Moral pública y contrarrevolución: Nueva
normatividad socio-gubernativa en Guatemala,
1839–1854
Parte segunda
por Brian F. Connaughton
Abstract. – This is the second part of an article dedicated to the study of the role played
by social justice, “progress” and the law in the consolidation of a conservative order in
Guatemala, between 1839 and 1854. Here the emphasis is placed on the failure of a li-
beral political comeback in 1848–1849, and the return of former president Rafael Carre-
ra in 1849. His second presidency would begin in 1851, after he consolidated his mili-
tary hegemony in the Battle of La Arada. Carrera and army officers were a serious threat
to the conservative order’s sense of law and a constant source of stress. Yet there seemed
to be a greater consensus in questions of social justice and local public works. By 1854
the lifelong presidency granted to Carrera offered him a life of ease and the possibility
of concerning himself with the maintenance of order while leaving much of everyday
politics to the politicians. This paved the way for an enduring legacy, even after the
liberal triumph of 1871.
LA JUSTICIA EN LA COYUNTURA DEL CAOS: 1848–1849
Las irregularidades jurídicas aumentaban al paso que, en el recrudeci-
miento de la guerra de la montaña, el gobierno y sus tropas perdían
nuevamente el control sobre el territorio nacional. El fracaso militar y
las arbitrariedades crecientes propiciaron un conflicto entre las ten-
dencias represivas del gobierno y las que se orientaban a la política de
un orden legal basado en la paz y la justicia. Ante los signos de desgo-
bierno, Rafael Carrera fue obligado a renunciar a la presidencia en
agosto pero, como se verá en seguida, la pérdida de control fue tan ex-
trema en los meses que siguieron a su dimisión que finalmente este
Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas 38
© Böhlau Verlag Köln/Weimar/Wien 2001
110 Brian F. Connaughton
gobierno pretendidamente más liberal no vio otra alternativa que el re-
torno del caudillo para propiciar la paz.
Un comunicado del 12 de mayo de 1847 al Ministerio por Domin-
go Sol expresaba el creciente desconcierto por parte de los hombres de
la ley ante una situación que hacía peligrar sutilezas legales como la
separación de poderes. Así, aunque ya se habían librado órdenes para
que los liberales Pedro Molina y Marciano Vidaurre fueran excarce-
lados, no se cumplieron por supuestas instrucciones de Carrera, que
reclamaba obediencia militar. La Suprema Corte, decía Sol, “necesita
urgentemente” saber si Carrera es Comandante Gral de la República,
“o lo es otra persona. Si tiene el mando del Ejercito o si ha dado las or-
denes de prision como Presidente de la misma.” Se cerraba la comuni-
cación expresando que la Suprema Corte, “deseosa del acierto en los
graves negocios que estan sometidos a su conocimiento, tiene necesi-
dad de los expresados datos.” Es claro que los hombres de leyes insis-
tían en la separación de poderes frente a las pretensiones del presiden-
te y abogaban por la prosecución de una política de convergencia
basada en la ley y la justicia.1
Sólo la renuncia del Presidente podía resolver la tensión y la salida
del Presidente Rafael Carrera el 15 de agosto de 1848 condujo rápida-
mente a la reorganización del gobierno, dentro del ascendiente de las
fuerzas más liberales. Salía Luis Batres Juarros de la Secretaría de
Relaciones Interiores, Gobernación y Negocios Eclesiásticos, y des-
pués del fallido nombramiento de Luis Arrivillaga, asumía el cargo
Manuel Dardón.2 A nivel local, sin embargo, la reorganización evi-
denciaba notables debilidades. Por ejemplo, se nombraba el 8 de sep-
tiembre de 1848 a Francisco Carrillo corregidor de Jalapa, porque el
guerrillero se había sometido al gobierno. En caso de una rendición si-
milar de Agustín Pérez y Serapio Cruz, se pretendía nombrarlos corre-
gidores y comandantes de armas de Jutiapa y Santa Rosa, respectiva-
mente.3
En Chiquimula, no había corregidor desde el pronunciamiento del
31 de julio último en la ciudad del mismo nombre. Aunque fue nom-
brado al puesto Gerónimo Trabanino con fecha de 6 de septiembre de
1848, “atendiendo a las buenas calidades y circunstancias que se en-
1
L28542, Exp. 127.
2
L28543, Exp. 146, 1 fol. y L28543, Exp. 146, 1 fol.
3
L28543, Exp. 140, 1 fol. y L28543, Exp. 171, 4 fols.
Moral pública y contrarrevolución 111
cuentran” en él, Trabanino renunció el mismo 19 de septiembre. Ante
la imposibilidad de hallarle sustituto, el Ministerio comunicó con
fecha de 26 de septiembre que el presidente no aceptaba su renuncia y
exigía “el sacrificio de continuar prestando sus servicios.”4 Desde que
en julio el corregidor saliente José María Mollinedo había escrito al
Ministerio, las noticias habían ido de mal en peor.5 En Chiquimula ni
el cura párroco aparecía en septiembre de 1848, después de haber
desaparecido en junio, seguramente por “las turbulencias políticas”, lo
que representaba un peligro “para mantener las buenas costumbres y
la moralidad de los habitantes.”6
Si el control sobre los corregimientos era difícil antes del deterioro
de la situación para el gobierno, los problemas se agigantaban sobre
todo a partir de la dimisión de Rafael Carrera de la presidencia y su sa-
lida del país. En octubre de 1848 el Ministerio se veía precisado a
nombrar nuevo corregidor de Quetzaltenango, porque el recién nom-
brado Gertrudis Robles, apenas en agosto del mismo año, había parti-
cipado en el pronunciamiento de la municipalidad de esa ciudad a fa-
vor del estado independiente de Los Altos, poniéndose al frente de
fuerzas levantadas para tal propósito, incurriendo en “traición a la con-
fianza”. En su lugar se nombraba a Mariano Paredes, quien aceptaba
el cargo el 14 de octubre.7
Tampoco se consideraba segura la lealtad de los curas al gobierno
central. Al cura de Sololá, José León Marroquín, y a su hermano
Tomás, también ordenado, los mandaba vigilar el gobierno hasta Chi-
maltenango a finales de octubre y principios de noviembre, donde ha-
bía noticia de su estancia. El Ministerio respondía así a acusaciones
sobre su participación en el movimiento separatista de Los Altos.8
En medio de esta franca erosión de su poder, el gobierno pretendió
dar garantías para asegurar las lealtades populares. Debido a las recla-
maciones por perjuicios en la guerra, durante septiembre y octubre de
4
L28543, Exp. 171, fols. 1 a 4.
5
L28543, Exp. 174.
6
L28543, Exp. 175 y L28543, Exp. 178, fol. 1.
7
L28544, Exp. 205. Tanto en 1838 como nuevamente en 1848 los departamentos
de Sololá, Quetzaltenango y Totonicapán – conocidos como Los Altos – participaron en
movimientos separatistas que creaban el Estado de Los Altos con la idea de integrarlo a
la República de Centroamérica, que deseaban resucitar.
8
L28544, Exp. 214, 6 fols., 7 de octubre de 1848. Sobre esta misma problemática
de posible deslealtad de los curas, véase también L28544, Exp. 286, 1 fol.
112 Brian F. Connaughton
1848, el 20 de octubre de 1848 se tomó la decisión de satisfacer los
reclamos aún pendientes de 1838 a 1841 de acuerdo con el Decreto 9
del 7 de junio de 1839. En lo referente a los reclamos más recientes,
declaraba el gobierno que “la Asamblea dictará oportunamente una
medida general qe abrase a todos los individuos que hayan padecido en
sus propiedades durante su presente crisis.”9 Rectificando el 30 de
noviembre una dura medida de expulsión de los parientes del insu-
rrecto Serapio Cruz de la Capital, declarada a mediados del mismo
mes, el gobierno les otorgaba salvoconducto y les pedía presentarse
ante la autoridad.10 El 25 de diciembre el Ministerio informaba al
corregidor de San Marcos sobre el regreso de “algunos emigrados” a
la República, encomendándole manifestarles el decreto de amnistía
“en q se previene se les de toda garantía y seguridad”, y que “cual-
quiera innovación que deseen” no debían buscarla por vía de los he-
chos sino por los medios legales que preveía el decreto “en virtud de
la voluntad de esos pueblos expresa[da = roto] por sus representantes
en la Asamblea.”11
Sin embargo, la buena disposición del gobierno podía entenderse
por debilidad y falta de rumbo. El Ministerio mismo reconocía el 18
de octubre de 1848 que los “medios suaves” no estaban dando los re-
sultados necesarios, y “es llegado el caso de obrar con toda la energía
qe demandan las actuales difíciles circunstancias.” En ese contexto, se
había pretendido reforzar las operaciones militares en Los Altos.12
Pero aún después de esa fecha siguió la política de convencimiento y
lenidad. Un caso en particular es significativo.
Reportaba Jacinto Luna al Ministerio el 20 de diciembre de 1848,
desde el Gobierno Político y Juzgado de 1ª Instancia de San Marcos,
que acababa de transmitir a la población local el decreto de amnistía
general para los implicados en el último intento de formar un estado
separado y libre. Pero “han inferido los emigrados que estaban en So-
conusco, que ha sido emitido a virtud de temores, falta de elementos y
recursos del Smo Gno, según se expresan y proseden.” Personalidades
destacadas del movimiento separatista entraron desde Soconusco a la
Ciudad de San Marcos:
9
L28544, Exp. 217, fols. 1 a 4.
10
L28544, Exp. 223, 8 fols.
11
L28544, Exp. 262, fol. 1.
12
L28544, Exp. 285.
Moral pública y contrarrevolución 113
“y al pasar por la casa de avitacion del que suscrive, gritaban vivan los Altos libres,
muera el Corregidor, muera Luna y muera [es = roto]e tal, sin atender a que la
persona a que ultrajaban no era la de Luna sino al mismo Smo Gno en un su repre-
sentante: por la noche handaban partidas por las calles gritando los mismos vivas y
mueras que por la tarde, agregando mueran los descomulgados el Señor Comte Gral
de estos Distritos Don Juan Abelleira y el Secretario de este Corregimiento Señor
José María Rivas, dirigiéndose a casa del primero a insultar a su familia y rompien-
do a pedradas las ventanas y a la del segundo queriendo insendiarle la casa donde
avita ...”13
El apurado gobernante de San Marcos trasladó los archivos judicial y
político, estableciendo el despacho en la Villa de San Pedro Sacatepé-
quez, donde pensaba hallar más apoyo al gobierno. Pero ante esta si-
tuación de caos el Ministerio insistía el 25 de diciembre de 1848 en
que mostrara el decreto de amnistía a los que violaban el orden, dán-
doles las consiguientes
“garantías y seguridad manifestandoles qe el Gbno espera que sabran corresponder a
sus beneficas miras no alterando el orden, sino solicitando por las vias legales las
reformas o medidas qe crean convenientes; y qe se pasen originales estas notas al
Ilustrisimo Sr. Arzobispo pa que respecto de los eclesiásticos q en ellas se mencio-
nan, se imponga de lo qe (sic) suplicandole encarecidamente se sirba manifestarles
que el Gbno desea la paz y el orden lo mismo q el q no se les moleste, y exortarlos a
que no solo no procuren alterarlo y ensender (sic) la discordia sino injerir ideas
pacíficas y de moderación ...”14
Todavía el 3 de enero de 1849 el Ministerio opinaba “que la generosi-
dad ofrecida a los sublevados ha influído bastante en rebasar su impe-
tuosidad...” o participación por miedo en la insurrección, e insistían en
otorgar indultos y sobreseer causas militares de infidencia.15 Sin em-
bargo el 22 de febrero de 1849 fueron brutalmente asesinados los nue-
vos corregidores, Mariano Rivera Paz y Gregorio Orantes, en camino
a sus destinos públicos en Jutiapa y Jalapa, respectivamente.16 En se-
guida, al nombrar el nuevo corregidor en la vecina Chiquimula, el go-
bierno se vio precisado a autorizarle mayor uso de la fuerza militar.17
13
L28544, Exp. 287, fols. 1 a 2.
14
Ibidem.
15
L28545, Exp. 30, fols. 1 a 6.
16
Ralph Lee Woodward, Jr., Rafael Carrera and the Emergence of the Republic of
Guatemala, 1821–1871 (Athens, Georgia 1993), pp. 217–218; L28545, Exp. 45 y
L28545 Exp. 52.
17
L28545, Exp. 61, 4 fols.
114 Brian F. Connaughton
Otros nombramientos se dificultaban. Doroteo José de Arriola, de-
signado corregidor del Departamento de Escuintla el 28 de febrero de
1849, aceptaba el cargo a cambio de pedir apoyo adicional al gobier-
no por “las circunstancias tristísimas en que desgraciadamente se
encuentra aquel departamento.” El gobierno prometía el 7 de marzo de
1849 aumentar la fuerza armada en Escuintla “si fuere necesario”, pe-
ro insistía en que Arriola “se ponga luego en marcha a tomar poseción
del destino.”18
El gobierno perdía control sobre las comunicaciones internas del te-
rritorio, y con ello dejaba de tener auténtico poder de convocatoria. La
Secretaría de la Asamblea Constituyente que se abría el 20 de abril de
1849 informó al Ministerio el día 21 de abril del “reducido número de
representantes que se ha logrado reunir.” Algunos representantes con-
fesaban abiertamente que los caminos peligrosos eran el motivo.19 La
incertidumbre carcomía la frágil administración del Estado. El juez de
1ª instancia de Sacatepéquez renunciaba a su cargo con fecha de 14 de
abril de 1849. El Ministerio en seguida comunicaba que no aceptaba la
renuncia, que no habría inseguridad permanente, y que el gobierno no
abandonaría “una población rica y numerosa”, poniéndose al efecto
una “guarnición respetable.”20 La desarticulación amenazaba con
llegar al mismo gabinete presidencial, ya que a fines de abril renun-
ciaba el Secretario de Relaciones Exteriores en dos veces sucesivas,
insistiendo en particular que no recibía el apoyo de la Asamblea Con-
stituyente, la que había suspendido sus sesiones hasta el 15 de agosto.
El presidente simplemente no admitía la renuncia.21
Es en este contexto que durante un corto período de seis días en
mayo el ejecutivo pidió licencia para encargarse directamente de las
operaciones del ejército.22 La Administración General de Correos in-
formaba al Ministerio el 18 de junio que los correos a Los Altos y a
Chiquimula e Izabal habían sido asaltados.23 Para fines de junio el go-
bierno enviaba a dos colaboradores de confianza, el Dr. Basilio Zece-
ña y el Lic. Joaquín Durán, a negociar en Quetzaltenango el retorno al
18
L28546, Exp. 75, fols. 1 a 5, 1849.
19
L28546, Exp. 120, fols. 1 a 40.
20
L28546, Exp. 129.
21
L28546, Exp. 134, 5 fols.
22
L28547, Exp. 146, y L28547, Exp. 148, del 5 de mayo al 12 de mayo.
23
L28547, Exp. 230, 37 fols.
Moral pública y contrarrevolución 115
país de Rafael Carrera.24 Ya el 20 de julio, el Ministerio avisaba a sus
corregidores en Sacatepéquez, Chimaltenango y Sololá para que reci-
bieran bien al General Carrera en su camino de Quetzaltenango a la
capital, según su “carácter público.”25
Mientras llegaba Carrera, seguían los problemas. El 2 de agosto
acababa de renunciar el nuevo corregidor en Escuintla, Doroteo José
de Arriola, alegando constantes asaltos y robos en su departamento y
su incapacidad de frenar “tan repetidas desgracias.” Arriola había
presentado su renuncia desde el 23 de julio de 1849, y parece que el
Ministerio finalmente decidió dejarlo ir, ya que el 21 de agosto lo
nombraba juez de 1ª instancia en Chiquimula.26 Pero al reportar el
corregidor Mariano Bladera el 7 de agosto desde Sacatepéquez impor-
tantes desórdenes, el Ministerio contestaba airado que
“[e]s indispensable q Ud redoble su celo para el descubrimiento de los autores de
estos robos y castigo de los q tomando el nombre de montañeses cometen tales
excesos en el centro de poblaciones inmediatas de la autoridad, a fin de evitar q tome
incremento su audacia.”27
Finalmente, para el 14 de agosto de 1849, la solución comenzaba a
ponerse en efecto. Rafael Carrera escribió al Ministerio informando
que había sido avisado de asaltos y robos “por varias partidas” en el
Departamento de Escuintla y que se disponía a atender el problema
“para contener aquellos malvados.”28 Con la activa presencia del
General Carrera el gobierno esperaba poner fin a los problemas del
orden.
¿PAZ Y JUSTICIA? TRAS EL RETORNO DE CARRERA
Mas el gobierno seguía sin encontrar la fórmula precisa para lograr la
pacificación que pusiera fin al ciclo interminable de sublevaciones. El
ascenso relativo de principios de política liberal y de reconciliación,
presentes ya en la primera presidencia de Rafael Carrera, y con pre-
tensión de mayor consolidación después de su dimisión el 15 de agos-
24
L28547, Exp. 164.
25
L28547, Exp. 198.
26
L28547, Exp. 226, fols. 1 a 2 y L28547 Exp. 224, fols. 1 a 2.
27
L28547, Exp. 230, fols. 1 a 37.
28
L28547, Exp. 222.
116 Brian F. Connaughton
to de 1848, no había logrado el propósito de devolver el orden al país
y prepararlo para su consolidación y crecimiento.
Opinaba en desesperación el Comandante de Armas de la Repúbli-
ca el 30 de marzo de 1850 que “el trastorno cunde por todas partes en
concecuencia precisa de que los trastornadores están en todas las cla-
ses de la sociedad donde injustamente hablan de todo, inventan y ha-
cen circular noticias falsas y alarmantes”, aumentando la importancia
de la guerrilla y desdeñando el poder del gobierno. El comandante no-
taba este mal “en la mayor parte de los Departamentos de la Rep.a.”
En los departamentos del occidente del territorio nacional, el coman-
dante había dado instrucciones a los corregidores
“como encargado de la pacificación, para inquirir y castigar sumaria y economi-
cam.te a todo autor de noticias, teniendo por punto de partida que todo desidor será
responsable personalm.te de lo que diga mientras no justifique de quien hubo lo que
dijo. De esta manera sabrán los hombres que divulgando noticias se trastorna el orn.,
que al trastornador se le castiga y que por consig.te no puede hablarse si no de cosas
de que cada cual tenga la conciencia de lo que dice y de lo que será personalm.te res-
ponsable.”29
La inseguridad era grande, lo cual ayuda a explicar la inclinación ha-
cia una política represiva. El gobierno hallaba dificultad en proteger
tanto sus agentes como los instrumentos indispensables de la adminis-
tración pública. El 27 de marzo de 1850, por ejemplo, el fiscal Andreu
pudo concluir que “siendo tan inseguros los archivos municipales de
la Antigua Guatemala” estaba justificada la medida extraordinaria de
que “se depositen en un escribano nombrado por la municipalidad de
la Antigua q luego los entregue bajo un inventario riguroso del q que-
daría un tanto en su archivo.”30
El gran atraso en restablecer la paz y el orden inclinaba al gobierno
hacia principios tradicionalistas más allá de la simple represión. Cabe
señalar que la paz no retornaba por completo, ni siquiera después de la
victoria de las fuerzas armadas gubernamentales en la batalla de la
Arada, el 2 de febrero de 1851. En su alocución del 15 de septiembre
de 1850 Juan José Aycinena había hablado ya de una “horrible epide-
mia moral” que disolvía la estabilidad y proponía la religión como
“cimiento del edificio social”, anteponiendo la “caridad cristiana” a
los arranques y ambiciones individualistas. En su discurso del 15 de
29
L28549, Exp. 45, fols. 1 a 2.
30
L28549, Exp. 41.
Moral pública y contrarrevolución 117
septiembre de 1853 reiteraría que en una “nación trastornada” el cum-
plimiento de la ley de Dios era “el principio de la justicia, la base del
órden social, la verdadera reguladora de los derechos individuales; y
la que prescribiendo el amor fraternal, estrecha los vínculos de la
sociedad.” Encargando la vigilancia de tal cumplimiento al buen go-
bierno, Aycinena enmarcaba el ejercicio de la soberanía misma dentro
de un pacto previo con Dios que unía a los conciudadanos en una her-
mandad cristiana.31
En este contexto el 29 de octubre de 1852 una comisión especial
del Consejo de Estado hizo una propuesta, aprobada pocos días des-
pués, de un regreso a la dependencia de las órdenes religiosas para lo-
grar “el pensamiento único de reparación” que caracterizaba “a todas
las clases de la Sociedad,” para que ésta “pudiera restablecerse a sus
quicios naturales.” Se trataba de que “todas estas corporaciones con-
tribuyan con la influencia de sus medios al logro completo de la mo-
ralización y sociego de la República, lo cual cabe muy esencialmente
en las sagradas instituciones de los ministros de paz y la caridad evan-
gélica.”32
Aquel discurso religioso patriótico de Juan José Aycinena, y esta
vuelta a una dependencia de la política social en las órdenes religiosas,
propuesta por el mismo Aycinena y Raymundo Arroyo, pretendían ser
un auténtico antídoto para los males de la sociedad.33 Hacían un com-
plemento perfecto con el retorno de los jesuitas al país, autorizado el
7 de junio de 1851, y del concordato con el papado fechado el 7 de
octubre de 1852. Se incluían tonos teocráticos en el discurso eclesiás-
tico, no menos que la pretensión de regular el acceso a la lectura no
ortodoxa.34
Los acuerdos tomados por el gobierno en enero de 1852, no obs-
tante, demuestran paralelamente un renovado interés por llevar a cabo
una puntual vigilancia y coordinación de la política nacional, dando
31
David L. Chandler, Juan José Aycinena, Idealista conservador de la Guatemala
del siglo XIX (Guatemala 1988), pp. 134–148 (las citas son de las pp. 135, 138–139,
146–147).
32
L28557, Exp. 144, fols. 1 a 4.
33
Ibidem.
34
Véase Max Leon Moorhead, Rafael Carrera of Guatemala: His Life and Times,
Tesis de doctorado (California 1942), pp. 84–86 y 163. Moorhead menciona un índice de
libros prohibidos que fue emitido el 16 de octubre de 1841, y otro de 1852. Queda sin re-
solver la cuestión de su efectividad y el problema de las actualizaciones de tal índice.
118 Brian F. Connaughton
apoyo moral, si bien no económico, a obras públicas diversas. Es cier-
to que estos acuerdos sugieren una aceptación del regreso al uso del
castigo corporal en los pueblos de indios y una política de reconoci-
miento expreso de las corporaciones ante el gobierno mediante la elec-
ción de representantes. Es de notar, empero, que también insistían en
la “uniformidad en el modo de circular y dar publicación a las leyes”
por parte de los corregidores. Aprobaba el gobierno, asimismo, la dis-
posición de la Asamblea en materia de recusación de jueces.35
Las directrices de la política social del gobierno no cambiaban,
pues, por completo. Tras asumir la presidencia por segunda vez el 6 de
noviembre de 1851, Carrera reactivó la política de pacificación que se
había probado en su anterior presidencia. Emprendió un viaje nuevo a
Quetzaltenango, desde donde informó al gobierno el 29 de marzo de
1852 de la situación. Expresaba Carrera contundentemente que
“[t]anto aquí como en Totonicapán y Sololá, la exigencia mayor de los pueblos con-
siste en sus cuestiones de tierras, de las cuales me he ocupado con el Sor. Auditor;
pero son de tal naturaleza las más de ellas, que no pueden resolberse, sino es después
de un detenido examen y sobre el terreno para fijar en el, los linderos y mejoras y de
este hebitar las continuas desabeniencias en que viven los indios.”36
Urgía el Presidente que se mandara al Consejero Juan José Flores y al
agrimensor que le iba a acompañar para adelantar estas cuestiones. Y
Flores no tardaría mucho, porque el 3 de mayo de 1852 escribió a su
vez al gobierno desde Sololá, asegurando haber resuelto “las más de
las cuestiones de tierras q había en este departamento.”37 Siguiendo de
inmediato a la visita del Presidente a los Altos, por instrucciones del
20 de abril de 1852, se esperaba que al llegar el Consejero de Estado
aprovechara “la impresión que ha dejado la reciente visita del Exmo.
35
L28555, Exp. 22, fols. 1 a 10, particularmente fols. 1, 5, 6, 8v, 9 y 10v. Las pre-
tensiones demostradas en estos acuerdos no eran, desde luego, enteramente nuevas, co-
mo se ha venido observando. Incluso en medio del acoso que sufrió el gobierno durante
el “interludio liberal” de agosto de 1848 a julio de 1849, había emitido una circular con
fecha de 14 de febrero pretendiendo ordenar los nexos del gobierno con los corregido-
res, y asegurar el cumplimiento de estos con ciertos cometidos de fomento, “sin mas no-
vedades que las que notoriamente sean útiles, y eso, poco á poco, é insensiblemente.” Al
regreso de Rafael Carrera a la Ciudad de Guatemala ese año, el gobierno circulaba una
orden el 29 de agosto para que aquellas disposiciones se siguieran cumpliendo. Véase
Pineda de Mont, Recopilación de las leyes de Guatemala (Guatemala 1978), Libro IV,
Título II, pp. 575–576.
36
L28555, Exp. 17, fols 1 a 14.
37
L28555, Exp. 17, fols. 1 a 14.
Moral pública y contrarrevolución 119
Sr. Presidente, de cuyas órdenes y mandatos debe decir Siempre que
procede.” Flores debía ocuparse de la resolución de los problemas más
urgentes de tierras, así como “practicar la visita de juzgados, adminis-
traciones de rentas, y demás para que está autorizado.” Debía observar
“el estado de los negocios políticos y judiciales”, incluyendo los “edi-
ficios, escuelas y cárceles”.38 No lograría cumplir cabalmente, sin em-
bargo, con estos cometidos, porque murió en el mismo mes de mayo
de 1852.39
Mientras tanto, la labor de construcción de cárceles en las cabece-
ras de los departamentos proseguía su azaroso curso, articulándose
con la capacidad de los corregidores para lograr la colaboración de los
pueblos gobernados. Por ejemplo, el 24 de diciembre de 1851 el co-
rregidor de Quetzaltenango, J. Ignacio Irigoyen, pidió que el gobierno
le anticipara fondos, porque los pueblos no querían contribuir el dine-
ro que se necesitaba. Deseaba que aún la hacienda pública contribuye-
ra con una parte del gasto “pues de lo contrario se eternisará esta obra,
y aun quedará incompleta.” Reconocía que los pueblos ponían “los
jornales y materiales, que pueden proporcionar sin repugnancia y per-
juicio” y admitía que quizá esto rebasaba lo que se les exigiera en di-
nero. Pero explicaba que las cárceles de la cabecera recibían presos lo-
cales y “de los demas departamentos de los Altos, y a la vez, de la
Comandancia Gral de los mismos” por lo cual se requería capacidad
para 100 hombres y 25 mujeres. Aunque el Ministerio se mostró ávido
de ayudar al corregidor de diversas maneras para costear la obra, le de-
cía enfático que no podía “en las circunstancias hacerse erogaciones
de la Hacienda pública.”40 Las arcas nacionales no estaban en buenas
condiciones después de tantos años de inestabilidad y guerra intestina.
Otro botón de muestra era que la Asamblea asentó el 22 de noviembre
de 1851 que el gobierno no cubriría las reclamaciones de propietarios
por perjuicios de guerra.41
Un indicio adicional de que el gobierno reemprendía la pacificación
y reorganización del país bajo el consabido signo de la justicia y la mo-
dernización era la exigencia de que los corregidores remitieran las cuen-
tas municipales dentro de sus jurisdicciones, y que dieran razón de las
38
L28555, Exp. 17, fols. 7 a 8.
39
L28555, Exp. 17, fols. 15 a 17.
40
L28555, Exp. 5.
41
L28555, Exp. 12.
120 Brian F. Connaughton
fondas de expendio de licores extranjeros.42 Se pretendía un renovado
esfuerzo de fiscalización para costear las labores de un gobierno ahora
más activo. Se enviaba simultáneamente al Ingeniero Augusto van de
Gehuchte a los departamentos de Los Altos donde debía inspeccionar el
estado de las casas nacionales y las cárceles, y se ocupara de mejoras en
los edificios públicos y los caminos.43 También el Ministerio avisaba a
los corregidores que informaran del número de escuelas en sus jurisdic-
ciones.44 El gobierno tenía bajo escrutinio varias obras públicas impor-
tantes, como escuelas, alumbrado, reformas contra el alcoholismo, y
mantenimiento de hospitales, y debía resolver los problemas fiscales
que esto implicaba, a la vez que firmaba tratados de comercio y amistad
con diversos países prominentes en su economía exterior.45
LA DINÁMICA LOCAL RESISTE ENCAUZARSE
La colaboración a nivel local, sin ser despreciable, no era segura. Mo-
desto Méndez, corregidor del Petén, que días antes había asegurado al
Ministerio que los pueblos de su distrito estaban en paz y tranquilidad,
prestos “a recibir las mejoras que su situación i circunstancias le per-
mitan”, advertía el 16 de febrero que
“No hay impuestos sobre algunos objetos que pudieran sufrirlo por que lastiman al
corazón mas duro los lamentos de los infelices i estas consideraciones Sor. Ministro,
son las raices de la armonia y los cimientos de la paz que se goza. Estrechando con
imprudencia a los que apenas pueden subsistir entra el disgusto el desagrado i des-
confianza que tanto asechan i desean los ambicioso[s] i amigos del desorden.”46
Esta dinámica local, después de que la Batalla de la Arada había otor-
gado un triunfo definitivo en el terreno militar a las fuerzas del go-
42
L28555, Exp. 18, 1852. Este expediente sólo trae el año, sin la fecha precisa.
43
L28555, Exp. 32, Exp. 34, Exp. 37, Exp. 41, Exp. 51, febrero de 1852.
44
L28555, Exp. 50. En su carta de 23 de febrero de 1852, Modesto Méndez, corre-
gidor del Petén, incluso alude a una nota del 1 de diciembre de 1851 de “siete artículos
dispuestos por el Exmo. Sor. Presidente que arreglan la conducta i atribuciones de los
Corregidores i que sin duda alguna obrando de conformidad, las mejoras i el progreso de
los pueblos, serán su inmediata consecuencia.”
45
L28537, Exp. 135, fols. 1–11; L28557, Exp. 148, fols. 1–11; L28557, Exp. 120,
fols. 1–4; L28557, Exp. 151, fols. 1–4; L28557, Exp. 149, fols. 18–19; L28557, Exp.
145, fol. 1; L28557, Exp. 147, fols., 1–17; L28557, Exp. 155, fols. 1–4; L28557, Exp.
154, fols. 4 y 7–8.
46
L28555, Exp. 20 y L28555, Exp. 25.
Moral pública y contrarrevolución 121
bierno, rebasaba lo económico y es de suma importancia. El juez de 1ª
instancia, Felipe Prado, reportó al gobierno desde el departamento de
Sacatepéquez en febrero de 1852 que la justicia local en la mayoría de
pueblos, que eran indígenas, se basaba en sus alcaldes. Estos casi no
tomaban decisiones sin consultar con los principales de los pueblos.
Aunque tales “funcionarios” le sorprendían a Prado por su buena dis-
posición de escucharlo, no dejaba de
“entrever cierta linea que marca una separacion absoluta entre dicha clase y las otras
de que se forma la Republica, diferencia que solamente desaparecerá con el trans-
curso del tiempo y por medio de la ilustracion.”
Hallaba que los pueblos indígenas no llevaban siquiera libros de jui-
cios, tanto por costumbre, como por falta de fondos para pagarlos, y
porque no había quien supiera leer y escribir. Debido a ello, también
“tienen que ocurrir á los estanqueros de aguardiente y chicha, a que les
lean las ordenes superiores que reciben, que se cumplimentan, ó no,
segun parece á los mismos estanqueros.” Cuando había secretario la
situación no mejoraba, porque se coludían con los estanqueros para
proteger la ebriedad, lo cual según el parecer del juez había llevado a
la decadencia de diversos pueblos,
“en los que no se encuentra una sola autoridad que cumplimente las ordenes de cap-
tura de reos, á quienes por un baso de licor los dejan fugár, y esto hace que los deli-
tos se aumenten á la sombra de la impunidad.”
En los pueblos mayores de su jurisdicción Prado hallaba que los la-
dinos también se caracterizaban por falta de “honrades” y por la ebrie-
dad, y sus delitos iban sin castigarse porque las autoridades locales
estaban confabuladas con los delincuentes por motivos de parentesco,
compadrazgo o miedo. Recomendaba que se pusieran comisionados
pagados para establecer una vinculación más idónea con estos pobla-
dos, idea que también fue promovida por el Corregidor de Escuintla.
Los curas locales no suplían la falta de tales comisionados, según Pra-
do, porque los párrocos demostraban un notable “desvío de la autori-
dad”, y ni siquiera se ocupaban de la educación primaria y religiosa
consecuentemente, contribuyendo poco a la moralidad de la sociedad
y la corrección de costumbres.47
47
L28555, Exp. 40, 1852. En cuanto a la opinión del corregidor de Escuintla sobre
el uso de comisionados, véase L28555, Exp. 7, fols. 1 a 3.
122 Brian F. Connaughton
Este mismo juez Felipe Prado había escrito a la Suprema Corte con
fecha 2 de septiembre de 1851 expresando su convicción de que “la
igualdad absoluta en materia penal es del todo imposible”, para luego
pedir el restablecimiento efectivo de la pena de azotes, exentando sólo
a los que pudiesen pagar una multa equivalente. En esta carta, y en
otra de 1 de marzo de 1852, Prado aclaraba que su mayor preocupa-
ción era con el “estado semisalvage de la clase aborigena,” entregada
a la bebida de “licores fermentados”, y en medio de la ausencia real de
un sistema de cárceles a nivel de los pueblos. Era cuestión, afirmaba,
de aceptar “la impunidad de los delincuentes” o reconocer el “apego y
tenacidad que tienen los naturales a sus costumbres y manera de juz-
gar a que estan habituados.” La vuelta al sistema de azotes ya se había
hecho en la práctica, pero Prado opinaba que debía ser totalmente
legal, porque
“las leyes deben ser inviolables; su transgresion de cualquiera manera que se efectue
es un verdadero ataque al orden social especialmente en los gobiernos repúblicanos
como el nuestro en los que la ley y no la voluntad del encargado de ejecutarla, es lo
que debe prevalecer.”48
Debe destacarse que los corregidores, no menos que los hombres de
leyes, eran incapaces de hacer marchar los negocios públicos como lo
deseaba el gobierno nacional. Ante la insistencia de que mandaran las
cuentas municipales de sus jurisdicciones para la revisión de las auto-
ridades nacionales, el corregidor de Sololá respondió el 26 de enero de
1852:
“creo no podrá esto tener efecto; sino por lo que hace á pocos pueblos; pues V.sa sa-
be que este Dpto. en su mayor parte, se compone de poblaciones miserables de solo
aborigenas que no tienen secret.s ó estos son de la misma clase, incapaces por su ig-
norancia de dar ninguna forma a la adm.cion de sus fondos.”49
La adecuada administración de justicia se escapaba del control de los
corregidores, a tal grado que se consideró seriamente la posibilidad de
nombrar “asesores letrados, tenientes de Corregidor.” La Suprema
Corte admitía que “lo más urgente ... [era] esponer espedita en todos
los Departamentos la admon. de justicia,” pero recomendaba que los
corregidores pagaran y nombraran directamente sus propios letrados
dependientes para resolver la situación. A la vez, en lo que pareció re-
48
L28555, Exp. 16, fols. 2 a 5.
49
L28555, Exp. 18, fol. 1.
Moral pública y contrarrevolución 123
clamo, sugirió que la justicia debía encargarse “especial y esclusiva-
mente á hombres inteligentes en el derecho”, urgiendo que se resol-
viera el problema correlativo de provisión de jueces en los departa-
mentos.50
LA PRESIDENCIA VITALICIA
EN EL HORIZONTE DE LA POLÍTICA DE JUSTICIA
Dentro de este panorama de control exiguo, es comprensible que las
políticas de pacificación no dejaran de acompañarse de ciertas arbitra-
riedades. A nivel del ejecutivo, esto quizá se profundizó con la asun-
ción de la presidencia por Rafael Carrera en noviembre de 1851. Un
ejemplo es ilustrativo. Tras la batalla de la Arada en febrero de ese
año, el caudillo debía favores a sus compañeros de armas. Esto lo con-
dujo a violar nuevamente la separación de poderes, trastocando la con-
dena recibida por un militar convicto. Los hombres de leyes se escan-
dalizaron y reaccionaron con gran enojo. J. Antonio Azmitia escribió
al Ministerio con fecha de 14 de julio de 1852, pidiéndole “informe al
Exmo. Sr. Presidente no haber ley que le autorize a conmutar en servi-
cio de las armas, en esta guarnición ni en la de San Felipe, la condena
de presidio de Mariano Monterrosa,” quien había sido extraído de pri-
sión el 12 de mayo de 1852. En carta anterior del 7 de junio Azmitia
había expresado al Ministerio que se recapacitara en “el estrecho de-
ber ... en que se halla ... el ... Gobierno, como la primera autoridad de
la República, de sostener los actos judiciales.” En un lenguaje inusita-
damente fuerte agregaba:
“Si la Corte no obtuviera lo que en cumplimiento del mas importante de sus deberes
solicita ahora, no le quedarían medios en lo sucesivo de llenar debidamente su mi-
sion; y si los Magistrados que la componen llegasen á creer que sus decisiones no te-
nian el resultado que les aseguran las leyes, VS. sabe que su honor y la causa públi-
ca les compelerian á dejar sus destinos.”
La situación no pudo ser resuelta de inmediato, seguramente por la
participación que Monterrosa había tenido en acciones militares como
la aludida batalla de la Arada. Pero la Suprema Corte no cedió, sino
hasta que el gobierno autorizó con fecha del 4 de septiembre el envío
50
L28557, Exp. 124, 26 de julio de 1852, fols. 9 a 10.
124 Brian F. Connaughton
del militar sentenciado al destino penitenciario que le había impuesto
la ley. El presidente no debía estar muy contento con la decisión, por-
que el Ministerio pidió que se considerara la posterior modificación de
la normatividad vigente en cuestiones de esta índole. Pero agregaba
contundente en otra comunicación de la misma fecha:
“... la Corte debe contar con que el Gobierno apoyará siempre la justicia y sostendrá
los actos legales de los Tribunales y su independencia como á ella misma le consta,
pues puede asegurarse que nunca ha sido mas completa desde la Independencia, por
la ninguna injerencia que habran esperimentado en sus actos, situacion que apenas se
habra visto igual en los Gobiernos precedentes, y que parece debería merecer el apre-
cio de las personas ilustradas, que acaso fijando demasiado su atencion en uno que
otro hecho de muy peculiares circunstancias, parece que no ven [el = roto] todo de
una situacion que á todas luces es muy ventajosa, y que por lo mismo mas bien de-
bería ser sostenida y apoyada con todos los esfuerzos por las autoridades y funcio-
narios.”51
El movimiento que ganaría fuerza en 1853 para nombrar a Rafael
Carrera Presidente vitalicio del país debe verse en este contexto.52 El
gobierno no tenía capacidad de mantener un ejército grande, ni tenía
fondos para importantes obras de fomento todavía. Sus nexos de auto-
ridad a nivel departamental eran inseguros. Y por otro lado Carrera era
capaz de arranques imprevistos de autoritarismo que eran contrapro-
ducentes a la política de ganar legitimidad mediante un énfasis en la
ley y la justicia. Darle la Presidencia vitalicia implicaba convertirlo en
guardián del orden, movilizando un ejército pequeño con gran efica-
cia, como lo había hecho desde sus días de guerrillero entre 1837 y
1839. Lo colmaría de honores con la probabilidad de apaciguar sus
arranques, y simultáneamente la acumulación de riqueza agrícola que
se le había facilitado lo impulsaría a disfrutar la buena vida – en me-
dio de sus amantes – que su ascenso político y social le prometía.53
Es consecuente con esto, que el movimiento que lo condujo a la
Presidencia vitalicia fuera dirigido por el Consejo de Estado, el cual
incluía los ministros del gobierno, y por el colaborador indispensable
51
L28557, Exp. 118, especialmente folios 1–2 y 8–12.
52
Enrique del Cid F., Origen, trama y desarrollo del movimiento que proclamó vi-
talicia la presidencia del General Rafael Carrera (Guatemala 1966).
53
Woodward, Rafael Carrera (nota 16), pp. 269–273; MS187DD:A “Cartas de
Rafael Carrera a Chepita Silva”, transcripción de Manuel Cobos Batres; MS187DD:B
“Cartas de Rafael Carrera a Dolores Cruz”, Colección Griffith de la Biblioteca Spencer,
Universidad de Kansas, Lawrence, KS.
Moral pública y contrarrevolución 125
Manuel Pavón.54 Las corporaciones del país fueron debidamente con-
vocadas pero no dieron respuestas uniformes. En sus contestaciones se
pulsa un aire de preocupación. El Claustro de Doctores de la Univer-
sidad opinaba que era “innecesaria la declaratoria de perpetuidad en la
presidencia”, mientras que el Arzobispo, el Cabildo Eclesiástico, la
Sociedad Económica y el Consulado de Comercio mencionaban que
tenía que someterse la medida a la Cámara de Representantes. La
Suprema Corte exigía que se aclarara el modo de sucesión para evitar
“esponer al país a peligrosas consecuencias.” Añadía con incisión que
era preciso “dar al Consejo de Estado una organización conveniente y
adecuada a efecto de que su concurso en los casos graves en que debe
prestarlo al Gobierno, asegure el acierto de sus providencias y resolu-
ciones ...” Exigía que un proyecto que atendiera estas recomendacio-
nes fuera sometida a la Cámara de Representantes.55
En sesión extraordinaria del Consejo de Estado del 23 de septiem-
bre de 1854, una comisión nombrada especialmente al efecto conclu-
yó, después de revisar las respuestas de las corporaciones, que “el
Consejo de Estado no está en el caso de dictar resolución alguna; así
porque el asunto parece superior a sus atribuciones, como porque no
satisfaría cualquier resolución que diese, a causa de la magnitud mis-
ma del negocio.” Se prefirió por ello convocar a una gran junta, en
donde las voces individuales y diferenciadas fueron opacadas por la
euforia presidencialista.56
En la Asamblea Constituyente de enero de 1855 se realizaron de-
bidamente los cambios constitucionales que el gobierno preparó en
noviembre de 1854, oyéndose sólo unas pocas voces disidentes. Según
las reformas, el Consejo de Estado – incluido el gabinete – correría
con toda responsabilidad por los actos del gobierno, quedando el Pre-
sidente enteramente liberado al respecto. El Presidente podía dictar
iniciativas de ley, así como suspender o aplazar las sesiones de la
Cámara de Representantes, o convocar a nuevas elecciones con la san-
ción del Consejo de Estado; y nombraría los magistrados y jueces des-
pués de la expiración de los nombramientos en vigor. Asimismo, los
consejeros de Estado y representantes serían nombrados por siete
54
Del Cid, Origen (nota 52), pp. 49–52; Woodward, Rafael Carrera (nota 16), p.
268.
55
Del Cid, Origen (nota 52), pp. 61–69.
56
Ibidem, pp. 67–87.
126 Brian F. Connaughton
años, en vez de cuatro. Opinaba José María Palomo y Montúfar, co-
rregidor de Sacatepéquez, que lo que había ocurrido era “innecesario,
estemporaneo y ridículo”, pero respondía al miedo que había de per-
der control sobre la Cámara de Representantes.57
Quizá a la luz del poco control sobre las poblaciones y los funcio-
narios eclesiásticos y civiles que demuestran los papeles del Ministe-
rio de Gobernación, Justicia y Negocios Eclesiásticos, así como las
tensiones entre el Ministerio y la Suprema Corte, esta era una pérdida
que el gobierno no podía consentir. Pero no fue una tiranía la que se
impuso, ni se abandonó la política de pacificación por vía de justicia,
porque había quedado claro a todos que la “opinión”, como lo dijera
Palomo y Montúfar, era el eje de una política de gobernabilidad. Por
la transacción que se daba notablemente a favor del Consejo de Esta-
do, Max Moorhead propuso que se viera al nuevo presidente más co-
mo un “protector que un dictador,” y señaló que
“Después de que su autoridad fue completamente establecida, Carrera de hecho
exhibió considerablemente más moderación, si bien su país quedó en un estado de
temor continuo.”58
Como ha declarado un acucioso historiador del período:
“... fué el propio Carrera quien circunscribió sus funciones a la defensa del Estado y
a la conservación del orden público. ‘Mañana me voy para el Corregimiento de X –
solía decir a Don Luis Batres (ministro principal y miembro del Consejo) – estaré au-
sente varias semanas; si necesita la espada me manda avisar.’ En Junio de 1863, du-
rante la última guerra con El Salvador, escribía ...: ‘deseara que viniera con prontitud
alguna persona que dirigiera la política, pues ya creo que la cuestión no es de bala-
zos. Yo soy lego en ésto.’”59
Mientras Carrera se ocupaba de la estabilidad interna y externa del
país, el Ministerio seguiría tratando de implementar los principios le-
gales y gubernamentales que se asentaron en 1839.60 Bajo la batuta del
Consejo de Estado, la conducta del Ministerio y la Suprema Corte
seguiría adelante, aunque transigiendo con los ritmos del cambio, por
57
Ibidem, pp. 97–98; Moorhead, Rafael Carrera (nota 34), pp. 88–95; Woodward,
Rafael Carrera (nota 16), p. 280.
58
Moorhead, Rafael Carrera (nota 34), pp. 88–95.
59
Manuel Cobos Batres, Carrera (Guatemala 1935), p. 123.
60
Sobre política exterior, véase Ralph Lee Woodward, Jr., “La política centroameri-
cana de Rafael Carrera, 1840–1865”: Anuario de Estudios Centroamericanos 9 (San Jo-
sé, Costa Rica 1983), pp. 55–68.
Moral pública y contrarrevolución 127
la reiterada inflexibilidad de los pueblos y la continuada necesidad de
ganarle legitimidad a la insurgencia. A los problemas a vencer que ya
se han mencionado, sin embargo, pronto se añadiría la inestabilidad
internacional en el precio de la grana-cochinilla, exportación principal
de la economía.
CONCLUSIONES
El gobierno que surgió de la rebelión popular y la caída del Presiden-
te Mariano Gálvez en 1838 entendió que la administración de justicia
era medular en cualquier esfuerzo por gobernar, resucitar el Estado y
modernizar el país. Incluso puede decirse que caracterizaba la clase
política de Guatemala una preocupación generalizada por la ley y la
justicia que se reflejaba en la legislación de 1839, los debates jurídicos
no menos que las labores constituyentes en los años cuarenta, y la re-
copilación legal comenzada por Alejandro Marure a partir de 1847.
Esto guardaba estrecha relación con otro fenómeno. Como la revo-
lución había evidenciado la virtual disolución de los nexos de con-
vivencia política más allá de la localidad, y los repetidos brotes de
insurrección reafirmaban esta terrible realidad, el gobierno encaraba la
renegociación de las modalidades de integración de los pueblos al
Estado y luego República de Guatemala. El concepto de una justicia
normada legalmente por el gobierno – aunque sujeta a mediatizacio-
nes por dichos pueblos – ofrecía una tabla de salvación para un pro-
yecto estatal cuyos elementos programáticos demuestran una sorpren-
dente continuidad con lo planteado por el gobierno liberal de Mariano
Gálvez.
Había, sin embargo, enormes retos para poner en práctica semejan-
te proyecto, que era especialmente atractivo para los hombres de leyes
– tanto los fiscales que preparaban los dictámenes del Ministerio co-
mo los integrantes directos de los tribunales del país. La falta de con-
trol efectivo sobre el territorio dejaba demasiado poder en manos de
los militares, que eran propensos a una visión más ruda y simplificada
de lo que significaba el orden. Rafael Carrera, presidente de 1844 a
1848 y nuevamente desde fines de 1851, era uno de estos hombres.
Otros eran oficiales de variable grado e importancia, mientras algunos
fueron corregidores. Sujetar a tales hombres a la normatividad legal
era una tarea titánica mientras la paz en su sentido más limitado no se
128 Brian F. Connaughton
alcanzara. En tal contexto, hablarles de justicia como la entendían los
hombres de leyes podía rayar en la necedad. Mas los pleitos entre la
Suprema Corte y el presidente y la cotidiana labor del Ministerio en
orientar y encauzar el trabajo de los corregidores eran pasos importan-
tes en la lucha por lograr una auténtica legitimidad social, crear nue-
vamente una relación de mando político que se extendiera a todos los
pueblos rurales y reiniciar las obras públicas que complementaban es-
te proyecto. La labor realizada en los departamentos a veces reflejaba
estos grandes propósitos.
Carrera y sus conservadores jamás llegarían a integrar un verdade-
ro régimen. Su transacción política pretendía concertar las bases para
la acción gubernamental en medio de su debilidad interna y las ame-
nazas externas. Pero por los vaivenes económicos de la grana-cochini-
lla, resultaba que vivían un tiempo prestado antes del advenimiento
del café, producto que finalmente otorgaría los ingresos necesarios
para llevar adelante el proyecto nacional. Esta transición, comenzada
bajo sus auspicios, se daría empero a expensas de mudar todo el piso
socioeconómico y luego político de la nación.
El logro principal de los gobiernos de 1839 a 1854 fue poner las ba-
ses de una nueva moral pública y normatividad socio-gubernativa tras
la aparición del pueblo como factor social definitivo en 1837–1838.
Fue en esencia una política de pacificación que reconocía explícita-
mente que la “opinión” de los pueblos se ganaba por la transparencia
y justicia que normaban la conducta del gobierno; esto presuponía que
la integración nacional podía darse, y la soberanía ejercerse por el Es-
tado, mediante el convencimiento y colaboración voluntaria de los
pueblos, cuya existencia moral, económica y social se reconocía. Esta
política aceptó la necesidad de tolerar la tensión con la Suprema Cor-
te, a la vez que trataba de solventarla. Propiciaba la presidencia vitali-
cia y la carencia de una Asamblea con auténtico poder, pero para apro-
ximarse a un gobierno ministerial – del gabinete y del Consejo. Es
significativo, sin embargo, que el mismo 4 de agosto de 1854 que se
anunciaba en la Gaceta que la procuración de justicia fue elevada a ni-
vel ministerial, velando por las leyes en todas las funciones del go-
bierno, se avisaba que los Generales Mariano Paredes y Manuel María
Bolaños habían sido incorporados junto con el vice-rector de la Uni-
versidad al Consejo de Estado.61
61
Woodward, Rafael Carrera (nota 16), p. 276.
Moral pública y contrarrevolución 129
El gobierno conservador nunca pudo alejarse de su dependencia del
ejecutivo fuerte y del ejército. Tampoco superó la presencia de las cor-
poraciones en la gestión pública, y su discurso patriótico jamás se li-
beró de fuertes tonos religiosos. No obstante, los principios básicos de
justicia que se comenzaron a poner en práctica antes de 1854, conti-
nuarían después, al grado que incluso en la secuela al triunfo liberal en
1871, los gobiernos siguientes no pudieron desconocer muchos de los
arreglos y procedimientos puestos en vigor anteriormente.62
Para concluir, falta subrayar que esta fuerza del discurso jurídico
del gobierno conservador obedecía a dos lógicas distintas. Por una
parte, está su continuidad con la preocupación borbónica y luego libe-
ral por la creación de “leyes fijas” y de aplicación universal que pro-
curaran una estrecha asociación entre la ley, la justicia y la conducta
social como clara fuente de legitimidad jurídica ante la sociedad. En
tal óptica, la forja de la patria apuntaba a la igualdad ciudadana ante la
ley. Por otra parte, al introducir una variable excepcionalidad para tra-
tar las cuestiones particulares de las comunidades, creó un instrumen-
to de negociación que era indispensable para limar asperezas y crear
elementos de flexibilidad emanados de la apelación a la costumbre es-
tablecida. Se reconocía que la vivencia indígena corporativa no era
susceptible aún de ser reducida a la individualidad ciudadana de los
demás, aunque se introdujeran escuelas, prácticas, obras y legislación
que pretendían una gubernamentalidad a escala nacional acorde con la
República establecida en 1847.63 Esta dualidad jurídica, no menos que
la dependencia militar, corporativa y religiosa, marcaba el límite in-
franqueable del período conservador y su política de ganar legitimidad
por vía de la ley, la justicia y las obras públicas locales.
62
Julio Castellanos Cambranes, Café y campesinos en Guatemala, 1853–1897
(Guatemala 1983); David McCreery, “Tierra, trabajo y conflicto en San Juan Ixcoy,
Huehuetenango, 1890–1940”: Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guate-
mala LXIII (Guatemala 1989), pp. 101–112.
63
Reflexiones importantes – que nos han sido muy útiles – sobre los orígenes de la
tradición borbónica, con particular aplicación al caso mexicano, se encuentran en Tay-
lor, Magistrates of the Sacred: Priests and Parishioners in Eighteenth-Century Mexico
(Stanford 1996), pp. 13–17; idem, “El camino de los curas y de los Borbones hacia la
modernidad”: Alvaro Matute, Evelia Trejo y Brian Connaughton (eds.), Estado, Iglesia
y Sociedad en México, Siglo XIX (México, D.F. 1995), pp. 81–113.