Arturo Alape - Sangre Ajena, Testimonio de Un Sicario
Arturo Alape - Sangre Ajena, Testimonio de Un Sicario
Arturo Alape
Sangre ajena
Sangre ajena
Seix Barral Biblioteca Breve
Arturo Alape
Sangre ajena
Cubierta: Collage Esperanza inútil de Arturo Alape
(16,5 x 11,5 cm)
Diseño colección:
Josep Bagá Associats
ISBN: 958-614-831-9
Impreso por: Printer Colombiana S. A.
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Conocí la historia de Ramón Chatarra por casualidad, le
monté una implacable cacería para persuadirlo de que hablara
conmigo, me permitiera escucharlo, y me autorizara para escri
bir sobre su vida. Un año largo en que se negó diciéndome que ya
había contado su historia por primera vez, que por lo tanto su
vida había perdido la inocencia de los recuerdos y no quería en
frentarse de nuevo a ese conflicto de hablar consigo mismo. Pero
alfinal mis palabrasfueron persuasivas y aceptó que habláramos
en una cafetería del centro de Bogotá.
La risa de Ramón Chatarra atrae la confianza como premi
sa del ajetreo de lo incierto, es risa de joven tranquilo que saca a
relucir sus grandes dientes de conejo inocente; habla y lo hace
bajo el brillo de sus ojos que tienen el impacto del convencimien
to. Continúa riendo como si fuera un enorme paraguas contra la
interminable lluvia que no cesa en las tardes grises de Bogotá.
Maniatado a los movimientos de sus manos, sus dedos dóci
les se mueven para acentuar un hecho que descifra las instancias
de la verdad de lo sucedido. Ramón Chatarra no se inmuta; ríe
mientras habla pausado sin los afanes de alguien perseguido por
la noticia que podría desequilibrar a un hombre en la mitad de
sus sueños. Lo veo sentado, mientras bebe a sorbos la gaseosa que
le ha traído la mesera, muy tímido como si fuera montado en una
veloz bicicleta —aunque ahora anda con un carro de balinera en
largos y tediosos recorridos por la ciudad en busca de basura reci
clable—, nada detiene el fluir de sus recuerdos: la distancia es
apenas Una línea imaginaria que conduce inevitablemente por
los senderos del horror, imperturbable imagen de la dureza coti
diana. Su pelo liso: amonado, de puerco espín, fornido, con su voz
que recorre el escalofrío de una vida sembrada de acontecimien
tos y hoy despunta como ilación de una historia aún no conclui
da, que será contada con su visión y el reposo, si alguna vez lo ha,
tenido en la vida, de sus diecinueve años sobre sus seis años hasta
llegar a los trece profundamente vividos cuando la imagen de la
muerte hizo temblar la raíz de su memoria.
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«Usted toreó las llamas de mis recuerdos Entonces saque pa
pel y escriba, y ojalá no le tiemblen la conciencia y el entendi
miento», dijo Ramón Chatarra con un tono de voz impositivo.
No seré policía ni juez, le contesté, para definir el hilo de la con
fianza mutua. Eso pareció aliviarlo. Los dos éramos partícipes de
una atmósfera humana, propicia, confiable. Con intensa tensión
comencé a escribir, sin apresurarme, sin perder detalles de lo que
estaba escuchando. El ritmo de una profunda conversación había
tocado campana, y esa hermosa interioridad tendría como futu- '
ro, una línea en ascenso. Nada de caer en el vacío de la incerti
dumbre y el desencanto. La historia como palabra siembra raíz y
tronco del árbol que renacerá en el tiempo de un espacio infinito.
Quien está hablando es un hombre con el yugo de sus contradic
ciones.
A mis seis años, recuerdo la cara amarilla y pecosa de un
niño de nombre Ananías como su papá, hijo de la dueña del
primer inquilinato donde vivimos en familia. Ananías dormía
en el último rincón de la casa, en una especie de gallinero, con
tento, rodeado de cuatro-gallinas de diferente color y tamaño y
de montones de mierda. La cobija apenas le cubría las piernas
encorvadas, y de almohada utilizaba un costal lleno de tierra
para dormir; cuando despertaba a las seis de la mañana, el es
cándalo de las aves era terrible. Entonces, á Ananías le daba
por cacarear con su voz chillona y lo hacía hasta el cansancio,
todo despelucado. Las aves eran como su compañía diaria, a
cada una le tenía un nombre que él deletreaba cuando parecía
que andaba con la calentura de la alegría. Caminaba con la ca
beza agachada, no gibado sino con la mirada clavada en la tie
rra como si estuviera buscando granos de maíz, cucarachas,
gusanos o ciempiés que desencuevaba con las uñas y cazaba
con las manos en la tierra húmeda para alimentar a sus gallinas.
Era un experto en eso de buscar comida para sus aves. Lo mi
raba a uno como queriendo picotearlo con la nariz, pero no
era un chino violento; por el contrario, era de lo más sano,
inocente, pues vivía en un mundo ido de las palabras que sólo
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entendía él cuando babeaba con largueza. Su pinta era lo que
daba miedo, por su cara de espanto, de niño siempre asustado,
queriendo huir de los muchachos que lo perseguían para mal
tratarlo y joderle la existencia. En el barrio Las Colinas era muy
conocido; se dedicaba a recoger huesos en las calles y en los
basureros para venderlos en una chatarrería cercana. Después,
solitario, se dedicaba a contar el dinero, sin saber lo que tenía
entre manos. Nosotros esperábamos a que se descuidara un
poco, lo cual no era muy difícil: él se acostaba bocabajo sobre
la mierda, muy ido en sus pensamientos, contando los monto
nes de monedas. Apacibles, las cuatro gallinas revoleteaban so
bre su espalda, despistadas picoteándolo, cagándolo; de pronto
entrábamos al gallinero con mi hermano Manuel, de sorpresa,
y espantábamos las aves a punta de piedra; Ananías, aturdido y
asustado, se levantaba y trataba de apaciguarlas y nosotros le
robábamos el dinero para comprar dulces y paletas. Joderle la
vida era una de nuestras más emocionantes jugarretas: chillaba
como una gallina clueca... mi mamá dice que yo vine al mun
do en esa casa, pero ella abrió sus piernas y pujó hasta que yo
salí y di mi primer grito de vida, en el hospital de La Hortúaí
Desde que tengo uso de razón, mi vida ha girado entre la
basura y la sangre. La basura, porque desde pequeño mi madre
trabajaba por ahí en la calle an la compra y reventa de papel y
botellas. «Compro papel y botellas», iba gritando mi mamá bien
fornida, con su cuerpo ancho y su voz aguda sin llegar al es
cándalo hiriente y perturbador. Ahora tiene 43 años bien vivi
dos. Cuando me fui con mi hermano Nelson para Medellín;
ella andaba en sus treinta y tres bien cristianos. Fue una época >
de ella mucho más joven; debía sacar fuerzas de su cuerpo; subía
a los edificios y le tocaba echarse bultos de cinco o seis arrobas
al hombro; ella era una mujer fuerte, con una voz muy suave
para tratar a sus hijos. La sangre, porque simplemente la vi co
rrer desde muy niño en los cuerpos de hombres y mujeres que
debían desangrarse hasta morir, ése era el resultado de un tra
bajo aprendido para hacer de la vida lo que queríamos que
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fuera con mi hermano Nelson. Los oficios de la muerte en
manos y puntería de un niño que luchaba por vivir y llegar a
convertirse en hombre. Sangre ajena que corría sin que uno
sintiera escalofrío culpable en el cuerpo. Sangre desechable que
debía perderse en las alcantarilllas de Medellín. También co
rrió con mi dolor la sangre mía, la de mi hermano corrió voraz
escapándose entre las manos incapaces de taponar su desliza
miento sobre mis piernas temblorosas.
Yo soy el mismo por dentro y por fuera, piel de caballo
arrecho, piel de cocodrilo hambriento a la espera de una sucu
lenta víctima, una tarde de calor que ha convertido los pensa
mientos en cloaca de placer y deseos ocultos. En este instante,
quiero volver a escucharme en la voz de los recuerdos, recono
cerme como soy antes de que pueda caer en el abismo de mi
propia desfiguración en la memoria aún fresca. Lo digo por
que la vida nos tiró como piedra certera lanzada por una
cauchera, hacia la basura y la sangre. Nada nos detuvo, nada
sirvió de muro de contención a aquella avalancha que ha sido la
vida de pronto feliz, quizá también turbia, gris y triste. Cada
quien tiene su línea de la vida trazada con tiza blanca en un
puto tablero negro. Otros hombres la trazan, lo mismo que los
acontecimientos que le llegan a uno como montones de mier
da caídos del cielo y uno simplemente se involucra en ellos
como perro faldero, que lame la leche en la mano de cualquie
ra. Uno de niño es insecto volador que alguien puede bajar de
su vuelo, aterrizarlo y ponerlo a caminar sobre la tierra: una
canica que rueda y rueda empujada por cualquiera y el niño
metido en la bola de cristal girando a oscuras, dando vueltas
con lo que será su vida en el futuro.
De niño recuerdo un mundo cerrado y oscuro en aquellas
habitaciones de los inquilinatos en que vivimos con la familia,
metido cada uno, mis padres y los hijos, en su sitio designado:
mi papá dormía y roncaba en una cama doble; allí se acomo
daban cinco, él y cuatro chinos, mis hermanos; yo dormía con
mi hermano Manuel y mi mamá en una cama sencilla, aferra
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dos al calor de su cuerpo; en las paredes agrietadas, húmedas,
no teníamos nada colgado, vacías a la vista. Nosotros nos con
vertíamos en cuadros para decorar y muchas veces reemplazá
bamos los sitios y los muebles con la invención de los juegos;
uno hacía de tapete y le dábamos volantines por la habitación,
otro muy quieto se disfrazaba de lámpara y por el rabo le pren
díamos la luz, otro se acostaba y pensaba que se había conver
tido en una mesa de comedor y el resto le regaba agua por el
cuerpo como si fuera la sopa del día; tres con los ojos muy
cerrados en hilera abrían los brazos y uno colgaba ropa como
si fuera un armario fino de dos puertas. Teníamos un televisor
de veinte pulgadas, en blanco y negro, y una grabadora peque
ña. Aclaro, no era una grabadora sino un radio con tocadiscos,
una radiola. Teníamos además, un cajón de madera para meter
la ropa, y una cocinita. Nada de valor, nada que pudieran ro
bar. Hablo de la primera casa de inquilinato. Vivíamos en un
segundo piso, en dos habitaciones: una pieza la utilizábamos
para la cocina, la otra era como la jaula donde pasábamos a
diario enlatados. En ese tiempo éramos seis porque los dos
hermanos pequeñitos no habían nacido. De niño uno quiere
respirar otros aires, salir del encierro de la habitación, correr,
jugar, hacer pilatunas, caerse, inventar juegos, imaginar con
versaciones con amigos y enemigos, reír golpeando al herma
no, llorar cuando el hermano lo golpea a uno, rabiar con las
golpizas de los padres, volver a correr, sudar, joder, embarrarse
hasta el culo, no bañarse durante tres días, no quedarse quieto,
sudar como si uno estuviera sacando todas las ansiedades que
tiene por dentro como culebra toreada: la quietud es como
volverse zombi de película de muertos vivientes, morir, regre
sar al encierro de las cuatro paredes de la habitación, parecer
pared agrietada y húmeda de color blanco, dormir con los ojos
abiertos a la espera de terribles pesadillas, despertar al día si
guiente hecho una sopa de meados, cabizbajo y resuelto a recibir
el regaño y la golpiza como desayuno servido en la cama.
De niño no se puede dejar la mirada quieta, pegada con
babas o plastilina de color azul al vidrio de la ventana; de niño
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uno mira para quitar todo lo que ha estado en sitio'permanen
te: no es para espantar a nadie ni para quebrar nada y volver
añicos porcelanas baratas de elefantes enanos y perros gigan
tescos. No se está pensando con cada movimiento en la mal
dad, uno sólo piensa en la sana diversión. La maldad es la puta
casualidad del descuido al golpear con la mano o golpear con
el zapato un objeto colocado en el aire o un mueble delicado,
como trampa traicionera que uno encontraba al azar por el
sitio que debía pasar feliz, corriendo. Claro que en su espíritu
un niño oculta sus maldades y las saca a relucir en el momento
más oportuno para darle rienda suelta a la risa burlona. Pasa
ban y pasaban días y días y siempre era la misma rutina; nunca
me acuerdo que hiciéramos un paseo familiar chévere a cual
quier sitio, que saliéramos al cine de barrio, que fuéramos al
parque a comer papas chorriadas. El mundo de la mirada era
el cuarto de habitación con los olores acumulados, la hierba
crecida en el corazón, cientos de polillas girando alrededor de
un amarillento bombillo, la humedad florecía entre ios huesos
y se filtraba en las paredes de los pasillos estrechos de aquellas
casas de inquilinato.
Lola, mi hermana mayor, estudiaba en la mañana y por la
tarde nos cuidaba a los menores; en ese tiempo andaba por los
doce años. Mi mamá antes de irse en la mañana a su negocio
de la basura, dejaba servida la aguapanela, el pan y ios huevos.
Cuando nos despertábamos Lola se encargaba de darnos el
desayuno, nos limpiaba la cara y ponía otra ropa; y así nos
la pasábamos como metidos en frasco de tedio, enfermos por el
tiempo lento porque nosotros no teníamos nada qué hacer. Las
horas estaban enjauladas en su prisión. En mi niñez un año era
como ver crecer la barba larga de heléchos a un árbol viejo
pero muy viejo.
Mi papá .era solitario por naturaleza. Le gustaba más to
mar trago y vivir sólo, seiba temprano para su trabajo de alba
ñil y llegaba en las horas de la noche borracho y nunca le
interesaba si nosotros estábamos bien o mal. Era un hombre
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extraño en la soledad que le carcomía a pedazos la vida, pare
cía como respirando pus a toda hora: comía acelerado, a tran
cazos, para no soltar palabra y dirigir la mirada hacía los hijos;
no hablaba, mantenía el pañuelo en la nariz como si fuera a
sonarse a cada instante; no se desprendía de los cordones de
los zapatos mientras se los amarraba y duraba una eternidad
en hacerlo y luego nos miraba extrañado, muy lejano; chas
queaba la lengua y la mordía sin compasión para evitar que su
boca hablara, mientras daba vueltas por el cuarto con la mira
da inyectada de putería por ese mundo suyo y de los hijos que
le importaban un saco de mierda.^n la noche cuando llegaba
borracho, oloroso á alcohol a punto de encenderse en llamas,
con ese tufo de años que expandía por toda la habitación, se
lanzaba en zambullida a la cama como piraña hambrienta, y
sin quitarse la ropa, caía en un grotesco y descomunal ronqui
do que duraba hasta el día siguientejSólo intentaba hablar con
nosotros o con mi mamá cuando le daba el puto hipo y, tem
blando, lo hacía sentirse el ser más indefenso de la tierra: pedía
a gritos que lo asustáramos y cuando lo hacíamos los cinco
hermanos, maldecía entre dientes nuestra existencia, amarra
do al temblor del hipo que levantaba su estómago como una
carpa de circo pobre. Entonces, volvía a pedirnos que le trajé
ramos agua en dos ollas llenas; él trataba de tomarla a chorros
con la boca levantada, y cuando se embutía una taza de azúcar
sin ningún resultado, decidía ocultarse bajo la cobija y parecía
un río embrutecido por la fiebre alta, levantándose en oleajes
salvajes. Cuando muera, yo creo que en su agonía, terminará
mordiéndose la lengua hasta dejarla partida en dos, como las
timosa señal de su vida: las palabra no se hicieron para que
salieran de su boca. Era una mierda de hombre que apenas
caminaba sobre las piernas, atrapado en la oscura telaraña de
sus pensamientos. De niño no se odiaj porque uno de niño en
su inocencia no odia a nadie, pero aprendí su lección: cuando
intentaba hablar conmigo para pedirme un favor —claro que
nunca hablaba de favores, siempre ordenaba con la furia de sus
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ojos—, yo le daba la espalda y salía a correr con el diablo meti
do entre el cuerpo, y ya en la calle, comenzaba a lloriquear como
una gallina clueca, como lo hacía Ananías, el bobo del galline
ro.
Bajo la influencia nefasta de esa soledad en la mirada de
mi papá, fondo de laguna quieta y turbia, pienso que él nos
engendró a mí y a mis hermanos, en las noches de sus borra
cheras cuando se volvía un hombre sin recuerdos. Su pasado
era un fantasma burlón sobre la cabeza, se desconocía él mis
mo, babeaba y no hablaba. Entonces, quizá en su brutalidad de
macho aumentada por la furia del alcohol, tambaleante se pa
saba de su cama y buscaba a mi mamá en la otra cama, que le
prestaba su cuerpo a la fuerza y él se metía dentro de ella con
su silencio, y así, entre el tufo y las babas y un sueño andariego,
fue preñando a mi mamá con sus polvos de hombre mudo para
el placer. El papá de nosotros en su memoria borracha, nos
trajo al mundo como un simple gargajo atinado sobre la barri
ga de mi mamá. Y ella sólo atinaba a esconder su tristeza deba
jo de las cobijas y a esperar a que la barriga le creciera como a
un sapo inflado de humo y le reventara con el llanto de un sol
a mediodía.
Las relaciones entre mi papá y mi mamá eran difíciles; ló
gico que fueran de putería para arriba, de silencio para abajo;
no se miraban de cerca, mucho menos de lejos, los dos vivían
en la misma habitación en dos camas distintas con la distancia
de las estrellas. Ella, de suave voz como manzana madura, es
cuchaba muy atenta el llanto o la queja de uno, luego suaviza
ba el sufrimiento, el llanto o los miedos. Entonces volvía a
depositarse la calma sobre la cabeza. De paciencia infinita ante
esa gritería de ios seis hijos, que no le permitíamos descansar
mientras tenía sus ojos abiertos. Al comienzo no nos regañaba,
sólo con un ademán hacía que uno volviera a la quietud, luego
si la algarabía continuaba se le subía la ira del tigre y los seis
terminábamos tanto alboroto. Cuando llegaba de la calle con
ese olor de basura que no escapaba nunca de la piel de sus manos
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como tampoco de su ropa, aunque se bañara y pusiera ropa
limpia, nos colocaba en fila y a cada uno nos mimaba de una
manera distinta: acariciándole la cabeza, besándole las manos,
apretándole con sus afectuosos abrazos, susurrándole palabras
de la vida muy lindas. Se volvía un ocho con su ternura hasta
soltar un sollozo fugitivo.
Ella trabajaba como muía, nos daba de comer; además lo
hacía con mi papá; todos los días ella alargaba la mano con dos
o tres monedas para el bus del señor de la casa, él ni siquiera
agachaba la cabeza de agradecimiento sino que ronroneaba de
cierta alegría al recibir el dinero, lo metía al bolsillo de atrás del
pantalón y daba la espalda sin despedirse. No lo inmutaba el
aire del mundo, esa ojeriza gris que invade y pudre todos los
días a Bogotá. Entonces, él se iba para la calle con su silencio
maldito, apaleado por la vida pero sin ninguna vergüenza entre
las piernas, armado del palustre para enfrentar ese día en sano
juicio la pared que debía empañetar. Mi mamá salía orgullosa
para el trabajo a las seis de la mañana y siempre llevaba a algu
no de mis hermanos para que le ayudara a recoger la basura.
Cargaba cinco costales para empacar la papa, un rollo de cabu
ya, y arrastraba muy tranquila su carrito de balinera, un plan-
choncito de madera, y se trasladaba a los barrios del norte, a, la
100, Chapinero, Normandía, Niza,,a todos esos barrios, gritan
do por las calles «compro botellas y papel», con su voz muy
aguda para que supieran de su existencia y abrieran las puertas
de las casas y de los apartamentos, al tocar sin prisa los timbres
localizados en las paredes. En ese tiempo, ella trabajaba con
1.000 ó 2.000 pesos. Caminaba por todas esas calles, atravesa
ba la ciudad y compraba botellas y papel a personas ya conver
tidas en sus clientes, luego se trasladaba al centro y vendía lo
comprado a un precio mejor... Era el esfuerzo diario, con el
sudor que ella ocultaba entre su risa cuando llegaba a casa en
horas de la tarde, cargada con cosas que le regalaban amigas
señoras, como el papel o las botellas, y le decían, bueno, lléve
les esta ropa vieja a los niños, lléveles estos zapatos. Entonces
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llegaba con frutas, pan, ropa, zapatos... y lo que ganaba de sus
botellas y sus papeles, con ese dinero y ese sudor era que nos
dejaba nuestro diario... En cambio, a mi papá cuando le paga
ban la quincena los viernes, desaparecía en la noche y volvía a
aparecer con los ojos enrojecidos el lunes en la tarde, sin un
peso en el alma y con el hambre que aullaba en su estómago
voraz. No daba razón de su actitud, llegaba callado, pálido y
transparente, a punto de volver a vomitar sus entrañas sobre la
ropa de tres días. A mi mamá, de la ira se le salía el hormiguero
de la piel, manoteaba como con piedras en las manos, se la
montaba como a perro apaleado, así como él la montaba a ella
en sus borracheras de madrugada: se trenzaban cuello a cuello
queriéndose ahorcar como un par de crueles enemigos, se gol
peaban hasta sangrar. Aquella escena se nos grababa en la mente
como película de terror, la maldad y la guerra entre familia y
sangre de uno.
A uno de niño la psicología le trabaja mucho la cabeza.
Imágenes que nunca se pierden entre los recuerdos: ese puño
de albañil lanzado con la fuerza brutal del odio, como si qui
siera derribar una pared de cemento, contra el rostro inofensi
vo de mi madre; las huellas de las uñas marcadas de mi madre,
navaja afilada en su rostro ya curtido en el cemento y la arena;
un rodillazo certero en la barriga gorda de ella; su respuesta,
una patada en sus huevas, los dos conteniendo el dolor, luego
dar rienda suelta a todo el palabrerío para herir, maldecir, ul
trajar, putear, palabras aprendidas en el transcurrir de un par
& de vidas muy parecidas en el sufrimiento y en la desgracia de
haber nacido pobres: él, nudo mutilado en la lengua, renacía,
vociferante insultaba a mi madre de perra, puta de cantina ba
rata, malparida guaricha, malnacida, huevona, zorra; ella, ha
bladora en el trabajo cuando andaba en la calle, hermosa en
susurros con sus hijos, se encerraba en el silencio y se reía de
sus insultos y contenía el río de sus palabras por respeto a no
sotros. Yo pienso que ella quería reventarse por dentro de la
putería, explotar como llanta en velocidad de muerte, llorar
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con toda la mierda que había crecido en su vida, en compañía
del huevo de porquería humana que era mi padre. Pero conte
nía en la boca la saliva de amargura que no quería lanzar con
tra el mundo de la pequeñez de su destino.
Nosotros, Lola la mayor y César que la seguía, agarrados ■
de las naguas de ella, y mi hermano Nelson, el finado, yo, Ma-
nuel'y Danilo, porque en ese entonces éramos seis, agarrados
de los pantalones de él, seis maricones angelitos con llanto de
mocos y de lágrimas, gimiendo ante el fin del mundo por aque
lla dolorosa escena como si fuéramos seis ratas arrinconadas,
pidiendo por favor que dejaran de pelear, dejaran de insultar
se, se dieran la espalda, se acostaran y dejarán de odiarse. Eran
gritos insignificantes ante aquella furia de dos seres ya perdí- ■ ?
dos en el tiempo de la miseria de todos los días. De pronto,'
dejaban de pelear, no por la insistencia de nuestro desgraciado
llanto, sino por la mudez que se cerraba por el cansancio. Él se
tiraba a la calle, todo digno y rabioso, con su pelo liso peinado
hacia atrás y su bigote grueso, y después, regresaba contento y
silbando esa noche o al día siguiente, con una caja aplastada
de pollo frío debajo del brazo, siguiendo la misma rutina de
encierro en las habitaciones de aquellas casas de inquilinato.
Después, una semana o quince días de silencio, nada de cruce
de palabras, silencio de desprecio sobre la piel arrasada de la
tierra.
Ellos nunca tuvieron vida normal en que apareciera un
pequeño abrazo, un gesto dulce y amoroso, un beso de llegada,
una palabra de amistad, la cogida de la mano en las horas de la
comida, la despedida en las horas de dormir. Recuerdos de niño
en la cabeza como ratón atrapado en, trampa mortífera con
cebo de carne envenenada. Los ojos congelados en la mirada
de la memoria, huevo encubado por gusanos y turbios pasajes
vividos.
Con mi hermano Nelson siempre nos encontrábamos en
el juego de risa, no porque fuéramos maldadosos, malparidos.
No. Era risa bella que salía de la boca florecida como nubes
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retorcidas de alegría. No era risa que estornudara lagartijas afie
bradas, como tampoco sapos hinchados de odio. Siempre ju
gábamos al que más le sacara jugo a la risa del otro: la risa nos
abrazaba, la risa nos hermanaba. Yo me volví su sombra, mejor
digamos su sombrita amiga y cómplice. Era sombra que ni por
el carajo se despegaba de su cuerpo, de sus gestos, de su risa
dientona. Sombra de verdad, no sombra mentirosa. Fiel hasta
el final de la risa, como lo mejor que teníamos en nuestra vida
de esa niñez, embotellada en ese vacío que existía en las habita
ciones.
Nelson era idéntico a mí, físicamente igual, pero más feo.
Lo digo en serio, tenía cara de maldadoso y nunca lo ocultaba.
Él era mono como yo, así todo dientón, fornido desde chiqui
to. Sacaba de su imaginación cuentos groseros de alto calibre
para molestar a las sardinas, las espantaba a manotadas. Era
una caspa de culo de Dios Santo y se limpiaba con el manto de
la Virgen. A mi hermana mayor le cascaba, le cascaba a los otros
hermanos, a mí parecía tenerme compasión o quizá cariño, cla
ro que una vez por día, casi siempre me. sacaba a empujones el
viento del llanto. Pero la verdad es que yo era el hermano de su
vida, porque él sabía que yo era el eco de las diabluras de su risa.
{ Le gustaba llegar tarde a casa, y claro, mi mamá lo recibía
como fiera y él envuelto en un silencio ni el hijueputa, con la
boca bien sellada, tranquilo se dejaba apalear por ella. Al día
siguiente, sin cara de culpa ni remordimientos de señorita, vol
vía a sus andanzas. Capaba clases con la diestra y la siniestra y
con las dos piernas para no llegar nunca a la puerta de la escue
la. Decía, entre risotadas, para qué aprendo en la escuela, si
todo lo puedo aprender en la calle y lo aprendo con el gusto de
andar con la libertad metida entre los huesos. Eso decía, cuan
do la profesora del colegio le reclamaba: ¡niño Nelson no lo
dejo entrar hasta que no traiga a su mamá...! Entonces él, con
la tranquilidad de perro durmiendo a mediodía, no volvía a
la escuela por una semana. Se perdía como agua corriente, y lo
más terrible para mi inocencia, era que nunca podía sacarle los
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secretos de lo que hacía en ese tiempo cuando se escapaba de la
escuela. Le rogaba que contara algo por favor, le prometía que
le pagaría si contaba sus aventuras, que le daba mi comida por
tres días y mi colección de figuritas, y le aumentaba mis siete
bolas de cristal, un trompo, y además, que le ayudaría todos los
días en sus tareas, a pesar de que él andaba un año mas adelan
te que yo en el estudio. Y era criminal conmigo su sombrita. Se
tragaba las palabras, aquietaba la risa, su boca cerrada se volvía
como una caja fuerte de seguridad.
Yo sabía que Nelson tenía sus mañas, que le gustaba gami-
niar, jugar maquinitas. Era un enloquecido jugador de fútbol,
que se daba totazos con los amigos hasta sangrar de verdad, que
se echaba a la calle a pedir plata. Era mi héroe favorito, el ejem
plo a seguir con mi paso de sombra muy hambrienta de su
,i í compañía. Por eso Nelson perdió el primero de primaria y lo
' repitió conmigo y lo ganamos juntos, el segundo lo volvió a
perder y yo lo pasé raspado, después él pasó tercero y yo pasé
para el cuarto y ese cuarto maldito de la escuela en mi memo
ria, lo perdimos juntos...
Mis amigos de la escuela eran diferentes a los de él. Yo fui
hasta piloso para el estudio, por eso a mi mamá no le gustaba
dejarnos en el mismo salón, ni siquiera en la misma escuela,
porque ambos éramos un gran desorden. La escuela, chévere,
las que no me gustaban eran las profesoras, a veces la monta
ban señalándolo a uno como burro sarnoso. Me gustaban más
los profesores, porque esas cuchas eran chochas y todas histé
ricas. Tenía un amigo negro, negro con el pelo quieto, con el
que jugaba fútbol. Un artista con la pelota, la manejaba con los
pies como si lo hiciera con las manos. Ese negro de mi amigo
también soltaba una risa florecida muy igual a la de Nelson y la
mía. Por su risa era mi amigo.
Lo de la volada de la casa pasó sin pensarlo. Fue a causa de
i, las males calificaciones. Mi mamá nos dio garrote cuando tuvo
la libreta de calificaciones en las manos. El día de la entrega de
las calificaciones pasamos por mudos, no le dijimos nada, sólo
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esperábamos el golpe de la sorpresa. Ella fue al colegio y de
inmediato le preguntaron que por qué no había ido antes, que
■los dos habíamos perdido el año. Después de semejante paliza
; que nos dejó amoratadas las piernas, nos largamos para la ca
lle. Nelson me dijo, ¿ahora qué hacemos? Y yo le respondí, pues
no sé. Yo siempre era retardado con las respuestas, siempre le
contestaba, no sé. No tenía en la boca respuestas inmediatas,
me gustaba que él pensara por mí, que decidiera y luego me
ordenara. Dijo, venga y nos vamos a caminar hasta la Caracas.
Después, muy pensativo, dijo, lo que paga es irnos de por acá...
de esta mierda de vida. Entonces, vi que brillaron sus ojos como
dos lamparazos. Nelson pensaba, decidía y de inmediato hacía
la locura. Él cercano a los doce años, yo alcanzando ios nueve
años, cuando la calle comenzó a ser nuestro mundo y fui du
rante más de cuatro años la mejor de las sombritas para Nel
son mi hermano.
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2
«Tres miradas preservo en mi vida como recuerdo del viaje
que hicimos con Nelson mi hermano a Medellín. Tres miradas»,
repitió Ramón Chatarra muy pensativo. A navajazos estaba sus
trayendo pedazos de sí mismo, aquellos momentos cruciales de su
vida temprana. Maquinalmente continuó, contando o quizá afir
mando aquellas tres miradas con los dedos de la mano derecha.
Estaba absorto, casi que una figura decorativa, mientras se
movía en la hamaca nicaragüense que yo había colgado en la
sala, de mi apartamento. Mecía sus pensamientos, también acu
naba en sus brazos a su pequeña hija de nueve meses: ruhiqcomo
él, con los ojos azules de su mujer; toda una risa que encendía el
rostro como la risa de Ramón Chatarra.
«Las tarántulas, arañas pollonas, caían en la carretera como
bandadas despistadas; con el ñero Palogrande y mi hermano Nel
son nos pusimos a juguetear con ellas: cada uno cogió un palo
delgado y escogía su tarántula, la bautizaba con su nombre, rata,
cucaracha, cucarrón. La mía se llamaba rata por lo afelpada, re
choncha, muy gris la malnacida. Apostamos algo imaginario que
no teníamos en el bolsillo, luego cada uno hizo que su tarántula
subiera por el palo y cada uno la encabritaba para que enfureci
da corriera más rápido. El ñero Palogrande era el más aullador,
mi hermano Nelson como siempre impasible, yo cagado del susto
diciendo no sé que voy hacer. Indeciso, bocabajo y de frente, a ras
de tierra miraba los ojos de la tarántula que venía embalada para
mirarme con su mirada de muerte. Ésa fue la primera mirada»,
31
dijo Ramón Chatarra, y él se queda alisando el pelo lacio de su
hija. Irradiaba mucha ternura en sus gestos.
«La segunda mirada, dijo Ramón Chatarra en esquivo su
surro, fue la mirada del mar en Cartagena. El mar dispersa las
miradas y las pone a corretear en las olas. Yo le dije a Nelson en
los oídos, hermano, siento que las olas me están mirando por todo
el cuerpo. Incrédulo, soltó la carcajada, me agarró por el cuello y
se puso a alisar mi pelo de puerco espín: no jodas Ramón Chata
rra con tanta puta imaginación. Quédese quieto y coja por sor
presa una ola que yo también quiero ver su mirada. Los cinco del
equipo, Luisito, el Pastuso, Braulio, Nelson y yo, vimos ese atar
decer la mirada transparente de la ola atrapada que angustiada
quería escapar».
«La tercera mirada nunca pude apagarla en mis pensamien
tos, como hubiera querido para salvar mi olvido. Es la mirada de
Nelson mi hermano, muriéndose, yéndose como olas fugitivas.
Esa mirada que mis manos nunca pudieron atrapar con vida, era
mariposa en agonía...» Lloraba Ramón Chatarra con intensi
dad, y ala vez angustiado soplaba con la boca para espantar los
vientos de la muerte en la mirada de su hermano Nelson. Le dije
que me dejara cargar a su hija, mientras limpiaba sus ojos de
lágrimas. Luego, por instmtoypor respeto —tenía mis dudas por
la primera versión de su historia que le había escuchado—, no
quise preguntarle por la cuarta mirada que, suponía yo, conti
nuaba lacerando su vida: la mirada de LaPaisa pidiéndole que
la dejara vivir, mientras él enfurecido la acuchillaba por todo el
cuerpo.
Ramón Chatarra, muy serio, habla del viaje como la liber
tad que huye de las ataduras. Un viaje no pensado, tampoco ima
ginado. El viaje que cae como sorpresa de lo que no tiene anuncio,
nadie lo espera y llega a borbotones como lluvia incesante. Des
pués, sólo mirar adelante, caminar comiéndose las nubes como si
fueran golosinas atrapadas en la mano, para que no se pierdan
en cielo lejano. Cada instante se vuelve como un espejo que revela
lo que viene en fila, acontecimientos sumados a otros aconteci-
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mientes. Viajar para tener los ojos tan abiertos que ni'siquiera la
noche pueda esconder las líneas de sus secretes... El viaje, dijo
Ramón Chatarra, es para enjaular los recuerdos, luego enume
rarlos para volver a sentir la sensación de que se vivieron. Des
pués se quedan escondidos en la memoria.
Almorcé con Ramón Chatarra; él, muy cuidadoso, le dio
tetero a su hija. Le pedí que sostuviéramos la próxima conver
sación en quince días para culminar la última versión de su
historia. Él simplemente contestó, usted me localiza y nos pone
mos de acuerdo.
La calle era como una golosina que estaba a la vuelta de la
esquí na y sólo debíamos alargar la mano para cogerla y sabo
rearla. Eso pensaba yo con mis cercanos nueve años, temeroso
de perderme en la ciudad. Pero también quería experimentar
la sensación de conocer otras calles para sentirme más libre de
los regaños y consejos de mi mamá. Para Nelson, la calle lo era
i todo en su vida. Él sí había logrado, con sus locuras en la cabe-
iza, hacer de la calle algo esencial para cumplir sus sueños de
J aquella niñez encerrada en cuatro paredes: hermanito Ramón:
Chatarra, mis sueños están sembrados en la calle, y tendré el
tiempo suficiente para recogerlos uno a uno como si fueran
conchas de mar, con sus secretos escondidos. Así pensaba mi
hermano Nelson próximo a cumplir sus doce años, agarrado
con firmeza a sus pensamientos, dispuesto a correr cualquier
peligro para llegar a tiempo a la otra cuadra.
La primera noche en la calle fue un solle de aventura, Jo.
pasamos rebién con Nelson. <É1 le había perdido el miedo a la
ciudad, se había comido ese miedo a mordiscos muchas veces
cuando tuvo que quedarse a la fuerza fuera de la casa. Tenía:
hígado y corazón para vivir en la calle, naturaleza y valor para
no asustarse de las sombras sospechosas que como fantasmas
asesinos habitaban la ciudad. Nelson estaba acostumbrado a
...conseguir la comida como fuera. Tenía sus métodos para con- ,<
vencer: conocía la debilidad humana que se conmovía con tres )
lágrimas mentirosas; levantaba las heridas de la compasión a
33
cualquiera que lo escuchara dos minutos; no abría dudas ni
sospechas cuando alguien bondadoso metía la mano al bolsi
llo para darnos una moneda; no se asqueaba por olores ni ges
tos cuando retacábamos comida en los restaurantes. Yo pienso,
que si Nelson hubiera seguido la carrera de la calle, esa profe
sión lo hubiera vuelto un ReyrEn lagrimeara y segunda noche,
dormimos los dos muy abrigados con nuestro abrazo de her
manos, en la entrada de un viejo edificio del centro, sobre la
-Jiménez de Quesada.
Esa mañana, con Nelson comenzamos a merodear por el
Parque de los Periodistas.. Yo lo seguía como sombra cómplice,
ño sabía si su mente andaba enredada en intenciones peligro
sas o sólo quería darme una sorpresa. Me di cuenta cuando lo
seguía como perro regañado que merodeaba alrededor de una
banca, ronroneando como gato meloso que busca piernas para
alisar la piel. En la banca estaba sentado un ñero muy bonito,
con mechitas paradas y pelo largo, narigón muy tímido pero con
ojos de avispa bravaj Nelson continuaba con sus azucarados
ronroneos así como lo hacía cuando quería que mi mamá lo
dejara salir a la calle. Yo detrás y él con sus pasos persuasivos,
alrededor del ñero.
El ñerito se puso pilas, dejó colgada la expectativa y soltó
su vocabulario directo: ¿qué le pasa a este man con su camina
do de maricón trasnochado, es que.se volvió pirobo? Nelson
mi hermano no escuchó la provocación, soltó su risa bacana
para abrazar amigos: no chino, ni marica ni pirobo. Sólo que
ría hablar con sus palabras. El ñero sospechaba de nuestra in
dumentaria huevona sin señales de calle para dormir, cagar,
correr, muertos del hambre y con la lanza del infortunio, como
perseguidos por una loca sirena de la policía. El ñero abrió las
luces del entendimiento, los tres largamos palabras, hablamos
como tres solitarios cucarrones que necesitan tierra húmeda
para enterrarse y darse calor, hablamos como tres cucarrones
achantados y sembrados por alguien desconocido sin corazón
en la vida, en cueva oscura. El ñerito Palogrande, así era su .
34
, apodo y nombre callejero, escuchó muy divertido, pero diver
tido de verdad, nuestra triste historia familiar. ¿Tienen fami
lia?, se preguntaba y palmoteaba con firmeza, qué animal raro
ése... Se levantó de la banca lanzando un sonoro y hediondo
pedo... Daba alaridos no sé si de alegría o lástima mierdosa
por nosotros, muerto de la risa jalándose las huevas desde la
rama del árbol más alto de! universo. Cuando terminó su puta
carcajada, más sosegado le dio un fuerte abrazo a Nelson que
ya levantaba sus ánimos cabreados: ñeros del alma, los tres se
remos una sola compañía. De verdad verdad. Nelson regresó a
su risa de confianza y yo me puse muy contento con la alegría
de mi hermano.
Y surgió como luz brillante de lámpara perdida en la no
che inundada por gusanos, la idea del viaje a Medellín. Nelson
dijo, como cazando mariposas negras, queremos irnos con mi
hermano Ramón, lo más pronto posible de Bogotá. ¿Para dón
de quieren ir?, preguntó ansioso Palogrande, con la boca llena
con las sobras de un pollo frío que le habían dado en la noche
¡ de ayer. Medellín, dijo en seco Nelson, quizá terminando su
■cacería de mariposas ciegas. Ñerito Palogrande dijo, chupándo
se la grasa de sus dedos ennegrecidos por la mugre: yo no ten
go nada qué hacer en esta puta ciudad aburridora. Entonces |
con la bendición de la vida nos vamos para Medellín. Yo quedé 1
boquiabierto con la baba sucia que caía de los labios del ñerito
Palogrande, pero estaba tan feliz como mico embarazado con
la decisión de viajar a una ciudad distinta a Bogotá. Y como
una amenaza a cumplir sin sacrificio en la cruz, el ñerito Palo-
grande volvió a soltar palabras que resultaban una sentencia a
cumplir: Vámonos a pie a Medellín. Con Nelson respondimos
con fuerte entusiasmo salido de los pulmones: bien ñerito, nos
vamos para Medellín.
Ñero no calmaba la sed de palabras. Viajar se había vuelto
la pasión de sus años. Dijo que conocía muchas ciudades a pie,
en autostop, conocía a Cartagena, Santa Marta. Nosotros con
Nelson mudos, sin un kilómetro viajero en nuestros zapatos.
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Éramos polvo maloliente de Bogotá, lagaña diaria de sus vien
tos, mirada gris habitada por ese frío rompehuesos que deja el
alma flotando en el aire.
Era un ñero flaco el Palogrande, todo pegantoso porque
su cuerpo olía a pegante. Entonces, como si fuera un guía pro
fesional, levantó el codo con la manga llena de pegante y, en
tono triunfal, dijo, colémonos en ese bus, y lo hicimos por la
puerta trasera como peces asustados y nos bajamos por los la
dos de Fontibón. Cuando nos bajamos, el ñero Palogrande dijo
todavía con ese tono mandón: bueno chinos, ésa es la carretera
que nos llevará a Santa Marta. Yo pensaba que era viaje de un
día caminando. En un letrero decía: Medellín 440 kilómetros,
pero en el aviso no se hablaba de Santa Marta. Entonces vimos
que la carretera era una culebra solitaria que en su largura nos
invitaba a seguirla.
Ese viaje lo tengo atragantado en la garganta como espue
la de gallo perdedor. Su recuerdo se ha vuelto tiza blanca para
escribir sobre la memoria. Comenzamos por la salida de la au
topista a Medellín, como ranas descansadas que saltan de. pie
dra en piedra sin caer al charco de agua. íbamos como hermanos
confiados, cantando canciones de la radio, contentos con el
mundo atrapado en los zapatos. Pasamos Mosquera, y a mí ya
me parecía relejos esa distancia que cada vez alargaba su cuer
po de serpiente de piel brillante. Pasamos.Madrid, cuando la
noche se había vuelto un manto oscuro. Ñero ordenó que nos
quedáramos en el parque y fue sueño con estómago lleno, feli
ces con la plata que habíamos retacado en Bogotá. Al otro día
amanecimos con el filó alborotado de hambre hambrienta.
Entonces nos paramos y nos bañamos en calzoncillos en la fuen
te del parque, frente a la gente curiosa que reía sin empacho.
Pedimos comida en los restaurantes, comimos como si estu
viéramos inflando el estómago para volar hacia un viaje al in
finito.
Al ñero Palogrande, que le importaba un pito la suerte ne
gra del mundo, que no se le daba nada de nada, pues parecía
36
no arrugarse por el cansancio, sacó fuerzas que tenía escondi
das en algún lugar de su vida y comenzó a juguetear con Nel
son mi hermano a que te cojo el culo cabrón. Nelson no se hizo
esperar: corría el uno y el otro lo alcanzaba y lo tocaba de golpe
fugaz. Luego el otro era el perseguidor del culo que escapaba.
Tóqueselo riéndose, dándose palmadas en la espalda y salte
como canguro en busca del culo del otro. Yo no quería jugar
ese juego, quería que mi trasero siguiera siendo muy inocente,
nada de toques maricones, además el cansancio me estaba ce
rrando los ojos con la telaraña del sueño y sólo quería que el
j pasto se volviera la más hermosa de las camas para dormir ocho
días seguidos. Dos golpes a traición, mejor, dos palmadas ras
treras en la espalda adolorida, dadas por Nelson, y el ñero Pa
logrande hicieron que despertara para el mundo y siguiera
caminando lento con los ojos abiertos, a punto de doblarme las
piernas pero con nuevos ánimos.
Llegamos a Sasaima a las nueve de la noche; salimos a las
nueve de la mañana. Cada minuto había sido un manazo de
cansancio y el cuerpo parecía estar a punto de estallar por el
dolor. A Nelson la distancia no le mordía los ánimos, el ñero
Palogrande estaba curtido en devorar distancias, para mí lejura
era una risa burlona que buscaba enloquecerme. En el pueblo
nadie quiso ofrecernos un poco de comida. Daba la impresión
de que todos sus habitantes se hubieran puesto de acuerdo para
decir que no. Los puestos de frutas ya estaban cerrados. Alguien
sacó la mano tendida y nos dio un poco de agua. Dormimos en
el parque del pueblo, abrazados para el pronto sueño que nos
agarró con su puño cerrado. Esa noche soñé con gigantescas
mandarinas encordeladas y colgadas de un enorme gancho.
Desesperado por la sed, no las sacaba del cordel, ni Ies quitaba
la cáscara sino que las exprimía con la fuerza de mis manos y el
líquido bajaba muy rápido por el túnel de mi garganta. Calma
da la sed, el cansancio había desaparecido; vi que las mandari
nas eran iguales a las tetas descolgadas de mi mamá: entonces
corrí desesperado por la línea blanca de la carretera; en Bogotá
37
crucé calles y de pronto me di cuenta que estaba tocando la
puerta en el barrio donde vivíamos en familia, mi hermana
Lola abrió la puerta, no tuve tiempo para saludarla, de un salto
llegué a la habitación, me metí a la cama al lado de mi mamá
como siempre lo hacía, la vi desnuda sonriendo, ofreciéndome
sus brazos, busqué todo su calor y dormí por muchos días, de
licioso.
Al día siguiente, muy temprano, caminar con entusiasmo
al comienzo, decaer en el esfuerzo final. El ñero Palogrande,
con el grito y el gusto del juego que te cojo el culo, y Nelson
que el culo no, porque estaba cabreado de tanta tocadera. Lue
go para descansar el cuerpo soñábamos despiertos de lo que
íbamos a ser cuando fuéramos grandes. Toda esa mierda de , .f
ilusiones que uno se carga en el cerebro, como si el cerebro
fuera un nido de polluelos ansiosos por volar: ilusiones que se
vuelven telarañas y terminan por ahorcarlo a uno en una no
che desafortunada. Caminamos por esa carretera preñada de
curvas, hacia Villeta, curvas que envuelven las montañas quie
tas por el calor insoportable, curvas para enloquecer a una cu
lebra enfurecida. Al borde de la carretera encontramos un
racimo de bananos y los devoramos y quedamos en cuclillas,
para iniciar una fenomenal cagada. En el río de Villeta nos ba
ñamos y los tres dejamos la suciedad que ya tenía curtida la
piel. Claro que el olor penetrante a pegante en la ropa del ñero
Palogrande era imposible de quitar: él olía la manga de la ca
misa y quedaba extasiado, queriendo como volar en ese preci
so instante.
La entrada a Villeta es un inmenso restaurante, repartido
en pequeños locales; la comida que nos regalaron fríe del ta
maño de la montaña vecina. Cobijados con el frescor que hacía
en el parque, volvimos a dormir abrazados sobre el pasto hasta
el día siguiente. Esa noche, con la barriga abultada, no soñé
con las tetas calientes de mi mamá.
Levantarse, escuchar la voz optimista del ñero Palogran
de, decir todo serio el maricón, hoy coronamos Guaduas. Para
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él decirlo era hacerlo, nada era imposible, todo le quedaba chi
quito a sus ojos vivaces, saltaba cualquier muro con un soplo
cachorro. Con Nelson, que comenzaba a flaquear en sus fuer
zas, pensamos, porque lo hablamos en secreto, que Guaduas
estaría a menos de quince kilómetros. Pero era una absurda
ilusión que se teje al borde de la desesperación. La carretera era
una prolongada subida: parecía una enorme pared lisa sin grie
tas clavada en un desierto perdido. Un anciano de pelo muy
blanco, pero fuerte como un roble para andar, nos dio un pe
dazo de panela y sonrió con sus encías desdentadas. La panela
la partimos en tres en medio de aplausos prolongados. A las
espaldas quedaba la cordi IIera muy agazapada con sus replie
gues de sombras bajo un sol agitado, así como encorvados los
nudos de su existencia. Otras, guardaban escondidas las ver
tientes en cañaduzales, espiga en flor, que nos dio pedazos de
caña para ascender con esperanza final esas cimas de locura.
Marcamos en la conciencia las cinco de la tarde, cuando
llegamos al Alto del Trigo. Entonces el ñero Palogrande dijo
que podíamos descansar un poco: la resistencia estaba a punto,
de quebrarse como miserable chamizo. Además nos advirtió,
bajando un poco vamos a encontrarnos con la siembra de ta
rántulas que se mantienen en manada sobre la carretera, escondi
das bajo las piedras. Hay que tratar de no pisarlas o patearlas
porque se pueden prender al pantalón y su picada es fatal, de
muerte. Cautelosos bajamos los tres. Ñero Palogrande iba dos
pasos adelante, de pronto se detuvo y puso el dedo en la boca
como señal de alerta, atrayendo el silencio, y muy susurrado
dijo, allí en ese recodo están las pollonas. Salen a la carretera a
tomar un poco de calor. El recodo lo tuvimos de frente, cerca
de los pies, y allí estaban ellas, cientos de pollonas afelpadas,
con sus patas largas agazapadas, dando la impresión de estar
muertas. El ñero Palogrande le dijo al oído a Nelson, despacio
habló deletreando las palabras: chino maricón, juguemos con
las tarántulas. Luego hizo explotar la voz para que yo lo escu
chara: el que no juegue es marica de por vida... porque ter-
39
minará dándolo por cinco centavos. Nelson, desafiante, sin im
portarle el peligro, sólo dijo: acepto. El ñero Palogrande buscó
tres palos delgados y secos, me entregó el más largo. Entonces
soltó lo siguiente: usted chino Chatarra debe aprender a jugar
con la muerte. Eso dijo como una orden, y yo debía obedecer o
si no mi chiquito corría peligro.
Tembloroso cogí el palo, lo mismo hizo Nelson con firme
za. Ñero Palogrande se acostó bocabajo para explicarnos el jue
go. Lo imitamos con Nelson. La carretera de asfalto estaba
hirviente, a pesar de que había bajado la temperatura. Ñero
Palogrande, reptando como soldado, estiró el brazo y acercó la
punta del palo a la pollona; Nelson, seguro, lo siguió, yo los
imité, con el miedo arrancándome los dedos de la mano esti
rada. Ñerito comenzó a torear la suya, lo hacía con cierta dis
plicencia como si fuera un experto en el juego; Nelson la tocaba
y la volvía a tocar; la mía la desperté de improviso por la torpe
za de mi miedo y la pollona peluda se subió al palo y comenzó
a caminar hacia mis manos. Las otras dos tarántulas siguieron
la ruta como si alguien en secreto les hubiera señalado el cami
no en línea directa. El ñerito Palogrande, impasible, volteó la
cabeza y le dijo muy seguro a Nelson: hasta que ella llegue a
cinco centímetros de los ojos. El susto me puso a temblar como
ropa liviana al viento. Las tres pollonas parecían hipnotizadas
caminando a veces lento, a veces rápido, impulsadas por una
fuerza extraña que las atraía. Atardecía. Yo estaba que me ori
naba. Comencé a orinarme a chorros calientes. Se acercaba la
tarántula y crecían sus ojos como dos inocentes borlas redon
das de lana negra, ojos gigantescos de mosca. Caminaba ladea
da como si a lo lejos olfateara una futura víctima. Ella venía
directa hacia mis ojos ya llorosos. El ñerito Palogrande, muy
concentrado en aquella operación, dijo, como siempre orde-
nando'í chinos maricones aguanten la respiración. Nelson res
pondió por los dos: aguante la suya y no joda tanto. Yo no pude
contestar, el charco de orines me llegaba hasta las rodillas, sa
bía que debía soportar aquel suplicio porque yo era la sombra
cómplice de mi hermano Nelson: la mirada de la tarántula de
40
bía meterse entre mi mirada de espanto. Desde que tomamos
la decisión de lanzarnos a la calle, él lo sabe, y lo sabe muy bien,
que cuenta con mi compañía y mi voz todos los días. Debía
resistir aplastando mi propio miedo como quería aplastar a esa
mierda de bicho asqueroso. El ñerito dijo con su voz aguda,
cuento hasta diez y cuando llegue hasta nueve termina el jue
go, Nelson respondió más altanero, la sangre se le estaba vol
viendo aventurera, por mí chino marica cuente hasta veinte y
termina el juego. Nelson sudaba a chorros.
Entonces en los ojos de aquella repugnante pollona vi cla
ramente los ojos de la muerte: estaba ya casi que paralizado; la
mano que sostenía el palo estaba dormida; sólo tenía alientos
para acercar la cabeza a la punta del palo. El ñerito ya contaba
siete y lo venía haciendo con la lentitud de un animal pesado.
Nelson, en su locura, en abierto desafió al conteo ya nervioso
del ñerito Palogrande y en demostración de increíble valor, puso
la nariz sobre la punta del palo en dirección exacta a la tarán
tula que venía hacia su rostro.
Cuando intenté acercar mi rostro asustado al inmundo
bicho, para imitar la verraquera de Nelson, sentí con horror,
no sé si fue pura imaginación, que la tarántula había saltado de
pronto sobre mi nariz para hundir su ponzoña venenosa di
recto en mis ojos. Me levanté enloquecido como si hubiera re-'
cibido el aguijón envenenado; salté sobre el palo, salté sobre un
montón de pollonas que parecían estar en reunión secreta. Corrí
con todas mis fuerzas, gritando, sin saber cuánto tiempo, co
rría carretera abajo. Después me senté sobre una piedra a llo
rar mi puta cobardía. Supe después que el ñero Palogrande se
había levantado, antes de contar hasta ocho. Nelson, testarudo,
quieto como una momia, se había quedado hasta contar veinte
mentalmente. La araña detuvo su camino a pocos centímetros
de sus ojos. Eptonces la pollona pareció dormirse, acurrucám'
'dosc doblegada ante la intensa mirada de Nelson. ‘
Riéndose a gusto, ñero Palogrande palmoteaba a Nelson
felicitándolo y no paraba en elogios para mi hermano: chino
4i
marica, usted resultó peor que la tarántula. Su mirada sí que
tiene veneno, veneno del fino... «Chino tarántula»... Después,
ñero Palogrande no le quitaría el apodo a Nelson de Tarántula
hasta llegar a Medellín.
A la una de mañana en Guaduas, descubrí que el sueño se
había espantado. La mirada de la muerte la tenía muy fija entre
mis ojos, metida como astilla asesina. Navegaba la mirada de la
tarántula en mi propia mirada como buscando el rumbo de mi
corazón, quería depositar muy lenta su inyección de ponzoña.
El miedo apabulló el cansancio y el hambre sin que nadie pu
diera ayudarme en ese instante de cruel soledad. Quería bus-;
car la oscuridad de mis ojos ciegos para perder ese miedo que’
me levantaba la piel en tiras largas. Estaba poseído también
por el miedo a la valentía de Nelson mi hermano. Ese atardecer
en la carretera supe que Nelson, llamado por el ñero la Tarán
tula, nunca se arrodillaría ante la muerte, nunca le pediría cle
mencia. Por el contrario, tendría el valor en su risa para reírse
de ella en el momento que ésta llegara a buscarlo, cualquier día
de la vida.
/ La carretera para Honda es subida y después bajada. Con
el sol que golpea la nuca con el puño cerrado de su calentura, y
el caminar inclemente inclinado por la subida, siento las pan
torrillas duras como una piedra por los seis días de viaje a pie.
Los tres caminamos con silencio que no queremos cortar en su
ritmo, apegados a pensamiento fijo: coronar el otro pueblo de
nuestro sueño de andariegos, Honda.
1 A las siete de la noche llegamos caminando cinco kilóme
tros por hora, despacio, mordiendo poco a poco la distancia, a
ratos pensativos, luego alegres, sin importarnos un culo seme
jante calor de infierno. Caminantes mudos porque en los bor
des de la carretera había desaparecido todo vestigio humano.
Siete días de la escapada de la casa.. Quizá mi mamá en este
instante no había tenido tiempo de secar la última lágrima por
nuestra ausencia, buscándonos en hospitales y comisarías de
policías, preguntándose por nuestra desaparición. -Desespera-
42.
da, con aire de angustia, preguntándole a cualquiéra- si había
visto nuestras huellas. Mi padre, pobre diablo en su soledad,
quizá en un arranque tardío de ternura, tres días después de
nuestra partida, le hubiera preguntado a ella por nosotros. Cla
ro, si lo hizo tuvo que hacerlo al levantarse al día siguiente de
una de sus fenomenales borracheras.
En Honda, esa noche la suerte levantó llamaradas de buen
signo: no nos fue tan mal y comimos hasta pollito. Una hora des
pués, cuando cada uno escogió su banca en el parque para dor
mir, soñé sin soñar que el mundo estaba invadido por la niebla
huyendo. Entre la niebla, figuras de hombres difusos, hablan
do sin palabras en la boca...
Los tres sólo pensábamos en comer, claro que hacer una
que otra cagadita por ahí de menor calibre. Pero todavía no
sabíamos lo que era robarse una cuchara, ni hacerle daño a
nadie. Lo importante para nosotros era tener llena la barriga,
hasta reventarse. Comer la vida deseada, sin dificultades, y que
ojalá durara esa alegría, no importaba el sufrimiento de tanto
caminar. Claro que por desconfianza, por la pinta que cargá
bamos, por esa risa desconocida, algunas personas al vernos
tan rejodidos cerraban las puertas y uno de niño se resiente de
tanta malparidez regada por el mundo. A veces chillaba, lo cual
enfurecía a Nelson, que maldecía entre dientes y vociferaba ven
ganza: algún día los veré comiendo pura mierda, camionados
de mierda. Y precavido con sus palabras, daba la espalda a la
persona que nos había negado la ayuda. Luego, volvía a cami
nar, pateando un mundo imaginario que habitaba la vida.
El ñero Palogrande nos dice, como siempre, adelantándo
se al paisaje que luego andaríamos; bueno, chinos maricones,
vamos para un pueblito más adelante que se llama Guarinoci-
to. Un pueblito chinchocito, pequeño, a dieciséis kilómetros,
para alcanzar con las yemas de los dedos, duro el calor. A mí
me tocó cortarme el pantalón hasta las rodillas, el calor me
hacía brotar chorros de sudor. De camino, una señora dulce de
sentimientos nos dio almuerzo. A ella Nelson le volvió a prender
43
la luz con el cuento de la tía enferma en Medellín. De camino,
un cucho nos ayudó a pescar en una laguna grande, pescamos
seis peces e hicimos una hoguera. El ñero Palogrande era un
experto en prender candela con chamizos y palos, fritamos los
pescados y comimos hasta reventar.
En el pueblo había tres charcos de agua. Llegamos en la
noche y nos bañamos, pero, lo. cierto es que nadie nos quiso
dar algo de comer: trabajen chinos perezosos, no jodan la vida
que estamos trabajando, eso dijo una cucha con puesto de
piquete y fritanga. Buscamos el parque para estirar el cuerpo y
acomodarlo en cualquier banca. Yo andaba picado por los
mosquitos, a veces conseguía limón y me echaba en las picadu
ras y eso me ponía a bailar, luego me calmaba la picazón.
Qtros quince kilómetros a La Dorada, montañas quietas,
rocas afiladas, castillos y torres de barro parecidos a los que
uno ve en los libros dibujados para niños. Entonces volvió el
ñero Palogrande, alborotado por los juegos que se inventaba,
señalándonos los pequeños charcos como espejos que apare
cían sobre la largura de la carretera: chinos maricones, jugue
mos a qué vemos en los espejos del asfalto. El calor estaba de
paila en la línea recta y plana, brillante, echando humo, y los
espejos a lo lejos parecían temblar, a medida que íbamos acer
cándonos a ellos. El ñero Palogrande, como picado por una
nube de avispas, detuvo la carrera; yo veía su camisa blancuzca
como meciéndose colgada de un alambre. Luego ñero saltaba como
en juego de rayuela, quedaba paralizado con el último salto y
clavaba la vista sobre el cemento hirviente y gritaba y se daba
golpes sobre el pecho: chinos maricones, Chatarra y Tarántula
de mierda, veo un barco de piratas, el jefe abre un cofre, saca
l^s joyas y triunfal grita a los cuatros vientos. De su camarote
sale una hermosa mujer, mamasota joven y desnuda, viene ha
cia mi... Palogrande suspende la historia como atravesado por
una puñalada trapera y vuelve a gritar frenético: hijueputa, mal
parida mi vida, desapareció el espejo, y comenzó a llorar como
si estuviera haciendo teatro en la escuela. Nelson mi hermano
44
siguió el ritmo del juego: corrió como corriendo cien metros,
paró en seco y respiró profundo y luego saltó en juego de Ta
yuela, se detuvo y miró el piso de la carretera y gritó de felici
dad: veo una puerta cerrada, toco, alguien la abre y me
encuentro con otra puerta cerrada, y toco y la puerta se abre
muy lentamente, mi corazón está a punto de estallar y meto la
cabeza al cuarto con mucha curiosidad, y en el fondo, desnuda
en la cama con sus senitos bien parados, está Clarita mi chim
ba, desnuda levanta la mano y me llama, Nelson, Nelson... Mi
hermano no pudo contener la emoción y entonces abrió la bra
gueta del yin y sacó la verga y frenético se hizo la paja tan de
prisa, que cuando llegamos con el ñero, el hombrecito estaba a
punto de doblarse por el cansancio y el placer.
Yo corrí veloz cuando el ñero gritó, le toca el turno a Cha
tarra, corra malparido, corrí y me detuve y miré mi espejismo;
imaginé lo que quería ver, preparé todas mis energías, salté una
y tres veces seguido, caí en la mitad del espejo, lo cogí prisione
ro bajo mis zapatos, entonces volví a cerrar mis ojos y de im
proviso los abrí pensando en la sorpresa que vería tal como la
había imaginado: vi, lo juro por mi mamacita, a la tarántula
caminando sobre sus peludas patas y lentamente buscando
equilibrarse sobre la vara que le servía de camino. Vi, lo juro
por Nelson, que la tarántula se detuvo pensativa y de pronto
también alzó sus ojos para ver la tristeza de mis ojos. Vi cuan
do tomó impulso al pararse sobre sus peludas patas y lanzó
una especie de escupitajo sobre mi cara, yo no grité de alegría
como Palogrande y Nelson, grité horrorizado y corrí como un
ser maldecido por la mala suerte del mundo.
Nelson y Palogrande me alcanzaron ansiosos para saber lo
que yo había visto. Ellos insistiendo y yo mudo. Nelson me
abrazó muy hermano y volvió a preguntarme, ¿Chatarra, qué
vio?, y miré a sus ojos y como respuesta pensada, nada vi, nada
vi, lo juro. Los dos extrañados de mi palidez, respetaron mi
silencio.
45
L-Le dije a Nelson que no podía salir de La Dorada, que no
daba más mi cuerpo, yo estaba paila ardiendo por dentro y por
fuera del calorjLe insistí: mis alientos ya no caminan, me quedo
aquí en La Dorada y regreso a pie a Bogotá. Se lo advertí con los
ojos, con las manos amarradas a la espalda, se lo dije en susu
rros y llanto, con gritería, se lo dije de todas formas. Ramonci-
to Chatarra, aquí no se puede quedar y usted chino maricón
seguirá conmigo. Yo soy la sombrita mayor y usted la sombra
menor, nada, nada, ni siquiera lo que vio en el espejo nos po
drá separar. ^Nelson mí hermano trataba de. convencerme, yo
quería que lo hiciera porque quería seguir sus pasos. Me quedé
dormido en una banca del parque asoleando mi tristeza, como
una babosa retorciéndose de frío; los dos fueron a buscar co
mida, los vi enteros en sus fuerzas, alegres encontraban juego
al juego de la vida.
Entonces, escuché una voz que parecía salir del río Magda
lena; esa voz me llamaba por mi nombre y por mi apodo. Yo tra
taba de identificarla por su sonido, quería saber si era voz amiga
o si era desconocida y desperté cuando supe que era Nelson
para ahuyentar la pesadez de mis ojos; me puse a oír el sueño, y
vi la cara de Nelson, quien me hablaba, Ramoncito Chatarra:
una tractomula nos llevará a Medellín. Hermanito, ya no ten
drá que caminar un metro más de malparida carretera. Lo abra
cé con todos mis agradecimientos y como siempre en el abrazo
fuimos un solo hermano.
El ñero Palogrande le había soltado el cuento de la tía que
se estaba muriendo en Medellín, al chofer de la tractomula. El
hombre se conmovió y puso el corazón a nuestra disposición,
estaba a punto de chillar. El hombre llevaba el carro lleno de
manzanas y dice, bueno, súbanse atrás que los voy a llevar a
Medellín. Fue un viaje de todo un día y varias horas, lenta la
tractomula como gusano cansado pero corría más que nues
tros pies. Esa noche, los tres comimos manzanas hasta hartar
el estómago: nos dimos el lujo de desechar algunas porque no
estaban maduras. Nelson mi hermano me despertó, él siempre
me despertaba: Ramoncito Chatarra, llegamos a Medellín.
46
3
Cuando abrí la puerta del edificio a Ramón Chatarra, le pre
gunté por qué no había traído a su hija. Suponía que la traería de
nuevo. Hizo un gesto de respuesta que me dejó en el limbo de la
duda. No le insistí más. Entramos por el garaje, subimos por las
escaleras, yo vivía en el tercer piso. Hermético, Ramón Chatarra
parecía huir de sus pensamientos como si estuviera guarecido en
una trinchera con bultos de arena. En la sala, buscó la hamaca y
comenzó a mecerse, empujado por los pies, sin soltar el amarre de
sus palabras. Le ofrecí un trago de ron con hielo, dijo que el trago
le toreaba el espíritu, que mejor tomaba café.
Ramón Chatarra rompió su propio silencio sin ninguna brus
quedad. Como siempre fue directo en sus argumentos: no traje a
mi niña porque no quiero que escuche desde pequeña mis histo
rias. No quiero volver violentos sus oídos. Incrédulo, yo me reí un
poco de sus planteamientos, no creía mucho en éstos. Mientras se
mecía en la hamaca, me miró con fijeza como escrutando mis
razones. Detuvo la hamaca: aunque usted no lo crea, los niños lo
escuchan todo y todo lo graban en la memoria... Cuando ella
esté más grandecita, quizá un día le contaré mi historia de Mede
llín, con los últimos detalles en Bogotá. Mientras tanto la dejaré
crecer, y más adelante escuchará lo que quiera escuchar. Ramón
Chatarra volvió a reír con la tranquilidad que lo hacía parecer
un hombre sosegado, transparente en sus recuerdos.
En nuestras conversaciones, entre los dos escogíamos los mo
mentos claves y cruciales que debíamos esclarecer, profundizar,
para agregar nuevos datos. Hoy tomé la iniciativa y le propuse que
habláramos de su pasión por las armas. Pensativo, no soltó una
respuesta inmediata. Levantó las manos y las puso sobre la nuca,
• luego las bajó y jugó con los dedos, los empuño, los dejó en liber
tad. El uso del arma se juega entre la agilidad de los dedos y la
49
orden del cerebro. Lo dijo como una sentencia china. Acercó la
hamaca hacia mi silla, me palmoteo las rodillas: el cerebro orde
na disparar y el dedo apunta y mata. Comenzó a reírse como lo
hacía cuando se plegaba sumiso a la risa de su hermano Nelson.
Dejó de reír; le pregunté si quería más café, dijo con movimientos
de la cabeza que sí. Le llené el pocilio con mi cafetera italiana.
Apagó la risa, tomó un sorbo de café, lo saboreó pensativo.
«El arma es la vida, también la muerte del otro que debe
desaparecer. Simple verdad que se aprende en el oficio. El metal
del arma es como la piel que se acaricia para vivir, la frialdad del
metal se asemeja a piernas abiertas para soñar con la pasión es
condida. Metal caliente para soñar sin remordimientos porque
no se disparó a tiempo y uno quedó en la boca del peligro». Pidió
más café, dijo que quería un vaso de agua. Habló del arma como
la continuación del cuerpo; del arma cuando se mete la mano a
la pretina y siente que por su peso es la mejor compañía, ahí quieta
en su cama, bien asegurada, dispuesta a salir de su escondrijo
para dejar escuchar su trueno. Habló de los temores que lo asal
taban en las madrugadas, cuando agitado se levantaba y a tien
tas en la oscuridad encontraba el arma debajo de la almohada,
ella, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.
Habló de la ternura que sentía por su arma cuando le hacía lim
pieza, la desarmaba, la brillaba y finalmente le daba un abrazo
al lado de su corazón y luego la regresaba a la pretina. «Olvidar el
arma podría ser un olvido fatal para la vida que puede caer, por
desgracia, en el abismo de una muerte segura. Por lo tanto, debe;
permanecer viva en la memoria, camuflada ante ojos extraños
para que, cuando llegue el momento, salga a relucir por su brillo
y el que tenga que sufrir las consecuencias de su puntería, pues
que las sufra como una lenta agonía: sorpresa en su puta vida»,
dijo, alterado por su estado de ánimo.
Ramón Chatarra se lanzó por los caminos de la nostalgia:
«quisiera como deletrear las palabras, ahogarlas en ese sentimiento
repulsivo que lo pone a uno a temblar sin pensarlo. Desde hace
dos años me siento una lagartija solitaria. Tiré mi pistola por un
50
compromiso que hice con mi mamá, y su olvido ha sido un cruel
recorrido para mis ojos. Ese vacío no lo llenarían las aguas tur
bias del río Tunjuelito». Pasaron dos o tres meses hasta que una
tarde de fuertes lluvias, nos volvimos a encontrar con Ramón
Chatarra
El ñero Palogrande no era muchacho loquito para aguan
tar por mucho tiempo sus pisadas sobre la tierra de una misma
ciudad. Nada de quedarse en el mismo sitio a la misma hora,
tampoco se creía trompo bobo para darle vuelta a la misma
esquina, a una hora exacta. Otras eran sus angustias, otras las
cargas que llevaba en su vida. Lo fundamental era que sus ojos
querían ver nuevas distancias, conocer otras geografías con sus
pueblos y sus ciudades. El ñerito Palogrande nos hizo conocer
el centro de Medellín, nos enseñó las cuadras y sus escondites,
nos enseñó las entradas y salidas de los edificios, nos descubrió
los mejores dormideros, los sitios para buscar y retacar comi
da. Nos hizo a Nelson y a mí chinos de la calle, experimentados
para resolver cualquier situación. Un día sin estar sollado, por
que no tenía pegante a mano, se desperezó sin hambre en el
estómago, con los ojos brillosos por una rara felicidad, caminó
como si el sueño que había tenido la noche anterior le hubiera
dado la más hermosa noticia de su vida. Como si estuviera ilu
minado, entonces dijo, Tarántula maricón, Chatarra güevón,
me voy hoy mismo de viaje. En la tarde salgo para Santa Marta.
Anoche en mis sueños hice todos los preparativos. Yo me con
centré en mi silencio, poco tenía que decir o decidir. Nelson mi
hermano respiró muy en seco, pues váyase ñerito maricón y
que le vaya bien, que tenga la suerte de su madre, que nosotros
nos quedamos tranquilos. Lo dijo como espantando una mos
ca loca de su pantalón. En la tarde no hubo ni despedida ni
lloriqueos por el viaje del ñero Palogrande.
Sin la presencia, ni los juegos y la ayuda del ñero Palo-
grande duramos con Nelson tres meses retacando comida como
un par de desesperados, íbamos al cine con las monedas levan
tadas en el día, jugábamos maquinitas, es decir, todo lo que
5i
hace un chino de la calle. Los días no cambiaban su semblante;
el tiempo era el mismo a la espera de las sorpresas que nos
daba la ciudad; vivíamos al amparo de una libertad ganada con
el puto sudor que significa pedir a alguien una moneda y espe- v
rar a que nos la den o nos manden a la puta mierda.
Yo sabía, lo presentía, que algo estaba sucediendo en los
adentros de mi hermano Nelson, que sus pensamientos se ha-
bían vuelto acalorados porque se mantenía con la piedra afuera
a cada instante. Un fosforito. Se parecía mucho al ñero Palo-
grande: la idea de seguir cruzando la misma calle, deambular
por los mismos negocios, refugiarse en los parques, le sacaba J
jugo amargo a su impaciencia. [Un día se sinceró conmigo y vi
en sus ojos que soltaba la angustia cuando me dijo, Ramón
Chatarra, lo que paga es ir a conocer los barrios de las orillas de
la ciudad. Me señaló los barrios pobres que poblaban las lade
ras de las montañas. Nos arriesgamos con nuestra pinta y ha
blado de rolos inofensivos, fuimos conociendo barrios
parecidos a las Colinas y Ciudad Bolívar en BogotájHileras de
casas de ladrillo por dentro y por fuera, terminadas unas y otras
sin terminar, con una terraza en que aparecían las varillas de
hierro oxidadas a la espera de construir otras paredes y levan
tar otros cuartos. Construcciones como metidas a la fuerza so- ,
bre la tierra de la cordillera. Gritos, gestos, señales, contraseñas ■ ,
que se escuchaban desde las azoteas de las casas, y esa voz en- ■
cordelada se iba dispersando por todas esas laderas. La voz que
quería conocer en su adentro la impaciencia de Nelson.
Un cucho que vendía miel en botellas nos dijo un día que
nos vio rondando uno de esos barrios, por qué no viven por
acá y camellan por acá. En ese barrio conocimos chinos gómelos
de la misma edad de nosotros, tirando pinta fina ¡Ocho meses
pasaron en un cerrar y abrir los ojos desde nuestra salida de
ios hicimos amigos, quizá un poco amigos de los chi
nos del barrio, claro, con la desconfianza flotando en los ojos
de ellos hacia nosotros. De noche desaparecían para no darnos
boleta. Siempre era una despedida burlesca, chinos rolos, vá
52
yanse para sus casitas que nos vamos de paseo. Curioso, Nel
son se disfrazaba de inocencia y preguntaba, digan el rumbo
chinos maricas, que nosotros somos gente seria. Ellos nada de
dar indicios de sus pasos, y finalmente, que vamos para una
fiesta, que nosotros somos los invitados.^Nelson insistía en ave
riguar sus rumbos y ellos terminaban por mandarlo a la mier-
da.'.Lo sospechoso es que todas las noches se iban de fiesta,
como también se iban los mismos muchachos y el mismo gru
po. Los chinos siempre andabantrabados con marihuana; con
Nelson éramos todavía un par de braguetas muy inocentes. Una
noche, a uno de ellos se le abrió la boca de soplón sin darse
cuenta que nosotros estábamos presentes, revelando indicios
del secreto tanto tiempo escondido, cuando dijo apresurado,
abrámonos que nos necesita el patrón... Y tum, Nelson lo co
gió en el aire, ¿cuál patrón?, hermanólo, diga, sople la verdad;
el chino le respondió con un latigazo en la cara y dijo cabrero,
chino de mierda no sea sapo. A Nelson se le salió el rabo de la
rabia, no se amilanó, no enturbió sus ojos de cobardía: sí, yo
soy un chino de mierda, pero soy capaz de probarle lo que quie
ra, chino marica. Si quiere, venga y nos damos unos totazos, no
importa que yo sea más pequeño. Nelson ya estaba metido en su
furia, esa furia que nadie podía enlazar para calmarla. El chino
tenía severos tenis, severa chaqueta de cuero, severa correa re
luciente, severo reloj de oro, refino. Eran de marca su mirada y
su figura y su hablar, todos sus gestos eran comprados con
mucha plata. \Nos extrañaba a Nelson y a mí que siendo un
gamín anduviera con esa pinta sobre su cuerpo.jEse mancito
vio que mi hermano Nelson era caspita, que nada lo amarilla-
ba cuando decidía ffentear cualquier peligro. Sulfurado, el man
arremetió con dos directas patadas al estómago, lo golpeó en
la cara, lo golpeaba con puños y zapatos en el suelo, en las
costillas, en las piernas, Nelson trataba de cubrirse la cara con
los brazos, el man era despiadado con su fuerza dañina, y mi
hermano aguante como un roble, con las narices totiadas, los
ojos hinchados. Así, Nelson se levantó un poco, fortaleció sus
53
piernas que ya le tambaleaban, tomó nuevo aire y gritaba,Ven
ga chino marica y nos seguimos dando totazos que usted no es
más que yol Y el otro más exaltado en su fuerza brava, este
gonorrea hijueputa quiere más, marica; lo volvió a coger de
frente como dándole a una res descuartizada, lo golpeaba en el
estómago, lo golpeaba en la cara, lo pateaba y no lo dejaba caer
a tierra porque cuando Nelson caía a tierra nuevamente lo le
vantaba a puños. Yo quería ayudar a mi hermano pero sabía
que Nelson se ofendería. También sabía que si él estaba resis
tiendo esa carnicería en su cuerpo era porque tenía algo meti
do en su cerebro. Nelson guardaba sus secretos iluminados en
la oscuridad de su silencie^ no era posible que abriera la boca
para revelarlos' Nelson no se atemorizaba ante su propia san
gre, no lo aquejaba el dolor; la sangre y el dolor le erizaban la
valentía. El man parece que se cansó o quizás le llegó una luz
de compasión y dejó de golpear a Nelson. Y confiado en la vi
gilancia de su sombra le da la espalda y Nelson mi hermano se
levanta y limpia poco a poco la sangre de su cara con las manga
de su camisa y cuando el man lleno de confianza quiere partir,
.Nelson calculador le mete su puñalada en la mitad de las costi
llas y el man cayó doblándose de rodillas y en sus ojos sorpren
didos yo veía que le estaba pidiendo una explicación a mi
hermano: el man brioso, ahora le daba sumiso por agonizar,
contenía la sangre con las manos, que le salía como chorros de
manguera, aferradas a su estómago como tabla de salvación.
Entonces, Nelson, tranquilo de semblante, me cogió el brazo y
nos abrimos esa noche del barrio.
Nelson tenía sus razones cuando le metió la puñalada al
mancito iracundo y bocón, porque Kóscb en guardar sus se
cretos no quiso revelarlos. Todo había vuelto a la normalidad
cuando volvimos al barrio y dimos vitrina. Nadie tenía señala
mientos de venganza contra nosotros. Todo había sucedido a
lo natural, con la verdad de los hechos; Pasó un mes y el man
cito ya curado de la herida honda regresó y cuando vio de frente,
a Nelson, levantó las manos en señal de paz, le pidió disculpas.\
54
Entonces le dijo muy encumbrado en su ropa de marca, sabe
chino, a lo sano y nada de venganzas. Yo sé que ustedes son
serios y les voy a contar todos mis cruces, quiero que se ganen
su billete. (Pónganle cuidado: yo tengo un patrón y se llama
don Luis. Nelson, exaltado, lo acorraló a preguntas, ¿en qué
trabaja don Luis?, ¿podemos visitarlo? Responde directo el man,
lo que pasa es que mi patrón necesita dos manes como ustedes
para enseñarles a camellar, no puedo darles más detalles, y chi
to la boca. El man insistía, don Luis los está esperando.
; Él nos llevó de inmediato a una severa casota. Don Luis
tenía un Mercedes Benz negro; era una violenta casa con seis
manes afuera bien armados y seriedad a todo pulso. Nosotros
con Nelson curiosos, con ganas de meterle los dedos a la miel:
el man, ¿quién será? Entonces, orgullosos, con sentimientos
malignos vemos una casa relujosa, una mansión .regrande que
no cabía en una sola mirada sino en la mirada de muchos días, ’
Un cuadro grande en la sala enmarcado como en oro, muy bri
llante. En la esquina una licorera tallada en madera, con un
espejo ovalado y violentas botellas de todos los licores. Tam
bién había una mesa de veinte sillas, fules sillas y todo alfom
brado de blanco hasta el baño. Dos equipos de música bien
potentes.
Un man armado dijo, sigan muchachos. Lo seguimos en
fila india, yo detrás sombrita de Nelson. Un señor bajito, de
pelo negro liso peinado a un lado, nos esperaba. Era moreno,
un poco destapada la cabeza, severo pacha: don Luis, vestido
de smoking y corbatica y Camisa almidonada, severo reloj, y en
la puerta que le daba la espalda en la sala, dos escoltas como
sombras seguras. Con Nelson mi hermano todos gamines, pero
de conciencia limpia, sin mañas y desmanes sucios en la vida.
Don Luis suave en el hablar, sigan y se sientan muchachos. Hizo
sonar la campana de porcelana, apareció una cucha uniforma
da y don Luis le ordenó que trajera dos jugos de guanábana
para nosotros. Los dos muy decentes por la emoción: parecía
que teníamos el cielo en nuestras manos. Don Luis nos miraba
tranquilo, quería darnos de comer un poco de confianza.
55
Don Luis, con voz de señorita fina, dijo, yo los necesito
para un trabajo. Pero no dijo que clase de trabajito. Soltaba la
voz y esperaba la palabra de Nelson y Nelson mudo, sólo me
codeaba y yo mudo esperaba a que Nelson hablara por mí. Don
Luis sacó un libro grueso de color verde y empastado con un
letrero impreso en letras de oro y comenzó a preguntar, ¿sus
nombres y apellidos? Nelson le dijo el suyo. Agregó que yo me
llamaba Ramón Chatarra. A él le pareció muy divertido mi
apodo, ¿por qué Chatarra? Entonces saqué a tiempo la respues
ta: le conté despacio que mi mamá trabajaba recogiendo bote- \
lias y papel en las calles de Bogotá^le dije que el apodo Chatarra :
me lo había puesto mi hermano Nelson porque cuando íbamos;
a acompañarla a ella en su trabajo, yo me rebuscaba la chatarra
en las bolsas de basura y cuando tenía un montón, la vendía yo
mismo a un buen precio a los compradores que tenían sus ne
gocios en la Calle del Cartucho.’ Don Luis comentó mi buena
disposición para los negocios desde chiquito. Nelson me co
deaba de emoción. ¿Por qué escaparon de la casa? Nelson, fran
co, le dijo, fue por una güevonada de muchachos. Él no pidió
más explicaciones. ¿Por qué terminaron en Medellín? Nelson
contestó con astucia al decirle que nos gustaba mucho Mede
llín, porque era una ciudad que brindaba muchas oportunida
des de trabajo a los muchachos. Además, ellos en Medellín se
vuelven como héroes en la televisión. También habló de la buena
suerte que los acompaña, son muchachos de marca en la ropa,
en el lujo que llevan. Entonces a don Luis le dio por preguntar
nos por la forma en que habíamos llegado a Medellín. No po
día creerlo cuando Nelson le dijo que habíamos hecho el viaje
a pie, de Bogotá a Medellín. Y terminó por felicitarnos. Nelson
le habló del ñero Palogrande y el viejo le preguntó si el ñero
Palogrande estaba aún en Medellín. Nelson le dijo que debía
estar caminando por cualquier carretera de Colombia, pero no
sabíamos si había vuelto a Medellín. Don Luis, muy acucioso,
iba anotando con letra fina los datos que Nelson le daba sobre
nuestras vidas.
56
Después de tomar café y de volver a timbrar la campanilla
y de ordenarle a la cucha de traernos más jugo de guanábana,
don Luis volvió a sus preguntas, mientras frotaba con cariño el
esfero en las manos para continuar con sus apuntes. ^Era un
interrogatorio de seguridad,-quería estar seguro de nosotros.
¿En Medellín no tienen a nadie conocido? Nelson le explicó
que después de irse el ñero Palogrande para Santa Marta, la
única compañía éramos los dos. Entonces pareció satisfecho,
sacó una cajita de oro, acarició el cigarrillo por un instante, lo
metió a la boca, lo prendió con encendedor fino, se quedó ca
llado y de pronto miró fijo a Nelson: ¿por qué la puñalada a mi
muchacho? Nelson, sorprendido en su voluntad y secretos, de
moró la respuesta, y después un poco agitado le contestó que
el chino ése lo había golpeado muy duro en la cara, a pesar de
que era mucho mayor que él. Don Luis lo miró, cerró el libro
de pronto y le dijo a Nelson, ajá, está bien, mi muchacho aún
está muy biche y se mete en líos fácilmente.
Don Luis levantó su pequeña estatura, se inclinó sobre una
mesa en la cual había un cenicero de lujo para apagar el ciga
rrillo, volvió a prender otro cigarrillo y lo aspiró con toda la
paciencia del mundo. Giró su cuerpo, como pendiente de sus
pensamientos, y vino con su voz directo hacia nosotros: pón
ganle cuidado muchachos, les voy a decir una cosa. Yo sé que
ustedes son muchachos, pero serios. Voy a confiar en usted y
usted, chanchito, me dijo a mí. Yo sentí un corrientazo de física
alegría porque un hombre adulto por primera vez se refería
con ese afecto de calificarme «chanchito». Y en verdad que lo
,"era, casi un chanchito por lo cuadrado de cuerpo. Yo tengo una
-4 escuela de robo y sicariato, dijo don Luis sin inmutarse. Quedé
de una pieza, asustado, en cambio, Nelson no le quitaba la fije
za inteligente de sus ojos. Yo necesito muchachos como uste
des para enseñarles para que trabajen conmigo. Si ustedes
quieren trabajar conmigo y con mis hombres, pues listo, bien
venidos a mi casa... Entonces suspendió el habla por un ins
tante. Quería reafirmar lo que venía diciendo. Nos señaló con
57
el dedo de la mano uno a uno, pero lo hizo con mirada de
cariñosa advertencia: listo, trabajen para mí. Claro, yo veré, al
guna falla, paila. O sea, pensé para mis adentros, uno tiene una
fallita y de una vez lo van tumbando. Él nos regaló un poco de
silencio para encontrar la decisión adecuada. Claro que Nel
son sacó impulsada la decisión de su boca: tranquilo don Luis,
ni Chatarra ni yo le fallaremos nunca en la vida... No conocía
esos arranques de Nelson de «nunca le fallaremos en la vida...»
Yo me sentía metido en un compromiso muy tenaz pero con
fiaba en la palabra y compañía de Nelson: ojalá que nunca me
fallara en la vida.
El Cucho parecía contento con la respuesta inmediata de
Nelson. Volvió a sentarse en el sillón, y por su nuevo silencio
pensé que tendría otras advertencias en la boca que debía de
cirnos, y así fue: ustedes entran hoy en mi casa, bienvenidos,
serán como mis hijos... Pero lo difícil será salir de mi casa cuan
do ustedes quieran... Yo no tuve tiempo para pensar en el mie
do y en mi vida, cuando Nelson se levantó, se puso como firme
sin que nadie se lo estuviera ordenando y comenzó a hablar. El
Cucho le pidió que esperara un momento, él levantó la mano
derecha y con los dedos hizo una cruz y dijo en voz un poco
más dura de la que había utilizado con nosotros: entonces, ju
ren. .. Yo me levanté como un resorte y me puse firme al lado
de Nelson, y serios, concentrados en el mismo pensamiento,
dijimos al tiempo: juramos, don Luis. Parecíamos un par de
soldados valientes de una película brava de guerra.
Ya más en confianza, esa tarde don Luis dijo que nos que
dáramos en su casa por unos tres días mientras nos íbamos
para la escuela. Llamó a un escolta para que nos llevara a la
habitación. Con Nelson, sorprendidos nos miramos apenados
de la pinta de chinos de la calle que cargábamos en el cuerpo,
como si fuéramos un par de animales a punto de ser pisados
por un zapato de mierda. Don Luis pareció adivinar esos pen
samientos a nuestras espaldas, cuando dijo con voz de orden al
58
escolta: deje los muchachos en el cuarto y en una hora sale con
ellos y les compra la ropa y los zapatos que quieran...
Cuando entramos a ese cuarto con dos camas tendidas y
severas sábanas blancas, finas y olorosas, lanzamos la vida de
inmediato sobre el colchón blando. La vida enseñada a dormir,
en la calle en cualquier rincón de la ciudad, bajo la lluvia cruel
o el sereno rompehuesos en las madrugadas. Nelson me tiró,
los brazos para atenazarme, y como nunca vi en sus ojos tanta
alegría acumulada. Con sus ojos llorosos, me dijo emociona
do: Ramoncito Chatarra, maricón de mi hermano, lo conse
guimos, lo conseguimos. Y quería bailar conmigo sin que se
escuchara música en la puta radio.
En la noche ya éramos muchachos de pura y fina marca:
severos tenis luminosos, severos yines a la medida del cuerpo, se
veros relojes, severas camisas, severa la nueva vida de lujo que
comenzábamos para dejar a un lado, en bolsa de basura, los
gusanos de las humillaciones y tristezas que habíamos sopor
tado, mientras que fuimos chinos de la calle'- Era una realidad
para cogerla con la mano y acariciarla duráhte toda la noche y
dejarse llevar por un sueño en que se cae pesado como muerto
y se despierta descansado al día siguiente: hermanito, ahora
hay que meterle seriedad al asunto, dijo muy abrazado a mí,
Nelson mi hermano, antes de dejarme dormir.
Don Luis parecía un hombre perdido en sus pensamien
tos solitarios, cuando salía al jardín y paseaba lento sus pasos.
Murmuraba palabras difíciles frente a las flores, las acariciaba
por un rato y luego volvía a su caminar despacio pero con
mucha imponencia, seguro de su mirada. No doblaba el cuerpo,
por el contrario lo ponía a flote como si fuese un muchacho de
quince años, sacando pecho a toda hora. Tenía dos sirvientas,
un señor encargado de las llaves y chofer y, fuera de esa compa
ñía, él también andaba con severa metralleta. Poco lo veíamos
pero uno sentía en la casa a cada instante el ruido de sus pisa
das: era como estar siempre en su compañía sin que él estuvie
ra presente. Cuando se encontraba con nosotros era amable y
59
cariñoso: ¿cómo andan mis muchachos? La pregunta que lanza
ba para hablar luego en el tono de alguien que se preocupa por
uno. El Cucho nos tramó todo un resto con sus gestos y la con
fianza hacia nosotros. Se estaba volviendo como de la sangre de
uno en los sentimientos, por ese respeto hacia Nelson y yo.
. \ En esa casa, por casualidad y la señal del destino, pasé mi
cumpleaños: nueve años de vida; Nunca, nadie me lo había
celebrado con aplausos y abrazos y una torta de dos pisos con
el nombre de Ramón Chatarra, pintado de color rojo, severo
almuerzo y la sorpresa de un hermoso regalo, una bicicleta nun
ca soñada por mí en mis tiempos de niñez. Entonces recordé
por casualidad mi familia, que sólo vivía para su hambre y su
miseria. Claro que nunca le puse punto de olvido a mi mamá,
ella estaba en la cima de la montaña de mi mirada. ¡
Comenzamos a camellar. Al otro día, madrugados, baña
dos, desayunamos y nos fuimos en una Nissan con dos manes
a los lados, severas metralletas y todos serios. El habla se había
vuelto muda. Madrugamos con esa ilusión que lo atrapa a uno
como pescado frito: queríamos aprender a manejar los fierros y
lo más pronto posible, uno ya sentía la calentura en las manos.
Cuando llegamos al sitio, vimos a ocho chinos de nuestra edad
y físico, muy parecidos a nosotros por la ansiedad que mostra
ban en sus maneras y gestos. Daba la impresión que querían
coger el mundo con las manos y pronto acariciarlo. El Cucho
don Luis escogía cada tres meses a dos grupos de cinco mucha
chos, los convencía con la suavidad de sus palabras: con Nel
son éramos como la última pinta de los estudiantes de su
escuela.
La escuela o campamento era como una finca muy camu
flada con enredaderas florecidas que cubrían las paredes de
entrada, con un aviso en la puerta: Casa Cultural. Le habían
agregado un nombre raro: Flores de la Alegría. Las partes del
entrenamiento físico se hacían bajo un bosque cerrado con ram
pas, montones de llantas con las cuales uno se podía cubrir
fácilmente. Era un espacio grande. El primer día lo paseamos
6o
acompañados de don Rafa, el sargento que nos miraba con ojos
burlones de carnicero de barrio a los cinco estudiantes que es
tarían bajo sus órdenes desde el día siguiente: ElJPastusito, tris
te de semblante y pocas palabras en la boca, de la misma edad
que Nelsori; Braulio, un año mayor que yo, más delgado y alto,
pecosa la cara y los brazos, dispuesto a reírse de cualquier ma
ncada, parecido al ñero Palogrande en el ánimo fiesteroj $ Lui
sito, que dijo que no tenía ni putas de familia, que le parecía
que había nacido de un mal polvo, de padre desconocido y de
madre aun más desconocida, bien carón y dientes uñ poco sa
lidos. Luego dijo sin dejar de reírse, que desde ya le gustaría
tener dos pistolas en las manos para salir a tumbar muñecos a
cualquier precio en la calle. Esa noche dormimos en una habi
tación grande con cinco camarotes. El otro grupo de cinco
muchachos que nunca conocimos de palabra directa, segura
mente se quedaría en una habitación parecida con cinco ca
marotes, acompañados de cerca de su sargento. Braulio, que
no conciliaba el sueño, propuso el juego del pedo más duro y
oloroso y cada cama se convirtió en sonora carcajada, que acom
pañaba el esfuerzo que cada quien hacía para que saliera de su
culo, un gran y único pedo como si se tratara del último pedo
de la vida.
El sargento Rafa, cuadrado por lo fornido y musculoso de
sus brazos, hablaba y masticaba las palabras como si estuvie
ran fundida las quijadas en una. Nos hizo formar y numerar
nos. Nosotros en chacota y el sargento Rafa, con un perrero
golpeándonos fuerte las pantorillas, nos devolvió la seriedad.
Habló con su vozarrón y comenzó a sacarnos la leche: mucha
chitos, vidas mías, torcacitas de mierda, en el terreno van a de
jar la leche que se tomaron durante toda la vida y también la
que tomaron en el desayuno. En la barriga sólo dejarán mús
culos y fibras convertidas en fuerza y resistencia. Las muñequi-
tas debiluchas que son hoy, parecidas a las que se exhiben en
vitrinas de almacenes baratos, se convertirán gracias a mi voz y
mi experiencia, en muchachos fuertes, dispuestos a salir airo
61
sos de cualquier peligro'.. y todo por la fortaleza de sus mús
culos que deben obedecer ciegamente cualquier orden que sal
ga del cerebro. Parecía una fiera enjaulada dando alaridos
cuando nos quería impresionar con su gruesa y áspera voz. Se
amansaba un poco, para luego cogernos de sorpresa. Quería
que estuviéramos clavados como mariposas atravesadas por
alfileres a su quijada de burro, a sus gestos, y claro que lo con
seguía porque todos estábamos cagados del susto. En sus ma
nos, ninguno de los diez se las daba de alebrestado. Todos
corderitos de Dios, aculillados.
Uno, dos, tres, cojan el paso mariconcitos de mierda. Na
die se atrase, nadie se quede. Todos con el mismo ritmo, vamos
a calentar el cuerpo de mierda que cargamos. Y trote a un mis
mo ritmo de uno y de otro, concentrados en que las fuerzas
que aligeraran el cansancio y las piernas no se quedaran fundi
das. Trotábamos y el cuerpo parecía responder a ese esfuerzo
del primer día, porque se hacía más ágil, menos pesado, más
ligero al devorar metros y metros en un círculo que a ratos se
ampliaba y por momentos se cerraba. Y el sudor brotaba como
chorro de agua pública.® sargento Rafa no cesaba en su pala
brerío: alimaña de mal agüero,! parecía un gallinazo sobrevo
lando la mierda y la porquería que íbamos dejando a rastras.
Escuchaba sus voraces palabras adelante rodeando a Braulio
que encabezaba la fila, las escuchaba taladrando mi cerebro
porque yo era el último que cerraba la fila, por tener menos
años y menos estatura. Pero mi cuerpo generoso recordó aquella
caminata infernal a pie de Bogotá hasta La Dorada, las fuerzas
revivieron y acompañaron el esfuerzo. Me di cuenta que a Nel
son mi hermano le estaba sucediendo lo mismo, porque tanto
él' como yo parecíamos un par de chanchos después de salir
frescos de una pileta de agua tibia:’; éramos los más frescos y
fuertes del grupo; Los otros ya estaban doblando lágrimas de
cansancio. Eso me hizo sentir como siempre cerca de su sangre
y de su risa tan hermana a mis sueños.
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El cuerpo equilibrado parecía una plancha caliénte por los
lados. El sargento Rafa no daba tregua con su palabrería hiriente:
frente a muchachos indefensos que él podía patear al aire, freír
en su salsa y manteca, afrijolar con su espesa saliva como dar
dos envenenados, golpear a mansalva con su perrero. Enton
ces, surgieron los obstáculos que hicieron aparecer en el grupo
el aire de competencia de quién era el más fuerte y quién podía
saltar más alto: hileras de llantas para saltar de una en una como
si estuviéramos jugando a la rayuela, evitando caer en el peli
gro de su círculo. Montones de llantas para dar el salto de una
tomando respiración, acelerando el corazón y calculando que
las piernas cayeran al otro lado. Saltar y agarrarse del borde de
la pared, subir y dar el salto y continuar la carrera sin detenerse
un minuto, para volver a coger el turno y aferrarse de nuevo a
la pared. Todos quedamos engargolados, con rasguños en los
brazos, en el primer intento de pasar como culebras debajo de
las alambradas de púas. Levantarse y correr para atravesar una
pequeña quebrada de fuerte corriente y piedras afiladas y pu-
tamente lisas.
Y el sargento Rafa hosco, como la alambrada de púas, ceño
fruncido, malparida su conciencia, no daba ni por el carajo
ninguna aprobación por el esfuerzo que hacíamos los diez ca
brones que estábamos bajo la tenaz ordenanza de su voz. Por el
contrario, quería para su satisfacción sacarnos el último cho
rro de leche que teníamos en el estómago. Quería exprimirnos
como zumo de limón. Quería agotarnos para dejarnos como
momias enjauladas en vitrina. Esa tarde, sudoroso se despedi
ría de nosotros con la misma frase que utilizó durante los quince
días que estuvimos bajo la granizada de su palabrería: hasta
mañana nenitas, que duerman bien su puto cansancio. Nos
vemos aquí mismo, a las seis en punto de la mañana. Quien me
llegue un minuto retrasado, le saco toda la mierda del mundo.
Esa noche, nadie quiso alborotar las palabras, cada quien se
metió en su cama y sin quitarse la ropa cayó fulminado por el
limbo del sueñolNelson sí tuvo fuerzas suficientes para sentar
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se a mi lado y decirme en susurros en los oídos: Chatarrita,
maricón de mi hermano, de ésta salimos y vamos a cumplir
todo lo que queremos en la vida. Eso dijo Nelson, y yo caí como
una piedra.
t El reglamento señalaba las normas que se debían cumplir
en el tiempo indicado: Nada de salirse del reglamento. Que es
tamos en entrenamiento físico y se quiso ir a cagar o mear,
entonces aguantarse las ganas o hacerlo y mearse en los panta-
lones.;Nada de llegar tarde a la hora señalada. Siempre listo a
cualquier orden y a cualquier hora la uno no se mandaba como
cuando andábamos como conejos sueltos, con Nelson en las
calles de Medellín. Se obedecían órdenes que debían cumplir
se. Uno no pensaba lo que debía hacer sino que alguien pensa
ba y ordenaba por uno: [era el destino de la vida que nos
habíamos buscado. Ése era el compromiso adquirido y jurado
al Cucho Luis, y con Nelson habíamos hecho la firme promesa
que nunca, pero nunca, le fallaríamos. Nos levantábamos a las
seis de la mañana, baño, luego desayuno y salíamos dispuestos
a cumplir el orden del día. Almorzábamos, se hacía un peque
ño descanso y recomenzábamos a las tres de la tarde hasta las
seis. En la noche, a jugar ping-pong, parqués o también meter
se como un endemoniado a las maquinitas de juegos de gue
rra: Nelson se volvió un especialista en ametrallar tumultos de
gentes. Luisito en acertar en la cabeza del paciente. El Pastusito
en darle preciso al corazón. Braulio en dejar sin piernas al hom
bre que perseguía. Yo me tumbé, para mi alegría, tres muñecos
en una sola noche.
i Vendría Pérez el profe de armas, de bigote espeso ya amo
nado, no tan brusco en su manera de ser como el sargento Rafa,
pero nada guevón en sus clases. Por el contrario, exigente hasta
morir. La paciencia se le agotaba en segundos de respiración:
un mago con las manos, desarmaba y armaba cualquier arma
en un cerrar y abrir los ojos y matar una mosca quieta? Sus
dedos eran como pistolas en el aire,: apuntando al ojo mismo
de la muerte. Nos hizo seguir a los cinco del grupo escogido a
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un cuarto iluminado, y de inmediato vimos sobre la mesa todo
tipo de armas, hermosas en sus formas.
Ordenó que nos sentáramos alrededor de la mesa. Cada
uno cogió su silla y lelo quedó hipnotizado de frente a cada
belleza de armas. Uno ya quería estirar la mano y tocarlas con
la punta de los dedos para sentir esa piel fría del metal, emo
cionado en sus pensamientos, con la idea fija que todo lo apren
dido sería para defender la vida y conseguir lo que queríamos.
Habló el profe Pérez y nadie le perdía línea de seguimiento a
los movimientos de sus labios. Dijo que ante todo y ante cual
quier circunstancia, de ahora en adelantemos cinco éramos un
equipo.i Que nadie sería cuerda suelta ni loca. Que nadie ac
tuaría por su cuenta sino quetiebía cumplir estrictamente las
órdenes dadas por don Luis! En silencio bajábamos y subía
mos la cabeza en aceptación de sus palabras.
Dijo el profe Pérez que con él íbamos a aprender el mane
jo de armas, que saldríamos de la escuela diestros en su cono
cimiento y manejo. Las armas debíamos utilizarlas no para
matar muñecos, en principio, sino para amedrentar al hijue-
puta que debíamos tumbar en su negocio o que no quisiera
soltar a las buenas la guita que tuviera en el bolsillo. Debemos
o deben disparar y matar en casos especiales cuando la vida de
ustedes esté en peligro. Las armas no deben portarse para ha
cer demostraciones públicas ante mujercitas que uno quiera
culearse de un solo bocado, sin antes llevarlas a la cama. Quien
haga una exhibición güevona por ahí en cualquier sitio de mala
muerte, mala suerte porque de inmediato saldrá del grupo y
pagará muy caro su propio error.
Y todos, ostras silenciosas aprobando sus palabras. Hizo
que cada uno cogiera un Smith & Wesson 38 largo,' pidió que
lo acariciáramos como a las tetas de la noviecita o de la madre
ausente. Cumplimos a cabalidad la orden: hasta besos en la
culata le dimos. Nos dio un plano del revólver y él mismo lo
cargó con proyectiles, giró el tambor, descargó los proyectiles y
fingió disparar contra cada uno de nosotros. Yo sentí un esca
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lofrío comiéndome las tripas. Nos familiarizamos con él fie^
rro:. que tiene un tambor, que se abre de esta manera, que por
dentro tiene tantos tiros, que los tiros se meten así, cómo se
limpia, qué instrumentos se deben utilizar en su limpieza, cómo
se engrasa. Jugamos con el fierro, nos hicimos sus amigos, por
que para el trabajo futuro lo mejor es u^West, un 38 largo, un
Ruger, un Col caballito, fierros americanos muy chéveres.
Un Ruger tiene un cañón reforzado, tiene cacha reforzada, usted
lo coge después de una descarga y lo toca y no se recalientaT^
Pérez sí que era un profesor rebueno, no como esas cuchas
histéricas que nos tocó soportar en clases junto a Nelson, en la
escuela de Bogotá. Cómo es la vida de curiosa: ahora Nelson sí
era un estudiante de verdad, muy aplicado, no le perdía deta
lles a las explicaciones de los pro fes de la escuela. Eso sí, muy
buenos maestros, un poco atravesados por el mal genio y la
putería, pero chéveres para enseñar. Veía que Nelson aprendía
con velocidad y locura cualquier cosa que le pusieran sobre la
mesa. Yo tenía ciertas dificultades en los dedos, pero hacía lo
posible para no retrasarme en nada. Nelson me repetía las ex
plicaciones de los maestros en la noche. No le perdía detalle a
sus oalabras.
[J.a Uzi, metralleta 9 milímetros, puede cargar un provee
dor de 25 o 30 cartuchoT^laro, depende del proveedor que se
le adapte. Me gusta por su precisión de cien o doscientos me
tros. Arma corta de defensa, especialmente en la retirada, no
jala con tanta fuerza, es arma supersuave, no le estremece a
uno los sentimientos cuando dispara la mamacita. Esa sensa
ción la sentí después, cuando el profesor Pérez dijo, mucha
chos, ustedes ya conocen las armas, hoy vamos a comenzarlas a
.estallar. Vamos a ver si tienen los cojones para hacer sonar es
tas armas benditas del alma.
El sargento Rafa, durante un mes largo gozó como enano,
sacándonos la leche, luego de días y días que se volvieron te
diosos, escuchando al profesor Pérez diciendo que la pistola
tiene su proveedor, si uno quiere adaptarle otro de 18 o 24 tiros
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puede hacerlo, pero el original es de 9 y tiene su asegurador.
Luego de aprender con la paciencia de gusano de seda a sacarle
las balas, los casquillos y saber cómo se limpia el proveedor y
cómo se desarma la pistola, era justo, más que justo, que tuvié
ramos el premio y estímulo por lo aprendido. Que nos dieran
la más querida y amada noticia, de que un día ya pudiéramos
totear esas joyas de armas. Ordenados y callados con el alma
escondida por la emoción, ios cinco entramos detrás del pro
fesor al subterráneo donde se hacía polígono: al fondo había
unos cuadros con un blanco en la mitad y círculos crecientes
que sirven para señalar los puntajes. Entramos y el profesor
Pérez, con su voz conocida dijo, todos los disparos hay que
meterlos en el círculo del centro, ése es el círculo de la muerte.
Quien falle le está fallando a su puta vida.
Aprendimos a tomar respiración, a detenerla para calmar
el pulso, cerrar el ojo izquierdo y apuntar con el arma corres
pondiente, revólver, pistola y metralleta. Cuando hice mi pri
mer disparo, pensé o sentí que todo mi cuerpo se había ido
detrás del proyectil para indicarle el punto de mira y quedé
aturdido por el resultado: había disparado por fuera del foco.
Seguí; a medida que iba equilibrando el pulso con la respira
ción, me di cuenta que mejoraba la puntería, lo mismo que el
puntaje. Nelson resultó un pilo con la puntería para matar a
un ratón en plena carrera, Luisito lo seguía en el puntaje, lo
mismo que El Pastusito. Braulio y yo éramos los de menos pun
taje, él por lo nervios y yo por lo atolondrado. Luego, con la
práctica los dos fuimos equilibrando el pulso y la puntería. En
la noche, Nelson y Braulio estaban insoportables, apostaban a
cuál de los dos mataba más cucarachas de un solo tiro. Anda
ban probando los alcances de su puntería. Esa noche dormí
plácidamente, pensaba en la vida que tendría en adelante, con
mi nueva compañía: una pistola bien asegurada en la pretina.
Soñé que hacía polígono contra los ojos quietos de una tarán
tula que venía en línea directa hacia mis ojos: disparaba y dispa
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raba y ia maldita pollona continuaba caminando, muy lenta y
segura de su aguijón ponzoñoso.
Don Luis parecía que tenía una rara predilección por Nel
son y por mí. Él nos mandaba a visitarlo en su casa, los fines de
semana. Como siempre estaba con el cigarrillo prendido en las
manos, nos indagaba curioso con la mirada, de arriba abajo,
husmeando nuestro pensar, el cambio de facha que los dos
habíamos sufrido. Luego vendrían sus dos o tres preguntas de
costumbre: cómo nos sentíamos en la escuela, cómo eran los
profesores, si drásticos o jodones. Don Luis no necesitaba de
nuestras respuestas, se contentaba con los gestos de aproba
ción y la risa de satisfacción y agradecimiento que sentíamos
por su estima y ayuda. Las palabras sobraban. Nos invitaba a
comer, otras veces nos emborrachaba con Ron Medellín mez
clado con Coca-Cola. Él se tomaba sus buenos tragos de Chi
vas con hielo y lo hacía paladeando muy lento. Se divertía
mucho con las historias alargadas de Nelson, cuando le conta
ba que era el mejor tirador del grupo: apunto don Luis y tiem
bla el blanco.
Bravo, bravo, aplaudía don Luis contento, como saliendo
de esa soledad en que mantenía encerrada la vida. Ustedes,
Nelson y Ramocito Chatarra, ya hacen parte de mis mucha
chos. Los considero como si fueran dos hijos más. Nos daba
plata sin necesitarla, pues en la escuela teníamos todo lo nece
sario. Cuando necesiten algo o quieran comprar alguna cosa,
me piden muchachos, con confianza. Todo bien en la relación
con Don Luis. No sé porqué, sentía hacia él el afecto y cariño
que siente un hijo por el padre. A ratos en mis tiempos de soli
tario, necesitaba del abrazo de mi padre tan lejano en su voz,
perdido en esa isla de su mudez tan malparida, que hizo crecer
en mí el odio que cada noche explotaba en mis sentimientos.
Cuando el profe Montalvo habló de inteligencia, uno de
inmediato piensa que debe ser un profesor teso, muy inteli
gente, que le brota la inteligencia por los ojos y la boca y por
los movimientos de las manos, y uno lelo hipnotizado ante tanto
68
conocimiento en su cabeza. Y así resultó cuando el profesor
Montalvo, de gafas, moreno y costeño, con su pelo quieto y
una mirada diminuta porque siempre hablaba con los ojos se-
micerrados, como pensando pensamientos, nos dijo cuando
estábamos cada uno sentado en su silla, alrededor de la mesa
de clase, vamos a hablar del ordenamiento de la inteligencia.
Los cinco abrimos los ojos al entendimiento. El ordenamiento
de inteligencia, se amarraba el profe los dedos de las manos, es
saber, por ejemplo, cómo se hace un brinco sin ningún riesgo
que no pueda ser controlado. Un brinco no se hace a la tolon
dra ni mucho menos a ciegas. Al sitio del brinco o del cruce, se
debe llegar con todo lo que se necesita saber: la hora exacta de
llegada, ni un minuto más ni un minuto menos con la sorpresa
en la mano. Se debe conocer con exactitud el sitio, las entradas
y salidas y los posibles escapes. Se debe saber con exactitud cómo
se va a realizar el operativo: Cuántos hombres, cuántas armas,
ubicación de los hombres, se debe medir el tiempo de la opera
ción y de la retirada.
El ordenamiento de inteligencia, volvió a repetir el profe
Montalvo, como el percutor de un revólver cuando se dispara,
es la organización de la logística humana y material, es decir,
hombres, armas y tiempo para llevar a cabo un brinco o cual
quier cruce. Durante quince días muy intensos, en que nunca
perdimos la atención ni por el vuelo de una mosca enloqueci
da, el profe Montalvo dibujaba planos en el tablero sobre posi
bles brincos que íbamos a desarrollar, en el futuro. Dibujaba
con tiza los planos con tanta seguridad, que a uno le daba mie
do pero, a la vez, sentía plena seguridad de que nunca fallaría
en ningún trabajo, porque cada brinco estaba bien meditado y
planeado por gente tan inteligente como el profe Montalvo.
Cuando lo escuchaba hablando con ese aplomo en sus pala
bras, uno veía que se iba transfigurando poco a poco y de la
cabeza salía un extraño humo que iluminaba su mirada pe
queña y penetrante. Es que el profe Montalvo era tan inteli
gente e informado, que tenía en planos cantidad de brincos y
69
cruces que se habían realizado en Medellín, en los últimos cin
co años. Era una Biblia en brincos y cruces. Él mismo contaba
que hacía el seguimiento minucioso de las informaciones de
prensa, y que además tomaba nota de las opiniones de la poli
cía, e incluso, en algunos casos consultaba la historia con quie
nes habían realizado el brinco. Era tal la influencia que ejercía
en nosotros, que pronto Nelson comenzó a pensar sus propios
brincos. Claro, con mucha imaginación. Braulio no quería que
le llenaran la cabeza de tanta inteligencia: la inteligencia la ten
go en la rapidez de mis dedos para disparar, era su argumento.
£ En cambio, Luisito, El Pastusito y yo éramos los más aplicados
y mejores alumnos del profe Montalvo: a nosotros que nos
hagan el plan de ordenamiento de inteligencia y nos digan cuá
les son las órdenes a cumplir. Nada de botar materia gris en
brincos soñados por la imaginación, eso pensaba yo.
El profe Montalvo, con ojos de despedida, él también te
nía sus arranques de sensiblería de música de carrilera que, a
propósito, es leal y verdadera, nos dijo, porque lo había anun
ciado en la anterior charla, ya sin la dureza y la burla de los
primeros días: recuerden muchachos, los cinco son un equipo,
ninguno es rueda suelta, cada uno debe cumplir la orden que
le corresponda, y les deseo muchos éxitos. Los cinco le dimos
un solo abrazo, el profe Montalvo dejó salir un dejo de tristeza
por sus pequeños ojos. Se le veía cariñoso.
Los cinco con la alegría cargada al cuello como escapula
rio milagroso, no aquietábamos el entusiasmo ensordecedor:
Nelson, con el impulso y deseo de comenzar a camellar lo más
pronto posible; Braulio, con su dedo loco y matón disparando
a un muñeco ya muerto y encalambrado por el puto miedo; El
Pastusito, que no soltaba una palabra ni por falsa casualidad;
,a Luisito le dio por imitar al dedo loco y matón de Braulio, ese
dedo que buscabá aquietar de una vez por todas el corazón de
cualquier hombre. Yo, en cambio, lo tenía todo bien pensado,
de ahora en adelante cumpliría lo que me ordenara Nelson mi
hermano, porque nunca había dejado de ser su sombra cóm
plice y amiga; él como jefe y los dos un gran equipo.
70
A los tres meses nos graduaron en la escuela. Ese día cono
cí a la mujer y a los dos hijos de don Luis. Sucedió para nuestra
sorpresa, al final de la clausura del último curso. Don Luis llamó
al profe Montalvo y le dijo que iba a celebrar algo parecido a
un grado, con nosotros en su casa. Lo dijo en serio, como todas las
cosas que decía don Luis. Nos levantamos temprano a la espe
ra de lo que iba a suceder en su casa, claro que muchas pregun
tas nos rondaban la cabeza.
Al comienzo todo parecía extraño pero sabíamos que nada
de lo que hacía el Cucho era extraño. Llegamos los cinco muy
hermanados por la alegría de haber terminado por fin la es
cuela. La mujer de don Luis nos dio la bienvenida én la entrada
de la casa, sigan, sigan muchachos y felicitaciones, dijo en tono
de mujer educada en los mejores colegios de Medallo. Nos dio
la mano a cada uno y luego nos palmoteo la espalda muy cari
ñosa. Adentro estaba don Luis, trajeado con elegancia, vestido
de paño negro y corbata, contento quizá por los buenos resul
tados que tenía de nosotros en la escuela. No estaba tan solita
rio con sus pensamientos, como lo estaba en otras ocasiones
cuando parecía viajando sobre sus pies. Nos recibió de mano y
apretón, luego nos presentó a sus dos hijos: un muchacho del
gado de buena y fina figura de quince años y el otro de dieci
séis, bien plantado y sonriente. Había un ambiente sano de
celebración. La cucha que trabajaba en la casa, trajeada de blan
co, trajo vino rojo y nos ofreció. Don Luis levantó la copa y
brindó por cada uno de nosotros, nos fue nombrando por nues
tro nombre.
La señora de don Luis era alta, mujer delgada muy hermo
sa con labios pintados de rojo, las uñas largas también pinta
das de rojo y mirada coqueta de sus ojos verdes y un peinado
ancho de mucha paciencia, que la hacía ver como una señora
elegante y de buena familia. Toda una matrona, también anda
ba escoltada. Nelson me llamó aparte y me dijo, lo que sí es
seguro es que ella tan elegante y sus hijos tan educados, deben
saber lo que hace don Luis, cuál es su trabajo.
71
En la ceremonia, don Luis echó un discurso de palabras
inteligentes, pausado y medido. Nos deseó mucha suerte en
nuestro futuro trabajo. Dijo que de cada uno dependíala suer
te y la vida que tendríamos. Luego, los aplausos, como en cual
quier acto de graduación. Nelson, recatado y metido en el hoyo
de sus pensamientos, sonreía como sosteniendo la caña del
mundo; por fin en mis trece años un puto grado en mi vida.
Braulio, como bailando en un solo pie, no dejaba su dedo ma
tón, se le había vuelto toda una manía: disparaba con su ima
ginación y soltaba al aire una risita de maldad. Luisito se puso
firme como lo hacía con temor delante del sargento Rafa en la
escuela. El Pastusito en la cacería muda de hormigas mudas,
sin abrir la boca para que la empollara un gusano de seda. Yo
me sentía tranquilo, pensé en lo que había sido mi niñez, ale
jándose por una tediosa y caliente carretera que parecía no te
ner fin.
La sorpresa abrió la cáscara mayor con la aparición de un
cura real, de gafas bien puestas, un cura con su túnica, su mesi-
ta y dos acólitos. Entró como fantasma despistado por su casa.
Le pidió disculpas a don Luis por el retraso. La señora de don
Luis besó con sus labios pintados la mano extendida. El cura
saludó amigable a los dos hijos de don Luis, es decir, parecía de
la familia. Celebró una misa corta y elevó su confianza y devo
ción al cielo para terminar su discurso, diciendo que la vida
debía imponerse sobre la muerte pero que si la muerte un día
tocaba la puerta de la vida, debíamos abrir las puertas de nues
tros brazos para darle la bienvenida. La muerte llega por desig
nio de Dios, por lo tanto hay que recibirla con pleno gozo, dijo
convencido al darnos la bendición. Don Luis ordenó que nos
juntáramos los cinco y pusiéramos pose fotográfica con sonri
sa, y le pidió el señor cura real que nos acompañara con toda
su fe. Don Luis nos enfocó con su cámara y luego dijo que él
conservaba un álbum muy especial con las fotos de los mucha
chos que habían sido alumnos graduados en su escuela.
72
En la tarde terminó el acto de graduación. Don Luis se
había tomado sus tragos, se le veía en los ojos chispeantes y en
la cara colorada. Se despidió cariñoso de su mujer y de sus hi
jos y por su casa volvió a rondar ese silencio del hombre solita
rio que él cargaba en su vida esquiva. El Pastusito, Luisito y
Braulio marcharon para el campamento. Don Luis dijo que
Nelson y yo nos quedáramos, y luego, sonriente y afectuoso
dijo, les tengo una sorpresa: dos lindas y hermosas sardinas.
Después agregó a lo dicho con toda naturalidad, váyanse a dor
mir porque mañana nos vamos de paseo, mejor dicho se van
ustedes a Cartagena por una semana para que descansen y re
fresquen la memoria con todo lo aprendido.
Con Nelson quedamos de una pieza, desconcertados pero
felices por las sardinas y la noticia de Cartagena. No sabíamos
cómo darle los agradecimientos. De verdad queríamos abra
zarlo, explicarle que él se había vuelto sangre de nuestra san
gre. Con Nelson lo conocíamos, no era hombre de abrazos ni
lloriqueos maricones. Él, ducho en emociones ajenas, dijo con
esa cordialidad muy suya, los agradecimientos me los dan con los
futuros trabajos. Suave, giró el cuerpo y nos dio la espalda.
Nelson, de una escogió su sardina y lo hizo como man de
mucha experiencia con las mujeres. Su sardina, quizá la mayor,
las dos no pasaban de los catorce años, se fue con él con la
naturalidad de quien no hace preguntas. Nelson le dijo al oído
para que yo oyera, vamos para el cuarto. Yo no sabía qué hacer
con la mía. Ella apenas sonreía de mi azore güevón y de mi
incapacidad de no saber qué hacer en estos casos. Pero qué podía
hacer un chinche de nueve años como yo, con aquel bizcocho
caído del cielo, que me miraba melosa y tierna, con sus ojos
entrecerrados y coquetos, como diciéndome, Ramón Chatarra
—claro que ella no sabía mi nombre—, dejáte llevar por mí y
verás como lo vamos a pasar de rebién. Eso escuchaba que me
estaba diciendo con sus labios melosos.
Me encerré en mis pensamientos y lo hice para huir y lue
go regresar y tomar una decisión de hombre. Andaba perdido
73
en las cuevas de mis dudas, cuando sentí que ella me cogió de
la mano, me preguntó dónde dormía, yo aturdido le señalé la
habitación en el patio de la casa y ella dijo con sus dedos sua
ves, vamos, y me fue llevando de lo más fácil al cuarto como si
ella ya supiera el camino, Nelson ya andaba perdido en lo suyo,
ahora me tocaba lo mío, a pesar de mis temores sabía que debía
hacerlo, porque Nelson con sus trece años ya lo estaba hacien
do. Con semejante sardinita de Dios nos sentamos en la cama.
Ella comenzó un dulce rastreo de inteligencia sobre mi vida
como diría el profe Montalvo. Claro que lo hizo con suavidad
en la voz: ¿cómo te llamas?, Ramón, le oculté el Chatarra, bo
nito nombre, ¿de dónde eres?, de Bogotá, linda ciudad, ¿ver
dad?, sí, linda ciudad. Yo estuve a punto de decirle que era una
ciudad muy cula y fea, callé la lengua. ¿Llevas mucho tiempo
en Medellín?, un año largo, ¿tienes experiencia con mujeres?,
me tragué la lengua hasta la planta de los pies, yo quería decirle
que lo había hecho con diez mujeres y todas mujeres mayores
de edad, pero las palabras de la mentira quedaron atrapadas en
ese puto silencio de mi vergüenza. Ella experimentada en si
lencios de niños, no preguntó por mi edad, gracias a Dios, sino
que realizó un largo viaje con sus manos por mi cuerpo, co
menzó por los pies y se detuvo largo rato en la mitad con la
curiosidad de viajera experimentada, buscando el calibre de
mi arma. No sé que pensó cuando la encontró por encima del
yin atortelada y arrugada. Luego metió sus dedos por entre la
camisa y sorprendió mis tetillas y las apretó con dulzura y sus
manos terminaron alisando mi pelo de puerco espín.
Ella dijo que su nombre era Jazmín, que no me preocupa
ra por mi silencio, ella lo comprendía. Y yo quería que lo en
tendiera de manera diferente y me dejara solo con mi tristeza
de niño que aún no daba gritos de hombre frente a una her
mosa sardinita como ella. Pero también quería que me enseña
ra la desnudez de su tremendo cuerpo para verlo de cerca y
soñar flotando encima de él. Volvió a comprender mi silenció
cuando me cogió las manos y comenzó a enseñarles la redon
74
dez de sus teticas: yo me quedé ciego y alelado én aquel viaje
maravilloso de mis manos guiadas por las suyas. Entonces ella
las invitó a bajar por su ombligo y mis dedos jugaron al hueco
con su ombligo y de pronto mis dedos guiados por sus inteli
gentes dedos se encontraron con un monte tupido y mis dedos
se hundieron por esa cueva ya inundada por el deseo. Ella dejó
libres mis dedos para que jugaran en sus honduras y lanzó sus
manos como anzuelo sobre mi bragueta, bajó el cierre del yin y
sacó mi nueve milímetros todo arrugado, dormido mi tórtolo
con todas las ganas de que lo dejaran dormir plácidamente.
Ella lo comenzó a acariciar con sus dedos diestros y mi arma
comenzó a pararse, se puso tiesa, así como amanecía todos los
días al despertarme, tiesa con deseos de saber qué estaba suce
diendo a su alrededor. Ella ya estaba desnuda, desnuda con 'sus
calzoncitos negros. Aquello era como un espejismo en la ca
rretera a Medellín. Yo la miraba con susto de madre superiora
pero de reojo quería lanzar la totalidad de mi mirada sobre
aquella hermosura despierta y no perder detalle, ningún deta
lle. Ella, con la maravilla de sus dedos me desnudó en par mi
nutos, no le dio tiempo a la tembladera de mi miedo y comenzó
a girar como una mariposa perdida con sus besos por todo mi
cuerpo. Me puso de rodillas, yo quería rezarle un Padre Nues
tro, me tomó nuevamente de las manos y me atrajo ciego a la
montaña de su cuerpo y cuando me tuvo encima, yo trataba de
no pesar mucho sobre ella, me lanzó sus brazos y sus dedos
bajaban y subían por mi espalda caminando, saltando, en cos
quilieos y susurros, entonces yo me dejé llevar por ese río cre
cido que gritaba en mí. Yo era un tronco flotando en sus aguas.
Ella mecía su cuerpo como una hamaca dormilona y dulce
mente fue metiendo poco a poco mi tórtolo en todas sus hon
duras y de pronto su cuerpo se volvió un temblor incontenible.
Cuando yo estaba metido dentro de ella, quería decírselo al
oído, aunque tuviera que gritarlo, Jazmín, Jazmín, mi pistola
funciona y me disparé dentro de ella.
75
4
«La sangre propia corre y busca el cauce doloroso, la sangre
ajena se tapona y el dueño deja de respirar...», dijo Ramón Cha
tarra, mientras ríe con cierta picardía. No es mentira lo que está
diciendo, lo asevera y reitera cuando deja de reír. La hamaca ni
caragüense en su veloz movimiento se vuelve un objeto hipnótico;
Ramón la impulsa diestro con el pie derecho. Parece gozar en la
hamaca, recostado meciéndose a su arbitrio. Sólo le falta el telón
de fondo: la playa y el mar Caribe para ser lo que siempre quiso
ser: todo un señor Pacha, rodeado de hermosas sardinas. Por ahora
se contenta siendo lo que es, todo un Pacha de la basura como él
mismo se define, con cierto humor. «Oficio que no deshonra a
quien lo ejerce. Por el contrario, el olor de la basura se vuelve
como perfume personal», agregó en pasada conversación.
«La muerte de otro no se siente y no tiene por qué sentirse.
Es muerte en vida ajena y ese hombre, el dueño, tiene que morir y
mientras agoniza, sólo se piensa que debe pisarse porque se está
cumpliendo un trabajo profesional, no sé si me entiende. Uno no
mira si el hombre quedó con los ojos abiertos, se asegura que haya
quedado bien quieto, indefenso, desangrándose, sin alientos para
disparar... Tampoco le toma una fotografía para el recuerdo. Su re
cuerdo en la noche se vuelve número olvidado. Se huye mientras
se piensa en el cruce coronado por el éxito; a las espaldas el otro
ya duerme el sueño definitivo. Claro que en la huida se conserva
la imagen del instante tenso de disparar. En ese momento crucial
no se piensa, se apunta».
79
Ramón Chatarra deja de moverse en la hamaca, como apla
cando en su interior el enorme peso de la presencia del otro que
debe morir. Lo veo meditabundo, sentado, quietos los zapatos, la
hamaca en línea horizontal. Al fondo, colgados en la pared, dibu
jos y grabados de artistas amigos. Ramón crea la atmósfera del
silencio que no admite la entrada de la punta de un alfiler. Se
conmueve con su dolor que lo persigue como imagen envuelta en
sábana blanca, ensangrentada, que cubre el cuerpo de su herma
ne Nelson, metido en la prisión del ataúd.
«La sangre propia fluye con el dolor y el miedo de lo que
podría sucederle a uno, si el río de nuestro cuerpo no se detiene en
su corriente. La sangre hermana ilumina el sentimiento de la
proximidad de la muerte, no como presentimiento sino como una
realidad que coloca sus dedos sobre nuestros hombros». Entonces,
dijoya más pensativo, «uno se da cuenta que como hombre pue
de morir bajo un puente abandonado, solitario, mientras agoni
za; cuando aparecen ciertos recuerdos de la niñez que vienen hacia
nosotros como sombras pegadas, en la mitad de la línea de un día
que no ha definido su puto calor. Entonces, trata de atrapar esos
recuerdos como canoa que huye despavorida, impulsada por un
río loco en sus corrientes. Cuando llega el llanto, nadie lo escucha,
a pesar de los ruegos... La muerte, entonces, se vuelve una sola
muerte metida en cualquier cuerpo de hombre desconocido».
El mar tan inmenso, el cielo se vuelve mar y el mar se yiíeí-
ve cielo y uno no puede alcanzar sus límites con la mirada ni
con el brazo extendido. Ese mar que sólo conocía por televi
sión escapándose en sus profundidades. Los cinco del equipo
de la escuela, Nelson, Braulio, Luisito, El Pastusito y yo, sin creer
lo como verdad cierta, sentados o acostados y cubiertos de are
na, aprisionados ante ese puto mar que se ha tragado todos los
ríos del mundo. En Cartagena, en las playas de Marbella, a es
paldas del hotel Villavista donde nos alojamos, los cinco co
rriendo para alcanzar la espalda del otro. Los cinco echándonos
montones de arena hasta enceguecernos y hacernos putear la
vida, con el espíritu despierto y los corazones juguetones. Aban
8o
donados de cualquier presentimiento o mala noticia, entrega
dos a la presencia de ese inmenso río que es el mar.
Jugábamos al que hundiera más las huellas en la arena y
luego rogábamos para que las olas no las inundaran. Cuan
do un par de huellas se salvaban, entonces aplaudíamos como
locos desaforados. Cuando desaparecían sin dejar rastro, eran
rostros de pesimismo y tragedia, como si al desaparecer aque
llas señales, se convirtiera para nosotros en pérdida de algo esen
cial en la vida.
Nelson, mi hermano, se había vuelto el mandamás del gru
po, por sus decisiones y sus gestos silenciosos que los cuatro
aceptábamos como orden de don Luis o del sargento Rafa. Él, dán
doselas de mandón, dijo, juguemos o mejor imaginemos a qué
se parecen las olas en su correteo de venir a la playa y desapare
cer para luego aparecer. Todos estuvimos de acuerdo, menos
Braulio que siempre aguaba la fiesta. Braulio dijo como man
burlón, yo no juego jueguitos de niños maricones. Y giró el
cuerpo con escorpión dentro de la boca y comenzó a caminar
solitario por la playa, discutiendo o hablando con alguien. Ges
ticulaba con rabia, callaba y volvía a levantar la voz, se de
tenía y hundía los pies en la arena y blandía el dedo matón al
aire para apuntar y quizá matar a esos pajarracos azulados de
ojos amarillos que tranquilos corren con sus patas largas por
las playas, sin importarles que algún loco les esté apuntando.
Sentados los cuatro nos pusimos pensativos con los ojos
obsesionados y atrapados en los movimientos envolventes de las
olas, que aparecían juguetonas y vomitaban montones de es
puma blanca. El Pastusito sacó con anzuelo pensamientos de
su mudez y dijo, seguro ganador del juego de la imaginación:
las olas, chinos maricas, son pescados que giran empujados por
la fuerza del mar. Cuando llegan a la playa, agonizan y luego
desaparecen para regresar mar adentro y completar otra vez
sus cuerpos y de nuevo comenzar la vida de olas. El Pastusito
resultó inteligente como el profe Montalvo. Todos abrazamos
la espalda de su imaginación. Luisito puso la mano pensativo
en el mentón, luego le dio por girar el dedo gordo del pie dere
cho sobre la arena y hacer el hueco de lo que sería la señal de su
imaginación: las olas son cientos de sábanas blancas amarra
das y colgadas de un alambre invisible que atraviesa el mar. Los
vientos del mar las empujan con fuerza y el alambre se rompe
y las sábanas terminan como olas vueltas mierda, disfrazadas
en la espuma que llega a la playa. Luisito golpeaba con fuerza el
pecho en demostración de la inteligencia de su imaginación.
Le parecía a uno estar viendo un Tarzán enano, esquelético.
Bramaba de la emoción. Los tres le dimos un fuerte abrazo a su
imaginación, echándole arena por todo el cuerpo. Luisito se
emputó por nuestros aplausos.
Nelson dio unos pasos a su izquierda, luego paró y caminó
hacia su derecha. Se detuvo por un momento, amarró las ma
nos a las espaldas y gritó seco como un tiro de pistola: las olas
son caballos blancos, que perseguidos por la mano secreta del
mar, huyen galopando, y para escapar del brazo asesino del mar,
cuando llegan a la playa se disuelven en la arena. Nelson le ha
bía sacado humo a la inteligencia del profe Montalvo. Lo aplau
dimos de lejos para evitar que continuara creyéndose jefe de
todos. Claro que como era mi hermano, yo seguía siendo su
sombra fiel.
Desde hacía rato venía pensando en lo que sería mi imagi
nación sobre las olas. Pensé con cierta tristeza en el ñero Palo-
grande. Quizá andaría adelante de nosotros pisando sus huellas
en cualquier playa de la Costa. Quizá ahora solitario estaría
cogiéndole el lomo a una carretera empinada, bajo un sol pro
vocador de sed que enloquece. No quise dejarme intimidar por
las burlas de los cuatro, pues ya Braulio había regresado al gru
po con sus muertes imaginarias de pájaros de patas largas.
Concentré la pequeña figura de la imaginación y la metí
en la concha de las manos. Caminé muy lento y me senté pen
sativo en la playa. Esperé a que las olas terminaran su vida en
mis pies y vi lo que tendría que ver con los ojos de la imagina
ción: en la canoa de mis manos desaparecía el agua del mar y
8a
rezagadas quedaban bolitas de espuma. Descubrí que la espu
ma convertida en diminutos ojos, eran miles de. miradas que
lanzaba el mar para ver lo que sucedía en todas las playas. Mi
radas viajeras. Eso grité, con los pulmones encendidos por el
intenso calor que caía sobre la playa de Marbella. Grité, las olas
son misteriosas miradas del mar. Grité, las olas en su correteo
transparente conducen en sus lomos las miradas del mar que,
cuando llegan a las playas, se dispersan en miles de miradas
para conocer los secretos del mundo. Nelson fue el primero
que se arrodilló junto a mí y dijo susurrando, Ramoncito no se
pierda en la putería de su imaginación. Déjeme ver las miradas
del mar, y se puso a verlas en la canoa de mis manos. Los cua-
,tro, incluso el cabrón de Braulio, hicieron lo mismo que yo:
abrieron las piernas y con el oleaje suave cada uno llenó la ca
noa de sus manos, dejaron que escapara el agua del mar y en
sus manos quedaron cientos de miradas del mar pegadas en la
piel. Cada mirada, por un instante abrió aún más los ojos y
luego explotó para desaparecer. Los cuatro cabrones de mierda
nó aplaudieron mi imaginación. Me agarraron de los pies y de
las manos, me levantaron en vilo y llevaron balanceándome en
el aire, me lanzaron contra una inmensa ola que golpeó fuerte
mi cuerpo, e hizo que tragara agua, hasta reventar el estómago.
Cuando volví a la playa, los cuatro maricones muy callados es
taban tratando de atrapar con sus manos las miradas del mar.
Esa tarde en las playas de Marbella, lo supe porque lo sentí
como un desgarramiento en mi corazón. No dije a Nelson que
el juego con las miradas del mar había sido el último juego de
niños que tendríamos juntos en la vida. Otros juegos de hom
bres tendríamos que jugar con las miradas atentas y concen
tradas y el dedo preciso en el gatillo.
El primer brinco, una joyería. Tenemos que asaltar una
joyería mañana. Abre a las siete y nosotros llegamos a las ocho.
Vamos en carro, llevaremos sólo pistolas y cada uno de los cin
co portará dos proveedores. Eso es suficiente como armamen
to. No quiero que se hagan las cosas con violencia. Ojalá no se
83
escuche ni una bala en este trabajo, dijo don Luis sonriente y
confiado en nuestra destreza para obedecer las órdenes y reali
zar el operativo.
Tenemos un minuto para entrar y salir, por mucho un
minuto treinta. Se queda uno en la puerta, otro espera en el
carro, los tres entran y llevan sogas para amarrar a los dueños y
dos mochilas para echar las cosas. Este trabajo es una prueba
para nosotros los nuevos como equipo. No, no comenzamos
con el sicariato, esos cruces vendrían después, cuando ya estu
viéramos un poco más cuajados en el miedo y los impulsos. ■
Puntuales a las ocho en el sitio, montados en un Renault
18 negro. Con Nelson intercambiamos energías positivas, al
darnos un abrazo al momento de abordar el carro: Ramoncito
Chatarra, vamos a coronar. Confianza que todo saldrá muy bien,
me dijo al oído. Yo me sentía un pistoloco, acompañado por su
seguridad y aplomo. Eso fue cuando salimos del campamento;
luego, de camino, lo confieso, sentí que el culillo me hacía oji
tos en el trasero. El corazón estaba que estallaba en sus pálpitos.
Luego la cabeza se puso caliente y yo me dije, lo que será y no
más miedo que tiemble. Don Luis había dicho, si todo lo coro
nan con éxito, tendrán en su bolsillo tanto billete como nunca
lo han imaginado en la vida. Para espantar el miedo soñé des
pierto con una sábana cubierta de billetes, dándome calor en
noche de frío.
Yo me quedé de vigilante en la puerta, abriendo los ojos a
cualquier movimiento sospechoso. El local estaba situado en
la mitad de una cuadra llena de joyerías. El Pastusito se quedó
en el carro con el chofer, para cubrir cualquier peligro en la
retirada. Nelson, Braulio y Luisito entran, de una, a la joyería.
Yo'en la puerta con pistola en la pretina, ahí lista y bien cubier
ta con la camisa. Cuando sentía que mis zapatos se estaban
pegando al cemento de la acera, salió Nelson sonriente, me picó
el ojo cómplice, detrás suyo, Braulio y Luisito. Los cuatro nos
montamos en el carro, sin un tiro y sin violencia física como
84
quería don Luis. A veinte cuadras cambiamos de vehículo. Nel
son tranquilo paró un taxi y fuimos al campamento.
A los diez minutos de culminar el brinco, el chofer del ca
rro llama a don Luis por Walkie-Talkie: jefe, todo bien. A los
veinte minutos llega El Cucho al campamento, ya sabe del
monto del botín y nos felicita cariñoso. Ese día El Cucho se
cotizó sus cien buenos paquetes grandes. A todos nos cotizó
bien. A mí me dio medio millón y a los grandes les aumentó el
monto cuando ya había salido de la mercancía y tenía plata
sonante en el bolsillo. Días después en su casa, de una manera
cariñosa, con el cigarrillo en la mano y el trago en la otra, nos
dijo a Nelson y a mí, bueno muchachos, no es que quiera echar
los de mi casa. Con todo cariño les digo que ya deben vivir
independientes, vivan en hotel y tranquilos. El día que quieran
venir me avisan y serán bienvenidos a casa. Ya en la residencia,
desde esa misma noche fue el inicio de la rumba en el centro
de la ciudad. Así conocimos el basuco y las sucias; nos hicimos
a un hermano mayor: Nuzbel.
La vida perdió el virgo, la vida se destapó para buscar lo
que quisiéramos. Eramos libres con Nelson de soñar lo que
estaba al alcance de la mano y experimentar cualquier otra
nueva emoción. Nada lo impedía ni siquiera don Luis que ahora
nos controlaba de lejos. No teníamos el peso de su miraba tan
encima. No lo hablamos con Nelson, no era necesario hacerlo.
Todo había estado prisionero en esa puta cárcel de la miseria,
que lo corroe con el ácido de los golpes diarios que uno va
recibiendo como bendición de madre. Regresar a la calle para
entrar a sitios prohibidos, era la libertad. Cuando andábamos
con Nelson por la ciudad, estirando la mano para pedir lo que
siempre se negaba o si se daba se hacía con el desprecio vomi
tado y acompañado de un hijueputazo de la mejor manera.
Pero ahora era distinto, ya teníamos dinero en los bolsillos.
La plata abre cualquier puerta.
En Medellín los chinches se ven en severos huecos de di
versión, con música a todo volumen y en la oscuridad donde
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escuche ni una bala en este trabajo, dijo don Luis sonriente y
confiado en nuestra destreza para obedecer las órdenes y reali
zar el operativo.
£ Tenemos un minuto para entrar y salir, por mucho un
minuto treinta. Se queda uno en la puerta, otro espera en el
carro, los tres entran y llevan sogas para amarrar a los dueños y
dos mochilas para echar las cosas. Este trabajo es una prueba
para nosotros los nuevos como equipo. No, no comenzamos
con el sicariato, esos cruces vendrían después, cuando ya estu
viéramos un poco más cuajados en el miedo y los impulsos.
Puntuales a las ocho en el sitio, montados en un Renault
18 negro. Con Nelson intercambiamos energías positivas, al
darnos un abrazo al momento de abordar el carro: Ramoncito
Chatarra, vamos a coronar. Confianza que todo saldrá muy bien,
me dijo al oído. Yo me sentía un pistoloco, acompañado por su
seguridad y aplomo. Eso fue cuando salimos del campamento;
luego, de camino, lo confieso, sentí que el culillo me hacía oji
tos en el trasero. El corazón estaba que estallaba en sus pálpitos.
Luego la cabeza se puso caliente y yo me dije, lo que será y no
más miedo que tiemble. Don Luis había dicho, si todo lo coro
nan con éxito, tendrán en su bolsillo tanto billete como nunca
lo han imaginado en la vida. Para espantar el miedo soñé des
pierto con una sábana cubierta de billetes, dándome calor en
noche de frío.
Yo me quedé de vigilante en la puerta, abriendo los ojos a
cualquier movimiento sospechoso. El local estaba situado en
la mitad de una cuadra llena de joyerías. El Pastusito se quedó
en el carro con el chofer, para cubrir cualquier peligro en la
retirada. Nelson, Braulio y Luisito entran, de una, a la joyería.
Yo en la puerta con pistola en la pretina, ahí lista y bien cubier
ta con la camisa. Cuando sentía que mis zapatos se estaban
pegando al cemento de la acera, salió Nelson sonriente, me picó
el ojo cómplice, detrás suyo, Braulio y Luisito. Los cuatro nos
montamos en el carro, sin un tiro y sin violencia física como
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quería don Luis. A veinte cuadras cambiamos de vehículo. Nel
son tranquilo paró un taxi y fuimos al campamento.
A los diez minutos de culminar el brinco, el chofer del ca
rro llama a don Luis por Walkie-Talkie: jefe, todo bien. A los
veinte minutos llega El Cucho al campamento, ya sabe del
monto del botín y nos felicita cariñoso. Ese día El Cucho se
cotizó sus cien buenos paquetes grandes. A todos nos cotizó
bien. A mí me dio medio millón y a los grandes les aumentó el
monto cuando ya había salido de la mercancía y tenía plata
sonante en el bolsillo. Días después en su casa, de una manera
cariñosa, con el cigarrillo en la mano y el trago en la otra, nos
dijo a Nelson y a mí, bueno muchachos, no es que quiera echar
los de mi casa. Con todo cariño les digo que ya deben vivir
independientes, vivan en hotel y tranquilos. El día que quieran
venir me avisan y serán bienvenidos a casa. Ya en la residencia,
desde esa misma noche fue el inicio de la rumba en el centro
de la ciudad. Así conocimos el basuco y las sucias; nos hicimos
a un hermano mayor: Nuzbel.
La vida perdió el virgo, la vida se destapó para buscar lo
que quisiéramos. Eramos libres con Nelson de soñar lo que
estaba al alcance de la mano y experimentar cualquier otra
nueva emoción. Nada lo impedía ni siquiera don Luis que ahora
nos controlaba de lejos. No teníamos el peso de su miraba tan
encima. No lo hablamos con Nelson, no era necesario hacerlo.
Todo había estado prisionero en esa puta cárcel de la miseria,
que lo corroe con el ácido de los golpes diarios que uno va
recibiendo como bendición de madre. Regresar a la calle para
entrar a sitios prohibidos, era la libertad. Cuando andábamos
con Nelson por la ciudad, estirando la mano para pedir lo que
siempre se negaba o si se daba se hacía con el desprecio vomi
tado y acompañado de un hijueputazo de la mejor manera.
Pero ahora era distinto, ya teníamos dinero en los bolsillos.
La plata abre cualquier puerta.
En Medellín los chinches se ven en severos huecos de di
versión, con música a todo volumen y en la oscuridad donde
85
uno puede meter los dedos en cualquier huequito de piernas
abiertas. Los ánimos van subiendo como espuma, el cuerpo
enloquece agitado y en su agitación crece ese deseo loco que
no quiere terminar con el cansancio que pide a gritos la cama
para dormir. Si uno necesitaba una cédula falsa, se la conse
guían regalada. Había manes que conseguían cédulas, pases,
cartas de propiedad, de todo, pero nosotros no teníamos nece
sidad de eso. Es que ni papeles cargábamos.tUno rápido y des
apercibido la pasaba con la pinta de menor de edad, disfrazado
con la inocencia de quien no mata una mosca con la mirada.
Claro que nosotros de chinches íbamos a minitecas, que son
sitios más para chinches, mientras que los mayores iban a dis
cotecas, a grifes. Era una vida distinta. Comenzamos a derro
char plata, a vestirnos como lo mandaba el cuerpo y lo apreciaba
la vista, orgullosos de ser una pinta de marca caminando con
su estilo y risa para enmarcar cada día.
{Comenzamos a ir a sitios donde estaban las sucias, muy
sentaditas, y con la vitrina abierta en exhibición de todo lo que
tienen para la venta. (¿Y cómo más se le puede decir a una mu
jer de ésas? Pues, porque con uno y con otro, quién sabe cuan
tas veces en la noche no harán el amor con cuántos manes y
ellas muy tranquilas con el ganado encima... Nosotros, toda la
vida les decíamos así, sucias pero ricas. Ellas cobran por ade
lantado, sabrosas y querendonas, buenas maestras en cualquier
posición. Claro que apuradoras con el tiempo cuando uno más
quería mantenerse afiebrado en ese juego de estar adentro y
afuera, y ellas ya vistiéndose porque la película había termina
do. Con las sucias y sus caricias y sus palabras dulces, palabras
ciertas a veces, palabras mentirosas, pero esperadas por los oí
dos^ Nelson y yo dejamos de ser niños con su puta inocencia,
para convertirnos en niños-hombres desaforados con una arre
chera imparable! Cada noche, Nelson quería comer encima de
una de las sucias. Nada detenía su apetito voraz y la comilona
para su nueve milímetros que parada a toda hora se disparaba,
incluso cuando el hombre caminaba apacible por la ciudad.
86
Yo no quería quedarme atrás en su voracidad de carne viva por
las sucias. Cuando él salía de una habitación yo estaba entran
do en la otra. Al final con los ojos vidriosos de placer y cansan
cio, él soltaba la lengua para contar sus grandes hazañas de
macho en crecimiento. Yo, tímido, le refería las mías. Él sonreía
y lanzaba sobre mí sus grandes abrazos afectuosos: Chino, Ra
món Chatarra, se da cuenta, ya estamos consiguiendo lo que
queríamos.
^1 Cucho don Luis le gustaba que tuviéramos mujeres.
Pagaba para que estuvieran con nosotros, sardinas de quince y
diecisiete años. Llamaba a esos lugares donde hay mujeres a
domicilio: bueno, necesito un par de sardinas para esta noche.
Después llegaban las nenas a la residencia y esa noche la delicia
para el cuerpo y luego soñar después de semejante empuje... El
Cucho también gustaba de las mujeres. Un día le caímos a la
casa y estaba con tres, quería comer a tres manos y con pedido ■
asegurado. Pero a escondidas de la mujer o si no, jumm. La
vida era como vivir bien elevados y prepararnos para lo que
viniera con todo y su miedo; también a la espera de las sorpre
sas que uno nunca imagina que caerán como sombras de mal
agüero. Ya nada temblaba en mis dedos. Claro que quería pro
barme a mí mismo, asegurar que no me estaba echando carre
ta para andar alumbrado, feliz con la llamarada de la mentira.
Quería probarme en mi nuevo oficio.
í El lugar donde nosotros dormíamos era lujoso. En ese tiem
po don Luis pagaba 6.000 pesos la noche, era todo alfombrado,
con buena cama y baño privado. Pero esas residencias eran
aparte de su negocio, no propiedad del Cucho. Él hacía un con
trato por meses, con servicio de restaurante. Comíamos, jugá
bamos billar como locos, bebíamos en el bar. Vivíamos bien,
nos dábamos el gusto de vivir.
Un día, un chino borracho llegó con el basuco, él va había
sido drogadicto, y empezó a hablarnos que bacano, la maravi
lla del viaje y que tal, el mundo es distinto y la vida conversa
con otro ritmo y uno se vuelve espectador de la experiencia
87
que se está viviendo con la velocidad de un carro de carreras.
Su mundo era el mundo de la ilusión que siempre se desea
encontrar con el primer golpe de puerta en la próxima esqui
na, ilusión escondida que también se ansia como escape de la
soga al cuello, y a cada instante parece cerrarse. También uno
anda con sus temores como fantasmas de dientes afilados, asti
llas asesinas con la mira bien puesta para clavarse en la vida, en
el instante de la sevicia de su puntería.
El chino drogadicto le dio por pasarnos a Nelson y a mí
cigarrillos y nosotros de locos lo «subimos», subirlo es echar el
basuco y arreglarlo. Sin pensarlo, lo hicimos para experimen
tar los cantos de la vida. El sabor llama la atención, sabe mil
veces más rico que la picadura o un Mustang o que una presa
de pollo- Cuando usted se fuma un pistólo, quiere seguir «so-
ple y sople» hasta que se acabe la plata, y así usted se haya fu
mado cien cigarrillos y tiene más basuco, quiere seguir
¡¡fumando. No es como fumarse un cigarrillo que termina y se
espera un rato para el otro, sino que inmediatamente uno pren
de el otro, el deseo nunca termina en la boca que lo pide a
¡gritos. El deseo insaciable está acorralado en la vitrina de los
ojos, los dedos nerviosos se ponen como en pelea, furiosos.
Üno queda atado a ese deseo perverso en su ricura, al abismo*4
que lo llama por el nombre, como luz del bombillo que atrae á
la mosca. Otro piensa por uno, otro actúa y habla por uno. Ese
día yo no sentí nada de pánico, no me hizo efecto pero el sabor
me gustó. Nelson sintió lo mismo y como siempre más decidi
do, dijo que pagaba volver a meter. Volvimos a fumar, dos días
después. La tercera vez, sentí el efecto. Ansioso se fuma como
la mitad y empieza el corazón a acelerar sus latidos y a sentir
miedo, como si lo fueran a matar y en la puerta estuvieran veinte
policías esperando para disparar contra usted a quemarropa,
hasta terminar los cartuchos, y usted acostado, maniatado de
pies y manos viendo cómo la balacera le entra por el cuerpo
convertido en río de sangre y nada puede hacer, indefenso, su
doroso. Quiere dejarse llevar por una agonía fulminante y la.
88
muerte se hace lenta, tan lenta que usted escucha su voz dán
dole consejos para no apurarla. Entonces dejar que la vida ha
bite su cuerpo con el horror a ese miedo que comienza a vomitar
gusanos. Miedo que lo persigue como si usted hubiera matado
a su mamá: todos en la familia lo señalan culpable, la mierda
del padre, los hermanos. La misma mamá metida en su ataúd se
levanta y lo señala con odio en los ojos. Nadie escucha sus pa
labras de inocencia y la culpa lo atrapa en una inmensa red de
pescar. Quiere salir corriendo pero se siente atado y las piernas
no se mueven, las manos paralizadas, y la voz le sale a uno como
un pequeño quejido que nadie alcanza a escuchar. Sordo el
mundo, solitario uno como un pez atrapado en el anzuelo...
Empieza a sudar, se pone pálido y quiere fumar más y más, sin
parar. Siempre, siempre la sensación de pánico.
A Nelson le dio la pálida en forma distinta. Quería repetir
de inmediato la experiencia para mirar los ojos al hombre que
lo perseguía: quiero ver de cerca el color de sus ojos y por sus
ojos saber si él también se carga su puto miedo. Quiero poner
le el cañón de mi pistola en la entrada de sus ojos y disparar
todo el proveedor de una, y ver con mis propios ojos cómo
salta su malparido miedo en las bolas de cristal. Exaltado Nel
son mi hermano, como nunca lo había visto, golpeaba fuerte la
mano derecha contra la izquierda, sudaba a chorros como mi
rándose por dentro de sí mismo, quería atrapar aquellos pen
samientos perseguidores de su vida, para ahorcarlos y ver de
cerca cómo los estaban colgando, balanceándose al viento.
Yo trataba de apaciguar sus temores. Le hablaba pasito al
oído, le pedía que me contara de su miedo. Le dije como con
suelo lo que él ya sabía hasta la saciedad, yo soy su sombra
hermana, su cómplice en todo lo que nos toque afrontar de
ahora en adelante. Silencio a mis palabras. Él quería seguir co
miendo silencio como única salvación para su terrible miedo.
Parecía convulsionar, temblaba como hoja de papel. Luego le
volvieron los colores naturales a lá cara. Más tranquilo y sose
gado, abrió el cauce a las palabras. Yo recuerdo con exactitud
89
todo lo que dijo aquella tarde, en el cuarto de la residencia donde
vivíamos: Nelson solitario camina por una calle oscura de la
ciudad, alguien lo sigue, él escucha el taconear. Nelson anda
desarmado, sin una aguja en los bolsillos. Acelera el paso, el
hombre que lo sigue acelera el paso, Nelson comienza a correr,
el hombre comienza a correr, corre Nelson como si fuera la
última carrera de su vida, el hombre le está dando alcance por
que sus zancadas son el doble que las suyas, Nelson ya está to
talmente acorralado cuando mira a su alrededor y tiene de frente
una inmensa pared de color gris que cierra el anillo y no le
permite escapatoria, las puertas están totalmente cerradas, con
doble candado a la vista. El hombre respira fuerte sobre su
espalda. Como signo de su presencia, Nelson da la vuelta y lo
enfrenta con su miedo. El hombre no grita, no amenaza, no
habla, aterroriza a Nelson con el silencio de su mirada que
lo atrapa, lo aquieta como estaca clavada en tierra, paralizado
quiere soltar las fuerzas de sus manos, de su cuerpo, de sus
piernas. Nadie acude en su auxilio a pesar de que siente el las
timero vozarrón que pide ayuda. El hombre le permite que es
talle su voz lastimera. No por lástima, sino por el juego de sus
intenciones. Nelson intenta ver su rostro para descubrir la in
tención de matarlo en sus ojos. Es un hombre sin cara, sin voz
en la boca, sin ojos en la mirada. Su cara es un profundo hueco
oscuro, hueco en que alguien pudiera meter la mano y desapa
recerla en sus honduras. El hombre alarga los brazos, Nelson
no ve cuchillo ni otra arma en sus manos. Ve con claridad los
dedos alargados que se acercan a su cuello como perro peligro
so oliendo a su víctima. Crecen los dedos abiertos cuando vie
nen hacia él en punta. Las garras aprietan su cuello con cierta
suavidad. El hombre quiere darle a Nelson un poco de libertad
para que siga soltando sus gritos quejumbrosos. Ahora aprie
tan más sus dedos sobre el cuello de Nelson. Nelson trata de
liberarse de ellos, al aferrar sus dedos con toda su fuerza sobre
las manos del hombre que ya lo estaba dejando sin respiración.
Nelson siente que su cuerpo, desgonzado sin aire y sin aliento,
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va deslizándose muy lento contra la pared, hasta caer doblado
a tierra. El hombre da la espalda y camina lento, taconeando
fuerte sus zapatos.
Sentado en la cama, Nelson no dejaba de golpearse las
manos una contra la otra. No quería darme la cara, tampoco
quería mirarme con su mirada hermana herida de muerte por
un miedo desconocido. Volvió al silencio y de inmediato fu
rioso lo rompió. Lo hizo como haciéndose heridas en el cuer
po, lacerándose a trompadas: Ramoncito Chatarra, si al hombre
que me persigue le alcanzo a descifrar el color de sus ojos, se lo
juro hermanito, que yo mato mi miedo en su mirada. Se lo juro,
Chatarra, por don Luis. Nelson puso los dedos sobre la boca
para jurar y juró con rabia apilada en su alma, tres veces y muy
despacio.
Nelson no se daba por vencido ante el miedo que le había
montado la perseguidora y lo había vuelto una piltrafa huma
na indefensa. Hecho una paila hirviendo por su putería, co
menzó afiebrado por el impulso de sus temores, a ligar o subir
veinte cigarrillos con basuco. Yo lo ayudé a ponerlos como en
larga fila de hormigas laboriosas. La fila de cigarrillos prepara
dos sobre la cama parecía un pequeño tren blanco a punto de
partir y anunciar la despedida, luego de echar humo gris por
un buen rato.
Yo me puse de perro guardián de mi hermano Nelson.
Cerré la puerta del cuarto con doble llave y el silencio cómpli
ce nos puso a los dos en la cacería del miedo que lo estaba azo
tando con la crueldad de la agonía, que aparece como enorme
soga ahorcando una gigantesca serpiente que sale del fondo
del mar. Nelson mirándome fijo con la mirada clavada en la
mía, sin decir palabra, prefirió la mudez y comenzó la cacería
del miedo que lo estaba carcomiendo.
De una, se fumó el primero, y por lo acelerado, la palidez
se encendió en su cara y la puso tan amarillenta como si se la
hubiera pintado a propósito. El sudor era un pequeño chorro
sobre la frente. Yo lo estaba abrazando con la mirada de her
9i
mano. De otra se fumó el segundo y lo hizo con la avidez de
perro seco por la sed. Los ojos abiertos como dos bolas de cris
tal grises, turbias. Parecía tranquilo, daba la impresión que sus
pensamientos no escuchaban pasos extraños. No me recono
cía. Ya estaba entrando al túnel del solle: sonreía a chorritos,
apaciguado de ánimo, por instinto amarrado a la idea de su
defensa personal al dejar la mano sobre la pretina, controlan
do sus desvarios.
Yo tenía los impulsos de acompañarlo como siempre lo
hacía en cualquier situación. Quería acompañarlo en su aven
tura de matar el miedo que lo estaba persiguiendo. Seguí a su
lado para que no le hiciera falta mi compañía ni por un minu
to de su existencia. Llevaba el quinto pistólo de la fila blanca
que ahora parecía un gusano encogiéndose. Le pasaba los pis
tólos ya encendidos y él, en su desvarío, sin dejar ver la claridad
de su mirada, lo tomaba y fumaba con el deseo de rata ham
brienta ante un pedazo de queso envenenado. Su estómago se
consumía, enflaqueciéndose por falta de respiración. Luego
volvía a inflarlo, como huyendo del animal que lo perseguía.
No sé si por un pálpito extraño que golpeó mis pensa
mientos, sentí que Nelson mi hermano ya estaba saliendo del
túnel de su puto miedo: al comienzo, yacía como en estado de
agonía, encogido de piernas, abrazado a sí mismo. Entonces,
estiró las piernas, les dio libertad a sus brazos, se arrodilló sin
pedir perdón a nadie, se levantó y vi cómo sus manos se afe
rraban a otras manos invisibles que atenazaban su cuello con
furia. Nelson soltó un terrible alarido cuando sus manos tu
vieron la fuerza de desprender de su cuello y mandar para la
puta mierda esas manos endiabladas que ya lo estaban dejan
do sin respiración.
Se quedó aferrado a un profundo sueño. Yo lo dejé dormir
vestido, sólo le quité los zapatos y las medias. Durante la noche
y la madrugada, me levanté muchas veces, y sin prender la luz,
me acercaba cuidadoso para no despertarlo y escuchaba aten
to el latir de su corazón.
92
r Con Nelson nos volvimos dos basuqueros de miedo y de
plata en el bolsillo. Ésa era la diversión que nos agitaba la vida
y hacía que el tiempo fuera para nosotros más placentero en la
espera de las órdenes de don Luis para un brinco o un cruce
peligroso. Con Nelson soplábamos en el cuarto. Algunas veces,
quizá la mayoría, comenzábamos juntos, otras, él o yo iniciába
mos la sopladera y el otro se volvía perrito guardián para evitar
que el hermano no se fuera a ir en el viaje. Lo hacíamos para
encontrarnos de frente con el señor miedo y con su familiar el
pánico.
Y haga cruces y sople y haga atentados y sople. Claro que
nosotros antes de soplar nos vestíamos bien, gozábamos con
las sucias, y claro que le metíamos algo de trago. Al patrón le
contaban que nosotros soplábamos, pero a él no se le daba nada,
pues, decía, hay que dejarlos, ¿qué otra cosa pueden hacer? Nos
daba consejos, que eso les hace daño, que qué sacábamos con
trabajar bien, si todo era para soplar, únicamente para soplar.
Nosotros le llevábamos la idea, pero seguíamos en la misma.
En esa residencia todo el mundo soplaba. Ahí mismo vendían
el basuco.
Don Luis reunió al equipo, a Nelson, Luisito, El Pastusito,
Braulio y yo. Andaba preocupado, fruncía el ceño a cada ins
tante. Cuando nos convocaba a los cinco, lo hacía para darnos
instrucciones personales. No olvidaba ningún detalle para se
guridad nuestra, la llegada al sitio, las características del cruce,
las posibles situaciones de riesgos. ¿Saben muchachos cuál es
el problema? El hombre tiene dos escoltas. Por costumbre él
maneja el carro y los escoltas van en el puesto trasero, cubriendo
las ventanillas. O los escoltas se turnan, uno adelante y el otro
atrás. Bueno muchachos, no me vayan a fallar ni por el putas
porque me meto en problemas, yo los voy a llevar bien...
Ese día nos dio una Uzi, a mí me dio una nueve milíme
tros, nos entregó cuatro proveedores por arma, chaquetas, y nos
dijo, el hombre va a pasar por tal calle con los escoltas y ustedes
van en dos carros. Un cruce de verdad muchachos, con todos
93
sus riesgos. El muerto se llamaba Gilberto no sé qué putas, Gil
berto Aguirre, algo así. El man pasará en un montero gris y
parará en el semáforo rojo y en el semáforo en rojo toca poner
lo tieso. El carro del difunto paró en el semáforo como a la una
y treinta y ocho minutos de la tarde, teníamos diez segundos.
Nosotros lo veníamos siguiendo veinte cuadras atrás, Nelson,
Luisito y Braulio en el primer carro, nosotros con El Pastusito
en el segundo. Ni el hombre ni los escoltas habían detectado el
seguimiento. Ese día, tan de buenas, estábamos ligados. Cuan
do paramos en el semáforo, el carro del hombre se detiene en
la mitad de la avenida. De una, Nelson con las ventanas abier
tas y turummm, plomo que les dio; Braulio también puso a
traquetear la Uzi y nosotros con El Pastusito de inmediato apo
yamos desde la ventana de nuestro carro. Ese día nos la cobra
ron, porque a Luisito lo acostaron. Era el que seguía a mi
hermano en edad, le metieron tres totazos. Luisito cachetirro-
jo, pelo liso y flaquito, y bien frentero, pa’qué, el chino frentea-
ba, era todo caspa. No alcanzó a abrir la boca para despedirse
de nosotros.
Un escolta del muerto alcanzó a abrir la ventana del carro
y le dio tres totazos. Claro que apenas le dio los tres pepazos,
Braulio puso a funcionar su dedo matón y lo acostó de una.
Luego nos abrimos; ese montero quedó vuelto mierda. Como
a las veinte cuadras nos bajamos con mi hermano y escapamos
en una moto y nos fuimos directo para la residencia, encaleta-
mos las armas y nos cambiamos de ropa. A los quince minutos
prendimos el radio y, fijo las noticias, el atentado al abogado
fulano de tal, que lo mataron junto a sus dos escoltas. Habla
ron de un sicario herido en los hechos ocurridos.
En la habitación, Nelson no contuvo la emoción y el llan
to. Se puso desconocido por su actitud de risa nerviosa. Yo le
dije que se controlara y él, como suplicándome, sólo atinaba a
balbucear, lo hice Ramoncito Chatarra. Por fin pude matar mi
miedo. Le vi los ojos al hombre sin rostro y le disparé, de una,
a su corazón y maté mi miedo. Nelson había perdido el virgo
94
ante la sangre ajena. Yo debía, ahora, continuar el ritmo de su
emoción y perder el mío ante la sangre del otro. En la moto,
cuando escapábamos lo venía pensando, que yo también debía
hacerlo. Son cosas que suceden y más en este oficio de pistolo-
cos. Nelson tranquilizó su conciencia, yo tranquilicé la mía.
El Cucho llevó a Luisito herido a una clínica privada, pero
a los diez minutos murió desangrado. Al otro día teníamos cita
con él, lo vimos todo achantado y hasta lloró con verdadero
dolor. Lo reflejaba en sus ojos y en su estado descompuesto.
Balbuceaba inconsolable, a mí lo que más me duele es que tum
ben a uno de mis hijos... Hablaba convencido de sus senti
mientos, pues siempre lo hacía así. Al otro día, violento entierro
de Luisito, pagado por don Luis. Su familia nunca supo de su
paradero, tampoco debió conocer las noticias de su muerte.
Luisito venía de Pereira. Ese día le dijimos, patrón, qué tal que
nos pase a nosotros lo mismo... Entonces, llorando, compun
gido, contestó muy sincero, a ustedes no les pasará lo mismo,
porque para eso están entrenados... Y paila, nos dijimos con
Nelson al mismo tiempo: nosotros no vamos a morir de esa
forma. Estamos entrenados, no somos tan huevones para darle
papaya a la muerte. Si le pasó a Luisito era porque le tocaba el
turno. No porque el man ése lo quisiera matar, sino porque era
su día y le tocó morirse. Nosotros no sabíamos que se iba a
morir. Si lo hubiéramos presentido, hubiéramos hecho algún
movimiento salvador para su vida, puta mierda. En el entierro,
todo en completo silencio, el silencio de las despedidas defini
tivas. íbamos los cuatro del equipo, Nelson, Braulio, El Pastu
sito y yo, tres carros y algunos manes desconocidos, quizá gente
de don Luis.
El Cucho don Luis manejaba cuarenta muchachos, todos
a su servicio pero más experimentados que nosotros. Una red
de pistolocos regados por la ciudad, para prestar cualquier ser
vicio solicitado: atraco a mano armada, ajuste de cuentas, co
bro de deudas por pagar, cumplimiento de una venganza, la
acostada de un man, fuera quien fuera. Claro que a medida
que iba pasando el tiempo, los cuatro íbamos aprendiendo más,
95
especialmente para evitar que la muerte entrara sigilosa en
nuestros cuerpos. Don Luis pensaba que en la juventud estaba
lo que él necesitaba para sus trabajos o los trabajos de los de
más. Él tenía bien montada su agencia. Don Luis era muy ex
presivo con nosotros. Una noche en su casa, nos dijo con la
fuerza de la verdad, yo cojo a un muchacho, chico como uste
des y de la misma edad y le puedo enseñar como quiera. Pero
una persona adulta ya trae la mente dañada en otras cosas, no
la puedo manejar, no se deja manejar. El Cucho era estudiado,
sabía un resto de cosas. Yo nunca le pregunté sobre su profe
sión pero se veía que era decente y sabía mucho. Algunos ma
nes lo llamaba doctor, con los muchachos del equipo le
decíamos patrón. Entonces él insistía que le gustaba formar
muchachos, yo mismo les quito el virgo... Hablaba con plena
seguridad. A los muchachos se les podía confiar más, porque
había adultos que eran sapos naturales, y por eso muchas veces
le había tocado mandar a matar a más de uno, porque él con
fiaba o hacía negocios con ellos y la mayoría salían «carrizos»,
le faltaban a la palabra.
Tenía muchos socios. Su negocio era como una empresa; a
él también le pagaban para que matara gente. Por ejemplo, lle
gaban y le planteaban: le doy tanto para que le haga el atentado
a tal persona, y él se ganaba buena plata. El Cucho, para qué,
pero siempre cumplía con lo acordado. Si el man era pesado,
como un dirigente o un ministro, mandaba a esos camellos
manes duros, experimentados.
Después conocimos a Nuzbel. Por fortuna, para nosotros,
era un trabajador del Cucho. El sicario más duro, como decir
La Quica. Era el más áspero, el que hacía las cosas mejor, el que
tenía más fama, el que más ganaba plata. Como a los ocho días
del cruce del abogado, lo conocimos en una fiesta en casa de
don Luis, y él nos llevó a su apartamento, se encariñó con Nel
son y conmigo. Nos volvimos como sus hermanos menores,
protegiéndonos de cualquier mierda que pudiera pasarnos. Nos
puso habitación para los dos en su apartamento, y dijo, manci-
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tos, están en su casa. La verdad es que con Nelson volvimos a,
sentir algo que ya estaba perdido en la memoria, volver a tener j
como una familia. El man tenía severa moto 1,500, un aparta-
mentazo donde llevaba viejas diferentes cada vez. Allí metía
périca todas las noches. Por eso, el man tenía que hacer un aten
tado cada tiempo, tumbar un pesado y ganarse los remillones
para mantener vivo el vicio.
A Nuzbel lo veía intranquilo con la vida, apesadumbrado
en sus gestos. Lo tenía todo, dinero, mujeres, vicio, y no era
feliz. El dinero lo gastaba sin compasión, a manos llenas, sin
preguntar ni culo por la cuenta. Mujeres le llegaban al aparta
mento, de todos los colores y distintas pintas. Mulatas, more
nas, blancas, de culos y tetas de todos los tamaños, bocas para
meter la cabeza o un dedo de la mano, y piernas de cualquier
tipo y cualquier naturaleza. Y vicio, el polvito blanco lo tenía a
la vista por todos los rincones del apartamento, en la cocina,
en los baños, en los clósets. Su nariz parecía un tomate rojo
cayéndose de su altura.
La intranquilidad se reflejaba en el semblante. Siempre
cariacontecido, fúnebre, poca risa en la boca, nada de brillo
alegre en los ojos, nada de chistes verdes en la memoria, poca
celebración con las ocurrencias de otros manes. Incluso, cami
naba cansado, a pesar de que era un hombre de veinticinco .
años y gran fortaleza física. No sé, pero siempre lo cazaba mi
rándose en el espejo de cuerpo entero que había en la sala. No
lo hacía para mirarse la ropa que llevaba puesta, tampoco para
peinarse o afeitarse y echarse la loción fina que usaba en la
cara. Él miraba en el espejo la tristeza que tenía atragantada en
sus pensamientos, quizá una deuda por cobrar, quizá una puta
culpa que debía pagar. Se estaba dando largas para hacerlo,
queriéndose esconder en esa pensadera infeliz, que lo volvía
un man impenetrable, asustado, en las horas del día y la noche.
Mano, Nuzbel, le pregunté con curiosidad disfrazada de
inocencia, ¿qué le pasa? Lo veo como yéndose de la vida. O es
que anda aburrido con el caminar. Se lo pregunté sin que an
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duviera elevado, después de desayunar juntos. Él estaba termi
nando cipote desayuno con dos huevos, arepas, chocolate y un
pedazo de queso salado costeño. Le sacó un poco de risa a su
desaliento, cariñoso puso la mano en mi hombro, cono, Cha-
tarrita, esa pregunta no se hace a estas horas del día. Son cosas
de hombre cargado de años en la vida y una herida que debe
cerrarse o abrirse para siempre. Lo vi cansado, después de dor
mir solitario durante toda la noche.
Nelson había comprado su moto y yo andaba de parrille
ro de él, lamiéndole los pies a la puta velocidad. Enloquecidos,
éramos dos enanos a los cuales no les cabía la felicidad en el
cuerpo. Atrás dejábamos chispas y humo en las calles de Me-ia
dellín. Y claro que nos dio por lo que nos debía darnos, rica
chones, nos volvimos hasta coleccionistas de zapatos, yines,
relojes, cadenas de oro. A los almacenes no íbamos solos, íba
mos con Nuzbel, con severo BMW. Por allá había tumbado a
un duro y se ganó mucho billete para comprar el carro. Una
semana después del entierro de Luisito, le dije a Nuzbel, oiga
mano, nosotros queremos comprarnos joyas, así como usted...
¡Listo! Nos llevó a una joyería y, bueno, ¡escojan! Yo me gasté
como $600.000 en joyas y en una cueva compré severo Serrote,
me costó como cuatrocientos. Es que nosotros queríamos ser
unos verdaderos Pachas, queríamos imitar en todo al man de
Nuzbel. Ese man sí es un ejemplo a seguir, dijo sonriente Nel
son. Me compré un Rugell grandote, con cañón reforzado, ne
grito, mi fierro, porque los que teníamos eran como si fueran
nuestros pero de propiedad del patrón. Con el resto del billete
nos fuimos de farra y buscamos sucias conocidas. Después de
saldar cuentas con la arrechera del cuerpo, duramos con Nel
son,. soplando todo el tiempo en el apartamento de Nuzbel
mientras él metía y metía su polvito blanco por sus narices
rojas, bien elevado, olvidados del puto mundo. Así, bien ence
rrados soplando, sin control de nadie, pues vivíamos en nues
tro mundo, el mundo que nos gustaba, la vida que queríamos.
98
5
Ramón Chatarra me había invitado a que lo visitara en la
casa donde vivía con su mujer y su hija. Cuando me bajé del
bus en el sitio indicado en el barrio San Francisco, me recibió
como siempre, efusivo. San Francisco se encuentra en la parte
de abajo y bordea la cordillera inundada por miles de casas y
ranchos que conforman los doscientos sesenta barrios de Ciu
dad Bolívar. Tenemos que caminar un poco para llegar a mi
casa, dijo Ramón Chatarra. Y con cierta risita maliciosa agre
gó, donde vivo no es tan lujoso como su apartamento. Lo dijo
como advertencia para evitarme sorpresas molestas, quizá en
gorrosas.
Me puse a sus espaldas para cogerle el ritmo de sus piernas.
Bordeamos varias cuadras, luego doblamos hacia la izquierda y
comenzamos a subir por una calle inclinada; a los lados, vivien
das bien construidas y bien terminadas. Al final de la calle, Ra
món Chatarra rápido y yo lento, cogemos en curva la carretera
que baja hasta Compartir. Luego él, ducho, comienza a subir a
paso firme casi trescientos escalones de cemento, para volver a
encontrarnos con la ruta de los buses más arriba. Simplemente
entretengo mi cansancio deteniéndome cada cinco escalones para
tomar aire y mirar hacia arriba, al final de las escaleras. Ramón
' me hace señales juguetonas, riéndose de mi estado físico y dándome
alientos para llegar donde él me espera hace por lo menos veinte
minutos. Seguimos la curva de la carretera en ascenso, entramos
al barrio Juan Pablo II, atravesamos la plazoleta deportiva.
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Ramón comenta al oído, estamos en territorio propio. Yá casi
llegamos.
La casa estaba incrustada en medio de la roca. La fachada,
de un amarillento insufrible por los efectos del tiempo. La puerta de
entrada se veía recortada en la parte de abajo, por aquella ranura
salía un suave y baboso hilo de agua que se deslizaba hasta fil
trarse en las grietas de la roca, y más adelante formar un pequeño
pozo de color verdoso. La puerta conducía a un oscuro y lúgubre
corredor que Ramón conocía al dedillo, pues no se tropezaba con
los bultos de basura, las cabezas y brazos de muñecas desperdiga
das en el suelo. Los ojos terminan por acostumbrar las miradas a
ciertas oscuridades.
Al cerrar la puerta, la penumbra del espacio me enfrentó al
sopor que comenzaba a penetrar la ropa: el olor agridulce de la
mierda revuelta con desechos de comidas depositadas en tarros
durante varios días. Al final del oscuro corredor, tenía la espalda
de Ramón Chatarra, blancuzca, casi cuadrada.
No sé de las intenciones de Ramón Chatarra cuando me dijo,
«quiero que conozca donde vivo con mi mujer y mi hija». Entonces
hizo de guía. Las paredes de ladrillos rojos con uniones grises de
cemento se levantan a más de un metro y medio. Sobre éstas
descansa una variedad de latas sostenidas por débiles varillas ya do
bladas por el tiempo; aquellas paredes, por su color y sus grietas,
están al borde del derrumbamiento. Una canal atraviésala casa,
desprendiéndose entre sus tramos para, finalmente, estrellarse
contra la pared del baño que, sostenida por un fino tapete de
musgo, filtra el agua de las casas vecinas. A esa hora de la tarde, el
sol penetraba por el patio iluminando montones de ropa sucia.
La humedad de aquella casa daba la triste impresión de que
alguien muy laborioso pintaba día a día sus paredes con agua
lluvia.
En el extremo del patio, la cocina y el baño estaban cubiertos
de desperdicios que habían tapado absolutamente el drenaje. El
olor de manteca rancia, mugre y mierda estaba aposentado en
todos los rincones como colgando de viejas telarañas transitadas
102
por arañas y todo tipo de insectos. Regresamos del patio con Ramón.
Chatarra y vi tres habitaciones dividas en el fondo por cortinas
de cobijas para preservar cierta intimidad, calcadas por un des
orden imperturbable, tajante, 'Elegíante,/como si la pobreza tu
viese que estar representada en vitrinas decoradas por nudos de
gasas desteñidas. El olor galopante de la podredumbre vociferaba
sin contemplación alguna. En las tres habitaciones vivían las tres
hermanas con sus respectivos maridos y sus hijos. En una de ellas
vivía Ramón Chatarra con su mujer y su hija.
Todo ese ensueño de la pobreza representada culminó con la
aparición fugaz de la carrera de un pequeño gato gris, que en su
fuga se enredó entre mis piernas. Detrás de él salió Ramón Cha
tarra hasta que le dio alcance en la entrada misma de la puerta
de su habitación. Cuando lo tuvo en brazos, me hizo entrar. Sen
tada al fondo sobre un sofá desgarrado por el tiempo, su mujer,
una joven hermosa, rubia de ojos azules, de semblante pálido y
sin muchos deseos de soltar la palabra, le daba de mamar a la
hija de meses. Ramón Chatarra se acercó a ellas y como si estu
viera posando para una fotografía de grado, exclamó: Mónita,
éste es el señor del que le hablé. Él está escuchando mi historia de
Medellín. Ella soltó una sonrisa de dudaya la vez de plena com
plicidad.
Estegatico, dijo Ramón Chatarra, es el último de una cama-
da de veinte. Se apoda La Tarántula como recuerdo de mi hermano
Nelson. Tiene la inteligencia y la sagacidad de Nelson, desapare
ce cuando quiere, aparece cuando tiene la comida cerca, huele el
peligro, corre cuando debe correr. Ramón Chatarra lo acariciaba
con la ternura que aflora en los hombres cuando la añoranza se
encuentra en los límites de una pérdida definitiva. Luego, abra
zado a su mujer y a su hija, le escuché contar la historia conmo
vedora de la extraña camada de gatos: cuando las gatas del barrio
están a punto de parir, por instinto y señales de antiguos cami
nos, terminan pariendo en el zarzo de la casa gatos grises, negros,
pardos, blancos. Una gama de grises. Sucede en los meses de vera
no.: El calor levanta la voz de la convocatoria para parir, y las
103
gatas lo hacen casi al mismo tiempo. Su mujer, Isabel, consiguió
un par de guantes de cuero y una caja grande de cartón. Cerraron
los posibles escapes del zarzo. Ramón Chatarra gritaba y empu
jaba con un palo, mientras las crías de gatos buscaban salida y
terminaban en la oscuridad de la caja de cartón. Entre los dos,
durante varias noches de cacería, llevaron la caja calle abajo.
Ramón, con firmeza, abría la caja, Isabel introducía su mano
enguantada y aquella masa de carne y pelambre permanecía rí
gida, maniatada por el miedo de presenciar otros ámbitos de vida.
Terminaban en la más terrible desbandada desapareciendo en
cualquier orificio de las puertas de las casas, por los huecos en la ■
tierra, en la profundidad de las alcantarillas. De aquella camada
de veinte gatos de diversas madres, sólo quedó como constancia,
quizá el más pequeño y astuto para atraer los afectos de Ramón
Chatarra, el más listo para disfrazarse con la mirada de su her
mano Nelson.
Póngale cuidado: en ese tiempo una bicha costaba cincuen
ta pesos y uno se fumaba hasta doscientas en una noche.'Lo
que es coger doscientos cigarrillos ya preparados uno tras otro,
usted se fuma esos doscientos y no se conforma, quiere fumar
se otros doscientos.'Yo llegaba con mi hermano a una olla, es
capados de la vigilancia de Nuzbel que quería que sopláramos
en su apartamento por aquello de nuestra propia seguridad.?’
Pero con Nelson, queríamos experimentar nuevas situaciones,
en cualquier olla del Diablo. Entonces mucha gente se le pega
ba a uno, ah hermano, que no tengo plata para soplar, tranqui
lo, tome compre. Como a la semana ya andábamos pelaos, pues,
no al ras de tierra, porque nunca andábamos sin billete. Debía
mos estar listos cuando nos llamara el patrón, organizados, nada
de andar elevados en las nubes.'Dispuestos a lo que nos tocara
en la suerte de la moneda.
Claro que con Nelson nos convertimos en verdaderos sa
buesos para encontrar las ollas duras en el centro de Medallo.
Por el olor, por el innumerable desfile de manes sometidos al
vicio, por sus figuras ya medio deshechas y la mugre casi que
104
intentando caminar. La más famosa, la más bravera, porque
para entrar no sólo se necesitaba la contraseña, sino también el
espíritu a punto de disparar y dos huevas de reemplazo, por si
acaso le robaban a uno las que llevaba entre las piernas. La en
trada no tenía mucho disimulo, porque la propia policía vigi
laba la olla para cobrar, con sentimiento piadoso, la boleta.
Siempre eran dos culebras verdes de veneno en la mirada y una
risa medio amargada de cobradores frustrados. Se golpeaba la
puerta con tres toquecitos como desganados, abría un negro
lagañoso y dejaba pasar de a uno, como queriéndole requisar
el culo con su monoseo de cacorro hambriento de carne fres
ca. Seguía por un pasillo oscuro, imposible de tantear un puto
hilo de luz. Y la luz aparecía cuando uno veía dos gigantescas
tetas, sostenidas por gigantescas piernas, manos gruesas y de
dos monumentales abiertos, tetas y piernas y manos para sos
tener la cabeza y|el rostro casi siempre alegre de doña Prudencia^
la dueña de la ollaJ A su lado dos cajas de cartón, en una las
bichas y, en la otra, el dinero que iba cayendo; Ella preguntaba,
cuántas bichas, y de inmediato daba el dato del costo, mil, dos
mil o cinco mil pesos. Preguntaba, cama con sábana o colchón.
Los ojos de doña Prudencia parecían ojos de búho sorprendi
dos en las tinieblas, miraban cuando sacaba las bichas, miraba
cuando uno dejaba caer el dinero en la caja. A pesar de su gor
dura y su voz de gata apestada estornudando, ella no se dejaba
estafar por ninguna facha desteñida ante los golpes del vicio.
Dura de corazón, dura en el negocio del solle para todos, dura
para cobrar, nada de fiar a ninguna mala conciencia; Con Nel
son, claro que pagábamos el excedente para tener dos camas
con sábanas que nunca en la puta vida lavaban o cambiaban.
Sábanas sucias, inmundas, con toda la porquería de cuanto man
sudaba la pálida. La caja de las bichas disminuía, la caja del
dinero aumentaba, a pesar del regateo de los manes que no
cargaban una moneda o un puto peso en los bolsillos.
f La olla era un galpón destartalado por los agujeros del tiem
po y las señales de los inviernos, y un olor que recogía los olo-
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res de un cagadero público, sin lavar durante seis meses, inun
dado por la moscarria verde.¿El galpón estaba repleto de ca
mas, mejor camastros, colchones rotos de paja, atestados de
mancitos de ojos desorbitados, mancitos o mancitas exprimién
dose el sudor en los ojos, amarrados por el pavor a sus manos,
metidas las cabezas entre las rodillas, debajo de las camas como
pidiendo auxilio a un fantasma asesino, solos, solitario cada
uno en su cuento del solle, del viaje en su desafore.para inten
tar darle en la cabeza con los puños indefensos a ese monstruo
del miedo que los estaba persiguiendo y los estaba dejando sin
un hilo de aliento en sus huesos. Frescos por lo que estaban
viendo nuestros ojos, con Nelson escogíamos cada uno su cama,
él me daba la mano cómplice y yo le daba la mía y en una espe
cie de despedida! él o yo, decíamos palabras para escucharlas
entre los dos, Ramoncito Chatarra, maricón de mi hermano,
sígale la huella a su puto miedo y déle un tiro al malparido en
el culo; yo le contestaba, Nelson, mi hermano, sombrita mayor,
mírele, mírele bien los ojos al puto hombre sin rostro, búsque-
le el color de sus ojos y entre ceja y ceja métale un tiro con su
nueve milímetros, para que su mirada de muerte vuele como
mierda de sesos esparcidos y se estrelle contra todos los edificios
de la ciudad. Entonces, al mismo tiempo, Nelson y yo prendía
mos el pistólo y comenzaba la sopladera para buscar y escu
char en la cueva de la cabeza esos malditos pasos que caminaban
brutalmente como abriendo profundas heridas por todo el
cuerpo. ¿
Bueno,los quince días el patrón nos llamó para un nego
cio. :E1 negocio era la entrega de dos maletines negros.; El pa
trón se puso mudo de un momento a otro. Sólo dijo, son dos
maletines muy valiosos.-Después comentamos con Nelson,
hermano, sospecho que son dos maletines con droga. Eso dijo
Nelson y lo mismo pensé yo. A tal hora se entregan los maleti
nes en tal barrio y ustedes van a caerles de sorpresa a los hom
bres que los llevan, y me los traen. El brinco hay que hacerlo
antes de la entrega de los maletines, cuando los manes vayan
106
por la mitad del recorrido, por los lados del norte de Medellín.
En una calle solitaria llegaba un carro con dos manes vestidos
de policías y los manes traían los maletines, unos maletines
negros y altos. Llegaban en una Nissan, no de policía sino Ñis-
san particular. Y bueno, El Cucho nos dijo que íbamos los cua
tro en dos carros. Luisito ya vuelto recuerdo en el alma, ya paila
y muerto, dormido con sus ilusiones de nadar en un río de
plata. Siempre trabajábamos los cuatro. Lo mismo, la entrega
de armas, de a pistola y de a Uzi para cada uno. A mi hermano
Nelson le soltaron una granada de mano, porque también nos
enseñaron en la escuela a manejar la granada de mano. Don
Luis soltó las instrucciones y luego dijo medio dramático en
sus palabras, Dios quiera que sea como el primer brinco de la
joyería, que no suene ni una bala, no quiero violencia... Al
patrón no le gustaba la violencia cuando era robo, un hombre
de maneras educadas en su profesión. Cuando se trataba de
sicariato tocaba aplicar la violencia y se hacía por necesidad.
A don Luis se le aparecía el apetito de la maldad, olvidaba sus
maneras inteligentes y educadas, muchachitos, ustedes saben,
siles toca responder, háganlo... no se dejen sacudir por la tem
bladera. .. De una, lo sabíamos, porque lo otro era quedar pa-
tiquietos, muñecos estirados como para ramo de flores blancas
en la boca y una canción de despedida.
Listo, a las seis, teníamos tres minutos para hacerle la pa
rada al carro. Nosotros íbamos en una Nissan y un Toyota
modelo 85. El primero se le adelantaba a la Nissan y se le atra
vesaba, después le caía el otro carro por detrás. Tocaba ence
rrarla y bajar, encañonar a todo el mundo y dejarlos pegados a
tierra, si era necesario. Ese día yo me eché la bendición por
primera vez para darme seguridad en los dedos, andaba con el
susto montado en la nuca. El carro de los manes, despacio, como
pensativos los manes, cuidadosos. En el primer carro mi herma
no y en el de atrás yo, ese día nos separaron a los dos. El carro
de Nelson, fumm, se le atraviesa, y se bajaron rápido y los en
cañonaron con Braulio, y los manes no tenían ni una aguja,
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quedaron paralizados por la sorpresa al ver severas escuadras,
ni repararon en nosotros. Nelson les puso la granada a tiro de
mano, en la otra la Uzi, y no dijo palabra, nada de quietos mal
paridos, nada de insultos. Las armas hablaban por él. Braulio,
en cambio, jugueteaba con su dedo matón, quería dispararse el
chino maricón, haciendo alardes de mucha valentía. Con El Pas-
tusito los echamos al piso y con la pita los amarramos, abri
mos la puerta de atrás de la Nissan y los encerramos, mientras
tanto cogimos los dos maletines y nos abrimos. Ese día no se
disparó un tiro, por suerte, siendo chinches, pues parecíamos
como invisibles por la rapidez de nuestros movimientos.
A los veinte minutos teníamos una cita, a las 6 y 23 de la
tarde, con unos manes pesados, socios del Cucho. Los dos manes
recibieron los maletines negros, se abrieron sin mucho distur
bio y nosotros descargamos y nos fuimos también para la casa.
Al otro día en su casa, don Luis con el cigarrillo en una mano,
el trago en la otra, en pantuflas y severa levantadora de satín,
que no se cambiaba por nadie por el éxito del cruce. Brillante
la mirada, sabor de triunfo en la boca, muchachos, ¿saben cuán
to me gané anoche? Me trajeron los trescientos paquetes gran
des. Ese día nos pagó mejor que el segundo brinco, dos millones
nos dio a cada uno. Tremenda comidota nos dimos con Nel
son, whisky, de todo. Y otra vez de farra con las sucias, sardinas
de catorce, quince años, cuajaditas de hermosura;
Con Nelson siempre cogíamos para donde Nuzbel. Estu
vimos una semana en su apartamento y a Nuzbel lo veía como
mal, acabado. Nuzbel no parecía gozar de nuestra alegría por
el brinco que habíamos realizado. Esa noche lo dejamos en la
sala con su metedera de perica, solitario, ausente del mundo.
No quería escuchar música, quería la compañía de sus pensa
mientos ya turbios por el acecho de pasos funestos sobre su
vida/Con Nelson nos fuimos a dormir, inquietos ante esa mi
rada teñida de locura de Nuzbelí Ya lo conocíamos, cuando"
pedía algo había que cumplirlo. En la madrugada escuché un
estruendo que ni el putas. El corazón se aceleró a mil, desperté
108
a Nelson, salimos del cuarto y vimos a Nuzbel golpeándose la
cabeza contra las paredes de la sala. Lo hacía sin compasión
hasta sangrar. Cuando lo detuvimos, dijo sin darnos ninguna
explicación, busquen algodón y Mertiolate para limpiarme la
herida. No quiso que lo acompañáramos, quería quedarse solo
con sus pensamientos amenazantes, que no le daban caminos
distintos a su vida, pn hombre pegado al espejo de su propia
angustia. Prometió no volver a golpearse,’,
í/Así pasamos el tiempo entre brinco y brinco y la amistad
con Nuzbel, amistad que para Nelson y para mí se volvió la
fortuna de la vida, El hermano mayor que nos palmoteaba con
sus consejos y sus bromas cuando andaba equilibrado de jui
cio. Un jodón de mierda, un cabrón maravilloso. Nos protegía,
y con Nelson tratábamos de protegerlo, cuando andaba de fa
rra en los bares duros del centro de Medallo. íLos tres forma
mos un equipo en la amistad y en la complicidad/ Bacán,.
maestro en todo tipo de quiebres, un salvaje por su sangre fría,
alguien que no se andaba con la puta sangre de los remordi
mientos. Si se tiene dudas en los dedos antes de disparar, el
muñeco muerto será uno mismo por la indecisión de los re
mordimientos.
/Yo quería que Nuzbel se abalanzara sobre mí y me diera un
fuerte abrazo, felicitara y dijera con todo su calor humano, bra
vo, Ramoncito Chatarra, así se hace.; Hay qué perderle el miedo
al miedo, porque uno está metido en este oficio y hay que res
ponderle a los compromisos! La respuesta que esperaba para el
desfogue de la emoción ya desbordada. Nuzbel, frío, con esos
ojos de extraño que no escucha, ausente de las palabras.
La historia era la siguiente: un man contrabandista man
dó a matar al hijo de otro man también contrabandista por
cuestiones de incumplimiento de negocios, y el man contra
bandista, todo ofendido por la muerte de su hijo, decidió como
venganza mandar a matar a la mujer del segundo man contra
bandista. Ese trabajo se lo encargaron a mi patrón. Nuzbel era
muy amigo de don Luis, por tratos de trabajo y por mujeres de
109
alto peso en el culo. La mujer maneja sola un severo Mercedes,
acompañada del chofer y nadie más, dijo don Luis.
La actitud de Nuzbel no me desmoralizaba. Por el contra
rio, le daba mucha más fuerza a esa emoción que sentía por
todo el cuerpo, lo quería convencer con mis razones. Lo cierto es
que días atrás, Venía ronroneando mi decisión de actuar inde
pendiente y no seguir de segundo de mi hermano Nelson. Cla
ro que sigo siendo su sombra, pero una sombra que quiere
actuar por cuenta propia. Ya sentía el peso en bruto de mis casi
doce años.rHabía estado tres años en la seguidilla, a la sombra
de Nelson. Ese encanto que me tenía como embrujado debía
romperse y se rompió en la tarde de ayer. Eso le estaba dicien
do a Nuzbel, el hermano ya mayor. Pero él seguía aferrado a su
silencio como queriendo despeñar por un abismo mi desespe
ración, que dejara de hablar.
Cuando don Luis dijo con aire de darnos alientos al Pastu-
sito y a mí, hoy les toca el turno a los dos, yo me di cuenta que
había llegado la hora de cumplir mi decisión de perder el mie
do a la sangre ajena; Quería saber si después de disparar, yo
había sido el causante de la muerte del muñeco que yacía esti
rado en la calle, quieto, por mi destreza y sangre fría. Debía
madurar mis casi doce años; me estaba volviendo viejo en ex
periencia. Nelson estiraba su cuerpo, vuelto ya todo un hom
bre curtido en el oficio. Pero Nuzbel seguía inmune como vil
cucaracha a las razones de mis palabras, sepulcro en la mudez.
Nelson me observaba con el desencanto de un extraño,
como pensando para sus adentros, el Ramoncito Chatarra se
me creció, está dejando de ser mi hermano mcnor.Y era cierto,
también los hermanos menores crecen un día y hablan con su
propia voz. Nuzbel quería acallar mis urgencias de hablar y le
conté lo sucedido. A Nelson ya le había contado de mi estado
de excitación a punto de desbordarse. Nelson me agarraba del
cuello y me atraía a su cabeza con ese cariño tenaz de hermano
mayor, cálmese, mariconcito de mi hermano, tómese su ron y
concéntrese en todo lo que está sintiendo. Yo lo presiento, lo sé
lio
por el color de su semblante y por la risa, que siempre estuvo
de acuerdo que yo fuera la sombra de su retaguardia, que estu
viera atrás de su cuerpo para evitarle un trago amargo en su
vida. Yo sabía que él lo hacía para defenderme de un mal tem
blor de muerte sobre mi vida.
íYo se lo dije a Nuzbel con toda la sinceridad de que soy
capaz, que debía cumplirle a don Luis;Yo ya me sentía jefe del
Pastusito y le dije después de escuchar las instrucciones de don
Luis, yo disparo primero, luego usted me apoya con sus dispa
ros. Él dijo que sí con un rápido bajar de cabeza. Yo iba de
parrillero, manejaba Braulio. Nelson manejaba la otra moto,
de parrillero iba El Pastusito. Braulio se puso a la par del carro de
la mujer del contrabandista, ella inofensiva en el puesto de atrás,
el chofer confiado manejaba despacio. La mujer había abierto
el vidrio de la ventana para recibir un poco de aire fresco. Sus
ojos, por casualidad, se enfilaron frente a mis ojos, puto azar
de la vida, ella me lanza una mirada lejana de desprecio, yo
apenas sonrío escondiendo mis intenciones. Ella volvió por su
mirada, ahora con más odio porque intentó subir de inmedia
to el vidrio de la ventana. El tiempo del desprecio se le cum
plió, cuando, le puse casi en sus ojos el pulso de mi pistola y le
desgajé todo el proveedor de una. No lo hice para cobrar ven
ganza por su mirada, tampoco lo hice para destrozar su linda
cara./Lo hice para reafirmar la decisión de seguir en mi oficioi
t Nuzbel parecía picado por la mosca del olvidó, su atención no
estaba para mis palabras.
La sangre ajena salpica la conciencia en su desbordamien-
toJLa mujer quedó prácticamente sin rostro, su sangre salpicó
mis dedos de la derecha aferrada al disparador de la pistola. El
Pastusito apuntó de una contra el chofer del carro y éste termi
nó por estrellarse contra un poste de la luz. Se lo dije a Nuzbel:
en ese momento cuando vi el carro estrellado, tuve el impulso
de decirle a Braulio que detuviera la moto, creo que se lo dije.
Quería bajarme de la moto, el impulso en mis adentros era
incontenible, para subirme sobre la carroza del carro y comen
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zar a gritar, yo lo hice, yo lo hice, gritar ante una multitud que
aterrada me escuchaba como si fuera un puto político de esos
que salen por la televisión. También quería abrir la puerta del
carro, abrazar a esa cucha ya sin rostro, decirle no quería ma
tarla a usted, usted murió por la suerte de una venganza. Brau
lio, que olvidó su dedo matón, sólo me dijo, agárrese marica
que nos abrimos ya. Y aceleró como diablo espantado de su
propio terror.
Parece que fui calmando la fiebre de mis palabras. Nuzbel
por fin habló, chino marica, que bueno que paró tanta verbo
rrea. Hizo silencio corto. Ramón Chatarra, el primer muerto
que uno se carga, ese muerto nunca se olvida porque ese muerto
lo afianza a uno en el oficio.^Usted me entiende? ¡Después cre
ce la lista de muñecos sin vida y viene el olvido de nombres;
Tumbar, acostar al otro, se vuelve como un juego de azar, el
man no sabe que uno lo va a matar. La suerte la selló quien lo
mandó a tumbar. Y entre olvidos de nombres y de muertos,
quizá un muerto, no sé porque putas diablos, se la comienza a
cobrar a uno. Esa muerte lo persigue a uno, ese muerto quiere
matarlo a uno, quiere vengarse de la vida que se carga. Nuzbel
se cansó de sus palabras, claro, palabras que no me convencie
ron ni culo; Yo estaba sintiendo una profunda emoción de vi-
vir./Ni Nuzbel ni Nelson querían entenderlo.:.
En cada muerto que uno se anota para su orgullo perso
nal, se está labrando también su propia muerte. El muerto ras-,
ga señales en el cuerpo de su matador. El comienzo de la agonía
de quien dispara con el primer muerto. Nuzbel se había vuelco
un pistolero sabio, eso pensaba. Sus palabras, por supuesto,
fueron aprobadas por Nelson. Entonces, los dos me bajaron
los impulsos de pistoloco suelto por la ciudad, disparando. ’
El ánimo de Nuzbel cambiaba con la luz de la noche. Se
veía optimista, como alegre de seguir caminando sobre la tie
rra. Chinos maricas, los invito esta noche a un lugar muy ché
vere. Pónganse bien pintas. Con Nelson alistamos camisa, yin
y zapatos de estreno y en sana competencia nos pusimos seve
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ras joyas en el cuello y esclavas en las muñecas. Claro, para evi
tarnos su cháchara y consejos de pistolero sabio, no le conta
mos con Nelson los ¡últimos brincos que habíamos realizado
para don Luis.i Había que tumbar a un cura, un cura de los
pesados, allegado a García Herreros. Y eso fue lo más fácil por
que, ah, es que nosotros sí somos la cagada, nos echamos la
bendición dizque para matar a un cura, bendición en medio
de una risa cilla y burlona. Lo encontramos muy orondo con
las manos bien puestas sobre su enorme barriga en la puerta
de la iglesia y le pegamos dos pepazos y plumm, al suelo. Ya
teníamos buena puntería, a menos de medio metro lo cogimos
y como a la cuadra nos esperaba un carro. Ese día, El Cucho
don Luis nos dio de a paquete grande. Después Nelson metió
otro brinco, tumbó a un esmeralderq y se ganó como cuatro
paquetes. Cuando yo no tenía plata, él me gastaba. A mano,
también estaba Nuzbel cerca para cualquier circunstancia. Nel-
son, con sus quince años ya cumplidos, se había vuelto un hom
bre de respeto en ese medio oscuro en que nos movíamos. Claro,
bajo las órdenes de don Luis.
Cuando los tres entramos al sitio, la mirada se perdió por
completo en la oscuridad. La música estaba en lo máximo del
volumen que ponía a bailar los pies como mariposas buscando
macho. Un man amable nos. guió con la linterna encendida y
nos puso mesa en un rincón del lugar, aunque por la oscuridad
todo parecía un solo hueco. Con Nelson pedimos Ron Mede
llín con limón y Coca-Cola, Nuzbel, de fino, pidió su whisky y
hielo. Tres divinos Pachás, respetados y bien servidos por la
humanidad.
La oscuridad a veces perdía el encanto del secreto por los
destellos de luz que caían sobre la pista y uno veía claramente
las siluetas de los bailarines, atravesados por la brillantez de la
espada de las galaxias. Estábamos cercanos a la pista. Sonó duro
Fruko y sus tesos, la historia del preso con la añoranza por la
ausencia de la hembra: la soledad encerrada entre, las cuatro
miradas de la desesperación. La madre en el cielo y un hombre
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quiere como salvación la sonrisa de su propia muerte. La pista
retumbaba como asombro de aquellos sonidos que daban alas
a los pies, y los cuerpos pegajosos cimbraban.para no perder el
ritmo de los pasos. La pista y las parejas continuaban atravesa
das por aquella luz intermitente de las espadas de las galaxias.
Entonces, ella hizo su aparición, como diciendo mancitos
abran paso y pista, aquí estoy. Yo quedé alelado por ese fulgor
rítmico que enloquecía a cualquier espectador sorprendido por
la presencia que no tuvo anuncio. Lo confieso, quedé de una,
viendo ese ritmo de fuego levantándose en el final de la noche,
extasiado como colibrí metiendo el pico en lo hondo de la flor.
Ño sé por qué esa ilusión me surgió cuando pensé con firmeza,
ésa será la hembrita de mi vidaf Cosas que suceden como ilu
siones fugaces que uno lleva sin darse cuenta, como viejo ta
tuaje sobre la piel.
Nelson, cacareando como gallina clueca, le dijo a Nuzbel
muerto de la risa, se le pegó la aguja a Ramoncito Chatarra por
aquella hembrita, bailadora solitaria. Lo dejó fuera de base, agre
gó Nuzbel, la avispa de pies a cabeza para bailar al son que le
toquen. Lo que dijo Nuzbel me regresó a la luz fija de mis pen
samientos, ¿La conoce?, claro que la conozco y si quiere mari-
concito se la presento, ¿qué me la presenta? Quedé rendido de
una pieza sin nada qué decir. Sabía que no era capaz de acer
cármele a un metro de distancia a ese hermoso trompo baila
dor. A semejante ritmo humano lo mejor es tenerlo a cierta
distancia.
Sin querer volví a girar la cabeza, y entre los destellos de
luz sentí la fijeza de sus ojos incrustados en la puerta de mis
pensamientos, como desafío al aire libre. No quería creerlo,
tampoco les contaría a ese par de maricas de Nuzbel y Nelson
lo que estaba sintiendo como real verdad. Sabía que de ante
mano escucharía sus voces burlonas. Entonces, me concentré
en la luz de mis pensamientos, cerré los ojos, quería prender la
luz de mis ojos para sorprenderla en el instante en que me es
tuviera observando. Pensaba en semejante hembrota, porque
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no era de quince ni de veinte, la experiencia de los movimien
tos de su cuerpo eran de más de veinte años. Abrí los ojos, lo
juro que lo vi, me estaba lanzando flechas de puta coquetería,
su baile, la insinuación para mí. Entonces, pensé sin ningún
esfuerzo mental que podría traerla enterita con su ritmo loco
y dejarle un espacio abierto entre mis manos para que ella,
como un esbelto trompo, siguiera con su ritmo cadencioso,
hasta quedarse quieta y dormir desnuda bajo la suavidad de
mis dedos.
Nuzbel me sustrajo de mi mundo a su realidad burlona,
diciéndome, vea mancito, yo le dije que conozco a La Paisa, si
quiere se la presento. No quiso obtener ninguna respuesta le
gal de mi boca, el muy cabrón se levantó del asiento y en un
instante que giré la cabeza para seguir viendo esa ilusión de
vida, vi que Nuzbel le hablaba: ella no cesaba en el ritmo loco
de su cuerpo, encerrada con sus pasos en aquel mundo de cua
tro esquinas que cantaban Fruko y sus tesos, tampoco cesaba
de reír, sin dejar de lanzar su mirada experimentada y ardiente
sobre este pobre sardino que navegaba con la ilusión prendida
de meterle mi lengua en su boquita de miel lejana.
Cuando Nuzbel regresó, el cabrón de mierda soltó sobre
mi cabeza algo como un explosivo, Ramoncito Chatarra, pro
blema arreglado. La Paisa lo espera, quiere darle pista a sus pies
de bailador. El maricón de Chatarra quedó aplastado por la
noticia. Yo no podía igualar la torpeza de mis pasos.con aque
llos embrujados movimientos de su cadera, en equilibrio de
unos senos pequeños, comida imaginada para mi boca ham
brienta.
Empujado por la fuerza de Nuzbel y Nelson, que me co
gieron por los brazos y me levantaron sin darme aviso; de pron
to me vi indefenso como un carajo tortolito, frente a semejante
hembra que tenía alebrestadas todas las ilusiones que navega
ban en mi cabeza. Parado y crucificado hecho una bola y ella,
lo juro, riéndose sin dejar el ritmo loco de su cuerpo, me lla
maba con las manos, como diciéndome mancito venga y me
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A
116
pezones, flotaban en su blandura. El público de manes babea
ba y aplaudía a rabiar. Uno de ellos, panzudo, de bigote espeso,
con las piernas abiertas, subido sobre una mesa y con la verga
al aire también hacía que aplaudía pero se hacía la paja en públi
co. Cuando ya estábamos sentados con Nuzbel y Nelson, la
hembra con sus calzoncitos tan diminutos para verlos con un
ojo y luego imaginar ese bosque hambriento, se entrepierno
con un poste que había en la tarima y cabalgó por tres largos
minutos. Los manes de pie y boquiabiertos al borde de la tari
ma ya no aplaudían, sino que ahora imitaban al panzudo que
aún no terminaba el pajazo: con las vergas firmes golpeaban
frenéticos la madera de la tarima. Pero se apagó la luz de la
tarima y desapareció el encanto de aquella vieja regordeta. Claro
que en la oscuridad a nadie se le ocurrió salir armado de una
afilada hacha y cortar vergas a granel, sobre la madera de la
tarima. La risotada de dolor y llanto hubiera sido muy hi-
jueputa.
Comenzamos a tomar brandy y Nuzbel brindó por la puta
amistad que nos unía a los tres. A Nelson le dio un fuerte abra
zo, a mí me hizo traquear los huesos con su emoción. De una,
bebimos la copa, luego Nuzbel levantó la suya y brindó por la
vida que tiene hermosos recuerdos. Chocamos las copas. Nuz
bel no descansaba en su euforia de brindar a cada instante. En
secreto para los tres, dijo susurrando, un hombre vivo también
debe brindar por la muerte, porque la muerte no siempre anun
cia su aparición. Nelson, con la mirada en alza como si estuvie
ra detectando la lejanía del mar, brindó porque el próximo
brinco fuera todo un éxito en dinero y en noticias. Quería vol
verse famoso, salir con su fotografía en los periódicos. Quería
además independizarse de las órdenes de don Luis. Se había
vuelto insistente con esa mierda de la fama: lo veía ojeando
periódicos viejos como buscándose en fotos con gestos muy
posudos.
Yo brindé por la imagen bailadora de La Paisa que tenía la
esperanza engargolada en la cruz de espera de mi puto y ado
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lorido corazón. Andaba tan ansioso como gato buscando su
plato de leche.
Y la pregunta también inevitable del man de Nuzbel, ¿ya
mojó mecha en el río turbulento de La Paisa? No joda Nuzbel,
deje en paz al chancho de Ramoncito Chatarra, salió en mi
defensa Nelson. Bueno, ¿pero sí la llamó por teléfono, viejo man?
Yo mordí mi silencio y sangró un poco el labio inferior: no
quería confesarle a este par de cabrones que había sido incapaz
durante quince días de descolgar el teléfono y tratar de hablar
con ella. Estaba maniatado a un temor del carajo, que de pronto
ella, al escuchar mi voz, tirara el aparato o simplemente dijera,
mancito, ¿usted quién es?, ¿acaso lo conozco? Pero venciendo
ese temor, la llamé tres días seguidos y el teléfono parecía des
colgado. Y al no escuchar su voz, mi piel se volvió un manojo
de ausencia, la añoranza por su cuerpo bailador bailaba con
luz propia en mis ojos cerrados. Una noche, a las once, levanté
con temor el aparato, presentía los buenos pasos de mi suerte.
Marqué el número y comenzó a repicar, por mi ansiedad pare
cía asmático y la explosión de la alegría se hizo cierta, contestó
la hermosa bailadora de mi vida, y cuando conoció mi voz, sus
palabras tuvieron el ritmo de aquella noche de su mágica apa
rición. Dijo, parcero, me llama el próximo lunes, a las once de
la noche. Yo también quiero verlo. Llené a besos el puto teléfo
no. Soñé que La Paisa bailaba incansable en la palma de mi
mano y no se rendía ante ese endiablado ritmo que llevaba
como flor despierta, a lo largo de su cuerpo. Embelesado, la
veía solitario como cercanía de mi mar. Nuzbel, brusco, me
sacó de mis sueños con su voz áspera pero cariñosa, vea cabrón
de mierda, llame a La Paisa, moje la mecha en su río y no se
quede montado para siempre en su cuerpo. La Paisa es avispa
bravera y venenosa.
estábamos chapetos. Nuzbel mandó a traer plato y piti-
una pidió tres dosis de perica bien medidas. Lo vi cam
biando su cierta alegría por una profunda tristeza que puso a
navegar sobre su cuerpo. Navegaba a la deriva con la mirada
118
turbia de nubes atormentadas. Volteó la mitad de la papeleta, a
mí me dio rabo, y le dije, sabe qué Nuzbel, no paga que se pon
ga a meter esta noche... Con Nelson habíamos sellado el com
promiso de no volver a soplar en su compañía, si él quería viajar,
nosotros desde la orilla seríamos sus compañeros de viaje.
Nuzbel había perdido el sonido de su voz en el limbo de la
desesperanza, que muerde a cada instante el corazón y deja
que se desangre en la madrugada de un fúnebre día. Con una
cuchilla había aplanado su propia playa blanca sobre el plato,
cogió el pitillo y lo inhaló por un hueco de la nariz y lo hizo
con la misma sed de un perro acalorado. Nuzbel había enca
minado sus pasos hacia el viaje de la tristeza, los dedos de las
manos estaban como al borde de agarrar el vacío de la vida.
Quería ahogarse en su propia respiración?^
Eran como las dos de la mañana, el local ya estaba desocu
pado de toda esa porquería humana. El olor a cigarrillo y trago
se había congelado en aquella nevera maloliente. Nuzbel dor
mía o hacía que dormía casi que apacible su largo camino déla
tristeza, alguien remaba por él en ese río desconocido. Regre
saba a la orilla de la vida, maquinalmente aplanaba su playa
blanca y volvía a inhalar con fuerza el pitillo. La ventana de la nariz
se esponjaba como fuelle, tan viejo que parecía roncar. Nuzbel,
viajero de la tristeza todo vuelto mierda, volteó el otro poco de
polvo que le quedaba en el plato, metiéndose como la mitad y,
pum, se quedó dormido. Yo también me caía de la borrachera
y del sueño. Nelson parecía un angelito en paracaídas, al vai
vén de sus ronquidos que soplaban un enjambre de moscas y
las espantaba de pavor.
Como a las siete de la mañana Nelson se despertó para
que nos fuéramos. Me arrimo a despertar a Nuzbel y nada que
se despertaba el man. Entonces lo empujé duro y cayó al piso
como un asustado toque de tambor en las horas de la madru
gada. Su rostro pálido, como recién salido de un congelador.
Mi hermano dice que no respira, que nos abramos porque ese
man está muerto, que nos abramos. Yo le dije que no, que no
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estaba muerto. Nelson aferrado a su sangre fría para ocultar
un arranque de culo lloriqueo, afanaba. Yo, amarrado a mis
lágrimas de sangre tibia, no quería partir y dejar a Nuzbel frío,
saboreando la muerte que quería. Otro había terminado de
remar por él en ese río de su vida, embrujado y desconocido.
Vino el mesero, y como si esto sucediera cada noche, nos
dijo confiado y fresco, muchachos, abránse que este man está
muerto y ustedes se embalan con la justicia. De una, tocó abrir
nos, le quitamos la pistola, la plata y a los quince minutos llegó
la policía; hizo el levantamiento del cadáver. En el papel que
dieron en la morgue salió que Nuzbel había muerto de una
sobredosis de droga. A él le gustaba mucho meter, buscando la
muerte. Un man con muchos sobresaltos en la vida, parecía
que nada lo amarraba en este mundo.
Ahora que lo pienso, no fue la sobredosis lo que lo llevó a
la muerte. Según Nuzbel, debió ser el primero de sus muertos
que lo llevó a su destino y le montó la perseguidora desde el
más allá. Uno de sus muertos que nunca le perdonó que lo
hubiera matado de esa forma: lo vigilaba en el baño, lo incita
ba a golpearse la cabeza contra los muros, lo llenaba de terror
al abrir o cerrar la puerta del apartamento, le impedía termi
nar la comida, inundaba su cabeza de tristezas, lo postraba en
la cama por tres días seguidos y cuando se levantaba se quejaba
de un dolor intenso por todo el cuerpo. Y ese muerto le señaló
su muerte la noche de la sobredosis y lo mantuvo durante
muchas horas bajo la más implacable de las agonías: regando
la tristeza gota a gota por su vida, para que se fuera sin un dejo
de remordimiento.
La policía cayó en la mañana ál apartamento de Nuzbel.
Menos mal que con Nelson habíamos llamado al patrón y él
nos ordenó que nos perdiéramos. El apartamento lo selló la
policía, decomisaron sus objetos personales. Ni modo de ir a
reclamar el cadáver de Nuzbel, porque tenía más antecedentes
que un putas; lo acusaban de veinticinco muñecos bien acosta
dos en tierra, con tres tiros certeros en la cabeza. Lo echaron a
120
la fosa común como apestado en ese Medallo, ciudad en que la
vida se juega a la caída de una moneda o a un soplo de botella.
La muerte camina con su olor por todas sus calles. Nadie que
lo recordara con flores y una señal escrita con su nombre. Mu
rió en un infeliz olvido, como un cualquiera sin nombre. Los
meseros dijeron a la policía que había llegado solo y ya venía
drogado. A mí me dio reduro y con mi hermano estábamos
adoloridos; nos tocó otra vez ir a parar a la residencia. Nuzbel
nos dejó un huecote en el alma, era como el único amigo nues
tro, casi un hermano, la familia. Yo pensé que la muerte ronda
ba con sus pasos muy cerca de nosotros, cantándonos una
canción de amor, para atraernos a la oscuridad de su morada.
Me quedé callado comiéndome una a una las tristezas del viejo
man de Nuzbel, como si fuera un racimo de uvas podridas. La
muerte ya bebía con su puta sed de encierro permanente, la
sangre hermana que aún corría por las venas.
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6
«Esta fotografía es lo único que conservo de mi hermano
Nelson», dijo Ramón Chatarra con la tristeza pegada en la mirada
que encuentra límites en augurios cumplidos. «Es una fotografía
tomada en el parque Berrío, quince días antes de que lo mata
ran...» Ramón Chatarra quedó absorto, atrapado en distancia
perdida, tratando de volver a la vida a Nelson, después de aquella
funesta balacera en que encontró sin aviso la muerte. Se puso
tembloroso pero contuvo el llanto y lo hizo con un abrazo a su
cuerpo para ahogar cualquier vestigio de dolor, hundiéndose las
uñas con fiereza en los brazos. Sacó fuerzas y sonrió, se deshizo de
aquella imagen que lo perseguía a cada instante, como si se trata
ra de cumplir la promesa hecha a un hombre minutos antes de
cerrar sus ojos definitivamente.
Me pasó la fotografía recortada, en la que se veía la figura de
Nelson delineada por un par de tijeras con la intención, pensé, de
ocultar el entorno donde había sido tomada o quizá desaparecer
la compañía en que se encontraba. Al contrario de Ramón Cha
tarra, que era fornido, casi cuadrado, Nelson aparecía espigado,
alto para sus dieciséis años, vistiendo una camisa roja de cuello
como un cleriman, yin desteñido y lujosos tenis. Daba la impre
sión de que era un muchacho retraído, ensimismado en sus pen
samientos, poco sonreía, quizá porque se había convertido en todo
un hombre a fuerza de los golpes recibidos en su vida tan trajinada.
Ramón, ¿y el resto de la fotografía? Se quedó mirándome con la
mirada de punta de alfiler, como diciéndome, olvide su estúpida
pregunta, bótela en la bolsa de la basura y no joda más. No que
125
ría interrumpir su silencio rabioso. Su rostro se había transfigu
rado hasta desaparecer la sonrisa permanente. Tarántula, el gato
gris, jugueteaba con la sábana que colgaba y dividía en dos aque
lla habitación lúgubre por la oscuridad y olor a humedad en la
que vivían Ramón y su familia. Tarántula saltaba en cacería ima
ginaria, alcanzaba a rasgar con sus afiladas uñas la sábana que
había dejado de ser blanca, después de tanto tiempo de uso.
«En la foto estábamos, Nelson a la izquierda, en el centro La
Paisa y yo ala derecha. Ella y yo abrazados con esa mentirosa
ilusión de un amor por toda la vida». Ramón Chatarra volvió al
silencio distante que cortaba cualquier intento de comunicación.
En la cama, su mujer le daba de mamar a su hija. Una muchacha
muy joven, tan silenciosa como si estuviera atemorizada de sus
propias palabras. Su silencio le llegaba a la boca por la imposi
ción de lo precario, en la miseria que amordaza por principio
cualquier lucidez en la palabra. Un rato después, ella se levantó
de la cama, la niña estaba profundamente dormida; vino hacia
nosotros y preguntó: ¿quieren café? Yo dije que sí en un susurro,
Ramón dijo sí en otro murmullo. Ella salió de la habitación y yo
me quedé mirándola a contraluz: su cuerpo delgado era armo
nioso, sus pasos seguros; detrás de ella, Tarántula, el gato gris, la
seguía perezoso, hambriento.
«Le pido que me pregunte por Nelson mi hermano todo lo
que quiera. No me pregunte nada por La Paisa. Ella es sangre
fresca en mi memoria, su sangre se niega a secarse definitiva
mente en la calle del olvido. Su muerte aún vive en mi cuerpo.
Usted está rasgando las razones de mis secretos. Quisiera que no
hiriera mis sentimientos». Dejé que divagara por esas calles estre
chas de sus olvidos^fiejé que volviera a reconstruir con la imagen
viva de Nelson amargos recuerdos, dejé que equilibrara sus emo
ciones y regresara al ritmo de su voz sin laberintos escondidos en
su llanto y en las culpas atragantadas.
Su mujer trajo dos pocilios de café, uno en cada mano, ama
ble y silenciosa me pasó el mío, menos amable le dio el otro a
Ramón Chatarra. Pienso que ella no estaba de acuerdo con el
126
hecho de que Ramón hubieselentablado esta conversación con
migo durante los últimos tres meses.,Había en ella cierto temor
por las revelaciones de su vida en Medellín, inquietud por un
pasado oscuro y cercano a los dos, que influyera y cercenara su
relación tan reciente. Lo cierto es que Ramón Chatarra nunca me
había hablado de las dudas de su compañera. Por el contrario,
me aseguraba sonriente, «la Mona sabe todo sobre mi vida en
Medellín y me ha aceptado como soy».
«Con Nelson mi hermano tuvimos ciertas distancias en los
últimos días de su vida. Pero yo siempre seguí siendo su sombra
cómplice y compañera. Nelson quería tener su grupo para man
darlo y hacer sus propios cruces. Incluso quería hacer los cruces
sin que supiera don Luis. Por el contrario, yo quería seguir bajo
las órdenes del viejo. En sus cruces secretos nunca quiso que lo
acompañara: mariconcito de mi hermano, a ese cruce usted no
va porque tiene muchos riesgos. 7yo lo necesito vivo a usted para
que un día sea quien cierre mis ojos y me entierre en cementerio.
Resultaba que por cuestión de una raya en el destino, yo sería
también la sombra que debía acompañarlo el día de su muerte y
el día de su entierro. Mi suerte futura se convertía en miserable
mierda de enterrador de mis muertos, como sucedió con Nuzbel,
el hermano mayor. Cuando yo quería indagarlo por esos presen
timientos tan sombríos, él me daba un abrazo y me hablaba al
oído: quiero irme de viaje, y de inmediato prendía su primer pis
tólo de basuco en la noche. Entonces, la palabra moría envuelta
en el humo que soltaba sorprendida la fuerza de sus pulmones. El
humo del pistólo de basuco era como una inmensa pared, tan
alta que nunca podía alcanzar a pesar de los intentos de mis sal
tos. La vida comenzaba a separarnos sin ninguna explicación. De
pronto la idea de la muerte se nos venía encima como una mon
taña y yo quedaba paralizado con las manos abiertas, recibiendo
un torrencial chorro amargo y venenoso de agua turbia.
»Nelson no gustaba de La Paisa. No creo que la odiara, segu
ramente no quería que estuviera tan pegada a mi piel hasta ago
tarme en todas mis fuerzas. La Paisa nos separaba en el tiempo,
127
nos separaba en la compañía diaria. Nelson ya andaba en amar
gos augurios de la mirada quieta en su eternidad. En cambio, La
Paisa siempre me hablaba melosa maravillas de mi hermano
Nelson. La verdad es que nunca supe quién tenía la razón, en esa
distancia odiosa, que me separaba de mi hermano. Cuestiones de
sangre que no tienen origen en la palabra hablada. Él nunca tuvo
mujer fija, digamos compañía de su cuerpo en muchas noches
seguidas. Tampoco visitaba a una misma sucia por varios días.
Mojaba su polvo y olvidaba. No quería ataduras para su vida.
Sólo quería tener la sombra amiga y hermana, el maricón de su
hermano.
»Nunca, nunca, hablamos de la familia, sólo una noche que
llegamos a la residencia de madrugada, una noche que lo acom
pañé a casa de las sucias. No quería soplar su pistólo de basuco,
quería mantenerse equilibrado en la lucidez de sus pensamien
tos. Me abrazó y comenzó a llorar, Ramoncito Chatarra, nuestro
padre es y seguirá siendo una mierda. No dijo más. Lloró con la
desolación de un niño perdido en la memoria de los hombres.
Se encerró en su definitivo olvido familiar. Se puso a navegar en
la ausencia esquiva de las palabras. Se negó a seguir hablando
conmigo».
La hija de Ramón Chatarra había despertado sobresaltada,
lloriqueando, algo la molestaba, quizá estaba empapada de sus
orines. Su mujer se levantó, vino hacia nosotros y se sentó en el
suelo frente a nosotros,taciturnale dio de mamar sus pechos y la
niña se calmó de inmediato. Tarántula, el gato gris, como si estuviera
escuchando nuestra conversación, se acercó a Ramón Chatarra,
ronroneó cariñoso alrededor de sus piernas. Los dos estábamos
sentados en un sillón de mimbre todo destartalado. Él puso al
gato sobre las rodillas, lo acarició suavemente con la palma de las
manos y se marchó definitivamente en busca de la ausencia de su
hermano Nelson, que por descuido había dejado en la tierra tan
tas huellas de sus pisadas. Ramón Chatarra quería seguir las hon
duras de esas huellas. Los recuerdos fijados en la memoria eran
como las miles de miradas del mar que buscan un lugar fijo para
128
estacionar definitivamente lo que han visto en sus correrías de
fuertes y livianos oleajes.
Ese man de Nuzbel tenía que morir así como murió, suici
dándose, porque su vida no tenía otro destino que esa muerte,
dijo implacable La Paisa. Se lo digo, mancito Ramón, ningún
sicario por más frío, arriesgado y calculador que sea, puede
cargar sobre su conciencia un muerto como el que cargaba su
amigo Nuzbel cuando se suicidó. Cuando La Paisa hablaba, le
parecía a uno estar viendo el corte de carne preciso por el cu
chillo afilado de un carnicero de profesión. Yo quería decirle
que Nuzbel no se había suicidado sino que había muerto por
una sobredosis de coca. La Paisa no dejaba de hablar, parecía
bailar solitaria con sus palabras, me tenía atrapado con el em-
brujo y ritmo de su carreta habladora.
Mancito Ramón, para las penas que deja la muerte de los
amigos, no se preocupe, yo tengo el remedio, yo le curaré las
penas del alma y su cuerpo. Tengo manos milagrosas. Pero se
lo digo, la gonorrea de Nuzbel andaba perseguido y asediado
por la voz y el llanto de una víctima que nunca había encontra
do reposo en sus andanzas después de la muerte. Quiero que
me entendás, nadie pero nadie quería matar por mano propia
en Medallo a ese man ya muerto en vida: era un caminante
muerto, un hombre que soñaba y cumplía con la amargura de
los designios de lo que sería su suicidio. La vida, para encon
trar la muerte, no necesita de una bala asesina. La vida de su
amigo Nuzbel sólo necesitaba que su dedo acusador se le me
tiera en la boca como nube atormentada y le disparara a su
cerebro la orden del suicidio.
La Paisa se puso de pronto cariñosa conmigo. Dijo, yo que
ría conocerlo en persona, por eso le dije que llamara por telé
fono esa noche cuando lo conocí en aquel metedero de salsa
brava. La Paisa entendía mi tristeza por la muerte de Nuzbel,
algo que llevaba como un enorme cajón dentro de mí mismo y
me impedía caminar, pensar. Tantas veces la había llamado a
su teléfono que, cuando me contestó y me dijo que fuera a vi
129
sitarla, yo llené ese cajón de tristezas con un montón de ilusio
nes. Aquí estoy viéndola y escuchándola, con ese dejo embru
jador de su voz y los ojos tan penetrantes que le dejan a uno el
cuerpo cicatrizado por tantas caricias prpmetedoras. Lo que sé
en este instante, en todo sentido, es que La Paisa era una mujer
completa por su hermosura. jMo importa que hiera mayor que
yo diez años. ¿Podría alcanzarla un día en toda su estatura con
la yema de mis dedos? Mis sueños de hombre comenzaban a
despertarse a mis doce años bien cumplidos.
Tómese este ron Medallo con hielo, tómeselo despacio y
búsquele sabor y despida de una vez por todas la puta tristeza
por la muerte de ese man llamado Nuzbel. No caiga en la oscu
ridad de la tristeza, ábrale paso a la luz de sus ojos. Pensé que
seguiría con la brutalidad y franqueza de sus palabras acerca
de la muerte de Nuzbel, pero mandó callar sus palabras, y me
puso a divagar sobre las maravillas de lo que sería su cuerpo
desnudo. Pensé que esa paisa bailadora solitaria, cariñosa en
este instante con su silencio de río apacible, sería como mi pri
mera mujer por mucho tiempo. Zarpó el barco de las ilusiones
que navegaba en el mar de mis pensamientos.
De pronto, La Paisa comenzó a hablar en susurros que
parecían montados en columpio, empujadas sus palabras iban,
venían y chocaban con mis oídos y allí quedaban aprisionados.
Dijo La Paisa, como si le estuviera contando una historia in
fantil a un hombre de doce años:
Nuzbel fue por varios años el sicario más frío y calculador
que hubo por estas calles de Medallo. Todo un profesional con
los compromisos adquiridos. Nunca fallaba en sus disparos de
muerte. Pero llegó el muerto que emponzoñó su vida, la hizo
invivible, la cubrió de odio y horror contra su propia respira
ción. Lo inevitable, lo que se atraviesa en el camino y no se
puede patear de una y desaparecer en la imaginación. No exis
ten, para evitarlo, rezos posibles, tampoco lágrimas de arre
pentimiento. Y se debe cumplir con ese compromiso secreto
como herida que nunca cura sobre la piel y deshace en polvo
130
los huesos del cuerpo. Nuzbel tenía de frente al político que
debía acostar, iba de parrillero en la moto y apuntó con la frial
dad de su cerebro. El man se ¿percató de la proximidad de su
muerte y se tiró al fondo del carro. Nuzbel lo tenía encañona
do y comenzó a disparar la culebra de su pistola. Al lado del
muñeco viajaba su hija de cinco años, que levantó los brazos y
atemorizada vio a Nuzbel apretar el disparador: los disparos
de Nuzbel le dieron en todo su rostro y la desfiguraron total
mente. La sangre se vomitó por todo su vestido blanco. Él se
dio cuenta de su tremendo error, le pidió a su compañero ade
lantar la moto y cuando tuvo de frente al carro disparó su furia
contra el chofer; el carro se estrelló contra un poste de la luz y
él terminó otro proveedor en el cuerpo del político. Los ojos
abiertos de la niña lo miraban como clavándole clavos en su
corazón. Desde ese momento Nuzbel escuchó día y noche el
grito de aquella niña que por casualidad había encontrado su
muerte, en su dedo asesino. El mancito de su amigo se encon
tró con la muerte que lo llevaría por propia mano a su desapa
rición, suicidándose.
No sé si dormí. La pesadilla fue como una carrera deses
perada alrededor de veinte cuadras, por una ciudad desolada
por la peste del dolor: Nuzbel caminaba sin asombro ni preocu
paciones por una calle solitaria. De pronto escuchó el grito
desgarrador de una niña que asomaba por una ventana. Las
otras ventanas de la cuadra se abrieron y Nuzbel escuchó para
lizado del susto la multiplicación del mismo grito. Los gritos se
juntaron como palmoteo frenético de palmas, incansable, in
contenible. Azotaban despiadadamente sus culpas del alma.
Nuzbel quería evitar la gritería tapándose los oídos con las
manos pero no era posible, sus oídos se volvieron conchas de
caracol que estallaron en añicos, vidrios desperdigados por ¿o-
iquier./Nuzbel corría enloquecido, cruzando cuadras ya ciegas
en sus finales, retrocediendo para buscar una posible salida,
tanteando paredes, golpeando puños contra las puertas cerra
das, memorizando en su terror sitios que había pasado, aquie- i
131
tando el cuerpo para tomar respiración, pidiéndole perdón a
su miedo apuñalado, bañado en sudor que escurría por las
mangas de la camisa. Nuzbel sacó la pistola nueve milímetros
y disparaba a la tolondra pero sin apuntar al centro del cora
zón de aquellos gritos que se habían vuelto como un aluddm-
parable de avispas asesinas.
De pronto, escuchó un sonido seco, repetido, con la insis
tencia de la premura de la agonía venidera, al abrirse las puer
tas de todas las casas, y de las casas salió vestida de blanco la
niña con el mismo gesto de horror en su mirada y el mismo
grito ensordecedor que salía multiplicado de su boca, con las
manos en alto y el dedo índice señalando la espalda de Nuzbel
que, huyendo, terminó arrodillándose sobre una larga calle
cubierta de polvo blanco, y él, como si fuera un perro faldero,
lamía y lamía y olía aquel polvo, hasta que su cuerpo cayó esti
rado boca abajo, y alguien por compasión dibujó con el dedo
la figura de su cuerpo como señal del levantamiento del cadá
ver. La niña había desaparecido, los ecos de sus gritos se multi
plicaban como ecos heridos de muerte, las puertas de las casas
se cerraron en un instante con golpes repetidos y certeros en el
círculo de su corazón, ya quieto en su latir.
Cuando desperté, estaba totalmente desnudo en la cama
de La Paisa. Bañado en sudoñ mi cuerpo brillaba por la humedad,
encharcado, parecía una canoa inundada por la lluvia. No tuve
tiempo para llamar a La Paisa, al ver a mi lado sobre la almoha
da un papel escrito con su letra apresurada:
«Mancito lindo. Usted es mi invitado. No se vaya a escapar
de mis caricias. Vuelvo en la noche...»
La Paisa, desnuda, mirándome, con la curiosidad que per
turba, dijo jugando al azar: si quieres conocer mi cuerpo, de
bes conocer primero tu cuerpo. Entonces comencé con ella el
doble aprendizaje. A los doce años, mi vida tenía la luz de otra
ilusión: la hermosura desconocida del cuerpo de La Paisa, sus
secretos, sus honduras, mis aventuras de niñez, quizá también
la locura incontrolada por querer poseerla para siempre. Ilu
132
sión de árbol recién sembrado. Ella con sus veintidós años reía
coqueta por la inocencia oculta en mis ojos. Ella también se
cargaba sus curiosidades conmigo.
Boca abajo, déjese ir acompañado de los pensamientos de
placer, olvide los dolores recientes del alma, afloje los brazos y deje
la tensión, sólo escuche el susurro de mi voz que quiere descu
brir punto por punto los secretos de su cuerpo desnudo. Des
cubra con toda intensidad las líneas que van dibujando sobre
su desnudez mis dedos ansiosos, sienta como sólo puede sentir
una vez en la vida las señales de mi lengua cuando deposite
sobre su piel la saliva caliente. Concéntrese, piense y atraiga a
su mente y fíje sobre la frente un sol rojo que está creciendo en
el horizonte para usted. Entonces, siento un sueño liviano por
todo el cuerpo, el sol rojo anunciado por La Paisa camina lento
por una inmensa llanura y poco a poco se acerca a mi frente
con el deseo de pegarse a mi vida como mariposa despierta en
su buena suerte. Las manos de La Paisa frotan los dedos de mis
manos, las manos de La Paisa acarician uno a uno los dedos de
mis pies, su lengua húmeda se mete entre mis dedos y un in
quieto cosquilleo invade mi cuerpo abandonado a sus caricias,
que van apareciendo con pequeños susurros de su voz encan
tada.
Mancito, mi invitado especial para esta noche y muchas
noches, el sol rojo ya debe estar pegado a su frent4 ahora món
tese plácidamente en la canoa de la vida y no gima de placer,
aguante la voz porque voy a reconocer todos los secretos es
condidos en este cuerpo joven y bello que tengo a disposición
para mí sola, como si friera una inmensa cama cubierta por su
piel dormida. Así, los dedos diestros de La Paisa frotan el nudo
endiablado que tengo sembrado sobre mis hombros, mis
músculos descansan, la suavidad de sus dedos se explayan por
mi espalda desnuda y van señalando las pequeñas honduras de
la columna. Detrás de sus dedos, sigilosa su lengua se desliza
tanteando mi piel con la punta húmeda que levanta ríos de
pasión. Salta y salta con sus besos que no tienen anuncio, pero
133
sus dedos no cesan el largo caminar por la columna hasta lle
gar a esa línea secreta y perversa que todos los hombres guar
damos con la vergüenza del sigilo de nuestra hombría, y llegan
al círculo de mi culo que se siente extraño, cuando la lengua de
La Paisa lo delinea con la saliva. Entonces estoy a punto de ex
plotar, voltearme y agarrarla por su cuerpo y enseñarle todo lo
que he aprendido de ellas, con las enseñanzas recibidas de las
sucias. Pero detiene el impulso la voz melosa de La Paisa, que
se convierte en una especie de orden que debo cumplir: quieto
mancito lindo, nada de movimientos de su cuerpo, nada de
exclamaciones de su voz, el reconocimiento no ha terminado,
voy bajando por sus piernas, estoy enfrascada a besos con sus
bellos monos, me dirijo a sus pies, quiero besar las plantas de
sus pies para encontrar ese cosquilleo que se vuelve como llu
via nocturna. A prisa, la lluvia nocturna de sus besos me llega
hasta la corona de la cabeza, y para sobrevivir a tanto placer,
empuño los dedos de la mano con fuerza y concentro mis pen
samientos en el sol rojo pegado a mi frente, como una enorme
mariposa cansada de volar al borde de la noche.
La Paisa pide con su voz autoritaria que cierre los ojos y
los coloque en la mitad del sol rojo que ha puesto a vagar mis
pensamientos por un mar apacible, rojo en sus límites, verde
en la quietud de sus oleajes, blanco en la espuma de las olas
fugitivas con miles de miradas en sus entrañas. La lengua de La
Paisa redondea y humedece mis tetillas, los dedos de su dere
cha empuñan la raíz de mi verga y se deja ir acariciando mis
huevas inflamadas, su lengua se dispersa por el pecho y baja
por los lados en búsqueda de palpitos en mi piel convertida en
horno, sus dedos correlones suben y bajan por mi miembro
erecto que ya quiere su libertad para buscar las profundidades
de mar de la mujer que tengo encima y no cesa de provocar los
hilos de mi respiración: su lengua deposita saliva como lluvia
al amanecer en su largura, él se refresca en el abismo de su boca
que lo chupa como hielo en tarde de calor, lo babea muy pica
ra, quiere perderse por los laberintos de su garganta. Entonces
134
su boca se apacigua y de un momento a otro el cuerpo de La
Paisa sobre mi cuerpo abrazado me aprisiona y su lengua in
daga a plenitud mi boca, su lengua levanta vientos en mi len
gua; su lengua suaviza mi lengua por encima, su lengua recoge
mi saliva y me deja con sed inmensa en la boca resecad
La Paisa suelta palabras de libertad para que mi cuerpo
busque y reconozca su cuerpo: mancito lindo, descúbrame en
mis cuevas, báñese en mis humedades, quiero gemir como una
perra lastimera, no deje escondrijo sin lamer y meter todo su
cuerpo acompañado con las tristezas de su alma, soy su puta
callejera, soy la sucia más sucia que habita Medallo y quiere
ofrecerle lo que tiene escondido en su cofio, su boca y su culo,
pierda la inocencia en mi cuerpo ya lacerado por el placer y el
dolor, piérdase por mis calles, soy una hermosa ciudad, el Me
dallo que debes conocer en todos sus secretos.
Yo seguí paso a paso sus enseñanzas: le dije, Paisa hermosa
y provocadora, póngase boca abajo y deje que llueva y brille la
espalda, deje que los brazos y piernas descansen como si tuvie
ran sueño ligero, cierre los ojos y llame la oscuridad amiga y
dígale a su mirada que, fija, descubra en la montaña perdida en
la lejanía el hilo del río que vendrá con sus curvas y corrientes
a inundar con mi semen la hondura de sus pensamientos. Sienta
la punta de mi lengua que alborotada corre como caballo des
bocado por la piel despierta de su espalda y deja señales de su
saliva caliente. Mis dedos escarban en la ranura de su culo y se
enredan en la maleza crecida de sus bellos enroscados. Mi len
gua querendona también redondea ese círculo maravilloso de
su culo color de la mora, y uno de mis dedos se introduce en su
hueco y su culito se esponja y se cierra como arena movediza
que chupa y atrapa al intruso. Escucho su primer quejido acom
pañado de temblor por toda su geografía y el dedo se deja ir
hasta la profundidad infinita, lisa en sus paredes chupadoras.
Saco el dedo de improviso y usted Paisa de mis descubrimien
tos salta de cuerpo entero como si alguien la hubiera dejado
sin respiración. Mi lengua tiene el afán de buscar las cosquillas
135
de su vida en la planta de los pies y quiere depositar entre sus
dedos pequeñas lagunas de saliva, y usted Paisa, culebra arre
cha, paloma sedienta de placer, escondrijo de explosiones de
emoción, quiere salirse de casillas con sus gemidos contenidos
y yo detengo sus impulsos: nada de exclamaciones, vuelva por
los caminos del silencio que espera agazapado y deja abiertas
las ventanas para no perderse en las callejuelas inmundas de su
Medallo, Paisa provocadora de la calentura de mi sangre que
corre como si fuera mi río, ese río que ya quiere penetrarla
hasta inundarla y hacerla ahogar con la exclamación del placer
y la calentura que usted Paisa, mi maestra, mi mejor profesora
de la vida, quiere que yo, su alumno, le brinde...
Quieta en su sitio, perra callejera, quieta en la esquina de
los sueños, no baraje gritos lastimeros de auxilio. Usted Paisa
bailadora como trompo sedita es mi prisionera, yo soy su car
celero como en la canción del Preso de Fruko y sus tesos, orde
no que no le dé libertad a ningún movimiento de su cuerpo
aventurero, mi potro salido del lazo ya relincha de lo parado
que se encuentra, ahora quiere buscar sus secretos para saciar
ese deseo loco que nació aquella noche que la vi por vez prime
ra con aires de provocadora mariposa nocturna, deseo que
nunca más escapó de mis pensamientos y quedó en mi pensa
miento como señal de un disparo certero. Mi potro relincha
desbocado y trata de meterse por la línea que llega al círculo
hermoso de su culo, pero no se deja atrapar, y sigue la línea de
los huesitos redondos de su columna y dejo que descanse la
punta encabritada sobre su nuca, mi pistola nueve milímetros
quiere dispararse, venirse sobre la ranura de su nuca, vomitar
su fogueo. Pero, Paisa de mis ilusiones soñadas, me regreso
por toda su espalda con mi lengua ;áyida de hablarle con las
palabras de un encoñamiento tan fuerte que siento por us
ted, como si usted me estuviera pisoteando al borde de una
larga agonía...
Le doy libertad a su cuerpo, Paisa chimba, caliente: su cuer
po se dobla como aquella hermosa y maravillosa contorsionis
136
ta del único circo que he visto en mi puta vida. Sé arrodilla y
levanta con lentitud que asusta su par de duras nalgas como si
fueran atraídas por el imán de las manos de Dios y las deja ante
un cielo tan azul que pierde cualquier mirada del hombre, con
todos sus rezos. Su cara queda escondida entre sus brazos que
le dan abrigo, su mirada fija ya tiene de frente esa corriente de
mi río de semen que corre lento con sed de caballo 'brioso» No
quiero desbocarme, controlo mis impulsos. Escucho sus susu
rros Paisa, salvada por las llamas del placer: mancito travieso,
buen estudiante de primer pupitre, ¿quiere que me abra? Ábrase
Paisa de mis encantos. Usted se abre como pan caliente que
sale del horno, partido por las manos: allí están de cuerpo en
tero su par de nalgas y en la mitad sus honduras húmedas, en
trada a cuevas desconocidas, calientes, dispuestas a abrirse al
huracán de río que viene en camino, de rodillas mis manos se
aferran a sus hombros con todas mis fuerzas, atraigo sus nal
gas hacia mi estómago, entonces mi potro enardecido se intro
duce por esa selva tan tupida y enroscada de enredaderas y se
pierde como si fuera canoa que navega río arriba, río abajo,
quiere desbocarse en sus aguas y le doy descanso con aire cer
cano a esa manzana gigantesca partida en dos que son sus nal
gas. Usted, Paisa perversa, contiene sus gemidos y gritos, quiere
darme un sorpresa de manifestación de protesta en el parque
Berrío. Mi potro por instinto en su carrera busca el orificio de
su culito, que tierno, y arrugado en su color de mora, lo espera,
y se introduce en sus arenas movedizas que abren su bocaza y
lo van chupando y lo van ahorcando, mi potro perdido suelta
la carrera hasta el final, luego toma aire al tratar de salir en su
agitación, y las arenas movedizas que viven en su culo lo van
dejando sin alientos, a punto de explosionar sus aguas, Paisa
maricona, rechimba embrujadora, mi potro corre libre y brio
so por el llano abierto a todas mi ilusiones...
Mancito lindo, culo de mi corazón, gonorrea ardiente en
mis pensamientos, solle de coca viajera en amanecer golpeado
por el dolor de la ausencia y un cuerpo abandonado en esqui- !
137
na cualquiera de esta puta ciudad de Madallo que siempre ha „
estado impregnada por el olor a muerte, ciudad que no ha de
jado de sangrar en sus calles como si padeciera la regla cien
años seguidos: yo quiero galoparlo con su potro muy dentro
de mí, tan adentro como si atravesara mis entrañas y saliera
sonriente en la mitad de mi frente como sol rojo que espera
tranquilo su río de semen, ya tengo ensillado su potro, me abro
en dos porque me siento una sandía roja y comible, derrame
sus pequeñas lluvias, gotee sus paredes, ansiosa de que la pene
tren y la chupen y la muerdan y la destrocen en su carne y se la
coman poco a poco: de una aceitada en mis lluvias, me dejo ir
por toda su largura, es palo firme, mancito Ramón estudiante
de memoria fresca, es faro verdadero de luz enloquecida, déje
lo quieto tan firme y parado como tronco de árbol sabio en la
quietud de sus experiencias de raíz que escucha, agréguele años
a sus años y bríndele los sueños que son todas sus ilusiones de
hombre que comienza a abrir los ojos a la vida, y con la som
bra generosa que brinda al viajero sediento, viajero de mi alma,
dígale al oído de su árbol, me quedo quieto, le prometo que
voy a resistir todos sus intentos de vencer mis trincheras de
físico placer. La Paisa agitó también las aguas subterráneas de su
enloquecido río.
Era un juego bañado de mutuo sudor, la piel se había vuelto
lisa por el aceite (emanado .de las manos que no encontraban
asidero y los labios perdidos en cualquier lugar del mundo. La
lengua azarosaqueriendo señalar al otro en el sitio único y de
finitivo. La Paisa arriba galopando y aprisionando mis muñe
cas cón la fuerza terrible de las esposas de sus dedos, La Paisa
abajo en abierto desafío de sus ojos negros en sus pupilas ne
gras, diciéndome con voz de cucarrón enterrado en tierra cáli
da y húmeda, suave mi amigo y mancito querido, deje el apuro
porque en el afán una bala perdida se le puede atravesar en la
vida. Yo seguía sus consejos, conteniendo mis impulsos de de
rramar mi río de semen en sus honduras como si fuera el mi
serable grifo que goteaba agua por misericordia y compasión
138
en aquellos inquilinatos que habité en mi oscura niñez: los re
cuerdos son asquerosos fantasmas que abren la puerta de la
memoria en momentos cruciales y definitivos de la vida, debe
rían morirse podridos en su pus y pestilencia antes de que tu
vieran la oportunidad, incluso, de aparecer vivos cuando nadie
los ha llamado.
La Paisa soltó las riendas de su cuerpo, soltó las amarras
de su conciencia, quería afanar las fuerzas de mi resistencia ya
casi doblegadas. Entonces abrió sus labios pequeños y carno
sos, le dijo a su boca que hablara y su voz fue un diluvio mara
villoso de las más divinas expresiones de mujer que lo quiere
dar en el último instante en que se abre y dejar brotar sus lágri
mas de emoción: mancito de la vida, maricón en mi apetito,
gonorrea placentera, furor de mis entrañas y mis vergüenzas
secretas, suave así, deténgalo y descanse los bríos, vaya y venga
y distraiga la mente y los pensamientos, piense en ese sol que
viene caminando y va a llegar hasta la mitad de su mirada y
quiere invadirlo con su calor de la tarde, suave y no agite su
espíritu, deje el egoísmo. Pero ahora, más rápido, puto de mi
existencia, sueño de la malnacida noche, malnacido y bienve
nido a mi turbia vida, perro asqueroso para mi perra vida, chupa
mis tetas con la fuerza de tus labios, muérdelas pero no lasti
mes mi pezones. Más rápido, como si fueras a cumplir com
promiso con el cruce de tu vida, mi cuerpo es caja de seguridad
que guarda todo el malparido dinero que existe en el mundo,
tierno mancito lo escucho, ya se acerca el río que tu chimba
bien tiesa me está anunciando, siento su calor en las paredes de
mi selva. Acelera por favor, ya viene ese río corrientoso de mi
vida, quiero irme, ya no tiene reversa, qué se le va hacer, me
estoy yendo... tretrahijueputa gonorrea de mis días, me va
ciaste toda... La Paisa da un alarido tan fuerte y agudo que
trato de! guarecerme en sus brazos y sus uñas hacen surcos de
sangre en mis espalda, ella se desgonza en sus aires de mujer
hermosa y tierna, puta callejera, maestra de mis locuras...
139
Dos días y noches en la locura frenética del encuentro de dos
cuerpos sudorosos, despiertos bajo los impulsos incontrola
dos y abiertos a cualquier indagación. Nada secreto, nada veda
do, nada censurado, sus cuevas, mis cuevas, se volvieron puertas
abiertas, los susurros y silencios incitaban la búsqueda de dos
cuerpos en plenitud de sus movimientos. La Paisa metió coca,
yo armé mis pistólos de basuco. Ella desbordó su alegría en
carcajada que rebotaba contra las paredes y las puertas del apar
tamento, eufórica, caprichosa, mandona, reía como dándole
rienda a su espíritu bravero, todo lo quería para ella, poco que
tuviera que ver con mi iniciativa. Yo sudaba el frío de ese puto
miedo que me perseguía como jauría de perros de presa; trata
ba de esconderme en mis brazos y así volverme invisible frente
a esa ansiedad que agitaba mi corazón como tambor de hojala
ta. Sus carcajadas y mis miedos, cogidos de las manos para dar
nos alientos cuando bailábamos desnudos por los cuartos, la
cocina y el baño. Yo quería beberme las gotas solitarias del co
pioso sudor que irradiaba su desnudez, ella lamiéndome con su
lengua ávida como si estuviera pintándome con su labia infinita.
Caímos en la cama fundidos de cansancio, uno metido en el otro,
quietos, a la espera de la respiración. El tiempo puso en medio
de los dos un bloque de acero como prisión para nuestro sueño.
En la tarde del día siguiente me desperté en la cama sobresaltado
por ese miedo amontonado que llevaba en mi vida, busqué a mi
lado a La Paisa y sólo encontré su ausencia. Entonces vi la nota
escrita con su letra apresurada:
«Mancito querido, terminó la dicha. No me llame por te
léfono. Yo lo localizo cuando mi cuerpo necesite de su cuerpo.
Besotes. La Paisa...»
Cuando llegué a la residencia y abrí la puerta de la habita
ción en que vivíamos con Nelson, lo encontré tan postrado en
la cama, pálido y pensativo, como si fuese el personaje central
de un velorio ajeno. Él prestaba su cuerpo al muerto. No con
testó mi saludo, rehuyó mi abrazo y sólo me brindó silencio
hiriente y emputecido. ¿Entonces qué? Me indagó de arriba aba
140
jo con aires de esa prepotencia que solía regalar cuando anda
ba con inquietudes del alma. Me senté en el borde de la cama,
le dije despacio y pasito, mi hermano yo soy su sombra. Soltó
una risa cabrona de desaire, sombrita faltona. ¿Faltona, por qué?
Maricón de mierda, y lo pregunta todavía, no sea descarado,
gonorrea hijueputa... Nelson nunca me había hablado de esa
forma, siempre en él había encontrado frases más querendo
nas. Hable y vomite lo que tiene adentro como alacrán, dije ya
puto. Don Luis lo anda buscando hace dos días y usted no dejó
señales de su vida. Le conté el encierro amoroso con La Paisa.
No le hicieron gracia mis comentarios y detalles de mi fiesta de
la carne, de la emoción sentida en todo mi cuerpo. Esa Paisa
maricona será su perdición. No olvide lo que dijo Nuzbel antes
de morir: moje la mecha en su río y desaparezca. Y parece que
usted ya anda encacorrado de la chimba ésa. No se vaya a perder,
mancito hermano, en la porquería del amor. Deje el encone en
la vuelta de la esquina... Pero no quería ahondar el rencor con
mi hermano Nelson. Se había vuelto dueño de la palabra muda,
no quería hembra permanente, amigos, digamos amigos, no es
taban en su lista personal, yo era su amigo y sombra y muchas
veces se ausentaba de mi presencia, cuando le daba la puta gana.
Quería hablar consigo mismo y nada más. Veía que pintaba con
sus dedos figuras invisibles en la pared y hablaba en susurros
con ellas, despacio. Entonces caía en la profundidad del silencio
como atrayendo señales de signos fatales.
Después hicimos otro gol, el último cruce que le hicimos
al patrón. El patrón nos dijo: bueno, van a venir unos gringos a
dejar una plata y vamos a llegar nosotros por ese dinero que
nos pertenece... Ese día llegamos a pie. Era un edificio grande,
como de una financiera, algo así. Los tres llegamos y cogimos
al man y tocó tumbar a dos gringos. Porque cuando llegamos
le pongo la pata a uno. Él sacó una pistola y me prende a plo
mo, me le esquivo y disparo desde el piso y tum tum. El otro se
iba a volar y lo acierta otro chino que iba conmigo. Cogimos el
maletín, pasó el carro y nos subimos como un soplo. Después
nos abrimos.
141
A los quince días supimos la noticia que al Cucho lo ha
bían matado. Él salió con la escolta de la casa, montado en Mer
cedes negro último modelo, con el chofer y otro escolta atrás.
A diez cuadras de recorrido le cayeron cuatro sicarios y los fu
migaron de una. Según las noticias, fue por los dólares que ro
bamos nosotros y esos gringos eran severos mañosos de la
United, mandaron a unos pesados y lo tumbaron. Se la cobra
ron, lo dejaron quieto con todo y su inteligencia. Con Nelson
comenzamos a sentirnos muy solitarios: El Cucho se había
vuelto como un padre para nosotros, nos hablaba y escuchaba,
nos daba consejos para la vida. Cierto, siempre distante, aleja
do, pero era El Patrón, la inteligencia. Uno se sentía seguro con
sus palabras. Nunca le fallaba un plan: veía mucho más que
con sus ojos y por los ojos de los demás. Nelson se hizo más
sumiso a la mudez, encerrado en sus pensamientos; la muerte
del Patrón lo dejó sin alientos en las palabras.
En su apartamento, La Paisa volvió a descubrir la tristeza
en mis ojos por la muerte de don Luis. Hizo un comentario
terriblemente cortante: mancito lindo, ¿usted no se cansa de
tener tantos muertos en su vida? Agregó a su labia perversa:
don Luis tenía que morir. Cuando uno ordena que otros mue
ran, pues un día alguien ordena la muerte de uno. Es muy lógi
co en el juego de la vida, yo mato, tú me matas. Lo importante
en el juego es quién dispara primero y después, cómo se huye
de los disparos que lo persiguen como a liebre asustada. Ella
reía con esa locura que envolvía su cuerpo. Puso salsa y le dio
por bailar sola, ella le cogía rápido el ritmo a sus pasos, parecía
dormir entre sus brazos. Fuimos a la cama y me negó las emo
ciones de su cuerpo, mancito, quiero dormir. Si quiere tirar,
hágase la paja, y me dio la espalda, encogió su cuerpo y se largó
para la puta mierda con sus sueños. Cuando desperté ya no
estaba en la cama y, claro, encontré el papel escrito con su letra
presurosa: «Mancito Ramón, yo lo busco un día de éstos. No se
muera con su tristeza, viva con ella. La Paisa...»
142
«■Con el final de las historias vividas, la memoria naufraga
en penosa agonía. En este instante, quiero olvidar y meterle una
puñalada certera al corazón de los recuerdos para que todos mue
ran en la travesía de la muerte. Algunos recuerdos son fantasmas
que decapitan los ánimos del hombre. Se asoman por cualquier
rendija de los pensamientos y los malparidos escupen verdades,
no cesan la persecución contra uno. Yo no estoy hablando de arre
pentimientos, tampoco de miserables culpas. Estoy hablando de
lo sucedido en Medallo, para dormir tranquilo con el arrullo del
olvido. Es una simple ilusión que quisiera se cumpliera», dijo
Ramón Chatarra.
Me sentía como sombra escuchadora de sus recuerdos, en la
transfiguración, contradicción y enfrentamiento con su interiori
dad. Él vivía un fecundo equilibrio entre el recuerdo que debe ser
contado y el necesario olvido para sobrevivir en su futuro como
simple ser humano. Había desgajado y abierto los palpitos de su
intimidad sin prejuicios que limitaran la realidad y veracidad de
sus palabras. No me sentía juez para juzgarlo, tampoco policía
para capturarlo, me convertí en cómplice de su historia que esti
mulaba e incitaba a salir la raíz de sus recuerdos, en el despertar
ansioso de ser escuchados. Cualquier hombre necesita ser escu
chado. Los dos reconstruíamos su historia y él se había apropiado
de la palabra que cuenta y siente con la lucidez de los golpes que
reflexionan; yo era el espejo que escucha respetuoso, no traga en
tero y en cualquier instante de la narración provoca desacuerdos
145
y saca a flote con sus preguntas profundidades humanas perdidas
en los laberintos de la memoria. Los dos ríos en calma, volcán en
erupción, lo fuimos durante más de seis meses de conversaciones.
Como presagio, también presentía que su historia transcurría en
los albores de sus diversos finales y él luchaba contra sí mismo
para evitar caer en los extravíos de la mentira.
Cuando me despedía de su compañera, en la puerta de sali
da a la calle de su casa, ella en leve balbuceo dijo: publique lo que
él quiera que publique. Yo se lo prometí con un gesto de aproba
ción y le agradecí su actitud de respaldo. Ella entró y desapareció
en ese pasadizo húmedo y maloliente, en que la vida se convertía
en sombra de la miseria que pululaba en sus espacios. Dejamos el
barrio Juan Pablo II y bajamos con Ramón Chatarra siguiendo
la intensidad de las curvas de la calle de cemento que terminaban
en el barrio San Francisco. Volvimos a encontrarnos con un abis
mo degradas que descolgaban la existencia, similar a un trapecio
quieto y provocador. De pronto, Ramón Chatarra bajó corriendo
y dijo en actitud de competencia: «¿A ver quién gana... ?» Y bajó
como exhalación dando zancadas y gritando como niño enloque
cido por la alegría. Lógico que no acepté su desafió y bajé uno a
uno los escalones cuidando no resbalar mi integridad física. Al
final de las gradas, me esperaba sonriente, y dándome una pal
mada al hombro dijo en un tono de plena confianza: «Usted cui
da mucho su cuerpo...» Los dos soltamos la carcajada por la
ocurrencia... Lo veía contento.
Cuando subimos al bus y nos sentamos, Ramón Chatarra
abrió la ventanilla y al volverse hacia mí, dijo burlesco, «más ade
lante le mostraré mi ruta de la basura», y soltó su risa traviesa.
La basura que siempre fue determinante en la razón de su expe
riencia humana, aquella niñez vapuleada por la mudez del pa
dre, y ahora a sus diecinueve años se convertía en luz de bengala
y única esperanza. «A la basura hay que agregarle la mierda que
corre por el río Tunjuelito...» Me señaló el cauce cuando pasába
mos por el puente: vi la languidez de un río que no corría sino que
saltaba como sapo herido por la podredumbre que llevaba en su
146
corriente. «Sabe, mierda y basura que se volvió mezcla gelatinosa
en la vida de alguien que aprendió a mirar a la distancia, pero
continúa patinando en el mismo puto círculo. Claro, tengo una
ventaja: aún no me he ahogado en las aguas podridas de ese cír
culo que no tiene salida, tampoco cauce...»
El bus, lento, paraba y recogía pasajeros en el barrio Meis-
sen; carretera descubierta, polvo en oleadas envolventes, fulmi
nantes, que fusilaban la nariz; al pasar por el barrio San Carlos
los pasajeros ya estaban hacinados y apeñuscados; cuerpos y olo
res en abrazo cotidiano, latente y explosivo, fogueados intensa
mente en ese trayecto del sur de Bogotá. La ciudad impregnada
por el sudor larvado de sus olores. Por el parlante del bus se escu
chó una melodía interpretada por la banda de Fruko y sus tesos.
La había escuchado pero no la identificaba por su nombre. Ra
món Chatarra comenzó a tararearla y luego le siguió el ritmo
golpeando las palmas de las manos contra las rodillas intentaba
cantar al unísono de Joe Arroyo: Voy a la ciudad./ Voy a traba
jar./Ahí está el placer./Lo voy a buscar./ Voy dejando atrás/ aquel
basural/ que me hizo odiar/ tu forma de amar. / Cómo me lla
man/ eso no importa./ Yo te vengo a buscar. Cantaba como sa
cándose el jugo de los recuerdos, sin dejarse sacudir por ciertas
nostalgias que por momentos arrugan el espíritu y dan paso al
muro de crueles tristezas: te vengo a buscar/ ohoh Tania/ oh Ta
ma jea, jea./ Te vengo a buscar.
Cuando el bus embistió con velocidad el trayecto directo de
la 50 sur con Caracas, Ramón Chatarra señaló con el índice en
dirección al chofer y al vidrio delantero, como si estuviera apura
do y el pulso le estuviera fallando: «Ésa es mi ruta de la basura.
La ruta de mi vida. En un taller de mecánica, en la noche dejo mi
carro de rodachines/A las cuatro de la mañana comienzo mi ofi
cio de recogedor de basura, de reciclador...» Volvió a sonreír con
esa risa que desnuda intimidades secretas, guardadas celosamen
te por el hombre para descifrarlas en momentos cruciales de la
existencia. «De la basura vengo, de la basura vivo, alimento a mi
mujer y a mi hija. Quizá, en la basura un día alguien, por casua
147
lidad, encuentre deshechos mis putos huesos... También se lo digo
sin ningún arrepentimiento, tampoco sin culpas mariconas: soy
un basurero ambulante». No había contemplaciones en sus ase
veraciones, tampoco asumía actitudes sensibleras para atraer las
moscas que mendigan en su vuelo lástima por doquier.
Veo a Ramón Chatarra, con los brazos estirados cuando
empuja el carro de madera y monta el pie derecho en el estribo y
el otro lo utiliza como palanca para darle mayor velocidad a las
ruedas y, detrás de sus espaldas, lentos como perros de presa, los
carros aceleran y desaceleran y encienden el ruido infernal de sus
pitos. Ramón Chatarra, acostumbrado a ese asedio infernal, con
el corazón equilibrado continúa el ritmo de velocidad, desafiante
y tranquilo se detiene y los mira con aires de odio: los dueños de
los carros, desesperados, se colocan de frente a sus espaldas, lo ■
putean, lanzan improperios al aire. En su imaginación, les gusta
ría pasar por encima de él y dejar como huella el cuerpo de un
hombre con su piel seca y estirada al viento y sol, bien amarrada
en sus puntas por alambres a estacas, hundidas en la tierra. De
nuevo encienden el ruido infernal de su pitadera. Ramón Chata
rra, que vive con la ciudad metida en su cuerpo como si se tratara
de dos enormes pulmones y un gigantesco riñón, lo mismo que el “
corazón agitado de un elefante,-se detiene con su cuerpo cuadra
do y fornido, da vuelta a su mirada y se para en la mitad de la
vía, y acompañado de gestos vulgares y desafiantes, sale un alud
de palabrerío aprendido en su vida de niño y hombre de la calle: -■
«gonorreas hijueputas, malparidos de nacimiento, mierdas hu
manas que se creen lo mejor de una puta sociedad que sólo le
ofrece al hombre un disparo en la cabeza, hijos de madre de la
calle y un polvo por casualidad, ¿qué quieren, por qué no pasan
por encima de la humanidad de este hombre que sólo recoge ba
sura y limpia la suciedad, que ustedes sucios de conciencia arro
jan sin ninguna compasión?» Entonces, Ramón Chatarra ¡espide
ayuda a sus recuerdos y de la memoria saca una linda Uziy gra
nea fulminantes disparos. Aquellos hombres que lo asedian con
sus carros pierden la vida, mientras abren las miradas a los mis
148
terios de la muerte que santifica y bendice al hombre, con inmen
so agujero en el cuerpo, río incontrolado de sangre. Ante ese alud
verbal que gesticula y amenaza con disparar los dedos, los dueños
de los carros se apaciguan y Ramón Chatarra busca la orilla de la
vía y les da paso. Apenas amanece, Bogotá pinta su cuerpo con el
frío envolvente y la niebla que en transparencias dejan huellas
huidizas.
«En la cabeza tengo un mapa elaborado de los sitios en que
debo recoger la basura, desde la 50 sur hasta la 60 en Chapinero.
Conozco el tipo de basura que sacan a la calle casas de inquilina
to, burdeles, fábricas, bares, funerarias, centros médicos, colegios,
residencias, moteles, edificios de oficinas, y clasifico la basura en
tres: la chatarra, mi especialidad, hierro, cobre, aluminio y plo
mo, luego papel, cartón, plástico, y en homenaje a mi mamá, todo
tipo de botellas».
El bus es un toro matón que embiste con velocidad brutal
por la troncal de la Caracas, como si se estuviera jugando la vida,
se detiene y en la frenada vomita los pasajeros, arranca y éstos
apenas pueden agarrarse por inercia a los pasamanos. Velocidad
de muerte por esa vía desolada, rodeada por un paisaje urbano
en que ha dejado de existir la presencia del hombre; dividida por
siniestros separadores de hierro retorcido y moles de cemento que
dan la imagen de una enorme cárcel delgada en sus celdas: Lar
gura impresionante que navega en medio de un río de smog, po
dredumbre, orines y mierda volátil, que se elevan con facilidad
sobre las nubes quietas, en el azul picante del cielo de la ciudad.
Las manos de Ramón Chatarra son garras que se introducen
en las bolsas de basura, como si estuvieran impregnadas por un
imán, van detectando los desechos buscados, por montones los saca
a flote y los deja en tierra: sus ojos ávidos clasifican, y el olfato,
acostumbrado a la fetidez de olores en descomposición, no percibe
diferencias. La ropa usada como pan de todos los días, se vuelve
piel dura que ha perdido la posibilidad de transpirar aire fresco.
«Quiere olerme a pesar de que me acabo de bañar y tengo
puesta ropa limpia. Mi piel huele a basura lo mismo que mi con-
149
ciencia. Huela mi piel, huela mi mirada, huela mi ropa, hüela mi
respiración, la basu ra vive y camina conmigo», dijo Ramón Cha
tarra un poco antes de que el bus me dejara en el paradero de la
Caracas con calle trece. Cuando escriba el libro no me olvide en
su memoria como hombre, déjeme que viva en un rincón de sus
páginas. Entonces, me dio un apretón de manos, como diciéndo-
me, ya mi historia está terminando, también termina la agonía
de mis recuerdos...
Difícil acostumbrarse a la idea de la muerte de don Luis.
Una mierda la vida al no escuchar sus llamadas por teléfono y
recibir directa sus órdenes. Severo y complaciente con Nelson
y conmigo. Un papá que regañaba pero nunca puteaba, en cam
bio picaba el ojo cómplice cuando nos repartía el dinero por
los cruces realizados. Su voz no era altanera ni se creía de me
jor familia^ Nelson y yo fuimos como un par de hijos suyos. Él
nos había educado y enseñado a trabajar con sus buenas ma
neras, su inteligencia y sagacidad. Quedamos como un par de
maricones huérfanos y solitarios en esa ciudad de Medallo, que
se había convertido para nosotros en mapa de calles, avenidas,
nombres extraños y residencias que nos servían de escondites.
Yo era el más afectado por la muerte del Cucho. En cambio,
Nelson comenzó a sentirse más independiente, con más cojo-
nes y temple para continuar organizando cruces y goles. Él se
había vuelto un man arrojado, con buenas ideas en la cabeza.
¡ Tres años largos habían pasado desde cuando llegamos con
el ñero Palogrande a Medallo,i aquella tarde de luz encendida
en nuestras ilusiones de una vida distinta. La calle fue una dura «
escuela,¡ trabajar con don Luis fue lo mejor que nos pudo ocu
rrir a Nelson y a mí [Para nuestra desgracia, no pudimos ver su
rostro bien afeitado en el ataúd, no fuimos a su entierro á des
pedirlo con lágrimas en el corazón. No era posible por la vigi
lancia policial alrededor de su cadáver.
La Paisa resultó tesa y bravera con sangre fría de serpiente
a punto de morder. Nada la asustaba. Ante el peligro se le salía
una sonrisa que equilibraba el latir de su corazón. Apartamen
to
tera experta, llave maestra sus dedos de ganzúa, pues abría cual
quier puerta que tuviera frente a sus ojos; olfato fino para de
tectar el apartamento, casa donde rondara el sueño, la
tranquilidad, y no existiera sospecha en sus dueños de que pu
dieran amanecer limpias las salas, alcobas, oficinas, joyas y equi
pos de sonido costosos. Bravera para el asalto nocturno a mano
armada, en la noche que brinda confianza al hombre despre
venido, a la pareja confiada en el abrazo amoroso en cualquier
calle de Medallo.
El encuentro entre La Paisa y Nelson parecía encuentro de
dos perros callejeros de pelea, agresivos; ninguno quería dar a
torcer prenda de confianza. Hacerlo, para ellos, parecía doblar
la debilidad que se parte como chamizo. Miradas retadoras de
arriba abajo, silenciosos como si estuvieran presentes en un
puto interrogatorio policial. Nada de complacencias, de risas
sueltas, nada que pareciera gesto amistoso.
Le había dicho a Nelson, La Paisa tiene información de
cruce seguro en una joyería. Le dije a La Paisa, a Nelson le inte
resa la información sobre el cruce de la joyería. La Paisa dijo,
dígale al mancito de su hermano que podríamos trabajar jun
tos. Nelson contestó, pues contéstele a la chimba de su Paisa
que nos encontremos y hablemos, en el sitio que guste. Claro
que Nelson continuaba azuzado por la desconfianza con ella:
esa Paisa ¿si será de confiar?, me preguntaba. Tampoco le dije a
Nelson de la risa cabrera de La Paisa: ¿el man de su hermano si
tendrá arrestos suficientes para el cruce? Yo estaba en la mitad
de los dos como puente colgante, los dos pasaban por encima
de mí como un par de miserables desconfiados.
Nos reunimos los tres en un bar de música suave para ha
blar. Cuando los presenté se dieron la espalda, de inmediato
buscaron asiento sin darse la mano. Después de beber una cer
veza silenciosa, por fin los dos hablaron. La Paisa explicó las
entradas y salidas de la joyería. Dijo que en las horas de la ma
ñana permanecía más solitaria y poca vigilancia. Nelson le pi
dió que hiciera un pequeño mapa de la calle donde estaba
151-
situada la joyería, que señalara con detalles los vecinos del ne
gocio, que hablara de los posibles riesgos. La Paisa dijo que ella
no trabajaba con mapas sino con la información que guardaba
en la cabeza. Soy paisa de buena memoria. Ése fue el primer
conflicto entre los dos: la información contenida en un mapa
de inteligencia. Lo que habíamos aprendido en la escuela con
el profe Montalvo, lo cual era indispensable para seguridad de
cualquier cruce. Al final, los dos se amistaron por la insistencia
de mi ruego. Al día siguiente, Nelson acompañaría a La Paisa
para recoger más información de inteligencia.
La Paisa llegó a la joyería con una pinta hasta rara: hermo-
sota, elegante, de vestido negro largo y escotado, zapatos altos,
cartera negra de cuero, y su cara maquillada, ojos sombreados,
suculentos labios rojos. Una dama rebién, nada de sospechas.
A la hora acordada, entró a la joyería con su naturaleza bravera
bien disfrazada. De inmediato también lo hizo Nelson con una
pinta toda elegante escogida por La Paisa. Yo me quedé en la
puerta con los ojos bien abiertos. Quince minutos después los
dos salieron tranquilos por el deber cumplido. Fue cruce lim
pio, así como le gustaban a don Luis que se hicieran: nada de
violencia física, nada de enredarse en muertos.
Los dos charlaban como si fueran viejos conocidos y gran
des amigos. La Paisa no cesaba de reír. Nelson aplaudía las ocu
rrencias de su labia. Era ündo verlos alegres, alejados de la
ponzoña de la sospecha. La Paisa quería que yo la escuchara, lo
veía en sus gestos, lo ve mancito lindo, me puedo entender con
su hermano. Riéndose dio rienda suelta a sus palabras: los due
ños de la joyería me creyeron una gran dama del Poblado y
pensaron en el negocio de su vida, cuando me vieron entrar
toda elegante.
El botín estaba regado sobre la mesa del comedor. La Pai
sa, profesional en cuestión de joyas, había hecho un conteo
minucioso del posible valor de éstas en el mercado negro, que
ella también conocía por experiencia propia: ¡Cinco paquetes
grandes en una semana! Ella se encargaría de los contactos para
la venta.
152
La Paisa no calmaba la risa. Parecía atrapada en un ataque
de nervios, por la animada gesticulación de sus manos en el
aire. Continuaba en demostración de destreza.y arrojo en su
relato: el viejo dueño de la joyería estaba cagado de miedo, cuan
do le metí el cañón de la pistola en la boca. Debió mearse, las
güevas se le bajaron a los pies. Tembloroso, atrapado como pa
jarito asustado en manos del asesino, abrió los candados de las
vitrinas donde exhibía las joyas más costosas... Mancito Ra
món, sentí un extraño cosquilleó en el dedo que apretaba el
disparador.. .Tuve el puto deseo de desgajarle todo el provee
dor a esa boca inmunda... Que la balacera le saliera por el culo
y la mierda inundara el local. Quería estrenar la muerte. Nelson,
hipnotizado por la labia bravera de La Paisa, aplaudía a rabiar,
golpeaba las manos contra la mesa del comedor. De pronto, se
levantó del asiento y sacó el dedo disparador y lo metió sin
compasión en la boca desdentada de un viejo imaginario, ho
rrorizado: temblaba el hombrecito, arrodillándose, pidiendo
clemencia por su vida. Ahora el transformado por la risa com
pulsiva era Nelson. Un hermano desconocido para mí: riendo
enloquecido, doblándose hasta hacer un nudo con el cuerpo.
Luego volvió a la calma y ya sentado continuó aplaudiendo.
Esa noche la fiesta fue bacana pero muy bacana.
La Paisa colocó sobre la mesa dos botellas de ron Medallo,
una jarra con hielo, un plato con rodajas de limón y dos pa
quetes de papas fritas. También puso a sonar a Fruko y sus te
sos. Ella, correlona de su puta vida, regó sobre un plato el mágico
polvo blanco y lanzó sobre sus misterios una larga mirada de
petición de deseos ocultos. Nelson sacó un envoltorio de piti
llos de basuco ya preparados. Hizo sobre la mesa una hilera de
gusanos de papel enflaquecidos. Yo hice la mía. Y como si hu
biéramos estado de acuerdo, los tres comenzamos la ceremo
nia viajera: La Paisa concentrada en la búsqueda de la mirada
perdida, Nelson prisionero de aquellos pensamientos que lo
atormentaban, yo quería dibujar la línea de la alegría cuando
vi que La Paisa le había agarrado las manos a Nelson, los dos
153
apretándose los dedos en reconocimiento de una amistad que
venía caminando detrás de sus espaldas. Cada quien concen
trado en lo suyo, aferrado a su silencio atrapado en aquel ins
tante. El tiempo prisionero en correteo travieso, el corazón
dispuesto a agitarse, las puertas abriéndose para dejar pasar la
procesión de figuras sin rostro, que estaban a punto de caer
desbandadas en el abismo. La hermandad entre los tres quedó
sellada por un largo viaje en que ninguno quería enfrentar la
perseguidora del miedo, que se había vuelto para nosotros como
un bombillo prendido día y noche. Ojos abiertos para la no
che, ojos abiertos para el día, las manos sudorosas.
La Paisa puso a retumbar a Fruko y sus tesos, como que
riendo cazar el mundo de las ilusiones, ese mundo metido en
tre rejas, pisoteado y escupido por la oscuridad que habita en
los hombres. Wilson Saoco canta El preso, voz desgarrada y
contagiosa, maldita y maravillosa, con un ritmo que quiebra el
frío del corazón acuclillado en sus penas. Oye, te hablo desde la
prisión, Wilson Manyoma./... En el mundo que yo vivo/ Siem
pre hay cuatro esquinas/ Pero entre esquina y esquina/ Siempre
habrá lo mismo/ Para mí no existe el cielo ni luna ni estrellas/
Para mí no alumbra el sol/ Pa mí todo es tinieblas. Putas ti
nieblas que enceguecen cualquier ilusión, en la próxima esqui
na sale a relucir elbrillo del cuchillo asesino. Su filo quiere cortar
la vida en pedacitos como se taja el pescado, alguien quiere
envolver en periódicos viejos el cuerpo en pedazos, luego tirar
lo al basurero de la ciudad acompañado de su puto aliento.
La Paisa sollada con su mirada cabizbaja y vidriosa, le
vanta los brazos para buscar el hueco del cielo que huye. Suelta
sus pasos, que parecían tener resortes en los pies, pues su cuer
po baila envolviéndose en la seda de las manos. Cierra los ojos
en leves movimientos de hojas cayendo, cierra los labios ya
húmedos por esa lluvia que tiene almacenada en su hermosa
selva, en la mitad de sus piernas. Mancitos de mierda, herma
nos de mi corazón, dejen atrás la noche trapera, vengan con
154
migo y dejen el puto miedo oxidado y viejo que tienen entre
las huevas,bailen conmigo pero no aprisionen mi soledad. Cada
quien con su ritmo y azoten sin piedad la baldosa porque na
die tiene piedad por ustedes ni por mí. Somos blanco de tres
certeros disparos de muerte, carne de gallinazo viejo y rastrero
en su vuelo. Somos la mierda que pulula aposentada en cada
esquina, en los rincones de Medallo/ Los tres somos huevos
mal incubados, malolientes, en la raíz de una parida que no
debió suceder, en el puto vientre de mujeres que nunca tuvie
ron el valor y la fuerza de quejarse de sus penas ni de sus dolo
res, Siempre agradecidas dieron como regalo a la vida, un llanto
de lágrimas azuzadas por la voz dulzona de curas maricones.
Mujeres bendecidas en su preñez por cabrones que nunca en
su imaginación, por falta de huevas, hubieran podido preñar
la inocencia de la Virgen María. Mujeres envejecidas y preña
das a destiempo por la mierda de una verga parada que sólo
quería saciar el escupitazo de un polvo tan asqueroso, que si se
queda en la verga de ese supuesto hombre, su vida se hubiera
engusanado como árbol en puta decadencia. Yo me cosí mi
chimba con alambre de púas para no escuchar en mi puta, cor
ta o larga vida el llanto de un mocoso despertando un hermo
so sueño.
Con Nelson le salimos al paso que seguía La Paisa, tan le
jana con el ritmo metido en su cuerpo, que había escapado de
nuestras manos. Nelson, tímido, apenas levantaba con desga
no los pies de la baldosa. Mi hermano Nelson, tedioso y sin
ritmo, pistoloco afinando puntería, en goce por las muecas de
sangre que piden salvación en la voz del muñeco que no tiene
escapatoria. La música, pájaro extraño en el eterno vacío de su
vida. Quietud inerme de su cuerpo por tantas ausencias que
ladran como perros maldecidos, sarnosos, amansados y pri
sioneros por el lazo de un amo que quiere a cada momento
que su perro le lama el culo, también sarnoso por la mierda
que nunca se limpia.
155
Yo le sigo el paso a La Paisa; sin mucho sobresalto imito su
ritmo endiablado, que no cesa y crece envolviendo susurros
que escapan cuando los gritos de libertad salen de la boca con
aires de flor, que despuntan en la madrugada. Piano de Fruko
que taladra la conciencia y la deja aturdida en el camino de su
perdición o quizá su salvación. Trompeta viajera, quejumbro
sa y lacerante. Wilson Saoco, voz aguda, golpes y gemidos ado
loridos sobre barrotes de hierro, golpes de timbal con sed que
impulsa el deseo de caminar por la antigua y conocida calle,
que brinda abrigo a la mirada de la memoria. Ahh ayay que
negro es mi destino,/ ahhayay todos de mi se alejan / ahahayay
perdí toda esperanza, ahahayay sólo llegan mis quejas. /Te ha
blo desde aquí, Fruko rumbeante/ Condenado para siempre/
En esta horrible celda/ Donde no llega el cariño ni la voz de
nadie/ Aquí me paso los días y la noche entera/sólo vivo del
recuerdo eterno de mi madre.
Cada quien dueño de su baldosa y su ritmo, con alma y
corazón. Nadie escapa del círculo de su cuadrado. Nadie mira
a nadie, miradas disfrazadas de uno mismo. El mundo dejó de
existir con la podredumbre engusanada de la fruta partida en
dos. Para unos, todo, para otros, una enorme montaña de ba
sura y mierda, exhibidas como ponqué de cumpleaños en vi
trinas de almacén barato. Los dedos tanteando la piel del ritmo i
que escapa para humedecer su labia, que canta con voz que
habla de cuatro paredes aprisionando la telaraña de la vida.
Cogido de las manos con Nelson, hacemos un círculo y enlaza
mos a La Paisa por la cabeza para que frente a nuestros ojos
continúe con su ritmo loco que desnuda la perversión de los
deseos. Ella paraliza su pasión rítmica y con ojos de odio nos
mira como a un par de carceleros, que quieren aprisionarla en
cuatro inmundas paredes, con enormes cuevas de ratas ham
brientas. No suelta palabras emputecidas que hieren con heridas
profundas. Frente a nuestros ojos sorprendidos, deja solitaria
su baldosa y escapa con el viento envolvente de su cuerpo y sus
manos de seda. Con Nelson quedamos bajo la oscuridad que
156
golpea brutalmente directo al rostro de la conciencia. El ritmo
de La Paisa no resiste la tristeza del corte de franela de sus pa
sos de libertad. Necesita de cabeza y cuerpo para deambular
por este Medallo que también se baila en sus calles, en una noche
cualquiera.
La multitud enloquecida truena, vocifera, maldice, golpea
las manos contra paredes cayéndose a pedazos por la hume
dad, borracha, embaretada, empericada, embasurada, enmari-
guanada, no se caga entre sí, no se mata entre sí, hermana vidas
y muertes. Cientos de bocas sueltan al aire ese coro maldito y
bienvenido: Ahhayyy que solo estoy /sólo me espera la muerte/
cuándo cambiará mi suerte. Paisa triunfal, hermosa, con esa
sonrisa de ave en vuelo de libertad, senos pequeños para acari
ciarlos con labios acorralados por la sed; cabello largo y des
perdigado en vientos huyendo, chimba de selva húmeda
enroscada y escondida, línea secreta en la delgadez de su cuer
po, piel quemada, añoranza de mar ausente, baila desnuda en
su baldosa personal. Solitaria baila inundada de placer, la mi
rada faro vigilante de su ritmo que llueve susurros y caricias
por todo el cuerpo: concentrada en vuelo y pasos, libertad que
corre tras los sonidos musicales, golpeteo sonoro en el corazón
y la conciencia, hechizo de lluvia en tierra caliente.
Nelson ensimismado, desnudo, perdido de esquina, co
miéndose las uñas para desterrar los impulsos del corazón,
dejándose llevar por el aullido de la multitud: Ayyay que solo
estoy./ Sólo me espera la muerte/ Ayyy que solo estoy/ Cuándo
cambiará mi suerte. Mi hermano, tronco de cuerpo, trata de
imitar el viento envolvente que vibra en los pies de La Paisa.
Ella, coqueta, suelta los dedos de culebra persuasiva y lo llama
insistente, quiere atraparlo con la señal de su risa que no esca
pa de los labios. Nelson, ciego, arrastrado por los impulsos de
la carne, a codazos abriéndose paso entre la multitud ensorde
cedora y enloquecida por el tableteo del coro infernal, intenta
llegar hasta la tarima. La Paisa, en su ritmo interior, no cesa la
mirada escrutadora que sigue la desesperación de mi herma
157
no, que a fuerza de sus brazos ya casi alcanza los tablones de
madera. Ella no pierde el ritmo de los pies, humedece los labios
y hace insinuaciones con la lengua, víbora venenosa. Mi her
mano levanta la mirada al cielo y lelo la suspende en la mitad
de la delgadez del cuerpo de La Paisa: selva húmeda, enrosca
da, ciega en entradas y profundidades. De un soplo la multitud
se acalla, silencio fúnebre atragantado en cientos de gargantas.
La multitud deshace los huesos de su presencia vociferante,
disfrazada de enorme sombra de montaña se pierde y huye en
la oscuridad de Medallo en tinieblas. Nelson, desnudo y ensi
mismado, encima de la tarima se come las uñas de la soledad:
su cabeza, prisión de preguntas y dudas, La Paisa ha desapare
cido con su desnudez, el ritmo bailador y envolvente de sus
pies. Entonces él, arrodillado, golpea la madera con golpes de
odio y desesperanza. Lo veo como un huevo incubado por el
llanto, abandonado en la esquina de úna calle estrecha, basure
ro y cueva de la podredumbre de Medallo. Ciudad incierta y.
sospechosa que mantiene en vilo de muerte la vida de cual
quier hombre. Cuando desperté en la cama, los tres estábamos
vestidos y con zapatos puestos. La Paisa, en la mitad, profunda,
abrazaba la espalda de Nelson, que durmió hasta la tarde del
día siguiente.
Mi hermano vivía obsesionado por dirigir su propio gru
po y realizar sus cruces. La idea que le golpeaba la cabeza a
cada instante. No tenía sosiego, la tranquilidad personal se le
había escapado al carajo. Él me hablaba de su capacidad de jefe
y lo hacía muy orgulloso de sí mismo. No sentía vergüenza en s
reconocerlo. Entonces, los dos acordamos buscar a Braulio,
hablar con él y convencerlo de futuros cruces, en corto tiempo.
Él aceptará estar bajo mis órdenes, dijo convencido Nelson. Yo
también dije que sí con movimientos de cabeza.
Nelson ya tenía informaciones sobre la caleta en que esta
ban escondidas las armas del M-19. Ya conocía al man que te
nía todos los detalles en la cabeza, para realizar un cruce limpio,
sin temor a la cercanía de la muerte. El hombre debe aparecer
158
en estos días, con nuevas informaciones, dijo Nelson emocio
nado. Ramoncito Chatarra, con esas armas y la venta de un
buen paquete de ellas, quedamos con armas y dinero. Un ne
gocio redondo.. .Volvió a abrazarme como sü sombra cómpli
ce. Lo que necesitamos es localizar también al Pastusito, dijo
apresurado. El Pastusito se había perdido de nuestros ojos, des
pués de la muerte de don Luis.
Nelson quería que La Paisa trabajara con nosotros en el
grupo. Esa chimba tiene su estilo y su valor, dijo mi hermano.
La desconfianza había desaparecido entre los dos. A ella le gus
taba la idea, su hermano ya me cae rebién. Ya lo tengo como
parcero fijo. Y era sincera en sus palabras braveras. Pero, para
mi desgracia, resultaba que ahora el de la duda era yo. Y ese
latir en mi corazón había surgido, después de tres o cuatro cru
ces baratos que habíamos realizado Nelson, La Paisa y yo. Todo
funcionaba como reloj suizo: la llegada, coger el objetivo, la
retirada. Lo que no funcionaba era quién daba la orden defini
tiva para entrar en acción. Diseñaba el plan Nelson y La Paisa
no lo aprobaba o hacía que no escuchaba. La sordera se le apa
recía de pronto, como dolor de cabeza de improviso. Cuando
mi hermano se cansaba de explicar el plan, ella sacaba de la
manga el suyo y lo exponía con lujo de detalles. La discusión se
volvía infernal entre dos sabios pistolocos, ganosos de mandar
hasta a su puta madre: yo el marica que traía la calma, la impo
nía en el aire que corría entre los dos. Sofocaba ese par de espí
ritus mandones.
El hombre de la información sobre la caleta de las armas
andaba un poco perdido, no aparecía con las noticias. Nelson,
nervioso por la espera, encerrado en la habitación de la resi
dencia, a la espera de noticias. Braulio ya estaba localizado, lo
mismo que El Pastusito. La Paisa, festiva y jodona, trataba de
levantarle el ánimo a Nelson, con las propuestas de su imagi
nación calenturienta: oiga mancito, para que olvide la espera,
le propongo un paseo nocturno. Nelson, en su enredo mental,
parecía no escucharla Ella nunca me había hablado de sus fa
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mosos paseos nocturnos. Como siempre, dispuesta con la opor
tunidad de sus palabras, cortó mis dudas y sospechas: son
muchos los bolsillos, los cuellos, muñecas y dedos que cami
nan en la noche, con dinero y joyas. Sus dueños no son sus
dueños. Esas joyas y ese dinero nos pertenecen a nosotros. La
Paisa parecía reventarse como pompa de jabón, por la ansie
dad de salir a camellar en las noches de Medallo. Es un juego
muy divertido y sabroso, repetía, mientras palmoteaba ruido
samente. Nelson, ya más tranquilo, accedió a su propuesta. El ros
tro de La Paisa se iluminó: un brochazo de luz de candela se
prendió en su mirada traviesa y perversa. Entonces regresó a
su risa alegre.
Ella era un directorio de páginas amarillas: abría sus pági
nas y de inmediato su voz hablaba con exactitud y detalles de
cada una de las calles de la ciudad, sitios, escondrijos, metede- ¡
ros. Se le salía a uno la lengua de perplejidad, ante su conoci
miento y manejo del mapa nocturno de Medallo: mancito lindo,
la ciudad la tengo escrita en mi memoria... Prisionera en mis
manos como paloma herida, dijo La Paisa. Apenas la escucha
ba, por el ruido vertiginoso de la moto. Ella, diestra en el ma
nejo de la velocidad, jugaba. Su corazón comenzaba a acelerarse.
Yo iba de parrillero, abrazado a su cintura, gusano amoroso.
Detrás, a pocos metros, Nelson también manejaba su moto,
concentrado y fija su mirada en seguir las veloces huellas de La
Paisa. De parrillero, Braulio con su dedo matón dispuesto ante
cualquier circunstancia peligrosa. Serióte, sin risa en los labios.
La Paisa detuvo la moto, levantó la mano y con el dedo
meñique hizo un círculo en el aire. Nelson comprendió la cla
ve. Ella aceleró para ascender la calle empinada. De pronto,
apareció Medallo con sus luces encendidas, cientos de luciér
nagas revoleteando en vuelo fugaz sobre la oscuridad que ha- ■
bía cerrado todas las puertas! El frescor de la noche libraba el
corazón de malos presagios. Vimos que tres carros estacionados
acompañaban la soledad del mirador. Dentro de los vehículos
parejas desaforadas, ya en el último instante, haciendo el amor.
160
V
Una apuesta de suspiros y quejidos. El mundo había dejado de
girar a su alrededor. Olvidados sus cuerpos amarrados al pla
cer buscador de orillas en límites deseados. El mirador se había
vuelto un motel público. Nelson, sigiloso, estacionó la moto
cerca de la nuestra. La Paisa, mi hermano y yo nos dirigimos
cada uno a su carro. Braulio quedó de guardia en la entrada de
la calle del mirador. Decentes, con la boca del cañón de las pis
tolas tocamos en el vidrio de las puertas delanteras.
Fue sorpresa común de asombro en las tres parejas. Los
manes con las huevas al aire, cagados del puto miedo. Las vie
jas cubriéndose las chimbas peludas, chillando como ratas des
pavoridas. Cada quien sacó su pareja fuera del auto. Los
hombres con una mano en alto y la otra sosteniendo la correa
de los pantalones. Pálidos. Las mujeres aferradas a sus misera
bles carteras, los calzones olvidados en los cojines del carro. El
polvo deseado había quedado en mitad del camino.
Un hombre gordo dijo: llévense todo lo que quieran, pero
por favor nada de violencia. La Paisa, con su risa nerviosa, re
viró: ¿a este man de mierda quién le dijo que hablara? Le colo
có el cañón de la pistola entre los ojos. Nelson ordenó que bajara
la pistola. Ella obedeció por un instante. Luego volvió a colo
car el cañón entre los ojos del hombre. Balbuceaba de terror:
no vaya a disparar por favor. Se emputó La Paisa bravera: go
norrea, vuelva a sacar su voz de mierda y le desgajo el provee
dor. El hombre terminó arrodillándose. El rodillazo de La Paisa
fue de frente contra su rostro. El hombre cayó a tierra, de es
paldas.
Paisa güevona, le dije que nada de violencia, gritó encole
rizado Nelson. Ella se contuvo, mordiéndose los labios hasta
sacarse sangre. Tragó saliva, luego escupió al aire con la poten
cia de un puto cañón de pistola fina. Bajó el aire de su furia, y
dijo entre dientes: ¿el parcero se creyó jefe mandón? La mirada
de odio era contra Nelson.
Las tres mujeres, aterrorizadas, mansas en sus ademanes,
pusieron los dedos a mi disposición para que sacara sus her
161
mosos anillos. De sus cuellos bajé collares. De los bolsillos de
atrás salieron carteras con dinero, tarjetas de crédito y docu
mentos personales. La Paisa continúo amenazante refunfuñan
do una cabronada de insultos de gruesos calibres. Hombres y
mujeres escuchaban mudos; Braulio había desocupado las car
teras de las mujeres que estaban en los carros. Quitó las llaves
de los autos y las guardó en el bolsillo.
Nelson ordenó a los tres hombres que se bajaran los pan
talones hasta las rodillas. Los tres obedecieron sin chitar pala
bra. Las mujeres, semidesnudas, pálidas de terror. Mi hermano
le dijo a Braulio que montara en la moto, él de inmediato lo
hizo. Dijo luego: Paisa, arranque... Y recoja a Ramón... Ella
andaba en otro paseo, no lo escuchaba. Nelson prendió la má
quina. La Paisa hizo que daba la vuelta para montarse en la
moto y de pronto se devolvió y le puso el cañón de la pistola al
hombre gordo: gonorrea, dése vuelta y salte como canguro...
El hombre intentó saltar pero terminó por enredarse en los
pantalones y cayó a tierra, asustado. Nelson había acelerado la
máquina dejando la huella de un ruido infernal, en su arran
que. Entonces, ella no contuvo la naturaleza bravera y comen
zó á disparar cerca de-las piernas de aquel hombre que asustado
intentaba pararse y continuar los saltos de canguro. Ante los
disparos, sus saltos se volvieron similares al juego de encostala
dos: casi en cuclillas se levantaba y saltaba treinta o más centí
metros, y así, avanzaba en su intento de libertad. La Paisa levantó
la pistola y le puso la ráfaga sobre las piernas, el hombre se fue
doblando dando un alarido de perro apaleado, con las manos
en alto en cacería de nubes pasajeras.
Cuando La Paisa ya había escogido a una mujer para con
tinuar en ese juego absurdo de la sangre, escuchó mi voz ya
emputecida: se monta en la moto y nos vamos... O le descargo
el proveedor... El cañón de mi pistola le apuntaba sobre su
cabeza. Esa sorpresa no la esperaba. Entonces me miró como si
hubiese regresado a sus tiempos de niña inocente, preguntán
dome: ¿mancito lindo, verdad que está jugando conmigo...?
162
Paisa cabrona, no estoy jugando..., contesté a ese silencio que
quería convencerme como a un idiota para que dejara de apun
tarle. Ella no conocía ese arranque de naturaleza dañosa que
vivía en mi puta vida. Ante mi decisión, resignada, bajó el arma
y la escuché decir muy pasito: vamos..
Prendió la máquina, aceleró y giró para hacer un círculo
sobre las tres mujeres y los dos hombres que paralizados por el
miedo, continuaban parados en el mismo sitio. La Paisa los
miró con odio acumulado, escupió sobre la carretera y lanzó
sus palabras hirientes: chaugonorreas hijueputas... Partió.
Fue entonces cuando escuché claramente el ruido de la
moto de Nelson que escapaba como un bólido, y detrás tam
bién escuché el sonido de la sirena de una patrulla. Cerca de
nosotros había comenzado la balacera. Le dije a La Paisa: bus
quemos a Nelson para ayudarlo. Ella volteó la cabeza: ese man
de su hermano sabe cómo defenderse...
En el cuarto de la residencia, Nelson, sentado en la cama,
ido en sus pensamientos, su mirada fija y pegada a la pared.
Andaba perdido en el rascacielos de sus pensamientos. Lo sen
tí con esa tristeza de lejanía que ha perdido la fuerza de sus
amarres en la orilla de la vida. En su silencio no me regaló una
mirada, tampoco una palabra. Pero estaba vivo. Yo quería que
regresara de su lejanía. Entonces me abracé a su cuerpo sudo
roso. Le dije que durmiera. Con la mirada nublada de llanto
que no quería salir, respondió que prefería no cerrar los ojos
esa madrugada, que por fortuna había salido ileso de la perse
cución de la policía. Pero había una pregunta atragantada. Por
presentimiento fatal yo no quería hacerla. Él tampoco quería
que la hiciera. Los dos continuamos con ese juego fatal del si
lencio que guarda en el secreto de la respuesta, la noticia que
abrirá la puerta del llanto y de la putería que golpea las paredes
con los puños.
Después lo supe todo; cuando Nelson puso las manos so
bre mis hombros y con la mirada retadora de heridas abiertas,
dijo en pocas palabras: Braulio murió abrazado a mis espal
163
das... No sé cuánto tiempo duró abrazado con su muerte so
bre mi cuerpo. Eso dijo. Yo comprendí lo sucedido. Fue una
balacera tenaz en la persecución de la patrulla. Mi hermano,
diestro en el manejo de la moto, cuando vio por el espejo re
trovisor el carro de la policía, tomó un atajo al meterse por una
calle ciega y luego escapó por una callejuela estrecha entre los
edificios de esa zona de la ciudad. Braulio les puso a sonar su
pistola. Su dedo matón disparó dos proveedores seguidos. Nel
son recuerda que Braulio le dijo como si se tratara de sus últi
mas palabras: mano Nelson, acelere que yo detengo el afán de
esos malparidos. Lo hizo, cumplió a cabalidad lo prometido.
Desprendieron la patrulla. El sonido insistente de la sirena fue
perdiéndose en eco repetido que finalmente se deshizo en la
madrugada.
A salvo, en carretera descubierta, Nelson paró la moto,
golpeó cariñoso la espalda de Braulio, le dijo, parce, no joda,
despierte el sueño. Braulio había perdido definitivamente las
palabras. Su cabeza recostada sobre los hombres de Nelson. Mi
hermano trató de abrir el nudo de las manos de Braulio, afe
rradas con fuerza sobre su pecho. Cuando lo hizo, el cuerpo
desgonzado y ensangrentado, sin vida, de Braulio se fue a tie
rra. Nelson lo arrastró y lo tiró sobre una cuneta al borde de la
carretera.
El hombre de la información sobre la caleta de las armas
apareció de nuevo. Ahora estaba seguro del día que podíamos
dar el golpe sin correr peligro alguno. El man cantó la infor
mación con todos los detalles. Le dijo a Nelson, yo les canto la
vuelta, pero me llevan bien en el negocio. Yo corro todos los
riesgos. Ya tengo listo los manes compradores de las armas. Mi
hermano, muy seguro de su mando y riesgo, dijo, listo.
Conmigo volvió con la seria advertencia: Ramón Chata
rra, nada de hablar con la chimba malparida de La Paisa. Esa
perra no tiene velas en este entierro. Me comí a mordiscos mi
silencio, Nelson tenía la razón del mundo para desconfiar de
sus arranques incontrolados. Claro que ella sabía del cruce y lo
164
supo antes de que sucediera la triste muerte de Braulio. En caso
que me le perdiera por varios días, de seguro que se imagina
ría que andaría con Nelson en el cruce de las armas. La Paisa
era ganzúa fina para imaginarse o detectar cualquiera de mis
pasos. Yo confiaba ciegamente en ella. Mi encoñamiento no
obedecía razones de sangre hermana.
Entonces localizamos a Pastusito, y también llamamos a
Kike, caspa especial de otro grupo de muchachos que estaban
bajo el mando del finado don Luis. Duramos con el sapo del
M-19 ocho días planeando el cruce. El sitio era un cambuche
que la guerrilla tenía como a dos kilómetros de Medellín, en
una de las lomas, donde había muchas armas, tres M-60, pisto
las, galiles, armas con dos patas. Una mano de tiros y granadas.
El golpe lo daríamos el martes, día preciso cuando ellos salían
a patrullar, según el sapo. Caímos el martes y todo estaba soli
tario. Ellos andaban patrullando un pueblito cerca de Mede
llín. Caímos y listo, llevamos un carro, un Renault 4, lo más
chandita pero que corría. Sacamos las armas, los tiros y veinte
granadas de mano. Subimos el armamento al carro y arranca
mos. En el garaje de una casa acordada, el informante recibió
la carga y le dijo a Nelson que en ocho días tendría en sus ma
nos el dinero que nos correspondía, por la venta de las armas.
Con Nelson definieron sitio de encuentro. Nelson confiaba en
aquel sujeto que traicionaba a sus amigos, para entrar en ne
gocios con nosotros. Pero él como jefe del grupo definía la cues
tión sin contar con el resto, menos conmigo, su sombra amiga
y cómplice.
A la semana, le dije a La Paisa: me voy para donde mi her
mano. Ella respondió con la acidez de sus palabras, ya le está
haciendo falta el calor de la sangre de la chanda de su hermanito.
Le contesté, deje la bronca y la hijueputez con Nelson. No que
ría sacar a relucir la ponzoña de mi escorpión. Yo había cum
plido la orden de Nelson, de no hablarle nada del cruce de las
armas. Ella no me indagó en ningún momento, pero sus ojos
reflejaban la sospecha de que el cruce estaba hecho. La Paisa
165
era antena fina por todo Medallo. Entonces se puso melosa y
enlazó mi cabeza con sus brazos y susurrando dijo al oído:
mancito, vamos a la cama. Yo le calmo las ausencias. Me agarré
de las fuerzas de mi puta decisión y contesté: chimba linda, la
llamo por teléfono en la noche. Ella no opuso resistencia, me
dio la libertad de sus brazos y sólo dijo como si se tratara de
una advertencia: se me está yendo de la cama. Se me está yendo
de la vida... No quería dejarme engatusar de la melosería de
sus palabras. Abrí la puerta y salí JE1 portazo que dio fue de piel
de cocodrilo. La Paisa andaba con sus pensamientos fúnebres.
Estábamos en una esquina del Centro de Medellín, a mi
tad de cuadra de la última residencia donde nos habíamos tras
lado con Nelson. En ocho días tres huecos como refugio, a la
espera del hombre de las armas, de sus noticias. Esa tarde se
cumplía el segundo plazo y el hombre no daba la cara. Cerca
hay una olla donde venden marihuana; mi hermano me dice:
Ramoncito Chatarra, tengo ganas de pegarme una traba. Le
dije: pues venga, yo voy y compro el bareto... Espéreme en la
residencia, no salga a la calle, no vaya a dar papaya. Nelson
quería sofocar un poco la impaciencia. Había caído en el mun
do de la sospecha: sospechaba de La Paisa, sospechaba del sapo
del M-19, sólo de su hermano sombra cómplice no sospecha
ba. Vivía la preocupación de ser jefe de un pequeño grupo. Yo
también andaba con el escalofrío por la sospecha de que el
hombre nos había tumbado, con el cruce de las armas. Nelson
sin plata, yo viviendo del hospedaje y comida gratuita de La
Paisa.
Llego a la olla y volteo, saludo, quiay, señora Gloria, cuan
do estoy adentro, que mano de plomo para levantar la piel a
cualquier muerto. Oí dos descargas de Uzi traammm traamm.
Salgo a la esquina con el presentimiento montado en el cere
bro y veo un parche de gente. Ya me las cogía, me las olía. Me
meto entre la gente: mi hermano tenía empuñada la pistola en
la mano, tirado en el suelo con tres pepazos en la cabeza, los
ojos abiertos como si estuviera viendo un cielo nublado de ra-
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tas. Lo miro y le digo: Nelson escúcheme, hermanito no se haga
el dormido, despierte a la vida. Levántese y vámonos. Le quité
la pistola que tenía bien empuñada con la derecha, lo alcé un
poco por la cabeza, lo abracé y le hablé al oído y paila, recuerda
cuando nos capábamos la escuela, yo detrás de usted como som-
brita, usted señalando el camino, muerto de la erre, pensando
en alguna maña, queriendo jugar maquinitas, jugar fútbol, darse
totazos con los amigos hasta salir reventadas las narices y los
nudos de las dedos señalados con heridas por los golpes dados.
Usted, un valiente, un maldadoso con cara de ángel muerto de
la risa. Nelson hermano, dígame una palabra, no me deje col
gado de su silencio, regrese corriendo y abráceme que vamos
para el cine y después iremos al parque. Regrese de su quietud:
el mar despierta de un gigantesco sueño, las olas vienen en busca
de los dos, el mar verde y azul con un cielo inundado de pája
ros que vuelan con la libertad que tanto usted y yo queríamos
cuando estábamos sentados en la playa, en Cartagena, hacien
do castillos de arena con sus caminos que sólo usted y yo cono
cíamos como secretos de hermanos. El mar viene por nosotros,
ese mar que nunca vimos desde la altura de Bogotá, nos habla
en susurros, nos llama con su voz, despacio, nos mira con sus
miles de miradas. Mi hermano, silencioso, tumba su cuerpo.
Gonorrea la vida, puta la vida. Hermano caspita, cuerpo de mi
sangre, su sangre, voz que me persigue como pito de sirena que
nadie puede apagar. Me ahogo en la respiración, alguien ate
naza mi cuello y quiere ahorcarme. Dígame hermano, quiere
que lo acompañe como siempre lo hacía, caminando y corrien
do por el barrio haciendo bochinche. No me deje atrás de sus
espaldas. Quiero irme con usted y su sombra, déjeme que me
ahogue en su sangre, mi sangre. La muerte de su cuerpo, mi
cuerpo ya muerto. Me deja soplando la ilusión que siempre
tuvimos de andar juntos toda la vida. Me fui desprendiendo de
su cuerpo aún caliente, su cuerpo con un poco de vida, y dejé
que le hicieran el levantamiento.
167
EPÍLOGO
Ramón Chatarra me sorprendió avanzada la noche, con una
llamada telefónica para proponerme un nuevo encuentro. Su voz
agitada, hablaba entrecortado, nervioso. Le pregunté si había su
cedido algo con su familia. «Mi familia anda rebién», contestó.
«El que anda rejodido soy yo. Tengo metido en mi cerebro un gi
gantesco animal y duermo atragantado de putas pesadillas. Quie
ro vomitarlas». Le propuse que viniera al día siguiente, a las tres de
la tarde. Llegó excitado, se acostó en la hamaca y no esperó que le
ofreciera algo. Tomó la iniciativa, hoy le recibo ron cubano con hie
lo y limón. Le pasé el trago y lo bebió de una. Le traje el segundo, se
contuvo, luego lo bebió a sorbos, pensativo. Entonces dijo: «Los re
cuerdos se acabaron en mi memoria. Pero no he podido enterrarlos
bajo cinco metros de tierra. Un gigantesco animal que llevo metido
en mi cerebro, lo impide, me tiene maniatado...»
Impulsó la hamaca con el pie derecho y lo hizo con tal fuer
za que la hamaca estuvo a punto de dar volteretas y tirarlo al piso
de madera. Sosegó los impulsos, equilibró la tranquilidad y habló
pausado: «Los recuerdos no se pueden patear y pisotear como se
patea y pisotea un nido de cucarachas... Las cucarachas más avis
pas terminan por subírsele a uno por las piernas y para salvarse
se esconden en cualquier hueco del cuerpo. Luego, escondidas en
la boca, terminan por escupir, pensar y mirar por uno. Yo trato de
huir de ellos y allí están como sombra agazapada en la esquina
del barrio. Los recuerdos me carcomen como hambrientos gusa
nos en cualquier hora de la noche... Cuando estoy haciendo el
Vi
amor con mi mujer, llegan y tocan mi espalda para decirme, Ra
món Chatarra, aquí estamos, quieres hablar con nosotros. Viven
en todos los rincones de mi vida, de pronto aparecen como si tu
vieran mis propios dientes y se ríen igualito a mí... Uno convive
con los recuerdos pero no con las putas dudas», dijo.
Lo sentí confuso y amarrado a muchas dudas, aquellas du
das que permanecen aferradas como paisaje a un cielo en destierro.
Solitario, de frente a ellas, sin salida para su posible esclareci
miento. «Cargo con un montón de dudas», dijo. «No sé con certe
za quién mandó matar a Nelson. ¿Fueron los guerrillos en
venganza por el robo de las armas? ¿O los compradores de las
armas, porque el soplón del M-19 también los tumbó a ellos?¿O
fue el soplón que armó su trío de sicarios para tumbar a Nelson y
dos días después mandó a acostar al Pastusito, y no cumplir con
el dinero prometido? ¿Por qué La Paisa tendió la malparida cela
da para que fumigaran mi vida? ¿Vive La Paisa después de la
apuñalada que le metí por todos los costados? A veces presiento
sus quejidos de placer rondandó mis oídos, tantas madrugadas
en que estaba metido en su cuerpo. A veces siento el filo de su
cuchillo señalando con una cruz, la entrada de mi corazón. No sé.
Navego por un río atormentado por la mierda, un río corriendo
con filas de bollos para inundar el sueño de tantos hombres que
duermen con la tranquilidad de peces gordos... La incertidum-
bre, arena movediza, chupa todas mis ansiedades así como yo de
niño chupaba las tetas descolgadas de mi mamá...» Rio como
dándose palmadas en el rostro. Se levantó de la hamaca, me abrazó
con los afectos de un hombre atormentado, susurró en los oídos:
«Lo dejo con mis dudas... Si las resuelve, me avisa...»
Tres días después, vendría el viaje de regreso a Bogotá
acompañado de Nelson mi hermano como cadáver, quieto en
su cajón de madera. Él había llegado a Medallo con el brillo de
la vida creciendo en su mirada juguetona, acompañada de tan
tas ilusiones como peldaños de una gigantesca escalera para
subir al cielo. Cielo imaginado con lluvias y tormentas y no
ches de sosiego. Los dos queríamos la vida que soñábamos.
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Ahora, él regresaba agujereado por la muerte que nunca falla
en su puntería. Un viaje caminando de espaldas. La carretera,
la montaña, la selva para sembrar el cuerpo de Nelson.
Seco de lágrimas, pensaba en el ñero Palogrande, viajero a
pie, empedernido de la vida, devorador de distancias, imagi
nación de geografías, inventor de juegos en carreteras solita
rias. Junto a él, Nelson y yo, recordaba cuatro años de la partida
de Bogotá. La flor de su risa parecida a la risa hermana de Nel
son. Ñero Palogrande, retinto quemado por el frío y el calor,
mechitas paradas y pelo largo, narigón, tímido pero avispa bra
va. En el carro, abrazado al ataúd, comencé a gritar su nombre
para que viniera en mi ayuda: quería correr con él por cualquier
carretera del mundo, de pronto detenernos y escuchar emocio
nado de sus labios: Ramón Chatarra, maricón, ya casi llegamos
al sitio de los espejismos. Busque el suyo y piense en io que
quiera mirar. Entonces salté en juego de rayuela, cerré los ojos
y cuando pisé el sitio de los espejismos, le pedí a la imagina
ción que me dejara ver lo que más quería volver a ver en el
mundo: la risa hermana y cómplice en los labios de Nelson.
Recordaba en el carro. No aguanté presenciar el levanta
miento del cadáver de Nelson. Entonces me abrí para donde La
Paisa. Cuando abrió la puerta del apartamento, sólo pude de
cirle en un balbuceo: sabe qué Paisa, yo me voy, yo me pierdo,
yo me piso de Medallo. Lo dije abrazándola como nunca, que
ría que con sus palabras de aliento volviera la vida a mi herma
no Nelson. ¿Mataron al parce Nelson, verdad? Sí, lo mataron.
No sé, dijo La Paisa, lo presentía... Apagó la voz, la volvió una
tumba. Caminamos abrazados hasta la sala y abrazados nos
sentamos sobre el tapete en el piso. Ella no quería soltar pala
bra, yo tampoco quería escuchar mi voz. Silencio golpeado por
la respiración de los dos, respiración de ausencia que no per
dona promesas de posibles regresos. Yo también presentía la
despedida definitiva de La Paisa, lluvia placentera de su her
moso cuerpo. Ella se desprendió de mis brazos, se levantó y
susurró, ya vuelvo. Silenciosa en sus pasos, en peregrinación
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prendió fósforos y encendió velas de muchos colores alrededor
de toda la sala. Aquello parecía el velorio de una pareja amoro
sa: pequeñas llamas de candela como compañía en la huida
definitiva.
Ella acompañó mi llanto hasta la madrugada, dulce, que
rendona. De pronto, con el desenfado de siempre se levantó, se
quedó viéndome como a un extraño y envalentonada soltó lo
que tenía atragantado: sabe mancito, el día que se vaya de Me-
dallo, yo lo mando tumbar... Yo me ofendí y entonces saqué la
Ruger y le dije: sabe qué paisa faltona, túmbeme de frente, tome
la pistola... Mancito de mierda, para hacerlo no necesito su
arma. Hizo un gesto de desprecio, lanzó un escupitazo a mis
pies. Confuso y emputecido me largué de inmediato. No tenía
por qué levantarme la voz, amenazar mi espalda. Esa Paisa mal
parida se había quitado la máscara de la melosería y de sus
encantos. Me quería prisionero de su labia fatal, la suavidad de
sus manos, el calor lluvioso de su cuerpo.
En la mañana llamé al patrón que había reemplazado a
don Luis, le conté, tumbaron a mi hermano. Él dijo: ábrase, no
dé papaya... Después organizó las vueltas de la morgue. Fue
cuando le dije que me iba para Bogotá y me abría de todo.
Contestó secamente: no man, usted tiene que quedarse. Me ten
go que morir, le respondí con el alma atormentada por la tris
teza. Me voy con mi hermano muerto para Bogotá. Ésa es mi
decisión. Estaba engusanado por el odio y la confusión. Me vio
tan ofendido que soltó el dinero suficiente para el viaje, el ca
rro y chofer pago, con ataúd y Nelson metido en él.
En la carretera, recordé mi familia y pensé, lo único que
tengo es mi familia, mi familia es mi sangre. Confiaba en que
aún vivían en Las Colinas, pero sin saber dónde estaban situa
dos. De una, llego donde mi abuelita. Ella no me reconoció
porque ya estaba grande, crecido y cambiado. Había escapado
de la casa a los nueve años y regresaba con trece y una gran
carga de vida vivida. Le dije, yo soy Ramón, estábamos en Me
dellín y mataron a Nelson. Desde la puerta miró el carro. Dijo
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llorosa en medio de una tristeza negra, su papá, mamá y herma
nos ya no viven en el barrio. Ahora viven en una loma. Le dije,
pues lléveme. Se subió al carro y nos fuimos. Llegamos a Ciu
dad Bolívar. Al verme mi cucha vino al trote, me reconoció de
inmediato a pesar de lo crecido y cuajado. Me abrazó con to
das sus fuerzas. Cuando miió el carro, el corazón se le salió del
cuerpo, lloró enloquecida. No hizo preguntas, había compren
dido lo sucedido: los límites entre la ausencia y la muerte. A
Nelson lo enterramos al día siguiente. La vida quedó señalada
con señal de la tristeza definitiva por el viaje de Nelson.
Llegué a Bogotá y seguí robando. Sabía que debía conse
guir la plata, tenía dos fierros. En el centro de la ciudad hacía
mis goles. Un día me gané medio millón. En Ciudad Bolívar
andaba con otro man, luego se volvió policía, El Cagao. El hom
bre sabía de los fierros, me dijo al oído, hermano, venga que
tengo un cruce de facilidad. Escogimos un carro de chocolati-
nas, encañonamos al chofer y al ayudante y les quitamos la pla
ta que iban a guardar en la caja.
Seguí robando durante dos meses hasta que un día mi
mamá me llamó y lloró y maldijo su suerte de madre. Dijo que
yo qué pensaba, que si también quería morir, que de qué me
había servido haberme venido de Medellín si iba a seguir en las
mismas. Yo le dije, sabe qué mami, a lo bien. Saqué los dos
fierros y se los di. Haga lo que quiera con ellos, véndalos, róm
palos. Le prometí que me iba a sanear. Me llevó a una iglesia y
me confesé. Quedé tranquilo conmigo mismo, olvidé los odios
recientes. El viejo dejó la mudez, me consiguió camello en un
hospital y comencé a camellar.
En esas llevaba como ocho meses, cuando no sé de dónde
putas salió una llamada telefónica; era La Paisa. Le pregunté,
¿dónde consiguió el teléfono? En su casa, contestó. Le dije, us
ted para que me llama si yo ya la olvidé. Mancito, deje los rece
los y tranquilice los rencores. Venga a Medallo que lo necesito.
Tengo un cruzado para que hagamos. ¿Cómo es el cruzado?
Pues que hay harta plata y es fácil, véngase.
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Llego a Medellín por la noche, me quedo en una residen
cia, pero lejitos de su calor. No quería sus convencimientos,
tampoco sus halagos. Al día siguiente me encontraría con ella
en una taberna, lugar de la cita. Esperaba encontrarla en el si
tio por tanta insistencia en el teléfono. Pero no estaba. Cuando
entro al lugar, salen dos manes y siento que me encienden a
candela. Yo sin una aguja en el bolsillo para defenderme. No sé
cómo me boté hacía atrás, salgo en pura y me pierdo entre los
carros. Escapé. Me alcanzaron a romper la chaqueta de un ba
lazo, el resto de vida quedó sin un rasguño, por fortuna.
Sabía dei metedero de La Paisa, vivía en una residencia.
Entonces en el centro de Medallo compré un chuzo. Me dije
convencido: esta paila debe dormir..., por faltona. La llamé y
le pregunté a lo fresco, quiénes eran esos manes que me iban a
cascar, y ella me dijo: no sé, no los conozco. Llegué quince mi
nutos después y me contaron de la balacera. Entonces le dije:
pensé que usted los conocía. Bueno mamita, veámonos está
noche y nos quedamos juntos. Dijo, listo, lo espero en la resi
dencia.
En segundos nos desnudamos y comenzamos las caricias
de tanto tiempo perdido. Hicimos una y muchas veces el amor.
Sudorosos, cansados del ajetreo de tantos abrazos. Esa noche
le dije que no la iba a dejar más, se lo juro, le dije que me que
daría viviendo con ella en Medellín. En sus ojos veía el brillo de
la alegría, me daba besos por todo el cuerpo. Me servía uno y
otro trago. Prendía un cigarrillo y no lo dejaba apagar cuando
ya prendía el otro. Aunque nerviosa, estaba contenta con mi
presencia. No le di pistas de mis intenciones, los impulsos los
tenía bien guardados en medio de cierta risita cómplice. Le di a
comer confianza en la mano.
Cansados de hacer el amor, buscamos el descanso. Rompí
aquel silencio tramposo que los dos habíamos creado. Le dije,
suave para que ella tragara el anzuelo: sabe qué paisa, usted los
mandó a que me mataran. No puede ocultarlo. Usted es una
gonorrea y no sirve para vivir esta puta vida. Paisa, usted es un
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estorbo para un hombre como yo... El filo del chuzó lo tenía en
la garganta. Alcanzó a gritar: Ramón no me mate... Le dije,
hable. Entonces confesó: los hombres que mataron a Nelson y
al Pastusito me asediaron amenazándome para que lo con
venciera de venir a Medalloí Si no venía a Medallo, la muerta
sería yo. Ella dijo: mancito, el mesero debía hacerle una señal
en el momento que usted entrara, para que pudiera escapar.
Por suerte no le sucedió nada. Yo quiero irme con usted, man
cito de mi piel. No dejé que me convenciera con sus razones.
En su silencio de agonía, indagué en la profundidad de sus putos
ojos: vi en su mirada la mirada de muerte de la tarántula. El bicho
asqueroso caminando lento por el palo delgado, acercándose a
mis ojos aterrorizados. Vi que La Paisa se arrodillaba. La vi jun
tar sus manos como si estuviera rezando. Su voz volvió a excla
mar que le diera la oportunidad de vivir para estar siempre a
mi lado. Las afelpadas patas largas de la tarántula parecían salir
de sus ojos desorbitados, parecían pequeñas enredaderas ne
gras. No quería volver a enfrentar al bicho asqueroso. Con su
grito agudo terminó todo. No le di tiempo de que reaccionara:
ciego de la ira no veía su desnudez, sus hermosos senos placen
teros, su montón de abajo tupido como selva cerrada. No veía
sus ojos pidiéndome clemencia por su vida de gonorrea, sus
ojos que nunca tuvieron clemencia con mi vida. La veía detrás
de los dos manes señalándome para que me dieran el pepazo
bien dirigido en la frente. La acuchillé una y muchas veces: su
sangre brotaba a borbotones como sí fuera un toro enfurecido.
Limpié el cuchillo con las sábanas. Me vestí lo más rápido po
sible, no tuve tiempo para lavarme las manos, peinarme. Salí
con la camisa ensangrentada, salí como de un sueño que antes
había soñado: corría por una calle solitaria y trataba de empu
jar una y otra puerta para entrar y buscar refugio y nadie que
ría abrir las puertas. Entonces, seguí la carrera loca para llegar
a un río y dejarme llevar por sus aguas hasta despertar con un
miedo puto que estaba carcomiéndome como si estuviera dis
frazado de cientos de gusanos hambrientos. Salí de la residen
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cia y cogí una flota para Bogotá. Me perdí solitario en mis pen
samientos, mientras llegaba a la capital.
Veo a Ramón Chatarra de regreso a su casa en Ciudad Bolí
var. Asciende por una carretera, especie de caracol que crece con
su respiración hasta coronar elfilo del barrio, y entra despacio a su
casa. Sigue por un largo pasadizo húmedo y maloliente, las pare
des están agrietadas como si cientos de hombres las hubieran apu
ñalado. Entra a un cuarto oscuro que no tiene puertas, y a tientas ■
se tira sobre un colchón cubierto por una delgada cobija. Enton
ces, boca abajo se envuelve en sus brazos y solloza mientras retie
ne en los pensamientos la figura de su hermano que viene
corriendo hacia él, gritando con un entusiasmo inusitado: «Ra
món Chatarra, Ramón, caspita de mi hermano, maricón de mier
da, escúcheme, estoy vivo, vivo. ,.»En el patio, en las cuerdas de
la ropa, cuelgan cientos de sábanas ensangrentadas, como si estu
vieran amarradas a un nudo interminable.
Bogotá (1995)
Santa Verónica, Cali, Bogotá (1999-2000)
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