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El documento resume brevemente la historia del sacerdocio en el Antiguo Testamento, desde los patriarcas y levitas itinerantes hasta el sacerdocio especializado en el Templo de Jerusalén. Explica que el sacrificio intentaba hacer entrar en comunión al fiel con Dios mediante la sustitución del oferente por la víctima, aunque este culto veterotestamentario no podía reparar plenamente la separación del hombre con Dios y anunciaba la necesidad de un nuevo culto definitivo.

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El documento resume brevemente la historia del sacerdocio en el Antiguo Testamento, desde los patriarcas y levitas itinerantes hasta el sacerdocio especializado en el Templo de Jerusalén. Explica que el sacrificio intentaba hacer entrar en comunión al fiel con Dios mediante la sustitución del oferente por la víctima, aunque este culto veterotestamentario no podía reparar plenamente la separación del hombre con Dios y anunciaba la necesidad de un nuevo culto definitivo.

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El sacerdocio en la Sagrada Escritura

Introducción

Indagar sobre la conciencia sacerdotal de Jesús de Nazaret, explorar el NT para


determinar la naturaleza de ese sacerdocio y su relación con la vida de la primitiva
comunidad cristiana, requiere necesariamente de una introducción adecuada que recorra
toda la historia del sacerdocio en el AT. Como el tema que se pretender abordar es
extraordinariamente amplio, no será posible recorrer con suficiente pausa cada uno de
los momentos importantes de esa historia, pero un rápido recorrido por los más
importantes hitos de la historia de Israel, con un detenimiento adecuado en la época en
la que se produjo la Encarnación del Verbo, nos puede ayudar a entender con más
claridad muchos pasajes neotestamentarios en los que la Providencia ha querido
consignar por escrito unas enseñanzas perennes y relevantes para la vida del hombre.

Conocer qué era el sacerdocio en tiempos de Cristo, ayuda a entender las palabras
del NT, y para una adecuada introducción en esos tiempos, es necesario retroceder hasta
el origen de la institución sacerdotal. De esa manera, se podrá valorar la continuidad
entre AT y NT y también su discontinuidad, pues el NT es cumplimiento de lo
anunciado en el AT. Ese cumplimiento ciertamente es inesperado y sorprendente, de ahí
que se pueda hablar de continuidad y de discontinuidad. Parafraseando el famoso dístico
clásico, debemos centrar la atención en cómo el AT se muestra en el NT y el NT se
oculta en el AT. No debemos recaer en el antiguo error de Marción, que rechazaba el
AT. Eso mismo le llevó a rechazar parte del NT y, por lo tanto, a realizar un canon
dentro del canon (tentación, ésta siempre presente en la historia de la humanidad).
Afirmar la unidad de ambos testamentos y la importancia en la historia de la salvación
de la consumación obrada en y por Jesucristo es de capital importancia. Benedicto XVI,
siendo entonces Joseph Ratzinger, escribía: «El Nuevo Testamento es la mediación
interior de elementos que se dan en el Antiguo Testamento, que son inicialmente
opuestos, y que quedan integrados en la figura de Jesucristo, en su cruz y su
resurrección. Precisamente, lo que en un primer momento pudiera parecer ruptura, se
manifiesta después como el verdadero cumplimiento, en el que, de forma inesperada,
desembocan y se integran los caminos precedentes»1.

El NT es una novedad radical, inesperada, pero esa ruptura con lo anterior no es


una ruptura absoluta, una oposición: es una realidad que podría inicialmente parecer
ruptura, pero que, sin embargo, desemboca en una confluencia de elementos
precedentes sin los que sería imposible su comprensión profunda.

El sacerdocio en el Antiguo Testamento

El sacerdocio y el culto judío se inserta en el mundo religioso de su entorno. El


sacerdocio natural, patrimonio común de todos los pueblos del antiguo medio oriente,
recaía sobre algunos hombres sagrados que atraían la benevolencia de los dioses
superando mediante algunos ritos la infinita separación respecto de lo trascendente. Así,
en época premonárquica eran los jefes, los patriarcas de los distintos clanes, los que
1
Joseph Ratzinger, El espíritu de la Liturgia, Ediciones Cristiandad, 2001, pp. 57s.
ejercían el sacerdocio ante determinadas circunstancias concretas. En esa época no
existía ninguna estructuración ni especialización. Con el paso del tiempo surgen unos
personajes itinerantes denominados levitas que por toda la Tierra Prometida son
llamados a ejercer ese sacerdocio de mediación con la divinidad en determinados
santuarios locales vinculados a eventos importantes de la historia sagrada. Buena parte
de su cometido era de tipo oracular, es decir, los fieles acudían a ellos para realizar
consultas ante determinadas circunstancias en las que se debía tomar una decisión
importante. Surge ahí la costumbre de echar suertes y de ahí nace la tradición de los
urím y los tummín. Aunque suene actualmente a superstición, eliminando la tentación
del anacronismo, se puede vislumbrar aquí la profunda fe en la providencia divina y el
deseo profundo de acertar en la vida, de conocer los designios divinos y de plegar la
propia vida a su Voluntad.

Con la llegada de la monarquía y la centralización de su actividad en Jerusalén,


surge la figura del monarca, que, a imagen de los Jebuseos (antiguos pobladores de
Jerusalén), vinculan a los reyes con los sacerdotes, estando siempre latente la imagen
idealizada del Melquisedec (cf. Gn 14 y Salmo 110). Con la construcción del Templo,
surge y se desarrolla un sacerdocio especializado, pierden fuerza los levitas, que se
dedican paulatinamente a otras tareas y se centra cada vez más el culto en el Templo de
Jerusalén. Esta tendencia se acentúa con la reforma de Josías en el 622 a.C. poco antes
del destierro. Con esta reforma, denominada deuteronomista, a los actos de culto (a los
complejos sacrificios, ofrendas y libaciones) se va a unir, como tarea propia de esos
sacerdotes del Templo, la misión de instruir al Pueblo en la Ley del Señor. Es en esta
época también cuando surgen los Profetas (no siempre vinculados al ámbito cultual).
Ellos son los responsables de transmitir los designios divinos, de explicar y anunciar las
intervenciones de Dios.

Con el destierro, las clases sociales elevadas, agrupadas y llevadas a Babilonia,


profundizan en el valor de lo perdido. Surge así una fuerte tensión y esperanza hacia una
recuperación. Aparece también una reflexión profunda sobre la santidad divina, sobre la
importancia y la naturaleza del pecado cometido, causa del desastre sufrido, crece
además la conciencia solidaria y la convicción acerca de la responsabilidad social en la
comunidad. La esfera de lo sagrado, de lo santo (qadosh) –esa admiración, terror y
reconocimiento de la majestad divina, la conciencia de la existencia de un único Dios,
Señor de todos los pueblos y la convicción de que el Pueblo elegido es el único que le
da verdadero culto– hace que la relación entre esa esfera de santidad y la esfera de lo
profano (jol) deba ser perfectamente detallada y que el modo de relacionarse el Pueblo
con el Creador deba estar estructurado a base de una transformación radical mediante
separaciones rituales. El sacerdocio es concebido como un ponerse en medio de dos
mediante una compleja red de separaciones rituales. Lo importante es evitar el contacto
directo que podría traer consecuencias nefastas. El culto se presenta como una
sustitución. Las víctimas que se ofrecen a la divinidad son en realidad un intento vano
de superar la culpa y de reconducir la propia vida hacia el orden verdadero trastocado
por el pecado. En el fondo de la fe bíblica late la conciencia del ser humano sobre la
realidad de la culpa de origen, de la separación del ser humano de los designios del
creador. Late la conciencia de la necesidad de reconducir la vida, pero esa necesidad se
ve frustrada por la imposibilidad de un culto (necesariamente infinito) que el hombre
por sí mismo no puede tributar a Dios.
El sacrificio, elemento esencial de las religiones del entorno bíblico y dimensión
esencial con raíz antropológica en casi todas las religiones, consistía en una acción
simbólica que pretendía hacer entrar en comunión al fiel con la divinidad, es decir, un
intento de aproximación a lo trascendente. Constituía un modo concreto de representar
los sentimientos del oferente y la respuesta de Dios. El altar representaba a Dios y la
sangre de la víctima derramada hacía referencia a la vida que se entregaba en el acto de
culto. El fuego representaba a Dios de alguna manera y expresaba cómo la ofrenda
pasaba a su propiedad al llenarse de la divinidad. El desprendimiento de un bien
manifestaba la entrega del oferente y expresaba el reconocimiento de la soberanía de
Dios. Además, el ejercicio de este acto de culto necesitaba de hombres especializados
que se situasen entre el oferente y Dios. Cuando estos actos de culto se corrompían y se
concebían como magia, mero intercambio, legalismo o se realizaban con rutina, surgían
los profetas que siempre estuvieron atentos a purificar el culto a Dios de estos errores.

En el entorno del antiguo medio oriente, una veces, el sacrificio se entendía como
una ofrenda en espera de una gracia concreta. En otras ocasiones se pretendía una
comunión con la divinidad o una expiación de una culpa, siendo sustituido el oferente
por la víctima. En otras concepciones arcaicas también se concebía el sacrificio como
un modo de atender las necesidades de la divinidad (este pensamiento está muy presente
en el mundo mesopotámico, por ejemplo). Sin embargo, en el culto hebreo se ven dos
características propias que trascienden la pura religión natural: su monoteísmo y su
interioridad. Los sacrificios son eficaces no de una manera mágica, sino por las
disposiciones interiores sinceras del oferente. Sin rectitud de intención el sacrifico no es
un acto de religión. Es cierto que muchos elementos religiosos de Israel fueron tomados
del entorno mesopotámico, nomádico y cananeo, pero al incorporar esos elemento,
comunes a otros pueblos, esos elementos cambian de significado y se sitúan en el plan
global y progresivo de la historia de la salvación.

El hombre no puede devolver el mundo a Dios, el hombre no puede arreglar lo


que ha estropeado y así aparece la cara trágica de ese culto veterotestamentario que
reclama un nuevo culto que sí sea efectivo, que sí pueda realizar lo que intenta el culto
israelita. Partiendo de elementos comunes a otras religiones, pero siendo elevado y
purificado con la intervención de Dios en la historia de la salvación a través de obras y
palabras, el culto israelita se va configurando como anunciador de un nuevo y definitivo
culto que sacie y calme la necesidad humana de salvación y de relación con el Creador.
Al llegar la plenitud de los tiempos ese cumplimiento se presentará como oposición,
pero enseguida se comprenderá a través de las propias categorías veterotestamentarias.
Prueba de ello es la Carta a los hebreos y muchos pasajes de otros escritos del NT.

Siguiendo con la historia sagrada, en la época persa, con la construcción del


segundo Templo, las ideas iniciadas en el destierro toman más fuerza. Primero surge el
entusiasmo, un tiempo después aparecen las dificultades y ante el dominio persa y la
falta de monarquía, las clases sacerdotales van tomando poco a poco una mayor
importancia en la actividad temporal y van asumiendo paulatinamente cargos de tipo
político. Ésta es la gran época de escritura del Pentateuco. En las dos principales
corrientes que confluyen (la deuteronomista y la sacerdotal) se fragua la conciencia de
lo singular del pueblo elegido. Para unos (los deuteronomistas), el pueblo hebreo es una
nación singular: un pueblo santo (‘am qadosh), un pueblo separado de los demás,
santificado para traer la salvación a los demás pueblos. Por otra parte, la corriente
sacerdotal hablará de los hebreos como de un reino de sacerdotes (mamleket kohanim)2,
de una nación santa (goy qadosh), es decir, que todo el pueblo tenía una cierta dignidad
sacerdotal, aunque las funciones sacerdotales estuviesen reservadas a unos pocos
elegidos. Por lo tanto, Dios no sólo es el Dios de Israel, sino que es el único Dios
verdadero de toda la humanidad e Israel es el mediador entre Dios y toda la humanidad.

El culto israelita consistía en un sistema escalonado en todos sus ámbitos. Cada


uno de esos escalones implicaba una separación ritual y un cierto tipo de consagración.
El culto estaba reservado a un pueblo, de ese pueblo las ceremonias estaban reservadas
a una tribu (la de Leví), el sacerdocio estaba reservado a unas determinadas familias (los
descendientes del levita Aarón) y los puestos más destacados entre los sacerdotes, es
decir, la posibilidad de pertenecer a las élites sacerdotales y de ocupar los principales
puestos (especialmente el de Sumo Sacerdote) estaban reservados para los
descendientes de Sadoq (sacerdote designado como Sumo Sacerdote por Salomón
después de complicadas vicisitudes históricas). También las víctimas ofrecidas en
sacrificio debían ser separadas de entre el conjunto total en función su “aptitud”, de su
falta de fallos o defectos. En la misma arquitectura del Templo se ve esa necesidad de
separación entre lo profano y lo más sagrado, el lugar de la presencia divina, de la
Shekhinah. Los sucesivos atrios del Templo hablan por sí solos. Primero estaba el patio
de los gentiles3, luego el de las mujeres, el de los israelitas y, por fin, el de los
sacerdotes. Además, el Templo tenía un vestíbulo primero (Hekal) y por fin la cámara
interior (Debir) donde sólo el Sumo Sacerdote entraba (y solamente una vez al año) para
la ceremonia de la expiación en la fiesta del Yom Kippur.

Avanzando en el tiempo viene la dominación griega y con ella una fuerte crisis
política en la que los sacerdotes destacan por su cuidado del culto y por la defensa
militar frente a los adversarios, al mismo tiempo que se ven influidos de una manera
importante por la cultura helénica. En la revuelta macabea se asiste a abusos, pérdida de
legitimidad (entre otras cosas, se rompe la estirpe sadoquita en la transmisión del sumo
pontificado) y se produce una desacralización del sacerdocio, tendiendo cada vez más
éste a atender las necesidades sociales y políticas del momento4. Es en ese momento
donde surgen con fuerza determinadas tendencias y corrientes que propugnan una
purificación del sacerdocio. En este tiempo llega la dominación romana a través de la
estirpe herodiana, en la que la magnificencia de las construcciones y la suntuosidad del
culto llegan a su cenit gracias a la intervención decisiva del Herodes el Grande. Con un
judaísmo fragmentado en múltiples y antagónicas corrientes de pensamiento religioso y
político, surge la figura de un rabino de Nazaret que, por un lado, vive y respeta la
institución sacerdotal de su pueblo, pero que, por otro lado, se opone a él y establece las
bases de una nueva realidad que da fin y cumplimiento a lo anterior. Será en
confrontación con esa clase sacerdotal aristocrática espúrea cómo Jesucristo acabará

2 Cf. Ex 19,6; 23,22 (LXX).


3 «Ningún extranjero entrará dentro de la balaustrada del templo o del recinto. Y cualquiera que sea
sorprendido, será responsable de la muerte que en consecuencia sobrevendrá» (Inscripción descubierta
en 1871 entre unas ruinas en la Vía dolorosa en Jerusalén. Se conserva en el museo de Constantinopla.
Cf. Francisco Varo, Rabí, Jesús de Nazaret, BAC, Madrid 2005, p. 54).
4
En la revuelta macabaea, con la profanación del Templo por Antíoco IV, la esperanza se dirige hacia un Templo
purificado y un sacerdocio digno, pero el modo en el que se resolvieron las cosas defraudó a muchos. Así surgió el
culto en el Templo de Leontópolis en Egipto, por ejemplo (Cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús,
Ediciones Cristiandad, Madrid 2000, p. 250).
ofreciendo al Padre el verdadero sacrificio que restituye en sí todas las cosas y realiza
no una mera sustitución penal, sino que, aunando en sí a todo el género humano y
representándolo como cabeza del linaje humano, hará nuevas todas las cosas5 y
establecerá el verdadero culto, centrado en el único e irrepetible sacrificio del Calvario.

El sacerdocio en la época intertastamentaria

En el cambio de Era existían distintas concepciones ideales acerca del sacerdocio


que debía venir a instaurase de modo definitivo y que purificaría de sus errores y
limitaciones al establecido en Jerusalén y en connivencia con el poder romano. Por una
parte estaba el movimiento esenio6 del que tenemos abundantes datos por Flavio Josefo
y por los manuscritos del Mar Muerto. Estos judíos separados de la corriente oficial
esperaban a dos Mesías (uno de la estirpe de David como libertador político y otro de la
descendencia de Aarón, como restaurador del verdadero sacerdocio). Esta reacción ante
el sacerdocio ilegítimo establecido en Jerusalén desde la época de los asmoneos7
propugnaba que la propia Comunidad era el santuario, es decir, se proyectaba el
sacerdocio a los que no eran sacerdotes. En la Comunidad de Qumrán se esperaba el
establecimiento de una Nueva Alianza inspirada en la literatura entorno al profeta
Ezequiel. Este movimiento esperaba el restablecimiento del culto legítimo en un templo
escatológico. Se confunden aquí las corrientes mesiánica y escatológica, propias del
momento, y también comunes a la literatura apocalíptica intertestamentearia. En
muchas de esas obras de literatura religiosa que buscaban animar y consolar en tiempo
de dificultades se anuncia la llegada de un nuevo Leví que restablecerá todas las cosas8.
En Qumrán, el lugar propio de la expiación y de la purificación de Israel sería la
Comunidad en la que se exigía una santidad basada en la ofrenda de sí mismo mediante
la práctica delicada del ritual establecido.

Por otra parte, un contemporáneo de Cristo, Filón de Alejandría (vinculado al


movimiento terapéutico), aportará con sus profundas reflexiones la idea de que el
sacerdocio israelita es un don para el mundo, para el bien de toda la humanidad. En
oposición, pero sin confrontación ni separación formal, están los fariseos, que
intentaban llevar a la vida común de todos los judíos el ideal de santidad sacerdotal a
través de su tradición oral y de la reglamentación escrupulosa de todas las
circunstancias de la vida. Sorprende leer con detalle los famosos 613 preceptos que
pretendían cumplir y en los que veían detallada y actualizada a sus circunstancias
concretas los preceptos divinos contenidos en la Torah9. En este mundo nace Jesús. En
ese momento de la historia se va a inaugurar un nuevo y definitivo modo de estar
presente Dios entre los hombres y se va a establecer una manera nueva de participar en
la santidad divina.

5 Ap 21,5.
6 Muy probablemente promovido por sacerdotes descontentos.
7 Cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Ediciones Cristiandad, 2000, pp. 243-253.
8 «… se interrumpirá el sacerdocio. Entonces el Señor suscitará un sacerdote nuevo, a quien serán
reveladas todas las palabras del Señor. Él juzgará rectamente en la tierra durante muchos días»,
Testamento de Leví XVIII, 1-2 [esta obra tuvo su primera redacción en el s. I a.C.]. Cf. Francisco Varo,
Rabí Jesús de Nazaret, o.c., p. 78.
9 Pueden consultarse esos 613 mandamientos en el apéndice correspondiente de la edición castellana de la
Mishná realizada por Del Valle en 1981 (Cf. Carlos del Valle, Mishna, Editora Nacional, Madrid 1981,
pp. 363ss.).
Jesús acude con frecuencia al Templo y, como los antiguos profetas, intenta
purificarlo de los errores en que incurría y será en polémica con sus dirigentes cómo
acabe su vida de modo sobrecogedor. Ciertamente el motor de la condena de Jesucristo
fueron los sacerdotes del AT, puesto que eran los principales perjudicados por su
misión. Llega la Hora en la que se establece un nuevo sacerdocio que se caracteriza por
ser único, sobradamente eficaz y que sustituye de modo definitivo al anterior.

En el Templo de Jerusalén, perfeccionado como nunca por la reforma de Herodes


(comienzada cerca del 20 a.C. y finalizada cerca de 62 d.C., apenas 8 años antes de su
definitiva destrucción por Vespasiano), es donde, en tiempo de Jesús, cerca de 7.200
sacerdotes y 9.600 levitas, en turnos semanales de 300 y 400 respectivamente ejercían
las labores propias siguiendo un conjunto complejo de prescripciones rituales10. Además
del culto, estaba la enseñanza de la Ley y el ejercicio del poder judicial. También era
aquí, donde el Sanedrín ejercía su poder bajo la tutela del procurador romano.

En tiempos de Jesús se deseaba un nuevo sacerdocio que fuese capaz de aunar


todos los modelos de sacerdocio ideal presentes en el pensamiento bíblico. Así, se
deseaba a un nuevo Moisés que fuese rey y legislador, sacerdote y profeta, es decir, un
intercesor eficaz. Este pensamiento está presente en los escritos de Filón de Alejandría.
Por otra parte, en las corrientes más piadosas dentro del entorno sacerdotal, se esperaba
un nuevo Leví que se opusiese a la helenización de las clases sacerdotales más elevadas
en dignidad. También se esperaba a un nuevo Aarón que restableciese la legitimidad en
la función de Sumo Sacerdote y que por su piedad, mérito y santidad restableciese la
situación. Este pensamiento está presente en textos del entorno sacerdotal más culto.

Choca, sin embargo, en la literatura de la época, la importancia que se da a


Melquisedec como modelo del nuevo sacerdocio esperado. En Qumrán se da una
elevada importancia a este personaje del que tan poco se dice en el AT. Parece que se
adecúa a ese ideal de sacerdote sin genealogía, ese personaje celestial, legislador y
libertador, ejecutor de la venganza divina en el combate espiritual contra las fuerzas del
mal, personalizado en la figura de Belial.

Jesús es de la tribu de Judá (por lo tanto no es de estirpe sacerdotal), no se llama


ni se considera sacerdote, frecuenta y respeta las instituciones de su pueblo y anuncia el
fin de lo que sólo era un anuncio de lo que estaba por venir. Jesús se comporta como un
rabino de su tiempo y su predicación hace más referencia al oficio profético que
sacerdotal y al anunciar el fin del Templo se granjea la oposición de buena parte del
sanedrín. Se produce una ruptura que sólo después, analizando lo ocurrido, los
cristianos entenderán: el sacrificio de Cristo sólo se esclarece a través de una
interpretación sacrificial de su muerte desde las categorías propias de las instituciones
del AT. Fruto de ello es la Carta a los Hebreos. Al mismo tiempo, era necesario no
confundir a los primeros discípulos y, para dejar clara la discontinuidad que se
establecía con lo anterior, era necesario no utilizar la terminología sacerdotal del
momento. No encontraremos en las palabras del Señor ni en los primeros escritos del
NT referencias que pudieran confundir a los lectores. Sin embargo hay indicios claros
de la conciencia sacerdotal de Jesucristo que han quedado consignados en la Escritura.
En esos textos aparece la oposición desafiante de Jesús ante los sacrificios y las normas

10 Cf. Joachim Jeremías, Jerusalén en tiempo de Jesús, Ediciones Cristiandad, Madrid 2000, pp. 268ss.
de pureza ritual. Jesús deja claro que el centro de su mensaje es que el sacrificio que
Dios quiere es un corazón arrepentido, ha venido a llamar a los pecadores y a darles la
ayuda eficaz para salir de su situación y para alcanzar la voluntad de Dios: la
santificación efectiva a través de la gracia que viene de la Cruz. Se produce un cambio
de paradigma, se relativiza lo sagrado rechazando la concepción anterior. Ahora lo más
sagrado, el Templo, el sacerdote, la víctima, el altar, etc. será el mismo Cristo (Verbo
Encarnado) que sí puede establecer un culto, ya no banal, que pueda restablecer todas
las cosas y que sirva a los hombres de la última etapa de la historia de la salvación y
anunciando ya su consumación escatológica. Lo importante ahora ya no serán las
separaciones rituales, sino la comunión con Dios (sintonía intelectual, afectiva y
ontológica) que lleva a compartir la felicidad divina en esperanza y a colaborar cada fiel
en el plan de salvación de todo el género humano.

Lo que para muchos fue la ejecución de un condenado por blasfemia en las


afueras de Jerusalén sólo podía ser entendido como cumplimiento de lo anunciado en el
AT después de una reflexión profunda. Reflexión que fue ayudada por la destrucción
del Templo en la primera guerra judía (70 d.C.).

El sacerdocio en el Nuevo Testamento

Para los primeros cristianos el nuevo ámbito de relación con el Creador ya no se


circunscribía a un ámbito cultual, sino que pertenecía al orden del compromiso
existencial y consistía en la obra redentora de Cristo (Dios y hombre verdadero) y su
influjo en la vida de cada fiel y en la vida de cada comunidad. Para explicar estas
nuevas realidades sobrenaturales insertadas en la vida común de los fieles, toda
explicación necesitaba de un lenguaje comprensible a aquellos hombres judeocristianos.
El lenguaje ya lo poseían, pero ahora estaba dotado de un nuevo significado. Así dirá
Pablo: «Imitad, por tanto, a Dios, como hijos queridísimos, y caminad en el amor, lo
mismo que Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación de suave olor ante
Dios» (Ef 5,1-2).

El cristiano está llamado a imitar la vida de Cristo, a participar de los frutos del
Misterio Pascual y está constituido para realizar un culto espiritual ofreciendo a Dios
ofrendas agradables: los frutos de una vida recta según la voluntad de Dios. Esto
quedará expresado de modo explícito en la literatura petrina.

En los sinópticos se intuye el sentido sacrificial de toda la actividad de Cristo por


la intensa tensión hacia su Pasión y Muerte. De ahí proviene el carácter sacerdotal de
todos sus actos. Pero antes de la redacción de los evangelios está el anuncio apostólico.
El núcleo de ese anuncio es el Misterio Pascual y la prueba de su realidad: la certeza de
la Resurrección (Cf. 1 Cor 15, 1-11 y Rm 4,23-25).

No deja de sorprender que la figura del profeta Jonás estuviese tan en boga en la
época intertestamentaria. Jesús se muestra como superior al Templo, a Jonás y Salomón
(cf. Mt 12, 6.41.42), se sitúa por encima de la Torah, de los Profetas y de los Escritos, es
decir, se muestra como sacerdote, profeta y sabio: está por encima de las instituciones
del AT. Por otra parte, en los sinópticos, se vislumbra la imagen del siervo sufriente de
Isaías, es decir, un Mesías que se configura como víctima de un sacrificio.
Posee una gran importancia el pasaje contenido en Mc 12,35-37 y paralelos donde
Jesús, refiriéndose a sí mismo, y hablando precisamente en el Templo, comenta y
explica el Salmo 110. Este salmo habla no sólo de la descendencia davídica del Mesías,
sino también de su sacerdocio eterno. Jesús plantea la pregunta sobre el significado del
salmo a modo de mashal o enigma y con ello indica que quiere hacer entender una
verdad profunda siguiendo los procedimientos hermenéuticos del momento, es decir,
haciendo un alusión muy delicada con la que expresa una verdad densa y difícil de
entender. Jesús realiza un midrash que actualiza el texto del salmo y se lo apropia para
hacer ver una nueva y profunda realidad. No debemos olvidar que en la cultura del
momento citar, por ejemplo, el primer versículo de un salmo, indicaba que el
interlocutor hacía referencia a todo el salmo. De ahí el interés de citar el primer
versículo del Salmo 22 (considerado en ese momento mesiánico) en el momento de la
crucifixión, vinculándose así al siervo sufriente («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me han
abandonado?»). El Salmo 110 hace referencia a Melquisedec, es decir, a un sacerdocio
al margen del levítico. Este sacerdocio además se caracterizaba por no provenir de
investidura humana. El Salmo habla de enemigos y de victoria. Es difícil no ver aquí la
referencia al modo en el que tandrá lugar el ejercicio del sacerdocio nuevo, es decir, a
través de la muerte y resurrección de Cristo. La referencia a Melquisedec (tu eres
sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec) será frecuentemente utilizado y
explicado en la Carta a los hebreos.

Como resumen podemos acudir a las palabras del profesor García-Moreno: «Los
otros escritos del NT [menos la carta a los Hebreos] jamás hablan del sacerdocio de
Jesucristo. Es, sin duda, un silencio llamativo que muchos han tratado de explicar. En el
fondo todos coinciden en que el sacerdocio de Jesucristo era tan distinto y original que
la terminología vigente no servía en absoluto para expresar aquella realidad tan nueva y
tan profunda. Como ocurrió con otros temas, fue preciso acuñar una terminología
nueva, o usar la existente con unos significados diversos. Esto último no se hizo en el
caso del sacerdocio, para evitar equívocos, al menos en la primera época»11.

Se puede afirmar con claridad, por tanto, que lo que se encuentra en el NT, a
excepción de la Carta a los Hebreos, acerca del sacerdocio de Cristo son alusiones o
indicios para buenos entendedores. Al mismo tiempo era imprescindible no confundir la
nueva realidad con la antigua.

Debemos indagar en los escritos del NT buscando gestos e imágenes sugerentes


en vez de palabras o reflexiones concretas para descubrir la conciencia sacerdotal de
Jesucristo. Han sido citadas como alusiones al sacerdocio de Jesús dos indicios tenues.
Por una parte estaría la despedida de Jesús contenida en Lc 24,51. El discurso se podría
entender como una alusión a las palabras del Sumo Sacerdote Simón contenidas en Si
50, 20-21. La segunda alusión sería la referencia a la túnica sin costura, que estaría
haciendo referencia no literal a las vestiduras del Sumo Sacerdote (cf. Ex 28,4; 29,5;
Lev 21,10; Ap 1,13).

Si nos fijamos en el corpus joanneum nos encontramos con que los especialistas
vinculan la tradición acerca del sacerdocio de Cristo de la Epístola a los Hebreos con el
IV Evangelio. Los elementos esenciales que conviene ahora destacar es el inicio del

11 Antonio García-Moreno, Teología bíblica del sacerdocio. Aspectos Joanneos, en L.F. Mateo-Seco y otros (eds.),
La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Pamplona 1990, pp. 293-299, p. 188.
Evangelio y la descripción de la Encarnación del Verbo, es decir la doble naturaleza de
Jesucristo, algo esencial para entender su sacerdocio. Por otra parte la importancia del
Bautista y la vinculación de Jesús con el Cordero pascual, mostrándolo como verdadero
cordero de Dios que quita el pecado del mundo, son elementos importantes en el tema
que nos ocupa. Jesús aparece como cordero inmolado en una nueva y definitiva Pascua.
Este elemento es un verdadero leit motiv del IV Evangelio y no debemos olvidar que si
se habla de sacrificio es necesario pensar en el sacerdote. Pero todo sacrificio se ofrecer
por algo o para algo, es decir, con una finalidad. La respuesta está perfectamente
recogida 1 Jn 2,2: «[Jesús] es la víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo
por los nuestros, sino también por los del mundo entero».

Otra referencia al sacerdocio de Cristo es la denominada oración sacerdotal


contenida en el capítulo 17 del Evangelio según San Juan donde se puede ver una
referencia clara a la costumbre veterotestamentaria de consagrar tanto al sacerdote como
a la víctima. En este texto Jesús aparece como sacerdote que se ofrece a manera de
víctima. La plegaria de Jesús recuerda a la propia de la gran Fiesta del Yom Kippur. La
estructura tripartita al orar por Él mismo (Jn 17, 1-5), por los suyos (Jn 17, 6-19) y por
el Pueblo (Jn 17, 20-26), recuerda a la oración del Kol Nidrei. Otra referencia fuerte que
el NT hace a la gran fiesta del Yom Kippur es que el sumo sacerdote pronunciaba ese
día, y como algo insólito, el nombre Divino (expresión no usada por respeto a la
divinidad). Jesús hace referencia clara al nombre divino también en su plegaria (Jn
17,6). Jesucristo, como un nuevo Moisés, revela así al mundo el Nombre divino: le
llama Padre.

Otra referencia velada que podemos intuir relacionada con el Día de la Expiación
es que la liturgia judía de ese día proponía la lectura del Libro del Profeta Jonás, profeta
curiosamente muy de moda en la época, como se decía más arriba. El contenido
fundamental del libro de Jonás coincidía con la esencia de la fiesta, pues habla de
arrepentimiento y conversión. Además encajaba con el momento cultural de la época,
pues el judaísmo gozaba de un prestigio sin límites en el mundo conocido y era
altamente valorado por muchos que se consideraban prosélitos y judíos espirituales.
Como resumen temático se puede afirmar que el libro de Jonás explica la universalidad
de la misión del Pueblo elegido respecto de toda la humanidad y critica el excesivo
particularismo presente en determinadas corrientes hebreas.

Jesús como sacerdote en la carta a los hebreos

Abordamos por fin la Epístola a los Hebreos. Sin embargo, debemos comenzar
por decir que este escrito neotestamentario ni es una epístola ni está dirigida a los
hebreos. La fecha de composición se debería situar entre el año 65 y el 95. Su título
proviene del s. II y, aunque el escrito se incluye en el corpus paulinum, es seguro que
no salió de su pluma. Algunos datos acerca del escrito nos facilitan valorar su
importancia respecto del sacerdocio.

Muchos indicios hacen pensar en que el escrito podría provenir de un rabino


cristiano de amplia formación helenística y próximo al entorno de san Pablo. El escrito
usa textos del AT, siguiendo la versión de los LXX, y al usarlos, los actualiza, es decir,
el autor los refiere a Cristo. De esa manera quien habla a través de los Salmos o a través
de los Profetas es Dios Padre que se dirige a su Hijo o es Dios Hijo que se dirige a su
Padre. El modo de acercarse a las Escrituras hebreas que usa el autor es el propio del
mundo rabínico, es decir, se utiliza una exégesis midráshica caracterizada por la
actualización de los textos a situaciones y circunstancias actuales al lector. El autor
describe la Ley Mosaica como incapaz de salvar al hombre caído. Por eso muestra a
Jesús como cumbre de la Ley. En la carta aparecen ideas paulinas desarrolladas y
expresadas en un griego de elevado nivel. Desde ese punto de vista, en el NT, el autor
de Hebreos sólo es superado por Lucas.

No son conocidos con seguridad los destinatarios del escrito. Podrían ser
cristianos convertidos tiempo atrás que no han conocido a Cristo, sino a los primeros
discípulos. Ahora están siendo perseguidos y llevan un tiempo sufriendo. Quizás por el
retardo de la parusía empiezan a flaquear, quizás por provenir del judaísmo añoran la
religión oficial o son tentados por los judaizantes que rechazan la ruptura con la Ley y
las costumbres antiguas.

Desde el punto de vista de la composición, los expertos ven en este escrito la


fusión de varias homilías con algunos añadidos formados por exhortaciones de tipo
moral.

El esquema básico de la carta es la de un prólogo, seguido por una presentación


de Jesús como Hijo de Dios. En este punto la Epístola conecta con las ideas joanneas, es
decir, el Verbo y su preexistencia eterna, su actividad creadora, la igualdad con el Padre,
etc. Continua la carta con una descripción de Jesús como verdadero y sumo sacerdote
del nuevo pueblo de Dios y sigue con una descripción de ese sacerdocio y de la
naturaleza de la comunidad que preside. El texto acaba con bendiciones y saludos. La
exposición doctrinal se podría resumir del siguiente modo: a) Cristo ha obrado una
Redención Universal mediante el sacrificio de la Cruz, es decir, por el derramamiento
de su sangre una vez para siempre (sacrificio irrepetible y, por lo tanto, de efectos
definitivos); b) Cristo es la víctima perfecta que expía por los pecados, por lo que se
constituye en verdadero sacerdote que ofrece a Dios Padre un culto agradable,
verdadero y eterno.

Sorprende que ya, muy al principio, se llame a Jesús Sumo Sacerdote y Sumo
sacerdote eminente (cf. Hb 3,1.3ss; 4,14) y eso a pesar de que Jesús no es de estirpe
sacerdotal (cf. Hb 7,14). El autor de la carta explica su audacia yendo a lo esencial del
sacerdocio: la tarea de mediar ante Dios para conseguir su favor. Esto lo hizo Jesús con
su muerte redentora. Leamos el texto fundamental: «A Jesús, le vemos coronado de
gloria y honor a causa de la muerte padecida. De modo que, por gracia de Dios,
experimentó la muerte en beneficio de todos. Porque convenía que Aquel para quien y
por quien son todas las cosas, habiéndose propuesto llevar muchos hijos a la gloria,
perfeccionase mediante los sufrimientos al que iba a llevarlos a la salvación» (Hb 2,9-
10).

Vemos aquí cómo se vinculan dos elementos fundamentales: sacerdocio y


santidad. Ambas realidades se reclaman mutuamente. El verbo griego usado (teleioun)
no está aquí siendo usado para indicar un proceso exterior de santificación ritual a base
de separaciones. Si la santidad es el ámbito de lo divino y si en los escritos
neotestamentario el acceso a ese ámbito es designado como perfeccionamiento, se
quiere hacer referencia a un proceso por el que la naturaleza humana es llevada a su más
alta plenitud: una plenitud que está por encima de las propias exigencias de la
naturaleza, pues el hombre está llamado a participar de la misma vida divina. Esa
santidad de la que habla el NT no fue conseguida por Jesús a base de separaciones
rituales, sino que la poseía por propia naturaleza. Su doble naturaleza implica una
solidaridad con cada hombre, pues se ha constituido en cabeza de todo el linaje humano.
En el AT la proximidad de los sacerdotes a los hombres era algo evidente. La dificultad
estaba en la aproximación del sacerdote a la divinidad a través de complejas ceremonias
de consagración y purificación. Y esta aproximación era sólo en imagen, pues sus
sacrificios nunca podían establecer un efectivo rescate. Si la tendencia en el sacerdote
del AT era ascender hacia la divinidad, en el NT, el sacerdocio de Cristo consiste en un
abajamiento de la divinidad, en un acercamiento de Dios a los hombres (cf. Hb 2,16-
18). El cambio es radical y se puede decir con Cogar que el NT derriba la muralla de lo
sagrado y elimina la categoría de profano. Con la encarnación del Verbo se puede decir
que lo único que ahora es profano es el pecado. Efectivamente Jesús asumió en sí todo
pues no sólo ha sido sacerdote sino también la víctima (cf. Hb 9,11-14). La mediación
establecida es nueva: «La mediación de Jesucristo supera a lo que habitualmente se
entiende por mediación. No es alguien que se interpone entre los hombres y Dios para
establecer una concordia entre las dos partes con su buen hacer. En Jesús, la mediación
es algo esencial a su personalidad, pues en su propia persona se realiza la unión de su
naturaleza humana y su naturaleza divina en beneficio de todos los hombres. Ha unido
en sí mismo lo humano y lo divino, por eso su plenitud está abierta a ser participada por
los hombres para acceder a Dios»12.

El cambio de paradigma en cuanto al concepto de sacerdocio se basa en esta


novedad en la historia de la humanidad: la unión hipostática. El cristianismo no es tanto
una búsqueda de Dios, cuanto un descenso del mismo Dios que busca al hombre. De
esta manera aunque Jesucristo aparece como ruptura con todo lo antiguo, obra
precisamente aquello a lo que aspiraba el sacerdocio del AT.

Al describir el sacerdocio de Cristo, el autor de la Epístola nos dice: «Porque todo


sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en
lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede
compadecerse de los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está rodeado de
debilidad, y a causa de ella debe ofrecer expiación por los pecados, tanto por los del
pueblo como por los suyos. Y nadie se atribuye este honor, sino el que es llamado por
Dios, como Aarón. De igual modo, Cristo no se apropió la gloria de ser Sumo
Sacerdote, sino que se la otorgó el que le dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.
Asimismo, en otro lugar, dice también: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden
de Melquisedec. Él, en los días de su vida en la tierra, ofreció con gran clamor y
lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte, y fue escuchado por su
piedad filial, y, aun siendo Hijo, aprendió por los padecimientos la obediencia. Y,
llegado a la perfección (teleiôtheis)13, se ha hecho causa de salvación eterna para todos
los que le obedecen, ya que fue proclamado por Dios Sumo Sacerdote según el orden de
Melquisedec» (Hb 5,1-10).

12 Francisco Varo, Santidad y sacerdocio. Del Antiguo al Nuevo Testamento: Scripta Theologica 34 (2002/1) 13-
43, p.29.
13 En la Septuaginta esta palabra tiene el sentido de “consagración sacerdotal”. Es el término utilizado en Ex
29,9.22.31.33.34.35 y en Lv 8,22.28.33.
Otra de las características de este sacerdocio de Cristo es su eternidad, es decir, es
perpetuo (y único): «Por eso mismo, Jesús ha sido hecho mediador de una alianza más
perfecta. Y si aquéllos eran constituidos sacerdotes en gran número [alrededor de
7.200], porque la muerte les impedía permanecer, éste, al contrario, como vive para
siempre, posee un sacerdocio perpetuo. Por eso puede también salvar perfectamente a
los que se acercan a Dios a través de él, ya que vive siempre para interceder por
nosotros» (Hb 7,22-25).

Para el autor de la carta la tarea del hombre redimido es aplicarse con fe los frutos
que vienen del sacrificio del Señor creciendo en la Caridad que salva (cf. Hb 10,24;
13,1-3). En esta línea, la carta es una llamada a la esperanza y se hace referencia a la
parusía, la venida de Cristo como juez de vivos y muertos para una renovación final del
mundo. En esa línea la carta explica la necesidad del judaísmo como preparación del
cristianismo y entiende la vida del cristiano como la de peregrino en un camino que,
desde la salvación realizada, pero todavía no consumada, se encamina hacia el Reino
futuro, Reino que Dios va construyendo y cuya cabeza es Cristo. En ese camino tienen
especial importancia el Bautismo que lava y santifica (cf. Hb 10,24; 13,1-3) y la
eucaristía que alimenta (13,10). De esta manera, el fiel cristiano puede ofrecer un culto
agradable a Dios (cf. Hb 12,28). El autor de la Carta da una gran importancia al
cumplimiento de la voluntad de Dios en la vida del cristiano (cf. Hb 10,36; 13,21). Fue
la obediencia del Hijo la que trajo la salvación del género humano.

Lo que se observa al leer la Carta a los Hebreos es que el autor aplica a Jesús todo
el lenguaje y vocabulario sacerdotal y que ha realizado una ardua profundización
teológica a través de un midrash de Gn 14. Jesús es presentado como Sumo Sacerdote,
hecho perfecto por un sacrificio único que hace caduca la liturgia anterior (cf. Hb 8,1-
9.28). En definitiva, el autor realiza una explicación de la fe cristiana en categorías
sacerdotales.

En otro orden de cosas, la carta presenta una dimensión espacial dividida en dos
áreas: el cielo y la tierra. El cielo es donde Cristo entró a través de su sacrificio, a través
del velo que es su humanidad (su carne). La Carta también presenta una dimensión
histórica pues el esquema promesa-cumplimiento se ve claramente expresada. Vanhoye
lo explica de manera elocuente: «He aquí por qué todos están ahora invitados a
acercarse a Dios (cf. Hb 10,22). Todos los creyentes poseen ese derecho que
anteriormente estaba reservado solo al sumo sacerdote (cf. Hb 9,7). Gozan incluso de un
privilegio mayor ya que están autorizados a entrar en el verdadero santuario y no en una
construcción humana (cf. Hb 8, 5; 9, 24). Y su derecho no está limitado como en el caso
del sumo sacerdote a una vez por año (cf. Hb 9,7), es válido para siempre. Pero debe
quedar en claro una cosa. El cambio radical de situación se debe a la mediación de
Cristo y sólo se verifica para los hombres y mujeres que aceptan esta mediación. (…) La
fe no es un juego. Es el más serio de los compromisos y también el más fecundo. Para
expresar este aspecto positivo con toda la amplitud deseada el autor hace de él el tema
de una larga sección (cf. Hb 11,1-40) donde recorre de un extremo al otro todo el
Antiguo Testamento para demostrar que la fe se encuentra en el origen de todo lo que ha
habido de válido en la historia religiosa de la humanidad. Con la fe, el autor relaciona
estrechamente la esperanza (cf. Hb 10,23) ya que el mensaje recibido no es solamente la
revelación de una verdad, es, al mismo tiempo, promesa e invitación. Las dificultades
de la existencia cristiana parecen ser un obstáculo para la esperanza pero en realidad son
las que le permiten reforzarse en la paciencia (cf. Hb 10,36; 12, 1-13). A ejemplo de
Jesús (cf. Hb 12,2-3), los cristianos están llamados a dejarse educar por Dios a través de
la prueba y a recibir por este medio la "santidad" divina que desea comunicarse (cf. Hb
12,10). Por tanto, la prueba no debe ser para ellos una ocasión de desánimo, sino, al
contrario, un motivo para una esperanza mejor fundada»14.

Resumiendo lo anterior se puede decir: La encarnación hizo que el Hijo de Dios


participara de la debilidad humana y así ofreció al que podía salvarle de la muerte su
propia debilidad humana abocada a la muerte, culmen de la debilidad, (cf. Hb 5,7).
Ofreció su propio ser mortal para que fuera aceptado y transformado por el Padre. Al
asumir en sí a toda la humanidad, Jesucristo nos representaba como cabeza y lo que Él
realizaba con su poder de Dios, se nos aplicaba, es decir: Jesús recorrió el camino de la
debilidad y nos salvó, salvándose, es decir, al superar para sí mismo la muerte, síntesis
de toda la debilidad humana, lo hace en nombre de toda la humanidad a la que
representa. La ofrenda de Jesús, su sacrificio, comenzó en la encarnación, pero abarca
toda su existencia, es decir, todos los días de su carne mortal (cf. Hb 5,7).

El centro de todo este proceso es la muerte en la Cruz y el núcleo de la Cruz fue


la actitud de obediencia total a la voluntad del Padre; su actitud de amor serio, de temor
reverencial (eulabeia). Esta ofrenda la hizo Jesús en el Espíritu Santo: «por el Espíritu
Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Hb 9,14). Y se entregó de modo
definitivo una sola vez: «Lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo»
(Hb 7,27; cf 9,25-28; 10,10.11.14).

La aceptación de la ofrenda tuvo lugar en la resurrección. Su debilidad fue


aceptada por Dios y por ello transformada, hecha partícipe de la santidad del Santo.
Jesús así se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen,
proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec (cf. Hb 5,9-10).
Dios Padre lo acepta, consuma y perfecciona, es decir, le concedió a la humanidad el
mayor grado de perfección, divinizándola. Por otra parte, constituyó a Jesucristo como
sacerdote.

Jesús es sacerdote existencial que ha llegado a Dios y ha creado la nueva alianza


que une realmente a Dios. Como representante de la humanidad, todo lo que ha hecho
vale para él y para toda la humanidad a la que representa. Unidos a él, todos tienen
acceso al Padre. A partir de ese momento, Jesucristo es sacerdote existencial. Unido a
los hombres por la encarnación y unido a Dios por ser su Hijo y por la resurrección
lleva a Dios y alcanza todo poder (cf. Hb 1,3; 8,1-2; 10,12; 12,2). «Tenemos un Sumo
Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos» (Hb 8,1).

El sacerdocio existencial de Jesús es de un orden superior al del AT, pues éste era
meramente simbólico. Lo expresa la Epístola hablando de dos órdenes: uno Levítico y
otro según Melquisedec. Melquisedec era sacerdote y rey, como Jesús, tuvo un origen
misterioso, «sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida,
asemejado al Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre» (Hb 7,3). Melquisedec
recibió una ofrenda de Abraham, padre de Leví y Aarón, con lo que manifestaba
superioridad sobre ellos. Por otra parte, según Sal 110,4 Dios ha jurado que el rey
mesías sería sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.

14 Albert Vanhoye, El mensaje de la Carta a los Hebreos, (CB 19) Estella 1980, pp. 56ss.
La carta explica que la actividad sacerdotal de Cristo es intercesión (cf. Hb 7,25),
mediación (cf. Hb 8,6; 9,15; 12,24), «ser causa de salvación eterna para todos aquellos
que por medio de él se acercan a Dios» (Hb 5,10). Sin embargo, la carta a los Hebreos
no explica el modo concreto de ejercer la intercesión. En la primera alianza se decía
cómo debía interceder Aarón: «Aarón, cuando entre en el santuario, llevará sobre el
pecho los nombres de los hijos de Israel, grabados en el pectoral del juicio, como
recuerdo perpetuo ante Yahvé (Ex 28,29)». Igualmente Cristo, sacerdote fiel y
misericordioso, representa a todos sus hermanos en la carne y en la sangre; en él son
todos amados y aceptados por el Padre y considerados hijos. Desde ese momento, los
bautizados conformarán un Reino de sacerdotes y una nación santa y esto implica que
serán un pueblo de personas libres, reyes de su propia existencia, y con acceso a Dios y,
en ese sentido, sacerdotes. Como consecuencia, la Iglesia será una nación santa, donde
habita el Dios Santo, de cuya santidad participan.

Pero es necesario que cada uno ratifique personalmente lo que Cristo ha hecho
por él, reconociendo y aceptando la obra salvadora de Jesús. Así, la persona ya puede
ejercer como miembro de un pueblo sacerdotal, uniéndose a Jesús y ofreciendo la propia
existencia al Padre. Ratificar la obra de Cristo implica unirse a todos aquellos que ya la
han ratificado y aceptado, es decir, a la Iglesia, pueblo de Dios, pueblo sacerdotal. En
este pueblo sacerdotal cada uno tiene que ofrecer su existencia al Padre por medio de
Cristo. La carta a los Hebreos exhorta a hacerlo, superando las dificultades, siguiendo la
vida de Jesús, pionero (cf. Hb 2,10) de este camino sacrificial existencial.

La conciencia de la propia debilidad, imperfección e indignidad no debe


apartarnos de Cristo y seguir su camino. Él nos comprende, pues experimentó qué es
hacer la voluntad del Padre en medio de las dificultades de la existencia humana. El
sacrificio existencial implica una actitud de entrega a Dios con amor serio, igual que
Jesús, y de comunión con los hermanos; exige oración y el ejercicio de la caridad.

La carta a los Hebreos no desarrolla explícitamente los temas de la Eucaristía y


del sacerdocio ministerial, fundamentales para la vivencia del sacerdocio del pueblo de
Dios. No debe extrañar esta circunstancia, pues este escrito, como los demás del NT, es
ocasional y pretende responder a unos problemas concretos de la comunidad. Su
intención no es ofrecer un tratado sistemático en el que se aborden todos los aspectos
del tema. Con todo hay un texto que posiblemente se refiere a la Eucaristía: «Tenemos
nosotros un altar del cual no tienen derecho a comer los que dan culto en la Tienda»
(Heb 13,9), es decir, los que sacrifican en el templo de Jerusalén. Este altar sería la
Eucaristía.

Sacerdocio bautismal y ministerial

Dice el profesor Varo: «Si se lleva el Sacerdocio de Cristo hasta sus últimas
consecuencias teológicas parece que en la actual etapa de la historia de la salvación ya
no hacen falta más sacerdotes, pues el Sumo Sacerdote permanece para siempre y actúa
de continuo. Por eso, en sentido estricto, no se puede hablar de que haya otros
“sacerdotes” del Nuevo Testamento. Sin embargo, si se entiende bien el alcance de las
palabras, también se puede afirmar todo lo contrario: si en Jesucristo se ha unido
naturaleza divina y humana en la unidad de la persona divina, ha dejado abierto a todos
los hombres el acceso a Dios; rotas todas las barreras de separación, todos los creyentes
han sido elevados, en cierto sentido, a la dignidad sacerdotal. Todos, en Cristo, han
entrado en el ámbito de Dios y por eso son realmente “santos”»15.

Cuando fueron redactadas las Grandes Epístolas de San Pablo, se utiliza el


calificativo (hagíoi, santos) para designar a los miembros de las comunidades
cristianas16. Si en el régimen de la primera alianza ni siquiera el Sumo Sacerdote podía
acceder en cualquier momento ante la Presencia del Señor en lo más profundo del
santuario, sino una vez al año y en el curso de una ceremonia solemne de expiación (cf.
Lv 16,2), los cristianos tienen un privilegio superior, pues como escribe San Pablo a los
Romanos: «Justificados, por tanto, por la fe, estamos en paz con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo, por quien también tenemos acceso en virtud de la fe a esta
gracia en la que permanecemos, y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria
de Dios» (Rm 5,1-2).

Del mismo modo dice la Epístola a los Hebreos: «como tenemos la confianza de
entrar en el Santuario por la sangre de Jesús —por el camino reciente y vivo que él nos
abrió a través del velo, es decir, de su carne— y a un gran sacerdote al frente de la
casa de Dios, acerquémonos con un corazón sincero y una fe plena, después de
purificar nuestros corazones de una mala conciencia y de lavar nuestro cuerpo con
agua pura» (Hb 10,19-22).

En la Carta a los Hebreos, la santidad de Jesús no es concebida mediante


separaciones rituales sino que consiste en una perfección alcanzada mediante los
sufrimientos y la muerte padecida en beneficio de todos (cf. Hb 2,9-10). En el Antiguo
Testamento la teleiôsis, es decir, el proceso o la acción de alcanzar la perfección
(teleiôtês) alude a los sacrificios de consagración del sumo sacerdote, descritos
detalladamente en el Éxodo y Levítico17. La teleiôsis ritual ha sido reemplazada por una
teleiôsis auténtica, una transformación profunda del ser humano, que lo introduce
efectivamente en la intimidad celeste de Dios y lo sitúa al mismo tiempo en una nueva
solidaridad con sus hermanos18.

Una santificación de ese tipo tiene una dimensión sacerdotal, pero no es exclusiva
de algunas personas separadas del resto del pueblo, sino característica del sacerdocio
común de todos los fieles. Por eso, así como en la Ley de Santidad del Levítico, las
diversas prescripciones se concluyen con la fórmula «Sed santos, porque Yo, el Señor,
vuestro Dios, soy santo»19, el Evangelio de Mateo dice que Jesús, al final del Sermón de
la Montaña dirige a todos los hombres su llamada a la nueva santidad que ha venido a
proclamar: «sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

Así pues, sólo Cristo es capaz de ejercer en plenitud la misión de mediador y sólo
Él es Sumo y Eterno Sacerdote, pero es posible hablar de sacerdotes en relación con

15 Francisco Varo, Santidad y sacerdocio. Del Antiguo al Nuevo Testamento, o.c., p. 31.
16 Rm 1,7; 1 Co 1,2; 2 Co 1,1
17 Cfr. Ex 29,22.26.27.31.34; Lv 7,37; 8,22.26.28.29.31.33
18 Cf. Albert Vanhoye, “La ‘teleiôsis’ du Christ: point capital de la Christologie sacerdotale d’Hébreux” en
New Testament Studies 42 (1996) 332. Cf. H. Geist, “El sacerdocio según la revelación. Novedad del
sacerdocio cristiano” en Estudios trinitarios 31 (1997) 280-282.
19 Lv 19,1; 20,7; etc.
Cristo. Para tener una auténtica relación con Dios no se puede prescindir de la
mediación de Jesucristo. Asumir esta realidad trae consigo en la práctica algunas
consecuencias. Por una parte, todo cristiano está llamado a ofrecer, como Jesús, su
propia vida al servicio de la difusión universal del Evangelio y en sacrificio de
reconciliación de la humanidad con Dios: «Os exhorto, por tanto, hermanos —dice San
Pablo—, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como ofrenda
viva, santa, agradable a Dios: éste es vuestro culto espiritual» (Rm 12,1). Por otro lado,
todos los cristianos constituyen en torno a Cristo un sacerdocio santo como dice la
Primera Carta de Pedro: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres,
pero escogida y preciosa delante de Dios, también vosotros —como piedras vivas—
sois edificados como edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer
sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 P 2,5)20.
Además, como en el Antiguo Testamento los sacerdotes eran santificados (cf. Ex 29,44)
para dar culto a Dios mediante el ofrecimiento de los sacrificios, los cristianos son
constituidos sacerdotes mediante la santificación bautismal y son habilitados para dar
culto a Dios mediante el ofrecimiento de todas sus actividades nobles en el mundo, y se
les exige una vida santa (cf. 1 P 1,15-16). Los sacrificios ofrecidos por ese sacerdocio
santo son calificados de espirituales, al igual que el edificio que constituyen los fieles,
la Iglesia, apoyados sobre la piedra angular que es Cristo (cf. 1 P 2,4-10).

También el Apocalipsis aplica el título de sacerdotes a todos los cristianos a los


que Jesucristo «ha hecho estirpe real, sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,6; cf. 1 P
2,9) y reino de sacerdotes para nuestro Dios (cf. Ap 5,10) y que seguirán las huellas de
Cristo, llevando su fidelidad hasta el martirio (cf. Ap 20,6). Ese título no es timbre de
honor, sino ante todo una responsabilidad que compromete toda la vida y se extiende a
todas las situaciones existenciales y sociales: son llamados a ir construyendo a través de
su vida en este mundo el reino de Dios.

Si todos los cristianos son en cierto modo sacerdotes, ¿hay lugar en la Iglesia para
más sacerdocio que el común de los fieles? A eso podría llevar una visión superficial.
En los textos del Nuevo Testamento la palabra sacerdote se aplica a Jesucristo o a todos
los fieles, pero no se utiliza la palabra sacerdote para designar una tarea específica en la
comunidad cristiana.

En los momentos que siguieron a la Resurrección y Ascensión de Jesús a los


cielos, tras la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles comenzaron a
predicar, y con el paso del tiempo fueron asociando colaboradores a su tarea. Si el
mismo Jesucristo no se había designado nunca como sacerdote, era lógico que tal
denominación ni se les ocurriera utilizarla a sus discípulos para hablar de sí mismos.
Las tareas que realizaban los Apóstoles tenían poco que ver con las que los sacerdotes
judíos desempeñaban en el Templo. Por eso utilizaron otros nombres que designaran
más descriptivamente sus funciones en las primeras comunidades cristianas: apóstolos
que significa enviado, epíscopos que significa inspector, presbýteros, es decir, anciano
o diákonos, que significa servidor o ayudante. Sin embargo, hay indicios de que al
reflexionar y explicar las tareas de esos ministros (los Apóstoles o los que ellos mismos
fueron instituyendo), se va percibiendo que se trata realmente de funciones sacerdotales,

20 Muy expresivas son las palabras de Pedro: «Si haciendo el bien, soportáis los padecimientos, esto es lo
grato a Dios. Para esto fuisteis llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos
ejemplo para que sigáis sus pasos» (1 P 2, 20b–21). El texto sigue con unas significativas citas de Is 53
en alusión al Siervo sufriente.
que no se identifican con las tareas propias del sacerdocio común, y que tienen un
sentido diverso de lo que había sido característico del sacerdocio israelita.

En muchos textos del NT Jesús habla con claridad de sus discípulos en general,
en otras ocasiones se dirige al grupo de los Doce y en otras, no es fácil determinar con
precisión a quién se dirige y debemos pensar en la globalidad de los discípulos, pues
pertenecer al grupo de los Doce y de sus sucesores inmediatos, no implica dejar de ser
discípulo.

Es evidente que Jesús habla de una cierta identificación de cada discípulo con su
Persona (cf. Mt 10,40 y Lc 10,16). Sin embargo, la elección original por la que Jesús
elige a los que quiere y los vincula de una manera esencial y singular (distinta de la
habitual en los talmidim de los rabinos) es innegable (cf. Mc 3,13-15). En los primeros
años de la Iglesia, poco a poco los ministros se van estructurando. En Ef 4,11-16, San
Pablo nos dice: «Él constituyó a algunos como apóstoles, a otros profetas, a otros
evangelizadores, a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en perfeccionar a los
santos cumpliendo con su ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta
que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre
perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo, para que ya no seamos niños que van de
un lado a otro y están zarandeados por cualquier corriente doctrinal, por el engaño de
los hombres, por la astucia que lleva al error. Por el contrario, viviendo la verdad con
caridad, crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el
cuerpo –compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la
energía correspondiente a la función de cada miembro– va consiguiendo su crecimiento
para su edificación en la caridad».

Jesús exige mucho más que cualquier rabino a sus discípulos (cf. Mt 10, 37-39 y
Lc 14, 26-27) a sus Doce elegidos y a sus sucesores les exige todavía más (cf. Lc 18,
28-30). Jesús elige a Doce y los instituye para un ministerio singular. Es
suficientemente elocuente el siguiente pasaje (Jn 15,16): «No me habéis elegido
vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y
deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi
nombre os lo conceda».

Además, es indudable que la misión de los Doce21 incluye acciones sacerdotales.


El contenido de su misión consta, esencialmente de tres elementos: a) Anuncio del
Reino de Dios, acompañado de “signos”, y el mandato de hacer discípulos (Mt 10,7):
«Id y predicad: El Reino de los Cielos está cerca», b) el ejercicio del poder (potestas,
exousía) de perdonar pecados (Mt 18,18): «Os aseguro que todo lo que atéis en la
tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en
el cielo» y c) renovar el sacrificio de la muerte de Cristo (Lc 22,19): «Y tomando pan,
dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por
vosotros. Haced esto en memoria mía». Por lo tanto, los Doce son continuadores de las
acciones sacerdotales de Jesucristo. Algunos textos nos ayudan a entender mejor esto.

21 Interesante es el pasaje de la elección de Matías (Hch 1,15-22) y la referencia al ministerio de la


reconciliación contenida en 2 Co 5, 18-20: «Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por
medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo, Dios estaba
reconciliando al mundo consigo, sin imputarle sus delitos, y puso en nosotros la palabra de
reconciliación. Somos, pues, embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de
nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios».
Pablo entendía su llamada como «ser ministro (léitourgos) de Cristo Jesús entre los
gentiles, cumpliendo el ministerio sagrado (hierourgounta) del Evangelio de Dios, para
que la ofrenda de los gentiles llegue a ser grata, santificada en el Espíritu Santo» (Rm
15,16). San Pablo interpreta su “ministerio” como un sacerdocio, pero no un sacerdocio
con personalidad propia sino como una participación del Sumo Sacerdocio de Cristo
Jesús (léitourgos Christou Iesou). Pablo concibe su ministerio sacerdotal como un
servicio a los fieles, ayudándoles a alcanzar la perfección con el fuego del Espíritu
Santo, prendido en sus corazones mediante la predicación del Evangelio.

San Pablo afirma con claridad: «A quien vosotros perdonáis algo, también yo;
pues lo que yo he perdonado, si tenía algo que perdonar, fue por vosotros en prosôpô
Christou» (2 Co 2,10). El perdón no es dado por San Pablo in mea persona (en nombre
propio), sino in persona Christi. Así pues, el Apóstol concede el perdón en nombre de
Cristo22. No se trata de una simple representación ni de una actuación en lugar de Jesús,
pues Él continúa actuando con ellos y mediante ellos. El profesor Mateo-Seco nos
advierte que: «Conviene recordar que la expresión in persona Christi no ha nacido para
exaltar la dignidad del sacerdocio ministerial, sino como exigencia ineludible de la
íntima estructura de la mediación de Cristo. En efecto, precisamente porque la
mediación, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo son únicos, la acción de los sacerdotes
ni sucede ni se suma a la mediación del Único Mediador. No son acciones que se
añaden o se yuxtaponen a la acción con la que Cristo reúne y santifica a su Iglesia, sino
acciones instrumentales a través de las cuales Cristo mismo sigue ejerciendo su
sacerdocio»23.

Para San Pablo la proclamación del Evangelio ocupa el mismo lugar que los
sacrificios, y la función sacerdotal queda asumida en su ministerio. Por eso dice:
«Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que
falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col
1,24). Por eso afirma el profesor Varo: «En este caso, se puede observar que contempla
los padecimientos que trae consigo la tarea que le ha sido encomendada como un modo
de identificarse con Jesucristo y junto con él dar su vida por su cuerpo místico, que es la
Iglesia»24.

La misión de los pastores de la Iglesia proviene de Dios, así san Pablo dice: «Esta
es la confianza que tenemos delante de Dios por Cristo. No que por nosotros mismos
seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra
capacidad viene de Dios» (2 Co 3,46). Además, los modos propios del ejercicio de ese
ministerio, son los mismos que los de Jesucristo a quien deben representar. Así lo
expresa san Pedro: «A los presbíteros que hay entre vosotros, yo —presbítero como
ellos y, además, testigo de los padecimientos de Cristo y partícipe de la gloria que va a
manifestarse— os exhorto: apacentad la grey de Dios que se os ha confiado,
gobernando no a la fuerza, sino de buena gana según Dios; no por mezquino afán de
lucro, sino de corazón; no como tiranos sobre la heredad del Señor, sino haciéndoos

22 Más tarde, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino será el que invoque precisamente ese texto para dar a
la expresión in persona Christi el sentido fuerte con que la emplea la teología sacramentaria para
expresar el modo en que los ministros sagrados ejercitan el único sacerdocio de Cristo.
23 L. F. Mateo-Seco, El ministerio, fuente de la espiritualidad del sacerdote, en Scripta Theologica 22 (1990) 437.
24 Francisco Varo, Santidad y sacerdocio. Del Antiguo al Nuevo Testamento, o.c., p. 39.
modelo de la grey. Así, cuando se manifieste el Pastor Supremo, recibiréis la corona de
gloria que no se marchita» (1 P 5,1-4).

Al hilo de estos textos se puede observar con claridad que el término presbýteros
(ancianos) no era de suyo una denominación sacerdotal. Se trata de la versión griega del
término hebreo zeqanim con el que se designaba a los miembros del consejo encargado
de guiar la comunidad. Los Hechos de los Apóstoles atestiguan que desde los primeros
momentos de su expansión misionera los Apóstoles iban dejando presbýteros a cargo de
las comunidades que iban evangelizando. Estos presbýteros cristianos desempeñaban ya
desde su origen unas funciones diversas de las propias de los zeqanim en las
comunidades judías, funciones que tuvieron una connotación sacerdotal cada vez más
marcada. A la vez, la alusión a Cristo como “Pastor Supremo” (archipoímenos) no
puede dejar de evocar a Cristo “Sumo Sacerdote” (archiéreus) de Hebreos y la
enumeración de consejos para los presbíteros en su servicio pastoral a la comunidad no
es sino un modo de participar en la tarea de Jesucristo, el “Pastor Supremo”, y hacerlo
presente entre los fieles.

De todo lo dicho se concluye que la acción salvadora de Cristo es una acción


sacerdotal en su grado más eminente, que lleva a su perfección aquello que la
institución del sacerdocio levítico sólo dejaba intuir entre sombras. En todos los casos
queda claro que sólo se puede hablar ya de Un Sacerdote en sentido estricto, que es
Jesucristo, cuyo sacerdocio es Sumo y Eterno. De otra parte, en la Iglesia hay ministros
cuyo ministerio tiene un carácter verdaderamente sacerdotal, que desempeñan diversas
tareas al servicio de las comunidades cristianas, pero con un elemento común decisivo:
ninguno de ellos son sacerdotes a título propio —ni por tanto gozan de autonomía para
desempeñar un sacerdocio a su aire, con su sello personal—, sino partícipes del
sacerdocio de Cristo.
Parece claro que la conciencia sacerdotal de los presbýteros surgió como
resultado de un proceso. El profesor Ponce afirma que «el dato que más influyó para
que los ministros fueran denominados sacerdotes fue, sobre todo, la presidencia de la
eucaristía, la cual, como la forma más propia y eficaz de la proclamación de la entrega
sacrificial de Jesucristo por los hombres, constituía el lugar más apropiado para que
descubrieran los cristianos la función sacerdotal de los ministros. (…) La gestación de
esta idea requirió, sin embargo, un proceso relativamente largo de reflexión y madurez
que se extiende más allá del marco neotestamentario para culminar en la Iglesia
postapostólica»25.

Los cristianos, en virtud del sacerdocio común, pueden y están llamados a dar
culto a Dios, a divinizar todas las actividades nobles del mundo y de la vida humana,
pero no son capaces de realizar esa mediación por sí mismos. Jesucristo sí puede hacer
esto posible y es el único que puede hacerlo en plenitud, por eso es Sumo Sacerdote.
Los fieles sólo pueden elevar su vida a Dios unidos a Jesucristo. «Por eso, en la
economía de la salvación, además del sacerdocio común, y a su servicio26, Dios ha
querido contar con un sacerdocio que sea sacramento (signo sensible y eficaz) de la

25 Miguel Ponce Cuéllar, Tratado sobre los sacramentos, Edicep, Valencia 2004, p. 352.
26 Cf. A. Vanhoye, Sacerdoce comun et sacerdoce ministériel: «Nouvelle revue theologique» 97 (1975) 200-203.
mediación de Cristo, que con su acción pública ministerial instruya, guíe y santifique a
los fieles para que adquieran y mantengan la capacidad de ejercer, en continua
comunión con Jesucristo, la mediación sacerdotal en medio del mundo que les ha sido
otorgada. Aquí está el núcleo profundo de la identidad del sacerdocio ministerial
cristiano, al servicio del sacerdocio común, desde una participación sacramental
específica en el sacerdocio de Cristo que no es sólo funcional o de grado»27.

Todo lo recogido hasta aquí deja claro que lo radical en la vida cristiana es la
llamada universal a la santidad. Por eso «el sacerdote está llamado a seguir a Cristo no
ya, primariamente, por el hecho de ser sacerdote, sino, previamente, y de forma radical,
por el hecho de ser cristiano»28. Sin embargo, la posición del sacerdote, su misión
específica de hacer presente y efectiva de única mediación de Cristo sumo sacerdote,
implica una exigencia peculiar que se añade a la común de todos los fieles. «Acordaos
de vuestros pastores, que os proclamaron la palabra de Dios, e imitad su fe,
considerando el buen final de su conducta. Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los
siglos» (Hb 13,7-8).

Si lo propio del fiel laico es encontrar a Dios y alabarle y servirle en sus


ocupaciones habituales, el sacerdote tiene como “habitual” el ejercicio de su ministerio.
«Si la santidad no es otra cosa que la unión con Dios —el ser hijos de Dios por la
identificación con el Hijo—, el sacerdote encuentra esa unión con Cristo en la misma
estructura esencial de su propio ministerio. En efecto, este ministerio no se ejercita en la
continuación, ni en la imitación, ni en la sustitución, sino en la asimilación, en la unión
a Cristo-Pastor en calidad de instrumento suyo, a través del cual Él mismo ejerce su
actividad de Pastor»29. Además, el sacerdote debe ofrecer públicamente un punto de
referencia objetivo de la presencia salvífica de Cristo en la Iglesia y en el mundo. Por
eso: «el sacerdocio ordenado está al servicio del sacerdocio común de los fieles y no al
revés, en la medida que el sacerdote imite a Cristo y suscite con el testimonio de su vida
y su enseñanza los deseos de santidad en todos los fieles, estará llevando a la perfección
su configuración con la Cabeza y el Pastor de todos los hombres»30.

27 Francisco Varo, Santidad y sacerdocio. Del Antiguo al Nuevo Testamento, o.c., p. 40.
28 J. L. Illanes, Laicado y sacerdocio, Eunsa, Pamplona 2001, p. 297.
29 L. F. Mateo-Seco, El ministerio, fuente de la espiritualidad del sacerdote: «Scripta Theologica» 22 (1990) 454.
30 Francisco Varo, Santidad y sacerdocio, Del Antiguo al Nuevo Testamento, o.c., p. 43.
BIBLIOGRAFÍA

– Francisco Varo, Santidad y Sacerdocio. Del Antiguo al Nuevo Testamento:


«Scripta Theologica» 34 (2001/1) 13-43.

– Albert Vanhoye, El mensaje de la Carta a los Hebreos, (CB 19), Verbo Divino,
1980.

–Joseph Auneau, El sacerdocio en la Biblia, (CB 70), Verbo Divino, 1990.

–José María Casciaro, Fundamentación bíblica de la identidad sacerdotal:


Aportación de los Evangelios Sinópticos, en L.F. Mateo-Seco y otros (eds.), La
formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Pamplona 1990, pp.
293-299.

–Antonio García-Moreno, Teología bíblica del sacerdocio. Aspectos Joanneos, en


L.F. Mateo-Seco y otros (eds.), La formación de los sacerdotes en las
circunstancias actuales, Pamplona 1990, pp. 293-299.

–Joachim Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Ediciones Cristiandad, 2000.

–Miguel Ponce Cuéllar, Tratado sobre los sacramentos, Edicep, Valencia 2004.

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