0% encontró este documento útil (0 votos)
124 vistas65 páginas

Von Reventlow Franziska - El Complejo de Dinero

Novela sobre el dinero
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
124 vistas65 páginas

Von Reventlow Franziska - El Complejo de Dinero

Novela sobre el dinero
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 65

EL COMPLEJO DE DINERO

LARGO RECORRIDO, 8
 

Franziska von Reventlow

EL COMPLEJO DE DINERO

Novela dedicada a mis acreedores

traducción de richard gross

EDITORIAL PERIFÉRICA
 
primera edición: abril de 2010

 título original: Der Geldkomplex

© de la traducción, Richard Gross, 2010

© de esta edición, Editorial Periférica, 2010

Apartado de Correos 293. Cáceres 10001 [email protected]

www.editorialperiferica.com

ISBN: 978-84-92865-11-6

depósito legal: cc-549-2010

 impreso en españa - printed in spain

La presente publicación ha sido beneficiaría de una de las ayudas a la edición convocadas


por la Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura. El editor autoriza su reproducción, total
o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y
no con fines comerciales.
EL COMPLEJO DE DINERO
 
1

 
 
 
 
Mi querida Maria:
Por una carta acuciante de B..., que me fue reenviada por el Consulado, infiero que mi
ausencia es motivo de preocupación.
El que haya desaparecido sin rastro y dejado de contestar la correspondencia (gracias
tardías por tus diversas cartas) quizá no resultó precisamente un acto amable, pero créeme que en
parte lo hice por delicado respeto. No esperes que el carteo que vuelvo a inaugurar con la
presente trate de hechos demasiado halagüeños.
B... piensa (y tal vez vosotros también) que hace ya tiempo que tomé posesión de la
famosa herencia y cambié de aires. Pero no es verdad, ¡el anciano señor ni siquiera ha muerto!
Aunque le queda poca vida. Ésta es una de las razones por las que estoy aquí, en una -no te
asustes, por favor- clínica psiquiátrica, o, mejor dicho, un sanatorio, término de resonancias más
suaves.
Un sanatorio... Veo cómo tú y todos los demás movéis la cabeza incomprensivamente. Lo
cierto es que no estoy mal de los nervios, ni siquiera padezco un especial nerviosismo, lo único
que me pasa es que tengo el llamado «complejo de dinero».
Espero, por el amor de Dios, que sepas lo que es un «complejo» en el sentido patológico
de la palabra. Viene a ser algo así como un conjunto de sentimientos, impulsos y cosas por el
estilo que se reprimen o no se exteriorizan, y que, si no me equivoco, se agolpan en el
subconsciente y causan afecciones anímicas. Pues bien, de lo que se trata aquí es de uno de esos
métodos nuevos para curar los nervios, y que recibe el nombre de «psicoanálisis». Lo inventó el
famoso profesor Freud, de Viena. Te digo esto para que entiendas por qué sus adeptos se llaman
«freudianos». Si no, podría pensarse que significa algo particularmente placentero o incluso
sospechoso.*
 
*El nombre de Freud guarda una similitud asociativa con el sustantivo «Freude», que
significa 'placer', 'alegría', (n. del t.)
 
Pero hay mucha gente que te lo puede explicar mejor, y te aconsejo que te dirijas a ellos.
Yo tampoco tenía idea de esas cosas, y la materia no me interesaría en absoluto si no hubiera
sido un «freudiano» quien descubrió mi complejo de dinero.
Ciertamente, no hay nada más insípido que contar uno su propia historia dolorosa; yo, al
fin y al cabo, prefiero relatar historias de placer. Pero la clínica psiquiátrica os parecerá sin duda
algo tan vergonzoso que no tengo más remedio que justificarme y contarte estos tristes avatares.
Te pido que seas indulgente si, al hacerlo, fuera un tanto prolija y hasta confusa.
Querida Maria, el año pasado nos vimos poco porque estuviste fuera la mayor parte del
tiempo; aun así sabes que mi existencia ya no era más que una gran crisis económica. ¡Cuántas
veces admirasteis, ciegos y deslumbrados, mi optimismo y mi intrepidez! Un error, porque
precisamente ésa fue la causa de mi perdición. Nunca tomé lo bastante en serio el asunto del
dinero, me acomodaba a la situación pensando que ya llegaría el día en que las cosas cambiarían.
Para abreviar, y expresándolo en la jerga freudiana, lo reprimí, con rotundidad, en el
subconsciente, y allí se me rebeló. Os pido que no me toméis por alguien seriamente perturbado,
pero la verdad es que he llegado al extremo de concebirlo (el dinero) como un ente personal con
el que se tiene una relación genuina y, en mi caso, colmada de suplicios. Con deferencia y temor
reverencial, uno quizá pudiera hacerse con él, y con odio y desprecio neutralizarlo, pero la
indolencia afectuosa sólo sirve para echarlo todo a perder. Y eso debí de hacer yo, pues lo dejaba
ir y venir a su antojo. ¡Ay el maldito optimismo que os pareció tan simpático! Cuando luego me
di cuenta de que comenzaba a actuar contra mí de forma cada vez más hostil, lo tenté y corrí tras
él, pero era demasiado tarde. Ya no quiso corresponder.
He de decirte que la crisis económica alcanzó cotas jamás sospechadas. Has vivido en mi
casa muchas veces, Maria, y la conoces de sobra. Pues bien, rescindieron el contrato del piso,
embargaron todas las piezas del mobiliario dignas de un ser humano o se las llevaron sin que
jamás pueda volver a verlas... A cada instante sonaba el timbre, aunque ya no abría... Toda
correspondencia que llegaba empezaba con «En el nombre del Rey...», etc. Y no paraba de
aparecer gente nueva requiriéndome dinero, dinero y más dinero. El ambiente se volvió
asfixiante, perverso, estaba saturado de reclamaciones descomunales. No quedaba nada, sin
embargo lo único que se oía, lo único que se veía y se leía era que todos querían «su dinero».
Solías decir que lo mío se parecía a esos cuentos en que gente piadosa se pone a construir
una iglesia u otras cosas de utilidad similar sin ningún capital pero con una fe inquebrantable en
Dios. Cuando están a punto de desesperarse elevan los ojos al cielo y entonces suena el timbre y
un bienhechor anónimo les manda una suma inverosímil.
Así fue una vez, o algunas veces, pero en aquella última crisis no sucedió nada parecido.
Los bienhechores se encontraban muertos, habían desaparecido o estaban enojados, se habían ido
de viaje o simplemente ya no querían ayudar. Además, yo ya había perdido la confianza ciega en
Dios y sentía que el abismo que se había abierto entre él (el dinero) y yo era insalvable. Empezó
a vengarse de mí, y lo infame de esa venganza fue que no sólo me evitaba sino que, dada su total
ausencia, embargaba por completo mis pensamientos y mis emociones, me ocupaba enteramente
y no se dejaba ya reprimir en el subconsciente.
Hay momentos en que las personas comienzan a rezar. Y hubo un instante en que me
puse a hacer cálculos, de forma ciega y fervorosa. Hacía cálculos cuando me despertaba y
cuando me dormía, cuando caminaba y cuando estaba de pie, hacía y deshacía el cálculo de las
sumas que necesitaba, que hubiera necesitado en mi vida anterior y que necesitaría en adelante,
calculaba todas las posibilidades e imposibilidades existentes e inexistentes del presente, del
futuro y del pasado.
Mi vida entera volvía a desfilar ante mí, con todo lujo de detalles pecuniarios, y
comprendí que nunca había tenido dinero suficiente y que, previsiblemente, nunca lo tendría.
Todas las apetencias reprimidas, todos los sueños truncados de una vida lujosa volvían a
emerger, todo lo que alguna vez había deseado hacer o comprar y no había hecho ni comprado
revoloteaba admonitoriamente ante mi ojo mental, y así ad infinitum…
Como podrás imaginarte, nadie puede ser afable si se halla en tal estado. En efecto, noté
que mis conocidos no sentían especial deleite en el trato conmigo. Me encontraban aburrida,
preocupada, temblaban ante la posibilidad de que les pidiera dinero. Y tenían toda la razón, pues
cuando estaba con otras personas, en mis adentros no hacía más que tasarlas y aguardar el
momento oportuno para sonsacarles un préstamo, engañarlas o hacerlas firmar...
No quiero explayarme más, por tu bien y por el mío. Pues cuando entro en pormenores
aún me siguen dando ataques de cálculos. Al final llegó un día -sería a principios o mediados de
mayo- en que salí por la mañana a pasear a las puertas de la ciudad para distraerme de mis
pensamientos. Pero de nada sirvió; me crucé en el camino con un coche de hotel que lucía el
letrero «Las Cuatro Estaciones», lo leí con la mente embotada y me pregunté mecánicamente en
qué temporada estábamos mientras atravesaba los prados. Todo estaba en flor y recibía el brillo
del sol, cantaban las calandrias y en el charco croaban las ranas: de puro deleite, al parecer. Me
daban envidia. De nuevo, mis pensamientos comenzaron a girar imparable y vertiginosamente en
torno al mismo asunto... De acuerdo, será primavera, ¿pero qué me importa? No hay estaciones
del año, no hay sol que brille ni flores que florezcan, no hay canto de calandrias ni hay ranas:
sólo hay dinero. Todo aparenta ser feliz, pero no hay felicidad ni tragedia, pues con dinero se
soporta cualquier tragedia y sin él también la felicidad se va al diablo o no se puede aprovechar.
De modo que lo borré todo y lo sustituí por el dinero. Fue realmente un acto redentor,
hasta que la certeza de que en mi caso tal dinero no existía se me clavó de nuevo en el corazón;
entonces todo volvió a comenzar.
Voy a tener misericordia contigo, Maria, y no añadiré más pinceladas al cuadro...
Fue precisamente aquella mañana cuando me encontré con un médico psiquiatra, un
«freudiano», que conocía de vista. Quise conversar con él de forma desenvuelta, pero fui incapaz
de salir de los vericuetos de mis pensamientos. Mi estado despertó su atención e interés, el
hombre me hizo toda clase de preguntas, luego se detuvo en medio del camino, me miró con
entusiasmo y afirmó que yo padecía un grave complejo de dinero, complejo que sólo podría
curarse con un tratamiento psicoanalítico del que él prefería encargarse personalmente. Al filo de
la conversación me propuso que, para empezar, ingresara en la clínica del profesor X., su
paternal amigo, donde él tenía la intención de pasar las vacaciones, es decir, llegaría una vez que
yo estuviese ya allí. Me pidió encarecidamente que no mencionara el tratamiento previsto ante el
profesor X., ya que éste era un acérrimo oponente de todo lo freudiano, y sugirió que pretextara
alguna manía y fingiera un poco.
Al principio, estaba un tanto indecisa y bastante asustada por la idea de verme aquejada
de un mal patológico. Quiero decir que yo ya debía de sospechar que no estaba del todo bien de
la cabeza. Por otra parte, la idea de librarme de ese estado tenía muchos puntos a favor, pues los
terribles cálculos y la obsesión por el dinero no tardarían en acabar conmigo. Si la cosa
continuaba así, yo no estaría en condiciones de ordenar mis asuntos.
Cuando poco después recibí la noticia de la grave enfermedad del anciano testador, ya
había tomado mi decisión, la idea de contar con posibilidades de capital simplemente desbordaba
mis fuerzas.
Así que puse mis asuntos, a mis acreedores y todo lo demás en manos de Dios, me
trasladé a este lugar y me comporté ante el mundo y ante mí misma como si hubiera dejado de
existir.
Pero incluso los recuerdos siguen vapuleándome, y creo que, por ahora, tú y yo ya
tenemos bastante... Seguiré en otra ocasión.
 
2

¿Que cómo me siento, quieres saber? Hoy por hoy, ésta viene a ser la situación más tonta
que me ha deparado la vida, muy pródiga en situaciones tontas.
Nunca había estado en un sanatorio y todavía no he captado muy bien cómo hay que
comportarse aquí. El profesor, naturalmente, me sometió a un interrogatorio exhaustivo, y sentí
cierto apuro por no saber qué asuntos contarle. Como el primer día los demás pacientes me
habían parecido bastante antipáticos, declaré que sufría de una timidez enfermiza: así al menos
podría comportarme con rudeza si me atacaban los nervios seriamente. Dijo entonces que, en ese
caso, por lo pronto, prefería aislarme, y que debía tomar las colaciones sola en mi habitación, etc.
¡No, por Dios! Yo no quería eso, la soledad excesiva me volvería loca por completo. Pues bien,
él, de buen grado, me dejaría la máxima libertad siempre que mis actos no tuvieran un efecto
perturbador sobre los demás, al manifestarles, por ejemplo, mi aversión de manera llamativa. No,
no, de ningún modo haría yo eso, dije totalmente convencida, tras lo cual se quedó mirándome
muy sorprendido y movió la cabeza. Pausa. Meditaba concentradamente. Luego me quejé de
insomnio, de estados de depresión y de lo que se me iba ocurriendo. ¿Que cómo se manifestaban
esas depresiones? ¿Acaso sentía a menudo propensión a llorar sin motivo? Ante tan extraña idea
volví a perder los papeles, soltando una buena risotada. Pero él, gracias a Dios, tomó mi reacción
como una señal de nerviosismo, me puso, en actitud paternal, la mano sobre el hombro y dijo que
quizá había sufrido graves conmociones anímicas... Ay Jesús, aun callándome el complejo de
dinero, difícilmente podía decirle que su hipótesis era cierta, pero que dichas conmociones se
situaban de forma exclusiva en el terreno pecuniario, que durante toda mi vida había sabido
sortear cualquier tipo de conflictos humanos y anímicos pero no los de carácter económico. Ni el
amor feliz ni el desafortunado, ni el matrimonio ni el adulterio, sino únicamente los acreedores,
los caseros y los suministradores habían logrado destrozarme psíquicamente.
Era difícil que el profesor me comprendiera de forma adecuada. En todo caso es posible
que le hayan surgido sospechas sobre mi solvencia financiera.
De súbito, un temor terrible atravesó mi mente: ¿y si al final sucedía un milagro y el
anciano testador se reponía y yo no pudiera cumplir, tampoco aquí, con mis compromisos
crematísticos? La obsesión por el dinero, de la que hacía días que casi no me acordaba, volvió a
abatirse sobre mí cual bandada de cuervos. Fui incapaz de decir algo, lo que el profesor debió de
atribuir a las conmociones anímicas. Y, lleno de compasión, permitió que me marchara.
Así y todo, tuve la impresión de que me tomaba por una persona bastante desquiciada.
Tú misma notarás, Maria, en qué estado me encuentro. No soy más que una sombra de mí
misma... ¿Acaso me había preocupado alguna vez por cómo salir de un aprieto cuando se
terminaba mi estancia en un lugar? A lo mejor ya estoy en trance de desarrollar una manía
persecutoria, porque hace tiempo que empecé a ver acreedores en todas las personas. También
aquí me vuelve a pasar lo mismo. El bueno del profesor es realmente muy amable conmigo, pero
el día menos pensado, irremediablemente, se me encarará como acreedor. En cuanto a los demás
pacientes, quién sabe si no me veré en la situación de tener que darles un sablazo. Y estoy segura
de que el servicio esperará suculentas propinas... La verdad es que no hay que temer tanto, ni de
lejos, a la bestia que habita en el ser humano, y contra la que suele alertarse tan a menudo, como
al acreedor que reside en él. Podéis creerme.
A propósito, he dejado de preocuparme por los de M... Que se maten entre ellos por mi
legado. Sólo a veces, y con rodeos, me llegan los ecos de las maldiciones de los «explotados y
engañados». Algunos entregaron sus reclamaciones a la asociación Reforma Crediticia, que me
propuso que intentara llegar a un acuerdo con ellos. De lo contrario, mi nombre quedaría inscrito
en una lista negra que se remitiría a ochenta mil comerciantes. Fue la única carta de ese género
que me resultó verdaderamente simpática, y quisiera bendecir por ello a tan filantrópica
asociación. Sienta bien pensar que las deudas simplemente se liquidan con la mera inclusión de
mi nombre en una lista y sin que yo tenga nada que ver con aquellos ochenta mil comerciantes,
que al menos no me exigirán dinero. Poco después de recibir esa carta tuve un sueño: estaba en
un desierto y los ochenta mil comerciantes venían a mi encuentro en forma de caravana, me
rodeaban, me ofrecían toda clase de cosas con sonrisas benévolas y querían darme un camello
para montar. Hasta ahí era un sueño muy bonito, pero de repente noté que el camello tenía cara
de persona, a saber, de mi último casero en M... El susto fue tal que me desperté totalmente
turbada.
Has de saber que los freudianos, en interés de los pacientes, se dedican también a la
interpretación de los sueños. El mío había sido un sueño fruto de un complejo en toda regla, y lo
apunté porque estoy recogiendo material para Baumann. ¿Con qué voy a entretenerlo si no?
Por lo pronto, el profesor me trata según el método habitual de la casa, que consiste en un
régimen diario de actividades con horas de reposo, baños, compresas y demás torturas
medievales. Es como para implorar la misericordia divina, y me gustaría saber si de esa manera
la gente de verdad se libra de sus depresiones y trastornos anímicos. A mí me produce justo el
efecto contrario: es ahora cuando empiezo a ponerme nerviosa.
 
3

 
 
 
 
 
 
De pura desesperación he comenzado a conocer gente. Nos contamos nuestros achaques,
opinamos sobre el tratamiento, comparamos el número de baños y envoltorios adjudicado a cada
uno; en suma, discurrimos a rabiar como si fuéramos especialistas. Pero sigo sintiéndome muy
profana en la materia. Los estados de ansiedad, los problemas cardíacos, la hipersensibilidad, la
neurosis y la psicosis, términos que son de buen tono en este medio, hasta ahora me sonaban a
chino. Pero poco a poco voy aprendiendo a conversar con conocimiento de causa sobre estas
cuestiones.
Tenemos entre nosotros al hijo de un pastor protestante que ha logrado hacerse ateo y ha
contraído una psicosis a consecuencia de ello. Pues bien, en un rincón apartado del jardín hay
una pequeña glorieta de madera con (ignoro por qué) un reloj de música. En ese lugar, el joven
ateo se pasa tardes enteras caminando de un lado a otro bajo un sol de justicia, con la cabeza
descubierta y absorto en profundos pensamientos. Cada vez que llega a la glorieta da cuerda al
reloj de música. Después de observarlo varias veces en silencio, traté de hacerle ver que esa
actividad no podía de ningún modo tener efectos saludables para sus nervios. Le sugerí que
bajara al pueblo conmigo y se tomara un vaso de vino (aquí arriba las bebidas espirituosas están
mal vistas). Aceptó la propuesta y, mientras tomábamos vino, conversamos sobre religión,
padres in~ comprensivos, privilegios de la juventud y otras cuestiones pertinentes, a raíz de lo
cual su ánimo se serenó ostensiblemente. Nos perdimos no sé qué duchas vespertinas, y a la
mañana siguiente el profesor comentó, con ironía, que mi timidez parecía mejorar de forma
notable. Sin embargo, nuestros paseos continúan, y observo que redundan en beneficio del
muchacho. También hay un granjero rubio que asegura ser melancólico desde la adolescencia.
En sus momentos lúcidos se extasía con la idea de viajar alrededor del mundo para concebir,
quizá, pensamientos más alegres. Entre otras cosas, le gustaría conocer, por experiencia propia,
la crianza de cerdos en California. Además, hay una señora obesa, viuda de un arquitecto, que se
puso enferma de los nervios porque su marido se pegó un tiro después de que su empresa entrara
en quiebra. Nos habrá contado la historia por lo menos cinco o seis veces, con todos los detalles,
y uno siente verdadera compasión por ella. Lo que le pesa por encima de todo, incluso más que
la muerte y la quiebra, es que en un periódico se decía que su marido había sido un «incorregible
tiburón de la construcción», y que ahí estaba la causa de su ruina. Es absolutamente incapaz de
sobreponerse a ese insulto.
Es lo que hay. Ya ves que no se trata de un entorno particularmente divertido, pero
cuando te cuentan esas historias uno se queda pensando.
Según mi intuición, casi todas las psicosis podrían curarse fundamentalmente con dinero.
Si el hijo de pastor rebelde lo tuviera, no tendría que volver con su familia ni encontrar una
nueva ideología, sino que se divertiría a placer y acabaría sanando en breve, puesto que para
animarse le basta con un vaso de vino y un poco de cháchara. El granjero podría viajar alrededor
del mundo y olvidar su tristeza. También la viuda se consolaría del incorregible tiburón de la
construcción si éste le hubiera dejado una herencia decente. Pero parece que ningún psiquiatra lo
quiere entender, y tampoco serviría de nada si lo entendiese. No se le puede pedir que encima
financie a sus pacientes.
Mi vecino de mesa, el profesor no numerario Lukas, sólo padece, gracias a Dios,
sobrecarga de trabajo. Converso de buen grado con él, pero me resulta demasiado reformista y
tiene ideas extravagantes sobre la capacidad de trabajo de la mujer. Es economista político.
Enfrente se sienta una estudiante de Medicina que, obviamente, le sigue la cuerda; su caballo de
batalla es el cerebro femenino que, según dice, es tan útil como el masculino a pesar de la
existencia de no sé qué diferencias. Por motivo de ese cerebro, el otro día estuvimos a punto de
tener un encontronazo. Y es que la cicatera de la muchacha partía una lanza a favor de que el
mayor número posible de mujeres se dedicara a las profesiones científicas, menesteres en que
tendrían mejores oportunidades de éxito que en otros. El doctor Lukas consideraba más
apropiado que nos dedicáramos a un oficio, y yo dije, con convicción profunda, que las mujeres
no valíamos para ninguna actividad seria, ni siquiera para la costura o la cocina, porque cualquier
sastre o cocinero siempre lo haría mejor. Y el llamado trabajo intelectual era decididamente
horrible y ruinoso. (Estaba de mal humor ese día, y me sentó bien dar rienda suelta a mis
emociones, tanto más cuanto que así podía hacer enfadar a alguien.) La estudiante de Medicina
se puso su binóculo y me miró casi asustada:
-Pero si usted es escritora...
Santo cielo, ¿cómo lo sabe?
Ya sabes, Maria, que no lo soporto, que la mera palabra me produce verdadero repelús.
De modo que, también esta vez, salté de mi silla como picada por seis tarántulas y dije que no,
que yo no era nada. Pero de tanto en tanto tenía que ganar dinero y entonces me ponía a escribir,
qué remedio, no había aprendido otro oficio. Como los desempleados que en invierno quitaban la
nieve. La animé a preguntarle a uno de ellos si se identificaba con esa actividad y si le gustaría
que le importunaran durante toda su vida con un «ah, usted es un hombre quitanieves».
No lo entendió y dijo algo sobre la satisfacción que otorgaba toda creación intelectual.
-No, no la conozco, pero he oído hablar de eso -me atreví a comentar-. Lo único que me
da aliento en esos trances es la idea de los honorarios.
A continuación, se desentendió de mí pero no del cerebro femenino, y sostuvo que
incluso el mío debía de estar organizado de tal modo que podía rendir gracias a él.
-Todo lo contrario: sufre infinitamente por su actividad. Hay algo así como las
circunvoluciones del cerebro, y en cada esfuerzo intelectual que hago siento realmente cómo se
retuerce el cerebro. Creo absolutamente en la debilidad mental de la hembra, por dolorosa
experiencia propia. Seamos sinceros, querida señorita doctora -añadí con tono conciliador-: si de
verdad nuestros cerebros valiesen tanto, usted y yo no estaríamos aquí.
Se lo tomó muy mal y aseguró que su enfermedad nerviosa era de carácter hereditario.
 
4

 
 
 
 
 
 
 
Fíjate, vuelvo a creer en los milagros. No te rías. Con el tiempo, una recupera viejas
creencias, como la de una segunda vida en la que tendré dinero o ya no lo necesitaré. Es más:
podría reconciliarme con la misma muerte, que antes me resultaba tan antipática; porque si
después de esta vida no hubiera otra, tampoco habría acreedores ni facturas. Qué bien que no sea
piadosa, porque entonces me imaginaría que la condenación eterna consiste en que a uno lo
persiguen hasta en el infierno.
En cualquier caso, todo indica que vuestras oraciones fueron escuchadas. Te cuento:
anteayer volví a bajar al pueblo con el ateo y la viuda del tiburón de la construcción, que a veces
se apunta. De pura desesperación comenzamos a jugar todas las tardes a los bolos. Los tres nos
sentíamos un tanto infelices y nos lamentábamos harto de nuestra existencia miserable y de
nuestros nervios. En un momento dado, mientras hacíamos un descanso entre partida y partida,
vi en el jardín de la taberna a un señor cuya cara me resultaba extrañamente conocida. Y en
efecto, era Henry... Hacía años que no nos veíamos y me quedé sorprendida de encontrarlo igual
que siempre. Antaño, cuando cruzó el charco, todos pensamos que haría carrera y volvería hecho
un millonario, con barriga y leontina, para financiarnos a todos. Cuando dejó de escribir lo dimos
nostálgicamente por perdido. Pero ha vuelto y sigue siendo el mismo, sigue fundando, sigue
fracasando, pero visto y no visto pesca cualquier oportunidad nueva y fabulosa.
Su asombro al encontrarme aquí jugando a los bolos con aquellos dos fue tan grande
como el mío, y aún se acrecentó cuando le conté que éramos residentes del sanatorio. Después no
tuve más remedio que invitar a los otros a nuestra mesa. Lo pasamos razonablemente bien, la
viuda al poco le hizo un hueco en su corazón y le habló de su constructor tiburón. Enseguida
Henry se puso a cavilar sobre la manera de burlar a los acreedores y salvar la fortuna maltrecha.
Más tarde, los otros se marcharon para no perderse su tratamiento vespertino, mientras yo me
quedé un rato más y dejé que Henry me contara. Ha venido a comprar terrenos para una fábrica y
quiere quedarse un tiempo porque el sitio le gusta y necesita urgentemente un poco de descanso.
En el transcurso de la conversación, sí noté que había cambiado: se ha vuelto más silencioso y a
veces se queda mirando extrañamente al vacío, y su mirada adquiere una rigidez total.
-¿En qué piensas, Henry?
-Estoy haciendo cálculos.
-¿Siempre?
-Siempre.
-Entonces tú también tienes un complejo de dinero.
-¿Que tengo qué? -Él sólo conocía los complejos de viviendas, de inmuebles, de
urbanizaciones. Se lo expliqué lo mejor que pude temiendo casi que lo tomara a mal, pero se
abalanzó literalmente sobre el tema como si de una nueva especulación se tratase. Quizá le
sonara también a vieja melodía de la patria, justamente porque siempre anda a vueltas con sus
complejos. Pero este hombre tiene una capacidad de ilusionarse mayor que yo, la posibilidad de
curación mediante el análisis le pareció más que evidente, y quiere conocer a toda costa a mi
freudiano tan pronto como llegue. A mí eso me viene muy bien porque así quizá pueda
escabullirme del tratamiento, que hace tiempo dejó de inspirarme confianza.
Esa tarde llegué con un retraso considerable, y el profesor me armó un verdadero
escándalo. Había descubierto el pastel de nuestras escapadas, y me reprochó que hubiera incitado
al ateo a tomar vino, que también la viuda estuviera ahora fuera de quicio, y que mi propio
tratamiento me trajese completamente sin cuidado.
Ay, estuve a punto de perder la paciencia y declararme en rebelión abierta, de decirle que
no me pasaba nada en absoluto y que me dejara en paz por el amor de Dios. Es realmente muy
duro dejarse tratar contra el insomnio y cosas por el estilo cuando se goza de un sueño tan sano
como el mío, y además...
Pero desde la última crisis económica me he envilecido totalmente, ya no tengo el valor
de cortar la rama donde estoy sentada... Esa más que conocida sensación de oír de repente el
crujido y encontrarse en el suelo... No, ya no soy capaz de eso. Cada vez que quiero sublevarme
veo ante mí, cual visión, al profesor acreedor, y me vuelvo mansa como un cordero.
Por tanto, hemos tenido que dejar las excursiones a los bolos; en cambio he convencido a
Henry de que se instale en el sanatorio alegando neurastenia. Se da buena maña, y nos hacemos
la vida lo más agradable posible el uno al otro. La verdad es que ahora, en verano, se aguanta
mejor, hemos abandonado el gran comedor con su deprimente mesa alargada y tomamos las
colaciones en la terraza, en mesas separadas. Henry, el doctor Lukas, el jovenzuelo Gottfried* y
yo tenemos una mesa en el extremo superior, desde donde se domina el panorama a la vez que se
está un poco apartado de los demás. La viuda quiso engrosar el corro pero, afortunadamente, no
quedaba sitio. De este modo, sólo viene en calidad de visitante, y para que no moleste demasiado
la educamos para que vaya adoptando nuestros puntos de vista. En resumidas cuentas, hemos
creado una suerte de entorno propio en medio de este mundo extraño.
 
*Nombre cargado de ironía en este contexto, ya que significa «el que tiene el amparo o la
paz de Dios», (n. del t.)
 
Como puedes figurarte, Henry y yo tenemos mucho que contarnos, no paramos de hablar
de los viejos tiempos. Hemos calculado que nos conocemos desde hace unos ocho años, nuestra
relación comenzó con un viaje muy bonito, muy largo y muy costoso del que regresamos sin un
centavo. Después él dejó su labor científica y se dedicó a montar empresas. El primer impulso
hacia la nueva actividad vino de un ex amigo, en cuyo negocio había invertido un capital
considerable, que se negaba a devolverle. El amigo fue denunciado y embargado, cosa que no
sirvió de nada porque lo había previsto, cediéndoselo todo a una tía suya. Pero había sido artífice
de un invento prometedor cuya patente difícilmente podía ceder a la tía, de modo que Henry la
hizo requisar. En aquel entonces, quienes lo conocíamos mejor empezamos a admirarlo por la
cantidad de planes que nos había expuesto, aunque entendíamos poco de aquello y nos parecían
fantasías. Un buen día, todavía lo estoy viendo, dio un golpe en la mesa y dijo: «¡Ya lo tengo!».
Ocho días después, ya había fundado una S.L. basada en el invento del ex amigo, tenía
una elegante oficina con un sinfín de planos, dibujos y maquetas de yeso y se pasaba el día
hablando por teléfono. Si mal no recuerdo, se trataba de una sala de cine a prueba de incendios:
si, contra todo pronóstico, se declaraba uno, al menos no cundiría el pánico, porque el recinto
podía ser evacuado en medio minuto. Ya no me acuerdo de cómo acabó la cosa, tampoco
importa. De todas formas, fue así como inició su carrera de promotor. Por cierto, en asuntos
financieros, Henry, lo mismo que yo, ha tenido una misteriosa mala estrella, se ve que tampoco
ha sabido encontrar una relación personal adecuada con el dinero. A mí, al final, el dinero me
tomó en serio; de él, se mofó de manera incalificable. Incluso hoy las malas lenguas continúan
diciendo que todas sus empresas se fueron al traste; pero ya se sabe cómo es la gente, no hay que
darle importancia. El hecho es que Henry seguía ahí, imperturbable, y cuando se le preguntaba
cómo iban los negocios decía que mal, que en el momento decisivo se había presentado un
imprevisto pero que ya se traía entre manos un proyecto nuevo que no podía fallar. A veces,
desaparecía por una temporada, y temíamos que hubiera quebrado cuando en realidad había
hecho una escapada a Sudamérica o adonde fuese para «poner en marcha» cualquier empresa.
Luego reaparecía y volvía a haber oficina, letrero imponente en la puerta, que proclamaba una
nueva S.L., maquetas, llamadas telefónicas, accionistas, etc.
 
 
Como ves, Maria, una vez más ha vuelto y ha instalado una oficina abajo, en nuestra
villa, donde todos los días se pasa varias horas hablando por teléfono con sus accionistas. Nos
recreamos con los viejos recuerdos, de cuando yo tenía dinero..., de cuando lo tenías tú..., o de
cuando me encontraba con el agua al cuello... Siempre ha habido cierta similitud entre nuestros
destinos, de modo que no es de extrañar que nos hayamos reencontrado en este sanatorio con
nuestros complejos de dinero, y que al mismo tiempo los dos estemos confiando, a la antigua
usanza, en una solución propicia: yo, en mi herencia; él, en un gran golpe, que, según asegura,
esta vez no puede fallar.
Haz el favor de no volver a quejarte de mis cartas, Maria. De momento, estoy tan
infinitamente interesada en mi propia existencia que no doy para más. También en este sentido la
eterna cuestión del dinero la embruja a una, ojalá no lo tengas que vivir nunca. Todas las bellas
cualidades del corazón, toda la empatía hacia los demás, se convierten así en carne de verdugo...
5

 
 
 
 
 
 
Me temo que hemos contagiado al pobre profesor no numerario. Al principio, solía
limitarse a disertar pacíficamente sobre asuntos económicos, mientras que ahora se interesa
vivamente por las empresas de nueva creación y las especulaciones, por todas las cuestiones
directa e indirectamente relacionadas con el dinero. En nuestra mesa ya no se habla de otra cosa,
las neurosis y psicosis han perdido todo atractivo. Incluso Gottfried ha dejado de reflexionar
sobre su ideología y escucha devotamente. Creo que el trato con nosotros acabará curándolo por
completo. Hoy he estado largo rato a solas con el doctor Lukas. Hicimos un gran esfuerzo por
tocar, para variar, otro tema... el calor... la personalidad del profesor... cuán bonito sería irse al
mar del Norte por unas semanas... Pero la conversación se hacía cada vez más monosilábica y
aburrida. Entonces, por un instante, se acercó la viuda y entonó su habitual jeremiada. Que si su
marido fallecido había trabajado día y noche hasta acumular una pequeña fortuna en el banco,
que si todo ese dinero ganado con sudor formaba ahora parte de la masa de la quiebra... ¡Dios
mío! ¡Dios mío!
La buena mujer cansa un poco, pero qué le vamos a hacer, su neurosis consiste
precisamente en repetir de continuo su historia de dolor, y como compañeros de residencia que
somos hay que tener paciencia con ella.
-En el fondo tiene razón-dijo Lukas cuando se hubo marchado.
-No, va completamente descaminada, porque lo que aprecia y destaca en el dinero es
justamente el sudor que implica. Una expresión repugnante, tan repugnante como el concepto
mismo. Es imposible que haya bendición en un dinero ganado con sudor, éste tiene que odiarnos
porque lo hemos llevado, tirándole de los cabellos, adonde quizá no quería ir; y viceversa:
nosotros tenemos que odiarlo porque nos hemos matado a trabajar por conseguirlo, y porque
seguimos estando llenos de rencor pensando en cómo nos hemos matado a trabajar. De hecho, el
dinero siempre se está vengando, sea porque ya lo espera otra gente, sea porque lo gastamos,
llevados por un primer impulso, en cosas sin sentido.
-Pero parece que el constructor tiburón lo depositó en el banco para asegurarse una
plácida vejez...
-Tanto peor, así se convierte en dinero «ahorrado con sudor», que la gente, sabido es,
suele perder de forma trágica. Comprendo también que el dinero no tolere esas expresiones.
Ahorrado con sudor... sólo tiene que pronunciar la frase un par de veces, y si puede con voz
gruñona.
Así lo hizo, y tuvo que darme la razón:
-Como cornejas en otoño -dijo.
Entretanto, y sin que nos diéramos cuenta, Henry había entrado por la cancela del jardín
y, de pronto, se encontraba a nuestras espaldas.
-¿Qué estáis haciendo aquí? -dijo francamente asustado-. Por Dios, doctor, ahora también
usted... Más vale que me acompañe a mi oficina, quisiera enseñarle una cosa.
En la oficina, un obrero estaba forzando una gruesa caja de madera, y nos quedamos
mirándolo curiosos por conocer el contenido. Mientras, Henry relató con detalles la historia de
las minas de oro sudamericanas por las cuales se había marchado aquella vez. Se le había
encomendado la dirección de toda la empresa, pero, como solía ocurrir cuando todo pintaba bien,
el dinero se conjuró literalmente contra él. Estaba sin una perra, y difícilmente podía revelárselo
a los accionistas, de modo que su salida se fue retrasando, posponiéndose a una fecha cada vez
más indefinida. De nuevo se hicieron oír las malas lenguas diciendo que él había deambulado
durante meses por ahí con barba falsa para ocultar que seguía en la ciudad. No recuerdo si
transcurrió medio año o uno entero hasta que finalmente llegó al emplazamiento de la
explotación. Pero entretanto, un tal señor Alramseder, de Núremberg, había urdido una intriga
contra él, y, nada más arribar, Henry se enteró de que hacía tiempo la sociedad lo había
destituido de su cargo y convertido precisamente a aquel señor Alramseder en sucesor suyo. El
gentil caballero de apellido tan terruñesco sufría el mal del trópico y mandó a su encuentro un
pelotón de dieciséis cafres para que lo detuvieran.
La viuda escuchaba con suprema expectación e inquirió, casi sin aliento:
-Y... ¿qué hizo usted entonces?
-Primero fotografié a los cafres -dijo Henry sobrio y sin pose.
-¿Fotografió a los cafres...?
-Sí, para tener pruebas contra Alramseder.
Pausa.
Y, en efecto, consiguió recuperar y defender su cargo de director, aunque no sé si la
fotografía de los dieciséis cafres fue decisiva para ello. La viuda quedó totalmente entusiasmada
y ya no abriga la menor duda de que Henry logrará parar a sus acreedores y limpiar la memoria
del incorregible tiburón de la construcción.
Entretanto, la caja fue abierta, y Henry extrajo de su fondo un objeto de yeso extraño e
informe: una maqueta del terreno de las minas atravesado por un río pintado de azul. Nos explicó
la situación geográfica y puntualizó que las minas se encontraban debajo del lecho del río.
-¿Y cómo se saca el oro de ahí? -preguntamos.
-Es muy sencillo -dijo, y levantó sin más la cinta azul que representaba el río, con un
gesto tan convincente que por un instante tuvimos la sensación de que, si se terciaba, también lo
haría así en la realidad.
Nos explicó con pormenores cómo se hacía pero no presté atención, además la cosa no
sería de especial interés para ti. Al fin y al cabo, el oro sólo nos puede interesar vivamente si ya
lo poseemos convertido en monedas reales de veinte marcos.
6

 
 
 
 
 
 
 
Bien, por fin tengo una noticia sensacional que comunicarte, ¡y es que el anciano señor
ha expirado dulcemente! Así me lo participó ayer en un telegrama el coheredero. Le estoy
agradecida por expresarse con semejante tacto, y hago grandes esfuerzos por corresponder al
finado con sentimientos dictados igualmente por la delicadeza. La verdad es que en el momento
en que alguien muere hacer eso nos suele resultar relativamente fácil. Así que no esperéis de mí
un vulgar grito de júbilo, más bien tengo la sensación de tener que guardar por ahora muchísima
compostura.
En primer lugar, no disponemos aún de información exacta acerca del testamento y, sobre
todo, acerca del patrimonio del fallecido, y, dado que era extranjero, la cosa todavía puede tardar
bastante. En segundo lugar, he perdido la fe en el dinero, en cualquier dinero, y no puedo
recuperarla de la noche a la mañana. Mientras no esté depositado sobre la mesa que tengo
delante... Y quién sabe si ya me considera lo suficientemente depurada como para depositarse
sobre mi mesa. Cuántas veces me ha pasado que ya se encontraba de camino y, bajo un pretexto
inverosímil, daba media vuelta. Aun cuando nos pertenezca todavía no lo tenemos... Considero,
pues, que, de momento, lo indicado es ignorarlo en lo posible y no ahuyentarlo bajo ningún
concepto.
Por tanto, haced el favor de comportaros también vosotros en este sentido, no lo
mencionéis, no os alegréis, no arméis barullo y no me felicitéis.
No, el susodicho mensaje en sí aún no puede redimirme de mi complejo de dinero, sólo
poco a poco va calando en mí una sensación de derecho a la existencia que ya había perdido por
completo. Déjame que te diga, Maria, que sólo hay dos cosas que nos dan esa sensación: el
dinero y el amor. Para que la cosa sea perfecta uno y otro tienen que darse juntos, pero ¿cuándo
ha sido la vida perfecta alguna vez? Y si falta uno de los dos, al menos podemos consolarnos con
el otro. En cambio, si faltan ambos, como ahora, como aquí... Porque, después de todo, ésta es
una estancia un tanto triste. Si hubiera dinero podría marcharme, pero no lo hay; si hubiera amor,
también podría marcharme, pero falta el objeto adecuado. El ateo me resulta demasiado joven,
Lukas es demasiado serio, y Henry y yo ya vamos siendo demasiado amigos. En cuanto al
médico, tendría que ser histérica para enamorarme de él, y nuestro distinguido profesor se presta
poco para ello.
Hoy sigo escribiendo. Vino el coheredero, nos dimos la mano, serios y formales aunque
recordando un poco a dos supervivientes de naufragio que empiezan a conocerse mejor.
Dedicamos unas palabras correctas al fallecido, un gesto realmente decente, porque nos demostró
poca simpatía envida y solía desaprobar nuestras andanzas en la medida en que iba teniendo
conocimiento de ellas. Pero estábamos de acuerdo en no guardarle ya resentimiento. Después se
habló del entierro. El anciano señor desea ser sepultado en el panteón familiar, lo que es
extraordinariamente difícil porque nosotros, los únicos descendientes, no disponemos en este
momento de los recursos necesarios para trasladarlo hasta allí. Por tanto, esta cuestión queda por
resolver. En cambio, mañana se celebrará un acto de bendición en el lugar del óbito. El
coheredero me ha pedido que lo acompañe, pero yo me he negado. En la vida he participado en
un acto así, me produce aversión patológica hacerlo. Dios sabe si el viejo también se enfadará
por eso. Tengo miedo de contrariarlo con carácter póstumo y provocar consecuencias nefastas
para mí.
Poco a poco, hemos ido abordando la cuestión de la herencia. El coheredero vio el
testamento hace unos años y, según dijo, tenemos en perspectiva una cantidad que nos alegrará el
corazón a los dos. Sin embargo, hace año y medio el anciano emprendió un sospechoso viaje a su
patria -después de que, desafortunadamente, se hubiera enterado de nuestro contrato
(probablemente por el vil abogado que lo hizo y a quien no pudimos pagar)- para «arreglar sus
asuntos». El coheredero, que debe saberlo a ciencia cierta, asegura que, según las leyes de allí, a
él, como descendiente único, no se le puede reducir la cuota hereditaria mientras esté casado. Así
que nos tranquilizamos. Naturalmente, tiene que ocuparse a fondo del asunto, pero cree que en
unos pocos meses todo podría estar resuelto. ¡Meses!, Maria, en unos meses puede ocurrir de
todo, una puede enfermar, morir, sufrir un accidente o perder el juicio. Si transcurren meses, el
dinero tiene todo el tiempo del mundo para inventarse las trabas más sofisticadas. Los meses son
una época terrible si hay que pasarlos esperando. Me imagino todas las desgracias posibles, que
es la mejor manera de prevenirlas. Por ejemplo, si tememos que alguien se haya ahogado o caído
por un barranco, seguro que volverá indemne; si, en cambio, lo esperamos a cenar sin ninguna
clase de recelos, es posible que lo fulmine un rayo.
Como ves, he cambiado por completo de sistema y me opongo a todo optimismo tan
exasperadamente como antes lo reverenciaba. Sin embargo, por las mañanas, cuando me
despierto y aún no tengo el dominio suficiente de mí misma, pienso como una enamorada tímida
en ese lejano dinero que, si Dios quiere, tarde o temprano entablará relación conmigo.
Desde luego, sólo se lo he contado a los compañeros de mesa masculinos, tenía miedo de
que la viuda me atrajera a su pecho, vertiera lágrimas y volviera a desgranar la historia de su
constructor tiburón.
Henry se lo tomó de manera tan ecuánime como cuando se enfrentó a los dieciséis cafres
del señor Alramseder, y el impío hijo del pastor dijo que su padre habría soltado en este caso:
¿de qué aprovecharía al hombre, si ganare todo el mundo pero perdiere su alma?
-O ¿qué recompensa daría el hombre por su alma? -remachó Lukas.
-Ay, ¡cuánto me gustaría perder mi alma si de esta manera pudiese ganar las riquezas del
mundo!
-Estoy firmemente convencido de que teniendo dinero uno puede rescatar su alma sin
problemas.
Gottfried sonrió con serenidad, su nueva ideología se va afirmando cada vez más. Y es
que Henry quiere darle acomodo en África, en las minas de oro, así no tendría que volver bajo el
techo paterno y podría abandonar su psicosis tranquilamente.
El doctor Lukas, por su parte, deseó saber exactamente cómo me sentía yo ahora. Está un
poco decepcionado porque debe de haberse imaginado que sucede como en esas historias de
zapateros remendones que publican las gacetas, que cuando les toca el gordo reciben tal susto de
alegría que se despeñan escaleras abajo o les da un soponcio. ¿Que cómo creía yo que iba a ser el
futuro?
Me quedo pensando... El futuro aún no ha llegado, y las secuelas del pasado son todavía
demasiado virulentas en mí. Me siento como si hubiera sido malabarista de circo durante media
vida: si las bolas ya no volaban bien, lanzaba al aire botellas, platos o cuchillos. Si las manos ya
no respondían, me ponía cabeza abajo y seguía haciendo malabares con los pies. Siempre con la
maldita inseguridad de no saber si podría mantener el dominio de la situación. Hasta que, un
buen día, las cosas se plantaron, y botellas, platos y cuchillos cayeron estrepitosamente al suelo
provocando los silbidos del aforo. Me imaginaba a mis acreedores sentados entre el público,
queriendo divertirse de lo lindo con el espectáculo y ver así resarcidos sus gastos. No,
decididamente no: prefería no hablar del dinero mientras no llegara. Pero Lukas insistía. Como
todos los profesores no numerarios, tiene, claro está, una pequeña fortuna con la que puede vivir
modestamente y sin sobresaltos. Es cierto que en los últimos tiempos su relación con nosotros ha
trastocado un poco sus conceptos, pero a veces sufre recaídas, de modo que ahora está
francamente preocupado por si sabré adoptar la actitud adecuada ante la nueva situación. Va
elucubrando toda clase de planes sobre cómo invertir mejor mi dinero.
-¿Invertirlo...?
-En acciones de oro -aconseja Henry-. Dentro de unos años, probablemente habrá
dividendos enormes.
-Por Dios, qué fantasioso es usted. ¿Cuando haya levantado su río...?
-Y pueda tocarle definitivamente las narices a Alramseder... Porque todo depende de eso
-dijo Henry con gesto serio.
El profesor no numerario juntó las manos en actitud suplicante.
-No, se lo ruego, a esta distinguida señora no me la vuelva a...
-Dígalo tranquilamente, con todas las letras -dije melancólica-. Ahora no hay peligro para
mí. Cuando llegue de una vez ese dinero, volveré a estar normal con toda seguridad.
-¿Se normalizará hasta el punto de manejarlo razonablemente? ¿Por ejemplo, de no tocar
el capital si puede vivir de los intereses? ¿De no incurrir en especulaciones que dependan de si su
amigo Henry le toca las narices al señor Alramseder o a quien sea?
-Lukas, está sufriendo usted una nueva y terrible recaída en sus complejos político-
económicos. La gente que vive de sus intereses es mucho más anormal. Piense solamente que, de
pronto, usted se muere, lo que puede pasarle a cualquiera, y que todo el capital con el que
hubiera podido darse a la buena vida sigue ahí, incólume. A mí esa idea me quitaría la paz del
alma. Quizá sea conveniente tasar cuánto tiempo, más o menos, se desea vivir todavía y repartir
las cantidades en función de ello. Repare también en mi propio complejo de dinero: ¿cómo he de
librarme alguna vez de él si no puedo permitirme un sustancioso desquite por todos los
infortunios pecuniarios que he sufrido hasta ahora?
-Cállese, por favor -pedía Lukas- Si no, acabaré dando por buena su concepción del
cerebro femenino y la desahuciaré desde el punto de vista económico...
-No olvidemos sobre todo que el dinero aún no ha llegado -comentó Henry con gesto
impasible.
-Al menos permítame todavía preguntarle cómo piensa el señor... el señor coheredero,
pues, al respecto... Por cierto, aún no nos ha revelado su nombre.
-Tiene el mismo nombre que yo porque estamos casados...
Ojalá me hubiera callado, pero me salió espontáneamente y tuve que soltar una riada de
aclaraciones, de las que Lukas se resintió tanto que se retiró por el resto de la velada.
Ya sabes que no me gusta hablar de ese matrimonio porque me aburre muchísimo tener
que explicar una y otra vez los entresijos de la historia. No vivimos juntos, apenas nos
conocemos, no somos un matrimonio, sólo hay un contrato y nuestro único interés común es
precisamente esta herencia. Algunos no lo comprenden, otros se escandalizan, y yo a veces me
olvido por completo de que estoy casada.
El profesor está esperando a un nuevo paciente. Se trata de un aristócrata ruso, y tenemos
gran curiosidad por conocerlo. Lo de «aristócrata ruso» evoca agradables aires de dinero y
extravagancias.
 
7

 
 
 
 
 
 
 
No, sigo sin noticias precisas. Parece que la apertura del testamento no se celebrará hasta
la semana que viene. Entretanto, el coheredero al menos ha encontrado medios y formas para
viajar al lugar y, de paso, trasladar los restos mortales del anciano señor. Hasta ahora estaban
depositados en la estación. A Henry ese extremo le pareció muy problemático, porque no dejaba
de haber ahí un asomo de irrespetuosidad. Pero no hubo modo de remediarlo ni con la mejor de
las voluntades.
Que la cosa os parezca sumamente excitante lo comprendo, aunque no puedo compartir
vuestras emociones. Yo, por principio, ya no me dejo tentar por las excitaciones, pues me
perjudican y siempre influyen desfavorablemente en la marcha de las cosas.
El que haya venido a este sitio ha sido algo providencial. Tengo que reconocer cada vez
más las bendiciones de esta estancia y sólo puedo decir que un sanatorio es el único lugar
apropiado para esperar una herencia. Me he emancipado bastante del tratamiento, que ya no se
podía aguantar. Le he explicado al profesor que mi insomnio se ha ido al otro extremo y que
ahora padezco más bien una verdadera adicción al sueño... Para que me deje en paz con sus
duchas y sus compresas. Además, le pedí que me otorgara un poco más de libertad de
movimiento porque estaba metida en un enrevesado proceso de herencia que me obligaba a
desplazarme con cierta frecuencia a la ciudad para hacerme asesorar por un abogado. Al final
cedió, pero su simpatía hacia mí, que nunca fue excesiva, disminuye cada vez más. Hasta creo
que quiere que me vaya, porque hizo insinuaciones bastante ofensivas al preguntarme si no
deseaba someterme a posteriori a tratamiento en un balneario marítimo. Henry dice que a lo
mejor me tiene por una tramposa... Es posible, porque hace ya tiempo que ha descubierto que
mis nervios están completamente intactos, y tal vez también se ha dado cuenta de que mis
asuntos financieros no lo están. De hecho, el freudiano le advirtió desde el principio de que no
pagaría hasta el final de mi estancia... Los procesos de herencia y cosas por el estilo siempre
suenan a cuento chino, nadie cree en herencias que están en el aire; dicho brevemente, en mi
imaginación este hombre se convierte cada vez más en un acreedor, y eso es fastidioso. Quizá
sea un error el que nunca me queje de la cuenta. Nos la llevan a la habitación cada semana, y
observo que otros pacientes, pagadores regulares, están armando jaleo a cada rato. Es una
costumbre que se remonta a los malos tiempos. Si uno está convencido de que no podrá pagar, el
monto de la factura le trae sin cuidado. Por tanto, no puedo tomar a mal su desconfianza...
Cuántas veces ha estado una en esa situación y ha salido por pies. En los sanatorios eso debe de
ocurrir con la misma frecuencia que en los hoteles.
Para salvar las apariencias le he pedido que me recomiende un abogado, e incluso he ido
a verlo. De momento, todavía no está nada claro lo que ha de hacer por mí, pero lo estoy
preparando en el sentido de que posiblemente vaya a haber algo que hacer, y le pregunto mil
cosas que o bien ya sé, o bien no necesito saber. De esta manera, al menos se puede callejear un
poco, ir a un café y disfrutar de otros placeres de los que una se ha visto privada durante mucho
tiempo.
Entretanto, ha hecho su aparición el ya mencionado aristócrata ruso. Mejor dicho, y para
decepción de todos, no es un aristócrata sino sólo un terrateniente. Se llama Balailoff. Las
esperadas extravagancias, en cambio, las tiene en grado sumo, de modo que viene a ser lo
mismo. Enseguida lo embarcamos en nuestro círculo y estamos muy satisfechos con él. Sus
extravagancias se dividen en dos: por una parte, quiere deshabituarse del alcohol; por otra, tiene
novia y desea casarse aquí.
Ese Balailoff es una buena distracción porque no para de hablar de sus asuntos y nos
obliga, al menos cuando está presente, a suspender nuestras conversaciones crematísticas,
aunque sólo sea porque aparentemente dispone de una fortuna que da vértigo y no entendería
nuestros complejos. En su lugar comentamos con él sus asuntos nupciales y su alcoholismo.
Nuestros intentos de entrar en contacto con la novia, en cambio, han sido infructuosos. Reside en
un pabellón aparte, vive muy retirada y no nos aprecia. Da la impresión de que fue ella quien lo
impulsó a ese tratamiento de desintoxicación y que está permanentemente conspirando con el
profesor. El ruso, por su parte, echa pestes a cada rato por sentirse vigilado, y ya ha preparado
una especie de bodega en la oficina de Henry para los momentos de debilidad. Y es que los dos
se han unido en un gran objetivo. Balailoff, como tantos rasos, ha perdido de alguna manera su
derecho a un pasaporte, por lo que ya no puede volver a Rusia, donde quiere vender sus
heredades. Dado que en la región existen caudalosas fuentes de petróleo, según cuenta, Henry le
ha aconsejado fundar una sociedad anónima, y el hombre está totalmente encandilado por la idea.
Pasan todo el tiempo sentados en la oficina, haciendo presupuestos y cálculos. Cuando llegan a
un resultado que les produce especial entusiasmo lo riegan, a petición de Balailoff, con alcohol, y
después tenemos que hacer lo imposible por serenarlo para que el profesor y la novia no se den
cuenta. Ella pocas veces lo acompaña en sus salidas, se queda sentada en su pabellón, toca el
piano y nos desprecia a todos.
 
8

 
 
 
 
 
 
 
Os he malacostumbrado con tanta correspondencia, Maria. Si guardo silencio dos
semanas, ya protestáis. No penséis que esto va a seguir así siempre. Siento por ti y los tuyos el
mismo cariño que antes, y también lo sentía en épocas en que no sabíamos nada unos de otros, y
el hecho de que en estos momentos escriba cartas interminables se debe sin duda más a una
necesidad propia y a una mayor disponibilidad de tiempo. Ahora bien, si alguna vez no me
apetece hacerlo, haced el favor de dejarme en paz. En fin... Después de mi última misiva llegó un
telegrama del coheredero. Decía así: «Hubo sepelio. Aplazada apertura testamento porque sigue
sin encontrarse. Abogado cree que cuatrocientos mil por cabeza».
Ese insufrible profesor no numerario hace como si me hubiera tocado el gordo. Es cierto
que las perspectivas son bastante alentadoras pero, debido a las dificultades de los últimos años,
mis pretensiones han aumentado monstruosamente y ya no hay cantidad que pueda parecerme
exorbitante. La necesidad de desquite es demasiado grande.
Lukas trata conmigo como Abraham con Dios por los justos de Sodoma, me dice cuánto
debo inmovilizar y cuánto destinar al despilfarro. Lo escucho devotamente mientras sueño con
un viaje a Siam (no sé por qué es justo ese país el que me tienta particularmente), con ropas,
caballos, casas de campo; en suma, estoy traduciendo las cifras en realidades halagüeñas. Hace
medio año, la idea de una existencia asegurada aún habría tenido algún atractivo para mí, y
Lukas hubiera sido más afortunado con sus advertencias de poner orden, contemporizar, vivir en
paz... Pero el destino ha tensado la cuerda excesivamente. Bienestar garantizado, respaldo
económico y conceptos semejantes se me han convertido en fantasmagorías que desbordan mi
imaginación. Se han burlado tan atrozmente de mí que sólo puedo responder con la misma
moneda. ¿Crees que alguna vez volveré a ser capaz de alquilar un piso, tratar con un casero,
comprar muebles, contratar sirvientes, ver entrar en casa a la lechera, al carbonero o al vendedor
de petróleo sin tener esas atormentadoras visiones compulsivas? Me temo que tienes razón, que
nunca más podré habitar una casa, sino sólo estar alojada, etéreamente, con precaución y sin
vínculos. En este sentido, algo se ha roto en mí y no volverá a recomponerse...
Muy inoportunamente ha llegado justo en estos días el doctor Baumann, el freudiano.
Confié en que estuviera necesitado de reposo y quisiera tomarse primero un descanso. Pero no,
ardía en deseos de ponerse manos a la obra y enseguida quiso someterme a su análisis. Le
propuse esperar a ver cómo evolucionaban mis asuntos, quizá la terapia ya no haría falta, pero no
hay modo de convencerlo. Por lo demás es simpático, y una se alegra de cualquiera que venga a
ampliar el círculo social; así que tendré que hacer de tripas corazón y dejarme tratar por él.
Después de que me haya avalado y dado acomodo en este sitio, donde no paro de comportarme
mal y ya me he convertido en la bestia negra del profesor, no puedo decirle de ningún modo que
me deje en paz, que su tratamiento me parece un despropósito y que estoy más que nunca
convencida de que mi patología sólo puede curarse con dinero contante y sonante. Al contrario,
estoy simplemente obligada a apurar también este cáliz, tal como antes soportaba las compresas
y las duchas. Los descalabros económicos tienen a veces consecuencias imprevisibles... Sabrá el
cielo por qué terapias del cuerpo y el alma tendré que pasar todavía hasta que caiga la herencia.
Al principio, me pareció bonito y de buen gusto tener un complejo, podía invocarlo ante
mí misma y los demás, en vez de decir simplemente que estaba desesperada, fuera de mí, de mal
humor, etc. Pero considero que es duro tener que hacer tanto esfuerzo, y realmente se suda tinta
hasta comprender tan intrincada materia. No me vayas a pedir que te haga una disertación
popularmente inteligible sobre el tema. Mi deseo es más bien despertar vuestra conmiseración
que enriquecer vuestro conocimiento. El «psicoanálisis», como el mismo término dice, consiste
en analizar la psique, a la manera en que en la escuela analizábamos la gramática alemana, sin
comprender nunca la utilidad de semejante ejercicio. En este caso, claro está, es el médico el que
analiza, y una sólo tiene que colaborar. Él va preguntando y preguntando, y yo sólo debo
contestar, pero es precisamente eso lo que no resulta tan fácil.
Según parece, los complejos nacen porque la persona aparta de sí los objetos,
pensamientos o deseos relacionados con ellos, o, para decirlo con el término técnico, los reprime,
siempre en el subconsciente, claro está. En determinadas circunstancias, éstos se rebelan, se
escapan y hacen de las suyas en el superconsciente. Resulta que el médico está siempre
descontento porque no respondo lo que quiere oír. Comenzó su exposición diciendo que todo
complejo descansaba en el erotismo reprimido. Me pareció que sólo así lo consideraba un
complejo en toda regla, y que procuraba, también en mi caso, remontarlo a ese origen. Más o
menos de la manera siguiente: si durante media vida o una vida entera uno persigue
primordialmente el dinero, tiene que reprimir sin falta otras pulsiones, más vitales, como, sobre
todo, las eróticas...
Que hubiera logrado resultados notables en la represión del «erotismo» era realmente
algo que yo no podía afirmar ni queriendo hacerlo... Al contrario, mejor me habría ido a mí y a
mis finanzas si me hubiera empeñado más en la tarea. Por tanto, la cosa no cuadraba, y no
acabamos de ponernos de acuerdo. A renglón seguido, tuve que informarle sobre algunos
aspectos de mi trayectoria vital, lo que fue para él nuevamente motivo de decepción, pues no
pudo demostrarme nada que fuera anormal, psicótico, neurótico o como se llame. Soy demasiado
poco complicada, esto siempre ha sido mi mala suerte, en algunos círculos y situaciones de la
vida la gente lo toma a mal, sobre todo cuando de entrada hemos despertado esperanzas de que
sea al revés.
Preguntaba qué papel había jugado el dinero en mi infancia y adolescencia... Se supone
que la mayoría de los complejos se remontan a ese periodo. Pues ninguno, absolutamente
ninguno... Como tú sabes, hay niños interesantes que roban o hacen trampa sin necesidad, que
hurtan billetes para cambiarlos en oro que utilizan en sus juegos, pero yo no encontré nada
similar en mis recuerdos. Cuando éramos niños, preocuparse por cuestiones de dinero nos
parecía superfluo y propio de gente pobre, desdeñábamos a quienes tasaban el patrimonio de sus
padres y estaban informados al respecto. Y más tarde pasó más o menos lo mismo: ¿falta de
dinero?... No lo dirás en serio... ¿Y tener que conseguirlo por cuenta propia? Una mala broma a
la que se pone buena cara mientras la cosa no se desborde...
-¿Y estaba asociado a una fuerte sensación de malestar? -terció el doctor.
-¡Ya lo creo!
Bien, poco a poco fue dando con la pista. Era justamente al contrario de lo que había
pensado inicialmente. El objeto de la represión fue el propio dinero, y no las otras cosas. De
modo que, después de todo, yo era un poco anormal. Gracias a Dios, me encanta que los demás
estén satisfechos conmigo.
Diagnosticó, pues, un complejo de dinero en estado puro, y no tenía nada que ver con el
erotismo. Después dijo, más o menos, que en la mayoría de los casos, a través de una
enfermedad nerviosa (en el mío, a través de una enfermedad financiera aguda) las cosas
reprimidas afloraban de repente a la conciencia y se «sobrevaloraban» (léase crisis económica).
Me sentía totalmente mareada al remover todos esos recuerdos, pero no hubo remedio: los
procesos que originaron el complejo tienen que ser reproducidos, es decir, hay que revivirlos de
forma consciente para que el médico luego pueda persuadir al paciente de que no existen.
Después fui yo la que empezó a preguntar:
-¿Y si el asunto de la herencia se frustrase? Porque nunca se sabe. ¿Cómo habría de tratar
entonces con el profesor? ¿Cree usted que él, en tanto que acreedor...?
-¿Ve? Ésas son las angustias características del complejo -dijo Baumann, satisfecho.
-En efecto, y también las tengo con respecto a usted...
-¿Con respecto a mí?
-Claro... En cierto modo fue usted quien asumió aquí la responsabilidad de mi persona, y,
francamente, me atormenta la idea de que pudiera darse un batacazo si...
Entonces me inquirió detenidamente sobre la herencia y las circunstancias de la misma, y
nos enfrascamos tanto en el tema que no hubo tiempo para continuar el tratamiento.
Pero es implacable y no pasa día sin que me machaque un rato. Es una cruz, además
tengo que fingir que sirve para algo. Se supone que la curación se produce haciendo cambiar de
actitud al paciente. En mi caso sólo hay dos posibilidades, y no hace falta ser psiquiatra para
comprenderlo. O bien vuelvo a movilizar la energía reprimida por la pereza, la comodidad, etc.,
y consigo dinero de una forma conveniente, o bien me acostumbro a quitarle importancia y
prescindir de él... Claro que esto no es más que un extracto de nuestras conversaciones
reproducido imperfectamente, pues en boca del médico suena muy bien, muy completo,
enredado y obvio lo que digo. ¿Pero qué hago con eso? También me lo puedo contar a mí misma
sin que nada cambie.
Prefiero charlar con él sobre otras cosas y enfrentarlos, en lo posible, a él y a Henry. Éste
sabe hacerlo mucho mejor que yo, lo toma con la misma seriedad que concede a sus
especulaciones. Tengo la sensación de que piensa desde todos los ángulos cómo se podría sanear
un sistema nervioso derrumbado, fundar algo nuevo sobre él o liquidar un estado anímico
insostenible.
Lo dicho basta y sobra. Si no, llegaréis a descubrir vuestros propios complejos y a querer
saber cada vez más sobre la cuestión. Al fin y al cabo, no estoy en un sanatorio para encima tener
que escribir tratados sobre los tormentos que he de soportar.
 
9

 
 
 
 
 
 
Nuevo telegrama del coheredero. Dice que el abogado se equivocó, que como mucho
serían trescientos mil.
Últimamente, sus noticias resultan un tanto confusas y suelen consistir en conjeturas
telegráficas. Sólo Dios sabe si realmente han encontrado el testamento y si es cierto que al
principio no lo hallaron. A nosotros nos parece algo extraño, pero el lugar de los hechos está tan
lejos que es imposible obtener una visión más precisa del asunto. De todos modos, no se puede
haber procedido a la apertura, si no, el hombre tendría informaciones detalladas. Lukas lo
encuentra muy inquietante, no se fía del todo del coheredero ni de quienes tienen que ver con el
asunto, y se ha ofrecido a prestarme dinero para que me persone en el lugar.
No, gracias. Me cuidaré de fomentar la rebelión del dinero entrometiéndome. Por lo
visto, ya se han rebelado cien mil, los que, según el esquema de Lukas, habían de quedar a mi
libre disposición. Una cantidad que a él le pareció absolutamente descabellada.
-Ahora tiene que inmovilizar el total -pontificaba casi airado- y cancelar el viaje a Siam.
-Espera a ver qué rumbo toma el asunto del petróleo -dejó caer Henry- Si la región es tan
productiva como suponemos, las acciones se dispararán y la gente se peleará por comprar. En
cualquier caso, será necesario asegurarse a tiempo un buen número de ellas tan pronto como se
haya constituido la sociedad.
-¿No quiere hacerse analizar por el doctor Baumann, querido Henry? -preguntó Lukas.
-Ya hemos comenzado el tratamiento.
-¿Encuentras que sirve para algo? -pregunté angustiada. Se disponía a opinar sobre el
asunto cuando llegó el propio Baumann. Enseguida Lukas lo interpeló.
-Como usted sabe, soy un lego en la materia -dijo-. La psiquiatría es un campo que me
resulta muy ajeno. Pero si usted logra hacer entrar en razón a estas dos personas, seré desde
ahora su más enfervorizado adepto y le haré una propaganda colosal. (Allí donde ejerce, Lukas
es una personalidad influyente y tiene relaciones fabulosas. Baumann arde en deseos de hacer
carrera y asumir la dirección de una clínica donde se hagan curaciones prodigiosas siguiendo su
método.)
Baumann sonrió con tanta habilidad que ninguno de los presentes podía sentirse herido.
Pero Henry dijo:
-Más vale que primero participe en mis negocios, tengo entre manos unos terrenos de una
sociedad de aluminio en quiebra, terrenos insólitamente baratos, y juntaremos a los accionistas
en cuestión de nada. Balailoff, por ejemplo, se apuntará a buen seguro en cuanto el asunto del
petróleo esté encarrilado... -Su mirada iba adquiriendo esa extraña rigidez que a veces la
caracteriza... Hacía cálculos... Cálculos a ojo de buen cubero... Era presa de su complejo. Y
Baumann dijo que había llegado el momento propicio para una sesión analítica, tras lo cual los
demás nos retiramos discretamente.
 
 
De esto ya hace un par de días. Ayer, Henry se marchó a Rusia para inspeccionar la
región petrolífera. Lo acompaña el secretario de Balailoff para hacer de intérprete. Y es que
Balailoff se ha traído un séquito formado por ese mismo secretario, dos criados y un anciano
pope ruso, su preceptor de joven. A éste último también lo están sanando aquí, todavía no hemos
podido averiguar si de alcoholismo. Es un señor apacible y de aspecto grave que no sale casi
nunca de su habitación y no habla ninguna lengua viva aparte del ruso. Lukas y los médicos se
comunican con él en latín, y yo rastreo los recuerdos de las clases de gramática de mis hermanos
o las clases de religión para poder decirle alguna gentileza. Sin embargo, la mayoría de las veces
es incorrecto lo que digo. El miércoles pasado, Gottfried recibió el alta para marcharse a casa.
Pero se escondió en la ciudad y ahora está de viaje por Rusia con Henry. Es un secreto. ¡Estaba
tan feliz! Sus padres ya han mandado tres telegramas, y nadie se explica dónde se ha metido. Por
desgracia, justo entonces recibí un despacho desde Finlandia. «Por fin encontrado. Apertura
aplazada por trámites...» El profesor me pidió encarecidamente que le confesara que el telegrama
estaba relacionado con el muchacho desaparecido. Le aseguré, con la conciencia tranquila, que
no era el caso. No me creyó, y finalmente se lo di a leer para tranquilizarlo. Pero eso no hizo más
que empeorar las cosas, el hombre estaba completamente seguro de que se trataba de Gottfried,
de que lo acababan de encontrar en Finlandia, que se había suicidado o había muerto y que se
estaba procediendo a su disección («apertura aplazada por trámites»). En su enardecida fantasía
de médico la cosa parecía totalmente clara... Pero la cuestión de la firma (por ser el coheredero
mi esposo tiene idéntico apellido) y el misterio de por qué me mandaba a mí misma el telegrama
desde Finlandia no lo pudo resolver, por lo que me desaté en una carcajada tan estrepitosa que se
enfureció todavía más... Hacía semanas que le había hablado de un proceso de herencia en curso,
¿y ahora resultaría que ni siquiera se había abierto el testamento?... ¿Y casada con ese señor?...
Si siempre me había presentado como mujer divorciada... Ya nadie me iba a creer una palabra.
Fue una escena muy divertida, y al final no tuve más remedio que confesarle que sabía dónde se
encontraba el muchacho y decirle que el susodicho se lo comunicaría en breve a sus padres.
El profesor se quedó sin palabras. Más tarde, me mandó una carta a la habitación, en la
que proponía que me trasladara a otro sanatorio, si todavía lo estimaba necesario. Pues bien,
Baumann, con gran esfuerzo, logró tranquilizarlo, por lo que le estoy muy agradecida. ¿Adónde
iba a marcharme? De modo que aquí me quedo y, después de que la tempestad lo ha hecho
desfogar su cólera, me entrego a un bien merecido descanso.
Vuelve a hacer un calorazo propio del verano. Como ninguno de nosotros tiene nada que
hacer, nos pasamos casi el día entero sentados en la terraza. Por la mañana todavía hay cierta
agilidad mental, conversamos o leemos los periódicos. Después todos quedamos tirados como
muertos en las tumbonas y nos consideramos unos a otros algo así como una pandilla de cretinos.
Lukas, por ejemplo, sostiene que se pone nervioso con tan sólo ver aletear las gaviotas o pasar
los barcos de vapor abajo en el lago. Se le antoja un derroche de fuerzas inaudito. Los días de
mayor bochorno ya sólo nos comunicamos por pantomimas o en el lenguaje canicular, es decir,
suprimiendo o, a lo más, insinuando todas las palabras y sílabas prescindibles.
El nivel intelectual se ha resentido de esta circunstancia. Nuestra conversación principal
consiste en observar a los demás pacientes y mofarnos de ellos a la menor ocasión. De modo que
nos pareció un verdadero golpe de suerte cuando el otro día apareció un paciente nuevo con toda
clase de peculiaridades. Siempre viste de negro, aun cuando hace un sol de justicia, además tiene
el cabello negro, la barba negra y los ojos de color azabache... Las primeras veces que subía las
escaleras de piedra blanca daba la impresión de ser el demonio en persona. Pero en el momento
en que estaba sentado en su sitio y se le servía la comida, nos llamaba la atención su expresión
asombrosamente obtusa. Todos estábamos de acuerdo en no haber visto nunca a alguien mirar
las cosas o a las personas con rostro tan supinamente estúpido como aquel señor de facha
demoníaca miraba al camarero o su plato o la botella de agua mineral. Además, tiene la
costumbre de boquear lenta y parsimoniosamente antes de comenzar a hablar. En definitiva,
observarlo nos causa un íntimo placer. Lo hemos bautizado como «el idiota negro» y disfrutamos
con verdadera fruición cada vez que vuelve su mirada vacua y lela hacia nosotros... Parece que
nos hemos ganado su curiosidad, y seguramente le gustaría conocernos.
En fin, así van pasando los días, y anhelamos la vuelta de Henry porque Balailoff nos da
mucho que hacer. Como ya te conté, quiere casarse y se imagina que eso es más fácil de amañar
aquí, en la frontera italiana, que en otras partes. Creo que se equivoca, porque los dos son
extranjeros, y a tal extremo que parece casi imposible resolver el papeleo. El mayor problema es
que él no tiene pasaporte, y sólo existe una remota posibilidad de obtenerlo por medio de
relaciones personales, pero sin fecha fija. Supuestamente, la novia nació en un hotel de
Spitsbergen y no sabe cuál era la patria de sus progenitores. Se siguen haciendo intentos
infructuosos por determinar su nacionalidad. Dado que él no entiende una sola palabra de
italiano y es muy irascible en el trato con las autoridades, apela constantemente a nuestra ayuda.
Día a día, tenemos que repasar el asunto con él de arriba abajo, pensar en vías y cauces
alternativos, redactar cartas o peticiones y otras monsergas. He intentado en vano enfilarlo hacia
mi abogado, que sin duda lo haría todo mejor que nosotros. Por otra parte, la situación en que me
estoy metiendo con ese abogado es cada vez más tonta. Para escapar unas horitas de la clínica
tengo que visitarlo dos o tres veces a la semana y hacerle preguntas superfluas... Seguramente,
creerá que soy la persona más borrega del globo terráqueo. Y Balailoff tiene un complejo de
abogado como él sólo. Sostiene que esos leguleyos son unos canallas y bribones y sólo barren
para casa. Parece que ha tenido experiencias suculentas con ellos. Quizá se deba a cómo están las
cosas en Rusia...
Una no lo tiene fácil en el mundo, querida Maria, y con este suspiro quiero terminar por
hoy.
 
10

 
 
 
 
 
 
¡Diablos! El anciano señor nos ha reducido a la legítima estricta.
A ninguno de nosotros se le había pasado por la cabeza que pudiera hacerlo, pero veo que
heredar también forma parte de las cosas que primero hay que aprender.
El telegrama llegó cuando estábamos sentados pacíficamente en la terraza... Henry ha
vuelto.
Por fortuna, suelo guardar la compostura mejor con las malas noticias que con las buenas,
y afuera hace tanto calor que una no puede ni pensar en soliviantarse. Así y todo, el telegrama
me supo mal y se lo pasé enseguida a Lukas. Éste, a pesar del calor, se incorporó de un salto y
comenzó a caminar de un lado a otro como un león embravecido. Casi la tomó conmigo porque
sus consejos sobre el capital fijo se fueron definitivamente al traste, y no pude menos que sentir
una leve sensación de triunfo por este particular. Pero luego tuvo la impudicia de decir que, en
este caso, tendría que comprar sin falta una pensión vitalicia para tener algún tipo de seguridad...
-¡No, qué asco!... La mera palabra... -Baumann sonrió-. Usted sabe, querido doctor, que
sufro hipersensibilidad verbal... «Pensión vitalicia» suena a cadena perpetua en una fonda de
medio pelo... Tiene un matiz absolutamente humillante.
-Esa hipersensibilidad casa perfectamente con el complejo de dinero. Probablemente, de
niña se sintió usted degradada y enclaustrada cuando en algún viaje tuvo que hacer noche en una
fonda, mirando horas y horas a una oscuridad sin fondo... Ese recuerdo le inspira una asociación
de ideas con el concepto «pensión vitalicia» que hace que rechace la existencia enclaustrada que
ésta le ofrecería.
-Comienza usted a convencerme.
-Y yo me siento cada vez menos motivado para hacerle propaganda a su doctrina -dijo
Lukas enfurecido.
-Hablo como psiquiatra y no como moralista.
-¿Acaso yo lo soy? -Y se enzarzaron en una discusión porque ninguno de los dos quería
ser moralista.
Henry se regodeaba íntimamente, y cuando se hubieron desfogado dijo que había sido
una imprudencia dejar al anciano señor tanto tiempo en la estación. Tuve que contradecirle
señalando que el testamento ya estaba hecho y que una maldición póstuma, por poderosa que
fuese, no podía modificarlo en absoluto. Y después de conocerse esa ignominia no quedaba
razón alguna para obrar con excesivo respeto. Todo el buen tacto nuestro había sido un derroche.
Después, sin mucha convicción, sopesamos la posibilidad de que el testamento hubiera
sido falsificado, intercambiado o manipulado de alguna manera. Todos me aconsejaron que lo
impugnara, así al menos podría entretener a mi asesor jurídico. Voy a pensarlo.
Dada la gran confusión de voces, Balailoff sólo entendió la mitad, y mal. Estaba
convencido de que se trataba de un acontecimiento particularmente alegre y propuso regarlo. Por
tanto, nos levantamos, nos trasladamos a la oficina y, puestos a regar, lo regamos todo: la
legítima estricta, los éxitos de Henry en Rusia y el futuro en general. Efectivamente, Henry ha
puesto en marcha la empresa de petróleo y me ha dicho confidencialmente que es uno de los
mejores negocios que jamás ha tenido entre manos, siempre que resulte como la razón induce a
suponer. Ha traído montañas de dibujos y documentos que ahora están revisando y comentando.
Ha dejado al secretario allí para que haga de vigilante (cosa que no le gustó del todo a Balailoff)
y Gottfried se quedó para vigilar al secretario.
Poco a poco, la oficina ha adquirido un aire hogareño que nos sienta bien a todos: sillas
cómodas, el río dorado sobre su negro pedestal, las copas y botellas que se necesitan para
«regar» situadas en un extremo del inmenso escritorio, y, en el otro, Henry y Balailoff frente a
sus papeles... En nuestra conversación apagada se filtran retazos de la suya: distribuir
dividendos... cuenta de pérdidas y ganancias... fondo de reservas...
Baumann examina, de refilón, el efecto que pueda haber causado en mí esta última
noticia. Me complacería enormemente poder proporcionarle material interesante, pero sólo
puedo decir que, para mi propia sorpresa, la nueva me ha dejado bastante indiferente. Sea mucho
o poco, lo que deseo es ver de una vez dinero, dinero instantáneo, dinero tangible. Con la
legítima, quizá salga incluso mejor parada, porque no alcanzaría para establecer un programa de
vida, y así los cálculos y quebraderos de cabeza no tendrían ya ningún sentido.
Por otra parte, sin embargo, se confirma una vez más mi sospecha de que el dinero ya no
quiere tener que ver conmigo. Los hechos son bastante elocuentes... Primero esa especie de
capital que disminuyó en una cuarta parte y luego se ha reducido a la legítima. ¿Qué más puede
venir? Quizá se convierta de rublos en copecas, y de copecas en piedras y arena.
-Y entonces, con esa arena y esas piedras, quizá tenga mayores posibilidades de
conseguir un respaldo económico -dijo Lukas con alevosía-, porque pudiera darse el milagro
inverso, es decir, que por fin despertara su voluntad. Piense una sola vez en las tantísimas
mujeres y muchachas que, inmersas en la vida profesional, se ganan el pan por su cuenta en lugar
de filosofar sobre las razones por las que no tienen patrimonio.
-La profesión de la mujer es, en primer término, la de esposa y madre -declaré no sin
solemnidad patética-, y yo he cumplido con ella como buenamente sabía y podía. Estoy casada
por segunda vez y tengo un hijo de mi primer matrimonio. Por ahora, y hasta que mi situación
financiera se haya aclarado, está al cuidado de unos amigos. Pero claro, usted eso no lo reconoce
como aportación social, prefiere meditar en cómo puede ayudarme a encontrar cualquier
espantosa colocación profesional. Siento el máximo respeto por aquellas mujeres y muchachas
que se valen por sí mismas, aunque considero que es una lamentable aberración de la
Providencia el que estén obligadas a hacerlo. Además, usted es la persona más injusta que se
haya cruzado en mi camino porque debería admitir que he resuelto el problema económico a mi
manera... Nunca he tenido ingresos fijos ni una profesión determinada sino sólo ocupaciones
momentáneas que no dieron para mucho. Y sin embargo he «vivido» un buen número de años,
quizá incluso mejor y de forma más agradable que otros con su profesión y todo lo demás.
-Pero el resultado final ha sido...
-Eso le puede pasar a cualquiera, el resultado final siempre está en manos de Dios. Sólo
tiene que pensar en el constructor tiburón.
-En mi opinión, el constructor tiburón fue un caballero de industria...
-Pero de los malos -dijo Henry con un profundo suspiro desde el escritorio-. Puesto en el
burro, buen palo. Y los palos él los daba a medias. He realizado todos los esfuerzos posibles por
refundar, junto con los acreedores, su fábrica de cemento, que estaba en quiebra, pero no hubo
nada que hacer. La misma viuda ahora está convencida de que era un constructor tiburón
incorregible.
-Entonces al menos se ha librado de su complejo sin hacerse analizar -apostillé no sin una
secreta envidia.
-Ya volverá, señora -repuso Baumann con optimismo.
Henry volvió a enfrascarse en sus papeles y yo confié vanamente en que Lukas se hubiera
distraído de su tema.
-Algo creo haber aprendido del doctor Baumann -volvió a la carga-. Hace usted
verdaderos prodigios en lo que se refiere a la represión mental de cuanto no le conviene. De
nuevo está queriendo arrinconar el resultado final de su, con perdón, actividad económica un
tanto extraña. Un resultado final que consistió precisamente en que usted, otra vez con perdón,
señora, había llegado al colmo absoluto de su sabiduría y sus posibilidades económicas... Si el
anciano señor no hubiera muerto...
-Pero murió, y yo llevo aquí una vida bastante aceptable. Es más, hace tiempo que no
tenía esa sensación de encontrarme en una situación en regla. Mis acreedores no saben dónde
estoy y ya no se me puede quitar nada porque no tengo patrimonio. El profesor sin duda no se
atreve a echarme porque entonces nunca vería saldadas sus cuentas. Incluso se preocupa por
saber si duermo bien, cosa que jamás ha hecho ninguno de mis acreedores. Por la mañana me
traen el café a la cama...
-Eso es lo principal -dijo con escarnio y amargura.
-Es algo que pesa mucho en la balanza.
-¿Y si algún día vuelve a presentarse la cruda realidad, cuando la legítima esté agotada...?
-Deje primero que llegue, ¡por Dios! Con sus complejos económicos acabará
espantándomela por completo.
Baumann sonrió aquiescente. El otro día tuvo que reconocer que Lukas estaba, cuando
menos, fuertemente «constelado».
-Claro que sí. Seguro que usted me trae mala suerte con su manía disponedora. Quién
sabe si no fue culpa suya el que me escamotearan la cantidad original. Estoy por atribuirle la
responsabilidad.
Debió de sentirse un poco culpable, y mascullaba su disgusto entre dientes.
En el escritorio, Henry y Balailoff movían de un lado a otro cifras descomunales. El
frufrú de esas transacciones llega a tener resonancias sagradas.
 
11

 
 
 
 
 
 
Me temo que habrá que armarse de paciencia por un buen rato. Según me escriben, los
bienes hereditarios sólo podrán liquidarse poco a poco, y queda un sinfín de trámites por
resolver. Qué trámites son y quién ha de resolverlos me trae sin cuidado, la cuestión es esperar.
Aquí también ocurren toda clase de cosas con las que no estamos totalmente de acuerdo,
aunque el que sucedan debe de ser en parte culpa nuestra.
El otro día, en una tarde insólitamente calurosa, Balailoff se presentó en la terraza y nos
instó a que lo acompañáramos a N. Se trata de un lugarejo de montaña cerca de aquí, donde se
celebrará la boda. En la ciudad habría sido mucho más fácil, pero no había modo de convencerlo.
Dijo que llaMaria demasiado la atención por el mero hecho de estar viviendo él en el sanatorio.
En fin, un complejo suyo. Ésta vez había de comparecer de nuevo ante el alcalde de la
localidad... Ya conocíamos la expedición y la temíamos como a la muerte. Dado que nuestros
conocimientos del idioma son precarios, tuvimos que ir siempre los cuatro juntos para
complementarnos. (nota bene: El profesor desistió hace tiempo de poner trabas a nuestro afán de
libertad y nos deja irnos adonde queramos. Así que volví a quitarle el poder al abogado con una
excusa baladí.)
Para llegar al sitio hay que escalar durante una hora larga, y otra hora se suele tardar en
dar con el alcalde en medio de sus viñas. Cuando por fin aparece con la hoz en la mano, pasa
media hora más hasta que su mujer encuentra la llave del consistorio. Sólo entonces se inicia la
conversación, que requiere mucho ingenio y presencia de ánimo... El material escrito está
redactado en todas las lenguas posibles... Hasta que nos ponemos de acuerdo sobre su contenido
aproximado y las instancias o los consulados a los que hay que escribir de nuevo, vuelve a
transcurrir un lapso de tiempo considerable. La novia se niega a venir, tampoco serviría de nada
porque se crió en Lisboa y sólo sabe portugués. Por tanto, cada viaje es un martirio. Hemos
pasado por esas horcas caudinas un par de veces, pero con el calor que hacía ese día simplemente
nos opusimos. Henry, que de costumbre es un hombre de acción, le dirigió a Balailoff una
mirada cargada de reproches, señaló con un gesto ampuloso el sol y dijo: «Realmente, está
demasiado alto». Después se hundió sin fuerzas en su sillón. Baumann paseó la mirada de uno a
otro y manifestó que también él, como médico, debía decir que la expedición era lisa y
llanamente improcedente.
Balailoff se puso fuera de sí, dijo que el asunto no admitía dilaciones. Los ánimos se
encresparon y nos enzarzamos en dimes y diretes. Entonces, de repente, el llamado idiota negro,
que estaba leyendo los periódicos en la mesa contigua y llevaba un buen rato mirándonos y
boqueando en señal de querer decir algo, se levantó, se acercó a nosotros, se presentó y se
ofreció con cumplida cortesía a acompañar a Balailoff. Dijo que tenía que realizar alguna gestión
en la localidad (sin duda era mentira), que hablaba tanto ruso como italiano y que esperaba que
sus servicios le fueran de utilidad. Y, efectivamente, se pusieron de acuerdo, por lo que nos
enfadamos un poco con Balailoff, y él con nosotros, pues se despidió bastante malhumorado y se
marchó con el negro.
No volvieron hasta última hora de la tarde. El idiota negro, que desde hacía tiempo
deseaba entablar trato con nosotros, parecía felicitarse por la circunstancia de que al fin se
hubiera roto el hielo, mientras que a nosotros se nos antojó una desfachatez que él lo considerara
roto. Se acercó a la mesa sin más y quiso trabar conversación, pero Henry volvió a señalar el sol
y dijo a guisa de rechazo:
-Más tarde, cuando haya bajado.
El hombre se quedó impávido y nos miró uno a uno, sin duda se habría producido una
escena embarazosa si Balailoff no se lo hubiese llevado. No teníamos cargo de conciencia. Se
nos había pedido un esfuerzo sobrehumano y lo habíamos declinado. Por eso no comprendimos
por qué Balailoff nos guardaba rencor. No se dejó ver en toda la noche, y desde entonces la
buena sintonía está notablemente alterada. Además, imagínate qué horror: unos días después,
Balailoff nos presenta a ese individuo como su secretario privado... Desde entonces nos
importuna con su presencia en las horas frescas -en las calurosas no tiene suficiente coraje-. En
vez de sentarse en su sitio de antes, donde podíamos divertirnos a costa de él desde una distancia
segura, comparte ahora nuestra mesa, nos mira alelado a unos y otros, encuentra sumamente
interesante cuanto decimos y boquea cuando por su parte se dispone a decir algo. Eso, todavía,
sería lo de menos, aunque la situación nos hace padecer. Lo que más tememos es que influya en
su nuevo jefe para los negocios, dado que es sobremanera competente en todo -últimamente
incluso en cuestiones de petróleo- y trata de inmiscuirse en cualquier asunto. Henry ha tenido ya
varios encontronazos con él por este motivo. Se puede decir que juega el papel del intrigante de
teatro, mientras que Balailoff hace de príncipe bondadoso y débil que siempre se deja influir por
la gente equivocada.
No tenemos la menor idea de qué es y a qué se dedica este hombre en el mundo, como
también ignoramos las razones de su estancia en este lugar. Tal vez sólo quiera deshabituarse de
su parloteo y cretinismo.
Baumann lo observa atentamente pero no ha sacado nada en claro. Por lo demás, su afán
científico ha disminuido bastante, para gran alivio mío. Le he pedido que me dispense durante un
tiempo. El complejo de dinero ya no me atormenta tanto desde que vuelve a haber dinero en el
aire -por desgracia, sigue ahí, en el aire-. Al menos he logrado entrar en una benéfica apatía, el
estar siempre revolviendo las cosas sólo podría ocasionar una recaída. En cuanto a Henry, sus
cálculos lo absorben tanto que últimamente no hay nada que hacer con él.
 
 
Se me había olvidado por completo agradecerte tu carta. Sí, es cierto, hay que celebrar las
fiestas como caen. Es un mal consuelo, aunque en el fondo no pretende serlo. En estas
condiciones, sin duda no viajaré a Siam ni, menos aún, os llevaré a todos vosotros. Pero quizá
me vaya a Monte Cario. Hay que encontrar alguna manera de restablecer la cantidad inicial de la
herencia. He propuesto a Henry que me acompañe. A él le parece mejor esperar hasta que se
hayan quemado los últimos cartuchos. Yo, en cambio, pienso que es mejor hacerlo mientras
queda alguna cosa.
En lo que atañe a Balailoff, estamos un poco preocupados. Hace días que no ha pasado
por la oficina, pero por las noches llega a casa bastante ebrio. Es obvio que se va de tabernas con
el negro y que se deja engatusar por él.
Has de saber que, para Henry, mucho, quizá todo, depende de que Balailoff permanezca
aquí hasta que la empresa de petróleo esté montada definitivamente. Las personas como
Balailoff, en la distancia, no son muy de fiar. También Baumann y Lukas están preinscritos
como accionistas, y quién sabe si al final no participaré también yo. Por tanto, es de interés
general retenerlo aquí el máximo tiempo posible. La novia sólo busca marcharse, porque la
estancia le resulta odiosa, sobre todo por nuestra presencia. De modo que siempre hemos
procurado que la boda no se precipite, hemos insistido en mantener una actitud de espera y en no
soliviantar a las autoridades. En parte, también lo hemos hecho por un sentimiento puramente
amistoso, porque ese matrimonio acabará en desdicha con toda seguridad. El agradable secretario
privado, sin embargo, lo ve muy distinto y actúa en consecuencia: hace lo posible por acelerar la
boda. Eso también es indicio de su idiotez, pues es de suponer que su puesto desaparecerá en
cuanto se haya formalizado el enlace. El otro día, tuvo la infeliz idea de que la pareja debería
naturalizarse aquí, así se liquidaría de la manera más sencilla la penosa cuestión de la
nacionalidad. Lukas, quien tiene alguna experiencia al respecto, objetó que incluso en este caso
habría que acreditar la actual.
El idiota entonces sonrió con más malicia de lo habitual y aseguró que sólo había que
realizar una declaración escrita. Además, él sabía cómo tratar a los funcionarios locales y se
pondría a buen seguro de acuerdo con ellos. Resulta que ha alquilado un caballo con el que
cabalga a lo largo y a lo ancho de la región para negociar con las autoridades y sobornar, según
dicen, a los funcionarios. Por lo demás, está redactando con Balailoff cartas e instancias sobre
cuyo contenido no nos informan. La novia viene ahora más a menudo a la terraza, y tratamos de
acostumbrarnos a ella.
A Balailoff se le ilumina la cara al pensar que está más cerca de su objetivo, y el idiota a
veces intenta contar historias de su juventud llena de penalidades, pero apenas le hacemos caso.
Entonces vuelve a enmudecer y a mirar atónito su plato o a su nueva patrona, que lo trata con
benévola condescendencia.
 
12

 
 
 
 
 
Ya estamos a principios de agosto... Dios, cuánto tiempo hace que estoy aquí. Apenas
consigo imaginarme ya otra forma de existencia, llegará el día en que no sepa
desacostumbrarme. Pero tampoco puedo formarme una idea de cuánto tiempo continuará esto
así. Una y otra vez tengo que recurrir a Baumann para que calme al profesor. Éste, el otro día
volvió a desahogarse con él diciendo que era simplemente inadmisible que le pusieran el
sanatorio patas arriba. Que nosotros no éramos pacientes de verdad: que Henry sólo venía a
comer, como un turista; que Balailoff se emborrachaba continuamente, a pesar de su terapia de
abstinencia, y a la vista estaba que nosotros lo propiciábamos; que yo, desde el comienzo, le
había causado una impresión dudosa, recuérdese la historia con Gottfried... En suma, estaba
preocupado de que estuviéramos comprometiendo el buen nombre de su clínica. Sin embargo,
tiene algún motivo por el cual no quiere perdernos a ninguno de nosotros. Está íntimamente
interesado en las especulaciones de terrenos de Henry; Balailoff, con todas las habitaciones que
ha alquilado, el pabellón adicional y su séquito, le reporta unos ingresos de fábula; y, en mi caso,
no le queda más que esperar hasta que llegue el dinero. Dijo que sólo Lukas era un hombre de
bien donde los haya, y que francamente no se comprendía por qué trataba exclusivamente con
nosotros.
Baumann tuvo la buena idea de aconsejarle que aislara a todo nuestro círculo de los
pacientes normales. De modo que nos han realojado en una parte arrinconada del edificio, lo que
tiene muchas ventajas. Vanos, sin embargo, fueron sus intentos de intrigar, a petición nuestra,
contra el idiota. Por su conducta oligofrénica pero extremadamente urbana, está muy bien visto
por el profesor, quien lo ha calificado de hombre de bien, al contrario de nosotros. Pero al menos
hemos logrado que haya conservado su habitación y no se haya movido al ala donde ahora
residimos. Está a partir un piñón con el profesor y nos habría espiado sin tregua. En cambio,
tengo ahora por vecino al pacífico y anciano sacerdote de Balailoff.
Nuestra ala dispone de una salida por la que se llega a la calle después de atravesar un
patio lateral poco frecuentado. Es una gran bendición no tener que estar ya pendientes, cual
pupilos de pensionado, de si nos controlan o no. En el transcurso del tiempo ha surgido todo
género de intereses privados, que hasta ahora sólo podían seguirse con grandes dificultades pero
que en adelante serán cultivados con tanta mayor diligencia. A Baumann, en cierto modo, nos lo
han puesto de vigilante. Pero como también tiene una amiguita en la ciudad, se puede hablar con
él. Asimismo, Henry y yo tenemos algunos conocidos entre los actores del teatro de verano (aquí
no hay otra cosa). Desde luego, somos muy cautos, velamos por la reputación propia y la de la
clínica, y me parece que habría que reconocérnoslo en vez de mirarnos mal, como por desgracia
hacen algunos.
Lástima que no estés aquí conmigo... Aunque en realidad quiero decir -y perdona este
egoísmo, que ojalá comprendas- que ser la única mujer en un círculo social tiene tantas ventajas
que no me gustaría tener que compartirlas. Te ruego que no me entiendas mal. Los intereses
privados que he mencionado antes hacen que nuestra vida familiar se mantenga intacta, lo que da
lugar a un ambiente simpático que ofrece las más variadas posibilidades. Lukas es, por así decir,
socio pasivo, lleva casado poco tiempo y está muy feliz en el matrimonio; defiende, también en
este aspecto, la misma posición que en lo referente al respaldo económico. Es una materia sobre
la que no se puede hablar con él, aunque sí discutir animadamente, pues está claro que ni los
«intereses privados» de Henry ni los míos suscitan piedad ante sus ojos. Por mi parte... Has de
entender, Maria, que las posibilidades del lugar son limitadas, se circunscriben a los integrantes
del pequeño teatro que actúa aquí sólo unos meses. Tengo que confesarte, avergonzadamente,
que es un tenor el que me ocupa. Su voz a duras penas alcanzaría para considerarlo como tal, y
sus mensajes a veces llegan pergeñados sobre un papel de carta ferozmente jaspeado o de color
azul cielo con un cisne blanco impreso. Esto puede parecer grave, pero qué le voy a hacer, hay
para mí algo conmovedor en ello, y por lo demás es lo que se llama un buen mozo. Sus modales
son absolutamente impecables, para disgusto de los demás, que no lo aprueban... Y es que el
escenario le ha enseñado cómo comportarse entre gente de mundo, porque, dada la falta de
personal, también hace el papel del vividor en las obras modernas. Henry, preso en idéntica
condenación con la heroína joven, sigue siendo comprensivo, pero nuestro profesor no
numerario, cada vez que «lo» ve aparecer o detecta por la mañana una de sus notas de cisne junto
a mi plato, lanza unas miradas que desafían toda descripción. Le confieso de buen grado que es
un extravío, y eso lo irrita todavía más. Para colmo, en su ciego afán, echa mano de los recursos
más poderosos a fin de disuadirme, y el otro día llegó a decir que incluso podía aceptarse si se
tratara de una locura de juventud pero una mujer adulta -pausa azorada- debería haber superado
ese estadio...
Sólo pude replicarle que una ya no es joven y que me parece mil veces más importante
saborear la tercera juventud, la cuarta, la quinta y así sucesivamente, que la primera y la segunda.
Se quedó un tanto desarmado y sintió vergüenza por haber cometido una falta de tacto en vano y
sin resultado.
Desde luego, también Lukas tiene el habitual complejo de edad... Por el que a partir de
cierto momento hay que hacer previsión, comprar pensiones vitalicias y ser más constante en las
inclinaciones. Yo lo considero un error, y creo que la única ventaja del envejecimiento consiste
en que el futuro nos interesa menos y que el momento presente se vuelve cada vez más
importante. Mientras algún tenor de un teatro de verano me mande notas de color azul cielo, no
veo por qué habría de privarme de nada. A todo esto, me gusta que alguien me lance un sermón
moralista, me haga enfadar y yo, por mi parte, le haga enfadar a él. Más comprensivo es el viejo
sacerdote ruso. El otro día, en un momento inoportuno, me tropecé con él en el pasillo. Después
lo vi sentado en su balcón, a la luz de la luna. Cuando salí al mío y luego de intercambiar el
habitual saludo, no dejé de sentir cierta turbación y busqué alguna palabra redentora (ya hemos
aprendido a comunicarnos un poco mejor) pero no se me ocurrió otra cosa que pater peccavi.
Sonrió benévolo, al parecer complacido, y me respondió: ego te absolvo... Y algo más que no
comprendí.
Ay, Dios, Maria, no puedo evitar volver siempre a lo mismo, aunque empieza a ser tan
aburrido que dan ganas de subirse por las paredes, pero ¡qué bonita podría ser la vida sin la
cuestión del dinero! ¿Cómo es posible que la gente con dinero sea realmente infeliz? Fíjate, con
cierto confort, algunas personas simpáticas, un poco de desorden (una banal historia de amor sin
pretensiones), el claro de luna y un viejo sacerdote benévolo, yo volvería a ser capaz de mostrar
alegría ante la vida, si las preocupaciones financieras no se levantaran una y otra vez como una
tapia negra detrás de todas las cosas. Da igual que la legítima termine por llegar a mis manos o
no, tarde o temprano se presentará el momento en que tenga que hacer cálculos otra vez y darle
vueltas y ver mi mente de nuevo ensombrecida por el complejo...
Hago lo mejor que puedo para concebir el ahora como una época de vacaciones, como
cuando en la infancia se celebraban las grandes vacaciones de verano cual verdadera fiesta.
Parecían interminables, y sin embargo uno no acababa de librarse del todo de los fantasmas, de
los maestros, de las clases y los castigos, y sabía exactamente que antes era el infierno y después
acechaba de nuevo el infierno, ¿cómo hacer entonces para eludirlo? No, es que es imposible,
llegará el día en que tenga que volver a la escuela y quedar castigada después de clase porque los
deberes de cálculo no me entran en la cabeza. Ahora me parece muy simbólico que antes quedara
castigada después de clase por cada deber de cálculo. Si alguna vez estaba bien, era porque lo
había copiado (y entonces había castigo con más razón), o bien por una casualidad que nadie me
creía. Cómo corrompe eso el carácter... Al final, uno sólo podía consolarse pensando que
también el maestro perdía su tarde libre por su propia infamia. Y más tarde... Qué simpático era
mi natural y cuánto sufrió por las calamidades del dinero. No hay vileza que yo no cometiera con
placer si me rindiese, pero la ocasión la pintan calva... Las vilezas verdaderamente rentables sólo
ocurren en las novelas. Al menos, las que hasta ahora se me han presentado no merecían la pena.
Por ejemplo, una vez pude haberme largado con veinte mil marcos, y los tres días que estuvieron
a mi cuidado fueron un auténtico martirio. Pero no habría llegado muy lejos, pues a la corta o a
la larga hubiera tenido que dar media vuelta. Si hubiesen sido cien mil, me habría sido más fácil
encontrar la fuerza moral para poner pies en polvorosa.
Prefiero no ahondar más en este asunto. Anoche Henry nos ofreció una pequeña cena, el
regocijo fue un tanto excesivo, y hoy tengo un poco de resaca. Entonces a una se le ocurren toda
clase de cosas turbias. Mejor lo dejo...
 
13

 
 
 
 
 
 
Malas noticias, Maria. Mis consideraciones vespertinas del otro día fueron una
corazonada. Cómo detesto esas visiones y no poder defenderme de ellas.
Empiezo por lo que se refiere a mí. No sé si te he contado que el coheredero ya estuvo
casado una vez. Lo que no sabía yo es que con la primera mujer había hecho el mismo contrato
de reparto de la herencia. Ella no resultó ser buena esposa, de modo que él se divorció. Pero
ahora, después de la muerte del anciano señor, la mujer ha reaparecido como por ensalmo para
hacer valer sus derechos, y amenaza con embargar la herencia por medio de su abogado. En el
mejor de los casos habrá un nuevo retraso, en el peor... Pero de momento prefiero ahuyentar esa
idea. Lukas ahora está muy achicado y dice que el destino debe de tener cargos misteriosos
contra mí.
El coheredero piensa volver próximamente y quiere visitarme aquí. Por lo pronto, sigue
ocupado con los trámites.
Ojalá esto fuera todo. Pero también el asunto del petróleo nos causa graves
preocupaciones. Balailoff se encuentra cada vez más bajo la influencia del idiota negro (que, por
cierto, últimamente se ha dotado de una profusión de trajes blancos, ya hemos estado deliberando
sobre si no deberíamos rebautizarlo) y ha dicho que le mandará hacer un viaje de inspección a
Rusia porque los últimos informes eran poco propicios. Según parece, la región no es tan
productiva como se pensaba al principio. Henry, por sus múltiples experiencias, asegura que eso
ha ocurrido con todas las empresas de esta naturaleza y que no hay que prestar mayor
importancia a tales noticias. El consorcio suele lanzar todo género de rumores a fin de crear un
determinado estado de opinión, o bien... Yo qué sé, no he podido seguir muy bien sus
disquisiciones, y Balailoff entenderá aún menos que yo. Pero el idiota, de repente, también se las
da de experto en materia de extracción de petróleo cuando antes sólo era competente en
documentos de matrimonio. En todas las demás conversaciones enmudecía y boqueaba sin saber
qué decir.
Por el momento, sigue siendo imprescindible aquí, porque el asunto matrimonial parece
estancado a pesar de todas las gestiones que se han hecho. Balailoff a veces está muy nervioso y
se lamenta de que el soborno de los funcionarios engulla cantidades inverosímiles.
Nosotros no nos fiamos en absoluto del tipo de negro. En las comidas sigue sentándose a
nuestra mesa y no hay modo de deshacerse de él. Se queda ahí sentado, mirándonos fijamente y
hablando -las pocas veces que le concedemos la palabra- de su vida supuestamente agitada. Al
principio, lo hacíamos callar enseguida, pero ahora a veces lo dejamos hablar para recoger
pruebas contra él. De momento, sólo hemos comprobado que miente descaradamente y que sólo
en presencia de Balailoff da cierta verosimilitud a sus relatos. Debe de pensar que se lo creemos
todo, porque escuchamos en silencio y sin manifestar nunca el menor reparo.
 
 
Parece que nos vamos acercando a nuestra meta, y que hemos descubierto algo
importante que, tal vez, nos sirva para derrocarlo. La otra noche, estábamos todos en la
habitación de Henry, el pabellón de la novia se halla cerca de nuestra ala, y se la oye tocar el
piano en las horas vespertinas. Tan acostumbrados estábamos a su música que ya no nos
fijábamos. Balailoff nunca está en esos momentos del día, que es cuando se dedica a merodear en
solitario por la ciudad.
Esa noche conversábamos tranquila y sosegadamente. Henry había traído vino de la
oficina, y Baumann, ya bastante achispado, dijo de pronto con aire pensativo:
-Escuchad un momento. Es extraño... Está tocando a cuatro manos.
Nos quedamos callados y haciendo conjeturas, mientras la amiguita de Baumann trataba
de convencerlo muy seriamente de la imposibilidad de que una sola persona tocara a cuatro
manos. Desde luego, no queríamos manifestar nuestra sospecha en su presencia, pero cuando se
hubo ido apagamos la luz y nos pusimos a esperar expectantes junto a la ventana hasta que los
sonidos del piano se extinguieron. Poco después, vimos al secretario privado cruzar a hurtadillas
el jardín.
¿Pero qué hacer? Deliberamos largo y tendido sobre la cuestión. No podemos chivarnos
de los dos así como así... Al fin y al cabo, es su asunto privado. Por otra parte, Balailoff, aunque
últimamente se esté comportando mal, de alguna manera es nuestro amigo, mientras que a la
novia no la soportamos y al idiota nos lo queremos quitar de encima. ¿Debería uno de los
caballeros informar al incauto? Probablemente, esto no sea de recibo y los dos sin duda lo
negarían. Además, quién sabe si realmente no hacen otra cosa que tocar el piano juntos. Sin
embargo, Henry consideraba que era casi nuestro deber cristiano advertirle de lo que estaba
sucediendo, pues si el idiota le ponía los cuernos con la novia también se los pondría con el
petróleo tan pronto como consiguiera meter ahí sus pezuñas... Y entonces toda la historia se nos
iría al diablo.
Primero le pusimos un cepo al negro. Le pregunté, a la mañana siguiente y con toda
inocencia, si teniendo un gran talento musical se podía tocar solo a cuatro manos. Balailoff
prorrumpió en una sonora carcajada... Por tanto, no sabe absolutamente nada de los conciertos
nocturnos... La novia, en cambio, se demudó... En cualquier caso, tiene mala conciencia. El
idiota guardó la compostura y me echó un largo discurso sobre técnica de piano, lo posible y lo
imposible. Fue una verdadera torpeza por mi parte, pues ahora están sobre aviso y han dejado de
tocar juntos.
A continuación, Henry y Baumann -el profesor no numerario no se prestó a tal cosa-
intentaron por todos los medios cortejar a la novia para sacar al idiota de la pista. Pero ella no les
hizo el menor caso, y sólo logramos que Balailoff se enojara aún más con nosotros.
Tenemos otro plan en reserva... Y es que nos extrañaba, ya desde hace tiempo, que ni a
Balailoff ni a la novia nunca se les hubiera ocurrido contraer matrimonio en Inglaterra. A lo
mejor él no sabe nada de este benéfico servicio... En un ruso maniático eso no sería del todo
improbable, y su factótum se cuidará de sugerírselo, puesto que entonces el asunto quedaría
zanjado demasiado rápido. Y eso, desde luego, no le interesa.
A nosotros, francamente tampoco. Nunca hemos podido encandilarnos con esa boda y
hemos confiado siempre en que se le dieran largas hasta que el petróleo... Porque éste concita
vivamente nuestro interés y queremos «embarcarnos» en cuanto se dé cierta garantía. A Lukas, a
pesar de su sabiduría político-económica, se le ha hecho la boca agua (o petróleo) y quiere
multiplicar su modesto capital; Baumann quiere ganarlo con casi nada, y yo, si de alguna manera
fuera posible, reparar la desgracia ocurrida con la legítima.
Ojalá Henry, en tanto que fundador de empresas, no fuera tan honesto. Comienzo a
entender que es precisamente eso lo que le ha hurtado el éxito una y otra vez. ¡En cuántas
ocasiones hubiera podido conseguir algo valiéndose del engaño! Pero no quiere. En cambio, da
un golpe en la mesa y dice: «¡Diablos, también tiene que marchar así!». ¿Crees que sería capaz
de falsear una simple letra de cambio?... Pero también se comprende... Hay algo feo en ello, y
una no quiere caer tan bajo.
Pues lo mismo le ocurre en el caso de Balailoff y el idiota. Le parece desleal intervenir de
forma directa y prefiere esperar hasta que el idiota, por la justicia divina, caiga en su propia
trampa. Yo, en cambio, estoy convencida de que ese tipo nunca cometerá un error.
La novia se ha vuelto cautelosa. Da la impresión de que el flirteo entre los dos se ha
cortado por completo, se tratan ahora con fría urbanidad. Pero es evidente que van intrigando
contra nosotros, porque Balailoff se pone cada vez más antipático.
 
14

 
 
 
 
 
Pues bien, la bomba ha estallado, y parece que esta vez Henry va a tener razón con que la
buena causa ha de triunfar por sí misma.
La tensión se hizo cada vez más penosa, y la arrogancia del idiota fue en aumento. De
modo que al final llegamos a un consenso: o él o nosotros. Decidimos jugar la única baza de la
que disponíamos, es decir, advertir a Balailoff de la posibilidad de contraer matrimonio en
Inglaterra. Ya nos daba igual que se casara si así conseguíamos derrocar al negro o al menos
desacreditarlo. Así que Henry le pidió a Balailoff una cita a la que asistimos también Lukas y yo.
Al principio, Balailoff se mantuvo reservado, pero cuando Henry le expuso el asunto con gran
elocuencia, mencionando la conversación que hacía ya algún tiempo habíamos tenido sobre un
caso similar en presencia de su secretario, se quedó pensando. Cuando preguntó por qué no se lo
habíamos advertido antes, le dijimos que primero queríamos cerciorarnos de si realmente era tan
sencillo como creíamos y pedir información detallada al respecto -Henry sacó de su bolsillo un
manojo de cartas que agitó alusivamente y volvió a guardar-. Pero desde la aparición de aquel...
caballero negro, y viendo la confianza que él le concedía, ninguno de nosotros deseaba ya
inmiscuirse en sus asuntos.
Insistimos en que tampoco ahora pretendíamos entrometernos en absoluto, sólo
queríamos plantearle la pregunta de si el soborno de los funcionarios y las demás maniobras de
su secretario tenían visos de estar agilizando el asunto.
El pobre Balailoff... Creo que en el fondo tiene muy pocas luces, pero en ese momento
daba la sensación de que se le caían algunas vendas de los ojos. Además, de repente se le
desbordó el corazón y nos confesó que había encomendado al secretario diversos negocios sin
preocuparse más por la cuestión. Si al final el hombre no resultaba ser tan de confianza como él
había pensado hasta entonces... Ahí soltó una sarta de maldiciones en ruso, tras las cuales abrazó,
emocionado, a Henry, nos estrechó la mano a Lukas y a mí, proclamó que éramos sus verdaderos
amigos y manifestó un ardoroso deseo de alcohol. Así, y después de un largo distanciamiento, se
«regó» la renovada alianza de amistad, la formalización del matrimonio en Inglaterra y, de paso
y para no perder la costumbre, el asunto del petróleo.
Desde esa velada cargada de significado, Balailoff vuelve a ser nuestro y se dedica
afanosamente a tomar sus disposiciones para el viaje a Inglaterra. A fin de evitar todo escándalo
no procedió al despido fulminante del secretario pero lo hace vigilar por un detective, y parece
que se están destapando algunas estafas de órdago. No obstante, lo ha mantenido a su servicio,
aunque sólo le encarga ya comisiones de poca monta. El idiota está un tanto consternado y no
sabe muy bien qué pensar. Sigue teniendo ese gesto bobalicón, pero su rostro ha adquirido más
expresión, a saber, la de un individuo tenso y expectante. Casi da la impresión de que nos mira
con una especie de ironía dolorosa. La novia vuelve a estar más presente en la mesa, pero no hay
quien se aclare con ella, nos sigue tratando como si no existiéramos. La evitamos en lo posible.
Volvemos a estar sentados en paz y concordia en la terraza, dejando pasar de largo los días
invariablemente bochornosos. Por la noche vienen nuestros amigos, ya han conocido a Balailoff,
quien se junta cada vez más con nosotros y está encantado con ellos. Los actores y los rusos
siempre quedan encantados unos con otros.
El viaje a Inglaterra está previsto para el diez de agosto. Balailoff nos atormenta con que
lo acompañemos como testigos de boda. Pero no quisiéramos desatender los negocios, ni
nuestros intereses privados, ni tampoco el sanatorio al que tenemos verdadero apego hogareño.
Por otra parte, hay que sopesar si no es inoportuno perderlo totalmente de vista... Jura que
volverá sin falta, pero...
 
15

 
 
 
 
 
Nos hemos librado de tener que tomar la decisión, pero se ha producido lo que se llama
un escándalo. Lástima que a nosotros no nos cause tanta diversión como a los demás pacientes,
que se regodean con el suceso.
Balailoff se había ido de viaje unos días, quiso llevarse a la novia pero ésta se negó con la
excusa de encontrarse indispuesta. En la mañana del segundo día de su partida, su criado, que
suele traernos el desayuno a la habitación, llamó desesperadamente a todas las puertas. Nos
habíamos acostado tarde y ninguno tenía ganas de desperezarse, de modo que le dijimos que
depositara la bandeja en el pasillo y nos dejara dormir. Pero insistió en hablar con alguien.
Entonces le ordenamos que llevara el desayuno al salón comunitario, donde nos reunimos
después de asearnos rápida e improvisadamente. El piano seguía abierto, y las copas de vino aún
estaban dispersas por toda la sala, era una típica mañana resacosa y desapacible.
Fue así como supimos que la novia se había marchado por la noche con el «señor idiota»,
según cortésmente se expresaba el honrado Ivan, llevándose el equipaje completo de ambos, es
decir, para no volver, según todo indicaba. Ivan, que es muy devoto de su señor, estaba
totalmente fuera de sí. Enseguida redactamos un telegrama para Balailoff y enviamos a Ivan a
despacharlo.
Media hora después llegó el profesor, insólitamente alterado y deseoso de conocer lo que
sabíamos. Por suerte, ya habíamos mandado recoger las cosas y estábamos sentados ordenada y
civilizadamente ante nuestros cafés, sólo Lukas vestía un pijama un tanto extraño. Esta vez
éramos inocentes de verdad, cosa que el profesor, al principio, no quiso creer. Entonces Henry
cambió las tornas diciendo que nunca había comprendido a Balailoff en ese punto, y que
tampoco había entendido por qué se toleraba a semejante individuo tanto tiempo en la clínica
llevando como llevaba su condición de estafador inscrita en la frente. Todos secundamos
vivamente su discurso. Pero tenemos la mala suerte de no parecerle convincentes a aquel viejo y
tozudo profesor. Paseaba su mirada por la sala como si en sus sillas y mesas se hubiera instalado
la infamia misma, y a continuación quiso saber si estábamos contentos con las habitaciones, pues
cabía la posibilidad de que hubiera que hacer reformas también en esta ala del edificio, en cuyo
caso tendríamos que mudarnos de nuevo. Esta vez el propio Baumann fue blanco de
observaciones mordaces; de alguna manera, el jefe se ha enterado de que está practicando el
psicoanálisis, lo que le ha sentado muy mal. En adelante habrá que evitar cualquier incidente que
pueda llamar la atención.
Al fin se marchó, y seguimos desayunando con ánimo pensativo. Por desgracia, fue
preciso reconocer al unísono que el idiota negro había sido más inteligente que todos nosotros
juntos. Una conclusión deprimente, pero, quién sabe, a lo mejor el suceso puede redundar en
beneficio del negocio petrolero. Al menos Henry cree que sólo es cuestión de saber entrarle a
Balailoff. Aunque Henry es un iluso...
Pues bien... No había por donde entrarle. Balailoff volvió inmediatamente después de
recibir nuestro telegrama. Al principio, su furia era indescriptible y no hubo más remedio que
mantenerlo bajo los efectos del alcohol, de lo cual Henry se encargó con valor heroico. Al mismo
tiempo, se realizaban pesquisas a los cuatro vientos, y se averiguó que los fugitivos habían
puesto rumbo a Inglaterra. Esto fue, casi, lo que más lo conmocionó. Además, el idiota había
conseguido retirar unas cantidades de dinero considerables a nombre de Balailoff. Si no fuera por
eso, no sería de lamentar que los dos hayan desaparecido sin rastro. Gracias a su ausencia, el
ambiente es mucho más agradable.
 
16

 
 
 
 
 
No deberíais ser tan curiosos e impacientes, Maria. Tomad ejemplo de la resignación
cristiana con la que yo espero la evolución de las cosas. Hay que tener tesón y perseverancia y
poner buena cara al mal tiempo, de lo contrario a uno le da un ataque de nervios. Poco a poco, y
con gran esfuerzo, he ido aprendiendo a practicar ese difícil arte, y vosotros no deberíais alterar
mi ejercicio a cada rato.
Celebrar las fiestas como caen... Pues la fiesta del petróleo ha terminado en fiasco justo
cuando pensábamos poder celebrarla sin perturbaciones. Parece que el idiota negro ha
defraudado unas sumas tan inmensas que Balailoff declaró sin rodeos que tenía que retirar su
capital y vender sus tierras. En vano intentó Henry convencerle de que la empresa que tenía entre
manos era el mejor modo de resarcirse, y que ya estaba tan avanzada que no podía echarse atrás,
también en interés de los demás socios. En vano tratamos de levantarle el ánimo y consolarlo
reuniendo todas las noches a nuestros amigos de la ciudad. A veces, estaba la compañía entera y
teníamos el alma en vilo pensando que el espectáculo iba a despertar a todos los pacientes.
Balailoff no hacía más que emborracharse, y cuando volvía a estar sobrio insistía en que la
historia de su secretario le había robado la fe en la humanidad, y que ya no quería saber nada de
nada, ni de la novia ni del petróleo.
No había modo de recomponer las cosas. Henry y él se han desavenido definitivamente.
Después se quejó ante el profesor de que éste no hubiera conseguido deshabituarlo de la bebida,
único origen de todas sus desgracias. A raíz de ello, los dos se enzarzaron en una pelea, y
Balailoff abandonó el sanatorio lanzando protestas.
Lukas sostiene que nos equivocamos desde el principio al fomentar su tendencia a la
borrachera. Tendríamos que haberlo dejado sin más bajo la batuta del profesor y haber negociado
con él en sus momentos de sobriedad. Entonces quizá se hubiera materializado algo así como un
contrato que ahora se pudiese hacer valer. Baumann, en cambio, cree que fue un grave error no
haberlo psicoanalizado. Con ese método, sin duda habría sido posible curarlo de su complejo de
matrimonio y evitar la historia con el idiota negro.
Henry participó poco en esos debates útiles y edificantes. El renovado fracaso lo ha
vuelto pensativo, pero en absoluto le ha doblado el espinazo.
-Quizá sea mejor así-dijo plenamente convencido-. Uno se dispersa con tanta facilidad
cuando hay demasiados asuntos que atender. Yo tendría que viajar constantemente a Sudáfrica,
Rusia y Noruega donde próximamente vamos a...
-¿Otro proyecto nuevo? -preguntó Lukas espantado.
-Con el que se podrá ganar un dineral en pocos años, pero hablaremos de eso en otra
ocasión...
-Sí, se lo agradezco -murmuró Lukas con voz endeble.
Después de tanta agitación hemos quedado un poco tocados, y ha empezado a tener cierto
sentido el que estemos en una clínica psiquiátrica.
A todo esto, va llegando el otoño, y los actores se han ido... No fue más que un teatro de
verano. Así pues, también las fiestas en el ala apartada del edificio se han esfumado y nos hemos
convertido en pacientes silenciosos, un poco fatigados, un poco irritables, es decir, como ha de
ser. El profesor vuelve a tratar nuestros nervios; Baumann, nuestros complejos. Henry y yo
tenemos muy claro que es absolutamente inútil porque, desde que Balailoff desapareció, nuestro
complejo de dinero se ha ido agravando de forma preocupante. Cuando el mundo se me hace
estrecho aquí arriba, busco refugio en su oficina. Está sentado en su mesa de trabajo,
murmurando números y haciendo cálculos a ojo de buen cubero, mientras yo reviso las facturas
del sanatorio que no paran de aumentar, y Lukas asiste con gesto resignado.
-¿Sin noticias de su esposo?
-¿Esposo?... No... O sí, llegará próximamente.
Estoy demasiado absorta en las facturas y tardo un instante en reaccionar.
-Debería usted acostumbrarse a llamar al señor en cuestión por su título oficial. ¿O piensa
presentarlo aquí como «coheredero» a secas?
-No tengo ni idea de cómo hacerlo. Nadie me creerá que estamos casados. Nos hablamos
de usted, y sé de su vida tan poco como él de la mía. Resultaría extraño que, a cada instante,
primero tuviéramos que ponernos de acuerdo sobre esta cuestión.
-Preséntelo como su primo.
Me pareció una propuesta bastante buena, pero Henry estaba de mal humor y me
reprochó que siempre quisiera montar una escena, y que toda eso de la boda ya era teatro
suficiente. Su reprimenda fue injustificada, pues ¿qué culpa tengo yo? Ya sabes cómo sucedió...
Él quería casarse porque temía que lo desheredaran, y puso como precio la mitad de la herencia.
Yo me encontraba a la sazón en París y no sabía muy bien qué hacer cuando unos conocidos
comunes me expusieron el caso barajando unos números bastante elevados. Me acuerdo
vivamente de cómo estábamos sentados en un pequeño café de Montmartre y deliberábamos
sobre si hacerlo o no... Apenas me preguntaron mi opinión. Sin embargo, di el sí por escrito y
viajé adonde mi futuro cónyuge tenía su paradero. Me lo habían descrito como un barón
degenerado, y eso también me tentó. Pero se parecía a un pirata de paisano y su degeneración
sólo consistía en que bebía. Su familia mostró cierto escepticismo y quiso saber, sobre todo, si yo
poseía un patrimonio. Dije que no aunque precisaba que esperaba tenerlo en el futuro, cosa que,
si contraíamos matrimonio, correspondía a la verdad. El asunto evolucionó de una forma
extrañamente favorable, me ayudaron las circunstancias más inverosímiles de modo que, poco
tiempo después, desempeñaba, con fortuna, el papel del ángel salvador a los ojos del padre
(aquel anciano señor que ha pasado a mejor vida). Sigo pensando con nostalgia en ese apogeo de
mi carrera, y no puedo menos de concederme el máximo reconocimiento a mí misma, dado que
ni los demás ni yo lo hubiéramos considerado posible. El hecho es que no duró mucho, porque se
hizo demasiado evidente que no establecíamos un hogar común, que nuestras residencias
respectivas se hallaban en las antípodas de la geografía nacional o internacional, y que, cuando
salía el tema, ninguno de los dos estaba al corriente del paradero o destino del otro. Al final, por
si fuera poco, se descubrió también el asunto del contrato-
Todo esto, así como la personalidad de mi esposo y coheredero, se lo tuve que volver a
exponer detenidamente a Lukas. Convinimos en que era preferible alojarlo en la ciudad. El
profesor, por ahora, debe de estar harto de los alcohólicos y, conociéndolo como lo conozco, éste
tiene un carácter inusitadamente sincero y no sería capaz de simular siquiera el deseo de
someterse a una terapia de deshabituación o de otro tipo.
 
17

 
 
 
 
 
 
¿Es cierto que he estado un mes sin escribirte? ¡Y qué habría de escribir! Él  aún no ha
llegado, sigo esperando.
Consuélate pensando que desde hace tiempo prácticamente he cortado toda mi
correspondencia. Nadie atinaba ya a usar un tono que me resultara soportable. Unos querían
burlarse de mí por la herencia que nunca llegaba, y parecían pensar que todo era un chiste. Otros
me felicitaban por mi suerte inmerecida que, según ellos, me había caído del cielo sin el menor
esfuerzo. Seré feliz sólo por no tener que oírlo más. Parece que nadie comprende qué inmenso
esfuerzo supone la espera, y nadie tiene la menor idea de los sufrimientos que conlleva el
complejo de dinero.
Hace dos semanas que poco a poco va empezando a clarear. Al menos eso parece...
Prefiero expresarme en términos prudentes.
El coheredero ha llegado sano y salvo. Pongo énfasis en lo de «sano y salvo» porque
fácilmente le habría podido ocurrir algo en el largo viaje. Dadas las diversas obsesiones que me
atormentan, dicha eventualidad me parecía muy probable.
Me ha explicado prolijamente todo lo que queda por hacer hasta que se realice la
transferencia al banco local. La primera esposa se ha conformado con una suma módica y ha
retirado el embargo. Por lo demás, al principio estaba un poco resentido conmigo. Según cartas
encontradas en el legado, parece que habría podido ser heredero universal sin necesidad de
matrimonio y que en ningún caso lo hubieran reducido a la legítima de no haber mediado el fatal
contrato. Ahora vuelve a sentirse solidario con el padre muerto y hubiera preferido haber
conspirado con él contra mí como antes conspiró conmigo contra él. Por lo menos, Baumann
cree poder interpretar en este sentido los sentimientos que tiene hacia mi persona.
Sin embargo, ahora, por razones obvias, es tarde para eso, por lo que la relación que se
está desarrollando entre nosotros es absolutamente pacífica. El hombre, a su manera, hasta me
parece bastante simpático, viene a ser un segundo Balailoff, pero con un aire más ruso, aunque
no lo es, pues únicamente sus bienes de abolengo se encuentran en Finlandia*. Balailoff sólo era
maniático y enfermo, sin que eso le proporcionara alegría ni a él ni a los demás. Éste también
bebe, pero sus borracheras son más productivas y sabe aderezarlas con mayor euforia.
 
*Hasta 1917-18 Finlandia formaba parte de Rusia, (n. del t.)
 
Está hospedado en el hotel de la plaza, goza de crédito ilimitado porque ni el más lego en
la materia duda ya de la llegada de la herencia, tiene un coche de alquiler con el que va de un
lado para otro todo el día, y por las noches contrata una banda de música italiana que toca para él
hasta el alba. Además, compra toda clase de escopetas que no necesita porque no es cazador,
pero le divierten tanto como sus animales: tres perros San Bernardo y un perro lobo. Los
primeros se pasan el día sentados o tumbados decorativamente delante del hotel, y al principio
provocaron grandes aglomeraciones de gente porque los lugareños nunca habían visto
semejantes animales. El perro lobo, en cambio, se distingue por su carácter indómito y destroza
cada noche una habitación del hotel rompiendo a dentelladas las camas, los cables de
electricidad, etc. Pero mi rudo esposo se desternilla de risa cuando le presentan la factura de los
estropicios, y anima a la gente a admirar el comportamiento de ese «demonio», como suele
llamarlo. Para no ofenderlo le hago coro denodadamente, siempre que no lo traiga al sanatorio.
Al dueño del hotel los animales le entusiasman tanto como a su amo, porque así consigue que le
arreglen todas las habitaciones. En la ciudad saben que estamos casados y que grandes
acontecimientos financieros se ciernen sobre nosotros. Como aquí suelen ocurrir pocas cosas
sensacionales, somos personalidades míticas y disfrutamos de una enorme popularidad. No me
dejo ver con excesiva frecuencia, pero a veces me muestro al asombrado pueblo acompañando a
mi marido.
A los demás no se lo he presentado, no se avendría con ellos porque es extremadamente
huraño. Un personaje ciertamente raro y poco hablador. Suele pasar por alto lo que dicen sus
interlocutores y apenas reacciona. Por tanto, si deseo saber algo de él -a veces me cita para una
conversación importante- tengo que permanecer en silencio y esperar a que comience a hablar.
Manda traer vino, y los músicos aguardan en la primera esquina, pendientes de que los llame con
una señal de la mano. Entonces se ponen en la plaza, frente al hotel, y empiezan a tocar, él les
tira dinero y ordena llevarles bebidas. Yo les regalo a veces una benévola sonrisa y espero a que
inicie la conversación. En efecto, en algún momento se acuerda del motivo de la reunión,
introduce la mano por debajo de su chaqueta de cuero -tiene un peculiar complejo de vestimenta,
pues nunca lo he visto con un atuendo diferente al de sus botas de caña, pantalones hasta la
rodilla y chaqueta de cuero- y, después de estar un rato buscando, extrae un escrito o documento
muy arrugado y me comunica lo que he de saber. Lo que he de saber es siempre una nueva
dilación o dificultad.
Manifiesto mi preocupación al respecto, de que una y otra vez y una y otra vez... Él
apenas me escucha y dice con voz potente:
-Si yo tampoco entiendo esas mandangas... No entiendo nada de asuntos de dinero... Pero
tranquilícese, señora, todo se arreglará.
A continuación, vuelve a perorar sobre las excelencias de sus perros, me pregunta si los
músicos tocan bien, me enseña un nuevo revólver, que considera mejor que el anterior, bebe un
vaso tras otro, y da la impresión de sentirse bastante feliz.
Rara, muy rara vez consigo tirarle de la lengua. La verdad es que yo misma estoy ahora
«constelada» de esa manera, mis pensamientos vuelven a girar, como en un vértigo monótono y
aturdidor, alrededor de la indefectible pregunta de cuándo llegará el dinero. Así, pues, este
hombre es, sin duda, la compañía apropiada para mí.
Pero, como ya he dicho, también sucede que se desentumece, y entonces cuenta retazos
de su vida o manifiesta opiniones fragmentarias sobre las personas y las cosas. Las que
conciernen a las personas son breves y sucintas. Entre los varones, sólo acepta al «demonio de
hombre» capaz de beber desaforadamente, de entregarse al juego o a una actitud similar. Los
otros no le interesan. Si encuentra a uno de esos ejemplares, lo admira y lo protege y le llena los
bolsillos de dinero (siempre que tenga), etc. De joven, se escapó de la escuela para hacerse
marinero, y después fue buscador de oro durante años. En cuanto llegue la herencia piensa
marcharse a los Urales para volver a escarbar. Pero dice que esto requiere sobre todo dinero, de
lo contrario no da resultado.
¿No tendría que presentárselo a Henry...?
También dice que en aquel ambiente de marineros y buscadores de oro conoció a
«demonios de hombres». No me ha quedado del todo claro si también él se considera un
demonio de hombre al cien por cien, en cualquier caso ésta es su ambición secreta y quizá sólo
sea demasiado modesto para atribuirse el título. A las mujeres las desprecia muy a fondo, de lo
que en parte debe de tener la culpa su primer matrimonio. Porque cuando alguna vez mencioné
de refilón a aquella mujer, se produjo una pausa prolongada. Se quedó bebiendo en silencio
durante por lo menos tres cuartos de hora para luego, como si no pudiera dejar de reconcomerse,
soltar de improviso:
-Todas las mujeres son unas canallas.
A mí ya se me había olvidado de lo que habíamos estado hablando, y debí de mirarlo un
poco asombrada porque agregó en tono más suave:
-No me refiero a usted, señora.
Ahí se acabó la conversación. Creo que fue uno de los mayores piropos que jamás he
recibido, y lo sé apreciar perfectamente, como en general esta especie de luna de miel, que no
carece de estímulos. Mis conocidos del sanatorio se divierten de lo lindo y acuden a veces a la
ciudad para hacer de espectadores desde la lejanía. El profesor es el único que aún no me cree
que estoy casada con este hombre que tanto da que hablar y dispone, al parecer, de recursos
considerables. Piensa que, si fuera así, el esposo ya habría presentado sus respetos a quien es el
médico de su señora y pagado las facturas de la misma en vez de pasearse por ahí en coche
entreteniendo a una jauría canina. Estos y otros comentarios malintencionados me fueron
transmitidos por una paciente y dan nuevo pábulo a mis pensamientos. Ay señor, ¿por cuánto
tiempo más?
Tampoco quiero ya mandar cartas, probablemente se trate de una especie de neurosis. A
Henry le ocurre algo similar, no se decide a abrir el correo porque tiene la obsesión de que su
contenido puede ser desagradable. De momento, está en crisis económica, espera una noticia
importante que lo ha de cambiar todo de golpe, y mientras no llegue no tocará el correo. En su
escritorio hay una casilla especial donde va a parar la correspondencia sin abrir. Incluye misivas
procedentes de todas las partes del planeta, hasta cartas certificadas y urgentes. A veces, se le
olvida de que están ahí y se enfada de no recibir noticias de tal o cual asunto.
-Pero hace tres semanas que llegó una carta certificada, ábrela de una vez.
-No, no puedo.
De tanto en tanto, nos encontramos sentados frente a esas cartas, contemplándolas e
imaginándonos qué dirán. ¿Conviene abrirlas? ¿Conviene dejarlas? ¿Y por cuánto tiempo?
¿Debemos fijar el momento o esperar a que llegue por sí solo? Creo que en el fondo estamos
convencidos de que almacenándolas van mejorando, y que las noticias que en caso de apertura
precipitada serían desfavorables, con el tiempo acabarán convirtiéndose en albricias. Pero, desde
luego, ninguno de los dos se atreve a confesárselo al otro.
Hay tres que son de Gottfried, son las que más nos pesan en el alma. Hemos pensado
abrirlas en cuanto la cosa llegue. En cualquier caso, mientras eso no suceda no podríamos
ayudarlo, y nos partiría el corazón en balde saber que le va mal.
Antes siempre era Lukas el que meneaba la cabeza e imploraba al cielo con la mirada,
ahora la menea también Baumann. Empieza a considerarnos como casos graves ante los cuales la
ciencia, según su expresión, por lo pronto ha de detenerse. Es decir que ha renunciado a seguir
con el tratamiento en el estadio actual, y nos alegramos a rabiar. Ha habido un acuerdo tácito de
no hablar ya de complejos, ni de análisis ni, sobre todo, de dinero. Desde entonces reina en
nuestra mesa un silencio sepulcral cargado de preocupación y no hay nada de lo que podamos
hablar. ¿La mando o no? ¿Esperar hasta...? No, ya no me sale de la boca ni de la pluma ese
terrible «hasta»... Y si sigo esperando, quizá tarde aún más.
 
18

 
 
 
 
 
Ha llegado, Maria... Es decir, no del todo, pero casi. Comenzó el miércoles pasado.
De pronto, el coheredero había desaparecido de la faz de tierra, o bien se ocultaba. Sólo
averiguamos que se pasaba el día dando vueltas con el coche y los perros, reuniendo alrededor de
sí a demonios de hombres de las localidades del entorno a quienes agasajaba, y por la noche, a su
regreso, no estaba ya en condiciones de hablar.
De ese comportamiento dedujimos, con razón, que la herencia estaba más cerca o que
había ocurrido alguna fatalidad relacionada con la misma. Porque el hombre suele desahogar así
sus emociones, ya sean turbias o alegres, y hay que dejar pasar esos estados para poder razonar
con él.
Al fin, una mañana, se presentó en persona aquí arriba, cosa que no había sucedido antes.
Llevaba al perro lobo atado con la correa, pero el animal se zafó y atropello a varios pacientes
sembrando el pánico. El profesor salió de su despacho para ver qué pasaba. Mi esposo no cabía
en sí de lo contento que estaba con el temperamento de su perro, lo amenazaba burlonamente con
el revólver y preguntaba una y otra vez si no era un auténtico demonio.
El profesor creyó que ese título honorífico se refería a él y tomó al coheredero por un
paciente nuevo y rabioso que yo le traía. Con el profesor siempre hay malentendidos y, dado el
espectáculo infernal, me costó Dios y ayuda hacerle comprender la relación que había entre el
hombre, el perro y yo. La vena de la ira se le fue hinchando en la frente, y creo que estuvo a
punto de tener un ataque de rabia, lo que ciertamente no habría sido un buen reclamo para el
sanatorio.
Una vez solucionado el incidente, les tocó el turno a los negocios. El rudo esposo rebuscó
en todos los bolsillos interiores de su chaqueta de cuero y por fin sacó un documento imponente:
el certificado de depósito del banco finlandés que nos ha de hacer entrega de la herencia. Por lo
pronto, no consiste en dinero en metálico sino en obligaciones de ferrocarril.
Estuvimos deliberando un rato, luego bajamos a la ciudad y dimos al banco la orden de
proceder a la venta inmediata de todos los títulos por vía telegráfica. A continuación, dimos una
gran vuelta en coche con todos los perros a bordo.
No había visto a los demás en todo el día, de modo que no pude contarles nada hasta el
momento de la cena. Cuando hablé de nuestra operación bancaria, Lukas dejó el cuchillo y el
tenedor en la mesa y se saltó todas las reglas de urbanidad:
-Pero ¿se han vuelto locos? ¿Vender por vía telegráfica y en bloque?
-No podemos esperar más -repliqué pusilánime.
-Hay que dar marcha atrás. ¿Qué títulos son?
Se lo dije, orgullosa de saberlo y no quedar en evidencia.
Sus lamentos habrían podido conmover a una piedra, todos quedamos transidos de
compasión. Dijo que tendríamos que haber pedido el envío de las obligaciones para depositarlas
aquí y venderlas poco a poco... Qué sé yo, no entiendo nada de eso. Preguntó quién de los dos
había tenido esa gloriosa idea.
-Ambos. Estuvimos pensando en cuál sería la forma más rápida de proceder a la venta.
-En vez de consultarlo primero con una persona dotada de razón...
-Es usted injusto conmigo. He obrado con total conocimiento de causa después de haber
preguntado al director del banco si, por ahora, no sería mejor vender sólo algunos de los títulos.
Y él me aconsejó venderlos en bloque.
Encogimiento de hombros. Silencio.
-¿No es aquel alto y rubio al que de vez en cuando hemos visto en el café y que siempre
tiene ese aspecto infeliz? -preguntó Henry.
-Sí, es a todas luces un melancólico. Cuando mencioné que tenía prisa porque quería irme
de viaje, dijo muy emocionado: «¡Dios, quien pudiera viajar... viajar lejos!». Para animarlo un
poco le dije que se viniera conmigo, pero movió la cabeza con aire triste.
-Sí, lléveselo -dijo Lukas con voz débil-. Un melancólico director de banco es
exactamente la compañía que usted necesita.
 
19

 
 
 
 
 
 
Me fue imposible darte noticias antes de mi partida, y tampoco hoy puedo escribir más de
cuatro líneas. Compréndeme, me encuentro todavía tan mareada. El sanatorio está olvidado, se
ha esfumado como una fantasmagoría ridícula... ¿Acaso he estado en un sanatorio alguna vez?
¿He esperado alguna vez dinero durante eternidades? ¿De verdad tuve alguna vez un complejo
de dinero del que quisieron curarme mediante psicoanálisis? ¿Y ahora ha desaparecido
realmente?
Ésta es una gran pregunta, Maria, que a día de hoy no me atrevo a contestar. Casi me
parece que el complejo sólo ha cambiado. Porque desde que la cosa ha llegado, todos mis
sentimientos vuelven a girar exclusivamente alrededor del dinero, aunque esta vez en sentido
positivo. Pero giran. Giran en torno a la existencia tangible de billetes, monedas de oro, cheques,
cartas de crédito, opciones, compras, etcétera.
La cosa sigue siendo demasiado personal, me embarga todavía demasiado y no sale ni un
instante de mis pensamientos. Por primera vez en mi vida no pude dormir una noche entera
porque realmente había llegado.
Baumann dice que... Aunque todavía tengo que ponerte al día en diversos asuntos.
Al día siguiente de haber presentado el certificado de depósito y dado la orden de venta al
banco, abrimos la correspondencia de Henry. Supimos, entre otras cosas, que Alramseder estaba
neutralizado definitivamente por haber sido linchado por sus propios cafres; que Gottfried estaba
vigilando en solitario y con desesperación la zona petrolífera, sin tener noticias de Balailoff y
confiando en nuestra intervención; y que Henry tenía que hacer un viaje de negocios a España
que podía combinarse muy bien con un común periplo de placer.
A Gottfried lo redimimos enseguida por vía telegráfica y nos lo llevamos de viaje porque
estaba muy necesitado de descanso; Baumann se apuntó porque, según afirmaba, la evolución de
nuestros complejos le interesaba vivamente.
El coheredero se quedó; el dueño del hotel y él se habían vuelto inseparables.
Por cierto, cuando salimos el dinero aún no había llegado realmente, pero el banco nos
concedió un adelanto. Ya habíamos reservado los billetes de barco y no queríamos esperar más
tiempo. Lamentablemente, perdimos el barco porque, desmintiendo toda tradición, éste efectuó
su salida con puntualidad, y en el trayecto del ferrocarril Génova-Marsella había huelga... Por
tanto, la herencia sigue resistiéndose. Cuántas veces he renunciado a un viaje por no poder
permitírmelo. Ahora podíamos coger un tren especial, pero los ferrocarriles siguen en huelga.
Nadie me va ha hacer creer que son los ferroviarios quienes han abandonado el trabajo. Los otros
propusieron instalarse cómodamente en Génova y esperar, pero yo ya soy incapaz de esperar
nada y considero que es mejor burlar las cosas si les da por fastidiarnos. Así que, a falta de barco
que tomara el rumbo que deseábamos, nos hemos alojado en un pequeño vapor de mercancías
español, esperando que leve anclas alguna vez. En el trayecto, quizá podamos cambiar de barco o
subir al tren. Todavía tienen que embarcar veinte vacas, lo que comporta dificultades de orden
espacial y burocrático, aún no sabemos nada exacto al respecto. De momento, lo único seguro es
que la salida será por la noche o al alba, razón por la cual el sobrecargo insistió en que
permaneciéramos a bordo. Después de haber esperado tanto tiempo la llegada de las vacas, les
sería imposible esperar a los pasajeros que estuviesen en tierra.
Los camarotes, como el resto de la embarcación, no son nada confortables, por lo que hay
que aplazar las anheladas sensaciones de lujo, al menos durante la noche. De día, naturalmente,
salimos a tierra para descansar, complacer el paladar e ir de compras.
Baumann está insoportable, no nos deja ni a sol ni a sombra, analiza cada desembolso y
el modo de hacerlo. Quisiera mandarlo a las antípodas, pero es imposible porque al fin y al cabo
es a él a quien debo la larga estancia en el sanatorio.
Tengo mucho que hacer, entre otras cosas hay que vestir a Gottfried, pues presenta un
aspecto tan lamentable que incluso en el barco nos hace sentir vergüenza.
Acaban de llegar las vacas, las están embarcando en este momento y vamos a zarpar por
la noche. Más noticias cuando estemos en ruta.
 
20

 
 
 
 
 
Los otros me regañan como energúmenos por haberlos incitado a este viaje. Enseguida se
desató una tempestad infernal, y ahora están postrados en sus camarotes con un mareo de
antología. El sobrecargo, que no está acostumbrado a llevar pasajeros, se dedica a desplumar
pollos sin inmutarse.
Yo nunca me mareo, en el peor de los casos me da vértigo cuando... Pero
afortunadamente esos tiempos pasaron.
Por la cubierta (por llamarla de alguna manera) pasa una oleada tras otra. Cerca de la
escalera del camarote hay un cubil donde se está a resguardo, y allí me siento yo en una tumbona
atada con sogas. Estoy totalmente sola y saboreo al máximo esta soledad. Es como si el mundo
entero se hubiera hundido y no quedara nada más que el cielo, el mar y el dinero.
 
21

 
 
 
 
 
 
 
Ha pasado más de una semana desde que te mandé el último saludo, un tanto fugaz y
zangoloteante. Seguimos a bordo. Un día sí y otro no, más o menos, hacemos escala en cualquier
puerto de mala muerte para descargar mercancía o dar descanso a las vacas. Resulta que el mareo
puede matar a estas bestias, y el tiempo es constantemente borrascoso. En más de una ocasión le
he ofrecido al capitán comprar los veinte animales juntos y luego dejarlos en tierra en el primer
embarcadero para acelerar el viaje. No por mí, pues no me importaría que durara eternamente,
sino por los otros, ya muy impacientes. El capitán no accede al trato.
¿Llegaremos alguna vez o acabaremos hundiéndonos con este cacharro?
Está claro que el dinero sigue tomándome el pelo. Desde que ya no puede escapárseme,
surgen una y otra vez situaciones que me impiden gastarlo intensamente. O no queda tiempo,
como en Génova, o no hay ocasión, como ahora. Tengo la acusada sensación de que va siendo
hora de hacerlo escarmentar para que me reconozca como su señora. Los bolsillos de mis
acompañantes y los míos -numerosos y holgados en mi abrigo de viaje- revientan de billetes y su
cantidad no disminuye, a veces parece que me sonríen con mueca de escarnio como diciendo
«gástanos si puedes».
Esta forma de viajar es desesperanzadoramente barata y, como ya he dicho, ni siquiera
puedo comprar las vacas por la testarudez del capitán.
Hemos hecho lo posible por introducir cierta ostentación en el ambiente, pero sólo lo
logramos a medias. En las comidas vestimos de gala, los caballeros de esmoquin, pero eso no
cuesta nada y está bastante fuera de lugar. Nos toman por unos chalados, aunque sólo sea porque
viajamos con ellos. Nunca tienen pasajeros de primera, sólo les estorbamos porque prefieren
utilizar los camarotes para guardar las vituallas. La vida está tan patas arriba: una vez que hemos
salido del sanatorio, todos nos toman por locos. Por si fuera poco, tenemos que someternos a las
normas de a bordo: comida a las diez de la mañana, cena a las cinco de la tarde. No se sirven
colaciones extras. Estamos como el árabe hambriento en el desierto que encuentra un saco de
perlas... El deplorable Gottfried, por ejemplo, sigue sin abrigo porque aquella vez, con las prisas,
no conseguimos ninguno que fuera adecuado. Si no se arropa con una manta de lana cuando sube
a cubierta, pasa muchísimo frío.
Después de cenar, solemos mandar telegramas. El telégrafo es el único objeto de lujo que
existe en nuestro vapor.
 
22

 
 
 
 
 
 
Monte Cario.
He recibido aquí dos cartas tuyas. No te enfades porque no haya escrito, creo que por lo
menos te habrán llegado algunos radiogramas.
Al contrario de lo que cabía esperar, no nos hundimos con armas y bagajes, sino que, en
efecto, un buen día arribamos a Barcelona, donde desembarcaron las vacas estando nosotros
todavía presentes. Al final, el barco entero, incluidos nosotros, se interesaba exclusivamente por
el bienestar de las bestias, interés que a punto estuvo de convertirse en un nuevo complejo.
Después tiramos literalmente por la borda todos los planes de viaje, nos quedamos en
Barcelona sólo para desayunar, y tomamos el primer tren para Monte Cario. Fue como una súbita
iluminación: teníamos que ir allí. El viaje transcurrió sin incidentes. Nadie hizo huelga, ningún
tren descarriló, ningún hotel fue pasto de las llamas.
Aquí, mi felicidad está colmada y completa, Maria, es como si hubiera encontrado mi
hogar y todo lo que forma parte de él. Aquí, no se habita, se está en el hotel, y junto a la mesa de
juego deja de haber futuro, pasado y presente, tensiones y pensamientos. Porque noto que el jeu
no tiene nada de excitante para mí, al contrario: tiene un efecto tranquilizador, sólo se ve dinero,
sólo se oye dinero, sólo se toca dinero, y esto es justamente lo que me hacía falta. Unas veces me
pertenece a mí, otras no; se va rodando, se desliza de nuevo hasta mí: ha de permanecer pasivo,
no puede permitirse ya ningún capricho, sino que tiene que obedecer los de la ruleta. Y yo lo
tiranizo, porque depende de mí si juego, cuánto apuesto y cuándo lo dejo.
Por cierto, sólo jugamos Henry y yo. A Gottfried no se le permite entrar en el casino
porque todavía no es mayor de edad, mientras que Baumann va de mesa en mesa recogiendo
material para escribir su tratado sobre los complejos de dinero. El mío, afirma, ha llegado a su
apogeo. Pero eso ya no me interesa.
 
 
Mañana seguiré escribiendo, pienso descansar un día. Los otros quieren irse de excursión,
y los acompañaré por amor a la paz. ¿Para qué en realidad? Paisaje lo hay en todas partes. Aquí
sólo quiero respirar aires de dinero.
También tendré que ocuparme del abrigo de Gottfried, dice que se ve incapaz de hacer
esas compras solo. El otro día llegaron a tomarlo por un suicida porque merodeaba por el parque
muerto de frío.
La semana pasada ganamos abundantemente, pero en los últimos días perdimos
cuantiosamente lo ganado, por lo que, para ir sobre seguro, he telegrafiado al melancólico
director del banco. Además, es hora de que me mande la nota de los dineros que han llegado.
 
23

 
 
 
 
 
 
 
Eso fue anteayer. Nuestra excursión transcurrió de forma muy amena, pero volvimos a
perder la ocasión de comprar el abrigo. El asunto me empieza a atacar los nervios. Ojalá
hubiéramos dejado a ese Gottfried en casa.
Pues bien, esta mañana, mientras estábamos desayunando tranquilamente y teníamos
muchas ganas de seguir jugando con fuerzas renovadas, llegó un montón de cartas para Henry.
Iba a guardarlas en el bolsillo sin leerlas, pero yo, incauta de mí, le dije que las abriese. Ya la
primera contenía una noticia fastidiosa, y es que el asunto de los terrenos se tambalea. El
profesor ha retirado su capital. Me acordé con pesar de que todavía no le he pagado la factura, tal
vez quiera vengarse. Al abandonar la clínica, simplemente me había sentido incapaz de
comenzar enseguida a pagar otra vez facturas y tratar con acreedores.
Henry ponía cara de preocupado y no quiso saber nada del resto de las cartas. Pero había
una de Lukas, y le pedí que al menos la leyera. Lo hizo y su rostro se ensombreció aún más:
-¿Qué quiere decir esto? Lukas está pidiendo que te haga volver inmediatamente.
Barajamos varias hipótesis sobre el posible significado del mensaje. ¿Será de verdad un
acto de venganza del profesor por no haber pagado la factura? Lukas menciona la historia de los
terrenos y parece fuera de sus casillas. ¿Acaso ha comenzado a especular por su propia cuenta y
ahora necesita nuestra ayuda para llegar a buen puerto? ¿Es una treta inspirada en el afecto y la
responsabilidad que siente por nosotros para que abandonemos el antro del juego?... ¿O alguna
calamidad perpetrada por el coheredero, como prender fuego a la ciudad?
En ninguno de esos casos me quedaría claro por qué habría de ser necesaria mi
intervención personal. ¡Tener que interrumpir esta estancia justo ahora, cuando la relación entre
el dinero y yo comienza a ser realmente cordial! En algunas ocasiones ya se ha comportado
como si me quisiera de verdad y deseara quedarse conmigo pues ha regresado una y otra vez, por
descabelladas que fuesen nuestras apuestas. Sólo los últimos días-
Es muy doloroso que Henry quiera partir; yo me quedo. Me da igual que los terrenos se
tambaleen, que el coheredero lo ponga todo patas arriba, que el profesor... Con dinero todo se
puede arreglar, por ejemplo pagar las facturas, apuntalar el asunto de los terrenos, etc.
P. D.: Henry se ha marchado y manda un despacho tras otro instándome a regresar de
forma inmediata. Por tanto, escríbeme otra vez a la dirección de antes: Clínica Psiquiátrica, etc.
No me imaginaba que volvería a verla.
 
24

 
 
 
 
 
 
Sí, Maria... ¿cómo contártelo para que no lo tomes por un mal chiste? Aunque bien
mirado, lo es; pero no por obra mía, sino del destino. Escucha esto: el banco ha quebrado,
justamente el nuestro.
Nos habíamos imaginado un abanico de contrariedades posibles, pero a ninguno se le
había ocurrido esa fantasiosa eventualidad.
Ahora comprendemos por qué el director era tan melancólico y deseaba viajar, por qué
no enviaba más transferencias ni tampoco la nota, y por qué el dinero tuvo momentos de ironía
durante el viaje. La cosa, desde luego, lo sabía todo de antemano.
Preguntarás cómo me enfrento a este hecho, pero no sabría decírtelo. Me ha sorprendido
sin duda, y hubiera preferido que no sucediera. Por lo pronto, no tengo ganas de reflexionar
sobre la cuestión.
Ocurrió en un momento que parecía absolutamente cinematográfico, y ya sabes que
cuando la vida está filmando uno sigue todavía muy campechano. Además, estamos aún tan
embargados por el ambiente financiero de Monte Cario que, al principio, estas horas infaustas se
veían cubiertas por un brillo de solemnidad.
Lukas, naturalmente, nos recibió con semblante trágico y no pudo evitar algunas
observaciones de reproche alusivas a nuestra última estancia. Le molesta que estuviéramos allí
felices y campantes al tiempo que aquí se estaba haciendo pedazos la última oportunidad de un
porvenir seguro. Renace la vieja discordia:
-De todas formas, no habría sido suficiente.
-Habría sido suficiente si la pensión vitalicia usted la...
-No, si las participaciones de oro las hubieras...
-Sí, claro, y usted al señor Alramseder...
-Ya no hace falta porque los mangoneos de Alramseder se han acabado -observaba Henry
con voz solemne. Y por fin pude retomar la palabra para sacar una baza deletérea:
-Ojalá usted, Lukas, hubiera telegrafiado en vez de escribir una carta de la que no se
podía sacar nada en claro... Entonces el daño estaría reparado.
Es únicamente culpa suya que hoy me vea otra vez privada de respaldo económico...
-Es cierto -dijo Henry, dejando a Lukas por un momento sin palabras.
-¿Culpa mía?
-Claro que sí, puesto que tres días antes habíamos ganado unas cantidades vertiginosas, y
si entonces hubiéramos dejado de jugar...
-O nos habríamos quedado para seguir jugando -completó Henry, y Lukas aseguró
firmemente que se marcharía mañana porque le era imposible permanecer bajo el mismo techo
que nosotros y escuchar todo lo que «hubiéramos podido» hacer. Baumann, en cambio, piensa
celebrar orgías francamente analíticas.
Luego fui a ver al coheredero. Estaba sentado a la entrada del hotel, junto a una botella de
vino, no manifestó la menor sorpresa al verme y tenía el gesto desencajado. Tras media hora de
silencio mutuo, me contó que hacía dos días su perro lobo había muerto fulminantemente. Tiene
la sospecha de que lo envenenaron y ha depositado una recompensa considerable para quien
descubra al asesino. Todos los policías disponibles están trabajando ya febrilmente en el asunto.
Después llegó su coche, hizo acomodar al perro muerto en el mismo y se fue para someterlo a
autopsia y esclarecer la causa de la muerte en la ciudad vecina. Salió el dueño del hotel y le
estrechó la mano conmocionado. Dicen que es el único en la ciudad que no se ha arruinado por la
quiebra del banco, y me contó que el animal muerto no era un perro sino un lobo manso robado
de un zoológico por algún demonio de hombre, que luego lo vendió a mi esposo.
No quiero entrar en la cuestión de si se trata de una historia verdadera o de uno de los
mitos pintorescos con los que nos envuelven en este lugar. Debo decir que ya no hay nada que
pueda sorprenderme.
Mi esposo volvió al atardecer del día siguiente y estaba un poco decepcionado porque las
autoridades veterinarias determinaron que el «perro» murió de muerte natural. De modo que la
persecución del asesino quedó suspendida, razón por la cual el dueño del hotel debió de respirar
con alivio.
Después abandonó el lugar, iracundo, no se sabe con qué destino. Nos despedimos con
pocas palabras aunque con cordialidad, y sólo Dios sabe si en esta vida nuestros caminos se
volverán a cruzar o si nos divorciaremos.
Quizá Él sepa también cómo continuarán las cosas. Yo no tengo ni idea.
 
25

 
 
 
 
 
 
Recibe las gracias más cordiales por tu carta y tu interés. No te excedas en
preocupaciones, en general me encuentro bastante bien.
Naturalmente, nuestra vida aquí se halla bajo el signo de la bancarrota, y eso también
tiene su encanto.
Henry también está muy afectado, pues a consecuencia de la quiebra bancaria su sociedad
latifundista ha quedado completamente al descubierto. Hace muchos cálculos, pero está
rebosante de optimismo en cuanto a las perspectivas fundadoras radicalmente nuevas que
precisamente ha abierto este cataclismo.
En cualquier caso, nos quedaremos. Poco a poco, nos vamos sintiendo compenetrados
con este lugar...
En la población reina un ambiente de tristeza y agitación, cada día trae nuevas noticias
aciagas de empresas fallidas, consejos de administración canallescos que ponen pies en
polvorosa o se suicidan a tiempo, accionistas arruinados y cosas similares. Fraternizamos con
otros quebrados y estamos siempre rodeados de gente que habla de hipotecas, valores
inmobiliarios, acciones, depósitos robados, títulos seguros o inseguros. Todo el ambiente ha
adquirido una nota capitalista, sobremanera benefactora. Nuestra popularidad ha alcanzado cotas
inconmensurables, pasamos por millonarios cuando menos, porque llevamos nuestras pérdidas
con dignidad, y gozamos de crédito sin límites. Se vive bien así.
 
 
Lukas ya no está. Y Baumann sigue confiando en poder analizarme algún día, pero creo
que ya no es necesario. Porque mi complejo de dinero...
Ahora soy yo quien forma parte de los acreedores (del banco quebrado, claro) y eso
otorga un punto de vista completamente distinto frente al dinero. Quién sabe si éste no acabará
aprendiendo a respetarme como sólo respeta a los acreedores, volviendo de modo tan inverosímil
como despidió.
Que te vaya bien, quiero acompañar a Gottfried al sastre. El que siga andando por ahí sin
abrigo es perjudicial para mi reputación. Y a las cuatro tengo que asistir a una asamblea de
acreedores.
 
LA PRIMERA EDICIÓN DE ESTE LIBRO

SE ACABÓ DE IMPRIMIR

EL DÍA 23 DE MARZO DE 2010.

También podría gustarte