolar como es
tandarte su «diferencia» nacional, hizo de ella una convicción so-
404
cialisca subversiva. La crítica social y política que contiene su teatro
es la superación afirmada de una antinomia política. G. B. Shaw
denuncia el encerrarse en problemáticas nacionales o nacionalistas
que «provincializan» la producción literaria. Todo lo que describe
como retraso histórico de Irlanda, y subdesarrollo intelectual de
ese país empeñado en su exigencia de independencia, traza las
fronteras exactas de lo que él considera como la única patria de la
literatura de lengua inglesa: Londres. La integración en el centro
representa para él la certeza de una libertad estética y una toleran
cia crítica que no puede garantizar una «pequeña» capital nacional
como Dublín, desgarrada entre la atracción centrífuga y la afirma
ción nacional de sí misma. Es, pues, paradójicamente, en nombre
de una desnacionalización de la literatura, del rechazo de una ane
xión sistemática de la escritura a una especificidad nacional -ane
xión característica de las pequeñas naciones mal definidas o en vías
de absorción intelectual-, por lo que algunos escritores abandonan
su país para trasladarse a una capital literaria. Para defenderse de
las acusaciones de «traición nacional» que le lanzaron, Shaw expli
có que no había «elegido» Londres contra Dublín. Londres era
para él un lugar neutro, al que no había jurado ni fidelidad ni per
tenencia, que le aseguraba el éxito y la libertad literarias, pero que
también le brindaba la oportunidad de ejercer una función crítica.
En Shaw reencontramos el itinerario de aquellos a quienes he
mos llamado aquí escritores «asimilados», es decir, los que, a falta
de alternativas, o bien por su negativa a acatar las conminaciones
estéticas de las literaturas «pequeñas», «eligen» -com o Michaux,
Cioran o N aipaul- integrarse en uno de los centros literarios.
405
cimiento irlandés que, como dice en Ulises, amenazaba con devenir
«demasiado irlandés», logra imponer un polo autónomo, puramente
literario, contribuyendo así a que se reconozca, al liberarla en parte
de la férula política, al conjunto de la literatura irlandesa. No tardó
mucho en mofarse de las tentativas folklóricas de Lady Gregory: «En
resumen, la obra de Lady Gregory, cuando se centra en “gentes del
pueblo”, nos presenta, en toda su senilidad, la misma mentalidad que
Mr. Yeats nos ha presentado, con tan delicado excepticismo, en su
mejor libro, The Celtic Twilight.»1A partir de 1901, criticó violenta
mente la empresa teatral de Yeats, Martyn y Moore debido a la pér
dida de autonomía literaria y a la sumisión de los escritores a lo que
él juzgaba los dictados del público. «Pero ios cultivadores de la estéti
ca suelen ser de mudable voluntad, y el traicionero instinto de adap
tabilidad de Mr. Yeats es el culpable de su reciente asociación con un
grupo del que hubiera debido mantenerse apartado, aunque sólo
fuera por respeto a sí mismo. Martyn y Moore no son escritores exce
sivamente originales...»2
La cuestión de la autonomía literaria de Irlanda se dirime por
medio de un uso subversivo de la lengua y de los códigos naciona
les y sociales vinculados con ella. Joyce condensa y resume a su
manera el debate, indisociablemente literario, lingüístico y políti
co, que opone a los gaelizantes y a los anglicizantes. Todo su tra
bajo literario tenderá a una reapropiación irlandesa muy sutil del
inglés: desarticula esta lengua de la colonización, no solamente in
tegrando en ella elementos de todas las lenguas europeas, sino
también subvirtiendo las normas de la ortodoxia británica y utili
zando, de conformidad con su tradición nacional, y para ridiculi
zarla, los registros de la obscenidad o la escatología, hasta hacer de
esta lengua de la dominación subvertida una cuasi lengua extran
jera en Finnegans Wake. Intenta así derrocar la jerarquía entre
Londres y Dublín y devolver a Irlanda una lengua que le sea pro
pia. «Lo esencial de mi talento emana de mi rebelión contra las
convenciones inglesas», dirá un día, «ya sean literarias o de cual
quier otro tipo. Yo no escribo en inglés.»
406
Aunque pertenece a la generación siguiente, Joyce persiguió,
en un sentido, la misma meta que los «reviva!istas», y trató, en D u-
blineses primero, la mayoría de cuyos textos fueron escritos en
1904 y 1905, es decir, en el momento mismo en que se funda el
Teatro de la Abadía, y después en Ulises, de conferir un estatuto li
terario a la capital irlandesa, transformándola en lugar literario por
excelencia, ennobleciéndola mediante la descripción novelesca.
Pero ya en ese libro de cuentos, los medios estilísticos y el enfoque
estético rompen totalmente con los presupuestos literarios en que
se basan el simbolismo de Yeats y el realismo social opuesto a éste.
La atención exclusiva que Joyce presta a la ciudad y a la urbanidad
explícita de entrada su negativa a seguir la vía de la tradición ligada
al folklore campesino y su voluntad de hacer que la literatura irlan
desa entre en la «modernidad» europea. Dublineses proclama ya el
rechazo de joyce ante el debate literario de los «revivalistas»; busca,
a través de ese realismo urbano, hacer «prosaica» la descripción de
Irlanda, sacar a la literatura de las grandilocuencias del heroísmo
legendario para volver a las trivialidades inéditas de la modernidad
dublinesa. «Lo he escrito en gran parte con un estilo escrupulosa
mente banal»,1 precisa a propósito de su libro de cuentos. Atribuye
el proyecto de los fundadores del Renacimiento a un arcaísmo es
tético simétrico del «retraso»,2 ya subrayado por Shaw, tanto políti
co como intelectual o artístico de Irlanda. Esta ruptura total con la
estética literaria dominante en irlanda es la que explica, obviamen
te, las inmensas dificultades de joyce para publicar esa primera co
lección de cuentos.
Su posición es, pues, fruto de un doble rechazo: el rechazo vio
lento de las normas literarias inglesas, pero asimismo el de las impo
siciones estéticas de la literatura nacionalista que se está forjando.
Joyce supera la alternativa demasiado simplista vinculada con la si
tuación de dependencia colonial: la emancipación nacional o la su
misión al poderío londinense. Así, denuncia al mismo tiempo, por
un lado, el «movimiento nacionalista», y que la literatura sea «ataca
407
da por los fanáticos y los doctrinarios»,1 y, por otro, a los que «se
abandonan a las hadas y leyendas» y permiten que el teatro irlandés
se convierta en «propiedad del populacho del más rezagado pueblo
de Europa »;2 dicho de otro modo, se opone a los escritores católi
cos, que transforman la literatura en instrumento de propaganda
nacionalista, por una parte, y a los intelectuales protestantes que la
reducen a la transcripción de mitos populares, por otra.
Su doble oposición se inscribe en un marco espacial y litera
rio: al rechazar a la vez la ley de Londres y la de Dublín, joyce
producirá una literatura irlandesa en un trasterramiento reivindi
cado. Es en París, lugar neutral políticamente y capital literaria in
ternacional, donde va a intentar imponer esta postura en aparien
cia contradictoria, excéntrica en el sentido pleno del término.
Tom a el desvío de París, no para extraer de la ciudad modelos,
sino para subvertir la propia lengua de la opresión, en un proyecto
específicamente literario o de «política literaria».3 Cyril Connolly ,4
célebre escritor y crítico londinense, da la visión británica del des
vío tomado por Joyce. Asimilando -erróneamente, como hemos
visto- la actitud nacional de Yeats a la de Joyce, escribe: «El perío
do de 1900-1914 fue el de la escuela de Dublín: Yeats, Moore,
Joyce, Synge y Stephens. El sentimiento de estos escritores era an
tiinglés [...]. Para ellos, Inglaterra era la filistea, y como no podían
utilizar el gaélico, se propusieron descubrir qué mezcla de angloir
landés y francés íes proporcionaría un explosivo que derribara a
los corifeos londinenses de sus sillones acolchados. Todos habían
vivido en París y todos habían abordado la cultura francesa.»5
408
Connolly señala también con precisión eí lugar que ocupan París
y Dublín en la «guerra» literaria emprendida contra Londres: «Pa
rís ocupó en el ataque contra los nuevos mandarines el lugar que
tuvo Dublín contra sus predecesores treinta años antes. Allí, en la
pequeña librería de Sylvia Beach, donde los ejemplares de Ulises
estaban almacenados como dinamita en una célula revoluciona
ria, los conspiradores se reunían y luego se diseminaban, rué de
TOdéon abajo, para llevar a cabo las misiones que les asignaban .»1
La historia de la literatura irlandesa no se acabó con James Joy
ce, Este se limitó a prestar forma contemporánea al espacio litera
rio irlandés, mediante su reivindicación de una extraterritorialidad
literaria; le proporcionó una apertura hacia París, ofreciendo así
una salida a todos ios que repudiaban la alternativa colonial: el re
pliegue sobre Dublín o la «traición» londinense. Con Joyce, la lite
ratura irlandesa se constituyó según ese triángulo, menos geográfi
co que estético, que forman las tres capitales: Londres, Dublín,
París, y que fue inventado, forjado y cerrado en cuestión de treinta
o cuarenta años. Yeats fundó en Dublín la primera posición litera
ria nacional; Shaw ocupó en Londres la posición canónica, la del ir
landés que se acomoda a las exigencias inglesas; Joyce rechazó la al
ternativa y logró conciliar los contrarios creando en París una nueva
plaza fuerte para los irlandeses, que excluía tanto las exigencias de la
poesía nacional como la sumisión a las normas literarias inglesas.
El dibujo de la estructura literaria definida por estas tres ciu
dades, Dublín, Londres y París, resume toda la historia específica
de la literatura irlandesa tal como fue «inventada» entre 1890 y
1930, y brinda a todo aspirante a escritor irlandés un abanico de
posibilidades, compromisos, posturas y opciones estéticas. La con
figuración poiicéntrica ha calado tanto en las costumbres y en la
visión del mundo de los escritores irlandeses, que actualmente in
cluso Seamus Heaney, sin duda el más grande poeta irlandés con
temporáneo ,2 nacido en 1939 en Irlanda del Norte, en el condado
de Derry, profesor durante varios años en Belfast, donde cursó sus
estudios, y que ha decidido instalarse en irlanda del Sur, lo que
1. Ibídem.
2. Seamus Heaney recibió el Premio Nobel de Literatura en 1995-
409
causó un gran escándalo en su país, explica, en una entrevista para
la prensa francesa, las opciones que se le ofrecían, exactamente en
los mismos términos: «Si, como joyce y Beckett, me hubiera ido a
vivir a París, no habría hecho más que repetir un tópico. Si me
hubiese ido a Londres, lo habrían considerado una iniciativa am
biciosa, pero normal. Pero ir a Wicklow era un acto cargado de
sentido [...]. En cuanto crucé la frontera, mi vida privada cayó
dentro del dominio público y los periódicos han escrito editoriales
sobre mi gesto. ¡Qué extraña paradoja !»1 A ese triángulo histórico
y fundacional hay que añadir hoy en día Nueva York, que repre
senta, a través de la comunidad irlandesa norteamericana, un re
curso y un poderoso polo de consagración.
410
sus admiraciones y sus rechazos, su exaltación de Dante y su rece
lo o sus sarcasmos a propósito de los profetas célticos.
Paralizado por su admiración ferviente hacia Joyce, que repre
senta entonces para él el más alto grado de libertad con respecto a
las normas impuestas por el nacionalismo; pasmado sobre todo
por la poderosa posición que se ha labrado Joyce en París, Beckett
sufrirá, hasta los años de la guerra, la incapacidad de encontrar por
sí mismo una vía creativa. La invención novelesca de Joyce es la
única en que piensa. Pero condenado al mimetismo o al simple
«seguidismo», empujado a la desesperación de no poder acometer
un proyecto literario singular, ni siquiera de escoger la ciudad en
la que podría residir (duda largo tiempo entre el retiro en Dublín
y el exilio -mimético asimismo™ en París), Beckett invierte mucho
tiempo en buscar una salida a la aporía estética y existencial en la
que está encerrado.
Puesto que trabaja a partir de la autonomía adquirida por Joy
ce, busca el medio de seguir las huellas de su predecesor por otras
vías. Al mismo tiempo utiliza todos los recursos literarios irlande
ses de los que es heredero, y la innovación introducida por su
maestro, para crear una posición nueva, aún más independiente.
En primer lugar, tenía que eludir la alternativa literaria impuesta
por las luchas internas en el terreno irlandés: realismo o simbolis
mo; después debía excluir lo que él llamó, en una carta en alemán
dirigida a Axel Kaun en 1937, hablando de la empresa de Joyce,
«la apoteosis de la palabra»,1 es decir, la elección de la creencia en
el poder de las palabras; debía, por último, ocupar su sitio, más
allá de Joyce, en otra genealogía artística para poner en práctica
una nueva modernidad. La invención becketdana de la autonomía
literaria más absoluta es todavía producto paradójico de la histo
ria literaria irlandesa, el más alto grado de subversión y emancipa
ción literarias que sólo cabe concebir y comprender desde la totali
dad de la historia del espacio literario irlandés. Para entender la
«pureza» misma del trabajo de Beckett, su distanciamiento progre
1. S. Beckett, «Germán Letter oí 1937», Disjecta, op. cit., pp. 52-53, tradu
cida dei alemán por Isahelle Mitrovitsa, en Bruno Clément, L ’CEuvre sans quali-
tés. Rhétorique de Samuel Beckett, París, Editions du Seuil, 1994, pp. 238-239.
41.1
sivo de toda determinación externa, su carácter extraño y formalis
ta, hay que desandar el camino, histórico, de su acceso a la liber
tad formal y estilística.
412
critores desposeídos que he expuesto en este libro, esas soluciones
singulares sólo cobran su pleno sentido si se las resitúa en la histo
ria específica de un espacio literario, a su vez inscrito en una cro
nología cuasi universal. De este modo, la historia de las relaciones
entre Beckett y Joyce, que se reduce a la problemática de la singu
laridad absoluta (a su vez importada del sistema de creencia en
una literatura que se produce en el cielo puro de las ideas puras)
consiste, por lo general, en demostrar la independencia artística
del discípulo .1 Ahora bien, aun cuando joyce esté ausente en la
obra de madurez de Beckett (a partir de los años 50), no es menos
crucial en la posición y las opciones estéticas beckettianas: Beckett
es un descendiente, paradójico, desde luego, tácito, desmentido
como tal, pero real, de la invención de Joyce.
Es sabido que los teóricos del poscolonialismo han propuesto
que Irlanda entre en su modelo general y que se la sustituya, como
dice Edward Said, «en el mundo poscolonial». Para esta nueva crí
tica, la literatura sería uno de los instrumentos principales, siempre
desmentido por la crítica pura, para justificar el colonialismo y la
dominación cultural. Para romper con las evidencias internas reno
vadas, dice, por el New Criticism y la crítica desconstructivista, Ed
ward Saíd (en L ’Orientalisme, pero más aún en Culture and Impe-
rialism)2 trata de dar una nueva definición de la literatura y del
hecho literario partiendo de la descripción de un inconsciente polí
tico que actuaría, sobre todo, en la novela francesa e inglesa del si
glo XIX y principios del XX. Desde el momento en que se percibe,
mediante una lectura que él llama «contrapúntica», porque invierte
la posición ordinaria del lector en la estructura y la intención de
esas novelas (ya se trate de Flaubert, de jane Austen, de Dickens,
de Thackeray o de Camus...), la presencia insistente pero siempre
1. O bien los estudios que relacionan entre sí a los escritores deí espacio lite
rario irlandés se basan en el solo concepto incierto de «influencia». Cf. Marthe
Fodasky Black, Sbaw and Joyce: «The Ldst Word in Stolentelling», Gainesville,
University of Florida Press, 1995.
2. Edward Said, L ’Orientalisme. L ’Orient créépar l ’Occident, París, Edinons
du Senil, 1980 (trad. de C. Malamoad). Culture and Imperialism, Nueva York,
Alfred A. Knopf, 1993. [ Orientalismo, Madrid, Libertarias, 1990; Cultura e im
perialismo, Barcelona, Anagrama, 1996].
413
inadvertida del imperio colonial y de los colonizados, ya no se po
dría formular la hipótesis de una ruptura radical entre la literatura
y los acontecimientos (políticos) del mundo. La presencia de una
representación colonial, por lo que indica de la realidad de las rela
ciones de dominación cultural, revelaría la verdad política de la li
teratura, oculta hasta entonces. El gran mérito de Said consiste en
internacionalizar el debate literario, al considerar que lo que él de
nomina «la experiencia histórica» del Imperio es común a todos,
colonizadores y colonizados, y en rechazar la ruptura lingüística o
nacional como único criterio discriminante para establecer catego
rías y clasificaciones de una historia literaria recreada por la expe
riencia de la colonización y, más tarde, del imperialismo.
En una obra colectiva, Nationalisme, Coloníalisme, and Litera-
ture, Said ensalza, pues, la figura de W. B. Yeats, y lo describe
como «uno de los grandes artistas nacionalistas de la descoloniza
ción y del nacionalismo revolucionario »;1 y Fredric Jameson ha in
tentado demostrar que el «modernismo» literario -y en especial las
búsquedas formales del Ulises de joyce- estaba directamente ligado
con el fenómeno histórico del «imperialismo»: «El fin del moder
nismo [literario]», escribe, «parece coincidir con la restructuración
de! sistema imperialista mundial en su forma clásica.»2 Son, en
otras palabras, los primeros en haber establecido un vínculo entre
la historia política de las regiones largo tiempo dominadas y la
emergencia de nuevas literaturas nacionales. De este modo han
promovido un nuevo tipo de comparatismo que busca relacionar,
partiendo del modelo que denominan el «imperialismo», obras
aparecidas en países y contextos históricos muy distintos. Said
aproxima, así, los primeros poemas de Yeats a los del poeta chileno
Pablo Neruda .3 De igual manera, tanto Said como Jameson recha
zan explícitamente lo que Said llama, en Culture and Imperialism,
«las autonomías confortables», es decir, las evidencias de las inter
414
pretaciones puras y deshistomadas de la poesía y, más ampliamen
te, de la literatura. Cada uno a su modo, reivindican la rehistoriza-
ción, o sea, la repolitización de las prácticas literarias, incluidas las
más formalistas, como el Ulises de joyce. En el mismo sentido, y a
partir de los mismos presupuestos críticos, Enda Duffy ha pro
puesto una lectura «nacional» de la novela de Joyce, presentándola
como una «novela poscolonial» que pondría en escena una simple
«alegoría nacional» y prestaría una forma narrativa a los combates
ideológicos y políticos de Irlanda a principios del siglo X X .1
Pero, en cada caso, se opera una especie de abreviación teórica
que pone entre paréntesis la especificidad literaria. Para Said, «ia
conexión entre la política imperial y la cultura es asombrosamente
directa»:2 opera una reducción de lo literario a lo político, dejando
a la crítica interna la cuestión, nunca resuelta, de la estética, de la
forma literaria y de la singularidad irreductible de cada obra.
Puesto que nunca toman en cuenta el espacio literario -nacional e
internacional-- que mediatiza los objetivos políticos, ideológicos,
nacionales y literarios, esas criticas rebajan con demasiada brutali
dad el hecho literario a la cronología y la historia políticas. Sólo es
posible establecer un paralelismo entre Yeats y Neruda si se parte
de una comparación histórica, término por término, entre los dos
universos literarios de los que proceden, y del análisis de la posi
ción que ocupan en ese mismo universo. Asimismo, los análisis
aquí propuestos prohíben intentar una lectura «política» del Ulises
de Joyce partiendo de la sola cronología de sucesos del universo
político irlandés. Si existe un espacio literario que se autonomiza
gradualmente y se dota de su propio tempo, de su cronología espe
cífica, y que es parcialmente independiente dei universo político,
no podemos adherirnos a la idea de una correspondencia, término
por término, entre los acontecimientos políticos que se desarrollan
en Irlanda entre 1914 y 1921 -período de redacción de Ulises- y
el texto de Joyce; menos posible aún es, como pretende Enda
Duffy, llevar el paralelismo hasta el extremo de ver «homologías»
415
entre las «estrategias narrativas» de la novela y las fuerzas enfrenta
das durante el conflicto irlandés de esos años. Tampoco se puede
seguir a Declan Kiberd -en Inventing Ireland- en su intento de ir
más lejos sugiriendo la idea de que «las cabezas se descolonizan
menos aprisa que los territorios»,1 y de que hay que estudiar los
efectos de la dependencia en la literatura irlandesa mucho más allá
de los datos oficiales de la independencia nacional. También su
planteamiento nuevo y apasionado del poscolonialismo en Irlan
da, que trata igualmente de emparentar con las literaturas africa
nas y de la India, remite, sin embargo, la totalidad de los aconteci
mientos literarios a las estructuras y a los sucesos políticos -«El
pueblo irlandés ha sido el primero en descolonizarse en el siglo
X X » -2 sin tener nunca presente, en su complejidad histórica, la
globalidad de la estructura del universo literario mundial y de la
posición que en él ocupa el universo literario irlandés.
416
6. LOS REVOLUCIONARIOS
J am es J o yce
417
jarse del modelo nacional y nacionalista de la literatura e inventar
las condiciones de su autonomía, esto es, de su libertad. En otras
palabras, si los primeros intelectuales nacionales se remitían a una
idea política de lo literario para constituir un particularismo nacio
nal, los recién llegados van a referirse a las leyes literarias internacio
nales y autónomas para conferir una existencia nacional a un tipo
distinto de literatura y capital literario.
El caso de Latinoamérica es ejemplar al respecto. El período
denominado el «boom», o sea, el reconocimiento internacional de
los escritores del continente latinoamericano -tras el premio N o
bel otorgado a Asturias-, representa el comienzo de una reivindi
cación de autonomía. La consagración de esos novelistas y el reco
nocimiento de una especificidad estética les permite desprenderse
de lo que Alfonso Reyes (1889-1959) llamaba la vocación «anci-
lar» de la literatura hispanoamericana y repudiar el puro «funcio
nalismo» político. «La literatura de la América Española», afirma
Carlos Fuentes, «[...] hubo de superar, para ser, los obstáculos del
realismo chato, el nacionalismo conmemorativo y el compromi
so dogmático. A partir de Borges, Asturias, Carpentier, Rulfo y
Onetti, la narrativa hispanoamericana se convirtió en violación del
realismo y sus códigos .»1 Desde los años 70, esto es, desde las pre
misas del «boom», el debate se instaura dentro de este espacio lite
rario transnacional entre los defensores de la literatura al servicio
de la causa nacional y política (la mayoría de las veces, en esta
época, cercana al régimen cubano) y los partidarios de una auto
nomía literaria. La propia emergencia de este debate es un claro
indicio del proceso de autonomización que entonces se pone en
marcha. A partir de 1967, Julio Cortázar, comprometido con los
revolucionarios castristas o sandinistas, miembro del Tribunal
Russell, reivindicaba no obstante una posición de autonomía lite
raria. Después de haber hecho dos viajes a Cuba, escribía lo si
guiente, en una carta dirigida al director de la revista cubana Casa
de las Américas; «Al volver a Francia después de estos dos viajes, he
comprendido mejor dos cosas. Por un lado mi compromiso perso
418
nal e intelectual con la lucha por el socialismo [...]. Por otro mi
trabajo de escritor seguiría la orientación que le imprima mi ma
nera de ser, e incluso si en un momento dado ocurriese que refleja
ese compromiso, lo haría por las mismas razones de libertad esté
tica que actualmente me llevan a escribir una novela que transcu
rre prácticamente fuera del tiempo y del espacio históricos. A ries
go de decepcionar a los catequistas y a los partidarios del arte al
servicio de las masas, yo continúo siendo ese “cronopio” que escri
be para su placer o su sufrimiento personal, sin la menor conce
sión, sin obligaciones “latinoamericanas” o “socialistas” entendi
das apriorí como pragmáticas .»5
«Excéntricos» en el sentido pleno del término, estos escritores
de «segunda generación» van a convertirse en los artesanos de las
grandes revoluciones literarias: luchan con armas específicas para
cambiar el orden literario establecido. Innovan y trastocan las for
mas, los estilos, los códigos literarios más admitidos en el me
ridiano de Greenwich, y de este modo contribuyen a cambiar pro
fundamente, a renovar y hasta desbaratar los criterios de la moder
nidad y, por ende, las prácticas de toda Ja literatura mundial. Joy
ce y Faulkner han llevado a cabo revoluciones concretas tan
grandes que la medida del tiempo literario se ha visto hondamente
modificada. Se convirtieron en instrumentos de medida (y en gran
parte lo siguen siendo), en puntos de referencia que permiten eva
luar las obras que aspiran a entrar en el universo.
Estos creadores internacionales han constituido poco a poco
un conjunto de soluciones estéticas que, experimentadas y elabora
das dentro de historias y contextos diferentes, han producido un
verdadero patrimonio internacional, una reserva de estrategias es
pecíficas para uso prioritario de los protagonistas «descentrados».
Reutilizado, reinventado, reivindicado un poco en todas partes del
mundo, el capital acumulado de todas esas nuevas soluciones con
tra la dominación permite a los escritores dominados refinar y sofis
ticar cada vez más las vías de su rebelión y su liberación literarias. A
causa de la acumulación de ese patrimonio literario mundial que fa
419
culta a todos los dominados para tomar prestado y para prestarse
entre sí soluciones estilísticas, lingüísticas y políticas, hay actual
mente una gama de posibilidades que los escritores pueden utilizar
para reinventar, en cada situación cultural, en cada contexto lin
güístico y nacional, su propia solución... (estética, lingüística, for
mal...) a! problema de la desigualdad literaria. Quienes, como D a
río, Paz, Kis o Benet, van al centro a buscar (comprender, asimilar,
conquistar, sustraer...) la riqueza y las posibilidades literarias que
hasta entonces les eran desconocidas y prohibidas contribuyen a
acelerar el proceso de formación del fondo literario de las «peque
ñas» naciones. Recordemos que Octavio Paz, comprendiendo la
necesidad de entrar en ei juego, o sea, de acceder a la temporalidad
central, había decidido «salir en busca» del presente y «traerlo a
[sus] tierras»;1 «... lo moderno estaba afuera», escribe también, «te
níamos que importarlo» ? El recurso principal que les faltaba era eí
tiempo. Recurrirán, pues, como los escritores nacionales, pero de
otras formas, bien a estrategias de «atajos», bien a lo que yo he lla
mado aquí «aceleradores temporales». Los grandes innovadores lite
rarios llegados de las periferias del espacio recurrirán progresiva
mente, a lo largo del proceso de ampliación del espacio literario
internacional, a todo el patrimonio «herético» transnacional acu
mulado desde las primeras revoluciones triunfantes. La revolución
naturalista, el surrealismo, la realizada por Joyce o la efectuada por
Faulkner, van a proporcionar a los «excéntricos» literarios, cada cual
en épocas, espacios y contextos históricos y políticos distintos, ins
trumentos para modificar la relación de dependencia que padecen.
Al igual que los escritores nacionales, fomentadores de las pri
meras revueltas literarias, se sirven de los modelos literarios de la tra
dición nacional, los internacionales, a la inversa, para hallar una sa
lida al enclaustramiento nacional, extraen soluciones literarias de
esta especie de repertorio transnacional. Al recurrir a los valores vi
gentes en el meridiano de Greenwich, crean un polo autónomo en
un espacio hasta entonces cerrado a las revoluciones internacionales
y contribuyen así a unificarlo. Ai propio tiempo, los escritores más
420
autónomos de las «pequeñas» literaturas son también, la mayoría de
las veces, como hemos señalado, traductores: importan directamen
te, a través de la traducción, o indirectamente, a través de sus obras,
las innovaciones de la modernidad literaria. En los países de gran ca
pital histórico devaluado, los escritores internacionales son a la par
introductores de la modernidad central y de las traducciones inter
nas, es decir, los promotores nacionales del capital nacional. Así, Sa-
degh Hedayat —neotraductor de Ornar Khayam al persa moderno,
como ya se ha dicho- es igualmente el traductor al persa de Kafka.
Los grandes revolucionarios, una vez consagrados, son tam
bién, a su vez, apropiados por los más subversivos de los escritores
de los espacios desposeídos, e integrados en los recursos transnacio-
naíes de todos los innovadores literarios. Joyce es a la vez el creador
de la primera posición de autonomía dentro del espacio literario ir
landés y el inventor de una nueva solución estética, política y, sobre
todo, lingüística a la dependencia literaria. Hay una genealogía in
ternacional que incluye a todos los grandes innovadores menciona
dos como auténticos libertadores literarios en las regiones periféri
cas del espacio literario, panteón de grandes hombres y de clásicos
unlversalizados (como Ibsen, Joyce o Faulkner) que los escritores
«excéntricos» pueden oponer a las historias literarias centrales y a las
genealogías académicas de los panteones nacionales o coloniales.
Conjugando una lucidez de dominados con el conocimiento
de todas las innovaciones estéticas autónomas del espacio, pueden
servirse de posibilidades coextensivas al universo literario entero.
Merced a la constitución de esos recursos internacionales, la gama
de posibilidades técnicas aumenta considerablemente y el impen
sable literario retrocede. Más aún, son los únicos que pueden re
cobrar y reproducir el proyecto o la trayectoria de los grandes he
réticos literarios, de los grandes revolucionarios específicos que,
una vez canonizados por los centros y declarados clásicos universa
les, pierden una parte de lo que está ligado con su historicidad y, a
la par, de su poder de subversión. Sólo los grandes subversivos sa
ben reivindicar y reconocer en la propia historia, es decir, en la es
tructura de dominación del espacio literario, a todos aquellos que,
encontrándose en la misma situación que ellos, han sabido descu
brir las salidas que han hecho la literatura universal. Se apropian
421
así en su propio provecho de los clásicos centrales y hacen de ellos
un uso nuevo y específico, como Beckett y joyce hicieron con
Dante, Henry Roth hará con Joyce o Juan Benet con Faulkner...
Los revolucionarios como Joyce o Faulkner1 dan a los despo
seídos literarios nuevos medios específicos para reducir la distancia
que los separa de los centros. Son grandes aceleradores temporales
porque sus innovaciones formales y estilísticas permiten transformar
los signos de la carencia cultural, literaria (y a menudo económica)
en «recursos» literarios y acceder a la más grande modernidad. Al
transformar radicalmente la definición y los límites asignados a la li
teratura (lo prosaico, lo sexual, lo escatológico, el retruécano, la ba
nalidad del decorado urbano... en el caso de Joyce; la desnudez, la
ruralidad, la pobreza... en el de Faulkner), facilitan a los protagonis
tas «excéntricos», y hasta entonces excluidos de todo acceso a la mo
dernidad literaria, la entrada en el juego con sus solos instrumentos.
422
un arma en ia lucha de los escritores más internacionales del espa
cio irlandés.
Es conocida la pasión por Dante de Joyce, a quien, desde los
dieciocho años, apodaron «el Dante de Dublín» y que se identifi
có toda su vida con el gran toscano exiliado. Pero fue Beckett el
que, movido por su admiración y el conocimiento profundo de su
obra, sistematizará y explicitará la homología de sus respectivas
posiciones. Redacta, en efecto, para Joyce, durante ios primeros
meses de 1929, su primer texto para Our Exagmination Round his
Factification for Incamination ofWork in Progress, réplica imagina
da por Joyce contra las virulentas críticas anglosajonas a su Obra
en curso, cuyos fragmentos se publicaban entonces en diversas re
vistas con ese título genérico. «Dante... Bruno. Vico... Joyce»1 es,
con los refinados instrumentos que proporciona el De vulgari elo-
quentia de Dante, una defensa del proyecto literario de Joyce en
su dimensión lingüística, es decir, política. Manifiesto antibritáni
co y ataque contra ios irlandeses «gaelizantes», el texto de Beckett
es una suerte de máquina de guerra contra la férula que el inglés
ejerce sobre la literatura y una expHcitación del proyecto literario,
lingüístico y político de Joyce. La demostración de Beckett, que se
sirve de las propuestas de Dante para fundar una «vulgaridad ilus
tre», es diáfana. «Prueba» que el designio que impulsa Finnegans
Wake es una negativa a someterse a la lengua inglesa. Para él, del
mismo modo que Dante propuso la creación de una lengua ideal
que fuese la síntesis de todos los dialectos italianos, así también Joy
ce, al crear una especie de síntesis de todas las lenguas europeas,
inventaría una solución inédita a la dominación lingüística y polí
tica inglesa.
El propio Beckett, que desde sus primeros textos evoca la fi
gura dantesca de Belacqua, se mantendrá siempre fiel a la obra de
Dante. Y puede comprenderse que se trata de la misma tentativa,
al manifestar, por un conducto específicamente literario, el recha
zo de las normas nacionales que estaban vigentes en Irlanda:
Dante desempolvado, convertido en contemporáneo de los más
423
internacionales de ios creadores irlandeses, cobra una dimensión
nueva. Rehistorizado, se convierte en uno de los padres fundado
res de la literatura irlandesa e ingresa en el patrimonio legítimo
de todos los heréticos, de todos los autónomos, de todos los irlan
deses que se negaban a acatar los límites estrechos del realismo
nacional.
424
males, Finnegans Wake y Ulises, que se sirven tanto del modelo de
Dante como de las teorías universalistas de Vico,1 son manifiestos
y programas para huir de un estado de dependencia literaria y po
lítica. Como muestra y demuestra Beckett, eí Work in Progress
propone una solución refinada al dilema estructural de los escrito
res surgidos de los territorios dominados del espacio literario
mundial. Por eso otros escritores que ocupan una situación ho
mologa, comprendiendo la tentativa de Joyce, emprenderán esta
vía con sus propios instrumentos: Njabulo Ndebele en la Sudá-
frica actual, Arno Schmidt en la Alemania de posguerra, Salman
Rushdie en Inglaterra y en la India, Henry Roth en el Nueva York
de los años 20.
425
Autodidacta, escritor tardío, tiene en común con los escritores
fundadores del Grupo 47, amén de pertenecer a la misma genera
ción, una desconfianza provocativa con respecto a Alemania. Lo
que induce, al final de la guerra, a Heinrich Boíl, Uwe Johnson,
Alfred Andersch a poner la política en el centro de sus escritos
teóricos y de ficción, a interrogarse sobre las raíces intelectuales
del nazismo y las falsas evidencias de la República Democrática
Alemana, empuja, por el contrario, a Schmidt a trasladar esa mis
ma crítica nacional al terreno de la lengua, a rechazar todo discur
so político manifiesto para proponer una «política literaria», A
contrapelo de toda la «renovación» de la literatura, promovida por
el Grupo 47, y que se opera en el sentido del realismo y del traba
jo «político» de despojamiento de la lengua —efectuado, según el
modelo sartriano, para luchar contra la tradición germánica del es
teticismo-, Arno Schmidt es prácticamente el único que empren
de una crítica sistemática del lenguaje y de ía forma novelesca.
Al igual que Joyce, Schmidt rompe a la vez con el conservadu
rismo y el esteticismo característicos de la cultura nacional alema
na del momento, pero está también en desacuerdo con la críti
ca política que hace de ella el Grupo 47: «Protesto aquí solem
nemente», exclama, «contra el apelativo “escritor alemán”, con el
que esta nación de terneros estúpidos tratará un día de recuperar
me.»5 Como Joyce, va a trasladar su crítica al terreno específica
mente literario y a inaugurar una posición de doble rechazo que
durante largo tiempo será el único que mantiene en Alemania.
Apasionado por la obra del novelista dublinés, desde 1960 proyec
ta acometer una traducción comentada de Finnegans Wake, pero
ningún editor aceptará encargársela. Esta apertura a la moderni
dad europea y a la vanguardia formal, producto de su familiaridad
con la literatura en lengua inglesa, le permite eludir las evidencias
estilísticas y narrativas del realismo alemán de posguerra.
Hermanos de rebelión contra la lengua y las jerarquías nacio
nalistas, joyce y Schmidt se encuentran en los mismos territorios.
Al igual que Joyce, Schmidt opta por ir a contrapié del modelo es
426
tético nacional. Contra la seriedad, alaba la ligereza, el humor y la
farsa; contra la poesía, la prosa y el prosaísmo (el título de su anto
logía de textos, Rosas y puerro,1 constituye por sí solo un extraordi
nario resumen de su poética): clichés transformados en poesía in
vertida, que, volviendo concretas las sensaciones más tenues y las
más abstractas, renuevan las descripciones más triviales de la lite
ratura. Contra el lirismo y la metafísica, el sarcasmo: «Que todos
los escritores agarren a manos llenas las ortigas de la realidad. Que
nos lo enseñen todo: la raíz negra y viscosa, el tallo glauco y vipe
rino; la flor insolente, restallante y detonante... (Dirigido a todos
los críticos: ¡Empaquen, ya está pesado!)»2
Como Joyce reivindicaba una lengua literaria autónoma en
Fmnegans Wake> Arno Schmídt lucha por una puntuación renova
da, por una ortografía simplificada del alemán y por imponer a los
editores y a los impresores sus innovaciones tipográficas: «No se
trata de una necesidad furiosa de originalidad o de efectismo a toda
costa [...] sino [de] la necesaria progresión, del necesario afina
miento del instrumento del escritor.»3 Hace de la diferencia entre
«Dos» y «2» el pivote de su expresividad, y de la sutileza de las pau
sas, según su orden creciente de duración, el símbolo de su liber
tad: «SÍ no se nos concede esa libertad, ¡la tomaremos! Porque es
necesaria. Necesaria para que la lengua sea la que debe ser: no nos
cansemos de reproducir la realidad cada vez mejor y cada vez con
mayor fuerza sugestiva.»4 En suma, reivindica el uso de una lengua
literaria liberada de las convenciones y de las normas oficiales, el
perfeccionamiento práctico de un instrumento autónomo al servi
cio de la escritura y del escritor. Por eso abandonará definitiva
mente a sus editores para publicar sus últimos libros, entre ellos
Tarde bordada de oro,5 en forma de holandesas mecanografiadas y
fotocopiadas, cuya fabricación podía controlar en todas sus etapas.
427
A semejanza de joyce, proclama asimismo en todos sus libros
su desconfianza hacia quien es considerado el más grande escritor
nacional y su rechazo, no de la poesía, sino de la prosa de Goethe:
«Goethe, con su habitual guiso de prosa informe...»;1 «la prosa de
Goethe no es una forma artística, sino un cuarto trastero».2 Al
tiempo que denuncia la hegemonía indiscutida de Goethe en las
letras alemanas, sitúa a «menores» en primer plano: Wieland, Fou-
qué, Tieck, Wezel. Y, sobre todo, proclama su total independen
cia artística frente a las jerarquías nacionales que someten los tex
tos al juicio del «pueblo»: «Si el pueblo te aplaude, interrógate»,
escribe; «¿qué he hecho mal? Si te aplaude también por tu segun
do libro, arroja tu pluma a las ortigas: nunca serás un grande [...].
¿El arte para el pueblo?: dejemos ese lema a los nazis y a los comu
nistas.»3 Esta posición de autonomía es la misma, casi rasgo por
rasgo, que la de Joyce cuando protestaba contra lo que él conside
raba desvarios del Teatro de la Abadía: «el artista, pese a que se sir
ve de la multitud, tiene buen cuidado de aislarse de ella [...] la pla
ga del pueblo es más peligrosa que la plaga de la vulgaridad.»4
James Joyce y Arno Schmidt hicieron lo que nadie se había
atrevido a hacer antes: desafiando las prohibiciones nacionales y
las cuestiones obligadas, impusieron su lengua y su gramática, su
discontinuidad narrativa («una sucesión de instantáneas cente
lleantes, en desorden»^), derrocaron a las jerarquías de los panteo
nes nacionales. El parentesco entre Schmidt y Joyce -com o el que
une, como vamos a ver, a Faulkner con Juan Benet, Rachid Boud-
jedra o Mario Vargas Llosa- no es solamente analógico, sino tam
bién histórico, sobre todo, es estructural: como han ocupado el
mismo lugar en sus espacios nacionales respectivos, han podido
derribar los mismos valores literarios establecidos. Su similar rece
428
lo hacia la lengua nacional les permite hacer estallar al aire libre su
formidable ironía, renovar el lenguaje literario y llevar a cabo in
mensas revoluciones literarias,
Ulises en Brooklyn
1. Henry Roth, A la merci d ’un courant violent, t. III, La Fin de lexil, París,
Édirions de rOiivier, 1998, p, 85. [ Una estrella brilla sobre Mount Morris Park,
Madrid, Alfaguara, 1994; Un trampolín de piedra sobre el Hudson, Madrid, Alfa
guara, 1995; e! tercer volumen no ha aparecido aún en castellano.]
2. Ib ídem, p. 88.
429
ción literaria: « Ulises le había enseñado que era posible transfor
mar las escorias de lo banal y lo sórdido en tesoro literario, y tam
bién cómo se hacía. Le había enseñado el modo de tratar los esco
riales de la miseria para volverlos explotables en el ámbito del arte
[...]. ¿Qué diferencia había entre la diversidad indigesta de la ciu
dad de Dublín por la que Bioom y Dedal us deambulan y los alre
dedores de Harlem, que Ira conocía tan bien, y los del Lado Este,
que su memoria conservaba como reservas de impresiones? [...]
¡Joder! Escabrosidad, sordidez, perversidad y miseria había a mon
tones, a tutiplén, hasta hartarse, en cualquier personaje de Ulises.
Pero el lenguaje, sí, el lenguaje, podía metamorfosear, como por
arte de magia, la ignominia de su vida y de sus pensamientos en
preciosa literatura, en aquel Ulises tan ensalzado [...]. Los lúgubres
patios de los inmuebles mugrientos, los pasillos siniestros que des
prendían un olor de lejía con el que se mezclaban a veces efluvios
de repollo [...]. Y luego el borde gastado de los escalones, los bu
zones abollados de la entrada, la escalera desvencijada con suelo de
linóleo y la ventanita antes del rellano del primer piso [...]. ¿No
daba eso derecho a la transmutación diquímica? allí estaba el co
mienzo de la fortuna en el dominio de las letras, pues bien, él era
incomparablemente rico: su universo entero era un almacén de
chatarrero. Todas aquellas miríadas y miríadas de impresiones sór
didas que guardaba en reserva, sin pensar siquiera en ellas, eran
convertibles. Lo vil en noble, el galápago de arrabio en lingote de
oro.»1 Enuncia todas las posibilidades literarias americanas que se
le ofrecían, todos los modelos que hasta entonces tenía a su dispo
sición: «No, no te hacía falta surcar las olas rumbo a las islas de los
mares del Sur a bordo de un navio con todas las velas desplegadas,
ni arriar la gavia como un personaje de E l lobo de los mares, ni bus
car oro en el lejano Klondike, ni descender el Mississippi en una
almadía acompañado por Huck Finn, ni combatir a los indios en
el Oeste salvaje de las nuevas revistas de cinco centavos [...]. No te
nías que ir a ninguna parte. Todo estaba allí, bajo tus ojos, en
Harlem, en la isla de Manhattan, en cualquier parte entre Harlem y
el muelle de Jersey City [...]. El lenguaje era un mago, la piedra filo
430
sofaL El lenguaje era una forma de alquimia. Era él quien elevaba
la pobreza al rango de arte [...] [Qué descubrimiento estaba ha
ciendo! Él, Ira Stigman, era un mavkhin1 pobre, triste, lastimoso y
despojado. Mirara donde mirase, no había más que tesoros, depó
sitos atiborrados de bienes inestimables, inexplotados, y que, en
consecuencia, le pertenecían [...]. Era indecente, pero era literario,
e Ira había pagado caro el deseo de aprovecharlos.»2
Roth enuncia casi en estado bruto el principio de la «trans
mutación» -y la palabra, bien se ve, no es anodina- literaria: su
vocabulario económico (tesoro, fortuna, oro, bienes inestimables)
revela, sin la habitual eufemización literaria, la realidad de los me
canismos de literarización. Muestra igualmente la función prácti
ca de lo que aquí hemos denominado un legado (o un capital) li
terario: sólo a partir de la homología reconocida de su situación y
la del escritor oriundo de un universo completamente distinto
(lingüístico, literario, político, histórico), y sirviéndose del mode
lo que ese creador le brinda, Henry Roth consigue reapraptarse
de su propio universo, convertir (la palabra es suya) su indigencia
económica y específica en proyecto literario y, provisto de este
pasaporte y este recurso formal, ingresar directamente en las pro
blemáticas más modernas del universo literario. Escribe, a propó
sito de su primera lectura maravillada del Uíises de Joyce: «A me
dida que los días transcurrían, que leía y se debatía [...] una
extraña convicción se afianzaba en él, a saber, que en su fuero in
terno había grabada una copia tosca del modelo de Joyce, del
mismo modo que advertía una humilde afinidad con el tempera
mento joyceano, una aptitud incierta para el método joyceano.
Por oscuros que fuesen numerosos pasajes, Ira tenía la sensación
de ser un mavkhin en el género de universo en el que Joyce era
un especialista incomparable: el mismo género de realidad punti-
llista. Había claves que evocaban aquel universo, armaduras que
permitían reconocerlas, y él era sensible a ellas... ¿por qué? No lo
sabía.»3
431
La novela que escribe después de su revelación joyceana, Cali
it Sleep} en 1934, será un fracaso: la discrepancia entre la posición
-m uy excéntrica- del autor, la del espacio literario norteamerica
no de la época y los lugares donde se otorgaban los certificados de
modernidad literaria era, sin duda, demasiado grande. Lo atesti
guan el redescubrimiento y la consagración, treinta años más tar
de, de esa novela que vendió más de un millón de ejemplares.
432
lerar el tiempo», puesto que pone fin a la maldición del retraso de
las periferias al facilitar a los novelistas de los países más despo
seídos la posibilidad de conferir una forma estética aceptable a las
realidades más menospreciadas de los linderos del mundo.
Si la obra del novelista norteamericano logra confederar em
presas literarias muy diferentes, si ha sido reconocida desde hace
más de cuarenta años por narradores procedentes de confines muy
diversos, es, sin duda, porque reúne propiedades normalmente in
conciliables. Ciudadano de la nación más poderosa del mundo,
consagrado por París, Faulkner evoca, sin embargo, en todas sus
novelas (en todo caso en las del primer período) personajes, paisa
jes, mentalidades e historias que coinciden rasgo por rasgo con la
realidad de todos los países denominados del «sur»: un mundo ru
ral y arcaico, tributario de modos de pensar mágicos, reducido al
enclaustramiento familiar y pueblerino. Valery Larbaud confirma,
para desmentir al instante esta lectura, en su famoso prefacio para
Mientras agonizo> que las primeras novelas de Faulkner llegaron a
Francia con la etiqueta de «novela campesina» (género que, sin
duda, ocupa e! puesto más bajo en la jerarquía de los géneros no
velescos): «He aquí una novela de costumbres rurales que nos lle
ga, bien traducida, del estado de Mississippi [...]. Mientras agonizo
ofrece ciertamente un mayor interés y posee, a mi juicio, un valor
estético mucho más alto que la gran mayoría de los libros entre los
cuales la librería, para comodidad del público, debe colocarlo, es
decir, bajo la rúbrica de “novelas campesinas”».1
Así, por él accede a la modernidad novelesca ese universo pri
mitivo y campesino que hasta entonces sólo parecía contener un
realismo codificado y descriptivo: una civilización tribal, violenta,
impregnada de mitologías bíblicas, en todo opuesta a la moderni
dad urbana -asociada casi siempre con la vanguardia formal-, es el
objeto privilegiado de una de las más grandes audacias formales de
este siglo. Faulkner resuelve, por su proyecto mismo, las contradic
ciones en las que están atrapados los escritores de los países deshe
redados; pone punto final a la maldición de las jerarquías literarias
433
impuestas; realiza una prodigiosa inversión de los valores y colma
bruscamente el retraso acumulado de las literaturas hasta entonces
excluidas del presente literario, o sea, de la modernidad formal. El
escritor español Juan Benet es sin disputa uno de los primeros en
haberlo comprendido, pero tras él, todos los escritores del «sur», en
el sentido amplio, de las Antillas a Portugal, pasando por Sudamé-
rica o África, han reconocido a Faulkner como el que les ha revela
do una posibilidad de acceder al presente de la literatura sin por
ello renegar en absoluto del legado cultural propio. El parentesco
de Faulkner con los «excéntricos», que a éstos se Ies revela de inme
diato, a pesar de la diferencia de lengua, de época, de civilización,
les permite reivindicarle como un ancestro legítimo. Vemos que,
tanto en el caso de Joyce como en el de Faulkner, el mecanismo de
identificación es el mismo. La obra de ambos, en la medida en que
resuelve, de modo totalmente nuevo y magistral, el dilema y las di
ficultades de los escritores desposeídos, sólo puede ser captada por
creadores situados en una posición homologa. Pero mientras que
Joyce es reivindicado, lógicamente, y en la mayoría de los casos,
por novelistas surgidos de universos urbanos muy desheredados, a
Faulkner le reconocen escritores oriundos de regiones muy rurali-
zadas y con estructuras culturales arcaicas.
434
Cuando Benet las conoce en la España de los años 50, las no
velas de Faulkner han recorrido un camino muy largo en el tiem
po y en el espacio. Fían tardado veinte años en hacer el viaje desde
el Mississippi a Madrid, y por conductos que no deben nada al
azar: han pasado por París. Benet lee a Faulkner en traducción
francesa, no, dice, por una fascinación particular por ese país o
esta lengua, sino porque, en aquella época, hablar y leer francés
era la garantía de acceder a la literatura de todo el mundo. Y des
cubre la modernidad de la novela norteamericana, no gracias a
una simple inclinación personal, sino porque Faulkner ha sido ele
gido entre todos, desde hace mucho tiempo, por las más altas ins
tituciones de la crítica francesa, como uno de los fundadores de la
modernidad narrativa. Por causa del lugar eminente que ocupa
París, Benet no tiene más remedio que prestar confianza ai refren
do francés, y aborda la obra de Faulkner como la de un gran escri
tor ya consagrado. Pero el efecto de revelación que le produce su
lectura (más que ninguna otra) obedece, evidentemente, a la coin
cidencia asombrosa entre dos universos a los que en apariencia
todo separa, e! Sur de los Estados Unidos visto por Faulkner y la
provincia española de León según Benet. Explica, cuando cuenta
sus comienzos de ingeniero y de escritor: «Estaba en una región
que conocía muy mal: el noroeste de España, ai sur de la cordillera
cantábrica, en León. Era una región muy atrasada en aquel tiem
po, muy despoblada, no había nada, ni carreteras ni electricidad,
había que hacerlo todo. Viajé mucho por las comarcas más pobres
piciada por ei sello de las Édkions de Minuit, son de hecho un error de perspec
tiva y una lectura francocéntrica. Benet insiste en su desconocimiento o su
desinterés por e! Nouveau Román en la época de sus primeros escritos: «No, el
Nouveau Román no fue tan importante para mí. Lo que me desveló todas las po
sibilidades de la escritura fue esencialmente la lectura de William Faulkner. Des
pués de él, por supuesto, he leído a los escritores franceses del Nouveau Román,
y a los alemanes, ingleses, sudamericanos, pero yo había ya madurado y estaba
demasiado avanzado en la redacción de mis libros como para sufrir la influencia
de esos autores.» (Entrevista A.) Pero es posible que un determinado estado de
la novela, conjugado con una cultura internacional, pueda producir, en lugares y
en contextos distintos, proyectos muy próximos: Claude Simón es, por su parte,
un descendiente proclamado de William Faulkner.
435
y más retrasadas de España.»1 Los términos de Valery Larbaud
para describir el paisaje americano de Faulkner, en su prefacio a la
versión francesa de Mientras agonizo, son casi los mismos: «Al lec
tor no podrá no sorprenderle el carácter puramente agrícola de
esos vastos campos, la ausencia de grandes ciudades, la mala orga
nización de las vías y servicios de comunicación y la escasa densi
dad de una población de propietarios cultivadores cuya vida pare
ce mucho más penosa que la de la mayoría de los campesinos,
granjeros y aparceros de Europa central u occidental.»2
Vemos bien que el concepto gastado de «influencia», demasia
do simple y demasiado vago, no es pertinente para describir el en
cuentro de Benet con Faulkner. Lejos de disimular o silenciar lo
que debe a Faulkner, como hace la mayor parte de los escritores
«influidos», que tratan de reclamar ante todo su originalidad con
respecto a la obra en la que se han inspirado, Benet exhibe su filia
ción y recalca constantemente, como homenaje explícito, los para
lelismos posibles.3 Proclama su deuda como para que se compren
da mejor la naturaleza de sus «empréstitos»: para describir una
realidad homologa, utiliza, de modo funcional (y no solamente es
tético, por ejemplo), elementos por definición similares. El paren
tesco reconocido entre dos universos implica la reproducción
práctica de elementos estilísticos o estructurales, lo que excluye ía
imitación lisa y llana de «procedimientos» literarios. Se ha señala
do, por supuesto, la voluntad de Benet de situar todas sus novelas
en la comarca de «Región», al igual que Faulkner había circunscri
to la acción de sus libros al condado de Yoknapatawpha (ambos,
por otra parte, han facilitado cartas topográficas precisas de su re
gión ficticia: Faulkner para la antología de Malcolm Cowley, The
Portable Faulkner, y Benet en Herrumbrosas lanzas, publicado en
1983), por no hablar, obviamente, de la complejidad narrativa, de
la nolinealidad. temporal, de las fluctuaciones cronológicas, etc.
1. J. Benet. Entrevista B.
2. V. Larbaud, «Préface», op. cit., p. II.
3. Lo mismo ocurre hasta en algunas citas en el cuerpo mismo de su texto
de ficción: «Los ladridos “irreales, sonoros y regulares, timbrados por esa triste y
resignada desolación5’ (Faulkner) con que los perros se llamaban y buscaban...»
Volverás a Reglón. Barcelona, Destino, 1967, p. 290.
436
Mauríce-Edgar Coindreau, para descartar la lectura particularista
que ligaría la obra del norteamericano únicamente con el Sur de
los Estados Unidos, insiste en su prefacio de Las palmeras salvajes
en el hecho de que «el verdadero dominio de Faulkner es el de los
mitos eternos, y muy en especial los que la Biblia ha populariza
do...»,1 y más adelante habla «[del] gran primitivo, servidor de los
viejos mitos que es William Faulkner...».2 Benet recurre asimismo
ai mito, pero para sugerir un contexto cultural distinto. En todas
sus novelas mezcla mitos y creencias populares, supersticiones y
usanzas ancestrales, como si realizara una encuesta etnológica. Al
invocar los mitos antiguos, incluso de manera imprecisa o alusiva,
ennoblece y unlversaliza las estructuras de pensamiento de campe
sinos aislados en ia cordillera cantábrica: la montaña amenazadora
y laberíntica que abre Volverás a Región, vigilada por un guardián
fantasmagórico y omnipresente, evoca, sin insistencia, todos los
hades e infiernos laberínticos: esos pájaros extraños, «una especie
degenerada de ave rapaz», que atacan a los hombres clavándoles
«un dardo terrible y brutal en la espalda», hacen pensar en los
guardianes de algún círculo infernal. E, insistiendo en las creen
cias, miedos y leyendas, elabora una larga y compleja reflexión so
bre el arcaísmo y el subdesarrollo de su país, abocado a oscuros
combates por envites arcaicos: «[...] y allí, en una cuneta, [...] mu
rió [...] el hombre que, movilizando todo un ejército, había inten
tado, con el pretexto de una vieja afrenta, violar la inaccesibilidad
de aquella montaña y poner a la luz el secreto que envuelve su
atraso.»3 Recurrir a un pensamiento mágico no tiene nada de una
idealización del mundo campesino, tratado como el conservador
de las huellas más puras de una cultura nacional: es, por el contra
rio, lo que subyace, por obra de una extraña reflectividad, sin duda
facilitada por la labor de anamnesis fauikeriana, al interrogante po
lítico e histórico sobre el retraso o el inmovilismo españoles.
437
La libertad que le dio la lectura de Faulkner permite a Benet, en
efecto, recobrar las cuestiones propias de España. En este sentido
hay que entender todos sus análisis, en apariencia enigmáticos (y,
por ende, estrictamente literarios), en realidad indudablemente his
tóricos y etnográficos, que intentan descifrar estructuras arcaicas
nacionales. Así, habla por ejemplo de «la cabeza del rey Sidonio
-com o reza la leyenda- saltando sobre las aguas revueltas del Torce
[...] ¿y la locura del joven Aviza, abriendo las entrañas del cadáver de
su padre [...], informará para siempre la conducta de un pueblo des-
hauciado y envilecido, empujado hacia la decadencia y el atraso a
fin de preservar su legítima potestad?»1 De la misma manera, Benet
propone un punto de vista resueltamente provocativo sobre la gue
rra civil. No hay huella alguna en sus libros de esa mitología heroica
que ha sido el punto de partida de tantas obras del exilio español.
Benet aborda frontalmente, desde su primer libro (y el tema estará
presente, en una forma u otra, en casi todas sus novelas), el asunto
tabú por excelencia, fundador de todas las posturas asumidas en el
mundo intelectual español. La mirada, completamente nueva, con
que observa la guerra es la de un historiador; el tono clínico, des
criptivo, imparcial, pone espalda contra espalda, en una misma in
consciencia guerrera, a los republicanos y a los nacionales. Su punto
de vista desencantado -que, sin duda, tiene raíces biográficas, pues
to que su padre, republicano, fue muerto en Madrid por el ejército
republicano- no podía sino romper totalmente con la norma litera
ria. De este modo anuncia claramente su proyecto en Volverás a Re
gión: «Todo el curso de la guerra civil en la comarca de Región em
pieza a verse claro cuando se comprende que, en más de un aspecto,
es un paradigma a escala menor y a un ritmo más lento de los suce
sos peninsulares.»2; y, más adelante, al describir el compromiso
republicano de la comarca de Región, escribe: «Fue republicana por
olvido u omisión, revolucionaria de oído y belicosa no por ánimo
de revancha hacia un orden secular opresivo, sino por coraje y can
dor, nacidos de una condición natural aciaga y aburrida.»3 Al hablar
1. Ibídem, p. 223.
2. Ibídem, p. 75.
3. Ibídem, p. 76.
438
de la guerra civil como de uno de los innumerables avatares del sub-
desarrollo español,1 como de una de las consecuencias más terribles
del aislamiento a la vez voluntario y sufrido por un país sometido a
las prácticas y creencias más arcaicas, hace, en 1967, bajo el fran
quismo, el atestado de la lógica histórica del advenimiento de una
dictadura. Escribe, a propósito de! guardián de la montaña maldita
de Región: «No entrega nada pero al menos no permite el menor
progreso; no aprieta pero ahoga. N o vea usted en él una supersti
ción; no es el capricho de una naturaleza ni el resultado de una gue
rra civil, quizá todo el organizado proceso de una religión, unido al
crecimiento, desemboca forzosamente en ello: un pueblo cobarde,
egoísta y soez prefiere siempre la represión a la incertidumbre; se di
ría que lo segundo es un privilegio de los ricos.»2
Faulkner en Argelia
439
ciudad pequeñísima de Mississippi. Y en eso yo me reconozco, y lo
llamo la novela del Sur y formo parte de esa novela del Sur, quisiera
formar parte. Lo que me aproxima a Claude Simón es el sur, por
que él habla de las mujeres de los años 30, como yo hablo hoy,
exactamente, de las mujeres de los 90 en Argelia: el encierro, el ca
lor... Todo eso es el mismo mundo que el mío, el mundo en que he
nacido. Faulkner es igual, el Sur, los insectos, los mosquitos, todo
eso...»1 La referencia a Claude Simón, quien a su vez ha confesado
su deuda hacia Faulkner, es un modo de duplicar el proceso de
apropiación del legado americano. La reivindicación de una mo
dernidad novelesca que facilita los medios de expresar, sin los ins
trumentos obsoletos del naturalismo, la realidad de un país, implica
la afirmación de una total autonomía literaria y estética: Boudjedra
rechaza la anexión política de los escritores argelinos, y ejerce la po
lítica en otro terreno, el de la literatura. Lo que no significa, antes al
contrario, refugiarse en una apoliticismo esteta. La voluntad de
subvertir la lengua árabe desde el interior, de derrocar las evidencias
y el respeto tradicional de una lengua vinculada con la religión y
con la vida nacional renueva profundamente las prácticas literarias
nacionales. Boudjedra utiliza las armas de los escritores centrales (la
subversión de la ortodoxia social y religiosa, tan difícil sin duda de
imponer para Boudjedra en la Argelia de hoy como para Joyce en la
Irlanda de los años 20) para transformar, desde dentro, las prácticas
de una literatura que cree haberse liberado de las trabas coloniales
mediante la adopción generalizada de un modelo narrativo, y que
no es sino la repetición de una estructura heredada de los modelos
escolares de la «hermosa escritura» francesa: «Tenemos una literatu
ra de maestros, pedagógica [...] el escritor argelino ve las cosas de
una forma objetiva, exterior, sociológica, antropológica. Fíay que
decir también que la colonización le ha ayudado mucho y hasta le
ha confinado ahí dentro y le ha aplaudido... Y en esta literatura de
maestros de escuela se quiere aprender, se quiere dar una lección».2
El problema, para él, consiste «sobre todo en poner en entredicho la
“sacralidad”, lo que un pueblo considera, con razón o sin ella, sa
44 0
grado [...] se trata de decir en árabe cosas inéditas. Por ejemplo, la
sexualidad.»1 Cuando se tradujo al árabe L ’In$olación> la segunda
novela que publicaba en Francia, «fue», dice, «un enorme escándalo
en Argelia porque justamente yo cuestionaba el texto sagrado,
había hecho juegos de palabras sobre el texto coránico que hacía
mos de niños, que todos los niños argelinos, árabes, musulmanes,
hacen en la escuela primaria. Todo el lado subversivo, por tanto,
toda la carga subversiva se transmite mejor en árabe [...] subvierto
esa lengua, es importante para nosotros, que subvirtamos esa len
gua, porque está sacralizada de tal forma, tan encerrada en canales
que es bueno subvertirla.»2
Kateb Yacine se expresaba en 1975 en términos bastante pare
cidos a los de Boudjedra, al tiempo que procuraba matizar el dis
curso crítico central tendente a hacer de Faulkner su único mode
lo y a explicar su importancia a través del acercamiento entre los
dos países: «Pongamos como ejemplo a Camus», dice. «Es tam
bién un escritor, innegablemente, pero sus libros sobre Argelia
emiten un sonido falso y hueco [...]. En cuanto a Faulkner, repre
senta la clase de hombre que más detesto. Es un colono, un puri
tano blanco, nacido en los Estados Unidos [...]. Sólo que Faulkner
es genial. Es un esclavo de la literatura [...]. No podía no influir
me, sobre todo porque Argelia era una especie de Sudamérica, un
Sur de los Estados Unidos, cuando yo estaba escribiendo, con esa
fuerte minoría de blancos y esos problemas que eran bastante
idénticos. O sea que hay un motivo para la fascinación de Faulk
ner. Pero la manera en que se ha mostrado su influencia es abusi
va. Claro que los editores ponen eso en la cubierta. Queda bien
porque Faulkner es muy conocido. Era cómodo, pero hay que ex
plicarla, la influencia de Faulkner. SÍ se explica como yo acabo de
hacerlo en pocas palabras, las aguas vuelven a su cauce.»3
1. Ibídem, p. 11.
2. Ibídem, pp. 12 y 14.
3. K. Yacine, «Le génie est collectif», comentarios recogidos por M. Djaider
y K. Nekkouri-Khelladi, 4 de abril de 1975, Kateb Yacine. Éclats de mémoire,
textos reunidos y presentados por O. Corpet y A. Dichy con la colaboración de
M. Djaider, París, IM EC éditions, 1994, pp. 61-62.
441
Faulkner en Latinoamérica
El novelista norteamericano se ha convertido también en el por
taestandarte de la liberación literaria de los escritores del llamado
«boom» latinoamericano. Es sabido que su obra ha sido esencial
para Gabriel García Márquez, quien lo ha reconocido en numerosas
ocasiones. Pero asimismo para el peruano Mario Vargas Llosa, que
insiste en el carácter fundacional del texto faulkneriano: «Entre los
novelistas norteamericanos, leí sobre todo a los de la “generación
perdida”, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos, pero prin
cipalmente a Faulkner. De mis lecturas de juventud, es uno de los
que se han conservado vivos. Nunca me he salido decepcionado al
releer a Faulkner, como me ha ocurrido, a veces, con Hemingway
[...]. Fue el primer novelista que yo leí, efectivamente, con lápiz y
papel a la mano, porque a mí me deslumbró la técnica de Faulkner,
El fue el primer novelista al que yo quise rehacer, reconstruir racio
nalmente, tratando de ver cómo estaba organizado el tiempo, por
ejemplo, en sus novelas, la manera cómo se cruzaban los planos de
espacio y cronología, los saltos que había, esa posibilidad de marcar
una historia desde distintas perspectivas contradictorias, para crear
una ambigüedad, un enigma, un misterio, una profundidad. A mí
me deslumbró la técnica de Faulkner, aparte de que creo que es uno
de los grandes novelistas del siglo XX. Creo que leer sus libros, para
un escritor latinoamericano, era muy útil en ese momento, porque
le daba un instrumental riquísimo para poder decribir una realidad
que, en cierto sentido, tiene muchas relaciones con la realidad de
Faulkner, la del Sur norteamericano.»1 El parentesco «geopolítico»
recalcado por Vargas Llosa es el mismo que detectaban Benet y
Boudjedra, prueba de una afinidad de estructura que no hace de
Faulkner el objeto de una vaga admiración por uno de los miembros
más eminentes del panteón de la modernidad novelesca., sino el pre
cursor, el inventor de una solución específica (narrativa, técnica, for
mal) que permite reconciliar la estética más moderna con las estruc
turas sociales y los paisajes considerados más arcaicos.2
1. Sobre la vida y la política: Diálogo con Vargas Llosa por Ricardo A. Setti &
Ensayos y conferencias de Vargas Liosa, Costa Rica, Kosmos, 1989, pp. 17-18.
2. A la mayoría de los novelistas latinoamericanos habría que añadir hoy día
442
HACÍA LA INVENCIÓN DE LAS LENGUAS LITERARIAS
443
perativo de linealidad, de legibilidad inmediata y de «gramaticali-
dad», y en haber afirmado, por medio de su creación multilmgüe,
el uso y la aparición de una lengua específica. Arno Schmidt le ha
bía seguido por ese camino, cambiando el orden narrativo me
diante perturbaciones tipográficas, en particular en Tarde bordada
de oro, en que varias narraciones coexisten en la misma página.
Muy recientemente, una húngara que vive y escribe en Francia,
Katalin Molnár, formulaba una nueva propuesta en este sentido y
firmaba un atentado concreto contra la lengua nacional. Cuestio
nando explícitamente los presupuestos nacionales, o sea, políticos,
sobre los que descansa la sumisión al orden lingüístico, propone, de
forma a la vez irónica y subversiva, una lengua fonética (es decir, tan
to escrita como hablada) en la que teoriza la necesidad de la autono
mía literaria de la lengua literaria: «Durante largos siglos, las lenguas
nacionales correctas no existían todavía [...]. Por un lado estaba el la
tín, o sea, la lengua sabia, y por el otro las lenguas nacionales, o sea,
las lenguas vulgares La meta ha sido alcanzada, todo, absolu
tamente todo, se expresa en la lengua antaño vulgar [...] y es ahí pre
cisamente donde esto hoy tiene que ver con la literatura [...] que no
ha habido, de una manera global, una separación, una demarcación
entre la lengua literaria y la lengua nacional correcta [...] el objetivo
es producir placer y no la pureza lingüística [...]. En consecuencia,
pueden utilizar cualquier procedimiento, realizar todo lo que es rea
lizable, todo, ¡absolutamente todo está permitido! No hay, por tanto,
ninguna obligación de respetar las normas lingüísticas [...] Dejas de
pensar que debes defender la lengua nacional correcta...»1
Beckett es, desde luego, el que más lejos ha ido hasta la fecha en
la invención de una lengua literaria: ha creado objetos literarios que
figuran entre los más autónomos jamás imaginados. Su posición de
irlandés exiliado en París y el carácter bilingüe (autotraducido en los
dos sentidos) de su obra eran quizá el motor más eficaz para cuestio
nar las evidencias lingüísticas y narrativas ordinarias. Su búsqueda
cada vez más rigurosa y precisa de una autonomía radical le induce a
444
romper con todas las formas de dependencia nacional propias de los
escritores: la nación en el sentido político, por supuesto, pero más
aún los debates propios de la historia literaria nacional, las opciones
estéticas dictadas por el espacio literario nacional y, por último, la
lengua misma concebida como un conjunto de leyes y de normas
impuestas por las instituciones políticas y que contribuyen a some
ter a los escritores a las normas nacionales de la lengua nacional.
A la luz de lo antedicho hay que entender el interés apasiona
do de Beckett por la pintura de Bram van Velde: desviándose de
la problemática figurativa de la literatura, toma prestada a la pin
tura la cuestión de la abstracción. Transpone así a la literatura una
de las grandes revoluciones en el arte pictórico y desarma los pre
supuestos sobre los que normalmente descansa el arte literario.
Prosiguiendo la labor de zapa joyceana del edificio realista, Bec
kett pone en entredicho poco a poco, y cada vez más radicalmen
te, todos los «efectos de lo real» en los que descansa la narración
novelesca. Rechazando primero el presupuesto de la verosimili
tud espacial y temporal, después los personajes y hasta los pro
nombres personales, se esfuerza en inventar una literatura pura y
autónoma, liberada de las normas de la representación tradicional.
Esta emancipación supone la puesta en práctica de nuevos utensi
lios lingüísticos o de un nuevo empleo del lenguaje, independiente
de las trabas no específicas de la legibilidad inmediata.
Para crear los utensilios «técnicos» de la abstracción literaria,
tiene que inventar un material literario inédito que permita eludir
el significado, esto es, la narración, la representación, la sucesión,
la descripción, el decorado, el personaje mismo, sin por ello resig
narse a la inarticulación. En suma, crear una lengua literaria autó
noma, o cuando menos la más autónoma imaginada nunca por un
escritor. La apuesta de Beckett, una de las más ambiciosas y más
locas de la historia literaria, consiste en silenciar el sentido todo lo
posible para acceder a la autonomía literaria. Indudablemente, es
en Cap au pire1 donde vemos la culminación de su proyecto ma
445
gistral de una escritura absolutamente autosuficiente que engendra
su propia sintaxis, su vocabulario, su gramática autodecretada, y
que crea incluso vocablos que responden a la sola lógica del espa
cio puro de un texto que sólo debe a sí mismo el poder ser escrito.
Beckett ha alcanzado tal vez en ese texto la abstracción literaria; ha
creado un puro objeto de lenguaje, totalmente autónomo porque
no remite a nada más que a sí mismo.
Para arrancar a la literatura de la última forma de dependen
cia, rompe con la idea misma de lengua común. Al emprender la
búsqueda de una literatura de la «no palabra»,1 es, sin duda, él
quien inventó la lengua literaria más libre, es decir, la literatura li
berada del propio sentido de la palabra. Beckett no escribe ni en
francés ni en inglés, sino que elabora su propio material estético
partiendo de sus solas problemáticas estéticas, consumando de este
modo, quizá, en la incomprensión más total, la primera revolu
ción literaria verdaderamente autónoma.
446
EL M UNDO Y EL PANTALÓN LITERARIO
447
propiamente dicha. El autor como excepción y el texto como infi
nito inalcanzable han sido declarados consustanciales con la defi
nición misma, del gesto literario, y han engendrado una exclusión,
una expulsión o, por hablar el lenguaje de la sacralidad literaria,
una excomunión definitiva de la historia, acusada de ser incapaz
de elevarse lo bastante alto en el cielo de las formas puras del arte
literario.
Los dos universos, el «mundo» y la «literatura», han sido, pues,
declarados inconmensurables. Roland Barthes hablaba incluso
de dos continentes: «Por una parte, el mundo, su abundancia de
hechos, políticos, sociales, económicos, ideológicos; por otra, la
obra, en apariencia solitaria, siempre ambigua puesto que se pres
ta a la vez a varias significaciones [...] de un continente al otro se in
tercambian algunas señales, se subrayan algunas connivencias.
Pero, en lo esencial, el estudio de cada uno de esos dos continentes
se desarrolla de una forma autónoma: las dos geografías coinciden
mal.»1
El obstáculo, que por lo general se considera insuperable, para
establecer un lazo entre los dos universos, es la geografía, mencio
nado por Barthes, pero sobre todo el tiempo: las formas, dicen los
teóricos y los historiadores de la literatura, no cambian al mismo
ritmo, dependen de «otra temporalidad»2 irreductible a la cronolo
gía del mundo ordinario. Ahora bien, ha parecido posible invertir
la cuestión de la «cronología diferencial»3 y describir las modalida
des de aparición de un tiempo literario, es decir, de un universo es
tructurado según leyes propias, con su geografía y su cronología es
pecíficas. Este universo está bien «separado» del mundo ordinario,
pero sólo es relativamente autónomo, o sea, simétricamente, relati
vamente dependiente. En un sentido, se ha realizado el sueño de
Barthes, que escribía en 1960: «El sueño sería evidentemente que
esos dos continentes tuviesen formas complementarias, que, leja
nos sobre el plano, se pudiese, sin embargo, aproximarlos por me
1. Ibídem, p. 148.
2. M. Fumaroli, Trois Institutions littéraires, París, Gallimard, 1994, p. XII.
3. Antoine Compagnon, Le Dérnon de la théorie, París, Editions du Seuii,
1998, p. 239.
448
dio de una traslación ideal, encajarlos uno en otro, un poco a la
manera como Wegener volvió a pegar Africa y América.»1
Pero ¿cómo concebir una historia de todo lo que «se mueve,
nada, huye, vuelve, se deshace, se rehace [...]?», escribe Beckett.
«¿Qué decir de esos planos que se deslizan, de esos contornos que vi
bran, de esos cuerpos como tallados en la bruma, de esos equilibrios
que un nada puede romper, que se rompen y se reconstituyen a me
dida que se mira? ¿Cómo hablar», añade, «[.,.] de ese mundo sin
peso, sin fuerza, sin sombra? [...]. Es eso, la literatura.»2 Más aún,
«¿cómo representar el cambio?», prosigue, ¿el cambio específico, no
sólo el de las formas, los géneros, los estilos, sino también las ruptu
ras y las revoluciones literarias? Ante todo, ¿cómo comprender en el
tiempo las obras más singulares, sin renegar de su singularidad ni re
ducirla? El arte, insiste Beckett, «espera a que le saquen de ahí».3
Así pues, realizar el sueño de Barthes suponía invertir la visión
ordinaria de la literatura y suspender por un momento la creencia
inherente a ella mediante una especie de epoché husserliana. Hacer
de la literatura, contra el sentido común, un objeto temporal no es
reducirla a la serie de acontecimientos del mundo y hacer que las
obras dependan de la cronología histórica ordinaria; es, por el
contrario, hacerla entrar en una doble temporalidad: escribir la
historia de la literatura es un gesto paradójico que consiste en
insertarla en el tiempo histórico y mostrar cómo poco a poco se
desprende de él, constituyendo a cambio su propia temporalidad,
inadvertida hasta hoy. Hay una clara distorsión temporal entre el
mundo y la literatura, pero es el tiempo (literario) el que permite a
la literatura liberarse del tiempo (político). En otras palabras, la
elaboración de una temporalidad propiamente literaria es la con
dición para que sea posible la constitución de una historia literaria
de la literatura (por oposición -y por referencia-- a la «historia his
tórica de la literatura», como la llamaba Luden Febvre).4 Por eso
449
hay que reanudar el lazo histórico original entre la literatura y
el mundo -y hemos mostrado aquí que era, en primer lugar, de
orden político y nacional- para mostrar cómo, por un lento pro
ceso de autonomización, la literatura escapa a las leyes históri
cas ordinarias. Al mismo tiempo, la literatura puede definirse a
la vez -y sin contradicción- como un objeto irreductible a la his
toria y como un objeto histórico, pero de una historicidad propia
mente literaria. Lo que hemos denominado aquí la génesis del
espacio literario es ese proceso por el cual se inventa lenta, difí
cil, dolorosamente, en las luchas y rivalidades incesantes, la li
bertad literaria, contra todos los límites extrínsecos (políticos,
nacionales, lingüísticos, comerciales, diplomáticos) que le eran
impuestos.
Para dejar plena constancia de esta invisible y secreta medida
del tiempo, había que mostrar el modo en que la emergencia de
un tiempo literario se hallaba en el origen de la constitución de un
espacio literario dotado de sus propias leyes. Cabe decir que este
espacio es «internacional» porque se construye y se unifica en las
relaciones (las luchas, las rivalidades) entre los espacios nacionales,
y que hoy se extienden al mundo entero. La estructura del espacio
mundial, lo que Barthes llama su geografía, es, a su vez, temporal:
cada espacio literario nacional (y cada escritor, por tanto) está si
tuado no espacial, sino temporalmente. Hay un tiempo literario
medido en el meridiano de Greenwich literario, en relación con el
cual puede dibujarse la carta estética del mundo y evaluar el lugar
de cada uno por la distancia temporal que ocupa con respecto al
centro.
El simple dibujo de la estructura desigual de este espacio tie
ne como consecuencia inmediata que las representaciones más co
munes del escritor, un ser puro, sin ataduras y sin historia -todo
lo que es divino es ligero, decía Barthes-, se vuelven obsoletas. SÍ
es cierto que este universo literario se ha constituido como una
especie de realidad paralela, entonces cada escritor está ineluc
tablemente situado dentro de ese espacio: «No sólo todo el mun
do siente que ocupamos un lugar en el Tiempo», escribe Proust al
final de E l tiempo recobrado, «sino que el más simple mide este lu
gar aproximadamente como mediría el que ocupamos en el espa
450
ció.»1 El escritor está incluso situado dos veces en el espacio-tiem
po literario: una vez según la posición del espacio literario nacio
nal del que ha surgido, y otra según el lugar que ocupa en dicho
espacio nacional.
Dicho de otro modo, al proponerme describir la República
mundial de las Letras, es decir, la génesis y la estructura de un es
pacio literario internacional, he intentado sentar los cimientos de
una verdadera historia literaria, pero también establecer los princi
pios de un nuevo método de interpretación de los textos literarios.
De ahí la enorme dificultad de la empresa: el proyecto mismo su
ponía cambiar de gafas a cada momento, explicar una visión de
conjunto por lo que podía parecer un detalle insignificante, y ha
cer comprender lo más singular mediante un desvío por lo que
podía parecer que era lo más general. Problema en el cual yo creía
reconocer el que menciona Proust cuando recuerda, al final de En
busca del tiempo perdido, los malentendidos que encuentra a la
hora de sus primeras tentativas para organizar el conjunto de su
obra: «Pronto pude mostrar algunos esbozos. Nadie entendió
nada. Hasta los que fueron favorables a mi percepción de las ver
dades [...] me felicitaron por haberles descubierto “al microsco
pio” -cuando la verdad es que me había servido de un telescopio-
unas cosas muy pequeñas al parecer, pero porque estaban a gran
distancia, y que cada una de ellas era un mundo. Allí donde yo
buscaba las grandes leyes, me llamaban desenterrador de de
talles.»2 Ese vaivén constante entre lo más próximo y lo más le
jano, entre el microscopio y el macroscopio, entre el escritor
singular y el vasto mundo literario, representa una nueva lógica
hermenéutica: tanto específica -en cuanto que trata de explicar un
texto en su singularidad y su literalidad propias- como histórica.
Leer un texto de manera Inseparablemente literaria e histórica es
reponerlo en el tiempo que le es propio, situarlo en el universo li
terario con relación al único meridiano de Greenwich específico.
451
Pero el tiempo, único productor de valor literario -y converti
do en antigüedad, en crédito, en recursos, en literariedad-, genera
la desigualdad del mundo literario. Ahora bien, sólo se puede aspi
rar a trazar una auténtica historia literaria de la literatura si se tie
ne en cuenta la desigualdad de los protagonistas del juego literario
y los mecanismos de dominación específica que se manifiestan en
él. Los espacios literarios más antiguos son asimismo ios más dota
dos, es decir, los que ejercen sobre el conjunto del mundo literario
una dominación indiscutible. La idea de la literatura «pura», libe
rada de la historia, es una invención histórica que, debido a la dis
tancia que separa a los espacios más antiguos de los más recientes
(o sea, los que han ingresado más recientemente en el universo li
terario), se ha impuesto como universal al conjunto del mundo li
terario.
La negación de la historia y, sobre todo, de la estructura
desigual del espacio literario impide comprender -y aceptar- que
las categorías nacionales, políticas, populares son las que constitu
yen los espacios literarios poco dotados, y prohíbe por ello enten
der, en su mismo proyecto, muchas empresas literarias de las ba
rriadas extremas del espacio literario o incluso -com o en el caso
de Kafka- reconocerlas como tales. La crítica «pura» proyecta, con
la mayor ignorancia, sus propias categorías estéticas sobre textos
cuya historia es mucho más compleja que la que se íes atribuye.
En el polo de la literatura pura, las categorías nacionales y políti
cas no solamente son ignoradas, sino que de entrada se las excluye
de la definición misma de literatura. En otras palabras, en virtud
de una forma de etnocentrismo sin remordimientos, allí donde los
recursos más antiguos han permitido a la literatura emanciparse (o
casi) de todas las formas de dependencia externa, se ignora y se re
chaza la terrible estructura jerárquica del mundo literario, esto es,
la desigualdad de los que participan en el juego. Los legisladores
literarios niegan y desconocen la dependencia política, las traduc
ciones internas, las preocupaciones nacionales y lingüísticas, la ne
cesidad de constituir un patrimonio para entrar en el tiempo lite
rario, todas esas trabas concretas que entorpecen el proyecto y la
forma de las obras literarias llegadas de los linderos de la Repúbli
ca de las Letras. Por eso las obras excéntricas son o bien totalmen
452
te rechazadas como no literarias, es decir, como no conformes con
los criterios puros de la literatura pura, o bien (rara vez) consagra
das al precio de inmensos malentendidos erigidos en principios
mismos de consagración: la negación de la estructura jerárquica,
de la rivalidad, de la desigualdad de los espacios literarios, trans
forma el anexionismo garantizado de la ignorancia etnocentrista
en consagración (o excomunión) unlversalizante.
El ejemplo de Kafka muestra que, la mayoría de las veces, este
etnocentrismo reviste la forma de anacronismo. Como su consa
gración es completamente postuma, esos anacronismos obedecen a
la distancia que separa el espacio literario (y político e intelectual)
en el que Kafka pudo producir sus textos del espacio literario (y
político e intelectual) de «recepción» de su obra. Al entrar, como
uno de los fundadores de la modernidad, en el universo literario
internacional que le consagra después de 1945, pierde al mismo
tiempo todas sus características nacionales y culturales, ocultadas
por el proceso de universalización. Se le aplican los criterios litera
rios vigentes en el meridiano de Greenwich literario, a saber, en el
presente de la literatura (reactualizado en cada generación intelec
tual que se apropia de los textos): autonomía, formalismo, polise
mia, modernidad, etc., mientras que la historización de su posición
y de su proyecto revela que, exactamente al revés, era sin duda (o se
creía, o se vivía como tal) un escritor de una nación dominada; en
cuanto tal, lógicamente y conforme al modelo que acabamos de es
tablecer, cabe pensar que consagraba su obra a la «búsqueda» ince
sante de una identidad problemática. Participaba en la constitu
ción de una literatura nacional específica, y quería contribuir con
sus textos a la emancipación de su pueblo y su acceso a la «naciona
lidad». SÍ bien Kafka era realmente un escritor de un país «peque
ño», se oponía también totalmente al formalismo literario, y estaba
decidido a emprender, con perfecto conocimiento de causa, la vía
colectiva y comunitaria. Pero la evidencia de las jerarquías literarias
impuestas por el etnocentrismo crítico de las grandes naciones lite
rarias prohíbe reconocer como digna de la más alta idea de la lite
ratura esta clase de empresa literaria.
Sólo el modelo internacional e histórico que se propone aquí,
y muy particularmente el conocimiento del lazo histórico que se
453
instauró desde el siglo XVI entre la nación y la literatura, puede
dar su razón de ser y su coherencia estética y política al proyecto
literario de los escritores «excéntricos». Gracias al establecimiento
del plano del mundo literario y a la clarificación de la dicotomía
que separa a las grandes de las pequeñas naciones literarias, pode
mos desprendernos de ios prejuicios inherentes a la crítica literaria
central. Sólo a condición de comprender que Kafka posee los ras
gos propios y comunes de todos los escritores de las naciones
emergentes y dominadas podemos aceptar despojarnos de las ce
gueras constitutivas de la crítica central. El mismo mecanismo de
denegación de una especificidad política e histórica se reproduce
para creadores tan distintos como Ibsen, Yacine, joyce, Beckett o
Benet: aunque hayan seguido itinerarios muy diversos, todos tie
nen en común el hecho de que deben su reconocimiento universal
a un inmenso malentendido sobre sus proyectos literarios, y plan
tean de manera ejemplar la cuestión de la «fabricación» de lo uni
versal literario.
N o se trata, por supuesto, de impugnar a Kafka su consagra
ción universal. Su extraordinaria búsqueda y su posición insoste
nible le obligaron indudablemente a inventar una literatura que, a
través de la subversión de los códigos ordinarios de la representa
ción literaria y, sobre todo, las interrogaciones sobre la identidad
judía como hecho ineluctable del destino social, llevaba a su in
tensidad más extrema una interrogación universal. Pero la deshis-
torización de principio del reconocimiento central propicia una
universalización que descansa en la ignorancia deliberada y reivin
dicada. Por ello la aplicación de un nuevo método de interpreta
ción de los textos literarios, basado en una historia literaria reno
vada, es el instrumento indispensable de la constitución de un
nuevo universo literario. Sólo si se comprende el sumo particula
rismo de un proyecto literario se puede acceder al verdadero prin
cipio de su universalidad.
El presente libro podría así convertirse en una especie de arma
crítica al servicio de todos los «excéntricos» literarios (periféricos,
desposeídos, dominados). Deseo que mi lectura de los textos de
Du Bellay, Kafka, Joyce, Faulkner pueda ser un instrumento para
luchar contra las evidencias, las arrogancias, las imposiciones y los
454
decretos de la crítica central, que no sabe nada de la realidad de
desigualdad de acceso al universo literario. Hay una universalidad
que escapa a los centros: la dominación universal de los escritores
que, aunque adopte formas históricas diferentes, no por ello deja
de producir, desde hace cuatro siglos y en todas partes del mundo,
los mismos efectos. La increíble constancia -yo misma la he des
cubierto con estupefacción—de los medios, las luchas, las reivindi
caciones, los manifiestos literarios, que conduce desde Du Bellay a
Kateb Yacine, pasando por Yeats, Danilo Kis y Beckett, debería
incitar a todos los «llegados tarde» del mundo literario a reivindi
car como antepasados propios a algunos de los escritores más pres
tigiosos de la historia literaria y, sobre todo, a justificar sus obras
hasta en su forma, su lengua o su inquietud político-nacional.
Mejor aún, desde 1549, fecha de la edición príncipe de La
Dejfence et Iliustration de la langue frangoyse, se sabe que entre los
«excéntricos» literarios es donde se fomentan las más grandes revo
luciones específicas, las que contribuyen a conmocionar profunda
mente todas las prácticas literarias, a cambiar la propia medida del
tiempo y de la modernidad literaria: pienso en las que han llevado
a cabo Rubén Darío, Georg Brandes, Mário de Andrade, James
joyce, Franz Kafka, Samuel Beckett, William Faulkner... Con el
deseo de que este libro esté hecho para e incluso por sus lectores,
quisiera poder escribir como Proust al final de En busca del tiempo
perdido: «Yo pensaba [...] en mi libro, y aun sería inexacto decir
que pensaba en quienes lo leyeran, en mis lectores. Pues, a mi jui
cio, no serian mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos,
porque mi libro no sería más que una especie de esos cristales de
aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Com-
bray; mi libro, gracias al cual les daría yo el medio de leer en sí
mismos, de suerte que no les pediría que me alabaran o me de
nigraran, sino sólo que me dijeran si es efectivamente esto, si las
palabras que leen en ellos mismos son realmente las que yo he es
crito.»1
455
ÍNDICE ONOM ÁSTICO
457
Barbey d’Aurevilly, Jules A., 34 Bibó, István, 238
Bardolph, Jacqueline, 301 n, 302n Bjornson, Bjornstjerne, 135
Baroja, Pío, 362 Bjurstróm, Cari Gustaf, 185
Barral, Carlos, 321 Blanc, Louis, 51
Barrault, jean-Louis, 177, 193 Blanqui, Louis Auguste, 42
Barthes, Roland, 259, 448-450 Blin, Roger, 190
Bary, Rene, 87n Boccaccio, 72, 81
Bastide, Roger, 79n, 369n Boccioni, Umberto, 171
Baudelaire, Charles, 42, 46, 134, Bohours, padre, 94
181, 181,193, 346 Boileau, Nicolás, 95
Bautier, Robert-Henri, 75n Bol!, Heinrich, 221, 426
Beach, Sylvia, 195, 404, 409, Bordeaux, Henry, 255n
429 Borges, Jorge Luis, 134, 139,
Beaune, Colette, 76n 173-174, 181, 183, 305,
Becker, Howard, 360 315,36 3 ,4 1 8 ,4 2 2
Beckett, Samuel, 15, 53, 62-63, Boschetti, Anna, 175n
68, 81, 151, 173, 189-191, Bossuet, jacques Bénigne, 99
193, 196, 203, 240, 245- Bouchard, Jacques, 315n
248, 253, 269, 336, 363, Bouchet, André de, 364
372, 405, 410-413, 422- Boudjedra, Rachid, 170, 336,
425, 444-447, 449, 454, 343n, 347, 348, 428, 432,
455 439-442
Bembo, Pietro, 56n, 81, 82 Bourdaloue, Louis, 99
Benet, Juan, 47, 62, 138, 139n, Bourdieu, Pierre, 28n, 54n, 91n,
146, I47n, 150, 151, 152, 120n, 122, 222, 225n, 247
153, 154, 155, 156, 232, Bourget, Paul, 140
259, 260n, 270, 362, 420, Bouvaist, Jean-Marie, 225n, 226
422, 428, 432, 434-439,Boyd, Brian, 187n, 188n
442, 454 Boyd, Ernest, 206
Benjamín, Walter, 42, 123n, 308 Boyer, Regís, 135n, 21 In
Béranger, Pierre jean de, 51 Brancusi, Constantin, 48, 171
Berlín, Isaiah, 59 Brandes, Edvard, 185
Berman, Antoine, 27, 307n, Brandes, Georg, 133, 135, 137,
309n, 310 211,215,455
Bernabé, Jean, 367, 383, 384n, Brandys, Kasimierz, 271
386n, 387 Brant, Sebastian, 56n
Bernhard, Thomas, 219, 221 Braudel, Fernand, 15, 23, 24,
Bersani, L., 259n 70, 72, 116
458
Bray, R., 91n Carroll, Lewis, 181
Bréchon, Robert, 280 Casanova, Giovanni Giacomo,
Brecht, Bertolt, 221 97
Bretón, André, 303, 327, 362 Casanova, P., 240n, 422n
Brink, André, 349n Cassou, Jean, 209
Brod, Max, 264, 331, 351, 352, Castelhun Darnton, Madia, 248n
353 Castro, Fidel, 418
Bronowski, Jacob, 248n Castro Aíves, Antonio de, 52
Bruno, Giordano, 69n, 372, Catalina II, 97
423 Cela, Camilo José, 150
Brunot, Ferdinand, 91, 93 Celakovsky, Frantisek, 110-111
Buber, Martin, 193 Celan, Paul, 364
Buck, Pearí, 202 Céline, Louis-Ferdinand, 39,
Budry, Paul, 284 362, 385
Burdy, Samuel, 288n Certeau, Michel de, 67n
Burguiére, André, 258n Cervantes, Miguel de, 28
Burroughs, William, 175 Césaire, Aimé, 383, 388
Butler, Samuel, 191 Cézanne, Paul, 173
Byron (George Gordon), 181, Chalmers, Martin, 22 In
197 Chamoiseau, Patrick, 170, 207,
366-367, 383, 384n, 386n,
Caillois, Roger, 42, 43n, 45, 387, 389, 432, 443n
375 Charle, Chrístophe, 49n, 148n,
Calder, Alexander, 171 178n
Calderón de la Barca, Pedro, Charpentier, Fran<jois, 94
308 Chateaubriand, Fran^ois René,
Calvet, Louis-Jean, 333n 193, 289, 290
Camoes, Luís de, 89, 368, 372 Chauveau, Jean-Pierre, 83n
Camus, Albert, 136, 177, 193, Chenetier, Marc, 222
413,441 Chopin, Frédéric, 244, 245
Candido, Antonio, 30, 138, Cicerón, 72,78, 86, 100
304, 359, 360 Cioran, Aurel, 24 ln
Carelli, Mario, 51n, 369n, 370n Cioran, Emile Michel, 15, 99,
Carlomagno, 76 188, 241, 242, 278, 280,
Carlyle, 27n 281, 282, 283, 336, 337,
Carpentier, Alejo, 290, 303-304, 360, 363, 364, 405
305,418 Clarín (Leopoldo Alas y Ureña),
Carpentier, Gilíes, 300n 141
459
Clarke, Austin, 246 Curtius, Ernst, 44, 45n
Claudel, Paul, 385 Cymerman, Claude, 51n, 303n,
Clément, Bruno, 41 In 4J.9n
Cocteau, Jean, 38n, 181, 248,
290 dAiguy, baronesa, 123n
Cohn, Ruby, 246n Daireaux, Max, 133n, 242
Coindreau, Maurice-Edgard, 153, Daive, jean, 364
177,191,222,437 Dante Alighieri, 9, 28, 68, 69n,
Colet, John, 104 72, 77, 80, 81, 82, 324,
Colley, Linda, 57, 105n 372, 411,422-425
Collini, Stefan, 105, 145, 313 Dan ton, 41
Colum, Padraic, 246, 294, 394, Darío, Rubén, 34, 52, 127, 132,
395,401 133, 134, 137, 186, 290,
Combe, Dominique, 209n 320, 336, 346, 420, 455
Compagnon, Antoine, 448n David, Claude, 352n
Confiant, Raphaél, 170, 207, Deleuze, Gilíes, 218, 219, 267,
367, 383, 384n, 386n, 387, 268
389, 443n Delibes, Miguel, 150, 363
Congreve, William, 272-273 DeLillo, Don, 223
Connolly, Cyril, 391, 408, 409 Demolder, Eugéne, 247
Conrad, Joseph, 364 Demóstenes, 100
Conscience, Hendrik, 323 Derrida, jacques, 218, 219
Constant, Benjamin, 327 Descartes, 92
Coover, Robert, 223 Desfontaines, abate, 97
Copérnico, Nicolás, 245 Desnos, Robert, 303
Corneille, Pierre, 95, 99, 181,327 Desportes, Phtlippe, 87
Corpet, O., 4 4 In Dewitte, Philippe, 52n
Cortanze, Gérard de, 34n, 133n Díáguilev, Serge de, 171
Cortázar, Julio, 219, 418 Dib, Mohammed, 287, 306,
Cosic, Dobrica, 363 34ln
Couchoro, Félix, 338 Dichy, A., 44ln
Coussy, Denise, 257n, 297n Dickens, Charles, 166, 413
Couto, Mia, 169 d’Indy, Vincent, 178
Cowley, Malcolm, 177, 436 Djaider, M., 44ln
Crane, Fíart, 181 Doncieux, G., 94n
Crémazie, O., 209n Dongala, Emmanuel, 338
Crnjanski, Milos, 46 Dorat (jean Dinemandi, llama
Cummings, E. E., 181 do), 75
460
d’Ors, Eugeni, 320 Erasmo, 104
Dos Passos, John, 176, 222, 442 Ernst, Max, 171
Dostoievski, Fiódor, 261, 339 Esenin, Serguéi Alexándrovich,
Dotremont, Christian, 327, 328 181
Dowell, Coleman, 223 Espagne, Michel, 58n, I45n,
Drachmann, Holger, 135 147, l48n
D reyfus, Alfred, 136, 201 Espinosa, Germán, 270
Drummond de Andrade, Carlos, Espmark, Kjell, 200n, 20 ln
169, 199, 305 Étiemble, René, 205n
Dryden,John, 103, 104 Evans, S., 208n
Du Bellay, Joachim, 21, 56n, Even-Zohar, Itamar, 180
67, 68n, 69, 70, 75, 76n,
77, 78, 79, 80, 84, 87, 88, Fagunwa, Daniel Olorunfemi,
95, 98, 125, 143, 273, 288, 296, 297
289, 291, 302, 307, 332,Falla, Manuel de, 51
369, 374, 424, 454, 455 Farah, Nuruddin, 243, 331,
Du Camp, Máxime, 45 338, 339
Dubuffet, jean, 328 Farquhar, George, 273
Dufauconprat, 197 Farzaneh, M. F., 31 ln
Dufíy, Enda, 415 Faulkner, William, 15, 119, 132,
Dumas, Alexandre, 52 141, 147, 152, 153, 170,
Dumas, Alexandre, hijo, 211 176-178, 181, 191, 203,
Duríaud, jean, 375 204, 222, 419-422, 428,
Durkheim, Émñe, 85, 86n 432-442,443n, 454, 455
Febvre, Lucien, 449
Eagleton, Terry, 414n Federico II de Prusia, 21, 33,
E$a de Queiroz, José María, 359 34, 97, 99n, 100, 125, 126
Eckermann, johann Peter, 309 Fel!, Claude, 51n, 303n, 4l9n
Eckhoud, Georges, 247 Fénéon, Félix, 179
Eco, Umberto, 139, 225 Feraun, Muiud, 295
Edel, Léon, 130n Ferrari, Osvaldo, 134n
Elias, Norbert, 98n Ferreira, Vergilio, 181
EÜot, T. S., 203 Ferro, Marc, 118
Ellison, Ralph, 229 Fitzgerald, Edward, 312n
Ellmann, Richard, 324n, 325n, Fitzgerald, Francis Scott, 442
404n Flaubert, Gustave, 413
Enrique II, 75 Fo, Dario, 204
Enrique VIII, 104 Fodasky Black, Marthe, 4l3n
461
Foster, Edward Morgan, 362 Gíissant, Édouard, 159, 170,
Foucault, Michel, 13, 219 236, 237, 443n
Fouqué, Friedrich, 428 Godoy, Lucila, véase Mistral,
Francisco I, 76 Gabriela
France, Anatole, 201 Goethe, johann Wolfgang von,
Franco, Francisco, 152n, 260,439 22, 26, 27, 62, 107, 172,
Fresnais, 197 277, 307, 308, 428
Freud, Sigmund, 362 Goldsmith, Oliver, 273
Fuentes, Carlos, 219, 261, 262, Goll, Ivan, 196
315,418 Gomberville, Marin Le Roy de,
Fumaroli, Marc, 69, 71, 75, 77, 93
79, 80, 81, 82, 86n, 87n, Gombrowicz, Rita, 194n
91n, 94n, 98n, 449n Gombrowicz, Witold, 193-194,
245n
Gaddis, William, 223 Gómez Carrillo, Enrique, 242
Galiani, Ferdinando, 97 Gómez de la Serna, Ramón,
Gallegos, Rómulo, 131 174, 191,209
Gandhi (Mohandas Karam- Goulemot, Jean-Marie, 44, 45n,
chand), Mahatma, 274 95n, 98n, 217n
Gangotena, Alfredo, 52, 279, Granville Barker, Haríey, 212
280, 336 Grass, Günter, 221
Ganne, Valérie, 36n, I63n, Grasset, Bernard, 208, 389
182n, 220n, 222n Gray, Alasdair, 322n
García Calderón, Ventura, 52 Gregory, Lady, 294, 394, 395,
García Márquez, Gabriel, 119, 401,406
204, 219, 270, 305, 315, Grein, jack Thomas, 212, 215
321,442 Gresset, Michel, 177n
Gass, William, PL, 223 Grieg, Edvard, 213
Gaudí, Antonio, 320 GrifFith, David, 50, 326
Gauguin, Paul, 179 Grimm, Jacob, 97, 110, 111,
Gautier, 312n 211
Gibbons, Luke, 400n Grimm, Wilhelm, 97, 110, 211
Gide, André, 158, 176, 290, 362 Gris, Juan, 171
Gilbert, Stuart, 196 Gual, Adriá, 320
Gilliard, Edmond, 284 Guattari, Félix, 267, 268
Gimferrer, Pere, 361 Guibert, Armand, 346n
Girodias, Maurice, 189 Guimaráes Rosa, Joáo, 119,
Glaser, Georges, 41 169, 199, 374n
462
Hagiwara, Sakutaro, 52 Horiguchi, Daigaku, 181
Halbwachs, M., 86n Hsia-hsien, Hu, 220n
Hamilton, Antoine, 97 Hugo, Víctor, 34, 41, 46, 51,
Hammer-Purgstall, Joseph von 97, 123, 124n, 176, 193,
312n 339, 359
Hamon, Ph., 259n Huizinga, j., 200
Handke, Peter, 221 Hulme, Keri, 164
Hardy, Thomas, 150 Hulme, T. H., 171
Harlow, Florence, 159 Humboldt, Wilhelm von, 109
Harvey, L., 240n Hussein, Taha, 158
Hawkes, John, 223 Husserl, Edmund, 449
Heaney, Seamus, 409, 422 Huysmans, Georges Charles,
Hedayat, Sadegh, 311, 312, 421 140, 401
Hegel, Georg Wilheím Fríe- Hyde, Douglas, 250, 253, 258,
drich, 109, 136 311, 325n, 396, 397, 398
Heine, Henri(ch), 41, 51
Hellens, Franz, 249 Ibsen, Henrik, 15, 135, 174,
Hemingway, Ernest, 204, 442 179, 209-215, 232, 324,
Herder, johann Gottfried, 34, 32 5 ,401,421,454
66, 69, 101, 102, 106, 107, Icaza, Jorge, 131
108, 109, 110, 118, 142,Ishaghpour, Youssef, 312n
143, 291, 292, 310, 350, íshiguro, Kazuo, 164
380, 402, 425n Istrati, Panait, 188, 363
Herrera y Reissig, Julio, 290
Hesse, Hermann, 200 Jacobsen, Jens Peter, 135
Higgins, F. R., 246 Jahn, Janheinz, 342n
Hitler, Adolf, 136 Jakobson, 32n
Hó Chi Minh, 162 james, Henry, 11, 12, 13, 17,
Hobsbawm, Eric, 70, llOn, 116, 130n
355n Jameson, Frederic, 414
Hofmann, Gert, 221 jammes, Francis, 181
Hofmann, Michael, 221 Janvier, A., 190n
Holbach, Paul Henri d \ 97 Janvier, L., 190n
Hólderlin, Friedrich, 109 Jean Paul (Johann Paul Frie-
Holz, Arno, 201 drkh Richter), 109
Homero, 308 Jeismann, Michael, 57
Hcepffner, Bernard, 222 Jelenski, Constantin, 193-194
Horacio, 88 Jelinek, Eifriede, 219
463
Jeremic, Dragan, 150, 363 Kaurismaki, Aki, 220n
Jerónimo, santo, 192 Kawabata, Yasunari, 202, 203
Jiménez, Juan Ramón, 134 Kelly, John, 323n, 400n
Jlebníkov, Vélimir, 22, 34, 127 Kelman, James, 322n, 380, 385
Johnson, Uwe, 221, 426 Kenyata, Jomo, 301
Johnston, William M., 1 lOn Khayam, Omar, 311, 312, 421
Jokai, Mór, 51 Kiberd, Declan, 250n, 252n,
Jolas, Eugéne, 196 393n, 397n, 398n, 416
Jones, William, 277 Kierkegaard, Soren, 136, 137
Jordaens, Jacob, 247 Kieslowski, Krzysztof, 220n
Jorn, Asger, 327, 328 Kipling, Rudyard, 204
Joyce, James, 15, 39, 63, 68-69, Kis, Danilo, 15, 45, 46, 58, 62,
81, 132, 139, 141, 150-151, 127, 131, 132, 139, 150,
171, 174, 181, 184, 189, 151, 154, 155, 156, 157,
191, 195-196, 205, 206, 174, 175, 181, 183, 219,
232, 248, 252, 253, 258, 232, 238, 260, 270, 363,
270, 273, 316, 317n, 321, 420, 422n, 455
324-325, 340, 344, 352, Kíaus, H., Gustav, 322n
362, 372, 391-393, 397, Kíopstock, Friedrích Gottlieb,
398n, 404-411, 413-417, 34, 163
419-432, 434, 440, 443, Koch-Grünberg, Theodor, 373,
454, 455 376, 377
Julia, Dominique, 67n Koestler, Arthur, 49, 50n
Jurt, Joseph, 76n, 97n, 109n, Kondrotas, Saulius, 238
140, 144 Kosztolányi, Dezsó, 181
Krleza, Miroslav, 238, 239,
Kafka, Franz, 15, 30n, 63, 240n, 245
117n, 146, 147, 206, 207, Kroutchonykh, Alexis, 127n
221, 231, 232, 250, 258, Krüger, Reinhard, 76
263-268, 298, 299, 312, Kundera, Milán, 219, 239, 240,
331, 341, 343, 349-355, 250, 252n, 336, 363, 364,
362, 391, 393, 421, 447, 365
452-454, 455 Kunene, Mazizi, 313, 348
Kandinsky, Vasili, 171, 328 Kupka, Frantisek, 171
Karadzic, Vuk, 111 Kuruma, Ahmadu, 345
Karpinski, Francisek, 194 Kyongni, Pak, 198, 363
Kato, Haruhisa, 52n, 303n Kyongnim, Sin, 261
Kaun, Axel, 411
464
La Bruyére, Jean de, 95 Lodge, David, 225
La Fontaine, Jean, 95 Lodge, R. Anthony, 84n, 89n,
La Rochefoucauld, duque de, 99 91n, 92, 93
Laábi, Abdellátif, 335 Loiseau, Georges, 185
Lacan, Jacques, 218 Longueil, Christophe de, 77
Lacretelle, jacques de, 290 López, Fran^ois, 80n
Laforgue, Jules, 193, 346 Lortholary, Bernard, 263n
Lamartine, Alphonse de, 51, 52 Lowy, Isak, 264, 265, 266, 299,
Lancelot, Claude, 92 354
Lapouge, Gilíes, 370n Luis XIV, 87, 90, 94, 95, 96, 97,
Larbaud, Valery, 16, 17, 22, 99,100,103,283
23n, 31, 37, 38, 39, 48, 60, Lugné-Poe (Aurélien M. Lugné,
103, 121, 150, 151n, 173, llamado,), 179, 185, 214-215
174, 177, 191, 192, 195,Lully, Jean-Baptiste, 99
196, 205, 206, 222, 224n, Lutero, Martín, 73
226, 273n, 375, 433, 436 Lyotard, Jean-Fran^ois, 229
Lariónov, Mijaíi, 171
Larsson, Cari, 185n Mac Donagh, Thomas, 250
Lautréamont (Isidore Ducasse), Mac Neill, Eoin, 396
181 Mac Robbie, Angela, 379n
Lazarus, Neil, 208n, 257n, 302n Macchia, Giovanni, 45n
Le Grand, M., 86, 87n Machado, Antonio, 134
Le Laboureur, Louis, 87, 94 Machado, Gerardo, 303
Lehmbruck, 171 Machado, Manuel, 134
Lemaire de Belges, Jean, 68, 77 Machado de Assis, Joaquim Ma
Lemonnier, Camille, 247 ría, 52, 359, 375n
Lenz, 34 Maeterlinck, Maurice, 179, 215,
Léon, Paul-L., 196 216, 323
Leonard, Tom, 322n, 380 Magné, Bernard, 94
Lessing, Gotthold Ephra'ím, 34, Magnier, Bernard, 345n
163, 447 Magritte, René, 326
Levinson, André, 187 Mahfuz, Nayib, 203
Lévi-Strauss, Claude, 376 Major, André, 367
Lewis, Sinclair, 202 Malaparte, J., 312n
Lewis, Percy Windham, 171 Malherbe, Fran^oís de, 69, 87,
Liiceanu, G., 24ln, 282n 88, 93, 371
Lily, William, 104 Mallarmé, Stéphane, 83, 179,
Lipchitz, Jacques, 171 193, 401
465
Malraux, André, 177 Miller, Richard, 327n
Mammeri, Mulud, 295, 343 Minon, Marc, 36n, l63n, 182n,
Man, Paul de, 173, 174n 220n,222n
Mandelstam, Ossip, 181 Mirbeau, Octave, 179, 216
Mann, Thomas, 147, 221, 362 Miró, Gabriel, 174
Marat, Jean-Paul, 41 Mishima, Yukio, 158
Marcadé, J.-C., 127n Mistral, Frédéric, 53
Marías, Javier, 154 Mistral, Gabriela, 53, 202
Marinetti, Filippo Tommaso, 51 Mo, Timothy, 164
Marsé, Juan, 361 Modigliani, Amedeo, 171
Martin, Jean-Pierre, 278n Moliere, 95> 99
Martin, Roland, 194 Moller, Peter Ludvig, 137, 385n
Martín Santos, Luis, 152 Molnár, Katalin, 417, 444
Martyn, Edward, 294, 394, 395, Moneada, Jesús, 361
401, 406 Mondrian, Piet, 171, 328
Marx, Karl, 162, 362 Monénembo, Tierno, 170
Massenet, Jules, 178 Monnier, Adrienne, 48, 195, 196
Matillon, Janine, 240 Móntale, Eugenio, 204
Matos, Antun Gustav, 46 Monzó, Quim, 321, 361
Maupassant, Guy de, 51, 185 Moore, George, 197, 206, 294,
Mauriac, Fran^ois, 136, 254n 325n, 391, 394, 395, 401,
Maurois, André, 136 406, 408
Maurus, Patrick, 198n, 261 Morand, Paul, 181
McLean, Duncan, 380 Morel, Auguste, 196
Meizoz, Jéróme, 171n, 385n Morel, Jean-Pierre, 259n
Memmi, Albert, 336, 337n Moro, César, 52
Mendés, Catulle, 34 Moro, Tomás, 56n, 104
Mendes, Murilo, 305 Morvan, Fran^oise, 400n
Mendoza, Eduardo, 321,344,361 Moser, Justus, 107, 109
Menke, A., 208 Mouralis, Bemard, 333n
Mera, Juan León, 290 Mousli, Béatrice, 206n, 375n
Michaux, Henri, 15, 47, 48n, 52, Mukherjee, Bharati, 164
63, 151,232, 245,246, 247, Murray, T. C., 402
248, 269, 271, 278, 279, Mutis, Alvaro, 270
280, 281,282, 284,405
Michelet, Jules, 51 Nabokov, Vladimir, 175, 181,
Mickiewicz, Adam, 51, 244 186-189,217, 222, 363
Mili, John Stuart, 135n Nabuco, Joaquim, 52
466
Nadeau, Maurice, I68n, 193,222 Onetti, Juan Carlos, 418
Nagai, Kafu, 51 Ossián, 107
Naipaul, V. S„ 15, 150, 161, Oster, Daniel, 4 3 ,44n, 45n, 217n
165, 234, 269, 274, 275,
276, 277, 278,281,283,405 Pámies, Sergi, 361
Napoleón Bonaparte, 59, 359 Paparrigopoulos, Constantin, 315
Narayan, R. K., 161, 343 Pardo Bazán, Emilia, 141
Ndebele, Njabulo, 340, 425 Parigoris, Alexandra, 48n
Nekkouri-Khelladi, K., 44ln Parkhurst Clark, Priscilla, 29
Neruda, Pablo, 204, 414, 415 Parnell, Charles Stewart, 249,
Ngandu Nkashama, Pius, 183, 324, 397
298n, 307n Pascal, Blaise, 95, 99
Ngugi wa Thiong’o (Ngugi, Ja Paulhan, Jean, 346
mes), 257, 298, 301, 336, Pavel, Thomas, 85
356, 357, 358 Pavic, Milorad, 139
Nicolás, Jean-Baptiste, 312n Paz, Octavio, 46, 65, 115, 119,
Nietzsche, Friedrích, 252 127, 128, 129, 130, 170,
Nobel, Alfred, 200 219, 236,314,318, 420
Nogueira, W. Galvao, 369n, Pearse, Patrick, 250, 397, 398
370n Pellison, Paul, 86
Noiret, Joseph, 327, 328 Pérño'mn, Pierre, 109n, llOn
Nordman, Daniel, 55 ^ ‘keat, ^rren, Robert, 181
NovaÜs, Friedrich, 109, 308 Ferez Galdós, Benito, 201
Nyerere, Julius, 307n Pérez-Reverte, Arturo, 139, 226n
Péron, Alfred, 190, 196
O ’Casey, Sean, 252, 253, 293, Perrault, Charles, 94, 95, 96
393, 401,402, 403 Peterson, Bjerke, 328
O ’Conaire, Padraic, 397, 398 Pétillon, Pierre-Yves, 189n, 222
O ’Connelf, Daniel, 397 Petófi, Sándor, 181
Oehlenschláger, Adam Gottlob, Petrarca, 72,8 1 ,3 0 8
359 Picasso, Pablo, 171, 304
O ’Grady, Standish, 250, 258, Pichot, 197
394 Pietri, Arturo Uslar, 289
Okri, Ben, 164, 297 Pinero, Arthur Wing, 213
Oiiveira, Alberto de, 370 Pirandello, Luigi, 151
OÜveira, Manoel de, 220n Pistone, Daniéle, 51 n
Ondaatje, Michael, 164,165,167 Platón, 100
O ’Neill, Eugene, 202 Poe, Edgar Alian, 134
467
Pomés, Mathilde, 375n Ray, Man, 171
Ponson du Terrail, Pierre, 42 Ray, Satyagit, 220n
Pope, Alexander, 103 Réau, Louis, 103
Pound, Ezra, 31, 171 Reavey, George, 248n
Prado, Paulo, 51 Renán, 312n
Prévert, Jacques, 181 Renaud, jacques, 367
Prévost d’Exiles, abate, 197 Revel, Jacques, 55n, 67n, 258n
Proust, Marcel, 46, 146, 147, Reyes, Rafael, 418
150-151, 248, 362, 450, Riaudel, Michel, 296n, 373n,
451,455 375n
Puértolas, Soledad, 154 Ricard, Aiain, 296n, 33 8n,
Pushkin, Alexandr Serguéievich, 342n, 345, 357n, 358n
189 Richard, M. Snyder, 225n
Putnam, Samuel, 248 Richards, Grant, 407n
Richardson, Samuel, 197
Queneau, Raymond, 181, 296n, Ridder, André de, 236
375 Riehl, Claude, 426n
Quevedo y Villegas, Francisco, Riesz, János, 4l2n
119 Riffaterre, Míchael, 259
Quintiliano, 72 Rilke, Rainer Maria, 221, 346,
,í) 4 n 354
Rabaté, Jean-Michel, 32;' '> Rimbaud, Arthur, 127, 346
Rabearivelo, Jean-josephV Rivarol, Antoine, 33 n, 69, 96,
345, 346, 347 101, 102, 103
Racan, Honorat de Bueil, 88 Rivas, Pierre, 79n, 375n, 378
Racine, Jean, 32, 99, 282 Rivera, Diego, 304
Raddatz, Fritz J., 24 ln Rivera, Eustasio, 131
Radnoti, 181 Rivoallan, A., 339n
Raeff, Mark, 186n Robert, Marthe, 207, 263n
Rafroidi, Patrick, 288n Robespierre, 41
Raine, Kathleen, 395n Robichez, jacques, 214n, 215n
Rambouillet, señorita de, 93 Robinson, Lennox, 402
Ramos, Graciliano, 169 Roche, Denis, 222
Ramuz, Charles Ferdinand, 39, Rockefeller, 30
40, 137, 169, 208, 232, 233, Ronsard, Pierre de, 56n, 87
237,240,272,275,284, 285, Rosenberg, Harold, 50, 171
291, 319, 320, 366, 383-389 Roth, Henry, 422, 424, 425,
Ranger, Terence, 70n 429-431
468
Roth, Philip, 208, 223 Scribe, Eugéne, 211
Roubaud, Jacques, 83n Seifert, jaroslav, 204
Rubens, Petrus Pablus, 178 Senghor, Léopold Sedar, 347
Rudmose-Brown, Thomas, 248 Seth, Vikram, 166, 225n, 226
Rulfo, Juan, 418 Setti, Ricardo A., 442
Rushdie, Salman, 150, 159, Severini, Gino, 171
161, 162, 164, 165, 184, Shajovskaya, Zinaída, 188n
189, 234, 270, 275, 277,Shakespeare, William, 28, 32,
341,344,357, 425 107,179,181,197,212,214,
Russell, Georges, 246, 250, 394 216,307n, 308,324,342
Shaw, George Bernard, 161, 204,
Said, Edward, 413, 414, 415 210, 212, 213, 216, 232,
Saint-Amant, Marc-Antoine, 95 269, 271, 272, 273, 324,
Sainte-Beuve, Charles Agustín, 392, 393, 403-405, 407, 409
193 Shelley, Percy, 51
Saint-Evremont, Charles, 93 Sheridan, Richard Brinsley Bu-
Salinas, Pedro, 147 tler, 273
Sánchez Ferlosio, Rafael, 152 Silíanpáá, F. E., 200
Sapiro, Gíséle, 255 Simón, Claude, 204, 434, 435n,
Sarasin, Jean-Fran^ois, 95 439-440
Sartre, Jean-Paul, 127, 131, 136, Simonin, Anne, 255n
175, 176, 177, 181, 204,Skeat, W., W., 3 1 3,3l4n
222, 337n, 347, 426 Snyders, Georges, 85n
Savinio, Alberto, 44 Soderberg, Hjalmar, 136
Schelling, Friedrich Wilhelm jo Soupault, Philippe, 196
seph von, 109 Souza de Oliveira, 373n
Schiffrin, André, 224, 225 Soyinka, Wole, 150, 161, 164-
Schlegel, August Wilhelm von, 165,203, 296, 297, 336
109, 309,310 Speroni, Sperone, 77
Schlegel, Friedrich von, 109 Spinoza, Baruch, 19
Schleiermacher, Friedrich, 109 Spire, B., 272n
Schmidt, Arno, 15, 139, 150, Spitteler, Cari, 200
181, 219, 270, 363, 424- Stangerup, Fíenrik, 136, 137n,
428, 444 359, 385n
Schulze, Fíagen, 107n Stankovic, Bora, 46
Schwartz, Delmore, 189 Steele, Richard, 104
Schwob, Marcel, 193 Stein, Gertrude, 50, 64, 123,
Scott, Walter, 197 124, 171,316,317
469
Steiner, Georges, 198n Tremblay, Michel, 302
Stendhal (Henry Beyle, llamado), Tsvietáieva, Marina, 181
173, 252 Tutea, Petre,. 360
Stenstrom, Thure, 135n Tutuola, Amos, 296, 297
Stephens, James, 246, 294, 391, Twain, Mark, 89, 379
394, 408 Tzara, Tristan, 48
Sterne, Laurence, 197
Strich, Fritz, 27n, 309n Ujevic, Tin, 46
Strindberg, August, 135, 174, Updike, John, 208
184, 185, 186, 188, 193, Urquhart, Jane, 167, 168
196, 336, 337, 364 Uslar Pietri, Arturo, 118, 289,
Sue, Eugéne, 42, 51 290, 303
Swaan, Abram de, 33, 35, 36
Swift, Jonathan, 103, 104, 279 Valéry, Paul, 21, 22, 25, 26, 27,
Synge, John Millington, 206, 28n, 29, 30, 31, 38, 39, 40,
250, 252, 253, 294, 366, 44, 127, 172, 181,201,346
382, 391, 394, 395, 398, Vallejo, César, 51
400, 401,403, 408 Van Gogh, Vincent, 179
Van Ruysbroek, abate, 179
Tabucchi, Antonio, 219 Van Tíeghem, Paul, lén
Tagore, Rabindranath, 158, 161, Van Velde, Abraham (Bram),
183,202, 204, 346 173,445,447
Taine, Fíyppolite, 1.93 Van Velde, Gerardhus (Geer),
Tenorio da Motta, L., 127n 173, 447
Terencio, 86 Vargas Llosa, Mario, 130-131,
Texier, Edmond, 44 138, 176,219, 428,432,442
Thackeray, William, 413 Vaugelas, Claude Favre de, 89
Thiériot, Jacques, 375 Vázquez Montalbán, Manuel,
Thiong’o, véase Ngugi wa 321,344, 361
Thiong’o Vega y Carpió, Félix Lope de,
Tieck, Ludwig, 428 119
Tiíly, Charles, 57 Verhaeren, Émile, 247, 323
Titus, Edward, 248 Verlaine, Paul, 181, 290, 346
Tolstói, Liev N., 363 Víala, Alain, 91n
Topffer, Rodolphe, 171 Vico, Giambattista, 69n, 372,
Torga, Miguel, 199 423, 425, 426
Torres-Varela, Hilda, 320n Vieira, José Luandino, 169
Toulouse-Lautrec, Henri de, 179 Vigny, Alfred de, 193
470
Virgilio, 78, 88 Wilde, Oscar, 181, 216, 272,
Vitti, Mario, 315n 273
Voiture, Vincent, 93, 94n, 95 Williams, Williams Carlos, 51
Vokaire (Fran^ois Marie Arouet, Wittgenstein, Ludwig, 115
llamado), 98, lOOn, 176, 192 Wolf, Christa, 221
Voss, johann Heinrich, 308
Vraz, Stanko, 111 Yacine, Kateb, 63, 232, 298,
300, 30In, 302, 338, 343n,
Waberi, Abdourahman, 338 353, 432, 441,454, 455
Wagenbach, Klaus, 267 Yeats, William Butler, 63, 161,
Wagner, Richard, 178, 212, 213 141, 161, 174n, 204, 206,
Walser, Robert, 233 246, 250, 293-294, 298,
Waquet, Fran^oise, 73n 323, 324, 325n, 343, 391,
Wartburg, Walther von, 91 393-397, 399, 401-404,
Warynski, André, 426n 406-410, 414-415, 423,
Wegener, Alfred, 449 455
Weiss, Perer, 221 Yourcenar, Marguerite, 158, 269
Werner, Michael, 145n Yun-Sik, Kim, 25ln, 293n
Wessely, Anna, 51 n
Wezel, 428 Zand, Nicole, 198n, 238n
Whitman, Walt, 53, 173, 317, Zangwiíl, Israel, 272
318, 319n, 346, 379 Zola, 34, 41, 46, 59, 136, 140,
Wideman, John Edgard, 223 214, 401
Wieland, Christoph Martín, 34, Zuloaga, Ignacio, 51n
428 Zweig, Stefan, 136
471
ÍN D IC E
Segunda parte
REVUELTAS Y REVOLUCIONES LITERARIAS