La proyección del secreto
Hoje eu acordei o dia/ ante dele te acordar/
fui a luz da estrela-guia/pra poder te iluminar
“Nem a lua, nem o sol, nem eu”, Lenine
Cuando empieza a acercarse el final, y el anteúltimo capítulo de Estrella
distante difiere una vez más la muerte conjetural de Carlos Wieder/Ramírez
Hoffman, el “asesino múltiple desaparecido hace mucho tiempo” (1996b, p.
120), 1 el narrador Roberto Bolaño se dirige al lector con ese humor bien suyo,
ése que en francés alguien definió como la delicadeza de la desesperanza.
Formula entonces un deseo imposible, una promesa que hasta el día de hoy —
afortunadamente para todos nosotros— pertenece todavía al plano puramente
ficcional, al de lo posible, lo virtual, lo todavía no realizado:
Ésta es mi última transmisión desde el planeta de los monstruos. No me sumergiré más
en el mar de mierda de la literatura. En adelante escribiré mis poemas con humildad y
trabajaré para no morirme de hambre y no intentaré publicar. (1996b, p. 138).
No pretendo que Bolaño —al que llamaré R. B. de acá en adelante— sea un
holgazán y no haya trabajado desde entonces, todo lo contrario. Sino que la
decena de libros editada desde aquel entonces desmiente parcialmente esa
inalcanzable promesa. Si bien es verdad que ha publicado poesía, la de Los
perros románticos (2000b) y Tres (2000c), no es menos cierto que al menos
cinco de los libros posteriores en prosa implican un viaje de acercamiento a los
monstruos, ascendente o descendente según la imagen que se elija de la cita
anterior. Ascendente sería el viaje a la galaxia abyecta de los artistas del mal
absoluto, como por ejemplo los soldados nazis —Ernst Jünger— o yanquis —
Jimmy Thompson— de Nocturno de Chile (2000a), cómplices o agentes
puntuales pero directos de la desaparición de miles de personas. Descendente
sería la recaída en el pozo que se llama negro en España, ciego en nuestra
América, y que para Bolaño designa ciertas formas literarias o cinematográficas
malolientes, como el melodrama confuso Actualidades que tanto gusta al
agente franquista Pleurmeur-Bodou en Monsieur Pain (1999a). A través de estos
viajes hacia abajo o hacia arriba, su narrativa aparece abocada a un mundo
desalmado y atroz —como el de Roberto Arlt y el de Juan Carlos Onetti—, sólo
que en este caso no se trata del Buenos Aires de los años veinte, o del
Montevideo de los treinta, sino del pasado reciente de las dictaduras chilena,
española o argentina, de ese pasado que no termina de pasar por estar
siempre presente: un presente ficcional que puede ser también nuestro, o
mejor dicho el nuestro.
1
Las referencias se encuentran en la bibliografía citada al final del artículo.
Roberto Bolaño una literatura infinita, Fernando Moreno, (coord.), Poitiers, Université de
Poitiers, 2003, p. 69-86.
Porque responden a una llamada vital y a preocupaciones auténticas y
vitales, corporales podría decirse —sobrevivir, no morirse de hambre,
sumergirse en la inmundicia humana sin naufragar con ella, o en ella—, estas
ficciones vuelven a narrar dilemas existenciales bien concretos, y a veces
fehacientemente verídicos como los de Nocturno de Chile. Por ello su narrativa
se muestra del todo ajena a los juegos practicados por los escritores
contemporáneos que se jactan de ser posmodernos. Es cierto que las
narraciones de R. B. nos invitan a participar en un juego, pero se trata de un
juego con fuego, un malabarismo en el que vos y yo como lector y larva de
escritor podemos brillar o quemarnos vivos. En ningún caso, ahora que ya no
hay ni habrá presuntamente tiempos mejores, esa invitación ígnea a jugar a leer
y a escribir aparece como un simple y más o menos vano pasatiempo. Baste
ahora un ejemplo para ilustrar todo esto: convendrán ustedes que no es
gratuito ni inocente confundir la imagen televisiva de un roquero con un hincha
de futbol racista, sobre todo si además es quizás un neonazi, ése mismo que es
llamado Max por la pintora perversa de “Putas asesinas” (2001, p. 113-128).
Como fui yo quien confundió al neonazi con el roquero en un trabajo reciente
(2002), lo traigo a colación no sólo para corregirlo ahora mismo, sino sobre
todo para dejar en claro hasta qué punto la relación crítica con los textos de
Roberto Bolaño se entabla en una zona de peligro, la de lo oscuro, el abismo, y
el vacío desde donde el propio escritor reconoce practicar su oficio (2002, p.
211). Todas esas escenografías escriturarias nombran un riesgo: a equivocarse,
a perderse, pero también y sobre todo, a revisar la propia historia, ésa en la
cual lo individual y presente se anuda con lo lejano y ancestral, como en el
testimonio de la mucama de las Garmendia, cuya declaración judicial “está
hilada a través de un verso heroico cíclico [y que es] Una historia de terror”
(1996b, p. 119).
En lugar de recurrir a expresiones figuradas y corrientes tales como “hacerse
cargo del peligro”, o “asumir el riesgo” (yo no soy una compañía aseguradora),
prefiero hablar ahora de poner el cuerpo cuando hago todo esto, es decir leer,
escribir y presentarles este ensayo —esta prueba— en nombre propio, en
primera persona. Poniendo el cuerpo me expongo a mí mismo con mi trabajo,
éste que se va haciendo y en el que no es tan importante saber cuál es el
género de lo que voy escribiendo, como sí es dar respuesta ahora mismo a la
confesión (a la confusión) malintencionada y divertida de Emile Cioran —
refinado escritor de lengua francesa, pero marcado a fuego según él por su
proveniencia extranjera, y para mí por su pasado de fascista rumano— quien se
descuartizaba literalmente a sí mismo — el libro se llama Ecartèlement—
cuando escribía:
2
Le véritable écrivain écrit sur les êtres, les choses et les événements, il n’écrit pas sur
l’écrire, il se sert des mots mais ne s’attarde pas aux mots, n’en fait pas l’objet de ses
ruminations. Il sera tout sauf un anatomiste du Verbe. La dissection du langage est la
marotte de ceux qui n’ayant rien à dire se confinent dans le dire. (1995, p. 1462).
Lo que sigue no es entonces la disección objetiva y desencarnada de ciertos
textos o de algunos términos, aunque nada me impida detenerme en la
etimología o el sentido preciso de una palabra o secuencia narrativa, por
mínima o insignificante que a Cioran —zorro viejo— le hubiera parecido. Lo
que sigue pretende ser un primer acercamiento a las relaciones complejas,
constantes y estrechas, que las ficciones del escritor chileno traban entre los
enigmas, que las desvelan, y las imágenes, que alimentan ensueños
enamorados o pesadillas tremendas. El título de este trabajo quisiera sugerir
que lejos de toda causalidad directa, esas relaciones se forjan en y desde el
lenguaje narrativo para complejizar y bifurcar la trama más que para explicarla,
porque además parecieran señalar a veces el origen imaginario de la escritura
del libro. Las referencias directas e indirectas a diversos códigos icónicos
agregan cuñas breves y discretas a otras historias que bifurcan la trama central.
Es así como las imágenes narradas dan a ver apenas un detalle menor y
violento donde se refleja a oscuras la trama mayor y cruenta de la historia
latinoamericana o europea reciente.
Así por ejemplo, a través de la referencia a algunas secuencias
cinematográficas de El bebé de Rosemary de Roman Polanski (1968), el texto
de Estrella distante abre un espacio suplementario para que el lector movilice
sus propias angustias y deseos ya vividos, si ha visto esa película, y proyecte
esas emociones viejas y nuevas sobre la intriga de esta novela. Además de esa
dimensión inconsciente en la lectura, el título de este trabajo “La proyección
del secreto” quisiera nombrar el carácter plural y polisémico de la asociación
entre los códigos icónicos —actualizados de forma diversa— y los textuales. Al
hablar de proyección y no de revelación del secreto, postulo que las
informaciones faltantes, retaceadas o elididas como motor de buena parte de
estas ficciones según Ezequiel De Rosso (2002, p. 133-143), vienen a figurarse y
transfigurarse de otra manera en las fotos, las pesadillas y las películas referidas
y puestas en abismo en las distintas tramas narrativas.
*
Para empezar podemos volver entonces a Estrella distante y sus referencias a
la película de Polanski, y notar que entre la primera mención —que establece
un parelelo entre el departamento de Wieder y el de los Castevet, vecinos de
Rosemary (Mia Farrow) (1996b, p. 17)— y la segunda —que retrotrae una
pesadilla del narrador a la de Rosemary durante la noche en que su marido la
3
penetra (1996b, p. 130-131)—2 la narración ha dejado que la trama fílmica
germinase en la novela más allá de toda sospecha. Como si el recuerdo de esa
noche turbia en que Rosemary es violentada y fecundada por su marido,
también estuviera dando una primera clave esencial para la lectura de toda la
novela, puesto que en esta pesadilla, transposición de la secuencia onírica
fílmica, aparece una hermandad culpable entre el asesino y el narrador: el
barco en el que Bolaño se encuentra es hundido por Carlos Wieder/R.H sin que
aquél hubiera “hecho poco o nada por evitarlo” (idem). El naufragio es tan sólo
un fragmento de la pesadilla fílmica elaborada durante la fecundación de
Rosemary y la gestación de RB (Rosemary’s Baby, título original de la película
en inglés). Mientras su esposo la acuesta y Rosemary empieza a dormirse,
comienza la secuencia onírica: la cama en que ella está tendida se convierte en
la cubierta de un buque que navega en el mar (fotograma 1 del Anexo).
Cuando su marido empieza a desnudarla, ella se encuentra junto con otras
mujeres, y un hombre en tierra anuncia un tifón que hace naufragar al buque
(fotograma 2). Después de haber caído al agua y bajado al sótano del edificio al
que se han mudado, el cuerpo de Rosemary es pintado y recorrido por las
garras demoníacas de su marido, transformado en oficiante del rito satánico
(fotograma 3).
Ahora bien, ese naufragio transpuesto y vuelto a narrativizar en la novela se
convierte en un motivo poético —estudiado por Adriana Castillo de Berchenko
en la poesía chilena reciente (1998)— que adquiere así una connotación mucho
más turbia, inquietante y sexual si recordamos la secuencia entera de la
película, retaceada en la novela. Es así como por una vuelta de tuerca azarosa
en apariencia, pero seguramente inconsciente, las pesadillas adquieren una
capacidad generativa monstruosa: en la película, R.B. —bebé invisible en la
pantalla— es el hijo de la unión de Mia Farrow y John Cassavetes. Pero como
éste, su marido, encarna al diablo en la pesadilla, suerte de súcubo invertido
que viola a una mujer, queda sugerido un triángulo maldito entre el diablo y la
pareja. Asimismo, esa estrella que brilla de lejos y es el relato que nosotros
leemos, aparece como el resultado del trabajo entre Arturo Belano y R.B.,
detrás de q uienes están Romero, el detective fiel a Allende, pero también la
presa fugitiva Wieder/R.H., el infame compatriota desterrado como ellos. Así el
origen mismo del libro aparece como el fruto de otro triángulo maldito y
también secreto: ¿quién escribió el relato al fin de cuentas? ¿existe Arturo
Belano? ¿Podemos darle crédito al prólogo del escritor? Ese secreto, expuesto
y guardado a la vez, es al fin de cuentas indeterminable como en toda ficción
según J. Derrida (1997, p. 175).
2
Apenas poco más de quince minutos median entre ambas secuencias, correspondientes a los
capítulos 6 y 11 de la versión digital de la Paramount, 2001.
4
Respecto de estas condensaciones, y en un sentido complementario al
anterior, Estrella distante practica también el procedimiento inverso, a saber la
expansión o ampliación de algunas de las imágenes de la muestra fotográfica
de R.H., que estaba apenas presentada en el último capítulo de La literatura
nazi en América (1996a, p. 191-193). Este desarrollo practica una canibalización
como las ya estudiadas por C. Manzoni (2002), y el término adquiere una
resonancia particularmente inquietante puesto que se trata de imágenes
crueles de cuerpos femeninos despedazados y a veces agonizantes que tapizan
el cuarto del compañero de promoción de R.H. En este caso también el
soporte visual vehiculiza una carga sexual sádica insostenible, indescriptible por
lo demás en detalle, fuera de tres fotos precisas: la de la portada de un libro de
Joseph de Maistre, la de otra foto de una muchacha que flota y se desvanece
en el aire y por fin la de un dedo cortado y tirado en un piso de cemento
(1996b, p. 98). Además de representar una expansión metatextual respecto de
La literatura nazi…, esta escena amplía literalmente las fotos expuestas y a su
vez expone a R.H., cuya responsabilidad en el asesinato de las mujeres queda
evidenciado al menos y vagamente condenado, tanto por algunos invitados y la
fuerza represiva militar, como por el narrador, quien retoma algunas voces de
eso que se asemejó a un “encuentro de colisas”(1996a, p. 192), esto es de
maricones.
Ampliación, expansión, exposición, esta secuencia lo es no sólo en términos
fotográficos sino también metanarrativos, porque introduce indicios
pertinentes para explicitar la reflexión estética desarrollada entre ésta y las
siguientes novelas. Retomando las tres fotos descriptas en detalle, podemos
notar la convergencia de dos corrientes artísticas antagónicas, reunidas por
obra de ese “fotógrafo de la muerte” que es Hoffman-Wieder (1996a, p. 199): la
tendencia ultramontana del libro de Joseph de Maistre, defensor del sacrificio
como escarmiento y acceso a lo sagrado en plena revolución francesa (1979-
1980), y la surrealista de las otras dos, que queda aludida quizás con la foto del
montaje de Max Ernst “La puberté proche…” (1921) y la del dedo seccionado,
semejante a las fotos de Eli Lotar hechas en los mataderos de París (1929) o a
las de los Accionistas de los años sesenta.3 Por lo demás, confirmando esta
impronta surrealista, “esa epifanía de la locura” que es la exposición
fotográfica aparece como una multiplicación demente de las muñecas de Hans
3
Dentro de la corriente corporalista estudiada por P. Ardenne, el Accionismo vienés realizaba
performances en las que se ponían en juego los límites del cuerpo del artista a través de
situaciones límite, tal como lo documentadan las fotos de maculaciones, coprofagia y otros
actos violentos realizados por Gunther Brus, Herman Nixch y Otto Muhl, (2001, p. 201-202 y
214-215).
5
Bellmer (1936-1945),4 con la diferencia de que en este caso se trata de mujeres
de carne y hueso, identificables por lo demás en algunos casos.
Lo que el infame R.H. realiza en los años setenta, a través de su reguero de
sangre y muerte escrito con fotos en Chile, con tinta sucia de fanzines neonazis
en España, y con películas gore filmadas en Italia, es entonces una síntesis
artística postvanguardista, y además criminal, equiparable en escala menor a la
que los nazis hicieron en los años treinta. La novela es tanto más inquietante
cuanto que no atribuye esa fascinación estética al único asesino, sino que
además la difumina por toda América y Europa de los años setenta y ochenta,
mostrando el magnetismo de la crueldad que los surrealistas pudieron
encontrar ya en los años veinte. El ejemplo ya citado de Max Ernst, aunque
terrible por suspender una mujer desnuda, sin cabeza ni manos en medio de un
cielo celeste, es particularmente bello y pertinente además para señalar la
complementariedad entre imágenes diversas reunidas en un montaje de fotos y
pintura, así como la asociación entre el texto y el montaje icónico. Esta es una
de las muchas muestras del terreno de reflexión metatextual que hilvana varias
narraciones de R.B: la preocupación por el desplazamiento y/o borramiento de
la palabra por la imagen y la consecuente desaparición de la literatura. Lo que
Walter Benjamin (2000) reivindicaba en los año 20 como la sana barbarie del
gesto vanguardista consistente en cortar todo lazo con la tradición y empezar
de cero, es retomado en los años 70 adquiriendo ahora su verdadero carácter
amenazador porque busca concretar esa barbarie aniquiladora en la realidad
no ya artística, sino social.
Un primer desarrollo exhaustivo de estas reflexiones aparece en La literatura
nazi en América una vez que Chile ha olvidado tanto a Wieder/R.H- como a
Romero y a R.B. De manera azarosa la sombra de R.H. pareciera surgir
erráticamente en soportes literarios y cinematográficos diversos hasta que por
fin el fantasma se hace cuerpo en Lloret de Mar, pueblo de la costa cataluña
cercano al lugar donde reside R.B. El desarrollo al que me refiero recupera las
huellas que el infame R.H. ha esparcido en fanzines franceses y madrileños
donde también se ejercitan dependientas, presos y carniceros adscriptos al
grupo de los “escritores bárbaros”. La sombra de RH surge aquí y allá
buscando realizar en la literatura lo que ocurría en política, a saber que era
ejercida por gente ajena al medi. Sólo de esa forma sería posible realizar su
meta común :
4
Ver las reproducciones del Anexo. Dan cuenta de algunas de estas tendencias varios pasajes
del catálogo de la exposición reciente del Centre Georges Pompidou La révolution surréaliste,
Werner Spies (comp.), 2002, p. ej. p. 117, 196 y 242-245. Las fotos de “La muñeca rota” hechas
por Julio Cortázar en la “Planta baja” de Último round (1969) ofrecen sin duda otra síntesis
pertinente para rastrear el interés de la postvanguardia de fines de los sesenta y principios de
los setenta por la muñeca fragmentada y el cuerpo femenino vejado (1969, p. 105-111),
6
La revolución pendiente de la literatura será de alguna manera su abolición. Cuando la
poesía la hagan los no-poetas y la lean los no-lectores. (1996a, p. 197-200).
Esa amenaza de terminar con la institución literaria tal como la conocemos
acosa a la escritura misma desde fuera, como en esta cita, pero también desde
dentro, por la locura que se inmiscuye en el texto de una novela escrita con una
sola frase repetida al infinito, como la que escribe Torrance (Jack Nicholson) en
Shining (1979), película de S. Kubrick glosada en Los detectives salvajes (1998,
p. 522-523). Otro ejemplo cercano a esa amenaza demente es un poema
referido por el narrador de La literatura nazi … en el que modeliza una versión
perversa de la fotografía en tanto que escritura: “El fotógrafo de la muerte” —
autoretrato del poeta R.H./Wieder— captura en su deambular por el mundo
crímenes y actos sexuales varios en medio de un repentino vacío del planeta,
todo lo cual es semejante a los practicado por R.H. en Chile primero, y en Italia
después por R.P. English (la abreviación aparece tal cual en la novela, 1996a, p.
200), uno de sus seudónimos. Este misterioso R.P.E., trabajó en la puesta en
escena —en tanto que cameraman— de películas pornográficas en las que se
filmaron vejaciones y crímenes reales. La culpabilidad del cameraman R.P.E. no
pudo ser siquiera establecida por haberse esfumado, tal como lo había hecho
R.H. anteriormente (1996a, p. 200).
Una vez que el fantasma vuelve a tener carne y hueso, ligeramente más
entrado en carnes, las de Carlos Wieder/R.H. también era uno de sus
seudónimos o nombres de guerra— y aparece como todos los días en su bar
habitual de Lloret de Mar, R.B. lo nota envejecido, tanto como él mismo según
descubre luego especularmente. Más que esa reciprocidad entre ambos, me
interesa resaltar ahora que la segunda mirada, sobre el perfil de R. H., es más
pensativa y lo muestra como “un tipo duro, como sólo pueden serlo —y sólo
después de los cuarenta— algunos latinoamericanos” (1996b, p. 202).
Evidentemente la paráfrasis que se abre aquí retoma y corrige el estereotipo
del héroe de la novela y el cine norteamericano hard boiled, ese mismo que se
actualiza luego cuando el justiciero Romero le recuerda a R.B a un Edward G.
Robinson (1893-1973) pasado por una máquina de moler carne, cuyos ojos son
los mismos que los del célebre actor norteamericano: “ojos que saben, ojos
que creen en todas las posibilidades pero que al mismo tiempo saben que
nada tiene remedio” (1996b, p. 156). Es significativo que la comparación se
haga con este actor hollywoodense de origen rumano y judío (Emmanuel
Goldemberg era su verdadera identidad), dotado también de también esa R
que recorre como un hilo rojo todo el relato.
Resulta todavía más llamativo que al finalizar la novela, el estereotipo o el
mito cinematográfico del duro ex-policía, reaparezca a través de de Romero, el
7
actual sicario y futuro funebrero, haciendo coincidir su recorrido con el de la
carrera sinuosa del actor E.G.R, grosero y brutal en sus primeros roles de Little
César (1931) o Little Giant (1933), mucho más complejo cuando interpreta luego
al policía de Double indemnity de Billy Wilder (1944). Como podemos
deducirlo, los recorridos de vida de R.H y de E.G.R son reflejos y están en parte
invertidos porque si ambos se redimen de cierta forma —adaptándose a la
sociedad a través de la muerte de los demás—, su reintegración ficcional a la
sociedad tiene distinto signo: mientras que Romero había recibido de Allende
la medalla al valor, y ahora asesina y hace justicia por un buen puñado de pesos
chilenos con el que poner un buena funebrera, el feo Emmanuel Goldemberg
que había empezado como un gángster termina su carrera cinematográfica en
Soylent Green (1973) de R. Fleischer como un buen anciano humanista.
Este cruce de espejos no es una mera casualidad inocente y gratuita
suplementaria, puesto que si bien las apariencias y el paso del tiempo no
engañan totalmente a R.B. a propósito de R.H.
No parecía un poeta. No parecía un ex-oficial de la Fuerza Aérea Chilena. No parecía un
asesino de leyenda. No parecía el tipo que había volado a la Antártida para escribir un
poema en el aire. Ni de lejos. (1996a, p. 203).
su evolución y sus constantes cambios de identidad logran darle la banalidad
de su encarnadura, el rostro de su humanidad, por más monstruosa que ésta
sea. Es por eso que tanto en La literatura nazi…como en Estrella distante, RB se
identifica con el asesino de las Garmendia y se espanta por el acto de justicia
que se avecina: en un caso se apiada pidiéndole a Romero que no lo mate,
porque R.H. no le puede hacer mal a nadie, a lo que el ex-policía responde que
cualquiera puede hacerlo (1996a, p. 203), y en el otro caso lo califica de
“horrendo hermano siamés” lo que lo lleva luego a un intento de rechazo del
dinero que Romero le da por el trabajo de investigación realizado (1996b, p.
152-153). A semejanza del paralelo anterior entre Romero y Robinson, este ir y
venir de reflejos vuelve a mostrar no tanto la ambigüedad y la molestia
inherentes delas figuras del doble, sino sobre todo la ambivalencia ética propia
a la noción de sujeto surgida tras el Holocausto. Tanto Hannah Arendt (2002)
como Emmanuel Lévinas (1994) han situado esa ambivalencia en el cruce de su
pensamiento de la subjetividad.
«
A semejanza de esa cercanía ambigua entre R.H. y R.B., algunos núcleos
narrativos de Monsieur Pain (1999a) y de Nocturno de Chile (2000a), plantean
conflictos y problemas semejantes, y ésto no sólo o no tanto por compartir el
contexto histórico de la dictadura chilena, o el ambiente opresivo del ascenso
del fascismo y la espiral de la guerra mundial en la Europa los años treinta, sino
de manera más esencial por crear disyuntivas confusas de vida o muerte entre
8
el yo y el otro. El principal desvelo de Pierre Pain, el narrador de la primera
novela no es sólo aliviar el sufrimiento de Vallejo y curarlo quizás, sino sobre
todo intentarlo salvando los obstáculos que los fascistas españoles y sus
acólitos franceses interponen para impedírselo. Las persecuciones, sobornos y
otras trampas urdidas en su contra en París le hacen temer por su propia vida,
pero además lo atormentan porque descubre finalmente que están dirigidas
por su colega Pleurmeur-Bodou, mesmerista y también científico fallido. El
encuentro y la comprensión tardía de haber sido manipulado por él, se
produce en una sala de cine donde se proyecta una película, Actualidades, en
la cual una secuencia muda proviene de un documental científico en el que
aparece Terzeff, el colega y rival de Pleurmeur-Bodou.5 A éste poco le importa
que el melodrama sea confuso, puesto que ese “documento fantástico” (1999a,
p. 136), anuncia para él “el preludio del fin del sueño” a través de una
explosión, de un asesinato en masa friamente calculado, y por fin de un
sacrificio familiar. La película aparece así como una proyección de sus deseos
vengativos hacia Terzeff, y también como un anticipo de la trama histórica en la
que él también era partícipe: así pareciere que la película ficticia Actualidades
fuera una profecía más de la catástrofe que se vivía en 1938 en España y se
extendería pronto al resto del continente.
Durante una charla de café posterior a la función de cine, Pierre Pain
empieza a oponerse cada vez más duramente a su colega, primero afirmando
que esa película es un “melodrama siniestro” y luego rechazando la posición
política y el oportunismo provocador de Pleurmeur-Bodou, quien utiliza el
magnetismo en los interrogatorios de espías y prisioneros republicanos (1999a,
p. 139). Es así como se alejánda de él lanzándole una copa de ron caliente
lanzada a su cara sin temor a pasar el ridículo ni a soportar el desprecio del
fascista (p. 140). Esa valentía y entereza moral que lo separa para siempre de
sus colegas, lo llevará a trabajar más tarde como enlace de un grupo de la
Resistencia francesa durante la ocupación nazi, y a morir pobre aunque
dignamente en las afueras de París poco después de terminada la guerra. A
diferencia del maestro mesmerista Rivette, quien se desentiende del desastre
que se avecina porque “a mi edad ya he dejado de juzgar. Acepto las personas
tal cual son, hagan lo que hagan” (p. 50), su alumno descubre que Vallejo, “el
sudamericano, va a pagar por todos” (p. 128). Y es precisamente para que el
poeta no sea la víctima expiatoria de los fascistas, y también por amor a Mme.
5
Este título ficticio es una transposición metonímica de los noticieros de Pathé, por ejemplo,
que tenían ése mismo título y eran proyectados antes de la función principal de cine. Un
documental reciente de Gilles Dinnematin (France 5, 2002), da cuenta del tratamiento no-
intervencionista y timorato de la guerra civil española por parte de la empresa cinematográfica
francesa en aquel entonces.
9
Reynaud, la amiga de Georgette Vallejo, que Pierre Pain se juega
personalmente el todo por el todo, aunque su paciente muera de un hipo que
“escapaba a cualquier intento de descripción siendo al mismo tiempo a la
medida de cualquiera, como un ectoplasma sonoro o como un hallazgo
surrealista” (p. 62).
El carácter paradójico y obsesionante de ese hipo alimenta dos pesadillas de
Pierre Pain que parecieran figurar y descolocar otra vez la trama de la novela
como lo hacía Rosemary's Baby en Estrella distante. Como por lo demás estas
dos pesadillas están narradas en tanto que relatos enmarcados y versiones
aproximativas de sueños en los cuales las imágenes oníricas son descriptas de
manera recurrente con el lenguaje icónico de las fotos o de las películas, se
inscriben de lleno en la noción de proyección del secreto. En la primera de esas
dos pesadillas las sensaciones auditivas predominan a punto tal que por una
sinestesia inquietante “la oreja era el ojo”, y toda su persona “el receptor de un
radioaficionado agazapado en un canal ajeno” (p. 52-53). Pain está mezclado
entonces en “un radioteatro demencial […] anticipación del infierno” (idem) en
el que se reencuentra con Rivette y Pleurmer-Boudou y se confronta a una
cierta culpabilidad por haber aceptado el soborno de los fascistas españoles.
Más tarde, después de haberlos perseguido por las calles de París, y de haber
caído en su trampa, Pain queda encerrado en un almacén donde se duerme.
Entonces tiene una segunda pesadilla (p. 100-105), también centrada en un
ruido que se aproxima hacia él y que no es otro que el de un hipo, el de
Vallejo sin duda. Pero al no poder verbalizarlo, intenta acercarse y se resbala
“como si el destino no quisiera dejarme correr el más mínimo riesgo” (p. 105) .
El alba despuntando en una de las ventanas lo despierta y lo arranca de ese
acecho aterrador y culposo. Esta segunda pesadilla transpone el malestar
acuciante por su trabajo doblemente imposible de llegar hasta Vallejo y curarlo
con el magnetismo. Sucio, mal dormido y dolorido, deja ese antro abandonado
en un estado anímico de recaída mucho peor que el de la primera secuencia
onírica. Esta segunda pesadilla despliega el ambiente negro y miserable con
que se cierra “La senda de los elefantes”, la posdata del libro que concretiza
en la ciudad ese paisaje de derrota, de posguerra y de vacío ético.
Es en ese mismo marco parisino y abyecto en que surge otra imagen
pesadillesca, de corte pictórico esta vez, narrada por H. Ibacache en Nocturno
de Chile (2000a, p.39-49). Una anécdota referida por el escritor Salvador Reyes
—miembro del cuerpo diplomático chileno durante la ocupación nazi de
París— introduce el encuentro con Ernst Jünger, el oficial nazi destacado
entonces en París y escritor admirado por Farewell y demás fascistas chilenos.
El primer encuentro —ausente de los Tagebuche, los puntillosos y detallados
diarios de guerra del alemán (1990), y por ende ficcional en gran parte—
10
transcurre en la buhardilla de un pintor guatemalteco raquítico y melancólico,
al que Reyes visita para traerle algo de comida. Mientras que el pintor pasaba
las horas observando en silencio la ciudad, Reyes establece la relación entre
esta postura depresiva y uno de sus cuadros monumentales, Paisaje de la
ciudad de México una hora antes del amanecer descripto en detalle e
interpretado en su filiación estética como una visión entre surrealista y
simbolista de la ciudad que se licúa o se borronea por partes y barrios (2000a,
p. 43-44). Reyes confesó haber querido ingresar en un primer momento en la
visión misma del guatemalteco anónimo —transfiguración ficcional y parcial de
Carlos Mérida quizás—6 pero ese deseo es empañado rápidamente por el
miedo de “oir aquello que no se puede oir, las palabras esenciales que no
podemos escuchar y que con casi toda probabilidad no se pueden pronunciar”
(p. 43).
Aquí surge otra de las formas del secreto que obsesiona de manera diversa
pero constante a las narraciones de Bolaño y que aparece proyectada en la
pintura del guatemalteco, después de que Jünger propusiera una primera
interpretación del cuadro basada en la reapertura del pozo ciego de la
memoria, capaz de arrastrar un cierto recuerdo o vago sentimiento ligados a
México (p. 47). Por asociación libre de ideas, Reyes descubre que el cuadro
figura una suerte de altar de sacrificios donde el pintor acepta con lucidez su
propia derrota personal y otra débâcle más amplia y transcendente que no
logra verbalizar (p. 48). Esa interpetración iluminadora —aunque tardía— del
cuadro le pone la piel de gallina a Reyes, tanto como a mí el comentario cínico
de Jünger a propósito de la corta esperanza de vida del pintor en ese contexto
de guerra y depresión (p. 49). Los esqueletos borrosos e indefinidos de
personas o de animales que flotan en ciertas partes del cuadro, dan
precisamente realidad imaginaria a esa dimensión amenazadora que los rodea
6
Carlos Mérida nació en la ciudad de Guatemala el 2 de diciembre de 1891 pero la mayor parte
de su obra fue realizada en México. Desde 1922 formó parte del grupo de muralistas
mexicanos, colaborando con Diego Rivera en el mural del Anfiteatro Bolívar (México, DF). Un
año más tarde fundó con éste, Orozco y Siqueiros el Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y
Escultores y en 1931 organizó la Escuela de Danza de la Secretaría de Educación Pública (SEP).
Como muralista independiente, se inició en 1923 con el de la Biblioteca Infantil de la Secretaría
de Educación Pública (Caperucita Roja y Los cuatro elementos). En 1927 volvió a París, donde
estuvo dos años y se contactó con Paul Klee, Miró y las nuevas corrientes artísticas. Así fue
como abandonó la figuración política para desarrollar una etapa marcada por la abstracción en
la forma y sus raíces indígenas en los temas.En 1940 participó en la Exposición Internacional
Surrealista, celebrada en México. Además de obra mural y vitrales, cuenta con una importante
obra de caballete. Mérida quizás sea uno de los pocos artistas latinoamericanos que ha
trasladado el tema prehispánico al arte modernista. Murió en 1984. Varias crónicas periodísticas
de M. A. Asturias dan una presentación emocionada de la obra parisina del pintor en los años
veinte (1996, p. 234-235, 271-272, 429-430).
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a todos ellos hacia 1941, pero ante la cual el escritor puede mostrarse ciego y
displicente como Jünger, o atento y solidario como Reyes. Que esa amenaza
palpable de muerte quede situada en el paisaje urbano mexicano y no europeo
viene a corroborar el desplazamiento y la condensación de vivencias
angustiantes con los que operan los códigos icónicos respecto a las tramas
narrativas.
Porque atañe directamente a un secreto guardado, descubierto y luego
manipulado perversamente, otro pasaje de Nocturno de Chile vuelve a plantear
la responsabilidad del artista en el fracaso ético y en el avance del mal,
monstruoso y banal a la vez tal como aparece figurado en el cuadro anterior.
Los encuentros semanales de artistas y escritores durante el toque de queda
santiaguino en casa de María Canales, ese “castillo hospitalario” (2000a, p.
128), son la faz mundana y presuntamente alternativa de otra, mucho más negra
y siniestra, que transcurre en el sótano de la misma casa, convertido en un
centro de interrogatorios de la DINA. Allí es donde su marido, Jimmy
Thompson, tortura y smata a prisioneros políticos, meros “subversivos” para
Ibacache (p. 141). Una noche, uno de los huéspedes de la planta baja, un
hombre de teatro, borracho y divertido por la situación, se extravía en los
pasillos del sótano y descubre por casualidad una sala de torturas. Sin que
nadie denuncie esas tropelías ni cese tampoco la represión, el rumor corre por
todo Santiago a la vez que tres retrospecciones sucesivas vuelven a contar la
escena aterradora del descubrimiento del cuerpo maniatado, herido y
torturado (p. 139-141).
Años después cuando juzgan a Thompson en su patria, Ibacache regresa a la
casa maldita y María Canales, riéndose desencajada, le propone visitar el cuarto
de tortura, como si fuera un lugar anodino y no un espacio maldito, siniestro.
Además, esa casa semiabandonada y polvorienta ahora, había sido apropiada
ilegalmente a unos chilenos exiliados, de origen judío, con lo cual el antiguo
ritual hospitalario ya desvirtuado, vuelve a sacar a flote un recuerdo familiar
común a ambos, pero reprimido y terrible porque silenciaba la tortura y el robo
que encubrían con sus reuniones. Esa vivencia de algo familiar y terrible a la vez
es lo que S. Freud (1993) describió como lo unheimliche, esto es, lo ominoso, la
inquietante extrañeza que es familiar por provenir de algo antiguo y reprimido
que retorna a la consciencia. Una sospecha suplementaria viene a instalar esa
vivencia en el seno mismo de la familia puesto que queda puesta en duda la
filiación de uno de los hijos de la pareja, Sebastián, de rasgos aindiados y de
mirada triste, sustraido quizás a la familia de algún desaparecido. Los grandes
ojos del niño daban la impresión de “ver lo que no querían ver” (2000a, p. 129)
por lo cual figuran quizás también, además de su origen incierto, esa paradoja
de la literatura testimonial de los campos de concentración: atestiguar por
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escrito la propia supervivencia culposa sin poder contar esa muerte a la que el
testigo también estaba y sigue estando de alguna manera condenado, tal
como Jorge Semprún lo acuñó en la imagen del muerto sobreseído, le mort en
sursis (1996).
«
Esta vivencia ominosa es tanto más efectiva cuanto que los espacios
hogareños de la buhardilla parisina del pintor guatemalteco, de la casa de
Canales con pasillos como crucigramas, o del departamento prestado donde
R.H. hace su exposición, están a menudo abismados en imágenes cuyos
soportes fotográficos, pictóricos o cinematográficos terminan potenciando ese
retorno de lo reprimido. En esas imágenes el secreto de la trama principal está
cifrado, esto es, simbolizado con un código desconocido e indescifrable en su
totalidad. Esa representación cifrada y abismada termina falseando la frontera
tenue entre el sueño y la vigilia o entre la ficción y la realidad para desembocar
en el motivo recurrente de un par ojos abiertos, atónitos o espantados. El
relato “Putas asesinas” (2001, p. 113-128) y Amberes, (2002) la última novela
corta publicada por R.B. con un jugoso prólogo, son ejemplares en este
sentido puesto que intercambian los códigos icónicos con los narrativos hasta
suspender toda certeza en cuanto a su imbricación respectiva: en el primer
caso el cuadro prefigura una situación perversa que desemboca en él, y en el
segundo mientras que la película narrada parece contar algo real, lo real es
contado con mediante un lenguaje cinematográfico. Así es como la pesadilla
del crimen y el crimen de pesadilla terminan asociándose en un quiasmo
literalmente inviolable, difícilmente dilucidable como lo son los sueños de "La
escritura del dios" de Borges (1989, p. 596-599), o las pesadillas de Lost
Highway (1996) y Mulholland Drive (2001) de David Lynch.
A diferencia de esos espacios angustiantes que entrecruzan laberínticamente
adentro y afuera, sueño y vigilia, el acto de figuración artística y lo figurado,
otros terrenos, los exteriores y abiertos de la intemperie nocturna, son los que
parecieran volver a dar puntualmente el respiro juvenil y animal que vive ajeno
a la representación. Allí no hay latencia ni amenazas, —a ese rocío se lo llama
también sereno—, sino latir y titilar de mágicas posibilidades: las estrellas,
sobre las cuales leía Wieder/R.H. en el bar, y en las que piensa R.B. al volver a
Barcelona, dan quizás la medida justa de la pequeñez humana. En ese cielo
inalcanzable de estrellas que da título a la novela (1996b, p. 155), R.B distinguió
más tarde la estela radiante de la “Musa”, que le señala la vía a seguir en el
desierto:
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Musa, a donde quiera/ que tu vayas/ yo voy. Sigo tu estrella radiante// a través de la
larga noche./ Sin importarme los años,/ o la enfermedad. / Sin importarme el dolor// o el
esfuerzo que he de hacer para seguirte. Porque contigo puedo atravesar/ los grandes
espacios desolados// Y siempre encontraré la puerta/ que me devuelva a la Quimera/
porque tu estás conmigo,// Musa,/ mas hermosa que el sol,/ y mas hermosa/ que las
estrellas. (2000b, p. 87-90).
En ese cielo negro y brillante, muy lejos del planeta de los monstruos, pero
también del pozo ciego de la literatura evocados al comienzo de este trabajo,
la visión lírica de un yo poético a la intemperie vendría a ser quizás el aliento y
el amuleto para seguir caminando y existiendo, el manantial huidizo del que
brota, una y otra vez, el rastro de tinta de Roberto Bolaño.
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