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Leyenda del Miserere en Fitero

Un peregrino músico llega a una abadía buscando inspiración para componer un miserere. Un pastor le cuenta una leyenda sobre las ruinas de un antiguo monasterio donde cada Jueves Santo por la noche se oyen cantos misteriosos, pues los monjes asesinados allí vuelven del purgatorio a suplicar misericordia. Intrigado, el músico decide ir a escuchar este "Miserere de la Montaña" esa misma noche, a pesar de las advertencias.

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Leyenda del Miserere en Fitero

Un peregrino músico llega a una abadía buscando inspiración para componer un miserere. Un pastor le cuenta una leyenda sobre las ruinas de un antiguo monasterio donde cada Jueves Santo por la noche se oyen cantos misteriosos, pues los monjes asesinados allí vuelven del purgatorio a suplicar misericordia. Intrigado, el músico decide ir a escuchar este "Miserere de la Montaña" esa misma noche, a pesar de las advertencias.

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El miserere

(Leyenda religiosa)

H ace algunos meses, cuando visité la famosa


abadía de Fitero1 y mientras me encargaba de
revolver algunos libros de su abandonada bi­
blioteca, descubrí en uno de sus rincones dos
o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de pol­
vo y algo roídos por los ratones.
Era un miserere2.
Yo no entiendo de música; pero le tengo tanta afición que,
incluso sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una
ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mi­

1
  Fitero: monasterio navarro cisterciense de Santa María la Real, edificado en el siglo xii.
Fue derruido en 1834, así que es poco probable que, en vida del autor, se conserva-
ran libros en su biblioteca. Fue famoso por su balneario, adonde Bécquer acudió en
varias ocasiones para recuperar su salud.
2
  Miserere: es el solemne salmo 50 de David, el rey profeta, que expresa el arrepen-
timiento del pecador y suplica perdón a la misericordia de Dios. Desde que la Iglesia
lo introdujo en su liturgia han sido muchas las versiones musicales que se han reali-
zado de este lúgubre salmo.

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Leyendas

rando las notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírcu­
los, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman llaves, y
todo esto sin comprender una jota ni sacar ningún provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo pri­
mero que me llamó la atención fue que, aunque en la última
página estaba escrita la palabra latina finis3, tan frecuente en to­
das las obras, la verdad es que el miserere no estaba terminado,
porque la música solo llegaba al décimo versículo4.
Sin duda, esto fue lo que me llamó la atención al principio;
pero después de fijarme un poco en las hojas de música, me
chocó aún más observar que en vez de esas palabras italianas
que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, più
vivo, a piacere5, había unos renglones escritos con letra muy pe­
queña y en alemán, que servían para advertir cosas tan difíciles
de hacer como esto: «Crujen…, crujen los huesos, y de sus mé­
dulas debe parecer que salen los alaridos»; o esta otra: «La cuerda
aúlla sin desafinar, el metal chirría sin ensordecer; por eso sue­
na todo y no se confunde nada, y todo es la humanidad que
llora y gime»; o la más original de todas, sin duda, recomenda­
da al pie del último versículo: «Las notas son huesos cubiertos
de carne; fuego inacabable, los cielos y su armonía…, ¡fuer­
za!..., fuerza y dulzura».
—¿Sabéis qué es esto? —pregunté a un viejecito que me
acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que
parecían frases escritas por un loco.
Entonces el anciano me contó la leyenda que voy a referiros.
3
  Finis: palabra latina que se coloca al final de las obras para indicar su conclusión.
4
  Versículo: cada una de las breves divisiones de los capítulos de ciertos libros, y sin-
gularmente de las Sagradas Escrituras.
5
  Maestoso, allegro, ritardando, più vivo, a piacere: términos musicales italianos
convencionales que indican el modo de ejecución de un fragmento de la pieza. Signi-
fican ‘majestuoso’, ‘alegre’, ‘retrasando’, ‘muy vivo’ y ‘a placer’, respectivamente.

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El miserere

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la


puerta de esta abadía un peregrino y pidió un poco de calor para
secar sus ropas, un pedazo de pan para saciar su hambre y un aloja­
miento cualquiera donde esperar la mañana para seguir su camino.
El hermano que lo atendió puso a su disposición su modes­
to alimento, su pobre lecho y su encendido fuego, y después de
que se hubiese repuesto de su cansancio, le preguntó sobre el
motivo de su peregrinaje y el lugar hacia el que se dirigía.
—Yo soy músico —respondió el caminante—. He nacido
muy lejos de aquí, y en mi patria llegué a ser famoso. En mi ju­
ventud hice de la música un arma poderosa de seducción y en­
cendí con ella pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi

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Leyendas

vejez quiero convertir en buenas las facultades musicales que


empleé para hacer el mal y así liberarme del pecado que me
pudo condenar.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no le resul­
taban claras al hermano, en quien comenzaba a despertarse la
curiosidad, y como movido por esta no paraba de preguntar, su
interlocutor siguió de este modo:
—Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había co­
metido; intentaba pedirle a Dios misericordia, pero no encon­
traba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento,
hasta que un día, por casualidad, se fijaron mis ojos en un libro
santo. Abrí aquel libro, y en una de sus páginas encontré un gri­
to gigante de contrición6 verdadera, un salmo de David, el que
comienza: Miserere mei, Deus! 7. Desde el momento en que leí
sus estrofas, mi único pensamiento fue encontrar una forma
musical tan magnífica, tan sublime, que bastase para contener el
grandioso himno de dolor del rey profeta. Aún no la he encon­
trado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que
oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un mi­
serere tan maravilloso y desgarrador que, al escucharlo los ar­
cángeles, dirán conmigo dirigiéndose al Señor: «¡Misericordia!»,
y el Señor tendrá misericordia de mí.
El peregrino, al llegar a este punto de la narración, calló por
un instante y después, suspirando, volvió a coger el hilo de su
relato. El hermano, algunos ayudantes de la abadía y dos o tres
pastores de la granja de los frailes, que formaban un círculo al­
rededor del fuego, le escuchaban en un profundo silencio.

6
  Contrición: arrepentimiento de una culpa cometida.
7
  Miserere mei, Deus: comienzo del versículo tercero del salmo de David. «Ten pie-
dad de mí, oh Dios». Los dos primeros versículos son introductorios, por eso no los
tiene en cuenta el autor.

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El miserere

—Después —continuó— de recorrer toda Alemania, Italia y


la mayor parte de este país, clásico para la música religiosa, aún
no he oído un miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno,
y he oído tantos que puedo decir que los he oído todos.
—¿Todos? —dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los
pastores—. ¿A que no habéis oído aún el Miserere de la Monta-
ña?
—¡El Miserere de la Montaña! —exclamó el músico con aire
de extrañeza—. ¿Qué miserere es ese?
—¿No lo dije yo? —murmuró el campesino, y luego siguió
con una entonación misteriosa—: Ese miserere, que solo oyen
por casualidad los que, como yo, andan noche y día tras el ga­
nado por estos parajes, es toda una historia, una historia muy
antigua, pero tan verdadera como, al parecer, increíble.
El caso es que entre esas cordilleras de montañas que limi­
tan el valle donde se encuentra la abadía hubo hace muchos
años, ¡qué digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio
famoso, edificado por un señor con los bienes que debía dejar­
le a su hijo, pero al que desheredó al morir como castigo por
sus maldades. Hasta aquí todo fue bien; pero el caso es que
este hijo, que debió de ser de la piel del diablo, si no era el
mismo diablo en persona, cuando se enteró de que sus bienes
estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había
convertido en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, ca­
maradas suyos en la mala vida que llevaba desde que abando­
nó la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, cuando
los monjes se hallaban en el coro, y en el momento en que
iban a comenzar o habían comenzado el miserere, prendieron
fuego al monasterio, saquearon la iglesia y no dejaron fraile
con vida. Después de esta atrocidad, los bandidos y su cabeci­
lla se marcharon no se sabe adónde, a los infiernos tal vez. Las

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Leyendas

llamas redujeron a escombros el monasterio, y de la iglesia


solo quedan en pie las ruinas sobre el peñón de donde nace la
cascada formada por el riachuelo que baña los muros de esta
abadía.
—Pero —interrumpió impaciente el músico— ¿y el mise­
rere?
—Esperaos —continuó con ironía el pastor—, que todo irá
por partes.
Dicho esto, siguió así su historia:
—Las gentes de los alrededores se escandalizaron del cri­
men; los padres se lo contaron con horror a sus hijos y estos a
los suyos en las largas noches de invierno; pero lo que mantie­
ne más viva su memoria es que todos los años, tal noche como
la de la tragedia, se ven brillar luces a través de las rotas venta­
nas de la iglesia, y se oyen unos cantos tristes y aterradores que
se perciben de manera intermitente con las ráfagas del aire. Son
los monjes, que, habiendo muerto sin estar preparados para
presentarse ante Dios limpios de toda culpa, vienen del purga­
torio a suplicar su misericordia cantando el miserere.
Los asistentes se miraron unos a otros con muestras de in­
credulidad; solo el peregrino, que parecía vivamente preocupa­
do con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al
que la había contado:
—¿Y decís que ese prodigio se repite aún?
—Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque
precisamente esta noche es la del Jueves Santo y acaban de dar
las ocho en el reloj de la abadía.
—¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
—A una legua8 y media escasa.

  Legua: medida de longitud que equivale a 5 572,7 metros.


8

72
El miserere

—Pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como


esta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! —exclamaron todos, al
ver que el peregrino, levantándose de su asiento y tomando el
bastón, abandonaba el fuego para dirigirse a la puerta.
—¿Adónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el
grande, el verdadero miserere, el miserere de los que vuelven
al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el
pecado.
Y diciendo esto, desapareció de la vista del espantado fraile
y de los no menos asombrados pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una
mano poderosa luchase por arrancarlas; la lluvia azotaba a ráfa­
gas los vidrios de las ventanas, y de vez en cuando la luz de un
relámpago iluminaba por un instante el horizonte que se veía
desde ellas.
Pasado el primer momento de asombro:
—¡Está loco! —exclamó el fraile.
—¡Está loco! —repitieron los pastores, y removieron de
nuevo el fuego y se agruparon alrededor de la hoguera.

II

Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje


al que tomaron por loco en la abadía, subió el curso del ria­
chuelo que le indicó el pastor y llegó a las ruinas, negras e im­
ponentes, del monasterio.
La lluvia había cesado; a veces, por entre las nubes se desli­
zaba un rayo de luz pálida; y el aire, al azotar los pilares y ex­
tenderse por los desiertos claustros, parecía que lanzaba gemi­
dos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño acudía a la

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Leyendas

imaginación. Todos aquellos ruidos eran familiares para el que


había dormido más de una noche al amparo de las ruinas de
una torre abandonada o de un castillo solitario y para el que
había soportado miles de tormentas en su larga peregrinación.
Las gotas de agua que se filtraban entre las grietas de los ar­
cos, los gritos del búho refugiado entre las imágenes de piedra,
el ruido de los reptiles entre las juntas de las lápidas sepulcrales,
todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la
soledad y de la noche llegaban con claridad al oído del peregri­
no, que, sentado sobre la estatua rota de una tumba, esperaba
ansioso la hora en que debía producirse el prodigio.
Transcurrió mucho tiempo y nada ocurrió: aquellos confu­
sos rumores seguían sonando, siempre los mismos.
«¡Me habrá engañado!», pensó el músico; pero en aquel
momento se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en
aquel lugar: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se esti­
ran, de maquinaria que se agita sordamente, y sonó una cam­
panada…, dos…, tres…, hasta once.
En el destruido templo no había campana, ni reloj, ni torre
ya siquiera.
Aún no se había acabado el eco de la última campanada,
cuando la iglesia entera, por partes, comenzó a iluminarse es­
pontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una
lámpara que produjera aquella extraña claridad.
De pronto, todo pareció cobrar vida. Las piedras se unieron
entre sí, el altar se levantó intacto, como recién construido, y,
al mismo tiempo, también se levantaron las derribadas capillas
y las inmensas series de arcos que, enlazándose caprichosamen­
te, formaron con sus columnas un laberinto de piedra.
Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse una música
lejana que podría confundirse con el zumbido del aire, pero

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El miserere

que era un conjunto de voces lejanas y graves que parecían salir


de las profundidades de la tierra e irse elevando poco a poco.
El atrevido peregrino comenzaba a tener miedo; pero podía
más su fanatismo por todo lo maravilloso, y empujado por él
dejó la tumba sobre la que reposaba, se asomó al borde del abis­
mo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, que producía un
ruido espantoso en su caída, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos y cubiertos con
las capuchas, en las que los blancos dientes contrastaban con las
oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos
de los monjes, que habían sido arrojados a aquel precipicio, sa­
lir del fondo de las aguas y trepar por las grietas de las peñas
hasta llegar al borde, recitando con voz baja y sepulcral, pero
con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo
del salmo de David:
—Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam
tuam! 9.
Cuando los monjes llegaron a la galería de columnas del
templo, se ordenaron en dos hileras y, penetrando en él, se
arrodillaron en el coro, donde, con voz más elevada y solemne,
siguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba
al compás de sus voces: aquella música era el rumor del trueno
que se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía
en el monte; era el monótono ruido de la cascada sobre las ro­
cas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escon­
dido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música
y algo más que no puede explicarse; algo más que parecía como
el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante

9
  Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!: «Ten piedad de mí,
oh Dios, por tu gran misericordia».

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Leyendas

himno del rey David, con notas y sonidos tan gigantes como
sus terribles palabras.
Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba abstraído
y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región
fantástica del sueño. Un sacudimiento terrible vino a sacarle de
aquel estado. Sus nervios saltaron al impulso de una conmoción
fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor im­
posible de reprimir, y el frío penetró hasta los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espanto­
sas palabras del miserere:
—In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me
mater mea 10.
Al sonar este versículo y extenderse sus ecos retumbando de
bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía
un grito de dolor arrancado a la humanidad entera por sus mal­
dades; un grito horroroso, formado por todos los lamentos del
infortunio; un concierto monstruoso, interpretado por los que
viven en el pecado y fueron concebidos en la maldad.
Prosiguió el canto, unas veces tristísimo y profundo; otras, pa­
recido a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempes­
tad, hasta que, gracias a una transformación repentina, la iglesia
resplandeció bañada en luz celeste; los esqueletos de los monjes se
vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló alrededor de
sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo
como un océano de luz abierto a la mirada de los justos.
Los ángeles y arcángeles del cielo acompañaban con un
himno de gloria este versículo, que subía entonces hasta el tro­
no del Señor como un torbellino armónico:

10
  In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea: «En la mal-
dad fui concebido, y en pecado me concibió mi madre».

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El miserere

—Auditui meo dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa


humiliata 11.
En este momento, la claridad deslumbradora cegó los ojos
del peregrino, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus
oídos y cayó en la tierra sin conocimiento, y no oyó más.

III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a


quienes el hermano había contado la extraña visita de la noche
anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de
sí, al desconocido peregrino.
—¿Oísteis, al final, el miserere? —le preguntó con cierta
mezcla de ironía el fraile, lanzando disimuladamente una mira­
da de inteligencia a sus superiores.
—Sí —respondió el músico.
—¿Y qué tal os ha parecido?
—Lo voy a escribir. Dadme asilo en vuestra casa —prosi­
guió dirigiéndose al abad12—, un alojamiento y pan por algu­
nos meses, y voy a dejaros una obra de arte inmortal, un mise­
rere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi
memoria y con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que acep­
tase su petición. El abad, por compasión, aunque lo creía un
loco, accedió, al fin, y el músico, instalado ya en el monasterio,
comenzó su obra.

11
  Auditui meo dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa humiliata: «Hazme oír
el gozo y la alegría; y se alegrarán los huesos humillados».
12
  Abad: superior de un monasterio de hombres, considerado abadía.

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Leyendas

Trabajaba noche y día con un afán imparable. En mitad de


su tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en
su imaginación, y sus pupilas se dilataban, saltaba en el asiento
y exclamaba:
—¡Eso es; así, así, no hay duda…, así! —y seguía escribien­
do notas con tal rapidez que produjo más de una vez admira­
ción entre los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes y hasta la mi­
tad del salmo; pero al llegar al último que había oído en la
mon­taña le fue imposible seguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil.
Su música no se parecía a aquella música ya escuchada, y el
sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se
apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió en fin, sin
poder terminar el miserere, que, como una cosa extraña, guar­
daron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archi­
vo de la abadía.

* * *

Cuando el viejecito terminó de contarme esta historia, no


pude dejar de volver los ojos al empolvado manuscrito del mi­
serere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea…

Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista,


y que parecía burlarse de mí con sus notas, sus llaves y sus gara­
batos ininteligibles para los no entendidos en música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no será una locura?

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