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La Película de La Vida Corto

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La película

de la vida
Maite Carranza

Ilustraciones
de Iratxe López de Munáin
La película de la vida
Maite Carranza
Premio El Vaixell de Vapor 2016

Ilustraciones de Iratxe López de Munáin


Primera edición: abril de 2017

Gerencia editorial: Gabriel Brandariz


Coordinación editorial: Paloma Muiña
Coordinación gráfica: Lara Peces

Título original: La pel·lícula de la vida


Traducción: Maite Carranza

© del texto: Maite Carranza, 2017


© de las ilustraciones: Iratxe López de Munáin, 2017
© Ediciones SM, 2017
Impresores, 2
Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
www.grupo-sm.com

ATENCIÓN AL CLIENTE
Tel.: 902 121 323 / 912 080 403
e-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-675-9270-2
Depósito legal: M-7685-2017
Impreso en la UE / Printed in EU

Cualquier forma de reproducción, distribución,


comunicación pública o transformación de esta obra
solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A los niños que sufren
Primera parte
El juego de vivir

Olivia se considera una niña como cualquier


otra. Ni mejor ni peor que sus amigas, ni más afortu­
nada ni más desgraciada. Sabe que la vida reparte sus
cartas al azar, que a cada cual le toca jugar con las
suyas y que no vale hacer trampas.
A Olivia le ha tocado una madre actriz, un padre
missing, un hermano miedoso, unos abuelos miste­
riosos, unos vecinos relamidos, unas amigas tiquis­
miquis, una escuela de una sola línea, una tele estro­
peada y un piso, pequeño y acogedor, con orientación
sur.
Probablemente, si Olivia hubiera metido baza
en esta presentación, habría querido añadir muchas
otras cosas que ella creía importantes. Por ejemplo,
las piedras volcánicas de cuando subió al Teide, o la
bici azul con la que aprendió a montar y que regaló
a su hermano Tim, o la biblioteca de libros de
aventuras heredada de su abuelo por parte de madre
que le había hecho compañía toda su niñez... y tantas

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y tantas cosas que creía que siempre tendría. Pero eso
era antes de que comenzara esta historia.
Olivia, ahora mismo, ya no daría tanta impor­
tancia a naderías. Ahora sabe que los recuerdos a
menudo caben en un bolsillo, que los objetos, como
las palabras, se los lleva el viento y que todo lo que las
personas normales creen que es inmutable, tal vez
no lo sea.
La vida es una lotería que nos depara infinidad
de sorpresas. En cualquier momento el Empire State
o Torrespaña, aunque nos parezcan sólidos, pueden
caer y hacerse añicos.
Olivia ha aprendido que los terremotos no solo
sacuden ciudades, montañas y valles y son noticia en
el telediario de la noche. También hay movimientos
sísmicos personales que afectan a muchas familias,
pero de los que nadie se entera porque quedan silen­
ciados de puertas adentro.
Tal vez porque no interesan a nadie.
Olivia sabe que un día cualquiera todo puede
empezar a tambalearse. Aunque no haya ningún
aviso en el cielo que diga ¡ATENCIÓN, DÍA PELI­
GROSO!, aunque no aparezcan los bomberos con la
sirena a todo trapo para rescatar a los damnificados
ni haya colas de gente dispuesta a donar sangre a las
víctimas.
Pero ese día especial, que queda camuflado entre
tantos otros, las cosas cambian de lugar, de nombre,

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de valor hasta que, de repente, el suelo se hunde bajo
los pies y el mundo conocido, el que existía hasta en­
tonces, desaparece en pocos segundos.
¿Os lo imagináis?
Olivia, que lo ha vivido, tampoco se lo podía ima­
ginar.

11
• 1
La luz

Se acaba de ir la luz de casa.


Yo navegaba por internet visitando webs y reco­
giendo información sobre Australia para la exposi­
ción de mañana en clase de Sociales. Ya tenía el tra­
bajo casi terminado cuando, de repente, PLOF, la
pantalla se ha fundido en negro.
Y no lo había guardado. Y lo he perdido todo.
TODO significa más de dos horas de trabajo. Un mon­
tonazo de tiempo.
Estaba contenta porque había encontrado muchas
cosas sobre los aborígenes australianos: que si eran
unos indígenas que vivían en el continente desde
hace más de 40.000 años, que si los primeros euro­
peos que llegaron eran ingleses y utilizaron la isla
como prisión para enviar lejos a los delincuentes,
que si el nombre de Australia viene de Austral, o sea,
«del sur».
Me he enfadado mucho mucho, muchísimo.

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–¡Mamá! ¡La luz! –grito.
Debe de ser que mamá está planchando y se ha
olvidado del centrifugado de la lavadora. A veces
sucede que si tenemos más de dos o tres aparatos
funcionando a la vez, saltan los plomos del contador.
Mamá dice que es por exceso de kilovatios y nos ad­
vierte que no podemos consumir tanta electricidad
junta. Últimamente, antes de salir de casa pasa revista
a todas las habitaciones de la casa y nos echa la bron­
­ca a Tim y a mí si nos hemos dejado el ordenador o la
tele encendidos.
–¡Mamá! ¡Tengo miedo! –grita Tim desde el co­
medor.
Tim, que es un miedoso, ha venido caminando
de puntillas hasta mi habitación. Le dejo que se
tumbe en mi cama, pero no quiero que me la ensucie
y le pongo la condición de que se quite los zapatos.
No protesta. El pobre, que estaba viendo los dibujos
de la tele, se ha quedado a medias y está tristón.
–¡Puaaaj! ¡Qué pestazo! –exclamo sin poderme
aguantar.
¿Cómo puede ser que los pies de un enano de siete
años sean como dos camembert?
Tim no se ha defendido, no me ha llamado burra
ni me ha restregado los pies por la cara para hacer­
­me rabiar como otras veces. Se ha callado como un
muerto.
Yo también.

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Todo está oscuro y silencioso, extrañamente vacío.
Da mal rollo. El tiempo se detiene unos instantes
y parece que la vida pase a cámara lenta. El mundo
sin luz tiene una dimensión diferente, como si un
agujero negro te arrastrara hacia lo desconocido.
–¡Mamáaaa! –insistimos ambos a la vez, un poco
asustados, en vista de que la luz no vuelve mágica­
mente como otras veces.
Pero nuestro grito no produce el efecto esperado.
No se enciende ninguna bombilla, no se oye piiip ni
todo vuelve a ser como antes.
Mamá ni siquiera nos contesta.
Al cabo de un rato oímos el tap­tap de sus pasos
que se acercan por el pasillo. Mamá camina con dos

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velas encendidas, una en cada mano, muy poco a poco
por temor a que el fuego le prenda el pelo, y vigila
que la cera que gotea no caiga al suelo. Su sombra es
larga y sinuosa, recuerda a una serpiente, y se balan­
cea arriba y abajo como un espectro.
Tim me coge la mano muy fuerte y pega un res­
pingo de animalillo asustado.
–¿Mamá? –pregunta con desconfianza.
Como si no se creyera que es ella, como para estar
seguro.
Y tiene razón al desconfiar. Mamá, a oscuras, pa­
rece más delgada y más blanca que nunca.
–¿Quién crees que soy? –responde la voz de mamá
mientras su mano deja una vela sobre mi mesa.

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–Pareces un fantasma –osa decir Tim.
Tim solo tiene siete años y dice lo que piensa.
–¿Qué ha pasado? –pregunto yo, intrigada.
–Una avería. No saben cuándo podrán arreglarla.
–¿En todo el edificio?
–No, parece ser que es un problema de aquí, de
casa.
Se me ha caído el mundo encima.
–¿Y mi trabajo? ¿Cuándo podré acabar el trabajo?
¡Mañana tengo que presentarlo! ¡Nuria y Eli se mos­
quearán conmigo!
Y me imagino las caras que pondrán mis com­
pañeras cuando les diga que me he quedado sin luz,
justo antes de imprimir el trabajo. Y luego me repro­
charán que no lo haya enviado ni guardado en un lá­
piz de memoria.
Mamá no me contesta. No sabe qué decirme. Na­
tural, no es su problema. Mañana ella no tiene que
ir a la escuela ni tiene que dar la cara delante del
profe. Para ella todo es muy fácil.
–Si mañana seguimos sin luz, puedes ir a trabajar
a la biblioteca –me sugiere flojito.
–¿Cómo? ¿Mañana? ¿Quieres decir que a lo me­
jor la avería aún no estará arreglada? –protesto.
–No lo sé, Olivia, no lo sé –responde con voz irri­
tada.
Y da media vuelta, iluminando su camino con la
otra vela.

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–¡Espera, espera! –salto nerviosa–. Yo necesito car­
gar el móvil y ver la serie de Queenny y tener la ca­
miseta verde planchada para mañana y...
–¡Yo también necesito muchas cosas y no las tengo!
–contesta mi madre en un tono de voz que no admite
réplicas.
Las madres tienen esta forma de cortar de raíz las
rebeliones. Si tú dices que quieres una cosa, ellas di­
cen que querrían dos.
Y no es cierto.
Ella no se sienta junto a Nieves, que siempre frunce
el ceño cuando te huele la sudadera. Ella no tiene el
cabello encrespado como yo, que si no me lo aliso
cada mañana parece que me haya caído una bomba
de neutrones en la cabeza. Ella no tiene diez grupos
de WhatsApp que comentan la serie de la noche y las
fotos de Instagram. Ella no es yo y, por lo tanto, sus
problemas no son como los míos. Los de ella son in­
finitamente más sencillos.
–¿Cómo se apañará mamá para poner en marcha
el microondas? –se ha interesado Tim, muy sensata­
mente, una vez nos hemos quedado solos.
Aunque es pequeño, a veces piensa, y esta vez
tiene toda la razón. Es que mamá no cocina: mamá
saca las cosas del congelador y las mete en el mi­
croondas.
¿Qué cenaremos sin microondas? ¿Y cómo lava­
remos la ropa sin lavadora? ¿Y cómo me secaré el

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pelo sin secador? ¿Y cómo plancharemos mis cami­
setas? ¿Y cómo cargaré mi móvil? ¿Y el portátil?
–Pobre mamá, está sola y a oscuras en la cocina
–ha lloriqueado Tim.
Quizás parezca un niño compasivo, pero estaba
muerto de miedo y ha sido incapaz de ir a hacerle
compañía.
–No me da ni pizca de pena –he dicho enfurru­
ñada.
Y no lo decía por decir. Los adultos lo son porque
han vivido mucho y saben lo que se hacen. Mi ma­
dre puede decidir, elegir, comprar, prohibir y hacer
lo que le dé la gana con su vida. Pero si las cosas van
mal, no debe echar la culpa a los demás.
Yo, en cambio, soy una estudiante de sexto de Pri­
maria. Solo tengo doce años y no puedo votar, ni com­
prarme un perro, ni viajar en avión sola. Por no tener,
no tengo ni las llaves de casa.
La culpa es suya y se acabó.

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