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Orígenes

Lo que sabemos actualmente


sobre el origen de la vida

Robert Shapiro

SALVAT
Versión española de la obra original norteamericana
Origens de Roben Shapiro

Traducción Manuel Crespo


Diseño de cubierta: Ferrari Caites / Montse Plass

Escaneado: doctorwho1967.blogspot.com
Edición digital: Sargont (2017)

© 1994 Salvat Editores. S.A.. Barcelona


© Robert Shapiro
ISBN: 84-345-8880-3 (Obra completa)
ISBN- 84-345-8934-6 (Volumen 54)
Depósito Legal: B-20181-1994
Publicada por Salvat Editores. S A . Barcelona
Impresa por Primer, i.g.s a.. Julio 1994
Printed in Spain
ÍNDICE

PROLOGO

INTRODUCCIÓN EN EL PRINCIPIO

I. DUDAS Y CERTIDUMBRE

II. Dos MANCHAS EN UNA ROCA

III. EL TESTIMONIO DE LA TIERRA

IV. LA CHISPA Y LA SOPA

V. LAS POSIBILIDADES

VI. LA GALLINA O EL HUEVO

VII. EL REPLICADOR ALEATORIO

VIII. BURBUJAS, FORMAS ONDULADAS Y LODO

IX. LLEGAN LOS COMETAS: LA CIENCIA COMO RELIGIÓN

X. EL CREACIONISMO: LA RELIGIÓN COMO CIENCIA

XI. UNA DONCELLA DE DUDOSA VIRTUD

XII. EN DEFENSA DE LA GALLINA

XIII. EL CAMINO HACIA LA RESPUESTA


ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

PRÓLOGO

Los estantes de las bibliotecas crujen bajo el peso de los


libros sobre el origen de la vida Sin duda alguna, el tema ya fue
objeto de consideración antes del invento de la escritura A par-
tir de ese acontecimiento, los autores no se han mostrado tími-
dos en ofrecer respuestas al enigma de nuestros orígenes. Así
pues, ¿por qué añadir un libro más a esta colección? Porque
hace falta una explicación clara, de conjunto, para el público
general, de lo que la ciencia conoce y desconoce acerca de
cómo empezó la vida
Por increíble que parezca, no ha surgido ninguna explica-
ción científica plenamente convincente para dicho problema, a
pesar de la profusión de hipótesis y el progreso acelerado de la
ciencia en otros muchos ámbitos. No sólo no conocemos los
detalles específicos concernientes al inicio de la vida en la Tie-
rra, sino que tampoco hemos aprehendido todavía ningún prin-
cipio fundamental Muchas obras sobre el tema, en su ansia por
abogar en pro de una solución particular, predilecta, dejan de
instruir al lector acerca de este punto cardinal.
A pesar de la ausencia de una respuesta completa, hay un
relato fascinante por contar. ¿En qué aspectos las teorías pro-
puestas han resultado insuficientes? ¿Qué motivos han llevado
a los proponentes de las diversas soluciones a declarar que su
respuesta es la definitiva y última? Son innumerables los en-
frentamientos entre los defensores de posturas contrapuestas,
desde el debate entre los clérigos científicos del siglo XVIII
hasta la dilatada controversia creacionista del presente. La his-
toria de estas humanísimas contiendas ofrece un importante te-
lón de fondo para la comprensión tanto del presente estado so-
cial de la cuestión como del dilema científico que afronta. A la
postre, del análisis de las alternativas existentes y los argumen-
tos empleados para proponerlas emerge el problema central

—5—
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Con el problema definido y afrontado, el camino queda


abierto a nuevas especulaciones. No me he resistido a la tenta-
ción de formular mis propias hipótesis Las presento, no como
verdades últimas, sino más bien como estímulo para ulteriores
investigaciones, para evitar gravar el tema con dogmas adicio-
nales. Por último, propongo experimentos que pueden ayudar
a resolver las dificultades pendientes.
El libro comienza con una introducción, pensada para dar
al lector una noción de la inmensa diversidad de teorías que se
han propuesto en torno al origen de la vida, entre las que figu-
ran la archidivulgada del rayo y la sopa de compuestos quími-
cos en la Tierra primitiva y otras que invocan antecesores de
arcilla, la de la llegada de la vida desde el espacio exterior, y la
de la intervención de un creador inteligente (propuesta en un
marco científico).
Para un examen más profundo de estas y otras posibilida-
des, se precisan algunos conocimientos. En el primer capítulo
se distingue la aproximación científica al problema de la mí-
tica, subrayando los principales criterios que debe cumplir una
respuesta científica satisfactoria. En el capítulo segundo se des-
criben las características esenciales de la vida a escala celular
y molecular, empleando un procedimiento que permite visua-
lizar dichas características. El tercer capítulo se ocupa de la
historia más remota de la vida en nuestro planeta según se de-
duce del registro fósil y de los métodos de datación radiactiva.
Aquellos lectores que estén familiarizados con tales temas pue-
den saltarse este capítulo.
En los capítulos cuarto al décimo se examinan las teorías
hoy día vigentes, tanto en su contenido como en sus fundamen-
tos, a menudo turbulentos, y se cotejan con el patrón que hemos
definido en el primer capítulo para la buena práctica de la cien-
cia. Constatamos lo que nos dicen y lo que dejan de decimos
acerca del origen de la vida. En el undécimo capítulo se ilustra
el modo en que coexisten hoy día tales teorías mediante la des-
cripción de una importante conferencia internacional sobre el
tema. Y en los dos últimos capítulos se ofrecen especulaciones

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

respecto al origen y desarrollo de la vida y se proponen inves-


tigaciones que pueden conducirnos a la respuesta.
El espíritu rector de toda esta búsqueda es el método cien-
tífico y la manera como éste contempla y explora el mundo. Si
el lector saca de esta obra no sólo una sensación de asombro
ante el irresuelto enigma de nuestra existencia sino también
cierta predilección por la duda en menoscabo del dogma, habré
conseguido mi pro pósito
Me siento en deuda con quienes me ayudaron a preparar
este libro Algunos colegas científicos se prestaron a discutir
sus ideas conmigo, a menudo larga y detenidamente Graham
Cairns-Smith, Francis Crick, Donald DeVincenzi, Gerald Fem-
berg, Jim Ferns, Sidney Fox, Hyman Hartman, Clifford
Matthews, Stanley Miller, Leslie Orgel, Cyril Ponnamperuma,
Bill Schopf, Alan Schwartz, Charles Thaxton y David Usher.
Quiero agradecerles todo el tiempo y la atención prestados.
Doy también las gracias a mis agentes. John Brockman y
Katinka Matson, por su aliento a lo largo del camino, y a mis
mecanógrafas. Meredith Storer y Pat Smith Por último, quiero
agradecer a mi editor, Arthur Samuelson, sus valiosas sugeren-
cias sobre la forma del libro en su conjunto.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

INTRODUCCIÓN: EN EL PRINCIPIO

Cuando yo era niño, quería saber de dónde procedía, y así


se lo preguntaba a mi madre. Ella me respondía que había cre-
cido en su barriga. Luego descubrí que eso era una buena apro-
ximación a la verdad (dejémonos de sutilezas acerca de la di-
ferencia entre barriga y útero), pero en su momento no pude
aceptarla. Después de todo, ella me decía también a menudo
que si comía hamburguesas cuando se me antojara, un día tras
otro, me crecerían en la barriga. Me disgustaba la idea de que
mis comienzos fueran los de una hamburguesa descontrolada,
de modo que descarté la teoría del origen interno de los bebés
y recurrí a otras fuentes.
Me crié en la ciudad de Nueva York en los años cuarenta,
en una época en que la sensibilidad del público no permitía un
suministro abundante de información sobre el sexo y la repro-
ducción en los medios de comunicación. Las historietas y las
películas de dibujos animados mostraban cigüeñas repartiendo
bebés, una teoría sobre el origen de la vida que tenía visos de
improbable. Los cielos no estaban llenos de mensajeros alados,
a pesar de los numerosos cochecitos de niños que se veían en
mi barrio. Apenas se veían más aves que palomas y gorriones,
demasiado pequeños para transportar la carga. Y aun admi-
tiendo que eran las cigüeñas quienes repartían los bebés, sub-
sistía el problema de dónde los obtenían.
No tenía posibilidades de observación directa, como no fue-
ran los embarazos en mis parientas próximas, así que inventé
historias fantásticas. Mi madre hablaba a veces de Dios, si bien
no observábamos una religión formal. Yo me imaginaba que,
cuando las condiciones eran las debidas —lo cual vendría de-
terminado por alguna junta de planificación en el cielo—, los
bebés aparecían junto a la madre simplemente por milagro.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Quizá la madre tendría una especie de aviso premonitorio, su-


ficiente para permitirle llegar al hospital, donde el bebé podría
recibir los cuidados oportunos al llega»
Tuve que abandonar esta idea cuando supe de los hechos
reales por los compañeros de la calle Las noticias debieron de
irrumpir en el vecindario cual ejército invasor pues me llegaron
los con tundentes detalles gráficos en tantas direcciones a un
tiempo que me quedé abrumado Mucho después, ya adulto,
tuve ocasión de disipar los últimos elementos de misterio en
torno al proceso, pues fui testigo ocular del nacimiento de mi
propio hijo. Michael. Sin embargo, la solución de este pro-
blema sólo suscitó otro mucho mayor. En su lugar, di en pre-
guntarme por el origen de mis antecesores humanos más remo-
tos y el de los seres que pudieron haberles precedido, hasta re-
montarme al comienzo de la vida misma.
Según iba en pos de este nuevo problema, me encontré una
vez más en la posición del niño: no tenía posibilidades de ob-
servación directa del proceso Respuestas las había para dar y
regalar, pero ninguna era de suyo convincente. Podía optar por
creer que la vida se desarrolló como una especie de hambur-
guesa en la barriga de la Tierra Madre, o que había sido traída
de fuera por mensajeros alados. Por supuesto, mi teoría de
cuando yo era niño sobre la llegada milagrosa ya se le había
pasado por la mente a otros mucho antes, y por aquel entonces
gozaba de una tremenda aquiescencia institucional. La mayoría
de las religiones enseñaban que la vida empezó de esta manera.
Yo no deseaba una respuesta religiosa, de modo que recurrí
de nuevo a mis compañeros. Pero ya no los busqué en la calle:
ahora me relacionaba con quienes trabajaban en los laborato-
rios científicos En esta ocasión, sin embargo, no me fueron de
gran ayuda Era demasiado pronto: las noticias aún no habían
llegado al vecindario Todavía no se habían puesto de acuerdo,
por lo menos en el punto más crucial de la historia.
La ciencia nos presenta un relato coherente del desarrollo
de la vida en este planeta. Si acepto que llegué a bebé —y, en
último término, al ser humano adulto que soy— a partir de un

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

huevo fertilizado, entonces puedo creer que en la Tierra primi-


tiva una simple célula pudo evolucionar para dar lugar a la vida
que vemos hoy día. Es asombroso pensar que una simple célula
pueda contener suficiente información como para hacerme:
pero, una vez superado este obstáculo, estoy preparado para
una idea mucho más vasta: que una primitiva bacteria tenía,
hace más de cuatro mil millones de años, el potencial para lle-
gar a ser todos nosotros.
Sin embargo, las explicaciones científicas vacilan y las po-
sibilidades se multiplican cuando nos preguntamos cómo apa-
reció esta primera célula en la Tierra Proliferan las teorías en
competencia entre sí, lo que parece ser siempre el caso cuando
sabemos poco sobre un tema Algunas teorías, claro está vienen
con la etiqueta La Respuesta» Cuando así ocurre, es más ade-
cuado clasificarlas de mitología o religión que de ciencia
Dicho esto, no puedo afirmar que este libro vaya a brindar
«La Respuesta» Lo escribo para el presente mañana puede ser
distinto Empero, la pregunta sobre nuestros orígenes es una
cuestión magnífica que ha apasionado a la humanidad en el
transcurso de la historia y constituye un relato que bien merece
la pena contar Mediante un análisis de las respuestas que se han
ofrecido, podemos obtener, si vamos con cuidado, una res-
puesta parcial al origen de la vida, de nuestra vida.
No hemos de proceder sin una perspectiva Por un no sé qué
de mi educación, he descubierto que tiendo a dudar de la mayor
parte de la información nueva que me llega a los oídos En esto
soy distinto de otros muchos, más confiados. Pero hay ocasio-
nes en que oigo una noticia que me agrada de forma especial,
o que ya había barruntado de antemano, y la acojo con entu-
siasmo sin dudar, en contraste con mi estilo habitual.
He inventado un protagonista que nos acompañará en nues-
tras pesquisas. Personaliza las tendencias escépticas que veo en
mí mismo, pero lo hace consecuentemente, sin las imperfec-
ciones humanas. Se llamará Escéptico. Lo emplazaré de vez en
cuando a lo largo del libro, siempre que un globo particular-
mente predilecto exija ser pinchado. En este capítulo aparecerá

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

con más frecuencia, no obstante, antes de que empiece necesi-


tará una disciplina, una serie de normas mediante las cuales
aplicar su actitud escéptica Su elección será la que yo hice para
mí mismo en la adolescencia, es decir, la ciencia.
Comencemos con una historia larga y de final disparatado
Mis amigos de la infancia y yo pasábamos horas en las esqui-
nas de las calles y en los bancos de los patios de recreo compi-
tiendo por inventar méritos de este tipo Por lo común, dichas
historias tenían un formato estándar, que rellenábamos con las
aventuras que inventábamos en el momento
En un típico cuento de esta índole, el héroe buscaría una
autoridad suprema que conociera la respuesta a la pregunta de
cuál es el significado de la vida Se le ocurriría, por ejemplo,
localizar algún gurú sabio que viviera en lo alto de una mon-
taña inaccesible del Himalaya. Las aventuras del héroe en su
intento de localizar al gurú durarían años. Por fin, daría con él
y su aparición satisfaría todas sus expectativas. El gurú vestiría
una larga túnica; tendría el semblante bondadoso, surcado de
arrugas, y una inmensa barba gris. Se sentaría en actitud de me-
ditación perpetua.
El héroe, como es lógico, le plantearía de inmediato la pre-
gunta, y la respuesta que recibiría sería por ejemplo: «La vida
es un manantial.» Esto sumiría a nuestro protagonista en la
confusión y la ansiedad, y tras cierta' lucha consigo mismo, di-
ría bruscamente: «Ésa no puede ser la respuesta.» El gurú con-
testaría, con toda calma: «En efecto, la vida no es un manan-
tial.»
Por supuesto, en este libro, nuestro héroe es Escéptico, y la
pregunta, el origen de la vida. Omitiremos aquí las aventuras
del héroe y nos trasladaremos al momento de la confrontación.
El gurú, mientras tanto, ha meditado sobre las visitas anteriores
y ha aprendido de ellas. Sus interrogadores esperaban de él res-
puestas más largas, y, además, a menudo no les agradaba la que
recibían. Decidió que trabajaría con ellos más extensamente
para ayudarles a encontrar una respuesta aceptable.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Cuando Escéptico formuló su pregunta, el gurú le hizo el


siguiente ofrecimiento: trataría de dar una respuesta, y si a Es-
céptico no le gustaba lo que oía, estaba invitado a volver al día
siguiente y el gurú lo intentaría de nuevo. El gurú estaba dis-
puesto a seguir así durante una semana, si fuera necesario.
Luego tendría que atender otros asuntos.
El ofrecimiento fue aceptado y el gurú empezó con la pri-
mera respuesta ese mismo día, que era lunes.

El relato del lunes

«El primer ser vivo del que tenemos noticia se llamaba Pa-
dre Cuervo. Creó toda la vida de la Tierra y fue el origen de
todas las cosas. Era un sagrado poder vivificante que empezó
bajo la forma de ser humano y luego se convirtió en cuervo.
»Se despertó repentinamente a la consciencia y se vio acu-
rrucado en la oscuridad. No sabía cómo había llegado a ser, ni
dónde estaba. Todo a su alrededor era lóbrego y no alcanzaba
a ver nada. Avanzó a tientas, pero sólo encontró arcilla muerta.
Luego, exploró su cara y su cuerpo con las manos, y descubrió
que era un ser humano, un hombre. Además, tenía una pequeña
nudosidad dura encima de la frente, que algún día se converti-
ría en pico, pero él no lo sabía.
»Padre Cuervo caminó a gatas por la arcilla para explorar
los alrededores. En su deambular, tropezó con un objeto duro,
que enterró sin reflexionar. Prosiguiendo la excursión, de
pronto llegó al borde de un abismo y retrocedió. Oyó de repente
un sonido zumbante y notó que una pequeña criatura se posaba
en su mano. La palpó con la otra mano y descubrió que era un
gorrión. Este diminuto gorrión había estado allí al principio y
se le había acercado en la oscuridad. No había sabido de él
hasta tocarlo.
«Padre Cuervo reemprendió la exploración y volvió al lu-
gar donde había enterrado el objeto. Había echado raíces, con-
virtiéndose en un arbusto. Otros arbustos y hierbas crecían
ahora en las inmediaciones, en la arcilla desnuda. El hombre se

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

sintió solo, así que con la arcilla hizo una figura que se le pa-
reciera, y esperó El nuevo ser humano cobró vida y empezó a
cavar por doquier sin descanso. Mostraba un temperamento
vehemente y una actitud violenta. A Padre Cuervo no le gustó,
así que lo arrastró hasta el borde del abismo y lo arrojó a él.
Este ser se convirtió después en el espíritu del mal, el origen de
todo mal sobre la faz de la Tierra
«Padre Cuervo regresó a donde crecían los arbustos y se
encontró con que se habían convertido en un bosque de árboles
Avanzó a gatas para explorar su tierra oscura, pero encontró
agua en todas las direcciones menos en la que conducía al
abismo. El gorrioncillo había estado volando sobre su cabeza
todo el tiempo, y Padre Cuervo le pidió que bajara al abismo y
averiguara qué había allí Así lo hizo el gorrión, y a su regreso
dio cuenta de que allí había una nueva tierra, recién formada.
«Ellos estaban en la región llamada Cielo; a la de abajo,
algo más joven. Padre Cuervo la llamó Tierra. Examinó al go-
rrión y se fijó en la constitución de sus alas. Hízose unas simi-
lares para sí con ramas del bosque y se las colocó en la espalda.
Las ramas se transformaron en alas de verdad, al tiempo que le
crecían plumas y un pico. Se había convertido en una gran ave
negra y se puso a sí mismo el nombre de Cuervo.
«Padre Cuervo y el gorrión realizaron el largo viaje desde
el Cielo a la Tierra y quedaron agotados. Cuando se hubieron
recuperado. Padre Cuervo sembró la nueva región, como había
hecho en el cielo, y luego creó a los seres humanos. Unos dicen
que los hizo de arcilla, como hiciera con el primer ser en el
Cielo. Otros afirman que creó al hombre por casualidad, lo cual
sería más extraño que si lo hubiera hecho deliberadamente. Ha-
bía plantado algunas legumbres; luego abrió el fruto de una y
apareció el primer ser humano. Padre Cuervo creó después to-
dos los demás seres.
»Cuando hubo poblado la Tierra, el Cuervo reunió a los se-
res humanos y les dijo: “Soy vuestro Padre. Me debéis el suelo
que pisáis y vuestra propia existencia. No me olvidéis.” Acto
seguido regresó al Cielo.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

«Durante todo este tiempo, el Cielo había estado oscuro.


Con unos pedernales creó entonces las estrellas, y un gran
fuego para que alumbrara la Tierra. De esta manera cobraron
existencia la Tierra, el ser humano y toda la vida, pero antes
que ellos fue el Cuervo, y aún antes que él, el gorrioncillo.»
Cuando el gurú concluyó el cuento. Escéptico le preguntó
por el origen de esta singular historia. El gurú respondió que
un esquimal, Apakag, la había contado aun explorador escan-
dinavo, Knud Rasmussen, a orillas del océano Ártico. Se decía
que era una muestra de la antigua sabiduría de aquel pueblo.
Escéptico preguntó entonces qué razones podría haber para
creer que esta historia brinda una descripción adecuada del ori-
gen de la vida. El gurú contestó que sólo teníamos la palabra
del esquimal. Muchas culturas, añadió, han imaginado mitos
de la creación. La versión esquimal tenía algunas característi-
cas originales, como el estado de confusión del poder creador,
que a su juicio la hacían interesante. Los mitos de la creación
varían mucho en los detalles, pero todos proclaman su propia
validez.
Entonces, inquirió Escéptico, ¿cómo se podría elegir entre
ellos? Se le contestó que era sólo cuestión de preferencia per-
sonal.
Declaró entonces que ninguno le servía, que no estaba in-
teresado por la mitología. Quería una respuesta a partir de una
disciplina en la que se compararan diferentes puntos de vista y
se seleccionara el correcto por común acuerdo. La ciencia tenía
estas características. ¿Podría el gurú contarle un relato del ori-
gen de la vida con el que los científicos estuvieran de acuerdo?
El gurú dijo que lo haría al día siguiente, martes.

El relato del martes

«La naturaleza está unificada —empezó el gurú—. Es una


vasta, infinita entidad que en sí misma puede ser considerada
viva. Vida y muerte son meros aspectos distintos de esta misma

— 14 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

unidad. Así como los seres vivos pueden convertirse fácil-


mente en inanimados, también la materia inerte puede transfor-
marse y dar lugar a seres vivos. Las criaturas más sencillas, en
particular, se pueden formar con gran facilidad.
»No se precisa ninguna prueba profunda de esta verdad.
Hombres sabios y versados la han proclamado desde la anti-
güedad. Aristóteles y sus discípulos observaron que las luciér-
nagas emergían del rocío de la mañana, y que muchas clases
de animálculos se originaban en el lodo del fondo de los ríos y
estanques. Más adelante, el proceso recibió el nombre de gene-
ración espontánea. El filósofo René Descartes lo analizó y pro-
puso que era el resultado del calor que agita las partículas te-
nues y densas de la materia en putrefacción.
»Otros muchos científicos y filósofos abogaron por la ge-
neración espontánea, entre ellos Tomás de Aquino, Francis Ba-
con, Galileo y Copérnico. Se recopiló una larga lista de orga-
nismos que podían formarse de esta manera. John Needham
mostró que aparecen microorganismos espontáneamente en los
caldos esterilizados con más cuidado. Otros observaron que de
la madera nacen gusanos, de los excrementos, escarabajos, y
del lodo del río, ratones. El Nilo, sobre todo, parecía tener cua-
lidades fertilísimas. La gran literatura da testimonio de ello. En
Antonio y Cleopatra, de Shakespeare, Lépido dice a Antonio:
“Tu sierpe de Egipto nace del lodo por la acción del sol, y lo
mismo tu cocodrilo.”
»Recetas más exóticas llevaban al mismo resultado. Jan
Baptist van Helmont biólogo flamenco del siglo XVII, desa-
rrolló un procedimiento para la obtención de ratones a partir de
una mezcla de trigo y ropa interior sudada. Los ratones apare-
cían en forma adulta y se podían cruzar con ratones normales.
»Durante muchos siglos, los científicos estuvieron de
acuerdo en que no existía problema para el origen de la vida.
Según ellos, toda suerte de criaturas se producen de continuo y
por doquier a nuestro alrededor.»
El gurú había concluido su disertación, pero Escéptico pa-
recía perplejo, como si esperara más. Finalmente, le comentó
que creía que la teoría de la generación espontánea había sido

— 15 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

abandonada. El gurú le confirmó que así era, pero que, sin em-
bargo, se había aceptado casi sin discusión durante muchos si-
glos. Y, después de todo. Escéptico había solicitado una expli-
cación en la que los hombres de ciencia hubieran convenido.
Escéptico objetó que no le interesaban las teorías del pa-
sado. Quería una teoría sobre la que existiera acuerdo pleno
hoy día. Cuando le dijeron que no existía tal consenso, pidió la
explicación que hubiera recibido más aceptación. El gurú pro-
metió dársela el miércoles, y puntualmente comenzó a la ma-
ñana siguiente.

El relato del miércoles

«Hace cuatro mil millones de años, la atmósfera de la Tierra


ofrecía un aspecto parecido al de ahora, pero los gases no eran
los acostumbrados. En lugar de oxígeno contenía metano, hi-
drógeno y vapores de amoníaco.
»No existía vida. El planeta estaba cubierto por un mar so-
mero, estéril, las únicas tierras emergidas eran yermas islas; to-
davía no existían los continentes. Con todo, el paisaje no per-
manecía estático. Rugientes volcanes despedían lava. Las fuen-
tes termales que borboteaban en las cercanías, emitían al aire
vapor de agua y gases venenosos. De vez en cuando, una tem-
pestad de truenos fustigaba el planeta. Los relámpagos ilumi-
naban el paisaje. Las descargas eléctricas agitaban los gases de
la atmósfera, y hacían que se combinaran entre sí y con el agua.
Se formaron nuevas y extrañas moléculas; aminoácidos y nu-
cleótidos. Nunca antes habían sido vistas en la Tierra. Eran los
elementos constitutivos de la materia viva.
»Poco a poco, los mares se llenaron de más y más aminoá-
cidos y nucleótidos, con los que se creó una sustanciosa sopa
orgánica, más concentrada que un caldo de gallina. Formá-
banse moléculas cada vez más grandes. En el transcurso de
centenares de millones de años, se originaron toda clase de mo-
léculas por colisión al azar. Unas tenían forma espiral, otras
eran esféricas, y aun las había como largos filamentos.

— 16 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

»Por último, al cabo de miles de millones de acontecimien-


tos fortuitos, se formó una molécula que tenía el talento mágico
de copiarse a sí misma. Esta molécula mágica tenía dos largas
cadenas de nucleótidos entrelazados en espiral. Cuando las ca-
denas se separan, cada una de ellas atrae nucleótidos hacia sí y
constituye una copia de su anterior pareja, de modo que se for-
man dos moléculas gigantes donde antes había una. Había apa-
recido la reproducción.
»Este proceso de réplica se dio una y otra vez. Pronto los
descendientes de la molécula original dominaron las aguas de
la joven Tierra. Fueron las formas de vida más primitivas.
»En los miles de millones de años que se siguieron, estas
primeras moléculas autorreproductoras evolucionaron, y con el
tiempo produjeron la variedad de criaturas que ocupan la tierra
actual: microbios, plantas, ratones y seres humanos. Toda cria-
tura está hecha de células, y toda célula está hecha de los mis-
mos elementos constitutivos: aminoácidos y nucleótidos. En el
centro de toda célula viva se halla un descendiente de la pri-
mera molécula viviente, que ha sido bautizada con el nombre
de ADN.»
Esta vez. Escéptico pareció casi satisfecho al término del
cuento Había topado con esa historia muchísimas veces, en for-
mas ligeramente distintas, en escuelas, museos, en los medios
de comunicación. Le gustaba esta versión y se alegró al oír que
la aceptaban muchos científicos. ¿Y los restantes? ¿Se dejarían
persuadir también en breve?
El gurú le confirmó que esta historia había sido contada
muchas veces. La versión que le había contado la había tomado
de un relato del astrónomo Robert Jastrow en su obra Until the
Sun Dies. Sin embargo, no era probable que los científicos que
rechazaban esta teoría fueran a aceptarla en el futuro. En reali-
dad, había más disidentes ahora que veinte años atrás.
Escéptico preguntó por qué. La respuesta que recibió fue
que un número creciente de científicos creían que nunca había
existido la atmósfera descrita, ni la sopa. Además, se había in-
tentado preparar la molécula mágica por simulación de dicha

— 17 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

sopa en el laboratorio, y de momento todos los esfuerzos ha-


bían fracasado.
¿Podría haberse iniciado la vida en la Tierra sin esa atmós-
fera, sin la sopa, sin ADN? El gurú señaló que había surgido
una teoría nueva que prescindía de estos ingredientes. Le con-
taría esta historia al día siguiente.

El relato del jueves

«Hace cuatro mil millones de años, la Tierra tenía rocas,


agua y aire, como ahora. Ningún gas extraño llenaba el aire, ni
los nucleótidos y aminoácidos nadaban en el mar. La atmósfera
tenía el nitrógeno y el dióxido de carbono que hoy día nos son
familiares. Sólo faltaba el oxígeno, que ahora necesitamos para
vivir.
»Se producían tormentas y llovía. Las rocas se meteoriza-
ban, se disolvían y sedimentaban. Formábanse suelos y mine-
rales nuevos. Entre éstos figuraban las arcillas, que cristaliza-
ban de muy diversas maneras. Los diferentes tipos se desarro-
llaban, se fragmentaban, eran arrastrados corriente abajo y vol-
vían a desarrollarse. A medida que las circunstancias cambia-
ban, unas se difundían ampliamente y otras desaparecían.
«Permítasenos seguir las respectivas aventuras de tres de
estas arcillas, que llamaremos Limosa, Dura y Grumosa. Cada
cual iba a dominar la región en la que se depositó primero. Li-
mosa tenía una consistencia laxa indefinida. Poseía numerosos
canales abiertos por los que podía pasar el agua. Las aguas co-
rrientes depositaban minerales y se originaba más Limosa. Se
desarrollaba rápidamente. Dura tenía una forma densa, precisa.
Se aferraba muy bien a las rocas vecinas, pero apenas pasaba
agua a su través. Su crecimiento era lentísimo. Grumosa pre-
sentaba una mezcla de propiedades de las otras dos. Estaba coa-
gulada, con la consistencia de unas natillas mal hechas. Se
desarrollaba a un ritmo moderado. Las tres arcillas habían pa-
sado su vida en un clima bastante uniforme, seco.

— 18 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

«Cierto día cambió el clima y empezaron a caer lluvias to-


rrenciales. Limosa tenía demasiada fluidez para agarrarse bien
a la roca. Fue barrida por las aguas y nunca más se supo de ella.
Dura resistió bastante bien y continuó más o menos como siem-
pre. No se desarrolló ni difundió, y poco tuvo que ver con los
acontecimientos del futuro. Grumosa fue la que mejor se
adaptó a la situación. Se rompió en trozos. Unos permanecie-
ron en el mismo sitio. Los demás —los hijos— fueron arrastra-
dos aguas abajo. Muchos consiguieron hacer pie en otra roca
adecuada. Cuando remitieron las avenidas y se restablecieron
las condiciones normales, los bebés grumosos reanudaron el
crecimiento.
«Este ciclo se repitió. Aparecieron nuevas generaciones de
Grumosas y desarrollaron versiones mejoradas de ellas mis-
mas. Cierto día, parece ser que una de las Grumosas de nuevo
cuño aprendió a construir moléculas orgánicas —el tipo de mo-
léculas que hoy día empleamos en la vida— en su estructura.
Esta práctica se propagó e intensificó. Los seres orgánico-arci-
llosos sobrevivían mejor que los de arcilla sola, y se consiguie-
ron mejoras supletorias reduciendo aún más la cantidad de ar-
cilla.
«Un buen día, un descendiente lejano de Grumosa alcanzó
el final lógico de este proceso. Se deshizo de la última partícula
de arcilla. Ya no estuvo ligado a las rocas y pudo flotar libre-
mente en las aguas de la Tierra. Había empezado la evolución
moderna a partir de esta primera célula hecha exclusivamente
de compuestos químicos.»
Escéptico frunció el entrecejo y preguntó si no habían acor-
dado dejar de lado la mitología, porque en esta historia habían
vuelto a aparecer seres hechos de arcilla. Sólo faltaba Padre
Cuervo.
El gurú contestó que sí, que la creación a partir de arcilla
era característica de muchos relatos míticos y también había
formado parte de la teoría de la generación espontánea. Sin em-
bargo, el relato estaba basado en auténtica ciencia, ciencia
desarrollada por un químico de la Universidad de Glasgow lla-

— 19 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

mado Graham Cairns-Smith. En buena medida era especula-


ción, y se habían realizado pocos experimentos significativos;
no obstante, y a pesar de todo, era ciencia.
Escéptico preguntó qué acogida había tenido la teoría entre
los científicos. Se enteró de que su autor aún no era muy cono-
cido en el mundo de la ciencia, y de que sólo un reducido —
pero creciente— número de seguidores apoyaba esta hipótesis.
Puestos a escuchar especulaciones, comentó Escéptico, le
gustaría conocer las ideas de los científicos más reputados de
nuestro tiempo. El gurú estuvo de acuerdo en satisfacer su de-
seo, pero al día siguiente.

El relato del viernes

«Hace mucho tiempo, en un lejano sistema estelar, vivía


una raza civilizada. Su sol era muy parecido al nuestro, pero
era miles de millones de años más antiguo. El planeta de esta
raza se asemejaba a la Tierra en varios aspectos: tenía una at-
mósfera, océanos de agua y un clima agradable. Dicho planeta,
sin embargo, era más grande que la Tierra, y su mayor grave-
dad le permitía conservar gran parte de la nube de hidrógeno
en la que se había originado. Esta atmósfera de hidrógeno hizo
de él un lugar idóneo para el origen de la vida, todo lo contrario
de la Tierra.
»La vida se inició en este mundo remoto y evolucionó hacia
formas más complejas. Al cabo de miles de millones de años,
aparecieron seres inteligentes. El proceso evolutivo había co-
menzado en este planeta cuando el Universo era joven, y ya
existía civilización allí por la época en que se formó nuestro
sistema solar.
»En este punto, una nota triste empaña nuestro relato. Esos
seres, a quienes llamaremos los Antiguos, se enteraron de que
la civilización no podría perdurar en su planeta. Con el tiempo,
su sol se convertiría en un gigante rojo, y su planeta se vería
engullido en él y abrasado. Los Antiguos tantearon diversas es-

— 20 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

trategias para ponerse a salvo. Exploraron los planetas cerca-


nos de su sistema solar y de los vecinos en busca de mundos
aptos para la colonización, pero no encontraron ninguno.
»Se enviaron sondas espaciales no tripuladas para explorar
estrellas más lejanas. Dichas sondas informaron de que existían
algunos planetas bastante parecidos al suyo propio, pero que
en ninguno de ellos se había desarrollado vida. En unos pocos
casos se había acumulado una sopa de moléculas orgánicas,
pero faltaba un factor u otro, esencial para culminar el proceso.
»Los Antiguos construyeron entonces naves espaciales.
Expediciones que iban a durar muchas generaciones llevarían
colonos a esos mundos nuevos, que estaban a cien o más años
luz. Las mejores naves que pudieron diseñar invertirían como
mínimo diez mil años en el viaje, cifra igual a muchas veces la
duración de su vida. No lograron desarrollar métodos de hiber-
nación que funcionaran durante semejante lapso de tiempo, y
optaron por enviar pequeñas sociedades al espacio, en la espe-
ranza de que sus descendientes llegarían a colonizar nuevos
planetas. Sin embargo, tales sociedades resultaron inestables.
Las naves regresaron o se perdieron en el plazo de unos siglos.
»A esas alturas, los Antiguos se percataron de que no po-
dían solventar la supervivencia de su civilización. Se confor-
maron entonces con un objetivo menor: la perpetuación de la
vida misma. No esperaban que organismos superiores pudieran
sobrevivir a un viaje de miles de años a través del espacio, pero
las bacterias podían hacerlo con bastante facilidad.
»Se construyeron naves especiales para albergar bacterias
congeladas durante este largo viaje. En cada nave colocaron
muchos paquetes, cada uno con miles de bacterias. Algunos de
esos microbios podían usar moléculas orgánicas como ali-
mento, mientras que otros eran capaces de fabricarse su propio
alimento utilizando la energía radiante de un sol. Cada nave fue
dirigida a un sistema solar del que se sabía que contenía algún
planeta apto para la vida.
»Hace cuatro mil millones de años, una de esas naves se
aproximó a la Tierra. El blanco fue identificado. Se soltaron los
paquetes y su contenido fue dispersado por la superficie de este

— 21 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

planeta. Muchas bacterias aterrizaron en lugares inadecuados.


Unas pocas encontraron refugio en un mar o una charca. Las
especies más idóneas se propagaron y evolucionaron. Nosotros
somos sus descendientes directos, y los Antiguos fueron nues-
tros padrinos.»
Al término de este cuento, el gurú añadió una nota histórica.
Francis Crick había tratado esta idea con gran detalle en su li-
bro Life it self. Varios científicos más la habían apuntado bre-
vemente en épocas anteriores Crick era uno de los científicos
más famosos de nuestro tiempo: junto con James Watson había
descubierto la estructura del ADN, el hallazgo más importante
de la genética moderna. Crick había hecho otras destacadas
aportaciones a la ciencia.
Estos comentarios dejaron a Escéptico un tanto desconcer-
tado. Reflexionó durante un raro y finalmente le planteó varios
interrogantes: ¿Cree de verdad Francis Crick que la vida te-
rrestre se inició de esta manera?, ¿cómo demonios podemos
averiguar algo sobre los Antiguos? En todo caso, aunque la his-
toria, que parece ciencia ficción, fuera verdad, todavía no hay
solución para la cuestión última del origen de la vida. ¿Cómo
llegaron a existir los Antiguos en su planeta?
El gurú respondió que Crick no estaba convencido de que
tal serie de acontecimientos se hubiera producido. Sólo la había
propuesto a título de alternativa a las teorías convencionales.
En este momento era difícil obtener pruebas a su favor. Crick
consideraba que la teoría era prematura. Y no. no había plan-
teado ninguna hipótesis sobre el origen de la vida misma en la
galaxia.
El gurú prosiguió afirmando que existe otra teoría, similar
en algunos puntos a la de Crick, que también supone un origen
extra- terrestre para la vida terráquea, hace cuatro mil millones
de años. Otro célebre científico británico es su principal autor.
Y aunque no ha recibido el premio Nobel, sí ha merecido un
título nobiliario. Se trata del astrónomo sir Fred Hoyle.

— 22 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Hoyle está convencido de la validez de su teoría. Ofrece


pruebas en su defensa y retrotrae los orígenes a una última res-
puesta. El gurú continuaría con ella mañana, si Escéptico tenía
interés en saber de ella. Escéptico estuvo de acuerdo.

El relato del sábado

«La vida llegó por vez primera a la Tierra, procedente del


espacio, en forma de materia viva: bacterias y virus. Células,
virus y fragmentos de material genético han continuado lle-
gando a lo largo de la historia de nuestro planeta, provocando
muchas de las innovaciones biológicas atribuidas a la evolu-
ción darwiniana.
»E1 material vivo que nos alcanzó fue expelido anterior-
mente de otro sistema solar. Viajó a través del espacio interes-
telar bajo la presión de la luz de las estrellas, hasta que se cruzó
con una inmensa nube de gas. La nube finalmente se colapsó y
dio origen a nuestro sistema solar.
«En su temprana historia, nuestro sol era muy ardiente y
luminoso, de modo que la temperatura a la distancia de la órbita
actual de la Tierra era como la de un alto homo. Más allá, en la
vecindad de las órbitas de Urano o Neptuno, la temperatura era
más favorable, unos 20°C, ideal para los procesos de la vida. A
esta temperatura, las bacterias se multiplicaron rápidamente,
aprovechando los productos químicos de la nube como ali-
mento. Por entonces se formaron los cometas, y algunas bacte-
rias que encontraron refugio en ellos se reprodujeron hasta al-
canzar cantidades enormes. Otras bacterias escaparon al espa-
cio interestelar y emprendieron viaje a otro sistema solar.
«El Sol se enfrió y se formaron los planetas. Muchos come-
tas quedaron allende la órbita de Neptuno, donde ahora reinaba
un frío intenso. Las bacterias de los cometas se congelaron, con
sus procesos vitales completamente suspendidos, y así han per-
manecido durante cuatro mil millones de años.
«De vez en cuando, sin embargo, un cometa se desviaba
hacia una nueva órbita por efecto de la gravedad de una estrella

— 23 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

errante, y entraba en la región interna del Sistema Solar. A me-


dida que el cometa se aproximaba al Sol, el material congelado
de su superficie se deshelaba y evaporaba. Células y virus que-
daban libres en el espacio junto con otras partículas, y bombar-
deaban la Tierra. Además de esta lluvia, cometas enteros des-
cendieron suavemente sobre la Tierra y otros planetas con at-
mósfera, como Marte. Durante la primitiva historia de la Tie-
rra, células vivas de procedencia cometaria llegaban de conti-
nuo a su superficie. Muchas perecieron, pero algunas clases so-
brevivieron y se establecieron. Así comenzó la vida en nuestro
planeta.
«Este aflujo desde los cometas prosiguió durante muchí-
simo tiempo. El nuevo material biológico produjo innovacio-
nes evolutivas, pero no todo fueron efectos beneficiosos. En la
historia reciente, ciertas enfermedades epidémicas, incluidos
muchos brotes de gripe, se han debido a infecciones de origen
cometario.
«Los autores de esta historia no explican cómo se origina-
ron las células y los virus en el espacio, pero afirman que hasta
las formas más simples de vida son demasiado complejas para
haber surgido mediante reacciones químicas al azar en el seno
de una sopa. Fueron diseñadas por una inteligencia superior,
quizás un ser basado en la química del silicio. Seres aún más
inteligentes están tras los que nos crearon. Estos seres serían
capaces de controlar las reglas básicas de la física y de deter-
minar muchos caracteres del Universo.
»Existe una cadena de seres inteligentes que se remonta
hasta una inteligencia última. Dios, que es el Universo mismo.
Dios es igual al Universo.»
Un largo mutis siguió al término de esta narración. Luego,
Escéptico hizo las esperadas preguntas. Inquirió acerca del al-
cance de las pruebas, y sobre la naturaleza y la amplitud del
apoyo que estas ideas habían recibido de otros científicos. Co-
mentó la falta de detalle en lo concerniente a la cadena de inte-
ligencias superiores. ¿Era eso ciencia o religión?
El gurú señaló que Hoyle y su colaborador, Chandra Wi-
ckramasinghe, estaban prácticamente solos en la defensa de su

— 24 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

teoría, a pesar de haber publicado toda una serie de artículos


técnicos. Dios y las inteligencias superiores no figuraban en
esos detallados trabajos, sino en un libro de divulgación. Algu-
nos científicos convencionales han aceptado partes limitadas
de sus pruebas, si bien la mayoría ha atraído fuertes críticas.
Sin embargo, existe otro grupo que también se considera
científico y que apoya con firmeza ciertas partes de esta teoría,
en particular el rechazo a la idea de un origen químico de la
vida en favor del concepto de un creador último. Las opiniones
de este grupo gozan de un apoyo popular inmenso, prosiguió
el gurú (a pesar de su domicilio himaláyico, el gurú había en-
contrado la manera de informarse de los acontecimientos más
recientes). En una encuesta Gallup de 1982, el 44% de los nor-
teamericanos aprobaba esa postura con respecto a la creación
del hombre y de la vida. Hoyle y Wickramasinghe han colabo-
rado con este grupo en ciertas causas. El gurú presentaría el
punto de vista de este grupo acerca de los orígenes en su último
cuento, que empezaría el domingo por la mañana.

El relato del domingo

«Al principio creó Dios el cielo y la tierra.


«Pero la tierra era informe y vacía, y las tinieblas cubrían
la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre
las aguas. »Dios dijo: Haya la luz. Y hubo luz.
»Y vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las
tinieblas
»A la luz llamó día, y a las tinieblas noche; y hubo tarde y
hubo mañana; día primero.
«Dijo asimismo Dios; Haya un firmamento en medio de las
aguas, que separe unas aguas de otras
»E hizo Dios el firmamento, y separó las aguas que están
debajo del firmamento de las que están sobre el firmamento. Y
así se hizo
«Y al firmamento Dios lo llamó cielo. Y hubo tarde y hubo
mañana: día segundo.

— 25 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

»Dijo también Dios: Reúnanse en un lugar las aguas que


están debajo del cielo y aparezca lo árido. Y así se hizo.
»Y a lo árido diole Dios el nombre de tierra, y a las aguas
reunidas las llamó mares. Y vio Dios que lo hecho era bueno.
»Dijo asimismo: Produzca la tierra hierba verde y que dé
simiente, y árboles frutales, que, conforme a su especie, den
sobre la tierra fruto que contenga su semilla. Y así se hizo
«Con lo que produjo la tierra hierba verde que da semilla
según su especie, y árboles que dan, según su especie, fruto que
contiene su semilla. Y vio Dios que lo hecho era bueno.
»Y hubo tarde y hubo mañana: día tercero.
»Dijo después Dios: Haya lumbreras en el firmamento del
cielo, que distingan el día y la noche, y señalen los tiempos, los
días y los años.
«A fin de que brillen en el firmamento del cielo, y alumbren
la tierra. Y así se hizo.
»Hizo, pues, Dios dos grandes lumbreras: la lumbrera ma-
yor, para que presidiese el día, y la lumbrera menor, para pre-
sidir la noche, y las estrellas.
«Y colócolas en el firmamento del cielo, para que resplan-
deciesen sobre la tierra.
»Y presidiesen el día y la noche, y separasen la luz de las
tinieblas. Y vio Dios que la cosa era buena
»Y hubo tarde y hubo mañana: día cuarto.
«Dijo también Dios: Pululen de animales las aguas y vuelen
sobre la tierra aves bajo el firmamento del cielo. Y así se hizo.
»Creó, pues, Dios los grandes peces, y todos los animales
que viven y se mueven, producidos en las aguas según sus es-
pecies, y asimismo todo volátil según su género. Y vio Dios
que lo hecho era bueno.
«Y bendíjolos, diciendo: Creced y multiplicaos, y henchid
las aguas del mar; y multiplíquense las aves sobre la tierra.
»Y hubo tarde y hubo mañana: día quinto.
«Dijo todavía Dios: Produzca la tierra animales vivientes
en cada género, animales domésticos, reptiles y bestias salvajes
de la tierra según sus especies. Y fue hecho así.

— 26 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

«Hizo, pues, Dios las bestias salvajes de la tierra según sus


especies, y los animales domésticos, y todo reptil terrestre se-
gún su especie. Y vio Dios que lo hecho era bueno.
«Y por fin dijo: Hagamos al hombre a imagen y semejanza
nuestra, para que domine a los peces del mar, y a las aves del
cielo, y a los ganados y a todas las bestias de la tierra y a todo
reptil que se mueve sobre la tierra.
«Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios le
creó, los creó varón y hembra.
«Y echóles Dios su bendición, y dijo: Creced y multipli-
caos, y henchid la tierra, y enseñoreaos de ella, y dominad a los
peces del mar, y a las aves del cielo, y a todos los animales que
se mueven sobre la tierra.
«Y añadió Dios: Ved que os he dado todas las hierbas que
producen simiente sobre la faz de la tierra, y todos los árboles
que producen simiente de su especie, para que os sirvan de ali-
mento a vosotros.
«Y a todos los animales salvajes, a todas las aves del cielo
y a todo ser viviente que se arrastra sobre la tierra, le doy por
alimento toda hierba verde. Y así se hizo.
«Y vio Dios todas las cosas que había hecho, y eran en gran
manera buenas. Y hubo tarde y hubo mañana: día sexto.
«Quedaron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo el
ornato de ellos.
«Y completó Dios al séptimo día la obra que había hecho,
y el día séptimo reposó de todas las obras que había acabado.
«Y bendijo al día séptimo, y lo santificó; por cuanto había
cesado en él de todas las obras que creó hasta dejarlas acaba-
das.»
«He oído eso con anterioridad —señaló Escéptico—, y
desde luego es religión. Quizá sea muy buena religión, pero no
es eso lo que busco. Recorrí todo este camino en pos de una
respuesta científica, no de una religión o un mito. Creo que se
lo había explicado. Esto no vale. Busco una historia distinta.»
El gurú no se inmutó por esta declaración. Sí, muchas per-
sonas consideraban que este relato era de tipo religioso. Pero el
grupo al que él había aludido, los creacionistas, defendía que

— 27 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

eso era ciencia, e insistía en que se enseñara en las clases de


ciencias de las escuelas norteamericanas. Él no le había con-
tado esa historia por su carácter religioso, sino teniendo en
cuenta la opinión de dicho grupo de que eso era ciencia.
Sea como fuere, no tenía más tiempo disponible. Indicó a
Escéptico que si deseaba una respuesta científica a su pregunta
tendría que estudiar el material por su cuenta en vez de recurrir
a una autoridad, aunque fuera tan sabia como él. Pero primero,
añadió, sería prudente que aprendiera más acerca de la natura-
leza de la ciencia, y de la distinción entre ésta, religión y mito-
logía.
Seguiremos el consejo del gurú.

— 28 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

I. DUDA Y CERTIDUMBRE

Las criaturas vivas difieren tan asombrosamente del mundo


inanimado que las rodea, que no podemos evitar preguntamos
cómo se originaron y llegaron a adquirir su forma actual. ¿Fue
el comienzo de la vida un accidente, o el resultado ineluctable
de las leyes naturales, o acaso el acto deliberado de un pode-
roso ser sobrenatural? La respuesta a la pregunta nos incumbe
profundamente, pues influye no sólo en la idea que nos hace-
mos del significado de nuestra vida sino en el propósito último
de la vida en sí.
Por ello, la cuestión del origen de la vida sigue en pie desde
que el ser humano existe; cada sociedad ha ofrecido una res-
puesta. La forma habitual de estas respuestas ha sido la del
mito: un relato que da por sentada su propia validez, en lugar
de intentar demostrarla mediante algún procedimiento obje-
tivo. Estos mitos se han incorporado, por lo común, a una trama
religiosa más amplia, que brinda guía y gobierno sobre muchos
aspectos de la existencia humana.
En épocas recientes, una manera alternativa de afrontar la
realidad ha cautivado la imaginación de la humanidad: la cien-
cia. El desarrollo de la concepción científica moderna del Uni-
verso ha sido una gloriosa empresa intelectual de la raza hu-
mana. Muchos acontecimientos que en un tiempo parecieron
complejos y oscuros, desde los movimientos de las estrellas
hasta las actividades básicas de nuestro cuerpo, se nos han he-
cho comprensibles. Además, se ha empleado este conoci-
miento para poner buena parte de la naturaleza bajo nuestro
control cotidiano. Nuestros antepasados aguardaban paciente-
mente el alborear del día; nosotros podemos tener luz mediante
el simple movimiento de un dedo. Ellos padecían enfermeda-
des crónicas, hoy nos basta una píldora para que desaparezca
el dolor de cabeza.

— 29 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Estos triunfos de la tecnología atestiguan el poder del enfo-


que científico. Nos llevan a esperar que la ciencia pueda deci-
mos asimismo cómo se originó la vida. Los científicos más
comprometidos con la investigación del origen de la vida nos
han ofrecido, de hecho, un relato al respecto. Hablan de una
Tierra primitiva cubierta de rugientes volcanes, donde el trueno
y el relámpago retumbaban y centelleaban en una atmósfera de
gases extraños. Se formaban muchos compuestos químicos,
que se disolvían en los mares para dar lugar a una mezcla lla-
mada sopa prebiótica. Este caldo germinal contenía la mayor
parte de los ingredientes necesarios para la vida. Cierto día, por
casualidad, apareció un compuesto químico con la maravillosa
propiedad de reproducirse, y llenó el caldo con sus descendien-
tes. Así comenzó la evolución darwiniana.
Esta imagen ha permanecido vigente durante una genera-
ción. Supimos de ella en las clases de ciencias del bachillerato
y nos la hemos encontrado de nuevo en museos y medios de
comunicación. Artículos de divulgación y comunicados de
prensa nos informan todavía de que otro fragmento del cuadro
casi completo ha encajado en su sitio. No obstante, en una ins-
pección más detenida vemos que no todo anda bien en este
campo. No se aguanta firmemente, como nuestro conocimiento
de la circulación de la sangre o del movimiento de los planetas.
Los defensores de la teoría al uso disienten apasionada-
mente en un detalle capital: la identidad química de la primera
molécula autorreplicante. La mayoría se inclina por los ácidos
nucleicos, los portadores de la herencia hoy. Una ruidosa mi-
noría desafecta prefiere las proteínas, otra importante clase
contemporánea de compuestos bioquímicos. Más reciente-
mente, una facción radical ha sugerido que los minerales de
arcilla —que por lo general hacen pensar en alfarería, no en
reproducción— desempeñaron este decisivo papel inicial.
Algunos científicos eminentes han prescindido de todos es-
tos intentos de describir el comienzo de la vida en la Tierra y
han propuesto una alternativa absolutamente distinta: empezó
en otro lugar y llegó aquí, a la Tierra. Uno de ellos, sir Fred

— 30 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Hoyle, ha insistido además en que fue una inteligencia supe-


rior, emparentada con nosotros químicamente, la creadora de
nuestro tipo de vida. Al proponer esta idea, ha hecho causa co-
mún con un grupo mucho mayor que desea invocar al creador
bíblico con el mismo propósito, no como religión, sino a guisa
de ciencia.
A lo largo de este libro insistiremos, a una escala más am-
plia, en la petición que hacía Escéptico: queremos conocer el
mejor informe científico que exista sobre el origen de la vida.
Veremos que los partidarios de la teoría más difundida no han
respondido a la creciente evidencia en contra de la misma cues-
tionándose la validez de sus creencias, sino que han preferido
conservarla religiosamente como un mito. En respuesta a ello,
muchas explicaciones alternativas han introducido elementos
míticos de un calibre aún mayor, hasta que, finalmente, se ha
abandonado por completo la ciencia en su sustancia, si bien se
ha retenido el nombre.
Para satisfacer el objeto de nuestra petición, hemos de vol-
ver a la debida práctica de la ciencia. En particular, proclama-
remos el valor de la duda. Con frecuencia se pasa por alto este
elemento esencial cuando se presenta la ciencia al público. En
el lenguaje corriente, la afirmación de que algo es científico
significa que es correcto, que está demostrado más allá de toda
duda. ¿Quién osa argüir contra un hecho científico? La Tierra
es redonda y se mueve alrededor del Sol. El Universo está he-
cho de átomos, que se combinan en moléculas. No es preciso
que nos preocupemos más de estos asuntos. Tanta autoridad
conlleva el nombre de ciencia, que la palabra se añade a proce-
sos triviales para conferirles un toque de precisión, como en
«ciencia de la tapicería», o para validar equívocas áreas de in-
vestigación, como en «ciencia parapsíquica». La palabra «cien-
tífico» es definitiva.
En el campo del origen de la vida, nos las vemos con una
ristra de teorías enfrentadas, cada una de las cuales se arroga el
ser la única respuesta científica válida A lo largo de este libro
las someteremos a las rigurosas normas de evidencia emplea-
das por la ciencia contemporánea. Nos enteraremos de lo que

— 31 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

se sabe de la historia de la vida y de qué problemas importantes


quedan por responder, y hasta por explorar. Podremos entonces
bosquejar algunas soluciones posibles y apuntar cómo se puede
obtener la información que falta.
Antes de afrontar esta hazaña, hemos de familiarizamos con
las herramientas. En lo que queda de capítulo, aprenderemos
algo sobre la práctica óptima de la ciencia y la filosofía que la
sustenta.

1. LA CIENCIA: EL REINO DE LA DUDA

He escogido este título para marcar el contraste más fuerte


posible entre la visión corriente de la ciencia, descrita anterior-
mente, y su esencia. La ciencia no es un conjunto dado de res-
puestas, sino un sistema para obtenerlas. El método que se em-
plea en la investigación es más importante que la naturaleza de
las soluciones. Las preguntas no tienen por qué ser respondi-
das, y se pueden brindar respuestas y luego cambiarlas. No im-
porta cuán a menudo y cuán profundamente se altere nuestra
concepción del Universo mientras estos cambios acontezcan de
una manera consecuente con la ciencia. Porque la práctica de
la ciencia, como la del béisbol, está plagada de reglas precisas.
No hay buena ciencia, ni buen béisbol, si los jugadores no
se ponen de acuerdo en las reglas a seguir, o como mínimo no
las varían a su antojo. En el béisbol, el corredor va de home a
la primera base, después de darle a la pelota. Puede forzar las
normas corriendo fuera de la línea de base y salirse con la suya,
pero la dirección que debe tomar es clara. Si un jugador optara
por correr directamente desde home hasta la tercera base, sería
descalificado. Si insistiera en que su propia dirección es la co-
rrecta, se le expulsaría del juego. En este libro nos encontrare-
mos con argumentos que se presentan como ciencia, pero quie-
nes los aducen corren desde home hasta la tercera base. Buscan
respuestas a su modo, pero ese modo no tiene cabida en la cien-
cia.
En el campo del origen de la vida, no es nada raro que una
teoría u opinión particular sea elevada al rango de mito. Se la

— 32 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

trata entonces sólo como doctrina a validar, no a refutar. Es


importante que identifiquemos estos casos, así que nos deten-
dremos a considerar cuál es el empleo adecuado de los mitos y
cuál su contribución a la reflexión humana sobre el origen de
la vida.

2. LA MITOLOGÍA: EL REINO DE LA CERTIDUMBRE

Mi enciclopedia remonta el término «mito» al mythos del


griego antiguo, que significa «palabra» en el sentido de lo úl-
timo y decisivo sobre un tema. El mito se presenta como una
descripción autorizada de los hechos, descripción que no ha de
ser cuestionada, por extraña que pueda parecer. La cara opuesta
de esta moneda es el logos, vocablo griego para una descrip-
ción cuya verdad se puede demostrar y debatir. No hay que
confundir el mito con la ficción; ésta es entretenida o tiene otro
valor, pero no pretende ser verdad.
Muchos mitos tratan de aventuras de seres sobrehumanos.
Aquí emplearemos también el término para abarcar teorías y
descripciones de sucesos geológicos y reacciones químicas. La
manera de presentar el relato determinará si lo consideraremos
ciencia o mitología. La persona que presenta un mito da por
sentado que es verdad, y no contempla ninguna explicación al-
ternativa. Quizás aduzca pruebas en apoyo del mito, pero se-
guiría creyendo en él aunque no existieran pruebas o apuntaran
en otra dirección Por ejemplo, una persona puede creer que su
cumpleaños le traerá buena suerte. Si se encuentra dinero en la
calle ese día, lo aducirá como prueba de su suerte. Por otra
parte, si se tuerce el tobillo ese día cabría que ignorase la cone-
xión, o que supusiera que de haberse producido el accidente
otro día podría haberse roto la pierna.
Una idea o una explicación no tienen que ser falsas de ne-
cesidad por estar presentadas como mitos. En este libro, sin
embargo, buscamos respuestas a partir de la ciencia, no de la
mitología. La mera afirmación de que algo es verdad no ha de
ser considerada como prueba a su favor, no importa cuántas
voces lo canten a coro.

— 33 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Los mitos se cuentan allá donde hay seres humanos, y sa-


tisfacen muchas necesidades. A menudo son parte vital de la
religión, aunque las religiones tienen muchos elementos adi-
cionales, tales como ceremonias, códigos de conducta y siste-
mas de valores. Los mitos son también importantes institucio-
nes culturales, y confieren significado a las normas y tradicio-
nes de una sociedad. Además, brindan el necesario apoyo psi-
cológico al ser humano individual.
Considérese la posible situación de un campesino primi-
tivo. Quizás ha trabajado largas horas en el campo, atendiendo
solícitamente las necesidades de su familia, y observado las
tradiciones de su comunidad. Luego ve la cosecha barrida por
las inundaciones, su casa destruida por el rayo, y a su familia y
vecinos asolados por la peste. Podría caer en la desesperación,
en la sensación de que todo esfuerzo es inútil, de que no puede
controlar los acontecimientos, de que el mundo es un lugar es-
pantoso y terrible.
En cambio, si puede creer que, de una manera u otra, ha
ofendido a los dioses y que éstos le han castigado, recupera
cierta dignidad. Los sucesos externos son consecuencia de sus
acciones, y puede aprender a controlarlos con mejores resulta-
dos. Puede comprender la ira de otros seres humanos y apren-
der a hacerle frente. Si a la naturaleza se le otorgan rasgos hu-
manos, puede relacionarla asimismo con aquélla.
Incluso en los casos en que el ser humano se siente más
inocente y los sucesos más espantosos carecen de sentido, los
mitos pueden ayudar a reparar el daño y ofrecer consuelo. Mu-
chos de nosotros tuvimos padres que parecían omniscientes y
poderosos, pero que nos sometieron a penosas experiencias sin
ninguna razón aparente, y a pesar de todo confiábamos en que
las cosas se resolverían para bien a la larga. Vistos desde esta
misma perspectiva, los acontecimientos naturales son de más
fácil aguante. El célebre cuento bíblico de Job habla de un va-
rón honrado con siete hijos, tres hijas y muchos animales do-
mésticos. Para probar la fe de Job, el Señor permite que Satanás
destruya su familia y sus ganados, y lo aflija con una ulceración
de la piel. Después de mucha introspección, Job conserva la fe

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

y es recompensado. Levanta una nueva familia, de nuevo con


siete hijos y tres hijas, y prospera, con un rebaño de tamaño
doble que el anterior.
Los relatos míticos y las creencias religiosas brindan al ser
humano una enorme fortaleza ante la adversidad. Sin embargo,
para que sean efectivos deben ser sostenidos firmemente y no
estar sujetos a la duda. Las cuestiones sin resolver, las respues-
tas oscuras y las opiniones variables actúan en la dirección
opuesta. Despiertan ansiedad acerca de nuestra seguridad y
destino. Para muchos de nosotros, cualquier respuesta contun-
dente, que transmita cierta sensación de propósito, es mejor
que nada.

3. LOS MITOS DE LA CREACIÓN

A lo largo de la historia, los mitos han brindado respuesta a


cuestiones capitales, concernientes a nuestra existencia, in-
cluido el origen de la humanidad, de la vida toda y del Uni-
verso. Por lo general, estos temas se encuentran enlazados.
Existen mitos de la creación en prácticamente todas las cultu-
ras, y las recopilaciones como Sun Songs, de Raymond Van
Over, enfatizan sus muchos puntos en común. Sin embargo,
entre los diversos mitos no sólo hay similitud, también hay di-
ferencias. Una variante interesa de modo particular a este libro,
por cuanto va más allá de la mitología y alcanza a los conflictos
que dividen la ciencia y la separan asimismo de la mitología.
En términos sucintos, esta polémica se plantea en tomo a si la
creación se debe a un ser individual o al Universo como un
todo.
En muchos mitos de la creación, la existencia de las cosas
se debe a las acciones de un creador todopoderoso. En este sen-
tido, el mito samoano de la creación se parece a nuestra Biblia.
Comienza: «El dios Tegaloa vivía en los espacios remotos. Él
creó todas las cosas, estaba solo, no había ni cielo ni tierra. Es-
taba solo y vagaba errante por el espacio.»
El origen de este primer y poderoso ser rara vez se cues-
tiona en relatos de este tipo. No tuvo comienzo y ha existido

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

eternamente. Con frecuencia tiene forma humana, pero existen


excepciones. Un mito de los indios sía de Nuevo México, por
ejemplo, relata: «En el principio, hace mucho, mucho tiempo,
no había más que un ser en el mundo inferior. Era la araña Sus-
sistinako. En esa época no habían otros insectos, ni pájaros, ni
animales, ni ninguna otra criatura viviente.» En ese relato, la
araña Sussistinako creó a todos los demás seres vivos.
Hay otros mitos en los que el creador tiene menos poder y
menos propósitos, como el Padre Cuervo del relato de la Intro-
ducción. Esos poderes son a veces muy limitados y apenas so-
brepasan a los nuestros. Si por ejemplo consideramos un mito
el Relato del viernes del capítulo anterior, ios creadores que
aparecen en él deberían considerarse como bastante limitados.
Un creador más joven que el Universo, con un poder res-
tricto, supone una solución intermedia —que no definitiva— a
la búsqueda de los orígenes. Nos preguntaríamos entonces qué
fuerza fue originariamente responsable del comienzo de la
vida. Una respuesta alternativa invoca el poder germinal del
Universo mismo como origen de la vida. Tal respuesta aparece
en los mitos de diversas culturas. El doctor Heinrich Brugsch
resumió una compilación de mitos egipcios de la siguiente ma-
nera, según cita del libro de Van Over:
En el comienzo no había cielo ni tierra, y nada existía excepto
la masa ilimitada de agua primigenia, envuelta en la oscuridad,
que contenía en su seno los gérmenes y los principios, macho y
hembra, de todas las cosas que iban a ser en el mundo futuro. El
divino espíritu primigenio, que era parte esencial de la materia
primigenia, sintió en sí el deseo de empezar la obra de la Creación,
y su palabra despertó el mundo a la vida, mundo cuya forma y
tamaño ya estaban representados en él mismo.

El Rig-Veda de la India habla, análogamente, de un caos


incognoscible, primordial, del que surgió la forma de todas las
cosas. La filosofía china de Lao Zi habla del Tao, o quietud sin
forma, que por acción espontánea creó todas las cosas. Esta an-
tigua tradición alternativa de la mitología ha rebrotado, en
nuestros días, en el corazón del enfoque científico del tema: la
vida proviene de materia preexistente, no organizada, que tiene

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en su seno el potencial para crear las formas que conocemos.


Con esta nota dejaremos la mitología y pasaremos a examinar
los distintos medios que la ciencia ha empleado para llegar a
esta misma posición.

4. LAS REGLAS DEL JUEGO

La ciencia procede más del logos que del mythos. Utiliza


un enfoque distinto para comprender el mundo que nos rodea.
Quienes deseen respuestas rápidas, satisfactorias, mejor será
que se valgan de la mitología. Escéptico, si tal hubiera sido su
inclinación, podría haber puesto punto final a su búsqueda el
primer día. Muchas personas deciden aceptar los sistemas de
creencias unitarios, que brindan respuestas a los principales
problemas referentes a la vida, y se evitan la molestia de ulte-
riores pesquisas. Sus necesidades quedan satisfechas por los
mitos. En cambio, en la ciencia, el método por el cual se busca
una respuesta es más importante que la naturaleza de la solu-
ción. Las cuestiones no tienen por qué ser respondidas, en ab-
soluto, y se pueden ofrecer respuestas y luego rechazarlas al
ser desplazadas por una teoría más nueva.
El campesino primitivo cuya vida ha sido arruinada por las
inundaciones, el rayo y la peste, poco consuelo recibirá si de-
cide emprender un estudio científico de esos asuntos. Sin em-
bargo, él o sus descendientes aprenderán con el tiempo a cons-
truir presas, a erigir pararrayos, a elaborar vacunas. Se evitarán
nuevas calamidades. Aunque las explicaciones ofrecidas por la
ciencia cambien, las innovaciones técnicas asociadas con ellas
perdurarán y se perfeccionarán.
El progreso visible de la ciencia la diferencia de otras mu-
chas actividades humanas. Las obras de Eurípides, por ejem-
plo, todavía se representan. La filosofía de Platón aún se enseña
y discute. Pero las teorías científicas de Aristóteles están tan
muertas como el propio Aristóteles, excepto para los historia-
dores. En la ciencia, el progreso es posible (como lo es en el
juego del béisbol) porque las teorías, como los equipos, pueden
perder. Una señal que identifica una teoría como científica es

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

que la misma permita planear observaciones y experimentos


mediante los cuales exista la posibilidad de ser refutada en fa-
vor de otra.
El Universo que habitamos y observamos es la fuente úl-
tima y decisiva de autoridad en la ciencia. Ninguna declaración
en texto alguno, ni palabra de individuo alguno, por más emi-
nente que sea, puede reemplazarlo. La generación espontánea
fue abandonada cuando los experimentos ya no la apoyaron, a
pesar de la retahíla de defensores ilustres acumulados con el
tiempo. Las disputas, en la ciencia, se zanjan realizando nuevas
observaciones, no con debates ni votaciones. Pero la ciencia
difiere de los deportes en que el resultado final no tiene por qué
llegar enseguida. Lo más frecuente es que sea un proceso gra-
dual.
Los tantos de béisbol son categóricos; con raras excepcio-
nes, los partidos concluidos no se repiten. En la ciencia, sin
embargo, el conjunto básico de datos empleado para construir
teorías puede desplazarse y cambiar, según se descubren erro-
res en la obtención de los mismos. La magnitud del error que
puede colarse en la realización de simples observaciones es
mucho mayor de lo que los no científicos suelen creer.

5. LA ABUNDANCIA DEL ERROR

Reza el dicho; «Lo creeré cuando lo vea con mis propios


ojos.» Cuando comencé a trabajar en mi laboratorio, pronto
aprendí que no podía fiarme ni siquiera de mis propios ojos, y
no digamos de los de otros.
Somos víctimas, en muchos aspectos, de nuestra percep-
ción, de la tendencia a ver lo que ya hemos visto o deseamos
ver. En una archiconocida serie de experimentos realizada por
J. S. Bruner y Leo Postman, se mostraba a los sujetos un naipe
durante un tiempo muy breve y luego se les pedía que identifi-
caran lo que habían observado. Lo hacían muy bien cuando se
les mostraba naipes normales, pero con naipes raros la cuestión
era distinta. El cuatro de corazones negro casi siempre era iden-
tificado como cuatro de picas negro o cuatro de corazones rojo.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Las respuestas cambiaban sólo cuando se les presentaba la


carta una y otra vez. Los sujetos se sentían confundidos, se da-
ban cuenta de que algo estaba equivocado. Por último, la ma-
yoría identificó lo que habían visto, si bien algunos nunca lle-
garon a ese punto final.
Los errores de observación no son exclusivos de los obser-
vadores inexpertos que examinan algo rápidamente. A la vuelta
de este siglo, el famoso astrónomo Percival Lowell anduvo mu-
chos años convencido de que una extensa red de canales sur-
caba la superficie de Marte. Construyó todo un elaborado con-
junto de fantasías acerca de los habitantes que habían abierto
esos canales. Lowell bautizó los diversos canales y preparó ma-
pas detallados en los que aparecían líneas rectas interconecta-
das, que se prolongaban durante miles de kilómetros. Décadas
después, cuando una nave espacial en órbita fotografió con de-
talle la superficie de Marte, los canales no aparecieron, ni tam-
poco característica alguna que se correspondiera con ellos, si-
quiera aproximadamente, en configuración o localización. Lo-
well había sido víctima de una ilusión óptica producida cuando
se examinan formas irregulares, discontinuas, en el límite de la
percepción visual humana. En estas condiciones, tales diseños
se ven como líneas rectas.
Si no podemos aceptar el testimonio de nuestros sentidos,
¿cómo hemos de proceder? Incluso las fotografías, los aparatos
de medida o las pantallas digitales electrónicas tienen que ser
leídos e interpretados por nuestros ojos. De todas formas he-
mos de seguir adelante, aunque sin olvidar que cualquier ob-
servación puede ser errónea. Cuanto más sorprendente es un
hallazgo, más motivos hay para desconfiar de él. Cuando de-
termino la temperatura de fusión de una sustancia química
nueva y encuentro que es una cifra corriente, me inclino a acep-
tarla. En cambio, si observo que la sustancia sale lentamente
del tubo de ensayo y permanece suspendida en el aire, no con-
cluiría que ésta ha aprendido a volar. Dudaría del testimonio de
mis sentidos o buscaría alguna otra explicación más conven-
cional para lo observado. Y si bien no desdeñaría la observa-
ción, me gustaría contar con la confirmación de otras. Un sabio

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

filósofo dijo, hace algunos siglos, que para que él aceptara un


milagro sería necesario que la evidencia que lo apoyase fuera
tan impresionante que su refutación constituyera un milagro
mayor.

6. PARA PERSUADIR: PUBLICAR

La piedra angular del proceso científico es la publicación


de un informe completo de los experimentos con suficiente de-
talle como para permitir que otro investigador los repita si es
necesario. Idealmente, la publicación debería hacerse en una
revista profesional autorizada, una que emplee «árbitros». Es-
tos individuos son científicos con experiencia familiarizados
con el área particular de que se trate, que pueden describir erro-
res en la manera de llevar a cabo un experimento, o ver que la
conclusión no se sigue de los datos.
Mi esposa. Sandy, me contó una vez una situación insólita
en que uno de estos «árbitros» realizó su tarea directamente en
el lugar del experimento en vez de realizarla a posteriori con
los datos ya presentados. Sandy es psicóloga, y un colega de la
universidad le comunicó que estaba entusiasmado con unos re-
cientes y emocionantes descubrimientos de ciertos psicólogos
soviéticos. Estos psicólogos habían comunicado que ciertos su-
jetos de talento tenían la capacidad de percibir colores con la
punta de los dedos. Uno de esos individuos fue localizado en
la zona de Nueva York, y el colega de Sandy le habló en una
ocasión posterior de los lamentables sucesos que ocurrieron
cuando el sujeto fue puesto a prueba.
Al individuo en cuestión, una mujer, le vendaron los ojos y
la sentaron a una mesa. Pusieron en sus manos naipes de dife-
rentes colores. Ella pasaba los dedos por encima y, al cabo de
un rato, nombraba correctamente el color de cada uno de ellos.
La demostración convenció a todos los presentes, salvo a un
escéptico. Éste pidió un árbitro adecuado para el procedi-
miento, y trajeron a un mago profesional. El mago emitió en-
seguida su juicio: «Está mirando a hurtadillas.»

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

La mujer gozaba de buena reputación y nadie esperaba que


fuera a defraudar. En realidad, ella misma parecía no darse
cuenta de lo que estaba haciendo. Se concentraba en la punta
de los dedos, y al hacerlo contraía los músculos faciales. Final-
mente aparecía un relámpago de color. Quizá se imaginaba que
lo había percibido en el cerebro. De hecho, una pequeñísima
cantidad de luz había penetrado por debajo de la venda. Cuando
se repitió el experimento en condiciones que la visión era im-
posible, el efecto desapareció.
En ocasiones aparecen historias en los diarios sobre inves-
tigadores que presentan resultados científicos fraudulentos.
Uno de esos casos involucró a un científico que pintaba man-
chas en el dorso de ratones para simular el efecto que buscaba.
Los científicos son humanos, y esos sucesos se dan. El riesgo
de un eventual desenmascaramiento parece suficiente para
mantener tales incidentes en un nivel razonablemente bajo.
Mucho más corrientes son los errores inadvertidos, en los que
el investigador ve el resultado que desea y se precipita a abra-
zarlo sin detenerse a tomar suficientes precauciones contra ta-
les errores. Idealmente, el individuo que hace un descubri-
miento científico extraordinario debería desempeñar el papel
de abogado del diablo. Debería adoptar una actitud muy escép-
tica ante los resultados, y realizar todo esfuerzo razonable por
hallar una explicación menos apasionante. Sólo después de ha-
ber fracasado en semejante Intento debería publicar su ha-
llazgo. Dudo en calificar esta regla de esencial, pues es respe-
tada tanto como las señales de límite de velocidad en las auto-
pistas. Cuando veo una investigación realizada de este modo,
le pongo una etiqueta de calidad extra. La ausencia de esta ac-
titud desencadena lo contrario, enarbola una señal de adverten-
cia: «¡Cuidado, lector, estos resultados pueden ser basura!»

7. LAS PUBLICACIONES PUEDEN PERECER

No siempre se consigue cortar de raíz todos los errores an-


tes de la publicación, como en los experimentos de visión del
color con la punta de los dedos. Muchos pasan el escrutinio de

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

los árbitros científicos por descuido, o porque se proporcionó


poca o incorrecta información en el manuscrito. Me viene a la
memoria un caso muy ilustrativo, vivido por mí mismo.
Me sentía irritado con un profesor, altamente considerado,
del California Institute of Technology (abreviadamente, Cal
Tech). Éste había publicado en una prestigiosa revista dos ar-
tículos de química que tenían profundas consecuencias en mi
campo. Los artículos eran soberbios, abrumadores donde los
haya, con tablas, gráficos e interminables cálculos. Pero existía
un problema. Investigadores anteriores habían estudiado la
misma cuestión con otros métodos y llegaban a conclusiones
opuestas. El trabajo previo estaba hecho con sumo cuidado y
parecía no tener defectos. En aras de su teoría, el profesor del
Cal Tech no había hecho referencia a esos estudios anteriores.
Poco tiempo después, la suerte me deparó un tiempo con él.
El escenario era magnífico: el campus de la Ivy League a co-
mienzos de mayo. El sol resplandecía sobre los numerosos ár-
boles en flor, creando un hermoso telón de fondo, ideal para
charlas informales durante los descansos, aunque los científi-
cos no se tomaron ninguno. El organizador, un joven agresivo,
dejaba que las intervenciones desbordaran abiertamente el lí-
mite de tiempo. La conferencia se prolongó desde el desayuno
hasta muy entrada la noche, en una sala sombría, sin ventanas.
Finalmente, al segundo día, el profesor del Cal Tech habló.
Presentó los datos publicados, que fueron acogidos con
gran entusiasmo. «Es la noticia más apasionante que hemos
oído en la conferencia», atronó el organizador. Al final conse-
guí hacer uso de la palabra. «¿Qué me puede decir de los tra-
bajos anteriores que contradicen el suyo?», pregunté, haciendo
una relación de ellos. Me miró como si le hubiera preguntado
el nombre del alcalde de Shanghái, Se encogió de hombros,
señaló que no había considerado la cuestión, y se volvió hacia
otro interrogador.
«¡En ese caso, es bastante probable que sus datos estén
equivocados!», añadí alzando la voz. Nadie me hizo caso. Miré
furiosamente en torno, buscando ayuda. Había otra persona en

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la sala muy respetada, que debía conocer los trabajos más anti-
guos tan bien como yo. Era un inteligente escocés que había
ayudado a fundamentar esta área de investigación. Pero no lo
veía por ningún lado.
Cinco minutos después, lo encontré. «¿Por qué no me echó
una mano, Dan?» «Acabo de volver del lavabo —respondió—
. ¿Ha ocurrido algo interesante?»
El libro y la película El padrino pusieron de manifiesto que
la venganza puede seguir siendo dulce, aunque llegue «fría»,
es decir, meses o años después. Así fue en este caso. Un año
después llegó la retractación del Cal Tech. No se había conse-
guido repetir los resultados ni en ese centro ni en otros labora-
torios. Aquellas pilas mamotréticas de datos eran un absoluto
disparate, producto de un error experimental infantil que se ha-
bía descartado en el informe. El profesor pidió perdón a la co-
munidad científica por el lío que había organizado. Los parti-
cipantes en la conferencia habían pasado por alto la verdad y la
belleza del campus en aquella tarde de primavera.
Deben juzgarse los artículos científicos del mismo modo
que juzgamos una palabra que se nos ocurre en un crucigrama.
Cuando se ajusta bien a las palabras ya existentes, es probable
que sea correcta. En el caso de que contradiga las entradas an-
teriores, no podemos soslayar éstas sin más. Hemos de sacarlas
y encontrar alternativas que cuadren con la nueva palabra de
nuestra predilección. No tenemos estos problemas cuando la
palabra nueva se sitúa en una zona vacía del crucigrama, pero
lo acertado en este caso es proceder con igual cuidado y escri-
bir suavemente con lápiz. Si aceptamos demasiado en firme, en
los crucigramas o en la ciencia, que los nuevos hallazgos son
correctos, nuestra asunción puede impedir el progreso ulterior
en un campo.
El tratamiento de la ciencia por la gente y los medios de
comunicación a menudo no refleja esta cautela. Los resultados
sin publicar, presentados en una reunión, se toman como he-
chos. Los trabajos publicados se consideran como si estuvieran
grabados en lápidas de piedra. Afirmaciones como «hecho
científico probado» son de uso corriente tanto en la propaganda

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

como en las discusiones. La frase no refleja la naturaleza de la


ciencia, sino que denota más bien un anhelo insatisfactorio de
mitología. Nosotros, científicos, compartimos este anhelo, so-
bre todo cuando nuestros propios esfuerzos son responsables
de la producción del mito. Nos embarga la emoción y nos sen-
timos gratificados cuando nos sobreviene un relámpago de in-
tuición o se obtiene algún resultado nuevo en nuestro laborato-
rio. Cuando llegan una o dos migajas de confirmación, nuestra
actitud se afirma: ya poseemos la Verdad. Este sentimiento per-
judica luego todos los esfuerzos futuros. No podemos evitar
esta tendencia humana; lo mejor es ser conscientes de ello y
evitarlo cuando se presente.

8. EL ARTE DE CONSTRUIR TEORÍAS

El riesgo de que los datos sean incorrectos es uno más de


los que se dan en la búsqueda científica. Otro, tremebundo, es
que las observaciones puedan ser triviales, tal como les voy a
mostrar con el siguiente ejemplo. Mientras escribo esto, con-
templo por la ventana de mi estudio los frondosos árboles que
rodean mi casa. Brindan muchas oportunidades de recoger da-
tos. Podría contar el número de árboles en la finca y el número
de hojas en cada árbol. Este trabajo sería tedioso, inacabable, y
estaría sujeto a errores a menos que se realizara con cuidado.
Semejantes cualidades harían que algunos científicos lo mira-
ran con buenos ojos, pero en realidad carecería de interés; no
emergería ninguna teoría de esas cifras. Empero, si contara las
hojas día a día y representara esa cifra con respecto al tiempo,
«descubriría» la respuesta de los árboles a las estaciones. En
este caso, habría hallado un efecto importante. Lamentable-
mente, la conclusión ya es cosa sabida, y una vez más todos
mis sudores serían en vano.
Los científicos creativos son los que recopilan datos que
interesan, los que apuntan relaciones importantes y trazan con-
clusiones acertadas. No existen líneas maestras sistemáticas
para este proceso, y las trampas abundan. Como ejemplo, con-
sidérese el caso del individuo que se emborracha con ginebra y

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

tónica el lunes, con vodka y tónica y el martes y con ron y tó-


nica el miércoles: ¿qué provoca su embriaguez?
Si no supiéramos nada sobre bebidas alcohólicas, nuestra
primera conclusión sería inmediata: el factor común, la tónica,
provoca embriaguez. Cabe que la deducción sea incorrecta,
pero podemos emplearla para hacer predicciones que se puedan
verificar. El experimento es poco menos que inmediato: que el
individuo beba tónica sola. Al hacerlo y permanecer sobrio,
descubriremos que nuestra primera idea no era correcta.
Rara vez se abandona con premura una teoría equivocada.
Primero se intenta salvarla, modificándola. En el ejemplo an-
terior, podríamos suponer que la tónica produce embriaguez
sólo cuando se mezcla con otro líquido. Acto seguido cabría
poner a prueba por ejemplo la combinación de tónica y ga-
seosa. Tras este fracaso, se podrían añadir restricciones com-
plementarias. A la larga, quizás emergiera un nuevo enfoque.
Por algún destello de intuición, acaso diéramos en concluir que
la ginebra, el vodka y el ron pueden producir embriaguez, y
que la tónica nada tiene que ver en el proceso. Entonces pla-
nearíamos un experimento decisivo: nuestro complaciente su-
jeto intentaría emborracharse con cada una de estas bebidas sin
tónica. Esta vez lo conseguiría.
Un experimento crucial de esta índole representa el equiva-
lente científico del enfrentamiento cara a cara en un combate
de boxeo. Nadie saldrá victorioso de un debate entre mitologías
enfrentadas, pero en la ciencia se espera que haya un ganador
cuando se pone a prueba una teoría. Éste, por supuesto, no se
convierte en eterno campeón, pues nuevos contrincantes salta-
rán al cuadrilátero en cualquier momento. La nueva teoría que
afirma que la embriaguez puede deberse a ingestión de cual-
quiera de estos líquidos —ginebra, ron o vodka— planteará
problemas el jueves por la noche cuando el mismo individuo
se emborrache bebiendo whisky con soda.
De este modo, podría emerger una teoría modificada, que
contuviera una lista exhaustiva de bebidas embriagadoras. Las
nuevas, una vez descubiertas, se añadirían simplemente a la

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

lista. Cierto día, quizás un químico reparase en que todas con-


tienen alcohol etílico, y escribiera una tesis más simple: las be-
bidas que contienen alcohol etílico producen embriaguez.
Como la anterior, esta teoría describiría correctamente todos
los datos. ¿Cuál usar? Una regla científica cubre esta eventua-
lidad: se adoptará la tesis más sencilla de las dos. Cuando al-
guien se sirve de este principio se dice que aplica la navaja de
Ockham, en alusión al filósofo y teólogo del siglo XIV Gui-
llermo de Ockham.
Todas las teorías anteriores, correctas y erróneas, simples y
complejas, caen en el ámbito de la ciencia, pues es posible po-
nerlas a prueba. Considérese, a título de comparación, la si-
guiente tesis: «Se produce embriaguez siempre que el dios
Baco decide dispararle a alguien una flecha. El estado persiste
hasta que la flecha cae. Ni Baco ni sus flechas pueden ser de-
tectados de ninguna manera.» Puedo imaginarme algunas es-
cenas fantásticas según leo este relato. Si lo creyera, podría vi-
vir sintiéndome menos culpable. Baco tendría la culpa cuando
me emborracho, no yo. Pero esta tesis es un mito y no ciencia:
no existe manera de refutarla, de demostrar que es errónea.
Baco produce embriaguez, y la embriaguez es obra de Baco. El
círculo es impenetrable. Una persona que presentara esto como
ciencia estaría corriendo descaradamente de home a la tercera
base.

9. SEMMELWEIS Y LA FIEBRE PUERPERAL

Los ejemplos anteriores son imaginarios. Me gustaría ofre-


cer un relato más vivido del proceso científico, de modo que
voy a contar la historia de Ignaz Semmelweis, que ideó medi-
das profilácticas importantes para controlar la fiebre puerperal.
Semmelweis fue un médico húngaro que trabajó en un hos-
pital de Viena en los años cuarenta del siglo pasado. Dos clíni-
cas de obstetricia de este hospital diferían radicalmente en las
tasas de mortalidad producida por la susodicha enfermedad tras
el alumbramiento. No existía una teoría específica para descri-
bir la causa de la enfermedad o las diferencias entre tales tasas,

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

sólo meras generalizaciones, por ejemplo, que se debía a in-


fluencias «atmosférico-cósmico-telúricas». Esta definición —
que abarca el cielo y la tierra— era tan vaga como para no su-
gerir ensayos que la verificasen, y resultaba acientífica e inútil.
Semmelweis optó por observar de cerca las dos clínicas.
Los estudiantes de medicina hacían las prácticas de obste-
tricia en la primera clínica, la que tenía mortalidad alta, mien-
tras que en la otra se empleaban parteras. ¿Es que los estudian-
tes eran muy torpes e infligían lesiones debido a una burda ma-
nipulación durante el examen? La inspección de las pacientes
en lo que atañe a estas lesiones no reveló diferencias significa-
tivas. Pensó entonces en otra posibilidad. Las mujeres de la se-
gunda clínica daban a luz echadas de costado; las de la primera,
de espaldas. No sin ciertas dificultades, se indujo a los estu-
diantes de la primera clínica a adoptar la posición lateral. No
se presentó cambio alguno en la mortalidad.
Se pensó en una explicación psicológica. La primera clínica
quedaba junto a una sala de enfermos donde se solía requerir
la presencia del sacerdote para administrar los últimos sacra-
mentos. Un enfermero con una campana precedía al sacerdote.
Ambos cruzaban la primera clínica, pero no la segunda, en su
recorrido. ¿Espantaba y desmoralizaba este macabro y ruidoso
espectáculo a las madres encintas, menguando su resistencia a
la enfermedad? Se cambió el itinerario del sacerdote, pero las
tasas de mortalidad no cambiaron. Se probaron otros muchos
factores, mas todo resultó inútil.
La observación clave fue accidental. Jakob Kolletschka, un
colega de Semmelweis, sufrió un pinchazo en el dedo mientras
realizaba una autopsia. Murió, y con síntomas que recordaban
los de la fiebre puerperal. Semmelweis decidió que unas «par-
tículas cadavéricas» introducidas en el torrente sanguíneo de
su colega habían producido la enfermedad, y de ahí saltó a la
conclusión de que las mujeres enfermas habían corrido un des-
tino análogo en la sala de partos. Los estudiantes de medicina
realizaban autopsias, se lavaban las manos sin mucho cuidado,
iban luego a la primera clínica para examinar a las pacientes, y

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

las infectaban. Las comadronas de la segunda clínica no prac-


ticaban disecciones y no provocaban la enfermedad.
Acto seguido. Semmelweis pidió que todos los estudiantes
se lavaran las manos en una disolución de cal clorada antes de
entrar en la sala de maternidad. Esta sustancia bastaba para eli-
minar el olor a cadáver de las manos, y se supuso que también
destruiría las partículas. En dos meses, la tasa de mortalidad de
la primera clínica se redujo, y se salvaron muchas vidas.
Este funcionamiento satisfactorio no confirmó todos los de-
talles de la nueva teoría, pues un desgraciado incidente condujo
a su modificación. Once pacientes murieron a un tiempo de fie-
bre puerperal. No andaba de por medio ningún cadáver, sino
que la epidemia fue rastreada hasta un foco distinto. Una pa-
ciente de la misma sala había sufrido «cáncer cervical ulce-
rante» y el personal médico que la examinó procedió seguida-
mente a visitar a otras pacientes de la misma sala, sin detenerse
a lavarse las manos con cal clorada. Fue entonces cuando se
descubrió que la enfermedad podía ser producida no sólo por
material de los cadáveres, sino también por «materia pútrida de
los organismos vivos». Se adoptaron procedimientos mejora-
dos, y se salvaron más vidas. Pero, a pesar de este éxito, seguía
sin ser comprendida la verdadera causa de la enfermedad: la
infección por microorganismos.
Las deficiencias de la teoría, así como la oposición a la
misma basada en motivos políticos, demoró la aceptación de
los métodos de desinfección de Semmelweis. Por ironías del
destino, éste murió de una herida infectada —como su colega
Kolletschka— antes de que su teoría triunfara definitivamente.

10. EL DESFILE DE LOS PARADIGMAS

La epopeya de Semmelweis ilustra cómo determinadas


ideas que tienen éxito en cuanto a su valor predictivo, pueden
ser descartadas en un momento posterior en favor de otras más
efectivas. Éste es el destino no sólo de las teorías individuales,
sino de los conceptos explicativos más generales que estructu-
ran toda una disciplina. Thomas Kuhn, en su obra La estructura

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de las revoluciones científicas, llama a dichos conceptos «pa-


radigmas».
Semmelweis intentó combatir la enfermedad en una época
en que la ciencia pertinente se hallaba en un estado preparadig-
mático. Se habían recogido muchos datos importantes en lo
concerniente a la mortalidad, pero no existía un concepto uni-
ficador a mano que los explicara. A falta de un paradigma, la
ciencia se mueve a ciegas. Se recopilan datos esencialmente al
azar, surgen diferentes escuelas contrapuestas y cada cual in-
terpreta la información según sus propios postulados. Los par-
tidarios de una escuela ignoran por lo general los hallazgos de
las otras. Aparecen de continuo nuevas especulaciones. (Una
especulación es una explicación científica que va más allá de
los datos disponibles. En principio es contrastable, pero de or-
dinario no conviene hacerlo por el momento. La idea de Crick,
de que la vida comenzó en la Tierra con la llegada de bacterias
en naves espaciales, es un ejemplo excelente de especulación.)
Los dominios preparadigmáticos de la ciencia atraen por lo
común la atención del público general, pero frustran a los cien-
tíficos que trabajan en ellos. Las cuestiones que atañen a la base
molecular del envejecimiento y la conciencia, o a la existencia
de vida en otros lugares del Universo, son ejemplos de este
tipo.
Con el tiempo, a medida que madura una rama de la ciencia,
triunfa una escuela de pensamiento. Su forma específica de in-
terpretar los datos resulta más verdadera y hace mejores pre-
dicciones que las demás. La vencedora se instala como para-
digma rector. La teoría atómica de la materia, la evolución dar-
winiana y la base molecular de la herencia, entre otras, caen
dentro de esta categoría. Un paradigma, una vez establecido,
domina el pensamiento en su campo de aplicación. Los nuevos
investigadores de la disciplina en cuestión se inician en ella es-
tudiándolo. Libros y artículos sobre el tema, otrora comprensi-
bles para el lego, incorporan ahora el conocimiento detallado
del paradigma y quedan fuera del alcance del público general.
Y sobre todo, se desata una efervescente actividad científica.

— 49 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Un paradigma nuevo provee sólo un esquema general al


área de conocimiento correspondiente. Hay que añadir los de-
talles. Deben explorarse a fondo las consecuencias del para-
digma. Se tienen que revisar los resultados que no encajan en
el cuadro, e incorporarlos a la estructura si es posible. Kuhn
llama «ciencia normal» a esta actividad de confirmación del
cuadro existente. La mayoría de los resultados de la misma tie-
nen quizá poco interés para el público en general, pero esta
clase de trabajo reporta satisfacción a los científicos. Los ex-
perimentos, cuando se hacen bien, ofrecen resultados que tie-
nen sentido, y añaden otra pieza a un rompecabezas cuyo con-
tenido global está claro. Los mejores resultados merecen el elo-
gio de casi todos los investigadores de ese campo.
En ocasiones, una investigación intensiva en una determi-
nada área pone de manifiesto anomalías, piezas nuevas que no
encajan. Errores del tipo de los que hemos tratado explican bien
parte de tales anomalías. Todo dominio saludable de la ciencia
posee su provisión de tales anomalías. (Son problemas idóneos
para tesis doctorales.) Poco a poco se van resolviendo, y otros
nuevos ocupan su lugar. Pero, de vez en cuando, las anomalías
no ceden. Según se intenta resolverlas, se multiplican y se ha-
cen más evidentes. A la larga, llegan a ser una amenaza para el
propio paradigma.
Llegado este punto, un sentimiento de crisis e incertidum-
bre invade el área en cuestión; los que se dedican a ella sienten
malestar. Esta ansiedad proviene del carácter emocional de los
científicos interesados, no de amenaza alguna para los logros
técnicos en dicho campo. La incertidumbre y el azar sientan
plaza en el mundo ordenado del paradigma, que cuando parecía
inexpugnable había desempeñado muchas de las funciones del
mito. Cual hereje que no es bien recibido en la iglesia, el cien-
tífico que discute el paradigma rector no será aceptado por sus
colegas.
En ciertos casos, las dificultades se multiplican hasta que el
propio paradigma se viene abajo, desplazado por otro. Ha so-
brevenido una revolución científica. Una de ellas fue la susti-
tución de la astronomía de Ptolomeo, centrada en la Tierra, por

— 50 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

la concepción de Copérnico, en la que los planetas giran alre-


dedor del Sol. En otros casos, un paradigma puede hundirse por
motu proprio sin sucesión, y la situación preparadigmática se
reinstala por un tiempo. Uno de estos casos es la generación
espontánea.
Los relatos del desarrollo de la ciencia dan por sentado una
acumulación gradual de conocimiento, una suave ascensión
por la escalera del saber a lo largo de la historia. Kuhn concibe
el proceso como una serie de episodios discontinuos: la ascen-
sión y la caída de los paradigmas. La historia de la cuestión del
origen de la vida se comprende mejor en este contexto. La ge-
neración espontánea dominó el campo durante un milenio. Zo-
zobró en el siglo XVIII, si bien no llegó a hundirse plenamente
hasta los años sesenta del siglo pasado, cuando Louis Pasteur
realizó una importante serie de experimentos. Siguió un pe-
ríodo de confusión hasta que afloró un nuevo paradigma du-
rante el período 1922-1953. Recibió éste el nombre de hipóte-
sis Oparin-Haldane en honor a sus fundadores, Alexander I.
Oparin y John B. S. Haldane. Esta teoría sigue vigente hoy día,
aunque su pulso es cada vez más débil. Han surgido anomalías
que amenazan la estructura básica. Las especulaciones candi-
datas al papel de paradigma del futuro no se han hecho esperar.
El resultado no está asentado, pero apreciaremos mejor las di-
ficultades del presente cuando hayamos digerido el ejemplo del
pasado.

11. LA GENERACIÓN ESPONTÁNEA: EL PARADIGMA


PERDIDO

El término «generación espontánea» se ha aplicado de di-


versas maneras. Adoptaremos aquí la definición del historiador
John Farley: por generación espontánea se entiende la creencia
de que «ciertas entidades vivas pueden aparecer de repente, por
azar, a partir de la materia y con independencia de toda clase
de padres». Esta idea refleja la experiencia de numerosos ob-
servadores, que se remontan a los tiempos de Babilonia, de la
China antigua y la Grecia clásica.

— 51 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Puedo completar sus observaciones con una mía. Hace


poco viajé a las islas Galápagos para ver los lugares que inspi-
raron a
Charles Darwin y que tantos datos le reportaron para su
posterior teoría. Mis compañeros de viaje y yo exploramos una
de las islas, Fernandina, que presenta enormes coladas de lava
—testimonio de las erupciones intermitentes habidas en el
transcurso de varios siglos—. Poca vida íbamos a ver en esta
enorme extensión de roca negra, retorcida y desigual, que se
prolonga desde las montañas hasta el mar. Las excepciones
más notables sólo eran perceptibles de cerca, pues su color y
forma se confundían con los de la roca. Minúsculos lagartos de
un color negro grisáceo aparecían y desaparecían por doquier.
Formas reptilianas mayores, negras y erizadas de púas —las
iguanas marinas— se asoleaban cerca del mar. Armonizaban
tan bien con el entorno que las imaginé originadas a partir de
la lava, producto de la generación espontánea. Alexander Opa-
rin había sintetizado con anterioridad esta tentación: «Siempre
que el ser humano se ha encontrado con la aparición inesperada
y exuberante de cosas vivas, lo ha considerado un ejemplo de
la generación espontánea de la vida.»
El derrumbe del paradigma de la generación espontánea
empezó cuando el ser humano sustituyó la observación pasiva
por la experimentación activa. Un médico italiano del siglo
XVII, Francesco Redi, figura entre los primeros en dar motivos
de duda. Redi puso carne de serpiente recién muerta en un re-
cipiente abierto. Como otros muchos ya habían observado, al
cabo de varios días aparecieron pequeños gusanos blancos en
la carne. Redi cogió algunos y los puso en un frasco aparte.
Transcurrido cierto tiempo, cada uno de ellos se convirtió en
una mosca, así que no eran gusanos, sino larvas de mosca.
Repitió nuevamente el experimento, pero cubrió con una
gasa los frascos con carne. La malla era tan tupida que las mos-
cas no podían llegar a la carne. No se desarrollaron larvas en el
interior de los frascos, pero aparecieron huevos de insecto so-
bre la gasa. Quitó entonces la cubierta protectora, y al poco

— 52 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

tiempo las larvas hicieron acto de presencia en la carne. Se ha-


bía demostrado que su origen eran las moscas, no la generación
espontánea. Así pues, la teoría quedó refutada en este caso par-
ticular, pero sobrevivió. El propio Redi creía que la generación
espontánea podía darse en otras circunstancias.
Un caso especial, aceptado por muchos científicos, era el
de la generación espontánea de los microbios. Estos «ani-
málculos» habían sido descubiertos por Antoine van Leeuwen-
hoek, contemporáneo de Redi, en sus primeras investigaciones
con el microscopio.
John T. Needham, jesuita y naturalista del siglo XVIII, afir-
maba haber observado la generación espontánea de estas mi-
núsculas criaturas en caldos de cultivo preparados por él. Need-
ham hirvió los caldos para matar los microorganismos ya exis-
tentes, y luego selló los matraces, en ocasiones hermética-
mente. Una vez cerrados, los calentó sobre ascuas para esteri-
lizar el aire de su interior. No había descuidado ninguna pre-
caución, según él. En todos los casos, transcurridos varios días
aparecieron animálculos dentro de los matraces.
Las opiniones de Needham eran opuestas a las de otro cura
científico, el italiano Lazzaro Spallanzani, que realizó la misma
clase de experimentos con más cuidado. Spallanzani selló pri-
mero todos los frascos herméticamente y luego los calentó du-
rante más tiempo para garantizar la esterilización. En centena-
res de experimentos de este tipo, empleando muy diversas re-
cetas para el caldo, nunca aparecieron microbios. Concluyó
que Needham no había tomado suficientes precauciones al se-
llar los frascos, o que no los había calentado bastante.
Needham no agradeció a Spallanzani la elegante refutación
de su teoría. Quizá su vocación no le había preparado para ha-
cer de abogado del diablo. En vez de eso, Needham modificó
su teoría para satisfacer las nuevas circunstancias. Estaba con-
vencido de que sus caldos, que él llamaba infusiones, tenían el
poder de crear vida, pero que su vitalidad podía ser destruida
por un tratamiento brusco, a la Spallanzani. Cabe citar las pa-
labras del propio Needham: «Sin embargo, el método mediante
el que él [Spallanzani] ha torturado sus diecinueve infusiones

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

vegetales es evidente que ha debilitado considerablemente, o


acaso destruido por completo, la fuerza vegetativa de las sus-
tancias en infusión.» Llegados a este punto, no estaba claro
cómo se podría efectuar una prueba definitiva, y la controversia
se prolongó hasta la época de Louis Pasteur. En 1862, este gran
científico francés ganó un premio de la Academia Francesa de
Ciencias por sus experimentos relativos a la generación espon-
tánea. Un colega, J. B. Dumas, le había prevenido de entrar en
el estudio del origen de la vida: «No le aconsejaría a nadie que
dedicara demasiado tiempo al tema.» A Pasteur le cundió el
tiempo que invirtió en él, pero, más de un siglo después, yo he
recibido un consejo similar.
Pasteur demostró que los supuestos casos de generación es-
pontánea se debían a la contaminación de los caldos por micro-
organismos transportados por las partículas de polvo del aire.
En los experimentos clave, utilizó matraces con cuello de
cisne, así llamados por el largo cuello en forma de S que los
comunica con el exterior. En su interior, los caldos esteriliza-
dos por calentamiento permanecían estériles. Las partículas de
polvo que transportaban bacterias quedaban atrapadas en el
cuello y no podían llegar al líquido. Sin embargo, cuando se
eliminaba dicho cuello, en los caldos proliferaba una multitud
de microbios al cabo de cuarenta y ocho horas. La ausencia
inicial de bacterias en el caldo esterilizado no se debía a la pér-
dida de un poder vegetativo, sino más bien a la exclusión de
los microbios del aire.
Pasteur resumió su investigación en una conferencia triun-
fal en la Sorbona, en 1864, que finalizó con este comentario:
«La doctrina de la generación espontánea no se recobrará ja-
más del golpe mortal de este sencillo experimento.»
Puede que el golpe fuera mortal, pero la víctima se tomó su
tiempo para desaparecer. Una de las máximas científicas
afirma que las teorías desacreditadas expiran no por la rápida
conversión de sus partidarios, sino por el fallecimiento del úl-
timo de sus defensores. El superviviente final de esa época de
defensa de la generación espontánea fue un científico inglés:
Henry C. Bastian. Bastian había descubierto que las infusiones

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de heno contienen esporas anormalmente resistentes al calor.


Se necesitaban periodos de calentamiento mucho más largos
para destruirlas. Pero él no interpretó sus resultados de esta ma-
nera, sino que vio en ellos una prueba de la generación espon-
tánea. En los años setenta del siglo XIX, se enzarzó en un agrio
debate con los miembros de la Academia Francesa. Siguió solo
en defensa de su posición hasta su fallecimiento en 1915.
El ejemplo de Bastian demuestra el influjo que puede ejer-
cer un paradigma o una teoría de cosecha propia en la mente
de una persona. Se abandona la actitud escéptica, la que mejor
sienta a la ciencia, y la idea toma visos de mito. Nos iremos
tropezando con este comportamiento a medida que vayamos
explorando el origen de la vida. Sin embargo, antes de exami-
nar las teorías posteriores a la de la generación espontánea ha-
bremos de hacer una pausa para revisar parte de la información
fundamental obtenida por la ciencia en lo referente a la natura-
leza de la vida y su historia en este planeta.

— 55 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

II. DOS MANCHAS EN UNA ROCA

Es fácil observar un perro y una roca, y decidir que uno está


vivo y el otro no. Mucho más arduo resulta comparar dos man-
chas en una roca y llegar a la misma conclusión. Sin embargo,
una puede ser un mineral, totalmente similar al resto de la roca,
mientras que la otra puede ser un vegetal primitivo (un liquen),
formado por los mismos compuestos químicos que el perro.
La naturaleza de unas manchas —aún sin identificar— ob-
servadas en ciertas rocas es de una importancia capital. En
1976, dos sondas espaciales no tripuladas del proyecto Viking
llegaban a la superficie de Marte e intentaban determinar por
diversos medios si existía vida en ella. Las cámaras que trans-
portaban ofrecían el método más directo de detección de vida.
La información previa sobre la superficie de Marte era tan es-
quemática e incompleta que no se podía excluir ni siquiera la
presencia de animales del tamaño de un oso.
Las cámaras no revelaron nada que se moviera, ni caracte-
rística alguna que atestiguara la presencia manifiesta de vida.
El doctor Gilbert Levin, miembro del equipo investigador del
Viking, no se desanimó y exploró las fotografías con gran cui-
dado. Descubrió que las rocas próximas a una de las sondas
espaciales tenían manchas verdes que guardaban estrecha se-
mejanza con los líquenes de la Tierra. Los líquenes, que son en
realidad una especie de matrimonio entre algas y hongos, figu-
ran entre las formas de vida más adaptables de la Tierra. Pue-
den sobrevivir en lugares fríos y áridos, como en las cumbres
de las montañas y la Antártida. Permanecen en estado letárgico
cuando las condiciones son adversas, y muestran una explosión
de actividad cuando vuelven la luz del sol y la humedad. Si
hubiera de hallarse alguna forma de vida en Marte, los líquenes
serían unos candidatos probables.
Por desgracia, la investigación no ha pasado de este punto,
porque no se pudieron tomar muestras de las manchas para su

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

análisis. Habremos de aguardar a que la exploración de la su-


perficie de Marte sea reemprendida en alguna fecha futura para
conocer la naturaleza de dichas manchas. Si pudiéramos traer
una muestra de este material a la Tierra, el problema de identi-
ficarlo sería mínimo. Visto al microscopio, el liquen muestra
células y filamentos característicos, mientras que los minerales
presentan un aspecto muy diferente. Los análisis químicos
ofrecerían resultados aún más definitivos. Ciertos átomos y
moléculas son característicos de los objetos vivientes de la Tie-
rra, y muy distintos de los que se encuentran en las rocas. Estos
ensayos se desprenden de nuestra larga experiencia con líque-
nes y minerales, pero no permiten captar la diferencia esencial
entre criaturas vivas y materia inanimada. Sin embargo, es esta
diferencia precisamente la que debemos explorar a fondo si he-
mos de explicar cómo una puede haber surgido de la otra.
Volvamos a nuestra primera comparación entre el perro y
la roca, y consideremos la organización en vez de la «vivaci-
dad». El cuerpo del perro se puede dividir en partes distintas:
cabeza, tronco, extremidades y cola. Las rocas, por lo general,
no muestran una organización tan evidente. Aunque pudiéra-
mos localizar una muestra atípica, con subdivisiones manifies-
tas, esta forma sería accidental. Otros perros tendrán las mis-
mas partes que el primero que observemos; las rocas, por el
contrario, diferirán una de otra.
El interior de un perro también está organizado. Los distin-
tos órganos tienen un emplazamiento propio y específico; los
órganos están formados por tejidos, que a su vez lo están por
células, y las propias células están hechas de elementos carac-
terísticos. En las rocas, en cambio, no existe ninguna jerarquía
de niveles de organización bien definidos.
La teoría de la evolución señala que los niveles superiores
de organización de la vida surgen de los inferiores. Veremos
que las células más antiguas, identificadas en forma fósil, son
las más simples. Es creencia común que las células más com-
plejas aparecieron tardíamente en la evolución, y que los orga-
nismos multicelulares lo hicieron aún más tarde.

— 57 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Por consiguiente, el origen de la vida supuso la organiza-


ción de los niveles inferiores: moléculas y elementos celulares.
Debemos conocer cómo funciona la vida hoy a estas escalas
antes de indagar cómo se planteó esta situación por vez pri-
mera. Nos detendremos a explorar este mundo submicroscó-
pico.

1. EL MUNDO DEL «ASCENSOR DE MAGNITUDES»

Es difícil, pero no imposible, visualizar el tamaño de una


célula o un átomo en relación con los objetos de nuestro mundo
cotidiano. Lo haremos con la ayuda de un aparato imaginario:
el ascensor de magnitudes. Mientras que el ascensor usual nos
lleva a los pisos superiores o a los inferiores, el ascensor de
magnitudes nos agranda o nos reduce de tamaño. Entramos en
el nivel 0, que indica la planta baja, y podemos pulsar botones
que van del 1 al 25 para movernos hacia arriba, o del −1 al −25
para descender a los niveles inferiores. Cada número positivo
aumenta nuestro tamaño aparente en un factor de 10 respecto
al inmediato inferior, en tanto que cada número negativo lo
mengua respecto al inmediato superior en la misma magnitud.
Si pulsáramos el número 1 y ascendiéramos al primer nivel,
por ejemplo, pareceríamos diez veces más grandes que lo nor-
mal. De este modo, si nuestra altura es de 180 cm, saldríamos
a un mundo en que parecería que tenemos 18 m de alto. La
gente nos llegaría a la altura del tobillo y los árboles se nos
antojarían arbustos. Si pulsáramos el botón marcado con un 2,
al salir nos veríamos altos como rascacielos. Los aficionados a
las matemáticas habrán reparado en que el número del botón
del ascensor de magnitudes representa el exponente de la po-
tencia de 10 por la que se ha multiplicado nuestro tamaño apa-
rente. Así, en el segundo nivel tendríamos 10 2, es decir, 100
veces nuestro tamaño normal.
Esta posible variabilidad en nuestro tamaño es totalmente
imaginaria, porque las leyes de la naturaleza sólo nos permiti-
rían existir dentro de un intervalo muy reducido de tamaños, a
pesar de los liliputienses y los brobdingnagianos de Jonathan

— 58 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Swift. Si nuestra altura aumentara 10 veces, por ejemplo, la su-


perficie corporal lo haría 100, y el peso —la cantidad total de
carne— 1.000 veces. El calor producido por las actividades
corporales crecería en proporción al peso, pero tendríamos me-
nos superficie disponible para disiparlo. Pronto nos asaríamos
con nuestro propio calor, pero antes de eso ya nos habríamos
derrumbado por los suelos. La resistencia de las piernas habría
aumentado 10 veces —en proporción al aumento de su sección
transversal—, cantidad insuficiente para permitirles aguantar
nuestro peso.
Es mejor concebir el ascensor de magnitudes como una se-
rie de modelos diseñados inteligentemente para reflejar cómo
podría presentarse el mundo si pudiéramos cambiar de tamaño.
Cabría imaginar los niveles, o construirlos realmente en los di-
ferentes pisos de un museo, y que se accediera a ellos por me-
dio de un ascensor corriente con las señales oportunas. En
nuestra investigación sobre el origen de la vida no precisare-
mos los que quedan por encima de la planta baja, sino los infe-
riores. Para comenzar la exploración, consideremos este
mismo libro. Cerrado, tiene un tamaño de aproximadamente
18,5 × 13 × 2 cm. Pulsemos el botón −1 y examinémoslo de
nuevo. Se ha convertido en una losa con las dimensiones apro-
ximadas de una cama regia.
Durante el resto de nuestro viaje mantendremos el libro
abierto por esta página. Fijemos nuestra atención en cualquier
letra i de la misma y pulsemos el botón −3. Nuestro tamaño
parecerá una milésima parte del normal cuando salgamos del
ascensor, la misma altura que la letra i sin el punto. El propio
punto sería una mancha negra de 30 cm de diámetro, el tamaño
de un aro de baloncesto. La página en la que estaríamos ocu-
paría una extensión de tres manzanas de calle por dos, lo sufi-
ciente para una gran plaza pública. Si paseásemos por el borde
y mirásemos hacia abajo, nos veríamos suspendidos en lo alto
de un precipicio de seis pisos de altura. La pared del precipicio
parecería un montón de alfombras visto de frente. Cada «al-
fombra» —una página de este libro— tendría unos 6 cm de
grueso. La superficie de la página sería también más como la

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de una alfombra que lisa, con fibras entrelazadas, canales y


huecos fácilmente visibles.
No realizamos esta excursión para estudiar el arte del editor
de libros, sino como parte de la búsqueda del origen de la vida.
Para afinar nuestro conocimiento de la vida, en el punto de la i
colocaríamos un modelo de un organismo sencillo: un parame-
cio (en el mundo real, los paramecios viven en las charcas de
agua dulce, no en las páginas de los libros). Nuestro modelo de
paramecio tendría una longitud como la de nuestra mano y ocu-
paría aproximadamente medio punto de la i. En una inspección
más detenida, veríamos que tiene la forma de un cigarro re-
choncho y está cubierto de centenares de estructuras a modo de
pelos: los cilios. En un costado de la criatura se abre un poro
destinado a la ingestión del alimento.
La comida del paramecio consiste, las más de las veces, en
bacterias, minúsculos organismos que figuran entre los más pe-
queños que viven en nuestro planeta. Se verían algunas en este
modelo, junto a la «boca» del paramecio. Seguirían siendo pe-
queñas al nivel −3 del ascensor de magnitudes: del tamaño de
una o impresa en nuestro mundo cotidiano.
La célula —un recinto lleno de líquido, limitado por una
superficie membranosa— es la unidad básica de la vida. Nues-
tro cuerpo las alberga por billones. Las dos criaturas que hemos
examinado, el paramecio y la bacteria, constan de una sola cé-
lula, a pesar de la diferencia de tamaño. Diríase que cualquiera
de las dos tiene más en común con la otra que con nosotros; sin
embargo, una clasificación fundamental de los seres vivos co-
loca el paramecio junto con nosotros en un gran grupo: el de
los eucariotas. En este grupo se incluyen prácticamente todos
los objetos vivos que nos son familiares, desde el espárrago
hasta la cebra. La otra clase, los procariotas, da cabida esen-
cialmente a las bacterias. La base de esta distinción es la com-
plejidad de la constitución de las células individuales. Podría-
mos observar las características que nos emparientan con el pa-
ramecio si colocáramos un modelo de una célula humana típica
en la página del libro al nivel −3 e hiciéramos que ambos —el

— 60 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

paramecio y la célula humana— se iluminaran por dentro para


poner de manifiesto su contenido.
La célula humana sería del tamaño de una moneda, mucho
más pequeña que el paramecio, y carecería de cilios y de poro
bucal. Sin embargo, ambas células mostrarían un notable com-
partimiento interno llamado núcleo. Además, incluirían en su
interior una asombrosa serie de sacos, tubos y otras estructuras
llamadas orgánulos celulares. Los modelos patentizarían una
gran riqueza de estructura interna, y muchas similitudes.
Las bacterias son demasiado diminutas para examinarlas al
nivel −3, de modo que tendremos que hacer otro viaje con el
ascensor de magnitudes. Pulsamos el botón −6 y vamos a salir
al punto de la i. Ahora nuestro tamaño normal ha disminuido
un millón de veces, mientras que el punto ha multiplicado por
mil sus dimensiones al nivel −3: mide unos 300 m de diámetro
(el tamaño de un lago pequeño), en tanto que el cuerpo de la
letra i se extiende a lo largo de 2 km. El borde de la página
queda a muchos kilómetros de distancia. No lo pasaríamos bien
en una excursión hasta el borde, ni siquiera en un corto paseo
por el perímetro del punto, pues el terreno se ha vuelto absolu-
tamente desigual: las gruesas fibras de celulosa que forman el
papel se levantan a nuestro alrededor, al tiempo que el suelo
está sembrado de grietas y cráteres. Estamos viendo el mundo
desde una perspectiva bacteriana.
Junto a nosotros se encuentra una bacteria corriente en
forma de cilindro redondeado, de unos 2 m de largo por 1 m de
ancho. El paramecio, en cambio, parece un monstruo del ta-
maño de un barco de guerra pequeño. Seis filamentos como
látigos —los flagelos— sobresalen de la bacteria, todos ellos
más largos que su cuerpo, aunque no más gruesos que un dedo.
Sirven para impulsar la criatura.
Hemos equipado nuestro modelo de bacteria con ilumina-
ción interna, que podemos conectar para examinar su conte-
nido. Señalemos, de paso, que los objetos más pequeños en el
interior de una bacteria real no podrían ser examinados con la
luz ordinaria, ni siquiera al microscopio. Con la luz visible no

— 61 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

es posible distinguir objetos por debajo de cierto tamaño mí-


nimo. Los científicos han explorado la estructura fina de las
bacterias, empleando un tipo distinto de iluminación y un ins-
trumento especial: el microscopio electrónico.
Nuestro modelo no presenta tales problemas. Podemos ver
un material rígido, como una red —la pared celular—, envol-
viendo la bacteria, con una membrana muy tenue —la mem-
brana celular— debajo de aquélla. Los flagelos están unidos a
estas envolturas mediante una terminación a modo de anzuelo,
que contiene una serie de bastoncitos y anillos. El interior de la
bacteria muestra diversas complejidades, pero son muchas me-
nos que las presentes en el paramecio o la célula humana. Uno
de los orgánulos de cualquiera de estos últimos ocuparía todo
el volumen de la bacteria. No hay un núcleo celular en la bac-
teria, pero se pueden observar algunos orgánulos mucho más
sencillos. Diminutas esferas, del tamaño de una moneda, apa-
recen dispersas por el fluido interno de la criatura, y en algunos
casos, cierto número de ellas están unidas por un filamento.
Estos objetos, llamados ribosomas, son comunes a todas las cé-
lulas. Otro rasgo de nuestro modelo es una estructura fijada a
la cara interna de la membrana celular, que se parece a una
cuerda retorcida en numerosas vueltas alrededor de un eje cen-
tral. Dicha estructura, el cromosoma bacteriano, contiene un
compuesto químico llamado ADN.
Todos estos elementos celulares, modestos en cuanto a ta-
maño aun cuando se observen al nivel −6 del ascensor de mag-
nitudes, no representan sin embargo el nivel más bajo de orga-
nización de la vida. Están construidos con determinados tipos
de moléculas dispuestas de modo muy específico. Moléculas
que, a su vez, están formadas por átomos enlazados de manera
característica. Así pues, hemos de comenzar nuestro estudio de
la organización de la vida al nivel de los átomos.

2. UN UNIVERSO DE ÁTOMOS

Los fundamentalistas religiosos impugnan la teoría de la


evolución, y la Sociedad de la Tierra Plana discute incluso la

— 62 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

esfericidad de nuestro planeta, pero no existe ninguna organi-


zación, que yo sepa, que se oponga a la teoría atómica de la
materia. Todos los científicos están de acuerdo en que los áto-
mos existen y definen las propiedades de la materia, aunque
son demasiado pequeños para observarlos directamente o con
un microscopio. Sin embargo, nosotros podemos observarlos
con nuestro ascensor de magnitudes.
Recordemos que nos encontramos al nivel -6, en el que el
punto de la i ha crecido hasta el tamaño de una laguna. Si exa-
minásemos cualquier objeto de nuestro entorno con atención
—una fibra de la celulosa del papel, una mancha de tinta o un
flagelo bacteriano—, encontraríamos que es de consistencia
granulosa, como la arena de la playa o una reproducción foto-
gráfica en un periódico. Los gránulos, apenas visibles para
nuestros ojos, serían los átomos. Resultaría arduo contar el nú-
mero de los que hay en la bacteria, pues contiene unos 200 mi-
llones de ellos. Las diferencias en las clases de átomos presen-
tes y en su disposición son las responsables de las propiedades
que distinguen el papel, la tinta y una bacteria entre sí. Para
explorar estas diferencias, interrumpiremos nuestro viaje en el
ascensor de magnitudes y nos procuraremos la ayuda de otra
máquina imaginaria: el molinillo de átomos.
Al contrario que nuestro ascensor mágico, esta máquina sí
tiene equivalente en el mundo real. Los químicos pueden tomar
una sustancia y, tras aplicar diversos procedimientos y utilizar
instrumentos varios, determinar las clases de átomos presentes
en ella. Nos interesa acelerar el proceso en esta narración, de
modo que con nuestro molinillo desmenuzaremos cualquier
objeto y determinaremos rápidamente las cantidades relativas
de los átomos presentes —redondeándolas al 0,5%—.
Los átomos desempeñan más o menos la misma función en
un objeto que las letras en un texto impreso. En un libro en
español se emplean, por lo general, unos 70 a 80 símbolos. Hay
26 minúsculas, 26 mayúsculas, 10 cifras y alrededor de una do-
cena de signos de puntuación corrientes. El Universo alberga
más de un centenar de clases distintas de átomos, algunos pro-
ducidos artificialmente por el hombre y de vida tan corta que

— 63 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

desempeñan un papel muy secundario. En el idioma español,


la disposición de los símbolos (los llamaremos letras a partir
de ahora) en las palabras es más importante que el número total
de letras presentes de un tipo particular. Este libro, una novela
corriente y la Biblia tienen probablemente una proporción si-
milar de la letra s, o de la e. Si difirieran, raro sería que tal
diferencia guardara una relación significativa con el contenido
de tales libros. Sin embargo, cuando se estudian objetos reales,
cuentan tanto las clases de átomos presentes como su disposi-
ción; lo ilustraremos empleando el molinillo de átomos.
Para comenzar, dejaremos que pase una corriente de aire
por la máquina. Ésta zumba, resopla y escribe el resultado: ni-
trógeno, 77%; oxígeno, 21%; hidrógeno, 1%; argón, 0,4%;
otros átomos, únicamente en trazas. Del centenar largo de áto-
mos posibles, sólo cuatro se presentan en cantidades significa-
tivas. La disposición de los átomos en el aire también es sim-
ple. Para ilustrarlo, recurriremos de nuevo a nuestro idioma a
título de comparación. Las letras se organizan en palabras,
mientras que los átomos se unen mediante enlaces químicos
para formar moléculas. Rara vez una palabra sobrepasa las
veinte letras, mientras que las moléculas pueden tener muchí-
simos átomos. No obstante, en el aire sólo aparecen, en canti-
dades significativas, moléculas simples, equivalentes a las pa-
labras de una, dos o tres letras. El argón sólo figura en forma
de átomos aislados; pertenece a una clase denominada gases
nobles o inertes. Estos átomos no establecen enlaces y no par-
ticipan en la formación de moléculas. En el aire, los átomos de
nitrógeno se unen por pares para formar moléculas. Los átomos
de oxígeno se comportan de manera análoga. Los de hidrógeno
se combinan con el oxígeno en la proporción 2:1, formando
una molécula cuya descripción química es ELO, y que conoce-
mos mejor por el nombre de agua.
Se ha de añadir un comentario adicional para explicar lo
etéreo del aire. Las diversas moléculas del aire no se encuen-
tran agrupadas, sino que se mantienen muy separadas entre sí.
A modo de analogía, piénsese en un libro con sólo unas cuantas
palabras dispersas en cada página.

— 64 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Para proseguir nuestra exploración, echemos un poco de


agua en el molinillo atómico, que enseguida imprime el resul-
tado: hidrógeno, 67%; oxígeno, 33%. La composición del agua
líquida es la misma que la del agua en el aire. Un trozo de hielo
puesto en el molinillo proporcionará el mismo resultado. El
agua sólida y la líquida difieren de la forma gaseosa en que sus
moléculas están juntas, no separadas como en el aire. No obs-
tante, para explicar la diferencia entre el agua sólida y la líquida
sería mejor cambiar de metáfora y pensar en un grupo de indi-
viduos. El estado líquido recuerda una pista de baile abarro-
tada, en la que los bailarines se mueven de aquí para allá y se
empujan unos a otros. Para visualizar el estado sólido, piénsese
en un teatro lleno, donde los espectadores están muy apretados,
pero cada cual en su localidad.
Seguidamente analizaremos una muestra de bacterias para
ver qué átomos se emplean en la construcción de la vida. Su-
póngase que recogemos una buena provisión de ellas en una
charca y que las echamos en el molinillo atómico. Una vez que
la máquina las ha triturado, he aquí el resultado: hidrógeno,
61%; oxígeno, 27%; carbono, 8%; nitrógeno, 2,5%. Hay otros
muchos elementos, pero ninguno llega al 0,5%. (La palabra
«elemento químico» se utiliza a veces como sinónimo de la ex-
presión «clase de átomo». Podemos, pues, decir que el Uni-
verso contiene más de un centenar de elementos.) Cuatro son
los principales elementos químicos constitutivos de las bacte-
rias; tres de ellos abundan también en el aire y en el agua, y el
cuarto, el carbono, es más secundario en nuestro medio am-
biente, pero desempeña un papel crucial en la construcción de
la vida. Alrededor del 70% del peso de una bacteria es agua; el
resto es una mezcla de moléculas de gran complejidad.
Hemos analizado el aire, el agua y los seres vivos; intenté-
moslo ahora con la Tierra. Se cree que el centro de nuestro pla-
neta es, en su mayor parte, de hierro fundido, mas no es éste el
punto que ahora nos interesa. Deseamos conocer la composi-
ción de la corteza, de las rocas superficiales que interaccionan
con la vida. Seleccionamos una roca cuya composición refleja
la de la corteza como un todo y la echamos al molinillo. El

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

análisis que nos proporciona la máquina es el más largo de


cuantos nos han llegado hasta ahora: oxígeno, 48%; silicio,
28%; aluminio, 4,5%; calcio, 3,5%; potasio, 2,5%; magnesio,
2%; y varios elementos más con menos del 1%.
Sólo el oxígeno ha aparecido en los análisis previos. El si-
licio es un componente importante de las rocas y desempeña,
en cierto modo, la misma función estructural que el carbono en
la materia viva. Se une con varios átomos a la vez y forma mo-
léculas de tamaño muy grande. Los últimos cuatro elementos
de la lista son metales. Algunos metales nos son familiares en
la cocina o en el taller mecánico, donde los hallamos en estado
libre (no combinados químicamente con otras sustancias). En
dicho estado, son los materiales brillantes, duros, conductores
del calor, que se emplean para hacer herramientas, monedas,
armas y edificios. Lo más frecuente es que los átomos metáli-
cos presentes en las rocas estén combinados químicamente y
muestren propiedades muy distintas, como la herrumbre difiere
del hierro.
Así pues, en la exploración marciana descrita al comienzo
de este capítulo, la determinación de las clases de átomos pre-
sentes en cada mancha y de sus cantidades relativas habría ser-
vido para decirnos si se trataba de un liquen o de un mineral.
Lamentablemente, la sonda espacial Viking no tenía capacidad
para ello.
Por consiguiente, el análisis químico basta para detectar la
diferencia entre un liquen y un mineral, o entre un perro y una
roca; sin embargo, no explica la diferencia entre lo vivo y lo
inerte. Podríamos preparar fácilmente una mezcla que contu-
viera carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, pero no estaría
viva. Como hemos visto, las tres últimas clases de átomos
abundan en una mezcla de agua y aire. No costaría nada añadir
carbono a la combinación; podríamos elegir para ello el dió-
xido de carbono, un gas que tan familiar nos es como burbujas
del agua de Seltz. A modo de alternativa, podríamos añadir ca-
liza, un tipo de mineral que contiene mucho carbono, o emplear
diamantes, que son prácticamente carbono puro. Ninguna mez-
cla de aire, agua y cualquiera de estas sustancias tendría el más

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

mínimo parecido con la vida. Tampoco serviría de nada añadir


los diversos átomos presentes en la vida como trazas. Es evi-
dente que anda de por medio mucho más que la composición
atómica. Debemos estudiar con más detalle cómo se organizan
los átomos en moléculas. El carbono será nuestro foco de aten-
ción prioritario, pues intentamos comprender en qué se dife-
rencia lo vivo de lo inerte en el nivel más bajo de organización.
Las propiedades del carbono han dado lugar a una vasta
química de tal complejidad que a su estudio se ha dedicado toda
una disciplina, la química orgánica. En comparación, todos los
demás elementos se incluyen en una única área de estudio de-
nominada química inorgánica.
Los átomos de carbono tienen una fantástica capacidad para
unirse con otros de su misma clase y de otras clases para formar
cadenas cuya longitud varía de dos a varios millones de áto-
mos. Cadenas de tamaña longitud son características de mu-
chas moléculas importantes para la vida.
Pero volvemos a lo mismo: estas circunstancias no definen
la vida. Hubo un tiempo, allá por los albores del siglo XIX, en
que se creyó que la división entre química orgánica e inorgá-
nica era la base que separaba la materia viva de la inanimada.
Hoy día sabemos mucho más. Ciertos meteoritos, por ejemplo,
contienen una mezcla compleja de compuestos orgánicos, con
cadenas de diversa longitud. Sin embargo, no albergan vida, ni
existe indicio alguno de que hayan estado nunca en contacto
con la vida antes de caer en la Tierra. Para complicar más las
cosas, las rocas contienen también largas cadenas de átomos,
si bien de una clase distinta. Los átomos de silicio prefieren el
oxígeno como compañero de enlace, y juntos componen un
grupo de átomos llamado silicato. En las rocas, los silicatos se
unen a su vez para formar largas cadenas. La química de estas
sustancias es muy compleja y está menos explorada que la del
carbono. El quid de la diferencia entre lo vivo y lo inerte a es-
cala molecular no radica en la presencia de un carácter particu-
lar, como pueden ser las largas cadenas de átomos, sino más
bien en la organización e identidad de las moléculas. Para ilus-
trar este punto, exploremos el interior de un grano de arena al

— 67 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

nivel −8 del ascensor de magnitudes. En nuestro modelo de


esta escala emplearemos bolas pequeñas, desde el tamaño de
una uva hasta el de una pelota de golf, para representar los áto-
mos. Además, utilizaremos colores para facilitar la identifica-
ción de los distintos átomos.
Si tomamos muestras al azar en varios puntos del interior
del grano de arena, por lo general encontraremos lo mismo en
todos ellos: una red tridimensional de átomos de silicio y oxí-
geno alternados, prolongándose indefinidamente en todas di-
recciones. El nombre químico común que se da a tan monótona
sustancia es cuarzo. También podemos hallar una monotonía
semejante en otros materiales. Un diamante, por ejemplo, es
una red tridimensional repetitiva, formada exclusivamente por
átomos de carbono.
Muy distinta sería la experiencia que nos depararía idéntica
exploración en el seno de una bacteria. La membrana aparece-
ría como una pared gruesa, con diversas estructuras empotra-
das en ella. Su interior estaría constituido fundamentalmente
por dos clases de átomos, carbono e hidrógeno, mientras que
los de oxígeno formarían una especie de bordado de la super-
ficie externa de la membrana. Un ribosoma vendría a ser un
objeto de forma más o menos acorazonada, con un diámetro
equivalente a nuestra propia altura. Si lo inspeccionásemos de-
tenidamente, repararíamos en que está formado por dos partes
independientes, cada una de las cuales alberga cierto número
de grandes y complicadas moléculas, engastadas en un in-
menso rompecabezas tridimensional.
Experiencias diferentes, aunque igualmente complejas, nos
depararía la inspección de otros puntos de la bacteria. Al nivel
−8 del ascensor de magnitudes en que nos encontramos, la cria-
tura completa sería comparable a un transatlántico en cuanto a
tamaño y complejidad. Sería una empresa descomunal explorar
toda su estructura, átomo por átomo, y a ella se han dedicado
precisamente los bioquímicos durante décadas. No han gozado
de las ventajas de una visualización directa, como nosotros en
nuestro viaje imaginario, sino que han tenido que recurrir a mé-
todos indirectos y laboriosos. Sólo han concluido en parte la

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

tarea, pero sus hallazgos han hecho posible el modelo presen-


tado en este capítulo. No es éste lugar para revisar las técnicas
que emplearon, o los detalles de sus descubrimientos, lo cual
exigiría muchos volúmenes de adecuada presentación. Con
todo, nos detendremos en ciertas características clave, impor-
tantes para comprender los problemas referentes al origen de la
vida. Para simplificar nuestra labor, emplearemos la analogía
del libro.

3. LOS IDIOMAS DE LA VIDA

Este libro contiene varios centenares de miles de letras, que


llevan mucha más información de la que llevarían si simple-
mente las mezcláramos en una sopa alfabética. En el primer
nivel de organización, las letras se agrupan en palabras. Las
palabras por sí solas no transmiten mucha información. Si nos
ofrecieran este libro reducido a lo que llamaremos una sopa de
palabras, adivinaríamos que está escrito en español y que, pro-
bablemente, trata sobre algún tema científico, pero poco más.
Para que podamos acceder al mensaje que contiene este libro,
las palabras deben ordenarse en frases y las frases en párrafos
y capítulos dispuestos en el orden adecuado. Tal organización
puede ser comparada con la de una bacteria. Los átomos se
agrupan en moléculas, como las letras en palabras. Estas molé-
culas se unen para formar otras mayores, las macromoléculas,
que equivaldrían a la combinación de palabras para formar fra-
ses largas, del tamaño de párrafos. Las macromoléculas se
combinan para formar estructuras mayores, como los riboso-
mas, del mismo modo que los párrafos se agrupan en capítulos.
Un ribosoma sería equivalente a un capítulo larguísimo, pues
tiene quizá tantos átomos como la mitad de las letras de este
libro. La culminación de estos sucesivos niveles de organiza-
ción es el acoplamiento de los orgánulos celulares que forman
la bacteria, del mismo modo que los capítulos forman un libro.
Pero hemos de modificar esta analogía si queremos estudiar
las cosas con más detalle. Este libro está escrito en un idioma:
el español. El «libro» bacteriano, en cambio, está escrito en

— 69 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

cuatro «idiomas» diferentes, segregados en frases o capítulos


distintos. Sus nombres, familiares por los regímenes dietéticos
y las obras de divulgación científica, son: grasas, hidratos de
carbono, proteínas y ácidos nucleicos.

4. LAS GRASAS: PROTECCIÓN Y ALMACENAMIENTO DE


ENERGÍA

Las bacterias no tienen problemas de obesidad en la cintura.


No hacen régimen por gusto. Las grasas les sirven para diver-
sos fines, de los que aquí mencionaremos uno. Las grasas ac-
túan como una piel, constituyendo buena parte de la llamada
membrana celular, una especie de barrera que aísla el conte-
nido de la célula de su medio ambiente externo. Su resistencia
al agua les permite desempeñar esta función, ya que ni el agua
ni las sustancias muy solubles en ella pueden atravesar una lá-
mina de grasa con facilidad.
Esta naturaleza hidrófuga de las grasas sé debe a la abun-
dancia en ellas de átomos de hidrógeno y a la escasez de áto-
mos de oxígeno y nitrógeno. Los químicos califican este estado
rico en hidrógeno de «reducido», mientras que el opuesto, rico
en oxígeno y pobre en hidrógeno, recibe el nombre de «oxi-
dado». Entre las moléculas más corrientes de los seres vivos,
las grasas son las más reducidas. Por mal camino iríamos si
intentáramos aplicar estos conceptos a nuestras dietas: ¡un ré-
gimen rico en grasas no reducirá, por lo común, nuestro peso!
La pequeña proporción de oxígeno presente en los lípidos
grasos es importante para su función biológica. Además los di-
ferencia de un grupo de sustancias, en su mayoría no biológi-
cas, compuestas sólo de hidrógeno y carbono, denominadas,
muy oportunamente, hidrocarburos. La distinción entre unos y
otros viene subrayada cada cierto tiempo por algún desdichado
que sustituye el aceite de ensalada por aceite de motor —una
mezcla de hidrocarburos—, a veces con resultados fatídicos.
En los seres vivos actuales, los hidrocarburos, a diferencia
de las grasas, desempeñan una función secundaria. Pero el hi-

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

drocarburo más sencillo, el metano (un componente del gas na-


tural), tiene una importancia muy especial en ciertas teorías
acerca del origen de la vida. Según éstas, el metano fue abun-
dante en la atmósfera durante los primeros tiempos de la Tierra,
y su carbono se utilizó en la construcción de las moléculas ne-
cesarias para el arranque de la vida. Volveremos sobre este
tema más adelante.

5. LOS HIDRATOS DE CARBONO: DULCES Y


RESISTENTES

Los hidratos de carbono constituyen otro importante


«idioma» de la bioquímica. Las «palabras» individuales de este
idioma son los azúcares, mientras que las «frases» que se for-
man cuando dichas palabras se combinan reciben el nombre de
polisacáridos. Azúcares y polisacáridos componen el grupo de
los llamados hidratos de carbono. El prefijo «poli» significa
simplemente «muchos» (como en poligamia: muchas mujeres),
mientras que la terminación «sacárido» significa «azúcar» o
«dulce». (No se incluye en este grupo el producto químico sin-
tético llamado sacarina, que, aunque dulce, no es un azúcar.)
La combinación de azúcares individuales en unidades ma-
yores comporta un principio opuesto al que entraña combinar
palabras en frases. Añadimos algo, un espacio, cuando agrupa-
mos palabras. Eliminamos algo cuando se combinan azúcares
u otras «palabras» bioquímicas, como aminoácidos o nucleóti-
dos. Este algo es una molécula de agua. Si las partes se han de
separar de nuevo en una etapa posterior, habrá que devolverles
el agua. Cada vez que se añade una unidad a una cadena de
azúcares en crecimiento, se libera una nueva molécula de agua.
En la formación de una cadena polisacarídica de 100 unidades,
por ejemplo, se liberarán 99 moléculas de agua.
Aunque se podrían preparar miles de azúcares en el labora-
torio, sólo un puñado son importantes para la biología. A me-
nudo, las cadenas polisacarídicas se presentan constituidas por
un solo tipo de azúcar, lo cual acentúa la monotonía. Empero,
cabe introducir cierta variedad durante el proceso de unión, y

— 71 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de una manera que no tiene paralelo en los idiomas humanos.


Por ejemplo, un azúcar extraordinariamente importante, la glu-
cosa, da lugar a polisacáridos de gran importancia. Si las uni-
dades de glucosa se encadenan de una cierta manera, obtene-
mos el almidón, que ingerimos con el pan, las patatas y otros
alimentos. Únanse las unidades de glucosa de otro modo y el
resultado es la celulosa: el principal ingrediente del papel y el
algodón. La diferencia química es nimia; sin embargo, nuestro
cuerpo la tiene en cuenta. Podemos digerir el pan, pero no el
algodón.
El almidón y la celulosa ilustran las dos funciones comunes
de los hidratos de carbono: como reserva nutritiva y como ma-
terial estructural, respectivamente. No se necesita variedad
para tales fines. La situación cambia, sin embargo, cuando es-
tudiamos las restantes clases de moléculas importantes para la
vida: las proteínas y los ácidos nucleicos.

6. LAS PROTEÍNAS: ELLAS EFECTÚAN EL TRABAJO

La diversidad prolifera entre las proteínas, la clase de ma-


cromoléculas cuya construcción más se asemeja a los idiomas
humanos. Los organismos vivos emplean veinte unidades dife-
rentes, los aminoácidos, para construir proteínas. Dichos ami-
noácidos se presentan en secuencias lineales, variables y no re-
petitivas, como las palabras en nuestro idioma. Al haber per-
dido la capacidad de fabricar casi la mitad de los que nos son
necesarios, los seres humanos debemos adquirirlos con los ali-
mentos que ingerimos, razón por la cual tienen una gran im-
portancia en nuestra nutrición. Las bacterias, a pesar de su ta-
maño, son mucho más versátiles. Proporcionándoles una sus-
tancia que contenga carbono orgánico, como la glucosa, y
fuentes inorgánicas para los demás elementos esenciales, ma-
nufacturarán alegremente el conjunto completo de veinte ami-
noácidos y cuantos compuestos orgánicos necesiten.
No sabemos por qué la totalidad de las formas vivientes que
conocemos en la Tierra han seleccionado para construir las

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

proteínas este conjunto particular de aminoácidos entre los mu-


chos miles conocidos por la química. Reténganse en la memo-
ria los dos más sencillos de la serie, la glicina y la alanina, pues
serán importantes en un momento posterior de nuestro relato.
La naturaleza ha sido muy selectiva no sólo en la elección
de este exclusivo conjunto de veinte aminoácidos, sino también
en otro aspecto. Todos menos el más sencillo, la glicina, se dan
en formas que son como un objeto y su imagen en un espejo.
Dichas formas contienen los mismos átomos unidos de idéntica
manera, y sin embargo no son la misma sustancia, pues guar-
dan entre sí una relación como la que hay entre el guante de la
mano izquierda y el de la mano derecha. No todas las estructu-
ras orgánicas, pero sí un buen número de ellas, se presentan en
formas de tal naturaleza.
Para encontrar una analogía, basta con que examinemos
nuestra escritura: algunas letras, como la C, la G o la E, por
ejemplo, diferirán de su imagen en un espejo, mientras que
otras, como la T, la O o la I, serán idénticas.
Estas formas simétricas han recibido, arbitrariamente, el
nombre de formas «dextro» («D») y «levo» («L»), que signifi-
can derecha e izquierda respectivamente. Los seres vivos sólo
emplean aminoácidos «zurdos» en las proteínas. En cambio,
los azúcares de los organismos vivos son predominantemente
diestros. El porqué de esta elección es, como antes, un misterio,
y tema de continua polémica. La diferencia entre estas formas,
insignificante en términos físicos y químicos, nos es vital. Si
comiéramos aminoácidos y azúcares de la mano indebida, mo-
riríamos de hambre.
Las proteínas, como los polisacáridos, son empleadas en
biología con fines constructivos. Las encontramos formando el
pelo, el cuero, la seda y la lana. Pero no es ésta su función prin-
cipal. Una subclase de proteínas, los enzimas, tiene una impor-
tancia sin par. Los enzimas actúan como catalizadores biológi-
cos, acelerando las reacciones químicas esenciales para la vida.
En resumen, realizan el trabajo y hacen que ocurran cosas en
la célula.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

7. LOS ÁCIDOS NUCLEICOS: ELLOS CONTIENEN LOS


PLANOS

No menos crucial es la función desempeñada por los ácidos


nucleicos, la última clase importante de moléculas biológicas
que vamos a examinar. Los ácidos nucleicos contienen la in-
formación genética de la célula, las instrucciones necesarias
para que la célula haga su trabajo. El «idioma» de los ácidos
nucleicos presenta dos «dialectos» estrechamente relaciona-
dos: el del ADN y el del ARN. El depositario último de la in-
formación, la sustancia de nuestros genes, es el ácido desoxi-
rribonucleico, o, abreviadamente, ADN. Las órdenes conteni-
das en el ADN de una célula determinan si será una bacteria o
se convertirá en árbol o en ser humano.
En el diseño del ADN, la materia viva ha adoptado el
mismo plan básico empleado en las proteínas y los polisacári-
dos. Como en estos casos, se monta una molécula gigante
uniendo muchas subunidades en fila, con la correspondiente li-
beración de agua para establecer cada enlace. La subunidad uti-
lizada para construir un ácido nucleico recibe el nombre de nu-
cleótido. No obstante, los nucleótidos son más complicados
que los aminoácidos o los azúcares. Cada nucleótido está for-
mado a su vez por tres elementos más pequeños (o subsubuni-
dades): una base nitrogenada, un azúcar y fosfato. Estos ele-
mentos se unen entre sí de una manera muy precisa (sólo una
entre las docenas de posibilidades existentes), con el desgaja-
miento de dos moléculas de agua durante el proceso. Cuando
los nucleótidos se combinan para formar un ácido nucleico, el
azúcar de uno se une al fosfato del siguiente para configurar
una larga cadena que contiene a ambos en alternancia. Las ba-
ses cuelgan de esta cadena cual dijes en un collar.
Estas bases desempeñan la función práctica de almacenar
información. Cuatro distintas se emplean en el ADN, y el orden
en que se presentan a lo largo de la cadena guarda la informa-
ción, como las palabras en una frase o los números en una
computadora. La diferencia física entre usted y yo, por grande
que pueda ser ahora, consistió única y exclusivamente en un

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

principio en el orden de las bases a lo largo de las cadenas de


ADN de dos óvulos fertilizados.
Todavía no hemos descrito el ADN en toda su complejidad.
En las células vivas, las dos cadenas o hebras de ADN se enro-
llan una en tomo a la otra, formando una estructura conocida
como doble hélice. Dentro de la hélice, cada base de una ca-
dena encuentra pareja en la otra y establece enlaces químicos
débiles con ella. A tal fin, cada base requiere una pareja espe-
cífica, de modo que no se unen al azar. La unión de dos bases
apropiadas en el ADN se conoce como par de bases. A causa
del requisito de que cada base de una cadena de la doble hélice
tenga una pareja específica, el orden de las mismas en una de
las cadenas fija el orden en la otra. A lo largo de cada hebra se
guarda idéntica información, pero en formas distintas. Las re-
glas que rigen los pares de bases y la estructura del ADN fueron
deducidas por Francis Crick y James Watson en la Universidad
de Cambridge, en 1953. Su contribución es tenida por uno de
los hitos de la ciencia moderna, por una de las piedras angula-
res de la biología molecular.
El otro ácido nucleico, el ribonucleico —abreviadamente,
ARN— no sirve para almacenar información, sino para garan-
tizar que se ejecutan las órdenes inscritas en el ADN. Desem-
peña varias funciones al actuar de ese modo, como veremos en
breve cuando sigamos a nuestra bacteria en una aventura. Los
nucleótidos empleados para construir el ARN difieren sólo li-
geramente de los del ADN. Sin embargo, el ARN presenta en
muchos casos una única hebra, no una doble hélice.
Así pues, la función del ARN en las células vivas actuales
es hacer de intermediario en la transferencia de información del
ADN a las proteínas. Pero esto no tiene por qué haber sido
siempre así, y más adelante consideraremos la hipótesis de que
el ARN evolucionó antes que el ADN y actuó como almacén
de información durante un tiempo.
Hemos descrito los principales «idiomas» de la biología, las
grandes moléculas empleadas en la construcción de una célula.
Ahora debemos apartamos de la analogía lingüística. Un libro
contiene información, pero no la aplica. Las bacterias, como

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

otras criaturas vivas, hacen cosas, y cambian según se ocupan


de diversos asuntos. Para apreciar estos aspectos de la vida bac-
teriana, seguiremos las aventuras de una bacteria durante un
tiempo, observándola con la ayuda del ascensor de magnitudes.

8. LA JORNADA DE UNA BACTERIA

Nada más llegar nosotros al escenario de la acción, nuestra


bacteria ha localizado una provisión de glucosa y está paciendo
en ella. No utiliza boca para ello, pues no la tiene. Las molécu-
las de glucosa pasan a través de una pared celular rígida, reti-
cular, y se aproximan a la membrana que queda inmediata-
mente debajo. La pared celular confiere a la bacteria su forma
característica y la protege mecánicamente. Colocadas en agua
dulce, las bacterias se hincharían y reventarían si no contaran
con el sostén de la pared celular.
La grasa de la membrana celular preserva el interior de la
bacteria de la invasión de sustancias extrañas. Pero dicha mem-
brana no le sería de utilidad a la bacteria si no existiera cierto
tránsito a su través. Varias puertas, hechas de proteínas, con-
trolan el paso de materia hacia dentro y hacia afuera. Las mo-
léculas de glucosa individuales alcanzan la membrana y se les
da la bienvenida en las puertas adecuadas. Entran fácilmente,
como cucarachas en un hotel de ínfima categoría. Una vez den-
tro, no vuelven a salir. Según entran, se las etiqueta mediante
la unión con un fosfato, y así marcadas quedan retenidas en el
interior de la célula.
¿Qué destino les aguarda? El de ser devoradas, digeridas,
utilizadas como alimento para proveer la energía necesaria. Tal
es su fin en todos los sistemas vivos, tanto en las bacterias
como en nosotros mismos. La vida, como una máquina o un
automóvil, debe obtener energía para funcionar. Si no recibe
perturbaciones de su entorno, una roca puede perdurar durante
millones de años. A diferencia de la roca, nuestros compuestos
químicos distan mucho de su estado de máxima estabilidad, es
decir, de equilibrio químico. Recuerdan más una serie de pelo-
tas mantenidas en el aire merced a la actividad constante de un

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

malabarista. Se necesita un abastecimiento más o menos conti-


nuo de energía para mantener esta actividad.
A modo de ejemplo más pertinente, supongamos que nues-
tra bacteria quiere construir una proteína nueva. Ha de enlazar
aminoácidos, liberando agua. El agua abunda tanto en el inte-
rior de la bacteria como en su entorno. La producción de más
agua será tan bien acogida como la arena en el desierto. El pro-
ceso que lleva al equilibrio químico es el contrario: la descom-
posición de las proteínas bacterianas existentes, con el consi-
guiente consumo de moléculas de agua. Nuestra bacteria, sin
embargo, desea construir más proteínas en lugar de verse des-
truida. A tal objeto, necesita energía. Un principio conocido
como primera ley de la termodinámica establece que la energía
no puede ser creada o destruida, sino que sólo puede ser trans-
formada de una forma en otra (dentro de ciertos límites). Nues-
tra criatura necesita, pues, una fuente de energía.
La glucosa, y prácticamente cualquier otra molécula orgá-
nica, supone una provisión de energía química. Cuando se
combina con el oxígeno, existente en la mayoría de los ambien-
tes de la Tierra, reacciona para formar dióxido de carbono y
agua, liberando la energía almacenada. Esta reacción se desa-
rrolla con bastante rapidez a elevadas temperaturas, como po-
demos observar aplicando una llama al azúcar o al papel. A
temperaturas normales, dichas reacciones acontecen con dema-
siada lentitud para que tengan importancia —lo cual es una
suerte para nosotros, pues de otro modo nos inflamaríamos y
descompondríamos en contacto con el aire—.
Pero volvamos a la combinación glucosa-fosfato en el inte-
rior de la bacteria. Esta molécula se mueve al azar y, al hacerlo,
se encuentra con una serie de enzimas que la despiezan paso a
paso. El oxígeno participa en esta secuencia de reacciones y en
último término se produce dióxido de carbono y agua. Cuando
se quema glucosa en una llama, la energía que almacena se des-
prende en forma de calor. Sin embargo, en el proceso contro-
lado por los enzimas, parte de dicha energía queda atrapada y
almacenada en otra molécula: el adenosintrifosfato, o, abrevia-

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

damente, ATP. La energía del ATP es liberada cuando se ne-


cesita para la construcción de una proteína o para otras activi-
dades de la célula.
¿Qué propiedad permite que cada molécula enzimática
desempeñe su propia función específica? Fundamentalmente
su forma tridimensional particular, controlada por el orden pre-
ciso en el que los aminoácidos que la integran están enlazados.
Si viajásemos por nuestro modelo de bacterias, veríamos mul-
titud de enzimas y otras proteínas de forma y tamaño diversos,
realizando las actividades de la célula. Las proteínas estarían
construyendo macromoléculas diversas, reparando otras, trans-
portando moléculas de aquí para allá y asegurando el suminis-
tro de energía.
Al comienzo de los acontecimientos que hemos descrito,
nuestra bacteria disponía de una amplia provisión de glucosa.
La glucosa no es una materia prima natural en este planeta,
como lo es el agua y la arena. ¿De dónde procede?
El Sol es la fuente última de la mayor parte de la energía
para la vida en la Tierra. La energía solar es captada mediante
un proceso llamado fotosíntesis. Diversos organismos, que
van, en cuanto a tamaño, desde las secuoyas a los procariotas
microscópicos conocidos como bacterias azules, desempeñan
esta función. En la variante más significativa de la fotosíntesis
se emplea dióxido de carbono, agua y luz visible del sol para
producir hidratos de carbono y liberar oxígeno, invirtiendo así
el proceso efectuado en el interior de la bacteria. De manera
indirecta, la bacteria es aprovisionada de combustible por la luz
del sol.
Las bacterias pueden vivir recurriendo a fuentes de energía
distintas de la glucosa. Toda una gama de moléculas orgánicas
servirá a tal fin, y algunas especies han aprendido a liberar
energía mediante la combinación de compuestos químicos
inorgánicos con oxígeno. En principio, cualquier reacción quí-
mica adecuada que dispense energía podría se adaptada al man-
tenimiento de la vida. De cara a nuestro relato, vamos a desa-
fiar a nuestra bacteria de una manera concreta. De repente se

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

acaba la provisión de glucosa y encuentra un hidrato de car-


bono menos familiar: la lactosa. La molécula de lactosa se pre-
senta normalmente en la leche. Contiene dos unidades de azú-
car —una de ellas glucosa— unidas de una manera nada fre-
cuente. Según la bacteria se desplaza por esta provisión de lac-
tosa, algunas moléculas se abren paso a través de una puerta y
penetran en la célula, pero no pueden ser digeridas. Primero
hay que separar los dos azúcares, y en el interior de la célula
no hay enzimas para tal fin.
Para escenificar esta crisis, la describiremos en primer lugar
como una fábula, y luego, con más precisión, en términos mo-
leculares. La fábula comienza en una sala con el rótulo «Centro
de Control Bacteriano». Dentro, el comité de duendes que con-
trola esta complicada entidad se muestra sobresaltado.
«¡Vaya problema! —señala uno—. Hemos agotado el com-
bustible de calidad, las existencias de energía son escasas y lle-
gan expedidas en este extraño material, que nadie sabe cómo
manipular. ¿Qué haremos?»
«Lo mejor será consultar la sección de emergencias del ma-
nual de funcionamiento», responde otro duende. Se precipitan
hacia una gran sala polvorienta, repleta de archivadores cerra-
dos. Van y vienen con un manojo de llaves, y, al abrir los ar-
chivadores, lo revuelven todo dominados por el pánico. Trans-
currido cierto tiempo, se oye un grito de triunfo. Uno de los
duendes saca una carpeta con una descripción detallada del
nuevo combustible y una serie de planos para la construcción
de una máquina que puede utilizarlo.
«Bajen rápidamente estos planos al almacén —ordena el
duende jefe—. Espero que tengan las piezas para montar este
artilugio.» Por suerte, hay una buena provisión de las piezas
necesarias para el montaje de la unidad. En breve, la nueva má-
quina traquetea, quemando lactosa como combustible.
Al cabo de un tiempo, la bacteria abandona la provisión de
leche y entra de nuevo en el torrente de azúcar. En ese mo-
mento se desmonta la maquinaria de comer lactosa y las piezas
se destinan a otros cometidos. Los planos son cuidadosamente
devueltos a su sitio en el archivador, y éste es cerrado de nuevo.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

En el mundo real de una bacteria acontece algo similar a lo


descrito en la fábula. El archivador es el ADN; una molécula
de ARN lleva consigo los planos; el taller es el ribosoma; las
piezas de repuesto son los aminoácidos, preparados de una ma-
nera especial para el montaje de proteínas; y la máquina nueva
es un enzima que puede atacar la lactosa.
Cuando el ADN está en forma de doble hélice, la informa-
ción es inabordable, como en un archivador cerrado. Para abrir
el archivador hay que separar las hebras en la región que con-
tiene la información deseada. Este proceso, facilitado por pro-
teínas, acontece de continuo durante el normal funcionamiento
de una célula. Se fabrica una copia del tramo de información
deseado, montando una molécula de ARN, de mediana longi-
tud, que se empareja con la secuencia de bases de una de las
cadenas de ADN. Por lo general, se emplea la palabra «gen»
para designar un tramo de ADN con información suficiente
para construir una proteína.
El ejemplar de ARN que contiene la información archivada
en el ADN recibe el nombre de ARN mensajero. Una vez que
el mensajero ha sido construido y ha partido, la hélice de ADN
se cierra de nuevo. El mensajero llevará su mensaje a un ribo-
soma. Esta estructura actúa como línea de montaje para la fa-
bricación de proteínas. Diversas moléculas cortas de ARN, de
una clase llamada ARN de transferencia, llevarán los aminoá-
cidos necesarios hasta el ribosoma. Cada molécula de ARN de
transferencia se especializa en el transporte de un tipo de ami-
noácido. El propio ribosoma es un intrincado dispositivo for-
mado por más de cincuenta moléculas de proteínas y ARN (co-
nocido este último como ARN ribosómico), dispuestas según
un orden tridimensional específico. En el ribosoma, la infor-
mación presente en la secuencia de bases del ARN mensajero
será utilizada para dirigir la construcción de una proteína que
contendrá una determinada ordenación de aminoácidos. Este
proceso de conversión informativa del idioma de los ácidos nu-
cleicos al de las proteínas recibe un nombre muy apropiado:
traducción. Las normas que rigen esta conversión, el llamado

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

código genético, son prácticamente generalizables a todos los


organismos conocidos, desde las bacterias hasta el ser humano.
El flujo de información antes descrito —del ADN al ARN,
y de éste a las proteínas— desempeña un papel decisivo en los
procesos de la vida en la Tierra. Enunciado por vez primera por
Francis Crick, está considerado como el dogma central de la
biología molecular. A veces se resume este proceso con la frase
«el ADN fabrica el ARN que fabrica las proteínas».
Lo que hemos descrito es el funcionamiento normal de una
célula, pero en la crisis desencadenada por la lactosa hay que
considerar algunos aspectos adicionales. El archivador de la
lactosa no está simplemente cerrado, sino cerrado con llave. Un
pestillo, una determinada molécula de proteína, bloquea la hé-
lice de ADN en la vecindad del gen para el enzima que puede
atacar la lactosa, impidiendo el paso a las proteínas que abren
la hélice. Por suerte, una llave puede correr el pestillo, y dicha
llave es la propia lactosa. Cuando algunas moléculas de lactosa
penetraron en la bacteria de nuestra historia, una logró llegar
hasta el ADN y se combinó con el «pestillo» proteico, retirán-
dolo de la hélice: de este modo quedó expedito el camino para
la fabricación del enzima en cuestión.
En un momento posterior, con toda la lactosa disponible ya
digerida por el nuevo enzima, el pestillo proteico se vio libre
para volver a su primitiva posición en el ADN, bloqueando el
gen de la enzima que digiere la lactosa. La bacteria retornó al
modo de funcionamiento normal.
Durante todos estos acontecimientos, el ADN actuó única-
mente como almacén de información; no obstante, desempeña
también otra función vital en el ciclo biológico de una bacteria.
Supongamos que nuestro ejemplar ha prosperado con esta dieta
de glucosa y lactosa, y que ha aumentado de tamaño conside-
rablemente. En cierto momento, solventará el problema del so-
brepeso escindiéndose en dos bacterias. Como preparación
para tal acontecimiento, tendrá que fabricar una copia íntegra
de la doble hélice de ADN, de modo que cada miembro de la
generación siguiente tenga una dotación completa de instruc-
ciones para vivir. Al menos veinte «comadronas» proteicas, así

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

como varios fragmentos de ARN, participan en este procedi-


miento de copiado. La doble hélice de ADN, que en una bacte-
ria puede albergar cuatro millones de nucleótidos, se abrirá de
extremo a extremo, por etapas, y se montarán dos nuevas ca-
denas que casen con cada una de las originales. Una vez com-
pletado el proceso, se repartirán los restantes activos de la cé-
lula, y se construirán porciones adicionales de membrana y pa-
red para proceder a la separación definitiva.
El relato anterior no es más que un atisbo de las complica-
ciones que llenan la vida de las bacterias. Se han escrito libros
y libros sobre el tema. Para nuestros propósitos no necesitamos
entrar en estos detalles, pero hemos de recordar que son criatu-
ras complejas, a pesar de su tamaño. Ahora dirigiremos nuestra
atención a las formas de vida mayores.

9. LA UNIDAD BIOQUÍMICA DE LA VIDA EN LA TIERRA

Dejemos los niveles inferiores del ascensor de magnitudes


y examinemos a simple vista las plantas y animales que nos son
familiares. Su diversidad nos asombra; las abejas, los árboles y
los chimpancés parecen tener poco en común. La diversidad es
también sorprendente a escala celular, incluso en un organismo
sencillo. Las células nerviosas, las adiposas, las musculares, to-
das ofrecen un aspecto distinto y se comportan de manera muy
diferente. Estas células eucariotas presentan además una gran
complejidad en comparación con una bacteria. Si cada tipo ce-
lular de cada criatura tuviera su propia dotación de compuestos
químicos y su propia organización celular básica, el estudio de
la bioquímica sería interminable. Afortunadamente, no ocurre
así, pues por debajo de todas estas variaciones existe una simi-
litud bioquímica esencial.
En todos los organismos conocidos, los ácidos nucleicos
son los portadores de la herencia, las proteínas son fabricadas
en los ribosomas, se emplea el mismo conjunto de aminoácidos
para construir las proteínas, la energía se almacena en el ATP
y se utiliza un código genético casi idéntico. Otras muchas ca-
racterísticas son también comunes a todos ellos. De la misma

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

manera que el juego de construcción de un niño sirve para


construir una casa de juguete, un puente o una noria, los mis-
mos elementos del equipo bioquímico se pueden usar para
construir las diversas formas de vida que conocemos.
Una vez comprendido este concepto, podemos entender las
variaciones sobre el tema común que se dan a escala molecular
y utilizarlas como claves para seguir la pista de la evolución.
Una sorprendente diferencia entre eucariotas y procariotas
atañe a la manera de organizarse los genes en el ADN. Si, por
ejemplo, imaginamos que en un gen bacteriano se dice en el
idioma del ADN algo así como «aquí están los planos para la
construcción de una proteína que digiere la lactosa», el gen
equivalente de un organismo superior podría decir algo así
como «aquí están los planos ra ra ra para la construcción de
alirón alirón una proteína que digiere la lactosa». La frase está
interrumpida por «cuñas comerciales», mensajes que no hacen
al caso, llamados intrones por los bioquímicos. A qué obedece
esto, no está claro. Si los eucariotas aparecieron por evolución
de los procariotas, hemos de averiguar por qué esta evolución
trajo consigo la inserción de materia extraña en unos mensajes
perfectamente correctos.
Sin embargo, es evidente que estos añadidos no llegan
nunca a los ribosomas. Si lo hicieran, serían tratados como si
fueran parte integrante del mensaje y se produciría una proteína
defectuosa. En vez de eso, son eliminados durante un proceso
de empalme a nivel del ARN.
Hay otras pequeñas variantes bioquímicas en los distintos
seres vivos, pero no en número suficiente para hacer peligrar la
idea de una unidad bioquímica básica en la vida sobre la Tierra.
Es sorprendente semejante unidad. Cabría haber esperado una
competencia entre sistemas bioquímicos, como la hay entre es-
pecies. Si esta competencia existió en una fase temprana de la
historia de la vida, quedó zanjada en favor del sistema que co-
nocemos. Podemos inferir que, en cierto momento de la evolu-
ción, apareció un organismo con todos los caracteres propios
de la vida actual Este organismo se impuso y heredó el planeta,
y todos somos descendientes de él.

— 83 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Ahora que nos hemos hecho una idea de la estructura de la


vida, estamos en condiciones de explorar el registro histórico y
de remontarnos en el tiempo en busca de sus orígenes.

— 84 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

III. EL TESTIMONIO DE LA TIERRA

Hemos contemplado la complejidad, lo intrincado de la or-


ganización que subyace incluso en la más sencilla de las bac-
terias actuales. Para saber cómo la vida llegó a ser de ese modo,
hemos de recurrir al registro del pasado. Como veremos más
adelante, los creacionistas arguyen que no podemos informar-
nos sobre el origen de la vida mediante la investigación cientí-
fica, pues no hubo testigos presenciales, y por consiguiente no
existe testimonio humano que nos guíe.
Con todo, sí se encuentra con nosotros un testigo de estos
acontecimientos: la Tierra misma. Nuestro planeta guarda sus
antecedentes en los sedimentos, las montañas y los valles,
como lo hace nuestro cuerpo con las cicatrices y las arrugas.
Conservados así mismo en el seno de la Tierra existen fósiles,
es decir, impresiones y copias en piedra de las formas de vida
que otrora la habitaron. Para elaborar una historia coherente de
las mismas, tenemos que ordenar los fósiles, y lo ideal para ello
sería que pudiéramos atribuirle a cada uno una fecha lo más
concreta posible. A tal fin, los científicos han luchado durante
siglos para determinar la edad de la Tierra, de las rocas y de los
fósiles de su interior. Pasaremos revista a esta conquista histó-
rica, pues ilustra a la perfección de qué manera la ciencia llega
a una conclusión firme mediante una vacilante serie de aproxi-
maciones que van cobrando una precisión creciente. El relato
sirve también para comparar los enfoques científicos y mitoló-
gicos de esta cuestión. Para comenzar, cabría que nos pregun-
táramos cómo podemos conocer la edad de algo.
Podemos especificar la edad de un objeto estableciendo
cuánto tiempo ha transcurrido desde el momento en que fue
creado hasta el presente. Necesitamos, sin embargo, algún sis-
tema de medición con el que poder señalar el momento en que
se produjo un acontecimiento pasado. El sistema ha de ser un
proceso que podamos seguir, y que tenga lugar en el tiempo a

— 85 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

una velocidad constante. Para los eventos de la historia escrita,


el tránsito del día a la noche ha servido admirablemente. Las
estaciones han brindado una medida complementaria, permi-
tiendo agrupar por bloques los días del año. Cuando el ser hu-
mano desarrolló la capacidad de escribir y contar, se pudo lle-
var un calendario. Los acontecimientos quedaban identificados
con una fecha y un año, y se puede calcular fácilmente cuánto
tiempo ha transcurrido desde que se produjeron.
Los arqueólogos han descubierto en Irak archivos en escri-
tura cuneiforme que datan del año −3000 aproximadamente y
jeroglíficos egipcios que tienen casi la misma antigüedad. Sin
embargo, hasta el siglo XIX el Antiguo Testamento era el re-
gistro continuo de acontecimientos más antiguo que conocía la
civilización occidental. Según la Biblia, la creación de la Tie-
rra, de la vida y del hombre aconteció en el curso de una misma
semana. El objeto de la Tierra era proporcionar un hogar a la
humanidad. No parecía existir razón alguna para que tuviera
una dilatada historia previa al momento de la aparición del ser
humano.
La Biblia no ofrecía una fecha exacta para el instante de la
creación, pero recogía el paso de cada generación y la edad de
las figuras más prominentes en el momento de su muerte. Se
podía calcular la edad de la Tierra a partir de esta información,
y parecía ser de unos pocos miles de años. Para situar las cosas
sobre una base más firme, los teólogos de la Edad Media asu-
mieron que los seis días empleados en la obra de la creación
representaban un período de seis milenios, tantos como los
asignados a la duración de toda la historia humana. Transcu-
rrido este período, el segundo advenimiento de Cristo anuncia-
ría el final de su reino en la Tierra. A menudo, su llegada pare-
cía inminente, de modo que se impuso la idea de que la Tierra
tenía unos seis mil años de antigüedad. En el Como gustéis de
Shakespeare (acto IV, escena 1), Rosalind señala: «El pobre
mundo tiene casi seis mil años...», recogiendo lo que era una
creencia común.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Según se desarrollaba la sociedad moderna, aumentaba la


exigencia de una mayor precisión, incluso en cuestiones reli-
giosas. El arzobispo James Ussher, del Trinity College de Du-
blín, estudió los antiguos textos hebreos, el calendario hebreo
y la Biblia, y en 1650 concluyó que Dios había creado los cie-
los y la Tierra la tarde del sábado 22 de octubre del año 4004
a.C. A juzgar por los estándares científicos modernos, diríase
que utilizó demasiadas cifras significativas y que tendría que
haber redondeado la estimación. John Lightfoot, de la Univer-
sidad de Cambridge, contemporáneo de Ussher, no fue tan pre-
ciso como éste, estableciendo que la creación había tenido lu-
gar en el mes de septiembre del año 3928 a.C. Con todo, pre-
valecieron los datos de Ussher. Como veremos, ciertos grupos
religiosos sostienen todavía, invocando la autoridad bíblica,
que la Tierra tiene sólo unos pocos miles de años de antigüe-
dad. Para un punto de vista alternativo, hemos de recurrir a una
disciplina muy diferente: la ciencia.

1. EL TURNO DE LA CIENCIA

Los científicos asumen que la Tierra es más vieja que la


humanidad. La historia escrita sirve sólo para establecer una
edad mínima para el planeta. Hay que efectuar otras medicio-
nes para determinar cuánto tiempo puede haber estado la Tierra
ahí, antes de que nuestra civilización le prestara atención. Los
fenómenos periódicos son los de más fácil aplicación a este
propósito. Se pueden contar los anillos de los árboles, por
ejemplo. Sabemos, por experiencia, que en ocasiones un árbol
puede pasar un año sin crecer, o formar dos anillos en una es-
tación; pero, en la mayoría de los casos, los anillos reflejan ade-
cuadamente la edad del árbol en años. Los árboles más viejos
se encuentran en California, y su edad sobrepasa los 4.000
años. No se han descubierto seres vivos más viejos, de modo
que hemos de recurrir a los acontecimientos geológicos para
remontamos más allá. Ciertos lagos glaciares depositan franjas
de arcilla oscuras en invierno y claras en verano. A partir de

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

estos sedimentos, conocidos con el nombre de varvas arcillo-


sas, a algunos lagos del norte de Europa se les puede asignar
una edad de 8.700 años. Por tanto, los lagos son anteriores a la
cronología bíblica. Los fenómenos regulares anuales no nos
llevan más allá; sin embargo, otros indicios geológicos señalan
que la Tierra es mucho, muchísimo más vieja que todas esas
cifras.
En los siglos XVIII y XIX, algunos geólogos, al estudiar la
apariencia de la Tierra sin prejuicio alguno derivado de la mi-
tología, coligieron que era muy vieja. El escocés James Hutton
observó la lentitud de procesos tales como la meteorización y
la sedimentación de las rocas. En su obra Theory of the Earth
(1975), concluía que nuestro planeta no presentaba «vestigios
de un inicio, ni perspectiva de un final». En su empeño le su-
cedió sir Charles Lyell, geólogo que influyó profundamente en
el pensamiento de Charles Darwin. De su trabajo, y del de otros
muchos, emergió el punto de vista que situó el origen de la Tie-
rra y de la vida en un pasado de muchos millones de años.
La acumulación de sedimentos sirvió de índice temporal en
estas estimaciones. El movimiento del agua erosiona las rocas
y el material resultante es arrastrado corriente abajo por los
ríos. Cuando un río alcanza una zona amplia y llana, pierde ve-
locidad y deposita el aluvión como sedimento. Estos procesos
ya habían sido observados a lo largo de la historia escrita. El
historiador griego Herodoto, reparando en el depósito anual de-
jado por el Nilo, estimó que el río había necesitado muchos
miles de años para construir el delta. En 1854 se descubrió una
estatua de Ramsés II, del año −1200, enterrada bajo casi tres
metros de limo fluvial, con lo que se calculó que se habían de-
positado unos nueve centímetros de sedimento por siglo. En el
Gran Cañón, el bloque de rocas sedimentarias que se levanta
por encima del río tiene casi un kilómetro y medio de grosor.
Con la tasa de sedimentación anterior, cabría cifrar en unos dos
millones de años el tiempo necesario para acumular tanto sedi-
mento. No obstante, tal estimación representa un mínimo, pues
los sedimentos se compactan al quedar enterrados a gran pro-
fundidad.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

En ningún lugar del planeta hay más de dos kilómetros y


medio de rocas sedimentarias expuestas a la intemperie. Sin
embargo, los geólogos han colegido la existencia de espesores
mucho mayores. En un corte de sedimentos hecho por un río,
éstos no son uniformes, sino que presentan estratos de grosor
irregular cuando se observan en sección transversal. Estos es-
tratos reflejan las fluctuantes condiciones geológicas que con-
dujeron al depósito de distintas clases de limo en diferentes
momentos. Cuando se compara la sucesión de estratos en di-
versas localidades, aparecen con frecuencia similitudes, lo cual
indica que en ambos lugares acontecieron los mismos sucesos
al mismo tiempo. En una localidad dada, sólo acostumbra aflo-
rar un cierto número de estratos. Sin embargo, mediante corre-
lación de las observaciones de muchos lugares los geólogos
pueden reconstruir una secuencia de estratos mucho mayor que
la existente en cualquier localidad concreta. Dicha secuencia
se conoce con el nombre de «columna geológica».
Cabe ilustrar el razonamiento que subyace a este proceso
con la analogía de las letras de una línea. Supóngase que se
imprimieran muchas copias de la frase que estamos leyendo,
que las desmenuzáramos al azar y las esparciéramos por la ha-
bitación. Recogiendo y examinando los fragmentos, podríamos
reconstruir la frase. En un fragmento se leería, por ejemplo,
«muchas copias de la fr», mientras que en otro rezaría «pias de
la fras». Combinándolas, montaríamos la secuencia «muchas
copias de la fras». El examen de nuevos fragmentos nos pro-
porcionaría el mensaje completo.
A partir de la superposición de las diferentes series incom-
pletas de sedimentos expuestos, los geólogos han reconstruido
una columna geológica sedimentaria de unos ciento veinte ki-
lómetros. Para estimar la edad de la Tierra no sólo se atiende,
claro está, a los períodos de sedimentación. Esos sedimentos
pueden haber sido levantados de su lecho marino o fluvial por
fuerzas geológicas, y haber quedado a merced de la erosión flu-
vial o de otros acontecimientos. Por estimación o conjetura de
las velocidades de esos procesos, los geólogos del siglo XIX

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

llegaron a cifras de varios centenares de millones de años para


la edad de la Tierra.
Otros científicos abordaron la cuestión desde un ángulo
muy distinto, uno que consideraba el calor del seno de la madre
Tierra en vez de las arrugas de su faz. Hacía mucho tiempo que
el hombre se había percatado de que el interior de la Tierra está
caliente: la temperatura aumenta según bajamos por el pozo de
una mina, y las fuentes termales y las erupciones de lava dan
asimismo testimonio del gran calor existente en las profundi-
dades del planeta. Los pensadores de los siglos XVIII y XIX
supusieron que la Tierra se había formado en estado de fusión
y se iba enfriando progresivamente. Atendiendo al estado ac-
tual de la Tierra y a la velocidad ponderada de enfriamiento de
los cuerpos sólidos, se obtuvo una estimación de su edad.
Isaac Newton había realizado un cálculo de este tipo, juz-
gando que una esfera de hierro calentada al rojo, del tamaño de
la Tierra, se enfriaría en 50.000 años. Rechazó esta respuesta a
causa de sus convicciones religiosas, dando por sentado que
había cometido algún error.
El naturalista francés del siglo XVIII Georges Louis
Leclerc, conde de Buffon, no tenía esas limitaciones, pues creía
que los «días» bíblicos de la creación representaban períodos
muy largos. Buffon realizó experimentos y cálculos sobre la
velocidad de enfriamiento de una esfera, y después de tomar en
consideración todos los factores que creyó pertinentes, con-
cluyó que la Tierra tenía 74.832 años de antigüedad, cifra no
muy alejada de la estimación aproximada de Newton. Me-
diante extrapolación, Buffon determinó que transcurridos
93.291 años más la Tierra se habría vuelto excesivamente fría
para sustentar vida. Al igual que el arzobispo Ussher, Buffon
se creyó en demasía sus propios cálculos. Al hacer sus cálculos
hasta la cifra de las unidades, apuntaba a una precisión mayor
que la que le garantizaban sus métodos. Había subestimado,
por ejemplo, la cantidad de calor proporcionada por el Sol a la
Tierra.

— 90 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

En la centuria siguiente, el célebre físico e inventor britá-


nico William Thompson, que en 1892 se convirtió en Lord Kel-
vin, mejoró estos cálculos. Kelvin había contribuido de manera
decisiva a la teoría matemática de la difusión del calor (una
escala científica de temperaturas lleva su nombre), así como a
otras áreas de la física. Tras la publicación de El origen de las
especies, se sintió atraído por la controversia desatada por la
teoría de Darwin acerca de la evolución.
Como ya hemos señalado, varios geólogos habían supuesto
una historia de centenares de millones de años para la Tierra,
lo cual concedía un amplio margen para los lentos procesos de
la evolución. En una serie de artículos publicados entre 1862 y
los últimos años del siglo, Kelvin, valiéndose de datos obteni-
dos a partir de las velocidades de enfriamiento, calculó que la
Tierra tenía una edad mucho menor. En 1862, su estimación
fue de cien a doscientos millones de años, pero en 1867 sus
cálculos «irrefutables» habían reducido la edad del planeta a
entre diez y veinte millones de años. Otros investigadores pro-
pusieron duraciones aún más cortas para la historia de la Tierra.
Darwin era consciente de las dificultades que estas limita-
ciones físicas planteaban a su teoría, pero se mantuvo cauto.
Escribía en la revisión final de su libro: «Muchos filósofos no
admiten que sepamos lo suficiente de la constitución del Uni-
verso y del interior de nuestro globo como para especular con
ciertas garantías acerca de su duración pretérita.» Su cautela
estaba justificada. Poco más de una década después de su
muerte, el descubrimiento de la radiactividad por Henri Bec-
querel, en 1896, cambiaba radicalmente el escenario. A conse-
cuencia del mismo se vio que el desprendimiento de calor por
los minerales radiactivos del interior de la Tierra era más que
suficiente para compensar la pérdida de calor hacia el espacio
y mantener la temperatura del planeta. Los cálculos de Kelvin
no eran, pues, pertinentes, y el punto de vista geológico se
aproximaba más a la realidad. Un espectador de la polémica.
T. C. Chamberlin, comentó en aquel entonces: «La fantástica

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

contundencia de los rigurosos análisis matemáticos, con su au-


reola de precisión y elegancia, no debiera cegamos a los defec-
tos de las premisas que condicionan todo el proceso.»
El descubrimiento de la radiactividad no sólo demolió los
cálculos de Kelvin acerca de la edad de la Tierra, sino que
brindó un método mucho mejor para tal fin, un método capaz
de registrar edades mucho mayores que las que se habían con-
siderado antes. Los átomos de hidrógeno, de carbono y de otros
elementos básicos del Universo pueden presentarse en estados
alternativos conocidos como isótopos. Ciertos isótopos son
inestables, y se descomponen radiactivamente originando toda
una gama de elementos.
Así, un isótopo del potasio presente en los minerales se de-
sintegra lentamente para producir calcio y el gas argón. Se pre-
cisan unos mil trescientos millones de años para que se desin-
tegre la mitad de una cantidad cualquiera de esta inestable sus-
tancia. Los productos resultantes permanecen en la roca junto
con el potasio restante, y midiendo las cantidades de estos ma-
teriales en una roca los geólogos pueden calcular el tiempo
transcurrido desde que se solidificó.
A menudo, una roca —o una serie de rocas emparentadas—
contendrá más de un isótopo inestable. Se pueden comparar los
resultados de un tipo de desintegración con los de los restantes,
y con la posición de la roca en la columna geológica. Muchos
científicos han aplicado estas técnicas en el transcurso de este
siglo, y se han obtenido resultados coherentes. Finalmente se
descubrió una manera de aplicar dichos métodos a la edad de
la propia Tierra.

2. UNA PREGUNTA GROSERA

«Quizá sea un poco grosero preguntarle a la madre Tierra


su edad, pero la ciencia no sabe de vergüenzas y de vez en
cuando trata, con todo descaro, de arrebatarle su secreto pro-
verbialmente bien guardado.» Así se expresaba Arthur Holmes
(1890-1965) en The age of the Earth (1913).

— 92 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

La determinación de la edad de nuestro planeta mediante


datación radiactiva no fue de fácil consecución; se necesitó un
largo período de ensayos y errores. Según se desarrollaba el
proceso, iban apareciendo continuamente estimaciones mejo-
radas de la edad de la Tierra, y ésta se fue volviendo más y más
vieja a los ojos de los geólogos. El párrafo reseñado más arriba
lo escribió un destacado geólogo en una época en que ambos,
él y los métodos de datación, eran jóvenes. El hombre y la téc-
nica maduraron juntos.
Las primeras determinaciones daban edades para las rocas
que vanaban entre 400 y 2.000 millones de años. Las edades
relativas estimadas en el siglo XIX eran correctas, pero no así
las magnitudes absolutas, que pecaban de cortas en un factor
de 10. Las primeras dataciones radiactivas también adolecieron
de errores matemáticos, y resultaron dar antigüedades excesi-
vas en un factor de 0,2. En 1941, la muestra de roca más anti-
gua conocida tenía asignada una edad de 2.600 millones de
años. Subsistían, sin embargo, ciertas dudas, y en un artículo
publicado en aquella época se afirmaba que la Tierra parecía
tener una edad próxima a los dos mil millones de años.
Las rocas más viejas conocidas han de ser, claro está, más
jóvenes que el propio planeta. En 1946, Arthur Holmes y F. G.
Houtermans presentaban un método indirecto mediante el cual
se podía estimar la edad de la Tierra a partir de datos de radiac-
tividad obtenidos en muestras geológicas más jóvenes. Su esti-
mación de tres mil millones de años fue aceptada hasta 1953,
cuando se descubrieron errores y se propuso una nueva edad
de 4.500 millones de años. Ésta es la cifra admitida en la ac-
tualidad. La formación de rocas más antigua que se conoce en
la Tierra, en Isua, al sudoeste de Groenlandia, es más joven:
tiene «sólo» 3.800 millones de años.
La edad indirecta deducida para la Tierra se ha visto corro-
borada por el análisis de cuerpos extraterrestres. Las edades de
los meteoritos se extienden hasta los 4.500 millones de años.
Las rocas más viejas de la Luna se han datado en 4.600 millo-
nes de años. Como la mayoría de las teorías sobre la formación
de nuestro Sistema Solar suponen que los diversos cuerpos que

— 93 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

lo integran se formaron más o menos al mismo tiempo, estos


hallazgos reafirman nuestra confianza en que la grosera pre-
gunta acerca de la madre Tierra se ha respondido correcta-
mente.
Tal confianza es importante, ya que la respuesta obtenida
es bastante extraordinaria. Es muchísimo más fácil aprehender
una historia bíblica de 6.000 años, que equivale a unas ochenta
veces la duración de una vida humana. La edad geológica, sin
embargo, comporta más de sesenta millones de vidas humanas.
Si la edad de la Tierra equivaliera a un año, una vida humana
sería el tiempo necesario para parpadear dos veces con toda la
rapidez posible.

3. LA SELECCIÓN NATURAL

Con las técnicas de datación modernas, los geólogos pue-


den asignar edades a los fósiles. Cabe entonces identificar las
especies predominantes en cada momento de la historia. Los
resultados son verdaderamente sorprendentes. Si bien ha exis-
tido vida en la Tierra durante la mayor parte de su historia, las
criaturas que contienen más de una célula están representadas
únicamente por fósiles formados en el transcurso de los últimos
ochocientos millones de años. Llegaron primero los gusanos,
las medusas y otros organismos compuestos sólo de partes
blandas. Les siguieron los peces, las plantas terrestres, los an-
fibios, los árboles, los reptiles, los insectos, las aves y los ma-
míferos, más o menos en ese orden. Algunas criaturas, como
los dinosaurios, aparecieron sólo para desvanecerse de nuevo.
La historia de la evolución de las formas de vida superiores ha
sido contada y requetecontada, y no es preciso repetirla aquí.
Más importante para nuestra narración es el mecanismo res-
ponsable de esta aparición de sucesivas formas de vida: la se-
lección natural.
Casi todos los científicos sostienen hoy día que las formas
de vida más complejas se originaron a partir de otras más sim-

— 94 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

ples, como prevé la teoría de la evolución. La mejor interpre-


tación de los mecanismos rectores de este proceso se realiza
mediante la llamada selección natural.
Los detalles concretos de los cambios siguen siendo objeto
de controversia. Las transformaciones pueden haberse produ-
cido de manera gradual, o con cierta rapidez, como defiende la
teoría de los «equilibrios punteados». Pueden darse mecanis-
mos complementarios, distintos de la selección natural —una
posibilidad no descartada por Darwin—. A buen seguro en un
futuro próximo sabremos mucho más de este tema, en virtud
del progreso acelerado de nuestro conocimiento acerca de las
funciones celulares del ADN.
Esta sustancia, como sabemos, es el material hereditario de
los organismos vivos. Durante la replicación se fabrica una co-
pia del ADN para su transmisión a la progenie. En el transcurso
de este proceso pueden originarse errores de reproducción y
dar así lugar a mutaciones, es decir, cambios en el mensaje gé-
nico. Los genetistas han aprendido mucho sobre los procesos
de mutación que dan lugar a cambios equivalentes a la altera-
ción de una simple palabra en una frase. Recientes descubri-
mientos indican que existen también bloques de información
mucho mayores, con capacidad para desplazarse dentro de
nuestro material genético por acción de mecanismos naturales.
Tales segmentos móviles de ADN han recibido el nombre de
«genes saltadores». Mucho más familiares nos resultan, claro
está, las variaciones de las criaturas vivas debidas a la repro-
ducción sexual.
Todos estos mecanismos introducen variabilidad en las po-
blaciones de organismos vivos. Muchas de las variantes produ-
cidas, en particular las creadas por mutaciones al azar, no son
necesariamente mejores que sus predecesoras (si tiene usted
dudas al respecto, intente reemplazar una palabra de esta
misma frase por otra cualquiera elegida al azar en el dicciona-
rio). En la mayoría de los casos, el sino de los infortunados
productos de este proceso es la extinción. De vez en cuando,
sin embargo, ocurre que un mutante puede sobrevivir y hereda
el futuro. Podemos ilustrar esto con un ejemplo. Supóngase que

— 95 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

una cepa de bacterias determinada ha quedado destruida por un


antibiótico nuevo, a excepción de un solo individuo que ha so-
brevivido entre los miles de millones originalmente presentes.
Dicha bacteria había adquirido un cambio genético que le ha
permitido resistir el fármaco mientras las demás perecían. Si
las otras condiciones restantes resultan favorables, este único
organismo podrá reproducirse y repoblar todo el medio en po-
cos días, de modo que el gen propicio se difundirá y se conver-
tirá en parte integrante de las instrucciones genéticas de la cepa.
Estos sucesos ilustran el proceso de la selección natural, la
fuerza que la mayoría de los científicos creen responsable de la
evolución. Más adelante veremos si la selección podría haber
servido también para crear la primera criatura viva.

4. LA ERA DE LOS MICROORGANISMOS

Una abundante cosecha de fósiles caracteriza el período en


que las criaturas multicelulares han reinado sobre la Tierra. Los
últimos seiscientos millones de años, cuando cabía disponer de
elementos duros, como conchas y huesos, para fabricar fósiles,
están especialmente bien documentados. Mucho más escaso es
el registro que subsiste de una era larguísima, que duró 2.500
millones de años como mínimo, cuando la vida sólo estaba re-
presentada por organismos unicelulares. En realidad, hasta
hace unas decenas de años hubo dudas en cuanto a si existió
vida alguna sobre la Tierra durante ese período.
Se entiende fácilmente que exista semejante escasez de da-
tos. Las rocas pueden deteriorarse por meteorización o refu-
sión. Las recientes abundan, pero las antiguas escasean más y
más a medida que aumenta su edad. Por último, con las rocas
de Isua —en el sudoeste de Groenlandia— de 3.800 millones
de años de antigüedad, el registro se desvanece por completo.
No queda nada que nos informe directamente de los primeros
tiempos de este planeta.
Otro problema es la localización e identificación de fósiles
de microorganismos. Una vez descubiertos, los huesos de di-
nosaurio dejan poco margen de duda acerca de su identidad.

— 96 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Los microfósiles, en cambio, son más difíciles de identificar.


Su naturaleza fósil es a menudo ambigua y, aparte del tamaño
y la forma de la célula, de bien poco más nos informa. A pesar
de estas dificultades, los geólogos han trabajado pacientemente
en unas cuarenta localidades para elaborar un cuadro de la larga
era de los microorganismos, cuya duración abarca desde los
3.500 hasta los 900 millones de años de antigüedad.
Según este registro, las primeras células eucariotas apare-
cieron hace 1.200-1.400 millones de años. Esta fecha podría
ser revisada en cualquier momento, por supuesto, si aparecie-
ran fósiles eucariotas más antiguos. Se han hecho afirmaciones
y contraafirmaciones, pero la mayoría de los investigadores en
este campo parecen satisfechos con el margen anterior.
Los restos de formas procariotas parecidas a las bacterias
se remontan a tiempos muy antiguos, a más de 3.500 millones
de años. Este registro es continuado y está bien documentado
hasta unos 2.200 millones de años atrás, para luego prolongarse
intermitentemente hasta los fósiles más antiguos que se cono-
cen, localizados en Australia occidental y Sudáfrica. Durante
un largo período de más de 2.000 millones de años, casi la mi-
tad de la edad de la Tierra, los procariotas fueron los únicos
representantes de la vida en este planeta. Si bien las impresio-
nes fósiles directas dejadas por estas remotas criaturas son mi-
croscópicas, otros vestigios de su existencia son de tamaño vi-
sible. En el enclave australiano conocido con el nombre de
North Pole por su aislamiento (pero no por el clima), se pueden
observar unas estructuras cupuliformes, de unos treinta centí-
metros de alto, incrustadas en un afloramiento de roca desgas-
tada. De estos objetos, compuestos por centenares de láminas
de roca del grosor de un barquillo, se ha dicho que parecen co-
les o pasteles de hojaldre. Podemos identificarlos como pro-
ductos de la actividad de seres vivos porque hoy existen estruc-
turas equivalentes. Estas estructuras, llamadas estromatolitos,
aparecen en las aguas someras de lugares muy particulares,
como la costa de Australia a unos kilómetros de North Pole. Se
originan cuando ciertas colonias de microorganismos, por lo

— 97 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

común bacterias azules, crecen en láminas que acumulan sedi-


mentos. Una nueva lámina de bacterias azules se forma encima
de los sedimentos, y el ciclo se repite.
Las bacterias azules modernas preparan su propio alimento
por fotosíntesis, empleando dióxido de carbono del aire y ener-
gía solar. No hacen uso de los compuestos orgánicos de su me-
dio ambiente, al contrario que las bacterias que estudiábamos
en el último capítulo. Si las criaturas que construyeron los vie-
jos estromatolitos se parecían a las bacterias azules modernas,
entonces el proceso de la fotosíntesis es antiquísimo. Esta con-
clusión viene refrendada por otro testimonio, el de las propor-
ciones de los isótopos de carbono en sedimentos muy antiguos.
Aparte de los estromatolitos fósiles, encontrados en diver-
sos lugares del planeta, se han hallado vestigios directos de cé-
lulas que podrían haber vivido hace 3.500 millones de años. La
impresión fósil de una hilera de células agrupadas para formar
un filamento curvado, descubierta en una localidad australiana,
guarda un asombroso parecido con los filamentos bacterianos
que podemos ver hoy día. Un fósil sudafricano presenta una
serie de esferas unidas, al parecer en diferentes estadios de di-
visión celular. Las investigaciones en uno y otro yacimiento,
que han sido exhaustivas y están bien documentadas, han lle-
vado al consenso en cuanto a que la vida estaba bien desarro-
llada en más de una localidad unos 1.000 millones de años des-
pués de la formación del planeta.
La cautela mostrada y la cantidad de documentación adu-
cida han sido imprescindibles a este respecto. Los minerales
también contienen elementos organizados, de carácter inorgá-
nico, que a primera vista pueden parecer fósiles biológicos, y
por tanto se pueden cometer errores. Citemos al respecto al fa-
moso biólogo G. C. Simpson: «Del Eozoon, bautizado pompo-
samente en su día como “el animal de la aurora”, se sabe hoy
que no es en absoluto un animal, ni siquiera una planta ni forma
alguna de vida, sino un mero precipitado inorgánico.»
El Eozoon fue un fenómeno del siglo XIX, aunque en la
actualidad sobreviven sus descendientes espirituales. Se pro-
dujo un rebrote en 1979, en relación precisamente con las rocas

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de Isua. El descubrimiento de vestigios de vida en rocas muy


antiguas despertó por lo visto en algunos investigadores el de-
seo de llevar este proceso al límite lógico: encontrar fósiles en
las rocas más antiguas conocidas hoy día en la Tierra. Por des-
gracia, las rocas de Isua no se prestan a tal fin, pues se han
calentado considerablemente varias veces a lo largo de su his-
toria. Parejo tratamiento destruye por lo general los fósiles. A
pesar de ello, dos informes independientes se arrogaron el des-
cubrimiento de testimonios fehacientes de vida en Isua.
La American Chemical Society se reunió en Washington
durante el verano de 1979, y en la publicación periódica de di-
cha sociedad se recogieron las excitantes nuevas. En el titular
del artículo se proclamaba: «Se descubren indicios de vida en
las rocas más antiguas que se conocen.» El artículo estaba fir-
mado por un grupo de científicos de diversas universidades,
cuyo portavoz ante la prensa fue Cyril Ponnamperuma, de la
Universidad de Maryland. El informe de la revista hablaba del
descubrimiento de hidrocarburos en las rocas de Isua, y de que
la proporción de isótopos de carbono hacía pensar que los com-
puestos habían sido formados por fotosíntesis, y, por tanto, por
organismos. El informe señalaba que aún no se habían descu-
bierto verdaderos fósiles, los cuales brindarían pruebas más
convincentes de vida.
Esta carencia fue paliada por otros. Casi al mismo tiempo
aparecía un artículo en la prestigiosa revista británica Nature,
firmado por un geólogo alemán, H. D. Pflug, y un colega fran-
cés, H. Jaeschke-Boyer. Habían descubierto «inclusiones pare-
cidas a células» en las rocas de Isua, inclusiones que identifi-
caban como fósiles de antiguos microorganismos. En el ar-
tículo hablaban de la observación de células aisladas, filamen-
tos y colonias. Acuñaron el término lsuasphaera para su ha-
llazgo y comentaron: «Pocas dudas caben de que lsuasphaera
es un organismo.» Se sentían especialmente impresionados por
la envoltura que rodeaba su criatura: «La envoltura exterior
multilaminar que desarrolla lsuasphaera sólo puede ser enten-
dida como producto de la actividad biológica.» Vieron vacuo-
las —regiones huecas que aparecen en ciertas células—, así

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

como yemas similares a las producidas por las células de las


levaduras. Los autores creían que su organismo se asemejaba a
una levadura, si bien moderaban su entusiasmo con la observa-
ción de que las levaduras son eucariotas. No se atrevieron a
afirmar que los eucariotas hubieran surgido en época tan tem-
prana de la evolución, y proponían para la lsuasphaera una po-
sición intermedia.
Una cierta ausencia de dudas, de escepticismo, en todos es-
tos informes debería habernos servido de advertencia. Cuando
los científicos no quieren desempeñar el papel de abogados del
diablo de sí mismos, otros lo harán por ellos de buena gana. En
este caso, el duro despertar llegó dieciocho meses después, en
la forma de varios artículos publicados también por Nature. Se
confirmó la presencia de hidrocarburos en las rocas de Isua,
pero, al analizarlas detenidamente, no sólo se detectaron hidro-
carburos sino también aminoácidos, entre ellos algunos bas-
tante perecederos. En realidad, la edad de la mezcla química no
podía ir más allá de unos miles de años, y no cabía hablar, pues,
de miles de millones. La composición en aminoácidos se pare-
cía a la de los líquenes que crecen en la superficie de las rocas
en el presente. Y la conclusión fue que ciertos compuestos quí-
micos de las plantas de superficie habían penetrado en el inte-
rior de la roca en un pasado relativamente reciente.
Isuasphaera tampoco tuvo un destino muy feliz, y fue des-
pachada por la misma vía que Eozoon. Un equipo internacional
que incluía científicos de renombre en el estudio de fósiles aus-
tralianos y sudafricanos examinó los hipotéticos fósiles. Con-
cluyeron que las estructuras de Isua eran artefactos manifiesta-
mente inorgánicos y que no constituían evidencia alguna de
vida.
Con la destrucción de estas pretensiones acerca de Isua, nos
hemos quedado en un estado de conocimiento incompleto. Sa-
bemos que existían formas de vida de tipo procariota hace
3.500 millones de años, pero desconocemos el momento o las
circunstancias de su origen, pues llegados a este punto la pista
fósil se pierde.

— 100 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

5. LA APARICIÓN DEL OXÍGENO

Pocos indicios de progreso evolutivo revelan la forma y el


tamaño de los microfósiles procedentes de la era de los micro-
organismos, a pesar de que ésta se prolongó a lo largo de casi
la mitad de la historia del planeta. Pero pueden haberse produ-
cido cambios importantes en el interior de estos antiguos mi-
croorganismos durante este período, incluso aunque su apa-
riencia externa variara poco. Una vez más, el propio planeta es
la fuente principal de testimonios en este sentido.
De todos los mundos conocidos del Sistema Solar, sólo la
Tierra tiene una atmósfera con una fracción significativa de
oxígeno (20%). Como hemos visto, el oxígeno es vital para los
procesos de todas las células de los organismos superiores. Se
emplea, combinado con los alimentos, para liberar energía y
producir dióxido de carbono y agua. Sólo algunas especies de
bacterias están exentas de tal requisito, pues pueden obtener la
energía que necesitan mediante reacciones que no precisan oxí-
geno.
El registro petrográfico indica que nuestra atmósfera no
siempre fue tan rica en oxígeno como lo es hoy día. Hace unos
2.000 millones de años se produjeron cambios espectaculares
en la naturaleza de los minerales depositados como rocas. En
particular, en esa época —pero no después— se formaron gran
cantidad de estructuras férricas con un característico laminado.
Se depositó por entonces quizás un 90% de los minerales ricos
en hierro conocidos que constituyen nuestro principal recurso
de ese metal. Se cree que estos cambios son el resultado de la
aparición por vez primera de grandes cantidades de oxígeno en
la atmósfera.
El origen de este oxígeno ya es un problema diferente. La
mayoría de los científicos coinciden en la causa de esta trans-
formación: el desprendimiento de oxígeno en la fotosíntesis de
organismos como las bacterias azules.
Hemos considerado ya los indicios de que la fotosíntesis
pueda haber existido hace 3.500 millones de años, y queda
abierta la cuestión de si los primeros organismos preparaban su

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

alimento de esta forma o utilizaban los compuestos orgánicos


existentes en el medio ambiente. Pero, cualquiera que sea la
respuesta, la fotosíntesis con desprendimiento de oxígeno se
puso en marcha en algún momento de la historia de la Tierra.
Durante un tiempo, el oxígeno desprendido quizá fuera
consumido por sustancias del medio ambiente con las que se
combina fácilmente. Cuando estas sustancias se agotaron, el
oxígeno se acumuló en el aire. Este cambio pudo haber enve-
nenado muchos microorganismos, lo que conllevó su extinción
o los empujó a refugiarse en nichos desprovistos de oxígeno.
Algunas de estas especies sobreviven en el presente. Un impor-
tante grupo de ellas, las llamadas bacterias metanógenas, son
aniquiladas por el oxígeno y habitan en lugares como el cieno
del fondo del mar Negro y de la bahía de San Francisco. Las
metanógenas obtienen energía no por oxidación, sino mediante
otras reacciones químicas. Tanto su modo de vida como ciertas
características químicas que las distinguen de la mayoría de las
otras bacterias han animado la hipótesis de que son supervi-
vientes de los primeros tiempos de la Tierra. En aquel entonces,
la atmósfera era más benévola con ellas y les brindaba los gases
que emplean para obtener energía.
La atmósfera rica en oxígeno, aunque tóxica para muchas
especies, fue un regalo para los organismos que se adaptaron a
él. Podían obtener mucha más energía mediante combinación
de compuestos orgánicos con oxígeno que la que los métodos
anteriormente usados ponían a su disposición. Esta ventaja
pudo haber estimulado el desarrollo de las células eucariotas.
La nueva atmósfera brindó también un efecto benéfico com-
plementario. Una serie de complejas reacciones en el aire llevó
a la formación de gas ozono, un estado molecular particular del
oxígeno. El ozono absorbe una clase especial de radiación solar
llamada luz ultravioleta. Esta radiación es dañina para muchos
de los compuestos químicos presentes en los seres vivos. Antes
del desarrollo de la pantalla de ozono, puede que las tierras
emergidas y las aguas superficiales del mar fueran inhabita-

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

bles. Así pues, la colonización de las tierras emergidas por cria-


turas vivas quizá sólo fue posible tras la introducción de oxí-
geno en la atmósfera.

6. LAS ROCAS MÁS ANTIGUAS

Subsisten muchos problemas en lo relativo a los detalles y


el ritmo de la conversión de la atmósfera terrestre a su forma
actual. Estas cuestiones, aunque importantes, no son tan cru-
ciales para el origen de la vida como la siguiente: ¿Cuál era la
naturaleza de la atmósfera de la Tierra con anterioridad al des-
prendimiento de oxígeno, cuando aparecieron las primeras cé-
lulas vivas? En busca del testimonio más antiguo, hemos de
volver a las rocas de Isua.
El proceso de calentamiento que experimentaron puede ha-
ber destruido cuantos fósiles albergaran, pero no oscureció los
mensajes geológicos básicos presentes en ellas. Esas rocas son
sedimentos depositados en el fondo del mar y compuestos de
partículas formadas por erosión de otras rocas. Estas últimas,
más antiguas, eran rocas volcánicas, no materiales continenta-
les. Por diversas razones, los geólogos creen que los continen-
tes se formaron en una fecha posterior. Cuando se formaron las
rocas de Isua, la Tierra estaba seguramente cubierta por un mar
somero, con la mayor parte de las regiones emergidas —menos
extensas que ahora— constituidas por material volcánico. Las
rocas de Isua, y otros sedimentos antiguos, no tienen, por lo
demás, nada de extraordinario en su composición, pues contie-
nen sustancias minerales que hoy día siguen siendo familiares.
Aunque este testimonio es muy sucinto, si intentamos in-
vestigar más allá en la historia de la Tierra no tenemos nada
concreto que examinar. En circunstancias así, los científicos
recurren a otras técnicas, utilizando las leyes de la física y la
química para construir modelos. Se juzga que un modelo es sa-
tisfactorio si parte de un conjunto de condiciones iniciales
plausibles y, mediante leyes conocidas, deduce que la situación
presente resultaría de la inicial. Por supuesto, no podemos estar
seguros de que un determinado modelo sea el óptimo, pues un

— 103 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

conjunto de condiciones muy diferente del imaginado podría


realizar este cometido mucho mejor. Sin embargo. cualquier
modelo, por más vulnerable que sea al cambio, es mejor que la
nada más absoluta, de modo que examinaremos las ideas cien-
tíficas actuales acerca de la formación de la Tierra y del Sis-
tema Solar.

7. EL NACIMIENTO DEL PLANETA TIERRA

Cuando yo era joven leí que el Sistema Solar se había for-


mado al aproximarse dos estrellas entre sí, lo cual les había
arrancado materia suficiente para formar los planetas. Esta teo-
ría ha perdido toda aceptación. La probabilidad de una cuasi-
colisión es insignificante y, lo que es más importante, los mo-
delos matemáticos de tal evento no proporcionan un sistema
planetario de las características del nuestro. El paradigma ac-
tual, el aceptado en su forma general aunque no en todos sus
detalles, es la teoría nebular. Según esta idea, el Sol y los pla-
netas se formaron simultáneamente por condensación de una
nebulosa de polvo y gas interestelar.
Podemos observar hoy día nebulosas de este estilo en di-
versos lugares de nuestra galaxia, algunas de las cuales se en-
cuentran al parecer en proceso de formación de nuevas estre-
llas. Su composición refleja la del conjunto del Universo: fun-
damentalmente hidrógeno y helio (un gas ligero, inerte, que se
emplea para llenar los globos), junto con pequeñas cantidades
de otros elementos. El proceso de formación de una estrella co-
mienza cuando una nebulosa de polvo interestelar se empieza
a contraer por atracción gravitatoria. La nube en contracción
adopta un movimiento de rotación sobre sí misma y se aplana
como un disco. La mayor parte del material que contiene se
acumula en el centro y se calienta por efecto de las fuerzas de
gravitación. Una vez que se ha alcanzado cierta densidad y
cierta temperatura, comienza una reacción nuclear que trans-
forma los átomos de hidrógeno en helio. Cuando esta fuente de
energía complementaria y duradera se activa, empieza la vida
de una estrella.

— 104 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Según la teoría nebular, estos procesos llevaron al naci-


miento de nuestro propio Sol, hace más de 4.500 millones de
años. Sin embargo, no toda la materia de la nebulosa fue a parar
al Sol. Parte de ella permaneció en órbita a diversas distancias
y se concentró para formar planetas, satélites, meteoritos y co-
metas. La composición química de cada cuerpo estaba parcial-
mente controlada por su distancia al Sol, que determinaba la
temperatura de la nebulosa en ese punto. A la distancia de la
Tierra, los minerales de hierro, muy densos, y los silicatos, más
livianos, podían existir en forma sólida y se agruparon para
crear nuestro planeta.
Se han adelantado diferentes teorías para describir el pro-
ceso de acumulación. Todas tienen un elemento en común: ter-
minan con el planeta en su estado actual. Tenemos conocimien-
tos de su interior por el estudio del campo magnético terrestre,
las ondas de choque producidas por los terremotos y otros da-
tos. Gracias a ellos sabemos que se compone de varias zonas
distintas. En el centro hay un núcleo constituido básicamente
por hierro sólido y líquido. Lo rodea una zona intermedia lla-
mada manto, compuesta de roca parcialmente fundida. En la
parte externa hay una delgada corteza, de unos pocos kilóme-
tros de espesor, y encima de esta familiar lámina de roca, los
océanos y la atmósfera.
La teoría más inmediata sobre la formación de la Tierra se-
ñala que ésta existió desde los comienzos del Sistema Solar.
Las partículas de hierro se agregaron primero para formar el
núcleo. Cuando éste hubo alcanzado cierto tamaño, la atracción
gravitatoria hizo que los materiales silicatados, menos «pega-
josos», formaran una lámina alrededor de aquél. Otro modelo
propone que rocas de diversa composición se agregaron para
formar cuerpos mayores: los planetesimales. A medida que
avanzaba el proceso de acumulación, la Tierra aumentó de ta-
maño; quizá le llevó cien millones de años alcanzar las dimen-
siones marcianas. En algún momento, el calor desprendido por
las fuerzas gravitatorias, sumado al de la radiactividad, pro-
vocó la fusión del interior de la Tierra. Esto permitió que el

— 105 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

hierro, muy denso, se hundiera en el centro, al tiempo que los


componentes silicatados, más ligeros, flotaban encima.
Cualquiera que haya sido el mecanismo de su creación, lo
más probable es que la superficie de la Tierra se hallara en un
estado turbulento después de formada. La faz punteada de crá-
teres de la Luna y otros cuerpos celestes de nuestro Sistema
Solar desprovistos de atmósfera, da testimonio de un período
de intenso bombardeo meteorítico que culminó hace quizás
unos 4.000 millones de años. Se cree que, en cierto momento
del desarrollo del Sol, éste emitió una gran cantidad de materia
y radiación que barrió el Sistema Solar y lo dejó limpio de es-
combros, y que desmanteló también cualquier atmósfera que la
Tierra pudiera haber heredado de la nebulosa solar. Por un
tiempo, nuestro planeta pasó posiblemente por un estado simi-
lar al de la Luna hoy día: salpicada de cráteres y sin atmósfera.
Esta situación no podía durar. Los cambios que acontecían
en el interior de nuestro planeta se expresaban en la superficie
en forma de actividad volcánica. A partir de los gases despren-
didos por los volcanes, se formó una atmósfera nueva, prede-
cesora de la actual. La escasez de ciertos elementos —como el
gas neón— en nuestra atmósfera, en comparación con su ma-
yor abundancia en el Sol, atestigua este origen interno del aire
circundante de la Tierra primitiva.
Una cuestión clave para el origen de la vida es la que se
refiere a la naturaleza de esta atmósfera primitiva. Existe una
diferencia radical entre los ambientes ricos en oxígeno (llama-
dos oxidantes u oxidados) y los ricos en hidrógeno (llamados
reductores o reducidos). El oxígeno y el hidrógeno no están he-
chos para permanecer juntos sin combinarse durante mucho
tiempo, al menos a las temperaturas terrestres. Cualquier
chispa, sacudida o catalizador les hará reaccionar entre sí, a
menudo con violencia, para producir agua. Hoy día, la atmós-
fera de la Tierra tiene un carácter fuertemente oxidante, mien-
tras que en el Universo, en general, con su abrumador conte-
nido de hidrógeno, la reducción es dueña y señora. La nebulosa
a partir de la cual se formó el Sistema Solar también era pro-

— 106 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

bablemente rica en hidrógeno, lo mismo que la atmósfera ini-


cial de la Tierra. Los grandes planetas exteriores —como Júpi-
ter o Saturno—, fundamentalmente gaseosos, siguen permane-
ciendo actualmente en esa condición.
Si aceptamos la teoría del origen volcánico para nuestra at-
mósfera actual, entonces el destino de la atmósfera reductora
inicial queda perfectamente definido con la frase «lo que el
viento (solar) se llevó». La vida comenzó cuando la segunda
atmósfera ocupó su lugar. Cabe obtener ciertas pistas acerca de
la composición inicial de esta última mediante el muestreo de
los gases emitidos hoy día por los volcanes. Partiendo de esta
base, la mayoría de los geólogos creen que la variante primitiva
de nuestra atmósfera actual contenía nitrógeno, dióxido de car-
bono y agua, con pequeñas cantidades de otras sustancias. El
hidrógeno aparecería en cantidades inferiores al 1%, al estar su
acumulación limitada por su fuga hacia el espacio. Una vez se
hubo liberado suficiente cantidad de vapor de agua, éste se con-
densó para formar los ríos y los mares. Llegamos entonces al
mundo supuesto para la formación de las rocas de Isua, con una
atmósfera encima que no era ni oxidante ni reductora, sino más
bien neutra, quizá con un ligero carácter reductor.
Desde luego, la certidumbre no arropa esta respuesta. Un
planetólogo subrayaba, en una conferencia reciente, que «la
historia de la Tierra primitiva figura entre los problemas más
oscuros y espinosos que hemos de afrontar». Sin embargo, esta
misma ambigüedad, tan típica de los dominios preparadigmá-
ticos de la ciencia, es el telón de fondo que hay que emplear
para las teorías relativas al origen de la vida. Algunas teorías al
uso, entre ellas la más conocida, requieren un medio ambiente
distinto, y esta discrepancia contribuye a la confusión que ro-
dea el problema. Exploraremos esta situación en el próximo
capítulo, en el que vamos a ocupamos del paradigma domi-
nante en este campo.

— 107 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

IV. LA CHISPA Y LA SOPA

En 1952, Stanley Miller, joven graduado de la Universidad


de Chicago, realizó un experimento que tuvo una profunda re-
percusión en las ideas científicas sobre el origen de la vida. Ex-
puso una mezcla de gases reductores a una fuente de energía,
una chispa eléctrica, en un aparato que había diseñado con el
asesoramiento de su director de investigación, el profesor Ha-
rold Urey. Entre los productos de la reacción había cantidades
significativas de dos aminoácidos que figuran entre la veintena
de los usados por las células vivas para construir proteínas.
Tras su publicación en 1953, los medios de comunicación se
hicieron eco de los resultados. Time informaba que Miller y
Urey «habían simulado las condiciones de una Tierra primitiva
y habían producido, a partir de sus gases atmosféricos, varios
compuestos orgánicos próximos a las proteínas. Lo que han he-
cho es demostrar que los compuestos orgánicos complejos
existentes en la materia viva se pueden formar [...]. Si su apa-
rato hubiera sido tan grande como el océano y hubiera funcio-
nado durante un millón de años en vez de hacerlo una semana,
podría haber producido algo parecido a la primera célula viva.»
Las propias circunstancias de la reacción pueden haber re-
forzado su efecto en el público. Durante las dos décadas ante-
riores, Hollywood había producido una serie de películas en las
que la materia inerte era traída a la vida por acción de la elec-
tricidad. Tras el estreno de una de ellas, en 1931, escribía un
crítico: «La secuencia de la creación es visualmente emocio-
nante, con toda una pirotecnia eléctrica que marca un ejemplo
a imitar en futuras versiones cinematográficas.» El producto de
esta transformación, sin embargo, no era un aminoácido sino el
monstruo Frankenstein, interpretado por Boris Karloff.
En el caso del experimento de Miller y Urey, la comunidad
científica se quedó tan impresionada como el público. El tra-

— 108 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

bajo fue citado en repetidas ocasiones durante los años siguien-


tes, se incluyó en los textos de geología y biología de las uni-
versidades y escuelas superiores, y figuró en las más diversas
exposiciones museológicas. Ha venido a ser el experimento
clásico, mejor conocido, sobre el origen de la vida. Se han lle-
vado a la práctica innumerables variaciones del mismo, em-
pleando toda una gama de fuentes de energía, produciéndose
así una cantidad exorbitante de bibliografía sobre el tema.
Como resumen de semejante impacto, he aquí el relato del quí-
mico William Day:
Fue un experimento contundente. Su sencillez, la elevada con-
centración de los productos y los compuestos biológicos específi-
cos, producidos en número limitado por la reacción, todo ello fue
suficiente para demostrar que el primer paso en el origen de la
vida no fue un suceso fortuito, sino ineluctable [...]. Con la mezcla
apropiada de gases, cualquier fuente de energía que pueda abrir
los enlaces químicos desencadenará una reacción que se traducirá
en la formación de elementos para construir la vida.

Las consecuencias del experimento se hicieron sentir en un


ámbito mucho más amplio que el del origen de la vida. Citemos
al famoso astrónomo Carl Sagan: «El experimento de Miller y
Urey es tenido hoy día por el paso más importante para persua-
dir a un buen número de científicos sobre el hecho de que, pro-
bablemente, la vida abunda en el cosmos.» Cualquier resultado
que produzca un impacto de tamaña magnitud merece una
atención detenida, de modo que examinaremos con cierto de-
talle los datos actuales, y las interpretaciones fundamentadas
sobre ellos.

1. LA CHISPA DE LA VIDA

El equipo empleado por Miller tenía tres elementos esen-


ciales. El primero era simplemente un matraz de agua hir-
viendo. El vapor de agua que ascendía y abandonaba dicho ma-
traz entraba en un compartimiento con dos electrodos. Se man-
tenía entre ambos el voltaje suficiente para que saltara una

— 109 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

chispa en el espacio que los separaba. Una vez los vapores ha-
bían atravesado la descarga, penetraban en una zona más fría,
donde se condensaban y formaban gotitas de agua. Estas goti-
tas refluían al matraz. El sistema estaba aislado de la atmósfera
y lleno de una mezcla de metano, amoníaco e hidrógeno. La
concepción general del experimento era sencilla, y prueba de
ello es que la revista Scientific American publicó un artículo en
el que describía cómo un científico aficionado puede construir
su propio aparato Miller-Urey.
El experimento original duró una semana. Según progre-
saba, el agua del matraz tomó primero un color rojo y luego
pardoamarillento. Transcurrida la semana, se interrumpió el
paso de la corriente eléctrica y el contenido del matraz fue ana-
lizado mediante diversos métodos químicos. En el transcurso
del experimento, el metano se había consumido y los átomos
de carbono, presentes originariamente en él, aparecían ahora en
diferentes sustancias orgánicas. El producto dominante era un
material insoluble, constituido por una red de átomos de car-
bono y otros elementos conectados de manera laxa irregular.
Esta sustancia cubría las paredes del aparato. Sustancias de este
tipo, conocidas como alquitranes, resinas o polímeros (término
que significa «muchas piezas»), aparecen con frecuencia en las
reacciones orgánicas. Son un verdadero fastidio, sobre todo a
la hora de limpiar el equipo.
Un 15% del material no se había convertido en alquitrán y
pudo ser identificado por medios químicos. Se elaboró una lista
de los compuestos presentes y de su concentración. En cual-
quier reacción de esta índole, el número de productos identifi-
cados depende esencialmente de la paciencia, y la maestría del
investigador. Hoy día hay instrumentos que permiten identifi-
car componentes a concentraciones de unas pocas partes por
millón, o incluso por millar de millón. A semejantes concen-
traciones puede haber miles y miles de sustancias en la mezcla
de la reacción. Antes de que Miller realizara el experimento se
le preguntó a Urey que esperaba que se produjera, y su res-
puesta fue: «el Beilstein» (el nombre hace referencia a un ma-
nual en varios volúmenes que describe millones de compuestos

— 110 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

orgánicos). Según Miller, «la respuesta de Urey significaba que


era de esperar que la descarga eléctrica produjera un poco de
todo».
Si todos los productos se hubieran presentado sólo en can-
tidades ínfimas, poca importancia habría que conceder al expe-
rimento. Pero unas pocas sustancias de la mezcla aparecían en
cantidades considerables: cinco de ellas se formaban en por-
centajes que oscilaban entre el 4 y el 1,6%, mientras que otras
ocho se encontraban entre el 0,75 y el 0,25%. He elegido arbi-
trariamente el 0,25% como límite de significación, porque la
importancia del experimento se ha cifrado en la naturaleza de
los productos principales y en lo limitado de su número. Si se
bajara el límite de significación y se incluyeran algunos pro-
ductos más, las conclusiones que siguen no se verían muy afec-
tadas. Así pues, ¿qué podemos concluir de esta lista de trece
compuestos?
Un químico señalaría de inmediato que todas las sustancias
anteriores pertenecen a una misma clase de compuestos: los
ácidos carboxílicos. Los aminoácidos son una subdivisión de
esta clase. El resultado no es del todo sorprendente, pues está
favorecido por el diseño del aparato. En la cámara de descarga,
la energía de la chispa abre enlaces químicos y permite que se
formen productos nuevos. Sin embargo, ninguno de ellos está
a salvo de cambios ulteriores, a menos que pueda abandonar el
«ruedo». Un método de escape consiste en la formación de al-
quitranes sólidos, insolubles, y la mayoría de las moléculas co-
rre esta suerte. El otro camino lleva de nuevo al recipiente de
agua en ebullición. No obstante, para la mayoría de las molé-
culas orgánicas de pequeño tamaño, la estancia en el mismo
será transitoria, pues fácilmente se reintegrarán a la fase ga-
seosa junto con el vapor de agua y volverán a la cámara de
descarga. Pero los ácidos carboxílicos pueden hallar refugio
permanente en el matraz de agua. En las condiciones del expe-
rimento, se convierten en una forma inamovible tras su llegada
al mismo, y, por consiguiente, permanecen a salvo.

— 111 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

La familia de los ácidos carboxílicos es numerosa, claro


está, con un número ilimitado de miembros, y en el experi-
mento de Miller y Urey sólo se recogieron unos pocos. ¿Cuáles
fueron los favorecidos? Una ojeada a la lista revela que los pre-
sentes eran todos sencillos. El producto principal, con una con-
centración del 4%, era el más pequeño de los ácidos carboxíli-
cos posibles, el ácido fórmico, que tiene sólo cinco átomos.
Otras sustancias de la lista contenían de ocho a dieciséis áto-
mos. Como apuntábamos antes, estos supervivientes escaparon
de la chispa tras una exposición limitada y sólo tuvieron opor-
tunidad de formar unos cuantos enlaces químicos. Otro factor
reducía asimismo la producción de moléculas mayores. A me-
dida que aumenta el número de átomos de una molécula, el nú-
mero de estructuras alternativas que cabe construir con estos
átomos se multiplica enormemente. Con sólo carbono, hidró-
geno, oxígeno y/o nitrógeno, no se puede sintetizar ningún otro
ácido carboxílico de cinco átomos que no sea el ácido fórmico;
pero existen ya tres ácidos estables distintos que tienen por fór-
mula específica C3H7NO2 (3 átomos de carbono, 7 de hidró-
geno, 1 de nitrógeno y 2 de oxígeno). Los tres figuran en nues-
tra lista con un porcentaje total combinado del 2,7%. En el caso
de los ácidos muy grandes, el número de estructuras en com-
petencia sería mayor, y la concentración de las especies indivi-
duales disminuiría.
Aparte de estas consideraciones generales, la lista presenta
ciertas excentricidades. Las concentraciones de varios ácidos
carboxílicos eran más altas o más bajas de lo que sería de es-
perar si sólo intervinieran los factores anteriores. El segundo
ácido más sencillo, el ácido acético, el componente acre tan
característico del vinagre, tiene sólo ocho átomos. Estaba pre-
sente, pero sólo en un 0,5%, muy por detrás del ácido fórmico.
Cabría haber esperado bastante más. Peculiaridades como ésta
reflejan los procesos químicos específicos que acontecen en la
chispa, favoreciendo unas vías y retardando otras. Aunque me-
nos admitido, otro factor con influencia en los productos for-
mados en un experimento de este tipo es la selección por parte
del experimentador. Podemos apercibimos de su peso en este

— 112 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

caso, porque Stanley Miller ha sido absolutamente franco al


documentar el curso de su trabajo.
Lo notable de su experimento radica en la producción de
aminoácidos; sin embargo, en un primer intento no se detecta-
ron en absoluto. Utilizó la misma mezcla de gases y la misma
chispa, pero colocó los compartimientos en un orden diferente.
Prosigamos con sus propias palabras: «Llené el aparato con la
hipotética atmósfera primitiva —agua, metano, hidrógeno y
amoníaco—, conecté la corriente eléctrica y lo dejé funcio-
nando toda la noche. A la mañana siguiente había una fina pe-
lícula de hidrocarburos en la superficie del agua, película que,
al cabo de varios días, engrosó algo. Así que corté la corriente
y busqué aminoácidos mediante cromatografía unidimensional
en papel.»
No apareció ninguno. Miller no analizó en esa ocasión la
naturaleza de los productos formados, sino que recompuso el
aparato y lo intentó de nuevo. En el siguiente ensayo obtuvo un
resultado que le satisfizo, y esa disposición del aparato fue la
que se adoptó en los sucesivos experimentos. En fecha poste-
rior, se introdujo una modificación, si bien no fue de ninguna
utilidad. Se ha comparado a menudo la acción de la chispa con
el efecto de un rayo, y Miller hizo un esfuerzo para mejorar la
analogía: «Intenté remedar la descarga en un condensador
hasta hacer saltar la chispa en el espacio entre los electrodos
[...]. Se produjeron muy pocos compuestos orgánicos y no se
entró en más averiguaciones con esta descarga.»
Sin embargo, con unos componentes dados y un diseño
adecuado, siempre se obtenía la misma mezcla de productos,
aminoácidos incluidos. Miller se esmeró en demostrar que los
productos eran exactamente lo que él decía que eran, y que se
habían producido por efecto de la descarga eléctrica, no por
introducción fortuita de material biológico. Así y todo, las con-
centraciones finales podían variar. Veinte años después de sus
primeras investigaciones, Miller escribía: «Resulta sorpren-
dente que las concentraciones en aminoácidos de aquellos pri-
meros experimentos son las máximas recogidas hasta hoy en
cualquier experimento prebiótico de esta índole.» Así, en las

— 113 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

dos primeras tentativas, había obtenido los peores y los mejores


resultados posibles.
De todo esto, una cosa debería quedar bien clara: son posi-
bles diversos resultados a partir del mismo tipo general de ex-
perimento. Al parecer, manipulando variables secundarias, el
experimentador puede influir profundamente en los resultados.
Los datos presentados pueden ser válidos, pero si sólo se co-
munican estos resultados puede transmitirse una impresión
falsa acerca de la universalidad del proceso. Esta situación fue
subrayada por un autor creacionista, Martin Lubernow, que co-
mentaba: «Estoy convencido de que en todo experimento sobre
el origen de la vida ideado por los evolucionistas, la inteligen-
cia del experimentador interviene de tal manera que prejuzga
el experimento.»

2. LOS ELEMENTOS DE CONSTRUCCIÓN

Experimentos como el de Miller y Urey nos han enseñado


mucho, sin duda, acerca de los procesos de la química orgánica
en fase gaseosa. Veremos en seguida que también tienen im-
portancia para la cosmoquímica. Lo que más nos preocupa, sin
embargo, es su relación con el origen de la vida. Se pretendía
que el agua, los gases y la chispa eléctrica representasen el mar,
la atmósfera y el relampagueo de la tierra primitiva. Esta com-
paración puede no ser correcta, sobre todo en el caso de la at-
mósfera. La afirmación más importante que suele hacerse en
relación con el experimento de Miller y Urey —y que encon-
tramos en la cita de William Day—, es que produce «elementos
para construir la vida». Detengámonos a recordar la identidad
de estos elementos constructivos.
Los principales materiales de construcción empleados en
una bacteria (o en nosotros, si prescindimos del equipo espe-
cial, como los dientes y los huesos) son las proteínas, los ácidos
nucleicos, los polisacáridos y las grasas. En conjunto, estos ma-
teriales suponen quizás el 90% del peso seco de una célula bac-
teriana. Estas grandes moléculas contienen de centenares a mi-

— 114 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

les de millones de átomos. No se ha identificado nunca nin-


guna, ni siquiera en cantidades mínimas, en un experimento
Miller-Urey. Prestemos ahora atención a los elementos de
construcción de estos elementos de construcción. Los ácidos
nucleicos están hechos de nucleótidos, que a su vez lo están de
una base nitrogenada, un azúcar y fosfato. En el experimento
no se añadió fosfato, de modo que no podían formarse nucleó-
tidos, pero podrían haberse formado glucósidos (combinación
de base nitrogenada y azúcar, sin fosfato), y no ocurrió así. No
se formó ninguno de la docena de azúcares empleados común-
mente para construir polisacáridos, ni tampoco se ha apuntado,
en las reacciones Miller y Urey, producción significativa al-
guna de los elementos de construcción normales de las grasas.
La mayoría de estas sustancias contienen veinte o más átomos,
y no sería de esperar que aparecieran, por las razones que he-
mos expuesto.
Por último, fijémonos en los aminoácidos, los elementos de
construcción de las proteínas. Como hemos visto, ellos y otros
ácidos carboxílicos son los principales productos de las reac-
ciones Miller-Urey, o al menos de las analizadas con cierto de-
talle. De los trece productos más concentrados (excluido el al-
quitrán), seis eran aminoácidos. Sin embargo, no todos esos
aminoácidos tienen importancia biológica. En biología se em-
plea un grupo particular de veinte para la construcción de pro-
teínas. ¿Cuál era su representación en los experimentos de des-
carga eléctrica?
Empezaremos con una nota alentadora. La glicina y la ala-
nina, miembros del grupo, figuran en segundo y cuarto puesto
en la lista, con concentraciones de 2,1 y 1,7% respectivamente.
Sin embargo, la alanina y todos los demás aminoácidos distin-
tos de la glicina se presentan en las formas D y L, cuando sólo
las L están presentes en los seres vivos. Por esta razón, sólo la
mitad de la alanina producida tiene importancia. Si buscáramos
entre los productos Miller y Urey otros elementos de construc-
ción de proteínas presentes en cantidades significativas, nues-
tra búsqueda sería en vano. El siguiente en orden de concentra-

— 115 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

ción contabiliza en su forma L un 0,026% (260 partes por mi-


llón), y los demás son aún más escasos. Figuran entre una mul-
titud de sustancias orgánicas presentes como trazas: el «Beils-
tein» mencionado por Urey. Las restantes sustancias formadas
en cantidades significativas durante el experimento no pueden
ser consideradas elementos de construcción de las grandes mo-
léculas de la vida. Algunas desempeñan funciones secundarias
en algún que otro sistema biológico. El ácido fórmico, por
ejemplo, desempeña una función especial en las hormigas (uno
de los primeros métodos empleados para su aislamiento con-
sistía en la aplicación de calor seco a un matraz lleno de estas
infortunadas criaturas muertas). Se requieren unas dotes de
imaginación aún mayores que las que a menudo se manifiestan
en estos dominios para establecer una conexión entre este he-
cho, la importancia del ácido fórmico en un experimento Mi-
ller-Urey y el origen de la vida.
Resumamos lo dicho hasta aquí sobre los experimentos rea-
lizados por Miller. La sustancia que se producía con más abun-
dancia era el alquitrán. Entre las moléculas pequeñas produci-
das, quizás unas trece admitirían el calificativo de significati-
vas. Existen unos cincuenta compuestos orgánicos pequeños
que pueden considerarse «elementos de construcción», de los
cuatro tipos más grandes de moléculas importantes para la
vida, y sólo dos de esta cincuentena figuraban entre los produc-
tos Miller-Urey significativos: la glicina y la alanina, los dos
aminoácidos más sencillos de las proteínas, miembros de una
clase favorecida por el diseño del experimento. Estos resulta-
dos han sido documentados por Miller y son incuestionables;
es su interpretación lo que ha de preocupamos.
Como hemos visto, los productos del experimento guardan
muy poca similitud con el contenido real de una bacteria, que
es una intrincada y organizada estructura erigida con grandes
moléculas. Aunque se desguazaran estas grandes moléculas en
sus elementos constitutivos, la mezcla resultante sólo coincidi-
ría mínimamente en su composición con la del experimento de

— 116 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Miller. En cambio, los productos Miller-Urey guardan un pa-


recido mucho mayor con otros objetos naturales: cierta clase
de meteoritos.

3. LA CONEXIÓN METEORÍTICA

No todos los escombros presentes en el Sistema Solar du-


rante la época de su formación fueron capturados por el Sol,
los planetas o sus satélites. Cierto número de fragmentos me-
nores sobrevivió en órbitas independientes. Los rocosos reci-
ben el nombre de meteoritos, mientras que a los compuestos
fundamentales de hielo los llamamos cometas. De vez en
cuando, un meteorito entra en nuestra atmósfera y choca con la
superficie de la Tierra sin haberse desintegrado por completo.
Los fragmentos recuperados han sido objeto de intensas in-
vestigaciones, pues son muestras del material original presente
en la nebulosa solar hace 4.500 millones de años y quizá pue-
dan contarnos algo sobre el origen de nuestro Sistema Solar.
Los meteoritos pueden contener incluso partículas de la mate-
ria interestelar que precedió a nuestro Sistema Solar. Estos te-
mas son fascinantes, pero no nos interesan aquí, y nuestro in-
terés se centrará ahora en una subclase de meteoritos conocidos
con el nombre de condritas carbonosas, que contienen un pe-
queño porcentaje de carbono.
La mayor parte de este carbono está combinado como ma-
terial insoluble, alquitranado. El resto consiste en una comple-
jísima mezcla de moléculas pequeñas que ha recibido el nom-
bre de «séquito aleatorio» o de «almacén químico» por parte
de los equipos científicos que realizaron los análisis. También
se podría emplear aquí el término «Beilstein», pues cada com-
ponente está presente en cantidades muy limitadas. Hay ácidos
carboxílicos de varias clases, entre ellos los aminoácidos.
Cuando se compara la identidad y la concentración relativa de
los aminoácidos de estos meteoritos con los de los experimen-
tos Miller-Urey, se observa un paralelismo asombroso. En pa-
labras de dos científicos, J. G. Lawless y E. Peterson, «la com-
paración de los aminoácidos lineales neutros presentes en el

— 117 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

meteorito Murchison, en los experimentos de laboratorio sobre


evolución química y en los organismos terrestres revela una
acusada similitud entre el meteorito y los experimentos de la-
boratorio, y una diferencia significativa entre el meteorito y Es-
cherichia coli».
El Murchison es un archiestudiado meteorito que cayó en
Australia en 1969, y Escherichia coli es el nombre de una es-
pecie de bacteria, aún más estudiada, que habita en nuestro in-
testino. Así pues, los experimentos Miller-Urey pueden haber
remedado algunos de los procesos que acontecieron en los ga-
ses reductores de la nebulosa solar originaria y que dieron lugar
a los compuestos ahora preservados en los meteoritos. He uti-
lizado la palabra «algunos» precisamente aquí y subrayado la
palabra «relativa» del párrafo anterior porque los aminoácidos
y demás ácidos carboxílicos se presentan en cantidades abso-
lutas que son mucho más bajas en los meteoritos que en los
experimentos Miller-Urey. Como se indicó anteriormente, el
diseño del aparato de descarga puede haber favorecido estos
compuestos e incrementado sus concentraciones en relación
con las cantidades que cabría esperar en circunstancias natura-
les apropiadas. Si dejamos de lado esta mayor concentración
global, la verdadera aportación de dichos experimentos radica
quizás en su valor como modelo de ciertos procesos químicos
del espacio exterior.

4. EL REINO DE LA PREDESTINACIÓN

Nos quedamos con una pregunta enigmática, irresuelta, que


atañe a la psicología y a la historia más que a la química: ¿Por
qué el experimento de Miller y Urey tuvo un impacto tan fuerte
en el campo del origen de la vida? Para responder a esto debe-
mos examinar distintos sistemas de creencias.
A comienzos del siglo XIX se pensaba que la diferencia
esencial entre los sistemas vivos y los inanimados radicaba en
la naturaleza de los compuestos químicos empleados en su
construcción. Los compuestos orgánicos contenían fuerza vi-
tal, mientras que las sustancias inorgánicas no la tenían. Se

— 118 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

pensó en el nombre de «química orgánica» para definir el


campo que ahora llamamos bioquímica. En 1828, un químico
alemán, Friedrich Wohler, preparó urea —un ingrediente de la
orina— a partir de otra sustancia que se consideraba inorgá-
nica. Wohler escribió a un colega: «Tengo que decirle que
puedo preparar urea sin necesidad de un riñón o de un animal,
sea perro o ser humano.» Desde entonces se ha comprobado
que la preparación de compuestos orgánicos no es una hazaña
que entrañe grandes dificultades ni que tenga especial trascen-
dencia para la vida. El descubrimiento de mezclas de compues-
tos orgánicos en los meteoritos y, como veremos, en el espacio
interestelar habla de la facilidad y universalidad de este pro-
ceso. El paso difícil en el origen de la vida está en otro sitio, no
aquí. Y sin embargo, parte de la confusión en la ciencia y en
los medios de comunicación tiene que ver precisamente con
este punto. El químico William Day afirma en su descripción
de los resultados de Miller: «Ya no cabía dilema alguno acerca
de cómo los organismos podrían haber producido compuestos
orgánicos antes de existir ellos mismos: los elementos de cons-
trucción ya estaban allí, en la tierra primigenia.» En realidad,
ese dilema había quedado ya zanjado un siglo antes.
Reina también la confusión en lo concerniente a los pro-
ductos reales de los experimentos. Miller, desde luego, se ha
mostrado franco y preciso en todas sus publicaciones y resú-
menes. Sin embargo, podemos leer la siguiente afirmación en
la archiutilizada Bioquímica de A. L. Lehninger: «Muchas for-
mas distintas de energía o radiación inducen la síntesis de com-
puestos orgánicos a partir de estas sencillas mezclas de gases,
compuestos que incluyen representantes de todas las clases im-
portantes de moléculas presentes en las células, así como mu-
chas no presentes en las mismas.» Semejante afirmación, así
escrita, es sencillamente incorrecta. Sólo es verdad para algu-
nas moléculas, si se prescinde de las consideraciones sobre la
concentración de una sustancia y se considera sólo como sig-
nificativa su mera presencia, no importa en qué cantidad. Re-
cientemente, por ejemplo, Cyril Ponnamperuma detectó las
cinco bases nitrogenadas del ADN y el ARN (todas las cuales

— 119 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

contienen de doce a dieciséis átomos) en una mezcla del tipo


Miller-Urey y en un meteorito. Estos compuestos se presenta-
ban en concentraciones del orden de dos partes por millón, y
sin embargo Ponnamperuma lo calificaba, en una conferencia
de prensa, de «resultado poco menos que pasmoso». El pasmo
debió verlo en la mirada de los periodistas, porque nada en el
resultado mueve a tanto.
De otras sustancias bioquímicas —los nucleósidos, por
ejemplo— jamás se ha señalado su presencia en experimentos
de esta índole, por más que se ha levantado toda una mitología
que defiende lo contrario, y hace extensiva tal conclusión in-
cluso a moléculas más complicadas. He encontrado diversas
manifestaciones en publicaciones científicas que aseguran que
se han preparado proteínas y ácidos nucleicos sometiendo una
atmósfera reductora a distintas fuentes de energía.
Estos errores reflejan el funcionamiento de todo un sistema
de creencias, sistema que calificaré de predestinador. El que
cree en la predestinación está convencido de que las leyes del
Universo llevan en sí la predisposición a favorecer la produc-
ción de compuestos químicos vitales para la bioquímica y, en
último término, para el propio ser humano. Según este sistema,
en el origen de la vida no mediaría ningún proceso singular. Si
montamos el experimento adecuado, todo encajará rápida-
mente en su sitio. Para los acólitos de la predestinación, el ex-
perimento de Miller y Urey supuso el esperado refrendo de sus
creencias. Si se formaban glicina y alanina, a buen seguro que
los restantes aminoácidos también aparecerían en grandes can-
tidades —así como los nucleótidos— en cuanto se practicaran
las oportunas modificaciones experimentales. El principio ya
había asomado; lo demás era sólo cuestión de escarbar.
Los hechos no apoyan esta creencia, ni podemos extrapo-
larla a partir de lo que sabemos. Los nucleótidos, por ejemplo,
una vez integrados en el ADN realizan bastante bien la tarea de
almacenar y transferir información. Presumiblemente se nece-
sitó un largo período de ensayos y errores evolutivos para po-
ner a punto este mecanismo. ¿Por qué habríamos de esperar
que se formaran preferentemente los componentes necesarios

— 120 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

con anterioridad al inicio de la vida? Si fue así, entonces es


evidente que alguien dispuso las cosas de ese modo. Este sesgo
podría deberse a un espíritu místico de evolución cósmica o a
una genuina divinidad. Alguien o algo del exterior se preocupa
de nosotros. Ideas de este tipo pueden resultar consoladoras,
pero se alejan de toda posibilidad de ser probadas experimen-
talmente. Pertenecen a la religión o la mitología, no a la cien-
cia.

5. LA HIPÓTESIS OPARIN-HALDANE

Hasta aquí hemos examinado el primer experimento Miller-


Urey como si se hubiera producido aisladamente. En realidad,
su inspiración y su impacto estaban vinculados a las circuns-
tancias históricas que le precedieron. El experimento fue acep-
tado como prueba no sólo de las creencias que hemos descrito,
sino de una teoría que, poco a poco, se había ganado la apro-
bación científica. Como mencionábamos antes, esta teoría fue
propuesta independientemente, en los años veinte, por Alexan-
der Oparin en la Unión Soviética y John B. Haldane en Ingla-
terra.
Su hipótesis llenó el cuasivacío en el pensamiento sobre el
origen de la vida que existía desde el desmoronamiento de la
generación espontánea. Pasteur había demostrado que los seres
vivos sólo provienen de seres vivos anteriores; pero entonces,
¿cómo surgió la primera forma viva? A falta de una respuesta
científica viable, los que necesitaban una respuesta sólo podían
dirigirse a la religión. Para algunos científicos, en particular los
que defendían la evolución del ataque de los fundamentalistas,
la situación era inaceptable. El remedio más evidente era el res-
tablecimiento de alguna forma de generación espontánea, con
la disposición complementaria de que requiriera condiciones
presentes en la Tierra hace mucho tiempo, pero no en la actua-
lidad. Además, surgió la idea de que la formación de un micro-
organismo completo podría no ser necesaria. Para poner en
marcha la vida, podría ser suficiente que naciera una pequeña

— 121 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

parte de una célula —una proteína o incluso un poco de proto-


plasma geliforme—.
Haldane publicó sus ideas en una ocasión y luego centró su
atención en otras áreas de la ciencia. Oparin, sin embargo, per-
sistió en el desarrollo de la teoría. Ésta recabó una gran aten-
ción científica cuando el libro de Oparin fue traducido al inglés
en 1938, y cobró importancia y credibilidad cuando Harold
Urey la apoyó y amplió a comienzos de los años cincuenta.
Urey había recibido el premio Nobel de química en 1934 por
el descubrimiento de un isótopo estable del hidrógeno, el
deuterio. Durante la Segunda Guerra Mundial, Urey desem-
peñó un papel importante en el proyecto Manhattan, que desa-
rrolló las aplicaciones militares de la energía atómica. Poste-
riormente, mostró un fuerte interés por la química del Sistema
Solar. En su influyente obra The Planets (1952), Urey corro-
boraba los diversos elementos de la hipótesis Oparin-Haldane.
En su forma madura, la teoría se puede resumir como sigue:
1) La Tierra, por la época en que comenzó la vida, tenía una
atmósfera reductora, libre de oxígeno, con metano, amoníaco,
hidrógeno y agua. 2) Esta atmósfera se vio expuesta a diversas
fuentes de energía —como los relámpagos, la radiación solar y
el calor volcánico— que condujeron a la formación de com-
puestos orgánicos. 3) Estos compuestos, en palabras de Hal-
dane, «debieron de acumularse hasta que los océanos primiti-
vos alcanzaron la consistencia de una sopa caliente diluida».
(La comparación con una sopa ha prendido en la imaginación
del público, y el océano lleno de sustancias orgánicas recibe
generalmente el nombre de sopa prebiótica o primigenia. Una
exposición reciente del NASA Aerospace Museum, en Wa-
shington, mostraba una película de la cocinera de televisión Ju-
lia Child preparando una de estas sopas. Por razones que expli-
caré más adelante, no la recomendaría para consumo humano,
si bien algunas bacterias crecerían muy bien en ella. Por este
motivo, y por la presencia de oxígeno en la atmósfera, una sopa
de este tipo no podría persistir hoy día). 4) La vida se desarrolló
en esta sopa merced a transformaciones ulteriores. Según Urey,

— 122 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

los ingredientes de la sopa «permanecerían durante largos pe-


ríodos de tiempo en los océanos primitivos [...] y esto supon-
dría una situación muy favorable para el origen de la vida».
La teoría no especificaba los detalles de la última etapa.
Como veremos, existe un considerable desacuerdo sobre ese
tema; los mismos Haldane y Oparin tenían ideas muy diferen-
tes al respecto. Necesitaríamos buena parte de lo que queda de
libro para clasificar las diversas posibilidades barajadas, pero
de momento nos centraremos sólo en las tres primeras partes
de la teoría.
Para estudiarlas recurriremos a la actitud de Escéptico: des-
lindar lo lógico de lo ilógico y la ciencia de la mitología. De
entrada, hemos de señalar que el experimento de Miller y Urey
se inspiró en la teoría, pero sólo puso a prueba el segundo
punto. Sin embargo, a menudo se da por sentado que el expe-
rimento la confirmó en su totalidad. Por ejemplo, un texto ac-
tual de geología, escrito por R. A. Goldsley, afirma: «Estos ex-
perimentos han producido muchos compuestos químicos fun-
damentales para la vida. Parece plausible, a la vista de tales
resultados, que la descripción de Haldane de los océanos pri-
mitivos de la Tierra como una “sopa caliente diluida” de molé-
culas orgánicas sea correcta.» Sin embargo, tal descripción co-
rrespondería a la realidad sólo si los puntos 1) y 3) de la teoría
fueran confirmados con algún tipo de evidencia. De hecho, las
evidencias obtenidas hasta ahora y las opiniones de los cientí-
ficos interesados por el tema apuntan en la dirección opuesta.

6. UN CAMBIO EN EL AIRE

La existencia de una atmósfera primitiva fuertemente re-


ductora es la suposición central de la hipótesis Oparin-Hal-
dane, y subyace en el diseño del experimento de Stanley Miller.
Por supuesto, no tenemos manera de tomar muestras del aire
de hace 4.000 millones de años, y las conclusiones sobre su
composición tienen que ser indirectas. Urey basaba su argu-
mento en la abundancia cósmica de hidrógeno y la composi-

— 123 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

ción probable de la nebulosa solar. Como veíamos en un capí-


tulo anterior, el consenso geológico actual apoya la idea de que
la atmósfera vino del interior de la Tierra, no de la nebulosa.
Las opiniones sobre su composición varían; no obstante, la
conjetura más oída se decanta por la presencia de nitrógeno,
dióxido de carbono, vapor de agua y un poco de hidrógeno;
nada de metano, amoníaco u oxígeno. Esta atmósfera es funda-
mentalmente neutra, con un ligero poder reductor. Los geólo-
gos se dan cuenta ahora de que una atmósfera de amoníaco y
metano habría sido destruida en unos pocos miles de años por
las reacciones químicas desencadenadas por la luz solar.
Stanley Miller y otros han intentado preparar aminoácidos
bajo nuevas condiciones. La proporción entre el hidrógeno y el
dióxido de carbono en los gases de la mezcla es una variable
crucial. Cuando se encuentra por debajo de 1, como se supone
en la Hipótesis expuesta en el párrafo anterior, se producen sólo
trazas de glicina, y ningún otro aminoácido más. Miller ha sido
muy claro en sus declaraciones: «Es difícil que se mantuvieran
proporciones hidrógeno/ dióxido de carbono superiores a 1 (en
la Tierra primitiva], por la tendencia del hidrógeno a escapar
de la atmósfera. Quizá fuentes de hidrógeno adecuadas hubie-
ran podido mantener esta proporción, pero es difícil pensar
cuáles pudieron ser.» En otro lugar, señala: «Si aceptamos que
se necesitaron aminoácidos más complejos que la glicina para
el origen de la vida, entonces estos resultados hacen imprescin-
dible la presencia de metano en la atmósfera.»
La hipótesis Oparin-Haldane también requiere metano en
la atmósfera. La falta de este gas o de otras sustancias reducto-
ras entrañaría que algún otro curso de los acontecimientos, no
descrito por la teoría, condujo al origen de la vida. Sin em-
bargo, esta definición ha sido omitida por algunos partidarios
de la hipótesis. Por ejemplo, el astrónomo Manfred Schid-
lowsky afirmaba en una reunión celebrada en 1977: «El hecho
mismo de que apareciera vida en la Tierra constituye una
prueba decisiva de un medio básicamente reductor, ya que esto
último es un requisito previo para el origen espontáneo y la

— 124 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

evolución química de la vida.» Y en 1983, en un texto de bio-


química editado por Geoffrey Zubay se leía lo siguiente: «Para
producir aminoácidos, la atmósfera primitiva debe de haber
contenido equivalentes reductores bajo una u otra forma, pues
no se origina ninguna biomolécula ni precursor de la misma
cuando se somete una mezcla de dióxido de carbono, agua y
nitrógeno a la acción de una chispa eléctrica.»
Hemos llegado a una situación en que algunos han aceptado
una teoría como verdad, y se ha relegado toda posible eviden-
cia contraria a un segundo plano. Esta condición caracteriza la
mitología, no la ciencia.

7. EL MITO DE LA SOPA PREBIÓTICA

A la sopa prebiótica no le ha ido mucho mejor que a la at-


mósfera reductora. El título de este apartado no es mío, sino
que lo tomé de un importante artículo de un geólogo sueco,
Lars Gunnar Sillen. Dicho geólogo supone la existencia de una
atmósfera rica en metano, pero pone en duda la supervivencia
de una sopa bajo tales condiciones. Abandonada a su aire, ar-
gumenta, esta sopa se desplazaría al estado de máxima estabi-
lidad: el equilibrio. Alcanzado dicho estado, habríamos vuelto
al punto de partida, con casi todo el carbono en forma de me-
tano y concentraciones insignificantes de aminoácidos. Por su-
puesto, se puede mantener un sistema lejos del equilibrio me-
diante un aporte continuo de energía. Tal es la circunstancia de
la vida actual. Sin embargo, se necesitarían cantidades formi-
dables de energía para mantener todo un océano en ese estado.
Además, las mezclas de productos químicos orgánicos son mu-
cho menos diestras que los sistemas vivos en la manipulación
de un flujo intenso de energía. Como vimos en los experimen-
tos Miller-Urey, los componentes de tales mezclas continúan
formando enlaces químicos hasta producir un espeso material
insoluble, un alquitrán, a menos que se resguarden en algún
tipo de refugio.
Algunos testimonios del mundo actual apoyan este argu-
mento. Una parte del material biológico arrojado a los océanos

— 125 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

se altera por efecto de acontecimientos químicos aleatorios, y


deja de ser apetecible para los organismos vivos. Este material
puede servir, por tanto, de modelo de las sustancias orgánicas
presentes en el océano antes de que comenzara la vida. El quí-
mico Arie Nissenbaum ha estudiado su destino y observa que
no se acumulan en los océanos. Las concentraciones permane-
cen bastante bajas y la edad media de los materiales no supera
los 3.500 años, pues diversos procesos geológicos los merman.
Las moléculas más pesadas precipitan y forman depósitos.
Otras sustancias son absorbidas por minerales que se compac-
tan en sedimentos (los sedimentos depositados a lo largo de
todo el registro de la historia geológica contienen compuestos
orgánicos de este tipo). Si alguna vez se formó la sopa prebió-
tica, debió de seguir el mismo destino, si antes no encontró otro
destino: el retomo al equilibrio.

8. LA RETIRADA DE LA HIPÓTESIS

El conocimiento de estos progresos se ha divulgado en los


últimos años entre la comunidad científica interesada por el
origen de la vida, y ha erosionado el paradigma Oparin-Hal-
dane. Como cabría esperar en estas circunstancias, se ha inten-
tado poner a salvo cuanto pudiera ser rescatado. Se ha especu-
lado que los meteoritos, los cometas o incluso una colisión con
una nube de polvo cósmico pudieron proveer suficiente mate-
rial orgánico para abastecer los océanos prebióticos. Hipótesis
de este género abandonarían la atmósfera reductora, pero sal-
varían la sopa. Para suministrar material suficiente con que
apoyar ideas de este tipo, hay que partir de postulados especia-
les acerca de la frecuencia de llegada de cuerpos extraterrestres
y la supervivencia de los compuestos orgánicos durante el pro-
ceso de entrada e impacto. Ninguna prueba sustenta estos pos-
tulados. No se pueden descartar estas especulaciones, aunque
han de permanecer en suspenso hasta que les llegue alguna
confirmación. Con todo, una hipótesis de esta índole, con co-
metas de por medio, resulta tan espectacular que más adelante
le dedicaré todo un capítulo.

— 126 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

El biólogo Carl Woese, de la Universidad de Illinois, ha


propuesto otra alternativa pintoresca y radical. El profesor
Woese no ha tenido pelos en la lengua a la hora de criticar el
dogma vigente cuando afirma: «Hace mucho que la tesis de
Oparin ha dejado de ser un paradigma productivo. Ya no ge-
nera enfoques originales del problema; las más de las veces
precisa modificaciones para dar cuenta de hechos nuevos; y
ahora, su efecto global es atontar y producir desinterés por el
problema del origen de la vida. Estos síntomas hablan de un
paradigma acabado, que ya no es un modelo válido del verda-
dero estado de cosas.»
Y a fe que la hipótesis de Woese es ciertamente original.
Propone que la vida comenzó en los más tempranos días de la
Tierra, antes de que el planeta estuviera completamente for-
mado. Por entonces, manto, núcleo y corteza todavía no esta-
ban diferenciados del todo. En la superficie había grandes can-
tidades de hierro metálico. Participaba éste en reacciones quí-
micas que produjeron una atmósfera con dióxido de carbono e
hidrógeno. La cantidad de dióxido de carbono era suficiente
para producir el «efecto invernadero»: unas condiciones tórri-
das, similares a las que imperan en el Venus actual. La super-
ficie estaba caliente, fundida quizás en algunos lugares. La llu-
via de meteoros era intensa. Los fuertes vientos producían tor-
mentas de polvo violentísimas, arrastrando partículas a lo alto
de la atmósfera. El vapor de agua se condensaba en esas partí-
culas, lo cual producía inmensas nubes de diminutas gotitas de
agua. Dichas nubes, el único oasis habitable en un planeta tur-
bulento, hicieron de plataforma de la vida. Cada gotita actuó
como una célula primitiva, como un pequeño laboratorio para
experimentos de evolución química.
Según esta teoría, la atmósfera y el polvo proporcionaron
las materias primas, y el Sol suministró la energía. Los prime-
ros organismos en evolucionar fueron los metanógenos, lo que
redujo el dióxido de carbono de la atmósfera al combinarlo con
hidrógeno. A medida que menguaron las concentraciones de

— 127 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

dióxido de carbono, amainaron las condiciones del efecto in-


vernadero y la Tierra se enfrió. Pudieron formarse entonces los
océanos y nuestro planeta se aproximó a su estado presente.
También se han propuesto soluciones menos revoluciona-
rias para soslayar las dificultades del paradigma en curso. Si
hace falta un medio ambiente reductor para el origen de la vida,
no es preciso subvertir todo un planeta a tal fin. Bastaría con
tener algún nicho local donde prevalecieran las condiciones re-
ductoras. El propio Charles Darwin propuso una pequeña
charca como posible origen de la vida, y otros han seguido su
ejemplo. Las lagunas de marea han sido una alternativa muy
popular. Pero el emplazamiento más de moda en estos últimos
años es muy diferente: las fuentes termales del fondo del mar.
Estas fuentes se presentan en lugares donde la corteza te-
rrestre es delgada y la roca fundida se aproxima a la superficie.
Hay un grupo de ellas cerca de las islas Galápagos, allí donde
Charles Darwin logró hacerse una idea acerca del origen de las
especies. El lugar ha sido explorado intensamente en el trans-
curso de varias expediciones que emplearon una nave sumer-
gible: el Aluin.
Las fuentes termales emiten compuestos químicos reducto-
res, entre otros ácido sulfhídrico, metano y amoníaco, además
de agua caliente. Las bacterias que allí viven obtienen la ener-
gía química del ácido sulfhídrico, mientras que otros organis-
mos más avanzados, como los gusanos y los moluscos, depen-
den en último término de las bacterias como recurso alimenti-
cio. Así pues, en el fondo del mar existe todo un ecosistema
independiente de la radiación solar.
El agua hierve a elevadas temperaturas cuando está some-
tida a la altísima presión que reina bajo 2.500 m de océano. Y,
cosa extraordinaria, algunas comunidades bacterianas parecían
crecer bien en estas condiciones, a temperaturas de 360℃. En
el laboratorio, las muestras se desarrollaban, bajo presión, a
250°C. Hasta entonces no se conocía organismo alguno que so-
breviviera mucho tiempo a temperaturas superiores a 105℃.
Sin embargo, noticias excepcionales de este calibre exigen una

— 128 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

respuesta escéptica de parte de los demás científicos. La acep-


tación definitiva vendrá de sucesivas repeticiones y confirma-
ciones experimentales. En realidad, se han levantado voces en
el sentido de que los resultados son artefactos, y, hoy por hoy,
la decisión es incierta.
Estas circunstancias inusuales, junto con las condiciones
reductoras que imperan en las aguas de las fuentes, han ani-
mado la hipótesis de que la vida surgió en esas fuentes al co-
mienzo de la historia de la Tierra. Los procesos químicos se
desarrollarían a ritmo acelerado en este medio, con indepen-
dencia de los sucesos atmosféricos. Pero, por otro lado, el nú-
mero limitado y la vida relativamente breve de las fuentes ter-
males son factores en contra. Las fuentes termales son una po-
sible localización del origen de la vida, pero no la única, ni
tiene por qué ser la más favorable.
Pueden darse otras muchas soluciones locales al problema
del medio ambiente reductor. En esta fase de nuestros conoci-
mientos, no podemos estar ni siquiera seguros de que fuera
realmente necesario un medio reductor. La teoría de la arcilla,
por ejemplo, sostiene un punto de vista diferente. Además, la
especificación del emplazamiento correcto no es el problema
más crítico que encara la teoría del origen de la vida. Los pro-
ductos Miller-Urey, como hemos visto, no nos llevan muy lejos
por la senda del organismo vivo. Una mezcla de compuestos
químicos simples, aun cuando esté enriquecida con aminoáci-
dos, se parece tanto a una bacteria como un montoncito de pa-
labras sin sentido, escrita cada cual en un pedazo de papel, a
las obras completas de Shakespeare.
Lo que nos interesa son los acontecimientos posteriores en
el seno de la mezcla química inicial. Estos acontecimientos no
aparecían en los guiones que hemos examinado en este capí-
tulo. Las publicaciones de divulgación sobre el origen de la
vida prestan, por lo general, escasa atención a este aspecto del
problema. Se da por sentado que, con tiempo suficiente, la
mezcla de moléculas en la sopa prebiótica producirá, más
pronto o más tarde, un sistema vivo. En el próximo capítulo
dedicaremos nuestra escéptica atención a semejante hipótesis.

— 129 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

V. LAS POSIBILIDADES

Se han propuesto lugares de lo más exótico y colorista para


el origen de la vida: las nubes, el fondo del mar, las lagunas
maréales, las entrañas de los cometas y los planetas que giran
alrededor de otros sistemas estelares. Estas propuestas han sido
tan espectaculares que han hecho que el problema del lugar de
origen eclipse un interrogante más fundamental: ¿qué estaba
sucediendo realmente cuando se originó la vida?
Los partidarios de cada emplazamiento arguyen, de ordina-
rio, que el suyo es el lugar más adecuado para un tipo de quí-
mica como la de Miller y Urey. En él se presentarían las opor-
tunas condiciones reductoras y en él las reacciones se desarro-
llarían tan bien como lo hacen en el laboratorio. Pero aunque
así fuera, poco se habría consumado. Un abismo inmenso se-
para una mezcla química que contiene unos cuantos aminoáci-
dos de la complejidad sumamente organizada de la más simple
célula viva de nuestros días.
Los organismos de vida libre más pequeños son, posible-
mente, los micoplasmas, minúsculas bacterias que tienen sólo
una fracción de la longitud de la más típica, la que vimos en
nuestro viaje con el ascensor de magnitudes. En el nivel —6 de
dicho ascensor, donde bacterias como Escherichia coli tienen
más o menos nuestro tamaño, un micoplasma se aproximaría
al de una pelota de baloncesto. Así y todo, estas infinitésimas
criaturas poseen membrana celular, ribosomas, ADN, multitud
de enzimas y todas las restantes complejidades asociadas con
la vida en este planeta. Como veremos, los virus son normal-
mente mucho más pequeños que los micoplasmas, pero no son
seres vivos independientes. Funcionan como organismos par-
ciales, incompletos.
Si la vida se originó a partir de una mezcla química sencilla,
entonces necesitamos conocer los pasos que llevaron de esta
mezcla, por una escala de organización, a la primera célula

— 130 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

viva. El problema seguiría siendo el mismo tanto si la mezcla


se hubiera formado en algún ambiente terrestre como si lo hu-
biera hecho en cualquier otro lugar del Universo. Hemos visto
que la multiplicación y la selección natural proporcionan un
mecanismo razonable para la ulterior evolución del ancestro
común. Sin embargo, esa criatura no debe de haber sido muy
distinta de una bacteria en cuanto a complejidad. Lamentable-
mente, la incertidumbre rodea los procesos que le dieron ori-
gen.
Una suposición corriente a lo largo de la historia ha sido
que el primer organismo se formó por azar; que una mezcla
adecuada se fue reordenando aleatoriamente hasta que apareció
una célula viva. Estas ideas estaban muy extendidas en la época
de Louis Pasteur, cuando aún no se conocía la complejidad de
las células más pequeñas. Sus experimentos proveyeron prue-
bas rotundas contra la generación espontánea de las bacterias,
pero la idea no se extinguió de pronto, sino lentamente. Mu-
chos años después, a principios del siglo XX, Henry Bastian se
afanaba todavía en su laboratorio con la esperanza de que la
aplicación de la cantidad de calor suficiente para matar todos
los seres vivos de sus caldos de cultivo los dejara aún con ca-
pacidad para producir nueva vida. En otro capítulo nos cruza-
remos con Olga Lepeshinskaia, galardonada con el premio Sta-
lin en 1950 por un trabajo que describe la generación espontá-
nea de células. Con todo, estas actitudes son la excepción, y la
práctica totalidad de los científicos actuales creen que no se
pueden crear células vivas mediante procesos aleatorios a partir
de sus ingredientes químicos.
Los creacionistas, y algunos grupos religiosos más, citan de
vez en cuando esta circunstancia a título de prueba de la exis-
tencia de Dios. Una de sus analogías favoritas se refiere al ha-
llazgo de un reloj durante un paseo por la selva. Imaginemos
que nos encontramos uno en funcionamiento, y que al inspec-
cionar su interior descubrimos una asombrosa serie de engra-
najes y resortes que sirven para mantener las diversas maneci-
llas en movimiento uniforme a lo largo de su recorrido. No su-
pondremos que este mecanismo se ha montado por azar a partir

— 131 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de las piezas que lo componen, sino que más bien daremos por
sentado que un relojero ha colocado todas las piezas del reloj
exactamente en la forma debida. Del mismo modo, la existen-
cia de bacterias y otros seres vivos —todos ellos mucho más
complicados que un reloj— implica la existencia de un creador,
pues sólo un ser superior podría diseñar criaturas tan adaptadas
a su función.
En este libro no seguiremos esta vía de escape, pues nos
hemos comprometido a buscar una respuesta en el dominio de
la ciencia. Si un reloj es complicado, el relojero debe de serlo
aún más. Un ser con capacidad para crear un relojero sería el
más complicado de la serie. Siguiendo esta línea de razona-
miento convertiríamos el problema en más difícil, no más sen-
cillo, y sólo nos cabría resolverlo si introdujéramos fuerzas so-
brenaturales. Hemos de buscar otra solución si deseamos man-
tenernos dentro de la ciencia.
La analogía del reloj sirve para introducirnos en la natura-
leza de nuestro problema, pero lo subestima. No bastaría con
montar un reloj por azar, agitando sus piezas en una caja, para
imitar la generación espontánea de vida, pues las piezas mis-
mas son artículos manufacturados. La generación espontánea
exige el montaje de una célula funcional a partir de las materias
primas del medio ambiente. Como aproximación a este pro-
ceso, hemos de imaginar que ponemos una cantidad adecuada
de minerales en bruto en una caja y que los agitamos. Los mi-
nerales incluirían hierro y otros metales, silicatos (para el vi-
drio) y caliza (para el carbono de los cojinetes de diamante). Si
estos minerales, sacudidos todos juntos, reordenaran sus áto-
mos para formar un reloj, habríamos conseguido una imitación
más exacta de la generación espontánea.
Pero ni siquiera este ensayo imita la verdadera situación
real. En el ejemplo anterior, intervinimos personalmente selec-
cionando los minerales, colocándolos en la caja y sacudiéndo-
los para ayudarles a interaccionar. Si hemos de eliminar esta
intervención, deberíamos buscar un sitio en la selva donde los
oportunos minerales se hallaran en la debida proximidad mu-
tua. Si los procesos naturales del tipo de las emisiones de lava,

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

los derrumbamientos de rocas, los cursos de agua o los terre-


motos, sirvieran para acopiar y refinar los minerales, para dar-
les la forma de piezas, para reunir y montar éstas en un reloj
funcional, entonces sí seríamos espectadores de una analogía
puntual de la generación espontánea de una bacteria.
Pero las bacterias difieren sustancialmente de los relojes.
Existe un procedimiento que puede convertir una mezcla del
tipo Miller- Urey en bacterias. Sólo tenemos que añadir una
bacteria de la clase apropiada a la mezcla química, y esperar.
Al cabo de unos días, se habrá creado un gran número de bac-
terias nuevas a partir de los materiales presentes en la mezcla.
La transformación ha sido recientemente demostrada, em-
pleando un material llamado tolina como fuente de alimento.
Esta sustancia orgánica sólida, producto de las descargas eléc-
tricas en ciertas atmósferas reductoras, está emparentada con
los alquitranes del experimento Miller-Urey.
Cuando se suministra el alimento químico adecuado, en po-
cos días se pueden producir miles de millones de bacterias a
partir de unas pocas. Sin embargo, el proceso no tendría lugar
sin la semilla inicial. El proceso de multiplicación es tan espec-
tacular, que algunos científicos que rechazan la generación es-
pontánea como un hecho corriente sienten la tentación de recu-
rrir a ella sólo por una vez en la historia de la Tierra, para poner
la vida en marcha. Dado ese acontecimiento, todo lo demás po-
dría seguir y el problema de nuestros orígenes estaría resuelto.
El profesor George Wald es quizás el representante más
elocuente de este punto de vista. Se trata de un bioquímico de
Harvard que ganó el premio Nobel en 1967 por sus investiga-
ciones sobre la química de la visión. Wald también ha exami-
nado críticamente ciertos temas ajenos a su especialidad, entre
ellos el origen de la vida. Sus comentarios acerca de la genera-
ción espontánea, publicados en 1954 en un artículo de Scienti-
fic American, han sido ampliamente recogidos en textos y an-
tologías. Mantendré esta tradición y lo citaré textualmente
aquí: «Uno no tiene más que contemplar la magnitud de esta

— 133 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

tarea para conceder que la generación espontánea de un orga-


nismo vivo es imposible. Y sin embargo estamos aquí de resul-
tas, creo yo, de la generación espontánea.»
Esta contradicción queda resuelta si revisamos nuestro con-
cepto de lo imposible. El profesor Wald señala que tendemos a
usar esta palabra para aplicarla a sucesos que son muy impro-
bables en nuestra experiencia cotidiana. Sin embargo, si se pu-
dieran realizar ensayos repetidos de un suceso durante un lar-
guísimo período de tiempo, un período mucho más largo que
la historia humana, las posibilidades aumentarían considera-
blemente.
Veamos cómo los ensayos reiterados hacen probable un su-
ceso improbable. Supóngase una caja con diez monedas. Si
agitamos la caja y observamos cómo han caído las monedas, la
probabilidad de que lo hayan hecho todas de cara sería inferior
a 1 entre 1.000. Es muy improbable que se dé este resultado
con un solo ensayo. Pero imagínese que pudiéramos sacudir la
caja 1.000 veces. La probabilidad de obtener diez caras en al
menos una ocasión es ahora del 63%. El acontecimiento se ha
vuelto probable.
Wald señala que no estamos acostumbrados a la idea de
grandísimos números de ensayos. Sin embargo, si tal número
es suficiente, lo improbable deviene probable. Voy a presentar
otro ejemplo al respecto. Una lotería nacional puede trabajar
con una ventaja de 10 millones a 1. De ganar en tales circuns-
tancias, podríamos considerarnos muy afortunados. Ahora
bien, si pudiéramos comprar un boleto cada día y nos fuera
dado mantener este hábito durante 30.000 años, el éxito sería
factible. (Por desgracia, el premio no bastaría para pagar el
gasto acumulado en boletos.)
En el caso del origen de la vida, con un solo éxito sería su-
ficiente. El tiempo podría ser de mil millones de años, y se dis-
pondría de toda la superficie de la Tierra para probaturas, de
modo que podrían darse muchas simultáneamente. Permítase-
nos citar al geólogo R. F. Flint en su The Earth and its history:
«¿Cuántas veces podrían realizarse 10.000 ensayos de este tipo
en un período de 3.300 millones de años? La imaginación se

— 134 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

amilana ante la idea de calcular un número tan grande. Nadie


familiarizado con la estadística rechaza por la posibilidad de
que ciertas combinaciones químicas ocurran por azar por falta
de tiempo. Lo hubo y en gran abundancia.»
Para otra exposición de este punto de vista, volvamos al ar-
tículo de George Wald en Scientific American: «El tiempo es
realmente el héroe de la película. El tiempo con el que nos las
tenemos que ver es del orden de dos mil millones de años. El
término imposible según la experiencia humana carece aquí de
significado. Con mucho tiempo por delante, lo improbable de-
viene posible; lo posible, probable; y lo probable, práctica-
mente seguro. Sólo hay que esperar: el tiempo realiza mila-
gros.»
De este modo, la gran improbabilidad de la generación es-
pontánea tropieza con la inmensidad de la superficie terrestre
y del tiempo disponible. Costaría hallar una presentación de
este punto de vista más elocuente que la del profesor Wald,
pero ¿es correcta? Hemos de ponderar el argumento y medir
las cantidades implicadas en vez de dejarnos avasallar por
ellas.
Para comenzar, no debemos permitir que la mente se nos
ofusque por efecto de las grandes cantidades. El matemático
Douglas Hofstadter ha escrito sobre esa incapacidad de muchas
personas para comprender el valor de los números muy gran-
des, como los que se manejan al hablar de gastos de defensa o
de períodos astronómicos de tiempo. Se pregunta si no «sufri-
remos realmente de aturdimiento numérico». ¿No estaremos
más aturdidos cuanto mayores son los números? Hofstadter ca-
lifica esta situación de anumeralismo, el equivalente matemá-
tico del analfabetismo.
No podremos evaluar el argumento del profesor Wald si
padecemos semejante cortapisa, pues hemos de comparar algu-
nas cifras grandísimas. Queremos conocer, por un lado, las pro-
babilidades en contra del éxito, y por otro, el número total de
ensayos que podemos realizar. Si el número de éstos es muy
superior a las probabilidades en contra, las perspectivas son

— 135 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

buenas, pero si aquéllas son mayores nuestras posibilidades se-


rán escasas Para saber qué situación corresponde al caso de la
generación espontánea, hemos de estimar ambas cantidades y
compararlas.
Para comparar cifras muy grandes, de poco nos servirá el
idioma corriente. Un artículo reciente de National Geographic
describía la energía desprendida por un quásar de la siguiente
manera: «Imagínese una gran central nuclear que produzca
1.000 megavatios de electricidad. Multiplique esos 1.000 me-
gavatios por 1.000 millones de billones. Multiplique de nuevo
por 10.000 millones.» ¿Cuánta es esa energía? A buen seguro
que esa cantidad mantendría Nueva York iluminada durante un
rato. ¿Pero es mayor que, por poner un ejemplo, un billón de
billones de billones de megavatios? Vamos a necesitar un sis-
tema mejor para la tarea que tenemos por delante.
Los científicos evitan atestar una página de ceros, recu-
rriendo a un sistema llamado notación exponencial: se escribe
el número diez junto con un exponente, es decir, una cifra en
el lado superior derecho: 103, por ejemplo. Este número se
puede convertir en uno corriente, escribiendo simplemente un
1 seguido del número de ceros que indica el exponente. En el
caso de 103, lo podríamos escribir 1.000. No es difícil escribir
1.000 de la manera habitual, pero cuando llegamos a cifras
grandísimas, el sistema exponencial resulta de gran utilidad.
Así pues, es mucho más fácil escribir 10 18 que
1.000.000.000.000.000.000. A primera vista, no es nada evi-
dente que este último número sea mayor que
100.000.000.000.000.000, pero podemos decir en seguida que
1018 es mayor que 1017.
Con esta notación exponencial, resultan manejables perío-
dos de tiempo muy superiores a los que entraña la evolución de
la vida. Hace poco, por ejemplo, leí un artículo sobre un hipo-
tético futuro del Universo en el que se barajaban cifras enor-
mes. Todas las estrellas habrían agotado su combustible y ce-
sado de brillar dentro de unos 1014 años. Transcurridos 1017
años, se habrían perdido todos los planetas tras cuasicolisiones
con otras estrellas. Allá por el año 1032, todos los protones se

— 136 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

habrían desintegrado, y la materia que nos es familiar habría


dejado de existir. Finalmente, por el año 10l00, los agujeros ne-
gros habrían perdido su masa por evaporación.
Sin embargo, puede plantearse un nuevo problema al tratar
con cifras exponenciales. Al estudiar esta posible historia fu-
tura, me encontré aceptando que el tiempo necesario para que
las estrellas pierdan los planetas sería sólo un 20% superior al
transcurrido hasta que agoten el combustible. Comparé men-
talmente los exponentes 14 y 17 como si fueran cifras, no como
el número de ceros que sigue a 1. En realidad, 1017 es mil veces
mayor que 1014. Si consideráramos la historia del Universo en
la época en que los planetas desaparecieran, las estrellas ha-
brían brillado durante sólo el primer 0,1% de esa historia. Ha-
brían estado extintas durante todo el tiempo restante.
Presentaré un nuevo artilugio, la torre de los números, que
nos ayudará a manejar estas enormes cifras. Lo mismo que el
ascensor de magnitudes, esta torre es logarítmica, de modo que
en cada nivel las cosas son diez veces mayores que en el inme-
diato inferior. Sin embargo, la torre de los números es una es-
calera, no un ascensor. Escogí la palabra «torre» para darle un
toque de antigüedad, y también porque evoca la torre de Babel,
la que pretendía alcanzar el cielo. La torre de los números,
como el ascensor de magnitudes, se prolonga indefinidamente
hacia arriba.
Este dispositivo puede servir para llevar la cuenta de cual-
quier objeto. En un primer ejemplo, escogeremos uno bien fa-
miliar, el dinero, en forma de pesetas. Si entrásemos con la
imaginación en la planta baja, hallaríamos una sala con el suelo
cubierto de pesetas. La provisión es inagotable, pues a medida
que las recogemos nos van dispensando más por una abertura
de la pared. La única otra cosa que se ve en la sala es una esca-
lera que conduce a la siguiente planta, y un mostrador con un
dependiente. El mostrador contiene artículos que se pueden
comprar con una a nueve pesetas. Por ejemplo, el dependiente
nos puede vender dos aspirinas, unos cuantos mondadientes o
un caramelo.

— 137 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Si queremos artículos más caros, debemos subir al piso su-


perior. Remontamos un tramo de escalera y alcanzamos el pri-
mer piso. También aquí hay un mostrador y un dependiente,
con artículos cuyo precio va de 10 a 99 pesetas. Pero a este
dependiente hay que pagarle en monedas de diez pesetas. La-
mentablemente, aquí no se encuentran monedas tiradas por el
suelo, pero el dependiente tendrá a bien darnos una moneda de
diez por cada diez pesetas que traigamos de abajo. Sin em-
bargo, está prohibido subir más de diez pesetas por cada viaje
desde el piso inferior (la esencia del símil no se vería afectada
si el número máximo de monedas fuese distinto). Para comprar
un diario que valiera sesenta pesetas, por ejemplo, tendríamos
que subir seis veces de la planta baja al primer piso, con diez
pesetas en cada viaje.
La cuestión es que, en cada nuevo piso, resulta más difícil
y arduo comprar. En el segundo piso se aceptan monedas de
100 pesetas. Sin embargo, para conseguir una tendríamos que
subir diez veces de la planta baja al primer piso, al objeto de
obtener diez monedas de diez pesetas, y luego llevar esas mo-
nedas al segundo para cambiarlas por una de cien. Si deseamos
adquirir una botella de buen vino que costara trescientas pese-
tas, habremos de repetir este proceso dos veces más.
Si dispusiéramos de tiempo y energía ilimitados, podríamos
subir a los pisos superiores y adquirir una bicicleta en el quinto,
o un automóvil en el séptimo, o una casa en el octavo. De subir
más todavía, tendríamos el presupuesto anual de Estados Uni-
dos en el piso decimotercero, y el producto interior bruto de
este país en el decimocuarto. Es posible que pudiéramos adqui-
rir toda la Tierra por el número de pesetas necesario para lle-
vamos al piso decimoséptimo.
La construcción logarítmica de la torre actúa cada vez más
ferozmente en contra nuestro, según ganamos más y más pisos.
Si deseáramos comprar una casa (piso séptimo) y hubiéramos
ahorrado dinero suficiente para alcanzar el sexto, no vaya a
creerse que ya casi hemos llegado, a pesar de haber recorrido
seis séptimos de la subida. Tendríamos sólo un millón de pese-
tas y necesitaríamos 9 millones más, de modo que tendríamos

— 138 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

que volver a la planta baja y repetir todo el esfuerzo nueve ve-


ces más.
Nuestra torre puede operar con artículos distintos del di-
nero. Los átomos, por ejemplo, son más pertinentes a efectos
de este libro. Supóngase que la planta baja está llena de átomos
de todas las clases, en cantidades ilimitadas. Si seleccionáse-
mos dos de hidrógeno y uno de oxígeno, podríamos cambiarlos
en el mostrador por una molécula de agua. Con nueve átomos
(dos carbonos, seis hidrógenos, un oxígeno) podríamos adqui-
rir una molécula de alcohol etílico. Pero en la planta baja sólo
se pueden obtener moléculas orgánicas muy simples de menos
de 10 átomos.
Para hacemos con los ingredientes de la vida, tendríamos
que subir más. En el primer piso (10-99 átomos) tendríamos
aminoácidos, nucleótidos y azúcares. La mayoría de las grasas
se hallarían en el segundo, mientras que los enzimas y las mo-
léculas de ARN estarían en los pisos tercero y cuarto. Si desea-
mos obtener la doble hélice de ADN que compone el cromo-
soma de una bacteria, hemos de subir al octavo, aunque pode-
mos encontrar un ribosoma un poco más abajo, en el séptimo.
La construcción de una bacteria completa exigiría átomos su-
ficientes para llevamos al piso undécimo, mientras que obtener
un ser humano nos supondría un viajecito hasta el piso vigesi-
moséptimo. De continuar, nos tropezaríamos con la Tierra en
el piso 51 y con el Sol en el 57. El Universo quizás estaría en
el mostrador del piso 78, pues podría tener 10 78 átomos.
Ahora estamos en condiciones de manejar las probabilida-
des de la generación espontánea de una bacteria. Con el empleo
de la torre de los números para estimar el número de ensayos
en vez del de pesetas o átomos, podremos situar esas cifras de
pasmo en el nivel que les corresponde. Para nuestro propósito,
sobreestimaremos el número máximo de ensayos al azar que
podrían haberse realizado en la Tierra primitiva, pues la cifra
real sería de dificilísima determinación.
Hemos de conocer dos detalles: el tiempo necesario para un
simple ensayo y el número de los que se pueden realizar simul-

— 139 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

táneamente. En condiciones óptimas, una colonia de Esche-


richia coli puede duplicarse en unos veinte minutos. En otras
palabras, a una bacteria le lleva veinte minutos montar una co-
pia de sí misma a partir de compuestos químicos elementales.
Es improbable que llegara a montarse más deprisa por medio
de procesos al azar. Así y todo, supongamos que se trata de
montar una bacteria mucho más sencilla que E. coli, y que es-
timamos en un minuto el tiempo necesario para un ensayo. Si
aceptamos el testimonio de los fósiles y la edad atribuida de
ordinario al Sistema Solar, queda disponible para el origen de
la Tierra un máximo de 1.000 millones de años, o 5×1014 mi-
nutos.
¿Cuánto espacio hay aprovechable? Como estimación má-
xima, podríamos suponer la Tierra toda cubierta por un océano
de 10 km de profundidad, como espacio útil para experimentar.
Además, dividiremos ese espacio en diminutos compartimien-
tos (1 micrómetro de lado) de tamaño bacteriano. Tendríamos
entonces 5 veces 1036 matraces de reacción independientes. Si
se hizo un ensayo por minuto en cada matraz, durante 1.000
millones de años, tendríamos un total de 2,5 veces 10 51 ensayos
posibles. Estaríamos en el piso cincuenta y uno de la torre.
Éste es un número descomunal, posiblemente varios pisos
por encima de la realidad, pero lo usaremos para proseguir con
el argumento. ¿Es suficientemente grande para justificar la po-
sibilidad de ocurrencia de cualquier acontecimiento? Escéptico
disentiría. Algunos acontecimientos improbables se converti-
rán en probables, dado el número de ensayos, pero no todos. Si
recordamos cuando echábamos las diez monedas a un tiempo,
era improbable que obtuviéramos diez caras en un primer in-
tento, pues teníamos una probabilidad superior a 1.000 contra
nosotros. Sin embargo, el resultado se volvía probable cuando
teníamos 1.000 ensayos a nuestra disposición. Como regla
aproximada, consideraremos que un suceso se vuelve probable
cuando el número de ensayos disponible es del mismo orden
de magnitud (cae en el mismo piso de la torre) que las posibi-
lidades en contra en un ensayo aislado. En el caso de la gene-
ración espontánea de una bacteria, si estas posibilidades están

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

representadas por un número que cae muy por encima del piso
cincuenta y uno, entonces es muy improbable, aunque tenga-
mos un número grande de ensayos a nuestra disposición.
No podemos calcular estas posibilidades con exactitud,
mas, para lo que se trata, las aproximaciones nos servirán igual-
mente bien. Muchos científicos han intentado hacer estos
cálculos; con que citemos sólo dos, el punto quedará aclarado.
El primero fue Fred Hoyle, cuyas ideas examinaremos en de-
talle en otro capítulo de este libro. El y su colega, N. C. Wi-
ckramasinghe, apoyaron en un principio la generación espon-
tánea, pero luego cambiaron radicalmente de opinión. ¿Por qué
lo hicieron? Está muy claro, calcularon las posibilidades en
contra.
En vez de estimar la probabilidad para una bacteria com-
pleta, consideraron sólo el conjunto de enzimas funcionales
presentes en una. Su punto de partida no fue una mezcla com-
pleja, sino más bien el conjunto de veinte L-aminoácidos que
se emplean para construir los enzimas biológicos. Si extrajéra-
mos al azar aminoácidos de este conjunto, todos de una vez, y
los dispusiéramos en orden, ¿cuál sería la probabilidad de que
este proceso diera lugar a un producto bacteriano auténtico?
Para un enzima típico de 200 aminoácidos, dicha probabilidad
se obtendría multiplicando la de cada aminoácido. 1 en 20, 200
veces. El resultado, 1 en 10120, nos sitúa en el piso 120 de la
torre de los números, muy por encima del piso donde teníamos
el número de ensayos.
Sin embargo, no hay que tomarse las cosas tan a la tre-
menda. Lo que importa es la función del enzima, no el orden
exacto de los aminoácidos en su interior; muchas secuencias de
aminoácidos podrían suministrar enzimas con la función ade-
cuada. Con esto en mente, Hoyle y Wickramasinghe estimaron
que la probabilidad de obtener al azar un enzima del tipo opor-
tuno era «sólo» de 1 en 1020. Pero consideremos ahora que para
formar una bacteria habría que montar unos 20.000 enzimas
funcionales distintos. Las posibilidades en contra, para este su-
ceso, serían 1 en 1020 multiplicado por sí mismo 2.000 veces,
o sea, 1 en 1040.000. Así pues, este complicado objeto estaría

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

disponible en el piso 40.000 de la torre de los números. Si re-


paramos en que el número de ensayos nos llevó sólo al piso 51,
creo que podemos comprender por qué Hoyle cambió de idea.
Su estimación de la probabilidad del suceso fue que era com-
parable a la de que «un tornado que barriera una chatarrería
pudiera montar un Boeing a partir de los materiales que allí
hubiera».
En realidad, las cosas son mucho peores. Raro sería que en
la Tierra primitiva hubiera a mano un conjunto de veinte ami-
noácidos tan ordenado, todos en la forma L. Esta situación no
ha sido contemplada siquiera en los mejores experimentos Mi-
ller-Urey. Tampoco un conjunto de enzimas constituye una
bacteria viva. Una estimación más realista es la llevada a cabo
por Harold Morowitz, un físico de la Universidad de Yale. Ha
calculado las probabilidades en contra para el caso que sigue.
Supóngase que calentáramos a varios miles de grados una
gran cantidad de bacterias en un recipiente cerrado, de modo
que se rompieran todos los enlaces químicos. Luego enfriamos
esta mezcla poco a poco, para permitir que los átomos formen
nuevos enlaces, hasta que todo esté en equilibrio. En tal condi-
ción, los enlaces químicos más estables (los de mínima ener-
gía) dominarán la mezcla, mientras que los de alta energía se
presentarán en menor extensión, de común acuerdo con las le-
yes de la estadística. Morowitz se pregunta: ¿Qué fracción del
producto final será bacterias vivas? O, en otras palabras, si se
empleara una única bacteria para poner en marcha el experi-
mento (lo que garantiza la presencia de los átomos adecuados,
en las cantidades debidas), ¿cuál sería la probabilidad de que al
final resultara una bacteria viva?
La respuesta calculada por Morowitz, 1 en 10100.000.000.000,
reduce las posibilidades a una absoluta insignificancia: ¡esta-
mos en el piso cienmilmillonésimo de nuestra torre! Esta cifra
es tan grande que escribirla en la forma convencional requeriría
varios centenares de miles de libros en blanco. Empezaríamos
con un «1» en la primera página del primer libro y lo llenaría-
mos de ceros, lo mismo que todos los restantes. Si mediante

— 142 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

vaya usted a saber qué método inconcebible pudiéramos reali-


zar ensayos suficientes para ascender hasta el piso
99.999.960.000 de nuestra torre, entonces tendríamos que
arrostrar «únicamente» las posibilidades en contra calculadas
por Hoyle.
Escéptico querrá reescribir la conclusión del profesor
Wald: la improbabilidad es realmente el malo de la película. La
improbabilidad que supone producir siquiera una bacteria es
tan grande, que reduce todas las consideraciones de tiempo y
espacio a la nada. Ante semejantes cifras, ni el tiempo hasta
que los agujeros negros se evaporen ni el espacio hasta los con-
fines del Universo cambiarían lo más mínimo las cosas. Si hu-
biéramos de esperar, sería en verdad esperar un milagro.
Sin embargo, todavía le queda una escapatoria a la genera-
ción espontánea. ¿Qué necesidad hay de que el suceso haya
sido probable? Podemos simplemente contemplar las posibili-
dades en contra, encogernos de hombros y felicitarnos por lo
afortunados que fuimos.
Después de todo, sucesos improbables se dan a todas horas.
Por ejemplo, la probabilidad de ganar en la lotería que citába-
mos era de 1 en 10 millones. Como hemos observado, tendría-
mos que comprar un boleto diario durante unos 30.000 años
para hacer del éxito un suceso probable. Y sin embargo, a me-
nudo vemos en los diarios que existe un ganador. Esa persona
no tiene 30.000 años y, por lo general, ha comprado sólo uno o
unos pocos boletos. Simplemente le ha sonreído la fortuna.
Si quisiera, yo podría desencadenar un suceso raro de in-
mediato. La máquina de escribir que hay en la mesa de mi es-
posa tiene 45 caracteres. Imagine que los pulso al azar para ge-
nerar una línea de 72 caracteres. La probabilidad de obtener
esta línea en particular (o cualquier otra que pudiera aparecer)
es inferior a 1 en 1083: un número sito en el piso 83 de nuestra
torre, mayor que el número de átomos del Universo. Sin em-
bargo, lo he intentado una sola vez y ¡hela ahí! Entonces ¿por
qué no achacar el origen de la vida a un suceso así, improbable,
afortunado, poniendo punto final a este libro y dedicando nues-
tra atención a otras cuestiones?

— 143 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

De hacerlo así, estaríamos corriendo de nuevo de home a la


tercera base. Si queremos aplicar la ciencia de una manera
coherente para dar sentido al mundo, deberíamos recurrir a ex-
plicaciones improbables sólo en el caso de haber agotado las
más probables.
Supóngase, por ejemplo, que veo a alguien pasearse cami-
nando sobre el agua de mi piscina. ¿Qué conclusión debería
sacar? Existe una probabilidad pequeñísima, pero probabilidad
al fin, de que, en algún punto de la piscina, las moléculas de
agua, que por lo general se agitan en todas las direcciones, se
muevan en un momento dado todas hacia arriba. La superficie
de esta zona podría ser exactamente como el pie del paseante y
presentarse justo donde él lo pone, sosteniéndolo. Otras zonas
de la piscina podrían comportarse sucesivamente de la misma
manera para sostener al caminante hasta que el paseo haya con-
cluido.
Con cierto esfuerzo, quizá pudiera estimarse la probabili-
dad de este suceso. Sospecho que sería aún menor que la gene-
ración espontánea de una bacteria. Sin embargo, mi primera
reacción, si fuera testigo de tal acontecimiento, no sería decir:
«¡Oh, qué persona tan afortunada!», sino que buscaría algún
truco o pararía mientes en el vino que llevara bebido.
Muchos de los acontecimientos descritos en la religión o la
mitología y tenidos por milagros podrían acomodarse en el
marco de la ciencia como sucesos extraordinariamente impro-
bables. Pero si preferimos una explicación de tal guisa cuando
podemos disponer de otra más probable, entonces nos estamos
distanciando de la ciencia en favor de la posición religiosa.
Con todo, puede llegar un día en el futuro en el que tenga-
mos que dar por fracasados todos los experimentos químicos
razonables llevados a la práctica para descubrir un origen pro-
bable de la vida. Además, nuevos indicios geológicos podrían
apuntar a una aparición súbita de la vida en la Tierra. Por úl-
timo, quizás exploremos diversos lugares del Universo sin des-
cubrir en ellos rastro de vida o de procesos que conduzcan a
ella. En estas circunstancias, algunos científicos podrían optar
por la religión a título de respuesta. Otros, sin embargo, entre

— 144 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

los que me incluyo, intentarían apañar las explicaciones cientí-


ficas menos probables, con la esperanza de encontrar una que
fuera más factible que el resto.
Hoy por hoy, estamos muy lejos de esa situación. Todavía
están abiertas innumerables posibilidades no milagrosas, y
pronto las examinaremos. Pero detengámonos un momento a
considerar una última maniobra.
Hay una forma de hacer probable un suceso, por más im-
probable que sea. Sólo se necesita elegir un modelo de Uni-
verso que postule su infinitud. El físico Michael Hart lo ha he-
cho, y escribe: «En un universo infinito, cualquier suceso que
tenga una probabilidad finita —por pequeña que ésta sea— de
producirse en un planeta dado acontecerá inevitablemente en
alguno.»
De este modo, cualquier cosa puede sobrevenir, sea aquí,
sea allá. Claro, nuestro planeta es un lugar donde se inició la
vida.
Es evidente que esta explicación se puede emplear para jus-
tificar cualquier suceso. Ayer por la noche, la Tierra no era
quizá más que un montón revuelto de compuestos químicos.
De repente, nosotros, nuestra memoria, nuestras pertenencias,
nuestra civilización, todo fue creado por una fluctuación alea-
toria. Este suceso también tendría cabida en un universo infi-
nito.
El argumento anterior no se aguantará si todos los indicios
señalan que el Universo es decididamente finito. Pero, aun a
falta de tales indicios, el argumento es inútil: no se puede poner
a prueba y con él no vamos a ninguna parte. Mejor será conti-
nuar y buscar alternativas más satisfactorias.
Si rechazamos la idea de que la vida empezó con la gene-
ración espontánea de una bacteria, o de un organismo de com-
plejidad equiparable, debemos suponer que el primer ser vivo
fue una entidad mucho más simple. Nos encaramos entonces
con una cuestión formidable: ¿Cuál fue la naturaleza de esa en-
tidad?

— 145 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

VI. LA GALLINA O EL HUEVO

Imagine que es usted capitán de un velero que se hunde len-


tamente en medio de una tormenta. Tendrá que aligerarlo si ha
de permanecer a flote. Por desgracia, todo lo manifiestamente
arrojable ya ha sido tirado por la borda. ¿Qué sacrificaría usted:
la vela, las provisiones, la radio, el equipo de señalización o
quizás a uno de los pasajeros? Es una decisión difícil.
Parejo dilema afronta el bioquímico que estudia el origen
de la vida. Como ya hemos visto, los organismos más simples
conocidos son demasiado complejos para formarse espontá-
neamente. El hipotético antepasado común —un organismo
que reuniría las características compartidas por las células vi-
vas actuales— también sería demasiado complejo. El primer
organismo fue mucho más simple.
Para hacer de ese antepasado común el organismo origina-
rio, ¿qué se debería sacrificar: la membrana celular, el sistema
generador de energía, el sistema genético o los catalizadores
vitales? No es de extrañar que exista una fuerte controversia al
respecto. A pesar de todo, se acepta que hay una cosa de la que
no se puede prescindir. Así como el capitán ha de preservar el
casco de su barco, el bioquímico tiene que mantener algún sis-
tema en el organismo que le permita evolucionar y generar vida
más compleja.
La mayoría de los bioquímicos están dispuestos a desha-
cerse del sistema generador de energía y a confiar en la bene-
volencia de la sopa prebiótica. Esta sopa está llamada a realizar
las funciones de una madre mamífera moderna: no sólo ha de
montar un organismo vivo en su seno, sino que tiene que ali-
mentarlo después de darle a luz. Los compuestos químicos de
la sopa habrían servido de comida a los primeros organismos,
proveyendo la energía y las sustancias necesarias para su pos-
terior crecimiento.

— 146 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

La mayoría de los bioquímicos consienten también en pri-


varse de la membrana celular, o en hacer de su adquisición un
acontecimiento secundario en el desarrollo de la vida. Si pres-
cindimos de las puertas proteínicas, la membrana se convierte
simplemente en una barrera que aísla la célula viva del medio
ambiente. Se pueden poner límites a las células de muchas ma-
neras, y tales límites no tienen por qué ser estructuras comple-
jas.
Quizá recuerde usted que Carl Woese proponía como com-
partimientos celulares las gotitas de una nube. Una espuma de
burbujas o el interior de un mineral brindan también comparti-
mientos naturales. Ciertas clases de compuestos orgánicos, por
lo general de elevado peso molecular, pueden agregarse en una
disolución acuosa y formar minúsculas gotitas. Diversos com-
puestos, y no sólo las grasas, pueden mostrar este comporta-
miento. Tales estructuras han recibido el nombre de coacerva-
dos, y fueron estudiadas extensamente por Alexander Oparin y
otros. En un capítulo posterior encontraremos otro tipo de com-
partimiento primitivo: las microesferas de proteína. La forma-
ción de compartimientos no es una empresa difícil, y este pro-
ceso no fue probablemente el más crítico en el origen de la
vida.
Cuando las grasas y los hidratos de carbono han sido arro-
jados por la borda, nos quedan las proteínas y los ácidos nu-
cleicos como candidatos a ingredientes del primer organismo.
A algunos pensadores más prudentes les gustaría conservar
ambos, pero entonces el barco se hundiría irremisiblemente.
Unas y otros son moléculas complejas, que han de tener un ta-
maño considerable para funcionar de manera adecuada. Vere-
mos que es difícil justificar la aparición de cualquiera de estas
moléculas por generación espontánea en la Tierra primitiva. Si
ambas son necesarias, nos hundimos en el mar de la improba-
bilidad.
La mayor parte de los investigadores de este campo están
dispuestos a afrontar tan dolorosa elección. Como se afirma en

— 147 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

el texto de bioquímica de A. L. Lehninger: «¿Quién tuvo pri-


macía en el origen de la vida, las proteínas o los ácidos nuclei-
cos?»
Por supuesto, los ácidos nucleicos son el material heredita-
rio. Contienen el proyecto original del organismo, que pasa de
las células paternas a las hijas. El ADN se duplica durante la
reproducción para proveer una copia a cada hija. El diseño del
ADN, con sus dos cadenas complementarias, lo hace posible.
Sin embargo, el ADN no se puede duplicar por sí solo, pues
precisa la ayuda de las proteínas a lo largo del proceso. Ade-
más, ni el ADN ni el otro ácido nucleico, el ARN, tienen gran
capacidad catalítica. A diferencia de las proteínas, no pueden
hacer que las cosas ocurran. Francis Crick lo resumió muy bien
en life itself: «El ARN y el ADN son las rubias estúpidas del
mundo biomolecular, muy a propósito para la reproducción
(con un poco de ayuda de las proteínas) y bastante inútiles para
casi todo lo que realmente exige trabajo.»
Cualquier insinuación en el sentido de que el ADN y el
ARN pueden hacer algún trabajo es recibida con ilusión por
quienes apoyan la primacía de los ácidos nucleicos. A últimos
de 1982, por ejemplo. Thomas R. Cech, químico de la Colo-
rado State University, y sus colaboradores informaban de que
ciertas moléculas de ARN podían autoorganizarse, es decir, po-
dían redistribuir sus enlaces de modo que unos tramos se sepa-
raban y otros se reunían. Esta redistribución era acelerada por
los enzimas, pero también se desarrollaba a ritmo lento cuando
no había enzimas presentes.
La revista Science daba la noticia bajo el titular «El ARN
puede ser un catalizador», y señalaba que esto podía haber te-
nido importancia para el origen de la vida. Pero el anuncio fue
precipitado, pues la palabra «catalizador» tiene un significado
diferente: describe a aquellas sustancias que modifican otras
moléculas, permaneciendo ellas invariables. Posteriormente,
otros investigadores demostraron que una molécula de ARN
también puede facilitar la reorganización o el empalme de otra
a la manera catalítica.

— 148 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Los efectos demostrados hasta ahora atestiguan la versati-


lidad del ARN como material genético, si bien no justifican el
control de otras clases de moléculas que tan valioso habría sido
en los primeros tiempos de la vida. Dicho control pudo haber
entrado en escena en un momento posterior de la evolución,
cuando se estableció la asociación entre el ADN y el ARN.
Como ya vimos, el ADN de los organismos superiores guarda
mensajes de más («cuñas comerciales») que pasan al ARN,
pero que deben ser retirados antes de emplear la información
para construir proteínas. La capacidad de las moléculas de
ARN para empalmarse sin ayuda ajena habla de lo aptas que
son para esta función particular; sin embargo, poco dice sobre
si los ácidos nucleicos tuvieron primacía en el origen de la vida.
Las proteínas pueden hacer que ocurran realmente cosas en
la célula, pero no sabemos de ningún mecanismo que les per-
mita hacer copias de sí mismas. Al igual que los mulos, pueden
trabajar mucho, pero son estériles. Si priváramos una célula de
su ADN, funcionaría por un tiempo. Los cilios ondularían, los
ribosomas fabricarían proteínas y los azúcares serían converti-
dos en sustancias más simples, desprendiendo energía. No obs-
tante, transcurrido un tiempo, todo se detendría. La célula mo-
riría sin dejar descendientes.
En una célula viva, los genes y los enzimas van de la mano,
son dos sistemas engranados que se apoyan mutuamente.
Cuesta imaginar cómo se las arreglaría cada uno por su cuenta.
Pero, si hemos de evitar toda invocación a un creador o a una
improbabilidad desmesurada, debemos aceptar que uno se pre-
sentó antes que el otro en el origen de la vida. ¿Pero cuál? He-
nos aquí ante el viejo acertijo: ¿Qué fue primero, el huevo o la
gallina? ¿Las proteínas o los ácidos nucleicos?
En la versión bioquímica, la pregunta es nueva: no se re-
monta más allá de Watson y Crick y de nuestro conocimiento
de la estructura y la función del gen. Sin embargo, en lo sus-
tancial, la cuestión es mucho más antigua, y ha desatado apa-
sionamiento y acritud allende las fronteras de la ciencia. En una
primera versión, más general, el interrogante giraba en torno a
si fue el gen o el protoplasma quien tuvo primacía, no sólo en

— 149 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

el origen, sino también en el desarrollo de la vida. En el fondo,


cabe ampliarla más y plantearse quién es más potente a la hora
de modelar los seres vivos, si la herencia o el medio ambiente.
Entraremos en esta discusión analizando un artículo publi-
cado en 1966 por el premio Nobel Hermann J. Muller (1890-
1967) en el American Naturalist, que resume sus puntos de
vista sobre el origen de la vida. Muller fue un científico norte-
americano que descubrió que los rayos X pueden producir mu-
taciones. Fue de los primeros en advertir al público de los efec-
tos adversos de la radiación para la salud, así como un decla-
rado partidario de la mejora de la especie humana mediante eu-
genesia voluntaria. En definitiva, fue uno de los fundadores de
la genética moderna.
No sorprenderá que Muller fuera un paladín de la primacía
del material genético en el origen de la vida. Propuso esta idea
a finales de los años veinte, inspirándose en una teoría anterior
de L. T. Troland. La teoría de Troland sostenía que los enzimas
y los genes eran una misma sustancia (esto fue mucho antes de
Watson y Crick), y que ésta, catalizando su propia reproduc-
ción, era el principal compuesto químico de la vida. Muller
comprendió que las funciones se podían separar, y concedió
más importancia al gen. Remitámonos textualmente a su ar-
tículo de 1966:
Las secuencias específicas del ADN determinan las de las pro-
teínas, y los cambios en aquéllas se traducen en los correspondien-
tes cambios de estas últimas, mientras que la relación inversa no
se da, como tampoco se da, en general, que otros caracteres ad-
quiridos sean hereditarios. Sin duda alguna, esta circunstancia
confiere primacía al material génico [...]. Cabe parafrasear la
«desnuda» definición de ser vivo dada aquí: aquel que posee el
potencial de evolucionar por selección natural (...]. El material
génico también posee esta facultad, y, por consiguiente, ello legi-
tima que lo consideremos material vivo, el representante actual de
la primera vida [...]. Las condiciones primitivas le brindaron sufi-
cientes medios para desarrollar un protoplasma que le sirviera [...].
Así pues, el material génico es quien tiene las propiedades de la
vida.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Las opiniones de Muller no carecen hoy día de defensores,


entre otros el astrónomo Carl Sagan. A principios de los años
cincuenta, Sagan estudiaba en la Universidad de Chicago y
pasó un verano en el laboratorio de Muller en Indiana. Poste-
riormente, ya como graduado, publicó un artículo que reflejaba
puntos de vista similares a los de Muller:
El diseño del organismo está encaminado simplemente a la
multiplicación y supervivencia de los genes [...]. Ahora bien, la
idea que hemos expuesto de la molécula de proto-ADN asociada
con una proteína sugiere claramente la existencia de un primitivo
gen desnudo, de vida libre, situado en un medio de materia orgá-
nica diluida [...]. No existía protoplasma per se para el gen des-
nudo [...]. Con el tiempo, al gen desnudo le resultó de mayor valor
adaptativo controlar el medio ambiente y dejó de estar desnudo.

Sagan ha seguido defendiendo esta posición a lo largo de


su excepcional carrera como autor de libros de astronomía y
ciencia en general. En su serie de televisión, Cosmos, así como
en la obra escrita del mismo título, Sagan situaba el origen de
la vida en la formación de la primera molécula autorreplicante,
considerada como «el antecesor más remoto del ADN, la mo-
lécula fundamental de la vida en la Tierra».
La nominación de un ácido nucleico para el título de pri-
mera entidad viva está en consecuencia con otros avances de
los últimos treinta años que hacen de los ácidos nucleicos las
sustancias más célebres de la ciencia, y las «niñas bonitas» de
los medios de comunicación. Las aventuras del ADN van mu-
cho más allá de la ciencia y llegan a la industria, la política y
la ética.
Por ejemplo, casi a diario nos llegan noticias de las hazañas
del ADN recombinante. Se han desarrollado técnicas que per-
miten que fragmentos del ADN de una especie se inserten en
el de otra, sin perder funcionalidad. Así, las bacterias han acep-
tado genes para la producción de las cadenas de aminoácidos
de la insulina humana. Estos genes no se prepararon en células
humanas, sino en un laboratorio. Las bacterias modificadas,
puestas a trabajar, producen insulina a escala industrial. En
1982, la Food and Drug Administration de Estados Unidos

— 151 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

daba el visto bueno a la comercialización de este producto, al


que seguirán otros muchos.
A medida que progresó el desarrollo de estas técnicas, se
despertaron los temores públicos ante sus peligrosas expectati-
vas. Por ejemplo, preocupaba que una bacteria modificada,
portadora de un gen inductor de cáncer, pudiera escapar y pro-
ducir una epidemia. Y se declaró un compás de espera para
ciertos experimentos mientras no se pudieran garantizar medi-
das de seguridad eficaces.
Con la experiencia y el paso del tiempo, esos temores se
han apaciguado. Pero la calma puede hacerse añicos en un san-
tiamén con los nuevos avances. Ahora se pueden preparar se-
cuencias de ADN originales mediante síntesis en el laboratorio
(«genes de diseñador»). A la larga, no faltarán propuestas para
rediseñar nuestros genes, con lo que se levantará una nueva ola
de controversia. Escribo estas palabras inmediatamente des-
pués de hacerse público el manifiesto de un grupo de clérigos
que se oponen al empleo de estos métodos para alterar la he-
rencia humana. El tema, desde luego, es de los dignos de con-
troversia: el futuro biológico de la raza humana.
El ADN puede emigrar dentro de la célula tanto en circuns-
tancias naturales como artificiales. Los segmentos de ADN que
pueden trasladarse de un lugar a otro han recibido el nombre
de «genes saltadores». Las migraciones de material genético
entre el núcleo, las mitocondrias y los cloroplastos han condu-
cido al término de «ADN promiscuo». El comportamiento de
esta traviesa molécula en otras circunstancias ha merecido ca-
lificativos adicionales: ADN esquelético, ADN parásito, ADN
muerto, ADN ignorante, ADN egoísta.
Este último término fue aplicado por Francis Crick y Leslie
Orgel a ciertas secuencias de ADN que no tienen función de
por sí, pero que se han entrometido en las secuencias operativas
de tal modo que a la célula le resulta demasiado caro (en ener-
gía) el extraerlas, y por tanto se perpetúan como un parásito
molecular en el ADN útil.

— 152 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Richard Dawkins, en El gen egoísta1, ha aplicado asimismo


el término egoísta al ADN en un sentido más general. Atribuye
a éste un papel estelar en el desarrollo de la vida; lo demás fun-
ciona meramente como un medio de garantizar la superviven-
cia y la propagación del ADN. Desde esta perspectiva, el
cuerpo del elefante no es más que una elaborada máquina
ideada por el ADN elefantino para asegurar su propia perpe-
tuación.
La elevación de los ácidos nucleicos a su actual posición de
preeminencia y poder representa un auténtico caso a lo Horacio
Alger, la clásica historia a escala molecular del pobre que llega
a rico. Sus orígenes fueron verdaderamente humildes.
Se aisló por vez primera un ácido nucleico en el laboratorio
de un químico suizo, Friedrich Miescher, en 1869. La fuente
era bastante repugnante: vendajes quirúrgicos. El descubri-
miento fue acogido con escepticismo; el mentor de Miescher,
E. F. Hoppe-Seyler, insistió en repetir personalmente el análi-
sis antes de dar su conformidad para que se publicaran los re-
sultados.
El anonimato durante toda su vida y bastante después de su
muerte fue la recompensa que obtuvo Miescher por su hazaña.
Con ocasión del centenario del descubrimiento de Miescher, en
1969, el bioquímico Erwin Chargaff escribía:
Me gustaría empezar este ensayo con un personaje de los que
han pasado sin hacer ruido, Friedrich Miescher, quien hace cien
años, en 1869, descubría los ácidos nucleicos en algún lugar entre
Tübingen y Basel. Como era de esperar, en su época nadie prestó
ninguna atención a este descubrimiento. Todavía no estaba en
marcha esa gigantesca maquinaria publicitaria que hoy día acom-
paña con enorme fanfarria incluso el más mínimo movimiento en
el tablero de ajedrez de la naturaleza. Hubieron de pasar setenta y
cinco años antes de que se empezara a apreciar la importancia del
descubrimiento de Miescher. El propio Miescher —y esto se des-
prende claramente de su correspondencia y del tono de sus conci-
sos artículos— sí que era consciente de la importancia de sus ob-
servaciones. No consiguió, sin embargo, causar mucha impresión

1 Publicado también en esta misma colección.

— 153 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en su época; cuán poco eco tuvo quizá pueda deducirse del hecho
de que, aun hoy día, la mejor historia de las ciencias naturales (pu-
blicada en 1961), en el volumen dedicado al siglo XIX cite el
nombre de Darwin 31 veces, el de Huxley 14, y ni una sola vez el
de Miescher. Hay personas que parecen haber nacido para pasar
desapercibidas.

Irónicamente, el propio Chargaff había hecho al comienzo


de su carrera un descubrimiento fundamental, pero infravalo-
rado, acerca de la composición del ADN, que resultó crucial
para la teoría de Crick y Watson.
Los ácidos nucleicos, como su descubridor, permanecieron
en una relativa oscuridad hasta mucho después de 1869. Aun-
que se sabía que estaban presentes en el núcleo celular, no es-
taba clara su función. La mayoría de los bioquímicos se incli-
naban a creer que, si existía un compuesto químico portador de
los caracteres hereditarios, lo más probable es que fuera una
proteína. Así y todo, hace más de medio siglo que un reducido
número de heroicos químicos se entregó de lleno a la tarea de
determinar la estructura de los ácidos nucleicos.
Los califico de heroicos porque las propiedades de los áci-
dos nucleicos son odiosas para determinar su estructura en
comparación con otros compuestos químicos de semejante
complejidad. Los ácidos nucleicos no se destilan, no forman
cristales, y tampoco se disuelven en los disolventes al uso,
como el benceno. Trabajar con ellos requirió el empleo de téc-
nicas laboriosas e indirectas.
Sin embargo, el obsesivo empeño de los químicos devengó
finalmente buenos dividendos; en los años cuarenta y comien-
zos de los cincuenta, Alexander Todd y sus colaboradores en
la Universidad de Cambridge daban los toques finales a los
fundamentos de la química de los ácidos nucleicos. El mo-
mento y el lugar estaban bien elegidos: Crick y Watson tenían
el escenario a punto.
Tiempo antes se habían percibido indicios de la futura im-
portancia del ADN. En 1944, Oswald Avery, junto con sus co-
legas Colin McLeod y Maclyn McCarty, publicaban un resul-
tado inesperado. Cabía alterar la herencia de ciertas bacterias

— 154 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

afines. Este experimento, que tuvo poca repercusión inmediata,


terminó por dejar una huella profunda. Por esa época se identi-
ficaban los virus como entidades infectivas, compuestas única-
mente de ácido nucleico y proteína. Alfred N. Hershey y
Martha Chase demostraban, en 1952, que era el ADN, y no la
proteína, el portador de la información de la herencia.
La estructura en doble hélice se publicó en 1953; una dé-
cada después se descifraba el código genético, y la era del ADN
recombinante comenzó a principios de los años setenta. Desde
entonces se han descubierto otros muchos detalles de la fun-
ción de los ácidos nucleicos y las proteínas, de modo que ac-
tualmente sabemos mucho de la base química de la herencia.
Sin embargo, estos espectaculares avances no fueron bien
acogidos en todas partes; en particular, tuvieron una recepción
bastante desagradable en la Unión Soviética. Con este tema
volvemos a la controversia gen-protoplasma y al problema del
origen de la vida. Una vez más citaremos el artículo de H. J.
Muller publicado en 1966 en el American Naturalist:
Es un anacronismo curioso [...] el hecho de que, aun hoy día,
algunos de los biólogos y bioquímicos más eminentes que realizan
trabajos muy valiosos en sus respectivos campos se adhieran a
este punto de vista y a su corolario sobre el origen de la vida. Des-
graciadamente, dicha opinión ha recibido mucha publicidad y ha
sido muy elaborada —empezando en los años treinta con el lysen-
kiano Oparin en su libro El origen de la vida— como parte de un
intento de quitar importancia a la genética. Su participación [la de
Oparin] en tal intento fue muy sutil.

Ya nos hemos cruzado con Oparin en páginas anteriores (y


nos lo volveremos a encontrar), pero no con Lysenko. Además,
la profunda antipatía de la declaración precedente trasciende el
desacuerdo puramente científico y racional. Para entender me-
jor todo este asunto, hemos de conocer más a fondo la vida de
H. J. Muller.
Neoyorquino de cuna, nació en 1890 y obtuvo los títulos de
licenciado y graduado en la Universidad de Columbia. Mien-
tras estuvo allí, participó en la investigación desarrollada por
el grupo encabezado por Thomas Hunt Morgan. Trabajaban

— 155 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

con la mosca de la fruta Drosophila, que resultó ser un vehículo


ideal para explorar los principios básicos de la genética. Las
primeras investigaciones del mecanismo de la herencia las ha-
bía realizado un monje austríaco, Gregor Mendel, cuarenta
años antes, pero luego cayeron en el olvido. Tras el redescubri-
miento de Mendel, el grupo de Morgan llevó a cabo los sobre-
salientes estudios que identificaron la función de los genes y
los cromosomas.
El propio Muller realizó su valiosísima aportación mientras
estuvo en la Universidad de Texas, entre 1920 y 1932. Durante
ese período, descubrió los efectos mutágenos de los rayos X.
Fue elegido miembro de la Academia Nacional de Ciencias de
EE.UU. en 1931. Sin embargo, tuvo conflictos con sus colegas;
y a eso hay que añadir un fracaso matrimonial y una creciente
insatisfacción por las condiciones sociales de Estados Unidos,
en particular durante la depresión, Su ideología, de recio cariz
socialista, le llevó finalmente a dejar este país.
Muller se trasladó en 1932 al Instituto Kaiser Guillermo de
Berlín, justo para ver cómo Hitler se hacía con el poder. Reci-
bió entonces una invitación del celebrado genetista soviético
Nikolai I. Vavilov para ocupar la dirección de un laboratorio
de genética en la URSS. Muller aceptó, pero la alegría que
pudo sentir por la unión de sus intereses científicos y sus con-
vicciones políticas fue bien efímera, pues por entonces Trofim
D. Lysenko tomó el poder de la biología soviética.
Lysenko era esencialmente un reformador agrícola que de-
fendía las ideas de un inculto criador de árboles frutales, Ivan
V. Michurin. En resumen. Lysenko creía en la herencia de los
caracteres adquiridos y negaba la importancia —e incluso la
existencia— de los genes y los cromosomas como unidades de
la herencia. Según cita el relato del disidente soviético Zhores
A. Medvedev, Lysenko afirmaba: «La base de la herencia no
radica en ninguna sustancia autorreproductora especial. La
base de la herencia es la célula, que se desarrolla y convierte
en un organismo. En esta célula, los diferentes orgánulos tienen
un significado distinto, pero no existe un solo fragmento que
no esté sujeto al desarrollo evolutivo.»

— 156 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Esta versión lysenkiana de la herencia, que recibió el nom-


bre de michurinismo, chocaba frontalmente con la perspectiva
mendelo-morganiana del gen, que era tenida por ciencia bur-
guesa y metafísica. Estas conclusiones no se desprendían de
una cuidadosa ponderación de los testimonios experimentales,
sino más bien de la visión que tenía Lysenko de las necesidades
ideológicas del Estado.
Las ideas michurinistas cayeron en gracia en la URSS, por-
que armonizaban bien con la teoría filosófica predominante del
comunismo: el materialismo dialéctico. El principal caballo de
batalla de esta filosofía es el desarrollo de las sociedades, las
fuerzas históricas, la lucha de clases y otros asuntos que no tie-
nen por qué ocuparnos aquí. Friedrich Engels, uno de los dos
padres novecentistas del socialismo (Karl Marx fue el otro),
había mostrado tanto interés por el desarrollo de la vida como
por la evolución de las sociedades. Engels había escrito: «La
vida es el modo de existencia de las sustancias albuminoideas,
y este modo de existencia consiste esencialmente en la autorre-
novación constante de los constituyentes químicos de estas sus-
tancias mediante nutrición y excreción.» El término «albumi-
noidea», en su sentido más general, alude simplemente a las
proteínas solubles en agua. Una forma notable es la ovoalbú-
mina, una sustancia de la clara de huevo que sirve de nutriente
al embrión de pollo en desarrollo.
Sea como fuere, Engels creía que la vida y la humanidad
eran el resultado de una evolución continua de la materia, y el
origen de la vida sólo un peldaño en la larga escalera del desa-
rrollo. En un nivel mucho más alto, el mismo proceso evolutivo
llevaría a las sociedades al socialismo.
Una extensión plausible de estos conceptos era la idea de
que el medio ambiente modela la herencia. E. A. Carlson, bió-
grafo de Muller, precisó claramente la relación. El Estado so-
cialista había introducido cambios radicales en la alfabetiza-
ción, el empleo y otras áreas sociales. ¿Por qué no habría de
poder influir en los males hereditarios, como el retraso mental
y otras enfermedades? Parecía razonable suponer que se podría

— 157 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

producir un tipo humano superior por medio de un ambiente


mejorado.
De este modo, el desarrollo inevitable de la vida se conver-
tía en un tema de la filosofía marxista. El materialismo dialéc-
tico rechazó por igual el idealismo (nombre de la escuela filo-
sófica que hace hincapié en la función de los valores espiritua-
les en la existencia) y el mecanicismo. Se aplicó este último
término a toda creencia en la generación espontánea, en la par-
ticipación del azar en el origen y desarrollo de la vida, o en la
idea de que las propiedades superiores de la materia se podían
deducir directamente a partir de las leyes básicas de la física y
la química. El materialismo dialéctico sostenía que entraban en
juego nuevas leyes —biológicas, sociales o lo que fueran— a
medida que la materia alcanzaba cotas superiores de desarrollo.
El principal interés del grupo de Lysenko no se centraba en
las cuestiones bioquímicas, sino simplemente en la mejora de
los métodos agrícolas. Creían que el remojo de las semillas
(«vemalización») podía convertir el trigo de invierno en trigo
de primavera, y que con métodos similares se podían transmu-
tar otras especies. Tenían la esperanza de que su nueva biología
revolucionara la agricultura. A la postre, fracasaron porque sus
métodos no funcionaban, así de sencillo. Pero en el intento ani-
quilaron la genética soviética durante una generación, en una
campaña que produjo «treinta y cinco años de brutal irraciona-
lidad» (según el especialista soviético David Joravsky).
H. J. Muller se encontró con que había instalado su labora-
torio en plena trayectoria de esta oleada de estupidez. Él y sus
colegas eran defensores de la teoría del gen. El nombre de su
primer mentor, Morgan, se había convertido en sinónimo de
decadencia burguesa. En 1934, antes de que la nueva ideología
tomara cuerpo.
Muller intentó relacionar la teoría cromosómica con el ma-
terialismo dialéctico (de lo cual se retractó a posteriori). La
cosa no funcionó.
Personalmente, Muller consideraba que Lysenko era un far-
sante y un bandido. En una conferencia celebrada en la Unión
Soviética en 1936, defendió la teoría del gen y se opuso al

— 158 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

punto de vista de Lysenko. Advirtió que las ideas de éste deri-


vaban en último término de las del filósofo francés Jean Bap-
tiste de Lamark. La teoría de la herencia de los caracteres ad-
quiridos, el lamarquismo, había caído en descrédito merced a
diversos estudios experimentales. Por ejemplo, August Weis-
mann —un biólogo alemán del siglo XIX— había amputado la
cola a centenares de ratones durante cinco generaciones, con el
resultado de que toda la progenie desarrolló colas normales, ni
siquiera más cortas.
Además de señalar la relación de las ideas lysenkianas con
las de Lamarck, Muller afirmó que las opiniones de Lysenko
eran una base lógica para el racismo y el fascismo. Esto arrancó
el aplauso de los delegados universitarios, pero, claro está, no
mereció la aprobación de los atacados. Con el paso del tiempo,
Muller y sus colaboradores fueron objeto de un hostigamiento
creciente. Finalmente, Muller tuvo que dejar la Unión Sovié-
tica. Participó como voluntario en la guerra civil española, y
sólo volvió a Moscú para hacer las maletas. Anduvo de nómada
universitario por un tiempo, hasta que finalmente consiguió un
puesto en la Universidad de Indiana, en 1945. Al año siguiente
era galardonado con el premio Nobel.
El valedor y amigo soviético de Muller, Vavilov, tuvo un
destino menos grato. Se convirtió en líder del grupo de oposi-
ción a Lysenko. En 1940 fue detenido y condenado a prisión.
Según Medvedev, Vavilov sufrió malos tratos en la cárcel y
murió en Siberia.
Lysenko no llegó a la cima de su poder hasta 1948, tras una
reunión en la que cinco genetistas que se le habían opuesto se
retractaron y cambiaron de opinión. En palabras de Medvedev,
los partidarios de Lysenko «se apropiaron vorazmente de gra-
dos, empleos, títulos científicos, premios, salarios, medallas,
órdenes, tratamientos honoríficos, apartamentos, casas de ve-
raneo y automóviles particulares. No se conformaron precisa-
mente con la munificencia de la naturaleza.»
Muller había guardado silencio desde que dejara la URSS,
para no poner en peligro a los colegas y compañeros que que-
daron allí. Pero en 1948 dimitió como miembro de la Academia

— 159 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de Ciencias de la URSS y denunció el lysenkismo. La Acade-


mia anunció sin pesar la marcha «del que fuera uno de sus
miembros, que traicionó los intereses de la verdadera ciencia y
se pasó abiertamente al campo de los enemigos del progreso y
la ciencia, de la paz y la democracia».
Como ya hemos visto, el período que siguió a la Segunda
Guerra Mundial fue la época de la ascensión de la biología mo-
lecular. Sin embargo, la estrella de Lysenko refulgió y se apagó
con los avalares políticos, no con los científicos. Uno de los
puntales de su poder era el apoyo de Josef Stalin. A la muerte
de éste, en 1953, Lysenko recibió duros ataques, y en 1955 se
vio obligado a dimitir de ciertos cargos. Pero cobró nuevos
bríos con la subida de Nikita Kruschov al poder, y sólo perdió
influencia tras el extrañamiento del dirigente soviético en
1964.
Durante el último período de poder del grupo de Lysenko,
la retórica usada en defensa de sus puntos de vista científicos
cobró el mismo tono que, por lo general, acompaña las decla-
raciones políticas soviéticas. Para elegir ejemplos, recurrire-
mos nuevamente a Zhores Medvedev. Podemos empezar con
una referencia a Olga Lepshinskaia, bióloga celular cuyo tra-
bajo sobre la generación espontánea citaremos dentro de unas
pocas páginas. En 1951, Lepeshinskaia escribía lo siguiente:
En nuestro país ya no hay clases sociales hostiles entre sí. Sin
embargo, la lucha de los idealistas contra los materialistas dialéc-
ticos tiene todavía el carácter de una lucha de clases. Y, en reali-
dad, los seguidores de Virchow, Weismann. Mendel y Morgan, al
hablar de la inmutabilidad del gen y negar el efecto del medio am-
biente, se convierten en portavoces de las ideas pseudocientíficas
de los eugenistas burgueses y de las diversas desviaciones de la
genética que proveen fundamento a la teoría racista del fascismo
en los países capitalistas. La Segunda Guerra Mundial fue desen-
cadenada por fuerzas imperialistas en cuyo arsenal se incluía tam-
bién el racismo.

— 160 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Ya conocemos a Weismann, Mendel y Morgan. Rudolf


Virchow fue un patólogo del siglo XIX que estudió las enfer-
medades a escala celular, y no sé a ciencia cierta qué logro par-
ticular le llevó a encabezar la lista anterior.
Los progresos de la genética que siguieron a la teoría de
Crick y Watson no modificaron las opiniones de Lysenko y sus
partidarios. Citaremos como ejemplo un artículo de N. M. Si-
sakhan publicado en 1954, y posterior por tanto a las publica-
ciones de Crick y Watson.
En el pasado, para explicar el hipermaterialismo de los fenó-
menos vivos, el vitalismo propuso el concepto de entelequia o
fuerza vital. Su versión actual, bajo la capa del morganismo, re-
curre a genes, códigos y moldes para no perder su faz científica.
Pero, como sabemos, el cambio de terminología no modifica la
sustancia. Y, en sustancia, entelequia, moléculas moldeadoras,
fuerza vital y genoma son sinónimos. Sean cuales fueren las es-
tratagemas que empleen los morganistas, no pueden negar que su
único propósito al hacer juegos malabares con la nueva termino-
logía es ocultar la esencia idealista de su doctrina y cubrir ese pa-
tente idealismo con una salsa científica.

En 1962, a medida que se iban descifrando los detalles del


código genético, un artículo de K. Y. Kostrinkova recogía la
siguiente afirmación: «La hipotética conexión de las abstrac-
ciones hueras [de la teoría del gen] con substratos específicos
—cromosomas y ADN— tenidos por “vectores materiales de
la herencia” no dota de contenido material a dichas abstraccio-
nes, del mismo modo que la deificación supersticiosa de los
objetos no vuelve materialista la superstición.» En 1963, el
propio Lysenko seguía empeñado en negar la existencia de una
sustancia hereditaria o la función del ADN en la herencia.
Declaraciones de esta índole no se acompañaban de una crí-
tica científica de las teorías que combatían. Nada de análisis
detallados de experimentos concretos, nada de referencias a de-
fectos metodológicos o lógicos. Para colmo, no realizaban in-
vestigaciones bioquímicas comparables que llevaran a conclu-
siones opuestas. En palabras de Medvedev: «La actividad bá-
sica de los seguidores de Lysenko en el campo teórico estriba

— 161 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en la desinformación y la crítica, y, como antes, consideran que


su principal servicio es la lucha contra sus oponentes.» En to-
das sus críticas tachaban las opiniones de los contrarios de su-
perstición, o, en otras palabras, de falsa religión. Por su parte,
basaban sus puntos de vista sobre la herencia en los principios
del materialismo dialéctico, que provenía de las ideas de En-
gels y Marx. En resumen, ellos detentaban la religión verda-
dera.
El paralelismo con la controversia creacionista, que exami-
naremos en el próximo capítulo, es muy estrecho. En uno y otro
caso, un gran conjunto de datos científicos perfectamente do-
cumentados y las conclusiones que se desprenden de ellos se
ven desautorizados bajo el calificativo de religión. Los adver-
sarios de estas conclusiones tienen pocos o ningún dato válido,
pues sus opiniones proceden esencialmente de la religión o el
mito. A pesar de todo, prefieren reservarse el término «ciencia»
para ellos. Una diferencia importante entre los dos casos es que
los lysenkistas contaban con el pleno apoyo de un Estado tota-
litario.
A la caída de Lysenko, la genética soviética se recuperó
gradualmente y se reincorporó al mundo moderno, si bien el
propio Lysenko retuvo sus títulos y fue muy libre de abogar
por sus opiniones hasta su muerte en 1976. Sin embargo, a par-
tir de 1964 se pudo pronunciar otra vez el nombre de Mendel
con respeto. Hacia 1969, el genetista N. P. Dubinin describía
las mutaciones en función de los principios dialécticos. Así, la
metodología se pudo adaptar a las cambiantes circunstancias.
En un artículo aparecido en Nature en 1983, un vicepresi-
dente de la Academia de Ciencias Soviética hacía una valora-
ción positiva de la biotecnología soviética. En una década, los
científicos de la URSS se han dado cuenta de las posibilidades
de las nuevas técnicas y las han utilizado para producir insulina
y hormona del crecimiento humana en bacterias modificadas.
Un objetivo prioritario era la manipulación de los genes de las
plantas para incrementar la producción de alimentos.
Es irónico que las mismas metas de Lysenko —la conver-
sión de especies y el mejoramiento de la producción agrícola—

— 162 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

se hayan podido abordar mejor con los métodos del campo que
él desdeñaba y que a su juicio contradecía el dogma socialista.
A la larga, estos métodos pueden incluso resultar aplicables al
ideal socialista por excelencia: el perfeccionamiento de la pro-
pia humanidad.
Con todo esto, nos hemos alejado del tema del origen de la
vida, y es momento de volver a él. En particular, deseamos co-
nocer la carrera de Alexander I. Oparin (1894-1980), que vivió
todos esos tiempos difíciles en la Unión Soviética.
Oparin fue un contribuyente clave para el paradigma mo-
derno del origen de la vida. Hemos considerado algunas de sus
ideas en relación con la hipótesis Oparin-Haldane y la función
de los coacervados. En una necrológica publicada en Transac-
tion in BiologicaI Sciences, se le calificaba de «líder recono-
cido de la comunidad internacional de científicos que estudia
el origen de la vida». Fue el primer presidente de la Sociedad
Internacional para el Estudio del Origen de la Vida. También
fue honrado en su país: durante muchos años fue director del
Instituto de Bioquímica de la Academia de las Ciencias de la
URSS, recibió la orden de Lenin, fue nombrado Héroe del Tra-
bajo Socialista y recibió otras distinciones. Aunque no hablaba
inglés, causó buena impresión en sus visitas al extranjero; la
necrológica mencionada con anterioridad prestaba tributo a su
cordialidad con los colegas extranjeros y a su extraordinaria
hospitalidad.
Las opiniones de Oparin sobre el origen de la vida vieron
la luz en una conferencia ante la Sociedad Botánica de Moscú,
en 1922, y aparecieron publicadas en 1924. Tuvieron poca re-
sonancia por entonces. John B. S. Haldane desconocía el tra-
bajo de Oparin y publicó ideas similares en 1929. En una
reunión celebrada en 1963, Haldane reconoció cortésmente la
prioridad de Oparin: «No dudo de que el profesor Oparin me
ha precedido. Me avergüenza no haber leído su trabajo ante-
rior, de modo que yo no sabía [...] que había poco de valor en
mi articulito que no se pudiera encontrar en sus libros [...] No
hay problema alguno de prioridad, aunque acaso sí de plagio.»

— 163 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

En 1936, Oparin publicó un libro en el que expuso de un


modo mucho más completo sus teorías. Este libro fue traducido
al inglés en 1938 y le mereció fama internacional. Pero había
diferencias significativas entre esta obra y la anterior. Ambas
aducían el carácter reductor de la Tierra primitiva, lo que ha-
bría permitido la síntesis mediante reacciones químicas co-
rrientes en un mar de compuestos orgánicos (la «sopa diluida y
caliente» de Haldane). Ambas versiones imaginaban la vida
emergiendo de esta sopa: los organismos iniciales que se ha-
brían desarrollado en ella la emplearían como alimento durante
un tiempo. (El punto de vista más aceptado anteriormente era
que los primeros organismos fabricaban sus propias sustancias
orgánicas.)
Pero, ¿cómo aconteció este paso excepcional de sopa a ser
vivo? Oparin, en su posición original, creía que se produjo me-
diante procesos aleatorios: «Es imposible, increíble, suponer
que en el transcurso de los muchos centenares o incluso miles
de años de existencia del globo terráqueo no se hayan dado por
azar en algún punto del mismo las condiciones que llevarían a
la formación de un gel en una disolución coloidal.» Oparin
equiparaba esta última estructura con el primer sistema vivo
primitivo, que más tarde bautizó con el término «coacervado».
Si ampliamos un tanto la escala temporal, este planteamiento
es en esencia el mismo que el expuesto tiempo después por
George Wald: la generación espontánea. Pero en el libro de
1936 y en trabajos posteriores, Oparin recalcó un mecanismo
diferente: la evolución química gradual, ineluctable. Este punto
de vista concordaba plenamente con las ideas marxistas al uso
sobre la herencia.
Según el informe de David Joravsky, en la obra de 1924 no
había «ni un hálito de marxismo, consciente o inconsciente».
(En los años veinte, los biólogos marxistas no contemplaban el
origen de la vida como un tema que les distinguiera de sus igua-
les no marxistas.) Pero «en los años treinta, cuando se impuso
el credo marxista a la intelectualidad soviética, Oparin se con-
virtió en uno de sus defensores más activos. Empezó por afir-
mar que Engels fue uno de los precursores de su aproximación

— 164 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

al origen de la vida [...]. Modificó sus hipótesis sobre el origen


de la vida para adecuarlas al credo lysenkiano, suprimiendo
toda consideración sobre el origen de los sistemas genéticos».
Para ser justos, he de señalar que las ideas ulteriores de
Oparin no se debieron probablemente a conveniencia política,
sino a convicción propia, pues llegó a ellas antes de que fuera
necesario hacerlo así, y las defendió hasta su muerte, mucho
después de la caída de Lysenko. ¿Cuáles eran estas ideas? Ci-
taremos sus palabras:
Según la perspectiva del materialismo dialéctico, la materia
está en constante movimiento y pasa por una serie de estadios
de desarrollo. En el curso de este progreso, surgen formas nue-
vas, más complejas, más evolucionadas, formas que tienen pro-
piedades nuevas que no tenían las preexistentes [...]. Hoy día
se han alejado del primer plano las leyes biológicas, y las del
desarrollo de la sociedad humana empiezan a desempeñar un
papel importante en el ulterior progreso.
A partir de 1936, Oparin niega la generación espontánea,
afirmando que era inconcebible que «pudieran aparecer entida-
des vivas en un lapso de tiempo muy breve a partir de disolu-
ciones desorganizadas de sustancias orgánicas». Por este mo-
tivo, rechazaba la idea del gen desnudo, la aparición repentina
de una molécula bien adaptada a su función. Rechazaba que la
vida pudiera ser inherente a una molécula individual de pro-
teína o ácido nucleico, mientras el resto del protoplasma hacía
de simple medio inerte. Comparaba a menudo estas ideas con
las del filósofo griego Empédocles, quien creía que los seres
vivos habían aparecido por desarrollo independiente de los dis-
tintos órganos —brazos, ojos, oídos, y así sucesivamente—,
que luego se unieron.
Estas ideas bastaron para garantizarle la supervivencia du-
rante el período lysenkiano. No obstante, sus servicios a dicha
causa superaron este mínimo necesario. En palabras de Jo-
ravsky, «Oparin fue el único biólogo realmente ilustre que
prestó un fuerte apoyo al lysenkismo». Medvedev es muy crí-
tico con el papel desempeñado por Oparin, afirmando que per-
dió el tino al elogiar a Stalin como «inspirador de la biología

— 165 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

progresista». «Según Oparin, fue Stalin, antes que Lysenko,


quien afirmó que los caracteres adquiridos son hereditarios, y
fueron precisamente estos “destellos del genio de Stalin” los
que inspiraron a los michurinistas en su batalla contra el neo-
darwinismo como perversión idealista de la biología.»
Durante el período 1948-1955, Oparin fue director de la
Sección de Biología de la Academia de Ciencias, y ejerció
cierta influencia en la provisión de importantes vacantes. Med-
vedev comenta el caso de D. A. Sabinen, importante fisiólogo
vegetal que había caído en desgracia. Sabinen fue rechazado,
pero al cabo de años de esfuerzo se labró una nueva candida-
tura. «Pero Oparin, que a la sazón encabezaba la sección de
biología de la Academia y lisonjeaba a Lysenko por todos los
medios posibles, se negó de pleno a aprobar el nombramiento
de Sabinen, que se convirtió una vez más en un paria.» Final-
mente, el pobre hombre se pegó un tiro.
En 1950, Oparin se alía con Lysenko para apoyar la conce-
sión del premio Stalin a Olga Lepeshinskaia. Loren Graham,
historiador de la ciencia soviética, la describe como «una bió-
loga mediocre, de una talla política impresionante». Había sido
miembro del partido comunista desde los tiempos de su funda-
ción y tenía cierta vinculación personal con Lenin y otros diri-
gentes políticos. Ya hemos catado una muestra de su estilo li-
terario.
Su obra científica contenía afirmaciones del tipo de que po-
día preparar células vivas a partir de medios nutritivos no ce-
lulares, en un período de tiempo tan corto como veinticuatro
horas. Uno de estos preparados incluía la albúmina de la clara
del huevo (por lo visto, tomó las palabras de Engels bastante al
pie de la letra). Medvedev afirma que «tachó al gran Louis Pas-
teur de reaccionario e idealista». Lepeshinskaia «consiguió»
rebatir sus teorías mediante el logro de la generación espontá-
nea en infusiones de heno. Otro descubrimiento de su autoría
fue que los baños de sosa son un buen remedio contra el enve-
jecimiento.

— 166 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Oparin apoyó que se la premiara y elogió sus grandes ser-


vicios a la ciencia. Graham cree que Oparin actuó bajo presio-
nes políticas, pues las opiniones de Lepeshinskaia contradecían
abiertamente las suyas propias. Más adelante, Oparin aban-
donó gradualmente esta posición y entró de nuevo en abierta
discrepancia con la generación espontánea, y por esta razón se
mostró menos reservado en sus críticas a Lepeshinskaia y sus
acólitos.
En 1955 se produjo una rebelión transitoria contra el lysen-
kismo, coincidiendo con el deshielo y la liberación momentá-
neos que siguieron a la muerte de Stalin. Por entonces, según
Medvedev, trescientos científicos soviéticos firmaron una pe-
tición en demanda de la destitución de Lysenko y Oparin de
sus puestos en la Academia de Ciencias, y la petición fue escu-
chada. En la necrológica de Oparin en Transactions in Biolo-
gical Sciences, su paso por este puesto aparece resumido en
una breve frase: «Oparin fue asimismo secretario de la Sección
de Biología de la Academia durante un desdichado período,
1948-1955.»
En este clima se celebró en Moscú, en agosto de 1957, el
Primer Simposio Internacional sobre el Origen de la Vida. Los
primeros años de la década de los cincuenta habían sido testi-
gos de la publicación de la teoría de Crick y Watson y de los
experimentos de Miller y Urey. En su artículo, Miller había re-
conocido estar en deuda con los postulados de Oparin. La idea
de un simposio internacional sobre el origen de la vida se pro-
puso en 1955, en una asamblea de la Unión Internacional de
Bioquímica. Los organizadores de la conferencia creyeron que
la Unión Soviética, «cuyos científicos habían contribuido de
modo considerable a la solución del problema del origen de la
vida», era un lugar apropiado para el encuentro. El momento
también era oportuno, pues se había producido en este campo
«una coyuntura crítica».
La conferencia, presidida por Oparin, brindó un foro para
la expresión de opiniones contrapuestas acerca de cómo se ori-
ginó la vida. Hermann Muller no asistió, pero estaban presentes
varios científicos norteamericanos que compartían su postura

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

sobre el gen vivo, entre ellos Norman Horowitz, biólogo del


California Institute of Technology. Tampoco asistió Lysenko,
aunque sí diversos partidarios suyos. Algunos científicos occi-
dentales se unieron a los soviéticos en la defensa de la idea de
la evolución gradual. Allí estaba también Olga Lepeshinskaia,
que mencionó sus propias investigaciones y citó la definición
de Friedrich Engels sobre la naturaleza de la vida.
El historiador John Farley resumió esta primera gran con-
ferencia sobre el origen de la vida de la manera siguiente: «Tras
las cuestiones aparentemente inocuas que se formulaban, se
abrían profundas diferencias ideológicas y políticas que aso-
maban, grandes y abultadas, en medio de la guerra fría de los
años cincuenta.» Es innegable que estas cuestiones se plantea-
ron, si bien no se hacían necesariamente evidentes. Yo mismo
hacía poco que me había graduado en Harvard y no me enteré
de nada. Recientemente le pregunté a mi amigo Bea Singer,
uno de los asistentes, cuáles fueron sus impresiones. Viajar por
entonces a la Unión Soviética era una novedad, y Bea recor-
daba sólo los incidentes del viaje y no la confrontación política.
Sea como fuere, la conferencia inauguró una serie ininte-
rrumpida de reuniones internacionales sobre el origen de la
vida. La segunda se celebró en Wakulla Springs, Florida, en
octubre de 1963. En ella se encontraron por primera vez Oparin
y John Haldane, el cofundador del paradigma central.
Haldane difería de Oparin en que el origen de la vida no
había sido una preocupación prioritaria de su carrera científica
(se había ganado una merecida reputación como biólogo mate-
mático, genetista y fisiólogo), pero compartía con Oparin la de-
voción por el comunismo. Haldane había hecho suyas las ideas
marxistas en los años treinta y, durante varios años, fue editor
del Daily Worker de Londres. Aunque Haldane apoyaba el par-
tido comunista en muchos temas, se sentía incómodo con el
lysenkismo, sobre todo después de los sucesos de 1948. Al pa-
recer no le gustó el trato dado a los oponentes de Lysenko, pero
también dudaba acerca de la validez de las ideas científicas de
éste. Su biógrafo, Ronald Clark, señalaba que Haldane pidió a
Lysenko detalles experimentales, y que al no recibirlos rompió

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

con el partido. En 1949, escribió: «Soy mendeliano-morga-


nista.»
En los últimos años de su vida (falleció en 1964, un año
después de la conferencia de Florida), Haldane rompió también
con su país de origen, Inglaterra: emigró a la India en 1957 y
adoptó la nacionalidad hindú. Por lo visto, disentir formaba
parte de su naturaleza. La teoría de la «sopa diluida y caliente»
había sido una novedad cuando la propuso, pero cuando años
después ganó aceptación, su desconfianza hacia toda ortodoxia
le llevó a dudar de si podría ser correcta.
Haldane y Oparin, los dos principales cocineros de la sopa
pre- biótica, disentían en cómo surgió la vida en ella. Haldane
era el único marxista que estaba a favor de la generación es-
pontánea. En la conferencia de 1963, ambos reiteraron sus res-
pectivos puntos de vista, con Haldane afirmando que «el orga-
nismo inicial pudo haber consistido en un presunto gen de
ARN que especificaba sólo un enzima».
A pesar de esto, según parece se llevaban bien. Se decidió
que a Oparin lo presentara Haldane, quien afirmó: «Supongo
que a Oparin y a mí se nos puede considerar viejos monumen-
tos de esta rama de la ciencia; sin embargo, existe una diferen-
cia importantísima entre los dos, y es que yo no sé nada serio
al respecto, mientras que el doctor Oparin ha dedicado toda su
vida al tema.»
Hermann Muller quizá se hubiera mostrado menos defe-
rente con Oparin si hubiera estado presente en la conferencia,
pero no pudo asistir a ella a causa de una grave enfermedad.
Tiempo después leyó las actas y observó que sólo un puñado
de asistentes, entre ellos Haldane, había adoptado su postura,
en tanto que el resto se adhirió a la idea opariana de la primacía
del protoplasma.
Este cambio de opinión de muchos científicos de la gene-
ración espontánea de un gen desnudo al gradualismo de Oparin
es uno de los temas centrales del libro Spontaneous generation
from Descartes to Oparin, del historiador John Farley. Como
botón de muestra de este cambio, Farley cita la publicación de

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

un texto muy conocido, obra de John Keosian, bioquímico nor-


teamericano «sin vínculos marxistas conocidos». En este libro,
Keosian escribe: «Desde el punto de vista materialista, el ori-
gen de la vida no fue un accidente remoto; fue el resultado de
la evolución de la materia hacia niveles más y más elevados,
pasando por el inexorable despliegue, a cada nivel, de sus po-
sibilidades intrínsecas para llegar al nivel siguiente.» El propio
Farley concluía en 1974;
Hoy día, la mayoría de los biólogos y bioquímicos parecen
decantarse a favor del modelo evolucionista de Oparin. [...] La
vida no llegó por generación espontánea, es decir, no apareció de
golpe entidad viva funcional alguna —sea ratón, gusano, bacteria
o «molécula viva»— a partir de material sin cualidades vitales. La
vida afloró lentamente como parte de un largo proceso de desa-
rrollo, cuyos estadios fueron todos muy probables en el momento
en que se dieron.

Oparin consiguió sobrepasar el período de Lysenko sin gra-


ves dificultades. Representó un papel doble, de partidario de
Lysenko en casa y de benévolo teórico del origen de la vida en
el mundo occidental. En 1964 maniobró hábilmente hacia una
posición neutral ante una cuestión referente a un nombramiento
de Lysenko. A lo largo de toda su carrera, siempre logró man-
tener una plataforma segura para la propagación de sus ideas
científicas.
Su prudente actitud sobre estos temas queda bien patente
en el relato de una entrevista que le hizo en Moscú, en 1978, el
periodista Harold T. P. Hayes. La entrevista transcurrió en pre-
sencia de un subdirector de la Academia y un traductor. Se le
rogó a Hayes que presentara las preguntas por escrito, y Oparin
decidió responder sólo a algunas. Al término de la entrevista se
sirvió coñac, galletas y bombones, y Hayes recibió la promesa
de una respuesta más extensa por escrito; pero sólo le llegó una
tarjeta de felicitación por Navidad un año después.
Las ideas de Oparin son lo único que sobrevive de la biolo-
gía lysenkiana, y, a diferencia de todo el pensamiento lysen-
kiano restante, aún pueden tener alguna validez. Farley seña-
laba que han cobrado cierto ascendente, pero también hizo

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

apuestas compensatorias. Concluía; «El resultado es el mismo


que se ha abandonado tantas veces con anterioridad, para re-
aparecer simplemente tiempo después bajo otro disfraz. No se
puede decir que se haya escrito el último capítulo de la contro-
versia sobre la generación espontánea.»
Oparin, Muller, Haldane y Lysenko, todos se han ido. El
calor político de la cuestión se ha enfriado y convertido en parte
de la historia, pero las cuestiones científicas permanecen. De
hecho, el desasosiego de Escéptico ha ido a más a lo largo de
este discurso, pues opina que las complicaciones políticas no
tienen nada que ver con la respuesta científica. Cuando Oparin
afirmaba, por ejemplo, que «sólo el materialismo dialéctico ha
dado con el camino del origen de la vida», estaba contribu-
yendo al dogma, no al experimento. La ciencia no avanza me-
diante declaraciones o consensos, sino mediante experimenta-
ción.
El tema del gen desnudo, con el corolario de la generación
espontánea, sigue muy vivo hoy día. Ha sacado nuevas fuerzas
de investigaciones experimentales y tratamientos matemáticos
recientes, y a ellos dedicaremos nuestra atención en el capítulo
siguiente (que raro sería fuera el último de esta historia).

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

VII. EL REPLICADOR ALEATORIO

Los científicos que trabajan en el origen de la vida disienten


en muchos temas. Una importante materia de debate se da entre
los que creen en la evolución química y los que proponen el
gen desnudo, a quienes llamaremos genios desnudos. Como
hemos visto, la disputa ha sobrepasado el ámbito de la ciencia
y ha irrumpido en la política y la filosofía. En este capítulo ex-
pondremos las creencias de los genios desnudos con más deta-
lle.
El mecanismo mejor conocido para incrementar la comple-
jidad de las especies es la selección natural darwiniana. Tal me-
canismo ha servido para guiar la evolución de los primeros or-
ganismos unicelulares hacia la diversidad de seres superiores
—humanos incluidos— que habitan la Tierra de hoy. Si acep-
tamos esta opinión científica, nos queda todavía un misterio:
¿cómo aparecieron las primeras criaturas unicelulares? Son de-
masiado complejas para formarse por generación espontánea
y, por consiguiente, deben de ser también producto de la evo-
lución de seres aún más simples.
El origen de la vida, según un genio desnudo, coincidiría
con la aparición de la primera entidad que tuviera la capacidad
de reproducirse y experimentar mutaciones. Algunas de estas
mutaciones llevarían a la creación de descendientes más aptos
para una supervivencia continuada. Estos supervivientes proli-
ferarían y perpetuarían el proceso de evolución por selección
natural.
Cobra importancia, por tanto, hallar el sistema autorrepro-
ductor —o autorreplicador— más simple posible, pues tal sis-
tema sería el primer ser vivo. En esta búsqueda, los virus son
una clara fuente de inspiración. Están formados por cadenas
relativamente cortas de ácidos nucleicos, envueltas en proteína.
Embotellados y en una estantería, ofrecen el aspecto de un ino-
cuo polvo blanco, apenas diferenciable del azúcar o la sal. Un

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

preparado de virus del mosaico del tabaco, por ejemplo, puede


permanecer en un bote durante meses o años sin causar daño
alguno. Pero cuando se aplica una porción de este polvo a las
hojas de una planta de tabaco, las hojas de la planta se llenan
de lesiones moteadas a consecuencia de la acción de los virus,
que se multiplican en sus células.
Para apreciar cómo se relacionan los virus con otros orga-
nismos vivos en tamaño y complejidad, subamos de nuevo a
nuestro imaginario ascensor de magnitudes. Nos trasladaremos
al piso −6, donde las bacterias comunes tienen más o menos
nuestro tamaño y los átomos apenas se ven. A esta escala, el
tamaño de los virus va desde los tan pequeños como una mo-
neda de peseta hasta los tan grandes como nuestro antebrazo.
Unos son redondos, otros más cilíndricos, y los hay con formas
mucho más complicadas. Prestaremos atención a uno de los
mayores, el llamado T2, parecido a una cápsula lunar de ju-
guete. Tiene una cabeza hexagonal, un cuello complejo y seis
largas patas articuladas, todo ello compuesto de proteínas (se
utilizan más de cincuenta distintas en la construcción de esta
estructura). En el interior de la cabeza se esconde un fragmento
de ADN que almacena la información genética. El T2 es com-
plejo para lo que son los virus, y contiene más de 100.000 nu-
cleótidos en cada cadena de ADN. Los virus son parásitos y
producen enfermedades en el ser humano que van desde el res-
friado vulgar hasta el cáncer; no obstante, el que nos ocupa no
se interesa por nosotros, sino que escoge bacterias como vícti-
mas.
El ciclo biológico del T2 se desarrolla como sigue. Aterriza
con sus patas en la superficie de una bacteria y se «sienta» para
poner el extremo del cuello en contacto con esta superficie.
Acto seguido, inyecta su ADN en la bacteria a través del cuello.
Este ADN pone en marcha de inmediato la producción de mo-
léculas de ARN y proteínas, utilizando para ello ribosomas, en-
zimas y diversas subunidades bacterianas. Uno de los enzimas
sintetizados destruye el ADN de la bacteria. El ADN del T2 se
hace cargo de la célula y la convierte en una cadena de montaje
para la producción de ADN y proteínas destinados a formar

— 173 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

más partículas víricas T2. Transcurrido un tiempo, la bacteria


estalla y se liberan al medio multitud de virus nuevos en busca
de víctimas frescas.
En el ciclo biológico del T2, el ácido nucleico es el ingre-
diente esencial del virus, mientras que la cubierta proteínica
sirve de protección y vehículo de transporte del ácido nucleico
de una víctima a otra, actuando como una combinación de
abrigo y automóvil.
Hay virus muchísimo más sencillos que el T2. Entre los
más pequeños los hay que usan ARN, no ADN, como material
genético. Por lo general, las moléculas de ARN son mucho más
cortas que las de ADN, pero comparten la misma capacidad de
formar dobles hélices, almacenar información y hacer copias
de sí mismas.
De especial interés para nosotros es el Qβ, que como el T2
es un parásito de bacterias. El Qβ tiene como material genético
una única hebra de ARN con unos 4.500 nucleótidos. (Un ácido
nucleico no tiene por qué ser siempre una doble hélice, aunque
debe adoptar esta forma cuando está siendo copiado.) A causa
de la brevedad de su ácido nucleico, el virus Qβ sólo puede
codificar (guardar instrucciones para) unas pocas proteínas; así
pues, no puede proveerse de una cubierta compleja, del estilo
de la del T2, sino que debe conformarse con una mucho más
humilde, compuesta de una sola clase de proteína repetida mu-
chas veces.
Aún hay moléculas de ARN más pequeñas, capaces de re-
producirse. Unas, los viroides, son trozos de ARN circular, de
una sola hebra, con escasos centenares de nucleótidos. Los vi-
roides están desnudos, pues sus rígidos bastoncitos de ARN
van desprovistos de cubierta proteínica. No obstante, no pode-
mos llamarlos genes, ya que su ácido nucleico no parece codi-
ficar proteína alguna. Pero es igual, los viroides pueden multi-
plicarse en ciertas plantas y producir enfermedades. En una
ocasión vi diapositivas de una plantación de palmeras arrui-
nada por una enfermedad llamada cadang-cadang, producida
por un viroide, y me espantó pensar que todo aquel desperfecto
lo había provocado un agente replicador de tamaño tan ínfimo.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

En el piso −6 del ascensor de magnitudes, un viroide no sería


mayor que un dedo.
Existen ciertas moléculas de ARN con capacidad de repli-
cación aún más pequeñas que los viroides. No se presentan de
manera natural, sino que se originan a partir de virus Qβ en
experimentos que vienen a ser un modelo de evolución darwi-
niana en tubo de ensayo.
Durante la replicación, se copia ARN del Qβ para producir
más ARN de Qβ. Las bacterias contienen unos enzimas que
copian el ADN y otros que convierten los mensajes del ADN
en ARN, pero ninguno que copie ARN. Estos enzimas, de exis-
tir, copiarían el ARN de transferencia y el ARN de los riboso-
mas en el caso de que se necesitasen copias extra de estas mo-
léculas; pero la cantidad de ARN presente en una bacteria está
controlada normalmente por el ADN de la célula, no por la re-
producción directa del ARN.
Así pues, el Qβ debe aportar su propio enzima copiador, la
replicasa, si desea tener descendientes. Poco después de pene-
trar en una bacteria, el ARN del Qβ actúa como un mensajero
y dirige la síntesis de este enzima, utilizando los ribosomas
bacterianos a tal fin. La replicasa convierte primero el ARN del
Qβ en una doble hélice y luego la usa para producir más copias
de la hebra de ARN original. Para la construcción del ARN se
precisan materias primas, y las adecuadas son ciertos nucleóti-
dos que llevan energía química incorporada; en este libro los
llamaremos «nucleótidos activos». El virus no tiene de suyo
nucleótidos activos, sino que se sirve de los de la bacteria. La
replicasa tiene otra aptitud fundamental: puede diferenciar el
ARN del Qβ de los diversos ARN bacterianos existentes, y no
pierde el tiempo en copiar estos últimos.
El ARN del Qβ puede reproducirse en un tubo de ensayo
igual que en una bacteria. Este sistema fue investigado por vez
primera por el bioquímico Sol Spiegelman, en una notable serie
de experimentos realizados en la Universidad de Illinois. Por
supuesto, para reproducir el Qβ se necesita replicasa, subuni-
dades para construir el ARN y sales para mantener la replicasa
y el ARN del Qβ en buen estado; pero con esto es suficiente.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Cuando se mezclan todos esos ingredientes, el ARN produce


réplicas de sí mismo hasta que se agotan los componentes en
el tubo de ensayo.
Si se añaden más subunidades, el proceso continúa indefi-
nidamente, pero se requiere más espacio para la progenie. Para
no tener que transferir el contenido del tubo a un fregadero o a
una bañera, se recurre a un procedimiento muy simple: al cabo
de un tiempo, se lleva una muestra del tubo de ensayo original
a otro nuevo con más replicasa y nucleótidos, pero sin ARN.
Mediante este sistema se puede seguir la pista de los descen-
dientes del ARN original durante docenas de generaciones.
Se producen inevitablemente errores cuando la replicasa
copia su ARN. Si estas mutaciones se presentan en el ciclo bio-
lógico normal del virus Qβ, pueden producir un cambio en la
secuencia aminoacídica de una proteína codificada por el
ARN. Si la nueva proteína tiene defectos graves, el virus mu-
tante puede ser incapaz de sobrevivir o de reproducirse, y en
ese caso el cambio se extinguirá.
Muchos de los cambios en el ARN del Qβ debidos a muta-
ción sólo producen pequeñas desventajas, de modo que la
nueva proteína puede ser tan buena —o casi tan buena— como
la original. Además, por la forma como los genes se disponen
en el ARN del Qβ y la naturaleza del código genético, ciertos
cambios en la secuencia del ARN no tienen por qué reflejarse
en las proteínas, y por consiguiente son absolutamente inocuos.
En la naturaleza, los virus Qβ individuales no son, por lo
general, idénticos, debido a la continua aparición de mutacio-
nes. Un ARN puede diferir de otro por la identidad de uno o
dos nucleótidos en una secuencia de millares. Un grupo de par-
tículas víricas Qβ es en esencia una multitud de individuos es-
trechamente emparentados, con una herencia media común, re-
flejada por la secuencia media del ARN. No es probable que
un virus individual se desvíe mucho de esta secuencia, pues a
medida que se acumulan mutaciones aumenta la probabilidad
de obtener una que sea letal. Mucho más infrecuente es el cam-
bio verdaderamente beneficioso que por selección natural ven-
dría a dominar la población.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Las reglas del juego cambian de modo considerable cuando


se deja que el ARN del Qβ se replique en un tubo de ensayo.
Cabe comparar esta situación con la de un animal salvaje en un
zoológico: está a salvo de peligros y no ha de cazar para comer,
pues su guardián se ocupa de satisfacer sus necesidades. No
tiene otra cosa que hacer sino criar. En tal supuesto, las muta-
ciones en las proteínas de la cubierta o en la replicasa son ino-
cuas, ya que el ARN no necesita cubierta y la replicasa es de
procedencia externa. Así pues, los cambios en las secuencias
correspondientes no serán perjudiciales. Pero hay un tipo de
cambio que sí le será beneficioso: el que acelere el proceso de
copia.
Por ejemplo, si una molécula de ARN puede autorreplicarse
en diez minutos en vez de hacerlo en los veinte de ordinario,
tendremos dos generaciones en el tiempo que normalmente ne-
cesitamos para una, y cuatro descendientes en lugar de dos.
Con el tiempo, la progenie de esta molécula dominará toda la
mezcla porque los competidores más lentos irán desapare-
ciendo en las sucesivas diluciones. Este proceso imita la selec-
ción natural darwiniana: sobrevive la molécula de ARN más
apta.
¿De qué medios dispone una molécula de ARN para acele-
rar su propia reproducción? El método más evidente es acor-
tarse. Así como podemos copiar a mano un mensaje de una pá-
gina en la mitad de tiempo que uno de dos páginas, una molé-
cula mitad de otra será copiada por la replicasa en la mitad de
tiempo.
Supongamos que la cadena de ARN vírico se parte por la
mitad a causa de una reacción aleatoria con el agua que rompe
uno de los enlaces fosfato-azúcar. Cada mitad será ahora un
individuo que teóricamente podría ser copiado por la replicasa
en la mitad de tiempo; sin embargo, en la práctica sólo se co-
piará una de las mitades. La razón estriba en que, como ya he-
mos señalado antes, la replicasa puede distinguir el ARN del
Qβ de otros ARN que acostumbran presentarse en una célula
bacteriana, y realiza dicha distinción acoplándose a ciertas se-
cuencias de nucleótidos próximas a uno de los extremos del

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

ARN vírico. De romperse una molécula de ARN del Qβ, sólo


un fragmento recibirá las secuencias de identificación, mien-
tras que el otro no será reconocido.
El fragmento identificado proliferará rápidamente y aca-
bará por dominar la mezcla. Con el tiempo, un miembro de la
progenie sufrirá alguna rotura aleatoria en la cadena, y ello dará
lugar a un descendiente aún más fértil. El proceso concluirá
cuando se produzca la cadena más corta posible a partir del
ARN del Qβ, con las imprescindibles secuencias de identifica-
ción.
En su primer experimento, el grupo de Spiegelman siguió
la evolución del ARN del Qβ en tubo de ensayo durante más
de 70 generaciones. Al término de este tiempo, la mezcla es-
taba dominada por una única especie de ARN con sólo 550 nu-
cleótidos. Dicho ARN se había descargado, pues, de la mayor
parte de la información genética inútil para obtener un replica-
dor más rápido.
Se realizó otra serie de experimentos con ARN ya acortado
al máximo. A este ARN se le indujo a replicarse en presencia
de un fármaco que retardaba el proceso. Esta sustancia se une
al ARN en ciertas secuencias de nucleótidos especialmente fa-
vorecidas, de modo que al alcanzar la replicasa el punto de
unión del fármaco no le queda más remedio a aquélla que darle
un empujón, de forma parecida a como apartaríamos una caja
de cartón que nos cerrara el paso en el pasillo de un supermer-
cado: en ambos casos se pierde tiempo.
Se dejó transcurrir cierto número de generaciones del ARN
en presencia del fármaco, y se analizó la descendencia. Como
antes, había un único tipo de molécula, distinta del ARN de
partida por tres cambios en la secuencia de nucleótidos. Estos
cambios habían destruido el lugar de enlace favorito del fár-
maco, y a consecuencia de ello, la tasa de replicación recuperó
prácticamente su valor original, cuando el fármaco no estaba
presente. El ARN se había modificado otra vez.
Estos experimentos, y otros de naturaleza similar, demos-
traron que una simple molécula puede adaptarse genéticamente

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

a cambios de su medio ambiente. Por esta razón, el proceso ha


recibido el nombre de evolución en tubo de ensayo.
Llegados a este punto. Escéptico desea hacer una observa-
ción. Nos recuerda que la evolución supone obtención de ca-
pacidades nuevas, a la par que un aumento de complejidad, y
pregunta si el ARN ha evolucionado realmente en este sentido.
En el primero de los experimentos descritos, apunta Escép-
tico, el ARN perdió la mayor parte de la información original.
El experimento del fármaco sólo puso de relieve la adaptación
ante circunstancias ambientales adversas. El ARN no adquirió
ninguna capacidad nueva, ni podía hacerlo. Sin acceso a la ma-
quinaria sintetizadora de proteínas, no podía fabricar, por ejem-
plo, una replicasa mejorada, o un enzima que le permitiera des-
truir el fármaco.
Para los partidarios de la primacía de los ácidos nucleicos
en el origen de la vida, esta falta de control del ARN sobre las
proteínas, incluido su propio enzima replicador, es una contra-
riedad. Uno de los objetivos de la investigación en este campo
ha sido el desarrollo de un sistema en el que el ácido nucleico
pueda replicarse sin la ayuda de una proteína, y se ha conse-
guido algún progreso parcial.
Leslie Orgel y sus colegas del Salk Institute en La Jolla,
California, han inventado unos nucleótidos artificiales ricos en
energía. Al mezclar estas subunidades con ciertas moléculas de
ARN (no todas), se unían y formaban una nueva cadena que
casaba con la existente según las reglas de Crick y Watson. El
ARN inicial de una sola hebra se convertía en una doble hélice
sin el auxilio de una replicasa.
La nueva doble hélice presentaba algunos desacoplamien-
tos en el eje azúcar-fosfato, y la longitud media de la nueva
cadena no pasaba de quince unidades. La subunidad especial
utilizada fue hallada al cabo de un proceso de ensayo y error,
y, según Orgel, no es probable que existiera en la Tierra primi-
tiva. Además, el proceso se interrumpió una vez construida la
doble hélice, de modo que el ARN no se copió más.
Por estas razones, Orgel se ha mostrado muy reservado al
presentar su trabajo, calificando la reacción de modelo. Otros

— 179 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

son menos prudentes y lo consideran un indicio claro de que el


gen desnudo pudo, de un modo u otro, reproducirse en la Tierra
primitiva sin el concurso de proteínas.
Sin embargo, para cuando escribo esto, no se ha conseguido
demostrar que un ácido nucleico pueda arreglárselas sin una
proteína. Desde luego, el sistema Qβ en tubo de ensayo no fun-
ciona sin la replicasa, e incluso algunos han llegado a una con-
clusión diferente e inesperada: el componente innecesario de
este sistema es el ARN.
Durante la década pasada, el premio Nobel Manfred Eigen
y sus colegas del Instituto Max Planck, en Göttingen (Alema-
nia), realizaron extensas investigaciones sobre el sistema Qβ
en tubo de ensayo. En ciertos experimentos, mezclaron repli-
casa, nucleótidos activos y sales, pero omitieron el ARN. No
pasó nada por un tiempo, pero tras este retraso, que variaba de
un experimento a otro, apareció un ARN que luego se repro-
dujo y evolucionó.
Los ARN presentes en un primer momento constituían una
población mixta, algunos con sólo 60 nucleótidos. Durante el
ulterior proceso evolutivo, se alargaron y, en último término,
el resultado fue una única especie con 150 a 250 nucleótidos.
Sin embargo, la secuencia concreta de este vencedor variaba de
un experimento a otro. En resumen, la replicasa, cuando se le
da ARN para copiar, se construye al parecer uno propio.
Este resultado causó tanta sorpresa que se supuso que en
los tubos de ensayo debería de estar presente una minúscula
cantidad de ARN que iniciaría el proceso. Se han hecho serios
esfuerzos en diversos laboratorios para eliminar esta alterna-
tiva, y de momento la cuestión no está zanjada. (A estas alturas,
espero que el lector se haya acostumbrado a tal estado de in-
certidumbre; la ciencia normal trabaja así.) Con todo, parece
que el resultado se confirmará. Si es así, no es precisamente de
los que confortarán a los partidarios de la primacía de los áci-
dos nucleicos. Volveremos a ello en un capítulo posterior,
cuando les toque el tumo a los defensores de las proteínas.

— 180 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Manfred Eigen y sus colegas han edificado una elaborada


teoría del origen de la vida, basada en sus resultados con el sis-
tema Qβ y en vastos cálculos matemáticos que versan sobre las
interacciones entre grandes moléculas durante el desarrollo
temprano de la vida.
Sus hipótesis arrancan de una sopa prebiótica. No emplean
las que producen los mejores experimentos Miller-Urey, sino
un caldo bioquímico propio, mucho más nutritivo. La receta
incluye pequeñas proteínas y grasas sintetizadas al azar, en
cantidades suficientes para formar fragmentos de membrana, y
nucleótidos activos naturales u otras subunidades ricas en ener-
gía adecuadas para la construcción de ácidos nucleicos. El
acontecimiento crítico en esta mezcla es el montaje, al azar, de
una molécula capaz de reproducirse. Para tal honor se escoge
el ARN, no el ADN.
A pesar de la actual celebridad del ADN, diversas razones
llevan a pensar que el ARN le precedió en el origen de la vida.
Desde luego, el ARN desempeña una función más versátil que
el ADN en la vida actual: como hemos visto, son tres las clases
de ARN esenciales para la síntesis de proteínas, y, por otro
lado, el ARN desempeña un papel corto pero imprescindible
en la replicación bacteriana. Además, en ciertos virus, el ARN
funciona como material genético.
En el desarrollo de las colectividades, las personas con do-
tes prácticas aparecen generalmente antes que los especialistas.
Es probable que lo mismo sea cierto en la evolución de la vida,
de modo que el ARN existiera antes que el ADN. Otros indi-
cadores apuntan en la misma dirección. Por ejemplo, en la bio-
química celular actual los elementos constructivos del ADN se
sintetizan a partir de las correspondientes subunidades del
ARN, lo que quizá sea un reflejo del orden histórico de los
acontecimientos. Existe una razón adicional para que esto sea
así: en la síntesis química, el azúcar del ADN, la desoxirribosa,
es más difícil de preparar y más fácil de descomponer que el
azúcar del ARN, la ribosa (el descubrimiento de la desoxirri-
bosa en los ácidos nucleicos se demoró justamente por esta ra-
zón). Este azúcar probablemente no estuvo nunca presente en

— 181 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

ninguna sopa prebiótica, sino que se introdujo en los procesos


de la vida cuando evolucionó el enzima capaz de ocuparse de
él.
Pero volvamos al argumento de Eigen. En él se supone que
la vida comenzó el día en que en la sopa enriquecida se forma-
ron por accidente una o más moléculas de ARN reproductoras.
Por supuesto, esta idea satisfará a un genio desnudo, aunque en
nuestra hipótesis la molécula de ARN no tiene por qué haber
estado totalmente desnuda: durante su replicación habría po-
dido recibir una modesta ayuda de las proteínas que también se
habían sintetizado al azar y cohabitaban con ella en la sopa.
Dicho jocosamente, acaso el ARN tuvo su hoja de parra. Por
otro lado, este ARN primitivo no sería un gen, pues, como el
ARN del Qβ en el tubo de ensayo, no codificaría proteínas y
sólo produciría copias de sí mismo. A este ARN lo llamaremos
replicador aleatorio.
Según esta hipótesis, se formaron por azar una o más mo-
léculas de ARN (si sólo se formó una, pronto se diversificó a
causa de la inexactitud de la replicación). Tras un período de
competencia y evolución, surgió un ganador. Como en el ex-
perimento del Qβ, era un tipo de molécula idóneo para la repli-
cación, y no tenía una secuencia única, sino que en realidad
debió de existir un grupo de moléculas individuales estrecha-
mente relacionadas, llamadas cuasi especies.
Eigen y sus colaboradores han sometido esas cuasi especies
a análisis matemático, y han concluido que el ARN podía al-
canzar una longitud de 100 unidades, pero que por encima de
este número los errores de copia destruirían su identidad.
Las fases siguientes también fueron deducidas por cálculo,
si bien no se especifican sus detalles bioquímicos. De uno u
otro modo, las moléculas de ARN aprendieron a ejercer un con-
trol sobre las proteínas y a influir en su composición y funcio-
namiento. Se desarrolló entonces un código genético primitivo.
Las distintas moléculas de ARN de las cuasi especies adopta-
ron diferentes funciones y cooperaron en beneficio mutuo. Por
ejemplo, diversos ARN individuales podrían servir para con-
trolar cada uno una clase de aminoácido distinta (como hacen

— 182 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

hoy día los ARN de transferencia), y juntos podrían construir


una proteína.
Entre los diversos ácidos nucleicos y proteínas se desarrolló
una compleja y cooperativa serie de interacciones, de controles
y equilibrios. Estos conjuntos han recibido el nombre de hiper-
ciclos y han sido sometidos a extensos análisis matemáticos. El
desarrollo de los hiperciclos se produjo de manera continua, sin
divisiones de ningún tipo, de modo que éstos llenaron toda la
sopa. Por entonces no existían organismos competidores inde-
pendientes. Los hiperciclos ganaron en complejidad y control
del medio ambiente hasta que se alcanzó un límite.
Para que se dieran nuevos progresos, era preciso reintrodu-
cir la competencia. Los lípidos presentes en el caldo de Eigen
se utilizaron entonces para construir compartimientos. Inicial-
mente, los compartimientos albergaban contenidos similares.
Sin embargo, a medida que las mutaciones aleatorias hicieron
sentir sus efectos, el resultado fue la diversificación. Los dis-
tintos hiperciclos, cada cual con su propia membrana, empeza-
ron a competir entre sí, y así fue como aparecieron las primeras
células en la Tierra.
Llegados a este punto, podemos combinar la teoría de Ei-
gen con una anterior de Norman Horowitz. Las células más pri-
mitivas contaban con la sopa para abastecerse de unidades de
construcción y fuentes adecuadas de energía. Al proliferar,
agotaron gradualmente las golosinas producidas por la síntesis
química prebiótica.
Supongamos que cierto producto químico importante se
formaba en la sopa por la vía A→B→C→D, siendo A un ma-
terial abundante e inagotable, como puede serlo por ejemplo
uno de los principales ingredientes de la atmósfera Los orga-
nismos primitivos necesitaban el último producto, D, para efec-
tuar sus procesos metabólicos, y, con el tiempo, al multipli-
carse los organismos, el consumo de D superó su producción
constante y las existencias empezaron a escasear. La compe-
tencia por la cantidad limitada de D se endureció y la supervi-
vencia se hizo difícil.

— 183 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Con el tiempo, un organismo adquirió por mutación la ca-


pacidad interna de producir D a partir de C por vías catalizadas
enzimaticamente, de modo que podía crecer empleando C en
vez de D. Este organismo se multiplicó y dominó el medio am-
biente. Al cabo de cierto tiempo, también C empezó a mermar,
hasta que un nuevo organismo obtuvo por mutación la capaci-
dad de producir C a partir de B. El proceso se fue prolongando
hacia atrás hasta poner los recursos más sencillos al servicio de
los mecanismos de la vida. Así fue como se desarrolló la foto-
síntesis, gracias a la cual los organismos que la poseían podían
obtener energía directamente de la luz solar, además de los in-
gredientes normales del aire y del suelo. La sopa ya no era ne-
cesaria.
Esta combinación de la teoría de Horowitz con el trabajo
actual de Eigen y colaboradores ofrece una descripción cohe-
rente y bastante continua del origen y desarrollo de la vida
desde la sopa hasta la célula autónoma. Reina un profundo
desacuerdo acerca de los mecanismos y estructuras específicos
que pudieron haber intervenido una vez formado el primer re-
plicador de ácido nucleico, aunque ello no desborda la sensa-
ción general de que por fin empieza a columbrarse una imagen
de conjunto.
Eigen y tres coautores concluían un reciente artículo en
Scientific American con las palabras siguientes: «Los princi-
pios que guían el devenir de una organización de este tipo están
formulados y verificados mediante experimentación. Ahora
queda por descubrir con precisión cuáles fueron las estructuras
moleculares favorables.» En otras palabras, queda mucho por
hacer, si bien ya se avista la luz en el extremo del túnel.
Una característica satisfactoria del esquema es que retrotrae
un principio único y aceptado por la mayoría, la selección dar-
winiana, a la época del primer replicador. La selección queda
interrumpida durante un período de cooperación molecular en
las primeras etapas, pero, por lo demás, domina completamente
el desarrollo de la vida.

— 184 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

La laguna más importante en todos estos procesos atañe a


los pasos previos a la aparición del primer replicador. La selec-
ción natural no opera y nos quedamos sólo con el azar. Vuelve
a asomar, aunque de una manera más discreta, la generación
espontánea. No la reclamamos para toda una célula, sino sólo
para un fragmento, una molécula: el replicador. En realidad, la
idea no es reciente. Un bioquímico de Harvard, L. T. Troland
(citado por Muller como precursor de su pensamiento), escribía
en 1914:
Por consiguiente, no nos queda más remedio que admitir que
la producción del enzima original de la vida fue un suceso fortuito
[...]. El hecho sorprendente de que la teoría enzimática del origen
de la vida, tal como la hemos perfilado, requiera la producción de
sólo una molécula individual del catalizador originario, hace de la
objeción de improbabilidad casi un absurdo [...]. Y cuando uno de
estos enzimas apareció por vez primera, desprovisto de todo
cuerpo, en los mares primigenios, el fenómeno de la vida sobre-
vino seguidamente como consecuencia de su característica natu-
raleza reguladora.

Sólo necesitamos sustituir «enzima» por «ácido nucleico»


y «reguladora» por «reproductora» en el texto de Troland para
actualizarlo. El artículo de Oparin de 1924, como hemos seña-
lado, también invocaba el azar para producir su primera estruc-
tura crucial: «un gel en disolución coloidal».
En el Relato del miércoles de la Introducción, yo parafra-
seaba un relato moderno muy conocido, debido a Robert Jas-
trow, sobre la creación aleatoria del replicador. Recientemente
han aparecido otros. Por ejemplo, Richard Dawkins escribía en
1976, en El gen egoísta:
Procesos análogos a éstos tienen que haber dado lugar a la
«sopa primigenia» que los biólogos y los químicos, creen que
constituyó los mares hace tres a cuatro mil millones de años. Las
sustancias orgánicas se concentraron localmente, quizá como es-
puma en las orillas o como minúsculas gotitas en suspensión. Bajo
el influjo adicional de la energía, como la luz ultravioleta del Sol,
se combinaron en moléculas mayores [...]. En aquellos tiempos,
grandes moléculas orgánicas podían flotar, indemnes, en el espeso

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

caldo. En algún momento se formó, por azar, una molécula espe-


cialmente notable, a la que llamaremos el replicador. Quizá no
fuera la molécula más grande, ni tan siquiera la más compleja,
pero tenía la extraordinaria propiedad de poder hacer copias de sí
misma.

Dawkins prosigue en la dirección marcada por George


Wald. Un acontecimiento así sería improbable, pero sólo tuvo
que darse una vez en mil millones de años. «En realidad, una
molécula que haga copias de sí misma no es tan difícil de ima-
ginar como parece [...]. Era grande la disponibilidad de peque-
ños bloques constructivos en la sopa que rodeaba al replica-
dor.»
No hace falta que expongamos de nuevo el punto de vista
de Escéptico. Evidentemente, la probabilidad de la generación
espontánea de un replicador de ácido nucleico es mayor que la
de una bacteria completa; pero este último suceso era tan im-
posible que puede darse una enorme mejora y las cosas seguir
todavía igualmente imposibles. En el caso de la bacteria, los
cálculos de Morowitz nos obligaban a subir al piso cien mil
millonésimo de nuestra torre de los números, cuando estimá-
bamos que el número máximo de ensayos posibles en la Tierra
primitiva nos llevaría sólo al piso quincuagésimo primero.
¿Qué costaría componer el replicador al azar? Las estima-
ciones mínimas publicadas proponen una hebra única de ARN
con acaso 20 nucleótidos. Para edificar esta estructura habría
que enlazar 600 átomos de una determinada manera, muchísi-
mos menos que los millones necesarios para una bacteria. Tam-
bién serían más los ensayos posibles para construirla. La repli-
casa del Qβ puede unir 200 por minuto cuando copia una mo-
lécula de ARN. Supongamos, en el mejor de los casos, que el
montaje espontáneo procedió al mismo ritmo. Por lo tanto, se
podría construir un replicador en una décima de minuto. Ade-
más, el espacio ocupado por un replicador de veinte unidades
podría ser sólo una millonésima parte del volumen de una bac-
teria, de modo que se podrían realizar muchos ensayos por cada
uno de los empleados para fabricar una bacteria. Considerando
todos estos factores, podemos aceptar 1059 como el número

— 186 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

máximo de ensayos posibles para fabricar un replicador. He-


mos alcanzado, pues, el piso quincuagésimo nono de la torre
de los números, ganando ocho pisos.
Pero ¿cuáles son las probabilidades de construir un replica-
dor? John Haldane consideraba que la posibilidad de obtener
una máquina que se autorreproduzca depende del número de
piezas que la compongan. Si el número es pequeño, no hay pro-
blema: «Barajando las letras ACEHIMN, es posible formar la
palabra “machine” por término medio una vez de cada 5.040
ensayos.» Si pudiéramos barajar una vez por segundo, necesi-
taríamos sólo 84 minutos para realizar esos ensayos.
Esta analogía sugiere que no debería ser difícil montar un
replicador más bien pequeño, de modo que examinémosla más
detenidamente. Continuaremos con la metáfora del lenguaje,
pero dejando de lado las cartas con letras en favor de una situa-
ción citada ad nauseam: el mono ante la máquina de escribir.
Llamemos Charlie al mono. Charlie es especial: nunca se
cansa, y mecanografía una línea por segundo, totalmente al
azar. Podemos ajustar el carro de la máquina de modo que cada
línea contenga el número de letras que se nos antoje, y además
podemos añadir o quitar letras del teclado.
Presentaremos un ejemplo sencillo. Si establecemos que
cada línea tenga siete letras, y dejamos sólo las letras a, c, e, h,
i, m y n en el teclado, ¿cuánto tardará Charlie en escribir «ma-
chine»?
Necesitará más tiempo que nosotros con las cartas, ya que
puede usar la misma letra más de una vez. Las posibilidades
son de 1 en 77 ensayos, o 1 en 823.543. A un ensayo por se-
gundo, se precisarían nueve días y medio para que Charlie hi-
ciera todos esos intentos.
Démosle ahora a Charlie un teclado normal con, por ejem-
plo, 45 teclas. Las posibilidades se reducen bruscamente a 1 en
457, o 1 en 370.000 millones de ensayos. Le llevaría a Charlie
(o a sus descendientes) 11.845 años realizar todas esas proba-
turas. La palabra «machine» no aparecería con la facilidad que
apunta la analogía de Haldane.

— 187 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Las cosas empeoran rápidamente cuando empleamos men-


sajes mayores. Dejemos que Charlie pruebe con un fragmento
de Hamlet. La celebérrima frase «to be or not to be» tiene 18
caracteres, si contamos también los espacios como caracteres.
La probabilidad de que nuestro mono la teclee es de 1 en 4518,
o 1 en 6×1029. A un ensayo por segundo, le costará al pobre
Charlie más de 1022 años completar ese número de pruebas. Si
el modelo abierto del Universo es válido, Charlie seguirá te-
cleando hasta mucho después de que las estrellas hayan dejado
de brillar y todos los planetas se hayan dispersado por el espa-
cio a causa de cuasi colisiones estelares.
Para colmo de los colmos, ahora se nos ha despertado una
auténtica ansia por Shakespeare. Queremos que nuestro mono
mecanografíe «to be or not to be: that is the question», que
tiene 40 caracteres. Las posibilidades son entonces de 1 en
4540, o aproximadamente 1 en 1066. Esta cifra es diez millones
de veces mayor que el número máximo de ensayos posibles
para la generación al azar de un replicador en la Tierra primi-
tiva.
Y a eso vamos. Si la probabilidad de obtener el replicador
al azar a partir de una sopa prebiótica es menor que la de topar
con «to be or not to be: that is the question» al azar en una
máquina de escribir, mejor será que lo olvidemos, y éste es el
caso: suponiendo que el replicador tuviera como mínimo unos
600 átomos, tal como hemos supuesto antes, la probabilidad de
que Charlie mecanografíe un mensaje de 600 letras correcta-
mente es 1 en 10992.
Totalmente de acuerdo: no se pueden comparar directa-
mente átomos y letras o moléculas y palabras, y el número de
compuestos orgánicos posibles que cabe formar con 600 áto-
mos no es fácil de calcular. Supongamos que hubiera 10 clases
de átomos frecuentes en la Tierra primitiva. Con un teclado de
10 letras, la probabilidad de un mensaje de 600 letras es «sólo»
de 1 en 10600. Además, por razones técnicas, una parte de estos
compuestos no se podría sintetizar, o sería inestable. Pero, por
otro lado, las moléculas orgánicas son tridimensionales, exis-
ten formas D y L, y tienen otras complicaciones no presentes

— 188 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en el alfabeto. Resumiendo, a partir de argumentos químicos


sencillos se puede demostrar fácilmente que pueden existir
como mínimo 10100 moléculas orgánicas estables de hasta 300
átomos.
Podríamos llegar a una conclusión similar por una vía muy
diferente. En un capítulo anterior hicimos referencia al método
de Harold Morowitz. Él no computaba el total de posibilidades,
que pesaban todas por igual. En lugar de eso, calculaba que
preferiría hacer un grupo de átomos si llegara al equilibrio, y
consideraba entonces las probabilidades en contra de obtener,
por ejemplo, una bacteria. Para un virus de nada sólo tendría-
mos que subir al piso dos millones de la torre de los números,
mientras que para un pequeño enzima sólo se requiere llegar al
piso 8.000. En la tabla de Morowitz no figuran las probabilida-
des en contra de obtener un replicador, pero, por extrapolación,
quedarían bastantes centenares, o quizá un millar o dos, de pi-
sos más arriba que en el caso del enzima.
En todos estos métodos, la probabilidad en contra de la ge-
neración aleatoria de un replicador de ácido nucleico queda to-
davía muy por encima del número de posibilidades. El suceso
es todavía tan desfavorable que la formación casual del repli-
cador parecería un milagro, pues una distancia de siquiera una
docena de pisos en nuestra torre refleja probabilidades de 1 en
un billón, y un triunfo en tales circunstancias tendría toda la
apariencia de un milagro.
Pero no se acaban aquí las cosas. Aunque se diera el mila-
gro y apareciera el replicador flotando en los mares de sopa
prebiótica, su destino sería incierto. Perecería sin mayor con-
secuencia, pues en este mar aleatorio encontraría únicamente
multitud de compuestos químicos extraños, y no las subunida-
des que necesita para reproducirse. Haría falta un segundo mi-
lagro que le permitiera rodearse exactamente de los ingredien-
tes que necesitara para hacer nuevos progresos.
Con todo esto no llevamos la contraria a los partidarios de
la primacía del ácido nucleico, pues la mayor parte de ellos
convendría probablemente con el análisis expuesto hasta ahora.
Algunas obras de divulgación pueden suponer que la primera

— 189 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

molécula viva se formó a partir de una mezcla química absolu-


tamente aleatoria; sin embargo, los científicos creen otra cosa.
Si se me permite parafrasear su posición, ésta vendría a ser más
o menos así:
El primer replicador no se formó a partir de una mezcla en
equilibrio. Estaba bajo la influencia de diversas fuentes de
energía —los rayos, la radiación solar, etc.— y se encontraba
lejos del equilibrio, de modo que el cálculo de Morowitz no
hace al caso. Según proseguía la entrada de energía, se sinteti-
zaban compuestos cada vez más complejos. Sin embargo, no
se formaban todos los posibles: unos gozaban de gran prefe-
rencia, otros apenas de ninguna. Entre los compuestos sinteti-
zados, las subunidades activas del replicador y otros compues-
tos bioquímicos importantes ocupaban un lugar destacado. El
replicador surgió por casualidad, pero con esta mezcla como
punto de partida.
Ésta es su posición, expresada, en aras de la claridad, con
mis propias palabras. Sin embargo, como es un punto crítico,
deberíamos permitir que sus paladines hablaran por sí mismos.
En un artículo de 1978, Manfred Eigen y su colega Peter
Schuster escribían: «Aquí partimos simplemente de la suposi-
ción de que, cuando comenzó la autoorganización, todos los
materiales ricos en energía eran omnipresentes, en particular
diversos aminoácidos en diverso grado de abundancia, nucleó-
tidos portadores de bases —A, U, G, C—, polímeros de ami-
noácidos o nucleótidos [...] con secuencias más o menos alea-
torias.»
Como refuerzo, citemos las palabras de B. Kuppers, otro
científico alemán del grupo de Göttingen: «En realidad, nume-
rosos experimentos en el campo de la química orgánica primor-
dial demuestran que las grandes moléculas biológicas (aminoá-
cidos, fosfatos de nucleósido ricos en energía) se pudieron for-
mar y polimerizar espontáneamente en proteínas y ácidos nu-
cleicos.» (En esta cita, léase «nucleótidos activos» por «fosfa-
tos de nucleósido» y «unirse» por «polimerizar»)
Si estas afirmaciones fueran ciertas, entonces el origen de
la vida sería una empresa mucho más sencilla de lo que parece.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Supongamos, por ejemplo, una sopa prebiótica con unos cua-


renta compuestos bioquímicos, presentes en cantidades razo-
nables y capaces de unirse para formar grandes moléculas. Ad-
mitamos asimismo que se proveían de continuo productos bio-
químicos de repuesto, de modo que se podían hacer pruebas sin
pausas para adquirir nuevos materiales. Además, supongamos
que los nucleótidos activos naturales (o las subunidades equi-
valentes) constituían el 10% de la mezcla. Si estas premisas son
válidas, la probabilidad de unir veinte nucleótidos en fila sería
«sólo» de 1 en 1020, que sigue siendo un número formidable, si
bien cae dentro del intervalo que nos permitiría ganar si tuvié-
ramos a nuestra disposición mil millones de años y cierto nú-
mero de lugares adecuados en los que poder realizar experi-
mentos.
Escéptico vuelve a recabar nuestra atención. El análisis
puede ser correcto, subraya, pero ¿son válidas las premisas? Ha
sido bastante difícil establecer que la Tierra primitiva tuvo una
atmósfera reductora, que existieron siquiera aminoácidos li-
bres. ¿Por qué habríamos de esperar mezclas de nucleótidos
omnipresentes, abundantes? En los experimentos Miller-Urey,
la irradiación de atmósferas simuladas jamás ha producido nu-
cleótidos, ni tan siquiera nucleósidos, y éstos tampoco se han
identificado en los meteoritos ni observado en el espacio inter-
estelar. ¿Qué experimentos apoyan la idea de que la Tierra pri-
mitiva estuvo repleta de ellos?
Para responderle hemos de explorar el dominio de la lla-
mada química prebiótica, que ocupa la atención de muchos
científicos experimentales interesados por el problema del ori-
gen de la vida. El químico prebiótico crea, manipula los pro-
ductos de las reacciones químicas, una vocación que comparte
con otros químicos que no trabajan sobre el origen de la vida.
Pero se diferencia de los demás en que opera bajo una serie de
restricciones autoimpuestas. Trata de simular reacciones que
pueden haberse producido en la Tierra primitiva, al objeto de
desvelar un encadenamiento plausible de episodios que pudie-
ran haber desembocado en el origen de la vida. Cuando el quí-
mico corriente intenta preparar alguna sustancia nueva, puede

— 191 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

seleccionar cualesquiera reactivos y condiciones que le sirvan


a tal fin. El químico prebiótico, en cambio, se circunscribe a
las condiciones que se dieron en la Tierra antes del comienzo
de la vida. Como tales condiciones se desconocen, se toma ge-
neralmente la Tierra actual como referencia, excepto en lo que
atañe a la atmósfera, que se supone de carácter reductor.
Los químicos sintetizadores, a diferencia de sus colegas
prebióticos, pueden emplear disolventes orgánicos como éter,
tetracloruro de carbono, alcohol y productos derivados del pe-
tróleo. Y con frecuencia, el agua es un enemigo a excluir con
todo el rigor posible. Recuerdo al respecto una fastidiosa expe-
riencia de mi primer curso de laboratorio de química orgánica.
Había que realizar una reacción que recibe el nombre del quí-
mico y premio Nobel francés Víctor Grignard. Dicha reacción
requiere la combinación de un metal, un éter y un compuesto
orgánico en un matraz protegido. La más mínima traza de hu-
medad da al traste con la reacción, y para no arruinarla no se
permite que penetre en el aparato el más mínimo soplo, toque
de saliva o vaharada de aire. Llamas, cierres herméticos, tubos
protectores de productos químicos que absorben el agua ávida-
mente, todo servía en un decidido esfuerzo por mantener la vir-
ginidad anhidra del contenido del matraz. La reacción de Grig-
nard se pone de manifiesto al desprenderse una columna de
burbujas de la brillante superficie del metal, y cuando yo hice
la práctica, mi sistema nervioso sólo se calmó al aparecer las
burbujas.
El químico prebiótico está excusado de semejante experien-
cia, aunque probablemente estaría dispuesto a realizar alguna
de este tipo si pudiera; pero, por más diferencias que puedan
existir acerca de las condiciones en la Tierra primitiva, hay
consenso en cuanto a la presencia de abundante agua. Ninguna
simulación prebiótica razonable puede excluirla del todo, lo
cual es una desgracia, por razones prácticas. Ya hemos visto
que las subunidades de nuestras grandes moléculas se unen en
el transcurso de un proceso que entraña la formación de agua.
Siempre que se unen dos aminoácidos, se desprende una molé-

— 192 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

cula de agua. Deben liberarse dos moléculas de agua en el mon-


taje de un nucleótido a partir de sus componentes, y muchas
más al combinarse los nucleótidos para formar ácidos nuclei-
cos.
Lamentablemente, la formación de agua en un medio lleno
de ella es el equivalente químico de llevar arena al Sahara: es
perjudicial y requiere un gasto de energía. No es fácil que estos
procesos acontezcan de motu proprio. De hecho, son las reac-
ciones inversas las que se dan de modo espontáneo. El agua
ataca alegremente las grandes moléculas vitales. Se mete entre
los nucleótidos, rompe los enlaces azúcar-fosfato y separa las
bases de los azúcares. Estas reacciones se desarrollan en nues-
tras células ahora mismo. Por suerte, después de miles de mi-
llones de años de evolución, nuestro cuerpo está bien equipado
para afrontar estos sucesos: hemos inventado complicados me-
canismos para reparar los daños que sufren nuestras moléculas
por el continuo asalto del agua.
En la Tierra primitiva, estas defensas no existían, de modo
que el agua se oponía continuamente al montaje de grandes
biomoléculas y atacaba a las que habían conseguido formarse.
Sin embargo, es tarea del químico prebiótico demostrar que ta-
les moléculas pudieron sintetizarse en dichas condiciones.
También se han de llevar a la práctica restricciones en
cuanto a las temperaturas de reacción. La Tierra actual sirve de
modelo, y, por consiguiente, las condiciones empleadas en las
simulaciones prebióticas pueden variar desde el calor saha-
riano al frío de Siberia. Este margen de variación, aunque am-
plio, resulta limitado en comparación con el que tiene a mano
el químico ordinario, que no se priva de sales fundidas y aire
licuado.
Por último, debemos considerar el uso en las reacciones de
bases (álcalis) y ácidos, otro par de contrarios, el yin y el yang
de la química. Aunque se oponen y destruyen mutuamente, los
ácidos y las bases fuertes comparten una antipatía común por
las sustancias vivas y por los materiales derivados de ellas,
como nuestras ropas. En mis primeros tiempos de investigador,
los delatores agujeros de mis pantalones o, cuando me volví

— 193 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

más prudente, de mi delantal de laboratorio acreditaban mi


falta de respeto por dichas sustancias. Afortunadamente,
cuando sufrí uno en mi propia piel mi sistema nervioso envió
un mensaje urgente que ordenaba enjuagar la sustancia agre-
sora lo más rápidamente posible. Nuestros tejidos prefieren un
estado de equilibrio entre los dos extremos, oportunamente ca-
lificado de neutralidad.
Los químicos utilizan una escala numérica, el pH, para se-
guir la suerte de estas magnitudes. En esta escala, el número 7
representa la neutralidad; los números inferiores constituyen el
intervalo ácido, y todos los superiores, el alcalino. La escala de
pH está construida sobre una base logarítmica, como el ascen-
sor de magnitudes y la torre de los números. Así, una disolu-
ción de pH 6 tiene una concentración de ácido diez veces ma-
yor que una de pH 7, y una de pH 5 es diez veces más ácida
que una de pH 6. Una disolución 10, a tres peldaños de 7, es
mil veces más alcalina. En una disolución neutra, las cualida-
des alcalina y ácida son débiles y se equilibran exactamente
entre ellas.
El agua pura, por sí sola, es neutra, pero se vuelve ácida o
alcalina cuando se le añaden sustancias que poseen una de estas
propiedades. Así, el vinagre contiene ácido acético, nuestro es-
tómago segrega una disolución débil de ácido clorhídrico, y la
«lejía» doméstica es una disolución alcalina de hipoclorito só-
dico.
Los procesos bioquímicos característicos de la vida en la
Tierra prefieren las condiciones neutras. Nuestra sangre man-
tiene un pH en tomo a 7,4, conocido como pH fisiológico. La
mayoría de las reacciones enzimáticas y otros procesos que
acontecen en el seno de nuestras células tienen su óptimo pró-
ximo a la neutralidad. Se pueden tolerar ligeras desviaciones,
pero, según cabe presumir, provocan un desequilibrio en esos
procesos.
Las condiciones fuertemente ácidas o alcalinas son muy
perjudiciales: perturban los débiles enlaces que dan forma a
nuestras moléculas, y aceleran la velocidad con que el agua in-
flige daños permanentes a dichas moléculas. Tales reacciones

— 194 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

son responsables, por ejemplo, de los agujeros de mis pantalo-


nes.
Así y todo, existen microorganismos que toleran esas con-
diciones. Hay cepas de bacterias emparentadas con las meta-
nógenas que pueden sobrevivir en lagos alcalinos de pH 11 o
fuentes termales ácidas de pH 1; y el forro celular de nuestro
estómago puede resistir una disolución de pH 2. No es que es-
tas células sobrevivan y crezcan mediante la adopción de una
química especial, sino que se protegen del medio ambiente:
bombean al exterior el ácido o el álcali agresor, como un refri-
gerador el calor, y así mantienen unas condiciones internas pró-
ximas a la neutralidad.
Se desconoce cuál fue el pH de los mares de la Tierra pri-
mitiva, pero generalmente se acepta que no debió de andar muy
lejos de la neutralidad. Por consiguiente, el químico prebiótico
prudente restringirá sus condiciones a las cercanías del pH 7.
Las fuentes ácidas y los lagos alcalinos brindan una excusa
para el empleo de valores de pH más extremos; sin embargo,
su extensión es muy limitada en comparación con el vasto
océano prebiótico, de modo que las probabilidades caen en pi-
cado en lo que respecta al número de ensayos posibles cuando
se apela a esos ambientes. Y, además, podemos argumentar que
si el óptimo de funcionamiento de los seres vivos actuales se
sitúa en condiciones neutras, es muy probable que los primeros
antecesores de dichos seres se originaron en condiciones simi-
lares.
Con todas estas restricciones a la vista, atañe a la imagina-
ción de los químicos prebióticos idear una serie de reacciones
verosímiles que demuestren cómo una sencilla mezcla inicial
de productos químicos puede proporcionar biomoléculas im-
portantes. En el caso particular de la teoría del replicador alea-
torio, el objetivo ha consistido en producir un medio rico en
subunidades de ácidos nucleicos y adecuado para la formación
por azar del replicador.
Químicos muy competentes y hábiles han trabajado en este
campo Han hecho gala de ingenio a la hora de idear reacciones,
y de minuciosidad al analizarlas. Con pocas excepciones, los

— 195 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

resultados han sido dados por buenos, pero la interpretación de


los mismos es ya harina de otro costal. Una vez más, como en
el caso de los experimentos Miller-Urey, hay que examinar los
detalles de cerca.
La síntesis prebiótica del replicador comienza con una at-
mósfera reductora, del estilo de la utilizada por Miller. No nos
interesan ahora los aminoácidos, sino los intermediarios más
sencillos, formados inicialmente en esta atmósfera: el ácido
cianhídrico y el formaldehído. Estas dos sustancias son a las
recetas de reacciones primigenias lo que el aceite de oliva a la
salsa de tomate en la cocina italiana.
Ambos intermediarios tienen pocos átomos. El ácido cian-
hídrico tiene un átomo de hidrógeno, uno de carbono y uno de
nitrógeno; es el compuesto más simple que se puede preparar
con estos elementos. El formaldehído es la menor molécula que
cabe hacer a partir de carbono, oxígeno e hidrógeno; posee un
átomo de cada uno de los dos primeros elementos y dos de hi-
drógeno.
Paradójicamente, aunque se recurre a menudo a estas dos
moléculas para explicar el origen de la vida, hoy día se emplean
como sustancias de muerte: el formaldehído se usa como con-
servante para el almacenamiento de muestras en los laborato-
rios biológicos, y el ácido cianhídrico es el agente letal de las
cámaras de gas que se emplean para ejecutar a los reos.
Los dos compuestos se desempeñan bien en ambos come-
tidos, la vida y la muerte, y ello debido a su considerable reac-
tividad. Se combinan fácilmente entre sí, con el agua y con mu-
chas otras sustancias químicas; y, a falta de alternativas mejo-
res, cada uno se combina consigo mismo. Estos compuestos se
forman de manera transitoria cuando se exponen atmósferas re-
ductoras a una fuente de energía adecuada, y luego reaccionan
de diversas maneras para dar lugar a los productos clásicos del
experimento Miller-Urey.
Los químicos prebióticos parten de esta observación para
seguir un razonamiento característico de los que se dedican a
esta especialidad. Suponen que una vez demostrada la presen-

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

cia de una sustancia no importa en qué cantidad, como pro-


ducto de una reacción prebiótica, se puede usar en forma pura
y en cantidades mayores como material de partida de una trans-
formación prebiótica totalmente distinta. Mediante este razo-
namiento, se relacionan encadenadamente una serie de reaccio-
nes a fin de vincular una atmósfera reductora con un replicador.
Para analizar el razonamiento descrito, he ideado un orador
prebiótico imaginario, a quien llamo doctor Midas en recuerdo
del legendario rey a cuyo tacto las cosas vulgares se convertían
en oro. En esa misma tradición, el doctor Midas puede conver-
tir los compuestos químicos ordinarios en genes con unos po-
cos gestos y unas frases elegidas con cuidado.
Dejemos que actúe y nos muestre la ruta hasta el replicador.
«En la atmósfera primitiva se formó cianuro y formaldehído —
señala— así que empezaremos con ellos.» Subraya que el for-
maldehído, expuesto en solitario a las debidas condiciones,
forma una mezcla que contiene algo de ribosa. El ácido cianhí-
drico, bajo condiciones muy distintas, se convierte parcial-
mente en adenina, una de las bases importantes de los ácidos
nucleicos. También se pueden preparar las bases restantes, aun-
que por vías más largas e indirectas. «Observe —comenta el
doctor Midas— que podemos sintetizar las bases y la ribosa.
Ahora, el problema siguiente es la formación de los nucleósi-
dos.»
Se puede calentar adenina y ribosa en presencia de catali-
zadores adecuados para producir una mezcla que contiene ade-
nosina, un nucleósido del ARN; pero las condiciones vuelven
a ser distintas de las empleadas en etapas anteriores. «Se acabó
el problema de los nucleósidos —exclama el doctor Midas—.
Vayamos ahora a por los nucleótidos.»
Cuando se calienta adenosina con fosfato y catalizadores
distintos de los empleados anteriormente, aparece entre los
productos un nucleótido natural. Midas comenta: «Hemos de-
mostrado que en la Tierra prebiótica podrían haberse formado
nucleótidos. Ahora hemos de combinarlos para sintetizar un
ácido nucleico.»

— 197 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Tomando como material de partida los nucleótidos, otros


procedimientos han demostrado que, en efecto, se pueden unir
unas cuantas unidades. «No hay más que hablar —concluye el
doctor Midas—. Sabemos que los ácidos nucleicos de una sola
hebra pueden convertirse en una doble hélice cuando se les fa-
cilita las unidades adecuadas. Evidentemente, en la Tierra pri-
migenia no hubo problemas para montar un ácido nucleico de
doble hélice.»
El punto de vista del doctor Midas ha sido expuesto en nu-
merosas ocasiones, y se ha convertido en un subparadigma de
la teoría actual sobre el origen de la vida. Por ejemplo, volve-
mos una vez más al manual de bioquímica de Lehninger, del
año 1975 (en esta cita, los términos «pirimidinas» y «purinas»
aluden a distintas clases de bases y «desoxiadenosina», a un
nucleósido del ADN):
Se ha comprobado que en los experimentos que simulan la
Tierra prebiótica se forman elementos de construcción de los nu-
cleótidos: pirimidinas, purinas, ribosa y 2-desoxirribosa. Asi-
mismo, en los experimentos de simulación de la Tierra primitiva
se han detectado entre los productos resultantes nucleósidos como
la adenosina y la desoxiadenosina. Cuando se calientan o irradian
con luz ultravioleta nucleósidos y polifosfatos, el resultado es una
mezcla de nucleótidos. Esto se ha observado también en los expe-
rimentos de simulación de la Tierra primitiva.

Escéptico ha permanecido en silencio durante toda esta ex-


posición, si bien se le veía cada vez más inquieto, y ahora toma
la palabra: «Estos experimentos demuestran sólo que un quí-
mico puede preparar hoy un ácido nucleico en el laboratorio
empleando una serie de condiciones que da en llamar prebióti-
cas. Ni siquiera se trata de un proceso continuo. Para sintetizar
la ribosa no se toma el formaldehído de un experimento Miller-
Urey y se purifica (lo cual, sin duda alguna, se podría hacer si
se empleara un equipo moderno). En vez de eso, se identifica
sin más el formaldehído como un producto intermedio presente
en la atmósfera, se compra químicamente puro en un almacén
y se emplea en la reacción siguiente. Este modus operandi se
repite en cada eslabón de la cadena. Por desgracia, en la Tierra

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

primitiva no existían equipos modernos de laboratorio, ni por


supuesto químicos.»
Responde el doctor Midas: «Convengo en que hemos to-
mado algunos atajos; pero lo hemos hecho para ganar tiempo,
pues no somos más que seres humanos y no vivimos eterna-
mente. Nuestro deseo es desvelar en unas pocas semanas pasos
químicos que en la Tierra primitiva supusieron mil millones de
años.»
Escéptico pregunta al doctor Midas si la disponibilidad de
mil millones de años basta para justificar este procedimiento,
remitiéndose al ejemplo anterior del mono y la máquina de es-
cribir. Toma a Midas del brazo, lo lleva al rincón donde el
mono Charlie continúa aporreando como un bendito la má-
quina de escribir, y le pregunta: «¿Cuánto tiempo cree usted
que tardará el chimpancé en teclear “to be or not to be: that is
the question”?»
Midas coge una página escrita por el mono y la examina.
«No mucho. Mire, aquí hay una i, ahí más abajo una o... Ha
mecanografiado todas las letras necesarias.»
«Pero ¿se pueden mecanografiar las letras en el orden co-
rrecto?», pregunta Escéptico.
«No hay problema. Basta con obtener los materiales ade-
cuados.»
Midas se aleja y regresa con un racimo de plátanos y un
paquete de hojas en blanco. Hace a un lado a Charlie y dispone
la máquina de escribir de modo que salta de línea cada vez que
se teclea una letra. Luego coloca de nuevo al mono en la silla
de mecanógrafo. Charlie empieza a teclear, con Midas obser-
vándole por encima del hombro. «¡Ajá!», grita éste a los pocos
segundos, deteniendo al mono. Le da un plátano, arranca la
hoja de la máquina de escribir y nos la muestra. Ha mecano-
grafiado unas dos docenas de letras, cada una al principio de
una línea. La última es una t.
«Hemos demostrado que el mono pudo mecanografiar una
i al comienzo de una línea», proclama Midas exultante de
triunfo. «Ahora probaremos con una o.»

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Saca una hoja del paquete. Al comienzo de cada línea ha


tecleado una t. Pone la hoja en la máquina de escribir, ajusta el
margen de modo que la siguiente letra que se teclee en cada
línea caiga a la derecha de la i, y suelta nuevamente al mono.
Al cabo de medio minuto, grita e interrumpe al simio.
Vuelve a mostramos la hoja. Cada línea contiene ahora una
unidad de dos letras, encabezada con una t. Las primeras treinta
no tienen sentido —tx, t!, te, tt...—, pero la última es to.
«¡Vaya —exclama Midas—. El mono ha mecanografiado
la palabra to. Ahora debemos probar con el espacio.»
Personaje previsor, ha preparado con antelación una hoja
con la palabra «to» escrita al comienzo de cada línea. Devuelve
a Charlie a la máquina de escribir.
Y una hora después, al cabo de una serie de operaciones por
el estilo, vemos a Midas presto a introducir la última hoja en el
carro de la máquina de escribir. Lleva ésta el mensaje «to be or
not to be: that is the question» al comienzo de cada línea. Char-
lie teclea obedientemente, añadiendo al azar una letra distinta
a cada línea, hasta que da en la n, tras lo cual el doctor Midas
le recompensa una vez más e interrumpe el proceso.
«Aquí tiene lo que usted quería —concluye—. Le acabo de
demostrar que el mono podría hacerlo. He acelerado el proceso
un poco, pero es porque hoy tengo que hacer unos recados. De-
jado a su aire, el mono sólo necesitaría un poco más de tiempo.
Dele tiempo suficiente y tenga por seguro que sacará el men-
saje.»
Midas se aleja tras obsequiarnos con una elegante reveren-
cia.
«Y eso les demuestra lo que intento decirles —señala Es-
céptico—. No fue el mono quien tecleó la frase; lo hizo Midas.
Interrumpía al mono cuando mecanografiaba la letra requerida,
y le daba una hoja nueva cada vez, con todas las letras correctas
previamente tecleadas por el mono en cada línea.
»Los químicos prebióticos hacen lo mismo. Prueban con
una serie de reacciones hasta que consiguen el compuesto que
buscan. Una vez conseguido, sin importar cuántos ensayos ha-

— 200 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

yan necesitado ni cuán reducida sea la producción de la sustan-


cia deseada, se creen en condiciones de pasar a la etapa si-
guiente. Al hacerlo, parten de cierta cantidad del compuesto
que sintetizaron, pero en estado puro, recién sacado del envase
del reactivo. Sostienen que han de atajar algunas curvas para
ganar tiempo.
»Pero observen la longitud de la curva que el doctor Midas
ataja en el caso de Charlie. El mono necesita unos 45 segundos
para golpear todas las letras del teclado. Para un mensaje de 40
letras, el tiempo total de tecleado es 45 veces 40 segundos, o
sea 30 minutos. Dejado solo, Charlie habría tenido que vérselas
con una probabilidad de 1 en 4540. Como vimos hace un rato,
hubiera necesitado unos 1059 años, más o menos, para conse-
guir el mensaje correcto (aunque de ser muy, pero muy afortu-
nado, podría obtenerlo al primer intento). Ningún truco barato
puede hacer pasar 45 veces 40 por 4540.»
Escéptico ha terminado, pero yo añadiré algunas notas his-
tóricas a este argumento. Experimentadores de muchas áreas
de la ciencia han falseado inconscientemente sus experiencias
al diseñar los aparatos para realizarlas o al influir sin darse
cuenta en la conducta de los sujetos de experimentación —se-
res humanos o animales—. Un caso famoso, citado en los tex-
tos de psicología y muy bien contado por Carl Sagan en El ce-
rebro de Broca, es el del caballo ducho en matemáticas, Hans
el Listo.
Hans vivió en Alemania hacia comienzos de siglo, y era
célebre por su talento aritmético. Por ejemplo, su propietario
logró enseñarle a sumar 14 a la raíz cuadrada de 4 y restar 5 al
total. Hans arrancaba a golpear lentamente el piso con el casco
y se detenía al cabo de 11 golpes, ofreciendo así la respuesta
correcta. Acto seguido, su propietario le recompensaba con un
terrón de azúcar y unas caricias. De haber persistido, es evi-
dente que podría haber inducido a Hans a realizar el cómputo
completo del impuesto sobre la renta.
Tamaño talento resultaba asombroso, pero el caballo lo per-
día cuando su dueño ignoraba la respuesta o permanecía fuera

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

del alcance de su vista. El propietario indicaba inconsciente-


mente al caballo, mediante cambios en su tensión corporal,
cuándo debía dejar de golpear. El caballo había aprendido que
si se detenía en el momento adecuado recibía un azucarillo.
Volvamos al problema del replicador. ¿Podría haber apare-
cido por azar en mil millones de años? Los químicos prebióti-
cos están en lo cierto al afirmar que la obra de mil millones de
años no admite una duplicación axiomática en una tarde. Pero,
por otro lado, esta negación no se puede emplear para dar vali-
dez a secuencias de reacciones de una inverosimilitud monu-
mental.
Los defensores del replicador aleatorio no parten de que la
síntesis de nucleótidos fuera un suceso raro, sino más bien de
que estas sustancias eran abundantes en épocas prebióticas. El
paso que precisó del azar fue la combinación de los nucleótidos
en un ácido nucleico.
Si fue así, resultaría fácil demostrar la profusa síntesis de
nucleótidos a partir del suelo y la atmósfera primitivos. Ideal-
mente, sólo haría falta mezclar los ingredientes adecuados, ce-
rrar el matraz, dejarlo así por unas horas o unos días y recolec-
tar la rica cosecha de nucleótidos.
Esto se ha hecho. Se han recorrido las distintas etapas por
separado, con un rendimiento escaso y en condiciones muy dis-
pares. Como en la realidad no se encadenan, las miraremos
ahora siquiera sea en la imaginación. Yo he enlazado, en una
narración continua, algunas de las síntesis prebióticas de más
renombre en el ámbito de los ácidos nucleicos. He seguido, en
lo posible, las sugerencias de los experimentadores, y allí
donde no existen he añadido detalles por mi cuenta. El resul-
tado final lo ofrezco en forma de versión corregida del Relato
del miércoles que presentaba la Introducción de este libro. Para
satisfacer a quienes deseen consultar los artículos técnicos que
me han servido para preparar este relato, he añadido una lista
de referencias a la bibliografía recomendada para este capítulo
(pág. 303)2.

2 No está incluida en esta edición… (Nota de Sargont)

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

1. EL RELATO DEL MIÉRCOLES (REVISADO)

Hace mucho tiempo, cuando la Tierra era todavía muy jo-


ven, emergió del mar una cadena de grandes montañas que
formó una isla enorme. Era volcánica, algo así como una isla
hawaiana de nuestros días, pues los continentes tal como los
conocemos aún no se habían formado. A causa de la altitud y
extensión de esas montañas, de los regímenes meteorológicos
y de los vientos dominantes, la isla-continente albergaba diver-
sas zonas climáticas. Las tormentas eran frecuentes en el lado
lluvioso, donde el cielo estaba siempre cubierto. En las grandes
altitudes, cerca de las cumbres montañosas, el agua se conge-
laba y la precipitación caía en forma de nieve o granizo. La
atmósfera era reductora, y esas condiciones favorecían la apa-
rición de ácido cianhídrico en las descargas eléctricas. La lluvia
y la nieve eran ricas en tal compuesto químico.
De los picos más altos descendían grandes glaciares. A sus
pies, durante la estación estival, se formaban lagos alcalinos,
en parte congelados. En ellos se recogía el ácido cianhídrico,
que reaccionaba intensamente consigo mismo hasta que lle-
gaba el invierno, momento en que los lagos se petrificaban
como hielo. Cuando se reanudaba la estación cálida, los lagos
fundían en parte y la reacción se desarrollaba de nuevo. Sin
embargo, hubo un año señaladísimo en el que la primavera no
reapareció. Cayó más nieve en las cumbres y los glaciares
avanzaron, empujando el hielo de los lagos montaña abajo. La
corriente del glaciar los trasladó de la vertiente húmeda de la
isla a una meseta central que era geotérmicamente activa. En
este clima más suave, la lengua del glaciar se fundió y la mez-
cla reactiva de ácido cianhídrico fue a parar a una fuente termal
ácida.
Hoy día hay fuentes termales de este tipo en zonas como
Islandia y el parque de Yellowstone. En ellas viven bacterias
metanógenas, aunque, por supuesto, en las remotas épocas que
estamos considerando no existía aún vida. En el transcurso de
unas pocas decenas de minutos, el hirviente ácido convirtió en
adenina una pequeña cantidad (casi un 0,1%) de los sólidos

— 203 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

arrastrados por el glaciar. Al cabo de poco tiempo, el mismo


ácido habría destruido la adenina, pero eso no ocurrió porque
las aguas de la fuente desembocaban en una corriente más im-
portante, y al hacerlo pasaban por suelos alcalinos que las neu-
tralizaban.
Rara vez llovía en esta amplia meseta, y cuando lo hacía no
era en forma de tormenta. Los rayos de sol hacían que se pro-
dujera formaldehído a partir del ácido cianhídrico. La lluvia de
formaldehído discurría en diminutos riachuelos por una zona
de la meseta central geológicamente distinta, aunque también
con actividad geotérmica, que contenía hirvientes lagunas neu-
tras cargadas de minerales en suspensión.
Cuando desembocaba un riachuelo de formaldehído en una
de estas lagunas minerales se desencadenaba un proceso que lo
convertía en una compleja mezcla de productos, entre los que
se encontraba una pequeña cantidad del azúcar ribosa. El agua
tardaba varias horas en arrastrar dicha mezcla a lo largo de la
laguna, lo que dejaba tiempo suficiente para que la reacción se
efectuara totalmente. A continuación, el producto fluía fuera de
la laguna caliente y era arrastrado aguas abajo por un gélido
torrente. Esta escapatoria no podía ser más oportuna, pues la
ribosa se habría descompuesto de haber permanecido dema-
siado tiempo en la laguna.
Los arroyos de adenina y de ribosa confluían en la meseta
central, si bien todavía no podían formar adenosina. Necesita-
ban un medio cálido y la presencia de sal marina. Por suerte,
una fragorosa cascada los llevaba casi a nivel del mar en la ver-
tiente árida y caliente de la isla. El factor tiempo era decisivo,
pues el azúcar no era estable e iba desapareciendo.
Al pie de la cascada, la corriente se ensanchaba para formar
un extenso delta. Las aguas fluían sobre distintos tipos de roca,
y finalmente penetraban en una laguna de marea que quedaba
aislada del océano en la bajamar. Los minerales que constituían
el substrato de la laguna tenían una afinidad especial por la ade-
nina y la ribosa y las retenían, mientras que la mayoría de las
sustancias restantes eran barridas por la marea que llenaba y
drenaba la laguna.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Ocurrió durante un día especialmente tórrido. El sol, que


evaporaba el agua que permanecía en la laguna, calentó la ade-
nina y la ribosa en presencia de sal, convirtiéndolas, en parte,
en el nucleósido adenosina. Y mientras ocurría esto, una vio-
lenta tormenta se desataba mar adentro, originando grandes
olas.
Las olas tomaron la laguna al asalto, barrieron su contenido
y lo transportaron más al interior. Éste quedó depositado en una
charca, que denominaremos Charca de Darwin y que iba a ser
el lugar escogido para el origen de la vida.
No bien alcanzó la adenosina la Charca de Darwin, las su-
cesivas olas que llegaban en distintas direcciones aportaron los
nucleósidos que faltaban para fabricar el ARN. De haber sido
estos compuestos químicos seres humanos, habrían festejado
con júbilo este primer encuentro como anticipación del glo-
rioso futuro que tenían por delante, y se habrían turnado para
describir la maravillosa serie de acontecimientos que llevó a su
propia creación. Pero no involucremos nuestros sentimientos
en esta historia, y dejemos que la naturaleza prosiga la síntesis.
Se necesitaba fosfato para la conversión de nucleósidos en
nucleótidos. Varios geólogos han afirmado que en la Tierra pri-
mitiva el fosfato no era fácilmente asequible, y que sólo incre-
mentó su concentración en las aguas poco a poco, según se me-
teorizaban las rocas adecuadas. Sin embargo, la Charca de Dar-
win era una de las pocas localidades selectas bendecidas con el
tipo conveniente de mineral, pues disponía de fosfato en abun-
dancia. Así, cuando la persistente sequía evaporó la charca
hasta poco menos que secarla, los nucleósidos se convirtieron
en nucleótidos. El proceso se vio facilitado por un catalizador
adicional, presente entre los minerales que tapizaban la charca.
Los nucleótidos tenían ahora que combinarse para formar
el replicador. A este proceso contribuyó considerablemente la
presencia de ciertos compuestos químicos llamados aminas, in-
troducidos en la charca por otra avenida transitoria. De haber
llegado antes, mala acogida hubieran tenido en nuestro relato,
pues se habrían interpuesto en varios pasos previos.

— 205 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Por entonces el clima se estabilizó. Los días siguieron tan


cálidos como antes, lo bastante para secar la charca. Sin em-
bargo, los vientos acarreaban cada noche humedad suficiente
para formar una delgada película de líquido en el fondo. Estos
períodos alternantes de calor y humedad brindaron a los nu-
cleótidos la posibilidad de agruparse de diversas maneras y
volver a separarse. Cierto atardecer, la casualidad hizo que se
formara el replicador. Éste asumió el mando de inmediato,
montando otros nucleótidos para formar copias de sí mismo
con mayor celeridad de la que podían separarse. Se había
creado la vida y podía comenzar la evolución.
Antes de finalizar el relato, hemos de hacer una observa-
ción acerca del nombre de la charca. Charles Darwin no hizo
extensibles sus teorías al problema del origen de la vida, y se
declaró públicamente creacionista. En 1863, en una carta per-
sonal al botánico Joseph Hooker, Darwin escribía que «es una
pura tontería pensar hoy en el origen de la vida; también se
podría reflexionar sobre el origen de la materia». Sin embargo,
no pudo resistirse a la tentación de cometer esa tontería, pues
en 1871 escribía de nuevo a Hooker:
Se ha dicho a menudo que ahora mismo se dan todas las con-
diciones para la producción original de un organismo vivo, pro-
ducción que podría estar realizándose actualmente. Pero aunque
pudiéramos concebir que en una pequeña charca caliente, con toda
suerte de sales amoniacales y fosfóricas, con luz, calor, electrici-
dad, etc., pudiera formarse químicamente un compuesto proteí-
nico presto a experimentar cambios todavía más complicados, en
la actualidad dicha sustancia sería devorada o absorbida de inme-
diato, lo que no habría sido el caso antes de que se formaran los
seres vivos.

Esta cita se ha reproducido con frecuencia en textos y ar-


tículos sobre el origen de la vida. Como hemos visto, muchos
investigadores preferirían reemplazar la palabra «proteína» por
«ácido nucleico». Por lo demás, estos párrafos son de una ex-
traordinaria actualidad, lo cual es un homenaje tanto a su pre-
visión como a nuestra falta de progreso.

— 206 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Escéptico, que parecía enfermo al comienzo de este capí-


tulo, se ha recuperado durante el relato y se revuelca por el
suelo tronchado de risa. Se detiene para preguntar qué parte del
relato es mía y cuál ha sido publicada en la literatura científica.
Le respondo que lo publicado es la diversidad de condicio-
nes de reacción, así como las indicaciones para posibles em-
plazamientos prebióticos adecuados, como el lago helado, la
hirviente laguna mineral, la laguna de marea y el ambiente de-
sértico. Me he tenido que inventar la mayoría de los sistemas
de transporte para trasladar los productos químicos de un lugar
a otro, aunque los glaciares y las lluvias separadas de formal-
dehído y ácido cianhídrico también son detalles publicados.
«Muy imaginativo —comenta—, pero, francamente, para
relato mágico prefiero el del Padre Cuervo.»
Se podrían construir otras historias para llegar al origen del
replicador, empleando otros experimentos descritos en la lite-
ratura científica. Los habría menos espectaculares que los an-
teriores, pero todos compartirían los mismos defectos genera-
les. Se precisan muchos eslabones, cada cual con unas condi-
ciones específicas, y por consiguiente muchos emplazamientos
geológicos distintos. Los compuestos químicos esenciales en
un eslabón pueden ser nefastos en otro. Los rendimientos son
escasos, con muchos productos indeseables componiendo el
grueso de la mezcla. Hay que recurrir a procesos imaginarios
para concentrar las sustancias importantes y eliminar las con-
taminantes. La secuencia completa desafía nuestra credibili-
dad, con independencia del tiempo asignado al proceso.
Una vez más, como en el experimento de Miller y Urey,
tenemos un gran vacío entre los resultados incontestables de
una serie de investigaciones y los mitos que se originan a partir
de ellos. Como antes, hemos de indagar en las actitudes que se
ocultan tras los sistemas de creencias implicados. Podemos
empezar con una afirmación sacada del libro de bioquímica de
Zubay, de 1983: «Las primeras formas de vida contenían pro-
bablemente ácidos nucleicos aptos para almacenar la informa-
ción génica. [...]. Por consiguiente, debe haber existido una vía
para la síntesis de los elementos constructivos del ARN.»

— 207 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Aunque redimida en parte por el uso del «probablemente»,


el «debe» de esta cita la sitúa más cerca de la mitología que de
la ciencia. Ignora la posibilidad resumida en la siguiente for-
mulación alternativa. Los denodados esfuerzos realizados no
han conseguido desvelar vías adecuadas para la producción de
existencias abundantes de nucleótidos en la Tierra primitiva;
así pues, las primeras formas de vida almacenaban probable-
mente su información génica en algún sistema químico más
sencillo que los ácidos nucleicos.
A pesar de todo, persiste la creencia en que esas vías deben
existir. El principal creyente es quizás el profesor Cyril Pon-
namperuma, que dirige el Laboratorio de Evolución Química
de la Universidad de Maryland. Según Ponnamperuma, «nadie
duda hoy día que se pueden fabricar las piezas que integran los
ácidos nucleicos, por una vía que cabe calificar de natural».
Quizás haya que perfeccionar un poco más la química orgánica
para allanar las dificultades, pero eso, téngase por seguro, se
conseguirá. La vía no funcionaba al azar: «existen propiedades
inmanentes a los átomos y moléculas que parecen dirigir la sín-
tesis en la dirección más favorable» para las moléculas de la
vida.
Ponnamperuma hizo estos comentarios cuando le entrevisté
en su laboratorio —en realidad, una serie de laboratorios inge-
niosamente decorados con carteles del programa espacial, una
exposición de fragmentos de meteorito, fotografías del aparato
Miller- Urey, así como el propio aparato, y una lata con la eti-
queta «sopa primordial»—. Antes de ocupar su puesto actual,
Ponnamperuma había trabajado en el Laboratorio Ames de la
NASA, en California, donde desempeñó un importante papel
en el análisis de los compuestos orgánicos de los meteoritos.
Ponnamperuma es quizás el más conocido de los científicos vi-
vos que se dedican de lleno al estudio del origen de la vida. Fue
el primer receptor de la recién creada medalla Oparin de la In-
ternational Society for the Study of the Origin of Life, y en el
momento en que escribo estas líneas es presidente de dicha so-
ciedad.

— 208 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Ponnamperuma es oriundo de Sri Lanka. Según cuenta el


periodista Harold Hayes, estudió religión en la Universidad de
Madrás y luego se trasladó a Londres para aprender química.
«A finales de los años cuarenta, Ponnamperuma se dio cuenta
de que esos dos intereses tan dispares se entrecruzaban en el
campo del origen de la vida», escribía Hayes. Como hemos ob-
servado, su aproximación a este tema está impregnada de un
optimismo y una creencia en algún designio cósmico que pare-
cen provenir de una fe interior.
Este designio comenzaría en el espacio exterior. Ponnam-
peruma expone sus sentimientos de forma harto elocuente en
un comentario reciente: «Examine las moléculas interestelares
y detectará cianuro y formaldehído. Ambos pueden dar paso a
todo lo demás. Existe una gran sencillez en todo el esquema,
tanta que parece como si el Universo entero intentara producir
vida.» A causa de la actuación de esos factores favorables que
conducen a nuestra propia química, «somos hermanos y her-
manas de las estrellas». En la entrevista de Hayes, Ponnam-
peruma comentaba: «No me sorprendería que usted aterrizara
en algún planeta como la Tierra y alguien de un metro y pico
de alto, con dos ojos, le saliera al encuentro y exclamara:
¡Hola!» Como resumen sucinto, el que hizo en una reciente
conferencia pública: «Dios mismo debe de ser un químico or-
gánico.»
Este punto de vista es uno de los que nos encontrábamos en
nuestro examen del experimento Miller-Urey y calificábamos
de predestinación. Como señalábamos entonces, no podemos
excluir la posibilidad de que las leyes del Universo estén arre-
gladas a nuestro favor; no se nos podría prestar mayor cum-
plido. Sin embargo, hoy por hoy esta actividad no tiene más
fundamento que la fe, pues los datos que se conocen no la apo-
yan. Las moléculas interestelares, por ejemplo, pueden dar
paso a todo lo demás, como indica Ponnamperuma, pero yo
haría hincapié en el todo. A la larga, cabría construir todo el
«Beilstein» con dichas moléculas. Cuando examinemos las
teorías de sir Fred Hoyle, veremos cuán lejos podemos llegar
si dejamos que estas sustancias nos exciten la imaginación.

— 209 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Una estimación mucho más pesimista de las perspectivas


de la hipótesis del gen desnudo podría ser la de Leslie Orgel.
Nos cruzamos con él anteriormente, en relación con su modelo
para el estudio de la reproducción del ARN sin catalizadores.
Orgel es autor, junto con Francis Crick, de un artículo sobre la
panspermia dirigida, tema del que nos ocuparemos en breve.
Ha realizado aportaciones teóricas en numerosos dominios de
las ciencias biológicas, sobre temas que van desde la teoría del
envejecimiento y la mutación hasta el ADN egoísta. Lo más
interesante por lo que a nosotros respecta es el hecho de que
buena parte de los mejores trabajos sobre la síntesis prebiótica
de los ácidos nucleicos procede de su laboratorio en el Salk
Institute de California. Al resumir el estado de estas investiga-
ciones. Orgel es de una claridad meridiana: «No se ha conse-
guido la síntesis de azúcares en condiciones admisibles, como
tampoco su incorporación en nucleósidos. Mientras este pro-
blema no sea resuelto o soslayado, subsistirá la debilidad de las
teorías de la síntesis abiótica de los ácidos nucleicos. El origen
de los nucleósidos sigue siendo, en mi opinión, uno de los prin-
cipales problemas de la síntesis prebiótica.»
Cuando coincidí con él en una conferencia en Detroit, en
1983, Orgel estaba dispuesto a admitir que las dificultades de
la síntesis prebiótica de los ácidos nucleicos eran abrumadoras.
Sin embargo, acto seguido añadió: «Las hay igualmente abru-
madoras en todas las teorías.» Orgel conoce muy a fondo la
investigación en este campo y, en muchos puntos, podría ser
un sustituto perfecto de nuestro amigo Escéptico. Pero en oca-
siones toma un rumbo distinto: «Sospecho que existe una solu-
ción para este enigma, aunque no sé cuál pueda ser.» Le gusta
señalar que la mayor parte de los rubíes de la Tierra se encuen-
tran en una montaña de Birmania, producto de una improbable
serie de transformaciones en el ámbito de la química mineral.
No podemos conocer todas las sustancias que pueden haber
sido abundantes en la Tierra primitiva, y quizás una de ellas,
algún mineral mágico, tuvo las propiedades justas para hacer
que se dieran las reacciones necesarias para crear un ácido nu-
cleico.

— 210 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Como señala Leslie Orgel, quizás exista una solución fácil


y hasta ahora la hemos pasado por alto. Queda por ensayar un
número inmenso de combinaciones de minerales y otras sus-
tancias químicas, y quizás una de ellas nos descubra dónde está
el truco. Sin embargo, mientras no aparezca la combinación, la
idea de un gen desnudo de ácido nucleico debe considerarse
pura especulación o materia de fe, según la persona que la pro-
ponga. Mientras tanto, vale la pena examinar otras soluciones,
y así lo haremos.
A modo de resumen de este tema, me gustaría citar a
Graham Cairns-Smith, cuya teoría recabará nuestra atención un
poco más adelante:
Realmente son muchos los experimentos interesantes y de-
tallados realizados en este campo. Pero, a mi juicio, la impor-
tancia de este trabajo radica no en demostrar cómo pudieron
haberse formado los nucleótidos en la Tierra primitiva sino
precisamente en lo contrario: estos experimentos nos permiten
comprobar, con mucho más detalle del que por otros medios
hubiera sido posible, que los ácidos nucleicos prebióticos son
muy improbables.
Si esa conclusión es correcta, entonces la vida empleó otro
sistema genético antes del advenimiento de los ácidos nuclei-
cos. Y aun cuando no existe indicio alguno en lo que a su iden-
tidad se refiere, no faltan especulaciones que nos muevan a re-
flexión. Pasemos al examen de las más notables.

— 211 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

VIII. BURBUJAS, FORMAS ONDULADAS Y


LODO

La evolución requiere un sistema molecular capaz de alma-


cenar información y de proporcionar variantes ocasionales
como fuente de posible mejora. Sabemos cómo se desenvuel-
ven los ácidos nucleicos modernos en esta función; pero, la-
mentablemente, su complejidad química hace inverosímil que
se formaran por procesos espontáneos y que estuvieran presen-
tes en los comienzos de la vida. Así pues, ¿qué otro sistema se
ocupó de esa función en los primeros tiempos? Ésta es una pre-
gunta crítica para el origen de la vida.
Por supuesto, hay hipótesis y especulaciones a manos lle-
nas. Pero de todas las teorías en competencia ninguna se ha
llevado la victoria. A todas les ha faltado la demostración de-
cisiva que habría convencido a los contrarios, o como mínimo
a los observadores imparciales. Estas teorías, muy diferentes
en detalle, tienen además otra característica «en común»: cada
una parte de su propia concepción de la Tierra primitiva. Al
leerlas una tras otra en el curso de mi investigación, estas des-
cripciones se fundieron en mi mente, componiendo una imagen
compleja de nuestro planeta en sus primeros años. Era un lugar
yermo, horripilante, un erial de burbujas, formas onduladas y
lodo. Cada uno de estos detalles representa una concepción dis-
tinta del origen de la vida, y los estudiaremos por separado.

1. BURBUJAS

Nuestro primer escenario es un mar o una laguna lleno de


minúsculas estructuras a modo de burbujas, de tamaño bacte-
riano. Sin embargo, no son bacterias, ya que están hechas sólo
de proteínas, o, para ser más exactos, de proteinoides, es decir,
sustancias afines a las proteínas que se forman al calentar una

— 212 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

mezcla de aminoácidos. A pesar de esta cortapisa en su com-


posición, dichas estructuras, llamadas microsferas, presentan
numerosas propiedades características de la vida. Catalizan
reacciones químicas y poseen superficies que recuerdan las
membranas. En ciertas condiciones, pueden generar respuestas
eléctricas que evocan las de las células nerviosas modernas. Y,
lo que es más importante, pueden proliferar y tienen la capaci-
dad de evolucionar por selección natural. Al hacerlo, producen
por vez primera los compuestos químicos cruciales para la vida
actual: las proteínas y los ácidos nucleicos. Ésta es la visión de
Sidney Fox, que dirige el Institute for Molecular and Celular
Genetics de la Universidad de Miami.
Durante el último cuarto de siglo, el profesor Fox ha sido
el partidario más señalado de la posición «las proteínas pri-
mero» en el origen de la vida. Ha combatido vigorosamente el
concepto del gen desnudo, afirmando que «el ADN surgió del
sistema vivo; no fue el resultado de un acto independiente de
creación especial [...]. La molécula hereditaria de ADN tuvo
que surgir en sistemas celulares en los que ya existían proteínas
estructuradas.»
Hoy día Fox es un setentón, pero sigue todavía en activo,
investigando y organizando simposios que promueven esta hi-
pótesis. En 1983, por ejemplo, presidió en Detroit una sesión
de la American Association for the Advancement of Science,
que tuvo al ecólogo y candidato presidencial Barry Commoner
de orador. Esta reunión motivó titulares en la prensa del tipo
«Se desacredita el papel del ADN» en el Detroit Free Press, y
«La investigación sale en defensa de la evolución tardía del
ADN» en el Chemical and Engineering News. Desde luego,
este punto de vista es el mismo que yo encontraba atractivo en
un capítulo anterior.
Sidney Fox no ha hecho de mero aglutinante del grupo «las
proteínas primero», sino que ha defendido el particular sistema
de las microsferas —experimentado por vez primera en su la-
boratorio a finales de los años cincuenta— como la solución al
problema del origen de la vida. Huelga decir que esta posición

— 213 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

le ha convertido en centro de controversia. Su sistema ha me-


recido el favor de los medios de comunicación y de diversos
textos, muy especialmente de la archiutilizada Bioquímica de
Lehninger, que lo califica de extraordinario. Por otro lado, ha
concitado vehementes críticas, desde las del químico Stanley
Miller y los astrónomos Harold Urey y Carl Sagan hasta las del
creacionista Duane Gish. No existe quizá ningún otro punto en
la teoría del origen de la vida que pueda suscitar tanta armonía
entre evolucionistas y creacionistas como la que manifiestan
ambos al oponerse a la aplicabilidad de los experimentos de
Sidney Fox.
Cuando entrevisté al controvertido profesor Fox durante
una reciente reunión sobre el origen de la vida, me pareció cor-
tés, franco y bastante generoso con su tiempo. Estaba deseando
hablar de la historia de sus propios esfuerzos y del problema
del origen de la vida en general. Cuando le pregunté acerca de
las críticas que se le dirigían, recordó una anécdota ocurrida
cuando un amigo muy allegado andaba preparando una biogra-
fía suya: «Durante muchos años, él había creído que yo me sen-
tía molesto por las críticas que recibía.» Pero «revisando algu-
nos artículos, cambió de opinión y consideró que yo no me sen-
tía suficientemente molesto». Fox comentó con pesar: «Me
gustaría pensar que la ciencia es sólo una grande y agradable
hermandad [...]. Sin embargo, no es así, la gente tiene que me-
ter por medio sus emociones.»
¿Por qué tenía que despertar Fox esas reacciones? Quizá
porque, según él, había resuelto en buena medida el problema
del origen de la vida. Fox se refirió a otro científico que había
publicado una extensa teoría que bosquejaba importantes cues-
tiones todavía por examinar: «¿Cómo se sentirá cuando averi-
güe que hemos respondido a estas cuestiones?»
Fox tenía mucha confianza en la validez de sus respuestas.
Comentó: «Creo que la evolución ha seguido un camino muy
angosto, muy determinado. Se está en la pista evolutiva o no se
está.» Citó su propio laboratorio y quizá media docena más,
como ejemplo de los que andaban por el camino acertado. «Los
demás se mueven en el contexto de “el ADN primero” o de la

— 214 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

aleatoriedad, que son ideas afines. Y a pesar de que han domi-


nado la escena, no creo que nos hayan ganado en ningún te-
rreno.»
Escéptico tiene algo que decir en este punto de nuestro re-
lato. Subraya que, con independencia de cualquier sentimiento
personal que pueda haber de por medio, el valor de este sistema
debe venir determinado en último término por los propios ex-
perimentos. De modo que deberemos prestar atención a los de-
talles.
Hemos visto que muchos experimentos, empezando por el
de Stanley Miller y Harold Urey en 1953, han demostrado la
pronta formación de ciertos aminoácidos bajo condiciones pri-
migenias verosímiles. Las mezclas de aminoácidos no tienen
ninguna propiedad característica de la vida. Sin embargo,
cuando se unen en largas cadenas proteínicas de formas muy
específicas, los aminoácidos pueden formar enzimas. Los en-
zimas son elementos vitales de los sistemas vivos, pues multi-
plican considerablemente la velocidad de las reacciones quími-
cas importantes para los procesos de la vida.
Los aminoácidos no se unen con facilidad para formar pép-
tidos (cadenas proteínicas cortas) y proteínas cuando hay agua
presente. De hecho, los detalles del balance energético mandan
que ocurra lo contrario. En presencia de agua, los péptidos y
las proteínas se desintegran lentamente en aminoácidos. La si-
tuación sugiere el remedio: para unir aminoácidos, caliéntelos
en seco, de modo que el agua desprendida en su unión desapa-
rezca.
Sin embargo, este remedio resultó deficiente cuando se
llevó a la práctica. «Los bioquímicos sabían que cuando se ca-
lienta una mezcla de aminoácidos en la proporción hallada en
las proteínas, el resultado es la pirolisis y la formación de un
alquitrán pardo oscuro, de olor desagradable», comentaba el
químico William Day. Es en este punto donde Sidney Fox puso
su grano de arena. Fox se saltó las recetas al uso y añadió can-
tidades extra de tres aminoácidos particulares. Estas mezclas,
calentadas en seco muy por encima del punto de ebullición del

— 215 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

agua, daban preparados limpios, en los que los aminoácidos se


habían unido entre sí.
Pero los productos obtenidos no eran proteínas naturales,
aunque estuvieran hechas de aminoácidos. Los susodichos
aminoácidos extra contenían un radical amino o ácido adicio-
nal, y, aunque en las proteínas naturales estos grupos extra no
intervienen en la formación de la cadena, sí lo hacían durante
el proceso de calentamiento. El resultado eran cadenas anor-
males, incluso ramificadas. Además, algunos aminoácidos se
habían convertido en la forma D correspondiente, de modo que
en el producto final coexistían formas D y L. Otros aminoáci-
dos se transformaron en sustancias coloreadas, las cuales que-
daban incluidas en las cadenas. Así pues, el producto resultante
recibió el nombre de «proteinoide», para diferenciarlo de las
proteínas existentes en los seres vivos terrestres.
Se juzgó que los proteinoides merecían ser estudiados, pues
tenían propiedades muy interesantes. Por ejemplo, diversos
preparados mostraban una débil actividad catalítica en ciertas
reacciones químicas, si bien —hay que insistir— dicha activi-
dad no era muy superior a la que poseía la propia mezcla de
aminoácidos antes de calentarla. Mucho más sorprendentes, sin
embargo, eran las transformaciones manifestadas por ciertos
tipos de proteinoide cuando se les trataba con agua caliente en
ciertas condiciones. Uno de esos tratamientos consistía en di-
solverlos en agua caliente y dejar que la disolución se enfriara
lentamente. Por tan sencillísimo procedimiento se obtenía un
gran número de microsferas: diez mil millones de ellas se pu-
dieron preparar a partir de un solo gramo de proteinoide.
Debemos anotar aquí que las microsferas brindan una mag-
nífica ilustración de la frase «visto y no visto». Se pueden di-
solver rapidísimamente cambiando la acidez de la disolución
en la que se formaron, o añadiendo más agua a la misma. Fue
esta fragilidad lo que me sugirió la analogía de la burbuja. No
obstante, si se evitan tales medidas, las microsferas se conser-
van y pueden ser manipuladas durante períodos de tiempo con-
siderables. Con ellas se han llevado a cabo extensas y minucio-
sas investigaciones a fin de explorar sus propiedades.

— 216 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Una característica de las microsferas que llama de inme-


diato la atención es su parecido con ciertos organismos unice-
lulares, tanto en tamaño como en aspecto. En sección transver-
sal son como bacterias, con compartimientos internos y límites
exteriores tipo bicapa que hacen pensar en membranas. Otras
preparaciones tienen un aspecto similar a los microfósiles de
cianobacterias primitivas. Además, las preparaciones de mi-
crosferas contienen unidades fusionadas, una disposición que
recuerda la división celular. Pero el propio Fox se muestra pru-
dente a la hora de interpretar esta capacidad de dividirse en dos:
«Esta tendencia se observa también en las gotitas de sopa, de
mercurio, de aceite, así como en las gotitas de vidrio fundido
en la Luna.»
Mientras asistía a una reciente reunión de la American As-
sociation for the Advancement of Science, me topé con una fo-
tografía preciosa de lo que supuse eran microsferas de protei-
noide: la foto mostraba diminutas formas microscópicas circu-
lares, algunas fusionadas, suspendidas contra un fondo trans-
parente. Pero en realidad no eran proteinoides, sino partículas
de ceniza volcánica del volcán del Mount St. Helens. Habían
sido arrojadas al aire como lava fundida, y adoptaron forma
esférica antes de endurecerse, a causa de la tensión superficial.
El cristalógrafo J. D. Bernal, reparando en la diversidad de for-
mas existentes en la naturaleza, ha comentado que las adopta-
das por las microsferas no son infrecuentes. Concluía que
«todo parecido con los organismos vivos, como la presencia de
dobles esferas, que sugiere algún tipo de fisión, probablemente
es fortuito».
Sidney Fox y sus colaboradores no están de acuerdo. Creen
que las numerosas propiedades «biológicas» exhibidas por las
microsferas, junto con su aspecto, las consolida como objetos
de importancia. Se han obtenido listas de datos sobre la res-
puesta de las microsferas a los colorantes empleados en las bac-
terias, su actividad catalítica, sus propiedades como membrana,
su actividad eléctrica, su sensibilidad a la luz, e incluso su re-
producción. Como muestra, examinaremos esta última propie-

— 217 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

dad, citando a Fox directamente: «Las microsferas se reprodu-


cen de una manera primitiva, que entraña un crecimiento aná-
logo al de un cristal. Lo hacen merced a diversos procesos: fi-
sión binaria, formación de microsferas a modo de yemas se-
guida de separación, crecimiento de los brotes independientes,
y también mediante lo que parece esporulación y partición.»
En los experimentos de gemación, se coloca las microsferas
en disolución con proteinoides. A medida que progresa la acre-
ción de proteinoide en la superficie de la microsfera, ésta crece
y forma yemas. La agitación mecánica de la suspensión hace
que las yemas se suelten. Y cuando se coloca a éstas en una
nueva disolución de proteinoide, crecen, «originando una se-
gunda generación».
Al resumir este comportamiento, el profesor Fox y sus co-
laboradores gustan de comparar las microsferas con células pri-
mitivas. En algunas de sus declaraciones, se pone de manifiesto
cierta fe en que las microsferas podrían evolucionar incluso
hasta las células presentes: «Por consiguiente, creemos que las
microsferas de proteinoides son capaces de evolucionar hasta
una célula actual, aunque esa capacidad no ha sido todavía ple-
namente demostrada.» En otros momentos, sin embargo, ad-
vierten que las microsferas son sólo un modelo, una simula-
ción, de las células primitivas. Ocultan esta ambigüedad aña-
diendo el prefijo «proto» (que significa mínimo, incompleto o
primitivo) a las propiedades que describen. Así, escriben sobre
protocélulas, protoorganismos, protorreproducción, protome-
tabolismo, protoevolución y protosexualidad.
En ciertas condiciones de laboratorio, las microsferas inde-
pendientes se fusionan e intercambian material. Se consideró
que este fenómeno estaba relacionado con «el origen de la pro-
tosexualidad en las protocélulas», y en una revisión posterior
se calificó el fenómeno de «modelo del origen de la comunica-
ción». Resumiendo éstas y otras manifestaciones, Fox afir-
maba: «Se ha sintetizado un protoorganismo en el laboratorio.
Por otra parte, queda por realizar todavía la demostración plena
de la capacidad de evolucionar hasta una célula contemporá-
nea.»

— 218 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Si se llegara a aceptar esta interpretación, las conclusiones


anteriores supondrían por sí solas una enorme contribución al
conocimiento científico de la naturaleza del proceso de la vida.
Pero se ha llevado su pretendida trascendencia aún más allá. La
formación de microsferas ha sido presentada como el aconte-
cimiento determinante del origen de la vida en la Tierra primi-
tiva:
Los trabajos de diversos investigadores, sobre todo biólogos
del espacio, apuntan a que la Tierra primitiva fue «una selva» de
compuestos orgánicos. Parejo fundamento tiene la idea de que la
superficie de la Tierra primitiva ofrecía un rico césped de macro-
moléculas surtidas, sobre todo proteinoides térmicos. Cuando se
agregaron, al toque del agua, estos últimos se convirtieron en in-
dividuos sujetos a selección darwiniana.

Estas protocélulas, con un sistema de reproducción muy


primitivo, habrían desarrollado en el curso de la evolución la
capacidad de fabricar auténticas proteínas, así como ácidos nu-
cleicos. Según esta hipótesis, la célula moderna habría apare-
cido de un modo gradual.
La viabilidad geológica de la formación de microsferas fue
el foco de muchas de las críticas que inicialmente se hicieron
al grupo de Fox. ¿Pudieron darse temperaturas de 150 a 180°C
en la Tierra primitiva? Y si se dieron, ¿habrían sobrevivido los
aminoácidos y otros compuestos a una exposición prolongada
a ellas? En un artículo de 1959, Stanley Miller y Harold Urey
llegaban a la conclusión de que no, afirmando: «Es difícil ima-
ginar cómo los procesos aducidos por Fox podrían haber sido
importantes en la síntesis de compuestos orgánicos.»
Tiempo después, Miller, en un libro escrito conjuntamente
con Leslie Orgel, se preguntaba «si existen lugares en la Tierra
actual, con temperaturas de ese orden, donde pudiéramos dejar
caer, por ejemplo, 10 gramos de una mezcla de aminoácidos y
obtener una cantidad significativa de polipéptidos [...]. No po-
demos concebir un solo lugar así.»
La Segunda Conferencia Internacional sobre el Origen de
la Vida, la celebrada en Florida en 1963, aquella en la que se

— 219 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

conocieron personalmente Oparin y Haldane, estuvo organi-


zada por Sidney Fox. Él y sus colegas presentaron los datos
sobre su sistema en varias ponencias de la conferencia, y hubo
un fuerte disentimiento en lo concerniente a la posibilidad de
que tales eventos pudieran darse en la Tierra primitiva. Carl
Sagan, por ejemplo, declaró: «Me gustaría ver un cálculo de
órdenes de magnitud que asignara una probabilidad a cada es-
cena del guion, y diera una idea de la abundancia total de poli-
péptidos a escala de tiempo geológico.» (¡Ojalá hubiera hecho
extensible esta petición al gen desnudo!) El geólogo J. R. Va-
llentyne agregó con posterioridad, refiriéndose a la propuesta
prebiótica de Fox: «Cada vez que un geólogo oye hablar de
ella, siente como si le pincharan, y es lógico que las personas
que piensan en términos de historia de la Tierra experimenten
una reacción de este tipo frente a dicha teoría.»
El profesor Fox y sus colaboradores han demostrado agili-
dad y flexibilidad al tratar de responder a estas críticas. En un
principio, propusieron los bordes de los volcanes como lugares
que podrían ofrecer las temperaturas necesarias para la forma-
ción de proteinoides; éstos serían arrastrados posteriormente
por la lluvia y convertidos en microsferas. Para ilustrar este
concepto, se recogió una muestra de lava en una zona volcánica
de Hawái y se llevó al laboratorio del profesor Fox, procedién-
dose seguidamente a la preparación de las microsferas en una
depresión de la lava en cuestión.
Tiempo después, el escenario fue ampliado a otros encla-
ves. Se descubrió que podían emplearse temperaturas más ba-
jas (85°C) para sintetizar proteinoides, con la condición de que
el período de calentamiento pasara a ser de meses en lugar de
horas. Así, los desiertos más tórridos de la Tierra se unieron a
los bordes de los volcanes como lugares que podrían propor-
cionar el calor necesario.
Cuando le entrevisté en 1983, el profesor Fox mencionó
otra posibilidad, relacionada con descubrimientos actuales.
Apuntó que las chimeneas termales del fondo del océano Pací-
fico podrían ofrecer las temperaturas necesarias sin gran difi-

— 220 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

cultad. Allí podrían formarse aminoácidos que luego se calen-


tarían para producir proteinoides. Hizo una pausa momentánea
cuando le pregunté cómo se lograrían las imprescindibles con-
diciones de calor seco en el fondo del mar. Y entonces dejó
caer la idea de que pudo formarse un tapón sólido de aminoá-
cidos en la boca de una de las chimeneas. Como el agua sobre-
calentada no herviría en las proximidades de esta zona, los ami-
noácidos se transformarían en proteinoides. Posteriormente, el
tapón se desprendería. El procedimiento completo quizá no
funcionara más de una vez de cada diez, pero esa proporción
de éxitos sería suficiente.
Aparte del problema de la localización, se han planteado
otras cuestiones en lo concerniente al argumento de las micros-
feras. ¿Cómo se consiguieron las necesarias concentraciones
de aminoácidos? ¿Estaban presentes en la Tierra primitiva los
imprescindibles aminoácidos especiales? ¿Dificultarían el pro-
ceso las sustancias químicas de distinta naturaleza que también
pudieran hallarse presentes? ¿No se disolverían las microsfe-
ras, de haberse formado, en contacto con el agua dulce? De to-
dos modos, cualquiera que sea la verosimilitud de las diversas
etapas, debe repararse en que son mucho más simples que los
preparativos prebióticos propuestos para los ácidos nucleicos,
que han recibido muchas menos críticas.
Yo sugeriría que dejásemos de lado la cuestión de la viabi-
lidad prebiótica de las microsferas, pues la eclipsa otro interro-
gante mucho más importante: ¿es realmente posible preparar
una célula primitiva con cierto número de propiedades de la
vida, y presta a evolucionar, en dos pasos (calor y adición de
agua) y a partir de una mezcla, cualquier mezcla, de compues-
tos químicos sencillos?
Hemos invertido capítulos enteros en argumentar por qué
es extraordinariamente improbable que pueda surgir una es-
tructura con ese grado de organización interna. A decir verdad,
Sidney Fox debe convenir con este argumento, ya que propone
que la información necesaria para la construcción de su pro-
tocélula está ya presente en la mezcla original de aminoácidos.
Cuando los aminoácidos se combinan al exponerlos al calor,

— 221 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

no lo hacen al azar, sino guiados por sus preferencias químicas


individuales. Este proceso se traduciría en la formación de una
protocélula, lista para evolucionar por selección natural.
Si se aceptara esta explicación, buena parte del misterio so-
bre el origen de la vida desaparecería. Habríamos aprehendido
la naturaleza de las etapas esenciales. Si se ha seguido concre-
tamente esta receta u otra equivalente, más acorde con las con-
diciones reales de la Tierra primitiva, eso ya sería cosa de de-
talle histórico. El principio fundamental estaría ya descifrado.
Pero ¿cuál sería exactamente este principio fundamental? La
pregunta tiene su miga.
Para explorar la cuestión, quizá sea mejor que dejemos de
lado los aminoácidos y recuperemos a nuestro animal favorito,
el mono Charlie, con su máquina de escribir. Calculábamos an-
tes que si Charlie tecleaba al azar, lo más probable es que las
estrellas llevaran tiempo ha reducidas a cenizas para cuando él
mecanografiara el mensaje «to be or not to be: that is the ques-
tion». Así que «desautoricémoslo». Habremos de plantearnos
cómo hacerlo, porque existen innumerables maneras de apar-
tarse del azar.
Introduciremos un elemento de realidad y dotaremos a
Charlie de cierta predisposición a emplear la mano derecha.
Supongamos que golpea el lado derecho del teclado algo más
que el izquierdo. ¿Mejoran nuestras posibilidades con este de-
terminismo? No, en todo caso empeorarán, pues la mayoría de
los caracteres que componen el mensaje están en el lado iz-
quierdo. El determinismo no es necesariamente mejor. En cam-
bio, las posibilidades aumentarían si Charlie se inclinara por la
mano izquierda. Así y todo, se hallan tan radicalmente alejadas
de nuestro deseado mensaje que todavía es fabulosamente im-
probable que tenga mecanografiadas esas palabras para cuando
las estrellas hayan desaparecido.
Para que la empresa tenga éxito, el alejamiento de Charlie
de la aleatoriedad ha de estar guiado por una fuerza organiza-
dora. El doctor Midas cumplía ese cometido cuando daba el
alto a Charlie una vez éste había tecleado la letra correcta. No
obstante, el plan del doctor Midas podría haberse desbaratado

— 222 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

si Charlie hubiera tecleado tan deprisa como para acabar la lí-


nea antes de que se pudiera juzgar si la primera letra era la co-
rrecta.
Los aminoácidos no son abstracciones; a buen seguro que
se combinan con cierto grado de determinismo cuando se ca-
lienta una mezcla de ellos. Sería de esperar idéntico resultado
de cualquier combinación de compuestos químicos reales.
Ahora bien, los aminoácidos son tontos, más aún que nuestro
mono. No existe más conexión manifiesta entre la condición
que hace que se unan mediante calor seco y una célula primi-
tiva pero funcional que la que hay entre los dedos alocados de
un mono y el resultado deseado, la prosa de Shakespeare. Sin
embargo, algunos científicos competentes creen que este su-
ceso se ha dado, sin duda alguna, al menos en el caso de los
aminoácidos. ¿Qué pasa aquí?
La manera como yo he enfocado el problema consiste en
preguntarme qué pasaría si viera que un mono se acerca a una
máquina de escribir y teclea frases con sentido, entre ellas la
de Hamlet. Concluiría que alguien ha manipulado la máquina
de escribir o ha enseñado al mono, o ambas cosas a un tiempo.
En el ejemplo químico, los elementos correspondientes son los
aminoácidos y las leyes químicas que gobiernan el proceso de
calentamiento. Si con ello basta para crear una célula primitiva,
entonces alguien ha dispuesto las leyes de la química de modo
que operan a nuestro favor.
Ya conocíamos esta forma de razonar en capítulos anterio-
res, cuando analizábamos las reacciones al experimento Miller-
Urey y la idea subyacente al diseño de los experimentos pre-
bióticos. Aquí nos encontramos de nuevo las mismas suposi-
ciones: una muestra de lo que he dado en llamar predestinación.
Esta línea de pensamiento asume que las reglas que gobiernan
la unión de los aminoácidos durante el proceso de calenta-
miento tendrán necesariamente como resultado combinaciones
con propiedades útiles para la vida. Como señalábamos antes,
es improbable que esos resultados deseables sean producto de

— 223 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

la buena suerte. Se parte de una presunción no explícita, de ca-


rácter esencialmente religioso: el Creador ha dispuesto las co-
sas de ese modo.
Claro está, este postulado cae fuera del ámbito de la ciencia.
Quizá, si fallaran todas las demás explicaciones, no nos queda-
ría a la postre más opción que aceptar la existencia de fuerzas
sobrenaturales. Pero mientras no llegue ese momento, hemos
de buscar vías racionales para justificar los datos.
Una simple alternativa consiste en suponer que las propie-
dades de las microsferas son menos importantes de lo que se
pretende. Imaginemos, por ejemplo, que nuestro mono meca-
nografió una frase con más números que letras, y no un frag-
mento de Shakespeare. El hecho no sería aleatorio, aunque sí
intrascendente; indicaría sólo que tuvo preferencia por la parte
superior del teclado. De igual modo, las diversas propiedades
manifestadas por las microsferas —división, débil actividad
catalítica, frontera bilaminar, señales eléctricas, etc.— pueden
ser propiedades un tanto generales de las partículas microscó-
picas de cierto tamaño, y no estar relacionadas con los verda-
deros procesos de la vida, o estarlo mínimamente.
Cuando niño, aprendí que podía hacer la sombra de un pe-
rro con la mano. Sólo necesitaba dirigir el pulgar hacia afuera,
doblar el índice hacia la palma y colocar la mano delante de
una lámpara para proyectar la imagen de la cabeza de un perro
en la pared. Podía acentuar el efecto moviendo el meñique al
tiempo que emitía ladridos. Pero esa silueta no era un perro, ni
podría nunca llegar a serlo; era simplemente un juego de som-
bras. Por lo mismo, las propiedades de las microsferas, aunque
entretenidas, quizá no sean más que un juego de sombras chi-
nescas.
De hecho, existe toda una retahíla de partículas diminutas
con hipotéticas propiedades como las de la vida, cuya historia
aparece recogida en el libro de William Day sobre el origen de
la vida. En 1892, por ejemplo, el biólogo alemán Otto Bütschli
trató gotitas de aceite de oliva con un álcali y obtuvo minúscu-
las estructuras ame- biformes que se movían y englobaban par-
tículas. En los primeros años de este siglo, Stéphane Le Duc,

— 224 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

profesor de la Escuela Médica de Nantes (Francia), preparaba


formas que recordaban algas y pequeños hongos, a partir de
compuestos inorgánicos. Bautizó su obra como la nueva cien-
cia de la «biología sintética». Sus partidarios llevaron más allá
sus pretensiones, convirtiendo gelatina, glicerol y sal en «célu-
las» que, se decía, tenían todas las propiedades de la vida. Se-
gún ellos, estas transformaciones se conseguían mediante la
misteriosa energía del recién descubierto radio.
Demostraciones de tal guisa continúan en el presente, lo
que suscita ciertos interrogantes sobre si los imitadores del pro-
fesor Fox no estarán haciendo más daño a su causa que sus
propios detractores. Por ejemplo, en la reunión de 1983 de la
International Society for the Origin of Life, en Mainz (Alema-
nia), se presentaron dos equipos compitiendo entre sí, cada cual
con su propio cartel anunciador.
Un grupo hindú, con Krishna Bahadur como director de una
lista de veintiséis colaboradores, anunciaba las virtudes de las
jeewanu, microestructuras que tomaban ese nombre del tér-
mino sánscrito que significa «partículas de vida». Innumera-
bles fotografías documentaban el aspecto celular de las jee-
wanu. Se podían preparar exponiendo toda una gama de mez-
clas químicas a la luz solar (una receta típica utilizaba sustan-
cias minerales y formaldehído). Además del aspecto celular,
las jeewanu tenían «propiedades tales como crecimiento desde
el interior, multiplicación mediante yemas» y «actividades me-
tabólicas». Por si fuera poco, mostraban actividad enzimática
y fotosintética, y eran sensibles a antibióticos y fármacos sul-
furados. Se las calificaba de «protocélulas».
Un expositor japonés, en la misma reunión, hacía publici-
dad de las propiedades de los «marigránulos». Al igual que las
microsferas, estaban hechos de aminoácidos, si bien se partía
de una mezcla muy distinta de la empleada por el grupo de Fox.
Se podían preparar calentando fuertemente los aminoácidos en
un medio líquido cuya composición se asemejaba a la del agua
de mar, de modo que no se precisaba calor seco. Los mari-
gránulos tenían el tamaño y el aspecto celular adecuados, y se
consideraban «modelos de partículas organizadas, formadas en

— 225 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

el mar primigenio en el transcurso de la evolución química».


También se podían preparar marigránulos calentando azúcares
en lugar de aminoácidos. Pero los enlaces químicos obtenidos
en el seno de los marigránulos guardan escasa relación con los
que se dan en la vida actual.
Resultado de la competencia en auge es quizá la multipli-
cación de las pretensiones en cuanto a propiedades de todos
estos preparados «vivos». Hace varios años, un grupo alemán
utilizó una mezcla de aminoácidos similar —aunque no
igual— a la empleada para las microsferas, y obtuvo partículas
fluorescentes, más grandes. Por su forma y tamaño, se compa-
raron con células eucarióticas: «Son unas diez veces mayores
que las microsferas y parecen desarrollar cubiertas y paredes
más complejas, con tendencia a componer estructuras sólidas,
de tipo hístico.» El grupo en cuestión afirmaba además que «se
podían diferenciar distintos tipos de células en las estructuras».
Sus formas «parecían tejidos vegetales». Concluían que «re-
sulta verosímil que los procesos puestos de relieve por nuestro
experimento fueran sucesos naturales en la joven Tierra».
A este respecto, cayeron en una desgraciada comparación:
«Las luminisferas se parecen no sólo a las microsferas de Fox,
sino también a la Isuasphaera microfósil de las cuarcitas de
Isua (Groenlandia), de 3.800 millones de años de antigüedad.»
Como hemos visto, la Isuasphaera parece ser una vulgar inclu-
sión mineral que no tiene nada de fósil.
En cualquier caso, esta pretensión de haber preparado teji-
dos a partir de aminoácidos ha sido superada por el grupo de
Fox, que ha comparado sus microsferas con células nerviosas.
En una reunión de 1983 se comparaban las pautas eléctricas
que resultan de colocar electrodos en una preparación de mi-
crosferas con el trazo de las ondas cerebrales obtenidas en un
mono dormido.
En mi propia entrevista con Sidney Fox, éste me habló lleno
de entusiasmo de dicho hallazgo, calificando el fenómeno de
«excitabilidad» y atribuyéndolo a la membrana de sus protocé-
lulas:

— 226 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Con una célula artificial que muestra pautas de excitabilidad


indiferenciables, cualitativa y cuantitativamente, de las que se ob-
tienen en neuronas cerebrales o de cualquier otro tipo, estamos en
el buen camino para comprender el origen de la mente. El origen
de la vida y de la mente son sinónimos. Las raíces de una y otra
parecen estar en una membrana pigmentada de aminoácidos poli-
merizados térmicamente.

La última frase es el término que el profesor Fox empleó


para definir los preparados que había estado investigando.
No voy a comentar este punto en particular para no herir los
sentimientos de ciertas microsferas pensantes, pero algo se ha
de decir acerca de la situación en conjunto. Así que pediremos
a Escéptico que exponga su punto de vista.
Escéptico señala que la larga lista de propiedades «como
las de la vida» no demuestra que un sistema esté vivo o sea
capaz de vivir.
Por lo general, quienes preparan estos sistemas se cuidan
de evitar tales expresiones recurriendo a prefijos como «proto»
o al término «modelo». Cuando dichos sistemas resultan de tan
fácil preparación, lo que se demuestra en realidad es que sus
propiedades tienen una importancia secundaria, y que las pro-
piedades realmente importantes son las que diferencian tales
modelos de los verdaderos sistemas vivos.
La situación tiene su parangón en los sorteos organizados
por ciertas cadenas de hamburgueserías de Estados Unidos.
Para obtener un premio importante, el ganador ha de componer
una imagen a partir de, por ejemplo, nueve piezas. Quienes par-
ticipan opinan que es fácil reunir hasta ocho piezas. El entu-
siasmo y la excitación crecen rápidamente, y son muchas las
visitas que se hacen a los mostradores de las hamburgueserías.
Pero la última pieza no aparece por ninguna parte.
En realidad, es la última pieza la que controla el sorteo.
Como quiera que el número de éstas iguala al de premios a ad-
judicar, su posesión es la que en esencia determina los ganado-
res, en tanto que la posesión del resto es irrelevante.
¿Cuál es, entonces, la pieza que falta en el caso del origen
de la vida, esa que diferencia un sistema capaz de vida de un

— 227 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

juego de sombras chinescas? La capacidad de crecer, reprodu-


cirse y evolucionar. El sistema ha de convertir materiales ele-
mentales del medio ambiente en parte de sí mismo, no del
modo como una bola de nieve incorpora más nieve, sino co-
piando la organización interna del sistema. Además, el sistema
ha de ser capaz de evolucionar y adquirir de este modo nuevas
funciones que incrementen las posibilidades de un crecimiento
y una supervivencia continuados.
En el experimento ideal, se colocaría una auténtica célula
primitiva en un medio sencillo con una fuente de energía, y se
la dejaría crecer y evolucionar continuamente sin más interven-
ción por parte del experimentador. ¿Podrían las microsferas su-
perar esta prueba y demostrar su naturaleza especial como
forma autoorganizada de la materia capaz de una evolución ul-
terior hacia formas de vida reconocibles en cuanto tales?
Le hice esta misma pregunta a Sidney Fox, pero no estuvo
de acuerdo en el tipo de experimento que se debería realizar.
Él era de la opinión de que el progreso evolutivo requería un
«medio ambiente que cambie paso a paso», con el científico
especificando dichos cambios. «No me imagino haciendo ex-
perimentos que procedan por sí mismos una vez los haya de-
jado. Como mínimo hay que alimentar las microsferas. En eta-
pas más tardías de la evolución, si una madre abandona a su
bebé, éste muere.»
A tal respecto, nuestras filosofías divergen. La cuestión ca-
pital no es si el medio ambiente es estático o presenta un ciclo
preestablecido de uno u otro tipo (entre húmedo y seco, por
ejemplo, o frío y calor), sino cuál es la opción a seguir cuando
las cosas van mal. ¿Intervendrá continuamente el investigador,
cual padre solícito, para asegurar la supervivencia del sistema,
en vez de aceptar un resultado negativo? Si lo hace, quedaría
demostrada su habilidad, pero también desempeñaría la fun-
ción de agente organizador, con lo que no quedaría probada la
capacidad autoorganizadora del sistema. La ciencia progresará
en este campo sólo cuando se toleren resultados negativos y se
puedan abandonar teorías.

— 228 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

A pesar de todo, no vayamos a prejuzgar las microsferas.


Acaso quepa alguna demostración que satisfaga al profesor
Fox y a sus críticos. En ese caso, desde luego será él quien ría
el último. Iría en contra del espíritu de la ciencia declarar de
plano que esto es imposible.
Ahora bien, dar por sentado que esas circunstancias deben
existir es también acientífico. Semejante presunción situaría el
estudio de las microsferas, de las jeewanu o de otras partículas
por el estilo en el dominio de la mitología, ajeno a toda posibi-
lidad de ser puestos a prueba. Pero, por las razones expuestas
con anterioridad, parece improbable que tal prueba pueda lle-
gar a hacerse jamás. Cualquier sistema con las complejas ca-
pacidades que se atribuyen a las microsferas será probable-
mente el resultado de una dilatada secuencia evolutiva, no de
un proceso en una o dos etapas. Poco importa a este respecto
que el proceso reciba el nombre de generación espontánea o de
autoorganización.
Si aceptamos este razonamiento, la pieza que falta en nues-
tro cuadro del origen de la vida es un principio que gobierne la
evolución gradual de los sistemas químicos simples hacia otros
más elaborados, capaces de reproducirse y de experimentar una
selección natural darwiniana. La búsqueda de este principio ha
comenzado.

2. FORMAS ONDULADAS

En mis años de formación de laboratorio aprendí que, por


lo común, sólo cabe esperar unos pocos tipos de acontecimien-
tos cuando se mezclan compuestos químicos. Muy a menudo,
el resultado era de lo más soso que se pueda imaginar, pues no
ocurría nada visible. Podía llevar horas o días de trabajo averi-
guar si realmente había ocurrido algo importante, algo que,
desde luego, los sentidos no detectaban.
De vez en cuando me veía recompensado con una señal de
que alguna cosa estaba sucediendo. Podían aparecer burbujas
de gas en un líquido, como vemos al abrir una botella de ga-
seosa (que ocurra esto con intensidad, no es aconsejable, pues

— 229 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

conduce directamente a la pesadilla del químico: la explosión).


Como alternativa, podía formarse repentinamente una masa só-
lida, lo cual ofrecía muchas posibilidades de entretenimiento.
Uno de los primeros factores que me animaron a estudiar quí-
mica fue la experiencia sensual de ver formarse una masa ama-
rilla, reluciente, exuberante, al mezclar dos líquidos incoloros.
Al calentar nuevas combinaciones de compuestos químicos
orgánicos, lo más frecuente, aunque más bien poco satisfacto-
rio, era que apareciera gradualmente un alquitrán oscuro y pe-
gajoso. Esos alquitranes anunciaban de ordinario el fracaso de
la reacción en curso. A mi frustración en tales experimentos se
sumaba un castigo adicional: encontrar una manera de limpiar
los utensilios de vidrio que contenían semejante pringue. Tras
una serie de desastres de esta índole, a veces intentaba ani-
marme con una reacción conocida y especialmente bonita. Era
una que, al cabo de una noche de dejarla a su aire, llenaba el
matraz de grandes y alargados cristales brillantes, increíble-
mente bellos.
Todos estos comportamientos químicos tenían una cosa en
común, demasiado evidente para que reparara en ella en su mo-
mento. Fuera lo que fuese lo que anduvieran haciendo las sus-
tancias en reacción, lo hacían, y, una vez terminada ésta, todo
se paraba. No había vaivenes como en la línea de cabeza en una
carrera de caballos, ni se invertía completamente la marcha,
como ocurre en las mareas.
Sin embargo, de poco tiempo a esta parte ha despertado in-
terés un tipo de reacción química muy singular. En ella, la con-
centración de ciertos compuestos químicos de la mezcla au-
menta y decrece de forma periódica a medida que se desarrolla
la reacción. Si se eligen adecuadamente los ingredientes, el
proceso puede manifestarse de forma visual, con un efecto
asombroso. El color de los productos de la reacción puede pa-
sar del transparente al dorado, al azul, vuelta de nuevo al trans-
parente, y así una y otra vez.
En ciertos casos pueden aparecer bellísimas estructuras es-
paciales, tales como espirales, hélices y otras formas ondula-
das, En la revista Scientific American se describía una de estas

— 230 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

reacciones en los siguientes términos: «La disolución tiene ini-


cialmente un color púrpura uniforme [...]. A medida que se
desarrolla la reacción, aparecen puntos blancos que se convier-
ten en anillos, y series de anillos que se aniquilan unos a otros
cuando chocan. Un observador comparaba la aparición de los
puntos blancos contra el fondo púrpura con ver aparecer las
estrellas.»
Una fracción de estos sistemas puede mostrar asimismo un
comportamiento denominado caos térmico. En él se producen
oscilaciones que no son periódicas, es decir, que aumentan y
decrecen de una manera aparentemente impredecible y aleato-
ria.
Estas reacciones han sido objeto de estudio, pero no se
comprenden del todo. Aunque sólo se necesitan unos cuantos
productos químicos sencillos para montar el sistema, los quí-
micos todavía no pueden predecir con exactitud qué combina-
ciones mostrarán este tipo de comportamiento, ni adelantar qué
comportamientos serán posibles. Pero muchos científicos están
muy motivados para proseguir estas investigaciones, pues
creen intuitivamente que les proporcionarán la pista necesaria
para comprender el origen de la vida.
Hemos visto que los sistemas autorreproductores suscepti-
bles de evolución darwiniana parecen demasiado complejos
para originarse espontáneamente en una sopa prebiótica. Esta
conclusión es válida tanto para los sistemas de ácidos nucleicos
como para los hipotéticos sistemas genéticos basados en pro-
teínas. Se requiere, por tanto, otro principio evolutivo que nos
permita salvar el vacío entre las mezclas de compuestos quími-
cos simples, naturales, y el primer replicador eficaz. Tal prin-
cipio no ha sido definido en detalle ni demostrado, pero sí an-
ticipado y bautizado con nombres como evolución química y
autoorganización de la materia. El materialismo dialéctico, tal
como lo aplicó Alexander Oparin al origen de la vida, da por
sentada la existencia del principio en cuestión.
Los creacionistas, como veremos, tienen pareja fe en que
tal principio no existe. Sostienen que la exquisita organización

— 231 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

que nos es dado observar incluso en los seres vivos más ele-
mentales no es el resultado de un proceso evolutivo, sino que
fue producida en su estado presente por un Creador aún más
organizado y perfecto. En palabras de su portavoz, Henry Mo-
rris: «El modelo de la creación supone una creación primigenia
que fue a un tiempo completa y perfecta, además de intencio-
nal.» Desde entonces, las cosas han ido pendiente abajo en vez
de hacia arriba, y ello en virtud de un principio científico co-
nocido como segunda ley de la termodinámica.
Según Morris, si la materia aleatoria ha evolucionado real-
mente desde los elementos químicos hasta el hombre, «enton-
ces no cabe duda de que debe de existir algún principio pode-
roso y omnipresente que impulse los sistemas hacia cotas de
complejidad cada vez más altas». Morris, sin embargo, niega
la existencia de esta «ley básica de organización creciente».
Sir Fred Hoyle ha abordado esencialmente el mismo tema
y pide que se confirme o rebata mediante experimentación:
Si existiera algún principio oculto que dirigiera los sistemas
orgánicos hacia la vida, la actuación de semejante principio sería
fácil de demostrar en un tubo de ensayo y en sólo media mañana.
Huelga decir que jamás se ha realizado tal demostración. No ocu-
rre nada cuando se someten materiales orgánicos a los habituales
tratamientos a base de duchas de chispas eléctricas o de luz ultra-
violeta, nada que no sea la producción de un légamo de alquitrán.

Exponente más precoz de este argumento fue William Jen-


nings Bryan, el famoso político adversario de la evolución.
Afirmaba: «Si existiera en la naturaleza una fuerza progresiva,
un impulso eterno, la química lo descubriría. Pero no existe.»
Por supuesto, la demostración pedida por Hoyle no se ha
realizado. Pocas razones habría para esperar el éxito en tal em-
peño si fuera necesario subvertir la segunda ley de la termodi-
námica en el curso del experimento. Pero ¿es realmente así?
En un capítulo anterior hicimos una breve mención de la
primera ley de la termodinámica. Establecía ésta que la energía
no se puede crear ni destruir, aunque sí convertir de una forma

— 232 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en otra. La segunda ley da más explicaciones acerca de las re-


glas que gobiernan estas transformaciones. Especifica los pro-
cesos y conversiones que pueden darse, y los que son imposi-
bles. Un concepto clave al respecto es el parámetro llamado
entropía, que se puede equiparar a la aleatoriedad o el desor-
den. La segunda ley establece que la entropía aumentará en
cualquier proceso espontáneo que implique al Universo entero
o a una parte de él aislada del resto (una parte así se denomina
sistema cerrado). Por consiguiente, en los procesos que acon-
tecen por impulso propio las cosas no se organizarán, sino que
más bien ocurrirá lo contrario, pues la entropía aumentará.
La experiencia cotidiana nos permite comprender esto de
una manera intuitiva. Si echamos una gota de tinta en un vaso
de agua, el color se difunde hasta distribuirse uniformemente.
Jamás veremos que el proceso vaya hacia atrás, con el color
recogiéndose en una única gota. Por lo mismo, un objeto ca-
liente y uno frío puestos en contacto alcanzarán con el tiempo
la misma temperatura. El movimiento medio de las moléculas
en los dos objetos (lo que experimentamos como calor) se igua-
lará.
La idea de desorden está estrechamente vinculada a consi-
deraciones de índole probabilística. Si suponemos que cada
molécula de colorante de la tinta tiene igual probabilidad de
estar en la mitad superior que en la mitad inferior del vaso de
agua, y toma una «decisión» con independencia de las demás
moléculas, existe entonces una posibilidad finita de que la tinta
se recoja en la parte superior del agua, dejando la inferior in-
colora. No obstante, la probabilidad en contra de este suceso se
puede describir mejor señalando que nos llevaría al piso
100.000.000.000.000.000.000 de nuestra torre de los números.
No hace falta que nos sentemos a esperar que ocurra.
A primera vista, los seres vivos parecen hallarse en un es-
pantoso estado de improbabilidad, en flagrante violación de la
segunda ley de la termodinámica. Tómense los aminoácidos de
los enzimas de nuestro cuerpo, por ejemplo. Las formas D y L
de cada aminoácido tienen la misma energía química e igual
probabilidad de presentarse. Cabría esperar que un conjunto

— 233 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

aleatorio de aminoácidos contuviera la mitad en la forma D y


la mitad en la forma L; sin embargo, los aminoácidos de nues-
tros enzimas son todos de la forma L. Esta improbabilidad es
comparable a la del ejemplo de la tinta y el agua. Podríamos
seguir citando improbabilidades atendiendo a otras formas de
organización de nuestras células, pero no es necesario que lo
hagamos para sentar este punto.
¿Cabe conciliar este estado de cosas en los seres vivos con
la segunda ley de la termodinámica? La respuesta es sí, y con
bastante facilidad. Los seres vivos no subsisten como sistemas
cerrados, aislados de su medio ambiente. Cuando se les aísla,
mueren. Para concretar, imaginemos unas pocas bacterias co-
locadas en un medio que contenga algún compuesto orgánico
simple como alimento, las sales inorgánicas imprescindibles y
una fuente de oxígeno. Aislemos todo el sistema de modo que
no pueda entrar ni salir nada. Según la segunda ley, la entropía
del contenido de nuestra caja sellada debe aumentar. No obs-
tante, las bacterias se multiplicarían alegremente por un
tiempo, convirtiendo los compuestos simples en aminoácidos
L y, en definitiva, en muchas más bacterias. Esta transforma-
ción vendría acompañada de una disminución de la entropía de
los compuestos químicos implicados.
No existe contradicción alguna en estos resultados, pues
aún no hemos descrito toda la situación. Durante el proceso de
crecimiento, las bacterias combinan una porción de materia or-
gánica con oxígeno, produciendo dióxido de carbono y agua.
Esta transformación trae consigo un fuerte incremento de la en-
tropía, incremento más que suficiente para contrarrestar la dis-
minución que supone la creación de una nueva bacteria. Así
pues, la entropía del recipiente como un todo aumentará con-
forme a la segunda ley.
Con el tiempo, las existencias de alimento en ese reducido
ambiente se agotarán, las bacterias dejarán de crecer y morirán.
Podrían seguir vivas si abriéramos la caja, aumentando así los
recursos ambientales a su disposición. Las bacterias de este
planeta —igual que nosotros— pueden reducir su entropía de

— 234 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

continuo, pues esos cambios se equilibran con el mayor incre-


mento de la misma en el Sol, fuente última de sustento de prác-
ticamente toda la vida terráquea.
Es difícil seguir la pista de los cambios de entropía en el
Sol, de modo que se emplean otros términos para expresar esta
misma relación. Decimos que la vida recibe energía libre (léase
aprovechable) del Sol, y que utiliza dicha energía para mante-
ner y aumentar su nivel de organización. En el mismo sentido,
las bacterias de la caja empleaban la energía desprendida por
la reacción de su alimento con el oxígeno para sustentarse.
Hay un mensaje crucial en esta historia. La improbabilidad
que no tiene cabida para la esperanza en términos de sucesos
aleatorios, como la formación de aminoácidos L a partir de
compuestos químicos simples, resulta de fácil consecución si
se dispone de una fuente de energía apropiada. Y el coste no es
prohibitivo: con una pizca de ATP se pueden obtener sustan-
cias sujetas a una improbabilidad que las elevaría miles o mi-
llones de pisos en la torre de los números.
Así pues, la energía procedente del Sol es el origen de la
improbabilidad existente en la vida actual, y fue también la
fuerza directriz del proceso de organización que entrañaba la
creación de la vida. La casualidad es una herramienta extraor-
dinariamente inoperante para este cometido. No obstante, el
problema crucial subsiste. ¿Cómo se aprovechó por vez pri-
mera la energía del Sol para ese objetivo? Por lo general, la
energía disponible no se transforma en improbabilidad quí-
mica. Lo normal es que toda o buena parte se convierta en calor
y deje de ser útil. La luz solar que incide en un depósito de
chatarra no hará que esa chatarra se convierta en un Boeing
747, simplemente la calentará. Las bacterias disponen de una
intrincada maquinaria para realizar la transformación de com-
puestos químicos y energía en más bacterias. Permítaseme citar
de nuevo a Henry Morris: «La cuestión no es si del Sol llega
energía suficiente para mantener el proceso evolutivo; la cues-
tión es cómo sustenta la energía del Sol la evolución. [...]

— 235 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

¿Dónde está ese motor maravilloso que invierte el flujo conti-


nuo de radiación solar que baña la Tierra en la tarea de conver-
tir elementos químicos en sistemas celulares reproductores?»
A pesar de todo, muchos científicos-están convencidos de
que ese motor maravilloso existió al aparecer la vida. Como
afirma John Keosian, «la materia impulsada por la energía en
un sistema abierto puede alcanzar niveles de organización cada
vez más altos». Según decíamos, esto se acepta como artículo
de fe en el materialismo dialéctico, que asume que el proceso
organizador va más allá de los átomos, los microbios y los seres
humanos, hasta el desarrollo mismo de las sociedades superio-
res. Sin embargo, el problema que atañe al origen de la vida se
aborda mejor a través de las matemáticas que a través de la
política. Ilya Prigogine, que recibió el premio Nobel de quí-
mica por sus aportaciones a la termodinámica de los estados
alejados del equilibrio, ha hecho la siguiente afirmación: «Un
sistema prebiológico puede evolucionar a lo largo de toda una
sucesión de transiciones conducente a una jerarquía de estados
cada vez más complejos y organizados.» Durante este proceso
aparecerían una serie de inestabilidades denominadas «estruc-
turas disipativas».
Otros, como Manfred Eigen y el físico Harold Morowitz,
también han intentado abordar estas situaciones mediante
cálculos. Ya nos encontramos anteriormente con los hiperci-
clos de Eigen, y Morowitz concluye asimismo que en la evolu-
ción química debieron de intervenir ciclos materiales, y que
«los principios organizadores de la química molecular parecen
suficientes para guiar los sistemas por vías muy específicas ha-
cia las formas vivas».
Quizá tales principios son suficientes, pero no podemos es-
tar seguros de que lo sean. Morowitz añade: «Pueden quedar
por descubrir principios importantes para la génesis de siste-
mas prebióticos altamente ordenados.» Las matemáticas nos
aseguran que existe una solución, pero eso no es la solución.
Tenemos que verla demostrada en el laboratorio, ver un sis-
tema evolucionar por etapas según las premisas de la evolución
química.

— 236 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Las formas onduladas que mencionábamos antes represen-


tan el primer paso en esta dirección. Ilustran cómo simples
mezclas de compuestos químicos pueden producir estructuras
organizadas. Pero necesitamos dar con un sistema que no deje
de funcionar, uno en el que las estructuras se hagan más com-
plejas, en el que los ciclos químicos se organicen más y más.
Anillos y colores no son el carácter más importante. Deseamos
encontrar un sistema químico que evolucione y que con el
tiempo produzca un replicador, y haría falta un tipo de experi-
mento prebiótico nuevo para identificar las condiciones nece-
sarias.
Piénsese en una mezcla de aminoácidos y otros compuestos
químicos, como la que resulta de un experimento Miller-Urey.
No obstante, en este caso no se retira la fuente de energía al
cabo de una semana, sino que prosigue el bombardeo de la
mezcla. Los compuestos químicos se rompen continuamente y
se recombinan para formar nuevos productos. Supóngase que
uno de esos productos (o una serie de ellos) interacciona con la
fuente de energía de tal manera que se estabiliza e incrementa
su representación en la mezcla: se originaría así una combina-
ción nueva que a su vez interaccionaría con la fuente de ener-
gía, favoreciendo quizás unos compuestos a expensas de otros.
Se han dado los primeros pasos para crear un sistema de
este tipo. Cuando se someten aminoácidos a tratamientos alter-
nos de frío-humedad y calor-sequedad en una superficie de ar-
cilla, se unen para formar cadenas cortas que luego se separan
de nuevo. Se ha demostrado que una cadena peptídica corta, de
sólo dos aminoácidos, favorece el proceso de unión.
Si hubiéramos de especular sobre posibles progresos futu-
ros, podríamos imaginar un conjunto de péptidos cortos en evo-
lución, interaccionando de alguna manera con una fuente de
energía, como el Sol. Colectivamente, tales péptidos favorece-
rían la síntesis de aminoácidos con preferencia a otros com-
puestos químicos, la unión de los aminoácidos en péptidos y la
preparación de nuevos péptidos útiles para la continuación del
proceso.

— 237 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Todavía no se habría desarrollado la reproducción directa,


y la herencia descansaría en el conjunto como una unidad. Su-
pongamos, por ejemplo, que dicho conjunto tuviera necesidad
de descomponer un alquitrán presente en el medio ambiente.
No podría preparar un enzima específico que realizase eficaz-
mente esa tarea, sino que fabricaría una gama de moléculas con
la capacidad requerida más o menos desarrollada. Cuando, por
casualidad, una molécula muy eficiente resultara destruida, su
función la realizarían las siguientes más aptas que a mano hu-
biera, hasta la llegada de otra «experta».
La situación guarda cierta similitud con el funcionamiento
de ciertas actividades en nuestra sociedad. No podemos produ-
cir copias idénticas de nuestros mejores cirujanos o violinistas;
cuando se retiran o mueren, otros ocupan su lugar y continua-
mente se van formando más.
Según esta especulación nuestra, un sistema de aminoáci-
dos y péptidos como el propuesto multiplicaría poco a poco su
complejidad. Si las matemáticas que describen estos procesos
no se equivocan, se progresaría a trompicones, no de un modo
uniforme. Sin embargo, una vez iniciado el proceso, éste no
entrañaría etapas de una gran improbabilidad. Con el tiempo, a
medida que surgieran moléculas más complejas, se generaría
una presión selectiva a favor de la aparición de un sistema de
enzimas susceptibles de reproducción directa. Habríamos lle-
gado a la etapa en la que la selección darwiniana podría tomar
el relevo.
Escéptico debe de haber oído esto. Irónicamente, su punto
de vista se aproximará al de los creacionistas. Nos recordará
que el inmenso vacío entre las formas onduladas y los replica-
dores se ha ido colmando de cálculos y conjeturas, no de expe-
rimentos, y que la evolución química se ha afirmado y negado,
no demostrado. Todavía no hay manera de predecir qué clase
de mezcla sería un buen punto de partida. Para ilustrar el pro-
ceso he recurrido a compuestos químicos que nos son familia-
res: los aminoácidos.
Cuando se combinan, los aminoácidos presentan las pro-
piedades más indicadas. Además, son predominantes en la vida

— 238 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

actual. Por estas razones, son los ingredientes idóneos de un


sistema de evolución química. No obstante, no está claro si las
condiciones en la Tierra primitiva eran las adecuadas para que
se formaran y concentraran. Como hemos visto, también hay
problemas en lo que se refiere a combinarlos expulsando agua
para formar largas cadenas.
Así pues, se ha propuesto una solución alternativa. A lo me-
jor, en los procesos de la evolución química, e incluso en los
primeros pasos de la selección natural, intervenían otros com-
puestos químicos: unos compuestos que de seguro estaban pre-
sentes en la Tierra primitiva, pero que ya no son necesarios ni
útiles para la vida actual.

3. LODO

Para representar su obra, un dramaturgo parte de un esce-


nario vacío y especifica los decorados y accesorios necesarios
para la puesta en escena. Muy a menudo, los científicos que
trabajan en el origen de la vida funcionan de la misma manera,
la Tierra primitiva es para ellos como telón de fondo sin rasgos
distintivos. Reclaman una atmósfera reductora, o un aporte
abundante de meteoritos, temperaturas altas o bajas y toda
suerte de compuestos químicos específicos, aduciendo que sus
peticiones son razonables o, en todo caso, inexcusables para el
éxito de la obra.
Un decorado bien diseñado puede obrar maravillas en el
teatro, pero en la ciencia prevalece el espíritu opuesto. La teoría
que funcione con un mínimo de supuestos arbitrarios será la
más satisfactoria. No sabemos si la Tierra primitiva tuvo una
atmósfera particular o si tuvo abundancia de compuestos orgá-
nicos. Lo que sí había era suelo, como colinas y montañas, así
como algún tipo de atmósfera y viento. Había agua, y por tanto
lluvia, ríos y mares.
La acción del viento y el agua en las montañas producía
cantos rodados y peñascos. La meteorización ulterior daba lu-
gar a arena, limo y arcilla. El agua se mezclaba con estas sus-
tancias formando lodo, que era arrastrado aguas abajo por los

— 239 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

ríos. Cuando éstos perdían fuerza en los lugares llanos, el lodo


precipitaba como sedimento. A medida que los sedimentos se
acumulaban, los inferiores se compactaban, formando nuevas
rocas. En una etapa posterior, levantadas por fuerzas geológi-
cas, estas rocas se verían sujetas a su vez a la erosión.
Las rocas están formadas por compuestos químicos; se
transforman mediante reacciones y mediante fuerzas físicas ta-
les como la fractura. Al infiltrarse en los poros de las rocas, el
agua disuelve unos minerales y transforma otros. Se pueden
formar rocas nuevas no sólo por compactación de las antiguas,
sino también por precipitación a partir de disoluciones acuosas
en evaporación. Los minerales no sólo participan en diversos
procesos, sino que pueden influir en su trayectoria actuando
como catalizadores. Lo hacen con suma eficacia cuando están
divididos en partículas mínimas, que son las que en conjunto
tienen la superficie máxima: las arcillas.
Como es seguro que las arcillas estaban en escena y eran
activas en aquellos primeros tiempos, algunos investigadores
han intentado darles un papel en el drama del origen de la vida.
El cristalógrafo J. D. Bernal propuso la hipótesis de que ayu-
daban a montar moléculas importantes para la vida acopiándo-
las en los mares en los que éstas se encontraban dispersas.
Otros les han otorgado un importante papel secundario como
catalizadores de la síntesis de esas moléculas antes del co-
mienzo de la vida. Hemos visto cómo se ha invocado la acción
de un ignoto mineral mágico a título de posible deus ex ma-
china que desenredaría el nudo gordiano de la síntesis prebió-
tica de los neucleósidos. Sin embargo, en los esfuerzos por re-
poner este drama, las arcillas modernas se han mostrado muy
poco dispuestas a representar dicho papel.
La hipótesis más sugerente acerca del papel desempeñado
por las arcillas en la vida primitiva proviene del químico
Graham Cairns-Smith, quien les otorga el rango de protagonis-
tas. Las arcillas no se limitarían a ayudar a los compuestos quí-
micos orgánicos, sino que lo harían también con los propios
seres vivos: «Si buscamos una imagen de la vida primitiva, no
pensemos en células, sino más bien en una especie de lodo, en

— 240 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

un conjunto de arcillas cristalizando activamente en una diso-


lución», escribe Cairns-Smith.
Para la mayoría de nosotros, las rocas, por más que estén
finamente divididas, no son símbolo de vida, sino de lo contra-
rio, es decir, de la materia inerte. Los desiertos arenosos y la
yerma superficie de la Luna acuden raudos a la mente cuando
pensamos en rocas, y los libros de biología comparan a menudo
las propiedades de los seres vivos con las de las rocas cuando
tratan de definir la vida. Nada en las rocas o en el lodo sugiere
que sean materiales de construcción adecuados para la vida.
Pero hemos de recordar que un balde de alquitrán da poco pie
para imaginar la maravillosa bioquímica que se puede desarro-
llar con los compuestos de carbono.
Hagamos una pausa y pensemos en un comportamiento fa-
miliar de un mineral corriente: la sal de cocina. Supóngase que
añadimos sal a un matraz con agua hasta que ya no se disuelve
más. A continuación, suspendemos un cristal de sal dentro de
la disolución transparente, y dejamos el conjunto expuesto al
aire. A medida que se evapore agua, se depositará sal en la su-
perficie del cristal, lo que hará que éste crezca. Si alguna sacu-
dida o imperfección hace que el cristal agrandado se desgaje
en dos, podríamos pretender que el cristal inicial se ha repro-
ducido.
He descrito este experimento con el fin de descartar las de-
finiciones de vida basadas sólo en el crecimiento y la reproduc-
ción. En realidad, el cristal de sal en crecimiento no puede ha-
cer nada más. No aparecerán más propiedades de la vida con el
tiempo. Pero esta falta de características interesantes no tiene
por qué ser inherente a todos los minerales. La sal, cuyo nom-
bre químico es cloruro sódico, es una sustancia muy aburrida,
compuesta como está de sólo dos clases de átomos en la pro-
porción uno a uno. Podemos visualizar su estructura dibujando
una cuadrícula y llenándola de equis y oes alternas, de modo
que cada equis esté rodeada de cuatro oes y viceversa. Amplie-
mos imaginariamente esta estructura en una tercera dimensión,
de modo que cada símbolo sea contiguo a seis del otro tipo. Si
ahora reemplazamos las equis y las oes por átomos de sodio y

— 241 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

cloro, tendremos la estructura cristalina de la sal. Sin embargo,


esta estructura no da más idea de las posibilidades de la quí-
mica inorgánica que la que da la estructura del diamante (un
retículo tridimensional perfectamente regular de átomos de
carbono) sobre la gran versatilidad de la química orgánica.
Otras estructuras inorgánicas ofrecen muchas más posibili-
dades que la sal, en particular las integradas por oxígeno y si-
licio —los dos elementos más abundantes de la corteza terres-
tre— como ingredientes clave. El silicio es el vecino del car-
bono en la tabla de clasificación de los elementos químicos
usada por los químicos; como el carbono, gusta de unirse a un
tiempo con otros cuatro átomos, propiedad que puede conducir
a una gran complejidad química. El silicio se diferencia del car-
bono en que, dadas las condiciones que imperan en la Tierra,
prefiere como compañero de enlace una clase específica de áto-
mos: los de oxígeno. El grupo silicato, que definíamos ante-
riormente como una unidad que contiene un átomo de silicio y
cuatro de oxígeno, es el elemento de construcción más co-
rriente en las rocas de la Tierra.
No obstante, la palabra «silicato» no completa nuestra des-
cripción química. Cada átomo de oxígeno debe elegir un com-
pañero de enlace aparte del silicio, y según cómo lo haga de-
terminará si obtendremos una sustancia no mucho más com-
pleja que la sal o un sistema de gran versatilidad, capaz acaso
de vivir.
Surgen posibilidades muy interesantes cuando uno o más
oxígenos de cada grupo silicato se unen a otro átomo de silicio,
conectando así numerosos silicatos. Estos enlaces pueden or-
denarse linealmente para formar cadenas, hacerlo en dos di-
mensiones para componer capas o láminas de silicatos, o en
tres para erigir retículos. Aquellos oxígenos que no unen dos
silicios pueden combinarse con diversos metales y dar lugar así
a una gran variedad de estructuras. Cabe obtener más diversi-
dad si de vez en cuando un átomo de silicio es sustituido por
otro átomo adecuado, como el aluminio.

— 242 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Los silicatos reticulares, como el cuarzo o el feldespato, son


los principales componentes de las rocas volcánicas de la Tie-
rra. Los laminares, sin embargo, son los que requieren nuestra
atención, por sus posibles propiedades portadoras de vida. En
ciertos casos, la disposición laminar de los átomos se refleja
incluso a escala visible. De niño, solía pasearme por el parque
próximo a mi casa en busca de relucientes cristales de mica.
Los deshacía en láminas delgadas y me dejaba maravillar por
su transparencia a la luz. Por supuesto, cada lámina macroscó-
pica contiene un número enorme de láminas de silicato.
Las micas se forman directamente cuando las lavas volcá-
nicas se enfrían en unas condiciones específicas. Al meteori-
zarse, el agua las transforma y se origina un grupo de silicatos
laminares afines, conocidos con el nombre de arcillas. Esta
acepción de la palabra «arcilla» difiere de la que hemos em-
pleado anteriormente, que hacía referencia al diminuto tamaño
de las partículas que se pueden formar a partir de cualquier mi-
neral. Como es lógico, el mineral «arcilla» se puede meteorizar
y formar partículas del tamaño «arcilla».
Hay diversos minerales arcillosos que se pueden encontrar
en la Tierra; el más común es la caolinita. Esta sustancia es el
principal ingrediente de una mezcla, el caolín, empleada en la
manufactura de porcelana y otras lozas. El nombre le viene de
una montaña de China, Kao-ling, que era el yacimiento de la
primera arcilla de esta clase que llegó a Europa.
Observados al microscopio, los cristales de caolinita se pre-
sentan como agregados de escamas que recuerdan un libro,
aunque las «páginas» pueden amontonarse en número muy su-
perior a las verdaderas páginas de los libros. Vistas de lado,
estas pilas de laminillas no son siempre rectas, sino que a veces
se curvan y adoptan configuraciones vermiformes.
Los cristales de caolinita, como los de sal, pueden medrar
por agregación de material en disolución. Una de las formas de
crecimiento consiste en la adición de nuevas láminas o «pági-
nas» a esas pilas. A causa de tales propiedades, los minerales

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

arcillosos en general, y la caolinita en particular, son los can-


didatos favoritos de Graham-Smith como material de construc-
ción de su sistema vivo inorgánico, su «arcilla vital».
Si las láminas de los minerales arcillosos fueran siempre
idénticas —el equivalente de páginas en blanco— poco interés
merecerían por nuestra parte. Pero en la estructura de estos mi-
nerales pueden presentarse imperfecciones que equivaldrían a
la impresión de algunas letras en una página. Esos defectos se
producen de diversas maneras: por ejemplo, mediante sustitu-
ción fortuita del silicio por otros átomos o la fusión de dos «pá-
ginas» por el borde para formar una «página» doblada. De estas
estructuras se tiene abundante información, pero el resto de la
historia que nos queda por contar está basada en escasos datos
y mucha especulación.
Continuemos suponiendo que se pueden añadir láminas
nuevas a una pila de láminas de silicato en crecimiento de ma-
nera que copien los defectos de las láminas ya existentes. En
nuestro símil del libro, esta situación correspondería a la adi-
ción a la pila de fotocopias de alguna página. Existen circuns-
tancias químicas en las que podría darse esa reproducción de
una pauta de imperfecciones, y un químico alemán, Armin
Weiss, ha publicado unos experimentos preliminares que do-
cumentan un proceso de esta índole. En sus investigaciones, las
láminas nuevas se forman dentro de la pila y no en sus extre-
mos.
Para imitar la reproducción biológica, la pila no sólo tendría
que crecer, sino que también tendría que dividirse y formar va-
rias. Weiss ha demostrado que este proceso se da cuando dis-
minuye la concentración de sales en el agua que baña el mine-
ral. En la naturaleza, tal división podría desencadenarse cuando
a un período relativamente seco le sucediera una temporada de
lluvias.
Así pues, una pauta de imperfecciones estructurales en una
lámina de arcilla sirve de analogía mineral, en dos dimensio-
nes, del almacenamiento de información biológica en la se-
cuencia de bases del ADN. Para completar la analogía con el

— 244 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

mundo biológico, sería necesario que la pauta de defectos in-


fluyera en las propiedades físicas y químicas de la arcilla. Tal
parece ser el caso al menos en algunas situaciones. Según
Weiss, la capacidad catalítica de los minerales arcillosos para
ciertas reacciones orgánicas varía con el grado de sustitución
del silicio por el aluminio en las láminas.
Ahora estamos en condiciones de levantar el telón para el
primer acto de la obra «La arcilla». El escenario representa la
Tierra primitiva. Vemos diversos minerales arcillosos en cre-
cimiento en un ambiente adecuado, a saber, una roca porosa
empapada de agua corriente con minerales disueltos. Las dife-
rentes especies competirán entre sí por el «alimento» mineral
disuelto, y el vencedor será el que se reproduzca más deprisa.
Describíamos esta situación en el Relato del jueves de la Intro-
ducción.
Debemos hacer ahora otra suposición. La copia de las pau-
tas de la arcilla no sería del todo exacta, de modo que se pro-
ducirían errores que, en ocasiones, llevarían a la creación de
arcillas con mejores propiedades para la supervivencia y la pro-
pagación. De esta manera comenzaría la selección natural entre
sistemas inorgánicos de arcilla.
Según este guion, la primera vida que apareció sobre la Tie-
rra fue un sistema de arcilla mineral capaz de evolucionar. La
trama ofrece muchas ventajas que no poseen aquellas que pre-
sentan los organismos originarios hechos de carbono. No hay
que definir ninguna sopa ni atmósfera especial, sólo ciclos geo-
lógicos como los que funcionan todavía en la Tierra. Las fuer-
zas que levantan las montañas y las desgastan de nuevo pro-
porcionan la energía. No es necesario ningún gran salto de or-
ganización que nos lleve del estado químico inicial al primer
replicador: uno y otro están estrechamente emparentados. Ade-
más, la reproducción biológica de nuestro tipo exige la unión
de moléculas pequeñas con desprendimiento de agua —un pro-
ceso desfavorable en términos de energía—, mientras que el
crecimiento de un cristal es favorable energéticamente en mu-
chas circunstancias.

— 245 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Prosigamos con el primer acto. Los seres minerales han


evolucionado hasta cierto punto. ¿Cómo serían? Según Cairns-
Smith, al principio vivían en ambientes protegidos, estables,
debajo del suelo o cerca de los fondos marinos. Más adelante
se propagaron por hábitats más expuestos, más variables, pró-
ximos a la superficie. Vivían enraizados en un lugar, recor-
dando en este aspecto a las plantas. Se difundían aprovechando
el fluir de las corrientes, según se fragmentaban durante la re-
plicación.
Los minerales no poseen ese exacto control molecular de
las reacciones que sí poseen nuestros enzimas. Más bien debían
de influir en la trayectoria de su «metabolismo» mediante el
empleo de «aparatos» equivalentes a los de un laboratorio quí-
mico a escala microscópica. La información almacenada en los
«genes» del cristal determinaría la producción de tubos, poros,
membranas, conductos, e incluso bombas. En su construcción
se utilizarían otros minerales además de arcillas laminares. La
situación recuerda la que se presenta en la biología hoy, en la
que se da forma material a las instrucciones impresas en el
ADN recurriendo a toda una gama de materiales. Al final del
primer acto, la Tierra albergaría numerosas comunidades de or-
ganismos evolucionados, cuyos miembros, en palabras de
Cairns-Smith, se podrían equiparar a «un castillo de naipes con
habitaciones de sólo ciertos tamaños, interconectadas de deter-
minadas maneras».
A medida que se desarrolla el segundo acto, las comunida-
des de arcilla pueblan la superficie de las tierras emergidas.
Este desplazamiento les brinda nuevas oportunidades de dis-
persión. Por ejemplo, al secarse, un «lodo vital» podría conver-
tirse en un polvo plumoso que el viento dispersaría fácilmente.
Al ir ampliándose las aptitudes de las comunidades minerales,
éstas empezaron a experimentar con nuevos materiales de
construcción, sobre todo con moléculas orgánicas.
No hace falta que supongamos que dichas moléculas pro-
cedían de una sustanciosa sopa prebiótica; las comunidades ar-
cillosas podrían haber empleado energía solar y dióxido de car-
bono del medio ambiente para preparar sustancias orgánicas

— 246 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

por fotosíntesis. El catalizador requerido para efectuar seme-


jante proceso podría haber estado presente en el medio am-
biente mineral, o haber aparecido como resultado de un pro-
ceso evolutivo.
Me imagino que los primeros experimentos de química or-
gánica realizados por esos supuestos organismos de arcilla ter-
minaron con resultados muy similares a los que otros químicos
actuales y yo hemos obtenido: un aparato revestido de alqui-
trán. Debieron de haberse producido muchos desastres evolu-
tivos antes de que las arcillas «aprendieran» a controlar las
reacciones orgánicas. Con tiempo y experiencia, afirmaron esta
capacidad.
Las primeras moléculas orgánicas introducidas en los orga-
nismos de arcilla debieron de desempeñar funciones secunda-
rias. Servirían para modificar la consistencia de la arcilla, rete-
ner minerales raros y como materiales de construcción. Según
progresaban en complicación, asumieron nuevas funciones en
la vida mineral.
Para la descripción del final del segundo acto recurriremos
a las palabras de Cairns-Smith para describir una activa comu-
nidad orgánico-arcillosa que vivía en algo análogo a la «pe-
queña charca caliente» de Darwin: «Imaginemos la charca de
Darwin como un sistema ecológico integrado por una comuni-
dad de organismos de arcilla muy evolucionados, que viven en
las aguas someras expuestas a la luz solar.» Unos miembros de
esta comunidad se dedicarían a fotosintetizar, empleando dió-
xido de carbono, otros transformarían el nitrógeno de la atmós-
fera en una forma más útil, otros recogerían minerales raros,
etc. Alboreaba la edad de oro de la vida mineral.
En el tercer acto, he modificado la historia básica de Cairns-
Smith para adecuarla al propósito de este libro. Ha transcurrido
mucho tiempo y los enzimas ya están inventados. Su función
de control químico ha resultado ser mejor que el elaborado apa-
rato de arcilla, con lo que se ha prescindido gradualmente de
las bombas y vesículas. Los genes arcillosos y sus productos
proteínicos están encerrados en membranas, ganando así en
protección y movilidad. A partir de cierto momento, resulta

— 247 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

más eficaz, a efectos de control, almacenar también informa-


ción y capacidad genética en los enzimas en vez de guardarla
exclusivamente en la arcilla.
Sólo resta un paso para completar el drama. Esos organis-
mos con sistema genético dual, orgánico-arcilloso, dependían
aún de las existencias de silicatos disueltos para reproducirse.
Algunos lograron liberarse de tamaña restricción, deshacién-
dose simplemente del aparato genético de arcilla al tiempo que
conservaban el alternativo. La transferencia del control de los
minerales a los compuestos de carbono se completó y, por con-
siguiente, el papel de la arcilla tocó a su fin. Podía comenzar la
evolución moderna.
Un posible título para este drama podría ser Sustitución en
el poder genético, y ése es aproximadamente el título de la re-
ciente obra técnica de Cairns-Smith (Genetic takeover).
Cairns-Smith compara el proceso descrito con la revolución de
la electrónica moderna, donde los compactos y eficaces circui-
tos integrados han desplazado los tubos y cables de los aparatos
más antiguos.
Cuando en 1983 asistí al Congreso de Mainz sobre el origen
de la vida, tuve la oportunidad de pensar en otro símil con ma-
terial de primera mano. En efecto, en esta ciudad alemana
Johannes Gutenberg inventó la imprenta hacia mediados del
siglo XV, y un magnífico museo ilustra allí este acontecimiento
y la histona general del libro desde sus orígenes hasta el pre-
sente.
Al recorrer las salas del museo reparé en la existencia de
varias revoluciones tecnológicas —de varias sustituciones de
poder— en la historia de la información escrita e impresa. La
que Gutenberg hizo célebre, vigente todavía hoy, sobrevino
bastante tardíamente; le precedieron la invención de la escri-
tura y la del papel. Por supuesto, la imprenta supuso una revo-
lución en la velocidad de transmisión de la información.
También pueden haberse producido diversas tomas de po-
der durante la génesis del mecanismo de almacenamiento bio-
lógico de información, con la arcilla primigenia, las proteínas,
el ARN y, finalmente, el tardío ADN.

— 248 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

La obra que acabamos de representar, hipotético relato del


origen de la vida en la Tierra, tiene muchos puntos satisfacto-
rios, pero —no podía ser menos— un gran inconveniente. An-
tes de parar mientes en la evolución por desplazamiento génico
de los organismos arcillosos, hemos de aceptar que tales seres
existieron. Un considerable número de científicos —para los
que, en un libro anterior, acuñé el término «carbonistas»— es-
tán plenamente convencidos de que sólo un sistema basado en
la química del carbono, que funcione en un medio acuoso,
puede sustentar la vida. (Los carbonistas extremos limitarían la
posibilidad de vida a un sistema de ácidos nucleicos y proteínas
similar al nuestro.)
La constatación de formas de vida a base de minerales tras-
tocaría este punto de vista y ampliaría considerablemente nues-
tras ideas acerca de cómo se puede presentar la vida en el Uni-
verso. Este avance supondría una revolución en nuestro cono-
cimiento de la naturaleza de la vida, y sería un logro sin prece-
dentes, aunque no tuviera nada que ver con el origen de nuestra
propia clase de vida en la Tierra.
Por suerte, hay varias maneras de poner a prueba la hipóte-
sis. Experimentos como los llevados a cabo por Armin Weiss
pueden resultar técnicamente difíciles, pero, afortunadamente,
no precisan un viaje al fondo del mar o a otro planeta. La ca-
pacidad de las arcillas para almacenar y expresar información,
reproducirse y mutar ha de ser demostrada de forma rigurosa y
reproducible.
Cairns-Smith ha propuesto otro tipo de experimento-
prueba, que podría considerarse una versión mineral de la evo-
lución en tubo de ensayo del ARN del virus Qβ. Se utilizaría
una especie de cristalizador continuo, aparato empleado en de-
terminados experimentos de laboratorio. Este cristalizador se-
ría alimentado con una disolución sobresaturada de minerales;
en el interior del aparato tendría lugar la formación y creci-
miento de los cristales, de modo que por el conducto de salida
fluiría una suspensión de cristales.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Supongamos que en el aparato se forman dos especies dis-


tintas de cristales: los de la primera especie crecen sin fragmen-
tarse, y con el tiempo acaban en el tubo de salida y se pierden;
los de la segunda, en cambio, se fragmentan con rapidez, de
modo que los nuevos cristales que se forman compensan las
pérdidas. Si aparece alguna variante fortuita, capaz de prolife-
rar más deprisa, invadirá toda la cámara, como los mutantes Qβ
en el experimento de Spiegelman. Las investigaciones con el
cristalizador nos dirán muchas cosas sobre las posibilidades de
evolución de los cristales y los minerales más adecuados al res-
pecto.
La mejor prueba de la verosimilitud de la teoría que aboga
por la vida arcillosa sería su detección en la Tierra presente. En
nuestra representación escénica, nada excluía la supervivencia
de las formas originarias. Los híbridos orgánico-cristalinos que
precedieron a la vida orgánica quizá fueron devorados por sus
descendientes y hoy sólo subsisten como fósiles; pero las ver-
siones más primitivas, exclusivamente de arcilla, no competi-
rían con la vida moderna por los mismos recursos ambientales
y quizás hayan sobrevivido hasta el presente. Incluso si hubie-
ran perecido a causa de cambios geológicos, cabría esperar que
arrancaran de nuevo y evolucionaran otra vez, dada la relativa
sencillez del proceso.
Graham Cairns-Smith se mostró muy prudente acerca de
estas posibilidades cuando hablé con él en la reunión de Mainz,
a pesar de que mientras conversábamos degustamos vino sufi-
ciente para despertar el valor que los científicos necesitan para
lanzarse a una especulación sin límites. En su opinión, las for-
mas de vida mineral serían frágiles y proclives a la extinción.
Hoy día sólo cabría esperar rebrotes, no supervivientes origi-
narios. Deberíamos dirigir especialmente nuestra búsqueda ha-
cia las formas raras e inusuales, como las complejas formas
vermiformes de la caolinita. Como alternativa, podríamos bus-
car cristales en lugares insólitos, lejos de la fuente de los mate-
riales que los formaron. No ofreció candidatos directos, aunque

— 250 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en otras ocasiones se ha preguntado si algunas conocidas for-


mas vermiculares no serían el resultado de un proceso de se-
lección natural.
Estamos pendientes de una respuesta definitiva sobre la
vida arcillosa. Si de verdad ése fue nuestro comienzo, sería una
de las respuestas científicas más satisfactorias. Habitamos este
planeta y utilizamos sus recursos. Fallecemos y nuestro cuerpo
va a parar a la tierra. Cuán propio si en el fondo hubiéramos
surgido de ese suelo, como apunta el Génesis (2:6-7): «Salía,
empero, de la tierra una fuente, que iba regando toda su super-
ficie. Entonces, Dios formó al hombre del lodo de la tierra, e
infundióle en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hom-
bre, ser con alma viviente.»
Las diversas especulaciones de este capítulo, aunque muy
dispares, comparten entre sí —y con otras muchas teorías— la
suposición de que la vida se originó en la Tierra. Dicha supo-
sición no tiene por qué ser verdad, y la falta de una evidencia
firme en pro del origen terráqueo de la vida ha hecho que algu-
nos científicos de renombre hayan vuelto la mirada a otros lu-
gares. Pasemos a estudiar seguidamente estas ideas.

— 251 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

IX. LLEGAN LOS COMETAS: LA CIENCIA


COMO RELIGIÓN

«Hay quienes creen que la vida comenzó fuera de nuestro


planeta.» Esta frase se repetía al comienzo de cada uno de los
episodios de una serie televisiva ambientada en el espacio in-
terplanetario. Mientras se pronunciaba la frase, en la pantalla
aparecía una flota de naves espaciales dirigiéndose hacia el pla-
neta Tierra, en un masivo éxodo galáctico. Según esta idea,
nuestra presencia en la Tierra no es el mero resultado de un
accidente local, sino que es un hecho con resonancia cósmica.
El cielo de una noche estrellada es un espectáculo gran-
dioso. Me resulta casi imposible levantar la mirada y no sen-
tirme abrumado por su majestad. Me perdí esta experiencia du-
rante buena parte de mi niñez, pues crecí bajo el cielo reverbe-
rante y calimoso de Nueva York. Sólo en ciertas ocasiones,
cuando mi familia iba de vacaciones a las montañas Catskill y
se me permitía permanecer levantado hasta una hora inusual-
mente avanzada de la noche estival, podía disfrutar la experien-
cia plena. Las más de las veces, me contentaba con contemplar
un simulacro de cielo en el planetario Hay- den. En todo caso,
todas estas experiencias me han ayudado a comprender los sen-
timientos de quienes deseaban trasladar nuestros orígenes al
cosmos. Dichos sentimientos son similares a los de la sirvienta
del cuento de hadas que espera secretamente haber nacido prin-
cesa y que algún día se desvele su verdadera identidad.
Ideas de este tipo han surgido una y otra vez a lo largo de
la historia. Nada tiene de extraño que cobraran nuevo vigor en
cuanto la hipótesis Oparin-Haldane mostró cierta debilidad.
Cuando empezó a parecer improbable que la Tierra primitiva
tuviera la atmósfera fuertemente reductora que demandaba la
teoría, se plantearon diversas reacciones posibles. Una consis-
tía simplemente en modificar o abandonar la teoría, si bien tal

— 252 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

opción no era tan atrayente para algunos pensadores como la


alternativa de abandonar la Tierra y trasladar el origen de la
vida a otro lugar.
No trataremos aquí las fantasías populares según las cuales
desorejados extraterrestres descendientes de otros que nos die-
ron la vida andan acechando en cualquier esquina, chinchán-
donos de vez en cuando con sus naves espaciales. Las pruebas
en favor de estos sucesos son lisa y llanamente inexistentes. A
menos que aparezcan datos incontrovertibles en contra, prefe-
rimos la hipótesis más sencilla: ninguna inteligencia externa se
ha mezclado en los acontecimientos de este planeta durante el
período abarcado por el registro geológico.
Por supuesto, esta afirmación no se remonta al origen de la
vida y no podemos excluir la posibilidad de que el primer or-
ganismo llegara aquí procedente de otro lugar, por accidente o
como resultado de los esfuerzos de seres conscientes.
A comienzos de siglo, un célebre químico sueco, Svante
Arrhenius, merecedor del premio Nobel de esa disciplina en
1903, publicó una teoría de este tipo. Arrhenius era un hombre
de ideas originales. En su tesis doctoral, por ejemplo, describió
correctamente el comportamiento de las sales cuando se disuel-
ven en agua. Su teoría fue acogida con escaso entusiasmo, y
por ello recibió la nota aprobatoria mínima; pero sus ideas fue-
ron vindicadas más adelante.
Sin duda esta experiencia le dio valor para avanzar una hi-
pótesis radical sobre el origen de la vida: la teoría de la pans-
permia. Arrhenius proponía que ciertos microorganismos fue-
ron expulsados de la atmósfera de planetas portadores de vida
existentes en otros puntos de la galaxia. Estos microbios viaja-
ron por el espacio interestelar en forma de esporas, impulsados
por la presión de la radiación de las estrellas. Un superviviente
de este proceso alcanzó la Tierra, y así comenzó la vida aquí.
Esta teoría no goza de crédito entre la mayoría de los cien-
tíficos actuales, aunque de vez en cuando se deja oír alguna voz
disidente. Carl Sagan y otros han argüido que es improbable
que por esta vía haya llegado a la Tierra ni siquiera una espora

— 253 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en toda la historia del Universo. Además, cualquier microorga-


nismo como los que conocemos moriría por efecto de la radia-
ción, el frío y el vacío del espacio exterior.
Esos problemas desaparecerían, claro está, si los microbios
hubieran llegado como pasajeros de una nave adecuada. En los
años sesenta, Thomas Gold, de la Universidad de Cornell, pro-
ponía en broma que los extraterrestres habrían venido de ex-
cursión a este planeta y se habrían ido sin dejarlo bien limpio.
La vida terráquea comenzó con una bacteria que sobrevivió en
una miga primordial.
Una variante más seria sobre el tema de la llegada de bac-
terias en naves espaciales es la desarrollada con cierto detalle
por Francis Crick, codescubridor de la estructura en doble hé-
lice del ADN. En 1973, un viejo amigo y colega, Leslie Orgel,
publicaba un artículo titulado La panspermia dirigida en una
revista de astronomía. Crick amplió después esta idea en un
libro titulado Life itself. En el Relato del viernes de la Introduc-
ción he presentado su teoría, añadiéndole algunos detalles.
Francis Crick partía de la consideración de que, en un Uni-
verso que tiene más del doble de la edad de la Tierra, «hay
tiempo suficiente para que la vida se desarrolle no una, sino
dos veces una tras otra». Proseguía observando que «si bien no
podemos dar de momento razones de peso para que un origen
en otro sitio sea mucho más verosímil, resulta temerario asumir
que las condiciones aquí eran sencillamente tan buenas como
en cualquier otro lugar». Presentaba la teoría como una espe-
culación, una idea que llegaba por delante de todo testimonio
que la refrendara. En el libro, Crick señala: «Lo mejor que se
puede decir acerca de la panspermia dirigida es que es real-
mente una teoría científica posible, aunque prematura.»
Uno de los motivos subyacentes a la publicación del libro
era incrementar la conciencia del público sobre las dificultades
que envuelven el tema del origen de la vida. Crick me lo ex-
plicó durante una entrevista personal: «Pensábamos en esta
teoría, pero no estábamos demasiado convencidos [...]. El ob-
jeto [del libro] es brindar a la persona inteligente una idea de

— 254 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

cuál es el problema, es como una percha sobre la que colgar


nuestras especulaciones sobre el tema.»
Esta actitud escéptica y sosegada contrasta radicalmente
con la manera como sir Fred Hoyle y su colaborador de toda la
vida, el profesor Chandra Wickramasinghe, han presentado sus
ideas al respecto. Nos encontrábamos con ellos en el Relato del
sábado de la Introducción. Estos dos científicos se toman su
teoría muy en serio y la presentan con convicción, incluso
como ciencia cierta. Son astrofísicos, de manera que parten de
un conocimiento detallado de las estrellas y de otros elementos
que integran buena parte de la masa de nuestra galaxia: las ne-
bulosas interestelares. Estos objetos, que conocimos de pasada
cuando estudiábamos el origen del Sistema Solar, nos son poco
familiares, de modo que vamos a prestarles un poco de aten-
ción.

1. EL POLVO ESTELAR

Cuando pensamos en el espacio exterior, por lo general nos


imaginamos multitud de estrellas, quizá con sistemas planeta-
rios, separadas por el vacío más absoluto. En realidad, ese va-
cío total no existe. Moléculas y átomos solitarios vagan por el
espacio interestelar. Su densidad media es inferior al del vacío
más alto que se haya podido conseguir en los laboratorios te-
rrestres, aunque varía muchísimo. En ciertos lugares, los áto-
mos o moléculas están algo más agrupados y entremezclados
con diminutas partículas sólidas, de un tamaño que las situaría
en el piso −7 del ascensor de magnitudes. Estos granos de
polvo, junto con los átomos y las moléculas libres, componen
las nebulosas. En ellas, la densidad de la materia es todavía
bastante baja, pero son tan grandes —años luz de diámetro—
que una cualquiera puede contener una masa 100.000 veces la
de nuestro Sol.
Las nebulosas han sido minuciosamente estudiadas me-
diante el telescopio. En unos casos se presentan como manchas
oscuras que ensombrecen la luz de las estrellas que hay detrás.
Algunas pueden ser observadas directamente, pues brillan con

— 255 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

luz propia. Estas últimas han merecido una atención especial


por parte de los astrónomos, porque en su interior se forman
nuevas estrellas.
Una nebulosa estelar típica llega a durar millones de años.
La materia que alberga puede originarse en las estrellas ya exis-
tentes y desprenderse como un suave viento solar, o aparecer
convulsivamente, en una explosión. Los principales ingredien-
tes de las nebulosas son el hidrógeno y el helio —como lo son
del Universo entero—, aunque también hay elementos más pe-
sados. Las reacciones nucleares intraestelares producen car-
bono, oxígeno, nitrógeno, silicio y otras clases de átomos que
acaban en las nebulosas. Con el tiempo, estas sustancias se con-
centran en los planetas.
La formación de estrellas se desencadena cuando inestabi-
lidades locales en el seno de la nebulosa hacen que parte de ella
se colapse por gravedad. Los detalles del proceso no están cla-
ros, y no sabemos si la formación de planetas es un fenómeno
raro o corriente. Para comprender estos procesos a fondo, los
astrónomos han procurado ansiosamente conocer la identidad
exacta de las moléculas y granos de polvo que componen las
nebulosas. Si se pudiera recoger una porción de nube interes-
telar con una especie de aspirador cósmico y llevarla a un la-
boratorio terrestre, su análisis presentaría pocos problemas. Por
supuesto, esto no se puede hacer, y la principal fuente de infor-
mación en lo que concierne a su naturaleza química es la luz y
otras formas de radiación que proceden de ellas o pasan a su
través.
La luz que vemos con nuestros ojos es sólo una pequeña
parte de un fenómeno mucho más amplio: la radiación electro-
magnética. Esta radiación incluye formas familiares como los
rayos X, la luz ultravioleta, la infrarroja y las ondas de radio.
Estas formas de radiación se diferencian unas de otras por una
característica, la longitud de onda, que puede variar desde mi-
les de metros para ciertas ondas de radio hasta menos de una
billonésima de metro para los rayos cósmicos. Esta variación
de longitud es tan grande que será mejor que la describamos
con el ascensor de magnitudes. La longitud de onda de la luz

— 256 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

visible caería en el piso −7. Las longitudes de onda de la luz


ultravioleta, aunque más cortas, se encontrarían también en ese
piso. Una longitud de onda infrarroja típica caería en el piso −6
o −5, y una microonda en el −3. Los astrónomos han analizado
la energía que nos llega a cada una de estas longitudes de onda
desde las nebulosas interestelares, y los mejores resultados se
han conseguido, con la ayuda de los espectros de microondas,
en la identificación de moléculas pequeñas. La información re-
cibida desde las nebulosas consta de una serie de picos, cada
uno de los cuales representa una longitud de onda diferente.
Esta serie de picos no revela directamente qué moléculas están
presentes, pero es útil en un proceso de razonamiento inverso.
Si el astrónomo supone que existen moléculas de una sustancia
determinada en las nebulosas, primero obtendrá su espectro de
microondas, o lo calculará si la sustancia es inestable en las
condiciones terrestres. Si los picos medidos o calculados para
dicha sustancia están todos representados en los espectros de
las nebulosas, la conclusión a sacar es que esta sustancia está
presente en ellas. Existe cierto margen de error, pero es pe-
queño, sobre todo cuando son muchos los picos asociados con
una molécula y aparecen todos en el espectro de la nebulosa.
Un informe de 1982 recogía cincuenta moléculas distintas de-
tectadas por este método, un número suficiente para permitir
algunas generalizaciones. Claro está, no hemos de olvidar una
limitación importante: para detectar una molécula, primero se
ha de sospechar su presencia.
Las moléculas identificadas hasta ahora contienen poquísi-
mos átomos: una tiene trece, otra once y el resto nueve o me-
nos. Los elementos representados en tales moléculas son: hi-
drógeno, carbono, nitrógeno, oxígeno, azufre y silicio. Se da
toda una gama de moléculas orgánicas, algunas con enlaces ra-
ros o incompletos. Estas sustancias, que no resistirían en la Tie-
rra, sobreviven en las condiciones de frío y vacío imperantes
en el espacio exterior. Una sustancia familiar presente en las
nebulosas es el alcohol etílico. Su densidad en el espacio es
baja, pero la galaxia es tan inmensa que la cantidad total de

— 257 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

alcohol es enorme: podríamos preparar con él millones de com-


binados, y llenar con ellos el océano Pacífico.
Se supone que existen aminoácidos en las nebulosas, pero
hasta ahora no ha aparecido ninguno, ni siquiera la glicina, que
tiene sólo diez átomos. Con el tiempo, cuando se fabriquen ins-
trumentos más sensibles, se detectarán seguramente los más
sencillos, pero es evidente que en todo caso no son abundantes.
Las dos moléculas mayores detectadas hasta la fecha son sus-
tancias bastante extrañas, ricas en carbono y desprovistas de
hidrógeno; poco tiempo aguantarían en nuestro ambiente. En
conjunto, la lista de moléculas halladas en el espacio podría ser
calificada de colección bastante extraterrena.
A pesar de ello, algunos observadores la han empleado en
apoyo de sus propias hipótesis predestinistas. La presencia de
compuestos orgánicos simples en las nebulosas interestelares
se considera un indicador del designio cósmico, una prueba de
que la química cósmica discurre en la dirección de nuestra pro-
pia bioquímica específica. A este respecto, las nebulosas han
desempeñado un papel semejante al test de Rorschach en psi-
cología: cada observador ve en las figuras del test lo que desea.
Tocaremos este tema de nuevo en un capítulo posterior, pero
ahora hemos de ocuparnos de las minúsculas partículas de
polvo de las nebulosas, que han resultado ser un estímulo aún
más fértil de la imaginación.
Estos granos de polvo estelar son mayores y más complica-
dos que las simples moléculas, de modo que sabemos menos
de ellos. La espectroscopia de rayos infrarrojos y de ultravio-
leta han sido dos importantes fuentes de información. Nos en-
tretendremos con ellas un rato, pues son muy importantes para
nuestra investigación.
La espectroscopia de infrarrojos es una técnica con la que
traté a menudo durante mis cursos de química orgánica como
graduado. Por la época en que comencé mis estudios, era el
instrumento más importante para explorar la estructura de pro-
ductos orgánicos moderadamente complejos (hoy día, claro
está, se ha visto desplazado por técnicas más elaboradas y mu-
cho más costosas). Aprendí que una sustancia pura produce un

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

espectro que recuerda la silueta de una gran ciudad con rasca-


cielos: una serie muy recortada de picos y depresiones. Este
espectro no revela por sí solo la identidad del compuesto, pero
ciertos picos, en determinadas posiciones, ofrecen una infor-
mación definitiva, aunque limitada. A pesar de que la mayor
parte del espectro no es fácil de interpretar, es bastante útil
como huella dactilar, como clave de identificación. Mi tutor,
R. B. Woodward, era famoso entre los químicos por su síntesis
de laboratorio. Él fue quien ideó la primera síntesis de muchas
sustancias harto conocidas, como la quinina, la estricnina o la
clorofila. A menudo, el espectro infrarrojo del producto fabri-
cado en el laboratorio servía de prueba concluyente de que la
síntesis había sido un éxito. Si éste coincidía, pico a pico e in-
flexión a inflexión, con el del material natural, entonces Wood-
ward proclamaba que la sustancia preparada y la natural eran
idénticas.
Para un químico formado en esta tradición, la observación
del espectro de una nebulosa es absolutamente descorazona-
dora. Dicho espectro es uniforme en su mayor parte y relativa-
mente falto de rasgos distintivos, más parecido al perfil de una
sierra que al contorno de una ciudad. Esta forma refleja las di-
ficultades técnicas que entraña la obtención del espectro, así
como el hecho de que los granos de polvo están formados pro-
bablemente por una mezcla heterogénea en lugar de una sus-
tancia única. Con esta limitadísima información, los astróno-
mos han tratado de sacar algunas conclusiones acerca de la na-
turaleza general de los granos; sin embargo, no han conseguido
ponerse de acuerdo ni siquiera en si son de carácter orgánico o
inorgánico. Algunos investigadores han interpretado el espec-
tro como si correspondiera a una mezcla de hielo, silicatos y
otros minerales. Carl Sagan y sus colegas han propuesto que
son tolinas, nombre que aplican a los alquitranes orgánicos, os-
curos y pringosos, del tipo de los que resultan de las reacciones
Miller-Urey. Como analogía de esta situación, imaginemos que
intentamos identificar un individuo a partir de una única foto-
grafía tomada de lejos en medio de la niebla: la resolución no

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

permite siquiera un acuerdo sobre si la persona en cuestión es


hombre o mujer.
Se ha obtenido alguna información complementaria sobre
el polvo estelar a partir de su espectro en la banda del ultravio-
leta. Ciertamente, este tipo de espectroscopia es más limitado
que el de infrarrojos, pues casi todas las sustancias tienen un
espectro infrarrojo pero sólo algunas tienen espectros ultravio-
letas en la banda que se usa habitualmente. Los datos sirven
para la identificación de una sustancia sólo cuando, mediante
otros métodos, el número de posibilidades queda reducido a
unas pocas. El espectro de las nubes presenta sólo un montículo
allí donde es más frecuente que se den estos espectros. Como
en el Universo cabe la posibilidad de casi cualquier cosa, esto
no da pie a ninguna conclusión en firme, aunque se han pro-
puesto hipótesis que van desde una mezcla de compuestos or-
gánicos hasta el grafito (forma laminar del carbono empleada
en la mina de los lápices y en algunos lubricantes). En resumen,
la naturaleza exacta del polvo estelar es un enigma, y puede
seguir como tal mientras no recojamos un poco y lo traigamos
a casa.
La mayor parte de los científicos están de acuerdo con esta
opinión, pero Hoyle y Wickramasinghe han tomado un rumbo
distinto y llegan a una serie de conclusiones claras pero muy
singulares acerca de la naturaleza de las nebulosas, mezclán-
dolas con el origen de la vida. Antes de considerar sus teorías
con más detalle, quizá convendría que conociéramos un poco
mejor a estos dos caballeros.

2. DOS DISIDENTES

El más famoso de los dos, sir Fred Hoyle, ha tenido una


carrera distinguida, con numerosas aportaciones en el campo
de la astronomía. Él y sus colegas dedujeron por vez primera
los procesos por los que se forman elementos pesados a partir
de los más ligeros en el seno de las estrellas. Hoyle contribuyó
asimismo al desarrollo de la teoría del estado estacionario del

— 260 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Universo. Según esta teoría, el Universo subsistirá indefinida-


mente en el estado actual, y, a medida que se expande, se crea
de continuo materia nueva para mantener una densidad cons-
tante. Esta idea ha perdido el favor de la mayoría de los cientí-
ficos y ha dado paso a la teoría de la gran explosión (big bang),
según la cual el Universo se creó súbitamente en un momento
determinado, hace quizá diez o veinte mil millones de años.
Hoyle nació en 1915 y su vida académica ha transcurrido
casi por completo en diversos cargos docentes de la Universi-
dad de Cambridge. Su carrera siempre ha estado marcada por
la polémica en torno a cuestiones políticas y administrativas de
la universidad. A mediados de los años sesenta, dimitió de su
cargo en la facultad de matemáticas y amenazó con emigrar a
Estados Unidos No obstante, permaneció en Cambridge al ser
nombrado director del recién creado Instituto de Astronomía
Teórica. Posteriormente dejó este puesto y abandonó su cátedra
de Cambridge en 1972, a raíz de nuevas disputas políticas. En
1975, Hoyle ocupó la primera plana de la actualidad al afirmar
que uno de sus ex colegas de Cambridge había recibido el pre-
mio Nobel por arrogarse el mérito de investigaciones realiza-
das por su ayudante. Ambos, premio Nobel y ayudante, niegan
la acusación.
Pero estas controversias no son nada en comparación con
los innumerables honores que ha recibido Hoyle, entre ellos
diversos premios y medallas. Ha sido presidente de la Royal
Astronomical Society, vicepresidente de la Royal Society y
miembro asociado en el extranjero de la U.S. National Aca-
demy of Science. Fue nombrado sir en 1972.
Su talento se extiende más allá de la investigación, y llega
hasta la literatura. Ha escrito textos de astronomía y libros de
divulgación sobre la energía nuclear y los cambios climáticos
planetarios. También es autor de diversas novelas de ciencia
ficción, algunas escritas con la colaboración de su hijo Geof-
frey. En 1969 preparó el libreto para una ópera, The alchemy
of love.

— 261 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

N. C. Wickramasinghe es oriundo de Sri Lanka. Trabajó


unos años en Cambridge, y posteriormente fue nombrado di-
rector del departamento de astronomía y matemáticas aplicadas
del University College de Cardiff (Gales). Su especialidad son
las nebulosas interestelares.
Las especulativas teorías de los dos astrónomos (nos refe-
riremos a ellos como H. y W. en lo que resta de capítulo) sal-
taron a la palestra durante el período 1977-1981. Aparecieron
completas en libros de divulgación, y ciertos aspectos se trata-
ron con todo detalle en más de una docena de artículos publi-
cados en revistas científicas. En los años anteriores a ese pe-
ríodo. H. y W. presentaron, en diversas revistas, varios artícu-
los más convencionales sobre las nebulosas. De 1977 a 1981,
sus ideas parecen cambiar y desarrollarse casi de continuo,
pero, en aras de la sencillez, las clasificaré en dos grupos dis-
tintos. Las opiniones expresadas en 1978 en Lifecloud (La nube
de la vida) las englobaremos bajo el epígrafe de «teoría primi-
tiva», mientras que las de Diseases from space (1979), Evolu-
tion from space (1981) y otros trabajos más recientes las deno-
minaremos «teoría posterior».

3. LA TEORÍA PRIMITIVA

En esta versión, H. y W. argüían que determinadas molécu-


las importantes para nuestra bioquímica están presentes en el
espacio exterior: «Una molécula de ácido fórmico y una de me-
tanimina podrían reaccionar para producir el aminoácido más
sencillo, la glicina, y se dan todas las razones para creer que
esto ocurre extensivamente. Así pues, al parecer ya se desarro-
lla una química prebiótica bastante compleja en el estadio de
colapso preestelar de las nebulosas interestelares densas.»
El ácido fórmico y la metanimina (otra molécula orgánica
pequeña) figuran en la lista de sustancias identificadas en el
espacio. La glicina, como señalábamos, aún no ha sido detec-
tada, ni tampoco los autores presentaron prueba alguna sobre
su presencia. Sin embargo, siguieron adelante con afirmacio-
nes suplementarias en lo que concierne a la presencia de otros

— 262 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

compuestos bioquímicos. Afirmaron que los granos de polvo


están formados, con toda seguridad, por celulosa (un poco más
adelante nos ocuparemos del fundamento de esta afirmación).
H. y W. resumían: «Con la formación de estos materiales, pa-
recen sentados los cimientos de la bioquímica.»
Sin embargo, las nebulosas no se llevan la parte de león en
la teoría de H. y W. Tal honor les está reservado a otros cuerpos
celestes: los cometas. Los cometas son los candidatos más no-
torios a protagonizar cualquier drama del espacio exterior, más
que nada por su apariencia espectacular. Estos objetos, con su
brillante cabeza y su larga cola, han aparecido en el cielo noc-
turno en diversos momentos de la historia humana, e inevita-
blemente han causado una profunda impresión. La presencia
de un cometa se tomaba como señal de que se iba a producir
un acontecimiento muy importante: «Cuando los pordioseros
desaparecen, no se ven cometas. Los propios cielos proclaman
a los cuatro vientos la muerte de los príncipes», escribió Sha-
kespeare en Julio César.
Ahora sabemos que los movimientos y la historia de estos
visitantes distan mucho de incidir en nuestras preocupaciones
terrestres corrientes. Tienen la cabeza pequeña —quizás unos
diez kilómetros de diámetro—, aunque la cola, mucho menos
sustancial, puede alcanzar millones de kilómetros. Multitud de
ellos describen órbitas más allá de Plutón, y lo han hecho así
desde que se formaron cuando nuestro Sistema Solar adoptó su
configuración presente. De vez en cuando, uno u otro se ve
perturbado por algún acontecimiento que lo arrastra a una
nueva órbita, órbita que periódicamente le acerca mucho al Sol.
Los cometas se componen, en gran parte, de hielo y otras sus-
tancias que pasan con facilidad al estado gaseoso, de modo que
al aproximarse al Sol estos materiales se evaporan y forman la
cola. Entre 1985 y 1986, el cometa Halley nos ha brindado una
vez más la más célebre manifestación de esta índole.
Los astrónomos, que no han reparado en medios para ente-
rarse de qué otras sustancias puede haber en los cometas ade-
más de hielo, sólo han tenido contadas oportunidades de obser-
var sus espectros. Han identificado algunas moléculas que ya

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

habían sido detectadas en las nebulosas interestelares, y nin-


guna tiene más de seis átomos.
Sin embargo, en el argumento de Lifecloud, H. y W. sostie-
nen que, en el momento de su formación, los cometas absor-
bieron grandes cantidades de material biológico procedente de
las nebulosas. Los autores reproducen en ese libro la lista de
moléculas identificadas en los cometas, pero le añaden a la
misma «los poli- sacáridos y otros polímeros orgánicos afi-
nes». Respaldan esto con la afirmación siguiente: «En nuestra
opinión, una explicación mejor es que muchos de los radicales
que se observan son productos de disociación de polímeros or-
gánicos, como los polisacáridos.» (La palabra «radical» alude
a moléculas orgánicas inestables con enlaces incompletos.)
En esta teoría de H. y W., se describe el estado de la Tierra
primitiva como algo similar a la Luna actual, sin atmósfera.
Esta carencia fue remediada por los numerosos aterrizajes sua-
ves de los cometas, que aportaron los materiales necesarios. H.
y W. consideran la hipótesis alternativa, aceptada por la mayo-
ría de los geólogos, de que nuestra atmósfera se formó a partir
de gases desprendidos del interior de la Tierra, y la desautori-
zan con estas palabras: «A esta explicación se oponen serias
objeciones. Para comenzar, no está basada en indicio alguno.»
Una vez la atmósfera en su sitio, los cometas transportaron
los ingredientes que faltaban para enriquecer la sopa prebió-
tica. Citemos de nuevo a los autores: «Si el espacio interestelar
está lleno de moléculas prebióticas [...] es casi palmario que el
origen de la vida terrestre no fue más que un juntar moléculas
prebióticas interestelares.» Pero, contra lo que podría supo-
nerse por este párrafo, no fue la Tierra el lugar elegido para
cocinar la sopa, sino el interior de los propios cometas. Esto
ocurrió en repetidas ocasiones, en el seno de muchos cometas,
y se produjeron virus y bacterias. «Hace unos cuatro mil millo-
nes de años, la vida llegó también [a la Tierra] procedente de
un cometa portador de la misma.» Las «entregas» de organis-
mos vivos han continuado posteriormente, estimulando la evo-
lución.

— 264 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

4. LA REACCIÓN DE LOS CIENTÍFICOS

Tamaña provocación venida de un astrónomo famoso y un


colaborador suyo no podía pasar desapercibida. La más ad-
versa de las innumerables críticas recibidas fue quizá la de la
bióloga Lynn Margulis. Según ella, «el libro es de una falta de
seriedad ostentosa. Su argumento, además, es totalmente
opuesto a la opinión de la mayoría de los investigadores de esa
disciplina, si cabe considerar “los orígenes de la vida” como
una disciplina. El libro es una ficción libertina, juguetona, di-
vertida.»
Pero la reacción profesional a esta teoría no fue totalmente
negativa, ni mucho menos. El astrofísico John Gribbin escribía
en un libro titulado Génesis3 que esa hipótesis «ofrece la expli-
cación más completa de lo que sucede en las nebulosas del es-
pacio exterior». Cualquiera que sean las dificultades, «algo de
lo que llevan en sí esas líneas se convertirá, con el tiempo, en
opinión oficial». Hoimar von Ditfurth, autor de un libro muy
vendido en Alemania sobre la evolución y el origen de la vida,
expresaba una opinión análoga, añadiendo: «En las nebulosas
de gas cósmico se forman espontáneamente moléculas muy
complicadas, hasta llegar a los aminoácidos y el ácido ribonu-
cleico.» El astrónomo W. M. Irvine y sus colegas de la Univer-
sidad de Massachusetts escribían en 1980, en un artículo publi-
cado en Nature: «Se concluye [...] que los cometas pueden al-
bergar moléculas orgánicas bastante complejas, y que pueden
haber desempeñado un papel en el origen y, presumiblemente,
incluso en la evolución subsiguiente de la vida terrestre.» Este
artículo, sin embargo, trataba sólo de las temperaturas posibles
en el seno de los cometas, no de su contenido.
La teoría primitiva de H. y W. consiguió un reducido grupo
de partidarios entre los científicos. Se publicaron numerosos
artículos técnicos en revistas profesionales de referencia, y a
esos artículos hemos de dirigimos para examinar la solidez de
la teoría.

3 Publicado también en esta misma colección.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

5. LOS ARTÍCULOS DE H. Y W.

Hoyle y Wickramasinghe han razonado sus teorías valién-


dose de datos de diversa procedencia. Para estudiar todos sus
argumentos en detalle necesitaríamos un libro entero, no un ca-
pítulo. Nos limitaremos a tomar muestras de su trabajo, cen-
trando fundamentalmente nuestra atención en una única afir-
mación importante y dejando que ésta represente el plantea-
miento general.
La afirmación de H. y W. que parece haber causado mayor
pasmo es la identificación de los granos de polvo interestelar
como celulosa, a partir de los espectros infrarrojos. Este poli-
sacárido, quizás el producto biológico terrestre más abundante,
es el principal material constituyente de la madera y de otras
sustancias vegetales. Lo encontramos en el algodón y en el pa-
pel (de modo que es celulosa casi todo lo que tiene usted ahora
delante de los ojos).
Esa identificación tuvo tanto impacto porque la celulosa es
un material específico donde los haya, producido en la Tierra
sólo por procesos biológicos. Cabría esperar que toda vía pu-
ramente química capaz de producir esta sustancia diera tam-
bién otros muchos productos y originara una mezcla compleja.
Consideremos qué pasos serían necesarios para preparar ce-
lulosa. Las pequeñas moléculas de las nubes podrían reaccio-
nar unas con otras de muy diversas maneras, lo que daría lugar
a muchas clases distintas de compuestos orgánicos. Por lo que
sabemos de química orgánica, no sería de prever que los azú-
cares fueran abundantes; y, en el caso de que lo fueran, podrían
formarse centenares de tipos distintos. La glucosa figuraría,
claro está, entre ellos; ahora bien, para obtener celulosa, las
glucosas tendrían que buscarse unas a otras selectivamente, ig-
norando todos los demás azúcares, así como las innumerables
moléculas que no lo fueran. Y aun en el caso de que se diera
este improbable suceso, no todo estaría resuelto. Un químico
especialista en hidratos de carbono ha calculado que existen
176 maneras distintas, todas posibles desde el punto de vista
químico, de combinar tres unidades de glucosa. Para llegar a la

— 266 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

celulosa, se ha de seleccionar una y sólo una de estas alternati-


vas. Por si fuera poco, para cada glucosa que se añade a la mo-
lécula de celulosa surgen 20 nuevas posibilidades. Se necesita-
ría una enorme selectividad para conseguir ensartar las docenas
de glucosas que componen una pequeña unidad de celulosa.
Si H. y W. hubieran sugerido que los granos de polvo son
una mezcla orgánica compleja, o un material heterogéneo,
inespecífico, como las tolinas, poca atención habrían desper-
tado. Sin embargo, la pretensión de que contienen celulosa pa-
rece casi invocar un milagro. Para aceptarla, habríamos de asu-
mir que alguna fuerza predestinadora orienta la química inter-
estelar por derroteros que conducen a nuestra propia bioquí-
mica, o que seres vivos afines a nosotros andan sueltos por el
cosmos. Para ser creíble, una afirmación de esta clase requeri-
ría una documentación abrumadora, con detalles suficientes
para diferenciar la posibilidad de la celulosa de todas las de-
más, que existen en número astronómico —y nunca mejor di-
cho—.
Podemos rastrear la evolución de sus pensamientos si-
guiendo sus artículos en orden cronológico. En uno publicado
en Nature, en 1969, afirmaban: «Los granos interestelares pue-
den ser una mezcla de partículas de grafito formadas en estre-
llas carbonosas, y silicatos procedentes de estrellas gigantes ri-
cas en oxígeno.» En 1974, Wickramasinghe había cambiado de
opinión y se sentía atraído por las virtudes del polioximetileno,
un polímero orgánico no relacionado con los seres vivos. Es-
cribía: «Así pues, los granos de polioximetileno pueden expli-
car todas las extinciones interestelares observadas. A la vista
de las identificaciones espectrales presentadas aquí, los granos
de esta sustancia deben ser considerados como firmes candida-
tos a ingrediente principal del polvo interestelar.»
Esta candidatura fue descartada a principios de 1977. H. y
W. promediaron los espectros de dieciocho polímeros orgáni-
cos diferentes, y hallaron que la mezcla ofrecía un ajuste más
satisfactorio al espectro infrarrojo de una nube interestelar. No
obstante, el reinado de este nuevo paladín fue increíblemente
efímero. En el último párrafo del artículo en el que publicaban

— 267 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

las ideas mencionadas apuntaban que esta mezcla orgánica era


menos importante en el cosmos que su nuevo favorito: los po-
lisacáridos. Este comentario venía respaldado por una referen-
cia a un nuevo artículo que aún no había sido publicado. Es
evidente pues que, por esa época, sus ideas evolucionaban a
toda marcha.
En Lifecloud se arroja alguna luz sobre el proceso: «A prin-
cipios de 1977 llegamos al convencimiento de que lo mejor se-
ría hallar una sustancia química única para explicar todas las
características de la radiación infrarroja de origen astronó-
mico.» Y a los materiales biológicos se dirigieron, pero no pu-
dieron hallar lo que buscaban. De repente, se les ocurrió una
nueva idea:
Fue entonces, un tanto tardíamente, cuando nos planteamos
una pregunta crucial: ¿cuáles son las propiedades infrarrojas de la
más abundante sustancia orgánica terrestre, la celulosa? Una rá-
pida visita a la biblioteca y descubrimos, para nuestro asombro,
que las mediciones de laboratorio para la celulosa en el intervalo
de longitudes de onda de 2 a 30 micras mostraban justamente las
bandas de absorción que estábamos buscando. Por otra parte, la
celulosa estaba libre de bandas que estorbaran. Esta estrecha coin-
cidencia nos convenció de que existían fuertes razones, prima fa-
cie, para afirmar que el polvo interestelar se compone, en lo esen-
cial, de celulosa o de algún polisacárido afín.

Por supuesto, ningún espectro medido en condiciones de


laboratorio coincidirá exactamente con el de las nebulosas. Los
espectros de infrarrojos «terrestres» tienen una plétora de deta-
lles finos que faltan en los astronómicos, y es precisamente esta
riqueza de detalles lo que los hace valiosos para la identifica-
ción de sustancias químicas. H. y W. modificaron el espectro
de laboratorio de la celulosa, usando un método ideado por
ellos mismos, para compensar las diferencias entre las condi-
ciones existentes en la Tierra y las del espacio exterior, y obtu-
vieron una coincidencia mayor. Pero para apreciar el signifi-
cado de este procedimiento, hemos de volver a la analogía de
la figura lejana fotografiada en medio de la niebla. Suponga-
mos que un observador asegura que el personaje retratado es,

— 268 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

sin duda alguna. Ronald Reagan. Hace una fotografía del pre-
sidente y desdibuja con pintura los rasgos para imitar los efec-
tos de la niebla. Luego compara esta versión ajustada con la
fotografía brumosa, comentando similitudes tales como que
ambas figuras tienen claramente dos brazos y dos piernas. Si
nos convence esta comparación, entonces nos será fácil aceptar
el argumento de H. y W.
Pero los dos científicos tampoco se sentían muy dichosos
con la afirmación de que los granos interestelares están hechos
de celulosa. Escribían en otro artículo: «Cabría esperar que una
síntesis abiogénica [...] condujera a la formación de una mezcla
híbrida de polisacáridos estables, no a un polisacárido único.»
Hicieron una comparación usando un espectro promedio, trans-
formado, de cuatro polisacáridos elegidos por ellos. Recono-
cían que podían haber confeccionado otras muchas combina-
ciones que también habrían coincidido con el espectro de las
nubes, pero añadían: «Por supuesto, no se puede excluir nin-
guna mezcla híbrida de sólidos orgánicos que satisfaga este re-
quisito. Pero esa mezcla será, de necesidad, inventada y ad
hoc.»
Pronto recurrieron H. y W. a otro invento ad hoc de cosecha
propia. Varios meses después, observaron que su estrecha co-
rrespondencia albergaba todavía «dos importantes desviacio-
nes». Una pudo ser remediada, suponiendo que en las nubes
existía también un hidrocarburo, seleccionado al parecer por su
capacidad para mejorar el ajuste. No consideraban que este
procedimiento debilitase su argumentación, antes bien afirma-
ban que «apunta firmemente a la identificación de hidrocarbu-
ros de este tipo, que se pueden asociar con los granos de poli-
sacáridos del espacio interestelar».
Como era de esperar, esta serie de entregas de H. y W. pro-
vocó una oleada de refutaciones técnicas detalladas. Pero los
científicos que se entregaron a esta empresa podían haberse
ahorrado el trabajo, pues al cabo de poco tiempo H. y W. lle-
gaban a una conclusión muy distinta en lo que se refiere a los
granos: no consistían en una mezcla de polisacáridos, con o sin

— 269 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

hidrocarburos, sino más bien de bacterias liofilizadas. Los ar-


gumentos que pretendían respaldar esta nueva posición se pu-
blicaron en una revista de astronomía, porque la prestigiosa re-
vista Nature, que con santa paciencia había publicado todas sus
revelaciones anteriores sobre los granos de polvo, finalmente
la perdió.
La espectroscopia de infrarrojos desempeñaba un papel se-
cundario en la nueva ola de argumentos, pero H. y W. intenta-
ron mantener cierto vínculo con el pasado: «Creemos que las
propiedades ópticas del componente biológico quedan perfec-
tamente descritas por nuestros datos de laboratorio para la ce-
lulosa.» Ahora bien, las bacterias, a diferencia de los árboles,
no están hechas de celulosa. Sus paredes celulares externas
contienen un polisacárido, pero muy distinto. Además, esas pa-
redes encierran aminoácidos y otras sustancias importantes. Y
si estos ingredientes adicionales no determinan diferencias en
los espectros, entonces todas las identificaciones de H. y W.
con espectros de infrarrojos son inútiles.
Hubieron de recurrir a maniobras evasivas de gran calibre
para reconciliar la reivindicación bacteriana con el espectro ul-
travioleta de las nebulosas. Las principales sustancias bacteria-
nas que absorben radiación ultravioleta son las proteínas y los
ácidos nucleicos, y sus espectros difieren mucho de los de las
nubes nebulosas, pero H. y W. atajaron el problema con la si-
guiente declaración: «Desgraciadamente, no disponemos de
espectros ultravioletas de sistemas biológicos intactos, de
modo que tendremos que abordar esta cuestión de una manera
indirecta.» Consultaron un libro de 1964. Interpretation of the
ultraviolet spectra of natural products, obra de A. I. Scott, y
seleccionaron nueve tablas. Sostenían que, una vez promedia-
dos, los espectros de las 186 sustancias relacionadas con estas
tablas daban un espectro compuesto próximo al de las nebulo-
sas. Según sus propias palabras: «Esta estrecha coincidencia
entre nuestra curva calculada de absorción media y los datos
astronómicos [...] presta un fuerte respaldo a nuestra opinión
de que la absorción interestelar en estas longitudes de onda está

— 270 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

dominada por cromóforos [porciones coloreadas] de biomolé-


culas.»
Por fortuna, encontré un ejemplar del libro de Scott, cu-
bierto de polvo, en una estantería de mi oficina. Después de
echar una ojeada a las tablas que H. y W. citaban, sólo me cupo
concluir que no se habían molestado en leer las entradas de las
mismas cuando calcularon el promedio. Si lo hubieran hecho,
habrían reparado en la presencia de muchos compuestos ajenos
a las bacterias e incluso a los seres vivos, que se incluían en las
tablas para ilustrar cuestiones teóricas. Por ejemplo, la tabla de
pirimidinas que ellos emplearon (las pirimidinas son una clase
de bases nitrogenadas) contenía quince compuestos, la mayor
parte de los cuales no tenían el más mínimo significado bioló-
gico, y omitía uno de los dos que se presentan normalmente en
el ADN.
Al concluir esta inspección, me fijé en un detalle chusco:
H. y W. ni siquiera habían sumado correctamente los compues-
tos, pues en las tablas que ellos citan sólo figuran 153 sustan-
cias, no 186.
He dedicado unas líneas a los espectros para dar al lector
una idea de la calidad de la ciencia contenida en estos últimos
artículos. Al hacerlo he llegado ya a la teoría posterior, en la
que se propone que los granos de polvo son bacterias. Exami-
nemos más detenidamente estas ideas postreras de H. y W.

6. LA TEORÍA POSTERIOR

En una serie de libros de divulgación publicados entre 1979


y 1981, Hoyle y Wickramasinghe desarrollaron una segunda
teoría, diferente en muchos aspectos de la anterior. He resu-
mido las características más notables de la misma en el Relato
del sábado de la Introducción. El cambio de actitud de una teo-
ría a otra es extraordinario, visto el breve lapso de tiempo que
las separa. Por ejemplo, la versión primitiva aceptaba el origen
de la vida en el seno de una sopa prebiótica, afirmando: «El
principio de este proceso es incuestionable [...] y, por otra
parte, hoy día es prácticamente seguro que, en otros muchos

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

lugares del Universo y en innumerables ocasiones, se llevaron


a cabo experimentos similares de ensamblado biológico.» Y,
no obstante esto, Hoyle escribía tres años después: «Otra idea
descarriada es la de que la vida empezó aquí, en la Tierra, en
una aguada infusión de materia orgánica. El misterio está en
por qué personas adultas se han dejado arrastrar por tales creen-
cias, a pesar de existir un considerable volumen de datos en
contra.» Y la sopa dejó su puesto a un creador.
En Lifecloud, H. y W. hablan de la teoría de Darwin en los
siguientes términos: «Cuando se publicó en 1859 El origen de
las especies, Darwin se encontró con el rechazo emocional de
casi todos los sectores [...]. La teoría de Darwin, que hoy día se
acepta sin discusión, es la piedra angular de la biología mo-
derna. Nuestros propios vínculos con las formas más simples
de vida bacteriana están suficientemente probados.»
Un tiempo después, sin embargo, escribían lo siguiente:
«Estas conclusiones echan por tierra el darwinismo, que no
puede explicar los cambios genéticos rápidos [...]. Como he-
mos visto en este capítulo, las especulaciones de El origen de
la especies son erróneas. Nadie parece estar dispuesto a poner
en la picota la evolución darwiniana. Si el darwinismo no estu-
viera conceptuado como socialmente deseable e incluso esen-
cial para la salud mental del cuerpo político, las cosas serían de
otro modo.»
Junto a este repudio de muchas de sus convicciones ante-
riores, los autores volcaron numerosas ideas nuevas en esta teo-
ría posterior. Con dilatados argumentos, rastrearon la influen-
cia de la enfermedad, venida del espacio exterior por diversos
medios, en el curso de la evolución biológica y la historia hu-
mana. Estos temas caen fuera del ámbito principal de este libro,
pero no resisto la tentación de ofrecer algunos fragmentos se-
lectos.
Puede aparecer cáncer, por ejemplo, cuando una serie de
instrucciones genéticas venidas del espacio y destinadas a esti-
mular la gemación de una levadura, cae por accidente en célu-
las animales o vegetales. «El fenómeno del cáncer es una con-
secuencia inevitable de las ideas presentes.»

— 272 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Muchos acontecimientos de la historia humana tuvieron


también por causa enfermedades procedentes del espacio. «La
explicación de por qué los ejércitos clásicos fueron superiores
a los medievales radica, claro está, en la enfermedad que asoló
a los de la Edad Media [...]. Atribuimos también el auge del
cristianismo a esa misma época cargada de enfermedades.»
H. y W. hicieron notar que la nariz de los seres humanos
era también una prueba de su teoría. Hace un millón de años,
cuando nuestros ancestros antropomorfos vivían en los bos-
ques, su nariz era poco más que un par de orificios en medio
de la cara. Luego se trasladaron al campo abierto, que era peli-
groso, «a diferencia del denso bosque cerrado, que brindaba
protección efectiva contra la lluvia de organismos patógenos
caída del cielo». El resultado fue una fuerte presión selectiva a
favor del desarrollo de la nariz, como protección frente a las
enfermedades producidas por la aspiración de esas peligrosas
gotas.
Pero dejemos estos temas menores y volvamos al origen de
la vida. Decíamos antes que H. y W. descartaron toda posibili-
dad de vías químicas espontáneas en favor de un creador. Sin
embargo, no se decantaron por ninguna de las entidades invo-
cadas por las religiones al uso, sino que definieron una ellos
mismos. Escribían: «Aunque muchos desean suponer la exis-
tencia de un intelecto último y sin par, Dios, pocos se sentirán
felices con la idea de unas inteligencias intermedias entre no-
sotros mismos y Dios. Y, sin embargo, seguro que tales inteli-
gencias existen. Sería ridículo suponer lo contrario.»
Nuestro progenitor inmediato fue «un “chip” de silicio ex-
traordinariamente complejo». Esos chips, tan vitales para las
computadoras modernas, tenían la capacidad de computación
necesaria para diseñar la primera bacteria. No lo hicieron con
fines altruistas, sino más bien con la pretensión de que las bac-
terias evolucionaran hacia seres capaces de construir ordena-
dores, propagando así la vida siliciana por todo el Universo.
Como hemos visto, la primitiva teoría de H. y W. estuvo
acompañada de artículos técnicos que trataban de sentar, por
más que débilmente, la base científica de sus afirmaciones.

— 273 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Pero a medida que sus hipótesis se iban volviendo más extra-


vagantes, la cantidad de datos que las apoyaban fue en baja.
Exponían las ideas más fabulosas prácticamente sin más res-
paldo que su propia autoridad. Por ejemplo, escriben lo si-
guiente: «A no dudar, habrá personas que nunca aceptarán a
ojos cerrados una afirmación positiva como ésta, personas que
continuarán arguyendo que no se les viene encima ningún alud
aun cuando la nieve les cubra la cabeza.»
Pero, si no hay datos, ¿cómo llegan H. y W. a conclusiones
en lo referente, por ejemplo, a la jerarquía de las inteligencias
que gobiernan el Universo? Al término del capítulo dedicado a
este tema, afirman: «Lo más probable es que las conexiones de
la secuencia estén restringidas a esos súbitos destellos de la
percepción que tan importantes puntos han marcado en las
principales tendencias del pensamiento humano, como la con-
versión de Pablo en el camino a Damasco.»
Con este recurso a la Revelación como fuente de conoci-
miento, H. y W. completan su transformación de científicos a
místicos. Han pasado por etapas de los artículos técnicos de los
años sesenta y comienzos de los setenta, en los que hacían de-
ducciones verosímiles, formidables y posiblemente correctas
acerca de la composición química más probable de las partícu-
las del polvo interestelar, a la posición esencialmente religiosa
de los años ochenta.
En esta última posición, sacan conclusiones sobre la natu-
raleza del polvo interestelar y del Universo entero que tienen
su origen en sus propias convicciones internas, no en el examen
imparcial de unos resultados experimentales. Sólo presentan
aquellos argumentos y testimonios que respaldan su posición.
Cuando asistimos a una transformación tan extraordinaria
como ésta, sobre todo en un científico tan destacado como sir
Fred Hoyle, no podemos dejar de preguntamos por las circuns-
tancias que la provocaron. Y aunque no ha compartido sus pen-
samientos más íntimos con nosotros, sí ha dejado algunas cla-
ves en sus escritos.
Las convicciones teológicas y biológicas de Hoyle no son
nuevas, forman parte de una visión unitaria en la que se incluye

— 274 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

la teoría del estado estacionario del Universo. Según esta teo-


ría, la edad del Universo es indefinida, existe desde hace mu-
chísimo tiempo. Se necesitó todo este tiempo para permitir el
desarrollo de la increíble cantidad de información existente en
nuestro género de vida, y la aún mayor de los seres más inteli-
gentes que quedan por encima nuestro en el escalafón cósmico.
La entidad más antigua y más inteligente es el propio Universo.
«El modelo del estado estacionario corresponde a un Universo
que contiene en sí mismo su propia percepción, su propia divi-
nidad.» Sin embargo, esta concepción desafía los dogmas fun-
damentales tanto de la ciencia convencional como de la reli-
gión judeocristiana, que coinciden en que el Universo se creó
de repente, a partir de la nada, en un instante preciso. En opi-
nión de Hoyle, los astrónomos atacaron su teoría «con una furia
casi insensata», porque era una amenaza para su sistema de
creencias. Éstas fueron las palabras de Hoyle: «Yo solía adver-
tir que la comunidad de astrónomos vivía en un terror perpetuo
de tropezar un buen día inadvertidamente con algo importante,
y esa advertencia no aumentó mucho mi popularidad.»
Hoyle ha dado a entender que sus ideas biológicas se con-
figuraron ya avanzada su carrera, a raíz de la teoría del estado
estacionario. Algunos colegas míos han comentado en privado
que simplemente se volvió un poco loco por aquella época. Sin
embargo, otra fuente de información hace pensar que incubó
todo su sistema de creencias durante mucho tiempo. La fuente
de información es una novela de ciencia ficción escrita por
Hoyle y publicada en 1957.

7. LA NUBE NEGRA

En la novela que lleva este título, una nube interestelar


densa y compacta invade nuestro Sistema Solar y se traga la
Tierra. Nuestro planeta se ve privado de la luz solar directa, lo
que provoca un brusco descenso de la temperatura y una catás-
trofe mundial. Un grupo de científicos se reúne en Gran Bre-
taña para analizar la crisis y uno de ellos deduce que la nube
está viva, declarando: «Me imagino que la química de la nube

— 275 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

será extraordinariamente complicada: complicadas serán las


moléculas, complicadas las estructuras edificadas con esas mo-
léculas, complicada la actividad nerviosa.»
La nube no sólo está viva, sino que supera con mucho a los
seres humanos en inteligencia. Se comunica con los científicos,
manifestando su sorpresa al hallar vida inteligente en un pla-
neta. El espacio es un lugar muchísimo mejor para ensamblar
elementos bioquímicos.
La nube está dispuesta a compartir sus opiniones teológi-
cas, además de su experiencia científica, con los seres huma-
nos: «En conjunto, la religión convencional, tal como muchos
seres humanos la aceptan, resulta ilógica en su intento de con-
cebir entidades que están fuera del Universo. Como el Uni-
verso lo engloba todo, es evidente que nada puede existir fuera
de él.» La nube presiente que existen inteligencias superiores
en el Universo y, al final, parte en su busca.
Así pues, esta novela temprana contiene el alma de la filo-
sofía que sustenta la posición última de Hoyle, por más que es
anterior a la evidencia aducida en apoyo de ésta. Al término de
su carrera, Hoyle quiso establecer como hechos convicciones
que otrora presentó como ficción. Los logros científicos y el
excéntrico sistema de creencias eran facetas distintas del
mismo individuo.
Esta situación no es única en la ciencia. A principios de
1983, en el periódico The New York Times se publicó un ar-
tículo que llevaba por título «¿Qué pasa cuando los héroes de
la ciencia se extravían?» En el artículo se citaban las investiga-
ciones del historiador Frank E. Manuel, y se hablaba de Isaac
Newton y el naturalista Alfred Russel Wallace, entre otros.
Newton se enredó en una búsqueda alquímica de elixires mis-
teriosos y poderes ocultos, mientras que Wallace lo hizo en se-
siones de espiritismo y otros intentos de comunicación con los
muertos.
Un psicólogo, Ray Hyman, se había ocupado ya de estos
casos. Al principio pensó que Newton y Wallace habían expe-
rimentado cambios patológicos, que simplemente habían per-
dido el juicio. Pero después de un estudio detenido, llegó a la

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

conclusión de que su raciocinio había permanecido inalterado.


Los mismos rasgos de la personalidad que les llevaron al éxito
fueron también la causa del fracaso. Quizá podamos añadir a
esta lista el caso de sir Fred Hoyle.
Esta excursión por el espacio exterior no nos ha hecho pro-
gresar en nuestra búsqueda del origen de la vida, aunque sí ilus-
tra las dificultades que surgen cuando se abandona la actitud
escéptica que demanda la ciencia. Hoyle y su colega empeza-
ron con el estudio de datos experimentales y acabaron con una
mitología propia que decidieron llamar ciencia. Se comprende
que, en esta posición final, se vieran arropados por otro grupo
que había llegado a lo mismo por otro camino. Este grupo, los
creacionistas, parte de las Escrituras y luego busca pruebas ex-
perimentales en apoyo de una posición preestablecida. Al apli-
car el término «ciencia» a su sistema de creencias, llegan al
extremo de confundir las dos disciplinas. Nos ocuparemos de
ellos a continuación.

— 277 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

X. EL CREACIONISMO: LA RELIGIÓN COMO


CIENCIA

«Las escuelas públicas de este estado darán un tratamiento


equilibrado a la ciencia de la creación y a la ciencia de la evo-
lución.» Así reza el comienzo de una enmienda introducida en
la legislación de Arkansas, en el mes de febrero de 1981, con
el oportunísimo título de Ley para el tratamiento-equilibrado
de la ciencia de la creación y la ciencia de la evolución. Uno
de los apartados de la ley estipula que «por “ciencia de la crea-
ción” se entiende todas las pruebas científicas de la creación y
las deducciones derivadas de dichas pruebas científicas»,
mientras que «por “ciencia de la evolución” se entiende todas
las pruebas científicas de la evolución y las deducciones deri-
vadas de dichas pruebas científicas».
Para llenar de sustancia estas posiciones, se hacen seis afir-
maciones de cada doctrina, desarrollando los puntos de vista
enfrentados. La ciencia de la creación, por ejemplo, sostiene
«la creación repentina del Universo, la energía y la vida a partir
de la nada», mientras que la ciencia de la evolución defiende
«la aparición, por procesos naturales, del Universo a partir de
la materia desordenada, y de la vida a partir de lo inerte». La
ciencia de la creación avala «un origen de la Tierra y de los
seres vivos relativamente reciente», mientras que la ciencia de
la evolución aboga por «un origen remoto para la Tierra y la
vida: varios miles de millones de años para la primera y algo
menos para la segunda». Otros tres puntos se ocupan de aspec-
tos de la evolución darwiniana, y un cuarto de si hubo o no
hubo diluvio universal.
Este proyecto de ley, la Arkansas Act 590, encontró poca
oposición en el cuerpo legislativo y fue aprobado por un amplio
margen en ambas cámaras al mes siguiente. Según un informe
de Science, el gobernador Frank White firmaba la ley dos días

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

después «con un ademán muy ostentoso, sin leerla, y contra el


consejo de uno de sus asesores legales».
¿Tenemos algo que objetar a la ley antes de examinar las
pruebas sobre cada uno de sus seis argumentos? La respuesta
tiene que ser sí, pues la construcción misma de las opiniones
enfrentadas plantea problemas. ¿Tienen los estudiantes, gracias
a esta ley, la libertad del comensal que pide su menú a la carta
en un restaurante? En la encuesta Gallup citada en la introduc-
ción, el 38% de los encuestados hacía suya la afirmación de
que «el hombre ha evolucionado durante millones de años a
partir de formas de vida menos avanzadas, pero Dios ha guiado
este proceso, incluida la creación del hombre». Este considera-
ble grupo de personas posee a la vez unas creencias listadas
bajo el epígrafe de evolución y otras vinculadas con la crea-
ción. ¿Es que la opinión de este sector no cuenta?
Otras escuelas de pensamiento corren peor suerte, pues no
pueden ser reconstruidas mediante combinación de las ideas
catalogadas en las dos posiciones definidas. Por ejemplo, la
teoría que podríamos llamar «la ciencia de Hoyle» defiende un
Universo de edad indefinida, el desarrollo gradual de la vida,
no por evolución, sino por medio de mensajes genéticos envia-
dos desde los cometas, y una jerarquía de creadores, cada uno
de los cuales crea al inmediato inferior en la escala. Hoyle ha
tenido una brillante y reconocida carrera científica, y muchos
aspectos de su teoría han aparecido publicados en revistas cien-
tíficas respetables. ¿No deberían estar recogidas estas ideas en
la ley de Arkansas si su consideración de la creación y la evo-
lución fuera equilibrada?
Sin entrar aún en el meollo del asunto podemos ver ya que
quienes han redactado la ley han trucado las cartas antes de re-
partirlas. Han escogido seis puntos entre los muchos que se
plantean en el ámbito de los orígenes y la evolución, y los han
agrupado de manera que resumen su propia filosofía. No existe
ninguna conexión lógica o científica entre esos puntos, excepto
la de que han sido incluidos históricamente en el sistema de
creencias de los creacionistas. No existe ninguna otra razón por
la que la creencia en un diluvio universal reciente tenga que

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

estar vinculada con la creencia en la repentina aparición del


Universo a partir de la nada.
Habiendo conferido así una posición especial a un sistema
de creencias, los autores de la ley reducen todas las demás a un
único sistema alternativo, «la ciencia de la evolución», que ex-
hibe un punto de vista opuesto en las seis cuestiones que ellos
plantean.
No es de extrañar que la Arkansas Act 590 fuera recurrida
casi de inmediato ante el tribunal federal. El recurso fue pre-
sentado por un grupo de veintitrés organizaciones, entre ellas
la National Association of Biology Teachers, las Iglesias me-
todista unificada, presbiteriana, católica romana, episcopal y
otras, el American Jewish Committee y otras organizaciones
judías, y la American Civil Liberties Union.
Antes de pasar a las cuestiones científicas y a la resolución
del caso, merece la pena examinar los antecedentes históricos
de este insólito conflicto entre un gobierno estatal y una sor-
prendente alianza de prácticamente todas las comunidades
científicas y religiosas de Estados Unidos.

1. LA CREACIÓN DE LA «CIENCIA DE LA CREACIÓN»

Desde tiempos inmemoriales, la humanidad se ha servido


tanto de aproximaciones científicas como mitológicas a la
realidad, y no es infrecuente que de los dos sistemas surjan opi-
niones distintas. En particular, la controversia que condujo al
pleito señalado arranca de un acontecimiento singular: la pu-
blicación en 1859 de El origen de las especies de Charles Dar-
win. La idea darwiniana de que el hombre no fue creado direc-
tamente por Dios, sino que evolucionó a partir de organismos
inferiores, socavó los sistemas éticos erigidos sobre la especial
y directa vinculación del ser humano con Dios.
El origen de las especies no niega directamente la religión,
desde luego, sino sólo ciertos relatos literales de la Biblia. El
propio Darwin lo dijo: «Parece absurdo dudar de que una per-
sona pueda ser ardiente teísta y evolucionista al mismo

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

tiempo.» La mayoría de las religiones de la tradición judeocris-


tiana se han adaptado a la teoría de la evolución, considerando
ciertas partes de la Biblia como una alegoría, un relato cuyo
significado espiritual viene expresado mediante símbolos que
no han de ser tomados por verdad literal. Por ejemplo, cada
«día» de los siete de la creación divina ha de ser considerado
como un período mucho más largo, de muchos millones de
años.
En Estados Unidos, sin embargo, una rama de la fe cris-
tiana, el fundamentalismo protestante evangélico, tomó un de-
rrotero distinto. Este grupo cree que la Biblia no yerra, que hay
que entenderla como verdad literal, tal como está escrita. Por
lo tanto, la teoría de Darwin es incorrecta, y la evidencia que la
respalda es defectuosa y errónea. Además, la difusión de este
punto de vista «equivocado» erosiona el fundamento ético de
la religión y promueve la destrucción de nuestra civilización.
Uno de los párrafos de una obra creacionista reciente, The Bi-
ble has the answer, de Henry Morris y Martin Clark, resume
muy bien esta actitud: «La evolución no es sólo antibíblica y
anticristiana, sino absolutamente acientífica e imposible. Pero
ha servido, y de forma eficaz, de base seudocientífica para el
ateísmo, el agnosticismo, el socialismo, el fascismo y otras mu-
chas filosofías falsas y peligrosas del siglo pasado.»
Este movimiento cobró considerable vitalidad e influencia
durante el período que siguió a la Primera Guerra Mundial. La
enorme pérdida de vidas y bienes habida en esa guerra testimo-
nió el declive de la moral en los tiempos modernos e hizo trizas
todas las ilusiones acerca del futuro de la sociedad cristiana.
Para los partidarios de la libertad bíblica, un contraataque en el
frente de la evolución se consideraba como esencial, y obtuvie-
ron un importante apoyo en este sentido: William Jennings
Bryan, el célebre político y orador, tres veces derrotado candi-
dato presidencial, se unió activamente a su causa.
Bryan estaba muy influido por los libros sobre la Primera
Guerra Mundial que aducían una relación entre el darwinismo
y el militarismo germánico, y empezó a criticar la enseñanza

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de la evolución en las escuelas porque minaba las creencias re-


ligiosas y la moralidad de los jóvenes. Aunó fuerzas —con
éxito en Tennessee, Arkansas y otros tres estados— para prohi-
bir la enseñanza de la evolución, afirmando que «el movi-
miento barrerá el país y echará el darwinismo de nuestras es-
cuelas».
La ley de Tennessee fue puesta a prueba cuando un profesor
de segunda enseñanza, John Thomas Scopes, intentó enseñar
evolución humana en 1925. Bryan se puso de lado de la parte
acusadora, mientras un célebre abogado agnóstico, Clarence
Darrow, asumía la defensa. La vista, celebrada en Dayton, Ten-
nessee, atrajo la atención del mundo entero y fue bautizada con
el nombre de «Juicio del mono». Scopes fue declarado culpable
y multado con 100 dólares, pero más tarde se le indultó. El re-
sultado técnico quedó eclipsado por un dramático enfrenta-
miento en el que Bryan prestó testimonio de pie y fue interro-
gado por Darrow acerca de sus creencias religiosas y científi-
cas. Bryan, muy nervioso, admitió que él mismo se apartaba de
una interpretación completamente literal de la Biblia. Concedió
que los días de la creación pudieron haber durado más de vein-
ticuatro horas, y que la Tierra podría muy bien tener más de
unos miles de años de antigüedad. Agotado por el calor y la
tensión del juicio. Bryan falleció a la semana de su conclusión.
El juicio supuso un fuerte espaldarazo para los evolucionis-
tas en cuanto a publicidad favorable, pero los fundamentalistas
consiguieron buena parte de sus objetivos. Para evitar la polé-
mica, muchos textos de biología de segunda enseñanza reduje-
ron drásticamente la parte dedicada a la evolución. Por ejem-
plo, Scopes se ensañó especialmente con la edición de 1914 del
libro A civic biology, que contenía tres páginas sobre evolución
y material relacionado con la misma en otras páginas; pues
bien, la versión de 1926 de este texto eliminaba la mayor parte
de la disertación sobre evolución, y la propia palabra desapa-
reció del índice.
Las leyes antievolución se cernieron sobre los libros du-
rante años, y la sentencia de Arkansas no fue declarada incons-

— 282 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

titucional hasta 1968. Pero el movimiento fundamentalista, di-


vidido en grupúsculos, languideció durante el período 1930-
1960. Según lo hacía, se reanudó gradualmente la enseñanza
de la teoría evolucionista moderna.
En 1957, el lanzamiento de la nave espacial soviética Spu-
tnik despertó una oleada de dudas acerca de la competencia de
la enseñanza de la ciencia en este país. La National Science
Foundation subvencionó programas para mejorar los planes de
estudio y los libros de texto, y la evolución reapareció como
tema señero de la biología en la segunda enseñanza.
Pero, una vez más, el creacionismo resucitó para presentar
batalla. En esta ocasión, la figura aglutinadora fue un ingeniero
civil muy conocido, Henry M. Morris, que había llegado a la
conclusión de que «Dios no está dormido». Su libro de 1961,
The Génesis flood (escrito junto con J. C. Whitcomb Jr.), re-
afirmaba la interpretación literal de la Biblia. Sostenía que «la
verdadera cuestión no es la exactitud en la interpretación de los
diversos detalles de los datos geológicos, sino simplemente qué
es lo que Dios ha revelado con su palabra acerca de estas ma-
terias». No obstante, Morris introdujo un rasgo nuevo en las
publicaciones de este tipo: incluyó notas a pie de página y la
publicó en un formato típico de libro científico. Así nació el
creacionismo científico.
La interpretación literal de la Biblia cobró nuevos bríos, y
en 1963 se fundó la Creation Research Society. Para poder ser
miembro permanente de la sociedad se exige que los aspirantes
tengan un título superior en algún campo de la ciencia y afir-
men una promesa que incluye los siguientes puntos:
1. La Biblia es la palabra de Dios escrita, y, puesto que la
creemos inspirada desde el principio hasta el final, todas
sus afirmaciones son histórica y científicamente ciertas.
Para los estudiosos de la naturaleza, esto significa que el
relato del Génesis sobre los orígenes es una presentación
objetiva de simples verdades históricas.
2. Todos los tipos básicos de seres vivos, incluido el hom-
bre, son el resultado de actos creativos directos de Dios
durante la semana de la Creación, tal como se describe

— 283 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en el Génesis. Cualesquiera cambios biológicos que se


hayan producido desde la Creación han sido sólo cam-
bios menores en los tipos originalmente creados.
Otros puntos de la promesa ratifican el diluvio universal,
Adán y Eva, y la divinidad de Jesucristo. En 1981, la sociedad
contaba con 650 miembros permanentes (con titulación supe-
rior).
Para el público en general se fundaron el Institute for Crea-
tion Research (ICR) y su análogo, el Creation-Science Re-
search Center (CSRC), ambos en San Diego, California. El pri-
mero es el que más destaca hoy día, con Henry Morris como
director y Duane Gish, bioquímico doctorado en Berkeley,
como subdirector. Las opiniones de estos grupos más recientes
son un reflejo de los de épocas anteriores. El CSRC sostiene,
por ejemplo, que la evolución fomenta «la decadencia moral de
los valores espirituales, lo que contribuye al deterioro de la sa-
lud mental y [... al predominio del) divorcio, el aborto y las
enfermedades venéreas».
Pero en los años setenta, la batalla por declarar ilegal la en-
señanza de la evolución se perdió en los tribunales, de modo
que los creacionistas decidieron contentarse con la siguiente
mejor alternativa: que sus doctrinas se enseñasen en las escue-
las junto con la evolución.
Existía un obstáculo a tal enfoque. La constitución de Esta-
dos Unidos prohíbe la enseñanza de la religión en las escuelas
públicas. Ese país se fundó sobre el principio de neutralidad
entre las religiones en liza. En el transcurso de la historia, no
es infrecuente que un grupo religioso haya recurrido a la fuerza
para imponer sus opiniones a otros, y, para evitar esta posibili-
dad, los autores de la constitución de este país decidieron dejar
vacío el ruedo público en este aspecto. Así pues, si los creacio-
nistas querían presentar sus doctrinas en las escuelas públicas
tenían que ponerles algún disfraz. Para conseguir este objetivo,
redactaron nuevas versiones de sus textos en las que suprimie-
ron las referencias a Dios y otros aspectos manifiestamente re-
ligiosos, e introdujeron el concepto de «ciencia de la creación».

— 284 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Destacado artífice de la nueva ofensiva legislativa fue Paul


Ellwanger, de Carolina del Sur. La nueva estrategia aparece
perfilada en una carta que le dirige a un camarada que asistió
al juicio de Arkansas: «Permítannos un consejo: sean muy pru-
dentes en lo referente a mezclar ciencia de la creación y reli-
gión de la creación. [...] Por favor, recomiende a sus colabora-
dores que no se dejen arrastrar a la trampa de la “religión”, de
mezclar las dos cosas, pues esas mezclas causan un daño incal-
culable en el frente legislativo.»
Para defender sus planteamientos ante los legisladores, los
creacionistas apelaron a conceptos extraídos del sistema legal
norteamericano. Así, había que exponer a los estudiantes las
dos alternativas de la cuestión, como en un juicio. La libertad
de expresión, la libertad académica y el juego limpio y honrado
exigían que su versión fuera oída. La ciencia constituye un foro
en el que se puede presentar todo género de datos y expresar
toda clase de opiniones. El Bible-Science Newsletter aconse-
jaba la siguiente estrategia:
Venda más CIENCIA [...]. ¿Quién puede poner reparos a que
se enseñe más ciencia? ¿Qué hay de polémico en ello? No emplee
la palabra «creación»; hable sólo de ciencia. Explique que ocultar
información que desautoriza la evolución es una forma de «cen-
sura» y huele a irrupción en el dominio del dogma religioso [...].
Usted está a favor de la ciencia; cualquier otro que busque censu-
rar datos científicos es un carcamal y resulta demasiado doctrina-
rio para prestarle atención.

Durante una temporada, la novedad de este nuevo enfoque


les brindó victorias. Las juntas escolares se quedaron apabulla-
das. Durante la campaña presidencial de 1980, el candidato Ro-
nald Reagan declaró: «Dondequiera que haya darwinismo en
las escuelas públicas [...] también se debería enseñar la historia
bíblica de la creación.» A principios de 1981, el cuerpo legis-
lativo de Arkansas, después de una fulgurante avalancha de
presiones de la Mayoría Moral, los evangelistas y otros grupos,
aprobaba el proyecto de ley. Un artículo de Science describía
la actitud del gobernador de la siguiente manera: «White, que
se califica a sí mismo de cristiano “nacido de nuevo”, tenía

— 285 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

deudas políticas con la Mayoría Moral por la ayuda que había


recibido de éstos para que saliera elegido, y vio en su respaldo
una forma de pagarles.» Fuera cual fuere el motivo, el proyecto
se convirtió en ley.
Los debates desarrollados en los recintos universitarios han
sido instrumentos muy efectivos para la difusión de las ideas
creacionistas. En los últimos diez años se han celebrado más
de un centenar de encuentros, con Henry Morris y Duane Gish
representando muy a menudo el lado creacionista, y profesores
de la localidad haciendo de abogados de la ciencia convencio-
nal. Se han contabilizado auditorios de hasta cinco mil perso-
nas, y los creacionistas han defendido su campo muy bien.
Gish, en particular, ha actuado de una manera impresionante.
Un colega, admirado, comentaba que «le falta tiempo para lan-
zarse al ataque, como un bulldog». El propio Gish añadía:
«Voy a por la yugular.» En un libro manifiestamente partidista
sobre estos debates, que lleva por título From fish to Gish, se
muestran en una serie de viñetas de la cubierta un pez que evo-
luciona a lagarto, a marmota, a antropomorfo, a hombre de las
cavernas, y se convierte por último en Gish, ¡que se come al
pez!
Gish y Morris no son los primeros creacionistas en vapulear
a sus adversarios profesionales. Harry Rimmer (1890-1952),
un pastor presbiteriano, supuesto «científico investigador» y li-
teralista bíblico, trabajó en el mismo circuito medio siglo antes.
Dio muchas conferencias y, según su propio parecer, nunca
perdió un debate público. Después de una discusión con un
evolucionista, escribió: «El debate fue una victoria fácil, una
masacre: un asesinato puro y simple. El eminente profesor de-
notaba un miedo espantoso al exponer cualquiera de los típicos
argumentos de los evolucionistas, y falló como un petardo mo-
jado.»
Muchas razones se pueden aducir para explicar esta buena
marcha de los creacionistas, la de entonces y la de ahora. Las
mismas características de los debates les proporcionan lo que
buscaban con la ley de Arkansas. Los problemas elegidos dan
publicidad a su punto de vista, y le confieren igual posición que

— 286 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

a todos los demás juntos. La propia concepción del debate dis-


torsiona la práctica de la ciencia, que no está construida sobre
la base de una confrontación. La ciencia se define por su mé-
todo, no por ninguna posición a defender. Unir la palabra
«ciencia» a cualquier dogma fijo, como ciencia de la evolución
o ciencia de la creación, es una contradicción. Sólo existe una
ciencia, y ésta no comporta ninguna opinión apriorística. El
peso de la evidencia determina las conclusiones, cualesquiera
que puedan ser. En un debate, el reparto equitativo del tiempo
entre ambas partes puede ocultar una enorme disparidad de
peso en las pruebas que respaldan las opiniones enfrentadas.
Además, en los debates intervienen factores que nada tie-
nen que ver con los méritos de las posiciones en lid. Los crea-
cionistas se presentan como el débil, como el que tiene un
punto de vista novedoso y ha de vérselas con la concepción al
uso absolutamente anquilosada. Sus oradores llegan con la
práctica de muchos debates a sus espaldas, se anticipan a las
cuestiones que se plantean, se sienten a sus anchas. Los cientí-
ficos están especializados, con un extenso conocimiento de los
detalles técnicos de áreas muy limitadas, pero a menudo con
poco o nulo dominio de cuestiones más amplias o de filosofía
de la ciencia No saben cómo desenvolverse en un debate. En
uno televisado. Gish se enfrentó a Russell Doolittle, un bioquí-
mico de la Universidad de California en San Diego. Doolittle
terminó por ponerse nervioso, y perdió el debate, al decir de
los medios de comunicación. Pero su actuación reflejó su ha-
bilidad para los debates, no los méritos de su causa.
Escéptico desea interrumpir el relato en este punto. Desea-
ría saber más sobre el contenido de las posiciones creacionis-
tas. ¿Qué material emplean en sus textos, en sus debates, en la
revista trimestral que editan, aparte de las citas de la Biblia?
No puede describir con más detalle las actividades del Creador,
ni documentar sus capacidades con experimentos adecuados.
¿Qué llena, entonces, su literatura?
Los partidarios de la mitología buscan pruebas que respal-
den su posición, pero se cuidan mucho de hablar de resultados
negativos si la búsqueda no tiene éxito (valga como ejemplo de

— 287 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

ello el patrocinio creacionista de expediciones al monte Ararat


en busca del Arca de Noé). Así y todo, estas actividades repre-
sentan sólo una parte menor de sus esfuerzos. Su principal em-
presa es la crítica de la ciencia convencional en aquellas áreas
donde ésta supone una amenaza para sus doctrinas. Los crea-
cionistas hacen acopio de resultados anómalos, y critican la ló-
gica y los procedimientos defectuosos que emplean los cientí-
ficos. Cuando esto se hace de manera responsable, las críticas
sirven realmente para un fin útil, ya que ayudan a identificar
errores en la literatura científica. Sin embargo, los creacionistas
se equivocan al suponer que esta actividad respalda su propia
posición.
Es de esperar una cierta cantidad de anomalías y artefactos
en la práctica normal de la ciencia. Pero su existencia no puede
sustentar la idea fundamental de los creacionistas, que cae
fuera de la ciencia, invulnerable a la refutación pero incapaz
asimismo de afirmarse mediante experimentos científicos.
Como críticos de la ciencia convencional, sin ningún
cuerpo de trabajos experimentales que defender, los creacio-
nistas se hallan en una situación envidiable. El científico que
les planta cara, por contra, está en las mismas circunstancias
que un boxeador que lucha contra un par de guantes a control
remoto. Puede intentar defenderse del castigo, pero carece de
objetivo sobre el que devolver el golpe.
La analogía anterior vale para el núcleo central de la doc-
trina creacionista: la creación súbita del Universo y todo lo que
contiene por medios sobrenaturales. Pero, en ciertas áreas muy
concretas, los creacionistas se han lanzado —quizás impruden-
temente— a defender posturas en las que sí se puede poner a
prueba su credibilidad. En particular, han mantenido que la
Tierra existe desde hace apenas unos pocos miles de años. Pero
la edad de nuestro planeta puede ser determinada por la ciencia
imparcialmente, sin necesidad de referencia alguna a la exis-
tencia o inexistencia de un creador. En un capítulo anterior des-
cribíamos la amplia evidencia —obtenida por el estudio de los
elementos radiactivos de los minerales— que respalda una an-
tigüedad para nuestro planeta de unos 4.500 millones de años.

— 288 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Como exploración más minuciosa del valor del término «cien-


cia» en el contexto de «ciencia de la creación», examinemos la
respuesta creacionista a estos descubrimientos.

2. LA EDAD DE LAS ROCAS FRENTE A LA ROCA DE LAS


EDADES

«Los cristianos desean que a sus hijos se les enseñen todas


las ciencias, pero no las quieren para perder de vista la Roca de
las Edades mientras estudian la edad de las rocas», escribía Wi-
lliam Jennings Bryan.
Los fundamentalistas, que consideran el tema de la edad de
las rocas como una tentación concebida por Satanás, contem-
plaron con gran consternación el advenimiento de los métodos
radiactivos de datación. A comienzos del siglo XX, en su de-
bate con los evolucionistas la autoridad de la Biblia se compa-
raba con las deducciones un tanto inciertas realizadas a partir
del examen de los sedimentos y los fósiles acumulados. El
frente se hallaba relativamente estabilizado cuando, de repente,
irrumpió una fuerza enteramente nueva en el escenario que
trastornó el equilibrio. Se trataba de las técnicas de datación
radiactiva, con una sólida base teórica y experimental —el es-
tudio de los procesos atómicos y la radiactividad—, que pro-
porcionaba fechas mucho más exactas. Hipotéticamente, los
nuevos resultados podían haber confirmado la opinión creacio-
nista si hubieran dado testimonio de una Tierra joven; pero en
realidad hicieron lo contrario y afirmaron el concepto de una
Tierra viejísima sobre una base en verdad sólida.
La contrariedad que los creacionistas debieron haber sen-
tido por estos adelantos queda perfectamente recogida en este
razonamiento de Henry Morris en su libro Scientific creatio-
nism:
Las rocas no se datan radiométricamente. Muchas personas
creen que la edad de las rocas queda definida por el estudio de sus
minerales radiactivos —uranio, torio, potasio, rubidio, etc.—,
pero no es así. La prueba evidente de que ésta no es la manera de

— 289 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

hacerlo, es que la columna geológica y las edades aproximadas de


todos los estratos fosilíferos estaban calculadas desde mucho an-
tes de que nadie hubiera pensado u oído hablar de datación radiac-
tiva.

El interés de esta declaración radica en su contenido histó-


rico y emocional. Cabe evidenciar su lógica mostrando un ra-
zonamiento análogo en otro ámbito. Por ejemplo: muchas per-
sonas creen que la gente cruza el Atlántico en avión, pero no
es así, y la prueba evidente de que no lo hacen de este modo es
que se cruzaba el Atlántico en barco mucho antes de que nadie
oyera hablar de aviones.
A pesar de estos absurdos razonamientos, son muchísimos
los turistas que hoy día vuelan entre Europa y América, y mu-
chas las rocas que tienen la edad establecida por métodos ra-
diactivos. Los creacionistas, atados por su mitología, no pue-
den someterse sin más a los nuevos testimonios, sino que, de
uno u otro modo, tienen que burlarlos. La estrategia más simple
y honesta sería retirarse a una postura religiosa, y a veces lo
hacen. Podemos citar a Morris directamente: «La única forma
de determinar la verdadera edad de la Tierra es que Dios nos
diga cuál es. Y como Él nos ha dicho, muy claramente, en las
Sagradas Escrituras, que tiene varios miles de años de antigüe-
dad, y no más, eso debe zanjar todas las cuestiones básicas de
cronología.»
Una vez adoptada semejante posición de fe, no hay necesi-
dad de que el creyente estudie la evidencia, no importa cuán
abrumadora pueda ser. Sin embargo, si decidiera hacerlo, po-
dría meterla limpiamente en su sistema de creencias usando un
principio expuesto en un libro de Philip Henry Gosse, Ompha-
los, escrito hace más de ciento veinticinco años. El título del
libro viene de la palabra griega que designa el ombligo, y alude
a la cuestión de si Adán lo poseía. No había necesidad de que
Adán tuviera ombligo, porque fue producto de un acto de crea-
ción directa, no de nacimiento. Pero la falta de él le habría
puesto en inferioridad de condiciones respecto de los demás
hombres. Gosse argüía que el Creador dio forma a Adán como

— 290 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

si tuviera una historia, con ombligo, cabellos, uñas y otras ca-


racterísticas que entrañaban un pasado.
Análogamente, la Tierra habría sido creada con el aspecto
de una existencia pasada. En el momento de la creación, los
ríos ya discurrían por cauces, las rocas ya estaban meteoriza-
das, los sedimentos ya habían precipitado. Ampliando esta
idea, podemos imaginar que un Creador tendría también el po-
der de crear un registro radioquímico de un pasado inexistente,
colocando en las rocas cantidades adecuadas de minerales ra-
diactivos, argón y otros productos de desintegración.
Un argumento como éste no podría ser contrastado ni refu-
tado: sería mitología, no ciencia. Como tal, coexistiría con in-
finidad de alternativas. Por ejemplo, podríamos sostener, con
igual validez, que la Tierra y lo que contiene (incluida nuestra
memoria) han sido creados hace diez minutos. Esta afirmación
no preocuparía al creyente, que sabría por adelantado que la
explicación es correcta.
Pero los creacionistas han intentado hacer pasar sus doctri-
nas por ciencia, y con ello se han cargado una tarea formidable
a las espaldas: hacer frente a la ingente montaña de testimonios
aportados por los métodos de datación radiactiva. Han inten-
tado desautorizar los datos con pretextos banales. Una estrate-
gia de este tipo puede tener un efecto inmediato en un debate y
servir para serenar los ánimos de los preocupados creyentes;
sin embargo, a la larga tendrá poco peso, como veíamos —en
otro contexto— en el caso del profesor del Cal Tech descrito
en el capítulo 1.
El doctor Harold Slusher, la autoridad de los creacionistas
en física y geología, ha escrito: «La edad de la Tierra ha reci-
bido casi tantos valores como personas han estudiado el tema
[...]. En la actualidad, los evolucionistas sostienen, con abso-
luta seguridad, que su “edad” media, calculada a partir de di-
versas técnicas radiométricas, es de 4.600 millones de años
(con un error de unos centenares de millones de años). Después
de que todas las afirmaciones que hicieron en el pasado han
resultado ser erróneas, todavía se atreven a hacer ésta con el
rostro bien serio.»

— 291 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Claro está, Slusher critica la ciencia por ser ciencia, por


proporcionar respuestas que están sujetas a revisión y mejora.
Para quienes prefieren respuestas dadas realmente con seguri-
dad y que nunca cambian, la religión es una alternativa mejor.
Henry Morris sigue una línea de conducta algo distinta,
afirmando que «nadie puede saber posiblemente qué ocurrió
antes de que hubiera personas para observar y registrar lo ocu-
rrido [...]. Hablando en términos científicos, nadie tiene prue-
bas que respalden cualquiera de las fechas previas al inicio del
registro escrito». Una vez más, el énfasis en «saber» y «prue-
bas» denota un ansia de seguridad. Es la religión, y no la cien-
cia, la que atribuye un valor especial a los registros escritos,
históricos, o al menos a ciertos registros escogidos. Morris ten-
dría que haber escrito «hablando en términos religiosos», no
«hablando en términos científicos».
Estas desautorizaciones son sólo circunloquios. Los crea-
cionistas saben que tienen que encarar la evidencia de los he-
chos si quieren presentarse como científicos. Tienen todo el
derecho a intentar esta tarea, pues los paradigmas científicos
no son sagrados y están abiertos al desafío. Pero al desafiarlos
no se puede ignorar la evidencia que los respalda. La nueva
solución ha de acomodar los datos previos y complementarlos
con material nuevo y consistente, si nos la hemos de tomar en
serio.
Para hacerme una idea aproximada de la cantidad de datos
que se han obtenido usando métodos radiactivos de datación,
visité la biblioteca científica de mi universidad, que no es que
haya puesto especial empeño en la geología. Así y todo, había
una estantería completa de libros sobre el tema de la geocrono-
logía. Uno de ellos, una obra de 250 páginas publicada en 1969,
trataba sólo del método de datación potasio-argón. Sólo esta
monografía contenía centenares de referencias a trabajos para
los que se habían realizado miles de determinaciones indivi-
duales de la edad de nuestro planeta.
Cuando un esfuerzo de esta magnitud se orienta hacia al-
guna técnica científica, las fuentes de error reciben mucha aten-
ción. Los capítulos de la monografía mencionada describían

— 292 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

los diferentes tipos de error y proponían métodos mediante los


cuales se podían evitar o corregir. Una vez examinados estos
defectos por extenso, se juzgaba que la técnica aún podía ser
considerada muy fiable.
¿Cómo se podría derrocar una conclusión de este tipo, se-
gún la práctica habitual de la buena ciencia? Habría que atacar
la montaña entera de testimonios de apoyo, piedra a piedra, y
desmontarla. El doctor Harold Slusher ha intentado mover el
primer guijarro: ha publicado un libro impugnativo, titulado
Critique of radiactive dating. Sin embargo, esta monografía no
es más que un panfleto: tiene cincuenta y ocho páginas, de las
cuales sólo dedica dos a la datación potasio-argón. No intenta
realizar un examen equilibrado de los hechos, como en la mo-
nografía científica de la biblioteca de mi universidad, ni tam-
poco presenta evidencias nuevas, con datos que las respalden.
Slusher se limita a citar fuentes posibles de error y asume que
desacreditan la totalidad de la técnica.
Quizá tanto él como otros científicos de la creación lo han
hecho tan bien como han podido, a la vista de la tarea que
afrontan. Imaginemos, por ejemplo, que nos encargan una tarea
tan irrazonable como ésta: demostrar que Japón venció a Esta-
dos Unidos en la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo procedería-
mos? Primero, tendríamos que desacreditar periódicos como el
New York Times, que guarda un relato detallado, día a día, de
la victoria norteamericana. Podríamos reunir primero errores
tipográficos del New York Times y ejemplos de cuando publicó
las fes de erratas retractándose de faltas anteriores. Después de
eso, reuniríamos una lista de predicciones equivocadas: decla-
raciones optimistas de economistas, boxeadores profesionales
y directores de campañas electorales, publicadas en ese perió-
dico y que resultaron erróneas. Reuniríamos todos esos ejem-
plos y concluiríamos que el New York Times no tiene ningún
valor como fuente histórica.
Luego publicaríamos un panfleto con la información «au-
téntica», y a la institución editora le pondríamos un nombre al-
tisonante, como «Instituto de Investigación de la Victoria Ja-
ponesa». En ese boletín sacaríamos fotografías de la incursión

— 293 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de Pearl Harbor, transcripciones de las emisoras radiofónicas


japonesas en tiempo de guerra en las que se aseguraba una vic-
toria inminente, y las noticias actuales sobre la difusión de los
coches y los restaurantes japoneses por todo Estados Unidos.
Por último, podríamos exigir que a este punto de vista se le
conceda el mismo tiempo que al convencional en las clases de
historia de las escuelas públicas. No nos cabría esperar salir
victoriosos de tal empeño, pero sería interesante ver la confu-
sión que podríamos crear. Ésta ha sido la estrategia creacionista
en las áreas que han escogido.
Las almas rectoras del movimiento no se hacen ilusiones
sobre la verdadera naturaleza de las doctrinas que han presen-
tado como ciencia, y se han mostrado extraordinariamente sin-
ceros al publicarlo. Henry Morris ha escrito en su libro Scien-
tific creationism: «La creación [...] es inaccesible al método
científico. Es imposible concebir un experimento para descri-
bir el proceso de la creación, ni siquiera para averiguar si tal
proceso puede darse. El Creador no crea al antojo de un cientí-
fico.»
En otro lugar. Morris escribía: «Estamos completamente li-
mitados a lo que Dios ha considerado oportuno revelarnos, y
esta información está en su palabra escrita. ¡Éste es nuestro
texto sobre la ciencia de la creación!» Duane Gish defiende los
mismos conceptos en su libro Evolution: The fossils say no!:
«No sabemos cómo creó el Creador ni de qué procesos se sir-
vió, pues empleó procesos que ahora no actúan en ningún lu-
gar del Universo natural. Es por eso por lo que nos referimos
a la creación como una creación especial. No podemos descu-
brir mediante la investigación científica nada acerca de los pro-
cesos utilizados por el Creador.»
La afirmación de que el Universo, la Tierra y la vida son
obra de un creador indetectable que empleó poderes sobrena-
turales cae fuera del ámbito de la ciencia, pues no permite hacer
predicciones que puedan contrastarse. La ciencia no la puede
negar, y si tuviera alguna posibilidad real de negación perdería
muchas de las ventajas que ofrece a sus adeptos. Es mitología

— 294 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

que sirve de contrafuerte a la religión. En este sentido, el em-


pleo del término «ciencia de la creación» no tiene más signifi-
cado que el que tendría la frase «ciencia del Padre Cuervo».
Sólo la aplicaremos si nuestro deseo es arrancar la palabra
«ciencia» del ámbito aceptado. William Jennings Bryan escri-
bió poco después del juicio de Scopes: «La ciencia de cómo
vivir es la más importante de todas.» Pero es precisamente este
abanico de valores lo que la religión preferiría no abandonar a
manos de la ciencia.
El organizador creacionista Paul Ellwanger ha aceptado el
mismo punto central, afirmando: «No tenemos pretensiones
científicas para la creación, sino que desafiamos la pretensión
de la evolución de ser científica.»
Nuestro libro trata de los orígenes y no de los detalles de la
teoría de la evolución, que se ocupa del desarrollo de la vida
más que de su inicio. Otros han tratado el tema muy bien y con
detalle. Con todo, hemos de hacer una pausa para analizar el
comentario de Ellwanger, pues atañe a la distinción entre cien-
cia y mitología.
La teoría de la evolución tiene todas las características de
una afirmación científica y es el paradigma dominante en su
campo. Como tal, cabría modificarlo o incluso echarlo abajo si
se acumularan suficientes pruebas de peso en contra. Por ejem-
plo, vemos a los seres humanos combatir a diario con los dino-
saurios en las historietas y películas de televisión, pero si su
coexistencia en el tiempo estuviera documentada por una serie
de fósiles bien caracterizados, la evolución se vería en proble-
mas. Alternativamente, si se recogieran virus en el espacio con
mensajes destinados a nuestra mejora, la teoría de Hoyle daría
un paso al frente. Existen muchas vías para la negación de la
teoría de Darwin. La evolución es ciencia; la ciencia de la crea-
ción, por confesión propia, no.

— 295 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

3. EL VEREDICTO

El juez Overton dictó sentencia contra la Act 590, em-


pleando términos tan minuciosos en su decisión que apenas ha-
bía lugar para la apelación. La sentencia se aplicó sólo en Ar-
kansas, pero se tenía la impresión de que sentaría precedente
para casos futuros. El juez basó su decisión en varias razones,
incluidos los argumentos constitucionales y la libertad acadé-
mica. Desarrolló una definición de ciencia coincidente en lo
esencial con la que hemos usado aquí, y citó las palabras de los
propios creacionistas al decidir que la ciencia de la creación no
era ciencia, sino religión.
El juicio, aunque desigual, ofreció algunos testimonios in-
teresantes. La parte creacionista intentó presentar como testi-
gos a científicos en apoyo de su postura para equilibrar la riada
de científicos de fama convocada por la parte contraria. La per-
sonalidad más reputada que pudieron presentar fue Chandra
Wickramasinghe, colaborador de sir Fred Hoyle en su particu-
lar enfoque del origen de la vida. Lo invitaron —es de supo-
ner— porque él y Hoyle habían avalado el concepto de que la
vida en la Tierra era obra de un creador. Quizá los creacionistas
ignoraban que el ser especificado por sus aliados era un com-
plejo chip de silicio, y no una divinidad convencional. Si no era
así, a lo mejor esperaban sembrar el desconcierto y la confu-
sión entre los científicos ortodoxos.
Wickramasinghe se reafirmó en la opinión de que la vida
es obra de un creador, pero dedicó la mayor parte del tiempo a
hacer publicidad de sus peculiares ideas sobre los virus y los
cometas. Convino luego en que ningún científico racional po-
día avalar la geología del diluvio o una edad para la Tierra in-
ferior al millón de años. El juez Overton no sabía «cómo en-
tender que el doctor Wickramasinghe hubiera sido convocado
en favor de la parte demandada».
Esta decisión no ha resuelto el profundo conflicto más de
lo que lo hizo el juicio de Scopes. En efecto, posteriormente se
ha aprobado una ley creacionista sobre educación en Loui-
siana, asimismo impugnada por la American Civil Liberties

— 296 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Union. Un juez federal ha desautorizado la ley, pero su senten-


cia puede ser apelada, y en el futuro pueden dictarse nuevas
leyes de este tipo en otros estados.
La misma batalla se libra, a una escala más amplia, en miles
de reuniones de juntas escolares locales, donde se establecen
los planes de estudio y se aprueban los libros de texto. Los
miembros de las juntas locales pueden llegar desprevenidos
una tarde y tener menos posibilidades de defender la naturaleza
de la ciencia que un juez federal. En estas contiendas, los crea-
cionistas no están tan interesados en defender la práctica de la
religión —cosa que pueden hacer de otras muchas maneras,
menos controvertidas— como en tratar de subvertir la práctica
de la ciencia en áreas donde las conclusiones a que llegan los
científicos no les gustan.
Tanto la ciencia como la religión tienen su sitio en los asun-
tos humanos. A la postre, flaco servicio les hacen los intentos
de borrar la distinción entre ambas. En el campo del origen de
la vida, los creacionistas son el grupo que más lejos han llegado
en esa dirección. Sus métodos incluyen la cita selectiva de da-
tos, una ausencia absoluta de escepticismo hacia sus doctrinas
y una falta de interés por los experimentos críticos y el con-
cepto de refutabilidad. Por desgracia, no están solos en sus
prácticas. Como hemos visto, la descripción anterior también
se puede aplicar a los partidarios de muchas de las teorías exis-
tentes en este campo. La mitología ha calado tan hondo que se
hace difícil juzgar el alcance real de nuestro conocimiento
científico.
En capítulos posteriores examinaremos posibles medidas
para remediar esta situación en el futuro, pero primero haremos
una pausa para echar un vistazo al estado actual de la cuestión
del origen de la vida.

— 297 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

XI. UNA DONCELLA DE DUDOSA VIRTUD

Una vez relajado el escepticismo en torno a los posibles pa-


radigmas de un campo científico, resulta difícil detener el pro-
ceso. Aparecen entonces variantes que proclaman soluciones
aún más extravagantes y espectaculares, y la proporción de mi-
tología aumenta. En el caso del origen de la vida, hemos visto
que los creacionistas marcan el punto final lógico de este pro-
ceso. Abandonan por completo la duda en beneficio de la voz
de la autoridad, pero prefieren todavía, por razones estratégi-
cas, llamar a su empresa «ciencia».
Para ilustrar esta idea, hemos examinado diversas teorías a
lo largo de este libro (aunque no siempre en estricto orden cre-
ciente de proporción mitológica). Con esta secuencia no hemos
pretendido dar a entender que cada idea nueva ha reemplazado
a las anteriores en el dominio científico. Lo que más bien ha
ocurrido ha sido que han coexistido, difundiendo cada cual su
contenido con independencia de las demás, como los diversos
transistores sintonizados en emisoras distintas en una playa.
Por lo general, estas «emisiones» están segregadas unas de
otras en artículos, libros y conferencias separados. Sin em-
bargo, a veces entran en estrecha proximidad con ocasión de
alguna reunión importante, y los resultados son los que serían
de esperar. En el tiempo que llevo escribiendo este libro, he
tenido la oportunidad de vivir tal experiencia en persona.
En el mes de julio de 1983 se reunían en Mainz, Alemania,
250 científicos interesados por el origen de la vida: era el sép-
timo congreso internacional sobre el tema. La serie comenzó
en Moscú, en 1957, y en los últimos tiempos se había acordado
una convocatoria trianual. Éste de Mainz era el primero al que
yo asistía, y el número siete me parecía propicio: si, según la
Biblia, sólo fueron precisos siete días para crear la vida (y tam-
bién la humanidad y el Universo), a buen seguro que siete con-

— 298 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

gresos internacionales serían suficientes para que los científi-


cos se pusieran de acuerdo. Pero, como bien podría haber ima-
ginado, no fue éste el caso.
La sede del congreso era de lo más representativo del es-
tado de la disciplina. Mainz es una capital vieja, asolada y de-
vastada por las innumerables batallas de su historia. Después
de la Segunda Guerra Mundial, quedó separada administrati-
vamente de los arrabales del otro lado del río y, según un re-
presentante de la alcaldía, no hay perspectivas de unión en un
futuro próximo. Similar historia y estado de división caracteri-
zan la cuestión del origen de la vida.
En la reunión se habían dado cita representantes de prácti-
camente todos los puntos de vista enfrentados. Los más nume-
rosos pertenecían a la facción del ácido nucleico o a la de las
proteínas, y el grupo más reciente, el de los partidarios de la
arcilla, era también muy manifiesto. Oímos hablar de hiperci-
clos y replicadores, de nubes de polvo en el espacio y fuentes
termales en la Tierra, de estromatolitos, coacervados y orbita-
dores planetarios. Aunque no asistió Fred Hoyle, un astrónomo
describió la evolución química en el espacio y sugirió que los
cometas habían lanzado materia orgánica (si no bacterias) a la
Tierra primitiva. Ninguno de los asistentes se identificó como
creacionista, pero en una ponencia se argumentó que tanto la
vida como el Universo cobraron existencia no en un estado
simple, sino ya muy estructurado. Stanley Miller comparó las
síntesis de aminoácidos mediante descargas eléctricas en diver-
sas atmósferas reductoras y casi neutras, y Sidney Fox habló
de las propiedades parecidas a las de la vida de las microsferas.
Las cosas seguían prácticamente como en el pasado.
De vez en cuando se daban unas pinceladas de dramatismo
al yuxtaponerse puntos de vista enfrentados. Leslie Orgel pre-
sentó los nuevos resultados de sus experimentos, según los cua-
les una hebra individual de ARN es capaz de convertirse en una
doble hélice sin el concurso de proteínas. Klaus Dose, uno de
los organizadores de la reunión y destacado defensor de la hi-
pótesis «la proteína primero», preguntó a Orgel que de dónde
vino la primera hebra de ácido nucleico. Orgel, que se expresa

— 299 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de una manera increíblemente franca, fluida y concisa, respon-


dió lisa y llanamente: «No tengo ni idea de cómo se originó el
primer polinucleótido.» Dose, parafraseando a Louis Pasteur,
comentó luego con Sidney Fox que en ese día se asestó un
golpe mortal a la hipótesis del ácido nucleico.
Otra de las cuestiones controvertidas se refería a la prefe-
rencia de los seres vivos por aminoácidos zurdos y azúcares
diestros. Varios ponentes describieron experimentos fallidos
que intentaban atribuir la preferencia a fuerzas físicas elemen-
tales que actúan a escala atómica. Un anciano caballero de Aus-
tria expuso una opinión «heterodoxa»: que la selección había
sido accidental. No se contentó con proponer su personal solu-
ción al problema, sino que, comentando las otras, afirmó: «La-
mentablemente, los mayores esfuerzos en pos de la solución
han tomado direcciones equivocadas.» Se preguntó luego por
qué su propio y correcto punto de vista había sido descuidado,
y, para corregir esta situación, abogó por que se abandonara
todo intento de demostrar la teoría contraria.
No todos los enfrentamientos previstos se desarrollaron de
este modo. A un destacado geólogo de la Universidad de Cali-
fornia, Bill Schopf, se le concedieron cuarenta minutos para
resumir el registro primitivo de vida fósil. Dedicó buena parte
de ese tiempo a explicar por qué la Isuasphaera (véase la pág.
99) no era un fósil, sino un artefacto mineral. El siguiente ora-
dor, con una asignación de tiempo igual, era el que figura como
principal defensor del carácter levaduriforme de la Isuasp-
haera, el científico alemán Hans Pflug. Pero Pflug no defendió
su posición, sino que hizo un movimiento con la mano en el
aire y dijo: «No voy a entrar en discusiones sobre si son orga-
nismos biológicos o no, todos conocen mi opinión a ese res-
pecto.» Y se puso a hablar de otros asuntos.
Por lo visto, aparecer en el estrado de la sala de conferen-
cias —un recargado salón con arañas en un palacio renacen-
tista— era un honor en esta reunión. Había más asistentes de-
seosos de presentar su trabajo que tiempo disponible. Pocos
fueron los elegidos para hablar, y el resto tuvo que contentarse
con la presentación de un cartel. Se les asignó el espacio de un

— 300 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

tablón de anuncios en una sala mucho menos elegante de la


planta baja, y allí pudieron colgar el anuncio impreso de sus
resultados. La exposición resultante parecía más una ringlera
de anuncios en el andén del metro que una exposición de pape-
les científicos.
Con todo, esta exposición tenía la ventaja de que los carte-
les podían permanecer montados durante días, mientras que en
la sala de conferencias la presión del tiempo era intensa. A Les-
lie Orgel, por ejemplo, que presentó algunos de los resultados
más nuevos y sugerentes de la reunión, se le concedieron sólo
diez minutos. En su disertación hizo repetidas alusiones a lo
limitado de su tiempo. Otros oradores intentaron prolongar su
discurso haciendo caso omiso del presidente, que agitaba el
brazo para anunciar que el tiempo había expirado, o asegu-
rando que sólo les quedaba una diapositiva y largando acto se-
guido toda una tanda de ellas.
Yo personalmente no pude sustraerme a la tentación del
cartel y monté algunos rótulos que explicaban «La improbabi-
lidad de la síntesis prebiótica de los ácidos nucleicos». Como
por entonces estaba escribiendo este libro, me sentí algo así
como un novelista que se ha incluido a sí mismo en la trama en
el último capítulo, con cierta posibilidad de influir en sus per-
sonajes. Sin embargo, me venció la timidez y me pasé la mayor
parte del tiempo leyendo los carteles de los demás, o de pie, a
cierta distancia del mío, observando a quienes acudían a leerlo.
Por lo que pude ver, sólo se acercaban quienes estaban de
acuerdo con mi presentación, mientras que aquellos cuyo tra-
bajo podía verse negativamente afectado por mis ideas perma-
necieron a prudente distancia. Al término de la reunión, un
científico jovencísimo de la NASA me comentó que yo estaba
«nadando contra corriente». ¡Vaya con el «golpe mortal» a la
posición del ácido nucleico!
Otros adoptaron una actitud más decidida respecto a su pro-
pio trabajo. Clifford Matthews, un químico de Illinois, se diri-
gió a un callado auditorio con toda la fuerza y el entusiasmo de
un pregonero de carnaval. Su idea era que las nubes de polvo
interestelar se habían formado por desintegración de planetas

— 301 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

previamente existentes. En su cartel, un gran letrero pregun-


taba: «¿Dónde han ido a parar todos los planetas?», mientras
él, señalando primero al cielo y luego al suelo, subrayaba que
el material de ALLÍ procede de AQUÍ. Esa noche, después de
una generosa degustación de vinos alemanes, nos reuníamos
unos cuantos en tomo a un piano y cantábamos el lema de Cliff
en el tono que es de imaginar —el de la canción ¿Dónde han
ido a parar todas las flores?—, mientras él se unía al coro tan
achispado como los demás.
Había transcurrido más de un cuarto de siglo desde que se
celebró la primera reunión internacional sobre el tema, y en la
de Mainz sólo estaban presentes unos cuantos de los partici-
pantes originarios. Vínculo entre la primera y la última fue el
tiempo meteorológico. En Mainz hacía un calor inhabitual, y
Stanley Miller me dijo que la reunión de Moscú había sido to-
davía más sofocante. Yo salía a menudo de la sala donde se
celebraba la reunión para huir del calor y conseguir alguna be-
bida fresca.
La temperatura me fastidiaba sobre todo por la noche, en la
habitación del hotel. No había aire acondicionado, de modo
que tenía que dejar las ventanas bien abiertas. Esto comportaba
oír el ruido del tráfico, y la combinación de éste con el calor no
me dejaba pegar ojo. Irónicamente, durante el día me costaba
muy poco quedarme como un tronco en la sala de conferencias,
y eso que era tanto o más canicular y ruidosa. Hubo una noche
que consideré la posibilidad de levantarme y escuchar las cin-
tas grabadas en la reunión durante el día, para ver si conseguía
dormirme.
Por supuesto, la vinculación marxista con el origen de la
vida había menguado mucho desde aquel primer congreso.
Sólo una de las ponencias presentadas en Mainz hizo referencia
expresa a los principios del materialismo dialéctico, en la me-
dida en que éste relaciona el origen de la vida con la evolución
de los seres y las sociedades superiores. En las actas de la
reunión de Moscú, en cambio, figuran muchas referencias de
este tipo. Por otra parte, aunque en el avance de programa del
congreso de Mainz figuraba un buen número de participantes

— 302 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

del bloque soviético, muchos no acudieron «por causas desco-


nocidas». Los huecos sin carteles anunciaban en silencio su
inesperada ausencia.
Un anciano biólogo soviético, A. A. Krasnovsky, presidió
diversas ceremonias, manteniendo así la tradición iniciada por
Oparin. Pero esta situación no fue planeada, sino que fue pro-
vocada por circunstancias desafortunadas. La reunión de
Mainz era también la cuarta de la International Society for the
Study of the Origins of Life (ISSOL), y Krasnovsky era el
miembro más antiguo de dicha sociedad y uno de sus vicepre-
sidentes. El presidente, F. Egami, del Japón, había fallecido en
el ínterin desde la última reunión, y Cyril Ponnamperuma, el
otro vicepresidente y ahora presidente electo, estaba enfermo y
no podía asistir. Así pues, le cupo a Krasnovsky el honor de
aparecer en el puesto de Oparin.
Tenía el cabello gris y vestía traje y corbata a pesar del ca-
lor. Unas veces parecía austero y temible, si bien en otras ofre-
cía un semblante más benévolo. En el curso de una recepción,
aceptó un regalo de la alcaldía en nombre de la sociedad y
aguantó los innumerables chapurreos defectuosos de su nom-
bre con cierta impaciencia. Luego pronunció unas palabras con
las que conminó a que no se mezclara la ciencia y la política:
la ciencia de la vida es un tema en el que los científicos podrían
finalmente ponerse de acuerdo. Confié internamente en que no
tuviéramos que aguantar la respiración o dejar de dar cuenta de
las abundantes existencias de vino alemán que se habían dis-
puesto para el congreso hasta que se hicieran realidad esos de-
seos.
Krasnovsky era también nominalmente el máximo respon-
sable de la reunión ejecutiva de la ISSOL, pero en realidad fue-
ron los norteamericanos quienes llevaron la voz cantante. El
tesorero, Bill Schopf, presentó un pormenorizado informe del
estado de las exiguas finanzas de la organización: unos pocos
miles de dólares procedentes de las cuotas de los miembros. La
mayor parte de la suma se había gastado en becas de viaje para
que los estudiantes pudieran asistir a la reunión. No obstante,
la actividad de ese sector de la ciencia se mantenía gracias al

— 303 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

soporte económico de la National Aeronautics and Space Ad-


ministration (NASA), mediante el cual se financiaba gran parte
de la investigación y reuniones de diversa índole. El secretario
de la ISSOL y director del boletín de la sociedad era Donald
DeVincenzi, director del departamento de Washington que
proveía los fondos de la NASA para investigaciones sobre el
origen de la vida. Donald asistió a la conferencia para presentar
un informe de los planes de la NASA para la exploración del
espacio en lo tocante al origen de la vida, para estar al tanto de
las realizaciones de quienes habían recibido financiación de la
NASA y como supervisor de la ISSOL, todo al mismo tiempo.
La revista oficial de la ISSOL, Origins of Life, está también
en manos norteamericanas, con Jim Ferris, del Rensselaer
Polytechnic Institute, como director. Ferris informó a los
miembros de la sociedad de la situación de la revista. Kras-
novsky le preguntó si se reunía la junta editorial para aprobar
el contenido de cada artículo, como era preceptivo en la URSS.
Ferris respondió que esa práctica no era necesaria en las revis-
tas norteamericanas, pues el director podía actuar por su
cuenta. Su problema era otro: obtener originales suficientes
para llenar la revista. En muchas revistas científicas importan-
tes, la publicación de los artículos se retrasa a causa de la in-
mensa cantidad de manuscritos acumulada. Allen Bard, direc-
tor del Journal of the American Chemical Society, me contó
una vez que cada día llegaban a su mesa unos treinta artículos
para revisar. Necesitaba dos secretarias y líneas telefónicas su-
pletorias en su despacho de la Universidad de Texas para hacer
frente a aquella avalancha. Sin embargo, en el caso de Origins
of Life, la publicación se retrasaba por falta de originales sufi-
cientes con que llenar las cien páginas de un número de la re-
vista. En un mundo científico que cruje bajo el peso de las pu-
blicaciones, estábamos en un rincón tranquilo y olvidado.
Una última cuestión administrativa era la elección de la
sede de la siguiente reunión, la de 1986. La NASA iba a aban-
donar su papel de personalidad sojuzgada y sería la anfitriona
de la próxima reunión en sus instalaciones del Ames Labora-
tory, en la zona de San Francisco. Pero se reconoció que la sede

— 304 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

definitiva sería probablemente alguna universidad cercana,


pues Ames estaba cercado y vigilado por razones de seguridad.
El acontecimiento social que cerró el congreso fue la cena
de despedida, en la que se otorgó la medalla Oparin. Este ga-
lardón había sido concedido por vez primera, en la reunión de
1980, a Cyril Ponnamperuma. El nombre del siguiente destina-
tario era celoso secreto, como si fuera un Oscar. La medalla se
había creado inicialmente con la intención de concederla a
quien hubiera hecho la mejor aportación al estudio del origen
de la vida en los tres últimos años, pero la reunión ejecutiva
decidió prescindir de esta condición y otorgarla a la aportación
científica de toda una vida.
Me pareció muy oportuno que fuera ésta la filosofía de la
medalla. Durante los actos sociales del congreso, con frecuen-
cia me encontré sentado junto a una persona desconocida, pre-
guntándole qué rama científica practicaba; yo me presentaba
como bioquímico, mientras que mi compañero podía ser geó-
logo, astrónomo o microbiólogo. En esos casos, me sentía
como si estuviera en una taberna de mala fama y el borracho
del taburete de al lado y yo nos hubiéramos dado repetidas se-
guridades de que en la vida real teníamos una actividad en co-
mún. Estábamos admirados y conmovidos ante el hecho, sa-
bido, de que había gente en la taberna que no tenía otra identi-
dad y se pasaba la vida entera en ella. Desde luego, merecen un
reconocimiento especial —por supuesto, ninguna de las ofen-
sas que la analogía anterior pudiera conllevar— quienes deci-
den dedicar toda su carrera, o una gran parte de ella, a un campo
tildado a menudo de estar en el límite de la ciencia seria y res-
petable.
La medalla tomó el nombre de A. I. Oparin, quizás el pri-
mer científico reconocido que se entregó por entero a ese
campo. Quienes siguieron su ejemplo eran los candidatos más
apropiados para obtenerla. Pero ¿quién sería el ganador en esta
ocasión? Dicho enigma se convirtió en el tema de conversación
favorito de los congresistas.

— 305 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Antes de la cena corrían rumores de que el galardonado se-


ría Sidney Fox o Stanley Miller. Yo estaba convencido, por ob-
servaciones personales, de que sería Miller. Había ido con él a
un concierto a principios de la semana, y por su actitud en nues-
tra agradable charla durante la velada pude percibir a las claras
que barruntaba que iba a ser galardonado en un futuro próximo.
A mediados de semana, su humor se animó ostensiblemente.
En la reunión ejecutiva, llegó tarde y se sentó junto a Bill
Schopf. Se dieron la mano y luego, fijándome en los labios, vi
que Stanley le preguntaba a Schopf: «¿Lo saben los miem-
bros?» Schopf negó con la cabeza. Para mí, al menos, el sus-
pense terminó en ese momento.
La cena se desarrolló en el mismo salón grande y recargado
que había albergado las conferencias. Me gustó la idea de que
el mismo espacio que había servido para la confrontación fuera
ahora escenario de encuentros más informales. No obstante,
cuando llegó la hora de tomar asiento, los asistentes se repar-
tieron según las constelaciones de costumbre. Yo no tenía com-
promisos y opté por un asiento en la mesa de los de la arcilla,
junto a Cairns-Smith y su colaborador más directo en tal tema,
el calvo y barbudo Hyman Artman, del MIT. Ambos estaban
absortos en los planes para una futura conferencia sobre arci-
llas a celebrar en Glasgow, pero me vi recompensado con la
compañía de una alegre científica de la NASA, que me habló
de los problemas de las mujeres en la ciencia.
Como me esperaba, era Miller el escogido para el premio.
Recibió la medalla de manos de Krasnovsky, quien recordó su
primer trabajo sobre la formación de los aminoácidos y expresó
su confianza en que fuera él quien diera respuesta al «siguiente
paso: la formación del código genético». En su discurso de
aceptación, Stanley, muy prudente, evitó ese tema y ofreció un
relato informal, sincero y fresco de las circunstancias históricas
que rodearon su célebre experimento. Habló de los primeros
resultados negativos y de su perseverancia: «No me interesaba
el petróleo. Decidimos que los aminoácidos eran la cosa más

— 306 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

emocionante que podíamos buscar.» La medalla y la oportuni-


dad de rememorar aquellos tiempos hicieron de él un hombre
feliz.
Luego, una vez servidos todos los platos, pronunciados to-
dos los discursos y consumido todo el vino, cada delegado se
fue por su propio, particular y solitario camino. Se encontrarían
en otras reuniones, en los meses y años venideros, para inter-
cambiar las mismas opiniones. Los que llegaran con el conven-
cimiento de que tenían algunas o todas las respuestas al origen
de la vida, con el mismo convencimiento se irían. Los que lle-
garan con las dudas de Escéptico, aunque animados por la es-
peranza de hallar alguna respuesta nueva y convincente, tam-
bién se volverían tal como llegaron. El fragmento que falta, la
pieza que haría que todas las demás encajaran, quedó para el
orden del día de futuras reuniones.

1. POLVO EN EL MUSEO

Al poco de regresar del congreso de Mainz, decidí volver a


visitar una de las primeras exposiciones que había visto sobre
el origen de la vida. El American Museum of Natural History
de Nueva York ha mantenido una exposición sobre el tema du-
rante los últimos veinte años. Varias vitrinas se alinean junto a
un modelo gigante del ADN en tres dimensiones. Dentro de las
vitrinas hay fotografías de microsferas, un diagrama de un apa-
rato Miller-Urey, una descripción de la sopa prebiótica y refe-
rencias bibliográficas para lecturas complementarias. Recordé
el aspecto de esta exposición, nueva, brillante, provocadora,
poco después de su inauguración a principios de los años se-
senta. Ocupaba el mismo espacio dos décadas después, pero
los bastidores estaban llenos de polvo y la iluminación era tan
débil que apenas se podían descifrar las palabras. La lista de
referencias no tenía ninguna posterior a 1964. El vecino mo-
delo de ADN, mejor iluminado, parecía vigoroso en compara-
ción.
El triste destino de esta exposición ilustra, en cierta forma,
el estado de esta rama de la ciencia. Ello se debe en parte a su

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

estrecha identificación con el programa espacial. En medio de


la euforia que siguió al proyecto Apolo, las respuestas a mu-
chas incógnitas fundamentales parecían estar a mano. ¿Quién
podía pronunciarse sobre qué información básica acerca de la
vida nos llegaría de la Luna? A su regreso, los primeros astro-
nautas que pisaron suelo lunar fueron sometidos a una rigurosa
cuarentena para evitar cualquier infección procedente de este
astro. Aunque no se preveían organismos vivos en la superficie
lunar, el polvo selenita podía contener abundantes materiales
orgánicos, quizás esporas en estado latente. En lo que se refiere
a Marte, H. G. Wells, Orson Welles, Edgard Rice Burroughs y
Ray Bradbury nos habían calentado la imaginación durante
años. Quizá bastara con colocar una cámara en la superficie
para identificarlo todo, desde plantas exóticas a criaturas del
tamaño de osos.
Con tales expectativas, la realidad no pudo ser más desco-
razonadora y desconcertante. El entusiasmo por el programa
espacial en general, y la exobiología en particular, se desvane-
ció, y con él la provisión de fondos para la exploración plane-
taria en la NASA. En el momento álgido del proyecto Apolo,
el vicepresidente de Estados Unidos preconizaba que una nave
tripulada hollaría Marte para finales de este siglo, pero ya en
los años setenta nos hicimos a la idea de que la exploración
futura se realizaría mediante naves espaciales no tripuladas. A
principios de los años ochenta, incluso este plan, menos ambi-
cioso, era puesto en entredicho, y todo el programa de explo-
ración planetaria parecía encaminado a la extinción. Las difi-
cultades de ese período estaban relacionadas con la fuerte re-
ducción de los gastos federales que siguió al cambio de go-
bierno, pero los recortes en las partidas para exploración pla-
netaria empezaron mucho antes. Hoy día, nuestro país no es
sensiblemente más pobre de lo que era diez o veinte años atrás,
y si ahora se quiere invertir menos que antes en exploración del
Universo, la diferencia hay que achacarla a una pérdida de ilu-
sión, no al empobrecimiento.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Esta mengua de fondos ha venido acompañada de un hun-


dimiento de algunos científicos en el pesimismo, en todo lo re-
lacionado con la exobiología, como si una cosa estuviera ligada
a la otra. Por ejemplo. Lynn Margulis, de la Universidad de
Boston, a la sazón responsable del Comité de Biología Plane-
taria y Evolución Química de la Academia Nacional de Cien-
cias, escribía en la revista The Sciences: «En la actualidad no
hay pruebas de que exista vida en ningún otro lugar de nuestro
Sistema Solar.» Como no estaremos dispuestos a viajar a otras
estrellas durante algún tiempo, «las posibilidades de detección
directa de vida allende la Tierra en un futuro próximo parecen
muy remotas».
Las perspectivas se tornaron aún más remotas a raíz de la
publicación de un informe del susodicho comité, en el que se
afirmaba: «Damos por concluida la búsqueda de vida actual en
el Sistema Solar, pues hay pruebas contundentes de que ni los
planetas (aparte de la Tierra) ni sus satélites ofrecen condicio-
nes compatibles con el mantenimiento de la vida.» Por su-
puesto, si no se explora, difícilmente podrán realizarse descu-
brimientos exobiológicos.
Este pesimismo injustificado ha preparado el camino para
ideas aún más tristes. Por ejemplo, el físico Michael Hart y
otros han argüido que podemos ser la única vida existente, al
menos la única inteligente. En ese caso, nuestro origen puede
ser el resultado de un suceso muy improbable, cuyos detalles
han desaparecido para siempre junto con la Tierra primitiva.
Según esta lógica, todos los esfuerzos por hallar una respuesta
científica al origen de la vida serán infructuosos.
Así pues, el desaliento en lo que se refiere a la detección de
vida en otros lugares se propaga a las perspectivas de la inves-
tigación del origen de la vida aquí. Por otro lado, existe una
relación entre estos dos temas más directa que la ideológica.
En este país, la financiación de las investigaciones sobre el ori-
gen de la vida es, en buena medida, competencia de la NASA,
y la influencia de este organismo en dicho campo es muy pro-
funda —más de la mitad de los miembros de la ISSOL proce-
den de Estados Unidos—. El organismo espacial justifica este

— 309 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

vínculo al suponer que «todas las etapas del origen y la evolu-


ción de la vida están intrincadamente enlazadas con los proce-
sos físicos y químicos de la evolución del Universo». Por su-
puesto, esta afirmación es cierta en la medida en que la vida no
podría haberse originado en la Tierra, o no podría haber llegado
a ella, si el planeta no se hubiera formado por los procesos que
dieron lugar al Sistema Solar. Sin embargo, los pasos específi-
cos del origen de la vida aquí bien pudieron estar gobernados
por factores locales del medio ambiente de este planeta y no
guardar relación alguna con los acontecimientos químicos de
los cometas o de las nubes de polvo interestelar.
En este momento siguen abiertas muchas posibilidades en
cuanto al origen de la vida, incluido el vínculo cósmico, de
modo que el interés de la NASA por el problema parece justi-
ficado. Muy extraña resulta, sin embargo, la falta de interés de
otras instituciones federales. Según el administrador de la
NASA, Donald DeVincenzi, «las restantes instituciones toda-
vía no han asumido esa participación directa en la investiga-
ción del origen de la vida. Si se les pregunta por qué, no ofrecen
una respuesta muy lógica. Se limitan a decir que eso corres-
ponde al programa de la NASA».
Sean cuales sean las razones, esta concentración de poder
de financiación parece muy desafortunada. Habrá posturas y
puntos de vista que gozarán de preferencia, y los perdedores no
dispondrán de recursos alternativos. Además pueden surgir pe-
ligros de mayor envergadura e irse al traste la financiación de
todo este campo de investigación.
Durante el verano de 1982, coincidí con un viejo conocido,
Gerry Soffen, en un congreso en New Hampshire. Veinte años
atrás, ambos habíamos trabajado como investigadores del de-
partamento de bioquímica de la Universidad de Nueva York y
juntos habíamos pasado ratos muy agradables. Renovamos este
hábito y nos fuimos a dar una vuelta por el parque del Dart-
mouth College. Durante el paseo, me preguntó si convendría
interrumpir el apoyo de la NASA al origen de la vida. Gerry
estaba hablando en broma, haciendo de abogado del diablo,

— 310 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

pero en cuanto oí la pregunta tuve un presentimiento. En la ac-


tualidad él es el jefe de DeVincenzi, el director de todos los
proyectos biológicos de la NASA, pero en el futuro podría ocu-
par su lugar alguien menos interesado en estos temas.
No se dude de que las presiones económicas en la NASA
repercuten en el estudio sobre el origen de la vida; sin embargo,
el declive de ese campo no se puede achacar sólo a las dificul-
tades del programa espacial. El entusiasmo de hace veinte años
se nutrió de la aparición del paradigma de Oparin-Haldane.
Este nuevo paradigma rescató el tema de la decadencia en que
se había hundido a raíz del descrédito de la generación espon-
tánea. Con anterioridad, según afirmaba Oparin en 1957, los
científicos creían «que el problema del origen de la vida era
insoluble y que trabajar en él era indigno de un investigador
serio y una absoluta pérdida de tiempo». Es evidente que Opa-
rin estaba convencido de que la nueva teoría le había dado la
vuelta a la situación.
Por aquella época, reinaba en el ambiente la sensación de
que de un momento a otro podrían descubrirse muchas síntesis
nuevas y espectaculares, que confirmarían los conceptos bási-
cos. Pero el esperado diluvio de descubrimientos no ha llegado,
y actualmente la duda se cierne sobre las dos premisas funda-
mentales, la atmósfera reductora y la sopa prebiótica. La uni-
dad científica se ha roto y las ideas más insólitas se han con-
vertido en centro de interés. Sin embargo, muchos investigado-
res no han prestado atención a este cambio de circunstancias y
continúan publicando escritos optimistas. Con demasiada fre-
cuencia me encuentro con tales escritos, o con artículos de
prensa que afirman que todos los problemas fundamentales han
sido resueltos y sólo quedan pendientes los secundarios, como
el origen del código genético.
Estas opiniones disminuyen aún más la poca credibilidad
de que siempre ha sufrido el estudio del origen de la vida entre
muchos científicos de otros campos. Lo he experimentado de
primera mano con colegas de departamento, cuando les indi-
caba mi intención de dedicarme a este tema. Sus comentarios
fueron desde el «¿cómo puede alguien aprender algo sobre

— 311 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

eso?» hasta un preocupado «no queremos que te nos pierdas en


el espacio exterior». Y mi experiencia personal no es única. Un
editorial de Nature, en medio de la euforia de los años sesenta,
comentaba: «Quienes trabajan en el origen de la vida se ven
obligados a fabricar un cesto con muy pocos mimbres, lo cual
contribuye en gran medida a explicar por qué este campo de la
investigación aparece envuelto tan a menudo en profundos re-
celos.»
Este recelo se extiende también a los biólogos evolucionis-
tas. Es de suponer que quieren poner a salvo su campo, ase-
diado por los creacionistas, de la acusación de estar asociado
con otro menos afirmado. Un artículo sobre la polémica crea-
cionista, aparecido en The Sciences en 1981, señalaba: «Los
creacionistas han conseguido idear argumentos bastante inge-
niosos contra la concepción evolucionista de los orígenes de la
vida. En realidad, es posible que hayan descubierto y tocado el
talón de Aquiles de la biología evolucionista moderna.»
En esta área en particular, los creacionistas están bien cua-
lificados para criticar. Como grupo que ha intentado hacer pa-
sar la mitología por ciencia, pueden identificar fácilmente a los
rivales que tratan, siquiera sea de manera inconsciente, de colar
la misma suplantación. Enfadados porque otra mitología ha su-
perado la prueba de ingreso en las clases de ciencia, no entien-
den por qué a ellos les es denegado el mismo privilegio. Pero
su solución, claro está, nos lleva por un derrotero absoluta-
mente equivocado.
No queremos convertir las clases de biología en foros
donde se otorgue igual tratamiento a mitos enfrentados, tam-
poco deseamos que el campo del origen de la vida siga en su
actual reputación dentro de la ciencia, que recuerda la de una
doncella de dudosa virtud cuya sola aparición en público traía
consigo todo un coro de desagradables cuchicheos.
¿Cómo poder recuperar la credibilidad científica y tomar
una dirección que permita el progreso en la resolución de los
importantes problemas que quedan pendientes? A buen seguro
que no será con las prácticas actuales, en las que se diseñan
experimentos prebióticos para acumular pruebas con las que

— 312 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

respaldar una postura contra las afirmaciones de las rivales. Lo


que necesitamos son experimentos críticos, uno de cuyos posi-
bles resultados sea pinchar los globos existentes. La idea de la
refutabilidad es quizás el instrumento científico más útil en este
campo.
Seamos realistas: pedir a quienes crearon los mitos actuales
que los pongan a prueba y los dejen de lado si no resultan acep-
tables es como si pidiéramos a Henry Bastian que renunciara a
la generación espontánea, o a Trofim Lysenko que aceptara la
función genética del ADN. La tarea tiene que recaer en inves-
tigadores con experiencia en otras áreas más exactas de la cien-
cia. En vez de ignorar el campo del origen de la vida en público
y reírse de él disimuladamente en privado, estos científicos de-
berían aplicarle sus rigurosos criterios e informar a los medios
de comunicación con el oportuno «no conocemos la respuesta
a esto».
La falta de respuestas completas a cuestiones importantes
no deshonra ningún campo de la ciencia. Esta característica la
comparten muchas áreas vitales de la investigación contempo-
ránea, como las que se ocupan de los procesos de envejeci-
miento o de la naturaleza de la conciencia. Pero tampoco esta-
mos sumidos en la ignorancia total. No nos enfrentamos a la
disyuntiva entre una pintura acabada de un paisaje y un lienzo
en blanco. En el caso particular del origen de la vida, los pro-
gresos de la geología, de la biología molecular y de la astrono-
mía han proporcionado un marco a la pintura, y los experimen-
tos negativos indican dónde se pueden localizar los planos de
fondo. Además, aquí y allá tenemos unas cuantas pinceladas
seductoras. Con algo de imaginación podemos eliminar posi-
bilidades para hacernos una idea del aspecto que podría ofrecer
la pintura acabada. Esos esfuerzos no tendrían por finalidad
crear nuevos mitos, sino que llevarían bien clara la etiqueta
«especulación». Serían conjeturas consistentes con los hechos
ya conocidos, pero irían más allá y brindarían nuevas explica-
ciones no respaldadas por los datos científicos.

— 313 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Las especulaciones pueden ser útiles e incluso vitales para


la ciencia porque sugieren nuevos experimentos y nuevas di-
recciones de investigación. Ahora bien, quienes las hagan tie-
nen la responsabilidad de ser explícitos sobre su naturaleza y
planear experimentos que puedan refutarlas o confirmarlas.
Con esta precaución en mente, dedicaré los restantes capítulos
a describir el posible desarrollo de la vida en la Tierra, y pro-
pondré experimentos y exploraciones que puedan aproximar-
nos a una respuesta definitiva en lo concerniente a su origen.

— 314 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

XII. EN DEFENSA DE LA GALLINA

Ya vimos anteriormente la fuerte controversia sobre quién


tuvo prioridad en el origen de la vida, si los ácidos nucleicos o
las proteínas. La comparábamos con el debate sobre quién fue
primero, si el huevo o la gallina. Después de ciertas considera-
ciones, descartábamos la sustancia hereditaria actual, es decir,
los ácidos nucleicos. Ya en 1960, el premio Nobel Joshua Le-
derberg señalaba: «Existe cierta polémica en tomo a si los pri-
meros genes fueron ácidos nucleicos, y ello se debe por un lado
a su elevada complejidad, y por otro a que su perfección insi-
núa un período de evolución química en vez de un golpe maes-
tro.» Estas palabras son hoy día igualmente oportunas. Incluso
los elementos componentes de los ácidos nucleicos, los nucleó-
tidos, son moléculas intrincadas que contienen más de treinta
átomos de carbono y exigen la unión específica de tres subuni-
dades, con la eliminación de dos moléculas de agua. No es de
extrañar que la síntesis prebiótica de nucleótidos se haya con-
vertido en un problema que nadie sabe por dónde coger. Estas
sustancias se desarrollaron probablemente mucho después de
que la vida comenzara.
Si descartamos el huevo, sólo le queda una respuesta al
acertijo: la gallina, es decir, las proteínas. Es hora de presentar
su defensa. En las páginas que siguen argumentaré los siguien-
tes puntos:
1) Un sistema hereditario basado en proteínas precedió al de
los ácidos nucleicos.
2) El ARN apareció inicialmente como material de construc-
ción, como soporte estructural de la síntesis de proteínas, y
asumió su función hereditaria de forma gradual.
3) En una etapa posterior, el ADN evolucionó a su vez y se
convirtió en la sustancia hereditaria. Esta evolución tuvo
que ver con la aparición de las células eucariotas hace más

— 315 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de mil millones de años, y facilitó el incremento explosivo


de la tasa de evolución a partir de entonces.
Así pues, el archiconocido dogma central de la biología
molecular que afirma que «el ADN fabrica el ARN que fabrica
las proteínas» discurrió en sentido totalmente inverso durante
el desarrollo de la vida. Al principio había proteínas; las pro-
teínas engendraron el ARN, y luego ambos engendraron el
ADN.
Antes de proseguir, hemos de deshacernos de Escéptico por
un rato. Nos ha acompañado mientras analizábamos sucesiva-
mente la generación espontánea, la hipótesis Oparin-Haldane,
el gen desnudo, las ideas de Hoyle y el creacionismo, pero
ahora es el momento de que vayamos más allá de los experi-
mentos y presentemos nuestras propias especulaciones. Escép-
tico no es un entusiasta de este proceder y podría incluso en-
torpecerlo, de modo que prescindiremos de él.
Actualmente, cualquier consideración de la vida sin el sis-
tema hereditario de los ácidos nucleicos es pura especulación.
El único tipo de vida que conocemos es el que medra hoy en la
Tierra, y toda ella se sirve de los ácidos nucleicos de esta ma-
nera. Sólo nos cabe imaginar cómo podría funcionar la vida sin
ADN y ARN. Aunque en principio únicamente ha de limitamos
nuestra inventiva, en la práctica hemos de imponernos ciertas
restricciones para no producir ciencia ficción en vez de ciencia
plausible. Por esta razón, nos limitaremos a enumerar las nue-
vas suposiciones que hacemos, y nos moveremos, en lo posi-
ble, dentro del marco convencional de la ciencia.

1. LA VIDA SIN ÁCIDOS NUCLEICOS

Para empezar, supondremos que las proteínas transmitían


su propia herencia antes de que idearan los ácidos nucleicos
como mecanismo mejorado para tal fin. Diversos científicos
han explorado esta idea y proponen sistemas para la reproduc-
ción de las proteínas similares a los empleados por los ácidos
nucleicos. De alguna manera, un aminoácido en disolución se

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

emparejaría directamente con un consorte determinado en una


cadena proteínica, de modo que la secuencia de aminoácidos
de la cadena en construcción estaría controlada por la existente.
La multiplicación del ADN opera de esta manera, según las
normas de apareamiento de bases, descubierta por Crick y Wat-
son. Se han hecho algunas conjeturas en lo que se refiere a po-
sibles sistemas de reconocimiento directo por aminoácidos; sin
embargo, no se ha presentado ninguna demostración convin-
cente, aunque cabría una si tal sistema existió. Pero la respuesta
se encontrará quizás en otra dirección.
Si las proteínas hubieran podido reproducirse directamente,
mediante algún sistema de emparejamiento, no habrían tenido
necesidad de transferir esta función a los ácidos nucleicos, pues
almacenarían la misma información con menos materiales y de
forma más económica. Por ejemplo, un aminoácido promedio
de una cadena proteica contiene unos 16 átomos. La misma in-
formación almacenada en tres subunidades de una cadena de
ARN requiere unos 100 átomos. En el ADN, idéntica informa-
ción se guarda en un complejo de dos cadenas y precisa 200
átomos. Este gasto extra de materiales para almacenar la misma
información se justifica sólo si hubo un aumento paralelo de la
eficiencia al pasar a sistemas más complejos. Hemos de supo-
ner, pues, que el primitivo sistema hereditario basado en pro-
teínas era menos perfecto que el actual.
¿Cómo podemos hacer un modelo de este sistema inicial,
más tosco? Para inspiramos, examinemos los mecanismos que
existen hoy día. Cuando una célula fabrica proteínas, primero
se transmite la información del ADN al ARN. Esta transferen-
cia se efectúa con gran eficiencia mediante el acoplamiento de
pares de bases. El mensaje, escrito todavía en el lenguaje de los
ácidos nucleicos, tiene que ser traducido finalmente al de las
proteínas, y, en las últimas décadas, buena parte de la investi-
gación sobre biología molecular se ha centrado en el estudio
del mecanismo de dicha traducción.
Se ha buscado un encaje molecular directo entre un ami-
noácido y un grupo de nucleótidos para establecer un vínculo
lógico entre los dos lenguajes. Si existió algún sistema natural

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

de emparejamiento, éste explicaría la base del código genético


actual y daría una pista de los acontecimientos que sobrevinie-
ron cuando el código se desarrolló por vez primera. Sin em-
bargo, ese encaje o sistema de emparejamiento directo no ha
sido descubierto, aunque se han propuesto diversas hipótesis
interesantes. La realidad es que el acoplamiento ARN-proteína
se realiza de una manera compleja.
Existe un grupo de enzimas cuyo nombre técnico es «ami-
noacil-ARNt sintetasas», y que nosotros llamaremos traducto-
res específicos, que son muy especiales, pues, por así decirlo,
tienen «dos manos». Cada uno de estos enzimas puede identi-
ficar y seleccionar un aminoácido entre veinte, y lo hace con
una mano, mientras que con la otra toma la molécula apropiada
de ARN (ARN de transferencia) de la variedad existente en la
célula. Acto seguido, el enzima reúne las dos moléculas. El
conjunto de enzimas traductores tiene la responsabilidad de
asegurar que las órdenes originalmente almacenadas en el
ADN se ejecuten con toda exactitud durante la construcción de
las proteínas.
Una sencilla analogía nos ayudará a aclarar este proceso.
Imaginemos un grupo de traductores humanos entregados a la
tarea de traducir del chino al español, en los que cada traductor
sólo conoce un carácter chino y su equivalente español. Fija-
mos el mensaje a traducir en un bastidor, carácter a carácter, y,
a medida que aparece cada uno de ellos, el traductor adecuado
da un paso al frente y coloca la palabra española junto a él. Con
el tiempo, el mensaje será traducido, a condición de que esté
presente un traductor por cada carácter mostrado. El sistema
biológico funciona de la misma manera, pero, por fortuna, el
número de caracteres a traducir es muy limitado.
El mismo sistema podría servir para copiar proteínas direc-
tamente. Aquí también necesitaríamos un conjunto de traduc-
tores con dos manos, pero su trabajo sería ahora más fácil: el
enzima sólo necesitaría identificar el aminoácido eslabonado
en una cadena de proteínas y el mismo aminoácido en estado
libre.

— 318 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

La molécula a copiar estaría sujeta a algún soporte ade-


cuado (quizás una proteína o un polisacárido) para diferen-
ciarla de las demás proteínas de la célula y tenerla localizada
como molécula «a duplicar». En este bastidor la tendríamos
montada de tal manera que los aminoácidos de su cadena irían
quedando a la vista uno tras otro, en sucesión. Cada aminoá-
cido expuesto sería identificado por un enzima traductor espe-
cializado. Este enzima seleccionaría el mismo aminoácido en
la disolución y lo insertaría en el lugar correspondiente de la
nueva cadena proteínica en construcción. Al término de esta
tarea, el gen estaría duplicado y se habría fabricado otra molé-
cula útil, pues cada molécula de la célula realizaría una función
y sería responsable de su propia herencia.
Si este mecanismo precedió al desarrollo de los ácidos nu-
cleicos y luego fue reemplazado, es de suponer que funcionaba
peor que el sistema genético actual. A lo mejor era inexacto y
lento, y quizá tuviera otros defectos, pero esta misma ineficien-
cia apunta una solución a ese rompecabezas que es el ritmo de
la evolución.
Para situar el problema, convendrá que echemos una ojeada
al paradigma vigente, compartido por muchos científicos, so-
bre el desarrollo de la vida. Se supone que las proteínas, el
ARN y el ADN se remontan a los primeros tiempos de la vida
en este planeta, hace 3.500 millones de años. Los estromatoli-
tos fósiles y otros restos de aquella remota época tienen formas
similares a las de microorganismos contemporáneos. Por ana-
logía, se supone también que los procesos internos de estas cé-
lulas primitivas eran similares a los de los procariotas actuales.
Si fue así, la vida permaneció estancada durante más de 2.000
años, con muy poco progreso evolutivo, excepto quizás el
desarrollo de la fotosíntesis productora de oxígeno.
Luego, en algún momento entre los −1.000 y los −1.500
millones de años, sobreviene una erupción de innovaciones.
Surgen las células eucariotas a partir de las más sencillas, se
desarrollan los mecanismos sexuales y cobran existencia los
organismos pluricelulares.

— 319 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Todas las grandes formas de vida que nos son familiares


han aparecido en los últimos 500 millones de años. No existe
acuerdo respecto a las causas de esta tardía serie de aconteci-
mientos, pero se explican muchas cosas si suponemos que la
función genética de los ácidos nucleicos se desarrolló avanzada
ya la evolución, y que le precedió un sistema más tosco, basado
en las proteínas. Diversos científicos han adelantado la idea de
un origen retardado del ADN, entre ellos el biólogo John Keo-
sian y el físico Freeman Dyson.
Si los ácidos nucleicos llegaron relativamente tarde, enton-
ces los fósiles más primitivos representarían organismos que
funcionaron con un sistema genético basado en proteínas. Este
período entre −3.500 y −1.500 millones de años, cuando poco
parece haber ocurrido en cuanto a las formas externas de los
organismos, fue un intervalo de evolución gradual bajo el sis-
tema genético de las proteínas, que culminó con el traspaso de
esta función al ARN primero y al ADN después. Con el ADN
como material hereditario definitivo, la evolución pudo ya pro-
ceder a ritmo acelerado. El resto de la historia es conocido y
conduce a nuestra propia aparición.
¿Cuáles fueron las principales innovaciones bioquímicas
durante el reinado de las proteínas? Es más difícil hablar de
esos acontecimientos que de la ascensión y caída de los minis-
tros de los reinos que florecieron antes del advenimiento de la
escritura. La lógica será nuestra principal guía.
Durante el largo y lento período de evolución proteínica, el
número de aminoácidos empleados puede haber crecido desde
un puñado inicial hasta los veinte que conocemos hoy día. El
tamaño de los de la serie actual va desde los diez a los veintio-
cho átomos.
Los dos más pequeños son los que predominan en los ex-
perimentos Miller-Urey, y posiblemente ya formaban parte de
la dotación inicial. A los mayores no se ha podido acceder ni
siquiera con las simulaciones prebióticas más elaboradas, y es
muy probable que aparecieran a raíz de alguna innovación me-
tabólica. Algunos autores han sugerido que bastaría un con-

— 320 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

junto de seis aminoácidos para aproximarse a las diversas con-


figuraciones que observamos en las proteínas actuales, mien-
tras que otros reducen el número inicial a cuatro. Sea cual fuere
el punto de partida, cada nueva aparición de un aminoácido de-
bió de ser una especie de hito en la lucha evolutiva de la vida
primitiva.
El tamaño y la complicación de los enzimas aumentaron,
sin duda alguna, a lo largo de esos 2.000 millones de años de
evolución. En la actualidad, el número de aminoácidos por en-
zima oscila entre unos 100 y más de 1.000. Estos tamaños ma-
motréticos proporcionan una perfección exquisita de propieda-
des catalíticas y reguladoras. Pero ¿cuál fue el punto de partida
de estas propiedades? No existe una respuesta fácil.
Los aminoácidos aislados, desconectados unos de otros,
presentan una modesta capacidad catalizadora. Esta propiedad
no es exclusiva de los aminoácidos, sino que la comparten con
otros compuestos químicos, orgánicos e inorgánicos (una agra-
dable ocupación para un químico es la de diseñar moléculas
que exhiban propiedades como las de los enzimas).
Volviendo a los aminoácidos, hablaremos de capacidad en-
zimática cuando el poder catalítico de cierto número de ellos
enlazados supere con mucho el de una mezcla de las mismas
unidades sin unir. Esa capacidad aparece cuando la cadena de
aminoácidos alcanza el tamaño necesario para plegarse y adop-
tar una forma tridimensional específica, perfectamente defi-
nida, lo cual requiere el acoplamiento de varias docenas de
aminoácidos. Así pues, la era de la vida terrestre basada en las
proteínas fue una época en la que los enzimas aumentaron
desde ese tamaño mínimo hasta dimensiones parecidas a las
que observamos hoy.

2. LA APARICIÓN DEL ARN Y DEL ADN

La evolución no anticipa necesidades. Resulta difícil creer


que los ácidos nucleicos se desarrollaron a la espera de que
asumieran la función genética en alguna fecha futura. Proba-
blemente se utilizaron con otros fines y, poco a poco, pasaron

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

a desempeñar su función actual en la vida. La Tierra, en los


primeros tiempos, tenía celosamente encerrado el fosfato, en
forma insoluble, en el seno de las rocas volcánicas; sólo se
pudo acceder a él a medida que las rocas se erosionaron. Mien-
tras el fosfato fue raro, probablemente se reservaba para alma-
cenar energía —función que conserva en la actualidad—, aun-
que sin duda debía de estar contenido en moléculas más senci-
llas que el ATF.
Paso a paso, a medida que aumentó la disponibilidad de
fosfato, se le asignaron otras funciones. Si examinamos una cé-
lula bacteriana actual, reparamos en la presencia de unas sus-
tancias, los ácidos teicoicos, cuya estructura se asemeja a la de
los ácidos nucleicos. Presentan un eje de azúcar y fosfato alter-
nados, pero en lugar de bases poseen aminoácidos u otros azú-
cares. Los ácidos teicoicos se localizan en las membranas y las
paredes celulares de ciertas bacterias, y su presencia atestigua
que tienen propiedades útiles como materiales de construcción,
y quizá desempeñen también otras funciones. En el curso de la
evolución pueden haberse desarrollado muchas variaciones so-
bre el tema de los ácidos teicoicos, y los primeros nucleótidos
activos se formaron durante alguno de estos procesos.
La unión de los nucleótidos para formar el primer ARN ha
sido un quebradero de cabeza para los químicos prebióticos.
Sin embargo, este paso no tiene por qué ser difícil cuando se
dispone del enzima adecuado. Hemos visto que la replicasa Qβ
puede montar una molécula de ARN por su cuenta si se le pro-
porcionan las subunidades adecuadas (pág. 175). El primer
ácido nucleico quizá fue montado por un enzima menos espe-
cializado, con una capacidad general para unir fosfatos y azú-
cares.
Una vez formado, este nuevo tipo de sustancias enseguida
demostró, sin duda, su valía como material estructural. En
realidad, hoy día se emplean aún en los ribosomas con tal fin:
se destina más ácido nucleico a la construcción de ribosomas
que a todas sus demás aplicaciones. Esta utilidad le viene de la
misma propiedad que hace a los ácidos nucleicos tan valiosos
para la herencia: la formación de pares de bases. Cuando una

— 322 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

cadena de ácido nucleico no tiene pareja adecuada con la que


establecer una doble hélice, se pliega sobre sí misma y adopta
una forma que le permitirá organizar un gran número de pares
de bases internos. La configuración exacta que adopte la molé-
cula depende del orden preciso de las bases en su seno. Esta
propiedad puede haber hecho del ARN un soporte idóneo para
los procesos de síntesis de proteínas dirigidos por proteínas. Se
adaptó a esta función tras su descubrimiento, desplazando, es
de suponer, a alguna sustancia afín aunque menos adecuada.
Tras ser «descubierto», el ARN fue evolucionado. Para la
célula era ventajoso desarrollar mejores secuencias de bases,
que proporcionaran configuraciones más útiles. Al principio,
los enzimas podrían preparar secuencias por su cuenta, si-
guiendo un proceso irregular. Pero al cabo de un tiempo, «se
descubrió» que las moléculas de ARN eran capaces de copiarse
a sí mismas. Durante el proceso de copia se producían errores
y, si eran favorables, se perpetuaban por selección natural. Este
desarrollo condujo, sin duda, a una eclosión de innovaciones
en el aparato de sintetizar proteínas, y el resultado fue un ribo-
soma mucho más complejo, compuesto en gran medida por
ARN.
Una mejora que posiblemente surgió con el tiempo fue la
asociación de unidades especializadas de ARN de pequeño ta-
maño con aminoácidos específicos. Estos pequeños ARN faci-
litaban la inserción de los aminoácidos en la proteína en cons-
trucción. En esa situación, el enzima traductor identificaba el
aminoácido libre, el aminoácido de la cadena a copiar y el pe-
queño ARN auxiliar (el antecesor del ARN de transferencia).
Como ayuda complementaria, se inventó un ARN más largo
(el antecesor del ARN mensajero actual) que alineaba, por em-
parejamiento de bases, las diversas moléculas del ARN auxiliar
en el orden que mejor convenía a la proteína a copiar. Con el
tiempo debió surgir un ARN largo de este tipo para cada pro-
teína celular útil. Pero, con esta innovación, la información pre-
sente en cada proteína también se almacenaba en el ARN, desa-
rrollándose así dos sistemas genéticos paralelos, capaces de
evolucionar independientemente.

— 323 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

El sistema genético del ARN demostró tener muchas ven-


tajas. Por ejemplo, ya no era necesario que la célula conservara
en todo momento al menos una copia de cada uno de los enzi-
mas para evitar que se perdiera la información sobre el mismo,
y, en consecuencia, la concentración del enzima podía aumen-
tar rápidamente o caer a cero según lo requiriesen las condicio-
nes ambientales. A la larga, a medida que el sistema del ARN
demostraba su eficacia, acabó por descartarse el para entonces
superfluo sistema genético de las proteínas. Éstas se vieron con
las manos libres para realizar las funciones que mejor sabían
hacer.
En esta etapa de la evolución, la información genética de
células estaba almacenada en un conjunto de moléculas de
ARN, cada una de las cuales correspondía a una proteína. Estas
moléculas servían también para lo que sirven las moléculas de
ARN mensajero hoy: intervenían directamente en la construc-
ción de proteínas en los ribosomas. Por supuesto, ahora estas
dos funciones están separadas, con el ADN como depositario
remoto de las instrucciones y el ARN actuando sólo de inter-
mediario transitorio. En algún momento se creó el ADN, por
introducción de modificaciones secundarias en el ARN, y se le
transfirió la información hereditaria. Dicha transferencia de in-
formación del ARN al ADN siguió la dirección inversa a la que
hoy es habitual en los seres vivos, pero todavía tiene lugar ac-
tualmente en el ciclo vital de ciertos virus y, de vez en cuando,
en los organismos superiores.
Parece probable que esta última innovación genética acon-
teciera en el momento de la evolución en que aparecieron los
eucariotas, hace quizá de 1.200 a 1.400 millones de años. Si
fue así, entonces quedaría resuelto otro rompecabezas evolu-
tivo. Hemos observado que los eucariotas tienen fragmentado
el ADN codificador de la mayoría de los genes: una serie de
bases portadoras de información para un segmento de una pro-
teína da paso a una «cuña comercial» o intrón, reaparece des-
pués la secuencia codificadora, más adelante se pierde de
nuevo, y así sucesivamente. Pueden darse muchas interrupcio-
nes de este tipo antes de llegar al final del mensaje genético.

— 324 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Los procariotas, en cambio, no presentan por lo general estas


interrupciones extrañas en sus genes. Los científicos que creen
que el ADN ha existido desde los primeros momentos de la
vida no saben explicar por qué se insertaron intrones en los
mensajes continuos de los procariotas cuando éstos evolucio-
naron a eucariotas. El dilema desaparece si aceptamos que la
selección de estas dos formas distintas de organización del
ADN tuvo lugar al poco tiempo de aparecer por vez primera
esta molécula, y que la elección fue uno de los pasos críticos
que llevó a los eucariotas y los procariotas por caminos sepa-
rados. Así fue como, después de eones de innovación y cambio,
nuestro sistema bioquímico alcanzó su forma final.

3. EL DOGMA CENTRAL

Ya hemos especulado bastante, de momento. Es hora de


que vuelva Escéptico. Al punto empieza a preguntar sobre la
contradicción entre nuestro esquema y el llamado dogma cen-
tral de la genética molecular, ¿Habría que descartar tan reve-
renciada teoría así, a la ligera?
La sola audición de estas inquietantes palabras bastaría para
intimidar a cualquier especulador casual que se atreviera a po-
nerlos en duda. Mi diccionario define «dogma» como «doc-
trina, creencia o conjunto de doctrinas teológicas que cuentan
con una adhesión total». Así pues, es de suponer que, en su
acepción científica, este término denote una teoría con el más
formidable de los respaldos. Muchos textos de biología produ-
cen esa impresión; por ejemplo, en la introducción de Richard
Leakey a una versión ilustrada de El origen de las especies se
afirma: «La información genética fluye en una única dirección:
del ADN hacia afuera. Tal afirmación recibe el nombre de
dogma central de la genética molecular. Se ha elaborado a par-
tir de una vasta colección de datos experimentales y no parece
probable que pueda ser desafiado nunca seriamente.» El propio
dogma fue enunciado en 1958 por Francis Crick, y éstas fueron
sus palabras textuales: «La transferencia de información de
ácido nucleico a ácido nucleico o de ácido nucleico a proteína

— 325 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

es posible, pero la transferencia de información de proteína a


proteína o de proteína a ácido nucleico es improbable.»
Por lo tanto, el flujo de información del ARN y ADN apun-
tado anteriormente no está en modo alguno prohibido, pero la
otra transferencia que hemos considerado sí parece estar ex-
cluida. Pero ¿cómo llegó Crick a esa conclusión? En un ar-
tículo posterior señalaba que era simplemente una hipótesis ne-
gativa, pues no se había descubierto el más mínimo rastro de
un mecanismo de transferencia de información de proteínas a
ácidos nucleicos en los organismos actuales. Pero esto no sig-
nifica que tal mecanismo no pudiera haber existido en el pa-
sado. Crick dejaba bien claro en ese artículo que el dogma
«sólo iba destinado a los organismos actuales y no a aconteci-
mientos de un pasado remoto, como el origen de la vida o el
origen del código genético».
Para hacerme una composición de lugar de las circunstan-
cias que le llevaron a formular su teoría y a ponerle un nombre
tan imponente, decidí entrevistarme con el propio Crick. El en-
cuentro ocurrió a última hora de una tarde de mayo en la que
él asistió a una conferencia sobre el sistema nervioso en Cold
Spring Harbor, Nueva York, no lejos de mi casa, y Crick estuvo
encantado de recordar el pasado del «dogma».
Crick es un hombre que llama la atención, alto, de cabellos
grises, sosegado, acogedor y, por encima de todo, divertido.
Recordó que, después de haber publicado la teoría, un amigo
le comentó que un dogma es algo que no se puede poner en
duda. «No sabía qué significaba eso», me dijo Crick. «Creí que
significaba hipótesis, algo arbitrario que se afirma sin ninguna
razón especialmente buena. De haberlo sabido, lo hubiera lla-
mado “hipótesis central”, y así no se habría armado todo este
alboroto.»
Mira por dónde, el supuesto dogma resultó ser simplemente
una idea para organizar el trabajo, con un nombre engañoso.
En cuanto al origen de la vida, Crick reconoció que la hipótesis
de «los ácidos nucleicos primero» planteaba algunas dificulta-

— 326 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

des, y que quizá fuera oportuno reconsiderar la posible prima-


cía de las proteínas. Se prestó a considerar de nuevo la idea,
quizá con Leslie Orgel.
Tras esta conversación con Crick, no pude resistirme a
comprobar la reacción de Leslie Orgel al especulativo esquema
basado en las proteínas que he perfilado antes. Éste me escuchó
pacientemente mientras desayunábamos juntos, unas semanas
después. Cuando terminé de hablar, me espetó: «Los enzimas
pueden hacer cualquier cosa.»
Esa misma frase la había oído por vez primera en los años
cincuenta cuando era estudiante. El curso anterior habíamos es-
tudiado, en la asignatura de química orgánica, que unas reac-
ciones químicas funcionan y otras no, según un esquema em-
pírico descubierto por los químicos al precio de muchos y muy
duros trabajos. Pero al estudiar bioquímica vimos que en los
sistemas vivos se daban las reacciones más inverosímiles. Úni-
camente se necesitaba escribir el nombre de un enzima sobre
la reacción química para dar validez al proceso, y los por en-
tonces misteriosos poderes de éstos se ocupaban de los detalles.
Orgel había querido darme a entender con su frase que, en
principio, los enzimas podían realizar, sin duda alguna, el pro-
ceso de autorréplica que yo le había descrito. Sin embargo, eso
no probaba que tal sistema hubiera existido jamás y fuera un
factor en el desarrollo de la vida. Comentó: «Hacer modelos es
muy fácil, pero yo no me siento muy predispuesto a efectuar
especulaciones que no lleven a buenos experimentos.»
Por supuesto, ésa es la cuestión. No bastan las conjeturas;
éstas han de tener cierta capacidad de predicción y conducir a
experimentos cruciales. Pero ¿cómo empezar a demostrar la
existencia o inexistencia de un sistema de estas características?
Una línea de aproximación sería construir un sistema de
este tipo en el laboratorio, pero la tecnología actual no está para
semejante desafío. Aún no sabemos lo suficiente sobre los en-
zimas como para diseñar siquiera uno que realice una función
nueva de una manera eficaz, así que sería mucho más difícil
construir un sistema de enzimas que interaccionaran y hacerlo
funcionar.

— 327 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Esta proeza será posible seguramente algún día, pero su


consecución no probaría que dicho sistema, por más eficiente
que fuera en su funcionamiento, hubiera desempeñado, nece-
sariamente, un papel en el desarrollo de la vida en la Tierra.
Las mayores posibilidades de zanjar esta cuestión histórica nos
vienen del examen de los sistemas vivos que operan hoy día.
Tenemos la suerte de vivir en una época en la que se están rea-
lizando progresos extraordinarios en lo que atañe a este funcio-
namiento, y es de prever que la intensa investigación de la base
molecular de la vida continúe y se amplíe enormemente en el
futuro. De esta investigación aprenderemos muchas cosas so-
bre la historia de la vida en nuestro planeta.
En los años setenta, por ejemplo, se desarrollaron técnicas
muy perfeccionadas para determinar la secuencia de bases en
un segmento de ADN. Mientras que los investigadores de 1970
luchaban por determinar secuencias de 20 bases, doce años
después se conocía ya por ejemplo la disposición de las 48.502
bases del ADN de un bacteriófago llamado lambda, y podemos
augurar que dentro de otra docena de años se habrá descifrado
la mayor parte —si no la totalidad— de la secuencia de los 4
millones de bases del filamento cromosómico de la bacteria E.
coli, y también se conocerán muchas secuencias importantes
de organismos superiores, incluido el ser humano.
En la actualidad se han comparado detalladamente las se-
cuencias de los aminoácidos de diversas proteínas y de las ba-
ses del ARN de distintos organismos, lo que ha servido para
definir grados de parentesco y construir árboles genealógicos
evolutivos. En las secuencias del ADN hay mucha más infor-
mación de este tipo, de modo que con el tiempo tendremos una
imagen clara del orden en que se diferenciaron grupos funda-
mentales como las arqueobacterias, las bacterias corrientes y
los eucariotas.
El significado último de la información presente en las se-
cuencias del ADN no se nos hará patente de inmediato, pero a
la larga cederá frente a la paciente investigación. Conoceremos
la dotación genética completa de algunas bacterias, la compo-

— 328 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

sición de cada proteína, de cada ARN y de cuantas otras molé-


culas puedan fabricar, y cómo esas moléculas se estructuran en
tres dimensiones.
Nuestro conocimiento de cómo funciona un organismo
puede permitimos inferir detalles de su desarrollo evolutivo.
Así, por ejemplo, he especulado antes con la posibilidad de que
el actual ribo- soma bacteriano se hubiera originado a partir de
una versión primitiva que habría funcionado con un sistema
hereditario basado en proteínas, y quizá puedan detectarse hue-
llas de la estructura primitiva en la actual, del mismo modo que
se pueden identificar los elementos más antiguos de una cate-
dral a partir de un estudio de la estructura presente. Análoga-
mente, los enzimas «traductores» que hemos considerado pue-
den presentar vestigios de una capacidad anterior para recono-
cer aminoácidos en las proteínas. También se pueden descubrir
testimonios del pasado en las propias secuencias del ADN. Por
lo visto, el ADN de los eucariotas es portador de diversos «ge-
nes muertos», es decir, secuencias de bases que parecen genes
funcionales que han sufrido algún cambio adverso por muta-
ción. Si bien ya no sirven para producir proteínas, tales secuen-
cias son arrastradas con la herencia del organismo como si lo
fueran, y sirven de testimonio de antiguos accidentes. La bús-
queda de todas estas reliquias puede considerarse como una es-
pecie de «arqueología molecular».
Mucho más espectacular y útil sería el descubrimiento de
reliquias vivas, es decir, de supervivientes del sistema genético
original basado en las proteínas que viviesen y funcionasen en
nuestro planeta actual. Los microbiólogos niegan a menudo la
posibilidad de un descubrimiento de este tipo, alegando que
esas criaturas, de existir, ya estarían descubiertas. Pero el reino
microbiano de la Tierra sólo ha sido parcialmente explorado.
Los microbiólogos suelen emplear una y otra vez el mismo
conjunto de medios de cultivo, porque éstos permiten que las
cepas especialmente interesantes se multipliquen con facilidad.
Sin embargo, los organismos verdaderamente exóticos a lo me-
jor no crecen bien en los medios de costumbre y escapan a la
detección, aunque se den en los ambientes más normales. Otros

— 329 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

pueden no tener una distribución tan común y estar escondidos


en nichos raros de nuestro planeta, donde su presencia no ha
sido siquiera sospechada.
Los valles de la Antártida, por ejemplo, fríos, secos, barri-
dos por el viento, otrora fueron tenidos por absolutamente va-
cíos de vida. Pero, si bien la superficie expuesta a la intemperie
de estas regiones sí que realmente estaba desprovista de vida,
se descubrió todo un ecosistema en miniatura de bacterias y
algas bastante convencionales instaladas cómodamente en cier-
tas rocas porosas.
Los hábitats fuera de lo corriente también podrían albergar
organismos atípicos. Un proyecto de cinco años patrocinado
por el gobierno de Japón e iniciado en 1984 tiene por objeto
examinar ambientes estrafalarios en busca de «supermicro-
bios» con propiedades nuevas y quizás útiles. La revista Nature
comentaba: «Hay multitud de razones para creer que existen
grandes cantidades de organismos que- viven en medios extre-
mos y aguardan todavía a ser descubiertos.» Veamos algunos
descubrimientos recientes que justifican esta suposición.
Las bacterias metanógenas, como hemos visto (pág. 101),
son microbios que obtienen energía mediante combinación de
materia orgánica con hidrógeno en vez de con oxígeno. Viven
en hábitats como el cieno del fondo de la bahía de San Fran-
cisco. Hace veinte años, antes de su descubrimiento, un espe-
culativo libro de ciencia concebía la existencia de esos seres,
pero los situaba en un planeta lejano, perdido en la galaxia.
Recientemente hemos tenido otras sorpresas. Los biólogos
han estado creyendo durante mucho tiempo que los seres vivos
no podían sobrevivir si se les mantenía a temperaturas por en-
cima de 100°C. Sin embargo, como señalábamos antes, se han
identificado organismos en las chimeneas termales del fondo
del mar que crecen a temperaturas superiores a los 250°C. Los
datos han sido puestos en duda y se ha levantado la polémica
acerca de la realidad de estos seres; pero, si existen, deben de
emplear mecanismos muy singulares para mantener la estabili-
dad de sus componentes bioquímicos fundamentales. Sea cual

— 330 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

fuere el resultado, no vayamos diciendo por ahí que conocemos


todo lo que puede estar vivo en la Tierra.
En algún lugar del planeta, quizás en enclaves desprovistos
de fosfato, a lo mejor se encuentran todavía supervivientes de
la era de la vida proteínica, a la espera sólo de exploración y
medios de cultivo adecuados para su detección. Joshua Leder-
berg ha sugerido que estos organismos han de ser cultivados en
presencia de fósforo radiactivo. Los seres convencionales in-
corporarían el fósforo en los ácidos nucleicos y perecerían al
desintegrarse éste, mientras que los basados en proteínas se sal-
varían.
De hecho, es posible que las primeras formas de vida pro-
teínica ya hayan sido descubiertas. Los científicos han inten-
tado durante décadas purificar una partícula de tamaño único
responsable de una enfermedad infecciosa llamada «prurito
lumbar», que provoca lesiones cerebrales y la muerte en cabras
y ovejas. El desarrollo de la enfermedad requiere años, y por
esta razón el aislamiento y la identificación de dicha partícula
ha progresado lentamente.
El agente infeccioso del prurito lumbar parece hecho sólo
de proteína, sin ácido nucleico. Sin embargo, existen diferentes
cepas del mismo, y, al parecer, posee un gen capaz de sufrir
mutaciones. Así pues, ¿cómo transmite su herencia?
Quizás haya un ácido nucleico astutamente oculto en el in-
terior de esta partícula infecciosa. Y, si no fuera así, quedan
todavía algunas otras hipótesis «conservadoras» para explicar
su acción. Pero una de las alternativas es que tenga un genoma
de proteínas que codifique proteínas o incorpore información
al ácido nucleico de la célula hospedadora mediante un meca-
nismo que viole el «dogma central». Un descubrimiento de este
tipo sería revolucionario, pues no sólo confirmaría la posibili-
dad de un sistema hereditario basado en proteínas, sino que de-
mostraría que las células normales conservan la capacidad de
interaccionar con un sistema de este tipo.
Un descubrimiento de tal magnitud exige muchísimas com-
probaciones, de modo que, de momento, no hay necesidad de

— 331 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

pasar a conclusiones definitivas. Pero si se confirmara este des-


cubrimiento de vida actual basada en proteínas se respaldaría
fuertemente la idea de que, en el curso de la evolución, un sis-
tema de esta índole precedió al basado en los ácidos nucleicos.
Supongamos por un instante que la hipótesis es cierta. ¿Ha-
bríamos dado cumplida respuesta a la cuestión del origen de la
vida? Por desgracia, no. La resolución de la paradoja del huevo
o la gallina proporcionaría un esquema general del desarrollo
de la vida que nos remontaría a los primeros tiempos de este
planeta, pero no a los orígenes mismos. Le habríamos devuelto
a la cuestión del origen de la vida la forma que adoptó origi-
nalmente cuando Darwin y Troland proponían que ésta co-
menzó con la aparición del primer enzima o proteína funcional,
nada más. No sabríamos qué precedió a ese replicador proteico.
Claro está que el esquema especulativo de este capítulo
hace desaparecer varios quebraderos de cabeza. No hay nece-
sidad de pensar en cómo se fabricaron los nucleótidos en una
sopa prebiótica, pues el desarrollo del código genético y la re-
lación de los ácidos nucleicos con las proteínas quedan pos-
puestos a una etapa más tardía de la evolución. Como en los
experimentos Miller-Urey se producen aminoácidos, tenemos
muchísimas menos dificultades a la hora de considerar la dis-
ponibilidad de elementos de construcción para el primer repli-
cador. No obstante, subsiste una cuestión que quema: ¿Cómo
se unieron las primeras subunidades para formar el primer sis-
tema autorreproductor?
Una vez más, el tan a menudo denostado concepto de la
generación espontánea reaparece para solventar el problema. Y
una vez más, no lo conseguirá.
Imaginemos la variante más sencilla del sistema descrito en
este capítulo. Necesitamos una colección de pequeños enzi-
mas, que quizá podríamos obtener con sólo cuatro tipos distin-
tos de aminoácidos. Unos enzimas tendrían que controlar la in-
corporación de los aminoácidos a la proteína en construcción,
otros podrían servir como bastidor para la síntesis de proteínas,
otros ayudarían a fabricar aminoácidos y otros servirían para

— 332 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

obtener energía. Posiblemente se necesitaría un conjunto de


por lo menos diez enzimas distintos.
¿Cuán complicados habrían de ser tales enzimas? Cuesta
imaginar cómo se podrían obtener la especificidad y la veloci-
dad de reacción imprescindibles con menos de unos 25 ami-
noácidos por enzima. Por consiguiente, precisaríamos 250 ami-
noácidos para la construcción de nuestro sistema autorrepro-
ductor. Si tuviéramos que esperar que se construyera este con-
junto por azar a partir de una mezcla que contuviera sólo las
cuatro clases de aminoácidos supuestas, la probabilidad de
conseguirlo en un solo ensayo sería de 1 en 10150. Por supuesto,
diversas condiciones favorables podrían facilitar la aparición
de un replicador viable, pero, por otro lado, ninguna mezcla
con posibilidades de existir en la Tierra primitiva contendría
sólo las subunidades deseadas. Allí habría aminoácidos D y L,
aminoácidos abiológicos y otras muchas sustancias que no se-
rían aminoácidos, pero que, sin embargo, podrían colarse en
una cadena proteica y enmarañarla. Sea cual sea el cálculo, la
probabilidad en contra de la generación espontánea de un re-
plicador proteínico, aunque mucho más favorable que la que
tiene en contra el replicador de ácido nucleico, todavía está
muy por encima del número de ensayos realizable en la Tierra
primitiva.
En un capítulo anterior considerábamos otra alternativa.
Sidney Fox y otros sostienen que los aminoácidos no se com-
binan al azar, sino según ciertas leyes inherentes a su estruc-
tura. La mayoría de los químicos convendrán en ello, aunque
no en la suposición de que esas leyes favorecerían la rápida
formación de un sistema autorreproductor capaz de evolucio-
nar. Una circunstancia milagrosa como ésta tiene que ser de-
mostrada con experimentos rigurosos, no basta con procla-
marla.
Los esfuerzos realizados en este capítulo por razonar retros-
pectivamente sobre el origen de la vida desde los conocimien-
tos de la bioquímica moderna, si bien han generado algunas

— 333 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

especulaciones estimulantes no nos han proporcionado infor-


mación sobre la historia del origen mismo. Que esto no es nin-
guna sorpresa lo entenderemos mejor con una analogía.
Supóngase que deseamos hacemos una idea de las aventu-
ras y dificultades de los primeros habitantes humanos de Nor-
teamérica —es decir, no de los colonos europeos, sino de las
primeras tribus nómadas que llegaron en tiempos prehistóri-
cos—. De poco nos serviría un estudio intensivo de la consti-
tución de Estados Unidos, ni siquiera de los estatutos de las
colonias que precedieron la unión federal. Una aproximación
más acertada sería animar a voluntarios a establecerse en zonas
deshabitadas equivalentes, sin el auxilio de los útiles moder-
nos; mediante este procedimiento nos haríamos una idea de los
obstáculos naturales para la supervivencia y los problemas que
se plantean al organizar una pequeña comunidad.
Lo más probable es que no subsistan vestigios históricos de
las primeras etapas químicas del origen de la vida en la Tierra.
Sin embargo, mediante simulación en el laboratorio podemos
explorar los principios generales de la autoorganización quí-
mica. Una vez los tengamos entendidos, podremos saber qué
variantes del proceso es más probable que tomaran la dirección
de nuestra particular bioquímica. Sidney Fox ha calificado este
enfoque de «construccionista». El enfoque alternativo, es decir,
el estudio de los organismos existentes, lo califica de «reduc-
cionista». Para Fox, intentar aprehender los orígenes por la vía
reduccionista es como intentar averiguar cómo se hace un pas-
tel deshaciendo uno.
Por supuesto, muchos científicos comparten esta filosofía,
y en las investigaciones sobre el origen de la vida no han sido
en absoluto escasos los experimentos con sistemas prebióticos.
Pero la inmensa mayoría de tales experimentos han tenido por
objeto conseguir síntesis concretas, y no la búsqueda del «prin-
cipio perdido» que gobernaría la evolución química.
Los creacionistas han sido muy astutos al percatarse de los
defectos de este planteamiento, y han optado por una solución
religiosa del problema. Pero las alternativas científicas distan

— 334 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

mucho de estar agotadas. Con un renovado espíritu de investi-


gación, crítico y libre de prejuicios, todavía podremos desvelar
el misterio de los primeros acontecimientos en el proceso de
organización de la vida. Examinaremos estas alternativas en el
próximo capítulo.

— 335 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

XIII. EL CAMINO HACIA LA RESPUESTA

En algún momento de la historia de este planeta aparecieron


sistemas biológicos capaces de producir descendientes y evo-
lucionar. Los fósiles de organismos unicelulares que existieron
hace 3.500 millones de años dan fe de ese acontecimiento, que
sin embargo pudo haberse producido mucho antes. Los prime-
ros sistemas autorreproductores no tuvieron por qué haber es-
tado organizados en células, sino que pudieron haberse estruc-
turado de maneras más sencillas. Esos seres, aunque menos
complejos que una bacteria moderna, debían de estar mucho
más organizados que las simples mezclas químicas de las que
cabe suponer que surgieron. Ignoramos cómo se salvó tal
abismo de organización, y éste sigue siendo el problema más
crucial por resolver del origen de la vida.
Una tradición presente en la mitología religiosa sostiene
que el abismo nunca fue salvado, que la organización existente
en la vida actual le vino de arriba, no de abajo, merced a un
acto de un ser sobrenatural aún más organizado. Como vimos
antes, el punto de vista diametralmente opuesto, que la vida se
autoorganizó a partir de un caos primigenio, también está re-
presentado en la mitología (esta postura se refleja en el mate-
rialismo dialéctico, que defiende que la continuación de este
proceso ha llevado a sociedades avanzadas de un determinado
tipo). El primer punto de vista mencionado sobre el origen de
la vida no resulta accesible al método científico, pero el se-
gundo sí, y puede ser verificado mediante experimentación.
De hecho, son muchos los experimentos realizados. En ca-
pítulos anteriores los hemos descrito, y también hemos exami-
nado los defectos que los hacen insatisfactorios como respuesta
al problema de la autoorganización. En estos casos, el experi-
mentador tiene un objetivo preconcebido: desea demostrar la
síntesis eficiente de aminoácidos, de un polinucleótido o de

— 336 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

cualquier otra entidad bioquímica importante para la vida ac-


tual, en las condiciones tenidas por plausibles para la Tierra
primitiva. Se seleccionan los ingredientes y las condiciones a
fin de maximizar la probabilidad del producto deseado. Los re-
sultados no relacionados con nuestra bioquímica actual se con-
sideran faltos de interés —por ejemplo, la formación de petró-
leo en el primer experimento Miller-Urey—, y no se profun-
diza en ellos; en vez de eso, se prueba con un conjunto de con-
diciones distinto para conseguir el resultado buscado.
Alcanzado el éxito en un paso determinado, se da por re-
suelta esa parte del problema y se pasa a prestar atención a
otros asuntos. Por ejemplo, para sustentar la teoría del gen des-
nudo se necesita una síntesis prebiótica completa de un ácido
nucleico autorreproductor. En esta línea, los logros consegui-
dos son la síntesis de adenina y la conversión de un ácido nu-
cleico de una sola hebra en otro de dos sin el concurso de enzi-
mas. Toda nueva mejora, aunque no sea esencial, es siempre
bien recibida por los partidarios de esta teoría. Y, sin embargo,
todavía están pendientes de solución la síntesis eficiente de nu-
cleósidos y la ulterior replicación de un ácido nucleico de doble
filamento.
Muchos partidarios de las teorías prebióticas consideran
esas etapas no resueltas simplemente como tareas fastidiosas a
las que no queda más remedio que atender, algo así como los
cuartos desordenados de una casa que está siendo renovada.
Por ejemplo. Allen Schwartz, de la Universidad de Nigmegen
(Holanda), me decía que tenía «casi una especie de fe» en que
los pasos que faltan serán demostrados. Otros denotan incluso
menos paciencia; están dispuestos a aceptar que, con el
tiempo, se hará el trabajo que sea necesario. Bien claro lo ex-
presaba una frase del informe de un grupo asesor de la NASA:
«Muchas personas están convencidas de que la producción efi-
ciente de nucleósidos es algo que se conseguirá más pronto o
más tarde, y que ese tema ya no está realmente en la primera
línea de la investigación.»

— 337 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Por desgracia, este planteamiento no es ciencia, sino más


bien una búsqueda de pruebas en respaldo de una mitología es-
tablecida. Toda aproximación científica al gen desnudo o a
cualquier otra teoría detallada sobre el origen de la vida debe
incorporar un esfuerzo manifiesto de refutación. Deberían
efectuarse experimentos para realizar pasos fundamentales, ta-
les como la síntesis de nucleósidos, y si estos experimentos fra-
casan habría que considerar la teoría como incorrecta. Por su-
puesto, una deducción negativa de esta naturaleza nunca podría
ser plenamente conclusiva, y un contraejemplo de rescate po-
dría salvar la situación en cualquier momento. Por ejemplo, to-
davía se puede descubrir una receta que convierta directamente
compuestos químicos simples en una bacteria, rebatiendo así a
Louis Pasteur y poniendo a flote la generación espontánea;
pero, a falta de este experimento, podemos relegar, al menos
provisionalmente, la generación espontánea {y quizá, cuando
se haya trabajado más también la teoría del gen desnudo) al
cubo de la basura.
En las teorías montadas sobre demostraciones sin esfuerzo
alguno de refutación, el experimentador controla los aconteci-
mientos, como el doctor Midas controlaba al mono Charlie en
la máquina de escribir. No había forma de que Charlie pudiera
mecanografiar ningún otro mensaje. En la mayoría de las si-
mulaciones prebióticas, no hay manera de llegar a ninguna otra
conclusión sobre el origen de la vida.
La investigación química sobre el origen de la vida tiene
ante sí un campo casi inexplorado: los experimentos prebióti-
cos indirectos. Algunos científicos han anticipado diversos as-
pectos de una investigación de este tipo, y han propuesto expe-
rimentos que simulen con precisión la complejidad de un am-
biente de la Tierra primitiva. En 1963, en el segundo congreso
internacional sobre el origen de la vida que tuvo lugar en Flo-
rida, el físico H. H. Pattee hacía la siguiente observación; «A
pesar de todas las inevitables imprecisiones de detalle, una
costa estéril simulada, con olas, mareas, arena, lluvia y luz so-
lar intermitente es un ambiente terrícola primitivo más verídico

— 338 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

que las reacciones perfectamente definidas, aunque supersim-


plificadas, estudiadas hasta la fecha.» Y el químico David Us-
her, de Cornell, ha proyectado una «máquina con noche y día»,
aunque todavía no la ha construido.
La ventaja de esos complejos ingenios no radica sólo en que
simularían un ambiente auténtico, sino en que estarían menos
expuestos a los prejuicios del experimentador. En el caso ideal,
la investigación comenzaría con la introducción de una mezcla
realista y simple de productos químicos en la máquina. Pon-
dríamos el aparato en marcha y lo dejaríamos funcionar inde-
finidamente sin más intromisiones, excepto quizá la extracción
de una pequeña muestra de vez en cuando para su análisis.
¿Qué resultados constituirían un fracaso? La no aparición
de un compuesto químico determinado, por muy importante
que pueda ser para la vida actual, no sería significativa. El ex-
perimento concluiría cuando la entrada de más energía y el
paso del tiempo ya no produjeran cambios perceptibles en la
mezcla química del interior de la máquina. Esto podría ocurrir
prácticamente al comienzo mismo, como en el caso de la ley
del sol que ilumina una chatarrería. También podría suceder
que todo el aparato quedara impregnado de un horrible alqui-
trán insoluble, que ya no evolucionara hacia la formación de
otros productos químicos.
Quizá no debiéramos pensar en una gran máquina con no-
che y día para los primeros experimentos, pues éstos se podrían
llevar a cabo a una escala más pequeña. Lo más importante se-
ría que el científico no se entrometiera hasta que se hubiera lle-
gado a un punto final de equilibrio químico.
Esos primeros experimentos acabarían las más de las veces
en fracasos que pondrían a prueba la paciencia de los investi-
gadores. Pero, quizá un día, cierta mezcla no se convertiría en
alquitrán o no se detendría en él, y se establecerían ciclos de
reacciones químicas que persistirían en el tiempo y lentamente
irían adquiriendo complejidad. Aunque a la postre se amorti-
guaran, habríamos aprendido de la experiencia y podríamos ha-
cer un nuevo intento revisado y corregido.

— 339 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Siguiendo por este camino, quizás obtuviéramos una mez-


cla y unas condiciones adecuadas que desencadenarían un pro-
ceso sin fin. El sistema químico se organizaría poco a poco y
seguiría evolucionando. Al principio, quizá no contendría pro-
ductos químicos importantes para nuestra bioquímica. Estas
sustancias podrían aparecer más adelante, o nunca, pero de
cualquier forma el resultado sería «vital». Mediante el estudio
intensivo de un sistema de estas características, aprenderíamos
cómo se puede organizar la materia, aunque la dirección adop-
tada fuera distinta de la que se tomó en nuestro planeta. Una
vez aprehendido el principio, se podría buscar con una mayor
probabilidad de éxito la variación particular que condujo a
nuestra propia bioquímica.

1. EVOLUCIÓN QUÍMICA EN EL SISTEMA SOLAR

A causa de las limitaciones humanas, experimentos como


el reseñado estarían considerablemente limitados en el espacio
y en el tiempo, y podrían estar sujetos a prejuicios experimen-
tales inconscientes. Sin embargo, existen lugares donde se pue-
den realizar investigaciones sobre evolución química efectuada
a gran escala sin prejuicios y durante miles de millones de años.
Los resultados están ahí; sólo tenemos que recogerlos y anali-
zarlos, y las respuestas pueden ser asombrosas. Por desgracia,
el proceso de recolección será caro, pues esos lugares son los
restantes astros de nuestro Sistema Solar.
Estos astros ofrecen una selección deslumbrante de circuns-
tancias químicas variadas. Las temperaturas pueden ser más tó-
rridas que las de nuestras chimeneas marinas más ardientes, o
más gélidas que las de una ventisca en la Antártida. Podemos
explorar fases sólidas o líquidas, y atmósferas densas, tenues o
inexistentes. ¿Qué deseamos: un ambiente oxidante, neutro o
reductor? Sólo tenemos que elegir.
De momento, la humanidad sólo ha dispuesto de medios
para visitar personalmente otro mundo: la Luna. Era el más a
mano y el menos caro, pero también uno de los menos intere-
santes en cuanto a evolución química, comparable a una visita

— 340 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

a la isla Staten de un residente en Manhattan. La superficie lu-


nar carece de líquidos y de atmósfera, complementos impor-
tantes del proceso evolutivo.
Afortunadamente, nuestras posibilidades no se acaban aquí.
Así como nuestro habitante de Nueva York puede soñar con
Tahití, París o Río de Janeiro, lo mismo hace el investigador
del origen de la vida con Titán, Europa y Marte. Por supuesto,
ninguna de estas listas pretende ser completa. Los mundos que
he mencionado son una muestra de diversos ambientes con po-
sibilidades de evolución química. En el momento en que es-
cribo esto no se han trazado planes definitivos para la explora-
ción detenida de ninguno de ellos por el ser humano, ni siquiera
por naves-robot. Así pues, y a modo de sucedáneo, los visita-
remos con la imaginación.

2. TITÁN

En Titán, la mayor de las lunas de Saturno, el remoto Sol


resplandece mortecinamente a través de una niebla rojo ana-
ranjada, proyectando no más luz de la que una luna llena arroja
sobre la Tierra. La singular incandescencia clarea un enorme
mar, cuyas suaves olas bañan las costas de un continente. A
veces sobrevienen tormentas y caen lluvias sobre sus tierras,
lluvias que alimentan ríos que se abren camino por el suelo y
van a parar al mar. La densa atmósfera está compuesta princi-
palmente de nitrógeno gaseoso.
Estos detalles paisajísticos que acabamos de ofrecer quizá
nos recuerden la Tierra, pero aquí termina todo parecido. La
atmósfera de Titán, más densa que la nuestra, contiene, además
de nitrógeno, algo de argón, un reducido porcentaje de metano
y una parte muy pequeña de hidrógeno. Su carácter reductor
recuerda el de los primeros modelos de la Tierra primitiva.
En esa atmósfera, la luz y las descargas eléctricas interac-
cionan con los diversos gases en lo que es un gigantesco expe-
rimento Miller-Urey. El resultado son las diferentes moléculas
presentes también en las nubes de polvo interestelar, entre ellas

— 341 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

ácido cianhídrico, hidrocarburos y compuestos orgánicos nitro-


genados. La posterior combinación de estas sustancias da lugar
a partículas orgánicas que se separan lentamente de la atmós-
fera. Estas partículas se acumulan sobre el terreno, originando
una capa de suelo —mejor sería decir de hollín— de varios
metros de espesor.
Un frío espantoso reina en el lugar. La temperatura de cual-
quier punto de Titán ronda los −178°C, un valor más próximo
al frío absoluto del espacio exterior que el más gélido invierno
siberiano de la Tierra. Toda el agua de Titán está congelada en
forma de hielo, que constituye la roca firme de los continentes.
Las nubes, la lluvia, los ríos y el mar son de metano y otros
hidrocarburos.
Las moléculas orgánicas formadas en el aire pueden intro-
ducirse libremente en ese mar de hidrocarburos, interaccionar
unas con otras e incluso experimentar cierta evolución quí-
mica. Las reacciones que nos son familiares en la Tierra serían
lentísimas en Titán, a causa de las bajas temperaturas. En cam-
bio, otras sustancias demasiado frágiles para sobrevivir al calor
de la Tierra podrían evolucionar en el glacial mar hidrocarbo-
nado de este astro.
Nuestro mundo, por supuesto, presenta puntos calientes,
chimeneas submarinas y cráteres volcánicos con temperaturas
muy por encima de la media superficial. En Titán bien puede
ocurrir algo semejante, aunque el equivalente allí de una colada
de lava sería una corriente de agua líquida. Durante breves pe-
riodos, en puntos determinados, el agua líquida puede interac-
cionar con las moléculas orgánicas y producir reacciones como
las que son corrientes en el planeta Tierra.
Buena parte del relato anterior es especulación, mía o de
otros, basada en los artículos técnicos publicados por los espe-
cialistas en el tema. Titán es más grande que algunos planetas,
pero su alejamiento y la espesa envoltura nubosa son obstácu-
los para la observación directa desde la Tierra. Casi toda la in-
formación de que disponemos procede del paso del Voyager 1
por sus proximidades en el mes de noviembre de 1980.

— 342 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Las estimaciones de la temperatura de Titán y de la natura-


leza general de su atmósfera parecen bastante fiables. La posi-
bilidad de existencia de un mar de hidrocarburos y de lluvias
de estas sustancias ha sido objeto de debate. Las moléculas des-
critas en mis especulaciones han sido realmente detectadas,
aunque sus ulteriores productos de reacción pueden no ser de
mayor interés para la vida que el asfalto usado para pavimentar
las carreteras. Pero quizás haya surgido en este gélido astro un
principio de evolución química gradual y se haya producido un
sistema organizado, capaz de evolucionar, del tipo que nos in-
teresa investigar. Algunos investigadores del origen de la vida
creen que los productos que cabría esperar de ese proceso se-
rían aminoácidos e ingredientes de los ácidos nucleicos. Yo
creo que Titán no es como la Tierra, y que si se ha dado alguna
evolución química lo más probable es que haya seguido otra
vía.
Por suerte, esta discusión concierne a la ciencia, no a la re-
ligión ni a la mitología. Tenemos en nuestro poder los medios
para conocer cuanto deseemos de este astro, en la actualidad
por observación remota y con el tiempo mediante la visita di-
recta. No tenemos por qué esperar la respuesta hasta el día del
juicio final.

3. EUROPA

Los cuatro satélites mayores de Júpiter —lo, Europa, Gani-


medes y Calixto— fueron descubiertos por Galileo en 1610.
Pero la mayor parte de lo que sabemos de ellos procede del
paso de las naves espaciales de la NASA en los años setenta,
en particular los encuentros con los Voyager I y II en 1979.
Ío, el más cercano a Júpiter, tiene el aspecto de una pizza,
con volcanes activos y características distintas de las de los
otros tres. Los demás tienen la superficie cubierta de hielo, ca-
recen básicamente de atmósfera y presentan densidades que in-
dican que están formados de hielo y rocas. Si hubieran experi-
mentado durante su formación un proceso de diferenciación
(fusión interna, con los constituyentes más pesados localizados

— 343 —
ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

en el centro), como ha ocurrido muy posiblemente en la Tierra,


entonces las rocas constituirían el núcleo, con el hielo a modo
de manto por encima.
La temperatura de esta capa de hielo es la característica de
más interés para nosotros. El hielo superficial, expuesto al es-
pacio, tiene una temperatura de unos −170°C. Pero si cual-
quiera de estas tres lunas de Júpiter tiene una fuente de calor
interno debida a la radiactividad, como tiene la Tierra, parte o
la totalidad de este manto glacial puede estar en estado fundido,
como agua. Existiría un océano interno que podría ser un sitio
adecuado para la evolución química, y quizá para la generación
de un tipo de vida basado en el agua y la química del carbono,
como el nuestro.
En un libro anterior, un colega, el físico Gerald Feinberg, y
yo considerábamos esta posibilidad en la mayor de las lunas de
Júpiter, Ganimedes, si bien en fecha más reciente la atención
se ha centrado en Europa.
Europa es algo más pequeña que nuestra Luna, y su densi-
dad —inferior a la de Ganimedes o Calixto— indica que quizá
un 6% de su masa es agua. Su superficie es distinta de la de las
otras lunas, con innumerables resquebrajaduras terraplenadas
y pocos cráteres de impacto. Como Europa ha experimentado
sin duda el mismo bombardeo meteorítico que otros cuerpos
del Sistema Solar, es de suponer que los cráteres han sido reab-
sorbidos por algún proceso. Estas características han sido in-
terpretadas por científicos de la NASA y de la Universidad de
California en Santa Bárbara como testimonio de la existencia
de un océano interno, oculto debajo de una delgada y un tanto
elástica corteza de hielo. Este océano podría tener más de 100
km de profundidad. Las fuerzas de marea debidas a la interac-
ción de Europa con Júpiter, así como la radiactividad, produci-
rían el calor necesario para mantener el agua en forma líquida.
Se necesitaría una fuente de energía para impulsar la evo-
lución química y sustentar la vida. ¿Cómo encontrar una ade-
cuada en el negro océano de Europa debajo de la gélida cor-
teza? Los científicos de la NASA David Reynolds y Steven

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Squyres sugirieron que las pequeñas resquebrajaduras tempo-


rales del hielo permitirían la entrada de luz solar en el océano
durante períodos de tres o cuatro años. En nuestro libro, Gerald
Feinberg y yo presentábamos una posibilidad alternativa: el
fondo de ese océano podría estar cubierto de chimeneas hidro-
técnicas, como en la Tierra. Si las chimeneas se bastan para
mantener la vida aquí, con independencia del Sol, y son incluso
el lugar favorito de algunos científicos para el origen de la vida,
¿por qué no habrían de desempeñar el mismo papel en Europa?
Puede haber vida bajo el hielo de Europa. Si el océano in-
terno existe, puede llevar allí miles de millones de años, lo su-
ficiente para que se haya producido una evolución considera-
ble. Para averiguar qué ha ocurrido, hemos de echar una ojeada
debajo de esa corteza, lo cual es una empresa cara. Si se man-
tiene el programa actual de lanzamientos, en 1989 una nave de
una misión de la NASA a Júpiter —el proyecto Galileo— ins-
peccionará con más detalle la superficie de los diversos satéli-
tes. Posiblemente se descubrirán más indicios en lo concer-
niente a la existencia de un océano interno. Si dicho océano ha
expulsado cantidades considerables de materia orgánica a la
superficie, ésta también podría ser detectada. Una respuesta
más completa en lo que se refiere a las interioridades de Europa
requerirá ya una sonda que pueda posarse en su superficie, y
con eso nos vamos al siglo XXI.

4. MARTE

Ya hemos tenido oportunidad de inspeccionar de cerca el


planeta Marte. Dos sondas idénticas del proyecto Viking fue-
ron colocadas en sendos puntos de su superficie muy distantes
entre sí, en el mes de julio de 1976. Mediante diferentes prue-
bas, dichas sondas intentaron detectar vida bacteriana similar a
la nuestra. Los resultados fueron ambiguos y confusos: nos per-
miten suponer que en la superficie de Marte hay algo intere-
sante, aunque no sabemos qué es. Una nueva misión —o mi-
siones— nos lo dirá.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

A primera vista, las condiciones en los lugares donde se po-


saron las sondas Viking no parecían muy hospitalarias para un
tipo de vida parecido al nuestro Las cámaras mostraban áridos
desiertos de un tono rojo anaranjado, salpicados de piedras
sueltas. La temperatura variaba de −90°C a −10°C, siempre por
debajo del punto de congelación del agua. No hay agua líquida
en la superficie de Marte, ni en los lugares donde aterrizaron
las sondas ni en ningún otro, aunque existe hielo en los casque-
tes polares, trazas de vapor de agua en la atmósfera y un poco
de la misma combinada con los minerales del suelo. La densi-
dad de la atmósfera marciana es sólo un 1% de la nuestra y
contiene fundamentalmente nitrógeno, con algo de argón y dió-
xido de carbono. Estas desagradables condiciones y el yermo
aspecto de Marte no excluían, sin embargo, la posibilidad de
existencia de vida microbiana. Era tarea de los instrumentos de
análisis químico y de tres experimentos biológicos indepen-
dientes detectarla, si es que existía.
En general, los resultados biológicos fueron alentadores. Se
ensayaron tres reacciones químicas distintas, características del
metabolismo de los microorganismos terrícolas. Cada ensayo
partía de diferentes premisas y estaba convenido de antemano
que una respuesta positiva a cualquiera de los tres sería tenida
por un buen indicador de la presencia de vida. De hecho, un
experimento dio resultados claramente positivos: se desprendía
dióxido de carbono al añadir una disolución de compuestos or-
gánicos al suelo marciano. Los otros dos ensayos biológicos
dieron resultados que no eran ni claramente positivos ni clara-
mente negativos para lo que era la idea inicial de los experi-
mentos. Por ejemplo, se desprendió oxígeno cuando el suelo
marciano fue tratado con agua, un resultado totalmente inespe-
rado.
Por sí solos, los ensayos biológicos habrían hecho pensar
que había vida en las muestras de suelo. Pero los instrumentos
de análisis químico no detectaron la presencia de ningún com-
puesto orgánico. En la Tierra, los organismos del suelo van
acompañados invariablemente de materia orgánica fácilmente
detectable.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Se han propuesto diversas explicaciones para resolver esta


evidente paradoja. Una consiste en suponer que en los ensayos
biológicos la muestra contenía una concentración baja de mi-
crobios, mientras que en los ensayos químicos las muestras no
contenían ninguno. Sin embargo, la mayoría de los científicos
prefieren una explicación conservadora, abiológica, de todos
los resultados. Se han investigado multitud de sistemas quími-
cos inorgánicos que simularan los resultados del Viking, con
éxitos parciales.
Asombrosamente, algunos de los mejores resultados en la
simulación de los experimentos de detección de vida se obtu-
vieron con sistemas a base de minerales arcillosos laminares.
Los intentos de explicar la posible presencia de vida en Marte
nos han llevado a los posibles sistemas responsables del origen
de la vida en la Tierra. Organismos de minerales arcillosos ac-
tivos, del tipo descrito por Cairns-Smith, darían cuenta de to-
dos los resultados del Viking, incluido el experimento del aná-
lisis orgánico. Sería muy irónico que tuviéramos que viajar a
Marte para conocer a nuestros antepasados más remotos.
No se debería negar la posibilidad de vida o de evolución
química en otros lugares de Marte, aunque las muestras de
suelo del Viking estuvieran realmente inanimadas y los resul-
tados se debieran a la más tonta de las reacciones químicas ima-
ginables. La versión terrestre más próxima al medio ambiente
marciano la tenemos en ciertos desiertos antárticos fríos y ári-
dos, barridos por el viento. Ya nos hemos referido a ellos con
anterioridad; allí viven cómodamente algas y bacterias ocultas
justo debajo de la superficie de las rocas. También podría exis-
tir vida en las localidades visitadas por las sondas marcianas,
dentro de las rocas o en un nivel muy profundo del suelo, fuera
del alcance de la cuchara de la sonda. Gilbert Levin, el miem-
bro del proyecto Viking que ideó el experimento biológico de
más éxito, observó en unas rocas televisadas por una sonda
unas manchas verdes que recordaban líquenes, pero no pudo
conseguir que otros miembros del equipo se tomaran interés
por ellas.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Aunque toda la vecindad de las sondas resultara carente de


interés, quedan todavía en Marte lugares muy prometedores.
Por ejemplo, ciertos puntos por debajo del ecuador de Marte
pueden contener agua líquida subsuperficial. El margen del
casquete de hielo polar sería otro lugar interesante. Habría que
examinar una buena extensión del planeta, quizá con un
vehículo a control remoto, antes de poder estar seguros de lo
que puede o no puede existir allí.
Y si de todos modos no encontráramos vida, quizá descu-
briéramos reliquias de una pretérita. La presencia de canales a
modo de cauces de ríos antiquísimos lleva a pensar que Marte,
en una época remota de su historia, tuvo agua en su superficie.
Se ha hablado de viento o hielo como agentes alternativos para
la formación de estos canales, pero la explicación fluvial pa-
rece verosímil. Así pues, la vida pudo haber evolucionado en
Marte durante un período anterior, húmedo y cálido, y desapa-
recer a medida que cambió el clima. De ser así, quizás encon-
tráramos fósiles representativos de este episodio de la historia
marciana.
Marte puede ofrecemos lecciones importantes en lo que se
refiere al origen y la evolución de la vida, y su distribución en
el Universo. Con el proyecto Viking hemos intentado obtener
información dando palos de ciego. Hará falta un esfuerzo pa-
ciente y sostenido, incluso ante la adversidad, para desvelar la
historia completa de Marte. Posiblemente no nos sentiremos
satisfechos mientras no hayamos paseado por los cauces secos
y excavado la superficie del planeta. Aunque los resultados res-
pecto al problema del origen de la vida fueran totalmente ne-
gativos, siempre nos quedaría la satisfacción de haber llevado
a cabo la búsqueda.

5. AVENTURAS PLANETARIAS

Después de un período de verdadero eclipse a principios de


los años ochenta, el programa de investigación planetaria em-
pieza a mostrar síntomas —modestos síntomas— de reanima-

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ción. Un comité asesor de la NASA sobre exploración del Sis-


tema Solar recomendó un programa moderado para lo que resta
de siglo. Se propuso una lista de catorce misiones básicas que
podrían realizarse en el marco de las actuales restricciones pre-
supuestarias. Entre esas catorce, se hizo especial hincapié en
cuatro. Una de ellas interesa particularmente a la investigación
del origen de la vida: se enviaría una sonda-radar a Titán, que
atravesaría su atmósfera en paracaídas, determinando su com-
posición exacta y cartografiando una parte de su superficie.
Una misión con los mismos objetivos —el proyecto Cas-
sini— ha recibido también la máxima prioridad en la Agencia
Espacial Europea. Si los dos organismos cooperasen, se podría
hacer un reconocimiento conjunto del sistema de astros de Sa-
turno, con la exploración de Titán como punto clave. Una fecha
tentativa para dicho macroproyecto sería 1995. El éxito en esta
aventura podría marcar la pauta para las exploraciones espacia-
les más ambiciosas de comienzos del siglo XXI: una explora-
ción extensiva de la superficie de Marte, que culminase en una
expedición tripulada.
A corto plazo, esas exploraciones quizá no nos digan gran
cosa acerca de los principios de la evolución química y el ori-
gen de la vida. Pero el espíritu que las anima, de no ser repri-
mido, nos llevará a la larga —a nosotros o a naves dirigidas por
nosotros— allende nuestro Sistema Solar, a las inmensas vas-
tedades de la galaxia. Allí fuera, a buen seguro que nuestros
descendientes hallarán respuesta a los interrogantes sobre la
vida en el Universo. Mientras tanto, nuestra generación ha de
conformarse con las respuestas parciales que tiene a su alcance.

6. UNA OPINIÓN

Aunque la historia completa de nuestros orígenes está toda-


vía por desvelar, me niego a dejar un vacío. Necesitamos un
modelo para organizar el material que tenemos a mano, locali-
zar las incongruencias y planear nuevas investigaciones. En las
líneas que siguen, intentaré unir los diversos cabos que hemos
recogido y llenar con esbozos los espacios en blanco. Espero

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que mis ideas no sean tomadas por dogma, pues bueno está este
campo de la ciencia para más mitologías.
Yo aceptaría, para empezar, que la vida que conocemos es
un producto de nuestro propio planeta. Como apenas hemos
examinado las posibilidades que tenemos aquí, no hay necesi-
dad de ir a otro lugar. La hipótesis más simple sobre las condi-
ciones en la Tierra antes de que arrancara la vida es que eran
muy parecidas a las que se dan hoy, con la salvedad, claro está,
de que la vida y sus productos, y especialmente el oxígeno del
aire, no existían. Además, no acontecían sucesos de gran im-
probabilidad, sólo procesos predecibles, que se presentarían de
nuevo bajo las mismas circunstancias. En otros ambientes, con
distintas circunstancias, se seguirían otras vías químicas y sur-
girían formas de vida diferentes, o ninguna en absoluto.
Las complejas moléculas y estructuras que observamos en
la vida actual son, posiblemente, el resultado de un largo pro-
ceso de evolución, del mismo modo que los órganos de nuestra
sociedad —los parlamentos, los tribunales, la hacienda pú-
blica— son consecuencia de un largo período de desarrollo so-
cial. Tiene tanto sentido suponer que la vida comenzó con en-
zimas y sistemas de replicación perfectamente constituidos
como imaginar que las tribus primitivas establecieron legisla-
ciones complejas y oficinas de recaudación de impuestos
cuando aprendieron por vez primera a gobernarse. La vida co-
menzó con los compuestos químicos sencillos que tenía a
mano, y luego progresó.
Subsiste el problema de especificar los ingredientes, las cir-
cunstancias y los principios de organización. En el estado pre-
sente de nuestros conocimientos, esta tarea es más una cuestión
de intuición que de lógica. Yo personalmente me sentí pren-
dado de una zona que conocí mientras estaba de vacaciones en
el parque nacional de Yellowstone, en 1983. El lugar tenía el
sugestivo nombre de «Fuente del Bote de Pintura» y era uno de
los muchos enclaves geotérmicos que hay por aquellos parajes.
Mis pasos me llevaron por charcas termales de un profundo
azul oscuro, borboteantes géiseres y fuentes de agua hirviente.
A medida que esas aguas corrían montaña abajo, depositaban

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sobre la roca subyacente brillantes vetas rojas y amarillo ana-


ranjadas de azufre, óxidos de hierro y otros minerales. El sol
hacía centellear este despliegue de color, pero el aire resultaba
menos agradable, cargado como estaba del infame olor de los
gases sulfurosos reducidos.
La zona debe su nombre a la que es su atracción principal:
una vaporosa charca de fango denso, un bote de fango. El vapor
burbujea a través del espeso lodo, compuesto de caolinita, pro-
yectando material al aire y formando ondas en la viscosa su-
perficie. Mientras contemplaba esta bulliciosa, casi sensual
manifestación, pensé para mí: «Éste tiene que ser el lugar; no
es frecuente ver la materia inanimada actuar con tanta anima-
ción.»
Allí hay abundante energía disponible en forma de radia-
ción solar, viento, calor, sustancias químicas y agua en movi-
miento. Hay compuestos químicos reducidos y los minerales
son removidos a la luz del sol. A buen seguro que en la Tierra
primitiva había muchos lugares como éste, y en uno —o en más
de uno— ocurrió algo.
Otros muchos han tenido la misma idea antes que yo, pero
nadie ha sido capaz de deducir las etapas o los principios exac-
tos que intervinieron. En ese lugar insólito hay arcillas en abun-
dancia, y ya nos hemos referido a sus posibilidades. Estamos
hechos de compuestos orgánicos, de modo que tienen que ha-
ber aparecido en algún momento. No lo hicieron como produc-
tos complejos, sino sencillos, de pocos átomos de carbono; de
lo contrario, habría sido prácticamente imposible que se pre-
sentara una tal complejidad química inicial. Todavía no está
claro si las arcillas evolucionaron solas durante un tiempo,
como propone Cairns-Smith, o si la asociación de carbono y
silicatos funcionó desde el comienzo mismo.
La mezcla de estas dos fuentes de diversidad química era
manifiesta en la Fuente del Bote de Pintura. Los colores no los
ponían sólo los minerales. Algas verdes, anaranjadas y pardas
teñían el agua caliente, como también lo hacían bacterias ama-
rillas y rosas. Mi mirada inexperta no conseguía distinguir los
minerales de los microorganismos.

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ROBERT SHAPIRO ORÍGENES

Por supuesto, y como hemos visto en los capítulos anterio-


res, ambas fuentes de diversidad difieren, y mucho. Sin em-
bargo, su proximidad en este lugar sugería una temprana cola-
boración en el origen de la vida. El miembro orgánico de esta
primitiva unión se hizo más complejo y evolucionó, mientras
que el mineral quedó como tal.

7. EL PLACER DE LA CIENCIA

Si todo lo anteriormente supuesto resultara ser correcto, me


llevaría una gran sorpresa. He tratado de exponer en este libro
las cosas más importantes que sabemos sobre el tema, pero,
claro está, no he podido incluir en él los descubrimientos toda-
vía por hacer. La ciencia no es lugar para quienes buscan cer-
tezas, para quienes las verdades que aprendieron en la infancia
les tranquilizan en la edad adulta. Se dan sorpresas que cam-
bian nuestra percepción de la realidad, como por ejemplo el
descubrimiento de la radiactividad o de la función genética del
ADN.
Algunos campos de la ciencia, como la mecánica clásica o
la química orgánica fundamental, parecen razonablemente bien
afirmados. En esas áreas, los descubrimientos trascendentales,
aunque posibles, no son de esperar. En cambio, en el origen de
la vida el resultado más sorprendente de todos sería el que no
hubiera sorpresas futuras.
Sean cuales fueren los acontecimientos que el futuro nos
pueda deparar, el interés por este tema perdurará. ¿Acaso algún
ser humano se conforma con vivir la vida día a día sin pregun-
tarse nada sobre las grandes cuestiones de la ciencia? ¿Cómo
empezó el Universo? ¿Cómo comenzó la vida? ¿Qué clases de
vida existen? ¿Cómo funciona la conciencia? Esta actitud me
sugeriría la de una víctima de amnesia que despertase un día
sin ningún recuerdo del pasado y no sintiese el más mínimo
interés por su vida anterior. Francis Crick ha escrito: «No ma-
nifestar interés por estos temas es ser verdaderamente inculto.»

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Lo cierto es que la humanidad ha sentido curiosidad por la


cuestión de sus orígenes desde tiempos muy antiguos, y la si-
gue sintiendo hoy día. Las salas de conferencias, rara vez con-
curridas, se llenan a tope cuando el tema anunciado es el origen
de la vida. Muchos asisten confiados en que saldrán con la res-
puesta Si sólo acuden con ese fin, están abocados al desen-
canto. Pero si además están interesados por la ciencia, saldrán
satisfechos por haber participado en el espíritu de búsqueda
que nos anima a los especialistas.
Cuando tratamos cada nueva observación o teoría con es-
cepticismo, persistiendo en la duda hasta que ha pasado la
prueba del experimento, y luego la colocamos junto a otras ad-
quisiciones con el mimo del coleccionista que ha conseguido
un objeto valioso después de una larga búsqueda, entonces po-
demos sentir el placer de la ciencia. Es este placer, y no el de
haber obtenido una respuesta, lo que posiblemente ha de ser
nuestra recompensa mientras continuamos la búsqueda del ori-
gen de la vida. Pero seamos prudentes incluso al llegar a esta
conclusión, pues podemos estar más cerca de la respuesta de lo
que creemos.

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