La nariz de plata
(Cuento popular italiano, en la versión de Ítalo Calvino)
Había una lavandera que había enviudado y tenía tres hijas. Por mucho que las cuatro se las
ingeniaban para lavar toda la ropa que podían, de todos modos pasaban hambre. Un día la hija mayor le
dijo a la madre:
—Quiero irme de casa, aunque tenga que ir a servir al Diablo.
—No digas eso, hija mía —dijo la madre—. Nunca sabes lo que te puede pasar.
Pocos días después se presentó en la casa un señor vestido de negro, muy elegante y con nariz de
plata.
—Sé que usted tiene tres hijas —le dijo a la madre—. ¿Le gustaría que una de ellas entrase a mi
servicio?
La madre la habría mandado en el acto, pero esa nariz de plata no le gustaba. Llamó aparte a la hija
mayor y le dijo:
—Mira que en este mundo no hay hombres con la nariz de plata: ten cuidado, si te vas con él puedes
arrepentirte.
Pero como la hija no veía la hora de irse de casa, se fue con el hombre pese a todo. Atravesaron
muchos bosques y montañas hasta que vieron en la lejanía un gran resplandor semejante a un incendio.
—¿Qué es eso? —preguntó la muchacha, que empezaba a tener un poco de aprensión.
—Mi casa. Vamos allá —dijo Nariz de Plata.
La muchacha siguió adelante sin poder contener un temblor. Llegaron a un gran palacio, y Nariz de
Plata le mostró todas las habitaciones, una más bella que la otra, y le dio la llave de cada una de ellas.
Cuando llegaron a la puerta de la última habitación, Nariz de Plata le dio la llave, pero le dijo:
—No abras esta puerta por razón alguna, si no, ¡pobre de ti! Eres dueña de todo el resto; pero de esta
habitación, no.
La muchacha pensó: «¡Aquí hay gato encerrado!», y se prometió abrir esa puerta en cuanto Nariz de
Plata la dejara a solas. Por la noche, mientras dormía en su cuarto, Nariz de Plata entró furtivamente, se
acercó a su lecho y le puso una rosa entre los cabellos. Luego se fue tan silenciosamente como había
venido.
A la mañana siguiente Nariz de Plata salió para atender sus asuntos, y la muchacha, que se había
quedado sola con todas las llaves, se apresuró a abrir la puerta prohibida. Apenas la abrió, brotaron
llamas y humo: y en medio del fuego y el humo había una multitud de almas condenadas que se
calcinaban. Entonces comprendió que Nariz de Plata era el Diablo y que esa habitación era el Infierno.
Dio un grito, cerró la puerta en el acto, y se alejó cuanto pudo de esa habitación infernal, pero una
lengua de fuego le había chamuscado la rosa que llevaba entre los cabellos.
Nariz de Plata regresó y vio la rosa consumida.
—¡Ah, conque así me obedeces! —exclamó. La levantó en andas, abrió la puerta del Infierno y la
arrojó a las llamas.
Al día siguiente volvió a casa de aquella mujer.
—Su hija se halla muy cómoda conmigo, pero hay mucho trabajo y necesita ayuda. ¿Podría
mandarme a su segunda hija?
Y así Nariz de Plata volvió con la otra hermana. También a ésta le mostró la casa, le dio las llaves y
le dijo que podía abrir todas las habitaciones menos la última.
—Imagínese —dijo la muchacha—, ¿para qué voy a abrirla? ¿Qué me importan sus asuntos?
Por la noche, cuando la muchacha se fue a dormir, Nariz de Plata se acercó con mucho sigilo y le
puso un clavel entre los cabellos.
A la mañana siguiente, apenas se fue Nariz de Plata, lo primero que hizo la muchacha fue abrir la
puerta prohibida. Humo, llamas, alaridos, y en medio del fuego reconoció a su hermana.
—¡Hermana mía —gritó ésta—, libérame de este Infierno! Pero la muchacha se sentía desfallecer; se
apresuró a cerrar la puerta y a escapar, pero no sabía dónde ocultarse, porque ahora estaba segura de que
Nariz de Plata era el Diablo y ella estaba irremediablemente en sus manos. Cuando volvió Nariz de
Plata, lo primero que hizo fue mirarle la cabeza: vio el clavel marchito y, sin decirle una palabra, la
levantó en andas y también la arrojó al Infierno.
Al día siguiente, vestido de gran señor, como de costumbre, volvió a presentarse en casa de la
lavandera.
—En mi casa hay tanto trabajo que dos muchachas no alcanzan. ¿Podría mandarme a la tercera?
Y así se volvió con la otra hermana, que se llamaba Lucía y era la más astuta de las tres.
1
También a ella le mostró la casa y le hizo las habituales recomendaciones; y también a ella, en
cuanto se durmió, le puso una flor entre los cabellos: un jazmín. Por la mañana, Lucía fue a peinarse
apenas se levantó y al mirarse en el espejo vio el jazmín.
—Fíjate —dijo—, Nariz de Plata me ha puesto un jazmín. ¡Qué gentileza! ¡Bah, lo pondré en agua!
Y lo dejó en un vaso. No bien terminó de peinarse, al ver que estaba sola en casa, pensó: «Ahora
vamos a ver un poco esa puerta misteriosa».
Apenas abrió, surgió una ráfaga de fuego, y vio a todos los que ardían y, entre ellos, a su hermana
mayor y a su segunda hermana.
—¡Lucía! ¡Lucía! —le gritaron—. ¡Sácanos de aquí! ¡Sálvanos!
Lucía consideró que ante todo lo mejor era cerrar la puerta; después pensó cómo salvar a sus
hermanas.
Cuando volvió el Diablo, Lucía se había puesto el jazmín entre los cabellos; se comportó como si
nada hubiera pasado. Nariz de Plata miró el jazmín.
—Oh, se mantiene lozano —dijo.
—Seguro, ¿por qué no iba a estar lozano? ¿Acaso una se pone flores secas en la cabeza?
—No, lo decía por decir —comentó Nariz de Plata—. Me pareces una buena muchacha. Si sigues así
nos llevaremos bien. ¿Estás contenta?
—Sí, aquí estoy bien, pero estaría mejor si no me inquietara una cosa.
—¿Qué cosa?
—Cuando me fui de casa mi madre no estaba muy bien. Y ahora no tengo noticias de ella.
—Si es por eso —dijo el Diablo—, me doy una vuelta por allí y de paso te traigo noticias.
—Gracias, es usted muy bueno. Si puede ir mañana, yo preparo mientras tanto una bolsa de ropa
sucia, así si mi madre se encuentra bien se la da para que la lave. ¿No le molestará el peso?
—Por favor —dijo el Diablo—, yo puedo cargar cualquier peso.
En cuanto el Diablo salió, Lucía abrió la puerta del Infierno, sacó a su hermana mayor y la metió en
una bolsa.
—Entra aquí y no te muevas, Carlota —le dijo—. Ahora será el Diablo en persona quien te lleve a
casa. Pero, si notas que intenta apoyar la bolsa, es necesario que digas: «¡Te veo! ¡Te veo!».
Cuando vino Nariz de Plata, Lucía le dijo:
—Aquí está la bolsa con la ropa sucia. ¿Pero en serio la va a llevar a casa de mi madre?
—¿No confías en mí? —preguntó el Diablo.
—Sí que confío, y mucho más porque tengo esta virtud: puedo ver desde lejos y, si usted intenta
apoyar la bolsa en cualquier parte, yo lo veré.
—¡Ah, sí, qué bien! —dijo el Diablo, que no creía mucho en esa historia de la virtud de ver desde
lejos, mientras se echaba la bolsa al hombro—. ¡Cómo pesa esta ropa sucia!
—¡Ya lo creo! —dijo la muchacha—. ¿Cuántos años hace que no lleva nada a lavar?
Nariz de Plata se puso en marcha. Pero a mitad de camino dijo:
—¡Vamos a ver! No sea cosa que esta muchacha, con la excusa de mandar a lavar la ropa, me vacíe
la casa.
Y se dispuso a apoyar la bolsa para abrirla.
—¡Te veo! ¡Te veo! —gritó entonces la muchacha oculta en la bolsa.
—¡Caramba, es cierto! —dijo Nariz de Plata—. Ve de lejos.
Y echándose la bolsa al hombro, fue derechito a casa de la madre de Lucía.
—Su hija le manda esta ropa sucia y quiere saber cómo está…
Apenas estuvo sola, la lavandera abrió la bolsa. Imagínense su placer al encontrar a la hija mayor.
Una semana más tarde, Lucía volvió a hacerse la melancólica con Nariz de Plata, y a decirle que quería
noticias de la madre.
Y lo mandó a su casa con otra bolsa de ropa sucia. Así Nariz de Plata se llevó a la segunda hermana,
y en cuanto quiso mirar dentro de la bolsa volvió a oír:
—¡Te veo! ¡Te veo!
La lavandera, que ya sabía que Nariz de Plata era el Diablo, se asustó mucho al verlo regresar,
porque pensaba que venía a pedirle la ropa de la vez anterior, pero Nariz de Plata dejó la nueva bolsa y
le dijo:
—La ropa limpia vengo a buscarla otro día. Esta bolsa es tan pesada que me rompió los huesos, y
quiero volver liviano a casa.
En cuanto se fue, la lavandera abrió ansiosamente la bolsa y abrazó a su otra hija. Pero sintió más
pena que nunca por Lucía, que había quedado sola en manos del Diablo.
2
¿Qué hizo Lucía? Al poco tiempo volvió a insistir con la historia de su madre. El Diablo ya estaba
harto de llevar bolsas de ropa sucia, pero esta muchacha era tan obediente que él le tenía aprecio. La
noche anterior, Lucía le dijo que le dolía tanto la cabeza que se iba a acostar antes de hora.
—Le dejo la bolsa lista, así si por la mañana no me siento bien y no me encuentra levantada se la
puede llevar.
Ahora bien, resulta que Lucía se había cosido una muñeca de trapo de su mismo tamaño. La acostó,
la cubrió con las colchas, se cortó las trenzas y las cosió en la cabeza de la muñeca, que así parecía ella
dormida. Y ella se encerró en la bolsa.
Por la mañana, el Diablo vio a la muchacha hundida entre las colchas y se puso en marcha con la
bolsa al hombro.
—Esta mañana se siente mal —se dijo—. No estará atenta. Es una buena ocasión para ver si de veras
sólo mete ropa sucia.
Se apresuró a apoyar la bolsa y se dispuso a abrirla.
—¡Te veo! ¡Te veo! —gritó Lucía.
—¡Caramba! —se dijo el Diablo—. ¡Su voz se oye tal como si estuviera aquí! ¡Mejor no bromear
mucho con esta muchacha!
Se echó la bolsa al hombro una vez más y se la llevó a la lavandera.
—Después paso a recogerlo todo —dijo rápidamente—. Ahora debo volver a casa porque Lucía está
enferma.
Así volvió a reunirse la familia, y como Lucía había traído consigo dinero que pertenecía al Diablo,
pudieron vivir felices y contentas. Clavaron una cruz ante el umbral, de modo que el Diablo no se
atrevió a acercarse de nuevo.
Barba Azul
(Charles Perrault)
Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata,
muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre
tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le
arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas,
dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no
podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se
había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos
jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El
tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se
pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes
empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy
correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le
dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio
importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las
llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
-He aquí -le dijo- las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no
se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave
maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi
departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohíbo entrar a este pequeño gabinete, y os lo
prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla,
sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan
impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el
marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cuál de
todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se
cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los
3
bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y
cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y
magníficos que jamás se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin
embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el
gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó
por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos
o tres veces. Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que
le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero
la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta
del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver
que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos
de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de
Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó
de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su
habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces,
pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la refregara con arenilla, la sangre siempre
estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha
de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas
informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo
que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan
temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
-¿Y por qué -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?
-Tengo que haberla dejado -contestó ella- allá arriba sobre mi mesa.
-No dejéis de dármela muy pronto -dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por qué hay sangre en esta llave?
-No lo sé -respondió la pobre mujer- pálida corno una muerta.
-No lo sabéis -repuso Barba Azul- pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues
bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de
un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y
afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Hay que morir, señora -le dijo- y de inmediato.
-Puesto que voy a morir -respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas-, dadme un poco
de tiempo para rezarle a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora -replicó Barba Azul-, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen
mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto:
-Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su
mujer:
-Baja pronto o subiré hasta allá.
-Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja:
Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
-Baja ya -gritaba Barba Azul- o yo subiré.
4
-Voy en seguida -le respondía su mujer; y luego suplicaba-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a
nadie?
-Veo -respondió la hermana Ana- una gran polvareda que viene de este lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
-¿No piensas bajar? -gritaba Barba Azul.
-En un momento más -respondía su mujer; y en seguida clamaba-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir
a nadie?
-Veo -respondió ella- a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía… ¡Alabado
sea Dios! -exclamó un instante después-, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo
para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a
sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
-Es inútil -dijo Barba Azul- hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle
la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le
concediera un momento para recogerse.
-No, no, -dijo él- encomiéndate a Dios-; y alzando su brazo…
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al
abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para
guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera
alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba
casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus
bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde
hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse
ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.
Moraleja Otra moraleja
La curiosidad, teniendo sus encantos, Por poco que tengamos buen sentido
a menudo se paga con penas y con llantos; y del mundo conozcamos el tinglado,
a diario mil ejemplos se ven aparecer. a las claras habremos advertido
Es, con perdón del sexo, placer harto menguado; que esta historia es de un tiempo muy pasado;
no bien se experimenta cuando deja de ser; ya no existe un esposo tan terrible,
y el precio que se paga es siempre exagerado. ni capaz de pedir un imposible,
aunque sea celoso, antojadizo.
Junto a su esposa se le ve sumiso
y cualquiera que sea de su barba el color,
cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor
.
La llave
(Luisa Valenzuela)
Una muere mil muertes. Yo, sin ir más lejos, muero casi cotidianamente, pero reconozco que si todavía
estoy acá para contar el cuento (o para que el cuento sea contado) se lo debo a aquello por lo cual tantas
veces he sido y todavía soy condenada. Confieso que me salvé gracias a esa virtud, como aprendí a llamarla
aunque todos la llamaban feo vicio, y gracias a cierta capacidad deductiva que me permite ver a través de
las trampas y hasta transmitir lo visto, lo comprendido.
Ay, todo era tan difícil en aquel entonces. Dicen que sólo Dios pudo salvarme, mejor dicho mis
hermanos -mandados por Dios seguramente-, que me liberaron del ogro.
Me lo dijeron desde un principio. Ni un mérito propio supieron reconocerme, más bien todo lo
contrario.
Los tiempos han cambiado y si he logrado llegar hasta las postrimerías del siglo XX algo bueno habré
hecho, me digo y me repito, aunque cada dos por tres traten de desprestigiarme nuevamente.
Tan buena no serás si ahora te estás presentando en la Argentina, ese arrabal del mundo, me dicen los
resentidos (argentinos, ellos).
5
Aun así, aun aquí, la vida me la gano honradamente aprovechando mis condiciones innatas. Me lo debo
repetir a menudo, porque suelen desvalorizarme tanto que acabo perdiéndome confianza, yo, que tan bien
supe sacar fuerzas de la flaqueza.
De esto sobre todo hablo en mis seminarios: cómo desatender las voces que vienen desde fuera y la
condenan a una. Hay que ser fuerte para lograrlo, pero si lo logré yo que era una muchachita inocente, una
niña de su casa, mimada, agraciada, cuidada, cepillada, siempre vestida con largas faldas de puntilla clara,
lo pueden lograr muchas. Y más en estos tiempos que producen seres tan aguerridos.
Dicto mis seminarios con importante afluencia de público, casi todo femenino, como siempre casi todo
femenino. Pero al menos ahora se podría decir que arrastro multitudes. Me siento necesaria. Y eso que,
como dije al principio, una muere mil veces y yo he muerto mil veces mil; con cada nueva versión de mi
historia muero un poco más o muero de manera diferente.
Pero hay que reconocer que empecé con suerte, a pesar de aquello que llegó a ser llamado mi defecto
por culpa de un tal Perrault -que en paz descanse-, el primero en narrarme.
Ahora me narro sola.
Pero en aquel entonces yo era apenas una dulce muchachita, dulcísima, ni tiempo tuve de dejar atrás el
codo de la infancia cuando ya me tenían casada con el hombre grandote y poderoso. Dicen que yo lo elegí a
mi señor y él era tan rudo, con su barba de un color tan extraño... Quizás hasta logró enternecerme: nadie
parecía quererlo.
Cierto es que él no hacía esfuerzos para que lo quisieran. Quizá por eso mismo me enterneció un poco.
No trato este delicado tema en mis seminarios. Al amor no lo entiendo demasiado por haberlo rozado
apenas con la yema de un dedo. En cambio de lo otro entiendo mucho. Se puede decir que soy una
verdadera experta, y quizá por eso mismo el amor se me escapa y los hombres me huyen, a lo largo de
siglos me huyen porque he hecho de pecado virtud y eso no lo perdonan.
Son ellos quienes nos señalan el pecado. Es cosa de mujeres, dicen (pero tampoco quiero meterme por
estos vericuetos, hay sobre el tema tanta especialista, hoy día).
Digamos que sólo intento darles vuelta la taba, como se dice por estas latitudes, o más bien invertir el
punto de vista.
Desde siempre, repito, se me ha acusado de un defecto que si bien pareció llevarme en un principio al
borde de la muerte acabó salvándome, a la larga. Un "defecto" que aprendí -con gran esfuerzo y bastante
dolor y sacrificio- a defender a costa de mi vida.
De esto sí hablo en mis grupos de reflexión y seminarios, y también en los talleres de fin de semana.
Prefiero los talleres. Los conduzco con sencillez y método. A saber:
El viernes a última hora, durante el primer encuentro, narro simplemente mi historia. Describo las
diversas versiones que se han ido gestando a lo largo de siglos y aclaro por supuesto que la primera es la
cierta: me casé muy muy joven, me tendieron lo que algunos podrían considerar la trampa, caí en la trampa
si se la ve desde ese punto de vista, me salvé, sí, quizá para salvarlas un poquitito a todas.
Hacia el fin de la noche, según la inspiración, lo agrando más y más al ogro de mi ex marido y le pinto
la barba de tonos aterradores. No creo exagerar, de todos modos. Ni siquiera cuando describo su vastísima
fortuna.
No fue su fortuna la que me ayudó a llegar hasta acá, me ayudó este mismo talento que tantos me
critican. La fortuna de mi marido, que naturalmente heredé, la repartí entre mis familiares más cercanos y
entre los pobres. Al castillo lo dejé para museo aunque sabía que nadie lo iba a cuidar y que finalmente se
derrumbaría, como en realidad ocurrió. No me importa, yo no quise ensuciarme más las manos. Preferí
pasar hambre. Me llevó siglos perfeccionar el entendimiento gracias al cual realizo este trabajo de
concientización, como se dice ahora.
El viernes por lo tanto sólo empleo material introductorio, pero las dejo a todas motivadas para los
trabajos que las esperan durante el fin de semana.
El sábado por la mañana, después de unos ejercicios de respiración y relajamiento que fui incorporando
a mi técnica cuando dictaba cursos en California, paso a leerles la moraleja que hacia fines de 1600 el tal
Perrault escribió de mi historia:
"A pesar de todos sus encantos, la curiosidad causa a menudo mucho dolor. Miles de ejemplos se ven
todos los días. Que no se enfade el sexo bello, pero es un efímero placer. En cuanto se lo goza ya deja de
ser tal y siempre cuesta demasiado caro".
¡La sagrada curiosidad, un efímero placer!, repito indignada, y mi indignación permanece intacta a lo
largo de los siglos. Un efímero placer, esa curiosidad que me salvó para siempre a impulsar en aquel
entonces -cuando mi señor se fue de viaje dejándome el enorme manojo de llaves y la rotunda interdicción
de usar la más pequeña- a develar el misterio del cuarto cerrado.
6
¿Y nadie se pregunta qué habría sido de mí, en un castillo donde había una pieza llena de mujeres
degolladas y colgadas de ganchos en las paredes, conviviendo con el hombre que había sido el esposo de
dichas mujeres y las había matado seguramente de propia mano?
Algunas mujeres de los seminarios todavía no entienden. Que cuántas piezas tenía en total el castillo,
preguntan, y yo les contesto como si no supiera hacia dónde apuntan y ellas me dicen qué puede hacernos
una pieza cerrada ante tantas y tantas abiertas y llenas de tesoros y yo las dejo nomás hablar porque sé que
la respuesta se la darán ellas mismas antes de concluir el seminario.
Las hay que insisten. Ellas en principio hubieran optado por una vida sin curiosidad, callada, a cambio
de tantas comodidades.
¿Comodidades?, pregunto yo, retóricamente, ¿comodidades, frente a la puerta cerrada de una pieza que
tiene el piso cubierto de sangre, una pieza llena de mujeres muertas, desangradas, colgadas de ganchos y
seguramente un gancho allí, limpito, esperándome a mí?
Todas ellas fueron víctimas de su propia curiosidad, me dicen los manuales y muchas veces también me
lo señala la gente que participa en los talleres.
¿Y la primera?, les pregunto tratando de conservar la calma. ¿Curiosidad de qué tendrá la primera, y qué
habrá visto?
En mis épocas de joven castellana prisionera -sin saberlo- del ogro, la suerte, mejor llamada mi
curiosidad, me ayudó a romper el círculo. De otra forman tengan por seguro que habría ido a integrar el
círculo. La sola existencia de ese cuarto secreto hacía invivible la vida en el castillo.
Se genera mucha discusión a esta altura. Porque yo presento las opciones y entre todas escarbamos en
las opciones, y curioseamos, y nos entregamos a actividades bellamente femeninas: desgarramos velos y
destapamos ollas y hacemos trizas al mal llamado manto de olvido, el muy piadoso según dice la gente.
Antes de terminar el trabajo del sábado retomo el tema de la llave, y así como mi ex esposo me entregó
cierto remoto día un gran manojo de grandes llaves, yo les entrego a las participantes un gran manojo de
granes llaves imaginarias y dejo que se las lleven a sus casa y duerman con las llaves y sueñen con las
llaves, y que entre las grandes llaves permitidas encuentren la llavecita prohibida, la de oro, y descubran
qué habitación prohibida cierra esa llavecita, y descubran sobre todo si con la llave en la mano le dan la
espalda a la habitación prohibida o la encaran de frente.
El domingo transcurre generalmente en un clima cargado de espera. Las mujeres del grupo me cuentan
sus historias, el momento de la llavecita prohibida se demora, aparecen primero las puertas abiertas con las
llaves permitidas, las ajenas. Hasta que alguna por fin se anima y así una por una empiezan a mostrar su
llavecita de oro: está siempre manchada de sangre.
Hasta yo a veces me asusto. A menudo afloran muertos inesperados en estas exploraciones, pero lo que
nunca falta es el miedo. Como me sucedió a mí hace tantísimo tiempo, como les sucede a todas que se
animan a usarla, la llavecita se les cae al suelo y queda manchada, estigmatizada para siempre. Esa mancha
de sangre. En mi momento yo, para salvarme, para que el ogro de mi señor marido no supiera de mi
desobediencia, traté de lavarla con lejía, con agua hirviendo, con vinagre, con los alcoholes más pesados de
la bodega del castillo. Traté de pulirla con arenisca, y nada. Esa mancha es sangre para siempre. Yo traté de
limpiar la llavecita de oro que con tantos reparos me había sido encomendada, todas las mujeres que he
encontrado hasta ahora en mis talleres han hecho también lo imposible por lavarla, tratando de ocultar su
transgresión. ¡No usar esta llave! es orden terminante que yo retransmito el sábado no sin antes haber
azuzado a las mujeres. No usar esta llave... aunque ellas saben que sí, que conviene usarla. Pero nunca
están dispuestas a pagar el precio. Y tratan a su vez de limpiar su llavecita de oro, o de perderla, niegan el
haberla usado o tratan de ocultármela por miedo a las represalias.
Todas siempre igual en todas partes. Menos esta mujer, hoy en Buenos Aires, ésta tan serena con la
cabeza envuelta en un pañuelo blanco. Levanta en alto el brazo como un mástil y en su mano la sangre de
su llave luce más reluciente que la propia llave. La mujer la muestra con un orgullo no exento de tristeza, y
no puedo contener el aplauso y una lágrima.
Acá hay muchas como yo, algunos todavía nos llaman locas aunque está demostrado que los locos son
ellos, dice la mujer del pañuelo blanco en la cabeza.
Yo la aplaudo y río, aliviada por fin: la lección parece haber cundido. Mi señor Barbazul debe de estar
retorciéndose en su tumba.